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Argüelles, J. D. (2015). Por una universidad lectora. En E.

Ramírez Leyva
(Coord.)Tendencias de la lectura en la universidad. México: UNAM/IIBI.

Por una universidad lectora


Juan Domingo Argüelles
Ensayista, poeta, crítico literario y editor

A veces hay razones para preguntarnos si nos estamos volviendo tontos o, nada
más, nos hacemos tontos, pues es difícil comprender que alguien que tiene nivel
universitario (y que incluso puede contar con maestría y doctorado) crea que ya
no necesita mejorar su inteligencia porque ya cursó y aprobó todos los posgrados
de la escolarización formal, y como si esto lo eximiera de una vez y para siempre
de abrir y leer un libro, una revista, un periódico (cierto amigo que da clases en
una escuela de periodismo me refiere su lucha cotidiana para conseguir que los
alumnos ¡lean todos los días el periódico!). De hecho, está comprobado,
científicamente, que la inteligencia no es un valor fijo: que para mantenerla
saludable y en buen estado y continuarla en desarrollo constante hay que usarla,
pues, darwinistamente, todo aquello que no se usa se atrofia. Quienes crean que,
por tener un título universitario, ya son inteligentes para siempre, están muy
equivocados. En su libro El vuelo de la inteligencia, José Antonio Marina señala algo
fundamental al respecto: “La inteligencia es la capacidad de resolver problemas
vitales, por lo que no puede ser considerado muy inteligente quien no sea capaz
de decidir, aunque dentro de su refugio resuelva con soltura problemas de
trigonometría”. Añade que la inteligencia no es únicamente un asunto de
conocimientos, sino también de valores. Por ello, sólo la formación continuada y
la búsqueda de nuevos horizontes mantienen nuestra inteligencia despierta.
¿Quién podría refutar a Marina cuando afirma que “[…] confundir la inteligencia
con la capacidad para jugar bien al ajedrez, es una broma o un timo”? “Al fin y al
cabo –concluye el filósofo–, un programa de ordenador –Deep Blue– ha vencido
a Kasparov”.

Para mantener viva la inteligencia, la formación intelectual universitaria no


puede prescindir del mejor pensamiento (filosófico, psicológico, sociológico,
histórico, científico) ni de la más alta creación literaria de todos los tiempos. Y,
sin embargo, hoy constituyen legión los universitarios que no han leído por
ejemplo a Aristóteles ni a Eurípides ni a Sófocles ni a Platón ni a Shakespeare ni a
Montaigne ni a Nietzsche ni a Freud ni a Koestler, mucho menos a Chéjov,
Tolstoi, Balzac, Chomsky, Jung, Heidegger, Kant, Schopenhauer, Durkheim,

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Benjamin, Eliade o Steiner. ¿Qué es lo que ha pasado con la universidad? Algo
muy simple y dramático: que las especializaciones han llevado a los profesionistas
a saber muchas cosas sobre casi nada. Saben generalidades sobre una carrera (la
suya, es decir la que sea) que no les enseñó ni les exigió leer más allá de ella, y
esto incluso fragmentariamente, es decir a través de las fotocopias y de
predigeridos exámenes de opción múltiple. Por ello no aprendieron a leer, y la
lectura que no sea de bullets o de sumarios los aburre y los cansa. Por ello,
también, el Twitter y el ruido noticioso de Yahoo los tiene como palomillas
atraídas por la luz de una lámpara.

Lo cierto es que las publicaciones universitarias no deben ponerse al nivel


de las publicaciones frívolas de los puestos de periódicos, sino ser extensiones de
las aulas, de la cátedra. ¿O, acaso, porque un gran sector de los universitarios
apenas si lee algo, hay que darles a todos materiales para lectores
semialfabetizados? Hoy, muchas publicaciones han renunciado a sus lectores
naturales, es decir a sus lectores lógicos, a cambio de darles brevísimas cápsulas
como las que encuentran en los noticiarios radiofónicos y televisivos y en
Internet.

Hasta los suplementos y las secciones culturales de los diarios ya también


tienden a esto, a partir de diseños mercadotécnicos que tienen el propósito de
darles notas brevísimas, casi telegráficas, a los presuntos lectores. Hoy parece un
sacrilegio que una publicación cultural o universitaria entregue a sus lectores
amplios ensayos, espaciosas crónicas, profundos artículos, generosas entrevistas.
Y es obvio que si un universitario no es capaz de leer, en una revista, en un
suplemento o en un periódico, un texto de cinco páginas, es porque tampoco es
capaz de leer cinco páginas de un libro. En otras palabras, si nos sumamos a la
exigencia mercadotécnica de igualar el texto impreso al texto de pantalla, lo único
que haremos será agravar el analfabetismo funcional de los universitarios.

En La industria del libro: Pasado, presente y futuro de la edición, el editor Jason


Epstein recuerda que “[…] el gran número de matrículas universitarias que siguió
a la Segunda Guerra Mundial produjo una generación de lectores serios de
diversas procedencias sociales”. Por ello, los mejores editores saben que tienen
que aprovechar esa formación universitaria no sólo para ir al encuentro de esos
lectores, sino para proponerles obras e ideas nada previsibles, distintas,
enriquecedoras, pues la universidad es sólo un paso para la verdadera formación
de los lectores, la cual se va haciendo, sobre todo, fuera de las aulas y muchas
veces muy lejos de las asignaturas académicas.

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Para Epstein, la edición cultural tiene que ser una universidad paralela. Y si
un sector de los universitarios, de los profesionistas, de los egresados de las
universidades, no quiere leer sino 140 palabras, flashes, bullets, insights
publicitarios, grafiquitas, sumarios, pies de fotos y textitos previamente
masticados, en papillas predigeridas, pues que se conformen con eso, pero no
podemos sacrificar a los lectores que sí quieren leer y continuar su formación
intelectual y espiritual, nada más para darles por su lado a los universitarios que
no quieren leer. Que no lean si no quieren leer (y que nadie los obligue), pero no
nos obliguemos nosotros –en razón de una buena intención mal entendida– a
darles a todos productos chatarra nada más porque a un sector mayoritario le
encantan los productos chatarra. Si pensáramos desde un punto de vista
nutricional y gastronómico, sería injusto sacrificar la alimentación y el gusto de
los que saben comer, nada más que para atender las exigencias de los aficionados
a la chatarra.

Recordemos una vez más el certero diagnóstico de Gabriel Zaid: el gran


problema de la lectura no tiene que ver con las masas pobres y analfabetas que
no saben leer ni escribir, sino con una enorme cantidad de universitarios que, aun
teniendo recursos para comprar libros, no quieren leer. Por muy mal que estén,
tienen medios adquisitivos suficientes. La prueba de ello es que compran
corbatas, celulares, trajes de marca, zapatos caros, buenos automóviles, pero los
libros no sólo no les interesan sino que les parecen carísimos cuando cuestan
doscientos o trescientos pesos, cantidad que sin embargo pagan sin chistar por
unos aperitivos, seguramente porque –listos como son– piensan que no sólo de
libros vive el hombre.

¿Qué es lo que quieren esos universitarios: leer monitos? No, tampoco


quieren eso; lo que quieren es desentenderse de la lectura de libros, revistas,
periódicos, etcétera, y sólo estar frente a la tele y ante la pantalla de Internet.
Resulta que muchos universitarios no quieren dedicar demasiado esfuerzo
intelectual a la lectura. No quieren libros profundos, quieren papillas: alimentos
que otros se han encargado de masticar para que ellos únicamente los traguen.

La verdad es que, como afirma Epstein, “[…] la edición de libros se ha


desviado de su verdadera naturaleza, y ha adoptado la actitud de un negocio
como cualquier otro”. Para muchos universitarios, los libros son simples
instrumentos que sirven para avanzar en la carrera profesional en tanto consiguen
su inserción en los ambientes laborales. Cuando ya han conseguido su objetivo
de titularse y son flamantes ejecutivos y directivos de la empresa privada o del
gobierno, los libros constituyen un lastre que hay que arrojar por la borda si se

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quiere avanzar, además de que, estos ejecutivos exitosos, no tienen tiempo para
leer, pues están ocupadísimos en no leer.

Leen, cuando mucho, manuales sobre liderazgo y, entre ellos, por


supuesto, cosas como ¿Quién se ha llevado mi queso? y El monje que vendió su Ferrari,
pero eso está muy lejos realmente del verbo leer si el objetivo de tales productos
no es que pienses sino que acabes convencido. Los gurús de la autosuperación
han hecho pingües negocios con los universitarios semialfabetizados, porque
saben que si les dicen frases como “cuando dejas atrás tus temores, te sientes
libre” o “prepárate para cambiar con rapidez y para disfrutarlo”, sentirán que
quien les habla es Dios porque nunca en su vida habían escuchado tan elevada
sabiduría. ¿Y todo por qué? Porque jamás leyeron a Platón, a Séneca, a
Montaigne, a Schopenhauer o a alguno de sus buenos divulgadores, como por
ejemplo Fernando Savater o André Comte-Sponville. Entonces capsulitas y
fabulitas bobas como las de Spencer Johnson y Robin S. Sharma les parecen la
mar de profundas, tan profundas que casi se ahogan en ellas.

Algunas universidades ya se dieron cuenta de que el problema de la lectura


no está sólo con los no profesionistas, sino también, y muy alarmantemente, con
los profesionistas que hoy son ejecutivos de empresas, funcionarios de la
administración pública y directores generales de esto y aquello. Gente que no lee
ni su horóscopo ni mucho menos la caja del cereal. Lo cierto es que nunca les
gustó leer, y que si leyeron algunos libros o capítulos de ellos fue, básicamente,
para sacar la carrera.

Esto ya lo sabíamos. Pero es hasta ahora, es decir recientemente, que el


tema salta a las primeras páginas de los diarios y como asunto preocupante de las
agendas públicas de educación y cultura, pero no por lo educativo o cultural que
pueda tener el asunto, sino porque incide en cuestiones económicas y sociales. La
lógica de la Organización para la Cooperación y del Desarrollo Económicos
(OCDE) es una lógica simple: si un universitario no lee, ni se actualiza, ni tiene
interés por conocer más, es alguien que no resulta “competitivo” ni competente
frente a las exigencias de la globalización.

Esto último es verdad, y sin embargo no es lo más importante. Porque


resulta por demás obvio que un universitario que lee es una persona que
desarrolla mayores capacidades, aun sin hacerlo expresamente para lograr
mayores competencias y mejores cualificaciones. Un universitario que lee por
gusto es alguien que no sufrirá la lectura por obligación.

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Nuestro error, tanto en cultura como en educación, ha sido el privilegiar
las capacidades técnicas antes que las potencialidades humanísticas. Desde la más
tierna infancia hasta los umbrales de la titulación académica lo que hacemos es un
ejercicio memorístico más que una práctica reflexiva. Todos sabemos –lo mismo
si lo pronunció Einstein que si lo dijo Pepito– que la memoria es la inteligencia
de los tontos, y sin embargo la escuela se sigue montando sobre la memoria para
todo, en lugar de abrir los caminos del pensamiento y la discusión. La duda y el
escepticismo son siempre mejores maestros que la memorización.

Los universitarios padecen los mismos problemas que los estudiantes de


preparatoria, secundaria y primaria: en una enorme proporción, no leen y no les
gusta leer porque, en cuanto a libros, les basta con memorizar autor, título, tema,
trama, personajes, género, corriente, época, etcétera, sin tener que leer los libros.
Son fruto de los mecanismos tradicionales, vacíos y repetitivos con los que se
enseña lengua y lectura en los niveles escolares previos a la matrícula profesional.

Es difícil no plantear, en este punto, el tema de las tecnologías de


información. Pero creo que se equivocan quienes ven en las herramientas de
Internet la muerte del libro y la competencia “desleal” de las pantallas y los
teclados. De hecho, está suficientemente probado que quienes leen y escriben en
papel y son migrantes digitales, leen y escriben también en la computadora y en
los demás instrumentos que facilitan más que complican la lectura y la escritura.
Mi hija, que es lectora y autora de libros en papel, me dijo hace poco, sin reprimir
su entusiasmo: “¡Adoro mi Kindle!” Por algo será.

El problema de la lectura no radica en que Internet sea una competencia


frente a la lectura en el formato tradicional del libro en papel, sino en el hecho de
que la escolarización no está promoviendo ni fomentado el placer de leer y
escribir, sino el deber de leer para hacer tareas, memorizar datos y entregar
soporíferos e inútiles reportes de lectura. Los profesores se desesperan porque
los reportes de lectura están mal escritos, pero están mal escritos a partir de que
los libros están mal leídos: con tedio, con sufrimiento y con rencor.

Aunque nos pese a los nostálgicos, no hay demasiada diferencia entre leer
un libro en papel y hacerlo en el Kindle, pero los que leen en el Kindle es porque
antes, de todos modos,
leían en papel, y disfrutaban (y siguen disfrutando) este ejercicio que no se reduce
a las tareas, sino que va más allá incluso del placer, y se vincula con el
conocimiento, el hallazgo, la interrogación sobre quiénes somos, hacia dónde
vamos y cómo afrontamos la soledad, el dolor, la dicha, la fragilidad, el placer y la
certidumbre de sabernos mortales. “Los libros me guían a través de la vida”.
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Estoy citando a Gorki, con la incómoda sensación de que muchos universitarios
no saben quién es Gorki.

Los lectores no pueden reducirse a practicantes de un deber instrumental


inmediato. Las bibliotecas, y especialmente las bibliotecas personales, siempre
están un paso adelante de las universidades. A quienes contamos con estudios
universitarios y seguimos siendo lectores nos cuesta trabajo reconocer (porque es
políticamente incorrecto) que ello no fue producto, necesariamente, de las aulas
universitarias, donde –si bien nos fue– lo que adquirimos, gracias a ciertos y
estupendos profesores, fue el impulso para leer, al mismo tiempo que los libros
obligatorios, los libros que se nos daba la gana. En mi caso, yo puedo afirmar
esto. Y a veces –ésta es la verdad– nos volvemos lectores voraces sólo si
conseguimos sobrevivir a la autoritaria y desalentadora enseñanza de la lengua y
la lectura en nuestras escuelas.

En cuanto a las bibliotecas, todavía hay bibliotecarios que se ofenden


cuando, en los congresos, algún colega señala o recomienda que –para hacer más
eficazmente su trabajo– tendrían que ser bibliotecarios lectores. Algunos reaccionan
incluso airados: “¡Cómo que lectores! ¡Si los bibliotecarios leemos todo el santo
día!”, exclaman. Otros argumentan que tienen tantos asuntos que atender que no
les queda tiempo para otra cosa, pero que, de cualquier forma, leen todo lo que
tiene que ver con la biblioteca.

En ambos casos, independientemente de las reacciones (airadas o no), lo


que no se ha comprendido del todo es que no se puede trabajar con libros, entre
libros, por los libros y para los lectores y usuarios, y únicamente leer sobre
bibliotecología o biblioteconomía, es decir exclusivamente sobre la especialidad.

Es como si un editor sólo leyera de ediciones (los hay por supuesto) o


como si un ingeniero sólo leyera de ingeniería (y también los hay, y en
abundancia). En otras palabras, es importante que los bibliotecarios sean también
lectores que diversifiquen sus conocimientos, amplíen sus intereses lectores y
fortalezcan su cultura general. Pero no sólo ellos. Todos, independientemente de
nuestra profesión, tendríamos que hacerlo, pues el fenómeno es exactamente el
mismo en prácticamente todas las carreras con los universitarios y en las
universidades.

Durante mucho tiempo se pensó que lo que más se hacía en las


universidades era leer. Ya no es fácil sostener este optimismo equívoco. La
verdad es que lo que más se hace en las universidades (y en todos los niveles

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previos de la educación) es estudiar para los exámenes. Y bien sabemos que
estudiar no es lo mismo que leer, aunque para estudiar tengamos que leer.
Muchas universidades públicas de América Latina han comenzado a preocuparse
seriamente por este problema y, por principio, aceptaron (como acepta su mal un
enfermo o su debilidad un adicto) que, en una enorme proporción, los
universitarios “no leen”.

Este diagnóstico no quiere decir que los universitarios no lean sus apuntes
de clase, o los libros o capítulos de libros que deben leer para cursar
satisfactoriamente sus materias y, con ello, sacar sin contratiempos su carrera.
No. Lo que quiere decir es que no leen nada más que eso, que es bastante poco o
casi nada. Ya no es sorprendente encontrar a jóvenes marxistas que nunca han
leído un libro de Marx y que todo su conocimiento reside en nociones vagas del
marxismo que han sacado de Internet.

Lo cierto es que con Internet las cosas se facilitaron o se complicaron para


la formación intelectual, según se vea. Mucha de la cultura universitaria, hoy, está
hecha de fragmentos. Y no hay nada más fragmentado que Internet. Es el paraíso
de los fragmentos y, por tanto, de la cultura fragmentada y fragmentaria. Muchos
universitarios saben algo sobre Aristóteles, Platón, Nietzsche, Hegel, Rousseau,
Heidegger, Kant, Benjamin, Sartre, Bettelheim, Propp, etcétera, no
necesariamente porque hayan leído libros de estos pensadores, sino porque en la
red hay una montaña de artículos y ensayos de interpretación sobre ellos.

Basta poner en el buscador de Google la palabra “Nietzsche” para


encontrar más de siete millones de resultados. ¿Pero cuántos han leído realmente
a Nietzsche y no lo conocen sino únicamente de oídas o por vagas referencias?
Algunos creen incluso que ya ni vale la pena leerlo. ¿Para qué fatigar El nacimiento
de la tragedia, Humano, demasiado humano, La gaya ciencia, Más allá del bien y del mal,
Así hablaba Zaratustra, Ecce Homo, El Anticristo, etcétera, si ya hay artículos de tres
páginas y ensayos de diez que nos dicen “todo” lo que vale la pena saber sobre el
autor? Eso sí, hay quienes hablan de lo que dijo Habermas sobre Nietzsche,
porque Habermas es “actual” y está de moda, y porque conocer sus ensayos da
más prestigio o más caché –en el bluff interpretativo– que leer directamente a
Nietzsche y sacar las propias conclusiones. Lo cierto es que debería haber más
que Habermas.

Lo bueno sería que Comte-Sponville nos hiciera descubrir, por ejemplo, a


Spinoza, Montaigne y Alain, pero no únicamente de oídas (para decir lo que
Comte-Sponville dice de ellos), sino por trato directo, para que conversemos con
esos autores a través de sus libros, luego de que Comte-Sponville nos ha hecho el
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grandísimo favor de facilitarnos el acceso a ellos. Dado que Habermas nos facilita
a Nietzsche, ¿por qué tendríamos que quedarnos con Habermas? Debe, sin duda,
haber más.

Internet, que es una herramienta maravillosa y que, además potencia el


libro y la lectura, también puede ser el mayor lugar de holganza para los
perezosos que, de todos modos, tampoco leen libros en papel. Pican aquí, pican
allá; de aquí sacan esa poquita cosa blandengue, insípida, y de más allá otro breve
bocado de cosa masticada (interpretada), y ya con eso tienen para aprobar la
materia y blofear en twitter o tuitear en bluff.

Que nadie interprete este alegato como una propuesta reaccionaria para
regresar a las cavernas. Lo que decimos es que la lectura formativa requiere de
paciencia y completitud, en contraposición a la velocidad fragmentaria y
fragmentada de la tecnología electrónica. En Una historia de la lectura, Alberto
Manguel advierte que quienes hoy oponen la tecnología electrónica a la de la
imprenta “[…] quieren hacernos creer que el libro –esa herramienta ideal para la
lectura, tan perfecto como la rueda o el cuchillo, capaz de contener nuestra
memoria y experiencia, y de ser en nuestras manos verdaderamente interactivo,
permitiéndonos empezar y acabar en cualquier punto del texto, anotarlo en los
márgenes, darle el ritmo que queramos– ha de ser reemplazado por otra
herramienta de lectura cuyas virtudes son opuestas a las que la lectura requiere”.

Con entera razón, Manguel aclara que “[…] la tecnología electrónica es


superficial y, como dice la publicidad para un powerbook, ‘más veloz que el
pensamiento’, permitiéndonos el acceso a una infinitud de datos sin exigirnos ni
memoria propia ni entendimiento; la lectura tradicional es lenta, profunda,
individual, exige reflexión. La electrónica es altamente eficaz para cierta búsqueda
de información (proceso que torpemente también llamamos lectura) y para
ciertas formas de correspondencia y conversación; no así para recorrer una obra
literaria, actividad que requiere su propio tiempo y espacio. Entre las dos lecturas
no hay rivalidad porque sus campos de acción son diferentes. En un mundo
ideal, computadora y libro comparten nuestras mesas de trabajo”.

La verdad es muy simple y muy desalentadora: está probado que quienes


no leen libros en papel tampoco lo hacen demasiado en la pantalla, aunque lo
contrario, que también es cierto, nos cure del desaliento: quienes más libros leen
en el Kindle es porque leen bastante, también, en papel. Y bien sabemos que leer
es cosa de alfabetizados, de estudiantes, de universitarios, de profesionistas y, por
tanto, en general, de privilegiados.

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Podemos afirmar que el 99.9% de los universitarios pertenece al sector de
los que son privilegiados si establecemos la relación con aquellos que no son ni
alfabetizados ni estudiantes ni universitarios ni profesionistas. Por muy mal que
estén, diría Gabriel Zaid, están mejor que los demás: pueden comprar libros o
acceder a bibliotecas, disponen de tiempo para leerlos, tienen resueltos muchos
problemas del día a día (sobre todo si son estudiantes universitarios y viven en
casa de sus padres y no hacen otra cosa que ser universitarios), comparten entre
ellos inquietudes intelectuales, gozan de ocios, etcétera. Y, sin embargo, muchos
de ellos no leen; únicamente “estudian”.

“¿Pero a qué horas leo si me la paso estudiando?”, pregunta indignado un


estudiante a quien la lectura de libros no le hace gracia. Es una forma fácil, torera,
de salir por peteneras. Otra vez, Gabriel Zaid es enfático y acertado: “Ninguna
persona debería recibir un título universitario (de cualquier especialidad) si no es
capaz de escribir el resumen de un libro”.

Si optamos por la verdad y la decimos sin ambages, habría que afirmar que
si la inversión en las universidades públicas no consigue, entre otras cosas
principales, formar lectores autónomos, el gasto no deja de ser, en una buena
proporción, un desperdicio, pues, siendo así, los universitarios tendrían que
regresar, a aprender a leer, a la escuela primaria.

Pero lo dramático es que tampoco la primaria (ni la secundaria, ni la


preparatoria) forma lectores. Para esto (piensan los profesores, acordes con el
“pensamiento” del sistema educativo), las personas tendrían que ir a la
universidad. Y, si ahí tampoco se lee, el círculo vicioso nunca se rompe. Por eso
no queda otra alternativa que romperlo.

Puesto que la educación básica, en México, está en manos de un sindicato


que se opone a cualquier modificación (porque cree que lo momificado no debe
ser modificado) y de una secretaría que cree que debe modificar todo (pero
únicamente bajo los preceptos empresariales de la OCDE), lo que tenemos es un
escenario dramático en el que los preuniversitarios no leen (es decir, no son
lectores autónomos) porque, en los pasos previos de su educación, nunca la
lectura fue una prioridad, y llegan a la universidad a seguir cultivando con afán su
“hábito de no lectura” y justificándose con el argumento de que están muy
ocupados en estudiar, es decir muy atareados en no leer.

¿Universidades lectoras? Sí. No existe otra solución que cambiar el


esquema, en las universidades, para que los universitarios lean. Crear y alentar
programas de lectura en las universidades, como ya se hace en algunas, más allá
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de las reacciones de los susceptibles que exclaman extrañados cuando no
ofendidos: “¡Pero si sabemos leer y leemos! ¡Es lo único que hacemos! ¡Todo el
tiempo estamos leyendo!” Es fácil probar que muchos de ellos no saben leer:
basta con ponerlos a leer. Que lean para aprobar los exámenes no es lo mismo
que lean para añadir algo más a su vida, para agregar a su existencia (y a su
profesión) mayores capacidades y experiencias. No hay nada más contradictorio
que un universitario que no lee o que únicamente lee cuando hay que hacer tarea
o cuando tiene que examinarse.

En este sentido, quienes leen El Libro Vaquero y Sensacional de Traileros les ponen la
muestra: apenas son alfabetizados, pero leen porque se les antoja, porque les
gusta, porque disfrutan y se complacen y se solazan en la palabra y en la imagen;
porque necesitan otras experiencias que no sean los deberes, pero no porque
tengan que hacer tarea o presentar exámenes. Por supuesto, en general, no son
universitarios. Bueno, en el mejor de los casos, ojalá no lo sean, pues el mayor
fracaso de la educación mexicana sería comprobar que se ha preparado a las
personas que han pasado por las aulas universitarias, por los “estudios
superiores”, para que alcancen la plenitud de sus expectativas culturales con el
Sensacional de Traileros.

BIBLIOGRAFÍA

Comte-Sponville, André, Invitación a la filosofía, traducción de Vicente Gómez


Ibáñez, Paidós, Barcelona, 2007.

Epstein, Jason, La industria del libro: Pasado, presente y futurode la edición, traducción
de Jaime Zulaika, Anagrama, Barcelona, 2002.

Manguel, Alberto, Una historia de la lectura, traducción de Eduardo Hojman,


Joaquín Mortiz, México, 2006.

Marina, José Antonio, El vuelo de la inteligencia, Random House Mondadori,


México, 2007.
Zaid, Gabriel, Los demasiados libros, Océano, México, 2007.

______, El secreto de la fama, Lumen, México, 2009.

______, Leer, selección y prólogo de Fernando García Ramírez,


Océano, México, 2012.

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