"El Hombre en El Umbral". Cómo y Por Qué Juzgamos
"El Hombre en El Umbral". Cómo y Por Qué Juzgamos
"El Hombre en El Umbral". Cómo y Por Qué Juzgamos
Leonardo Pitlevnik
1. Introducción
un derecho universal y transparente terminaría siendo obvia incluso para quien carezca
de razón (“En el umbral” 69).
2 Es en “El escritor argentino y la tradición” donde señala que en un relato presunta-
mente ocurrido en Francia, con nombres de ciudades inventadas, se reconoce el sabor de
las afueras de Buenos Aires (270).
piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia” (OC 1: 527). Ese
sur bonaerense es un espacio asimilado al pasado (un pasado rojo punzó,
dice el cuento), en un mundo más antiguo y más firme. Hacia allí viaja el
narrador leyendo Las mil y una noches (que también es mencionada en “El
hombre en el umbral”). En ambos textos será ese viejo pulido por los años
quien interviene para que ocurra la muerte de alguien.
Balderston refiere que este paralelo entre ambos relatos permite pen-
sar que no se confronta oriente y occidente, sino que la tensión se da entre
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culturas tradicionales e históricas, lo que también ocurre en la Argentina
(“En el umbral” 173). En esta idea de un orden inglés dominante y un
orden popular que lo confronta o lo desarticula, Balderston relaciona “El
hombre en el umbral” con las referencias de Ludmer a la gauchesca como
conflicto entre dos leyes: el derecho escrito de la nación estado y el derecho
oral de los gauchos (“En el umbral” 168). El hombre del umbral dice que
“la justicia inglesa que administraba no era conocida de nadie y los apa-
rentes atropellos del nuevo juez correspondían acaso a válidas y arcanas
Leonardo Pitlevnik
6 El mismo Sarmiento recurría a las prácticas de Nicholson para “domesticar a los bár-
baros”. Escribe Hernández en la biografía del Chacho que, después de degollado, “su
cabeza ha sido conducida como prueba del buen desempeño del asesino, al bárbaro
Sarmiento. El partido que invoca la ilustración, la decencia, el progreso, acaba con sus
enemigos cosiéndolos a puñaladas” (113, 114).
7 Gutiérrez dice de Moreira que “era un hombre solo a quien la misma justicia había
lanzado en la senda del crimen” (99). “¿Qué gaucho niega su hospitalidad a un paisano
en desgracia? ¿Quién niega un amparo al que ha caído en la enemistad de la justicia?
Ninguno, seguramente, porque la hospitalidad es una religión en el gaucho, religión
que no han podido extirpar de su alma los castigos, las fronteras, y ese otro azote que
el paisano llama sardónicamente la justicia, porque la justicia es para él la privación de
todo derecho, la altanería del alcalde, el sable de la partida de plaza y regimiento de línea”
(40). Se lee también: “En todos los pueblos de campaña, con o sin razón, los represen-
tantes de la justicia, triste justicia, son generalmente odiados” (229).
mianalfabetos eran el azote de las poblaciones, un “factor criminógeno de
venganzas privadas o de abuso” (80). Carlos Octavio Bunge denunciaba la
explotación del gaucho por el juez de paz, el comandante y el comisario, lo
que obligaba a aquél a huir acosado por la “jauría policial” (16).
“El hombre en el umbral”, leído desde esta perspectiva, se ubica en un
espacio aparentemente poco común dentro de la obra narrativa de Borges.
Un pueblo se subleva contra la autoridad de un juez, lo juzga y lo condena
a morir. Mientras los personajes Borges, Dewey y Bioy aparecen individua-
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lizados, lo mismo que Glencairn, el propio hombre del umbral no tiene
nombre y relata la acción de un pueblo: “Hablar no basta; de los designios
tuvieron que pasar a las obras” (OC 1: 614). Hay en el relato un sabor a
“Fuentevoejuna lo hizo”.8 El sujeto es colectivo y anónimo. Primero el pue-
blo entero (“la pobre gente”, describe el relato) y luego su representación
en el jurado: Musulmanes y sikhs, judíos negros, hindúes y monjes de
8 Rosenberg compara este levantamiento popular con la reacción del pueblo babilóni-
co reclamando que la lotería no fuera un privilegio para pocos (229-49).
9 Robin West realiza una interesante comparación entre Huckleberry Finn, de Mark
Twain y Beloved, de Toni Morrison, en cuanto a la presencia de la voz del subalterno. Tra-
za un paralelo entre el modo en que Jim, el esclavo que escapa junto a Huck es presen-
tado en un texto donde el dominio lingüístico sigue siendo del hombre blanco, de una
comunidad textual a la que pertenece Huck, aun en su condición de marginal. La voz del
esclavo, dice West, no aparece en la obra de Twain, pues se trata de un texto escrito por y
para blancos desde el dominio de las representaciones de su lengua. Beloved, en cambio,
es escrita desde la mujer esclava negra excluida y cosificada. Sethe, el personaje central
de la novela, no es narrada desde afuera, sino que es sujeto de la narración (49, 79).
10 Ana María Barrenechea refiere que la India le sirve de metáfora del universo por lo
vasto y lo caótico. Su irrealidad para la mirada de occidente, le permite a Borges conver-
tirlo en escenario mítico de algunos de sus cuentos. Señala que en “El milagro secreto”
es en el “vertiginoso” mapa de la India donde el personaje encuentra a Dios (28, 29).
Aleph”: “La momentánea y repetida visión de un hondo conventillo que
hay a la vuelta de la calle Paraná, en Buenos Aires, me deparó la historia
que se titula El hombre en el umbral; la situé en la India para que su invero-
similitud fuera tolerable” (OC 1: 630).
¿Qué es lo que ese hondo conventillo de la calle Paraná significó para
Borges al punto de haberse convertido en un umbral en la India colonial?
Quizás esa pertenencia orillera a la cultura occidental que explica en “El
escritor argentino y la tradición”, le dio esa libertad para pensar lo que
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ocurría en esas piezas donde vivían familias hacinadas, muchas veces de
inmigrantes que hablaban otras lenguas. Él también podía creer que suce-
día allí alguna fiesta de una religión que desconocía y entender, al mismo
tiempo, que quizás lo que ocurría era otra cosa. En definitiva, una ajenidad
cercana.
11 Borges cita aquí la leyenda judía de los Lamed Wufnik al incorporarlos a El libro de
los seres imaginarios. Son allí 36, si uno llega al conocimiento que es un Lamed Wufnik
muere inmediatamente y otro ocupa su lugar (OCC 655). También los trae a colación en
“Nuestro pobre individualismo” cuando refiere “la fábula de que la humanidad siempre
incluye treinta y seis hombres justos –los Lamed Wufniks– que no se conocen entre
ellos pero que secretamente sostienen el universo” y lo hacen en el anonimato (OC 2: 37).
un juez en su decisión. Las diferencias raciales, religiosas e idiomáticas
obstaculizaban los procesos cuando el acusado pertenecía a un grupo
distinto al de quienes juzgaban. En un contexto en el que no había una
buena opinión respecto de los jurados, las decisiones eran revocadas por
tribunales de apelación con más facilidad que en Inglaterra. A lo largo de
una regulación que se iba acomodando al escenario, se dictaron normas
que aseguraran a los británicos y americanos ser juzgados por jurados
integrados en su mayoría por británicos o americanos (Pullan 104-09).12
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Tampoco en todos los estados se aplicó y en los que se lo hizo, no fue
de la misma manera. Kalyani Ramnath cita el caso de un hindú que no
quiso condenar a un culpable para no manchar sus propias manos con
sangre y menciona el poco interés de quienes profesaban esa fe en asuntos
terrenales, la idea de considerarse soplones si estaban en un jurado que
condenaba a un hindú, el poco valor que le daban al juramento impuesto
por un sistema extranjero, las dificultades del idioma, sumado a que
inicialmente, el juramento era un rito de cientos de palabras que quien
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12 Se mencionaba que había que tener cuidado con el juzgamiento de un cristiano
en cuestiones de vida o muerte cuando la decisión quedaba en manos de musulmanes
o hindúes, que la población nativa no estaba a la altura de la civilización como para
desarrollar un concepto de comunidad de sentimientos, con los europeos o norteameri-
canos que podían ser sometidos a un juicio. A su vez, la existencia de un orden jurídico
islámico también habría determinado que solo se integraran jurados con musulmanes.
13 Se trató del caso Navanati, en el que un oficial de la marina mató al amante de su
esposa. El imputado habría tenido a su favor a la prensa durante todo el juicio de modo
que la decisión apareció teñida por la presión ejercida sobre quienes estaban encargados
de dictar el veredicto.
costoso, que llevaba mucho tiempo, que no era adecuado a la sensibilidad
de la población india y que los miembros eran sumamente influenciables
(Jain 138-41).14
Fuera del ejemplo histórico de la India, el jurado representa hoy para
los especialistas en derecho procesal penal la manera más adecuada de
participación popular en conflictos alcanzados por la ley penal. Es perfor-
mativo en el sentido de que son ciudadanos comunes, elegidos por sorteo,
quienes construyen una decisión sobre la violación a la ley en lugar de
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derivarlo en funcionarios que perciben un salario por ello.15
En el relato, el jurado aparece como una solución ante la imposibilidad
de hallar a los justos capaces de decidir el caso. La idea de una asamblea de
iguales que dicten un veredicto no es una regla que asegure una justicia
abstracta o el descubrimiento de una verdad, sino un método democrático
de deliberación de un colectivo designado para resolver un caso en el que
16 Tribunal de Casación Penal de la Provincia de Buenos Aires, Sala VI, Causa N° 71.912
(“Lopez, M. G. s/ recurso de queja”), 04/02/16; Cámara de Casación Penal de la Provincia
de Buenos Aires, Sala V, causa Nº 78.302, caratulada “Bray, J. P. y Paredes, J. M. s/rec. de
queja”. 12/09/17. Disponibles en juba.scba.gov.ar. Consultado 13/8/2018.
jurado la individualidad de sus integrantes se diluye. En el sistema de ju-
rados de Brasil, por ejemplo, para juzgar homicidios dolosos se utiliza un
tipo de jurado que tiene vedada la deliberación. Cada participante vota de
manera secreta depositando un “sí” o un “no” en una urna y el recuento
de votos se detiene en el momento en que se arriba a la mayoría requerida.
El sistema asegura que no se pueda identificar quién votó en qué sentido.
El anonimato vuelve a ser una forma en la que el colectivo, como sucede
en el juicio a Glencairn, toma una decisión irrecurrible y sin necesidad de
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dar otra explicación que la de que es la comunidad representada quien ha
pronunciado la última palabra.
a Las Mil y una Noches. Scherezade, es sabido, cuenta historias para demo-
rar su propia ejecución. Aquí, el relato distrae para que la ejecución sea lle-
vada a cabo.17 Del mismo modo que en “El milagro secreto”, un relato sus-
pende la realidad: de manera fantástica en el caso del poeta judío fusilado
por los nazis; de una manera “estratégica” en el cuento que aquí se analiza.
El personaje del relato narra aquello que ocurre y narrándolo le da
existencia. Relato y verdad son lo mismo y si no lo son, se entrecruzan.
También en “Tema del traidor y del héroe”, la ejecución del personaje re-
pite un texto, la historia de Julio César de Shakespeare. Aquí la ejecución de
Glencairn replica la narración del viejo en el umbral. El relato que pretende
ser una fábula a partir de la cual conocer lo que ocurre; es la matriz en la
17 Esta típica estratagema oriental, dice Balderston, podría relacionarse con la figura
de un indio vestido como un faquir desnudo, según una definición de Churchill respec-
to de Gandhi, que en sus negociaciones con el imperio, parecía un santo, pero era “una
persona sumamente astuta y capaz”. Dice, además, “Un anciano sentado en un umbral
y vestido a la usanza tradicional, que posee la suficiente astucia para retener y educar
a su oyente británico con una historia (o con una reinterpretación de la Historia), que
habla de un pueblo sometido que descubre la maldad de los invasores extranjeros y de
las artimañas de ese pueblo para reafirmar la autoridad ética y judicial tradicional: la
descripción coincide estrechamente con la que dan exasperados funcionarios británicos
que trataron con Gandhi” (“En el umbral” 171).
cual se espejan los acontecimientos. “Que la historia hubiera copiado a la
historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la litera-
tura es inconcebible” (OC 1: 497), se lee en “Tema…”. Si Dewey se hubiera
dado cuenta, la narración quizás se habría interrumpido y tal vez, también,
la ejecución. No lo advirtió y el relato fue parte hacedora de la muerte del
tirano.
El nombre del cuento permite llevar el eje a quien relata ese aparente
hecho pasado (refiriéndose a él, se lee: “Diré como era, porque es parte
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esencial de la historia”). Fuera de ese núcleo, el relato presenta cierto halo
de evanescencia. El nombre del juez ha sido inventado y el lugar donde
ocurrieron no tiene importancia. Se nos dice que fue un tirano que so-
juzgó al pueblo, pero también que, extrañamente, los diarios ni siquiera
comentaron ni registraron su desaparición. Su nombre es un invento. Los
errores de Dewey, primero en una cita de un poeta latino y después, al con-
18 En el mismo sentido, Ricardo Gutiérrez Mouat, quien refiere además el paralelo
con la figura de Timón, de Horacio, a quien también le cuentan una historia para que él
se reconozca en ella y que también menciona a Sherezade y la noche en la que el sultán
escucha su propia historia (90-94).
taciones o datos destinados a probar un hecho o a dar razones en favor de
la propia posición (Rodríguez Álvarez 228). En un proceso penal oral (ante
un jurado, por ejemplo), saber o no saber contar una historia puede signi-
ficar ganar o perder un juicio. Cuentan las habilidades como narrador, las
competencias comunicativas o las cualidades para modificar un discurso
en la medida que se percibe en la audiencia oral posibles variantes que
llevarían a inclinar una decisión hacia uno u otro lado. Lo que el litigante
38 diga puede retrasar la ejecución de una pena, anularla o hacerla posible. Es
la escena clásica de los films de juicio en las que el condenado a muerte
aguarda la temporánea intervención de un testigo de descargo traído por
su abogado salvador, o aquélla en la que el alegato final convence a todos
de lo que parecía imposible. Relatos que modifiquen el curso de la historia.
En los juicios no triunfa necesariamente quien tiene la razón sino
quien mejor expresa la suya, y los estudios sobre litigación dedican parte
de sus análisis a los contenidos y formas de acusar y defender, las estra-
tegias discursivas, la formas de contar un hecho, las condiciones de las
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narrativas del fiscal y de la defensa (Taranilla 3-24). A ésta le basta con des-
truir la credibilidad de la narración del acusador, aun cuando no construya
una propia. El juicio se cierra cuando quien decide pronuncia una senten-
cia. Aquello que el juez dice se transforma en hechos. Éste es el valor pres-
criptivo del decir judicial: cuando los sistemas funcionan regularmente, lo
que los jueces disponen es lo que ocurre; sus decisiones se ejecutan.
También el imputado integra este entramado de voces que pugnan
por convertirse en la historia a la que el derecho asigna valor de verdad.
Antiguamente se buscaba su confesión, “la reina de las pruebas”, que lle-
vaba a fácilmente a la condena. Hoy los jueces tienen la obligación de es-
cucharlo antes de decidir. Una vez finalizados los alegatos, la ley impone
que el tribunal le dé la palabra al acusado. La Corte Suprema de la Nación
Argentina ha sostenido en diversos fallos el valor esencial de que el Juez o
Tribunal escuche y tenga contacto personal con el imputado antes de dic-
tar sentencia. No es válido condenar sin haberlo escuchado antes.19 Cada
imputado es Scherezade a quien se le concede la palabra; no antes de una
19 Fallos 328:4343, 330:393, entre otros, disponibles en www. csjn.gov.ar. Consultado
el 13/8/2018.
ejecución que el sultán ya decidió, si no antes de una sentencia que aún
no ha sido dictada.
5. Final
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Facultad de Derecho, Universidad de Buenos Aires
Obras citadas
42
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