El Monstruo Del Lago

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El monstruo del lago

Adaptación del cuento popular de África

Érase una vez una preciosa muchacha llamada Untombina, hija del rey de una tribu africana. A
unos kilómetros de su hogar había un lago muy famoso en toda la comarca porque en él se
escondía un terrible monstruo que, según se contaba, devoraba a todo aquel que merodeaba por
allí.

Nadie, ni de día ni de noche, osaba acercarse a muchos metros a la redonda de ese lugar.
Untombina, en cambio, valiente y curiosa por naturaleza, estaba deseando conocer el aspecto de
ese monstruo que tanto miedo daba a la gente.

Un año llegó el otoño y con él tantas lluvias, que toda la región se inundó. Muchos hogares se
vinieron abajo y los cultivos fueron devorados por las aguas. La joven Untombina pensó que quizá
el monstruo tendría una solución a tanta desgracia y pidió permiso a sus padres para ir a hablar
con él. Aterrorizados, no sólo se negaron, sino que le prohibieron terminantemente que se alejara
de la casa.

Pero no hubo manera; Utombina, además de valiente, era terca y decidida, así que reunió a todas
las chicas del pueblo y juntas partieron en busca del monstruo. La hija del rey dirigió la comitiva a
paso rápido, y justo cuando el sol estaba más alto en el cielo, el grupo de muchachas llegó al lago.

En apariencia todo estaba muy tranquilo y el lugar les parecía encantador. Se respiraba aire puro y
el agua transparente dejaba ver el fondo de piedras y arena blanca. La caminata había sido dura y
el calor intenso, así que nada les apetecía más que darse un buen chapuzón. Entre risas, se
quitaron la ropa, las sandalias y las joyas, y se tiraron de cabeza. Durante un buen rato, nadaron,
bucearon y jugaron a salpicarse unas a otras. Tan entretenidas estaban que no se dieron cuenta de
que el monstruo, sigilosamente, se había acercado a la orilla por otro lado y les había robado todas
sus pertenencias.

Cuando la primera de las muchachas salió del agua para vestirse, no encontró su ropa y avisó a
todas las demás de lo que había sucedido. Asutadísimas comenzaron a gritar y a preguntarse qué
podían hacer ¡No podían volver desnudas al pueblo!
Se acercaron al lago y, en fila, comenzaron a llamar al monstruo. Entre llantos, le rogaron que les
devolviera la ropa. Todas menos Utombina, que como hija del rey, se negaba a humillarse y a
suplicar nada de nada.

El monstruo escuchó las peticiones y, asomando la cabeza, comenzó a escupir prendas, anillos y
pulseras, que las chicas recogieron rápidamente. Devolvió todo lo que había robado excepto las
cosas de la orgullosa Utombina. Las chicas querían volver, pero ella seguía negándose a implorar y
se quedó inmóvil, en la orilla, mirando al lago. Su actitud consiguió enfadar al monstruo que, en un
arrebato de ira, salió inesperadamente del lago y de un bocado se la tragó.

Todas las jovencitas volvieron a chillar presas del pánico y corrieron al pueblo para contar al rey lo
que había sucedido. Destrozado por la pena, decidió actuar: reclutó a su ejército y lo envió al lago
para acabar con el horrible ser que se había comido a su niña.

Cuando los soldados llegaron armados hasta los dientes, el monstruo se dio cuenta de sus
intenciones y se enfureció todavía más. A manotazos, empezó a atrapar hombres de dos en dos y
a comérselos sin darles tiempo a huir. Uno delgaducho y muy hábil se zafó de sus garras, pero el
monstruo le persiguió sin descanso hasta que, casualmente, llegó a la casa del rey. Para entonces,
de tanto comer, su cuerpo se había transformado en una bola descomunal que parecía a punto de
explotar.

El monarca, muy hábil con el manejo de las armas, sospechó que su hija y los soldados todavía
podrían estar vivos dentro de la enorme barriga, y sin dudarlo ni un segundo, comenzó a disparar
flechas a su ombligo. Le hizo tantos agujeros que parecía un colador. Por el más grande, fueron
saliendo uno a uno todos los hombres que habían sido engullidos por la fiera. La última en
aparecer ante sus ojos, sana y salva, fue su preciosa hija.

El malvado monstruo dejó de respirar y todos agradecieron a Utombina su valentía. Gracias a su


orgullo y tozudez, habían conseguido acabar con él para siempre.

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