Matar A Kenn
Matar A Kenn
Matar A Kenn
Matar a Kennedy
2
Este libro está dedicado a mis antepasados,
los Kennedy de Yonkers, Nueva York.
Gente trabajadora, generosa y sincera.
3
NOTA A LOS LECTORES
22 DE NOVIEMBRE DE 1963
MINEOLA, ESTADO DE NUEVA YORK
APROXIMADAMENTE 14.00
Los alumnos de primer curso del instituto de secundaria Chaminade que estábamos
en clase de religión con el hermano Carmine Diodati nos asustamos cuando la voz
crispada de un locutor de radio inundó el aula dando la noticia por megafonía: el
presidente John F. Kennedy había sido tiroteado en Dallas, Texas, y lo habían trasladado
al hospital. Poco después nos enterábamos de que había muerto. Ninguno sabíamos qué
decir.
La mayoría de los estadounidenses nacidos antes de 1953 recuerdan con exactitud
dónde estaban cuando oyeron la noticia del asesinato de JFK. Los días que siguieron a
aquel terrible viernes fueron jornadas de tristeza y perplejidad. ¿Por qué sucedió? ¿Quién
mató en realidad al presidente? ¿Y qué país era este donde vivíamos?
El asesinato de JFK tuvo cierto impacto personal para mí. Mi abuela materna,
Winifred, se apellidaba Kennedy. Los miembros de mi familia eran católicos irlandeses
que sentían un hondo vínculo emocional con el joven presidente y los suyos: fue como si
alguien de mi propia casa hubiera muerto violentamente. Yo era un niño normal de Long
Island, la política nacional no me interesaba mucho. Pero conservo un vívido recuerdo
de las fotografías de JFK que mis familiares tenían en sus casas; para ellos, era un santo.
Para mí, una figura lejana que tuvo una muerte horrible, sus sesos esparcidos por la tapa
del maletero de un coche. No he podido olvidar la imagen de su mujer, Jacqueline,
reptando hacia la parte trasera de la limusina para recoger fragmentos del cráneo
destrozado del presidente.
4
duda, los paralelismos entre ambos son increíbles:
Allá por 1963, pocos estadounidenses sabían hasta qué punto el asesinato de JFK
transformaría el país. Hoy en día, la historia es una disciplina difícil de impartir, siempre
teñida de motivaciones políticas. Intentando disipar la niebla, este libro presenta los
hechos; por desgracia, algunos todavía se ignoran. En nuestra narración, Martin Dugard
y yo hemos llegado hasta donde llevan las pruebas. No nos adherimos a ninguna teoría ni
creemos en conspiraciones, pero sí planteamos preguntas sobre lo que no se sabe o
parece contradictorio.
Pero antes de que sigan leyendo, quiero decirles que nuestro libro se basa en los
hechos y que parte de lo que sigue nunca se había dicho antes públicamente.
La verdad sobre el presidente Kennedy a veces es la de un caballero, y otras veces
resulta inquietante; la verdad de cómo y por qué fue asesinado es atroz y nada más. Pero
todos los estadounidenses deberían saber lo que ocurrió.
Se lo contamos aquí, en este libro que es todo un privilegio para mí ofrecerles.
BILL O’REILLY
5
29 DE MAYO DE 1917
22 DE NOVIEMBRE DE 1963
6
PRÓLOGO
20 DE ENERO DE 1961
WASHINGTON, D. C.
12.51
El hombre al que quedan menos de tres años de vida posa la mano izquierda en la
Biblia.
Ante él, el presidente del Tribunal Supremo, Earl Warren, recita el juramento
presidencial:
—Jura usted, John Fitzgerald Kennedy...
—Yo, John Fitzgerald Kennedy, juro solemnemente... —repite con su acento de
Boston el nuevo presidente, mirando al jurista cuyo nombre un día se identificará con su
propia muerte.[1]
La distinción que delata la forma de hablar del nuevo presidente, nacido en el seno de
una familia rica, podría alejarlo del electorado. Pero es muy animoso y de trato llano.
Durante la campaña, había bromeado abiertamente sobre la inmensa fortuna de su padre,
desactivando con humor y franqueza la distancia que esa diferencia en fortuna subrayaba
para que el americano medio pudiera creerle cuando hablaba de construir un país mejor.
«Los pobres de Virginia Occidental oyeron a un hombre de Boston pedirles ayuda y
se la dieron. En un ignoto maizal de Nebraska, moviendo la mano en un gesto muy suyo,
les explicó con su marcado acento que Estados Unidos puede llegar a ser “grande”, y los
granjeros lo entendieron perfectamente», se publicó a propósito del encanto de Kennedy.
Pero no a todo el mundo le gusta JFK. Ganó a Richard Nixon en las elecciones por
un margen muy estrecho, al obtener solo el 49 por ciento de los votos: tal vez aquellos
granjeros entendieran a Kennedy, pero el 62 por ciento de Nebraska votó a Nixon.
—Que ejercerá fielmente el cargo de presidente de los Estados Unidos...
—Que ejerceré fielmente el cargo de presidente de los Estados Unidos...
Ochenta millones de estadounidenses están viendo la investidura por televisión, otros
veinte mil están allí en persona. Un manto de veinte centímetros de nieve ha caído sobre
la ciudad de Washington durante la noche. El ejército ha tenido que despejar las calzadas
con lanzallamas. Ahora el sol brilla sobre el Capitolio, pero un viento húmedo y brutal
azota a la muchedumbre. La gente se abriga con sacos de dormir, mantas, gruesos jerséis
y abrigos de invierno: lo que sea con tal de protegerse del frío.
John Kennedy, sin embargo, no parece notar el frío: ni siquiera lleva abrigo. A sus
7
cuarenta y tres años, irradia audacia y vigor. No ha querido ponerse abrigo, sombrero,
bufanda ni guantes con toda intención, para resaltar su imagen atlética. Esbelto, mide
algo más de 1,80 metros, sus ojos son de un gris verdoso, su sonrisa deslumbrante, y está
muy bronceado después de las vacaciones que acaba de disfrutar en la casa familiar de
Palm Beach. Pero aunque JFK sea la viva estampa de la salud, su historial médico le ha
dado muchas preocupaciones: ya ha recibido los últimos sacramentos de la Iglesia
católica en dos ocasiones. Sus problemas de salud seguirán acosándolo en los años
venideros.
—Y, hasta el límite de su capacidad...
—Y, hasta el límite de mi capacidad...
Entre el mar de dignatarios y amigos que rodean a Kennedy, hay tres personas
cruciales para él. La primera es su hermano menor Bobby, a quien JFK eligió para fiscal
general, aunque el interesado hubiera preferido otro puesto. El presidente valora más su
sinceridad como asesor que su preparación jurídica: sabe que Bobby siempre le dirá la
verdad, por dura que sea.
Detrás del presidente está el nuevo vicepresidente, Lyndon Johnson. Se puede decir,
y el propio Johnson así lo cree, que Kennedy ganó la presidencia gracias a este alto y
recio texano. Sin Johnson en el cartel electoral, quizá Kennedy nunca hubiera ganado
Texas —«el Estado de la Estrella Solitaria»— ni su gran bolsa de veinticuatro votos
electorales. El caso es que, por un apurado margen de cuarenta y seis mil votos, el cartel
Kennedy-Johnson ganó en Texas: una hazaña que habrá de repetirse si Kennedy quiere
conseguir un segundo mandato.
Por último, el nuevo presidente mira furtivamente a su joven esposa, cuyo rostro
asoma por detrás del hombro izquierdo del fiscal Warren. Jackie Kennedy está radiante
con su traje gris y su sombrero a juego. Su pelo castaño oscuro y un cuello de pieles
enmarcan su terso rostro. Sus ojos de color ámbar brillan de emoción: no se advierte en
ellos ni pizca de cansancio, pese a no haberse acostado hasta las cuatro de la madrugada.
En las fiestas que dieron artistas como Frank Sinatra y Leonard Bernstein la noche
previa a la investidura corría el alcohol. Jackie volvió a su casa de Georgetown mucho
antes de que aquellas reuniones perdieran animación, pero su marido no la acompañaba.
Cuando Jack al fin llegó, casi a las cuatro de la mañana, encontró a su joven esposa
totalmente despierta, demasiado agitada para dormir. La nieve seguía cayendo sobre los
conductores encallados en el blanco asfalto y sobre las fogatas que la gente encendía
espontáneamente en las calles de Washington. Despuntaba el día cuando se sentaron a
hablar. Él le habló de la cena que su padre había organizado al final, y conversaron sobre
la ceremonia de investidura. Estaban nerviosos: aquel iba a ser un día extraordinario, y
un día que además encerraba la promesa de muchos más en el futuro.
John F. Kennedy sabe perfectamente que la gente adora a Jackie. La misma noche
8
anterior, cuando la multitud vio fugazmente a los Kennedy cruzando en su limusina las
nevadas calles de Washington, el presidente electo pidió que dejaran encendidas las
luces del habitáculo interior del coche para que la gente pudiera ver a su mujer. El
glamour de Jackie, su estilo y su belleza, han cautivado al país. Habla bien el francés y el
español, cuando no se la ve fuma un cigarrillo tras otro y prefiere el champán a los
cócteles. Igual que su marido, tiene una sonrisa resplandeciente, pero en esta pareja ella
es la introvertida y él el extrovertido: Jackie no confía mucho en los desconocidos.
Pese a su glamurosa imagen, Jackie Kennedy ya ha pasado por momentos muy
dolorosos en sus siete años de matrimonio. Sufrió un aborto espontáneo en su primer
embarazo, y en el segundo dio a luz a una niña que nació muerta. Pero también ha
habido momentos de alegría, como el nacimiento de dos hijos sanos, Caroline y John, y
la meteórica carrera de su joven y apuesto marido, que de ser un político de
Massachusetts ha pasado a ser el presidente de los Estados Unidos.
La tristeza ha quedado atrás, el futuro parece brillante y sin límites. La presidencia de
Kennedy, en palabras sacadas de la obra que acaba de estrenar con gran éxito el teatro
Majestic de Broadway, parece destinada a evocar el mítico reino de Camelot, el «mejor
paraje que pueda existir para vivir felices por siempre jamás».
9
que se cierra en torno a ellos. Un fanático bien entrenado y armado con una pistola
podría acabar con el presidente recién investido, y con dos antiguos presidentes más
otros dos vicepresidentes, de cinco balazos efectuados sin vacilar.
Baughman es muy consciente de otro dato escalofriante. Desde 1840, todos los
presidentes elegidos en sucesivos ciclos de veinte años han muerto en el cargo: Harrison,
Lincoln, Garfield, McKinley, Harding y Roosevelt. Pero ya han transcurrido casi sesenta
años sin que ningún presidente haya sido asesinado. Y ha sido gracias al buen hacer del
servicio secreto: el mes pasado, sin ir más lejos, los agentes frustraron el atentado con
dinamita que un antiguo trabajador de correos planeaba contra Kennedy. Este ciudadano
descontento pretendía hacer volar por los aires al presidente. Pero una siniestra pregunta
no deja de incordiar a Baughman: ¿se romperá la cadena de muertes presidenciales o
será Kennedy su próximo eslabón?
JFK se ríe de la idea de que podría morir en el cargo. Demostrando que no cree en
malos augurios, el nuevo presidente ha escogido el dormitorio de Lincoln para pasar las
primeras noches en la Casa Blanca: no parece que el fantasma de Abe le preocupe.
—Que Dios lo quiera así.
—... que Dios lo quiera así.
Terminada la jura, Kennedy estrecha la mano al fiscal general Warren, y luego a
Johnson y Nixon. Por último, se encara con Eisenhower. Se sonríen cordialmente, pero
la mirada de ambos es dura como el acero. El condescendiente apodo que Eisenhower ha
puesto a Kennedy es «Little Boy Blue».[2] Le irrita que quien fuera un simple teniente
en la Segunda Guerra Mundial, al que cree inmaduro e incapaz de gobernar, vaya a
sucederle en la presidencia a él, el general que dirigió el desembarco de Normandía. Por
su parte, Kennedy ve al viejo general muy poco interesado por algo que él considera una
prioridad: enmendar los males de la sociedad estadounidense.
Kennedy es el presidente más joven elegido jamás, Eisenhower es el más viejo. La
gran diferencia de edad entre ambos representa la distancia entre dos generaciones de
estadounidenses, así como la que media entre dos visiones del país. En breves instantes,
Kennedy va a pronunciar un discurso inaugural que subrayará más que nunca esas
diferencias.
Kennedy, ya el trigésimo quinto presidente de Estados Unidos, suelta la mano de
Eisenhower. Volviéndose pausadamente a la izquierda, sube al podio que tiene el
emblema presidencial. Baja los ojos a su discurso y luego los sube para observar las
miles de caras ateridas ante él. La multitud está impaciente: la ceremonia empezó con
retraso, la invocación del cardenal Richard Cushing ha sido larguísima, y el sol cegaba
tanto al poeta Robert Frost, de ochenta y seis años, que no ha podido leer los versos
escritos por él especialmente para la ocasión. Nada parece haber ido tal como estaba
previsto. Toda esta gente congelada de frío anhela algo que les compense. Unas palabras
10
que marquen el fin del estancamiento de la política de Washington. Unas palabras que
unan a una nación dividida por el macartismo, aterrorizada por la guerra fría y todavía
con la segregación y la discriminación racial pendientes de resolver.
Kennedy, historiador, ganó un premio Pulitzer por su ensayo Perfiles de coraje.
Sabedor del peso de un gran discurso inaugural, lleva meses dando vueltas a las palabras
que va a pronunciar. Anoche mismo, dentro de la limusina con las luces encendidas para
que la gente pudiera ver a Jackie, releyó el discurso inaugural de Thomas Jefferson, y el
suyo propio le pareció pobre en comparación. Esta mañana se levantó tras solo cuatro
horas de sueño y, lápiz en mano, repasó su discurso una y otra vez.
Sus palabras resuenan como un salmo: «Dejemos aquí y ahora que corra la voz, a
amigos y enemigos por igual, de que ha recogido la antorcha una nueva generación de
estadounidenses nacidos en este siglo, templados por la guerra, instruidos por una paz
dura y amarga, orgullosos de su antigua herencia...».
No es un discurso inaugural corriente: es una promesa. La mejor época de Estados
Unidos está por llegar, afirma Kennedy, pero solo si todos se comprometen y arriman el
hombro. «No se pregunten qué puede hacer su país por ustedes», dice en tono
imperativo, subiendo la voz al pronunciar esta idea clave, «pregúntense qué pueden
hacer ustedes por su país».
El discurso será aclamado al instante como un clásico. John Fitzgerald Kennedy
define su visión del país en menos de mil cuatrocientas palabras. Y luego deja a un lado
los papeles del atril, consciente de que ha llegado la hora de cumplir la gran promesa que
ha hecho al pueblo estadounidense. Ha de afrontar la cuestión de Cuba y su dirigente
prosoviético, Fidel Castro. Ha de abordar los problemas en un país remoto, Vietnam,
donde un puñado de asesores del ejército de Estados Unidos lucha por instaurar la
estabilidad en una región que lleva mucho tiempo sacudida por la guerra. Y, dentro del
país, el poder de los sindicatos criminales de la Mafia y las protestas del movimiento por
los derechos civiles son dos situaciones cruciales que exigen atención inmediata. En un
terreno mucho más personal, habrá de limar asperezas entre el fiscal general Bobby
Kennedy y el vicepresidente Lyndon Johnson, que no se soportan.
JFK mira atentamente al entregado gentío pensando en la gran labor que le espera.
No todos los invitados a la investidura han acudido: los famosos artistas de las fiestas
de la noche anterior tenían reservados asientos privilegiados para este momento crucial
de la historia de Estados Unidos, pero el frío se ha sumado al alcohol consumido hasta
altas horas, y el cantante Frank Sinatra, el actor Peter Lawford y el compositor Leonard
Bernstein —entre muchos otros— no se han levantado hasta muy tarde, por lo que han
visto el acto por televisión.
—Iré a la segunda investidura del presidente —repiten todos.
Pero no habrá segunda investidura. Porque el destino de John Fitzgerald Kennedy es
11
entrar en colisión con el mal.
12
Lee Harvey Oswald al solicitar la ciudadanía soviética en 1959.
(Bettmann/Corbis/AP Images)
La Unión Soviética de 1961 está muy lejos de ser el lugar ideal para nadie que
busque independencia y poder. Por primera vez en su vida, Lee Harvey Oswald se ve
atado a un sitio. Todas las mañanas se levanta para emprender la caminata hasta la
fábrica donde trabaja como tornero largas jornadas, rodeado de compañeros cuyo idioma
apenas entiende. Su deserción en 1959 apareció en la prensa estadounidense, porque era
rarísimo que un marine estadounidense rompiera el juramento de lealtad («Siempre
leal») para pasarse al enemigo —aun cuando el marine en cuestión fuera tan prosoviético
como para que sus compañeros lo apodaran «Oswaldskovich»—. Pero en Minsk es
anónimo, y esto para él es algo totalmente inaceptable. La deserción ya no le parece una
idea tan buena. En su diario, Oswald se confiesa completamente desencantado.
Lee Oswald no tiene nada en contra de John Fitzgerald Kennedy, no sabe mucho del
nuevo presidente ni de la política que defiende. Y, aunque fuera un tirador excepcional
en el ejército, ningún episodio de su pasado presagia que pueda representar una amenaza
para nadie salvo para él mismo.
Mientras en Estados Unidos celebran la investidura de Kennedy, el desertor escribe a
la embajada americana en Moscú. La nota es sucinta, va directamente al grano: Lee
Harvey Oswald quiere volver a casa.
[1] Porque fue también el presidente de la Comisión Warren, encargada de investigar el asesinato de JFK. (N.
de la T.).
[2] «Little Boy Blue» es una canción infantil cuyo protagonista es un pastorcillo que llora cuando le
despiertan de su sueño. (N. de la T.).
13
PRIMERA PARTE
14
1
2 DE AGOSTO DE 1943
ESTRECHO DE BLACKETT, ISLAS SALOMÓN
2.00
Dieciocho años antes, una templada noche de 1943, tres lanchas torpederas surcan el
mar del estrecho de Blackett, en el Pacífico Sur, a la caza de buques de guerra japoneses
en las inmediaciones de una zona muy disputada a la que llaman «La Ranura». Estas
lanchas de veinticuatro metros de largo, con casco de caoba de cinco centímetros de
grosor y propulsadas por tres potentes motores Packard son embarcaciones ligeras
capaces de caer sobre los buques de guerra japoneses por sorpresa y hundirlos con su
batería de cañones Mark VIII.
El capitán de la torpedera número 109, amodorrado en el puente de mando, no está
del todo despierto ni del todo dormido. El joven subteniente ha parado dos de los
motores de la lancha para ocultarla a los aviones de reconocimiento japoneses. El tercer
motor suena suavemente al ralentí, las hélices apenas dejan estela en las irisadas aguas.
El capitán mira el mar intentando divisar las otras dos torpederas, que no andarán lejos.
Pero esta noche sin luna ni estrellas son invisibles en la oscuridad; igual que la 109.
El capitán ni ve ni oye al Amagiri hasta que ya es demasiado tarde. El Amagiri es un
destructor rápido del Tokio Express, el audaz experimento con el que los japoneses
transportan tropas y armas en buques de guerra ultra veloces a las Islas Salomón, vitales
15
desde el punto de vista táctico. El Express basa sus misiones en la velocidad y el amparo
de la noche. El Amagiri acaba de desembarcar a novecientos soldados en Vila, en la isla
de Kolombangara, y vuelve a toda prisa al bastión nipón de Rabaul, en Nueva Guinea,
antes de que amanezca, para evitar que los bombarderos estadounidenses lo localicen y
puedan hundirlo. El destructor Amagiri, más largo que un campo de fútbol, solo mide
diez metros de manga, y su forma le permite cortar el agua a la increíble velocidad de
casi cuarenta nudos.
En la proa de la torpedera 109, el alférez George «Barney» Ross, de Highland Park,
en Illinois, también escruta la noche. Cuando un bombardero estadounidense hundió
accidentalmente el buque en el que cumplía su anterior destino, Ross decidió presentarse
voluntario como observador a esta misión. Ahora coge los prismáticos y, atónito, ve al
Amagiri a unos doscientos metros avanzando a toda máquina hacia la lancha. Hace una
señal para alertar al capitán, y este, al ver el buque en la oscuridad, maneja el timón con
todas sus fuerzas intentando situar la torpedera frente al potente destructor y dispararle
directamente; si no lo consigue, los estadounidenses están acabados.
Pero la torpedera 109 no puede maniobrar a la velocidad necesaria.
En un solo instante aterrador, el Amagiri parte en dos el casco de caoba de la lancha.
La raja que se abre en el costado derecho atraviesa la embarcación en diagonal sin llegar
a tocar el puente de mando; pero pasa rozándolo, y el capitán, creyéndose a punto de
recibir un impacto mortal, piensa: «Esto es morir». Dos de los trece tripulantes mueren
en el acto, y otros dos son heridos cuando, al segundo siguiente, la torpedera explota y se
incendia. Los hombres de las otras dos lanchas estadounidenses que navegan por la zona,
la 162 y la 168, han visto el choque y lo creen fatídico. Por eso no se entretienen
buscando supervivientes en la noche; aceleran motores y salen de allí a toda velocidad,
huyendo de otros buques de guerra nipones que quizá merodeen por los alrededores. El
Amagiri tampoco detiene su marcha: sigue como un rayo hacia Rabaul. La tripulación ve
arder a su paso la pequeña embarcación estadounidense.
Los hombres de la 109 se han quedado solos.
El capitán responsable de que el colosal destructor embistiera la lancha al cogerle
desprevenido es el teniente John Fitzgerald Kennedy, de veintiséis años. Este joven tan
delgado y bronceado es un playboy formado en Harvard al que su padre obligó a cambiar
la inteligencia naval por un destino de combate cuando se descubrió que la amante
danesa del muchacho era sospechosa de espionaje para los nazis. Segundo retoño de una
familia donde las grandes cosas se esperan del primogénito, Kennedy ha podido
permitirse el lujo de llevar una vida frívola. Enfermizo de niño, de joven se aficionó a los
libros y a las chicas y, salvo el mando de la torpedera 109 —una embarcación de
segunda fila—, nunca ha mostrado interés por ningún puesto ni cargo político de relieve:
esta ambición que se le exigía al hermano mayor, Joe.
16
Pero nada de eso importa ahora mismo. Kennedy ha de dar con la forma de salvar a
sus hombres. Años después, cuando le pregunten por el inminente punto de inflexión de
aquella noche, le quitará importancia:
—Fue involuntario. Me hundieron la lancha.
Sus palabras delatan que podrían haberlo sometido a un consejo de guerra por dejar
que hundieran su torpedera y perder a dos de sus hombres. Pero el hundimiento de la 109
encarrilará los pasos de John F. Kennedy para siempre; aunque no por lo que acaba de
suceder, sino por lo que sucederá a continuación.
La cubierta trasera de la 109 ya va camino del fondo del estrecho de Blackett, a unos
trescientos sesenta metros de la superficie. Gracias a los compartimentos herméticos, la
sección delantera del casco sigue a flote, y Kennedy reúne allí a los supervivientes para
esperar ayuda. La estela del Amagiri apaga los restos en llamas de la 109. Eso le
tranquiliza, pues temía que la gasolina prendiera munición que pudiera haber flotando en
el agua, o los depósitos de combustible. Pero pasan las horas —una, dos, tres horas—, y
se convencen de que la ayuda no llegará. Kennedy se da cuenta de que necesitan otro
plan. El estrecho de Blackett está rodeado por todas partes de islotes que ahora albergan
a miles de soldados japoneses. Sin duda, la explosión se ha visto desde tierra.
—¿Qué hacemos si vienen los japoneses? —pregunta Kennedy a su tripulación. Es el
responsable último de las vidas de sus hombres, pero no sabe qué hacer. El casco
empieza a hundirse, y las únicas armas de que disponen son una sola ametralladora y
siete revólveres. Enzarzarse en un tiroteo sería absurdo.
17
El teniente John Fitzgerald Kennedy en el puente de mando de la PT-109. (Fotógrafo desconocido, documentos de
John F. Kennedy, documentos de Presidencia, archivos del Despacho del Presidente, Biblioteca y Museo
Presidenciales John F. Kennedy, Boston)
La familia Kennedy en su residencia de Hyannis Port en 1931. (Fotografía de Richard Sears, Biblioteca y Museo
Presidenciales John F. Kennedy, Boston)
La familia Kennedy sigue las consignas del patriarca: John Kennedy comparará un
día su relación a la de las marionetas con el maestro de títeres. Joseph P. Kennedy no
solo decide a qué se dedicará su descendencia; además, supervisa todos sus actos, intenta
acostarse con sus amigas, y hasta llega a ordenar la lobotomía de una de sus propias
hijas. Ya ha adjudicado a Joe el papel del político de la familia; de hecho, en 1940 se
18
ocupó de que fuera delegado en la Convención Nacional Demócrata. En aquellas fechas,
antes de la guerra, John se dedicaba a escribir y viajar, y muchos de la familia seguían
creyendo que tal vez la escritura acabaría siendo su profesión.
Ahora, en esta trágica noche, Joseph P. Kennedy no está en el Pacífico para decirle a
su hijo lo que hay que hacer.
Joseph Kennedy y sus hijos Joseph y John F. Kennedy en Palm Beach, en 1931. (Fotografía de E. F. Foley,
Biblioteca y Museo Presidenciales John F. Kennedy, Boston)
—No hay reglas escritas para una situación como la nuestra, ni creo que podamos
considerarnos ya una unidad militar —dice JFK a la tripulación para ganar tiempo—.
Tenemos que hablar.
Sus hombres son tripulantes adiestrados para cumplir órdenes, no para planear
estrategia. Los desacuerdos caldean los ánimos y discuten acaloradamente, pero
Kennedy sigue sin tomar el mando. Esperaban que un buque o un avión de patrulla
marítima ya hubieran acudido en su rescate. Pero la mañana ha dado paso al mediodía, y
la torpedera 109 se hunde cada vez más. Aferrarse a lo que queda de ella es, con toda
certeza, rendirse a una disyuntiva: caer prisioneros de los japoneses o morir devorados
por los tiburones.
Al final, John F. Kennedy toma las riendas.
—Nadaremos hasta allí—les ordena, señalando un grupo de islotes cubiertos de
vegetación a cinco kilómetros al sudeste y explicando que aunque esos puntos de tierra
estén más lejos que la isla de Gizo, que casi se ve tan cerca como para tocarla, en ellos es
menos probable topar con soldados japoneses.
Cada cual se aferra a un madero a modo de flotador y todos nadan hacia las islas más
lejanas. Kennedy, que formó parte del equipo de natación en Harvard, remolca a uno de
19
los heridos con quemaduras graves tirando con los dientes de una correa que le ha atado
al chaleco salvavidas. Durante las cinco largas horas que tardan en llegar a la isla, traga
agua salada incontables veces, pero es un nadador fuerte y llega a tierra el primero.
Dejando al herido en la orilla, sube a la playa tambaleándose para inspeccionar su nuevo
hogar. El islote no es gran cosa: arena, unas cuantas palmeras y el arrecife que lo rodea.
De lado a lado, no medirá más de noventa metros. Pero es tierra firme: después de más
de quince horas en el mar, un auténtico paraíso.
Por fin llegan los demás, que se ocultan a la vista sumergiéndose en el agua de la
orilla cuando una barcaza japonesa pasa a varios cientos de metros de la playa. Kennedy,
exhausto por el ejercicio y atacado por las náuseas por haber tragado tanta agua de mar,
se ha desplomado a la sombra de unos arbustos. Pero ahora, pese a sus mermadas
fuerzas, algo ha cambiado en él: si antes rehuía el mando, ahora comprende que solo él
que puede salvar a su tripulación.
JFK se levanta y se pone manos a la obra.
Kennedy mira la playa. La arena es blanca y cae en pendiente hacia el agua. Sus
hombres han buscado refugio bajo las ramas muy bajas de unos árboles. Aliviado, divisa
allí cerca un gran paquete envuelto en un chaleco salvavidas de kapoc procedente de la
lancha 109: necesita ese paquete para lo que se propone hacer.
Dentro hay una lámpara de señales. Kennedy camina con paso vacilante hasta sus
hombres y les comunica su plan: nadará hasta otro islote más cercano al canal que
llaman el paso de Ferguson —una ruta muy transitada por las torpederas—, y hará
señales con la linterna a cualquier lancha que se arriesgue a surcar esas aguas en la
noche. Si establece contacto con una, hará señales a su tripulación.
El capitán se prepara para nadar; todavía tiene ganas de vomitar y está mareado por
la deshidratación y la falta de alimento. Para restarse peso, se quita la camisa y los
pantalones mojados que se le han pegado al cuerpo y se amarra al cuello una pistola del
calibre 30, como había hecho con los zapatos antes de la larga zambullida desde la
lancha 109; pero ahora vuelve a calzarse para no cortarse los pies en el afilado arrecife.
Por último, se ciñe bien el chaleco de kapoc sobre el cuerpo desnudo, y mete en él la
linterna que es la clave del rescate.
20
El capitán vuelve al mar pensando en las gigantescas barracudas que habitan estas
aguas; se dice que suben de las negras profundidades para arrancar de una dentellada los
genitales a quien osa nadar por allí. Ahora mismo, sin pantalones, él mismo seguramente
sea un incitante cebo.
Solo en la noche, da brazadas hasta que nota el roce del cuero de su calzado contra el
arrecife. Camina pisando el puntiagudo fondo: forzosamente llegará un momento en que
acabe el arrecife y empiece la playa de arena. Pero el arrecife parece infinito; y lo que es
peor, el coral le hace repetidos cortes en manos y piernas. Cada vez que tropieza y cae en
un hoyo inadvertido en el agua, las imágenes de las barracudas acuden a su mente como
relámpagos.
Nunca llega a encontrar la esperada playa de arena. Atando los zapatos al flotador
salvavidas, improvisa otro curso de acción, osado y un tanto temerario: salir a nado a
mar abierto con la lámpara en alto, con la esperanza de que pase una lancha a la que
hacer señales.
21
Pero justamente esa noche la Marina estadounidense no envía torpederas al paso de
Ferguson. Kennedy patea el agua en la oscuridad más absoluta, esperando en vano oír el
amortiguado sonido de unas hélices.
Al fin se da por vencido, pero cuando quiere volver con su tripulación nuevamente a
nado, la resaca le impide avanzar y lo saca al estrecho de Blackett. Encendiendo la
lámpara, hace frenéticas señales al pasar frente a sus hombres, que discuten sobre si esa
luz que ven es o no una ilusión producto del hambre y la deshidratación. Mientras tanto,
su capitán se aleja, adentrándose en la oscuridad más absoluta.
John Kennedy logra desprenderse de los pesados zapatos y los deja caer al fondo del
mar, pensando que le será más fácil nadar soltando lastre. No es así. La resaca lo empuja
mar adentro, cada vez más lejos. Por más empeño que ponga, la corriente lo arrastra en
dirección opuesta. Al fin, deja de luchar. Solo en la oscuridad, con el frío en el cuerpo y
un revoltijo de pensamientos contradictorios en la mente, se deja mecer por el vaivén del
agua, inerte. Es un joven curioso. Tiene fama de intentar llevarse a la cama a todas las
chicas posibles, pero se educó en una familia católica. Y la fe que le ha fallado en los
últimos meses ahora viene en su ayuda. La situación parece imposible, pero él no pierde
la esperanza.
Y no suelta la linterna.
Kennedy flota durante toda la noche tan solo y desvalido como pueda estarse. Tiene
la piel de los dedos arrugada y el cuerpo cada vez más frío.
Pero no le ha llegado su hora, todavía no. Al salir el sol, ve asombrado que la misma
corriente que lo empujó mar adentro ha dado media vuelta y lo ha depositado justo en el
punto de partida. Nadando, vuelve sano y salvo con sus hombres. Después de horas
iluminando la oscuridad como una baliza, la lámpara al fin se apaga para siempre.
Pasan los días. Kennedy y sus hombres sobreviven exprimiendo caracoles vivos y
lamiendo la humedad de las hojas. Llaman a su nuevo hogar «la Isla del Pájaro» por el
abundante guano que cubre las hojas de los árboles. A veces ven combates aéreos en el
horizonte, pero nunca un avión de salvamento. De hecho, mientras luchan por sobrevivir,
sus torpederas hermanas ofician un funeral en su honor.
Al cabo de cuatro días, Kennedy convence a George Ross, de Highland Park, en
Illinois, para intentarlo a nado esta vez los dos. Irán a la isla de Naru, donde es muy
posible que se topen con soldados japoneses. A estas alturas de su odisea, consumidos
por el hambre y la insoportable sed, ser capturados por el enemigo empieza a parecer
preferible a una muerte segura.
El chapuzón en el agua dura una hora. En Naru dan con una barcaza enemiga
abandonada y ven a dos japoneses alejarse a toda prisa en una canoa. Kennedy y Ross
22
registran la barcaza en busca de víveres y encuentran agua y galletas. También
descubren una canoa de una sola plaza. Tras pasar el día escondidos, Kennedy deja a
Ross en Naru y rema en la canoa hasta el paso de Ferguson. Ya sin linterna ni otro medio
de hacer señales a una torpedera, JFK, desesperado, corre demasiados riesgos. Pero
aunque lo tiene todo en contra, casi al amanecer consigue regresar de nuevo a los suyos
remando en la canoa.
Por fin recibe una buena noticia: los hombres a quienes tomaron por soldados
japoneses eran en realidad indígenas isleños. Cuando vieron a Kennedy y a Ross, fueron
a remo hasta los tripulantes de la 109 para advertirles de la presencia de tropas japonesas
en la zona.
A la mañana siguiente, Kennedy ve a los isleños en persona cuando su canoa se
hunde intentando volver a Naru. Estos indígenas duchos en el arte de navegar llegan
como por ensalmo para sacarlo del Pacífico y llevarlo a remo sano y salvo hasta George
Ross. Antes de que se marchen, Kennedy talla un mensaje en la cáscara de un coco
caído. «ISLA DE NARU... COMANDANTE... EL INDÍGENA CONOCE POSICIÓN... SABE NAVEGAR... ONCE
SOLDADOS VIVOS... NECESITAN EMBARCACIÓN PEQUEÑA... KENNEDY».
Con este críptico mensaje en su posesión, los nativos se alejan en sus canoas.
Cae la noche. Llueve a mares. Kennedy y Ross duermen bajo un arbusto, con los
brazos y las piernas hinchados por las picaduras de insectos y los cortes que se han
hecho en el arrecife. Los indígenas les han dicho dónde hay otra canoa escondida en
Naru, y Kennedy convence a Ross para volver a salir en ella a mar abierto y esperar a
que pase una torpedera.
Solo que el Pacífico ya no está en calma. La lluvia es ahora torrencial. Las olas
alcanzan casi los dos metros de altura. Cuando Kennedy decide regresar, la canoa
vuelca. Aferrados a su embarcación volcada, la empujan hacia tierra con todas sus
fuerzas. Gigantescas olas rompen ahora contra el arrecife. La fuerza del mar arranca a
Kennedy de la canoa y lo lanza a un remolino en el que se hunde girando en el agua. Una
vez más, ve la muerte cerca. Pero cuando ya todo parece perdido, se da impulso para
subir en busca de aire y logra llegar al arrecife. Ross, que también sigue con vida, anda
por allí; y los dos juntos, pisando con cuidado el puntiagudo coral sin poder evitar
hacerse nuevos cortes en los pies y las piernas, avanzan hacia la playa bajo el diluvio.
Esta vez Kennedy no piensa en las barracudas, solo en sobrevivir. Demasiado
extenuados para preocuparse de si los ven los japoneses, caen dormidos en la arena.
John Kennedy ha gastado todos sus cartuchos: ha hecho cuanto podía por salvar a sus
hombres. Ya no puede hacer nada más.
Pero, como en un espejismo, al despertar ve a cuatro isleños en pie ante él. Está
23
saliendo el sol. Ross tiene los miembros horriblemente desfigurados por las heridas del
coral, el brazo hinchado como un balón de fútbol. La infección también empieza a atacar
el organismo de Kennedy.
—Le traigo una carta, señor —dice uno de los nativos en perfecto inglés.
Incrédulo, Kennedy se incorpora para sentarse a leer la nota. Los nativos habían
llevado el coco a un destacamento de infantería neozelandés oculto en las proximidades.
La nota, escrita por el oficial al mando, le sugiere dejar que los isleños lo acerquen allí a
remo.
Y así es cómo John F. Kennedy, tendido en el suelo de una canoa y cubierto con
frondas de palmera que lo ocultan de las aeronaves japonesas, es trasladado a remo a una
base secreta en la isla de Nueva Georgia. Al llegar la canoa a la playa, un joven
neozelandés sale de la jungla. Kennedy sale de su escondrijo y baja a la arena.
—¿Qué tal se encuentra? —le pregunta el neozelandés con formalidad y
pronunciación británica—. Soy el teniente Wincote.
—Hola, soy Kennedy.
Se dan la mano, y Wincote señala la jungla con la cabeza:
—Venga a mi tienda, le daré una taza de té.
Kennedy y sus hombres enseguida son rescatados por la Marina de Estados Unidos.
Y así, en el mismo momento de su final, la historia de la patrullera 109 nace como
leyenda.
Otro incidente influyó en la carrera que llevó a John Kennedy hasta el Despacho
Oval. Joe, su hermano mayor, no tiene la misma suerte que él burlando a la muerte: el 12
de agosto de 1944, el bombardero experimental que pilota, el Liberator, estalla
sobrevolando Inglaterra. No hay cuerpo que sepultar ni recuerdo de la tragedia que
pueda verse en el escritorio de JFK. Pero aquella explosión marcó el instante en que
John F. Kennedy entró en política y emprendió el camino hacia el poderoso cargo que
ahora ocupa.
Menos de seis meses después de acabada la guerra, John Fitzgerald Kennedy es uno
de los diez candidatos en las primarias demócratas para el Congreso en el Undécimo
Distrito de Boston. En esta ciudad profundamente partidista, los políticos y jefes de
distrito veteranos prácticamente lo privan de toda posibilidad de ganar. Pero JFK, muy
en su papel de quien lleva las de perder, estudia voluntariosamente cada sección del
distrito. Como ayudante de campaña ficha a Dave Powers, otro veterano con buenos
24
contactos al que conoció en la Segunda Guerra Mundial. Powers, figura política en alza
por derecho propio, al principio se resistió a ayudar a ese delgadísimo joven que se había
presentado diciéndole: «Me llamo Jack Kennedy. Soy candidato al Congreso».
Pero meses más tarde, una fría noche de sábado en enero de 1946, Kennedy deja a
Powers impresionado con su apabullante discurso de campaña en una sede de la
asociación de veteranos de guerra American Legion. El público que abarrota el salón de
actos pertenece a otra asociación: las Madres Estadounidenses de la Estrella Dorada,
mujeres que han perdido a sus hijos en la Segunda Guerra Mundial. Kennedy solo habla
diez minutos, explicando a las mujeres congregadas las razones por las que se presenta al
cargo. Ellas no se fijan en que le tiemblan las manos por los nervios, pero sí escuchan las
cuidadas palabras con que menciona su propio historial de guerra y señala la gran
importancia del sacrificio de sus hijos, elogiando su valentía con voz honesta, sincera.
Al final hace una pausa y, bajando la voz, alude a Joe, su hermano caído:
—Creo saber cómo se sienten todas ustedes, las madres. Mi madre también es una
Estrella Dorada.
Al concluir el discurso, las mujeres se agolpan en torno a él con lágrimas en los ojos;
todas quieren tocar a este joven que les recuerda al hijo que han perdido para expresarle
su apoyo. Es entonces cuando Dave Powers se convence y, a partir de ese momento, se
pone al servicio de Jack Kennedy, fundando el núcleo de lo que acabará conociéndose
como la «Mafia irlandesa» del presidente. Él es quien aprovecha la aventura de la
torpedera 109 y la convierte en un aspecto primordial de la campaña publicando una
transcripción de la historia de aquella noche de agosto de 1943. Esa historia demostrará
la desinteresada valentía de un joven privilegiado a votantes que, de otro modo, tal vez
no se hubieran sentido muy inclinados a votar por él.
La insistencia de Dave Powers en sacar el máximo partido de la lancha torpedera 109
le valió a John F. Kennedy su elección para el Congreso.
Durante sus primeros meses como presidente, la cáscara de coco en la que talló la
nota de rescate recuerda a Kennedy el incidente que lo puso en camino a la Casa Blanca.
El coco también le recuerda a diario que debe en parte la presidencia a la aguda
intuición política de Dave Powers, cinco años mayor que él. Este bostoniano de elevada
estatura trabajará para Kennedy desde aquella noche de enero de 1946. Ayudante
personal del presidente, no pertenece a su Gabinete, ni siquiera es un asesor oficial; solo
es un amigo íntimo del presidente que sabe adelantarse a lo que necesita y de cuya
compañía disfruta enormemente el siempre leal JFK. A Powers lo han descrito como el
«bufón de la corte» del presidente, y así es: su actividad en la Casa Blanca tiene ante
todo una función social. El entregado Dave Powers hará lo que sea por John Kennedy.
25
Pero ni siquiera Dave Powers, con su gran intuición, sabe qué significa en realidad
ese «lo que sea». Como tampoco prevé, mientras presencia el primer discurso político de
John Kennedy, que un día también presenciará el último.
26
2
FEBRERO DE 1961
CASA BLANCA
13.00
El presidente de los Estados Unidos, desnudo, lleva a rajatabla su agenda del día.
Como casi todos los días, a la una en punto de la tarde se ha escabullido para darse un
terapéutico baño en la piscina cubierta que hay entre la Casa Blanca y el ala oeste. El
agua está siempre a la temperatura ideal, unos 32° C; le han prescrito nadar por su dolor
de espalda, que le da problemas desde que estudiaba en Harvard. La odisea con el
Amagiri exacerbó sus molestias lumbares, y llegó a operarse varias veces sin que le
sirviera de nada. El persistente dolor es tan insoportable que Kennedy muchas veces usa
muletas o un bastón para moverse, aunque casi nunca en público. Ha de llevar un corsé,
dormir en un colchón muy duro e inyectarse cada cierto tiempo procaína, un anestésico
para combatir sus dolores. Sus ayudantes saben ver en su mandíbula apretada un signo
de su dolor de espalda. La media hora diaria de braza y el calor de la piscina forman
parte de la terapia de Kennedy, pero la razón por la que en muchos de estos baños
prescinde del traje de baño es su idea de la virilidad: un hombre de verdad hace braza al
natural, como dicen los franceses, y no hay más que hablar.
Al presidente anterior, Dwight Eisenhower, el personal de la Casa Blanca jamás lo
habría imaginado nadando desnudo en ningún momento o lugar. El anciano general y su
mujer, Mamie, eran muy tradicionales. En la Casa Blanca jamás hubo ningún imprevisto
durante los ocho años en que los Eisenhower vivieron allí.
Pero ahora todo ha cambiado. Los Kennedy son mucho menos formales que los
Eisenhower. Ahora se permite fumar en el Comedor de Estado. Se ha abolido el
protocolo de la línea de recepción, los eventos formales han cobrado un aire informal. La
primera dama va a instalar un escenario en el Salón Oriental donde actuarán destacados
músicos estadounidenses, como el violonchelista y compositor Pablo Casals y la
cantante Grace Bumbry.
Aun así, la Casa Blanca sigue siendo un sitio serio. La agenda diaria del presidente se
articula en torno a varias horas consecutivas de trabajo intenso con ratos intercalados de
27
reparador descanso. Se despierta cada mañana sobre las siete, e inmediatamente se pone
a leer en la cama las noticias del día y los comunicados de prensa del New York Times, el
Washington Post y el Wall Street Journal. Kennedy lee muy rápido, es capaz de procesar
mil doscientas palabras por minuto. En solo un cuarto de hora ha terminado con la
prensa y pasa a la pila de informes sobre lo que está sucediendo en todo el mundo.
A continuación, desayuna en la cama. Y desayuna bien: zumo de naranja, beicon,
tostadas con mucha mermelada, dos huevos pasados por agua y café con leche. En
general, no come mucho. Vigila escrupulosamente su dieta para no sobrepasar nunca los
ochenta kilos. Esclavo de sus hábitos, desayuna lo mismo casi todos los días de la
semana.
Poco antes de las ocho de la mañana, se mete en la bañera para ponerse un poco a
remojo. Durante el baño, y durante el resto del día, tiene la costumbre de tamborilear
constantemente con la mano derecha, como si esta fuera una extensión de su gran
actividad mental.
El presidente Kennedy y David Powers, su mano derecha y miembro de la «Mafia irlandesa» de la Casa Blanca
de Kennedy, en 1961. (Abbie Rowe, fotografías de la Casa Blanca, Biblioteca y Museo Presidenciales John F.
Kennedy, Boston)
28
interrumpirlo. Todos ellos han sido cuidadosamente escogidos. Además del bufón de la
corte Dave Powers y del despierto Kenny O’Donnell, hijo del entrenador de fútbol del
Colegio Universitario de la Santa Cruz, están el académico Arthur Schlesinger,
catedrático de Historia en Harvard y asesor personal; Ted Sorensen, abogado y asesor
personal oriundo de Nebraska; y Pierre Salinger, que fue niño prodigio del piano y ahora
es su secretario de prensa.
Dejando a un lado a la secretaria personal del presidente, Evelyn Lincoln, la Casa
Blanca de Kennedy recuerda mucho a una residencia de estudiantes: un grupo de
hombres todos muy leales a su carismático líder. La conversación suele caer en lo soez:
el pasado naval del presidente hace cierto el dicho de «jura como un marinero».
—Yo no llamé hijos de puta a los empresarios —protestó Kennedy cuando el New
York Times lo citó erróneamente en una ocasión—. Los llamé gilipollas.
El tono es cortés cuando hay mujeres delante. Así, el presidente nunca alude a su
secretaria de ninguna otra forma más que «señora Lincoln». Con todo, la grosería puede
camuflarse. Una vez, en presencia de su esposa, Kennedy echó mano del alfabeto
fonético militar en una versión de su propia cosecha para arremeter contra un columnista
de prensa llamándolo «Charlie-Uncle-Nan-Tare» [CUNT: «cabrón»].
Cuando la perpleja primera dama pidió aclaración al presidente, él cambió de tema
hábilmente.
Su media hora en el agua es un buen tónico para el dolor, pero a Kennedy las
sesiones de natación también le sirven para trabajar, invitando a veces a algunos de sus
ayudantes, o incluso a periodistas, a hacerse unos largos con él. ¿La contrapartida? Ellos
también han de nadar desnudos. Dave Powers, su compañero de piscina habitual, está
muy acostumbrado; pero para otros de los que trabajan en la Casa Blanca, la escena es
casi surrealista.
Curiosamente, las relajadas costumbres acuáticas del presidente ocultan una faceta
suya que lo sitúa en el polo opuesto de su pausado vicepresidente. Lyndon Johnson es
famoso por sus estrujones de hombros y sus palmadas en la espalda, pero Kennedy
siempre guarda la distancia física entre él y los demás hombres. Excepto durante sus
actos de campaña, a los que se entrega de muy buen grado, el simple gesto de estrechar
la mano le molesta.
Después de nadar, almuerza rápidamente en la Residencia, en la planta superior:
quizá un sándwich, y puede que un poco de sopa. Después entra en su dormitorio, se
pone el pijama y duerme exactamente cuarenta y cinco minutos. Otras grandes figuras de
la historia, como Winston Churchill, también fueron dados a dormitar durante el día. A
Kennedy le reporta nuevas energías.
29
La primera dama lo despierta y charlan mientras él se viste. Luego el presidente
vuelve al Despacho Oval y, desde ese momento, ya no lo abandona casi nunca hasta las
ocho de la noche. Su equipo sabe que, acabada su jornada de trabajo, Kennedy pone los
pies en el escritorio y, conversando tranquilamente, baraja las ideas que le rondan la
mente; es su momento preferido de la jornada.
Cuando todos se han ido, Kennedy sube las escaleras de vuelta a las dependencias
privadas de la familia —el personal las llama «la Residencia» o «la Mansión»—, donde
se fuma un Upmann, se sirve un whisky escocés con agua y sin hielo y se prepara para la
cena. Muchas veces Jackie Kennedy reúne a varios amigos en cenas improvisadas a las
que el presidente se resigna.
La verdad es que JFK preferiría ver una película. En la sala de cine de la Casa Blanca
hay películas de todas las nacionalidades: su pantalla puede proyectar lo que él quiera.
Sus cintas preferidas son las de la Segunda Guerra Mundial y del Oeste.
La devoción de Kennedy por el cine compite con su otra afición favorita: el sexo.
El lumbago del presidente no le impide mantenerse activo en el terreno amoroso; y
esto le viene bien, porque, como él mismo dijo una vez a un amigo, si no practicaba el
sexo al menos una vez al día, le daban unas jaquecas horribles. Él y Jackie duermen en
habitaciones distintas, comunicadas por un vestidor común; pero eso no significa que
John Kennedy limite sus relaciones sexuales a la primera dama. Aunque felizmente
casado, dista mucho de ser monógamo.
Dejando a un lado los escarceos del presidente, es indiscutible que el mayor cambio
entre las administraciones de Kennedy y Eisenhower radica en la mujer de la casa. Jackie
Kennedy tiene treinta y un años, menos de la mitad que Mamie Eisenhower. La anterior
primera dama ya era abuela cuando ocupó la Casa Blanca; era famosa por su tacañería y
le entretenían mucho las telenovelas. Jackie, en cambio, prefiere escuchar discos de
bossa nova y mantenerse en forma haciendo pesas y practicando el salto de trampolín.
Jackie es delgada. Mide 1,65 metros y, al igual que su marido, mantiene su peso
constante; en su caso, unos cincuenta y cinco kilos.
Su verdadero vicio, el único, es su hábito de fumar un paquete diario de cigarrillos
Salem o L&M: hábito que no interrumpió ni siquiera durante sus embarazos. Igual que
hace el presidente con sus dolencias físicas, Jackie Kennedy guarda en secreto que fuma.
Durante la reciente campaña presidencial, confió a un ayudante la tarea de quedarse todo
el rato al alcance de su mano con un cigarrillo encendido para poder dar una calada
inadvertida de vez en cuando.
30
Jacqueline Bouvier Kennedy, fotografiada en la cena de investidura de 1962, llevó el glamour a su papel de
primera dama. (Abbie Rowe, fotografías de la Casa Blanca, Biblioteca y Museo Presidenciales John F. Kennedy,
Boston)
Los padres de Jackie se divorciaron antes de que ella cumpliera los doce años, y su
madre, Janet, la educó en la riqueza y el esplendor. Asistió a caros internados femeninos
y más tarde al Vassar College, antes de pasar su tercer año universitario en París. A su
regreso a Estados Unidos, Jackie se trasladó a la Universidad George Washington, en la
ciudad de Washington, donde se graduó en 1951.
Durante sus años de formación, la primera dama fue educada en la discreción y
aprendió a callar sus pensamientos. Le gusta mantener «cierto misterio en torno a ella»,
dirá más tarde alguien cercano. «La gente no sabía lo que pensaba ni lo que hacía entre
bastidores; y ella quería que eso siguiera así».
El hecho es que Jacqueline Bouvier Kennedy no se muestra del todo ante nadie; ni
siquiera ante su marido, el presidente.
En la lejana Minsk, Lee Harvey Oswald tiene el problema opuesto: la mujer que ama
no para de hablar.
El 17 de marzo, en un baile para trabajadores sindicados, conoce a una belleza de
diecinueve años que lleva un vestido rojo, zapatos blancos y un peinado que a él le
parece «al estilo francés». Marina Prusakova no sonríe mucho porque no tiene los
dientes bonitos, pero esa noche bailan y él la acompaña a casa andando... junto con
varios otros pretendientes, todos locos por la locuaz Marina.
31
Pero la actitud de Lee Harvey, como siempre, es desafiante: sabe que los demás
hombres pronto no serán más que recuerdos lejanos.
Y tiene razón. «Nos gustamos de inmediato», escribe el desertor en su diario.
A la muerte de su madre, dos años antes, enviaron a Marina, nacida fuera del
matrimonio, a vivir con su tío el coronel Ilya, respetado miembro del Partido Comunista
local que trabajaba en el Ministerio del Interior soviético. Ella ha estudiado Farmacia,
pero dejó su trabajo hace tiempo.
Oswald sabe todo esto y mucho más sobre Marina, pues entre la noche del 18 de
marzo y la del 30 del mismo mes, pasan juntos mucho tiempo. «Paseamos», escribe. «Yo
hablo un poco de mí, ella habla mucho de ella».
Su relación da un súbito giro el 30 de marzo, día en que Oswald ingresa en el
Hospital Clínico 4 para operarse de vegetaciones. Marina le visita constantemente, y
para cuando recibe el alta, Lee Harvey ya sabe que va a «conseguirla». El 30 de abril
están casados. Marina se queda embarazada casi inmediatamente.
La vida se le está complicando a Lee Harvey Oswald.
32
Jackie fue una madre dedicada a sus hijos, Caroline y John F. Kennedy, al que se ve en la imagen jugando con el
collar de su madre en el dormitorio presidencial. (Cecil Stoughton, fotografías de la Casa Blanca, Biblioteca y
Museo Presidenciales John F. Kennedy, Boston)
La primera dama jugando con sus hijos en el césped del ala sur se convierte también
enseguida en una estampa corriente. Un observador apunta que Jackie «parece una niña
que no quisiera crecer». Hasta habla con el mismo tono de voz susurrante, casi infantil,
que la actriz Marilyn Monroe.
La primera dama se considera una esposa tradicional y adora a su marido. Pero
también tiene una veta muy independiente, y rompe el protocolo de la Casa Blanca
negándose a asistir a la infinidad de veladas y actos sociales a que se han sometido otras
primeras damas. Jackie prefiere estar con sus hijos o hacer planes para su espléndida
reforma de la Casa Blanca, de la que su marido, con poco sentido estético en este
ámbito, no se ocupa. Jackie Kennedy llama a su nuevo hogar «la casa del presidente», y
busca inspiración en la Casa Blanca de Thomas Jefferson y en la decoración barroca que
diseñó el que fuera embajador en Francia.
A su llegada a la Casa Blanca, la decoración data de la época de la administración de
Truman. Muchos muebles son reproducciones y no originales de época, lo que da a la
residencia suprema de Estados Unidos un aire barato y deslustrado, y no precisamente el
aura de grandeza que necesita. Jackie está reuniendo un equipo de coleccionistas de
primera para mejorar la decoración en todos los aspectos.
Cree que tiene años por delante para acabar.
Por lo menos cuatro, tal vez hasta ocho.
Eso piensa.
33
3
17 DE ABRIL DE 1961
WASHINGTON, D. C. / BAHÍA DE COCHINOS, CUBA
9.40
John F. Kennedy se abrocha distraídamente la chaqueta del traje. Está sentado a
bordo del helicóptero presidencial Marine One, de la Infantería de Marina, que brilla al
aterrizar en el jardín del ala sur de la Casa Blanca. Acaba de pasar un fin de semana
horroroso y sin apenas descanso en Glen Ora, la casa de campo de ciento sesenta
hectáreas que tiene alquilada en Virginia y a la que el servicio secreto ha puesto el
nombre en clave de «Chateau».
El presidente, meticuloso con su aspecto, hoy se cambia de ropa de arriba abajo por
lo menos tres veces más, poniéndose cada vez otra camisa recién planchada, otra corbata
y otro traje a medida de Brooks Brothers. Sus trajes de chaqueta son siempre gris
marengo o azul marino. Pero no es la vanidad lo que mueve la obsesión de John
Kennedy con la ropa, sino una peculiaridad suya: se siente incómodo si lleva una prenda
mucho tiempo seguido. A George Thomas, después de tanto tiempo como su ayuda de
cámara, lo trae de cabeza con sus continuos cambios.
Pero ahora mismo Kennedy no piensa en su aspecto personal, aunque, como de
costumbre, se da toquecitos en la coronilla para comprobar que no tiene un pelo fuera de
su sitio. Romper hábitos es difícil.
Kennedy está pendiente de Cuba. Aproximadamente a dos mil kilómetros al sur de la
ciudad de Washington se está gestando un campo de batalla. Kennedy ha autorizado el
envío de mil cuatrocientos exiliados anticastristas a la nación isleña para una invasión
encubierta cuya meta está vedada al ejército de Estados Unidos por las normas del
derecho internacional: la meta de los exiliados combatientes es nada menos que derrocar
el régimen cubano. El plan se inició mucho antes de que Kennedy fuera elegido. Tanto la
Agencia Central de Inteligencia, (CIA: Central Intelligence Agency) como los jefes del
Estado Mayor Conjunto han prometido al presidente el éxito de la misión. Pero quien ha
dado la orden de seguir adelante es Kennedy; y él será el responsable si fracasa la
misión.
Cuando el helicóptero UH-34 se posa en los cojinetes metálicos instalados para su
34
aterrizaje en el jardín del ala sur, JFK saca primero la cabeza y luego baja al césped
recién germinado esta primavera. El presidente parece tranquilo e impávido, pero tiene el
estómago literalmente revuelto. El estrés que ha sufrido durante todo el fin de semana
por el planeamiento de último minuto del arriesgado ataque le ha provocado una fuerte
diarrea y una infección del tracto urinario que le ha dejado sin fuerzas. Su médico le ha
prescrito inyecciones de penicilina y una dieta blanda para aliviar las molestias. No
obstante, se encuentra fatal. Y para colmo, por horrible que parezca todo ahora mismo,
sabe que este lunes las cosas están a punto de empeorar aún más.
Mientras cruza resueltamente la serena Rosaleda de la Casa Blanca, los exiliados
cubanos de la Brigada 2506 corren gran peligro acorralados en la remota franja arenosa
de una playa de Cuba.
El nombre de esa ensenada pasará a la historia de la infamia: Bahía de Cochinos.
John F. Kennedy entra por la Rosaleda en el Despacho Oval, con alfombra gris y
paredes blancas. En invierno, cuando los árboles están pelados, desde los ventanales a
espaldas del escritorio de Kennedy se ve el National Mall. Al fondo, oculto a la vista de
JFK por el edificio Old Executive Office, se alza el Monumento a Lincoln. Pero
Kennedy no se sienta a mirar hacia Lincoln.
Está demasiado angustiado por lo que acontece en Cuba para sentarse.
No ha sido una buena semana para Estados Unidos. El 12 de abril los soviéticos
asombraron a la humanidad lanzando al primer hombre al espacio y mostrando al mundo
entero sus cohetes capaces de enviar cabezas nucleares hasta Estados Unidos: una
distancia nada desdeñable. La guerra fría entre ambos países dura ya una década y ahora
se inclina claramente a favor de los soviéticos. En Washington, muchos creen que
deponer al prosoviético Castro contribuirá mucho a restablecer el equilibrio de la guerra
fría.
Kennedy contaba con el apoyo del pueblo americano al autorizar la invasión. En
Estados Unidos, la expansión global del comunismo desata el miedo: cualquier cosa que
haga para detenerlo será aplaudida. Y aunque invadir un país es un enorme riesgo
diplomático, el presidente ha obtenido un índice de aprobación del 78 por ciento tras sus
primeros meses en el cargo: con ese capital político, puede arriesgar. Periódicos y
revistas hablan con fervor del joven presidente, calificándolo de «omnisciente» y
«omnipotente».
35
Pero nadie lo sabe todo, y ni siquiera el presidente de Estados Unidos es
todopoderoso. Kennedy está a punto de ganarse la clase de enemigos que solo una
enorme metedura de pata puede gestar: enemigos jurados. Para cuando termine el
episodio de Bahía de Cochinos, entre estos enemigos no solo se contará Castro, sino
también uno de los altos cargos más poderosos de la administración de Estados Unidos:
el astuto Allen Dulles, director de la CIA.
36
leal Evelyn Lincoln, para entrar la Sala del Gabinete Presidencial, donde le espera Dean
Rusk, el secretario de Estado.
El inteligente Rusk estudió en Oxford con una beca Rhodes, y durante la Segunda
Guerra Mundial fue oficial del ejército y jefe de planes de guerra en los teatros de
operaciones de China, Birmania y la India, organizando misiones encubiertas parecidas a
la de Bahía de Cochinos. Este oriundo de Georgia había asistido a las muchas reuniones
de planeamiento que culminaron en la invasión del fin de semana. Pero como Kennedy
no lo eligió en primera instancia para dirigir el Departamento de Estado, solo lleva tres
meses en el puesto y todavía no tiene confianza con su jefe; cauto, se calla su opinión.
Kennedy atraviesa un trance en el que necesita desesperadamente un buen
asesoramiento, y en ese momento su nuevo secretario de Estado, el veterano militar
Rusk, no quiere contarle sus dudas sobre la invasión de Bahía de Cochinos: opiniones
como que «esa escuálida brigada de exiliados cubanos tiene las mismas probabilidades
de prosperar que una bola de nieve en el infierno».
La reticencia de Rusk y su falta de sinceridad y franqueza al asesorarlo son ahora lo
de menos para el presidente: al parecer, nadie se sincera con él. Mientras espera noticias
del frente, JFK se muere por ver a alguien que le diga la verdad sin adornos.
Presintiendo una crisis, el presidente coge el teléfono y marca un número.
Cuba.
Los americanos acomodados habían hecho de este tórrido paraíso empapado en ron
su patio de recreo tropical favorito. Sus playas de arena blanca son sensuales y sus
casinos legendarios. Ernest Hemingway describió los muchos encantos de Cuba, muy
relajado por esas fechas bajo los efectos de su libación de ron preferida: el daiquiri. En
sus solapadas estancias en La Habana, Meyer Lansky, Lucky Luciano y otros jefes del
crimen organizado de Estados Unidos se sentían tan en su elemento en la capital cubana
como en la ciudad de Nueva York. Y las corporaciones estadounidenses llevaban
décadas aprovechando el benigno clima de Cuba y su régimen totalmente corrupto para
abrir vastas plantaciones de caña de azúcar, campos petrolíferos y ranchos de ganado.
De hecho, desde el épico momento en que Teddy Roosevelt y su regimiento de los
Rough Riders ascendieron a la carga la colina de San Juan para liberar Cuba de España
en 1898, la relación entre Cuba y Estados Unidos había sido muy pacífica, libre de
tensiones y, en una palabra, fluida.
Hasta 1959.
La corrupción, que había alcanzado su máxima cota de todos los tiempos bajo el
régimen afín a Estados Unidos del general Fulgencio Batista, desencadenó la rebelión de
los cubanos. A sus treinta y dos años y después de cuatro años de lucha, Fidel Castro,
37
hijo natural de un acomodado agricultor cubano, había llevado su guerrilla hasta La
Habana y derrocado a Batista (el general moriría años después de un ataque al corazón
durante su etapa de exilio en Portugal, solo dos días antes de que el comando enviado
por Castro pudiera cumplir su misión de asesinarlo). Estados Unidos había respondido a
la caída de Batista reconociendo oficialmente el nuevo gobierno.
Castro guarda muchos secretos. El episodio tal vez más infame sucedió once días
después de derrocar el régimen de Batista en 1959, cuando soldados castristas
trasladaron en plena noche a setenta y cinco presos políticos con las manos atadas a la
espalda a un lugar a las afueras de la ciudad de Santiago. Caminaban campo a través, y
los que se rezagaban o tropezaban sentían en las costillas los afilados golpes de las
bayonetas. De repente se encendieron los faros de una hilera de furgones militares,
iluminando una zanja de dos metros de profundidad y cincuenta metros de largo.
Aparcadas al borde de la zanja, había excavadoras con las palas bajadas, listas para
morder los montones de tierra recién desgajada y devolverlos al enorme hoyo.
Eran ejecuciones clandestinas, pero las mujeres y novias de los prisioneros se habían
enterado y organizaron una vigilia en la que siguieron a la procesión a cierta distancia.
Cuando los faros iluminaron lo que enseguida sería una inmensa fosa común, el horror
las dejó sin aliento. El llanto y los lamentos de las mujeres perforaban el silencio de la
noche cuando los castristas, sin dejar nunca de burlarse de ellas y abuchearlas, colocaron
a sus maridos, hijos y novios mirando al frente en apretada fila a lo largo de la zanja.
Llorando, las mujeres rezaron hasta el inexorable momento en que las ametralladoras
abrieron fuego y los hombres que amaban cayeron al abismo.
Así comenzaba el reino del terror de Fidel Castro. Poco después, un juez cubano
recibió un tiro en la cabeza por indultar a unos pilotos militares que habían luchado
contra las fuerzas castristas en su guerra de guerrillas. A continuación, Castro decretó la
condena de los pilotos por genocidio. Cuando un juez nuevo dictó sentencia de trabajos
forzados y no de muerte, también él acabó muerto de un disparo. El dignatario cubano,
en sus propias palabras, es «violento, dado a los ataques de cólera, artero, manipulador y
refractario a toda autoridad».
El pueblo cubano enseguida supo el alto precio que pagaría por apoyar la subida de
Castro al poder, pero fuera del país prendió la imagen popular de héroe revolucionario.
Según un periódico británico, «la juvenil figura del barbudo Castro se ha convertido en
símbolo de la repulsa de la brutalidad y la mentira en todo el continente americano. Todo
indica que rechazará cualquier régimen personalista y la violencia». En abril de 1959,
Castro dio una conferencia en la facultad de Derecho de la Universidad de Harvard en
Cambridge, Massachusetts. Había aplicado sus conocimientos legales a suspender el
38
mandato de habeas corpus en Cuba, y el New York Times había informado de la matanza
del 12 de enero; pero, a pesar de todo, calurosos aplausos y vítores interrumpieron una y
otra vez su discurso en Harvard.
En aquel mismo viaje a Estados Unidos, el dirigente cubano se había reunido con el
vicepresidente Richard Nixon, al que instantáneamente causó buena impresión. De
hecho, Nixon escribió en un mensaje secreto de cuatro páginas a Eisenhower: «De lo que
no cabe duda es de que tiene todas las indefinibles cualidades de un líder».
John F. Kennedy, por entonces todavía senador de Estados Unidos y a solo unos
meses de iniciar su campaña para la presidencia, sabía que Batista era un implacable
dictador que había matado a más de veinte mil compatriotas, y no vio con malos ojos la
subida de Castro al poder. Además, como a Hemingway, también a él le gustaba tomarse
un daiquiri de vez en cuando.
En 1959, Kennedy y Castro estaban a punto de convertirse en acérrimos rivales, los
más célebres del siglo XX: jóvenes, carismáticos e idealistas, y muy queridos por sus
incondicionales seguidores, ambos apreciaban un buen puro y tenían una marcada veta
de político ganador que acabó aupándolos al gobierno de sus respectivos países. Pero
ambos tuvieron un contratiempo en su ascenso al poder: Castro estuvo encarcelado en
los primeros días de su revolución, y a Kennedy casi se lo llevan por delante los dolores
de espalda y la enfermedad de Addison, una afección de las glándulas suprarrenales
potencialmente mortal. Tal vez la semejanza más marcada entre los dos es que tanto
Kennedy como Castro eran lo que suele llamarse «machos alfa», muy competitivos e
incapaces de aceptar la derrota, tenían que ganar a cualquier precio y en cualquier
circunstancia.
El precio de la revolución en Cuba fue muy alto. La sangre corría por las calles de La
Habana, y era solo cuestión de tiempo que en Estados Unidos se conociera la verdad. En
febrero de 1960, trece meses después de que Castro tomara el poder, un informe de la
CIA al Consejo Nacional de Seguridad advertía del «apoyo activo» de la Unión
Soviética a Castro, al tiempo que lamentaba la desorganización de las fuerzas
anticastristas. La administración Eisenhower puso en marcha discretos planes para
derrocar al régimen castrista, autorizando a la CIA el adiestramiento paramilitar de
exiliados cubanos en bases secretas de Guatemala.
Castro se convirtió en uno de los temas candentes de la campaña presidencial de
1960. Kennedy vapuleó a la administración de Eisenhower utilizando la situación en
Cuba para ilustrar su debilidad frente al comunismo. «En 1952 los republicanos, según
su programa electoral, iban a hacer retroceder el Telón de Acero en Europa del Este»,
advertía Kennedy a la nación. «Hoy el Telón de Acero está a menos de ciento cincuenta
39
kilómetros del litoral de Estados Unidos».
La pregunta sobre la invasión de Cuba, que antes era si llegaría a suceder, pasó a ser
cuándo sucedería. En un discurso del 31 de diciembre de 1960, Castro advirtió a Estados
Unidos de que cualquier fuerza de desembarco sufriría bajas mucho mayores que las de
Normandía. «Si quieren invadirnos y destruir la resistencia, no lo conseguirán [...],
porque mientras queden en la isla un solo hombre o una sola mujer honorables, habrá
resistencia», tronó. A los pocos días, el 3 de enero de 1961, Castro alimentaba el miedo a
la guerra fría de todos los estadounidenses al anunciar que «Cuba está en su derecho de
hacer un llamamiento a la revolución en América Latina».
Cuando John Kennedy se preparaba para jurar el cargo, aproximadamente uno de
cada diecinueve cubanos era preso político y Estados Unidos había cortado las relaciones
diplomáticas con La Habana. El 10 de enero, el New York Times publicó en primera
plana una noticia bajo el titular «Estados Unidos ayuda a adiestrar a fuerzas anticastristas
en una base militar aeroterrestre de Guatemala», destapando el adiestramiento de
comandos en la guerra de guerrillas para un plan de ataque contra Cuba. Castro leyó el
artículo del Times, y respondió ordenando emplazar minas terrestres en las zonas de
invasión potenciales.
En la ciudad de Washington, matar a Fidel Castro es una obsesión de la CIA y de
Allen Dulles, que lleva muchos años siendo su director. En el futuro se calculará que se
urdieron más de seiscientos planes para asesinarlo, algunos con métodos tan poco
ortodoxos como golpes al estilo de la Mafia y puros habanos explosivos. El 11 de marzo,
un año después de que Dwight Eisenhower autorizara el adiestramiento de la
insurgencia, la CIA presentó oficialmente los planes para el desembarco al presidente
Kennedy. La invasión se desarrollaría a la luz del día, y la localización sería una playa
cuyo nombre en clave era «Trinidad».
La operación planteó a Kennedy un gran dilema. Por un lado, se había presentado a
presidente bajo el estandarte del cambio, prometiendo a la nación una nueva etapa que
rompería con la política de guerra fría de Dwight Eisenhower. Por otro lado, había
ridiculizado tan a fondo a Eisenhower a propósito de Castro, que sabía que parecería
acogotado frente al comunismo si no hacía nada por disuadir al brutal dictador. Otra
primera plana del New York Times, la del 7 de abril —«Los insurgentes cubanos
levantan campamento y se preparan para lanzar su invasión»—, llevó a Kennedy a
comentar en privado que Castro no necesitaba espías en Estados Unidos: le bastaba con
leer la prensa.
El 12 de abril, el Partido Comunista de Guatemala informó a Moscú de que la
guerrilla anticastrista promovida por Estados Unidos iba a lanzar su invasión en cuestión
de días. Pero los soviéticos no acababan de creerlo y no pasaron la información a Castro.
Aquel mismo día, el presidente Kennedy desmintió cualquier participación inminente de
40
Estados Unidos en una invasión, explicando: «Las fuerzas estadounidenses no
intervendrán en Cuba en ninguna circunstancia». Kennedy se guardó de mencionar la
financiación, el adiestramiento y el planeamiento del ataque insurgente: todos ellos de
origen estadounidense.
El joven presidente de Estados Unidos ensayaba una hábil maniobra diplomática para
afrontar una amenaza muy real sin que el ejército estadounidense llegara a meter baza.
Su comentario falseaba la verdad, pero podía leerse claramente entre líneas que la
invasión se había convertido en algo personal: ya no era Estados Unidos contra Cuba,
sino John F. Kennedy contra Fidel Castro, ambos muy competitivos, disputándose la
hegemonía ideológica del hemisferio occidental. En las jornadas siguientes, cada cual
tomaría los actos del otro como una afrenta personal. Y ambos seguirían decididos a
derrotar al otro a cualquier precio.
En Moscú, otro dictador brutal, Nikita Kruschev, que había sembrado de crímenes su
ascenso por el escalafón del poder en la Unión Soviética, estaba perplejo: «¿Qué teme un
elefante de un ratón?», se preguntaba. El indoblegable desafío de Castro a Estados
Unidos mantenía muy alta su popularidad. Kruschev sabía que aunque la invasión de
Cuba llegara a prosperar, sería muy complicado que el pueblo cubano aceptara como
dirigente a un nuevo títere de Estados Unidos: la beneficiaria de la posible guerra de
guerrillas que los castristas librarían subsiguientemente contra Estados Unidos sería la
Unión Soviética, que podría establecer su presencia militar en el hemisferio occidental al
acudir en ayuda del dictador cubano.
La conclusión final de Kruschev, desde luego, no tenía mucho que ver con Castro ni
con Cuba. Su meta era dominar el mundo: todo lo que distrajera o debilitara a Estados
Unidos de la manera que fuera, era bueno para la Unión Soviética.
41
escala es muy bueno, muy pocas se han desarrollado en la oscuridad de la noche. Dos
condiciones son indispensables para el éxito de la misión: en primer lugar, la fuerza
invasora tendrá que abandonar la playa de inmediato para hacerse con el control de las
carreteras de acceso. La segunda es que los aviones rebeldes han de dominar el cielo
destruyendo la fuerza aérea de Castro, y aplastar en tierra a las tropas y tanques castristas
que correrán a Bahía de Cochinos. Sin una aviación arrolladora, la misión fracasará.
A Kennedy le gustan mucho las novelas de espías y le fascina el mundo clandestino
de los agentes secretos; uno de sus favoritos es James Bond. El sexagenario director de
la CIA, el cosmopolita y adinerado Allan Dulles, tiene la misma aura de misterio e
intrigas secretas. Dulles aseguró a Kennedy que el plan tendría éxito.
El presidente le creyó al principio. El 14 de abril, a los dos días de ofrecer la rueda de
prensa en la que prometió que las fuerzas estadounidenses no intervendrían en Cuba,
Kennedy dio la orden oficial de iniciar la operación Zapata: así se denominó a la
invasión de Bahía de Cochinos.
El 14 de abril era viernes. Después de lanzar la invasión, el presidente no podía hacer
nada salvo esperar. Por eso voló a Glen Ora para estar con Jackie y los niños, donde pasó
un angustioso fin de semana esperando noticias de Cuba entre retortijones. Cuando por
fin las recibió, casi ninguna era buena.
La invasión comenzó el sábado por la mañana cuando ocho bombarderos B-26
pilotados por exiliados cubanos atacaron tres bases aéreas de su propio país. El plan
inicial preveía dieciséis aeronaves, pero Kennedy se arrepintió y ordenó reducir el
número a la mitad.
Como resultado, los bombardeos fueron poco efectivos; apenas dañaron a la fuerza
aérea cubana. Pero Fidel Castro enfureció y aumentó inmediatamente la presión sobre la
administración de Kennedy acusando públicamente a Estados Unidos de haber
participado en el ataque.
A partir de entonces, todo fue de mal en peor. El sábado, en teoría, una maniobra de
distracción iba a desembarcar a unos ciento sesenta combatientes anticastristas cubanos
cerca de la bahía de Guantánamo, pero la operación se canceló por una avería en un
buque de importancia crucial. En otro incidente, el ejército cubano detuvo a un pequeño
grupo de opositores residentes en la isla con un gran alijo de armas.
Ya el sábado por la tarde el embajador cubano en la ONU denunciaba el ataque de
Estados Unidos ante la Asamblea General. Adlai Stevenson, el embajador
estadounidense en la ONU, respondió reiterando la promesa de JFK de que las fuerzas
estadounidenses no iniciarían una guerra en Cuba.
Mientras todo esto ocurría, John Kennedy se hallaba escondido en su finca en el
campo. Hasta ese momento, cada acontecimiento preludiaba la invasión final. Pero la
presión ya había hecho mella en Kennedy, que canceló la segunda oleada de bombardeos
42
pese a ser plenamente consciente de que eso podría condenar al fracaso la invasión.
En plena noche del domingo al lunes, las fuerzas de desembarco de mil cuatrocientos
exiliados cubanos de la Brigada 2506 enfilaron a toda máquina hacia Bahía de Cochinos
a bordo de una flotilla de cargueros y lanchas de desembarco. Sus esperanzas eran
grandes; su sueño, recobrar el control de su patria.
Muy pocos de los invasores eran soldados profesionales. Eran cubanos de todos los
estratos sociales, adiestrados por militares estadounidenses veteranos de la Segunda
Guerra Mundial y de la Guerra de Corea: cubanos que llenaron de admiración a esos
curtidos veteranos estadounidenses.
Pero cuando desembarcaron, los bravos combatientes no sabían que el presidente
había suspendido la segunda oleada de ataques aéreos. Ahora la Brigada 2506 tendría
que ganar las cabezas de playa por sus propios medios, una proeza casi imposible.
El lunes por la mañana, al tiempo que los combatientes cubanos se enfrentaban a la
primera oleada de defensores castristas, el presidente subía a bordo del Marine One y
volaba de vuelta a Washington, esperando que aquellos hombres encontraran un modo
de conseguir lo imposible.
Aparte de John Kennedy, solo dos hombres tienen permitido entrar en el Despacho
Oval por la puerta de la Rosaleda: el vicepresidente Lyndon Johnson y el fiscal general
Robert Kennedy. Ese privilegio, junto con el mutuo desprecio que se profesan, es lo
único que ambos tienen en común.
El altísimo texano de más de 1,90 metros de estatura es un político profesional
autodidacta, antiguo profesor de secundaria cuyo impresionante físico oculta una
personalidad vulnerable y a veces insegura. LBJ, como se le conoce, de cincuenta y un
años, fue quizá el mejor líder de la mayoría en el Senado y el más poderoso de la historia
de Estados Unidos, muy diestro generando colaboraciones y afianzando la lealtad del
resto del partido a fin de conseguir la aprobación de leyes importantes.
Bobby, de poco más de 1,80 metros, habla con el mismo acento que su hermano.
Aficionado al deporte y al ejercicio físico, nació en un entorno privilegiado y nunca ha
ejercido un cargo electo. LBJ lo sabe y se recrea en el hecho de que, como líder del
Senado, está un peldaño por encima del aparato político de Kennedy, inexperto en
comparación con él.
Su enemistad data del otoño de 1959, cuando Bobby Kennedy visitó a Johnson en su
enorme rancho de Texas. Su hermano lo había enviado allí para calibrar si Johnson
pensaba presentarse contra Kennedy en la nominación demócrata de 1960.
43
La relación del presidente Kennedy y de su hermano, el fiscal general Robert F. Kennedy, con el vicepresidente
Lyndon B. Johnson fue tensa. (Abbie Rowe, fotografías de la Casa Blanca, Biblioteca y Museo Presidenciales
John F. Kennedy, Boston)
Era costumbre de LBJ llevar a los invitados importantes a cazar ciervos en su vasta
finca, y la visita de Bobby no fue diferente. Al principio, Bobby y LBJ se llevaron muy
bien, y siguió siendo así hasta que Bobby disparó a un ciervo. El retroceso del rifle lo
tiró al suelo y se hizo un corte en una ceja. Johnson, agachándose para ayudarle a
levantarse, no pudo reprimir un molesto comentario:
—Hijo —dijo a Bobby—, tienes que aprender a disparar como un hombre.
Nadie se dirige así a Bobby Kennedy: detalles tan nimios como este crean grandes
enemistades.
A medida que se acercaban las elecciones de 1960, fue Bobby quien más se opuso a
optar por Johnson como vicepresidente. Y también fue él quien visitó a Johnson en su
habitación de hotel durante la Convención Demócrata en Los Ángeles para ofrecerle el
puesto... aunque no sin antes intentar disuadirle de aceptarlo.
Bahía de Cochinos marcará el momento en que sus respectivas trayectorias toman
derroteros radicalmente distintos. La talla política de Bobby se elevará a ojos vistas, y su
hermano pronto aludirá a él como «el segundo hombre más poderoso del mundo».
Johnson, que en privado se refiere a Bobby como «ese mocoso hijo de perra», ya
lamenta haber dejado el Senado: es su declive. El presidente Kennedy no confía en él y
apenas lo soporta. Desprecia tanto a Johnson que llega a decirle a Jackie:
—¿Te imaginas lo que sería del país si Lyndon fuera presidente?
Ser vicepresidente, observó John Nance Garner, el primer vicepresidente de Franklin
Delano Roosevelt, es como ser «una escupidera». John Adams describió una vez el
desempeño del cargo como «no ser nada». Lyndon Johnson sabe con toda precisión a
qué se referían sus predecesores. Ya no tiene circunscripción, ya no tiene influencia
44
política y ya no le queda nada de su antigua autoridad.
Por ejemplo, el vicepresidente no tiene avión propio. Cuando sus obligaciones le
exigen viajar, Johnson ha de pedir permiso a algún ayudante de Kennedy para usar un
avión presidencial. Aunque técnicamente es el segundo al mando de la nación, las
peticiones de Johnson no tienen más peso que las de cualquier otro miembro del
Gabinete, y a veces se las deniegan. Cuando es así, el vicepresidente de Estados Unidos
se ve obligado a viajar en vuelos comerciales.
Pero el mayor insulto no es que haya perdido tirón político en Washington, sino que
ha perdido casi toda su influencia en su estado natal, Texas. Pese a su crucial papel al
entregar Texas a Kennedy en las elecciones, el senador Ralph Yarborough ya lleva las
riendas de la política en Texas, y el secretario de Marina John Connally tiene previsto
presentarse a gobernador. Uno, o los dos, pronto se harán con el poder político en el
Estado de la Estrella Solitaria. Johnson es cada vez más prescindible. Si Kennedy elige
otro compañero de cartel para su posible segundo mandato, LBJ habrá quedado fuera de
la política por completo.
Pero, de momento, conserva el raro privilegio de entrar en el Despacho Oval por la
puerta de la Rosaleda. No obstante, cuando Kennedy descuelga el teléfono para pedir
ayuda la mañana del 17 de abril, no marca el número de Lyndon Johnson.
Es Bobby Kennedy quien contesta el teléfono. Está en Virginia, adonde ha viajado
para dar un discurso.
—No creo que las cosas estén yendo tan bien como podrían —le dice el presidente a
su hermano menor—. Vuélvete.
Con toda deliberación John Kennedy ha encomendado a su hermano los asuntos de
política interior, prefiriendo a otros asesores para la política exterior. A pesar de su
asiduo contacto telefónico, el presidente cree que el nepotismo ha ocupado a su hermano
menor, pues fue Joseph Kennedy quien insistió en que JFK lo nombrara fiscal general.
Pero ahora, en este momento de enorme incertidumbre, John Kennedy comprende que su
padre tenía razón: aunque Bobby lleve tres meses sin recibir informes de la CIA sobre la
operación en Cuba, es el único con el que el presidente puede contar.
Mientras tanto, Lyndon Johnson, a la deriva, se aleja cada vez más del núcleo del
poder político.
45
malparado ante Allen Dulles, la CIA, sus asesores cercanos y los jefes del Estado Mayor
Conjunto.
Sin embargo, lo habían elegido precisamente para tomar decisiones impopulares,
llegado el momento. Y su actual negativa a tomar esas duras decisiones amenaza con
demoler su administración.
Ha llegado muy lejos desde sus días de joven capitán al mando de la torpedera 109.
Pero todavía está aprendiendo, como hubo de hacer Abraham Lincoln, que nadie cuya
carrera dependa del uso de la fuerza debería influir en la decisión de recurrir a medidas
bélicas.
Sin embargo, no fue la CIA, ni los jefes de Estado Mayor Conjunto, quienes
ordenaron la invasión: fue John Kennedy.
Bobby ha regresado de Virginia a toda prisa y ahora entra en el Despacho Oval y
encuentra a su hermano mayor sumido en sus pensamientos.
—Prefiero ser tachado de agresor que de inepto —se lamenta JFK. Las noticias que
llegan de las playas de desembarco no son buenas: los combatientes exiliados no
controlan las carreteras principales ni los demás puntos estratégicos. Los hombres de la
Brigada 2506 no pueden salir de la playa, están acorralados por el ejército cubano. La
invasión pende de un hilo.
Apesadumbrado, JFK habla abiertamente a Bobby de sus temores. Al conversar con
su hermano, el presidente se sabe a salvo de filtraciones e intentos de minar su autoridad.
Pero incluso ahora que tiene a Bobby al lado, John Kennedy siente la aplastante soledad
de quien ocupa el cargo de presidente de los Estados Unidos. Él ha sido el artífice de este
desbarajuste en Cuba, y él solo ha de hallar un modo de convertir lo que puede llegar a
ser un desastre en una impactante victoria.
46
Esa noche, en una reunión en la Casa Blanca pasada la medianoche, un Kennedy de
corbata blanca escucha otro informe sobre el fracaso de la invasión. Aquella misma tarde
el Congreso le había sacado de una recepción en la Casa Blanca: las obligaciones
oficiales le reclaman aun en plena la crisis.
Un mapa del Caribe adorna ahora la Sala del Gabinete Presidencial, y pequeños
barcos imantados sobre el tablero señalan la situación de los diversos buques
desplegados para apoyar la invasión; entre ellos, el portaaviones Essex y sus buques
escolta.
—No quiero que Estados Unidos se vea metido en esto —espeta un incrédulo JFK
mirando el mapa.
Tomando aliento, el almirante Arleigh Burke, jefe de la Marina de Estados Unidos, le
dice la verdad:
—¡Señor presidente, estamos metidos!
En un intento desesperado de salvar la invasión, el presidente autoriza de mala gana
una hora de cobertura aérea, de seis y media a siete y media de la mañana, aportada por
seis reactores del Essex sin distintivos. Los reactores se unirán a los bombarderos B-26
de los exiliados cubanos y mantendrán a raya a la aviación castrista. Pero los pilotos de
la Marina estadounidense no atacarán objetivos de tierra ni buscarán activamente el
combate aéreo: otra señal más de que JFK se ha acobardado.
Al acabar la reunión de madrugada, el presidente sale a la Rosaleda por la puerta del
Despacho Oval. Sintiendo sobre sus hombros el peso del mundo libre y el destino de más
de mil hombres, pasea a solas por el húmedo césped durante una hora.
La mañana del 19 de abril llegan más malas noticias: increíblemente, la CIA y el
Pentágono no tuvieron en cuenta la diferencia horaria entre Cuba y la base aérea de los
cubanos en Nicaragua. Los reactores del portaaviones Essex y los bombarderos B-26
procedentes de América Central acudieron a la cita con una hora de diferencia. Los dos
grupos de aviones nunca llegaron a encontrarse. El resultado fue que varios B-26 y sus
pilotos fueron derribados por la Fuerza Aérea castrista. Pierre Salinger, el secretario de
prensa del presidente, sorprende a Kennedy llorando solo en la Residencia de la Casa
Blanca después de oír la noticia.
Jackie nunca ha visto a su marido tan disgustado. Solo había visto llorar a JFK en dos
ocasiones, y se asusta al oírlo sollozar con la cabeza entre las manos. Bobby pide a la
primera dama que se quede, el presidente necesita apoyo. Tan pulcro normalmente, ese
día Kennedy ni siquiera repara en su aspecto personal y recibe a un senador en el
Despacho Oval despeinado y con la corbata torcida.
Bobby Kennedy sale en defensa de su hermano cuando Lyndon Johnson se queja de
que lo han dejado fuera. Bobby recorre de acá para allá la Sala del Gabinete, lanzando de
vez en cuando una mirada furibunda al mapa del Caribe y los barcos imantados.
47
—Hay que hacer algo, hay que hacer algo —no deja de repetir.
Y al ver que los jefes de la CIA y el ejército no responden, se vuelve enfrentándose a
ellos y suelta con aspereza:
—Todos ustedes, tan listos como son, han metido en esto al presidente y, si no hacen
algo ahora, los rusos tomarán a mi hermano por un gallina y un bocazas.
El presidente pasa el resto del día apesadumbrado; ni siquiera oculta su aflicción a
los empleados de la Casa Blanca.
—¿Cómo he podido ser tan tonto? —murmura, interrumpiendo conversaciones que
no tienen nada que ver para repetir todo el rato—: ¿Cómo he podido ser tan tonto?
Para las cinco y media de la tarde del 19 de abril, el ejército cubano controla
totalmente Bahía de Cochinos. La invasión ha terminado.
Aparte de los muertos y capturados en tierra, las fuerzas de Castro han hundido cerca
de una docena de buques que participaron en la invasión, incluidos los de transporte de
víveres y munición, y han derribado nueve bombarderos B-26.
La derrota es una gran humillación para Estados Unidos. Kennedy se ve forzado a
dar una rueda de prensa y cargar con toda la culpa.
—Según un dicho muy antiguo, la victoria tiene cientos de padres y la derrota es
huérfana. Pero en última instancia —dice—, el presidente responde por el gobierno.
Llegará el día en que JFK, mirando atrás, especule que el despropósito de Bahía de
Cochinos pudo haber dado pie a una injerencia del ejército estadounidense en el
gobierno de Estados Unidos escudándose en la supuesta ineptitud del presidente.
Pero seis meses después, es al director de la CIA, Allen Dulles, a quien apartan de su
cargo. Dulles está muy dolido: el viejo jefe del espionaje y su agencia no olvidarán
fácilmente este agravio.
Una semana después del desastre de Bahía de Cochinos, Kennedy convoca a sus
asesores, Bobby entre ellos, en la Sala del Gabinete. La asistencia de Bobby a una
reunión de política exterior es inusual, y al principio el hermano del presidente se
muerde la lengua.
El presidente se recuesta en la silla haciendo chocar suavemente un lápiz contra sus
dientes, mientras el subsecretario de Estado Chester Bowles lee una larga declaración
que exonera al Departamento de Estado de toda culpa por lo sucedido en Bahía de
Cochinos.
JFK ve que Bobby echa humo. Los dos hermanos consideran al quejumbroso Bowles
48
un santurrón y un pelma.
El presidente, después de toda una vida viendo a su hermano en acción, sabe que se
acerca un estallido. Además, ha autorizado a Bobby a hablar por él. Sin alterar su gesto
inexpresivo, JFK espera a la escucha, haciendo tamborilear su lápiz contra los dientes.
Por fin Bobby Kennedy toma la palabra y, con la mayor brutalidad, escupe a Chester
Bowles una retahíla de humillantes reproches.
—Es el mayor despropósito, lo más indigno que he oído nunca. Está usted tan
ansioso por salvar el culo que le da miedo hacer nada, lo único que quiere es cargarle el
muerto al presidente. Sería preferible que se largara y dejara la política exterior a otros
—ruge Bobby, subiendo la voz.
El presidente observa con aire indiferente, se oye el levísimo chasquido del lápiz
contra su blanca y perfecta dentadura.
«De pronto vi», escribió más tarde el asesor de Kennedy Richard Goodwin, «que los
hirientes improperios de Bobby expresaban las calladas emociones del presidente, que el
hermano debía de conocer por conversaciones previas entre ellos. Vi ya entonces la
dureza interior, la colérica ira que tantas veces camuflaba el trato siempre educado,
afable y contenido del simpático John Kennedy».
Aunque Lyndon Johnson era el vicepresidente, se escribirá un día, Bobby Kennedy
no tardaría en convertirse en el segundo del presidente. Pero esto solo ocurriría después
del episodio de Bahía de Cochinos, que acerca a los hermanos y altera el modo en que
JFK maneja la Casa Blanca. De ahora en adelante, cuando el presidente Kennedy quiera
comunicar algo polémico a su Gabinete o sus asesores, recurrirá a Bobby, que hablará
por él y soportará todas las críticas y discusiones subsiguientes para que su hermano
mayor no salga debilitado nunca.
49
Casi totalmente inadvertido por Estados Unidos hasta la fecha, el pequeño país
asiático sufre las consecuencias de su propia rebelión comunista. En mayo de 1961, el
presidente Kennedy pasa a considerarlo vital para la seguridad de Estados Unidos y
confía al vicepresidente Lyndon Johnson la misión de recabar información, enviándolo
de viaje allí, más lejos que nunca del Despacho Oval.
Las razones radican tanto en la seguridad nacional como en que el presidente sabe los
estragos que la falta de poder está causando en el vicepresidente.
—Ya no aguanto más las caras largas de Johnson —confía a un senador—. Entra en
la sala, se sienta muy hosco en las reuniones del Gabinete. Nunca dice nada, parece
siempre abatido.
La sugerencia del senador George Smathers de Florida, buen amigo de Kennedy, de
mandar a Johnson a un viaje alrededor del mundo complace enormemente a JFK, que la
califica de «una idea genial».
Para resaltar la importancia del viaje, se concede al vicepresidente el uso de un avión
presidencial.
50
Al final, le da la noticia.
«Mi mujer está un poco asustada», anota Oswald en su diario el 1 de junio, después
de decirle por fin que van a salir de la Unión Soviética, lo más probable que para
siempre, «pero me anima a hacer lo que deseo».
Marina está a punto de dejar atrás todo lo que le es familiar a cambio de una vida
incierta con un hombre al que apenas conoce. Pero acepta esta dura realidad porque ya
sabe una gran obviedad sobre Lee Harvey Oswald: siempre hace lo que quiere, sin
importar los obstáculos que se interpongan en su camino.
Siempre.
51
4
14 DE FEBRERO DE 1962
WASHINGTON, D. C.
20.00
52
para reunirse con el presidente Charles de Gaulle. Era junio de 1961; desde el episodio
de Bahía de Cochinos solo habían transcurrido seis semanas, y la imagen de JFK había
bajado mucho en la estima de los líderes europeos. Pero no así la imagen de Jackie:
cuando el Air Force One tocó tierra en el aeropuerto de Orly, la prensa europea la
aclamó como la encarnación del glamour, el aplomo y la belleza. El presidente no pudo
evitar fijarse en la cantidad de flashes que saltaban al paso de su mujer. Al dirigirse a un
nutrido grupo de mandatarios en el palacio de Chaillot, JFK abrió sus comentarios
describiendo muy bien y con gran seriedad su condición a ojos de París y del mundo:
—No creo en absoluto innecesario presentarme ante esta audiencia —dijo con cara
de circunstancias—. Soy el hombre que acompaña a Jacqueline Kennedy a París; y está
siendo un placer.
53
temía que su mujer acabara siendo blanco de críticas tan lacerantes como las dirigidas a
Truman. Pero la primera dama no cedió ante su marido como tantas otras veces, sino que
se plantó: «Esto no va a ser el balcón de Truman», insistió, asegurándole que su labor
causaría muy buena impresión. Centrándose en la decoración interior, culminaría la obra
iniciada por las excavadoras allá por 1948. Su objetivo es, ni más ni menos, que la Casa
Blanca deje de ser el enorme hogar de un burócrata para convertirse en un palacio
presidencial.
A Mamie Eisenhower le gustaba referirse a la Casa Blanca y sus objetos como si
fueran propiedad personal suya: «mi casa» y «mis alfombras». Además, sentía verdadera
pasión por el rosa. Los gustos de Jackie no concuerdan con los de su precursora, y ha
quitado de en medio todos los muebles y alfombras baratos de Mamie, así como el rosa
de las paredes.
Tal y como los estadounidenses están a punto de ver en sus pantallas, la Casa Blanca
es ahora la casa de Jacqueline Bouvier Kennedy.
Una vez más, la primera dama se coloca ante la cámara y lleva a los espectadores a
un recorrido por su nuevo hogar, seguida ahora por el presentador de la CBS Charles
Collingwood. El toque personal de Jackie es evidente en todas partes, desde las
tapicerías diseñadas por ella misma, hasta la nueva guía que ha autorizado a fin de
recaudar fondos para la reforma (de la que se han vendido trescientos cincuenta mil
ejemplares en solo seis meses). Se ha deshecho de curiosidades como las fuentes
acuáticas, que daban a la Casa Blanca el aspecto de un bloque de oficinas más que el de
un edificio perteneciente al patrimonio nacional.
La primera dama, tras un minucioso registro de los almacenes de la Galería Nacional
de Arte, ha desempolvado tesoros surtidos: varios cuadros de Cézanne, las tazas de
Teddy Roosevelt y la cubertería francesa de oro de James Monroe. El nuevo escritorio
del presidente Kennedy fue otro hallazgo de Jackie. Resolute, como se llama el mueble,
se talló con madera procedente de un malogrado buque británico y fue un regalo de la
reina Victoria al presidente Rutherford B. Hayes en 1880. Jackie lo encontró en la sala
de prensa de la Casa Blanca, pudriéndose bajo una pila de aparatos electrónicos que ya
nadie usaba. Enseguida fue reubicado en el Despacho Oval.
Solo quienes llevan largo tiempo trabajando en la Casa Blanca conocen tan bien
como Jackie los secretos del edificio. Pero, pese a sus vastos conocimientos, existen
otras muchas cosas de las que no quiere saber nada.
Encabezan esa lista los nombres de las mujeres con las que su marido se acuesta. Son
muchas. Está Judith Campbell, la conexión clandestina de Kennedy con Sam Giancana,
el capo de la Mafia de Chicago, quejumbrosa porque JFK es menos cariñoso desde que
es presidente. Y la divorciada de veintisiete años Helen Chavchavadze, a quien JFK
lleva viendo desde antes de la investidura. Están las chicas que le consigue Dave Powers.
54
Y entre las amantes del presidente hay incluso amigas y ayudantes de Jackie. Jackie
tiene por costumbre marcharse a Glen Ora, la finca de la pareja en Virginia, casi todos
los jueves. Allí pasa el fin de semana montando a caballo y no regresa hasta el lunes. El
presidente tiene pleno uso de la Casa Blanca mientras ella está fuera, de ahí que la lista
de sus consortes crezca cada día.
Jackie Kennedy no es tonta. Sabe de los líos de faldas de JFK desde que estaba en el
Senado. Aunque le duelen mucho, pasa por alto las indiscreciones del presidente por
varias razones, entre ellas guardar las apariencias y conservar el prestigio que conlleva
ser la primera dama. Pero ante todo, lo hace porque ama a su marido y cree que él
también la ama.
A la primera dama le fascina la aristocracia europea, y sabe que entre los europeos
poderosos es muy común, acaso hasta natural, tener aventuras. Su querido padre, John
«Black Jack» Bouvier, tuvo muchos traspiés. Su suegro, Joseph Kennedy, es tristemente
famoso por sus devaneos. La primera dama no ve ninguna razón para creer que el
presidente de los Estados Unidos, el hombre más poderoso del mundo, vaya a ser
distinto. Además, es una tradición familiar.
—Todos los Kennedy son así —le comentó una vez a Joan, la mujer del hermano
menor de JFK, Teddy—. No puedes dejar que te afecte, no hay que tomárselo muy a
pecho.
Una vez, al cruzar la oficina de Evelyn Lincoln con un reportero francés, Jackie echó
una mirada furtiva a la ayudante de Lincoln, Priscilla Wear, sentada en un lateral del
pequeño despacho, y pasando del inglés al francés, informó al periodista de que «es la
chica que al parecer se acuesta ahora con mi marido».
Pero pese a su aparente resignación, en el fondo Jackie se lo toma muy a pecho. A
veces sus amigas intuyen la callada tristeza de su vida conyugal. Hasta los agentes del
servicio secreto, que aprecian y respetan a la primera dama, perciben su dolor.
Sin embargo, por más que sufra, la primera dama siempre es práctica. Jamás se
olvida de informar a Kenny O’Donnell de las horas precisas en que piensa irse y regresar
de cualquier viaje fuera de la Casa Blanca, solo por evitarse sorprender al presidente en
flagrante delito con otra mujer.
La primera dama ha pensado en buscarse un amante. Sale mucho a cenar con Robert
McNamara, el secretario de Defensa. Los dos coquetean y leen poesía. Y, cuando está en
Nueva York, Jackie visita en su apartamento a Adlai Stevenson, el embajador de Estados
Unidos ante la ONU; siempre se besan al verse, y salen juntos al ballet y a la ópera.
Por estos hombres siente curiosidad, y sabe que corre el rumor de que ha tenido una
aventura con el actor William Holden. Pero el amor que ella desea es el de su marido.
Hasta hace poco, sus relaciones sexuales no eran muy espectaculares. Apenas había
preliminares: el presidente, que buscaba tantas aventuras sexuales, hacía el amor a Jackie
55
como si fuera una obligación. Ella se preguntaba la razón de su necesidad de acostarse
con otras mujeres, y empezó a cuestionarse si no sería ella el problema. A pesar de la
adoración de millones de hombres de todo el mundo, alguna explicación tenía que haber
para la indiferencia de su propio marido a sus encantos sexuales.
Entonces, en la primavera de 1961, Jackie se torció el tobillo jugando al fútbol
americano en Hickory Hill, la casa de Bobby en Virginia, y Bobby le pidió al vecino, el
doctor Frank Finnerty, que atendiera la lesión. Finnerty, cardiólogo de treinta y siete
años que enseñaba Medicina en la Universidad de Georgetown, era además muy guapo y
amable. Jackie pensó que sabía escuchar. Una semana después se había curado el tobillo,
pero preguntó a Finnerty si podrían verse alguna vez para hablar. Sorprendido, Finnerty
aceptó encantado.
El sexo estaba sin duda en la mente de Jackie cuando hizo esta proposición, pero no
el sexo con el doctor Finnerty. En el curso de varias conversaciones, refirió a Finnerty el
nombre de las mujeres con las que su marido había estado, y le confesó lo mal que las
aventuras de JFK le hacían sentirse consigo misma. El concepto del matrimonio
Kennedy, en palabras de Jackie, era «una relación entre un hombre y una mujer, en la
que el hombre es el jefe y la mujer la esposa: es decir, una mujer que admira al hombre».
Ese concepto se extendía al dormitorio, donde el placer del hombre era el fin supremo.
Ella se preguntaba por qué el presidente hacía el amor tan rápido y pensando solo en su
propio placer. Todo giraba en torno a él, ella se sentía arrinconada.
—Va a toda velocidad y después se queda dormido —se quejaba.
Al doctor Finnerty se le ocurrió una solución. Redactó el diálogo de una posible
conversación en la que Jackie sugeriría al presidente cómo podrían tener relaciones
sexuales más satisfactorias para ambos. Finnerty la preparó para hablar con naturalidad y
describir con precisión lo que quería, y también para averiguar cómo podría ella
aumentar el placer del presidente.
Pertrechada así de nuevas fuerzas aunque nerviosa, Jackie abordó el asunto cenando
una noche con JFK. El presidente escuchaba atónito: su mujer, habitualmente tímida e
inhibida sexualmente, estaba hablando con toda propiedad de lo que quería de él en la
cama. Cuando le preguntó cómo era que estaba tan informada de repente, Jackie mintió y
dijo haberlo consultado con un sacerdote, un ginecólogo y varios libros muy instructivos.
El presidente se quedó admirado. «Nunca pensó que ella fuera a tomarse tantas
molestias por disfrutar del sexo», recordaría más tarde Finnerty.
Después, Jackie contó al doctor que el sexo con JFK había mejorado, y que todos los
temores que tenía sobre sí misma habían desaparecido para siempre.
No es que el presidente haya dejado de acostarse con todas; pero ahora Jackie sabe al
menos que sale contento del lecho conyugal.
56
—Gracias, señor presidente —dice el reportero Charles Collingwood para concluir
—. Y gracias, señora Kennedy, por enseñarnos la maravillosa casa donde vive y las
maravillas que está introduciendo en su decoración.
John Kennedy se ha unido a su esposa ante la cámara durante los últimos minutos del
programa especial para explicar la importancia del trabajo emprendido por Jackie y lo
mucho que significa la Casa Blanca, símbolo de Estados Unidos. Sin decir nada, la
primera dama dirige una cálida sonrisa directamente a la cámara. Jackie parece
totalmente imperturbable cuando el programa llega a su fin: cada cabello en su sitio, las
perlas perfectamente alineadas en todas las vueltas de su collar.
Pero las apariencias engañan. En realidad, el recorrido por la Casa Blanca se grabó
hace un mes, y la emisión de una hora llevó siete horas de rodaje. Muy nerviosa, Jackie
fumaba un L&M tras otro cada vez que las cámaras dejaban de grabar, y al terminar, se
relajó alisándose el pelo cardado.
También se bebió un whisky escocés doble.
El recorrido de Jackie por la Casa Blanca es uno de los programas más vistos de la
historia de la televisión. Con él, la primera dama llega incluso a ganar un premio Emmy
especial. El país está ahora completamente embelesado: Jacqueline Kennedy es una
superestrella.
Mientras, prosigue la renovación de la Casa Blanca. Entre las últimas entradas en la
lista de artículos pendientes están las cortinas grises del Despacho Oval, que no se
cambiarán hasta finales de noviembre de 1963.
57
5
24 DE MARZO DE 1962
PALM SPRINGS, CALIFORNIA
19.00
John F. Kennedy, cansado pero al acecho, está en el patio de una casa de estilo
colonial en la turística Palm Springs. Esta finca de media hectárea pertenece a una
leyenda viva del espectáculo, Bing Crosby. Pero Crosby no está esta noche: ha cedido su
confortable casa a JFK y su círculo para el fin de semana. Kennedy mira la concurrida
fiesta, el jardín abarrotado de gente que se esparce alrededor de la piscina en la cálida
noche de primavera. Las risas y el chapoteo del agua salpican el aire nocturno. Las
pedregosas montañas al fondo se alzan sobre la piscina y la casa como un imponente
decorado de desierto.
Ayer Kennedy dio un vibrante discurso ante ocho mil personas en la Universidad de
California, en Berkeley. Habló de democracia y libertad, temas muy candentes durante
toda la guerra fría. Luego voló en el Air Force One hasta la base aérea de Vandenberg,
más al sur, donde presenció por primera vez el lanzamiento de un misil. El alargado y
blanco Atlas despegó sin incidentes, demostrando que Estados Unidos acortaba
distancias y se afianzaba en la carrera espacial. Y la misma semana, los soviéticos habían
firmado un acuerdo para compartir datos de investigación espacial con los
estadounidenses, sus rivales en la guerra fría.
Palm Springs y la apartada casa de Crosby son el escondrijo ideal para el fin de
semana tras el frenético viaje a la Costa Oeste. Ese mismo día JFK había dedicado un
rato a asuntos oficiales reuniéndose con Dwight Eisenhower para hablar de política
exterior; ahora por fin puede relajarse con un puro y un par de daiquiris.
Pero el presidente no está del todo relajado. Sabe que ha ofendido a Frank Sinatra,
buen amigo y seguidor de siempre, al cancelar el fin de semana en su casa y elegir la de
Crosby, que para colmo es republicano... Pero decide dejar el simbolismo de la situación
para otro momento: esta noche solo quiere divertirse.
Divertirse mucho.
Si fuera un sábado cualquiera, Jackie y los niños estarían pasando el fin de semana en
58
la finca de Glen Ora. Pero la primera dama, como sabe el mundo entero por la amplia
cobertura informativa que ha recibido su viaje, va camino del otro lado del globo en
visita oficial a India y Pakistán. El eco que tuvo su programa especial de televisión
corroboró un hecho del que su marido es consciente desde hace mucho: Jacqueline
Bouvier Kennedy es el mayor activo político de John Fitzgerald Kennedy, que ya está
pensando en cómo reforzar la popularidad de su mujer para la campaña de reelección de
1964.
Y aunque sabe que sería estúpido destrozar su matrimonio (y su carrera política) por
pasar un par de noches con otra mujer a la vista de todos, hay momentos en que un
impulso autodestructivo parece dominar al pragmático Kennedy.
Como ahora.
Entre los invitados que han acudido a la casa de Bing Crosby está la mujer más bella
y llamativa de Hollywood, y quizá la más frágil. Después de casi dos años detrás de
Marilyn Monroe, JFK está casi seguro de que esta noche puede conseguirla.
La primera dama en un paseo en barca por el lago Pichola, en Rajastán, durante su visita oficial a la India y
Pakistán en 1962. (Cecil Stoughton, fotografías de la Casa Blanca, Biblioteca y Museo Presidenciales John F.
Kennedy, Boston)
Dando otra calada al puro, el presidente de los Estados Unidos entra en el dormitorio.
Su esposa está a trece mil kilómetros. Esta noche es libre de hacer todo lo que quiera.
Todo. Y es absolutamente imposible que su mujer le sorprenda.
—¡Mi mujer ha montado en elefante por primera y última vez! —había exclamado el
día anterior ante el público multitudinario que llenaba hasta la bandera las gradas del
estadio de la Universidad de California. Su espontaneidad fue acogida con calurosos
59
aplausos, vítores y risas.
Los niños Kennedy jugaban muchas veces en el Despacho Oval mientras el presidente atendía sus obligaciones
oficiales. (Cecil Stoughton, fotografías de la Casa Blanca, Biblioteca y Museo Presidenciales John F. Kennedy,
Boston)
Así es como JFK habla de su Jackie a los estadounidenses: como si les dejara oír a
escondidas una conversación íntima. La gente siente gran curiosidad por los detalles más
nimios de la vida privada de la pareja. La aguda intuición política del presidente le dice,
aunque nunca lo admita en voz alta, que los Kennedy no son solo la pareja más en boga
de Estados Unidos: son la pareja más en boga del planeta. Su amor y su elegancia
inspiran a los amantes de todos los rincones del mundo.
Y es verdad: los Kennedy se aman. JFK es un padre y marido devoto que adora a su
familia. Deja jugar a Caroline y a John en el Despacho Oval mientras él trabaja, y la
bañera presidencial suele estar llena de patitos de goma y cerditos rosados, porque sabe
lo mucho que le gustan al pequeño John. Todas las mañanas antes de bajar al despacho,
entra en el dormitorio de Jackie unos minutos; y le encanta que su esposa haga lo mismo
cada tarde cuando le despierta de su siesta y se cuentan los avatares del día mientras él se
viste.
La única queja que tiene el presidente de su esposa es la absoluta indiferencia de
Jackie por la economía doméstica: ella gasta más en ropa de lo que el país le paga a él
por estar al frente de los Estados Unidos (el patrimonio de JFK supera los diez millones
de dólares, y él dona su sueldo presidencial de cien mil dólares a instituciones
filantrópicas como los Boy Scouts y el Fondo Universitario Unido para Estudiantes
Negros).
Pero una infausta sombra se cierne sobre el matrimonio Kennedy, por lo demás
dichoso: todos los días sin excepción, el voraz apetito sexual del presidente genera
obvias complicaciones de las que él no parece darse cuenta.
60
A la primera dama le sería imposible seguir su ritmo: dedicada a la crianza de sus
hijos y a la reforma de la Casa Blanca, se las ve y se las desea para cumplir además con
su ajetreada agenda social. Haría falta una Jackie sobrehumana para satisfacer los
impulsos sexuales de su marido. Y, además, él no se contentaría con una sola mujer. El
ingente tropel de prostitutas, damas de alta alcurnia, vedettes y azafatas que llegan a la
Casa Blanca cada vez que Jackie se ausenta con los niños supera la capacidad moral y
física de la mayoría de los varones. Ese tropel ha adquirido tal volumen que el servicio
secreto ya ni se molesta en comprobar el nombre y la nacionalidad de todas las mujeres
que Dave Powers procura al presidente.
Más de un agente federal considera la situación peligrosa. La cantidad de mujeres
con acceso al presidente sin duda vulnera todas las normas de seguridad, y podría acabar
derribando la presidencia por el chantaje; llegó incluso a especularse con el posible
asesinato del presidente con una inyección hipodérmica. El número de mujeres de JFK
es tema de conversación entre los hombres de su escolta del servicio secreto; pero la
labor de estos hombres es protegerlo, no sermonearlo. Por eso hacen la vista gorda, y a
veces hasta encubren su conducta. Son agentes que están casados con el puesto, y sus
horas extraordinarias para la Casa Blanca —de cincuenta a ochenta al mes— suman
unos mil dólares a su sueldo anual. Sería una tontería renunciar a ellos solo por impartir
una lección de moral.
El equipo de prensa de la Casa Blanca también mira para otro lado. La vida privada
del presidente no es asunto suyo, ni tampoco de la opinión pública. Los reporteros de la
Casa Blanca saben que el presidente exige total lealtad y les denegará el acceso si no
puede contar con ella. Ni una sola palabra sobre sospechas de infidelidad aparece jamás
en la prensa escrita ni en la televisión. Hasta Ben Bradlee, directivo de la revista
Newsweek en Washington y amigo íntimo del presidente, negará siempre haber sabido
nada de los escarceos de JFK... y eso que el presidente se está acostando con su cuñada.
A veces el objeto de deseo de Kennedy trabaja en la propia Casa Blanca, como
sucede con Pamela Turnure, secretaria de Jackie, y con Priscilla Wear, la ayudante de
Evelyn Lincoln. Eso facilita el cortejo del presidente desde el punto de vista logístico y
de seguridad, pero acarrea sus propios y singulares problemas.
Por ejemplo, el presidente es muy aficionado a darse un baño de vez en cuando a
primera hora de la tarde con alguna de las dos secretarias de veintitantos años Priscilla
Wear y Jill Cowen —apodadas «Fiddle» y «Faddle»[1] por los agentes del servicio
secreto—. Siempre hay un escolta apostado en la puerta para impedir que entre nadie.
Pero un día la primera dama se presentó en la piscina para darse un baño, algo que no
había ocurrido nunca. El agente, presa de pánico, trataba de explicar a Jackie mientras le
bloqueaba el paso que no se le permitía usar la piscina de la Casa Blanca —la casa que
ella estaba reformando con tanto esmero.
61
Dentro de la piscina, JFK se puso el albornoz a toda prisa al oír el revuelo y huyó
justo a tiempo. Los agentes recordarían más tarde que las húmedas pisadas —grandes y
pequeñas: las suyas y las de su acompañante, la bañista femenina— dejaron un rastro
muy nítido que la enfadada Jackie no vio al irse por donde había venido.
Pocas semanas después de que Bobby Kennedy fuera nombrado fiscal general, J.
Edgar Hoover, el maquiavélico jefe de la Oficina Federal de Investigación [FBI: Federal
Bureau of Investigation], le remitió un expediente especial que contenía pruebas de las
correrías extraconyugales del presidente. Tal vez la prensa mirara para otro lado, pero el
FBI, por su lado, había seguido las conquistas de Kennedy desde finales de la década de
1940, porque por entonces se citaba con una presunta espía de la Alemania nazi. Ese
expediente es la idea de Hoover de un buen trabajo de seguridad. Quiere que todo el
mundo sepa que nadie podrá subestimar nunca al FBI y que nada ilegal sucede en ningún
momento en Estados Unidos sin su conocimiento. En aras de la seguridad nacional, ni
siquiera el presidente de los Estados Unidos se libra de la mirada escrutadora del FBI.
62
A principios de 1962, cuando se está organizando la visita del presidente Kennedy a
Palm Springs, una investigación del crimen organizado realizada por el Departamento de
Justicia revela que el cantante Frank Sinatra está muy relacionado con la Mafia. Esto
compromete a los Kennedy, pues los estadounidenses saben que Sinatra no solo apoya al
presidente, sino que ambos son muy amigos. Y, por si fuera poco, el cuñado del fiscal
general y del presidente de los Estados Unidos, el actor de cine Peter Lawford, casado
con la hermana de ambos, Patricia, forma parte del famoso Rat Pack de Sinatra.
Pocas semanas antes del viaje a Palm Springs, el asunto se torna más espinoso con un
flamante expediente que Hoover acaba de entregar a Bobby. Según este nuevo archivo,
el presidente de los Estados Unidos se está acostando con una novia de Sam Giancana,
que además de ser uno de los mafiosos más execrables del país, ocupa el primer puesto
de la lista de capos de la Mafia a los que Bobby Kennedy quiere meter entre rejas. La
mujer, Judith Campbell, es calificada por Hoover de alto riesgo para la seguridad.
Aunque Patricia Kennedy Lawford no lo sabe, su marido debe su pertenencia al Rat
Pack al patrimonio de los Kennedy. Sinatra llevaba tiempo rondando el trono del poder.
Cuando se dio cuenta de que los Kennedy iban camino de convertirse en la familia más
poderosa de Estados Unidos, aceptó a Lawford en su círculo íntimo. Además, fue
Patricia Kennedy Lawford quien financió el guion de la película Hagan juego, dando por
sentado que su marido la coprotagonizaría junto a Sinatra; en cambio, el papel se lo llevó
Dean Martin. Sinatra trata a Peter Lawford como a un parásito e intuye que Patricia
Kennedy Lawford, como la mayoría de la gente ajena a la efervescente burbuja de
Hollywood, hará casi cualquier cosa por gozar del esplendor que refleja la cercanía de
famosas estrellas de cine.
Y Sinatra tiene razón. Pese a los numerosos desaires, los Lawford siguen deseosos de
estar «en la onda» del Rat Pack.
De ahí que la persona que comunica a JFK el ofrecimiento de Sinatra de su casa de
Palm Springs para cuando vaya a la ciudad no sea otra que Patricia Kennedy Lawford.
Después de leer el expediente de Hoover sobre Sinatra, Bobby Kennedy le pide a su
hermano que se aloje en otro sitio en Palm Springs. A Bobby no le importa que esta
ofensa pueda romper la antigua armonía política con Sinatra, quien además de trabajar
duro en la campaña de Kennedy en 1960, hizo horas extra organizando la fiesta posterior
a su investidura.
La verdad es que Bobby no tiene elección: Sinatra mantiene reiterados contactos con
diez nombres propios del crimen organizado. Los informes del FBI no solo enumeran los
días y las horas en que el cantante ha telefoneado a los capos de la Mafia desde su casa,
sino que también ponen al descubierto las llamadas de los mafiosos a su domicilio. «Por
la índole de su profesión, Sinatra puede entrar en contacto alguna vez con una figura del
hampa», reza el informe. «Pero eso no explica su amistad ni sus relaciones financieras
63
con gente como Joe y Rocco Fischetti, primos de Al Capone, y Paul Emilio D’Amato,
John Formosa, Sam Giancana... todos ellos en la lista de facinerosos».
Desde finales de la década de 1940, el FBI acumula en sus archivos expedientes
sobre Sinatra que detallan sus vinculaciones con otros gánsteres famosos, como Lucky
Luciano y Mickey Cohen. Ya en febrero de 1947 se supo de unas vacaciones de Sinatra
con Luciano y sus guardaespaldas en La Habana, donde el trío se había dejado ver «en
las carreras, en el casino y en fiestas privadas». Si esto resultaba tan extraordinario era
porque Luciano había salido recientemente de prisión en libertad condicional y lo habían
deportado a Sicilia. Aparecer en La Habana a la vista de todos era su forma de hacer un
corte de mangas a las autoridades policiales y judiciales estadounidenses.
La lista de presuntas vinculaciones es interminable. Pero la verdadera sorpresa de
Bobby con Sinatra no son las conexiones del cantante con la Mafia, sino que el FBI
tenga pruebas que relacionan la Casa Blanca de Kennedy con el crimen organizado a
través del cantante. De hecho, Hoover tiene en su poder años de expedientes que
documentan la estrecha relación entre Sinatra, los Kennedy e importantes capos como
Giancana; el zafiro que este luce en el meñique fue un regalo precisamente de Frank
Sinatra. Los fragmentos más incriminatorios del informe señalan que Giancana es un
visitante asiduo en la casa de Sinatra en Palm Springs. También fueron rastreadas varias
llamadas de una amiga de Giancana, Judith Campbell, a la secretaria del presidente
Evelyn Lincoln, llamadas que asocian claramente la Casa Blanca de Kennedy con el
crimen organizado.
Durante una época, el presidente Kennedy fue muy amigo de Frank Sinatra, fotografiado aquí junto a él en
California. (AFP/Getty Images)
64
Frank Sinatra y John Kennedy han compartido muchas risas, muchas copas y, según
el FBI, alguna que otra mujer. En otra investigación de febrero de 1960, el FBI siguió los
pasos a JFK hasta el hotel Sands de Las Vegas donde se alojó en compañía del Rat Pack:
«De la habitación del senador entraban y salían cabareteras de toda la ciudad». Sinatra y
el Rat Pack cantaron el himno nacional que abrió la Convención Nacional Demócrata de
1960 en Los Ángeles. Sinatra ha estado en la finca de la familia Kennedy en Hyannis
Port, y una vez sorprendió a los invitados con un concierto improvisado al piano de la
sala de estar. Llegó a cambiar la letra de su éxito de 1959 «High Hopes» para convertirlo
en el himno de la campaña de Kennedy.
También se recogen rumores de que los Kennedy usaron la influencia de la Mafia
para ganar votos en las elecciones de 1960.
El expediente es solo una advertencia: Hoover está comunicando a Bobby que la
conexión entre los Kennedy y el crimen organizado puede hacerse pública en cualquier
momento. Y el único que puede detenerlo es Hoover.
Pese a su amistad de tantos años con Sinatra, JFK, después de escuchar a Bobby,
corta por lo sano su relación con el cantante: en un instante han terminado. Sinatra es
ahora un cepo que podría entramparlo y hundirlo, y Kennedy no sacrificará la
presidencia por ningún amigo. El adjetivo implacable tal vez suela aplicarse a Bobby,
pero a veces el presidente puede mostrar la misma sangre fría.
65
más terreno junto a su parcela para construir chalés donde alojar al servicio secreto. La
nueva línea telefónica es especial, lo último en tecnología. Una placa de oro adorna la
pared del dormitorio asignado al presidente, rememorando para siempre la noche en que
«John F. Kennedy durmió aquí». En la casa principal, que ocupa el cantante, hay fotos
de JFK colgadas por todas partes. A la entrada hace instalar un mástil para que el
estandarte presidencial ondee sobre el recinto. Y lo más importante: ha mandado
construir una plataforma de cemento para que aterrice el helicóptero del presidente.
Sinatra está emocionado con la visita. De hecho, está tan emocionado que ni siquiera le
molesta que JFK vaya a citarse con una antigua novia suya, Marilyn Monroe.
Lo cierto es que a los Kennedy les sonroja un poco que Sinatra vea su casa como la
Casa Blanca de la Costa Oeste. No es que rechacen a Sinatra —aunque es verdad que
Jackie no lo soporta—, pero el clan Kennedy prefiere mantener las distancias con el
ostentoso cantante.
Por fin, Lawford le da la noticia por teléfono. Sinatra escucha, pero solo hasta el
instante en que comprende que lo están expulsando del círculo de amigos del presidente;
entonces cuelga el auricular y tira el teléfono al suelo.
—¿Quieres saber dónde va a alojarse? —grita el cantante a su criado—. En casa de
Bing Crosby. Ni más ni menos. ¡Que encima es republicano!
Sinatra nunca olvidará este desplante. Después de dedicar a Bobby Kennedy todos
los insultos que conoce, devuelve la llamada a Lawford; esta vez para desterrarlo él de su
propio círculo. Desencajado de ira, corre por la casa arrancando las fotos de Kennedy de
las paredes, y al ver un mazo, lo coge y sale para destruir él solo la plataforma de
aterrizaje de cemento.
John Kennedy observa desde una puerta lateral a la gente que entra y sale de la casa
de Bing Crosby. Agentes del servicio secreto vigilan el perímetro del jardín, ocultos en
las sombras de las palmeras y arbustos que rodean el recinto. Marilyn Monroe ya está
con el presidente. La intimidad que traslucen los gestos de ambos no deja lugar a dudas:
esta noche dormirán juntos.
Monroe ha estado bebiendo. Mucho. O eso parece.
La estrella de cine de treinta y cinco años no es tonta, aunque a menudo haga ese
papel tanto en la pantalla como en la vida.
—Pensaba que eras tonta —le dicen al personaje que interpreta en Con faldas y a lo
loco.
—Puedo ser inteligente si es importante —responde—, pero a los hombres no suele
gustarles.
Esta respuesta se incluyó en el guion a sugerencia de la propia actriz. Norma Jean
66
Baker, después de pasar buena parte de su juventud en familias de acogida, empezó a
trabajar de modelo en la adolescencia, y en 1946 consiguió un contrato para rodar una
película; fue entonces cuando se puso el nombre de Marilyn Monroe, tiñó su pelo
castaño y empezó a cultivar el personaje de «rubia tonta» que acabó siendo su tarjeta de
presentación. En su paso por el cine, su interpretación fue destacable en películas como
La tentación vive arriba, Cómo casarse con un millonario y Ellos las prefieren rubias.
Casada y divorciada tres veces, se dice que abusa del alcohol y los fármacos, que están
minando su carrera; pero sigue siendo sensual, vivaz y despierta cuando está sobria y su
verdadera inteligencia se revela.
Kennedy conoció a Monroe en una cena en la década de 1950. Su relación se
estrechó el 15 de julio de 1960, la noche del discurso de candidatura a la presidencia de
JFK por el Partido Demócrata. Aquella noche estuvieron coqueteando —para desaliento
del personal de Kennedy, que inmediatamente temió que llegaran a sorprenderlos juntos
durante la campaña—. Patricia Kennedy Lawford llegó al extremo de llevarse a Marilyn
a un aparte para disuadirla de intentar acostarse con su hermano.
Pero habían pasado casi dos años, e irónicamente, si Marilyn y JFK volvieron a
coincidir fue precisamente gracias a Patricia, que los invitó a una fiesta en su casa de
Nueva York a finales de febrero de 1962. Marilyn llegó tarde, como siempre; había
bebido jerez. Su vestido de cuentas y lentejuelas era muy pequeño. «Era el vestido más
ajustado que jamás le he visto puesto a una mujer», recordaba después el legendario
representante del espectáculo Milt Ebbins sobre los preparativos de Marilyn para esa
cena; en concreto, recordaba haberle ayudado a enfundarse el vestido. «No le bajaba de
las caderas, era demasiado estrecho. Y claro, como era típico en Marilyn, tampoco
llevaba nada debajo. Y allí me vi, de rodillas ante ella... tirando del vestido con todas mis
fuerzas para tapar su poderoso culo».
Al final Ebbins consiguió bajarle el vestido, y JFK empezó a perseguir a Monroe
nada más verla, mientras ella se contoneaba en la fiesta. Un fotógrafo quiso hacerles una
foto, pero el presidente le volvió la espalda rápidamente para que no los fotografiaran
juntos; por si acaso, el servicio secreto requisó el carrete.
Antes de acabar la fiesta, JFK había invitado personalmente a Marilyn a reunirse con
él en Palm Springs el 24 de marzo; para cerrar el acuerdo, le confió que «Jackie no
estará».
Ahora Marilyn Monroe acude con un vestido suelto a la fiesta en la casa de Crosby;
está «tranquila y relajada», en opinión de un asistente.
Al presidente, extasiado por su rapidez mental y su forma de pensar, le encantaría
añadir a su lista de conquistas un símbolo sexual tan famoso. Además, es cariñosa:
67
cuando Kennedy se queja de su dolor de espalda crónico, Monroe telefonea a su amigo
Ralph Roberts, que además de actor es un masajista versado en problemas de espalda. Al
pasarle al presidente al teléfono, Roberts no sabe que está hablando con John Fitzgerald
Kennedy, pero sí piensa enseguida que la voz suena justo igual. Roberts le ofrece un
rápido diagnóstico y cuelga a los pocos minutos, pensando para sí que Marilyn está
metiéndose en líos otra vez.
En cierto modo, ella no puede evitarlo; es su forma de ser. Ha estado casada con dos
hombres muy famosos e influyentes: el jugador de béisbol Joe DiMaggio y el
dramaturgo Arthur Miller; pero JFK los eclipsa totalmente. «Marilyn Monroe es un
soldado», le dice después a su terapeuta, hablando de sí misma en tercera persona. «Su
comandante en jefe es el hombre más importante y poderoso del mundo. El primer deber
de un soldado es obedecer al comandante en jefe. Él te dice: “Haz esto”, y tú lo haces».
También el fiscal general le ha llamado la atención: «Es como en la Marina, el
presidente es el capitán y Bobby el segundo de a bordo», le dirá al terapeuta. «Bobby
haría cualquier cosa por su país, y yo también. Nunca dejaré mal al presidente. Mientras
tenga memoria, tengo a John Fitzgerald Kennedy».
Pero a pesar de su belleza y su pasión, Marilyn Monroe es una mercancía con tara.
Sus tres matrimonios no resultan aceptables en la sociedad de los católicos Kennedy,
como tampoco su aventura con Sinatra. JFK sabe que rompió el anterior matrimonio de
Arthur Miller para casarse con el dramaturgo. Más ominosa es su sospecha de que
Monroe se imagina viviendo en la Casa Blanca en un futuro próximo. Alarmado, llega
incluso a decirle que no tiene «madera de primera dama».
No, Marilyn no iba a sustituir a Jackie, pensara lo que pensara la estrella del cine
durante las dos noches que pasa con el presidente en Palm Springs. Marilyn le regala un
encendedor Ronson Adonis cromado para que recuerde sus momentos especiales juntos,
aunque sin duda el presidente no olvidará lo bien que lo ha pasado con el mayor símbolo
sexual del mundo.
68
fallecimiento de su hermano y de un hijo recién nacido, y sus propios encontronazos con
la muerte— le han hecho adoptar una actitud fatalista. El sexo es su forma de aprovechar
el momento y vivir la vida al máximo.
Y luego están sus dolores crónicos. Aunque John Kennedy parezca saludable, sufre
molestias nerviosas del sistema digestivo, lumbago y la enfermedad de Addison. Su
actividad física se limita a caminar, navegar y a los ocasionales nueve hoyos de golf.
Apenas puede montar a caballo. Y ya no juega tanto como antes al fútbol americano en
los legendarios partidos de la familia Kennedy.
El sexo es la forma de liberación de energía física preferida del presidente. Adicto a
la adrenalina, necesita excitarse; y le excita lo prohibido. Haciendo una metáfora de la
caza, le dijo a un amigo de la familia: «La persecución es más divertida que la captura».
69
por satisfacer sus necesidades sexuales, pero su permanencia en el poder no se la juega.
Es mejor tener a Monroe, a Sinatra y a la Mafia como enemigos a los que mirar a una
prudente distancia, que como amigos que podrían hundirle.
«Feliz cumpleaños, señor presidente», entonó Marilyn Monroe para JFK en su fiesta de cumpleaños de 1962.
(Getty Images)
En el atril, ante los acólitos del partido de la ciudad de Nueva York, el presidente
adopta el casto semblante de un monaguillo:
—Después de haber oído un «Feliz cumpleaños» tan dulce y sincero, ya puedo
retirarme de la política —dice al micrófono.
La ironía de su comentario deja ver que está por encima de los devaneos sexuales.
Pero JFK no renuncia a sus líos extraconyugales: acaba de iniciar otra de sus relaciones
continuadas con una joven de diecinueve años, a quien ha desflorado en la cama de
Jackie.
70
Lejos, en la ciudad soviética de Minsk, Lee Harvey Oswald por fin ha solucionado la
maraña de papeleo que hasta ahora le impedía volver a casa.
El plan es coger el tren a Moscú con Marina y la pequeña June Lee, su bebé de cinco
semanas, para ir a buscar sus documentos de viaje a la embajada americana.
El 18 de mayo Oswald deja su trabajo en la fábrica de componentes electrónicos
Gorizont (Horizonte). Pocos lamentan su marcha; el director de planta tiene a Oswald
por indolente, susceptible y falto de iniciativa. Hasta Marina cree que su nuevo marido
es un gandul, y sabe que recibir órdenes le agravia.
Los Oswald llegan a Moscú el 24 de mayo de 1962. Ese mismo día Scott Carpenter,
piloto de pruebas de la Marina de los Estados Unidos, se convierte en el segundo
astronauta estadounidense en completar un viaje orbital alrededor de la tierra. El
presidente Kennedy se apresura a elogiar el coraje y talento de Carpenter, a pesar de lo
ocupado que está en ese momento forcejeando con el Congreso por conseguir una
Sanidad accesible a toda la nación.
El 1 de junio los Oswald cogen un tren de Moscú a Holanda, y Lee Harvey lleva en
el bolsillo un pagaré de la embajada de Estados Unidos por 435,71 dólares en concepto
de ayuda para iniciar su nueva vida en Estados Unidos. El 2 de junio, cuando el
secretario de Marina John Connally gana en la última ronda y pasa a ser el candidato
demócrata a gobernador de Texas, el tren de los Oswald cruza la frontera soviética por
Brest. Dos días después, embarcan en el SS Maasdam rumbo a Estados Unidos, pasando
casi toda la travesía bajo cubierta: Oswald no quiere que vean a su mujer en público, le
avergüenzan los vestidos baratos de Marina. En el pequeño camarote, se pasa el tiempo
escribiendo invectivas sobre su creciente decepción con el poder político.
El Maasdam atraca en Hoboken, Nueva Jersey —ciudad natal de Frank Sinatra—, el
13 de junio de 1962. Los Oswald cruzan la aduana sin incidentes y se instalan en una
habitación del hotel Times Square en la ciudad de Nueva York. Piensan quedarse hasta
que puedan permitirse volar a Texas, donde vive el hermano de Oswald, Robert. Allí
Oswald podrá asentarse y encontrar trabajo al fin.
A la mañana siguiente, en el remoto Vietnam, helicópteros estadounidenses
transportan a soldados survietnamitas en un ataque a un bastión comunista. Esta
maniobra obliga al presidente Kennedy a retractarse públicamente de su anterior postura
sobre la intervención directa de Estados Unidos en el Sudeste asiático: ahora considera
vital esta guerra para contener la expansión mundial del comunismo.
Entretanto, gracias a un préstamo de su hermano, Lee Harvey Oswald y su familia
vuelan a Dallas. La ciudad hierve de ira y el clima imperante en ella recuerda a Oswald
su perpetua infelicidad personal. El profundo Sur había virado hacia el presidente
Kennedy en las elecciones; pero todavía hay espacio para la ira militante. Son varias las
razones para esa ira: el hecho de que Kennedy sea el primer presidente católico, su deseo
71
de alcanzar la igualdad racial y las tendencias comunistas que parte de la población
percibe en él.
Marina y Lee Harvey Oswald con la hija de ambos, June Lee, en 1962. (Getty Images)
Este es el ambiente al que llega la familia Oswald. Aterrizan en el Love Field, uno de
los aeropuertos de Dallas: el mismo en el que el Air Force One tomará tierra con el
presidente y la primera dama a bordo solo diecisiete meses después.
A Oswald le irrita mucho que su regreso a Estados Unidos no haya atraído gran
atención de la prensa; en realidad, no ha atraído ninguna atención. Descompuesto de
rabia al no ver a periodistas en ninguna parte, no tiene la menor idea de que le siguen los
pasos secretamente... desde instancias muy poderosas.
[1]Fiddle-faddle significa «tonterías», «trivilialidades». (N. de la T.).
72
6
23 DE AGOSTO DE 1962
WASHINGTON, D. C. / BEIRUT, LÍBANO
MEDIODÍA
JFK es impotente.
O eso cree Nikita Kruschev, el mandatario de la Unión Soviética. Por supuesto, no
piensa que sea físicamente impotente, sino un dirigente que no tiene nada que hacer en el
duro escenario global de la realpolitik.
Desde el incidente en Bahía de Cochinos, Kruschev observa a Kennedy buscando en
él los signos de debilidad e irresolución que definieron el manejo de la crisis por parte
del presidente de los Estados Unidos. Kruschev, de sesenta y ocho años, que llegó al
poder tras una brutal batalla política para suceder a Joseph Stalin, sabe evaluar los
puntos fuertes y débiles de un contrincante. En Kennedy no ve un adversario digno. El
próximo mes de septiembre se cumplirá su décimo aniversario en el poder, y Kruschev
piensa festejarlo proclamando la hegemonía soviética en el mundo. Si de paso puede
humillar al presidente estadounidense, mucho mejor.
Los rusos, como suele llamarse a los soviéticos, han hecho gala de su dominio del
espacio exterior poniendo en órbita no una, sino dos naves espaciales al mismo tiempo.
Una vez más, los cosmonautas que las pilotan exhibirán el dominio tecnológico soviético
comunicándose mediante un novedoso dispositivo, el radioteléfono.
Por otro lado, Kruschev y su Politburó se saltan a la torera el veto internacional a las
pruebas nucleares haciendo explotar en el Ártico armas nucleares de 40 megatones solo
una semana después.
También están levantando un muro de casi ciento cuarenta kilómetros de largo que
atraviesa el corazón de Berlín, en Alemania. El muro separa el sector de la ciudad bajo
control soviético del resto, controlado por los aliados occidentales. La barrera de
separación no es para que nadie entre, sino para que ningún ciudadano de la Alemania
comunista salga del Este huyendo hacia la libertad de la Alemania occidental. Las
consecuencias son atroces. El 23 de agosto de 1962 unos guardias fronterizos de
Alemania del Este disparan a un policía ferroviario de diecinueve años que intenta cruzar
73
al otro lado por un boquete en el muro, todavía inacabado. Cuando el joven cae
derribado, no hacen nada por ayudarlo, limitándose a mirar cómo repta por el suelo
intentando salvar los últimos metros hasta la libertad antes de morir.
Lo mismo había sucedido la semana anterior, cuando dispararon a otro joven que
también intentaba escapar de la Alemania del Este. Los guardias de la patrulla fronteriza
miraron igualmente cómo el chico alemán se desangraba poco a poco y moría una hora
después; tenían prohibido acudir en su ayuda. En Berlín Oeste estallaron disturbios en
protesta por la conducta soviética: una conducta por la que jamás se ha pedido perdón
todavía.
Mientras todo esto sucedía, el presidente Kennedy se ha abstenido de lanzar ninguna
amenaza pública; ni siquiera ha criticado la atrocidad de los soviéticos. No necesita
hacerlo para contar con el apoyo de la inmensa mayoría del pueblo americano: es el
presidente más popular de la historia moderna de Estados Unidos, con un índice de
aprobación del 70,1 por ciento —casi seis puntos más que Eisenhower, y la friolera de
25 puntos más que Harry Truman—. Sin embargo, la opinión pública no perdonará otro
error como el de Bahía de Cochinos, por lo que JFK pisa con pies de plomo los campos
de minas de la política internacional.
Lyndon Johnson, sin embargo, no anda con pies de plomo en las relaciones
exteriores. En este preciso momento, el vicepresidente —al que el servicio secreto ha
dado el nombre en clave de «Volunteer» [Voluntario]— saluda a la multitud con la mano
desde el asiento del copiloto de un descapotable en la capital del Líbano. Beirut, el
«París de Oriente Medio», le adora: los arcenes de la carretera por la que lo llevan al
hotel Phoenicia están atestados.
En todos los rincones del planeta, el vicepresidente se mezcla con la gente y reparte
bolígrafos y mecheros con sus iniciales, soltando peroratas a quien quiera escucharlo. Ya
sea un leproso de Dakar o un andrajoso mendigo de Karachi, a todos estrecha la mano
con igual entusiasmo diciéndoles que el sueño americano no es una quimera y que hasta
en la miseria más absoluta hay esperanza.
Y lo mejor de todo es que hasta se lo cree: el propio Johnson creció en la pobreza y
conoce de primera mano los estragos del abandono y la indigencia. En muchos aspectos,
el vicepresidente se siente mucho más cercano al populacho arremolinado en los arcenes
que a los acaudalados diplomáticos que lo reciben.
Johnson es enorme, una colosal dinamo con grandes bolsas como perros salchicha
bajo los ojos y cercos de sudor empapando sus camisas bajo los brazos. De vuelta en
Washington, vaga deprimido de un lado a otro lamentándose de que ha perdido poder.
Pero cuando viaja fuera del país, es una estrella del rock. Sus desvaríos en el extranjero
74
están creando leyenda, sobre todo su frecuente impulso de detener las caravanas para
saltar de la limusina descapotable y darse un baño de multitudes.
Beirut no es diferente; es la primera escala de un viaje de diecinueve días con paradas
programadas también en Irán, Grecia, Turquía, Chipre e Italia. El Líbano solo iba a ser
un alto para que el 707 repostara, pero cuando Johnson se entera de que es el político
estadounidense de más alto rango que visita el país de los cedros, no puede contenerse:
la parada técnica se convierte súbitamente en visita oficial, y el vicepresidente enseguida
es trasladado desde el aeropuerto al corazón de Beirut.
El convoy reduce la velocidad, y en ese momento Johnson, al divisar un corro de
niños en un puesto de melones del arcén, ordena al conductor que pare. Quitándose
rápidamente las gafas de sol para mirarles a los ojos, desde su gran altura adoctrina a los
asustados críos sobre la fuerza del sueño americano. Los chavales parecen perplejos. A
uno con una gorra de «Champion Spark Plugs» le dice que Estados Unidos sostiene «la
libertad y la integridad» del Líbano.
Johnson tiene una voz estentórea y mueve mucho los brazos al hablar. Los agentes
del servicio secreto corren a rodearlo, molestos de nuevo por la poca atención que presta
a la seguridad. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, el alto Johnson vuelve a su sitio y, de
pie en el asiento del copiloto, saluda con ambas manos a la multitud cuando la limusina
reanuda su trayecto al centro de Beirut.
Lyndon Johnson es quisquilloso cuando viaja. Además de la limusina, se lleva cajas
de whisky escocés Cutty Sark y un rociador especial de ducha, su preferido, del que sale
un chorro de agua con las gotas afiladas como agujas. En los hoteles exige un colchón de
2,15 metros de largo para acomodar su corpachón. Pero tampoco es que duerma tanto:
mucho después de que su personal se haya retirado, él sigue ocupado devolviendo
llamadas a Washington y leyendo cables diplomáticos.
Johnson discutía al principio con JFK porque este lo utilizaba de embajador
itinerante, pero ahora disfruta de esta faceta de su trabajo. En Washington, su sed de
autoridad ha llevado a muchos en la Casa Blanca a apodarlo «Seward», por el secretario
de Estado de Abraham Lincoln William H. Seward, siempre ávido de poder. Pero
cuando está de viaje, Johnson tiene verdadero poder: aunque habla en nombre del
presidente, la mitad de las veces cambia el mensaje para expresar su propia opinión.
Esos momentos le encantan.
Ambos Kennedy, John y Bobby, están molestos con Johnson, sobre todo porque
habla sin pararse a pensar en lo que dice. Para asombro de todos, en un viaje a Asia
elogia a Ngo Dinh Diem, el presidente de Vietnam del Sur —torturador y matarife de
una cifra estimada de cincuenta mil supuestos comunistas—, llamándolo «el Winston
Churchill de Asia». Esta declaración suscita ciertas dudas sobre si el vicepresidente no
habrá perdido la cabeza.
75
En Tailandia da una rueda de prensa en pijama a las tres de la madrugada. En ese
mismo viaje, le advierten de que dar palmadas en la cabeza se considera un insulto en la
cultura tailandesa; con lo cual, sin pensárselo dos veces, se monta en un autobús local
para restregar con sus manazas las cabezas de los pasajeros.
En Saigón monta un número aún mejor cuando de pronto, en mitad de una rueda de
prensa que ofrece en su tórrida habitación de hotel, se quita la ropa, se seca el sudor del
cuerpo con una toalla y se pone otro traje... todo ello mientras contesta las preguntas de
los medios de comunicación.
Pero no hay razones para quitarse la ropa en Beirut. El hotel Phoenicia está a solo dos
manzanas del azul Mediterráneo y una fresca brisa marina templa el calor de agosto. Este
viaje tal vez sea uno de los más largos que ha emprendido nunca, pero Johnson saborea
cada minuto, porque durante todos y cada uno de los diecinueve días que va a pasar
fuera de Estados Unidos será el hombre más poderoso y respetado allá donde vaya.
En esas mismas fechas, en casa, Bobby Kennedy está enzarzado en una lucha
totalmente distinta por el poder, cuya mejor ilustración es un suceso ocurrido siete años
atrás.
Misisipi, 1955. Emmett Louis «Bobo» Till, un chico afroamericano de catorce años,
viaja a Money, la ciudad del delta del Misisipi, para ver a unos familiares. Till es de
Chicago y ha ido al profundo Sur para ver con sus ojos el lugar donde creció su madre.
La polio que sufrió de niño le dejó una secuela: a veces tartamudea. Pero, aunque solo
mide 1,60 metros, parece más maduro y muchas veces lo toman por un adulto, aunque
una mirada de cerca a la tersa piel de su cara revela que sigue siendo un crío.
La madre de Emmett le ha advertido de la gran diferencia entre Chicago y Misisipi, y
no se refiere al número de horas de sol. Solo una semana antes del viaje de Emmett al
Sur, un negro fue derribado de un disparo a la puerta de unos juzgados no lejos de
Money. Poco después, sus asesinos serían absueltos.
Emmett asegura a su madre que es consciente del clima racial del Sur y le promete
tener cuidado. Lo sucedido después desmentirá esta promesa.
El adolescente llega a la modesta casa de dos dormitorios de Moses Wright, su tío
abuelo de sesenta y cuatro años, el 21 de agosto de 1955. Tres días después, un
miércoles, sale con varios primos adolescentes en dirección a la carnicería y tienda de
comestibles de Bryant, un pequeño negocio familiar cuya principal clientela son los
agricultores de la zona. Son las siete y media de la tarde. El dueño, Roy Bryant, que
tiene veinticuatro años y sirvió en el ejército, ahora está en Texas, transportando
camarones de Nueva Orleans a San Antonio. Su mujer Carolyn, de veintiún años,
menuda, morena y de ojos oscuros, despacha en la tienda.
76
Emmett es uno de los ocho jóvenes negros que se bajan de un Ford de 1946 frente a
la tienda para unirse a otro grupo de muchachos negros que juegan a las damas en una
mesa del porche. Tienen entre trece y diecinueve años. Emmett, a cientos de kilómetros
de casa y haciendo todo lo posible por encajar, se saca de la cartera la foto de una chica
blanca y se la muestra al grupo asegurándoles que es una conquista sexual.
Los adolescentes, que ahora suman casi veinte entre chicos y chicas, no se lo creen.
La mezcla de razas es algo inaudito en Misisipi, donde los servicios públicos, las fuentes
de agua potable y los restaurantes están segregados. Nadie soñaría siquiera con dar la
mano a un blanco, salvo que el blanco ofrezca la suya primero. Los negros bajan la
mirada al hablar con un blanco, mostrándose siempre respetuosos y llamándolo «señor»
o «señora» o «señorita», jamás por su nombre de pila. Por eso cuando Emmett Till dice
que no solo habló con una chica blanca, sino que además le quitó la ropa y se acostó con
ella. Su afirmación es recibida con un monumental escepticismo.
Y por eso le retan exigiéndole que, para demostrarlo, entre en la tienda y le diga
alguna cosa a Carolyn Bryant. Presintiendo el peligro, Emmett intenta recular. Pero solo
consigue provocar al grupo, que ahora le llama gallina, y al final cede. Empujando la
puerta de tela metálica, Emmett entra en la tienda. Una vez dentro, se acerca al
mostrador de las golosinas y le pide a Carolyn dos centavos de chicle. Cuando ella se lo
da, Emmett pone su mano sobre la de ella y le pide una cita. Carolyn es una mujer
casada y madre de dos pequeños.
Allá en Chicago, la ciudad de Emmett, que un hombre toque la mano de una mujer
no es gran cosa. Pero en el profundo Sur el contacto directo de la piel está prohibido
entre blancos y negros. Al pagar en la tienda de un blanco, el negro pone el dinero en el
mostrador, nunca en la mano del vendedor; el blanco hace lo mismo al darle la vuelta. Y
ya no es solo que Emmett toque a una mujer blanca: es que encima le ha pedido una cita
y ella está casada.
Atónita, Carolyn aparta su mano. Emmett vuelve a alargar la suya, esta vez para
rodearle la cintura.
—No me tengas miedo, nena —le dice para tranquilizarla—. He estado con más
chicas blancas.
Enojada, ella lo aparta de un empujón y Emmett sale de la tienda. Pero detrás de él
también sale la mujer, que corre furiosa a su coche para coger el revólver de su marido;
se está haciendo tarde y ahora teme por su seguridad.
Pero Emmett Till no tiene intención de hacerle ningún daño. Cuando siente que va a
tartamudear, como ahora, su costumbre es sustituir las palabras por silbidos; y por eso se
pone a silbarle. Carolyn Bryant se queda estupefacta de nuevo, igual que los chavales
negros que presencian la escena. «Sabiendo que todo aquello traería problemas», reza el
informe oficial del FBI, «se marcharon de allí llevándose a Till apresuradamente».
77
Cuando Roy Bryant regresa a su casa y se entera de lo sucedido, inicia en el acto su
propia instrucción penal: a las dos y media de la madrugada del 28 de agosto, aporrea la
puerta de la casa de Moses Wright, el tío abuelo de Emmett. Va acompañado de su
amigo J. W. «Big» Milam.
El corpulento y extrovertido Big Milam, oriundo de Misisipi y doce años mayor que
Roy Bryant, había dejado la escuela al terminar la educación básica y luchó contra los
alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Ambos llevan un Colt del calibre 45: Bryant
un revólver y Milam una pistola automática. Los dos obligan a Moses a llevarlos «al
negro que llevaba la voz cantante».
Asustado, Moses conduce a los dos hombres a una alcoba en la parte de atrás de la
casa, donde Emmett y tres de sus primos comparten cama. Big Milam dirige una linterna
al rostro del muchacho.
—¿Eres el negro que llevaba la voz cantante?
—Sí.
—A mí no me respondas «sí» a secas, que te arranco la cabeza. Vístete.
Moses y su mujer suplican a los dos hombres que recapaciten, incluso les ofrecen
dinero para que dejen correr el asunto, pero Roy y Big no les escuchan. Sacando a
Emmett de la casa, lo meten en la camioneta abierta de Big y salen a la carretera en la
oscuridad de la noche.
Su plan es llevarse al joven Emmett a un barranco sobre el río Tallahatchie, donde lo
golpearán con sus armas y lo asustarán haciéndole creer que van a despeñarlo. Pero Big
se pierde en la oscuridad. Después de tres horas al volante de la camioneta, vuelve a su
casa, donde tiene un cobertizo dividido en dos cuartos en el patio trasero. Meten al chico
allí dentro y entre los dos le destrozan la cara a culatazos. Pero Emmett no se acobarda.
—¡Cabrones!—les grita.
Tiene el rostro lleno de moratones, pero no sangra, y los desafía:
—¡No me dais miedo, valgo tanto como vosotros!
Big Milam monta en cólera.
—No soy un matón —explicará después a la revista Look—. Nunca en la vida he
hecho daño a un negro. Los negros me gustan... en su sitio. Sé cómo tratarlos. Pero creo
que ha llegado la hora de advertir a algunos: mientras yo viva y pueda hacer algo por
ello, los negros seguirán en su sitio.
Pero Emmett no parece saber cuál es su sitio, pues sigue diciendo a sus captores que
vale tanto como ellos y hasta presume de haber estado con mujeres blancas. La creencia
en la igualdad entre blancos y negros, relativamente extendida en la integrada ciudad de
Chicago donde vive Emmett, enfurece a Milam y Bryant.
—Desde el cobertizo oía al negro soltando su veneno —recuerda Milam— y eso me
decidió, así de fácil. «De Chicago tenías que ser», le dije, «estoy harto de que envíen a
78
gente como tú a alterar el orden acá abajo. Maldito seas, voy a hacer de ti un ejemplo
para que todo el mundo sepa lo que pensamos yo y los míos».
Big y Roy ya no quieren asustar a Emmett; ahora quieren matarlo.
Big se acuerda de una compañía de algodón que hace poco cambió el ventilador de
una de sus desmotadoras. La pieza sustituida es perfecta para la idea que se le acaba de
ocurrir. Es un ventilador enorme, mide un metro de ancho y pesa casi treinta y cinco
kilos. Llevan la camioneta a la Progressive Ginning Company, roban el ventilador
desechado y continúan hasta el río Tallahatchie. Allí, en un lugar retirado donde a Big le
gusta ir a cazar ardillas, obligan a Emmett a desnudarse y llevar el ventilador a la orilla
del río.
—¿Sigues valiendo tanto como yo? —le pregunta Big.
—Sí —aun desnudo ante dos hombres veinte años mayores que él, Emmett Till logra
disimular su miedo. La sangre le corre por el rostro, tiene los pómulos rotos. Le han
saltado un ojo.
—¿Todavía dices que has estado con mujeres blancas?
—¡Sí!
Big levanta su Colt 45 y dispara a Emmett en la cabeza a bocajarro. La bala mata al
chico de catorce años en el acto; más tarde descubrirán en su cadáver el pequeño orificio
de entrada junto a la oreja derecha. Big y Roy rodean el cuello de Emmett con un
alambre de púas y lo atan al ventilador. Haciendo rodar su cuerpo, lo tiran al agua
anclado al gigantesco aparato de metal. Por último, se van a casa y allí limpian el charco
de sangre del suelo de la caja abierta de la camioneta.
Aun con el pesado ventilador atado al cuello, el cuerpo de Emmett flota a la deriva.
Tres días después, unos pescadores hallan su hinchado cadáver meciéndose en el agua
unos trece kilómetros corriente abajo. Tiene la cabeza prácticamente aplastada por los
culatazos.
Cuando los restos de Emmett son devueltos a Chicago, su madre insiste en dejar el
féretro abierto en el funeral para que el mundo entero vea la saña de los criminales que
mataron a su hijo. Las fotos de la cara desfigurada y la cabeza aplastada de Emmett Till
aparecen en revistas de alcance nacional. Decenas de miles de personas las ven, y la
indignación de la opinión pública ante este crimen se extiende por todo el país.
Salvo en Misisipi. Aunque la policía detiene posteriormente a Roy Bryant y a Big
Milam, tres meses después ambos son absueltos del crimen por un jurado popular (de
blancos). Amparándose en el principio jurídico de non bis in idem, que no permite juzgar
a nadie dos veces por el mismo delito, los dos se jactan más tarde ante un redactor de la
revista Look de haber matado a Emmett Till.
79
Hasta 1962, JFK no mostró deseos de liderar la lucha por los derechos civiles,
sabiendo que adoptar una postura favorable a la población negra podría perjudicarle en
el Partido Demócrata. De hecho, el historial del presidente en asuntos raciales mientras
estuvo en el Senado fue, como mucho, tibio. A partir del fallo dictado por el Tribunal
Supremo en 1954 en el caso Brown contra el Departamento de Educación, que marcó un
hito al dictaminar que las escuelas fueran integradas, la tensión entre blancos y negros en
el Sur ha alcanzado su cota máxima de todos los tiempos; sucesos como el asesinato de
Emmett Till ya no son una excepción. «Las tierras del Sur pueden teñirse de sangre en
muchos lugares a consecuencia de esta decisión», predijo acertadamente el editorial de
un periódico de Misisipi poco después del fallo judicial.
Pero a partir del discurso que pronunció el Día del Derecho[1] en mayo de 1961 en la
facultad de Derecho de la Universidad de Georgia, Bobby Kennedy dejó claro que usaría
su Departamento de Justicia como un púlpito[2] para imponer los derechos civiles a lo
largo y ancho de Estados Unidos, y en especial en el profundo Sur. Se ha embarcado en
una batalla agotadora e interminable que se inició el día de 1619 en que los primeros
esclavos africanos fueron llevados a América. Los hermanos Kennedy son conscientes
de que esta encarnizada lucha les valdrá todo un abanico de nuevos enemigos muy
peligrosos.
En 1961, la ayuda que prestó el fiscal general a conocidos activistas por los derechos
civiles, como los Freedom Riders [Pasajeros de la Libertad], que viajaron al Sur en
autobús para luchar contra la segregación, fue determinante. La compañía Greyhound,
temiendo que sus autobuses fueran destrozados, al principio negó el pasaje a los
activistas del Norte. Bobby Kennedy presionó a Greyhound, y la compañía cedió.
Pero Bobby no pudo impedir lo que ocurrió después, cuando parte de los activistas
fueron apaleados al bajar de los autobuses por turbas de exaltados armados con tuberías
y estacas. Las fuerzas del orden locales apenas hicieron nada por frenar la brutalidad.
A pesar de la violencia, o quizá incluso a causa de ella, el movimiento de los
derechos civiles ha seguido cogiendo impulso, y Robert Kennedy ahora presta mucha
atención a uno de sus líderes más prominentes, un ministro baptista: el carismático
doctor Martin Luther King, de treinta y tres años.
80
El director del FBI, J. Edgar Hoover, acumulaba expedientes de muchos de los líderes de los derechos civiles, e
incluso había abierto uno del presidente. (Abbie Rowe, fotografías de la Casa Blanca, Biblioteca y Museo
Presidenciales John F. Kennedy, Boston)
81
La verdad es que en grandes zonas del Sur los negros americanos viven
desprotegidos del prejuicio racial y la violencia, y Bobby Kennedy lo sabe. La tradición
familiar de los Kennedy, que crecieron en el próspero liberalismo del Norte, es anteponer
la política a las inquietudes sociales; pero a ambos hermanos cada vez les interesa más
enmendar los males de la injusticia racial.
J. Edgar Hoover cree que esta preocupación es un dislate y que las declaraciones del
reverendo King caerán en el olvido. Para Hoover, los derechos civiles no son más que
una moda pasajera. Por eso seguirá con el juego político que lleva practicando desde que
se incorporó al Departamento de Justicia durante la Primera Guerra Mundial. Soportará a
Bobby Kennedy, demasiado expeditivo para su gusto, y continuará tomando nota de las
indiscreciones del presidente, aunque las mantenga silenciadas; ante todo, conservará el
puesto.
Pero eso no significa que al jefe del FBI tengan que gustarle los chicos Kennedy; de
hecho, no le gustan.
Bobby sabe que una de las primeras decisiones oficiales de JFK después de su
reelección en 1964 será despedir a J. Edgar Hoover. Por eso no afloja y continúa
investigando las violaciones de los derechos civiles sin el apoyo del director del FBI. La
tarea es difícil: algo tan sencillo como que un magistrado ocupe la vacante que el Senado
le ha asignado en un tribunal federal se hace imposible en la práctica cuando el senador
que dirige el subcomité ordena interrumpir indefinidamente el procedimiento. A nadie
sorprende que el magistrado designado, Thurgood Marshall, sea negro. Y tampoco que
el senador que bloquea el procedimiento sea blanco.
Pero Robert Kennedy es el fiscal general de Estados Unidos y ha jurado defender las
leyes de la nación. Mientras jóvenes como Emmett Till sigan siendo linchados por el
color de su piel, a Bobby no le queda más remedio que librar su guerra.
El 16 de agosto de 1962 hace un calor brutal en Fort Worth, Texas. John Fain y
Arnold J. Brown, agentes especiales del FBI que participan en la guerra de J. Edgar
Hoover contra el comunismo, llevan todo el día sentados en un coche sin distintivos a la
espera de ver pasar a Lee Harvey Oswald. Están en la calle Mercedes, donde Oswald
acaba de alquilar un dúplex a la vuelta de la esquina de los grandes almacenes
Montgomery Ward.
Al agente especial Fain solo le quedan dos meses para cumplir veinte años en el
cuerpo. Cuando se jubile, se irá a Houston, donde vivirá de su pensión mientras trabaja
para su hermano, que es traumatólogo. Esto marcará un nuevo e importante cambio en la
vida laboral del curtido agente. Fain, de cincuenta y tantos años, tiene una personalidad
compleja: ha sido profesor, se ha presentado a cargos políticos y aprobó el examen del
82
Colegio de Abogados de Texas antes de incorporarse al FBI en 1942. El caso Oswald no
es nuevo para él. En los primeros días de la deserción de Oswald, a Fain le asignaron la
investigación rutinaria de su madre, que le había enviado 25 dólares a la Unión
Soviética. Cuando se trata de erradicar a comunistas, el FBI de Hoover no deja piedra sin
remover, por pequeña que sea.
También fue John Fain quien habló cara a cara con Oswald el 26 de junio de 1962,
hace solo ocho semanas. El caso de Oswald es una «investigación de seguridad interior»,
pues su deserción hace de él una amenaza potencial para la seguridad nacional. La labor
de Fain es averiguar si los rusos han adiestrado y equipado a Oswald para actuar contra
Estados Unidos. Una norma en toda investigación de seguridad interior es que siempre
haya dos agentes para que todas las declaraciones puedan ser corroboradas.
Fain no había salido totalmente convencido de la primera entrevista, que duró dos
horas. No le gustó la actitud de Oswald, que le parece «altivo, arrogante e insolente»; y
sus respuestas a casi todas las preguntas eran incompletas. Fain conoce todos los detalles
de la lucha de Oswald por regresar a Estados Unidos, y sabe que los rusos originalmente
no querían permitir a Marina y a su bebé salir con él del país. Pero Oswald se negó a irse
sin su esposa, y finalmente las autoridades soviéticas transigieron. La única pregunta a la
que Oswald no ha respondido nunca con total sinceridad es si los rusos le exigieron algo
a cambio de dejarle volver a Estados Unidos.
John Fain necesita la respuesta a esa pregunta. Concienzudo, quiere entrevistar otra
vez a Lee Harvey Oswald.
A las cinco y media de la tarde, los dos agentes ven a Oswald bajar tranquilamente
por la calle en dirección a su casa desde su nuevo trabajo de soldador en la empresa
Leslie Machine Shop. Oswald mintió en su solicitud de trabajo al declarar que su
licencia de la Infantería de Marina fue honrosa, cuando no lo fue: lo echaron por una
serie de infracciones menores. Tampoco dijo nada a su patrón del tiempo que había
vivido en la Unión Soviética. Y aunque solo lleva un mes en el puesto, Oswald ya está
harto de trabajos de baja categoría; quiere dejarlo y encontrar algo mejor en Dallas.
Fain, al volante, lleva el coche paralelo a Oswald, que va andando por la acera.
—Hola, Lee. ¿Qué tal está? —le dice por la ventanilla—. ¿Le importa hablar unos
minutos con nosotros?
—¿Quieren pasar a mi casa? —le contesta cortésmente Oswald, que recuerda a Fain
de la última entrevista. El agente especial Brown es una cara nueva para él; el que
acompañaba a Fain en junio era otro.
—Mejor aquí —responde Fain—, que estamos solos y cómodos. No nos hace falta
nada más.
Brown baja del coche y deja pasar a Oswald al asiento trasero. Fain se queda al
volante, pero Brown se sienta junto a Oswald. Girándose, Fain explica a Oswald que no
83
han querido llamarlo al trabajo para no ocasionarle problemas con su nuevo patrón y que
prefieren hablar en el coche y no en su casa para no molestar a Marina.
Los tres hablan durante algo más de una hora con las ventanillas abiertas apenas una
rendija para atenuar la sofocante humedad. Pero ninguno de los tres deja de sudar: sobre
todo los agentes, que llevan abrigo y corbata. El olor a sudor de Oswald, que acaba de
terminar su dura jornada de trabajo, flota en el coche. Pero aunque la entrevista sea un
poco incómoda por todo esto, él se muestra más amable, menos a la defensiva que otras
veces. Les explica que se ha puesto en contacto con la embajada soviética, pero solo
porque Marina, como todo ciudadano soviético, ha de informar de su paradero a la
embajada cada cierto tiempo. Cuando vuelven a preguntarle si por ese motivo ha tenido
alguna conversación con un oficial de inteligencia soviético, Oswald se muestra evasivo,
preguntándose en voz alta por qué nadie iba a querer hablar de espionaje con él. «No
creía que los soviéticos le dieran ninguna importancia», testificaría luego Fain. «Afirmó
que cooperaría con nosotros y nos informaría de cualquier cosa de la que se enterase».
Pero Fain sigue sin estar contento y presiona a Oswald de nuevo, una y otra vez, con
la pregunta de por qué, para empezar, quiso irse a la Unión Soviética. El agente no lo
entiende. Los marines de Estados Unidos son famosos por su lema, Semper Fidelis:
«Siempre fieles»; ¿por qué iba uno de ellos a renunciar voluntariamente a Estados
Unidos y establecer su residencia en la nación que supone la mayor amenaza para su
país?
Es la única pregunta que Oswald no contesta; solo da rodeos, aludiendo a «razones
personales mías» y diciendo que «simplemente me dio por ahí».
A las siete menos cuarto le dejan salir del coche y entra en su casa. En realidad, el
rato fuera con los agentes ha sido un respiro, ya que dentro reina la tensión. Él y Marina
llevan más de seis meses peleándose, a veces violentamente. El conflicto se ha agravado
desde que llegaron a Estados Unidos. Antes Oswald era la única persona con la que
Marina, que no sabe inglés, podía hablar en América; pero ya ha hecho nuevas amistades
entre el pequeño grupo local de expatriados rusos de Dallas. Uno de ellos es George de
Mohrenschildt, a quien no solo se atribuyen conexiones con la CIA, sino que además
conoció a Jackie Kennedy de niña: fue amigo íntimo de la tía de Jackie, Edith Bouvier
Beale. Los nuevos amigos de Marina consideran a su marido un grosero y se ponen de
parte de ella en las batallas conyugales de ambos.
Y las batallas abundan. A Oswald le gusta ser «el Comandante» de su matrimonio:
dicta los pormenores de la vida familiar y se niega a dejar que Marina aprenda inglés por
temor a perder el control sobre ella. Ella necesita un tratamiento de ortodoncia y se
avergüenza de su dentadura, pero él lo posterga. A menudo escenifica su necesidad de
poder golpeando con furia a su mujer.
Pero Marina tampoco es manca. Le grita por no ganar lo suficiente y le reprocha su
84
indiferencia. Sus relaciones sexuales son tan infrecuentes que lo acusa de no ser un
hombre. Lo atosiga constantemente, y cuando él se compara con los grandes hombres de
las biografías históricas que tanto le gusta leer, lo ridiculiza con sarcasmo. Marina llega a
escribir a un antiguo novio que vive en la Unión Soviética diciéndole que cometió un
enorme error al casarse con Oswald. Pero la carta es devuelta por franqueo insuficiente y
cae en manos de Oswald, que la abre y, después de leerla, pega a Marina. Aunque
parezca mentira, ella consiente la violencia de su marido: prefiere esa sombra de pasión,
aunque descaminada, a la frialdad de su carácter, que la exaspera.
En otro momento, las fricciones conyugales sumadas al interrogatorio por sorpresa
del FBI bastarían para que Oswald se lanzara a una de sus características andanadas en
las que arremete contra los gobiernos opresivos. Pero esta tarde le espera su nuevo
ejemplar de Worker, el boletín informativo del Partido Socialista de los Trabajadores de
Estados Unidos. Oswald se pone cómodo para leer.
Es el agente especial Arnold J. Brown, no John Fain, quien redacta el informe final
de la conversación en el coche. El documento es entregado el 30 de agosto de 1962. Pero
es Fain, el veterano que lleva veinticuatro años en el cuerpo, quien decidirá si hay
razones para creer que Lee Harvey Oswald es un agente secreto de la Unión Soviética
infiltrado en Estados Unidos para perjudicar a la nación.
Satisfecho con las respuestas de Oswald y deseando jubilarse, el agente especial John
Fain solicita el archivo de la investigación de seguridad interior sobre Lee Harvey
Oswald. Después de todo, Oswald no tiene revólver ni parece una amenaza por ninguna
otra razón.
Y el caso se archiva.
Pero Lee Harvey Oswald y el FBI pronto volverán a encontrarse.
[1] En realidad es el Día de los Trabajadores, pero como sonaba a comunismo, cambiaron el nombre durante
un tiempo. (N. de la T.).
[2] Referencia a Roosevelt, que habló de su presidencia con esta misma expresión. (N. de la T.).
85
7
16 DE OCTUBRE DE 1962
CASA BLANCA
8.45
El presidente de los Estados Unidos rueda por el suelo del dormitorio con sus hijos.
Jack LaLanne, desde el televisor, exhorta a JFK, Caroline y John a tocarse los dedos de
los pies. Kennedy solo lleva puesta una camiseta y los calzoncillos. La moqueta y un
sillón cercano del mismo color crema armonizan a la perfección con el estampado azul
de las cortinas de la cama con dosel del presidente.
En palabras de Jackie, el volumen del televisor está «absolutamente a tope» mientras
JFK y sus hijos ruedan por el suelo; y están armando tanto jaleo que Jackie ha acudido
desde su dormitorio para ver qué pasa. Le gusta mucho la confianza de su marido en sí
mismo, su desenvoltura en toda clase de situaciones, pero sin duda cuando lo ve más
relajado es durante el rato que pasa con los niños cada mañana, como ahora mismo. John
Kennedy mima mucho a sus hijos, le vuelve loco estar con ellos. Y deja que sea Jackie la
que imponga la disciplina; ella los preferiría menos revoltosos, pero a JFK le parecen
una bendición. Lo único que lamenta es que sus dolores de espalda le impidan lanzar a
John por los aires y recogerlo, un juego que al niño le encanta. Por eso el presidente pide
a sus ayudantes, o incluso a dignatarios de visita, que lo hagan por él.
Ahora que es presidente, JFK ya no tiene que hacer campaña ni pasar sus jornadas de
trabajo en el despacho del Senado: trabaja en casa. Lo que antaño era un solitario ritual
matutino ahora es un asunto de familia. Más cerca que nunca de sus hijos, disfruta cada
momento que pasan juntos. Los tres empiezan el día en su dormitorio, mientras él se
baña, se afeita, se estira y desayuna.
Ahora acaba de bañarse y pronto se habrá vestido. Los niños se quedarán un rato
viendo los dibujos animados. Puede que Jackie vuelva a su dormitorio, o tal vez vaya a
sentarse con él mientras el presidente se ajusta la faja para la espalda antes de ponerse la
camisa a medida que su ayuda de cámara de toda la vida, George Thomas, le ha
preparado. Luego vendrán los zapatos, el izquierdo con un alza de seis milímetros. Por
último, una rápida mirada al espejo de la cómoda para repasar su aspecto. El marco del
86
espejo es un batiburrillo de postales, fotos de su familia y tarjetas y avisos diversos,
como los horarios de la misa dominical en las catedrales de San Esteban y San Mateo.
Va a misa y comulga a menudo, pero le molesta que los fotógrafos le hagan fotos al
volver del confesionario: debería ser un momento íntimo de contrición.
A lo largo del día, John y Caroline entran a veces a jugar en el suelo del Despacho
Oval o incluso debajo del escritorio presidencial. Jackie protege a sus hijos de la prensa
con uñas y dientes. Pero JFK, más abierto, comprende que esta familia presidencial tan
joven cautive a los estadounidenses, deseosos de conocer los detalles de su vida
cotidiana. Caroline y John ya son celebridades por derecho propio, aunque ellos no lo
sepan; que fotógrafos y periodistas narren la vida de los niños en revistas y periódicos
forma parte del día a día.
Cuando va al Despacho Oval, a John, que tiene casi dos años, le gusta pararse en la
máquina de escribir de Evelyn Lincoln y hacer como que teclea una carta. A Caroline,
que tiene casi seis, le gusta llevar con ella uno de los perros de la familia —o los tres—
cuando va a ver a su padre. De hecho, los niños Kennedy han convertido la Casa Blanca
en una auténtica casa de fieras, con perros, hámsteres, un gato, periquitos y hasta un
poni, Macaroni. JFK es alérgico al pelo de los perros, pero no lo dice jamás.
A veces el presidente devuelve el favor con una visita sorpresa a Caroline y sus
compañeros de clase en la pequeña escuela privada habilitada en la tercera planta de la
Casa Blanca. Es una escuela única que abrió Jackie Kennedy para sus hijos y los de su
cuñada, Ethel Kennedy. La primera dama ha contratado a dos profesores para que
impartan la mejor educación posible a los niños.
Por las noches, el presidente es un gran narrador de cuentos e inventa historias del
gigante de «Bobo el lobo» y las criaturas de las profundidades comedoras de calcetines
de «El tiburón blanco y el tiburón negro».
Las visitas inesperadas, las incursiones al aula de los niños y los cuentos a la hora de
dormir no están programados, pero rodar por el suelo lo hacen todas las mañanas: es la
rutina más preciada. Como todos los presidentes desde John Adams, el primero que
ocupó la Casa Blanca en 1800, Kennedy se ha dado cuenta de que vivir en ella es
complicado. No hay otro rato más que este de la mañana en que el presidente pueda ser
espontáneo y desenfadado y, lo mejor de todo: es el único momento en que está a salvo
de miradas curiosas.
Pero esta mañana de octubre, un martes, una llamada a la puerta del dormitorio del
presidente interrumpe su rato de juego con los niños. Esa llamada lo cambiará todo.
87
pantalón de su traje y sus lustrosos zapatos le confieren un aspecto externo de absoluto
orden que choca con el caos interno, también absoluto, que le embarga.
Bundy está allí para comunicar al presidente una pésima noticia. Se enteró la noche
anterior, pero ha retrasado este momento hasta ahora con toda intención. Kennedy, que
había volado a Nueva York la víspera para dar un discurso, había regresado a la Casa
Blanca muy tarde. El asesor de seguridad nacional quiso dejar que el presidente durmiera
toda la noche antes de entrar en su dormitorio con la noticia, porque sabe que a partir de
ahora y hasta el momento en que este problema esté resuelto, el presidente tendrá mucha
suerte si puede descansar un rato. McGeorge Bundy está a punto de hablar de algo que
puede cambiar el curso de la historia.
—Señor presidente —dice con calma—, hemos obtenido pruebas fotográficas
irrefutables, ahora las verá, de que los rusos tienen misiles de ataque en Cuba.
Los aviones espía U-2 que sobrevuelan Cuba han confirmado que Estados Unidos
está ahora a menos de ciento cincuenta kilómetros de seis emplazamientos de misiles
balísticos y veintiún bombarderos IL-28 soviéticos, todos de medio alcance. Esos
aviones pueden lanzar armas nucleares desde miles de metros de altura. Todos los
misiles balísticos de medio alcance (MRBM: medium-range ballistic missiles) pueden
llegar nada menos que hasta Montana.
Si las ojivas nucleares fueran detonadas, matarían a ochenta millones de
estadounidenses en unos minutos. Varios millones más morirían después por el polvo y
la lluvia radioactivos.
El presidente solo ha conocido una crisis tras otra desde que juró el cargo hace
veintiún meses; pero nada —ni Bahía de Cochinos, ni los derechos civiles, ni el Muro de
Berlín— puede compararse ni remotamente con esto.
88
no me refiero solo a estadounidenses».
En una visita a un campo de pruebas nucleares de Nuevo México, Kennedy se quedó
atónito ante el enorme cráter abierto por una prueba de explosiones subterráneas
efectuada no mucho tiempo atrás. Todavía se quedó más preocupado cuando dos físicos,
ambos con sonrisas de oreja a oreja, le comentaron que estaban diseñando una bomba
más potente que, no obstante, dejaría un cráter mucho más pequeño.
—¿Cómo coño pueden estar tan contentos por algo así? —protesta después el
presidente hablando con un escritor.
Pero esto es muy poco característico de Kennedy, lo típico en él es mostrarse
amistoso y cauto. Normalmente no deja traslucir nada; por eso, que airee esta opinión es
una clara muestra de su nerviosismo.
—No dejan de decir que si hubiera más pruebas, podrían fabricar una bomba más
limpia. Pero si vais a matar a cien millones de personas, ¿qué más da que la bomba sea
limpia o sucia?
89
El presidente Kennedy con sus hermanos Robert y Teddy. (Cecil Stoughton, fotografías de la Casa Blanca,
Biblioteca y Museo Presidenciales John F. Kennedy, Boston)
Hay otra razón de índole más personal para que JFK desee una buena acogida de su
política entre la opinión pública: el menor de sus hermanos, Teddy, se presenta al
Senado por Massachusetts. Algo tan catastrófico como una mala gestión de esta nueva
situación con Cuba podría destruir todas las esperanzas de victoria de Teddy.
JFK está orgulloso de que su hermano de treinta años se presente a las elecciones,
pero durante la campaña se ha mantenido al margen. La declaración oficial del
presidente sobre el asunto fue sucinta: «Su hermano prefiere que sea el pueblo de
Massachusetts quien decida sobre este asunto, el presidente no tiene por qué
pronunciarse». A JFK le enoja la amplia cobertura informativa que los medios de
comunicación están dedicando a la candidatura de Teddy; por ejemplo, la sarcástica
columna del New York Times sobre la relativa inexperiencia del menor de los Kennedy y
otros artículos de prensa que advierten de la posible consolidación de la dinastía
Kennedy.
En realidad, nada de esto preocupa personalmente al presidente. Pero sabe que la
derrota de Teddy en el estado natal de los Kennedy reflejaría la fuerza política de JFK...
o, mejor dicho, su debilidad.
La última razón por la que el presidente no quiere filtraciones de la noticia de los
misiles en Cuba, y la más importante con gran diferencia, es que prefiere que la plana
mayor soviética siga ignorando que está al tanto de su secreto; esto quizá le dé cierta
ventaja sobre este inquietante giro de los acontecimientos.
Y es que la mañana del 16 de octubre, cuando Kennedy sale de su dormitorio para
bajar al Despacho Oval y empezar su jornada de trabajo, sabe algo que no puede estar
más claro: si los soviéticos lanzan esos misiles, ya no importarán nada las elecciones de
90
mitad de mandato ni la campaña de Teddy. Ni siquiera importará la opinión del pueblo
estadounidense. Porque tal vez la ciudad de Washington ya no exista... y puede que no
quede mucho de los Estados Unidos de América.
Lo que vaya a suceder a continuación, sea lo que sea, no tiene nada que ver con que
él sea demócrata o republicano, sino con que sepa discernir qué curso de acción es mejor
para el pueblo americano y lo emprenda. Si algo demuestra lo mucho que JFK ha
madurado desde que juró el cargo, es su determinación en estos momentos.
91
Aunque la fuerza militar parezca la única solución, a JFK le siguen preocupando los
motivos. ¿Por qué quiere Nikita Kruschev provocarles a que entren en guerra?
El presidente no conoce la respuesta. Pero hay dos cosas bien claras: los misiles han
de ser retirados y, mucho más importante, esas cabezas nucleares no han de llegar a
Cuba.
Nunca.
92
Estratégico están preparados para atacar, y los pilotos aislados en instalaciones secretas
en estado de alerta. La mayoría de las bases de bombarderos de largo alcance están
situadas al norte, en Maine, New Hampshire, y la parte más septentrional de Michigan,
lo que ante todo se debe sencillamente a que están más cerca del objetivo que lleva
mucho tiempo considerándose el principal si llegara a estallar la guerra: la Unión
Soviética. Pilotos y marinos conocen esas coordenadas y llevan años practicándolas,
mientras que la ruta directa a La Habana es un territorio totalmente desconocido.
El presidente telefonea a la primera dama desde su suite de hotel en Chicago. Jackie
y los niños están en la finca de Glen Ora, en Virginia.
—Me vuelvo a Washington esta tarde. ¿Por qué no vas para allá? —le pregunta.
Jackie nota «algo raro» en la voz de JFK.
—¿Por qué no vienes tú para acá? —le contesta ella juguetonamente.
Jackie y los niños acaban de llegar. El otoño es lo bastante templado como para que
Jackie esté tomando el sol al recibir la llamada de su marido.
Pero ese «algo» en el tono de voz de JFK alerta a Jackie. Él sabe lo importantes que
son para ella los fines de semana en Virginia, lejos de las presiones de la Casa Blanca;
nunca le había pedido que acortara un fin de semana corto de por sí.
—¿Por qué? —le pregunta la primera dama.
Más tarde recordará lo asustada que estaba, y comentará que «cuando estás casada y
tu marido te pide algo —precisamente para eso te has casado—, aunque notes en su voz
que algo va mal, nunca debes pedirle explicaciones». Sin embargo, ella sí se las pide.
—Bueno, qué más da —le contesta JFK, callándose sus razones—. Venga, ¿por qué
no vuelves a Washington?
Y de pronto, el presidente decide decírselo. En ese momento, lo que más desea es
aliviar el peso que le oprime y estar con su familia. Por eso acaba contándole a Jackie la
posibilidad de una guerra nuclear.
—Por favor, no me mandes a Camp David. Por favor, no me mandes a ninguna parte
—implora Jackie a su marido, sin importarle su propia seguridad; sabe que si se
produjera un ataque, evacuarían a la familia a la casa presidencial de Maryland, lo que
les alejaría, a ella y a los niños, de JFK; y quizá para siempre—. ¡Aunque no haya sitio
en el refugio antiaéreo de la Casa Blanca! ¡Por favor, lo único que quiero es estar en el
jardín en ese momento! Solo quiero estar contigo; quiero morir a tu lado, y los niños
también.
El presidente asegura a su mujer que no los evacuarán. Luego, dejando a Pierre
Salinger encargado de comunicar a la prensa que el presidente ha cogido una gripe, JFK
vuela de regreso a Washington. El New York Times publica que el presidente ha acortado
su viaje de tres días por «una infección leve de las vías respiratorias altas»; el periódico
ignora que el presidente vuelve a Washington para intentar evitar una guerra
93
termonuclear global.
Cuando llega, Jackie y los niños le están esperando.
No hay horarios ni día ni noche en la Casa Blanca de Kennedy durante los días de
escalada de la confrontación cubana. Al presidente le duele tanto la espalda que tiene que
usar muletas al andar, lo que se suma a la tensión. Solo duerme un par de horas seguidas,
y luego se levanta y pasa horas hablando por teléfono en el Despacho Oval antes de
volver a la cama para dormir otro poco. Ahora Jackie duerme con él, sea de día o de
noche; a veces en la pequeña cama de él y otras en el dormitorio de ella, donde han
juntado las dos camas dobles para formar una sola cama enorme. Muchas noches no se
acuestan hasta muy tarde, hablando de la crisis. En una ocasión, Jackie se despierta para
ver a Mac Bundy al pie de la cama llamando a su marido; JFK se levanta al instante y
desaparece durante varias horas más, ocupado en conferencias de alto secreto.
Más tarde, Jackie recordará estos días y estas noches como el periodo en que se sintió
más cerca de su marido. Siempre anda por las inmediaciones del despacho del
presidente, y le hace visitas sorpresa con los niños para animarle. Pide una cena que
traen en avión a Washington desde Miami, donde hay un restaurante de platos de
pescado que a ella le encanta. El presidente y la primera dama dan paseos a solas por la
Rosaleda en los que él le confía su inquietud por la escalada de la tensión.
Cuando el presidente vuelve al trabajo, no está solo; tampoco Jackie. Mientras Bobby
Kennedy trabaja estrechamente con su hermano, su mujer Ethel y sus tres hijos suelen
estar en la Casa Blanca. Es Ethel quien da a la institutriz de la Casa Blanca, Maud Shaw,
un panfleto sobre cómo preparar a los niños para la guerra nuclear; Jackie se lo arrebata
momentos después, y la regaña:
—¿No sabes que el pánico es contagioso, y que los niños son susceptibles?
No es la tímida Jackie que la opinión pública imagina, sino una madre y esposa a
cargo de una casa, la suya, que protege con celo.
Durante dos días, el presidente y su pequeño equipo de la Casa Blanca debaten la
amenaza de alto secreto a Estados Unidos. Las fotos de los aviones espía U-2 muestran
que los soviéticos trabajan las veinticuatro horas del día montando los emplazamientos
de misiles, lo que significa que podrían llover ojivas nucleares sobre Estados Unidos en
cuestión de días. En palabras de JFK, nadie «la caga» filtrando esta información a la
prensa; aunque, desde luego, algunos periodistas están al corriente. Ni siquiera se
informa al Congreso.
La noche del lunes 22 de octubre se produce un cambio: John Fitzgerald Kennedy, el
presidente americano, aparece en una cadena de televisión nacional para comunicar a la
nación que en Cuba están instalándose mortíferos misiles de ataque; y también lo que
94
piensa hacer al respecto. El fin del mundo no es momento para tener desinformado al
pueblo estadounidense.
95
simpático anfitrión con su discreto estilo de siempre, pero la tensión a la mesa será algo
que todos recordarán para el resto de su vida.
A dos mil kilómetros de allí, en Dallas, Texas, Lee Harvey Oswald escucha el
discurso de Kennedy. A diferencia de la mayoría de sus compatriotas, Oswald cree que
los soviéticos tienen todo el derecho a estar en Cuba. En su opinión, los rusos han de
proteger a los castristas del terrorismo de Estados Unidos. Oswald está firmemente
convencido de que el presidente Kennedy está poniendo al mundo al borde de la guerra
nuclear con su agresiva postura contra los soviéticos. Para él, JFK es el malo.
Oswald se había mudado de Forth Worth a Dallas ese mismo mes, contratando el
apartado de correos 2.915 en la estafeta de la esquina entre las calles Bryan y North
Ervay. Semanas antes había encontrado trabajo como ayudante de fotografía en la
compañía Jaggars-Chiles-Stovall. Por increíble que parezca, esta empresa está contratada
por el Servicio Cartográfico del ejército de Estados Unidos y recibe las fotografías
clasificadas que tomaron los aviones espía U-2 sobrevolando Cuba. George de
Mohrenschildt, uno de los amigos rusos de Marina Oswald, es quien le ha conseguido el
trabajo a Oswald. Si al FBI, con su afán por detener la expansión del comunismo, le
preocupa que un antiguo desertor a la Unión Soviética acceda a los datos de alta
seguridad de los U-2 en el punto más álgido de la guerra fría, no lo demuestra prestando
atención a su caso.
96
entre nuestras dos naciones. Le pido además que deje de perseguir el dominio del mundo
y se una al histórico esfuerzo de poner fin a esta peligrosa carrera armamentista y
cambiar la historia de la humanidad.
El enérgico discurso del presidente y la terrible noticia que comunica a la opinión
pública harán que este momento se grabe para siempre en la mente de todos los que lo
ven. Kennedy dijo una vez que «las dos únicas fechas que casi todo el mundo recordaba
eran las de Pearl Harbour y la muerte del presidente Roosevelt».
Su discurso sobre la crisis de los misiles en Cuba añade otra fecha a esa lista.
La gente recordará durante toda su vida dónde estaba y qué hacía cuando oyó la
terrible noticia, podrá enumerar a quienes tenía cerca y la reacción de cada uno, hablará
de los titulares del día siguiente y de cómo la crisis cambió el mundo: de pronto, valorará
cada amanecer, cada puesta de sol, cada vez que oye la alegre risa de un niño.
Otro suceso trágico en la corta vida de JFK pronto se unirá a esa lista de momentos
inolvidables. La sorpresa y el horror traumáticos de esta otra noticia eclipsarán a Cuba y
los misiles y las mentiras soviéticas. John Kennedy no llegará a enterarse de lo ocurrido.
Para ese suceso faltan hoy exactamente trece meses; pero de momento, la crisis de
los misiles en Cuba concentra todo el dramatismo.
John Kennedy, siempre carismático, no puede acabar un discurso sin un momento de
emoción que enardezca a sus oyentes: en su discurso ante las Madres Estadounidenses
de la Estrella Dorada en la American Legion de Boston durante su primera candidatura
para el Congreso, en el discurso de investidura de 1961 o ahora en la televisión nacional,
JFK sabe llegar al corazón de sus oyentes —o «a los huevos», como a él le gusta decir—
y ganarse su apoyo y simpatía.
—Nuestro objetivo no es vencer para detentar el poder, sino para reivindicar el bien.
Tampoco es la paz a costa de la libertad, sino tanto la paz como la libertad aquí, en este
hemisferio, y esperamos que en todo el mundo. Si Dios quiere, alcanzaremos esa meta.
El plató de la Casa Blanca se funde a negro.
97
y piloto de bombardero, está haciendo la maleta para irse a Alemania a pasar una semana
de permiso. En el instante en que el alistamiento Defcon (Defensa de la Fuerza Aérea)
pasa a Defcon 2 —solo por debajo de Defcon 1, que implica una inminente guerra
nuclear—, Dugard comprende que se acabaron sus vacaciones.
Los bombarderos de la Fuerza Aérea de Estados Unidos ya están operando las
veinticuatro horas. Las tripulaciones volarán en círculo por los cielos de Europa y
América como en un circuito de carreras esperando la orden de romper la formación de
vuelo y atacar el corazón de la Unión Soviética. Sus estelas recuerdan gráficamente lo
que está en juego.
La ininterrumpida brigada aérea solo significa una cosa: Estados Unidos está
preparado para contraatacar y destruir a la Unión Soviética.
98
adoptar las medidas que consideremos oportunas para proteger nuestros derechos.
Tenemos todo lo necesario para hacerlo así».
El plan de emplazar misiles en Cuba había sido idea de Kruschev, que solo tres
meses antes lo presentó al Comité Central y al gobierno soviético, y luego a Fidel
Castro. En su opinión, los misiles podían instalarse sin conocimiento de Estados Unidos;
incluso creía que, si eran descubiertos, la respuesta de Kennedy no sería pasar a la
acción.
El mandatario soviético Nikita Kruschev colaboró con el entonces primer ministro cubano Fidel Castro para
desafiar al presidente Kennedy en el hemisferio occidental, lejos de la sede del poder soviético. (Associated Press)
Kruschev también califica su plan de gesto de buena voluntad para con el pueblo
cubano, dada la posibilidad de que Estados Unidos intentara otra invasión como la de
Bahía de Cochinos. El líder soviético, que participó en la Segunda Guerra Mundial, sabe
que la logística de una guerra librada en otro hemisferio es prácticamente imposible; por
eso quiere tener su arsenal más cerca de Estados Unidos, y Cuba le ofrece esa
oportunidad. Los misiles que ha persuadido a Castro de que acepte son de fabricación
soviética, el personal que los maneja son soldados y técnicos soviéticos, las ojivas
nucleares que se acoplan a ellos son soviéticas; y se transportan a Cuba a bordo de
buques soviéticos.
Antiguo comisario político del Ejército Rojo, Kruschev conoce el poder de las
palabras. Proclama al mundo la «justificación moral y legal» de la Unión Soviética para
emplazar misiles en Cuba. Nadie puede negar a los buques soviéticos el derecho a entrar
en aguas cubanas y descargar allí lo que quieran, por lo que la cuarentena naval
estadounidense —una manera suave de decir «bloqueo», que es un acto de guerra— es
reprensible. Kruschev se siente perseguido por los estadounidenses. Le indigna que la
Unión Soviética haya sufrido dos guerras mundiales en su territorio, mientras que
Estados Unidos apenas ha sufrido daños dentro de sus fronteras. Y también sabe
99
perfectamente que la fuerza explosiva de la bomba atómica arrojada sobre Hiroshima
equivalía a veinte mil toneladas de TNT —lo que hace sonreír al dictador soviético: sus
ojivas nucleares equivalen a un millón de toneladas.
100
ejecutados o trasladados a las prisiones de Siberia. Kruschev dio personalmente la orden
de perpetrar miles de crímenes y autorizó el asesinato de algunos de sus propios amigos
y colegas. En un discurso de 1936 afirmó que las ejecuciones eran el único medio de
librarse de los disidentes que intentaban socavar el grandioso triunfo de la Unión
Soviética. Al año siguiente, Stalin lo nombró primer secretario del Partido Comunista en
Ucrania. Cuando en 1939 la Segunda Guerra Mundial puso fin a su mandato allí,
Kruschev ya había supervisado el arresto y la muerte de casi todos los líderes locales del
Partido: cientos de ucranianos fueron asesinados, pocos políticos sobrevivieron.
La incesante búsqueda de poder de Nikita Kruschev ahora ha puesto al mundo al
borde de la guerra nuclear.
Pero hay un problema: a Kruschev le sorprende la firmeza de su adversario, John
Kennedy, que habla de defender a su país a toda costa. Aún así, se compromete con sus
colegas a no echarse atrás. Cree firmemente en el viejo proverbio ruso: «Llegado el
momento de luchar, no escatimes: da todo lo que tienes».
John Kennedy no conocía ese proverbio hace dieciocho meses, durante la invasión de
Bahía de Cochinos. Ahora Nikita Kruschev cree que el presidente de los Estados Unidos
va a cometer el mismo error.
La noche del 24 de octubre Kruschev ordena enviar su carta a Kennedy. En ella el
líder comunista declara con serenidad e inequívocamente que el bloqueo naval propuesto
por el presidente es un «acto de piratería». Ha dado orden a los buques soviéticos de
hacer caso omiso.
El presidente Kennedy recibe la carta del primer ministro Kruschev cuando van a dar
las once de la noche del 24 de octubre; responde menos de tres horas después, afirmando
fríamente que el bloqueo es necesario y cargando toda la culpa de la crisis a Kruschev y
a los soviéticos.
Va quedando claro que Kennedy no retrocederá. La Marina de Estados Unidos
enseguida aborda un carguero con destino a Cuba. Y precisamente el destructor que lleva
el nombre del malogrado hermano del presidente, el USS Joseph Kennedy Jr., es el
buque encargado de imponer la arriesgada cuarentena.
—¿Lo enviaste tú? —le preguntó Jackie sobre el buque, al ver la coincidencia.
—No —replicó el presidente—. Curioso, ¿verdad?
Mientras que la cúpula soviética espera que JFK se venga abajo, él, en cambio, pasa
a la ofensiva. El presidente dedica todo el viernes 26 de octubre a planear la invasión de
101
Cuba. Ningún detalle es insignificante. Pide una lista de todos los médicos cubanos de
Miami, por si fuera necesario transportarlos a Cuba. Ordena a un buque naval de Estados
Unidos equipado con radar alejarse de la costa de la nación isleña para no ser tan
vulnerable al ataque. Kennedy conoce la posición de cada uno de los buques agrupados
para la invasión, e incluso revisa la redacción de los panfletos que se arrojarán sobre la
isla para el pueblo cubano. En ningún momento olvida que «en cuanto se abran las
hostilidades, tendremos esos misiles encima».
De puertas adentro, JFK comenta a sus ayudantes que la crisis ha llegado a ser un
duelo entre él y Kruschev, «dos hombres sentados en los extremos opuestos del mundo»:
un enfrentamiento en el que se decide «el fin de la civilización».
Es un duelo de miradas: pierde el que parpadee primero.
Pero John Kennedy ha visto parpadear a Nikita Kruschev en ocasiones anteriores.
Durante los primeros días de su presidencia, poco después del incidente de Bahía de
Cochinos, ambos se habían reunido en Viena en una cumbre. Kruschev quiso amedrentar
a su joven adversario a propósito de Berlín Oeste; quería ocupar toda la ciudad con la
excusa de que cada vez más alemanes de Berlín Este, bajo control soviético, se jugaban
la vida en nombre de la libertad intentando escapar al territorio colindante controlado por
Estados Unidos y sus aliados de la Segunda Guerra Mundial. Cuando Kennedy se negó a
echarse atrás, Kruschev, escarmentado, inició la construcción del Muro de Berlín en un
intento de salir airoso.
Pero esta vez el tiempo corre a favor de Kruschev: las instalaciones para el
lanzamiento de misiles en Cuba están casi a punto.
De ahí que mientras el resto del mundo se prepara para la inminente devastación,
Kruschev pase la tarde del 26 de octubre en el Ballet Bolshói.
—Que nuestro pueblo y los de fuera nos vean en el teatro calmará el ambiente —
intenta convencer a sus compañeros de la cúpula soviética—. Si Kruschev y los demás
dirigentes van al teatro en un momento como este, es que se puede dormir tranquilo.
Pero Nikita Kruschev es el hombre más nervioso de Moscú, y descansar es lo último
que puede hacer ahora mismo: al menos una docena de buques soviéticos han sido
interceptados por buques de guerra estadounidenses o han dado la vuelta por propia
voluntad. Los buques rusos, apenas armados, no tienen nada que hacer frente a la
potencia de fuego estadounidense.
Después de la función de ballet, Kruschev pasa toda la noche en el Kremlin; teme
que se produzca algún acto de violencia. El líder soviético, cosa rara, está pensativo:
tiene algo en la cabeza. Poco después de medianoche, se sienta a dictar un nuevo
mensaje para el presidente Kennedy.
102
Son las seis de la tarde en Washington y las dos de la mañana en Moscú cuando llega
ese mensaje. JFK ha pasado el día ajustando al milímetro los detalles de la inminente
invasión de Cuba. Molido de cansancio, está tirando de reservas ocultas de energía. Le
duele todo, y su organismo es un caos. Desde hace mucho, sufre el síndrome
poliglandular autoinmune de tipo 2 (APS-2), dolencia que le ha provocado no solo
hipotiroidismo (insuficiencia de la hormona tiroides), sino también la enfermedad de
Addison, que ha de vigilarse muy de cerca en todo momento. Esta enfermedad impide al
organismo producir hormonas como el cortisol, que regulan la presión sanguínea, la
función cardiovascular y los niveles de azúcar en sangre. Si no recibe tratamiento
adecuado, la enfermedad de Addison cursa con fatiga, pérdida de peso y debilidad, y
puede incluso provocar la muerte. En 1946, antes de que se la diagnosticaran, Kennedy
se desplomó en un desfile y se puso tan azulado y amarillento que creyeron que sufría un
infarto.
No quiere que eso vuelva a sucederle ahora.
De ahí las inyecciones de hidrocortisona y testosterona contra el Addison y los
antiespasmódicos para controlar su colitis crónica. Ahora, además, sufre otra dolorosa
infección del tracto urinario que requiere antibióticos. Todo ello viene a sumarse al
continuo tormento de su espalda. Alguien menos motivado llevaría ya tiempo postrado
en cama, pero John Kennedy se niega a que sus persistentes dolores y problemas de
salud interfieran en el desempeño de sus obligaciones.
Jackie ha decidido no preocuparse por el cansancio de Jack, a quien ha visto
exprimirse al máximo a lo largo de más de una campaña, con cenas de recaudación de
fondos hasta altas horas de la noche seguidas de madrugones para plantarse a la entrada
de alguna fábrica o planta siderúrgica y estrechar la mano a los obreros que empiezan su
turno. Pero esto es otra cosa, y viendo la torpeza con que el presidente se recuesta en su
mecedora favorita durante las reuniones para paliar el dolor de espalda, no sabe cuánto
tiempo más podrá continuar así.
Un dato más inquietante es que el Addison estuvo a punto de matarlo quince años
antes. Jackie también recuerda que en 1954, cuando le insertaron una placa de metal en
la columna (para paliar la afección degenerativa), entró en coma por una infección
postoperatoria. Una vez más, John Kennedy recibió la extrema unción; y una vez más,
consiguió volver a la vida.
Así pues, ya van tres ocasiones en las que JFK ha derrotado a la muerte: la torpedera
109, la enfermedad de Addison y la operación de espalda. Jackie Kennedy sabe que su
marido, el presidente de los Estados Unidos, es muy duro y saldrá de esta. Siempre lo ha
hecho.
En realidad, son los hombres del ExComm los que preocupan a la primera dama.
Jackie ha escuchado sus reuniones con el oído pegado a la puerta y sabe la presión que
103
soportan; cree que están trabajando hasta «el límite de la resistencia humana» por salvar
el mundo.
También McGeorge Bundy está totalmente convencido de que los miembros del
ExComm están a punto de quebrarse. Llevan en pie día y noche casi dos semanas
seguidas. El cansancio extremo de estos hombres habitualmente serios y educados los ha
vuelto hipersensibles, y auténticas nimiedades han sembrado entre ellos rencores y
envidias que marcarán sus relaciones en los años venideros. Una de las voces más altas
es la del general de la Fuerza Aérea Curtis E. LeMay, quien no ve inconveniente en
borrar Cuba del mapa.
104
acopladas las cabezas nucleares, los misiles estarán listos para el lanzamiento. Su
alcance es de mil seiscientos kilómetros, distancia más que suficiente para arrasar
Washington. Totalmente convencidos de la inminencia de la guerra, los diplomáticos
soviéticos queman documentos comprometedores en su embajada en la ciudad de
Washington.
La crisis no ha terminado. La perspectiva de la guerra nuclear nunca ha sido más
tangible. Estados Unidos está tan cerca de invadir Cuba que un chiste malo contado en la
interminable serie de reuniones del ExComm es que Bobby Kennedy pronto será alcalde
de La Habana.
El jefe de Gabinete de la Casa Blanca Kenny O’Donnell es quien mejor resume el
estado de ánimo al describir la reunión del ExComm celebrada la noche del sábado 27 de
octubre como «el peor momento que pasamos jamás en la Casa Blanca mientras estuvo
el presidente».
El presidente Kennedy envía a Bobby a una reunión confidencial con las máximas
autoridades soviéticas en Washington para prometerles que Estados Unidos no invadirá
Cuba si ellos retiran los misiles, cediendo también a la exigencia de Kruschev de sacar
de Turquía los misiles estadounidenses instalados entonces en aquel país y apuntando a
la Unión Soviética. Esto no va a gustar a los turcos. Y además, técnicamente los misiles
están bajo control de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Pero el
presidente hará esta concesión si con ello impide la guerra.
Una guerra que podría estallar al cabo de solo unas pocas horas.
105
presión es extrema. Sí, Estados Unidos desaparecerá para siempre; pero también la
Unión Soviética.
A las nueve de la mañana del domingo, Radio Moscú informa al pueblo de la Unión
Soviética de que Kruschev ha salvado al mundo de la aniquilación. Las palabras del
locutor se dirigen también directamente a JFK al afirmar que la Unión Soviética ha
decidido «desmantelar las armas que usted consideró de ataque, y embalarlas y
devolverlas a la Rusia soviética».
Después de trece largos días, la crisis de los misiles en Cuba ha terminado.
106
vendido por los soviéticos, y su peso en Latinoamérica cae en picado al quedar en
evidencia como títere de la Unión Soviética. Furioso, culpa a Kennedy.
Con toda la razón. La crisis de los misiles en Cuba no fue el final de los intentos de
Estados Unidos de librarse de Castro. El presidente ha prometido a Kruschev no
intervenir en los asuntos cubanos, pero la operación Mangosta de la CIA no va a
cancelarse por eso. Bajo la operación Mangosta, creación de JFK, comandos de exiliados
cubanos se infiltraron en la isla para instigar la rebelión contra Castro. Al principio,
también hubo contactos secretos con la Mafia con el objetivo primordial de matar a
Castro. El presidente nunca usó la palabra asesinato para aludir al fin último de la
operación, pero la Mafia nunca ha sido una organización militar, y su innegable
participación cuidadosamente orquestada lleva Mangosta mucho más allá de un
levantamiento popular instigado por los exiliados, adentrándola en los dominios del
crimen político.
El vínculo entre Jack y Bobby Kennedy se ha estrechado más que nunca durante la
crisis de los misiles en Cuba, a la vez que Lyndon Johnson ha vuelto a caer en desgracia.
El vicepresidente cometió el craso error de ser desleal a Kennedy al alinearse en un
primer momento con los generales de línea dura que propugnaban una invasión en toda
regla. Bobby, en cambió, defendió el punto de vista opuesto. Pensaba que un ataque a
Cuba evocaría Pearl Harbor: una opinión en la que coincidía con JFK.
Ahora que ha conseguido atajar la crisis, John Fitzgerald Kennedy está exultante.
Cree que el feliz desenlace de la crisis de los misiles en Cuba puede compararse con la
equilibrada política de Abraham Lincoln que puso fin a la Guerra de Secesión.
—Tal vez justo esta noche debería salir al teatro —dice JFK a Bobby en broma,
recordando que al acabar la guerra Lincoln fue a ver una función... y allí fue asesinado.
Un chiste osado que alude al parricidio de otro presidente, un chiste que casi tienta al
destino. Y no es propio de John Kennedy, en cuya vida resuenan muchas veces ecos de
Abraham Lincoln: desde dormir en el dormitorio de Lincoln la noche de su investidura
hasta que su secretaria se apellide Lincoln, pasando por la limusina descapotable Lincoln
Continental en la que se desplaza. Pero después de la enorme tensión vivida durante la
reciente crisis, John Kennedy piensa que se puede permitir un poco de humor negro;
hasta ese chiste tan macabro le hace gracia tras la oscuridad que ha empañado su vida
durante los últimos trece días con todas sus noches.
El presidente y el fiscal general ríen juntos.
—Si vas al teatro —responde Bobby—, yo me apunto.
Poco saben lo macabro que el chiste es en realidad.
107
SEGUNDA PARTE
108
8
8 DE ENERO DE 1963
WASHINGTON, D. C.
21.30
Los hombros morenos que luce Jackie Kennedy resaltan el rosa de su vestido sin
tirantes, un modelo de Oleg Cassini. Lleva unos pendientes largos de brillantes del
legendario diseñador de joyas Harry Winston y unos guantes blancos, también largos,
que le cubren los brazos por encima del codo. Está charlando con el ministro de Cultura
francés, el escritor de sesenta y un años André Malraux, al que adora. La primera dama
tiene la mirada centelleante después de las descansadas vacaciones de Navidad que ha
pasado en Palm Beach, Florida.
Esta noche la primera dama está guapísima.
Y además, sin que nadie lo sepa salvo una sola persona de las miles que llenan la
Sala de Escultura del Edificio Oeste de la Galería Nacional de Arte, está embarazada.
El presidente, a menos de un metro, no presta atención a su esposa. Está mirando a
una belleza de cabellera negra a la que dobla la edad, Lisa Gherardini. El contraste de los
labios llenos y rojos y la tersa piel aceitunada de la mujer es muy seductor. Su sonrisa es
incierta. El hondo escote de su vestido insinúa un pecho generoso. Se da un aire a la
primera dama.
Hay cámaras de televisión, reporteros de prensa y miles de invitados. Todos los
movimientos de John Kennedy están siendo escrutados, pero él no teme detener la
mirada en esta joven tan atractiva. Es el presidente de los Estados Unidos y acaba de
salvar al mundo de la guerra termonuclear global. Lo está consiguiendo todo:
seguramente puedan perdonarle el desliz de admirar a esta encantadora veinteañera.
Tal vez para quienes le vigilen de cerca, JFK sonríe a la joven Lisa. Pero desde la
crisis de los misiles en Cuba, el presidente está cambiado: ahora se siente mucho más
atraído por Jackie que por ninguna otra mujer; al menos de momento. Aquella
experiencia que rozó la catástrofe le recordó lo mucho que ama a su esposa y a sus hijos.
Mañana se inaugurará el nuevo periodo de sesiones del Congreso, y el discurso del
presidente sobre el Estado de la Unión está a menos de una semana. Kennedy
109
propugnará «una sustancial revisión a la baja del impuesto federal sobre la renta» como
«único paso esencial, por encima de todos» para hacer más competitivo a su país en la
economía mundial. No obstante, esa rebaja fiscal será polémica, y el nuevo Congreso
demócrata se lo pondrá difícil. Esta noche las responsabilidades de la presidencia de los
Estados Unidos son mucho más apremiantes que las ganas que pudiera tener de pasar un
rato con Lisa Gherardini.
El presidente sigue andando.
Pero Jackie no se mueve del sitio, volviendo la espalda a Malraux para mirar a la
misma joven cautivadora. En realidad, Lisa Gherardini no está aquí en persona, sino en
el retrato colgado en la pared de la galería. También conocida como la Gioconda o la
Mona Lisa, fue esposa y madre de cinco hijos y posó para este cuadro a principios del
siglo XVI.
Mirando la Mona Lisa, Jackie siente una honda satisfacción, pues llevaba tiempo
persiguiendo el sueño de traer a la Galería Nacional de Washington el cuadro más
famoso del mundo. Hace alrededor de un año hizo una discreta petición a Malraux, que
accedió al préstamo para gran revuelo entre los parisinos, muchos de los cuales
consideran Estados Unidos una tierra baldía desde el punto de vista de la cultura.
Pero no es ni mucho menos la primera vez que la Mona Lisa viaja. En otros tiempos
estuvo colgada en la pared del dormitorio de Napoleón, que la admiraba cada mañana.
En 1911, el cuadro fue robado del Louvre y hasta dos años después no regresó al museo
parisino. Durante la Segunda Guerra Mundial, la Gioconda fue trasladada varias veces
para evitar que los nazis se apoderaran de ella. Y ahora Jackie ha llevado la obra maestra
de Leonardo da Vinci a Estados Unidos, donde está a punto de declararse la «fiebre de la
Mona Lisa»: millones de estadounidenses hacen cola para ver el cuadro antes de que
retorne a Francia en marzo. Y todo gracias a Jackie Kennedy.
John Walker, director de la Galería Nacional, se oponía al préstamo por temor a
echar abajo su trayectoria profesional si el frágil cuadro de la Mona Lisa, de
cuatrocientos sesenta años de antigüedad, era robado o sufría daños en su traslado en
pleno invierno al otro lado del océano. De hecho, el 17 de octubre, justo cuando JFK y
los suyos se veían las caras por primera vez con la realidad de los misiles soviéticos en
Cuba, Walker llamó a la primera dama y le dijo amablemente que llevar el cuadro a
Estados Unidos era una pésima idea; solo pensarlo le producía pavor.
Al poco tiempo, como el resto de Estados Unidos, Walker se vio absorbido por el
bombardeo de noticias por radio y televisión sobre la crisis de los misiles en Cuba. El
carácter maternal de Jackie y su insistencia en permanecer en la Casa Blanca para estar
con su marido le llegaron al alma, y se dio cuenta de que la primera dama era una mujer
110
de carácter, no solo una joven rica enamorada de la cultura francesa.
Por eso cambió de opinión, y mucho antes de resolverse la crisis de los misiles en
Cuba, comenzó a organizar el viaje de la Mona Lisa a Estados Unidos.
Walker vio muy facilitada su labor cuando JFK asignó la vigilancia de la preciosa
obra de arte al mejor cuerpo de seguridad del mundo, nada menos que escoltas de élite
que se dejarían tirotear para proteger al presidente: el servicio secreto.
111
puesto, el escolta jamás fue condenado por negligencia en el cumplimiento del deber; y,
por increíble que parezca, hasta se le permitió continuar en el cuerpo de policía.
Antes del asesinato de Lincoln, muchos creían (entre ellos, el propio Lincoln) que los
estadounidenses no eran un pueblo que matara a sus dirigentes políticos. El disparo de
pistola efectuado por John Wilkes Booth refutó esa teoría con toda contundencia. Aun
así, siguió confiándose en la quimera de la seguridad presidencial. La muerte de Lincoln
se tomó por una anomalía, aunque dieciséis años después un segundo presidente cayera
asesinado: James Garfield. La protección obligatoria del vicepresidente no llegó hasta
1962, lo que refuerza la idea de lo desagradecido que es el cargo.
Los escoltas de John Kennedy lucen el revelador bulto de un revólver del 38 bajo la
chaqueta del traje, pero todos los demás aspectos de su trabajo pasan desapercibidos.
Avalan el lema del servicio secreto —«Seguro y digno de confianza»— el aplomo y la
profesionalidad de los agentes, verdaderos atletas, muchos de ellos universitarios que
han servido en el ejército. Beber cerveza estando de servicio es impensable. Hay ocho
agentes en cada uno de los tres turnos de ocho horas, todos ellos adiestrados en el
manejo de diversas armas mortíferas. El cuartel general del servicio secreto en la Casa
Blanca es un pequeño despacho ciego en la parte septentrional del ala oeste, cuyo arsenal
de fusiles antidisturbios y subfusiles Thomson aporta potencia de fuego adicional. Varias
capas de seguridad se interponen entre JFK y cualquier asesino en potencia, empezando
por la verja de la Casa Blanca y siguiendo por el vestíbulo de baldosas blancas y negras
del Despacho Oval, donde hay apostado un agente siempre que el presidente está
trabajando allí. Si en cualquier momento Kennedy necesitara al agente, solo tendría que
pulsar el botón especial de emergencia oculto bajo el tablero de su escritorio.
El momento y lugar más fácil para atacar al presidente es a la salida de la Casa
Blanca; el servicio secreto ha tenido prueba de ello con los recientes sucesos en Francia.
El presidente Charles de Gaulle es prácticamente intocable dentro del palacio del Elíseo,
donde vive y trabaja. Pero el 22 de agosto de 1962, varios terroristas abrieron fuego
sobre su convoy en el barrio residencial francés de Petit Clamart. Efectuaron 157
disparos y catorce balas acertaron en el coche, desinflando dos neumáticos del Citroën
de De Gaulle; pero su chófer, diestro al volante, consiguió ponerlo a salvo. Por las
mismas fechas en que los estadounidenses descubren a la Mona Lisa, en París se juzga a
Jean Bastien-Thiry, cabecilla del atentado. Este antiguo teniente coronel de la Fuerza
Aérea francesa será declarado culpable; la ejecución de este militar descontento será la
última realizada por un pelotón de fusilamiento en la historia de Francia.
Para que ninguna versión americana de Bastien-Thiry pueda atentar contra Kennedy,
cada vez que sale de la Casa Blanca ocho agentes del servicio secreto se adelantan e
112
inspeccionan el lugar al que se dirige; fuera de la Casa Blanca, otros ocho agentes le
rodean en todo momento formando un escudo humano allá donde va.
Para la escolta del presidente, la actividad casi frenética de JFK es lo más duro de su
trabajo.
A John Kennedy le gusta mostrarse enérgico en sus apariciones públicas, y con
frecuencia se juega la vida mezclándose con la multitud para estrechar la mano a la
gente. Esas incursiones aterrorizan a su escolta: en momentos así, un lunático de oscuros
fines y armado con un revólver puede disparar a placer. En ese caso, los agentes se
interpondrían entre la bala y el presidente, sacrificando su propia vida por el bien del
país.
JFK cae verdaderamente bien a los agentes, y eso les facilita el trabajo. Conoce a
todos por su nombre y le gusta bromear con ellos. A pesar de su familiaridad, la escolta
del servicio secreto nunca olvida que John Kennedy es el presidente de los Estados
Unidos. Su sentido del decoro se hace patente en el respeto con que se dirigen a
Kennedy, cuya vida íntima conocen bien. Cara a cara, lo llaman «señor presidente».
Cuando hablan de él entre ellos, dicen «el jefe». Y si hay visitas o invitados, el servicio
de seguridad alude a él como «el presidente Kennedy».
Estos agentes del servicio secreto quieren a Jackie igualmente. Su escolta, Clint Hill
(su nombre en clave es «Dazzle»: Resplandor), de 1,83 metros de altura, ha llegado a ser
su confidente y un amigo muy cercano.
Por eso, resulta casi lógico que la protección del servicio secreto se extienda a la
Mona Lisa. El fervor de las masas que admiran el cuadro de Da Vinci recuerda al de las
que jalean a JFK y Jackie en sus viajes por el mundo.
El cuadro zarpa hacia Estados Unidos en su propia suite de primera clase a bordo del
transatlántico de lujo SS France, donde agentes franceses lo vigilan las veinticuatro
horas. Viaja en barco y no en avión para eludir un posible accidente que lo destruiría
para siempre. Si el barco se hundiera, la caja especial de metal que contiene la Mona
Lisa está diseñada para flotar. Solo el capitán del SS France sabe de la presencia de la
Mona Lisa a bordo; las medidas de seguridad al embarcarla son tales que los pasajeros
especulan sobre el contenido de esa caja de metal, y se habla de un dispositivo nuclear
secreto. Cuando al final se filtra la noticia del verdadero contenido de la caja, los
pasajeros transforman el barco en una incesante celebración de la Mona Lisa que incluye
unos pasteles de hojaldre especiales y concursos para ver quién bebe más.
Al atracar en Nueva York, la Mona Lisa es trasladada a la ciudad de Washington por
un convoy especial del servicio secreto que no se detiene en ningún momento. De nuevo
por temor a un accidente, el trayecto de cuatro horas se impone a un simple vuelo. A lo
largo del recorrido hay francotiradores del servicio secreto en los tejados, y el agente
secreto John Campion viaja personalmente junto a la Mona Lisa en la furgoneta negra de
113
la Galería Nacional. El vehículo lleva amortiguadores con refuerzos extra para absorber
los baches que podrían hacer saltar motas de pigmento del lienzo.
Al llegar a Washington, la Mona Lisa se guarda bajo llave tras las puertas de acero de
una cámara acorazada que mantiene a todas horas la temperatura ideal: 17º C. Si fallara
la electricidad, un generador de reserva se pondría en marcha automáticamente. Incluso
dentro de la cámara acorazada, el servicio secreto mantiene su vigilancia por un circuito
cerrado de televisión.
La protección la obra maestra de Da Vinci es extraordinaria. Sin embargo, hay una
enorme diferencia entre proteger al presidente y proteger este precioso cargamento: la
Mona Lisa no es más que un cuadro. Al menos tres ciudadanos exacerbados han
atentado ya contra ella —uno intentó rociarla de pintura, otro la atacó con un cuchillo y
un tercero le lanzó una jarra de cerámica—; y ya se ha dicho que una vez fue robada.
Pero la propia Lisa Gherardini lleva en su tumba casi cinco siglos. No hay modo de que
la puedan matar de un disparo.
No puede decirse lo mismo del presidente.
Por eso el servicio secreto nunca baja la guardia.
Al menos no todavía.
114
espléndida —incluso tras un cristal a prueba de balas—, pero el invitado medio no pasa
más de quince segundos mirando el cuadro, mientras que algunos pasan toda la noche
mirando a Jackie. Su belleza, elegancia, gracia y glamour son inigualables.
Esta noche es la primera dama, no la Mona Lisa, quien se ha ganado a la sala.
115
Si el servicio secreto sabe de Lee Harvey Oswald, no consta en ningún registro.
Esta ignorancia no es rara. ¿Por qué el poderoso servicio secreto iba a vigilar a un
antiguo marine de baja cualificación residente en Dallas, Texas?
Oswald y Marina están juntos otra vez. Sus reconciliaciones siempre son efusivas, y
la última no lo ha sido menos: Marina Oswald vuelve a estar embarazada.
Pese a circunstancias vitales muy distintas, a Jackie Kennedy y Marina Oswald les
une el hecho de ser dos mujeres jóvenes en los primeros días de un embarazo que les
cambiará la vida en los próximos meses. Jackie espera a su hijo en septiembre, Marina
en octubre. Y otra cosa las acerca: como Jackie, Marina ve muy guapo a JFK. Por eso su
desequilibrado marido está más celoso de lo habitual.
116
peligro y muerte: más de la mitad de los caballeros de la Tabla Redonda perecen antes de
que caiga el telón.
Y la reina Ginebra, la heroína con la que tanto se identifica Jackie, acaba sola.
117
9
11 DE MARZO DE 1963
ST. AUGUSTINE, FLORIDA
20.00
El hombre más solitario de la Corte de Camelot quiere ser presidente de los Estados
Unidos.
La luz de los focos baña a Lyndon Baines Johnson. Tiene el discurso escrito a
máquina en el atril, pero no dirige la vista a sus papeles; le interesan más dos mesas de
votantes que ahora busca entre el público y que en el futuro podrían hacer realidad su
sueño presidencial imposible.
Lo que Lyndon Johnson quiere por encima de todo es volver al poder. Ama el poder
y soportará cualquier cosa con tal de volver a sentir la embriagadora sensación de
poseerlo.
Cualquier cosa.
El vicepresidente recorre la sala con la mirada buscando las «mesas de los negros»;
se muere por saber si su juego político rendirá frutos.
Robert Francis Kennedy también quiere ser presidente de los Estados Unidos.
A cinco años de las elecciones de 1968, un artículo de Gore Vidal publicado en el
número de marzo de la revista Esquire lo señala ganador de la nominación demócrata,
por delante de Lyndon Johnson.
Bobby Kennedy se ha convertido en una figura política de tal magnitud que hasta el
vicepresidente teme no poder impedir su victoria en 1968.
Todo parece ir rodado: JFK sigue en la Casa Blanca hasta 1968, Bobby la ocupa
entonces y vuelve a ganar en 1972; y por último, tal vez también Teddy acceda a ella en
1976 y 1980. Se barrunta que la dinastía Kennedy controlará la presidencia de Estados
Unidos durante los próximos veinte años; está casi asegurado.
Pero no hay nada seguro en política. Y poco sabe LBJ de las pérfidas fuerzas que
118
seguramente están apuntando a Bobby ahora mismo, conspirando no solo por la caída
del fiscal general, sino de toda la dinastía política de los Kennedy.
119
Más tarde, Peter Lawford declarará que aquella noche Bobby estuvo en la casa de
Monroe, llegando a la ciudad en un vuelo desde el área de la bahía de San Francisco
donde estaba pasando unos días con Ethel y cuatro de sus hijos. Según la versión de
Lawford, que nunca se ha corroborado, Marilyn pensaba revelar a la prensa su antigua
relación con JFK, y Bobby se personó en Los Ángeles para controlar los daños.
Los hechos recordados tanto por Lawford como por la Mafia se han diseccionado
meticulosamente uno por uno sin que ni unos ni otros se hayan podido probar jamás,
como tampoco los rumores de que el propio Bobby mantenía una relación con Marilyn.
Se sabe que Marilyn Monroe telefoneó a Bobby varias veces a lo largo del verano de
1962. Desconsolada por el fin de su romance con JFK, había empezado a airearlo por
todo Hollywood. La prensa ya estaba haciendo preguntas sobre la supuesta aventura, y
se intuía que el asunto saldría a relucir en las elecciones de 1964. Pero el rancho del
Norte de California donde Bobby estaba con su familia la noche de la muerte de Marilyn
quedaba a una hora del aeropuerto más cercano y a cinco horas en coche de Los Ángeles,
lo que hace muy improbable que RFK pudiera escabullirse inadvertidamente.
El hecho de que la teoría de la conspiración relacione a Bobby Kennedy con la
muerte de Marilyn Monroe —fuera un suicidio o un asesinato— le resta peso, pues esta
relación nunca ha podido demostrarse hasta la fecha.
No obstante, es indudable que, si se hacía pública, la relación de JFK con Monroe
podría hundir su campaña presidencial. La gente veía en él a un devoto padre y esposo:
si llegara a saberse de su aventura con la llamativa Monroe, esa sórdida revelación haría
trizas la imagen de la Corte de Camelot.
Lastrado por el tumultuoso pasado familiar que lo rodea, Bobby Kennedy sabe que
no tiene la presidencia ni mucho menos asegurada. Y eso implica que ha de hacer
todavía más por desacreditar a Lyndon Johnson, su mayor rival, antes de que LBJ lo
desacredite a él.
Mientras, está desactivando discretamente sus investigaciones contra la Mafia.
No tiene sentido enojar a antiguas amistades innecesariamente.
LBJ ahora cultiva nuevas amistades y se felicita por la presencia de votantes negros
en su discurso en la cena de St. Augustine. Esta noche de lunes se celebra el aniversario
de la fundación de la ciudad cinco siglos atrás, una efemérides que a LBJ no le importa
lo más mínimo. Lo que le importa son los fines simbólicos por los que en realidad ha
volado a Florida: quiere cortejar a los estadounidenses negros.
Sus ojos pardos recorren el público mayoritariamente blanco que ha acudido al salón
de baile del hotel Ponce de León. Al fin localiza las «mesas de los negros»; su asistencia
es un gesto de integración en el que insistió antes de aceptar el compromiso de hablar.
120
Johnson ve las dos mesas justo frente a él, un racimo de caras negras en medio de un
mar de blancos del Sur. Los serios semblantes negros asienten con la cabeza a todo lo
que dice, agradecidos por el solo hecho de estar en la sala. Esta noche es la primera vez
que el legendario hotel admite a negros en una cena, y todo gracias a LBJ. Dos mesas no
son muchas, y el cambio es solo por esta noche, pero al menos Johnson puede volver a
Washington alardeando de su posición de primera línea en el frente de batalla por la
igualdad racial.
Esto le hace sentirse poderoso. Pero de vuelta a Washington LBJ olvida casi por
completo esa sensación. Cuando sale de viaje, es un pez gordo: lo tratan con deferencia,
los líderes locales lo reciben, la prensa local cita sus palabras, la gente quiere tocarlo o
recibir sus famosos apretones de manos de alto voltaje en los que aferra con su carnoso
puño el de su interlocutor sin soltarlo mientras hablan para ganarse su amistad... y en los
viejos tiempos del Senado, su voto.
Pero en Washington se vuelve invisible. Para Johnson, la Casa Blanca de Kennedy
no es la Corte de Camelot, sino una experiencia más comparable a otra palabra con la
inicial c: castración. «Buey» y «perro castrado» son palabras con las que alude a su
propia persona. El presidente no lo convoca a las reuniones importantes, hace bromas a
su costa cuando no está y en las veladas de la Casa Blanca ni siquiera repara en él, si es
que se molesta en invitarlo.
El presidente no es el único que desdeña a Johnson. Bobby Kennedy lo tiene por un
charlatán de la política, Jackie Kennedy guarda las distancias y el desprecio del equipo
de la Casa Blanca se nota a la legua. «Los Harvard», como los llama Johnson, se burlan
de sus trajes demasiado grandes, de su pelo engominado y peinado hacia atrás y de su
acento gangoso de Texas Hill Country [la región de las colinas de Texas]. Cuando en
una cena metió la pata diciendo soiled doves[1] en lugar de hors d’oeuvres
[«entrantes»], su rusticidad lo convirtió de inmediato en el blanco de los chistes de
Washington.
A Johnson lo llaman despectivamente «el Tío Arepa», como si fuera un palurdo
irrelevante y no el político que logró que Kennedy saliera elegido presidente en 1960
gracias al apoyo del profundo Sur. Otro apodo, «el Juez Cráter», se lo debe a un
magistrado de la ciudad de Nueva York que desapareció de repente para siempre en la
década de 1920. En una fiesta, alguien del personal de la Casa Blanca bromeó:
—¿Lyndon? ¿Qué Lyndon?
Pero Johnson no está acabado en absoluto, y tampoco es ningún palurdo. Mientras
fue líder de la mayoría en el Senado, demostró su habilidad para lograr que se aprobaran
leyes difíciles. Su versículo preferido de la Biblia, Isaías 1:18, ilustra su pasión por crear
coaliciones: «Venid ahora y razonemos juntos».
La verdad es que el vicepresidente tiene una personalidad compleja y es un hombre
121
de gustos muy variados: desde la salchicha de venado picante y el whisky escocés Cutty
Sark hasta los valses vieneses. Y sexualmente es casi tan activo como Kennedy; solo que
mucho más discreto en sus aventuras.
Discreción que hace extensible a la política: el gregario Johnson, reprimiendo su
carácter, se ha disciplinado para no abrir la boca en las reuniones y así no ofender al
presidente. La constante lluvia de insultos está matando al vicepresidente; angustiado y
deprimido, se muestra demasiado ansioso por agradar a los demás. Apenas prueba
bocado, y ha perdido tanto peso que sus holgados trajes ahora le quedan enormes; hasta
su nariz y sus orejas parecen más grandes en proporción, como de caricatura.
LBJ está muy desocupado. Su teléfono casi nunca suena. Desde su despacho en el
Executive Office Building pasa el rato mirando por la ventana y viendo las idas y
venidas de los demás frente a la Casa Blanca. A veces deja su mesa de trabajo para
deambular por los corredores del ala oeste añorando una reunión a la que asistir o una
decisión que tomar. Otras veces se sienta a la puerta del Despacho Oval esperando
llamar la atención de John Kennedy y que lo invite a pasar.
Pero eso es cada vez más infrecuente: durante todo el año 1963, presidente y
vicepresidente no llegarán a pasar a solas un total de dos horas.
Con todo, Johnson tolera el insulto porque sin la vicepresidencia no tiene nada: no
hay ninguna vacante a la que optar en el Senado de Texas y hace solo cuatro meses que
el antiguo protegido de Kennedy, John Connally, ocupa la silla del gobernador del
estado. Pero dentro de otros cuatro años, Johnson puede optar al poder supremo de los
Estados Unidos.
¿Y por qué no iba a llegar a presidente? LBJ trabajó doce años en la Cámara de
Representantes y otros doce en el Senado, que dirigió durante seis años como líder de la
mayoría. Sabe mucho de política exterior y legislación nacional, y puede dar un
seminario sobre los entresijos del arte de negociar. No hay político mejor cualificado en
el país.
En realidad, LBJ está luchando por salvar su vida política cuando busca con la vista
las dos mesas que simbolizan la integración racial en el salón de un hotel de St.
Augustine. Y, aunque oficialmente se celebre el aniversario de la fundación de la ciudad,
también es el día en que Lyndon Johnson se declara públicamente a favor de los
derechos civiles.
Los hermanos Kennedy lo han apartado deliberadamente de la creciente batalla por la
igualdad racial: saben que siendo un político del Sur, podría utilizar esta lucha para
ganar poder.
Johnson también lo sabe y hace todo lo posible por estar en primera línea en la
campaña de JFK por los derechos civiles.
Para Johnson, los derechos civiles no tienen nada que ver con el bien y el mal; es la
122
postura que conviene a su carrera política.
Por eso LBJ, castrado y macilento, sigue esperando que todo ello dé frutos.
El 4 de marzo, solo una semana antes del discurso de Lyndon Johnson en St.
Augustine, el fiscal general Robert Kennedy reacciona al reportaje de Esquire
comunicando a la prensa:
—No tengo previsto presentarme esta vez.
Los periodistas saben que es la forma en clave de decir que se presenta.
¿Pero está cualificado? Bobby Kennedy es un abogado que nunca ha defendido un
caso ante un tribunal y un fiscal general que fue nombrado gracias a su padre y a su
hermano. Desde entonces, ha desatendido muchas de sus obligaciones en el
Departamento de Justicia para hacer las veces, en cambio, de portavoz y comunicador
social de JFK. Y no hay duda de que la CIA desaprueba su desempeño en el cargo: en el
cuartel general de la agencia en Langley, Virginia, muchos coches llevan en el
parachoques una pegatina que dice: «Primero le tocó a Ethel, ahora a nosotros».
Pero el mundo está cambiando drásticamente y Bobby Kennedy refleja la juventud y
vitalidad de la Corte de Camelot, en contraste con los aburridos valores de la guerra fría
asociados a Johnson, de la generación anterior. Nuevas influencias inundan la cultura
estadounidense.
Un grupo de rock and roll británico, los Beatles, estrena su primer álbum.
Debuta un personaje de cómic, Iron Man.
La escritora Betty Friedan genera una nueva ola del movimiento feminista con su
libro La mística de la feminidad.
La prisión estadounidense de máxima seguridad de la isla de Alcatraz cierra para
siempre. Como si quisiera marcar este hito y con J. Edgar Hoover todavía al frente, la
CIA expande sus poderes aún más creando la división de Operaciones Interiores.
Bobby Kennedy es consciente de su peso cultural, sabe del gancho de la Corte de
Camelot. Pero le obsesiona su rivalidad con Lyndon Johnson; es más, le odia. Disimula
tan mal su animadversión que una vez sus amigos le regalaron una efigie de Lyndon
Johnson para hacerle vudú, con alfileres y todo.
Si hay algo que Bobby no aguanta son las mentiras, y cree que Johnson miente sin
parar.
Aun así, hay algo en Johnson que le inspira respeto. Una vez le dijo a un miembro
del personal de la Casa Blanca:
—No soporto a ese cabrón, pero no he conocido a nadie tan imponente.
Así pues, son dos políticos impetuosos e implacables enfrentados. Pero ninguno de
los dos sospecha siquiera el drama que sobrevendrá dentro de solo ocho meses.
123
Lee Harvey Oswald cada día está más solo. Ha convertido un cuartucho de la casa en
su despacho, y allí escribe furibundas diatribas contra el mundo que le rodea. Cada día
está más agitado, la gente empieza a tenerle miedo.
El 12 de marzo, solo un día después del discurso de Lyndon Johnson en St.
Augustine, Oswald, en Dallas, decide comprar otra arma que sumar al revólver que
oculta en casa. Esta vez es un fusil adquirido a través del número de febrero de 1963 de
la revista American Rifleman. El modelo italiano Mannlicher-Carcano 91/38 fabricado
en 1940 fue diseñado originalmente para la Infantería italiana durante la Segunda Guerra
Mundial. No es un arma para cazar animales, sino para matar gente. Antiguo tirador de
la Infantería de Marina, Oswald sabe la diferencia, y también sabe limpiar, mantener,
cargar, apuntar y disparar con toda precisión ese tipo de arma.
Entre todas las cosas increíbles que sucedían en el mundo en marzo de 1963, esta
simple compra por correo parece un asunto de poca monta. Pero en realidad, nada tendrá
más impacto en el devenir mundial que este fusil de cerrojo de fabricación italiana
donado por el ejército y adquirido por 19 dólares.
El arma llega el 25 de marzo. Marina protesta, habría preferido gastar ese dinero en
comida. Pero Oswald está contento con su compra y coge la costumbre de ir en autobús
hasta un cauce seco para practicar el tiro contra los paramentos del río.
El 31 de marzo, mientras Marina tiende pañales en la cuerda del patio, Oswald sale
vestido de negro de arriba abajo. Lleva la pistola nueva al cinto, en una mano el fusil y
en la otra dos boletines comunistas. A Marina le hace reír que le ordene sacarle fotos; él
piensa enviarlas al Worker y al Militant para demostrar que está dispuesto a todo por la
lucha de clases.
El 6 de abril de 1963, a Lee Harvey Oswald lo despiden de su trabajo en Jaggars-
Chiles-Stovall. Sus sermones comunistas han empezado a irritar a sus compañeros, y sus
jefes afirman que no responde y no merece su confianza.
El 10 de abril de 1963 Oswald decide que ha llegado el momento de matar a alguien.
[1] El el Oeste se llamaba soiled doves [«palomas sucias»] a las prostitutas: en inglés whores, que suena
parecido a d’oeuvres. (N. de la T.).
124
10
9 DE ABRIL DE 1963
WASHINGTON, D. C.
MEDIODÍA
El hombre al que quedan siete meses de vida está hablando con Winston Churchill.
John Fitzgerald Kennedy está en la Rosaleda de la Casa Blanca ante un público que
acoge calurosamente sus palabras. El antiguo primer ministro Churchill, de noventa y
dos años, cuyo valor y aliento contribuyeron a salvar Gran Bretaña durante la Segunda
Guerra Mundial, está viéndolo en directo por satélite desde su casa de Londres. El objeto
de esta reunión en la Rosaleda es nombrarlo ciudadano honorario de los Estados Unidos;
es el único dirigente extranjero desde Lafayette que ha sido distinguido con este honor.
—Retoño de Estados Unidos y súbdito británico —empieza Kennedy, aludiendo a la
nacionalidad estadounidense de la madre de Churchill, Jenny Jerome de soltera—,
durante toda su vida ha sido un amigo firme e inamovible del pueblo y la nación de
Estados Unidos.
Su hijo Randolph Churchill, de cincuenta y un años, está junto a JFK. Jackie
Kennedy, justo detrás de su esposo. La Rosaleda se ha llenado de diplomáticos y otras
personalidades de Estados Unidos e Inglaterra. El padre del presidente, Joseph —que fue
embajador en Gran Bretaña al filo de la Segunda Guerra Mundial—, en silla de ruedas
tras el derrame cerebral que sufrió hace dos años, observa la escena desde el interior de
la Casa Blanca.
Pero John Kennedy, aunque se dirija a un público tan idílico y compruebe que la
simpatía y las sonrisas afloran en este homenaje a un dirigente mundial tan notable y
legendario, no puede dejar de pensar al mismo tiempo en «el otro Churchill»... y en otra
guerra que está cogiendo impulso.
Fue Dwight Eisenhower quien envió las primeras tropas estadounidenses a Vietnam
para cortar de cuajo la expansión del comunismo en el Sudeste asiático. Pero John
125
Kennedy fue quien, desde que tomó posesión del cargo, ordenó el aumento gradual del
número de efectivos desplazados allí para garantizar que Vietnam no cayera en poder del
comunismo, lo que podría crear un efecto dominó por el que otras naciones asiáticas
volvieran la espalda a la democracia.
Pero las buenas intenciones de Kennedy se han ido al traste. Los «asesores» de
Estados Unidos en Vietnam, antaño muy contados, ascienden ahora a casi seis mil
pilotos y soldados. La aviación estadounidense arroja bombas de napalm para destruir al
ejército del Vietcong que combate al régimen de Saigón, apoyado por Estados Unidos.
Miles de guerrilleros del Vietcong han muerto junto con miles de campesinos
vietnamitas inocentes. «La visión de los cadáveres carbonizados de niños y bebés
apilados en montones en medio de lo que queda del mercado es desgarradora», informa
la agencia Associated Press (AP) después de uno de esos bombardeos.
Pilotos estadounidenses vuelan por todo Vietnam en cientos de misiones cada mes.
Sus aviones han emprendido la defoliación sistemática de la jungla, que rocían con
productos químicos para eliminar toda vegetación donde pudiera ocultarse el enemigo;
por supuesto, los cultivos de muchos campesinos inocentes quedan destruidos con ello.
La política de «planeta calcinado» acabará volviéndose contra Estados Unidos de
distintas maneras.
La CIA se ha unido a la lucha en Vietnam con sus misiones encubiertas de búsqueda
y destrucción en el Norte comunista. Los helicópteros estadounidenses tienen carta
blanca para abrir fuego sobre los campesinos que corren en dirección contraria cuando
ven venir los Hueys barriendo las copas de los árboles. Se da por sentado que estos
aldeanos salen huyendo porque ven en ellos al enemigo, y no movidos por un terror
supersticioso a las aeronaves que de pronto han invadido el cielo de sus primitivos
poblados.
John Kennedy cree que Estados Unidos necesita poner fin al conflicto en Vietnam,
aunque aún no está dispuesto a hacer pública esta opinión.
—No tenemos ni la menor posibilidad de quedarnos en Vietnam —le comentará
extraoficialmente al periodista Charles Barlett, ganador de un premio Pulitzer—. Allí
nos odian, nos echarán a patadas en cualquier momento. Pero no puedo dejar el territorio
a los comunistas y esperar que los estadounidenses vayan a reelegirme.
Para defender sus posibilidades de ejercer un segundo mandato, el presidente no
puede sacar las tropas de Vietnam antes de las elecciones de 1964; y no piensa hacerlo.
Los votantes siguen decantándose por la guerra. Mientras tanto, espera poder mermar la
intervención de Estados Unidos, y lee los informes del día cada mañana rezando porque
el irresponsable Ngo Dinh Diem, el presidente survietnamita, no cometa ninguna
estupidez que empeore la situación.
Diem es católico, como los Kennedy. Pero su fe, que roza el fanatismo, le impide
126
centrarse en el objetivo de combatir el comunismo. Ahora libra una guerra en dos frentes
dispersos: el primero contra el Vietcong; el segundo es una guerra santa contra los
budistas, que constituyen la población mayoritaria en Vietnam.
Pero como todo el mundo sabe, Diem fue ensalzado por el vicepresidente Johnson,
que lo llamó «el Winston Churchill de Asia». Los Kennedy deploran tan zafia
exageración. A diferencia del verdadero Winston Churchill, Diem no es un amigo firme
e inamovible del pueblo estadounidense ni de los Estados Unidos de América: es un
asesino en masa al que solo preocupa su propia glorificación.
Y ese narcisismo no tardará en condenarlo.
127
Walker y asoma el cañón de su fusil por el enrejado. En la iglesia vecina, los feligreses
acuden a la misa de esta tarde de miércoles.
La oprimida clase obrera corre por las venas de Lee Harvey Oswald, que saca fuerzas
de los ideales comunistas y socialistas. Tras casi un año de vuelta en Estados Unidos, su
ira hacia el sistema capitalista, que considera injusto, es ahora aún mayor; está tan
furioso que mataría a cualquier anticomunista.
Por eso, con su flamante fusil e intenciones homicidas, apunta a la cabeza de Ted
Walker, una de sus bestias negras. Hace año y medio, Walker fue reprendido por
declarar a la prensa que Harry Truman y Eleanor Roosevelt eran casi comunistas. En
lugar de retractarse, el general dimitió de su cargo en un gesto de desafío que le costó la
pensión. Desde entonces, este veterano de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra de
Corea se ha metido en política. Se presentó a gobernador de Texas por el Partido
Demócrata: raro alineamiento para alguien situado tan a la derecha en política —y más
aún viviendo en la violenta Dallas, una ciudad donde los demócratas son muy
minoritarios y casi todos se cuidan mucho de expresar abiertamente sus ideas.
Después de quedar el último en las elecciones —las que ganó John Connally—, viajó
a Misisipi para unirse al motín de los supremacistas blancos que intentaban impedir la
integración en la Universidad de Misisipi. Dos muertos y seis policías federales heridos
por arma de fuego fue el balance de aquel altercado, a raíz del cual Walker pasó una
temporada en una institución mental, donde las autoridades federales lo encerraron
acusado de sedición. Fue el propio Bobby Kennedy quien ordenó que imputaran a
Walker por actos de violencia que atentaban contra los derechos civiles de otro
ciudadano estadounidense.
Pero Oswald no piensa en los derechos civiles. Ha venido a casa de Walker porque el
boletín informativo comunista Worker, al que está suscrito, señala al general como una
amenaza a sus ideas. Y también por la reciente participación de Walker en la operación
Cabalgada de Medianoche, un recorrido tan espectacular como el de Paul Revere[1] para
advertir a los estadounidenses del azote del comunismo. La decisión del Gran Jurado de
Misisipi de no presentar cargos contra Walker fue lo que llevó a Oswald a comprarse un
fusil, y desde que recibió su Mannlicher-Carcano, ha cogido muchas veces el autobús al
vecindario de Walker. Pateándose las calles y callejas, las ha estudiado y dibujado y se
ha aprendido de memoria su trazado y configuración, las rutas de huida y el horario de
misas de la iglesia contigua. Antes de que lo despidieran el 6 de abril, Oswald tomó
varias fotografías de la zona y las reveló en el trabajo. Guarda toda esta información en
un cuaderno especial de anillas azul.
Oswald sabe que puede encontrar a Walker en su estudio casi todas las tardes. El
callejón está tan cerca de esa estancia que dar en el blanco es pan comido.
No le ha dicho a Marina a dónde iba esta noche, pero antes de salir, le deja una nota
128
detallando lo que ha de hacer si lo arrestan. En la nota están los datos de los recibos que
ha pagado, el dinero que le deja y la ubicación de la cárcel de Dallas. Oswald la ha
escrito en ruso para asegurarse de que Marina la entienda bien y la ha dejado sobre su
mesa, en el pequeño cubículo que ha convertido en su estudio; ella sabe que es mejor no
entrar allí, pero Oswald está seguro de que entrará si él tarda en llegar.
Sin hacer ruido, Oswald apunta a Walker desde el callejón. El general ofrece el perfil
izquierdo; lleva su pelo oscuro hacia atrás, pegado a la cabeza por la gomina. La mira del
rifle permite distinguir cada mechón. Oswald nunca ha matado a nadie, ni siquiera ha
disparado jamás un arma llevado por la ira. Pero en sus tiempos de marine pasó muchas
horas en el campo de tiro, y en las últimas semanas ha sido diligente practicando su
puntería en el lecho seco del río Trinity; los paramentos del cauce le han servido de
barrera. Resulta casi cómico que alguien que se dispone a cometer un asesinato vaya en
autobús al lugar donde practica el tiro, y no digamos a la escena del propio crimen. Pero
a Lee Harvey Oswald no le queda más remedio: no tiene coche.
Walker está absorto en su declaración fiscal. Oswald respira hondo y suelta el aire
lentamente. Sabe que hay que hacerlo así antes de disparar, y disparar con los pulmones
totalmente vacíos. También sabe apretar el gatillo despacio y suavemente, sin
movimientos bruscos.
En sus tiempos de marine, no se tomaba muy en serio las prácticas en el campo de
tiro: se reía con ganas de la bandera roja, «las bragas de Maggie»,[2] que ondeaba cada
vez que erraba un tiro. Pero si quiere, sabe disparar muy bien, como demuestra su
acreditación como «tirador de primera» de la Infantería de Marina.
Y ahora quiere.
Oswald aprieta el gatillo. Dispara una sola vez. A continuación, da media vuelta y
echa a correr como alma que lleva el diablo.
129
Oswald enciende la radio para ver si lo mencionan en los informativos. Muerta de
ansiedad, Marina va de un lado a otro atemorizada y nerviosa. Su marido, agotado, acaba
tumbándose en la cama de ambos. Al momento cae profundamente dormido.
A la mañana siguiente, todos los periódicos y la radio hablan del atentado contra
Walker. Oswald no se pierde una palabra, aunque enterarse de que ni siquiera hirió al
general lo deja hundido. Testigos presenciales declaran haber visto a dos hombres huir
en un coche, y la policía de Dallas busca un arma con munición muy distinta a la suya.
Oswald está muy desanimado. Disparó a Walker para ser un héroe a ojos del Partido
Comunista; quería ser especial. Pero no solo ha fallado el tiro más fácil que tendrá
nunca, sino que ahora buscan a alguien completamente distinto. Más tarde, viendo que la
bala rebotó en el cristal de la ventana y pasó a solo ocho centímetros de la cabeza de
Walker, la policía deducirá que la mira telescópica del fusil de Oswald, diseñada para
apuntar a larga distancia, seguramente desenfocó el cristal, lo que implica que ni siquiera
sabía que el cristal se interponía entre él y su blanco cuando apuntó y disparó.
Pero nada de todo esto importa a Lee Harvey Oswald ahora mismo. Es algo peor que
un fracasado: es anónimo.
Tres días después, Lee Harvey Oswald quema su cuaderno azul de anillas. La casa de
Walker está vigilada las veinticuatro horas, sería casi imposible atentar contra su vida
por segunda vez. Aun así, Marina sabe que su marido es tenaz e imprevisible. Su odio a
los anticomunistas es muy intenso y muy real.
Asustada de veras, propone algo drástico: mudarse los dos a Nueva Orleans con la
niña. Está convencida de que la policía llamará a su puerta de un momento a otro; creció
en el represivo estado policial soviético, y ahora vive con el miedo de que vengan a por
ella en plena noche para llevársela a prisión y nunca más vuelva a saberse de ella.
El 21 de abril, Marina sorprende ve a Oswald preparándose para salir de casa con un
revólver en la cintura. Es domingo y se ha puesto el traje. Furiosa, le pregunta a dónde
va.
—Viene Nixon —responde Oswald—. Voy a echar un vistazo.
El antiguo vicepresidente acaba de saltar a los titulares de prensa al exigir la salida de
Cuba de todos los comunistas. Richard Nixon, como el general Walker, se ha hecho un
nombre en política denunciando a los comunistas.
—Sé muy bien a qué le llamas tú echar un vistazo —le dice Marina.
La idea de su marido de echar un vistazo a una situación es pegarle un tiro a otro ser
130
humano. Lee Harvey ha dejado muy claro que necesita que lo salven de sí mismo.
En ese momento, mostrando lo expeditiva que puede llegar a ser llevada a una
situación extrema, Marina Oswald mete a su marido de un empujón en el diminuto
cuarto de baño y lo deja allí encerrado el resto del día. Cuando lo suelta, ha quedado
claro que, por su propio bien, Lee Harvey Oswald dejará Dallas.
131
11
3 DE MAYO DE 1963
BIRMINGHAM, ALABAMA
13.00
132
Pero estos niños quieren estar aquí, y muchos han venido en contra de la voluntad de
sus padres. No retrocederán ante nada: saben que si sus madres y sus padres salieran a
manifestarse, serían detenidos y podrían quedarse sin trabajo o perder días y semanas de
paga.
Saben que esta manifestación no es solo por los servicios públicos y las fuentes: es
un gesto de desafío. Días antes de jurar su cargo hace solo cuatro meses, el gobernador
de Alabama, George Wallace, había dejado una cosa bien clara: «Voy a hacer de la raza
la base política de este estado y de todo el país». Más tarde, al jurar el cargo, proclamó:
«En el mismo lugar donde antaño estuvo Jefferson Davis, he jurado mi cargo ante mi
pueblo. Nada más propio que retumben nuestros tambores de libertad desde la cuna de la
Confederación, el corazón del Sur anglosajón. ¡Respondamos a esa llamada de la sangre
que nos corre por las venas y ama la libertad! En nombre de los mejores hombres que
han pisado esta tierra, hoy trazo la raya en el polvo y lanzo el guante a los pies de la
tiranía para deciros: ¡segregación hoy! ¡Segregación mañana! ¡Segregación siempre!».
Esas palabras son un llamamiento a las armas para los negros, igual que para los
blancos que disienten con Wallace. Aquella misma primavera, el reverendo Martin
Luther King había viajado a Birmingham para defender la integración. Los líderes
negros de la ciudad, temiendo las represalias de sus prestamistas blancos, le
comunicaron que no lo querían allí. La cabeza visible de los derechos civiles ridiculizó
su miedo y denunció su cobardía, intentando avergonzarlos para que se unieran a la
lucha.
Pero pese al esforzado ahínco de King y su gran amigo Ralph Abernathy, la lucha se
estancó hace solo una semana: tras meses de protestas y detenciones en Birmingham, los
medios de comunicación nacionales perdieron interés. Ya no quedaba dinero con que
pagar las fianzas de los centenares de detenidos, y la afluencia de manifestantes había
ido menguando. Los segregacionistas encabezados por Eugene «Bull» Connor, el
comisario de orden público de Birmingham, llevaban todas las de ganar. Totalmente
entregado a esta batalla, Connor, de sesenta y cinco años y antiguo miembro del Ku
Klux Klan, se regodea en la idea de mantener a los negros «en su sitio».
La primera marcha infantil, el 2 de mayo, trastocó los planes de Connor. Ese día, al
término de la manifestación, miles de personas acuden a la iglesia baptista de la Sexta
Avenida para escuchar al doctor Martin Luther King encomiar la valentía de los niños. Y
King jura que las protestas continuarán.
—Estamos dispuestos a negociar —declara a la prensa—, pero vamos a negociar
desde una posición de fuerza.
Connor tiene otros designios.
133
—¡Adelante, adelante, adelante! ¡Libertad, libertad, libertad!
La «Cruzada de los Niños» ha llegado a la sombra de los olmos de Kelly Ingram
Park. Este día húmedo hace 27º C. Estudiantes y escolares ven ante sí barreras policiales
y filas de camiones de bomberos. Al acercarse, oyen los gruñidos y ladridos de los
pastores alemanes entrenados por la policía para atacar. En el lado oriental del parque se
ha formado una aglomeración de blancos y negros expectantes. Los adultos negros se
burlan de los policías cuando los niños rompen a cantar «Venceremos».
Martin Luther King, al dirigirse a los manifestantes antes de salir de la iglesia, les ha
recordado que la cárcel es un módico precio por defender una causa como la suya. Saben
que es mejor no responder a la policía ni enfrentarse a ella cuando intenten reprimirlos:
la manifestación habrá sido en vano si desemboca en disturbios.
Pero Connor no puede dejar que estos niños lleguen al distrito comercial blanco, y ha
ordenado a los bomberos de Birmingham acoplar sus mangueras a las tomas de agua y
prepararse para abrirlas y rociar a los manifestantes. La presión del agua es tan grande
que puede desprender la corteza de un árbol o el cemento de la fachada de un edificio de
ladrillo. Si la marcha llegara al distrito blanco, el agua podría ocasionar destrozos en los
escaparates de las tiendas que costaría caro arreglar: hay que impedir su avance.
Los que van en cabeza reciben un chorro de agua a medio gas. Aun así, la presión es
suficiente para parar en seco a muchos niños. Siguiendo la consigna de no ser violentos
ni retirarse, algunos se sientan en el suelo y dejan que el agua los golpee.
Connor, al ver que las medias tintas no darán resultado con unos manifestantes tan
resueltos, da la orden de rociarlos a la máxima presión. Todos los niños caen derribados
al suelo. Muchos resbalan por las calles y aceras, haciéndose rozaduras en todo el cuerpo
contra la hierba y el hormigón y rasgándose la ropa. Los que se pegan a la fachada de los
edificios para protegerse de las mangueras enseguida se percatan de su error: ahora son
un blanco perfecto.
—El agua escocía como un látigo y golpeaba como un cañón —recuerda después uno
de ellos—. Su fuerza te tiraba al suelo como si no pesaras más que ocho kilos, nos
sacudía como a muñecos de trapo. Intentábamos pegarnos a los muros de las casas, pero
era imposible.
Y Connor suelta los perros.
Las mandíbulas de un pastor alemán al cerrarse sobre su presa ejercen una presión de
ciento veinte kilos, la mitad que las del gran tiburón blanco o el león; pero el pastor
alemán es mucho más pequeño que esos predadores. Por eso, proporcionalmente, la
fuerza de las mandíbulas de los perros policía de Birmingham no tiene rival.
Bull Connor lo está pasando en grande mirando cómo los pastores alemanes
arremeten contra los niños, los muerden y les desgarran la ropa. Calvo y con gafas, con
el cuerpo en forma de pera, parece apacible; pero lo cierto es que es un hombre de ley y
134
orden, y de convicciones aún más racistas y violentas que las del gobernador Wallace.
Metiéndose de lleno en el fregado, el comisario de orden público ordena a los policías
romper filas para que los ciudadanos blancos de Birmingham puedan ver bien cómo los
perros policía dan lo peor de sí.
A las tres de la tarde, todo parece haber acabado. Los niños que no han sido
detenidos vuelven a sus casas renqueando, con la ropa rota y empapada y el cuerpo
cubierto de moratones por los incontables cañonazos de agua que han recibido. Ya no es
un desafiante grupo de valientes: ahora solo son unos críos que han de rendir cuentas a
sus enfadados padres por la ropa destrozada y el día de colegio perdido.
Una vez más, Bull Connor ha ganado.
O al menos eso parece.
Pero entre los testigos de lo ocurrido en Birmingham esa tarde está Bill Hudson,
reportero gráfico de la Associated Press. Considerado uno de los mejores fotógrafos, está
dispuesto a correr cualquier peligro con tal de conseguir una buena foto. Esquivó balas
cubriendo la Guerra de Corea y ahora esquiva ladrillos cubriendo las protestas del
movimiento de los derechos civiles.
Bill Hudson, hoy en Birmingham, saca la mejor foto de su vida. Como no podía ser
más apropiado, es en blanco y negro. La dispara a solo metro y medio de distancia, y es
la imagen de un policía de Birmingham —parece un comisario, con camisa planchada,
corbata y gafas de sol— azuzando a un pastor alemán contra un estudiante de secundaria
negro, Walter Gadsden.
A la mañana siguiente, el New York Times publica la fotografía en primera plana
sobre el texto a tres columnas.
Y así es como John Kennedy, que como de costumbre ha empezado la mañana con la
prensa, ve esta imagen de Birmingham. La repulsa que siente le llevará a expresar su
opinión a los reporteros: la imagen es «repugnante» y «vergonzosa».
El instinto de JFK le dice al primer vistazo que la fotografía de Hudson levantará
indignación en Estados Unidos y en el mundo entero. Los derechos civiles serán uno de
los temas clave en las elecciones presidenciales de 1964. Y el presidente comprende que
ya no podrá limitar su papel al de mero observador pasivo del movimiento de los
derechos civiles. Tiene que pronunciarse, sin importar cuántos votos pierda en el Sur.
Mientras, la fama de Martin Luther King está en alza. Pronto verá resolverse a su
favor la situación de Birmingham gracias a la «Cruzada de los Niños». Tras la «victoria»
inicial de Bull Connor, la presión de la opinión pública contra las autoridades de
Alabama se hace tan intensa que su relevo es inevitable.
135
Esta imagen de un manifestante atacado por los perros policía en una marcha no violenta por los derechos civiles
sirvió para denunciar ante toda la nación la brutalidad de la policía de Bull Connor. (Bill Hudson/Associated
Press)
Pese a este triunfo, Martin Luther King y John Fitzgerald Kennedy no sintonizan; de
hecho, el activista y el presidente chocan.
136
Los tres mil manifestantes budistas que se aglomeran a orillas del río Perfume para
expresar su descontento no van armados, pero la policía y las tropas gubernamentales
abren fuego contra la multitud. Las balas y granadas dispersan a los manifestantes y
acaban con la vida de una mujer y ocho niños.
Ante la consiguiente indignación de la opinión pública, y aunque la policía y el
ejército eran survietnamitas a ojos vistas, Diem carga las muertes al enemigo Vietcong.
La llamada «crisis budista» se agrava cuando Diem absuelve a los autores de los
disparos.
La tensión va en aumento por todo Vietnam durante el mes de mayo. Al igual que
Bull Connor en Birmingham, Diem parece llevar las de ganar: nada puede hacerse para
poner fin a su reino de terror. El 3 de junio las tropas gubernamentales atacan una vez
más a los budistas de Hue y dispersan a los manifestantes con gases lacrimógenos y
perros, pero la multitud se reagrupa. Espoleados por la rabia, los budistas dirigen gritos
insultantes a sus agresores al mando de Diem. Al final, los soldados survietnamitas
derraman un líquido rojo de composición desconocida sobre la cabeza de los budistas
sentados en las calles en oración. Sesenta y siete personas son hospitalizadas con
quemaduras en el cuero cabelludo y los hombros.
Incapaz de controlar a los manifestantes, el ejército de Diem impone la ley marcial en
toda la ciudad de Hue.
Aun así, igual que sucedió con el movimiento por la integración en Birmingham, que
perdió fuelle antes de cobrar nuevos bríos con la «Cruzada de los Niños», la crisis
budista ha empezado a aburrir a la prensa extranjera: la persecución de los budistas es
una noticia caducada.
Sin embargo, el 11 de junio de 1963 un monje budista de setenta y tres años dará a
esos reporteros algo de que hablar.
Son casi las diez de la mañana cuando Thich Quang Duc se sienta en una de las
atestadas vías públicas de Saigón. Duc lleva una holgada túnica de color azafrán; es un
monje de una orden budista que practica la meditación y el voto de pobreza. Y ha
tomado la decisión de prenderse fuego esta mañana para morir en protesta por la
represión del gobierno contra sus creencias.
La decisión no es impulsiva. Los budistas han estado buscando a alguien dispuesto a
inmolarse para llamar la atención sobre la angustiosa situación en que viven. Un gesto
tan sobrecogedor forzosamente atraerá la cobertura de los informativos del mundo
entero. El día anterior incluso habían tenido la previsión de hacer correr la voz entre la
prensa extranjera de que quienes se acercaran ese día a la legación de Camboya
presenciarían algo especial.
137
No muchos periodistas han respondido a la invitación; son pocos los que ven la
berlina Austin gris que avanza lentamente hacia el cruce del bulevar Phan Dinh Phung
con la calle Le Van Duyet, abriendo la marcha de trescientos cincuenta manifestantes
que denuncian el régimen de Diem con pancartas en vietnamita e inglés.
El Austin frena en el cruce y Thich Quang Duc se apea recogiéndose la túnica.
Alguien pone un cojín en la calzada, y el anciano monje se sienta en la postura del loto
sin dejar de recitar una y otra vez las palabras: «Retorno a la tierra eterna, Buda».
Duc se dispone a pasar voluntariamente por este trance, pero ningún momento
anterior de su vida podría haberlo preparado para este, en el que otro manifestante
budista derrama casi veinte litros de gasolina sobre su cabeza rasurada. El combustible le
moja la ropa y baja por su espalda empapando el cojín en el que se sienta.
Los manifestantes forman un corro alrededor de Duc para que la policía no pueda
intervenir. El monje lleva un rosario de cuentas de roble en una mano y en la otra una
cerilla.
Duc enciende la cerilla.
Sin que la llama le roce siquiera, los gases bastan para prender fuego a su cuerpo.
Visto a través de las llamas, su rostro expresa el dolor más absoluto. Pero Duc no grita ni
emite un solo sonido. Su piel está calcinándose, el fuego le sella los párpados. Un largo
minuto transcurre, y luego otro. Pero todavía no muere.
La policía no logra llegar a él, el corro de manifestantes obstruye el paso. Un camión
de bomberos intenta acercarse para echar agua sobre el monje, pero otros monjes lo
impiden tirándose bajo las ruedas.
Por fin, tras diez atroces minutos, el cuerpo de Thich Quang Duc se dobla hacia
delante y el monje cae muerto en la calzada.
Sus compañeros levantan el cadáver carbonizado y lo meten en el féretro que han
traído al efecto. La tapa no cierra del todo: uno de los brazos del cuerpo abrasado asoma
fuera de la caja en el camino de vuelta a la pagoda de Xa Loi. Después descubren que,
pese a las densas llamas, el corazón de Duc está casi intacto. Los monjes lo extraen de la
cavidad torácica y lo ponen en un cáliz de cristal para exhibirlo.
En los meses siguientes, habrá más monjes mártires. Un alto cargo survietnamita
cometerá el error de decirle a un reportero:
—Que ardan ellos; nosotros, a aplaudir.
Como en Birmingham, es el principio del fin para las altas instancias del poder en
Saigón. Y una vez más, un fotógrafo de la Associated Press será quien lo cambie todo.
Malcolm Browne, jefe de la corresponsalía de AP en Saigón, es uno de los pocos
periodistas que presencian la inmolación de Thich Quang Duc. Su espeluznante
fotografía del monje envuelto en llamas llena de espanto a toda la humanidad. Y al igual
que la foto de Bill Hudson de los perros policía atacando a inofensivos estudiantes, será
138
una de las imágenes más emblemáticas de la década de 1960.
De nuevo, John F. Kennedy leerá la prensa de la mañana y quedará horrorizado al ver
la fotografía. En ese momento, el presidente comprende que el problema de Vietnam
acaba de tomar un cariz más grave. No puede seguir apoyando al presidente Diem: el
mundo entero se volverá contra el líder vietnamita ante una imagen tan escalofriante.
Diem ha de irse.
Para John Kennedy, su correligionario católico, la cuestión es cómo.
Son las seis menos cuarto de la tarde del 29 de mayo. En Washington, la jornada del
presidente John Kennedy ha sido muy ajetreada, con una reunión tras otra en el
Despacho Oval. No obstante, su corbata granate sigue perfectamente anudada y su
chaqueta a medida azul marino parece tan pulcra como cuando se la puso al levantarse
de la siesta a la una de la tarde. Ahora le apremian reclamando su presencia en el
Comedor de la Marina, en el sótano de la Casa Blanca. JFK se pone en pie estirándose
despacio para no hacerse daño en la espalda y, dejando el escritorio, inicia el corto
trayecto escaleras abajo.
Esta espantosa fotografía de un monje budista inmolándose se convirtió en una de las imágenes más inolvidables
de la protesta contra la guerra de Vietnam. (Malcolm Browne/Associated Press)
139
ver con la raza, la religión ni la guerra; alude en cambio al deseo humano más
primigenio de todos: el sexo. Y tiene más potencial que Birmingham, e incluso Vietnam,
para acabar con su presidencia.
JFK sabe desde hace tiempo que si sus andanzas llegaran a salir a la luz, no solo
destruirían esa imagen de hombre de familia que tanto ha explotado, sino también su
futuro político. Ahora no necesita mirar muy lejos para ver cómo sería exactamente esa
caída. En Gran Bretaña, John Profumo, héroe de guerra y distinguido político de
cuarenta y seis años, ha sido sorprendido en una aventura con una prostituta de veintiún
años, Christine Keeler. Su esposa, Valerie Hobson, que había sido una estrella de cine,
decide perdonarlo: si Profumo fuera cualquiera, la embarazosa historia acabaría aquí.
Pero Profumo es el secretario de Guerra británico y uno de los hombres con más
poder del gobierno del primer ministro Harold Macmillan. Además, Christine Keeler no
solo se acuesta con él, sino también con un agregado naval soviético. La primera vez que
le preguntan por el asunto en la Cámara de los Comunes, Profumo lo niega. El 5 de junio
habrá de admitir que mintió. El deshonrado Profumo, rechazado por sus colegas, se ve
obligado a dimitir.
Profumo saldrá del gobierno y desaparecerá de los círculos de la alta sociedad. Su
humillación será tan absoluta que dará un paso excepcional para redimirse: se ofrecerá
voluntario para fregar los inodoros de un refugio londinense para indigentes —
penitencia que seguirá cumpliendo durante mucho tiempo, incluso después de que la
reina Isabel le restituya su estatus social en 1975 nombrándolo Comandante del Imperio
Británico.
El primer ministro Macmillan no ha cometido ni una sola indiscreción, pero es el
responsable último de cualquier secreto que Profumo, aun involuntariamente, pudiera
haber revelado a su amante. El 71 por ciento de los británicos cree que Macmillan
debería dimitir o convocar inmediatamente elecciones generales para elegir nuevo
primer ministro.
El escándalo acapara la atención de John Kennedy. Los paralelismos entre él y
Profumo son demasiado numerosos para no advertirlos: ambos son casi de la misma
edad, están casados con una mujer hermosa y deseable y fueron condecorados en la
Segunda Guerra Mundial; hasta coinciden en su apelativo familiar: Jack.
Pero sus correrías no son equiparables: las indiscreciones de JFK sobrepasan las de
Profumo con mucha diferencia. Hasta ahora, John Kennedy ha tenido la inmensa suerte
de que ninguna mujer haya salido a la palestra para vocear que se ha acostado con el
presidente. Y nada indica que alguna de las que han pasado la noche en la Casa Blanca
se dedique al espionaje. Pero como le recuerda su hermano Bobby, bastaría con que una
sola fuera a los tabloides para arruinarlo. El desastre sería mucho peor y las
repercusiones llegarían mucho más lejos que las insinuaciones que Marilyn Monroe
140
propagó en Hollywood antes de su prematura muerte.
Lo irónico es que el embarazo de Jackie ha hecho que John Kennedy se vuelque en
su mujer y su familia como nunca antes. El personal de la Casa Blanca empieza a ver al
presidente y a la primera dama mucho más tiempo juntos y de la mano; aunque Jackie
sea la única que puede atestiguar cómo el presidente se arrodilla cada noche para rezar
sus plegarias. El pasado marzo los escoltas de JFK se quedaron pasmados cuando quiso
acudir al aeropuerto para recibir a Jackie, Caroline y John a su regreso de un viaje.
«Saltaba a la vista que había echado de menos a su familia y estaba deseando
verlos», escribirá después del agente Clint Hill.
A pesar de sus infidelidades, el presidente Kennedy fue un hombre dedicado a su familia, fotografiada aquí el
Domingo de Resurrección de 1963. (Cecil Stoughton, fotografías de la Casa Blanca, Biblioteca y Museo
Presidenciales John F. Kennedy, Boston)
A medida que el embarazo de Jackie se hace más visible, los Kennedy pasan más
fines de semana juntos en la residencia presidencial de Camp David, en Maryland —que,
como es bien sabido, debe su nombre al nieto de Dwight Eisenhower—. En este retiro de
cincuenta hectáreas situado en los frondosos montes Catoctin hay kilómetros de
senderos, el refugio principal de Aspen Lodge, un minigolf con zona para practicar
golpes, instalaciones de tiro al plato, establos con caballos y una piscina climatizada al
aire libre. Guardias de la Infantería de Marina patrullan las alambradas que rodean todo
el recinto. Pero lo mejor para la familia Kennedy es que Camp David es uno de los pocos
lugares del mundo donde no hay un agente del servicio secreto merodeando por las
inmediaciones cada minuto del día: la protección de los marines se considera suficiente
para la familia presidencial.
141
En el Comedor de la Marina, hoy es Jackie quien dirige el coro de la canción de
cumpleaños nada más entrar su marido en la estancia. Él finge sorpresa cuando le ponen
en la mano una copa de champán, y su equipo, con ánimo festivo, le rodea para
entregarle divertidos regalos.
Pero Jackie Kennedy guarda otra sorpresa bajo la manga; porque la fiesta acaba
trasladándose del Comedor de la Marina al yate presidencial, el Sequoia. Solo la familia
y un puñado de amigos están invitados. Mientras el Sequoia surca lentamente las aguas
del Potomac, el tranquilo cumpleaños se torna en una animada fiesta. Corre el Don
Pérignon de 1955, y la música de una banda de tres músicos ensordece a todos en el
salón de popa. El twist ya no está de moda, pero es el baile favorito del presidente, y la
banda interpreta a Chubby Checker sin parar. El agente del servicio secreto Clint Hill
afirmará después que nunca había visto a John y a Jackie Kennedy pasarlo mejor juntos
«bailando el twist, el chachachá y todo lo que se les pusiera por delante».
Está previsto que el paseo en yate finalice a las diez y media, pero JFK lo está
pasando tan bien que le pide al capitán alargarlo otra hora. Y después otra y luego otra
más, sin reparar en los relámpagos y la lluvia que mantienen todo el rato bajo cubierta a
Bobby, Ethel, Teddy y los demás.
Es la una y veinte de la madrugada cuando el capitán al fin amarra el Sequoia al
muelle. La ciudad de Washington duerme. La velada ha sido muy especial y romántica
para John y Jackie Kennedy. Birmingham, Vietnam, Profumo... el presidente volverá a
ocuparse de todos los problemas a la mañana siguiente. Pero ahora están muy lejos.
El hombre al que quedan seis meses en este mundo no puede imaginarlo ahora, pero
sus allegados sin duda recordarán este último cumpleaños como el mejor de toda su vida.
142
12
22 DE JUNIO DE 1963
WASHINGTON, D. C.
ÚLTIMA HORA DE LA MAÑANA
143
tan ligado ahora a los derechos civiles que su nombre de pila se usa como insulto en el
Sur. El hecho de que John Kennedy acabe alzándose en defensa de los negros es una
victoria también para él.
Mayo de 1963 fue un mes complicado en Birmingham, marcado por sucesivos
altercados, todos espoleados por el gobernador de Alabama, el racista George Wallace.
La batalla sigue candente. El 11 de junio, tras conseguir la integración en la Universidad
de Alabama, JFK leyó —y también improvisó en parte— un discurso escrito a toda prisa
en torno a los derechos civiles que fue retransmitido por una cadena nacional. Más
adelante será considerado uno de sus mejores discursos. El presidente prometió que su
administración haría todo lo posible por acabar con la segregación y que presionaría al
Congreso para que «impusiera la ley, que otorga a todos los estadounidenses el derecho
a ser atendidos en cualquier instalación abierta al público».
Al día siguiente, sin dejar correr un día más, mataron de un tiro al activista Medgar
Evers en el sendero de entrada a su casa en Misisipi.
La integración no es un asunto que JFK pueda liquidar actuando como es debido y
como corresponde: el compromiso con la cuestión racial tiene repercusiones de gran
alcance para él. Para empezar, algunos estadounidenses equiparan los derechos civiles al
comunismo. Y lo que menos conviene a Kennedy en el momento más álgido de la guerra
fría es que lo etiqueten de comunista, además de simpatizante del movimiento negro;
aunque sabe que en el profundo Sur son muchos los que darán ese salto inmediatamente.
Y luego están las correrías de Martin Luther King. Como es bien sabido dentro del
movimiento de los derechos civiles, King pasa fuera la mayor parte del mes, lejos de
casa y de su mujer, Coretta, que se ha resignado a no contar con su fidelidad. Según se
sabe por la vigilancia del FBI y por admisión de su buen amigo Ralph Abernathy, King
se acuesta con prostitutas y buscavidas, e incluso con mujeres casadas. Cuando sus
amigos le insisten en el tema, él no niega sus imprudencias, sino que se excusa alegando
que el sexo alivia la ansiedad que lo acosa durante los intensos y frecuentes periodos que
pasa solo (casi una década después de su asesinato en 1968, un juez sellará hasta el año
2027 los archivos del FBI sobre la vida privada de Martin Luther King).
Hoover cree que King es comunista, y el FBI lleva un año y medio pinchando sus
teléfonos e instalando micrófonos en las habitaciones de motel donde se aloja: se le ha
metido en la cabeza acallar a King. El jefe del FBI ve en el líder de los derechos civiles
«un mujeriego degenerado y un obseso sexual» y echa humo cuando la revista Time lo
nombra «Hombre del Año» en 1963 (Kennedy lo fue en 1961; Johnson lo será en 1964).
Hoover dedica muchas horas a escuchar personalmente las grabaciones de las citas del
activista con sus amantes, y tanto el presidente como el fiscal general están al corriente
de sus actos. Jackie Kennedy, que lo considera un farsante, recordará más tarde que supo
por su marido de una cinta en la que King «llamaba a un montón de chicas y organizaba
144
una fiesta, también con otros hombres... En fin, una especie de orgía en el hotel».
Las palabras más infames de King se grabarán el 6 de enero de 1964 en el hotel
Willard de la ciudad de Washington. Como cuenta Taylor Branch en su libro Pillar of
Fire, se oye la voz de King exclamando: «Se lo dedico a Dios [se refiere al sexo]. ¡Esta
noche no seré un negro!».
En otras circunstancias, estas fechorías traerían sin cuidado a John F. Kennedy: lo
que King haga en privado es asunto del buen reverendo. Pero el presidente va a dar su
apoyo al movimiento de los derechos civiles: le guste o no, él y King, eminente portavoz
de ese movimiento, están encadenados políticamente hablando.
Y no le gusta nada. Su alianza con King va en contra de la prudencia que recorre
cada hebra de su ADN político. Hay enormes paralelismos entre ambos; pero Kennedy,
que puede ser impulsivo en algunos aspectos de su vida, es preciso y prudente a la hora
de preparar unas elecciones. Las infidelidades de King, sus presuntas simpatías
comunistas y su incansable defensa de los derechos civiles convierten su vinculación
pública con él en un enorme riesgo político: solo pasear con Martin Luther King en la
relativa privacidad de la Rosaleda hace sudar a Kennedy.
—King es tan fogoso —confió exasperado a su hermano antes de que el reverendo
llegara—, que es como esperar a [Karl] Marx en la Casa Blanca.
Al doctor Martin Luther King el desasosiego del presidente le importa muy poco. De
hecho, piensa aumentar la presión: está organizando una manifestación masiva para el
próximo mes de agosto en la explanada del Mall, la zona monumental de Washington...
lo que trasladará la batalla por los derechos civiles desde el profundo Sur al pie de los
ventanales del mismísimo Despacho Oval.
—¿Y si les da por mear en el Monumento a Washington? —exclama Kennedy al oír
la noticia, espantado.
Las palabras del presidente recalcan una dolorosa verdad: a diferencia de la crisis de
los misiles en Cuba, o incluso de la fallida invasión de Bahía de Cochinos, la situación
de los derechos civiles es un problema sobre el que John Kennedy apenas tiene control.
Martin Luther King está en primera línea del frente: tras su victoria en Birmingham, él es
quien dirige esta batalla... y ambos lo saben.
Ahora JFK quiere recuperar parte de ese poder.
—Supongo que sabe que lo vigilan de cerca —advierte al líder de los derechos
civiles.
King no lo sabe; pero tampoco es alguien que se asuste fácilmente. El reverendo es
bajo y grueso, el presidente alto y delgado; y la educación recibida por cada uno no
podría haber sido más distinta. Pero Martin Luther King es exactamente igual de culto,
igual de leído e igual de hábil en la política que Kennedy; y si ha llegado tan lejos, no ha
sido precisamente por claudicar ante los blancos.
145
King se toma a risa la advertencia, lo que deja aún más preocupado a Kennedy.
El Air Force One lo espera, será la primera visita a Europa del presidente desde la
crisis de los misiles en Cuba. El clima político de la guerra fría sigue siendo muy tenso:
en este viaje, JFK irá saltando de atolladero en atolladero.
Antes de irse, quiere asegurarse de que King ha comprendido la magnitud del
problema.
Y contrarresta las evasivas del reverendo utilizando el caso Profumo para dejar claro
que el vínculo entre su presidencia y la cruzada de King podría cambiar mucho.
JFK suele ser vago y diplomático al hablar; normalmente deja que su interlocutor
saque sus propias conclusiones. Pero ahora es dolorosamente directo. No quiere ningún
error: King ha de cortar sus lazos con el comunismo y ser cauto con sus infidelidades.
—Sea prudente y no descuide su causa —le avisa el presidente; no puede ser más
claro—. Si lo derriban a usted, nos arrastrará en su caída. Así que mucho cuidado.
El presidente de los Estados Unidos ha dicho lo que tenía que decir. Ya no tiene más
tiempo; poniendo fin a la conversación, se marcha a coger su vuelo.
A Martin Luther King le quedan cinco años de vida.
A John Fitzgerald Kennedy, exactamente cinco meses.
146
Bobby Kennedy fue la fuerza motriz que cambió la postura del presidente sobre los derechos civiles. Martin
Luther King y otros activistas de los derechos civiles aparecen aquí con Bobby y el vicepresidente en una visita
oficial a la Casa Blanca en 1963. (Cecil Stoughton, fotografías de la Casa Blanca, Biblioteca y Museo
Presidenciales John F. Kennedy, Boston)
147
compensarán de sobra la pérdida de los 25 que Johnson podría rendir en Texas. Además,
cada vez hay más signos de que aunque Johnson siguiera en el cartel, Texas va a
perderse de todos modos, tan debilitado está el vicepresidente en su estado natal.
Incluso se habla de un cartel Kennedy-Kennedy para 1964.
Por eso Bobby, sentado frente a Johnson en la mesa de la Sala de Gabinete, tiene
poco que temer de él; tan poco, que puede permitirse ser grosero.
El fiscal general llama con el dedo a Louis Martin, editor de un periódico negro.
—Tengo una cita —susurra a Martin cuando viene a su lado—. ¿Puede decirle al
vicepresidente que vaya terminando?
Martin sabe lo iracundos que son ambos. Asustado, regresa diplomáticamente a su
sitio en la pared.
Bobby se impacienta y enseguida vuelve a hacerle una seña.
—¿No le he pedido que le diga al vicepresidente que se calle ya?
Martin, de cincuenta años y buen amigo de Martin Luther King, no tiene elección. Le
debe un favor a Bobby Kennedy. Un gran favor: en 1960, cuando el reverendo acabó en
la cárcel tras las detenciones masivas de manifestantes por los derechos civiles, Bobby
había intercedido por él consiguiendo apoyos para su causa al llamar por teléfono a la
mujer del reverendo, Coretta, para interesarse por ella y darle ánimos. Sin duda, esa
llamada también ayudó políticamente a los Kennedy, desplazando hacia JFK el voto
negro.
El malestar de Martin es tan grande que no cabe en la sala. Todos los sentados a la
mesa advierten que pasa algo. Lyndon Johnson está hablando desde su púlpito, sentado
en la silla con reposacabezas, y mientras tanto, Bobby ya ha llamado a Martin a su lado
dos veces.
Bobby no ha elegido a un subalterno: Martin goza de tan alta estima que un día se le
conocerá como «el Padrino de la política negra». Todos saben quién es. Y el fiscal
general le ha susurrado unas palabras al oído visiblemente enojado.
Martin maniobra despacio entre la maraña de cuerpos y sillas. Lyndon Johnson finge
no darse cuenta... aunque jamás se le escapa nada.
Martin es prudente. Le lleva cierto tiempo dar la vuelta a la mesa, y nadie le quita los
ojos de encima.
Lyndon Johnson sigue hablando como si tal cosa. Y lo cierto es que ahora todas las
miradas están fijas en él; pero solo porque Louis Martin al fin está detrás de su silla.
Martin se inclina para pegar los labios al oído de Johnson, pero el vicepresidente no
deja de hablar en ningún momento.
—Bobby tiene que irse y quiere que acabe ya —le susurra Martin.
Johnson vuelve la cabeza y perfora a Martin con una mirada glacial, sin dejar de
hablar ni por un momento.
148
Y para gran fastidio de Bobby Kennedy, Lyndon Johnson sigue perorando otros
quince minutos.
Esta batalla por el control de la Casa Blanca no se circunscribe a los diez días que
JFK estará en Europa: en ella se juega quién ocupará ese lugar de importancia suprema
en el cartel electoral de 1964. Y aunque Lyndon Johnson haya podido rematar su
discurso, la actuación de Bobby hace saber a toda la sala quién manda allí realmente.
Bobby Kennedy le lleva ventaja en esta guerra. Cuanto más lo comprende Lyndon
Johnson, más se disgusta y se deprime. Al contrario que antes, que había perdido tanto
peso, a lo largo de este verano de 1963 su desaliento le llevará a engordar mucho. La
cara se le enrojece, y hay quien piensa que está empezando a beber mucho.
Los hermanos Kennedy han quebrado al político que antaño se tuvo por el más
poderoso de Washington.
Lee Harvey Oswald tiene dos pasiones este verano: la lectura y el engaño.
Durante todo el mes de junio trabaja de operario de mantenimiento para la Reily
Coffee Company de Nueva Orleans, y a pesar de ello cobra el paro. Escribe una carta al
«Comité del juego limpio con Cuba», asociación con sede en Nueva York, en la que
cuenta todo lo que ha hecho por ella. Hace imprimir tarjetas de visita con el nombre
supuesto de A. J. Hidell y el cargo también ficticio de presidente de esa asociación, y
llega incluso a tramitar una solicitud de pasaporte con datos falsos. Lee Harvey Oswald
se ha convertido en un ardiente comunista, y piensa cometer alguna otra osadía por el
bien de su causa política.
Los jefes de Oswald no están contentos con su rendimiento y se quejan de las horas
que pasa leyendo revistas de armas en el trabajo.
Marina de nuevo vive con él, en otro apartamento inmundo. Duermen sobre palés, y
todas las noches ella rocía un cerco de insecticida en el suelo alrededor de la cama para
ahuyentar a las cucarachas. Sabe que su marido ha pedido el visado que les permitiría
volver a la Unión Soviética, aunque ella no quiere marcharse. En realidad, como Oswald
ha solicitado su propio visado por separado, parece que quiera enviar sin él de vuelta a
Rusia a su hija June y a Marina, ahora embarazada.
Lee Harvey Oswald dista mucho de ser el gran hombre que confía en llegar a ser
algún día. Ahora mismo es un culo de mal asiento que se entretiene intentando hacer
vino de zarzamora, le cuesta conservar los trabajos y trata a su mujer y a su hija como si
fueran una carga para él.
La lectura alimenta la ira de Oswald, que devora varios libros a la semana de
contenido muy variado, desde una biografía del presidente Mao hasta novelas de James
Bond. Más adelante, a mitad del verano de 1963, Oswald decide leer sobre un tema en el
149
que nunca había indagado: John F. Kennedy.
Y a Lee Harvey le gusta tanto Retrato de un presidente, el superventas de William
Manchester, que al devolverlo saca de la Biblioteca Pública de Nueva Orleans Perfiles
de coraje, de Kennedy.
La colección de ensayos que le valió a John Kennedy el premio Pulitzer en 1957 trata
de la vida y obra de ocho grandes hombres.
En el mugriento y depresivo verano de la familia Oswald en Nueva Orleans, las
cuidadas palabras de JFK dan esperanzas a Lee Harvey Oswald de poder demostrar
también él su arrojo algún día.
150
Jackie Kennedy, que en anteriores embarazos tuvo problemas, esta vez no ha viajado
a Europa como hizo hace dos años; y como sin duda se recuerda aún. Por eso John
Kennedy tiene para sí todo el cariño de las masas.
Muchos habían reprobado al presidente marcharse a Europa en días tan agitados. El
New York Times del domingo anterior planteaba en el título de un artículo de opinión:
«¿Es necesario este viaje?». Y el texto decía: «Pese a las muchas críticas y razones en
contra, el presidente Kennedy prosigue su inoportuno viaje a Europa».
Pero John Kennedy sabe que la oportunidad es muy importante en política, y
marcharse ha sido todo un acierto. El periplo europeo, realizado justo cuando la
polémica de los derechos civiles amenazaba con dañar su presidencia, ha demostrado a
las claras que es el hombre más popular y carismático del mundo. Más de un millón de
alemanes se aglomeraron a lo largo de la ruta del convoy para verlo cuando llegó a
Colonia hace una semana. Otros veinte millones de europeos lo siguieron por televisión.
Y otro millón lo recibió en Berlín Oeste. Allí, con un vigoroso discurso en defensa de la
democracia, se ganó a una multitud que coreaba su nombre.
—Todos los hombres libres, allá donde vivan, son ciudadanos de Berlín —dijo el
presidente—. Por eso, siendo libre, me enorgullece deciros: Ich bin ein Berliner.
JFK enfervorizó a la multitud.
Su discurso en Berlín había sido una pesadilla para el servicio secreto a cargo de la
seguridad. El presidente estaba solo y desprotegido en un podio ante miles de oyentes.
No se cacheó a la multitud en busca de armas, y había muchos espectadores viéndolo
desde azoteas y ventanas abiertas. En palabras de un agente, John Kennedy era «presa
fácil».
Otro agente dijo: «Bastaría una sola bala perdida que diera en el blanco».
151
Un dirigente que, además, representa a la nación más poderosa de la comunidad
transatlántica».
Kennedy y De Gaulle no se vieron en este viaje, pero el mandatario francés sigue
atentamente los movimientos del presidente.
152
tenga familia en Estados Unidos. La plaza se llena al instante de manos apuntando al
cielo. La multitud ruge de emoción y estalla en aplausos y risas: sin duda consideran al
presidente uno de ellos.
El impacto es arrollador. El discurso de Kennedy avala la creencia en el sueño
americano; pero sus palabras son más que un sueño para esta gente. Ningún otro hijo de
emigrantes en la historia del mundo ha regresado a su patria en olor de multitudes. Por sí
sola, la imagen de Kennedy frente a la concurrencia demuestra que una familia puede
llegar a Estados Unidos con los bolsillos vacíos y llegar un día a los peldaños más altos.
Hoy John F. Kennedy, hijo de Irlanda, es el hombre más poderoso del mundo.
Ese día no se habla de los inmigrantes negros que todavía no tienen esas mismas
oportunidades en Estados Unidos; pero Kennedy ya trabaja en ello.
—Si alguna vez van a Estados Unidos —concluye el presidente, después de comentar
lo bien que lo ha pasado esos días en Irlanda—, no dejen de visitar Washington. Y si al
llegar les preguntan quiénes son, díganles que son de Galway y de inmediato les oirán
exclamar: ¡cead mile failte, cien mil bienvenidas![1] Adiós y gracias.
Solo cuarenta y cinco minutos después de su llegada, el coche de Kennedy hace el
camino de vuelta por la ciudad hasta su helicóptero. El amor a la tierra de sus mayores
corre por las venas del presidente. No tiene nada que temer en este convoy; nada que
temer de esta gente.
Miles de instantáneas de JFK se toman aquel día; muchas siguen colgadas en los
pubs y los hogares de Galway.
[1] Saludo tradicional en Irlanda. (N. de la T.).
153
13
7 DE AGOSTO DE 1963
OSTERVILLE, MASSACHUSETTS
POR LA MAÑANA
154
semana; a veces trabaja hasta dieciséis horas al día. Pero hoy lo sustituye el agente
especial Paul Landis, que ahora está cerca del corral de prácticas de equitación, con su
avezada vista puesta en la primera dama. La agente especial Lynn Meredith, miembro de
la «escolta infantil» que protege a Caroline, también anda por allí.
Jackie siente un repentino pinchazo en el vientre seguido de otro. Enseguida ve que
los pinchazos no remiten.
—Señor Landis, no me encuentro bien —le dice, intuyendo peligro—. Será mejor
que me lleve de vuelta a la casa.
—Por supuesto, señora Kennedy.
Pero no hay urgencia en los movimientos de Landis, y Jackie se enfada.
—Ahora mismo, señor Landis —le ordena en un susurro cortante.
Landis corre al coche y abre la portezuela sujetándola para que la primera dama pase.
Ella se sienta atrás con cara de susto. Ha sentido el pinchazo en el útero. Su miedo
aumenta al recordar el dolor de la pérdida de dos bebés en el pasado. Jackie sufrió un
aborto en 1955, y en su segundo embarazo dio a luz a una niña que nació muerta el 23 de
agosto de 1956 y a la que pusieron el nombre de Arabella. La pérdida de un hijo es un
golpe muy duro; perder dos es más duro todavía. Pero si llegara a perder a un tercer
bebé, sobre todo después de haber tenido dos niños sanos, Jackie no podría soportarlo.
Por eso, aunque solo le faltan unas semanas para salir de cuentas, la primera dama no
da nada por supuesto en lo tocante al bienestar del bebé que espera.
Caroline ha quedado al cuidado de la agente Meredith mientras Landis circula a
ciento treinta kilómetros por hora por la estrecha pista, llamando por radio a su destino
para que preparen un médico y un helicóptero.
La ansiedad de la primera dama aumenta cuando comprende que se está poniendo de
parto.
—Por favor, vaya más rápido —ordena.
Ha llegado el momento del hospital; ahora mismo. Si Landis no llega a tiempo, lo
más probable es que el agente del servicio secreto tenga que parar el coche en la cuneta y
asistir personalmente en el parto del hijo del presidente, que nacería en el asiento de atrás
de una berlina oficial.
El agente Landis pisa a fondo el acelerador.
155
también al bolsillo. Desde hace mucho tiempo, Texas ha sido una fuente de fondos
primordial para las campañas demócratas gracias a la riqueza de los acaudalados
empresarios del sector petrolero y otros grandes hombres de negocios texanos. Y antaño
podía confiarse a LBJ la recaudación de ese dinero. Pero quien maneja ahora el dinero es
el gobernador de Texas, el demócrata moderado John Connally; y este, aunque se cuide
de decirlo, no es precisamente un admirador de Kennedy.
Y ahí está el problema: JFK ha estado presionando a Johnson para que organice un
viaje a Texas para recaudar fondos, pero Johnson sabe que ese viaje dejará patente su
falta de influencia y hará ver al presidente que Connally es quien puede reportar los
grandes donantes a su campaña; lo que reducirá aún más sus ya escasas posibilidades de
seguir en el cartel.
Para complicar aún más las cosas, ya no es solo que LBJ esté demorando
deliberadamente el viaje del presidente a Texas: tampoco Connally quiere que visite el
estado. Aunque ambos sean demócratas, el gobernador sabe que una aparición pública al
lado de Kennedy le costará muchos votantes texanos.
Pese a todo, John Kennedy necesita Texas y su dinero: está decidido a hacer ese
viaje.
Ese es el problema que ronda la cabeza del presidente la mañana del 7 de agosto. En
un instante, lo olvidará casi por completo.
El agente del servicio secreto Jerry Behn se acerca al escritorio de Evelyn Lincoln.
Son casi las doce menos veinte del mediodía.
El agente especial Behn comunica discretamente a la secretaria del presidente que
Jackie está siendo trasladada por aire al hospital de la base de la Fuerza Aérea de Otis,
cerca de Falmouth, en el extremo occidental de Cape Cod, en Massachusetts. También le
dice que la primera dama no quiere que avisen a su marido, por si al final los dolores de
parto fueran una falsa alarma.
Evelyn Lincoln, sabiendo lo ilusionado que está el presidente con el embarazo de
Jackie, entra en el Despacho Oval de todos modos.
—Jerry dice que la señora Kennedy va hacia Otis.
Aunque intenta transmitir el mensaje con calma para no alterar innecesariamente al
presidente ni a sus invitados, no lo consigue: la reunión se aplaza en el acto. Una
apresurada serie de llamadas telefónicas confirma que están sedando a Jackie, a punto de
dar a luz por cesárea al nuevo hijo de los Kennedy. El presidente pide el Air Force One.
Pero ninguno de los cuatro aviones presidenciales está disponible hoy.
A JFK no le importa: quiere un avión, cualquier avión, inmediatamente.
156
Una hora después, mientras el presidente de los Estados Unidos, su escolta del
servicio secreto y los más allegados de su equipo vuelan hacia la base de la Fuerza Aérea
de Otis apretujados en un pequeño avión JetStar de seis pasajeros, el recién nacido
Patrick Bouvier Kennedy respira por primera vez. El segundo hijo varón del presidente
pesa solo dos kilos y cien gramos.
Pero justamente su respiración causa gran inquietud: parece superficial y trabajosa.
El bebé, con la piel muy pálida y azulada, ronca al soltar el aire y tiene la pared torácica
hundida. Nada más nacer, lo llevan a la incubadora.
Al bebé Patrick le asignan un agente del servicio secreto, aunque parece cada vez
más claro que la única amenaza directa contra su vida procede de su propio cuerpo.
Entre los órganos que más tardan en desarrollarse dentro del útero están los pulmones, y
el recién nacido Patrick tiene la enfermedad de la membrana hialina: la causa de muerte
más común de los bebés prematuros.
La primera dama, todavía bajo los efectos de la anestesia tras la cesárea, no sabe nada
del problema del recién nacido. Nada más llegar, el presidente toma las riendas de la
situación. Se acerca al doctor John Walsh para conocer el estado de su hijo. Cuando el
médico le explica que Patrick puede morir, Kennedy llama de inmediato al capellán de la
base para que bautice al pequeño y, según la doctrina de la Iglesia católica, pueda ir al
cielo.
El doctor Walsh sugiere entonces trasladar a Patrick al Hospital Infantil de Boston,
donde están las mejores y más modernas instalaciones para tratar la enfermedad de la
membrana hialina. El presidente da su consentimiento en el acto.
A las seis menos cinco de la tarde, mientras Jackie despierta de la anestesia, meten a
Patrick Bouvier Kennedy en una ambulancia que inicia las cuatro horas de trayecto hasta
Boston.
El bebé Patrick es un cargamento precioso, mucho más que la Mona Lisa; por eso,
como el famoso cuadro, es escoltado por un destacamento de la policía de
Massachusetts. La sirena de la ambulancia aúlla al salir del Hospital de la Fuerza Aérea.
La caravana no se detiene en ningún momento. Hay que salvar la vida del niño.
157
metros de largo en la que su diminuto hijo respira entrecortadamente. Las ventanas de la
cámara dejan ver a Patrick muy bien. Siempre que el presidente está allí, despejan de
visitantes la unidad de cuidados intensivos, lo que solo aumenta su sentimiento de
soledad.
—¿Cómo va el pequeño Patrick? —le pregunta amablemente Evelyn Lincoln.
La secretaria del presidente ha viajado hasta Boston para ayudarle a gestionar los
muchos asuntos de su cargo que siguen reclamando su atención.
—Tiene un cincuenta por ciento de probabilidades de vivir —responde JFK.
—Un Kennedy no necesita más—le asegura ella.
Después de tanto tiempo, conoce bien a su jefe y sabe que agradecerá sus palabras de
ánimo.
Mandatarios de todo el mundo y amigos de Kennedy le bombardean a mensajes y
llamadas telefónicas, pero él no aparta la atención de su hijo recién nacido. El presidente
profesa gran amor a los niños. Este bebé concebido tras la crisis de los misiles en Cuba
tiene para él un significado especial: es el niño que nunca habría venido al mundo si la
crisis hubiera llevado a la guerra termonuclear global. Patrick Bouvier Kennedy, llamado
así por el abuelo paterno de JFK y el padre de Jackie, ha sido motivo de orgullo y
preocupación desde el día en que la primera dama le comunicó su embarazo.
El presidente tiene una habitación en el Ritz-Carlton que da al parque de Boston
Common, donde pasa las horas de la primera noche de Patrick leyendo incansablemente
documentos para un tratado de prohibición de pruebas nucleares. Pero prefiere pasar la
segunda noche más cerca de su hijo enfermo, y cambia el lujoso Ritz-Carlton por una
habitación vacía en el hospital.
A las dos de la madrugada del 9 de agosto, el agente del servicio secreto Larry
Newman le despierta suavemente. JFK se levanta al instante y sube en el ascensor del
hospital a la unidad pediátrica, en la quinta planta, junto al doctor Walsh y el agente
especial Newman. Este veterano del servicio secreto ha visto muchas cosas desde que se
incorporó a la escolta de la Casa Blanca, y conoce a fondo los estados de ánimo y los
asuntos personales del presidente. Newman, que afirma no ser de lágrima fácil, confiesa
que también él ha estado a punto de llorar más de una vez durante esta prueba dura y
desgarradora.
Ahora el agente especial Newman ve la angustia que atenaza los hombros del
presidente. El doctor Walsh está informando a JFK de la gravedad del estado de Patrick:
lo más probable es que no sobreviva a esa noche. Los pequeños pulmones inmaduros del
bebé no funcionan bien, ha empezado a sufrir prolongados periodos de apnea en los que
su cuerpo se niega a respirar.
Las puertas del ascensor se abren al vestíbulo, oscuro y vacío tan temprano. John
Kennedy inicia su lento paseo hasta la unidad de cuidados intensivos para ver morir a su
158
hijo.
Entonces oye unas risas infantiles. Llevado por la curiosidad, JFK asoma la cabeza a
la habitación de donde salen y ve a dos niñas pequeñas incorporadas en la cama. No
tendrán más de tres o cuatro años. Grandes vendas cubren el cuerpo de ambas.
—¿Qué les pasa? —le pregunta al doctor Walsh.
El doctor le explica que han sufrido graves quemaduras, y añade que una de ellas tal
vez pierda el uso de las manos.
El presidente se palpa los bolsillos buscando un bolígrafo que no tiene. Esto no es
raro, lo único que suele llevar en los bolsillos es un pañuelo.
El agente especial Newman y el doctor Walsh le pasan un bolígrafo. Viendo que no
tiene papel, una enfermera le trae uno de la salita de enfermeros. Y JFK escribe una nota
a las niñas para darles ánimos y hacerles saber que el presidente de los Estados Unidos
vela por su bienestar. La enfermera le asegura que entregará la nota a sus padres.
—Y no dijo más —recordará después Newman—. Siguió adelante para hacer lo que
tenía que hacer, ver a su hijo. Era la dicotomía de su carácter: un diamante en bruto.
Patrick Bouvier Kennedy muere solo dos horas después.
—Era un bebé tan guapo —se lamenta el presidente ante su mano derecha Dave
Powers—. Ha luchado como un valiente por vivir.
Kennedy coge la mano del pequeño Patrick en la suya cuando el niño da el último
aliento. Sumido en este terrible trance, el presidente se da perfecta cuenta de que su dolor
no es privado: los enfermeros, los médicos y su propio personal miran cómo afronta este
trago tan amargo. Despacio, JFK sale de la habitación y echa a andar por el pasillo del
hospital, guardando su dolor para sí mismo.
159
Pero a John Fitzgerald Kennedy nada de todo esto le importa ahora mismo.
El hijo del presidente ha muerto. Vivió solo treinta y nueve horas. Su padre apenas
puede soportar el dolor.
Cogiendo el ascensor, JFK vuelve a la habitación donde ha dormido y se sienta en la
cama llorando con la cabeza baja.
—No podía dejar de llorar —recordará después Dave Powers.
A noventa y siete kilómetros al sur de allí, también Jackie está rota de dolor. La
prensa se arremolina a la puerta del hospital de la base de la Fuerza Aérea de Otis. Horas
después, el presidente llega para estar con su esposa.
Aunque está destrozada, la primera dama ve a su marido y sabe que también él lo
está pasando muy mal; suavemente, le recuerda que aún se tienen el uno al otro, y a John
y Caroline.
—Perderte a ti —le dice Jackie a JFK— es el golpe que no podría soportar.
160
14
28 DE AGOSTO DE 1963
WASHINGTON, D. C.
TARDE
—Hace cien años, el insigne estadounidense cuya simbólica sombra hoy nos acoge
firmó la Proclamación de la Emancipación —empieza Martin Luther King, que lleva
escritas las palabras. No suele sonar tan agarrotado, se nota que es la primera vez que se
dirige a una audiencia tan masiva.
La icónica estatua de mármol blanco de Abraham Lincoln, obra de Daniel Chester
French, se alza amenazante tras el hombro de King. Uno de los puños de Lincoln dibuja
la letra A en la lengua de signos, el otro forma una L. El «Gran Emancipador» tiene los
hombros hundidos y la cabeza un poco baja, como si aún hubiera de soportar la pesada
carga de la presidencia. Ha transcurrido un siglo desde que Lincoln liberó a los esclavos,
y King ahora denuncia ante una muchedumbre de cientos de miles de personas que los
americanos negros no son libres todavía.
La multitud guarda silencio cuando comienza el discurso. King alcanza a oír los
movimientos más leves de quienes lo escuchan nerviosos entre el gentío. Suenan
aplausos tenues y deferentes, espaciados. El reverendo recuerda a todos que Estados
Unidos sigue siendo una nación segregada un siglo después de la liberación de los
esclavos; la fuerza de la idea es aplastante, pero la frialdad con que la enuncia resta
impacto a sus palabras.
King sigue hablando, el sistema de megafonía transporta su voz por todo el Mall; las
cámaras de televisión la llevan, junto a su imagen, a los hogares de toda la nación.
John Kennedy es considerado un gran orador por su acierto al elegir las palabras y
los giros que emplea en sus discursos. El doctor King también; pero en sus mejores días,
su oratoria llega a superar incluso la de Kennedy, pues el reverendo sabe recurrir a las
técnicas aprendidas en el púlpito incontables mañanas de domingo: el volumen de su voz
oscila del trueno al susurro, acelera el ritmo para luego suavizarlo y no dejar que los
oyentes pierdan una sola palabra, alarga o acorta las sílabas para recalcar ciertas ideas.
Le gusta sobre todo dar énfasis pronunciando bien fuerte el sonido t.
161
Suele hablar con arrojo y seguridad, transformando palabras de ira y condena en
plegarias llenas de esperanza.
Pero hoy su oratoria es chata: sus largas sílabas y el discurso preparado no logran
distinguirlo de cualquier otro orador del momento. Martin Luther King, para decirlo
claro, está siendo insulso.
Habla de la pobreza y de la segregación vigente en Estados Unidos entre negros y
blancos. Hoy se cumple el octavo aniversario del asesinato de Emmett Till, y la arenga
de King alude a lo poco que desde entonces han cambiado las cosas.
Gran parte del público, tanto negros como blancos, ha recorrido cientos de
kilómetros para estar hoy aquí. Ha sido un día largo, con horas y horas de discursos; y
muchos de ellos muy aburridos.
Pero a quien han venido a escuchar es a Martin Luther King. Ajenos al cansancio, el
calor y la agobiante masa humana, los doscientos cincuenta mil concentrados en la
explanada aguzan el oído bebiendo cada palabra. Han acudido a apoyar la causa de los
derechos civiles, pero también quieren que este día el gran orador les haga partícipes de
la historia. La voz de King resuena melodiosa sobre el estanque donde se reflejan los
monumentos a Lincoln y a Washington, y el gentío atiende a King con la certeza de que
va a emocionarlos con un discurso brillante y enardecedor.
Es lo que todo el mundo espera: en algún momento, Martin Luther King dirá algo
cuya fuerza y verdad hará inolvidable este día.
La multitud escucha atentamente, pero King lleva más de nueve minutos hablando y
todavía no ha dicho cada nada que los conmueva.
Dos minutos después, esto cambia.
En la Casa Blanca, John Kennedy está viendo el discurso de King por televisión. Han
pasado exactamente tres semanas desde que Jackie dio a luz a Patrick. La primera dama
sobrelleva el duelo por la muerte de su bebé recluida en Cape Cod. Tras unas enormes
gafas de sol oculta la triste mirada que ha reemplazado su radiante sonrisa. El presidente
está muy pendiente de ella; siempre que puede, sale de Washington para estar a su lado.
Pero este miércoles no puede faltar de Washington. Bobby Kennedy y su hermano
Teddy, el nuevo senador de Massachusetts, se unen a JFK cuando King inicia su
discurso.
El fiscal general es un gran defensor del movimiento de los derechos civiles, pero su
relación con el doctor King es tirante. Esto se debe en parte a lo que sabe de él por las
grabaciones que ha escuchado desde que J. Edgar Hoover empezó a pincharle el
teléfono, pero también a su afán de proteger al presidente.
Desde que King anunció la marcha sobre Washington hace tres meses, Bobby ha sido
162
el encargado de organizarla, aunque no de muy buena gana. Sabe que la incursión de su
hermano en los derechos civiles fracasará si el mitin en el Monumento a Lincoln se salda
con violencia o la afluencia de gente no responde a las expectativas. Por eso,
discretamente y en estrecha colaboración con el personal del Departamento de Justicia,
el fiscal general ha encauzado la marcha de tal forma que sea fácil mantenerla bajo
control. Se aseguró de que King hablara desde el Monumento a Lincoln, flanqueado por
el río Potomac y la laguna Tidal Basin: en caso de disturbios, esto haría más fácil
contener a los manifestantes, a la vez que los mantendría alejados de los edificios del
Capitolio y la Casa Blanca.
Bobby también se aseguró de que la policía de Washington no sacara perros que
trajeran a la mente de todos a Bull Connor y los sucesos de Birmingham. Ese día bares y
bodegas cerrarían, y mandó instalar servicios públicos portátiles para calmar los temores
de su hermano a que la gente orinara al aire libre. Además, en las bases militares
cercanas habría tropas preparadas, por si la multitud se convertía en turba. Para evitar la
sensación de que solo los negros respaldan el movimiento de los derechos civiles, Bobby
se puso en contacto con el sindicato de la industria del automóvil United Auto Workers,
que promovería la asistencia de sus afiliados blancos. E incluso llegó a apostar a un
ayudante bajo la plataforma del orador con un disco de Mahalia Jackson, para que la
canción «He’s Got the Whole World (in His Hands)» sonara por megafonía si en algún
momento uno de los oradores del día decía algo incendiario o antiamericano.
No permitirá que ocurra nada que deje en mal lugar a la Casa Blanca y su tardío
espaldarazo a los derechos civiles.
Y todo por apoyar a Martin Luther King, de quien Bobby había comentado con
aspereza la misma noche anterior:
—No es serio. Si el país supiera lo que nosotros sabemos de King y sus andanzas,
estaría acabado.
Tan acabado como los Kennedy si el país supiera de las andanzas del presidente.
Por todo esto, el presidente y sus hermanos siguen el discurso de King con gran
interés, rezando porque se cumpla la promesa de la gran marcha sobre Washington de su
dudoso aliado político.
—No nos daremos por satisfechos mientras los negros de Misisipi no tengan voto y
los negros de Nueva York no vean nada a lo que votar —predica Martin Luther King.
Y predicar, sí, es exactamente lo que hace ahora mismo, casi a punto de abandonar el
discurso preparado para citar el Libro de Amós del Antiguo Testamento.
El nerviosismo de King es tan grande antes de un gran evento que suele dolerle el
estómago y sufrir problemas digestivos; pero ahora está logrando tranquilizarse, y su voz
163
empieza a ser más resonante. Las sílabas alargadas suenan nítidas y marcadas como
notas musicales. Acentúa mucho la t de la palabra «gueto».
Mirando a todo el Mall, King ve evaporarse la fatiga de los cientos de miles de
personas que escuchan su discurso. Eleva la voz. Hasta ahora es como si hubiera hablado
en párrafos; pero sus palabras se están haciendo más fluidas y los párrafos se
transforman en frases sencillas, contundentes, afirmativas.
Martin Luther King ha encontrado su ritmo.
Se acabó el tono monocorde, se acabó la frialdad. King ya está en el púlpito, es un
ministro exhortando a su rebaño. Su voz es imponente.
Y en ese momento, por vez primera, grita a voz en cuello la frase que hará de este día
un hito que se recordará para siempre:
—¡Tengo un sueño! —proclama King.
Martin Luther King es ahora el dueño del mundo. El Mall hierve de emoción.
A continuación habla de su sueño y describe un paraíso terrenal donde negros y
blancos no están divididos: ha soñado que incluso un estado del Sur tan hostil como
Misisipi conocerá tales maravillas.
El sueño de King es totalmente utópico en los Estados Unidos de esos años, pero es
también la formulación en palabras de la meta última del movimiento de los derechos
civiles. Y oír esas palabras dichas con tanta claridad y tanta fuerza pone a todos fuera de
sí de orgullo y emoción. Negros y blancos, la gente escucha arrebatada cada palabra de
King. En un discurso de solo dieciséis minutos, Martin Luther King ha demostrado,
como esperaba, que hoy es verdaderamente el día grande de los derechos civiles en la
historia de Estados Unidos.
Para cuando King remata magistralmente el discurso, está gritando, casi escupe al
micrófono. La imagen de Lincoln asomando allá arriba por encima del hombro del
orador refuerza la intensidad del momento en que King invoca el espíritu de la
Proclamación de la Emancipación. Todos los presentes en el Mall comprenden que se ha
propuesto acabar lo empezado por Lincoln tanto tiempo atrás; separados por un siglo de
injusticia racial, de ahora en adelante ambos estarán unidos en la historia para siempre.
—Al fin libres, al fin libres —King cita un espiritual negro—. Gracias a Dios, al fin
somos libres.
Cuando la multitud del Mall estalla en una ovación, consciente de que acaba de ver y
oír un momento trascendental en la historia de su país, John Kennedy se vuelve a Bobby
para darle su opinión:
—Es cojonudo.
164
Despacho Oval. Hay otras once personas presentes, entre ellas Lyndon Johnson, por lo
que el encuentro no es una cumbre entre el presidente de los Estados Unidos y el líder
más eminente del movimiento de los derechos civiles. Pero Kennedy quiere mostrarle
que está prestando atención a los acontecimientos del día.
—¡Tengo un sueño! —exclama, felicitándole con un movimiento afirmativo de
cabeza.
Y así es como le dice que, de momento, ha aparcado sus temores respecto a él.
165
15
2 DE SEPTIEMBRE DE 1963
HYANNIS PORT, MASSACHUSETTS
MEDIODÍA
«Oh, Dios», se lee en una pequeña placa que había recibido el presidente, «tu mar es
tan grande y mi barca tan pequeña».[1]
Es el Día del Trabajo[2] y John Kennedy, en el jardín de Brambletyde que da al mar,
ve una pequeña barca meciéndose a lo lejos en las olas al quitarse sus gafas de sol
modelo Saratoga, de American Optical, mientras se arrellana en un sillón de mimbre.
Frente a él, el periodista de la CBS Walter Cronkite también se arrellana en su sillón
concentrándose antes de empezar esta entrevista televisada, una de las más importantes
de su vida. El tema de hoy son las aguas revueltas y el bravo oleaje que el presidente de
los Estados Unidos ha de sortear estos días. Ambos llevan traje oscuro y el sol de
septiembre les da directamente. Cronkite se sienta con las piernas cruzadas, mientras que
Kennedy las tiene totalmente extendidas. El viento le alborota el pelo, que vuelve a
poner en su sitio como a él le gusta llevándose la mano a la cabeza distraídamente cada
pocos minutos. Cronkite, que se está quedando calvo, no tiene ese problema.
A los cuarenta y seis años, aproximadamente la misma edad que Kennedy, Walter
Cronkite es el periodista de televisión más importante del país. Se lleva muy bien con el
presidente, y JFK está tan cómodo que en algunos momentos de la entrevista se recuesta
en el cojín del sillón como hace en el Despacho Oval cuando le da vueltas a un problema
difícil.
Los dos charlan distendidamente mientras les colocan los micrófonos ajustando el
sonido, y guardan silencio frente a frente al empezar la cuenta atrás de los últimos diez
segundos antes de salir al aire. Cronkite espera a la señal tras la cámara para dar
comienzo a la entrevista.
El locutor, que posee una fuerte voz de barítono, se dirige a JFK pronunciando las
palabras suavemente, como acariciándolas. Por incisivas que sean sus preguntas, su
cálida simpatía desarma a los entrevistados. El resultado es que Kennedy se siente muy
cómodo todo el rato. La entrevista es como una conversación entre dos amigos bien
166
informados de la actualidad política estadounidense. Y a decir verdad, así es más o
menos como la ve Cronkite, que es un ferviente demócrata, aunque sepa ocultárselo a los
telespectadores.
—¿Cree que perderá algún estado del Sur en el 64? —le pregunta Cronkite.
—Bueno, ya perdí alguno en el 60, así que seguramente vuelva a perderlos en el...
mmm... Quizá pierda más en el 64... —responde Kennedy, y sonríe débilmente, viéndose
forzado a admitir una fragilidad política que le duele.
Cronkite está revelando a los estadounidenses un secreto que hasta ahora solo los
expertos en encuestas y los perros viejos de la política conocen.
—... No sé, es demasiado pronto para saberlo, pero yo diría que estamos, no estoy
seguro, mmm... Yo diría que a fecha de hoy, soy la figura más popular de la nación en el
Sur. Pero bueno, me parece que tendremos que esperar a ver qué pasa dentro de año y
medio...
En los ojos del presidente brilla ahora su espíritu de lucha: la sola mención de las
próximas elecciones le anima. Le fascina la emoción de la batalla política y le encanta
ser presidente. Adicto a la adrenalina, necesita la pugna por el poder.
Cronkite sigue preguntando al presidente:
—¿Cuáles piensa que podrían ser las cuestiones clave en el 64?
—Fuera del país, la seguridad de Estados Unidos, por supuesto, el esfuerzo por
mantener esa seguridad. Por mantener la causa de la libertad. En el interior, creo que la
economía. Puestos de trabajo. Oportunidades para todos los estadounidenses.
A continuación, sin consultar nota alguna, el presidente recita de un tirón una larga
lista de datos. Aboga por la reducción de impuestos para contener la recesión, dice, y
defiende su argumento con prolijos cálculos económicos sobre el modo concreto en que
bajar los impuestos estimularía la economía.
Por último, Cronkite aborda un tema delicado, Vietnam. A la gente cada día le
preocupa más la intervención estadounidense en el atribulado país asiático. El gran eco
que está teniendo la perpetuada opresión del budismo ha hecho olvidar a algunos que el
comunismo es la principal razón de la presencia de tropas estadounidenses en Vietnam.
El clamor popular para que Estados Unidos salga del Sudeste asiático y deje a los
vietnamitas librar su propia guerra crece.
—Todos han dicho que la administración recurriría a la diplomacia en Vietnam —
Cronkite enfatiza la segunda sílaba acortando la vocal a—; algo que, supongo, llevamos
intentando desde el principio. ¿Qué puede hacerse en esta situación que se asemeja a
otros notorios descalabros derivados de tratar con gobiernos impopulares?
La presencia de Cronkite frente a las cámaras es reconfortante, los televidentes
confían en él. El presidente sabe que convencer a este periodista de sus opiniones sobre
Vietnam equivale a convencer a los votantes que lo están viendo en sus casas.
167
—La guerra nos está yendo mejor ahora —dice JFK—, pero eso no significa que los
acontecimientos de los dos últimos meses no pinten mal. No creo que ningún gobierno
pueda ganar esta guerra sin invertir más esfuerzo en ella. En último término, es su
guerra: son ellos los que tienen que ganarla o perderla.
El presidente se interrumpe; casi se le escapa decir que las tropas estadounidenses
deberían retirarse, pese a los muchos muertos estadounidenses que ya se han cobrado
esas batallas ajenas. Sí manifiesta su inquietud ante la posibilidad de que Vietnam caiga
bajo el comunismo, porque si fuera así, el resto de Asia iría detrás. Y JFK enumera todos
los países que caerían, desde Tailandia hasta la India.
—No vamos a ceder ni un ápice en la batalla contra el comunismo —insiste—, no
quiero ver cómo los chinos se hacen con el control de Asia.
La voz de Kennedy se hace más intensa, mostrando el mismo desprecio por Diem, el
presidente de Vietnam, que por sus enemigos, que quieren propagar el comunismo por
todo el mundo. John Kennedy no es el joven afable que según algunos salió elegido por
su cara bonita y el dinero de su padre. JFK ha llegado a ser un auténtico líder mundial,
que suma a su disciplina una esforzada ética de trabajo, sus conocimientos y su gran
valor y compasión.
La entrevista dura veinte minutos. Nada más acabar, el presidente se saca del bolsillo
de la pechera las gafas de sol y vuelve a ponérselas. Él y Cronkite comentan el dinero
que cuesta producir un programa de televisión de media hora, pero enseguida fijan su
atención en un velero que surca perezosamente el agua: un puntito en el océano que se
alarga sin fin por el horizonte. Ambos son hombres de mar, el agua les fascina.
El mar está en calma en la bahía, pero amenaza con agitarse pronto. No obstante, la
entrevista ha ido sobre ruedas. El presidente puede descansar con su familia el resto de la
tarde, disfrutando de un rato de paz después de la tristeza del turbulento mes que acaba
de terminar.
Cambiando de conversación, Kennedy y Cronkite hablan de navegar hasta que les
retiran los micrófonos. Dentro de Brambletyde, a pocos metros, Jackie Kennedy oculta
su dolor a las cámaras y al mundo entero. Últimamente el presidente ha pasado más
tiempo con ella, y también con Caroline y John, bañándose en la playa, subiéndoles al
helicóptero presidencial y presenciando las clases de equitación de Caroline. JFK quiere
que su esposa se sobreponga y se deje ver ante la prensa, pero ella aún no se siente
preparada para eso.
No obstante, Jackie pronto romperá la reclusión que ella misma se ha impuesto: ha
decidido pasar unas semanas en Grecia con su hermana, Lee Radziwill; eso le ayudará a
aliviar su duelo. La mera idea de ese viaje para el que todavía falta un mes hace que una
sonrisa ilumine el rostro de la primera dama... que ya casi nunca sonríe.
168
Cuando Walter Cronkite y John Kennedy se despiden en esta magnífica tarde del Día
del Trabajo sintiendo en la cara la brisa del Atlántico y el agradable calor del sol,
ninguno de los dos sabe que menos de tres meses después Cronkite aparecerá en la
televisión nacional para dar una noticia que conmocionará al mundo.
[1] Breve oración llamada «Breton Fisherman’s Prayer» [La plegaria del pescador bretón]. La placa se la
entregó el almirante Hyman Rickover. (N. de la T.).
[2] Celebrado en Estados Unidos el primer lunes de septiembre. (N. de la T.).
169
16
25 DE SEPTIEMBRE DE 1963
BILLINGS, MONTANA
ÚLTIMA HORA DE LA TARDE
170
gente que lo rodeó al bajar del Air Force One: hombres y mujeres, viejos, jóvenes y
niños, todos se agolpaban para darle la mano empujándose unos a otros. Para desazón de
los guardaespaldas del servicio secreto, Kennedy arriesgó la vida metiéndose de lleno
entre la multitud: sabía que estarían encantados si al llegar a sus casas esa noche podían
decir que habían tocado al presidente. Miles de personas flanqueaban la ruta del convoy
hasta el parque de atracciones, incluso jinetes a caballo.
A juzgar por el día de hoy, JFK barrería en Montana si los comicios se celebraran
mañana. Y ganar en el Oeste es vital para la estrategia de reelección de Kennedy: en
efecto, ganar en Texas prácticamente garantizaría la victoria en 1964.
Y su jefe de Gabinete Kenny O’Donnell ha dado por buenas las fechas del 21 y el 22
de noviembre para ese viaje de recaudación en el que él tanto ha insistido.
El presidente concibe una grandiosa gira preelectoral por todo el estado, con paradas
en cinco de sus ciudades más importantes: San Antonio, Fort Worth, Dallas, Houston y
Austin. El gobernador de Texas, John Connally, demócrata moderado que se ha
mantenido a cierta distancia política del presidente, hubiera preferido un itinerario menos
ambicioso, aunque se lo calle. La ciudad de Dallas, por ejemplo, no es territorio de
Kennedy: allí se ven por doquier pegatinas de «Abajo los Kennedy», y los acertijos y
charadas a propósito de «¿A qué Kennedy odias más?» están a la orden del día. Los
niños abuchean al presidente cuando se pronuncia su nombre en las aulas, y en un poster
local muy difundido se ve a Kennedy en una foto trucada de archivo policial con la
leyenda «Buscado por traición. Se busca a este hombre por actividades sediciosas contra
Estados Unidos».
Más inquietantes aún son los chistes que ríen y jalean su posible asesinato, sobre todo
teniendo en cuenta el altísimo índice de muertes violentas de esta ciudad. En Texas se
cometen más homicidios que en ningún otro estado; y concretamente en Dallas, más que
en ningún otro lugar de Texas. El estado no lleva registros ni tiene leyes sobre armas de
fuego —que son el arma homicida en el 72 por ciento de los casos.
Es indudable que las complicaciones de la visita de John F. Kennedy a la «capital
suroccidental del odio de Dixie»,[1] como se ha llamado a Dallas, son múltiples.
El presidente hablará de esto y de otros detalles del viaje con John Connally la
próxima semana en la Casa Blanca. En un nuevo indicio de que Lyndon Johnson no
tiene cabida en el futuro de John Kennedy, el vicepresidente no ha sido invitado a esa
reunión; ni siquiera se le ha informado de ella.
Un dato relativo al viaje de Texas destaca sobre todos los demás: más del 62 por
ciento del electorado de Dallas votó contra John Kennedy en 1960.
Pero a JFK le encantan los retos. Si puede meterse en el bolsillo a Billings, en
Montana, ¿por qué no a la deseada «Gran D»?
171
Mientras, justo cuando el presidente está hablando en Montana, Lee Harvey Oswald
va camino de Texas; y piensa llegar más lejos. Vestido con ropa normal y corriente, unos
pantalones y una cazadora con cremallera, se monta en el autocar n.º 5.121 de la
compañía Continental Trailways con destino a Houston, donde hará trasbordo para
seguir viaje más al sur, hasta Ciudad de México. A diferencia de las tropas de Estados
Unidos (con el joven Ulises S. Grant y Robert E. Lee en sus filas) que tardaron un año en
recorrer esa distancia para invadir México en 1846, Oswald hará el viaje en un solo día.
Viaja como quien no piensa regresar. No tiene casa, acaba de dejar su sórdido
apartamento de Nueva Orleans: cuando la casera fue a exigirle los 17 dólares que debía
de alquiler, Oswald le dio largas con una mentira y se escabulló en plena noche.
Todas las posesiones terrenales de Oswald se reparten ahora entre su cartera y las dos
maletas que van en el maletero del autobús.
En cuanto a la familia, Oswald ya no la tiene. Hace dos días envió a su mujer, cuyo
embarazo ya se le nota mucho, con June, la hija de diecinueve meses de ambos, a vivir
de nuevo con una amiga de Marina, Ruth Paine, en las afueras de Dallas. Sin que ella lo
sepa, en los últimos meses Oswald ha utilizado a Marina: su ciudadanía soviética es vital
para el objetivo de su marido de regresar a la Unión Soviética. No está claro si ella sabe
que él se marcha a México; ni tampoco que fuera a salir del país, o a viajar siquiera.
Pero Oswald ha trazado otro ingenioso plan, y Marina ya no le hace falta: cuando
abandona el apartamento, también está abandonando a su familia. Cada kilómetro que el
autocar n.º 5.121 de la Trailways deja atrás atravesando las tierras de matorral espinoso y
los pantanos de la autopista de la costa tejana, aleja a Lee Harvey Oswald otro kilómetro
de los grilletes y las riñas de su desdichado matrimonio.
Oswald ha desistido de momento de sus planes de volver a la Unión Soviética. Ahora
sueña con vivir en Cuba, el paraíso orlado de palmeras de la clase trabajadora. Pero en
Estados Unidos es imposible conseguir el visado para viajar a Cuba, ya que ambos
países han roto sus relaciones diplomáticas. Por eso Oswald coge el autocar a Ciudad de
México: allí visitará la embajada cubana.
Vaya donde vaya, Lee Harvey Oswald nunca encaja. No es un proscrito, porque eso
implicaría haber estado en un grupo que lo rechaza. Es, en cambio, algo mucho más
imprevisible y a la postre peligroso: solitario y muy susceptible, pertenece a la sociedad
pero solo de forma paralela, viviendo a su propio ritmo y con sus propias reglas, siempre
en busca de un lugar donde sentirse cómodo, de esa identidad de gran hombre que tanto
desea poder atribuirse.
Oswald cree ver ese lugar en Cuba. Y se imagina cuánto complacerían al dictador
cubano Castro muchas de las cosas que ha hecho. Distribuir folletos en Nueva Orleans
para el «Comité del juego limpio con Cuba» fue una forma de expresar su lealtad a
Fidel. Marina Oswald contará más adelante que Lee Harvey llegó a pensar en secuestrar
172
un avión que sin más dilación lo llevara a La Habana.
A las dos de la mañana del 26 de septiembre, Lee Harvey Oswald trasborda en
Houston al autocar n.º 5.133 de la Continental Trailways. Al día siguiente llega a Ciudad
de México. Durante todo el viaje habla sin parar: en su deseo de impresionar a los demás
pasajeros se muestra incluso fanfarrón. Los regala con el relato de su vida en la Unión
Soviética y su trabajo para el «Comité del juego limpio con Cuba». Y hasta se empeña
en que vean los sellos soviéticos impresos en su pasaporte. Cada vez que el autobús hace
una parada para comer, Oswald, muy flaco, devora un plato de comida mejicana tras
otro. No habla español, idioma que necesitará en su nueva vida en Cuba; de momento,
hasta que lo aprenda, en los bares de carretera pide poniendo el dedo al tuntún sobre
cualquier línea del menú y confiando en la suerte.
Lleva en su cartera casi doscientos dólares, una tarjeta de turista expedida por el
gobierno de México que le permite pasar quince días en el país y dos pasaportes: el de
sus tiempos soviéticos y otro flamante y reluciente, recién expedido por el gobierno de
los Estados Unidos. En su bolsa de deportes azul ha embutido un diccionario bilingüe de
español e inglés, diversos recortes de prensa que documentan su detención como
activista simpatizante de Cuba, el permiso de trabajo ruso de cuando vivió en Minsk y su
partida de matrimonio con una ciudadana soviética. También ha metido un cuaderno de
notas en el que explica que habla ruso y se declara devoto seguidor del Partido
Comunista.
Como todo auténtico comunista, Lee Harvey Oswald es un ateo declarado; así pues,
no reza por el éxito de su viaje. En su lugar, deposita su fe en el grueso fajo de
documentos que lleva encima.
Pero Oswald sabe que este viaje tiene un riesgo: podría ser que, después de recorrer
todo el camino hasta Ciudad de México, allí la embajada le denegara el visado. De ser
así, habrá tirado inútilmente los preciosos dólares gastados en el viaje, la comida y el
alojamiento; pero ha de correr el riesgo.
El autocar llega a Ciudad de México a las diez de la mañana. Una vez más, Oswald
sigue su propio camino a la deriva, separándose de los demás viajeros nada más llegar.
Se registra en el hotel del Comercio, a solo cuatro manzanas de la estación de autobuses;
la habitación cuesta 1,28 dólares la noche. Y aunque está agotado después de las
fatigosas veinticuatro horas en autobús, se encamina de inmediato a la embajada de
Cuba.
John Kennedy viaja al oeste, Lee Harvey Oswald al sur y Jackie Kennedy al este: se
va con su hermana Lee a Grecia, donde pasarán dos semanas a bordo del yate Christina,
propiedad del mujeriego Aristóteles Onassis, vigilado por el FBI desde hace casi veinte
173
años por sus prácticas empresariales poco escrupulosas. A mediados de la década de
1950, el turbio Onassis fue investigado, entre otras cosas, por fraude al gobierno de los
Estados Unidos y vulneración de las leyes estadounidenses de transporte de mercancías.
Por eso no es de extrañar que dos años atrás, en 1961, cuando la primera dama
emprendió sola su viaje de buena voluntad al extranjero, el presidente Kennedy diera
firmes instrucciones a la escolta del servicio secreto de Jackie:
—Hagan lo que hagan en Grecia, no quiero que la señora Kennedy coincida nunca
con Aristóteles Onassis.
El magnate naviero tiene veinte años más que Jackie y mide diez centímetros menos.
También es uno de los hombres más ricos del mundo. Su yate ha sido escenario de
numerosas veladas de la alta sociedad, y ha recibido visitas de políticos como JFK y
Winston Churchill. La última vez que la primera dama estuvo en el Christina, de cien
metros de eslora y famoso por detalles tan lujosos como su grifería de oro macizo, fue
hace casi diez años. En aquella ocasión, Jackie Kennedy había sido invitada como
acompañante de JFK, y la vulgar ostentación del barco no le gustó; de especial mal gusto
le parecieron las fundas de los taburetes del bar, de piel de escroto de ballena. Pero ahora
su hermana desea las atenciones amorosas de Onassis, aunque el moreno y orondo
griego tiene un romance con Maria Callas, la estrella de la ópera. Jackie acompañará a su
hermana para que no se sienta sola.
La primera dama jamás osaría dejarse fotografiar en bikini en suelo americano. Si
una imagen suya con solo un traje de baño encima se divulgara, sería un escándalo;
podría incluso perjudicar políticamente a su marido. Pero Grecia está a medio camino de
la otra punta del mundo, lejos de las restricciones y la circunspección que le impone su
condición de primera dama.
Jackie necesita alejarse de todo eso. Lo único que busca durante las dos siguientes
semanas es bienestar y sentirse libre. Ha perdido todo el peso que ganó en el embarazo;
sería una lástima no lucir su figura recién recuperada en tan exclusivo entorno. Por eso
comprueba que el servicio ha metido un bikini en su maleta antes de subirse al 707 de la
TWA con destino a Grecia el 1 de octubre.
Hace exactamente cincuenta y dos días que vivió la tragedia de la muerte del bebé
Patrick; está a exactamente cincuenta y dos días de sufrir otra terrible tragedia.
[1] El sur de Estados Unidos. (N. de la T.).
174
17
6 DE OCTUBRE DE 1963
CAMP DAVID, MARYLAND
10.27
Pese a las objeciones de su marido, la primera dama pasó dos semanas a bordo del yate Christina invitada por el
naviero griego Aristóteles Onassis en 1963. (Associated Press)
175
Ya es bastante que Jackie Kennedy ande retozando por todo el Mediterráneo con
Aristóteles Onassis, del que el presidente no se fía; pero es todavía peor que la prensa de
todo el mundo publique en primera plana fotos de sus aventuras en Grecia y muchos se
pregunten por qué el presidente deja que su esposa visite a un empresario investigado
por fraude contra el gobierno de los Estados Unidos. Sin embargo, tal vez lo peor de
todo sea la fama de Casanova de Aristóteles Onassis.
Una sola conversación telefónica con Jackie tranquilizaría a Jack. Pero la primera
dama ahora está ilocalizable: aun teniendo en cuenta la diferencia horaria al llamar, el
hombre más poderoso del mundo no consigue hablar con su mujer y no sabe si ella le
está esquivando o si en realidad es solo que el Christina tiene un sistema de
comunicaciones anticuado y no funciona bien.
La situación no solo enfada a Kennedy: está celoso.
Cuatro meses. Cuatro largos meses. Es lo que tardará Lee Harvey Oswald en obtener
el visado soviético, y ha averiguado que lo necesita para que los funcionarios cubanos le
entreguen los permisos de viaje.
Pero a Oswald no le queda dinero para cuatro meses: necesita viajar a Cuba ya.
Y así, cuando el cónsul Eusebio Azcue sale para atenderlo en el consulado cubano en
Ciudad de México, discute con él y no tarda mucho en perder las formas: según un
empleado del consulado cubano, Oswald está «muy nervioso y agresivo». En lugar de
ser deferente con la persona que decide su entrada en el país comunista, Oswald le habla
a gritos.
Azcue acaba hartándose. Su talante diplomático se esfuma y habla con franqueza al
estadounidense:
—La gente como usted —le dice en un inglés con fuerte acento extranjero—, no le
hace ningún favor a la revolución cubana, sino todo lo contrario.
Azcue acaba pronosticándole que nunca conseguirá los documentos que le hacen
falta para entrar en Cuba.
Oswald se queda hundido cuando el cónsul da la vuelta y echa a andar camino de su
despacho: se acabó su sueño de huir a Cuba. Una empleada consular entrega a Oswald
un papel con su nombre y sus datos de contacto en la embajada, por si quisiera volver a
intentarlo en el futuro.
El alicaído Oswald se queda en Ciudad de México el fin de semana, atiborrándose a
comida local y disfrutando del espectáculo de una corrida de toros; pero solo consigue
aumentar su desesperación.
Al final coge un autocar y vuelve a Dallas, donde alquila una habitación en un
albergue de la YMCA y se pone a buscar trabajo. Avergonzado, telefonea a Marina, que
176
sigue viviendo en casa de su amiga Ruth Paine y en cualquier momento dará a luz a la
segunda hija de Oswald. Paine es un ama de casa cuáquera; quien se la presentó a los
Oswald fue un ruso cultivado y posiblemente vinculado a la CIA, George de
Mohrenschildt, al que Oswald conoció en el verano de 1962.
Ruth Paine chapurrea el ruso, lo que contribuye a que Marina se sienta más a gusto
en su casa. Todas las posesiones de Marina se almacenan ahora en el garaje de Paine;
entre ellas, una manta verde y marrón en cuyos pliegues se oculta el fusil de Lee Harvey
Oswald. Ruth Paine, que como buena cuáquera es pacifista, nunca consentiría en guardar
el arma en su garaje, pero no tiene la menor idea de su existencia.
Oswald le cuenta a Marina fábulas sobre México, pero también admite que su viaje
ha sido un fracaso. Marina le escucha y cree ver en su marido un cambio a mejor; pero
no quiere vivir con él. Por eso Oswald, mientras busca trabajo, la llama por teléfono
desde Dallas cuando puede y a veces va a dedo al vecindario de Paine para verla.
Por fin, gracias a una recomendación de la amable Ruth Paine, encuentra trabajo. Es
un puesto de baja categoría para él, que tiene un coeficiente intelectual relativamente
alto: 118 puntos. Solo tendrá que llenar cajas de pedidos de libros para su transporte.
Pero de todos modos, él y Marina están contentos: quizá marque una nueva etapa para
ellos.
A las ocho de la mañana del miércoles 16 de octubre, Lee Harvey Oswald acude a su
primer día de trabajo en el almacén de libros Texas School Book Depository. Este
edificio de ladrillo rojo y siete plantas está en la esquina entre las calles Elm y North
Houston, dominando la plaza Dealey, que debe su nombre a un antiguo director del
Dallas Morning News. Lo más fortuito, si Marina se pusiera de parto mientras Oswald
está en el trabajo, es que el hospital Parkland Memorial está a solo seis kilómetros.
El 18 de octubre, su cumpleaños, Oswald recibe un regalo: sin más explicación, la
embajada cubana en Ciudad de México ha dado marcha atrás y le concede el visado de
viaje. Demasiado tarde para él, que ya ha cambiado de planes.
El 20 de octubre, Audrey Marina Rachel Oswald nace en el Parkland Memorial. Sin
embargo, Lee Harvey no va al hospital a ver a su esposa y a su hija, temiendo que le
pasen una factura que no puede pagar.
Su ausencia de la vida de su hija recién nacida es algo a lo que Marina y la criatura
tendrán que acostumbrarse. Porque Lee Harvey no estará junto a ellas para ver crecer a
la pequeña Audrey Marina Rachel Oswald.
Jackie Kennedy ha vuelto a Washington. Entre su veraneo en Cape Cod, las dos
semanas de septiembre en Newport, Rhode Island, y las dos que ha pasado en Grecia,
llevaba casi cuatro meses fuera de la Casa Blanca. Es 21 de octubre, y se acerca la hora
177
de cenar en la Casa Blanca. La primera dama ha invitado al corresponsal de Newsweek
Ben Bradlee y a su esposa Tony. Cenarán en la Residencia familiar de la Casa Blanca, en
la planta superior, que Jackie renovó en 1961. Ella eligió personalmente el papel pintado,
que es antiguo, con escenas de la Revolución americana.
Aunque la cena de esta noche será ligera y la conversación animada, los fantasmas
habitan esta sala. Fue el dormitorio donde el presidente William Henry Harrison murió
de neumonía en 1841. También Willie, hijo de Abraham Lincoln, murió aquí a los once
años en 1862 tras caer enfermo. Al propio Lincoln lo embalsamaron en esta cámara al
morir por el disparo de un asesino. Por último, en los años que despidieron el siglo, esta
estancia de techos altos fue también el dormitorio de William McKinley, otro presidente
asesinado de un tiro.
Es un encuentro improvisado como los que tanto gustaban a la primera dama antes de
la muerte del bebé Patrick. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que los
Kennedy invitaron a amigos. Y aunque Jackie ha cancelado todos sus compromisos
sociales hasta enero de 1964, esta sencilla cena es un intento de reanudar la normalidad
de la vida cotidiana. Jackie ha esperado a última hora para asegurarse de que su marido
iba a estar libre: los Bradlee no han recibido la invitación hasta las siete de la tarde, pero
con mucho gusto dejarán todo para acudir.
El presidente ha tenido un mal día. El conflicto racial allá en Birmingham y las
batallas campales por la legislación sobre derechos civiles aquí en Washington no
amainan y le han puesto de mal humor. Pero los Bradlee son seguramente los mejores
amigos de los Kennedy en Washington, y el presidente sabe que puede hablar tranquilo
delante de ellos: Jackie ha hecho bien en invitar a Ben y Tony. JFK se sienta a la mesa
en mangas de camisa y, con una copa en la mano, se desahoga hablando de política.
Gran parte de la conversación versa sobre lo que piensa hacer si es reelegido.
—Tal vez después de 1964 —es una frase que repite en la cena—. Tal vez después
de 1964.
Pero puede que 1964 no sea un año victorioso, y John Kennedy lo sabe. Todo está
adquiriendo tintes oscuros en la Corte de Camelot; hasta las recientes vacaciones de
Jackie se les están volviendo en contra. El gusto de la primera dama por la cultura y la
moda europeas contrastan desde hace mucho con las inquietudes de la opinión pública
estadounidense, que son más prosaicas. Su gran popularidad de antaño la hacía inmune a
ataques políticos; pero esto ya no es así.
Menos de dos meses después de un golpe tan brutal como la pérdida de un bebé, los
congresistas republicanos esgrimen sus críticas contra ella y censuran públicamente su
viaje a Grecia, acusándola de no pensar más que en darse a la buena vida. «¿Por qué no
se dedica a conocer mejor su propio país en vez de callejear por Europa en viajes de
placer?», se pregunta el congresista por Ohio Oliver Bolton.
178
La prensa también publica reportajes sobre las frecuentes fiestas en el yate de
Onassis. Hay quien retrata a la primera dama como una niña mimada: «¿Es así como se
porta una mujer en duelo?», pregunta el Boston Globe. Se publica incluso una fotografía
de la primera dama subiendo despreocupadamente a bordo del Christina ayudada por un
fornido y moreno joven de la tripulación con el torso desnudo. Otra imagen de Jackie
tomando el sol en bikini se divulgó en las primeras páginas de los periódicos de todo el
mundo. Por primera vez, los medios de comunicación acosan a la familia presidencial.
La agencia de noticias UPI ha llegado al extremo de cuestionar la moralidad de la
primera dama, sugiriendo que es demasiado sensual tomando el sol. «La señora Kennedy
se deja fotografiar en situaciones y posturas que nunca se permitiría en Estados Unidos»,
dice la noticia. Y el periodista añade con socarronería que lo más propio sería que el
presidente y la primera dama correspondieran a Aristóteles Onassis con la cortesía de
invitarlo a la Casa Blanca la próxima vez que visite Estados Unidos.
Ahora, cenando en la Casa Blanca, el bronceado de la primera dama recuerda
inevitablemente a todos los comensales la fragilidad política de su marido. Pero ella no
parece consciente del daño que causa. Jackie defiende a Onassis ante su marido y los
Bradlee: el griego es «una persona viva y vital», dice. Esto, sin duda, solo enfada más al
presidente.
John Kennedy no sabe todo lo que ocurrió o dejó de ocurrir en el Christina. Sabe de
los masajes, las cenas con caviar y las copas de vodka. También entiende que a su mujer
le atraiga la opulencia del Christina y la inmensa riqueza de Aristóteles Onassis. Lo que
no sabe es si su esposa le fue infiel, aunque lo más probable es que no; sobre todo por la
presencia de su hermana, que era quien se había fijado en Onassis. Pero el presidente
intuye que algo inquieta a su mujer; a Ben Bradlee ya le había comentado que «Jackie se
siente culpable».
Y ahora utiliza esa culpa en su ventaja:
—Quizá querrías venirte a Texas con nosotros el mes que viene.
El presidente le dirige una sonrisa cautelosa. Está deseando que Jackie se una a ese
viaje. No es solo por rebatir las acusaciones de que la primera dama conoce mejor
Europa que Estados Unidos, sino también porque es mucho más popular que él en el Sur,
sobre todo entre la población femenina. Jackie no ha aparecido en campaña desde 1960,
pero tal vez su presencia en Texas diluya la hostilidad que rodea la visita del presidente.
—Jackie puede dar a las tejanas un par de clases de moda y estilo —dice.
El hecho es que Jackie en realidad quiere estar a su lado; y le da igual cómo. Se ha
cansado de estar lejos de su marido.
Con ese sentimiento, Jackie se abrió a JFK en una carta escrita de su puño y letra el 5
de octubre, poco después de zarpar en el Christina.
«De no haberme casado contigo, mi vida hubiera sido trágica, porque es trágico todo
179
lo que se echa a perder», escribió en la intimidad de su camarote personal, llamado
Quíos como la isla griega. Esta carta, como todo lo que escribe Jackie, está llena de
guiones. Y la primera dama confiesa que su hija Caroline le da verdadera pena, porque
es imposible que encuentre nunca un hombre tan maravilloso como su padre para
casarse.
Puede que el matrimonio Kennedy sea poco expresivo a veces; hay muchas cosas que
no llegan a decirse nunca. Pero en otras ocasiones la pasión latente entre ambos es tan
palpable que el pueblo estadounidense la advierte solo con verlos juntos. El amor del
presidente y la primera dama es innegable, y ese sentimiento fluye en las palabras que,
línea a línea, Jackie escribe ese día en el Christina: lo que empezó siendo una simple
nota de amor al final llena siete páginas.
«Te amo desde el día en que te conocí», confiesa en la carta. El 12 de septiembre
había sido su décimo aniversario: «Diez años después, mi amor es mucho más fuerte».
Han pasado dos semanas, y ese hombre al que tanto adora le pide en la Casa Blanca
que le acompañe en su viaje a Texas. ¿Cómo iba a decirle que no?
—Claro que sí, Jack. Iremos de campaña —responde la primera dama. Pasara lo que
pasara en el Christina, ha quedado en el pasado. El futuro la mira atentamente desde los
hermosos ojos grises verdosos de su marido—. Haré campaña contigo donde quieras.
La primera dama saca su agenda roja y un bolígrafo y apunta la palabra Texas sobre
las fechas del 21, 22 y 23 de noviembre.
180
TERCERA PARTE
181
18
24 DE OCTUBRE DE 1963
DALLAS, TEXAS
TARDE
182
primera mano «el ambiente cargado de odio» de Dallas del que tanto se habla. Stevenson
es un demócrata convencido que se midió en las urnas con Dwight Eisenhower dos veces
y las dos salió derrotado. Es evidente que Texas no es su territorio, aunque el Memorial
Auditorium [el actual Centro de Convenciones de Dallas] haya registrado gran afluencia
de público esta tarde; se celebra el Día de las Naciones Unidas. La tarde anterior, el
exaltado general de extrema derecha Ted Walker había dado también allí un encendido
discurso arremetiendo contra las Naciones Unidas. Entre el público estaba el hombre que
había intentado matarlo: Lee Harvey Oswald.
Ahora, cada vez que Stevenson intenta empezar a hablar, apenas se le oye. Una y otra
vez, los de la Convención Nacional de la Indignación le silban y abuchean. Estos
extremistas, alterando la pronunciación del nombre del distinguido diplomático, lo
llaman addle-eye —lo que viene a querer decir «atontado».
Stevenson tolera pacientemente los insultos callado en el atril, esperando a que se
haga el silencio; pero parece imposible. Al final se enfrenta a uno de los provocadores:
—Mi querido amigo, no habré venido hasta Texas desde Illinois para enseñarles
modales, ¿o sí?
Y en ese momento, las cosas se ponen realmente feas.
Un joven de veintidós años, Robert Edward Hatfield, sube de un salto hasta el atril y
le escupe con rabia en la cara. Cuando dos policías lo agarran, también ellos se llevan un
escupitajo. Adlai Stevenson ya no aguanta más: limpiándose la cara, sale del auditorio.
Pero el caos no acaba ahí. Una turba de detractores de las Naciones Unidas lo espera en
la calle dispuesta a no dejarlo volver andando a su hotel pacíficamente. Encarándose con
él, los alborotadores le cortan el paso y lo insultan. Cora Frederickson, de cuarenta y
siete años, llega al extremo de golpear al embajador en la cabeza con una pancarta.
Stevenson todavía intenta recurrir a sus dotes diplomáticas y frena con un gesto a la
policía de Dallas, que ha acudido rápidamente para efectuar el segundo arresto de la
noche.
—¿Qué es lo que sucede? —pregunta Stevenson a su agresora—. ¿Puedo ayudarla en
algo?
—Si usted no sabe lo que sucede, no sé por qué será; los demás lo saben todos —
contesta al instante la iracunda mujer con gangoso acento texano.
A John Kennedy no le agrada Adlai Stevenson, pero los violentos ataques lo dejan
intranquilo cuando se entera. Las muchas alusiones negativas a Dallas que ha oído en los
últimos tiempos se están corroborando. Amigos de confianza le aconsejan cancelar ese
tramo de su viaje a Texas. Ya el 3 de octubre, el senador de Arkansas William Fulbright
le comentó que temía por su integridad física si entraba en Dallas; según él, es «un sitio
peligroso».
—Yo no iría —le dijo al presidente—. No vaya.
183
El predicador evangelista Billy Graham, que es demócrata, también le previene en
contra de ir a Dallas. Henry Brandon, el corresponsal del dominical londinense Sunday
Times en Estados Unidos, está tan seguro de que la visita de Kennedy será explosiva que
se desplazará hasta allí solo para escribir él mismo la crónica de una tensión anunciada.
El congresista texano Ralph Yarborough tiene dos hermanos que viven y trabajan en
Dallas, y ambos le han dicho en reiteradas ocasiones que en la ciudad impera el odio a
Kennedy. Y a primeros de noviembre Byron Skelton, del Comité Nacional Demócrata en
Texas, tendrá la premonición de JFK podría correr grave peligro si va a Dallas. Skelton
intentará disuadir al presidente del viaje varias veces.
Pero John Kennedy es el presidente de los Estados Unidos de América: no solo de
algunos estados, sino de todos. En este vasto país no debería haber ningún lugar donde él
tema ir.
Como suele decir antes de intentar un golpe de golf difícil:
—Sin perfiles, solo con coraje.
Lo mismo vale para Dallas: JFK ha decidido visitar «la Gran D». No hay vuelta de
hoja.
184
traslado inmediato de ambos cautivos al Cuartel General del ejército. Los soldados atan a
la espalda las manos del presidente y de su hermano y los meten en un carro blindado —
en teoría, por su propia seguridad—. Dos oficiales se les unen en la parte de atrás del
vehículo, y la pesada puerta de acero se cierra.
El convoy se detiene en un paso a nivel. En ese momento y con toda calma, uno de
los oficiales del ERV aprieta el gatillo de su semiautomática y una bala atraviesa la nuca
del presidente Diem.
185
19
1 DE NOVIEMBRE DE 1963
IRVING, TEXAS
14.30
Esta tarde de viernes el corpulento James Hosty, agente del FBI de treinta y cinco
años, llama al timbre de Ruth Paine. Está cansado, ha pasado toda la jornada
investigando en la cercana Fort Worth. Ahora mismo lleva cuarenta casos a la vez y hace
malabarismos con ellos, alternándolos según el momento y la ocasión. Pero cualquier
expediente asociado a la batalla de J. Edgar Hoover contra el comunismo recibe
automáticamente la máxima prioridad. Por eso Hosty se pasa por el domicilio de la
señora Paine antes de volverse a Dallas y dar por acabada la semana. El agente busca a
Lee Harvey Oswald. El FBI ha recibido un soplo de la CIA sobre la visita de Oswald el
mes anterior a la embajada cubana en Ciudad de México, y ahora los federales andan
buscándolo nerviosos.
La señora Paine abre la puerta y Hosty, mostrándole fugazmente la insignia que lo
identifica como agente especial del FBI, le pregunta si puede hablar con ella.
Ruth Paine está pasando por una mala racha: el que fuera su marido durante los cinco
años anteriores se ha ido y ahora le está pidiendo el divorcio. Acaso para mitigar la
soledad, Ruth ofreció a Marina Oswald vivir en su casa, aunque sepa que la joven madre
no tiene dinero que aportar; pero la pequeña carga económica que supone es
insignificante al lado de la estrafalaria conducta del marido de la joven, Lee Harvey, que
solo va a la casa los fines de semana. Ruth Paine no quiere que viva allí porque no se fía
de él.
Pero con James Hosty la señora Paine es muy amable. Le invita a pasar, diciéndole
efusivamente que es el primer agente federal que conoce en su vida.
Hosty no es un agente cualquiera. Licenciado por la Universidad Católica de Notre
Dame, en Indiana, y antiguo empleado de banca, lleva casi diez años destinado en la
oficina del FBI en Dallas. Se conoce bien la ciudad y los barrios residenciales —cada
vez más grandes— de las afueras. Además, es un detective concienzudo, y visitar la casa
de Ruth Paine no le cuesta nada aunque esté a punto de acabar su jornada laboral del
186
viernes.
Pero ante todo, el agente especial Hosty es el experto del FBI en Lee Harvey y
Marina Oswald. Allá por marzo abrió un expediente sobre Marina para seguir los pasos
de la ciudadana soviética. Aquel mismo mes, Hosty solicitó la reapertura del expediente
de Lee Harvey tras descubrir las evidentes inclinaciones comunistas de Oswald. El
agente ha ido siguiendo el rastro de los Oswald por todos los apartamentos donde han
vivido, de Dallas a Nueva Orleans y ahora otra vez aquí. La oficina del FBI en Nueva
Orleans informó a Hosty de la detención de Oswald y de sus actos en favor de Cuba.
Pero ahora le han perdido la pista.
Hosty pregunta a Ruth Paine si sabe dónde puede encontrarlo.
Paine admite que Marina y sus dos hijas pequeñas viven en la casa. Después de un
instante de duda, declara ignorar el domicilio de Oswald; lo que sí sabe es que trabaja en
el centro de Dallas, en el Texas School Book Depository. Cogiendo la guía telefónica,
comprueba la dirección: 411 Elm Street.
Hosty lo apunta todo.
Marina entra en el cuarto de estar, acaba de despertarse de una cabezada.
Ruth Paine le dice en ruso que Hosty es del FBI. El terror que refleja el semblante
desencajado de Marina no es desconocido para Hosty: lo ha visto más veces en el rostro
de otras personas procedentes de países comunistas, y comprende que la señora Oswald
le cree un agente de la policía secreta que ha venido a llevársela. Por eso le pide a Paine
que le diga que no ha ido a «hacerle daño ni a molestarla. La labor del FBI no es hacer
daño a la gente, nuestra labor es protegerla».
Ruth Paine se lo traduce. Marina sonríe, más tranquila.
Hosty se levanta para irse. La entrevista ha durado casi veinticinco minutos. Hosty
tiene otro par de casos pendientes con los que quiere seguir otro rato antes de volverse a
Dallas. Pero mientras apunta su nombre y número de teléfono para dejárselos a Paine por
si se enterara de algún detalle más sobre el paradero de Oswald, el agente especial Hosty
decide asignar baja prioridad al caso: en su opinión, Lee Harvey Oswald no es más que
un joven con problemas conyugales, afecto al comunismo y habituado a vivir a la deriva,
saltando continuamente de trabajo en trabajo.
No hay prisa. Tarde o temprano, Lee Harvey Oswald aparecerá; al agente especial
Hosty no le cabe duda.
187
es planear los viajes oficiales de Kennedy. Como es habitual en ese tipo de visitas, sus
principales funciones son identificar cualquier amenaza potencial para el presidente,
actuar contra cualquiera en quien vea tal amenaza y organizar la seguridad durante los
discursos del presidente y las rutas que seguirá su convoy.
Se sigue discutiendo si el convoy cruzará el centro de Dallas, lo que complicaría
mucho su seguridad, ya que las principales avenidas de la ciudad están flanqueadas por
edificios altos que suman más de veinte mil ventanas: cuantas más ventanas, más lugares
propicios para que un hombre armado dispare contra la limusina del presidente.
Pero Lawson aparca temporalmente el asunto de la ruta para investigar posibles
amenazas peinando los archivos de la Sección de Investigación Preventiva del servicio
secreto, donde figuran todos los individuos que alguna vez han amenazado al presidente
o representan un peligro para él. Su consulta arroja que a fecha de 8 de noviembre no
existe tal amenaza en la zona de Dallas.
A continuación Lawson viaja de Washington a Texas para entrevistarse con la policía
local y con otros federales a fin de identificar y localizar posibles amenazas para la vida
de John F. Kennedy. De especial interés son los alborotadores implicados en el incidente
contra Adlai Stevenson de hace unas semanas. Lawson consigue copias de sus
fotografías, que se distribuirán al servicio secreto y a la policía de Dallas el día de la
visita del presidente: cualquier persona que se parezca a alguno de ellos inmediatamente
será vigilada por si en algún momento se acercara al presidente.
La diligencia de Lawson pronto obtiene recompensa: el FBI ha conseguido el nombre
de un residente en la zona de Dallas que podría representar una grave amenaza para la
vida de John Fitzgerald Kennedy.
Pero el agente especial James Hosty no es quien facilita ese nombre, que tampoco es
el de Lee Harvey Oswald: se trata, en cambio, de un maleante de Dallas fichado por la
policía al que ni se le ha pasado por la cabeza matar al presidente de los Estados Unidos.
188
interpreta con maestría el solo de corneta. Sus tristes notas resuenan por el mar de
lápidas blancas y verde hierba.
Al presidente Kennedy le conmueve el dramatismo de la historia del lugar: antigua
residencia familiar de Robert E. Lee, las tropas unionistas convirtieron Arlington en
cementerio durante la Guerra de Secesión para que el general confederado nunca pudiera
sentirse tentado de volver a ocupar la mansión de su familia, que sigue dominando los
terrenos. Kennedy comprende lo gravosa que la pérdida hubo de ser para Lee. Las
suaves lomas ofrecen una panorámica del río, y la ciudad de Washington, con su ritmo
acelerado y sus tratos bajo cuerda, se ve al fondo, en gran contraste con la paz y
tranquilidad del cementerio.
—Es uno de los lugares más hermosos de la tierra —le dice después al congresista
Hale Boggs—. Podría quedarme aquí para siempre.
No es un pensamiento fugaz. Kennedy repite el comentario al secretario de Defensa
Robert McNamara:
—Creo que es aquí donde quizá un día me gustaría estar.
[1] Washington D. C. (N. de la T.).
189
20
13 DE NOVIEMBRE DE 1963
CASA BLANCA
ÚLTIMA HORA DE LA TARDE
El hombre al que quedan nueve días de vida admira a Greta Garbo mientras ella se
quita los zapatos para tenderse en la cama del dormitorio de Lincoln. Esta noche dan una
cena en la Corte de Camelot y la invitada de honor es la actriz sueca, famosa por su
reserva. Jackie Kennedy, por propia confesión, está «obsesionada» con Garbo, en quien
ve un espíritu afín. Pero es el presidente quien se ofrece a enseñar a esta belleza de
cincuenta y ocho años lo que sus ayudantes llaman simplemente «la Mansión».
Nerviosa, Garbo bebe un vaso de vodka tras otro durante la velada. El presidente, en
cambio, es la viva imagen de la abstinencia, sin fumar un solo puro ni probar una gota de
alcohol.
—Me sentía una depravada cada vez que encendía un cigarrillo —recordará luego
Garbo.
John F. Kennedy, embelesado con la actriz —igual que ella con él—, en vez de salir
pitando nada más acabar la cena como acostumbra hacer para estar un rato a solas antes
de irse a dormir, se queda disfrutando de «la sobremesa más larga desde que soy
presidente».
Kennedy y Garbo no se conocían, pero enseguida han hecho buenas migas gracias a
una broma a costa de Lem Billings, el amigo de Kennedy que fue su compañero de
cuarto en el colegio privado de Choate cuando ambos eran adolescentes. A los cuarenta
y cuatro años, sigue siendo el mejor amigo que tiene JFK en el mundo; son como
hermanos. Lem se queda a dormir en la Casa Blanca tan a menudo que guarda ropa en
un dormitorio de la tercera planta para poder cambiarse cuando amanece allí. En 1960,
este ejecutivo publicitario pidió un año sabático en la empresa donde trabajaba para
ayudar a Kennedy en su candidatura a presidente sin pedirle nada a cambio. Y aunque
pese a ello JFK le ofreció la dirección del programa de voluntariado recién creado Peace
Corps, Billings declinó la oferta, temiendo que aceptar el puesto acabara estropeando su
amistad.
190
El verano anterior, Billings, soltero, había conocido a Greta Garbo en el sur de
Francia. Al volver, se jactaba tanto de lo mucho que había congeniado con Garbo que
hasta Jackie le pedía que dejara de hablar de la estrella de cine.
El presidente no pudo resistirse: una broma amistosa a costa de Billings daría más
gracia a la visita de Garbo. Y llamó a la actriz para invitarla haciéndole una proposición:
—Mi amigo Billings presume de lo mucho que la conoce; cuando él entre, usted hará
como que no lo ha visto en la vida.
JFK persuadió a Garbo para que llegara un poco antes de la cena en la Casa Blanca a
fin de ensayar su papel en la broma.
«Un poco antes» en la Corte de Camelot no suele ser hasta alrededor de las ocho y
media, y esta noche no es una excepción.
Y es que hoy, como suele suceder, el presidente ha tenido una apretada jornada que
empezó a las diez menos cuarto de la mañana, cuando recibió a la columnista Ann
Landers para hablar de la campaña benéfica navideña de etiquetas postales adhesivas
Christmas Seal para 1963 y terminó a las seis y media de la tarde con la reunión con
John A. Hannah, jefe de la Comisión de Derechos Civiles de los Estados Unidos. Entre
ambas reuniones, asistió a otra con el presidente de Checoslovaquia, así como a una
función de gaitas y tambores de la Guardia Negra de Gran Bretaña (Royal Highland
Regiment) en el jardín del ala sur; también a un encuentro con quince personas para
tratar la pobreza en la zona oriental de Kentucky y, a última hora, a una reunión menos
concurrida, con Dean Rusk, McGeorge Bundy y Christian Herter, antiguo secretario de
Estado, sobre política exterior.
El presidente se dio su habitual baño del mediodía a la una y diez de la tarde y comió
a las dos menos veinte; pero aparte de eso, no ha podido bajar el ritmo en ningún
momento. Ha sido una reunión tras otra, y de Kennedy no solo se espera que asista, sino
también que esté bien informado de cada uno de los muchos y variados asuntos que se
abordan, y que tome las decisiones pertinentes. Durante todo el día, el pensamiento de su
viaje a Texas la próxima semana ha estado rondándole la mente.
Cuando JFK se tiró a la piscina para darse el segundo baño del día eran las siete y
cuarto. Al dejar la toalla y subir al dormitorio, las ocho y tres minutos. Garbo ya había
llegado, pero Kennedy se tomó su tiempo para ducharse y cambiarse tranquilamente,
sabiendo que Jackie disculparía su retraso ante la actriz.
Lem Billings se puso eufórico al ver a Garbo:
—¡Pero bueno, Greta, qué sorpresa! ¿Qué tal estás? —exclamó.
Garbo lo miró sin expresión y volvió la mirada a Jackie:
—Sin duda está en un error. No recuerdo haberlo visto nunca —dijo.
Al llegar el presidente, Garbo repitió que no conocía a Billings. El viejo amigo del
presidente, cada vez más abatido, no hacía ni caso a JFK, dedicado exclusivamente, una
191
y otra vez, a intentar hacerle recordar a Garbo dónde se habían visto y algunos de los
conocidos de ambos. Cuanto más hablaba Billings, más obvio parecía que Greta no lo
conocía de nada. JFK estuvo relajado toda la noche y se olvidó de las preocupaciones del
cargo, divertido con la fluida y animada conversación de la alegre velada. Y con su
broma: Lem Billings no supo que le habían tomado el pelo hasta la mañana siguiente.
Al poco de acabar la cena, JFK enseñó la Casa Blanca a todo el grupo. Achispada,
Greta Garbo se quita ahora los zapatos para tumbarse en el colchón sin manchar la
colcha del dormitorio de Lincoln. El recorrido finaliza en el Despacho Oval. Un detalle
que la mayoría de sus compatriotas no conocen es que JFK colecciona tallas de marfil, y
muchas veces puja anónimamente por objetos como los que tiene expuestos en la vitrina
de su despacho: dientes de ballena tallados. Cuando Garbo se maravilla ante la
colección, el presidente abre la vitrina y le regala uno. La actriz lo acepta encantada.
Así es la vida en la Corte de Camelot: una jornada de trabajo resolviendo los
problemas del mundo, dos baños terapéuticos al desnudo, celebridades a la mesa en una
cena tardía y un recorrido por la residencia más famosa de América con una glamurosa
estrella de cine. ¿Dónde más podría suceder todo esto?
Pero la noche termina abruptamente.
—Me voy o acabaré borracha —declara Garbo antes de desaparecer de vuelta a su
hotel.
Así acaba la última fiesta jamás celebrada en la Corte de Camelot.
Pero el recuerdo de esta noche mágica perdurará, y ni siquiera una actriz tan célebre
como Greta Garbo puede resistirse al encanto de esa Corte: «La velada que pasé con
ustedes en la Casa Blanca fue fascinante y realmente encantadora», dice en su nota de
agradecimiento a Jackie Kennedy. «Creería que fue un sueño, si no fuera porque tengo
aquí mismo “el diente del presidente”».
Pero la Corte de Camelot no es un sueño, es real: y esa realidad está a punto de dar
un vuelco que transformará Estados Unidos para siempre.
192
21
16 DE NOVIEMBRE DE 1963
DALLAS, TEXAS
13.50
193
El tirador no se queda más que un rato y dispara solo «ocho o diez» tiros, calcula
Sterling: los necesarios para ajustar con precisión el fusil y la mira sin desperdiciar
munición.
Posteriormente, el chico atestiguará que ese hombre era Lee Harvey Oswald.
Aquel sábado de noviembre el Dallas Morning News publica en primera página una
noticia de la visita a Dallas del presidente Kennedy, para la que solo faltan seis días. El
periódico conjetura la ruta que seguirá el convoy de Kennedy por el centro de la ciudad.
El Air Force One aterrizará en el Love Field, y de allí llevarán al presidente al gran
centro comercial de Trade Mart, donde dará un discurso. La ruta pasa por delante del
Texas School Book Depository, donde trabaja Lee Harvey Oswald.
Oswald, ávido lector de periódicos, sabe de la visita de John Kennedy a Dallas desde
hace tiempo. Ese día, Oswald ha decidido quedarse el fin de semana en la ciudad en vez
de ir a ver a Marina y a sus hijas.
Oswald cumplió veinticuatro años hace solo un mes, y apenas puede alegar nada que
justifique su paso por este mundo: está perdiendo a su mujer y a sus hijas, su trabajo es
de baja cualificación y no ha estudiado nada pese a su capacidad intelectual. No sabe si
quiere ser estadounidense, cubano o ruso.
Aun así, aspira a ser alguien grande. Alguien importante. Alguien cuyo nombre no se
olvide jamás.
También John Wilkes Booth ansiaba ser un gran hombre antes de disparar contra
Abraham Lincoln. Hoy Lee Harvey Oswald está practicando su puntería en un campo de
tiro, como hizo Booth días antes de perpetrar el asesinato.
Sterling Wood, un muchacho de trece años, es la primera persona que admira a
Oswald desde hace mucho, porque hoy Oswald sin duda ha destacado: perforando de
varios disparos la silueta de la cabeza de un hombre.
194
Kruschev y el Imperio soviético, a la vez que contrariaba a sus propios mandos militares
y al «complejo militar industrial», como lo llamaba Dwight Eisenhower, negándose a
declarar la guerra.
La destrucción de la Corte de Camelot podría haber empezado de mil maneras.
Pero ha empezado de hecho el 18 de noviembre, cuando tres miembros de las fuerzas
del orden —el agente especial Winston G. Lawson destacado por el servicio secreto,
Forrest V. Sorrels de la oficina local del servicio secreto en Dallas, y el jefe de la policía
de Dallas Jesse Curry— recorren en coche los quince kilómetros de la ruta pensada con
gran detenimiento desde el Love Field al Trade Mart.
—¡Dios santo! —exclama el agente especial Sorrels, subiendo la vista a las miles de
ventanas que los miran desde allá arriba—, ¡aquí sí que seríamos presa fácil!
Y no obstante, deciden que esta será la ruta de la caravana presidencial.
Cada vez que la limusina del presidente de los Estados Unidos ha de cruzar
aglomeraciones urbanas, el equilibrio entre proteger su vida y garantizar el espectáculo
del mandatario mezclándose con el pueblo americano es muy delicado. La meta de los
cuerpos de seguridad es que siga con vida después de atravesar calles abarrotadas de
gente: un empeño difícil cuando no se instala la capota de la limusina. En la ruta ideal de
un convoy presidencial, no hay ventanas en las alturas por donde un francotirador pueda
asomar su arma, pero sí hay acceso a vías alternativas por si algo se torciera, y también
calles anchas que permitan mantener a la muchedumbre a distancia del vehículo, así
como pocas curvas cerradas; a poder ser, ninguna.
La ruta del convoy de Dallas incumple todos y cada uno de estos requisitos.
Doblar una curva con el vehículo presidencial obliga al agente del servicio secreto
William Greer, el conductor habitual de JFK, a reducir considerablemente la velocidad
de la limusina. Esto hace del presidente una diana más fácil para un posible tirador. El
protocolo del servicio secreto dicta que cada vez que un convoy haya de reducir la
velocidad al doblar una curva, varios agentes se adelanten para efectuar un control de
seguridad previo en todo el cruce. Algo tan sencillo como la curva de noventa grados de
la ruta del convoy de Dallas en la esquina entre las calles Main y Houston puede obligar
a Greer a aminorar considerablemente la marcha. Una curva amplia de ciento veinte
grados, como la de la esquina entre Houston y Elm, puede hacer que la velocidad del
Lincoln de Kennedy quede limitada a unos pocos kilómetros por hora.
Es un ritmo de paseo, tan lento que el cuerpo del presidente visto por un asesino a
través de la mira de un fusil de gran potencia sería un blanco muy vulnerable. En estos
casos, los agentes del servicio secreto están adiestrados para interponer su cuerpo entre
el presidente y la multitud haciendo de escudos humanos. Mientras el convoy avanza,
estudian el panorama subiendo la vista a las ventanas de los edificios en busca de un
hombre armado o de un cañón de fusil. La limusina del presidente lleva estribos a ambos
195
lados para que los agentes puedan subirse a ellos y proteger al presidente a la vez que
fijan la mirada en las ventanas, y unas manillas metálicas a las que agarrarse para
mantener el equilibrio. Pero a JFK no le gusta que los agentes vayan en los estribos,
porque entonces la gente no puede verlo; por eso muchas veces van en otro coche detrás.
Sin embargo, el pistolero puede sortear toda esta protección si conoce de antemano la
ruta exacta del convoy. Por eso, cuando los agentes especiales del servicio secreto
Sorrels y Lawson escogen el camino que hará el presidente el 18 de noviembre y hacen
pública esta información, cualquiera que desee atentar contra el presidente ya tiene lo
que necesita para empezar a planear con precisión el lugar y el momento del ataque. Por
decirlo de otro modo: a muchos les gustaría ver muerto a John F. Kennedy, pero antes
del lunes 18 de noviembre no había una zona de tiro designada en Dallas.
Ahora la hay.
196
22
21 DE NOVIEMBRE DE 1963
A BORDO DEL AIR FORCE ONE
14.00
En las últimas horas de su vida, el presidente John F. Kennedy vuela a todo lujo en el
Air Force One, absorto en los informes confidenciales de inteligencia escritos
exclusivamente para él que desbordan su desgastada cartera negra de piel de cocodrilo.
Leyendo a gran velocidad, como suele hacer —a un ritmo de 1.200 palabras por minuto
— y con las gafas en lo alto de su nariz, JFK es la viva imagen de la concentración.
Frente a él, en el diván de su despacho aéreo, Jackie Kennedy habla en voz baja en
español, ensayando el discurso que dará esta noche en Houston ante un grupo de mujeres
latinoamericanas.
El bisbiseo en castellano de la primera dama es una novedad muy bien recibida en el
refugio privado del presidente dentro del avión. John Kennedy está tan contento de que
Jackie le acompañe a Texas que inusitadamente se ofreció a ayudarla a elegir la ropa que
llevará en sus numerosas apariciones públicas; el conjunto que más le gusta es un traje
de chaqueta rosa de lana de Chanel con casquete a juego.
Aunque es verdad que JFK no suele interesarse por la moda, sí ha dedicado gran
atención al diseño y la decoración del Air Force One. Al principio, cuando juró el cargo,
disponía de tres aviones presidenciales: cualquiera de ellos recibía el nombre de Air
Force One cuando él viajaba a bordo. Pero más que aviones presidenciales, parecían
aeronaves de la Fuerza Aérea; de hecho, llevaban el rótulo «Servicio de Transporte
Aéreo Militar» escrito en grandes letras en los costados. El fuselaje era casi todo de
metal sin pintar.
Pero la aeronave con matrícula de cola 26000 en la que ahora vuela John Kennedy es
una versión muy superior. Se le hizo entrega de este flamante avión, un Boeing 707, en
octubre de 1962. Y así como Jackie ha supervisado la nueva decoración de la Casa
Blanca (un pequeño detalle mientras vuelan a Texas es que a su regreso, JFK estrenará
cortinas en el Despacho Oval), también John Kennedy ha supervisado la nueva
decoración del Air Force One. Así, el fuselaje y las alas lucen un atrevido y novedoso
197
colorido, azul pálido y blanco, y sobre la hilera de las cuarenta y cinco ventanillas
ovaladas resaltan las palabras «Estados Unidos de América». Dentro, la moqueta es
suntuosa y las comodidades abundan: despacho privado, sala de conferencias y un
dormitorio en cuya pared —sobre el colchón duro como una piedra del presidente—
cuelga un paisaje de la campiña francesa. El mobiliario y todos los accesorios que hay en
su interior llevan el sello presidencial. A JFK le gusta tanto su nuevo avión que en solo
trece meses ha hecho ciento veinte mil kilómetros a bordo del 26000.
El viaje de hoy comenzó a las nueve y cuarto de la mañana, cuando John Kennedy se
despidió de Caroline antes de mandarla a la escuela en la tercera planta de la Casa
Blanca. El pequeño John, que cumplirá tres años la próxima semana, tuvo la suerte de
acompañar a sus padres en el helicóptero presidencial desde la Casa Blanca hasta el Air
Force One. El jovencito, protegido del frío de noviembre con un abrigo London Fog, lo
pasó en grande.
Pero cuando el Marine One aterrizó en la pista junto al avión presidencial, el
pequeño John se puso a lloriquear porque quería seguir viaje con ellos.
—Yo también quiero ir —le dijo a su padre.
—No se puede —le contestó el presidente suavemente.
—Son solo unos días —le recordó la primera dama al niño—. Y a la vuelta, será tu
cumpleaños.
El pequeño John rompió a llorar.
—John, como dice mamá, dentro de unos días estaremos aquí otra vez —le dijo el
presidente.
Y seguidamente besó a su hijo y miró al agente del servicio secreto a cargo de su
protección.
—Cuide a John por mí, señor Foster —le ordenó con voz amable.
A Bob Foster le sonó raro; decir cosas así no es propio del presidente Kennedy, por
mucho que su hijo llore en las despedidas.
A las once de la mañana, el presidente abrazó al pequeño John por última vez en la
pista de asfalto de la base aérea de Andrews y subió la escalera del Air Force One. La
primera dama iba a su lado. Cinco minutos después, el avión despegó con destino a
Texas, a tres horas y media. El pequeño John contempló el despegue del gran reactor y
cómo remontaba vuelo desapareciendo en la distancia.
El Air Force One aterrizará primero en San Antonio, luego en Houston y por fin en
Fort Worth, donde el presidente y la primera dama harán noche. El turno de Dallas será
mañana. El piloto personal de JFK, el coronel Jim Swindal, llevará a los Kennedy de
Fort Worth al Love Field de Dallas. Es un vuelo corto de solo trece minutos. Pero el
emblemático Air Force One bajando del cielo para tomar tierra en la turbulenta ciudad
será una imagen mucho más potente que la de John Kennedy cruzando cincuenta y seis
198
kilómetros de pradera en una limusina.
Ahora el presidente interrumpe su lectura para encender un cigarrillo. Jackie se ha
metido en su camarote para arreglarse. JFK fuma sumido en sus pensamientos. Texas va
a ser una circunscripción complicada, no hay forma de saber si las masas de votantes
serán hostiles o receptivas, y le preocupa que Jackie no lo pase bien: tal vez este viaje
sea la prueba de fuego para ver si se anima a hacer campaña con él en 1964.
El presidente se levanta y va a la puerta del dormitorio presidencial, llamando
quedamente antes de asomar la cabeza.
—¿Estás bien? —le pregunta a Jackie.
Están a punto de aterrizar. Su mujer se está poniendo un impecable vestido blanco.
—Muy bien —responde la primera dama, y se mira al espejo ajustándose la boina a
juego con el vestido y el cinturón negro.
—Solo quería saberlo —dice él cerrando la puerta.
El presidente nota un leve bache cuando el Air Force One empieza a perder altura.
Mira por la ventanilla. Allá abajo, a ocho kilómetros, el árido y plano paisaje de Texas
parece elevarse despacio para recibirlo.
En tierra firme de Dallas, en el Texas School Book Depository, Lee Harvey Oswald
llena cajas de pedidos de libros para enviar. Pero hoy cualquier cosa le distrae, y el mapa
de la ruta del convoy en la primera página de la edición vespertina del Dallas Times
Herald capta su atención enseguida. Solo necesita la ventana más cercana para ver
justamente la curva que la limusina del presidente Kennedy doblará despacio desde la
calle Main para entrar en la calle Houston y la que tomará a la izquierda, aún más
despacio, hacia la calle Elm, por donde pasará prácticamente al pie de las ventanas del
almacén. Para ver bien al presidente, solo tendrá que asomarse a la calle.
Pero Lee Harvey Oswald piensa hacer mucho más que mirar. De hecho, sin que
nadie lo sepa, está tramando disparar al presidente. Hace solo un mes, unos días antes de
que naciera su segunda hija, Marina advirtió su fascinación por dos películas, De repente
y Éramos desconocidos, ambas sobre el asesinato de un político de primera fila: en la
primera, concretamente el presidente de los Estados Unidos. Las habían visto juntos, y
Oswald le dijo a Marina que parecían reales; a ella le pareció raro el comentario.
Oswald no odia al presidente. No tiene ninguna razón para querer verlo muerto. No
obstante, las ventajas que gente como John Kennedy tiene en la vida le llenan de
amargura. Oswald sabe muy bien que distinguirse es más fácil para quien nace en un
medio privilegiado. Pero aparte de esa leve envidia, no habla mal del presidente. Es más,
querría emular a JFK.
Por encima de todo, desea ser un gran hombre.
199
—¿Me llevas a casa esta tarde? —pregunta Oswald con tono indiferente a su
compañero de trabajo Wesley Frazier. Este chico de diecinueve años es vecino de
Marina en el barrio de Irving; vive a media manzana de la casa de Ruth Paine, y suele
llevarle los viernes en su furgoneta, una Chevy negra de cuatro puertas y nueve años.
Los lunes también hacen juntos el viaje de vuelta a Dallas.
—Claro que sí —le contesta. Están junto a una gran mesa en la primera planta del
Texas School Book Depository—. Sabes que te llevo a casa siempre que quieras ir a ver
a tu mujer, ya te dije que me parece muy bien.
Pero entonces Frazier cae en que no es viernes: es jueves, y Oswald nunca va a Irving
los jueves.
—¿Por qué vas a casa hoy? —le pregunta.
200
—Quiero recoger unas barras de cortina —replica Oswald.
Oswald roba papel marrón de embalaje de la sección de envíos del almacén y se pasa
el resto de su jornada laboral confeccionando una bolsa en la que ocultar sus «barras de
cortina».
Mientras pliega el papel para hacer una funda que oculte bien su fusil, Lee Harvey
Oswald no deja de darle vueltas a la idea de matar al presidente Kennedy, pero no está
del todo seguro. Lo que de verdad desea es volver otra vez con Marina y las niñas: esta
noche rogará a su mujer que lo acepte de nuevo.
Pero si ella no quiere, a Oswald no le quedará otro remedio que hacerlo.
Así de alucinatorio se ha vuelto el mundo de Lee Harvey Oswald. Ya solo concibe
absolutos: o vivir felices como en un cuento de hadas, o asesinar al presidente de los
Estados Unidos.
201
23
22 DE NOVIEMBRE DE 1963
IRVING, TEXAS
6.30
Los Oswald se han peleado. Otra vez. Pero esta vez es diferente; esta vez se acabó.
Lee Harvey está al pie de la cama en su cuarto atestado de cosas en casa de Ruth Paine.
Ya está vestido para irse al trabajo, se ha puesto unos pantalones grises y una camisa
muy usada. Quitándose el anillo de matrimonio de la mano izquierda, lo deja caer en la
taza de porcelana que hay sobre la cómoda: símbolo de su amor por Marina en el pasado,
ahora es una confirmación más del fracaso que rodea su vida.
Hoy Oswald hará algo que cambiará todo: hoy demostrará que no es un fracasado,
aunque tenga que dejarse la vida en ello.
Pone sobre la cómoda 187 dólares, un regalo de despedida para su esposa e hijas. A
fin de cuentas, para él no hay futuro.
Marina está en la cama medio despierta. La última noche que pasarán juntos no ha
sido muy romántica. Oswald daba vueltas en la cama y Marina se levantó dos veces para
atender al bebé. No han hecho el amor, aunque Marina intentó abrazarlo cariñosamente a
las tres de la mañana: él respondió apartándola con ira de una patada.
Oswald había ido a la casa ante todo para coger el fusil, pero estaba dispuesto a
descartar su oscuro plan si Marina aceptaba volver a vivir con él. Durante toda la tarde
intentó reconciliarse con su mujer. Le dijo lo mucho que echaba de menos a las niñas y
hasta le prometió una lavadora, sabiendo cuánto deseaba una.
Pero a Marina le había enfurecido que se saltara las normas domésticas de Ruth
Paine yendo a verla un jueves. Y los ruegos de Oswald desembocaron en una nueva
pelea. Aun así, no se dio por vencido.
Sin embargo, no parece que Marina desee su vuelta. Pasaron la tarde jugando con
June y Audrey al aire libre en el césped del jardín de Ruth Paine, mustio esos días de
otoño. Oswald suplicó a Marina que volviera a ser su esposa. Ella titubeó: Lee Harvey
Oswald había sido el amor de su vida. Pero no cedió.
Oswald se fue pronto a la cama, donde se tumbó pensativo. Incluso cuando Marina se
202
acostó a su lado, su cálido cuerpo despidiendo un agradable olor a jabón tras su baño
nocturno, se hizo el dormido. Pasaron las horas. Y conforme pasaban, fue reuniendo el
valor que necesitaba. Ya no le quedaba nada en el mundo; llevaría adelante el plan.
Ahora, al amanecer, después de vestirse para ir al trabajo dejando sus posesiones
terrenales en la cómoda, Lee Harvey Oswald oye a Marina moverse a su espalda.
—No te levantes —le dice—, ya me hago yo el desayuno.
Agotada, ella no pensaba levantarse. Audrey lloriquea y la atrae hacia sí para darle el
pecho. Oswald sale de la habitación sin hacer ruido ni decir adiós.
El asesino se prepara una taza de café soluble en la cocina antes de entrar en el garaje
de Ruth Paine, lleno hasta arriba de cosas, a buscar su fusil. Desenrollando la manta que
hay junto al petate verde oliva de la Infantería de Marina, saca su carabina militar
Mannlicher-Carcano de 6,5 milímetros y la mete en la funda que hizo ayer con el papel
marrón de embalar robado en el trabajo.
Cogiendo por el cañón las «barras de cortina», sale del garaje y deja atrás para
siempre su antigua vida.
Todavía no han dado las ocho de la mañana cuando Wesley Frazier aparca delante
del Texas School Book Depository donde Oswald y él trabajan. Oswald se baja antes de
que su compañero pare el motor, y se mete corriendo en el edificio con el paquete
marrón antes de que Frazier pueda alcanzarlo y preguntarle a qué viene tanta prisa.
—Está lloviendo —dice George Thomas entrando en la suite del hotel de John
Kennedy en Fort Worth.
El ayuda de cámara despierta al presidente exactamente a las siete y media de la
mañana. Una multitud se arremolina ya en el aparcamiento, ocho plantas más abajo, para
oír a Kennedy hablar desde la plataforma de un camión de caja abierta. La audiencia es
mayoritariamente masculina, casi todos trabajadores sindicados. Son cerca de cinco mil,
muchos llevan horas de pie bajo la lluvia.
—Vaya, qué mala suerte —contesta Kennedy a su ayuda de cámara saliendo de la
cama camino de la ducha.
La lluvia obligará a poner la capota en la limusina en el convoy de hoy. La gente de
Dallas que lleva horas pasando frío bajo la lluvia para verlo pasar se llevará un chasco;
peor aún, la capota ni siquiera les dejará ver al presidente y a la primera dama dentro del
coche. Eso no le ayudará a ganar muchos votos en noviembre del año que viene.
El presidente se ajusta la faja que lleva para la espalda, apretando bien las correas.
Luego se pone un traje azul con chaqueta de dos botones, una corbata azul oscuro y una
camisa blanca con rayas grises de Cardin, la casa de moda de París. Después de leer los
informes de la CIA llegados ese mismo día dedicando especial atención al recuento de
203
bajas de Vietnam, ojea varios periódicos. Según el Chicago Sun-Times, Jackie podría ser
el factor clave para su reelección en 1964. Es la mejor noticia del viaje hasta ahora: todo
el mundo adora a la primera dama. Está claro que la irritación que causaron sus fotos en
bikini es agua pasada.
El primer día del viaje a Texas, los texanos recibieron a JFK con vítores. Pero por
largos que sean los aplausos y por atentamente que el público escuche cada palabra de
sus discursos, la acogida de John Kennedy no es nada comparada con la de su mujer. En
Texas solo se habla de Jackie, y llevarla consigo tal vez haya sido la jugada más
inteligente que el presidente ha hecho nunca en política. A las nueve de la mañana, John
Kennedy ya está en la plataforma del camión. Suena animado y triunfante:
—La gente de Fort Worth no se achanta nunca —dice elogiando a la multitud.
Kennedy tiene merecida fama de no rendirse ante los elementos. Los sindicalistas
sabían que su espera en la lluvia sería recompensada y el discurso no se cancelaría.
—¿Dónde está Jackie? —grita uno.
—¿Dónde está Jackie? —chilla otra voz.
John Kennedy sonríe y señala hacia arriba, donde está su habitación en el hotel.
—La señora Kennedy se está organizando —bromea.
En la octava planta, sentada en su tocador, Jackie oye el discurso; el sonido de las
voces sube desde el aparcamiento. Le hace gracia oír su nombre y le gusta la facilidad
con que su marido hace reír a su público.
—Ella tarda un poco más —añade el presidente—, pero luego está algo más guapa
que nosotros.
Los hombres rugen y estallan en carcajadas, como si el presidente fuera su mejor
amigo y compañero de juergas y les estuviera contando algún jugoso chismorreo sobre
su vida personal.
Pero la verdad es que hoy Jackie no necesita solo un poco más de tiempo para
arreglarse: necesita mucho más tiempo. La primera dama se ve muy cansada en el
espejo. Hacer campaña es duro, pero está decidida a aguantar hasta el final. Dentro de
dos semanas habrá otra gira por California, y también quiere ir. De hecho, Jackie
Kennedy ha decidido no volver a alejarse de su marido hasta su reelección el próximo
noviembre.
Pero todo eso es el futuro. Lo importante ahora es que ya han cruzado el ecuador del
viaje de Texas: hoy Jackie solo tendrá que hacer un último esfuerzo, después podrá
descansar.
—¡Qué barbaridad! —exclama, mirando su cara de cansancio en el espejo—, un día
de campaña le echa treinta años encima a cualquiera.
La joven primera dama no puede ni imaginar que hoy envejecerá más que ningún
otro día de su vida.
204
El público vibra en el aparcamiento de Fort Worth alentando al presidente, que da un
discurso directo y apasionado.
—¡Seguimos avanzando! —dice para cerrar el discurso, recordándoles que está
cumpliendo las promesas de su discurso inaugural, hechas casi tres años antes—. Hemos
dejado atrás la guerra fría —asegura, dando a entender todo el rato que el futuro es un
reino de Camelot para todos los estadounidenses.
Los ensordecedores gritos de aprobación de los miles de curtidos sindicalistas son la
prueba que John Kennedy necesitaba para saber que Texas, después de todo, no es un
sitio tan malo.
El presidente cabalga sobre una ola de adrenalina cuando se baja del escenario para
volver al hotel. Hacer campaña le revitaliza, incluso bajo la llovizna de primera hora de
la mañana en Texas.
Pero por bien que se sienta, sabe que el resto de ese viernes 22 de noviembre no va a
ser fácil. Tanto desde el punto de vista político como personal, tendrá que dar lo mejor
de sí para ganarse a la aguerrida gente de Dallas.
Por eso el presidente advierte a Jackie:
—Hoy pisamos tierra de locos.
205
24
22 DE NOVIEMBRE DE 1963
TEXAS SCHOOL BOOK DEPOSITORY, DALLAS
9.45
El coronel Jim Swindal hace girar el Air Force One contra la dirección del viento
para aterrizar en la pista del Love Field de Dallas. John Kennedy está exultante. Mirando
por las ventanillas del avión, ve que hace bueno y ha salido el sol y que otra gran
multitud tejana lo espera para darle la bienvenida.
—Al final, este viaje está yendo de maravilla —comenta alegremente a Kenny
O’Donnell—. ¡Estamos en Dallas, y todo indica que nos irá bien en Texas!
Coches de policía rodean el recinto, hay agentes apostados incluso en los tejados;
206
pero son los únicos indicios de peligro en el aeropuerto. El gentío congregado para
recibirlo, estimado en unas dos mil personas, estalla de alegría al ver el Air Force One
tocar tierra: es la primera vez que un presidente visita Dallas desde 1948. La gente se
pone de puntillas para asomarse por encima de las demás cabezas y ver mejor. Los
empleados del aeropuerto dejan sus mostradores para hacerse sitio a empujones en la
alambrada de tela metálica que separa la pista del aparcamiento. El C-130 de la Fuerza
Aérea de los Estados Unidos que transporta la limusina blindada del presidente también
aterriza, y la rampa de carga desciende. Pero la capota se queda a bordo del avión: el
vehículo descapotable va completamente abierto. Un reportero de una cadena local que
cubre el espectáculo en directo comunica con gran alegría que la limusina no lleva
capota y la gente podrá ver al presidente y a la primera dama «en carne y hueso». Luego
recuerda a los telespectadores que el presidente volverá al Love Field entre las dos y
cuarto y las dos y media de esa tarde para salir rumbo a Austin.
Lyndon Johnson y su esposa, Lady Bird, aguardan al presidente en la pista de asfalto,
como han hecho en todas las paradas del viaje a Texas. El vicepresidente tiene que
esperar al pie de la rampa y recibir al presidente. A Johnson no le gusta este papel, pero
pone buena cara cuando Jackie aparece en la puerta trasera del avión, radiante con su
traje rosa de Chanel y el casquete a juego. Dos pasos detrás de ella, en persona por
primera vez ante el pueblo de Dallas, sale John Kennedy.
—¡Desde aquí se ve hasta lo moreno que está! —exclama emocionado el reportero
de la cadena local.
Oficialmente, el plan es que JFK vaya directamente a su limusina para unirse al
convoy, pero en el último momento decide apartarse para ir hacia la gente. No contento
con estrechar unas cuantas manos, el presidente se mete en la masa arrastrando a Jackie
con él. Para deleite de la multitud, ambos pasan más de un minuto rodeados de este muro
humano. Luego el presidente y la primera dama vuelven a salir, pero solo para internarse
entre la muchedumbre al otro lado.
—¡Estamos de suerte! —se felicita el reportero local—. ¡Esto es un regalo para los
ciudadanos que han venido a recibirlo!
El presidente y la primera dama siguen estrechando manos durante unos minutos; a
los escoltas del servicio secreto, muy nerviosos, les parece una eternidad.
«Kennedy quiere mostrar a todos que no tiene miedo», anota Ronnie Dugger, del
Texas Observer.
Al fin, John y Jackie llegan a la limusina presidencial. Los esperan el gobernador
John Connally y su esposa, Nellie. En el vehículo hay tres filas de asientos. Delante van
el conductor Bill Greer, de cincuenta y cuatro años, y a su derecha el agente especial
Roy Kellerman. Este último, que al igual que Greer lleva mucho tiempo en el servicio
secreto, pertenece a la escolta de la Casa Blanca desde los inicios de la Segunda Guerra
207
Mundial: protegió a los presidentes Roosevelt, Truman, Eisenhower, y ahora protege a
Kennedy.
JFK, en el asiento trasero a la derecha, se coloca bien el pelo con la mano tras su
incursión en la muchedumbre. Jackie viaja a su izquierda, y el ramo de rosas rojas que le
han obsequiado al aterrizar en Dallas descansa ahora entre ella y el presidente.
El gobernador Connally, justo delante del presidente en el asiento de la fila auxiliar
intermedia, se quita su sombrero texano para que la gente lo vea mejor. Nellie va delante
de Jackie y detrás del conductor Greer.
Cuando la caravana sale del Love Field a las doce menos cinco del mediodía, la
limusina presidencial —su nombre en clave, SS-100-X— es el segundo coche de la fila,
flanqueado por cuatro escoltas motorizados.
En el vehículo que abre la marcha van policías locales y del servicio secreto, entre
ellos Jesse Curry, jefe de la policía de Dallas, y el agente especial del servicio secreto
Winston Lawson.
Y detrás de la limusina de John Kennedy va otro descapotable, de nombre en clave
«Halfback» [Mediocampista], ocupado por los dos miembros principales de la «Mafia
irlandesa» de Kennedy, Dave Powers y Kenny O’Donnell, rodeados de agentes del
servicio secreto armados hasta los dientes con revólveres y armas automáticas. Clint
Hill, jefe de la escolta del servicio secreto de la primera dama, va subido al estribo
izquierdo del Halfback. Los agentes especiales Bill McIntyre, John Ready y Paul Landis
también van en los estribos.
El cuarto vehículo es una limusina descapotable alquilada en la ciudad para el
vicepresidente. Al salir el convoy del Love Field, LBJ parece malhumorado. Mientras
que todos los demás políticos saludan con la mano a la multitud, él va mirando
directamente al frente, sin sonreír.
Protegiendo la retaguardia va el quinto coche, «Varsity» [Universitario], con varios
policías del estado de Texas y cuatro agentes del servicio secreto.
Encabezando el convoy, a cierta distancia del SS-100-X, el jefe de la policía de
Dallas Jesse Curry se ha volcado en que la visita del presidente transcurra con la mayor
tranquilidad posible. A sus cincuenta años, Curry ha sido policía toda su vida. Además
de ocuparse de ascender en el escalafón del cuerpo en Dallas, también se ha ocupado de
ampliar sus conocimientos en la Academia del FBI. Curry ha participado en casi todos
los aspectos de la planificación de la visita de John Kennedy, a cuya seguridad ha
asignado trescientos cincuenta hombres —un tercio de sus fuerzas—, apostándolos a lo
largo de la ruta de la caravana y también en el aeropuerto para proteger al presidente a su
llegada y en el Trade Mart, donde se encargarán de controlar a la multitud durante el
discurso que tendrá lugar después.
208
Sin embargo, Curry ha decidido no situar a ningún hombre en las proximidades de la
plaza Dealey, pensando que la máxima dificultad para controlar a la gente se dará antes
de llegar a ese punto. Después de doblar la esquina de la calle Houston, el convoy
cruzará por debajo el paso elevado de la calle Elm y girará a la derecha en Stemmons
Freeway, para seguidamente atravesar una zona mucho menos abarrotada en dirección al
Trade Mart. Curry ha preferido concentrar sus fuerzas en las vías públicas más
concurridas de la ruta y no malgastarlas donde haya poca gente.
También ha dado a sus hombres la orden de situarse de cara a la calzada y no a la
multitud, no viendo ningún inconveniente en que puedan mirar al hombre al que
protegen en recompensa por las largas horas que pasarán de pie. En esto no sigue el
ejemplo de la ciudad de Nueva York, donde los policías emplazados en la calle miran a
la gente para proteger mejor al presidente, mientras el servicio secreto escudriña las
muchas ventanas de la ciudad para no pasar por alto el fusil de un posible francotirador.
Pero todo esto da igual durante los primeros kilómetros de ruta, tan fáciles: hay tan
poca gente que ver y tan poco que hacer, que Jackie, aburrida, se pone las gafas de sol y,
en broma, saluda con la mano a las vallas publicitarias. Los oficinistas de la avenida
Lemmon son poco numerosos y más tranquilos; prefieren aprovechar su rato libre para ir
a comer a la fábrica de IBM.
209
lado el caso Lee Harvey Oswald, solo piensa en dónde situarse para ver a su admirado
presidente Kennedy.
Lee Harvey Oswald hoy no se ha traído comida al trabajo. Y no piensa comer. En
cambio, está colocando una pila de cajas en la mugrienta sexta planta del almacén para
hacerse una buena madriguera desde donde disparar sin que lo vean.
A las doce y veinticuatro minutos, cuando hace ya casi media hora que salió el
convoy, el coche del presidente pasa ante los ojos del agente especial James Hosty, en la
esquina de Main con Field. Cumplido su deseo de ver a Kennedy en persona, el agente
del FBI da media vuelta y se mete en el Alamo Grill para comer algo.
A las doce y veintiocho, la caravana entra en un barrio humilde del centro de la
ciudad. De lejos ya se distingue perfectamente el verde montículo de hierba de la plaza
Dealey. El caluroso recibimiento dedicado al presidente asombra a los agentes del
servicio secreto: todo el mundo lo jalea y aplaude.
A las doce y veintinueve, el convoy toma la crucial curva cerrada a la derecha para
enfilar la calle Houston. Allá arriba en la sexta planta, en su guarida de francotirador,
Lee Harvey Oswald ve por primera vez en persona a John F. Kennedy. Rápidamente,
mira por el visor de su Mannlicher-Carcano y apunta al presidente mientras la caravana
de coches rodea la plaza Dealey.
Aquí el gentío es todavía denso y ruidoso, pese a la previsión del jefe Curry de que
en este trecho ya se habría diluido. Todos gritan llamando a Jackie y al presidente para
que miren hacia ellos. Como si se hubieran puesto de acuerdo, JFK saluda con la mano a
la gente en el lado derecho de la calle, mientras que Jackie saluda a los del lado
izquierdo, donde está el montículo de césped de la plaza Dealey. Así ningún votante se
quedará sin saludo.
El convoy está a solo cinco minutos del Trade Mart, donde Kennedy dará su
discurso. Está a punto de llegar.
En la limusina presidencial, Nellie Connally deja de saludar por un momento para
mirar hacia atrás y sonreír a John Kennedy:
—Desde luego, no puede decir que no lo quieran en Dallas, señor presidente.
Irónicamente, si en ese mismo momento JFK hubiera subido la vista a la sexta planta
del Texas School Book Depository, habría visto el cañón de un fusil asomado por una
ventana abierta apuntando directamente a su cabeza.
Pero Kennedy no sube la vista.
Los hombres del servicio secreto tampoco.
Son las doce y media del mediodía. En ese momento, el agente especial Bill Greer
gira el volante de la limusina SS-100-X tomando la amplia curva de ciento veinte grados
hacia la izquierda para dejar la calle Houston y meterse en la calle Elm.
210
Casi todos vivimos como si faltaran muchos años para el final de nuestra vida.
Medimos el tiempo en amor, risas, logros y pérdidas. Hay momentos en los que brilla el
sol y también hay rachas difíciles. Hay horarios, llamadas telefónicas, trayectorias
profesionales, miedos, alegrías, viajes exóticos, platos favoritos, amor, vergüenza y
hambre. La ropa que lleva, el olor que desprende, su peinado, la forma de su cuerpo y
hasta la compañía de que se rodea pueden definir a una persona.
En todas partes del mundo, el amor busca sentirse correspondido, los hijos quieren
sentir en su cara la caricia de los padres. E incluso en sus peores días, cada cual tiene sus
sueños de futuro; y esos sueños a veces se hacen realidad.
La vida es así.
Pero la vida puede acabarse en un instante.
211
25
22 DE NOVIEMBRE DE 1963
PLAZA DEALEY, DALLAS, TEXAS
12.14
212
un fusil en una ventana pasa a un segundo plano. El presidente se acerca.
Es lo único que importa.
Lee Harvey Oswald preferiría disparar tumbado en el suelo, la postura óptima del
tirador, pues así el fusil no descansa en ninguno de sus músculos, que pueden cansarse y
flaquear. En cambio, tendido boca abajo y apoyado sobre el cúbito y el radio de ambos
antebrazos, forma un triángulo perfecto y estable con la dura superficie del piso.
Oswald no tiene esa opción: tendrá que disparar de pie. Pero es buen tirador y sabe
permanecer muy quieto. Bien apoyado en el marco izquierdo de la ventana, aprieta fuerte
la carabina italiana contra su hombro derecho y la culata de madera con muescas contra
la mejilla, como hizo durante horas en sus muchas visitas al campo de tiro con el fusil
M-1 de la Infantería de Marina. Mete el índice derecho en el gatillo de su arma de treinta
y tres años de antigüedad y lo enrosca sobre él.
Por la mira telescópica de cuatro aumentos, Lee Harvey Oswald ve la cabeza de John
Kennedy como si la tuviera a medio metro. Sabe que no le sobrará tiempo. Con toda
certeza, podrá disparar dos veces, tres si es rápido. Probablemente tenga nueve segundos.
Viendo su blanco claramente, Oswald vacía los pulmones y aprieta el gatillo con
suavidad. Al sentir la fuerza del retroceso del fusil contra el hombro, descorre el cerrojo
y rápidamente introduce otra bala en la recámara. No sabe cuánto daño habrá hecho la
primera, pero eso ahora mismo no importa: ha de volver a disparar de inmediato.
Oswald es impulsivo, y quizá por eso le cueste más que a otro cualquiera contener el
torrente de adrenalina que circularía por su cuerpo si osara disparar con un fusil de alta
potencia al presidente de los Estados Unidos; en realidad, es incapaz de contenerlo. Nada
más perpetrar este acto, la vida del asesino ha cambiado para siempre. Ya no hay vuelta
atrás. A partir de ese instante, lo perseguirán hasta los confines de la tierra. Tal vez pase
en prisión el resto de su vida. Tal vez lo ejecuten.
Lo más inteligente después de darle un tiro al presidente es tirar el fusil y salir
corriendo.
Pero si por el motivo que sea falla el primer disparo y el presidente sale con vida,
como le ocurrió en el atentado contra el general Walker el pasado abril, todos lo tomarán
por idiota. Y eso es lo último que desea. No: el plan es matar a John Fitzgerald Kennedy
y Lee Harvey Oswald va a cumplirlo.
Sin pensarlo dos veces, vuelve a disparar.
La muchedumbre allá abajo no ahoga el sonido del segundo disparo. La detonación
es tan fuerte que resquebraja la escayola del techo de la planta inmediatamente inferior
del Texas School Book Depository y todos los cristales próximos a la ventana de Lee
Harvey Oswald repiquetean.
213
Aproximadamente ocho segundos y cuatro milésimas después del primer disparo,
Lee Harvey Oswald aprieta el gatillo por tercera vez y, soltando su carabina italiana, que
ya no necesita, sale de la torre de cajas de libros donde se escondía y se apresura a
abandonar el edificio.
El agente motorizado Marrion L. Baker, de Dallas, entra en el almacén y corre
escaleras arriba. En la segunda planta da el alto a Oswald a punta de pistola, pero lo deja
ir cuando queda claro que Lee Harvey trabaja en el Texas School Book Depository.
Sesenta segundos después, Lee Harvey Oswald sale del edificio a plena luz del día. A
primera hora de la tarde, el sol brilla en Dallas y la temperatura es de 18º C.
Contra todo pronóstico, el asesino se da a la fuga.
214
—¡No, no, no, no! —exclama—. ¡Nos van a matar a los dos!
Roy Kellerman cree oír gritar al presidente:
—¡Dios mío, me han dado!
Y mira hacia atrás girando la cabeza a la izquierda para ver al hombre cuyo acento de
Boston conoce tan bien.
Ahora Kellerman está completamente seguro: han disparado a JFK.
Poco más de seis kilómetros separan al presidente Kennedy y al gobernador Connally
del hospital Parkland, cuyo equipo de cirugía de urgencias puede salvarles la vida: lo
único que ha de hacer el agente del servicio secreto Bill Greer, que conduce el SS-100-
X, es llevarlos para allá. Pero también él mira hacia atrás para ver cómo está el
presidente, y con esa distracción la limusina da bandazos en vez de proseguir en línea
recta camino del hospital. Cuando Greer se vuelve de nuevo al volante, aún hay tiempo
para salvar al presidente: solo tiene que acelerar.
Pero la conmoción lo paraliza: Greer no ha superado lo sucedido. Kellerman
tampoco. Ni siquiera Jackie, que ahora se gira hacia JFK.
Y la limusina presidencial sigue avanzando por la calle Elm como a cámara lenta.
El agente especial del servicio secreto Clint Hill, jefe de la escolta de la primera
dama, oye el disparo y entra en acción. Saltando del estribo del Halfback, el vehículo
que sigue a la limusina presidencial, corre hasta el coche presidencial en marcha y se
encarama a la pequeña plataforma que sobresale del parachoques posterior.
Entretanto, JFK se ha ladeado hacia la izquierda, pero sigue sentado. Jackie rodea
amorosamente el rostro de su marido con las manos. La primera dama mira a los ojos al
presidente para saber qué le ha pasado. Su bello y terso rostro y el semblante asombrado
y moreno de John Kennedy están muy cerca.
El torso de un hombre normal se habría vencido hacia delante con la fuerza de esa
bala que impacta en su cuerpo a una velocidad que casi dobla la del sonido. Es lo que le
ha ocurrido al gobernador Connally, y si John F. Kennedy hubiera caído hacia delante,
tal vez habría llegado a viejo.
Pero la larga e intensa lucha del presidente con su dolor de espalda se presenta de
nuevo para torturarlo por última vez.
La faja para la espalda lo mantiene rígido; por si fuera poco, esa mañana el
presidente la había reforzado con una gruesa capa de venda elástica que también se puso
en los muslos.
De no ser por la faja, menos de cinco segundos después la siguiente bala habría
pasado inofensivamente por encima de su cabeza.
Pero no es así. La siguiente bala le revienta el cráneo.
215
El diámetro del orificio de entrada del segundo impacto apenas supera el grosor de
una mina de lapicero. El proyectil lleva tanta velocidad que atraviesa el cerebro del
presidente y sale por la parte frontal del cráneo en vez de alojarse dentro, como sucedió
con la bala que mató a Abraham Lincoln, más lenta. Cuando Lincoln murió, los médicos
le insertaron en el cerebro una sonda de Nélaton; la fina cánula de porcelana siguió el
surco dejado por la bala hasta topar con la compacta bola de metal que disparó la pistola
de John Wilkes Booth. La trayectoria de bala era muy recta y nítida de principio a fin.
En cambio, el proyectil de 6,5 milímetros que Lee Harvey Oswald dispara es un
trozo de plomo mucho más mortífero: una bala tan pequeña se diría inofensiva, pero
puede derribar a un venado a una distancia de doscientos metros.
Este proyectil blindado y bañado en cobre acaba con la vida de John F. Kennedy en
un instante. Su velocidad apenas se reduce cuando se hunde en la blanda materia gris y
la atraviesa, haciendo saltar en pedazos la fina pared ósea para acabar saliendo por la
parte frontal del cráneo.
Jackie todavía está abrazando a su marido cuando la parte superior de la cabeza del
presidente explota. Un amasijo de fragmentos óseos mezclados con masa encefálica y
sangre pulverizada rocía la cara de la primera dama y su traje rosa de Chanel; la
sustancia salpica hasta las viseras del parabrisas de la limusina.
Como siempre que se le alborota el pelo, John Kennedy, en un acto reflejo, intenta
darse unos toquecitos en la coronilla con la mano.
Pero ya no hay coronilla.
216
Los horrorizados testigos del acontecimiento no lo saben, pero durante largo tiempo,
historiadores y teóricos de la conspiración, así como ciudadanos corrientes que no
nacerán hasta años después, debatirán a partir de este día si Lee Harvey Oswald actuó
por su cuenta o contó con ayuda. Las autoridades federales examinarán las pruebas
balísticas y realizarán ensayos para cronometrar los segundos necesarios para apuntar,
disparar y recargar un fusil Mannlicher-Carcano de 6,5 milímetros. Mucha gente se
autoproclamará experta y entendida en vídeos caseros del asesinato con textura de
mucho grano y en montículos de hierba, en conspiraciones y en los incontables
malhechores que deseaban apear del poder a John F. Kennedy.
Los argumentos que fundamentan la conspiración adquirirán tal fuerza y presencia
que casi logran soterrar la tragedia humana del 22 de noviembre de 1963.
Conste aquí por tanto, de una vez por todas, que un soleado viernes en Dallas, Texas,
a las doce y media del mediodía, John Fitzgerald Kennedy recibe un disparo que lo mata
al instante.
Deja una bella esposa.
Deja dos adorables hijos pequeños.
Deja una nación que lo ama.
217
26
22 DE NOVIEMBRE DE 1963
DALLAS, TEXAS
12.31
218
impacto del disparo que mató al presidente; sonó como «un melón rompiéndose en
pedazos al chocar contra cemento». La herida de la cabeza del presidente ha salpicado la
cara y la ropa de Hill: el agente y la bala fatídica llegaron a la zona de peligro al mismo
tiempo.
La mirada de la primera dama refleja su terror. Con el rostro cubierto de sangre y
tejido cerebral, el cambio operado en esta mujer que dedica tanta atención a estar
siempre elegante no podría ser mayor. Pero esto a Jackie no podría importarle menos.
—¡Dios mío, le han volado la cabeza! —grita.
Hill está a solo unos centímetros de ella cuando Bill Greer acelera rumbo al hospital
Parkland. El SS-100-X, modificado específicamente para uso presidencial, es un
vehículo muy aparatoso: además de que el asiento auxiliar en mitad del coche alarga a
cuatro metros los tres metros de distancia entre ejes de un Lincoln de serie, la limusina
pesa casi cuatro toneladas. Su eslabón más débil es el motor de 35 caballos, que le
impide acelerar rápidamente; pero una vez que coge velocidad, es imparable y puede
recorrer una autovía disparado como un cohete.
Y justamente así es como va ahora. Desperdigando a su paso la escolta de policías
motorizados, Bill Greer pisa a fondo el acelerador. Clint Hill lucha por impedir que
Jackie salga despedida del vehículo; a punto de salir volando también él del parachoques
trasero, se aferra al asidero instalado en el maletero para uso expreso de los
guardaespaldas del servicio secreto. Agarrado con todas sus fuerzas con una mano, con
la otra intenta llegar a Jackie mientras la limusina avanza como un bólido por la calle
Elm. Hill consigue agarrar a Jackie por el codo y estabilizarse al fin encima del maletero
de la limusina presidencial.
La misión primordial de Hill es proteger a Jackie Kennedy. Sin soltar la mano del
agarradero al que se aferra y aplastándose contra el maletero, logra devolverla a su
asiento de un empujón. El cuerpo del presidente se derrumba sobre el regazo de su
mujer, que le coge la cabeza en sus manos enguantadas de blanco y lo acuna como si
solo fuera que se ha quedado dormido.
—¡Jack, Jack! ¿Qué te han hecho?
El conductor Bill Greer sigue al coche de delante, donde viaja el jefe de policía
Curry, que le indica el camino al hospital Parkland, a unos seis kilómetros.
Todavía subido al maletero, Clint Hill se vuelve hacia el Halfback; varios miembros
del servicio secreto viajan en sus estribos. Mirando al agente especial Paul Landis,
sacude la cabeza y saca la mano libre con el pulgar hacia abajo.
Nada más ver el gesto de Hill, el agente especial Emory Roberts llama por radio a la
escolta de Lyndon Johnson. Con su pulgar hacia abajo, Clint Hill acaba de confirmarle
que Lyndon Baines Johnson es ya el presidente en funciones de los Estados Unidos: la
máxima prioridad del servicio secreto ahora es proteger su vida.
219
En el asiento trasero del Lincoln, Jackie Kennedy sostiene la cabeza de su marido
musitando entre sollozos:
—Está muerto. Lo han matado. ¡Oh, Jack, Jack, amor mío!
A Lee Harvey Oswald todo le está yendo bien. Bajando hacia el este por la calle Elm,
coge un autobús. El pánico y el caos ahora reinantes en la plaza Dealey van quedando
atrás. Nadie detiene su marcha. En estos momentos, ni se sospecha de él.
Su plan de huida toma forma sobre la marcha. De momento, el asesino se dirige a su
pensión para recoger su pistola, por si acaso.
220
muerto. Un vistazo le basta. Roberts retrocede.
Dave Powers rompe a llorar: ha visto las pupilas ciegas, fijas en la distancia, de JFK.
O’Donnell está bloqueado; fue aviador en la Segunda Guerra Mundial y ahora adopta la
posición de firmes en señal de respeto, regresando a sus días de soldado.
Aunque Jackie hubiera querido moverse, no habría podido: el cuerpo desplomado de
John Connally bloquea la portezuela del Lincoln. El gobernador de Texas tendrá que ser
el primero en salir del coche, y solo después podrán sacar al presidente de los Estados
Unidos.
Al final es Dave Powers, y nadie del hospital, quien, dejando a un lado las lágrimas,
saca a Connally tirándole de las piernas y lo tiende en una camilla. El gobernador
prácticamente ha perdido el conocimiento. La gravedad de su estado explica la intensa
actividad de los cirujanos de urgencias del Parkland ese día intentando salvarle la vida
(lo conseguirán: la única buena noticia de una cruenta jornada).
Connally entra en camilla en la Sala Dos de Cirugía Traumática y ya no obstruye la
portezuela del coche, pero Jackie sigue negándose a soltar a su marido: sabe que cuando
lo suelte, se habrá ido para siempre. Este abrazo será el último. La primera dama se
inclina pegando su pecho a la ensangrentada cara del presidente. Llorando en silencio, se
abraza cada vez más a su marido.
—Por favor, señora Kennedy —le dice suavemente el agente especial Clint Hill—,
déjenos ayudar al presidente.
Jackie no reacciona. Pero reconoce la voz que le da la orden: es el hombre que la
protege del peligro día y noche.
La voz de Clint Hill es la única que Jackie, conmocionada, parece oír.
Hill le pone una mano en el hombro. La primera dama tiembla, está llorando.
Ninguno de los agentes del servicio secreto, nadie del personal de Kennedy, dice
nada. Todos siguen inmóviles alrededor del Lincoln. Los segundos pasan.
—Por favor, señora Kennedy, por favor. Déjenos meterlo en el hospital —suplica
Hill.
—No voy a soltarlo, señor Hill —contesta Jackie.
—Tenemos que llevarlo adentro, señora Kennedy.
—No, señor Hill. Usted sabe que está muerto. Déjenme en paz.
Jackie solloza. El dolor que la recorre le tensa todo el cuerpo.
Hill la comprende. El horror de ver al hombre que ama con la cabeza destrozada es
indescriptible, y no quiere que nadie más lo vea así. Cuando la prensa llegue al hospital
Parkland en medio de esta escena de solitaria piedad de Jackie, ella no permitirá por
nada del mundo que nadie fotografíe a John Fitzgerald Kennedy en ese estado.
Clint Hill está extenuado, sus jornadas de trabajo en el viaje han sido intensivas; los
últimos días ha comido poco y ha dormido menos aún. Pero haría lo que fuera por Jackie
221
Kennedy. Y cayendo de pronto en lo que debe hacer, el agente especial Hill se quita la
chaqueta de su traje y la extiende con cuidado sobre el presidente.
Jackie Kennedy, con el vestido rosa y los guantes blancos ahora cubiertos de sangre
del presidente, envuelve la cabeza y el torso de su marido en la chaqueta de Clint Hill.
Y por última vez, Jacqueline Bouvier Kennedy deja ir al hombre al que ama. Tienden
al presidente en una camilla y se lo llevan a toda prisa a la Sala Uno de Cirugía
Traumática; la camilla rueda siguiendo la línea roja del suelo. Las paredes son de
azulejos beige, el ramo ensangrentado de rosas rojas se ha pegado al pecho del
presidente.
A algo más de seis kilómetros de la sangrienta escena del hospital, Lee Harvey
Oswald se sube a un autobús en la esquina de las calles Elm y Murphy para culminar su
fuga.
222
presidente oficialmente: la sucesión se producirá en cuanto declaren a JFK muerto. Y allí
se queda, tomando café en total silencio contra la pared de ese cuartito en el hospital
Parkland, en espera del anuncio oficial de la muerte del presidente Kennedy.
En la Sala Uno de Cirugía Traumática desnudan al presidente dejándole solo la ropa
interior y le quitan el reloj de oro de la muñeca. Su pulso ya no es regular, y su
respiración demasiado superficial y rápida. De la herida en la cabeza y el orificio en la
garganta sigue manando sangre; el resto del cuerpo está intacto. Una lámpara
fluorescente ilumina desde arriba a la pequeña hueste de médicos que se afanan en el
quirófano. El primero en aparecer en escena es el doctor Charles J. Carrico; en su
segundo año de residencia, sabe lo que hay que hacer y actúa con presteza. Entuban John
Kennedy para abrirle la vía aérea y le inyectan una solución salina por la arteria femoral
de la pierna derecha.
Poco a poco, la sala va llenándose de cirujanos: al final son catorce los médicos que
rodean al presidente. Fuera del quirófano, Jackie Kennedy hace vigilia sentada en una
silla plegable a la puerta.
El doctor Mac Perry, de treinta y cuatro años, entra en la sala para dirigir al equipo de
cirugía. El presidente necesita una traqueotomía, y Perry le hace una incisión en la
garganta con un bisturí mientras otro médico acopla un tubo a un respirador para inducir
la respiración regular en el paciente.
Jackie se levanta de la silla decidida a entrar en el quirófano. Oír hablar de fluidos y
reanimación ha despertado en ella esperanzas de que su marido sobreviva. Una
enfermera le impide el paso; pero cuando quiere, la tímida primera dama puede exhibir
una voluntad de hierro.
—Voy a entrar —repite una y otra vez forcejeando con la enfermera Doris Nelson,
que se mantiene firme—. Voy a entrar en esta sala.
—Señora Kennedy, necesita un sedante —le dice un médico.
Pero la primera dama no desea que la duerman; quiere estar con su marido hasta el
último momento.
—Quiero estar dentro cuando muera —dice con firmeza.
223
vida al presidente.
Bobby estaba a punto de comerse un sándwich de atún en el patio de su casa de
Virginia cuando su mujer le avisa de la llamada.
—Es J. Edgar Hoover —le dice Ethel.
El fiscal general intuye que es importante: el director del FBI sabe perfectamente que
no quiere que lo llame a casa. Dejando el sándwich, va al teléfono: es la extensión 163,
una línea especial directa del gobierno.
—Tengo que comunicarle algo —le dice Hoover—. Han matado al presidente.
Bobby cuelga. Su primera reacción es de angustia, se siente desfallecer; pero como
siempre, su siguiente pensamiento es proteger a su hermano mayor. Por eso llama a la
Casa Blanca y manda cambiar la cerradura de todos los archivadores de JFK, para que
Lyndon Johnson no vea sus documentos. Los más comprometidos son sacados de la
Casa Blanca y quedan bajo custodia las veinticuatro horas.
A continuación, Bobby atiende la interminable sucesión de llamadas de amigos y
familiares. Aunque contiene el llanto, Ethel sabe que su marido se está derrumbando y le
pasa unas gafas oscuras con que ocultar sus ojos enrojecidos.
Las llamadas arrecian. En medio de todas ellas, Bobby cae en la cuenta de que han
cambiado las tornas. Y sabe que un hombre al que detesta no tardará en llamarle.
Jackie Kennedy recibe la mala noticia del doctor William Kemp Clark.
Se produce muy poco después de que, salvando todos los obstáculos, la primera
dama haya conseguido entrar en el quirófano, donde se queda en un rincón sin molestar.
Solo quiere estar cerca de su marido.
La escena ante sus ojos es inequívocamente clínica: de la boca, la nariz y el pecho del
presidente salen ahora unos tubos. Está blanco como el papel. Le están haciendo una
trasfusión de sangre. Comprimiéndole el esternón, el doctor Mac Perry intenta reanudar
el latido de su corazón, aunque la pantalla del electrocardiograma muestra una línea
plana. William Kemp Clark, jefe de neurocirugía del Parkland, le asiste en el
seguimiento del electrocardiograma, por si pudiera distinguir la más leve ondulación.
Al fin, el avezado Clark sabe que ya no puede hacerse más. Cubren el rostro de JFK
con una sábana y el doctor se vuelve a Jackie Kennedy.
—Su marido sufrió una herida fatal —le dice el cirujano.
—Lo sé —responde ella.
—El presidente ha muerto.
Levantándose, Jackie se apoya en el doctor Clark y acerca su mejilla a la de él en un
gesto de agradecimiento. Kemp Clark, que combatió valientemente en el Pacífico en la
Segunda Guerra Mundial, no puede contener las lágrimas.
224
La mayoría de los estadounidenses oyen la noticia de la muerte del presidente de
labios del locutor de la CBS Walter Cronkite.
El periodista más prestigioso de Estados Unidos interrumpió por primera vez la
telenovela As the World Turns solo ocho minutos después del suceso para informar de
que un asesino ha efectuado tres disparos contra el presidente. Casi todo el mundo está
en el trabajo o en la escuela, y no en casa viendo la programación matinal de televisión;
pero más de setenta y cinco millones de estadounidenses ya saben la noticia a la una de
la tarde.
Jack Ruby se entera de la mala noticia por la televisión, como casi toda América.
Este propietario de locales nocturnos ha subido a la segunda planta del edificio del
Dallas Morning News, a solo cuatro manzanas de la plaza Dealey, para poner un anuncio
de su tugurio de streap tease, el Carousel Club: «Un garito de puta madre, con mucha
clase», en palabras del propio Ruby. Paga en metálico la publicidad porque el Morning
News le ha retirado el crédito, debido al frecuente retraso en sus pagos. El anuncio, que
presenta a sus artistas de variedades del próximo fin de semana, no se diferencia en nada
de la publicidad habitual con que tiene a bien honrar al periódico cada semana.
Ruby, que mide 1,75 metros y pesa ochenta kilos, siempre lleva encima un gran fajo
de billetes. Tiene amigos en la Mafia y en la policía. Su gusto por la comida dietética es
conocido por todos, igual que su mal genio. Pero por encima de todo, Jack Ruby se tiene
por un demócrata y un patriota.
Las primeras informaciones hablan de un muerto entre los escoltas del servicio
secreto; pero haciendo corro en torno a un pequeño televisor en blanco y negro para
seguir informándose, Ruby y la gente del departamento de publicidad del Morning News
oyen la dura verdad.
225
Desconsolado por la noticia, Jack Ruby se aparta para ir a sentarse solo en un
escritorio. Al rato se levanta y declara que quiere cancelar su anuncio. A cambio pone
otro para comunicar a los ciudadanos de Dallas que, por respeto al presidente Kennedy,
el Carousel Club permanecerá cerrado todo el fin de semana.
Jack Ruby no hará caja los días siguientes; serán otras cosas las que haga.
Lee Harvey Oswald sigue huyendo. Cuando su autobús se atasca en el denso tráfico
que se forma tras el asesinato, se apea y va un trecho caminando antes de coger el taxi
que le acerca más a su pensión, en el número 1.026 de la calle North Beckley. Al llegar,
corre a su cuarto, coge su pistola del calibre 38, se la mete en la cintura y se marcha
rápidamente.
No sabe que testigos oculares de la escena del asesinato han dado su descripción a la
policía. Ahora buscan a «un varón blanco, de aproximadamente 30 años, complexión
ligera, 1,77 metros de altura y 75 kilos de peso».
A la una y cuarto, el oficial J. D. Tippit, del Departamento de Policía de Dallas,
circula hacia el este en su coche patrulla por la calle Diez. Justo después del cruce con
Patton, ve andando solo por la acera a un hombre que encaja con la descripción del
sospechoso y lleva una chaqueta de color claro.
Tippit, de treinta y nueve años, está casado y tiene tres hijos. Fue paracaidista en la
Segunda Guerra Mundial y recibió una Estrella de bronce, tiene estudios básicos y gana
poco más de cinco mil dólares al año. No es verdad lo que alguna vez se ha dicho de que
se puso las iniciales «J. D.» en honor a «Jefferson Davis».
Tippit, que lleva once años en el Departamento de Policía de Dallas, para el coche
junto a Lee Harvey Oswald. Es prudente, pero también le gusta ser minucioso cuando
tiene que interrogar a alguien.
226
Oswald se agacha para responder a Tippit por la pequeña ventanilla triangular del
lado del copiloto. Se muestra hostil.
Tippit abre la portezuela y sale del coche patrulla. Se dispone a rodear el capó del
coche para hacerle algunas preguntas más; dependiendo de las respuestas, decidirá si lo
esposa o no. Pero el policía no va más allá de la rueda delantera izquierda: Lee Harvey
Oswald saca su pistola del 38 y dispara cuatro tiros en rápida sucesión. Tippit cae muerto
en el acto.
Los nervios le hicieron fallar cuando disparó al general Walker tantos meses —y tan
largos— atrás. Pero ahora, en solo cuarenta y cinco minutos, Oswald ha matado a sangre
fría al presidente de los Estados Unidos y a un policía de Dallas.
Sin embargo, se le acaban las opciones: no tiene dinero, casi no le quedan balas, y la
policía de Dallas tiene su descripción. Tendrá que ser muy hábil los próximos minutos si
227
quiere continuar huyendo.
El asesino recarga su arma rápidamente y prosigue la marcha torciendo por la
avenida Patton. Pero ya no va andando, sino corriendo. Está seguro de que lo persiguen.
La policía le pisa los talones, ha de ser rápido. Es la una y dieciséis minutos.
A la una y veintiséis, el servicio secreto escolta a Lyndon Johnson hasta el Air Force
One y el vicepresidente sube inmediatamente la escalera que lleva a la portezuela trasera
del avión. Una vez a bordo, entra en el dormitorio personal del presidente Kennedy, se
quita el abrigo y se tumba en la cama esperando la llegada de Jackie Kennedy, todavía
en el hospital Parkland —de donde se niega a salir si no es con los restos de su marido.
Así pues, LBJ sigue a la espera. Mientras él disfruta sus primeros momentos en el
poder en el dormitorio, fuera los mecánicos están desmontando varios asientos de
primera clase de la parte posterior del Air Force One para hacer hueco al féretro de John
Kennedy.
LBJ se ha metido en el dormitorio porque quiere intimidad. Cuando descuelga el
teléfono presidencial personal de John Kennedy junto a la cama, es para llamar a alguien
que detesta.
Al otro extremo de la línea, Bobby Kennedy responde a la llamada saludando con
voz profesional a su nuevo jefe.
Lee Harvey Oswald oye las sirenas y sabe que vienen a por él.
Corre buscando dónde esconderse, y el primer escondrijo que encuentra es el cine
Texas Theatre. Ocho manzanas es la distancia que ha recorrido en los veinticinco
minutos transcurridos desde que mató al policía Tippit. Al poco de acribillarlo a tiros, se
despoja de la chaqueta para despistar a sus perseguidores y pasa como una exhalación
por delante del Bethel Temple, donde un cartel previene: «Prepárate para el encuentro
con tu dios».
Pero a Lee Harvey Oswald no parece afectarle.
Y ahora, cometiendo una estupidez, se salta a la carrera la taquilla del cine y se cuela
en la sala para hacerse invisible en la oscuridad del patio de butacas, donde se sienta a la
derecha del pasillo central. La película proyectada este mediodía es War is Hell [Guerra
infernal], irónico título en un día que Oswald ha convertido en un infierno.
Al verlo colarse a todo correr y oír a continuación las sirenas de los coches patrulla
que pasan acelerando hacia la escena del asesinato del oficial Tippit, la taquillera ata
cabos y comprende que el joven «está huyendo por algún motivo». Julia Postal
228
descuelga el teléfono y marca el número de la policía.
Los coches patrulla llegan casi al instante. La policía bloquea las salidas del teatro.
Se encienden las luces de la sala. El agente M. N. McDonald se acerca a Oswald, que se
pone en pie de un salto y le da un puñetazo en la cara mientras se lleva la otra mano a la
cintura para sacar su pistola. Pero no logra herir a McDonald, que contraataca, y otros
policías se unen a la pelea. Al final, entre sus gritos contra la brutalidad policial, sacan
del teatro a Lee Harvey Oswald y lo llevan al calabozo.
229
No todo el mundo sabe que en Estados Unidos el magnicidio no es un delito de
jurisdicción federal. Instigar a una conspiración para matar al presidente sí contraviene
las leyes federales, y por eso J. Edgar Hoover insiste en que la autoría del asesinato de
JFK corresponde a múltiples asesinos, y no a uno solo. Hoover quiere la jurisdicción del
caso. Sin embargo, de momento no parece que vaya a conseguirla: la jurisdicción recae
en el estado de Texas y el municipio de Dallas.
De ahí que las autoridades locales no acepten que los restos de John Kennedy salgan
del estado de Texas sin realizar antes la autopsia oficial. El forense del condado de
Dallas, que acaba de llegar al hospital Parkland, no cede en este extremo.
Roy Kellerman, del servicio secreto, ha tomado las riendas de la situación. El
veterano agente especial está lívido de ira.
—Mi querido amigo —intenta aclarar Kellerman al forense de Dallas, el doctor Earl
Rose—, este es el cadáver del presidente de los Estados Unidos, y nos lo vamos a llevar
ahora mismo de vuelta a Washington.
—No, las cosas no funcionan así —le contesta Rose—. Allí donde se produce un
homicidio es donde ha de hacerse la autopsia.
—Nos lo llevamos —le dice Kellerman a Rose.
—Los restos no salen de aquí —insiste el forense, un hombre muy recto que tiene la
costumbre de apuntar con el índice a la cara de los demás.
Entretanto, esta discusión legal retiene en tierra a Lyndon Johnson y el Air Force
One. Jackie Kennedy no quiere irse sin los restos de JFK, y LBJ no quiere irse sin
Jackie, por temor a que lo tachen de insensible.
La discusión entre los miembros del servicio secreto, el doctor Rose y agentes del
Departamento de Policía de Dallas, cuarenta hombres entre todos, degenera en una pelea
tejana a la antigua usanza. El servicio secreto está totalmente determinado a salirse con
la suya; pero como la policía de Dallas tampoco da su brazo a torcer, estalla una
auténtica trifulca. Al final, Kenny O’Donnell y Dave Powers, los más allegados a
Kennedy, ordenan a los suyos coger el féretro de JFK y quitarse de en medio a los
policías a golpes.
—¡Nos vamos de aquí! —grita O’Donnell mientras los agentes del servicio secreto
empujan el carrito de pompas fúnebres con el féretro hacia la salida—. ¡Nos importa un
bledo lo que digan esas leyes! ¡Nos vamos ya!
Y cargan los restos del presidente en el Cadillac blanco de 1964 de la funeraria de
Vernon Oneal. Jackie Kennedy se sienta en el asiento trasero junto al ataúd de su
marido. Clint Hill y otros agentes se apretujan delante. Bill Greer sigue en el hospital,
pero Roy Kellerman no quiere esperar ni un minuto más. Al volante, el agente especial
del servicio secreto Andy Berger arranca, y el vehículo sale a toda pastilla hacia el Love
Field. Mirando cómo su coche fúnebre se aleja quemando rueda, Vernon Oneal se
230
pregunta en voz alta cómo y cuándo va a cobrar él todo esto.
Lyndon B. Johnson, con Jackie a su lado, jura su cargo en el Air Force One tras el asesinato del presidente John
F. Kennedy. (Cecil Stoughton, fotografía de la Casa Blanca, Biblioteca y Museo Presidenciales John F. Kennedy,
Boston)
231
—Yo, Lyndon Baines Johnson, juro solemnemente...
LBJ lleva la cabeza bien alta en el Air Force One. A su izquierda, todavía con el traje
rosa ensangrentado, está Jacqueline Bouvier Kennedy. La mujer que hasta ahora era
primera dama no se ha cambiado: quiere que el mundo entero vea ese vestido y recuerde
lo que aquí acaeció a su marido.
La juez está frente a Johnson.
Y unos metros más atrás, en la parte posterior del avión, los restos mortales de John
F. Kennedy.
Acabada la ceremonia de jura, Jackie elige un asiento junto al ataúd para iniciar el
largo viaje a casa.
232
Según ellos, Zangara fue un chivo expiatorio —expresión muy empleada por la
Mafia—, al que cargaron con la culpa de un crimen maquinado sin su conocimiento.
La declaración pública de Lee Harvey Oswald de que es el chivo expiatorio da alas a
la idea de que la muerte de John Kennedy forma parte de una conspiración.
Todavía hay estadounidenses que no creen que Lee Harvey Oswald actuara solo al
matar a John F. Kennedy. Esto se explica por los comentarios de Oswald y la insistencia
de J. Edgar Hoover en que fue una conspiración: el propio Bobby Kennedy no creía que
Oswald hubiera actuado por su cuenta.
El mundo nunca sabrá la respuesta.
Después de decir unas breves palabras ante la prensa la mañana del domingo, Lee
Harvey Oswald es llevado por el aparcamiento del Departamento de Policía de Dallas
hacia un coche blindado que lo transportará a la prisión del condado. En realidad, ese
coche blindado es un señuelo: por motivos de seguridad, Oswald irá en cambio en un
coche patrulla.
Un grupo de reporteros lo ve salir al corredor con las esposas puestas y el brazo
derecho esposado al brazo izquierdo del detective J. R. Leavelle. Oswald sonríe.
Un número aproximado de entre cuarenta y cincuenta periodistas y más de setenta
policías esperan a que lo saquen. Tres cámaras de televisión graban la escena.
—¡Ahí viene! —grita alguien cuando Oswald sale de las dependencias del calabozo.
Los periodistas se echan hacia delante todos a la vez. Los micrófonos saltan hacia
Oswald, le hacen preguntas a gritos. Los fotógrafos captan el momento para la
posteridad, todos los flashes centellean.
233
El impenitente Lee Harvey Oswald. (Associated Press)
Oswald ha avanzado tres metros desde el calabozo hacia la rampa donde le espera el
coche policial.
De repente, Jack Ruby sale de entre el grupo que rodea a Oswald por la izquierda. Ha
vuelto al lugar para verlo por segunda vez y también ahora lleva una pistola. Policías y
reporteros conocen a Ruby, y nadie le pone ningún impedimento para acercarse a ver el
paseíllo del detenido ante los medios, aunque no haya una sola razón que justifique su
presencia allí.
Ruby ha dejado a su perro esperando en el coche, pero es un hombre impulsivo;
quienes lo conocen saben de las palizas que está dispuesto a propinar por propia
iniciativa a cualquier borracho que ose tirar los tejos a una de sus artistas. El asesinato de
Kennedy le ha afectado mucho, algún amigo lo ha sorprendido llorando. Ahora, al ver a
Oswald sonriente, el colérico Jacob Rubinstein hace algo que le impedirá volver a ver a
su perro: da un rápido paso al frente apuntando con su arma al abdomen de Oswald y
dispara. Son las once y veintiún minutos de la mañana.
La policía se abalanza sobre Jack Ruby. Lee Harvey Oswald se dobla en dos y es
trasladado inmediatamente al hospital de Parkland. Al llegar, lo meten en la Sala Dos de
Cirugía Traumática, en el mismo pasillo y justo enfrente de la sala de urgencias donde
John Kennedy pasó los últimos minutos de su vida. A la una y siete de la tarde, cuarenta
y ocho horas y siete minutos después de morir JFK, también Lee Harvey Oswald muere.
Pero, al contrario que a Kennedy, nadie llora a Oswald.
Nadie.
234
27
14 DE ENERO DE 1964
DESPACHO DEL FISCAL GENERAL, WASHINGTON, D. C.
Jackie Kennedy está sentada en un sencillo sillón de cuero ante un fuego muy vivo.
La bandera de los Estados Unidos se ve por encima de su hombro izquierdo. Sus ojos,
antes tan brillantes y vivarachos, ahora están apagados. Va vestida de negro. Bobby y
Teddy Kennedy, frente a ella, la acompañan; se los ve cuando se mueven las cámaras.
Bobby en concreto ahora hace de padre para Caroline y John, y Jackie siempre cuenta
con su compañía.
Cuando su marido murió hace ocho semanas, Jackie Kennedy no sabía adónde ir. El
protocolo dictaba su salida inmediata de la Casa Blanca, lo que al mismo tiempo ponía
fin al régimen especial de escolaridad de Caroline y a la afición de John a montarse en el
Marine One. Desde luego, no es que Jackie no tuviera dinero, pero de hecho tenía poco a
su nombre; esta circunstancia no se solucionará hasta que se ejecute el testamento de
JFK.
John Kennedy había representado la vida entera para Jackie; tanto es así, que todavía
a veces se olvida de que está muerto. Jackie quiere grabar este reportaje —que se
exhibirá en los cines de toda la nación con carácter informativo— para agradecer el
enorme cariño del pueblo americano: ha recibido más de ochocientas mil cartas de
condolencia.
—Saber el afecto que todos profesaban a mi marido me ha sostenido —asegura
Jackie con firmeza ante la cámara—, y nunca olvidaré su apoyo ni sus elogios.
Jackie lleva escritas las palabras en las notas que ahora lee, pero son sus propias
palabras, elegidas con la única finalidad de expresar lo que siente. El pueblo americano,
que equiparó la fama del presidente y su esposa a la de estrellas de cine, no ha olvidado a
Jackie en su dolor. Y aunque ya no sea la primera dama, ese título y el porte de Jackie
Kennedy se combinan en ella como nunca antes.
Pero las apariencias engañan: en privado está muy deprimida, fuma sus cigarrillos
Newport compulsivamente y se muerde las uñas casi hasta lastimarse. Siempre tiene los
ojos rojos por el llanto.
235
Jackie tiene que interrumpirse varias veces durante la grabación porque se queda sin
voz, o para parpadear y así contener las lágrimas.
—Todos los que me han escrito saben lo mucho que lo queríamos y saben que él nos
devolvía ese amor con creces —le dice al mundo.
Y adoptando el tono visionario de su marido, Jackie Kennedy habla de la futura
construcción de la Biblioteca Presidencial John F. Kennedy en Boston, que se erigirá
para que el mundo entero conozca el legado de su marido.
Son declaraciones valientes y emotivas. En menos de dos minutos, Jackie Kennedy
da las gracias al pueblo estadounidense. Su dolor es desgarrador y tan visible como su
elegancia: simboliza la grandeza de la Corte de Camelot, una grandeza de la que los
estadounidenses ya sienten nostalgia.
El final de la Corte de Camelot. Bobby, Jackie, Patricia, hermana del presidente Kennedy, y los hijos de este,
Caroline y John, en su funeral. (Abbie Rowe, National Park Service, Biblioteca y Museo Presidenciales John F.
Kennedy, Boston)
La última vez que Jackie Kennedy vio el rostro de su marido fue aquella tarde en el
hospital Parkland, antes de que el reverente silencio de la Sala Uno de Cirugía
Traumática se tornara en escenario de la fea trifulca entre los agentes del servicio secreto
y la policía de Dallas. Vio el rostro de Jack por última vez en aquellos momentos de
calma, justo antes de ponerle su alianza en el dedo. Lo recuerda como si fuera ayer, pero
prefiere detenerse solo en los buenos momentos. Todas las infidelidades y desencuentros
del pasado están olvidados.
Jackie siempre recordará a Jack tranquilo y dueño de la situación; y así es como
quiere que también la historia lo recuerde.
—Para Jack, la historia la hacían los héroes —le dijo a Theodore White, de la revista
236
Life, una semana después del asesinato—. Era un hombre llano, pero también muy
complejo. Y tenía una faceta heroica, su visión idealista de la historia; pero a la vez tenía
otra faceta, la de su lado pragmático. Sus amigos eran los mismos de toda la vida, amaba
a su «Mafia irlandesa».
Fue en esta entrevista publicada en el número de Life del 6 de diciembre cuando
contó por primera vez al mundo que JFK escuchaba la banda sonora de Camelot antes de
irse a dormir, y lo mucho que le gustaba la frase final: «No dejes que caiga en el olvido
que, por un fugaz momento, hubo un reino resplandeciente llamado Camelot».
Mientras White dictaba el reportaje a los editores de Nueva York, Jackie andaba por
allí cerca, escuchando. Insistió en el predominio del tema de la Corte de Camelot: así es
como desea que se recuerde la presidencia de su marido.
Por eso cuando acaban de filmar el reportaje y se levanta del sillón del despacho de
Bobby Kennedy —que conservará su cargo de fiscal general otros nueve meses—,
Jackie Kennedy sabe que todo esto forma parte de una obligación que aún le queda por
cumplir: articular el legado de su marido. Pero también sabe que hay que seguir adelante
y que, para ella y sus hijos, todo cambiará: tendrán que llevar una vida más normal,
mucho menos mágica que la que Jackie desea que el mundo recuerde. Como le dijo con
tristeza a Theodore White, de la revista Life: «Nunca habrá otra Corte de Camelot».
Esa afirmación sigue en pie el día de hoy.
237
RECAPITULACIÓN
238
intensa persecución por parte de la prensa. El 16 de julio de 1999 pilotaba una avioneta
cuando se estrelló en el Atlántico, frente a la costa de Martha’s Vineyard. En el accidente
murieron John Kennedy, su esposa Carolyn Bessette Kennedy y su cuñada Lauren. Tenía
treinta y ocho años. Sus cenizas y las de su mujer fueron esparcidas en el mar.
Igual que a la muerte de John Kennedy, cuando LBJ murió fue Walter Cronkite
quien comunicó la noticia a la nación. Cronkite siguió presentando los informativos de la
CBS hasta 1980. En 2009 murió a los noventa y dos años, todavía enojado por haber
sido sustituido por el locutor Dan Rather en el informativo CBS Evening News.
Lee Harvey Oswald fue enterrado en el cementerio de Shannon Rose Hill, en Fort
239
Worth, Texas, el 25 de noviembre de 1963, el mismo día del entierro de John F.
Kennedy en Arlington. En 1967, el día del cuarto aniversario de la muerte de Oswald,
asaltaron su tumba, y aunque los vándalos acabaron devolviendo la lápida robada, la
madre de Oswald, temiendo que el robo se repitiera, la sustituyó por otra mucho más
barata y ocultó la original en el sótano de su casa de Fort Worth. En 1981, a la muerte de
Marguerite a los setenta y tres años, la casa se vendió. Cuando los nuevos propietarios
descubrieron la lápida de cuarenta y nueve kilos en el sótano, la vendieron discretamente
al Museo de Atracciones Automotoras Históricas de Roscoe, en Illinois, por algo menos
de diez mil dólares. En el museo también puede verse la ambulancia que trasladó a
Oswald al hospital de Parkland y el taxi de la compañía Checker en el que se montó
poco después de disparar a JFK.
Jack Ruby (alias de Jacob Rubinstein) dijo haber disparado a Lee Harvey Oswald
para redimir del asesinato del presidente a la ciudad de Dallas. El épico fiscal de San
Francisco Melvin Belli lo defendió sin cobrar honorarios, pero sus alegaciones de locura
transitoria no movieron al jurado. Jack Ruby fue condenado a muerte por asesinato con
premeditación. Más tarde testificó ante la Comisión Warren, que investigaba el
magnicidio, y posteriormente el Tribunal de Apelación Penal de Texas le concedió un
nuevo juicio, al aceptar el juez el argumento de que el juicio a Ruby en Dallas no había
sido justo debido a la enorme publicidad que rodeó el caso. Sin embargo, antes de que el
proceso pudiera iniciarse, Ruby ingresó con síntomas de gripe en el ya famoso hospital
Parkland. Allí descubrieron que en realidad tenía un cáncer extendido por el hígado, el
pulmón y el cerebro; murió de una embolia pulmonar el 3 de enero de 1967, a los
cincuenta y nueve años. Está enterrado junto a sus padres en el cementerio de Westlawn,
en Norridge, Illinois. Es posible que ya supiera de su agresivo cáncer antes de disparar a
Oswald.
Martin Luther King prosiguió su cruzada por los derechos civiles y llegó a ser uno
de los hombres más admirados del mundo. El 4 de abril de 1968 James Earl Ray, un
asesino racista, lo mató de un tiro en Memphis, Tennessee. Aunque huyó a Canadá y
luego a Inglaterra, acabó siendo detenido y sentenciado a noventa y nueve años de cárcel
por el asesinato del doctor King. La condena se redondeó hasta sumar cien años en
castigo por su nueva huida, esta vez de la penitenciaría del estado de Brushy Mountain:
lo cogieron a los tres días. Hay quien cree que Ray contó con ayuda para matar a King,
pero nunca ha podido demostrarse. Los asesinatos de Martin Luther King y Robert
Kennedy, sumados a la intervención estadounidense en Vietnam, que no parecía tener
fin, extendieron por todo el país un clima de desánimo diametralmente opuesto a la
240
esperanza y el optimismo de la Corte de Camelot.
John Connally sobrevivió a las heridas recibidas en Dallas y completó dos mandatos
como gobernador de Texas antes de regresar a Washington para desempeñar el cargo de
secretario del Tesoro de Richard Nixon, aunque era demócrata; más tarde se unió al
Partido Republicano. En 1980 se presentó a presidente, pero su campaña fue un rotundo
fracaso: solo consiguió un delegado y se vio forzado a retirar su candidatura. Murió de
fibrosis pulmonar el 15 de junio de 1993. Tenía setenta y seis años.
En marzo de 1977, un joven reportero del canal televisivo de Dallas WFAA empezó
a investigar el asesinato de Kennedy, y se propuso entrevistarse con el oscuro catedrático
universitario ruso que en 1962 había tenido amistad con los Oswald cuando llegaron a
Dallas. El periodista localizó a George de Mohrenschildt en Palm Beach, en Florida, y
241
fue hasta allá para hablar con él. En aquellos momentos, De Mohrenschildt estaba citado
para testificar ante el comité del Congreso que investigaba los sucesos de noviembre de
1963. Cuando el reportero llamó a la puerta de la casa de su hija, oyó el disparo de
escopeta con el que el ruso se suicidó: aquel suicidio impidió que su relación con Lee
Harvey Oswald llegara nunca a despejarse del todo.
El nombre del reportero, por cierto, es Bill O’Reilly.
Un apunte: un año antes, De Mohrenschildt había enviado una carta a George H. W.
Bush, por entonces director de la CIA. En esa carta el ruso pedía protección contra sus
«perseguidores». La correspondencia con Bush llevó a especular sobre la posible
conexión entre De Mohrenschildt y la CIA, también porque conocía datos no revelados
sobre el asesinato de Kennedy.
Otro antiguo director de la CIA, Allen Dulles, murió en 1969 a los setenta y cinco
años, víctima de un grave episodio de gripe. A día de hoy, los teóricos de la conspiración
siguen creyendo que Dulles participó en el asesinato de Kennedy para desquitarse de su
destitución a raíz de la malograda invasión de Bahía de Cochinos. Dulles también formó
parte de la Comisión Warren, el comité que investigó el atentado contra JFK.
242
Greta Garbo vivió hasta los ochenta y cuatro años, y murió en la ciudad de Nueva
York el 15 de abril de 1990. Llevó una vida apartada hasta el final, sin casarse nunca ni
tener hijos, y siempre vivió sola. Pero a la legendaria actriz le gustaba dar largos paseos
por las calles de Nueva York, casi siempre oculta tras unas enormes gafas de sol;
costumbre que su admiradora Jackie Kennedy también acabaría adoptando. A Garbo se
le daba muy bien administrar el dinero, y aunque llevaba retirada casi cuarenta años en el
momento de morir, legó a su sobrina un patrimonio de más de treinta y dos millones de
dólares.
Se ha dicho que Jackie Kennedy pergeñó el mito de la Corte de Camelot para dar
lustre al legado de su marido. No está claro si en la Casa Blanca de Kennedy se hacía o
no la comparación con la Corte de Camelot en vida del presidente. Pero la comparación
es buena, y tal y como Jackie deseaba, la historia de Camelot ha conformado el recuerdo
de la presidencia de su marido hasta el día de hoy.
John Fitzgerald Kennedy está enterrado en una loma muy cerca de la antigua casa
de Robert E. Lee, en el Cementerio Nacional de Arlington; la belleza del lugar le
impresionó pocas semanas antes de su muerte. Es uno de los dos únicos presidentes
enterrados allí: el otro es William Howard Taft, fallecido en 1930.
Jackie Kennedy insistió en que el funeral de su marido se pareciera todo lo posible al
de Abraham Lincoln. El catedrático James Robertson y David Mearns, directores de la
Comisión del Centenario de la Guerra Civil [la Guerra de Secesión] y de la Biblioteca
del Congreso, respectivamente, se documentaron sobre el funeral de Lincoln en el breve
lapso de tiempo que medió entre el asesinato de JFK y su entierro. El Salón Oriental de
la Casa Blanca fue decorado para evocar con la mayor exactitud posible la época en que
albergó los restos mortales de Lincoln en 1865. Además, el arcón de armas y el cortejo
fúnebre por la ciudad de Washington se inspiraron en el último viaje de Lincoln.
Una llama perpetua ilumina la tumba de John Kennedy en Arlington a sugerencia de
Jackie Kennedy; arde en el centro de una gran losa circular de granito de Cape Cod.
Jackie descansa junto a él, con sus pequeños Arabella y Patrick. La cobertura televisiva
del funeral de John Fitzgerald Kennedy transformó el tranquilo cementerio de soldados y
marineros de Arlington en un lugar turístico. Hasta la fecha, la tumba de John Fitzgerald
Kennedy es el punto más visitado de Arlington. Una generación después de su asesinato,
este cementerio todavía recibe cada año más de cuatro millones de visitantes que acuden
a presentar sus respetos al presidente caído.
Y también a honrar la grandiosa visión americana que él representó.
243
EPÍLOGO
CASA BLANCA
244
WASHINGTON
Me complace mucho enviar un saludo a todos los presentes en esta velada que se
celebra con motivo del Primer Centenario de la Proclamación de la Emancipación. Ojalá
hubiera podido unirme a ustedes.
JOHN F. KENNEDY
10 de febrero de 1962
245
FUENTES
Para escribir este libro nos hemos servido de fuentes primarias y secundarias. Gran
parte del material primario son entrevistas e informes elaborados por Bill O’Reilly a lo
largo de los años. De hecho, cuando trabajaba en el WFAA-TV, ganó el Premio del Club
de Prensa de Dallas por su cobertura del asesinato de JFK. Hemos recabado muchos
datos nuevos de diversos agentes del orden; sobre todo de Richard Wiehl, el agente del
FBI asignado a la investigación e interrogatorio de Marina Oswald tras el atentado.
Estamos agradecidos al señor Wiehl, que nunca había hablado oficialmente de lo que
descubrió.
La vida y muerte de John Kennedy no precisa de adornos, se sostiene sola. Es un
periodo histórico fascinante. Pero este libro narra tantos acontecimientos extraordinarios
—y también horrible— y tantos detalles íntimos, que es importante recordar al lector que
Matar a Kennedy es un ensayo sin una sombra de ficción. Todo es real: los actos de cada
persona y todos los hechos narrados acontecieron realmente. Las citas son palabras
dichas en la vida real. Si ha sido posible rescatar todos estos datos se debe en gran parte
a que JFK es una figura histórica contemporánea cuya presidencia se registró
minuciosamente desde el primer momento en todo tipo de medios.
Gracias al impresionante caudal de materiales sobre la vida y la muerte de John F.
Kennedy, en la investigación previa a la redacción de nuestro manuscrito nos llevamos
agradables sorpresas. Tuvimos acceso a textos muy diversos en primera persona con
datos concretos de reuniones, conversaciones y acontecimientos, pero además
encontramos en Internet muchos vídeos de discursos y apariciones televisivas de JFK;
gracias a ellos, sus palabras y su voz volvían a la vida cada día mientras escribíamos. Si
los lectores invierten un rato en buscar estos vídeos y verlos, conocerán muchísimo
mejor a John Kennedy. En concreto, les recomendamos el discurso que dio en Galway
en 1963 como ejemplo del ingenio, calidez y presencia del presidente.
Para saber de la vida en la Casa Blanca de Kennedy por boca de la propia Jackie,
escuchen Jacqueline Kennedy: conversaciones históricas sobre mi vida con John F.
Kennedy, una serie de grabaciones que realizó no mucho después del asesinato. Llama la
atención la franqueza de la antigua primera dama, sobre todo cuando habla de numerosas
personalidades famosas y poderosas del mundo de la época. Como sucede con su
marido, su ingenio, calidez y su pura presencia son palpables.
Los autores se sienten especialmente en deuda con el equipo de Laurie Austin y
Stacey Chandler, de la Biblioteca Kennedy. Nuestras peticiones de documentación nunca
246
les parecieron demasiado extensas ni demasiado breves, y baste mencionar como
ejemplo la histórica avalancha de datos que contienen las copias de la agenda diaria de
John Kennedy, donde figuran datos como su localización precisa, los nombres de todos
los asistentes a las diversas reuniones y a qué hora se escapaba cada tarde a la piscina o a
«la Mansión». Leyendo esa agenda, el día a día del presidente cobra vida, y es posible
hacerse una idea muy vívida de su vida cotidiana en la Casa Blanca. Cuando vayamos a
Boston, no dejaremos de hacer una visita a la Biblioteca Kennedy.
Especial reconocimiento merece también el libro Muerte de un presidente, escrito
por William Manchester poco después del asesinato y articulado en torno a entrevistas
en primera persona con casi todos los que estuvieron con JFK en Dallas el 22 de
noviembre de 1963. Para escribirlo, Manchester contó con la plena cooperación de
Jackie y la familia Kennedy, por lo que contiene infinidad de detalles y nos pareció muy
valioso para dar la respuesta definitiva a muchas preguntas cuando las demás fuentes son
contradictorias.
La columna vertebral de nuestro libro son ensayos, artículos de prensa, vídeos, el
Informe de la Comisión Warren (tan vilipendiado, pero siempre muy interesante) y
nuestras visitas a lugares como Dallas, Washington, Galway y Texas Hill Country. Los
autores quieren expresar su enorme gratitud a los muchos y buenísimos investigadores
que han estudiado a fondo la vida y época de John Fitzgerald Kennedy. Lo que sigue es
una relación detallada de nuestras fuentes. No obstante, la lista no es exhaustiva, ya que
solo incluye las obras utilizadas para la parte más ardua del trabajo que supone escribir
un ensayo histórico.
Prólogo. Los mil días de Kennedy de Arthur Schlesinger, The Fitzgeralds and the
Kennedys de Doris Kearns, John F. Kennedy’s Inaugural Speech de Karen Price Hossell
y Ask Not: The Inauguration of John F. Kennedy and the Speech that Changed America
de Thurston Clarke. El artículo de Todd S. Purdum sobre la investidura publicado por
Vanity Fair en febrero de 2011 también fue de gran ayuda, al igual que la base de datos
de los archivos nacionales y el Informe de la Comisión Warren.
Capítulo 1. El reportaje de John Hersey sobre la torpedera 109 publicado por el New
Yorker en 1944 es el mejor relato de esta odisea. El libro The Best Years of Their Lives
de Lance Morrow, trepidante y lleno de interés, contrarresta con maestría la versión un
tanto hagiográfica de Hersey. Hallamos información sobre el discurso ante las Madres
Estadounidenses de la Estrella Dorada y el nacimiento de la «Mafia irlandesa» en One
Brief Shining Moment, de William Manchester.
Capítulo 2. La página web del Museo de la Casa Blanca ofrece bellos planos de todo
el edificio y textos sobre su pasado e imágenes históricas. Además, los escritos de Robert
Dallek sobre la infinidad de problemas médicos de JFK han sido muy útiles para
familiarizarnos con los muchos medicamentos prescritos al presidente. La página web de
247
la Biblioteca Kennedy es una gran fuente de información sobre la vida en la Casa
Blanca. Los datos sobre Jackie proceden de Grace and Power, de Sally Bedell Smith.
Capítulo 3. William R. Fails cuenta en Marines and Helicopters la evolución del
transporte presidencial, y Dallek y Humberto Fontova hablan de las atrocidades
castristas en Una vida inacabada y en Fidel: El tirano favorito de Hollywood,
respectivamente. Del almanaque Farmer’s Almanac hemos sacado la meteorología, y de
Brief Shining Moment de Manchester los comentarios de las personas más allegadas al
presidente acerca de sus pensamientos sobre Bahía de Cochinos. Otras fuentes
destacadas han sido As I Saw It, de Dean Rusk; Presidents and Foreign Policy, de
Edward R. Drachman y Alan Shank; John F. Kennedy: A Biography, de Michael
O’Brien; Kennedy’s Quest for Victory, de Thomas G. Paterson; The Brilliant Disaster,
de Jim Rasenberger; Robert Kennedy, de James Hilty; Sons and Brothers, de Richard
Mahoney, y el soberbio Remembering America, de Richard Goodwin.
Capítulo 4. Se recomienda al lector meterse en Internet para ver el excelente vídeo
del recorrido de Jackie por la Casa Blanca, prestando especial atención al lenguaje
corporal del presidente y la primera dama cuando aparecen juntos en los minutos finales.
La cara oculta de John F. Kennedy, de Seymour Hersh, contiene infinidad de secretos
sobre las infidelidades de la Casa Blanca, mientras que Grace and Power, de Sally
Bedell Smith, Jack and Jackie, de Christopher Andersen, The Kennedy Women, de
Laurence Leamer y Una mujer llamada Jackie, de C. David Heymann indagan más en
sus raíces.
Capítulo 5. La Biblioteca JFK y la propia Jackie en sus Conversaciones históricas
sobre mi vida con John F. Kennedy aluden al tema de la Corte de Camelot, como Sally
Bedell Smith en su artículo «Private Camelot» publicado por Vanity Fair en mayo de
2004. La vida secreta de Marilyn Monroe de Randy J. Taraborrelli, The Sinatra Files de
Tom and Paul Kuntz y el expediente del FBI sobre Sinatra añaden interesantes detalles a
las correrías del presidente en Palm Springs. Robert Kennedy, de Evan Tomas, ahonda
en la figura de RFK. La cara oculta de John F. Kennedy, de Hersh, también ha sido muy
revelador. Los comentarios de JFK sobre la caza proceden de las entrevistas con Sally
Bedell Smith en el U.S. News and World Report (9 de mayo de 2004). En la página web
de las encuestas Gallup figuran los porcentajes de aprobación, mientras que Fuego
cruzado: Mafia, poder, asesinato, de Sam y Chuck Giancana, retrata el ambiente y las
circunstancias de los diversos complots de la Mafia contra Marilyn y los hermanos
Kennedy.
Capítulo 6. Una función de la página web de la Biblioteca Kennedy permite
consultar el New York Times por fechas, de donde procede gran parte del contenido
sobre los viajes del presidente, las atrocidades que acontecieron en Berlín Este y el
interés mundial por asuntos como los cosmonautas soviéticos y el revolucionario
248
radioteléfono. Passage of Power de Robert Caro ha sido una auténtica mina de
información acerca de Lyndon Johnson, especialmente sobre sus desvelos en la época en
que fue vicepresidente. Los datos sobre la vida en el profundo Sur proceden de informes
del FBI de la época, mientras que la historia de Emmett Till está sacada directamente del
artículo que publicó la revista Look acerca de sus asesinos, junto con otras fuentes que
añaden información sobre el contexto y la fotografía de su cabeza apaleada y aplastada
que difundió la revista Ebony. El artículo de Dave Garrow en el Atlantic Monthly de
julio y agosto de 2002 ilustra el gran interés que el FBI se tomó por Martin Luther King.
Los recuerdos del agente especial del FBI Fain sobre Lee Harvey Oswald proceden de su
testimonio ante la Comisión Warren.
Capítulo 7. En www.whitehousemuseum.org aparece una imagen del dormitorio de
JFK, y hemos encontrado otros datos en Brief Shining Moment, de Manchester. En la
página web www.whitehouse.gov hay más información sobre la historia de la Casa
Blanca; y Jackie Kennedy habla mucho de su vida con su marido allí en Conversaciones
históricas sobre mi vida con John F. Kennedy. The Kennedy Tapes, de Ernest May y
Philip Zelikow, transcribe conversaciones concretas de los días de la crisis de los misiles
en Cuba, como también Brújula fiel, de Ted Kennedy. Destacan además The Week the
World Stood Still, de Stern; el acta de la reunión de Dean Rusk con el ministro de
Asuntos Exteriores soviético Gromyko; The Cuban Missile Crisis, de Charles Tustin
Kamps; Jackie, Ethel and Joan, de Randy J. Taraborrelli; The Mind of Oswald, de Diane
Holloway; Kruschev, el hombre y su época, de William Taubman, y Memorias. El
último testamento, escrito por el desaparecido dictador soviético Nikita Kruschev. El
artículo de Robert Dallek sobre los problemas de salud de Kennedy (Atlantic, diciembre
de 2002) fue también de gran utilidad.
Capítulo 8. Lo crean o no, el momento en que destaparon la Mona Lisa puede verse
en YouTube. Es muy interesante. Mona Lisa in Camelot, de Margaret Leslie David,
arroja luz sobre este capítulo tan curioso de la historia de nuestra nación. El glosario de
Muerte de un presidente, de Manchester, aporta los nombres en clave del servicio
secreto, mientras que el Informe de la Comisión Warren incluye un buen resumen de la
historia del magnicidio y justifica la necesidad del servicio secreto. En la página web del
propio servicio secreto también puede leerse este resumen. Gran parte de los datos sobre
los diversos agentes y sus turnos proceden de Mrs. Kennedy and Me, de Clint Hill, y de
The Kennedy Detail, de Gerald Blaine. También es destacable All Too Human, de
Edward Klein.
Capítulo 9. Passage to Power, de Caro, aporta más datos sobre LBJ. Fuego cruzado,
de los hermanos Giancana, ahonda en las conspiraciones de la Mafia —que nosotros no
hemos presentado como hechos, sino como teorías— y las explica muy bien. También
son reseñables para este capítulo Bobby Kennedy de Evan Thomas, Bobby and J. Edgar
249
de Burton Hersh, All Too Human de Edward Klein, Crossfire de Jim Marrs y la página
web de la Biblioteca LBJ.
Capítulo 10. En la página web de Winston Churchill hay un buen resumen de este
acto, mientras que Noam Chomsky describe muy vívidamente los primeros días de
Vietnam en Rethinking Camelot.
Capítulo 11. Gran parte de la información sobre los manifestantes procede del
Washington Post del día siguiente. But for Birmingham de Glenn Eskew y Carry Me
Home de Diane McWhorter aportan un gran acervo de información adicional. Shelley
Tougas cuenta en Birmingham 1963 cómo una sola fotografía cambió las actitudes de
mucha gente. Cold War Mandarin, de Seth Jacobs, contiene espeluznantes detalles sobre
los monjes que se inmolaban prendiéndose fuego y sobre el régimen de Diem. Y una vez
más, Manchester aporta vívidas imágenes de la vida de Kennedy en la Casa Blanca.
Capítulo 12. Parting the Waters de Taylor Branch, The ‘Everything’ Martin Luther
King, Jr. Book de Jessica McElrath, Martin Luther King de Marshall Frady, las
Conversaciones de Jackie Kennedy y el infausto número de Newsweek del 19 de enero
de 1998 han sido fuentes valiosas, así como Robert Kennedy de Evan Thomas, Passage
to Power de Robert Caro y The Mind of Oswald de Diane Holloway. Mrs. Kennedy and
Me, de Clint Hill, es una inestimable visión de la relación entre ambos que también nos
ha servido de gran ayuda.
Capítulo 13. Manchester, una vez más. Y Hill. All Too Human, de Klein, y The
Kennedy Men, de Leamer, también contienen valiosa información.
Capítulo 14. Una vida inacabada, de Dallek, y Robert Kennedy, de Thomas. El
discurso completo de King puede oírse en www.americanrhetoric.com.
Capítulo 15. La entrevista entre Cronkite y JFK es otra joya de Internet, y merece la
pena ver lo informado que estaba Kennedy sobre los variados temas planteados por
Cronkite y cómo ambos charlan distendidamente una vez acabada la grabación.
Capítulo 16. El núcleo de este capítulo lo forman datos de la Biblioteca JFK, los
ensayos Muerte de un presidente y Passage to Power y el Informe de la Comisión
Warren. The Road to Dallas de David Kaiser es analítico e informativo, y los
expedientes del FBI sobre Aristóteles Onassis aportan una información fascinante del
contexto.
Capítulo 17. Hay varias páginas web dedicadas a Camp David. Vale la pena mirarlas
todas para saber más de esta residencia tan privada y exclusiva. La información sobre
Oswald procede de la Comisión Warren, mientras que Una mujer llamada Jackie de
Heymann y la página web del Museo de la Casa Blanca añaden muchos datos sobre el
comedor de la Residencia familiar. De la cena especial a la que asistió Ben Bradlee
sabemos por su libro Conversaciones con Kennedy. JBKO, de Donald Spoto, señala la
fecha de la última aparición de Jackie en campaña; Manchester aporta detalles sobre su
250
estilo de escritura y puntuación, y Heymann y Leamer la carta que escribió en el yate
Christina.
Capítulo 18. El grueso de este capítulo procede de artículos de prensa y textos de
Manchester. La cita de «Sin perfiles» está sacada de las conversaciones de Bradlee.
Capítulo 19. Los detalles sobre la visita del agente especial Hosty a Ruth Paine
proceden del testimonio del policía ante la Comisión Warren; Carl Sferrazza Anthony
aporta las citas sobre Arlington en The Kennedy White House: Family Life and Pictures,
1961-1963. Un detalle interesante es que el sargento Clark también tocó la corneta en el
funeral de JFK.
Capítulo 20. Garbo de Barry Paris y Jack and Lem de David Pitts rescatan la noche
de este encuentro tan olvidado en la historia de la Casa Blanca. Agradecemos a Camille
Reisfield de Ross, en California, que nos escribiera para preguntar si íbamos a tratar este
episodio; ella nos puso sobre la pista de esta velada que fue la última de todas las que se
celebraron en la Corte de Camelot.
Capítulo 21. El Informe de la Comisión Warren y Road to Dallas, de Kaiser,
contienen datos únicos sobre los días previos al asesinato. Sigue sin estar claro que
Oswald fuera realmente el tirador al que vio Sterling Wood, ya que el dueño del campo
de tiro juró haber visto a Oswald allí en una fecha totalmente distinta. Pero no cabe duda
de que un tirador solitario estuvo allí aquel día disparando un singular rifle italiano.
Capítulo 22. Hill, Manchester, los testimonios ante la Comisión Warren y la página
web del Museo de la Casa Blanca.
Capítulos 23 al 26. Hemos recurrido a gran variedad de páginas web y libros para
repasar la inmensa cantidad de hechos que rodean el asesinato de John F. Kennedy. Los
tiempos, las descripciones de los testigos presenciales, la llegada de la caravana
presidencial y todos los demás aspectos del atentado y el trayecto hasta el hospital
Parkland son conocidos. Pero las fuentes más importantes para describir conversaciones
concretas, momentos íntimos y detalles especiales han sido Muerte de un presidente, el
Informe de la Comisión Warren, el fascinante Mrs. Kennedy and Me, de Clint Hill,
Reclaiming History, de Vincent Bugliosi, los escritos de Dallek sobre las dolencias de
JFK y el asesinato mismo y, desde luego, la película grabada por Zapruder, que vimos
repetidas veces para descifrar la secuencia de los acontecimientos, sin que su horror
disminuyera nunca... ni cambiara lo más mínimo el desenlace.
Capítulo 27. El reportaje de Jackie puede verse en Internet; contemplar su dolor
sigue siendo muy triste. Todos sus biógrafos hacen al menos una breve referencia a esta
grabación. Pero no fue intrascendente en absoluto: como la velada con Garbo o la de la
Mona Lisa, fue una ocasión única y notable que ha pasado muy desapercibida.
251
AGRADECIMIENTOS
El increíble agente literario Eric Simonoff sigue siendo muy perspicaz tanto en
empresas creativas como en los negocios.
Makeda Wubneh, mi ayudante durante más de veinte años, mantiene en marcha y
sobre ruedas todas mis iniciativas: una tarea nada fácil.
Además, debo una enorme gratitud a mi editor Stephen Rubin, el mejor del sector, y
al arrojado e inteligente Roger Ailes, un luchador y mi jefe en Fox News.
BILL O’REILLY
Me gustaría expresar mi agradecimiento a todos los que han hecho posible este
libro, entre ellos Steve Rubin, Gillian Blake —firme como una roca— y Eric Simonoff.
Y, por supuesto, mi amor y mis más sentidas gracias a Calene Dugard: musa, alma
gemela e historiadora secreta.
MARTIN DUGARD
252
Índice
Nota a los lectores 4
Prólogo 7
PRIMERA PARTE 14
SEGUNDA PARTE 108
TERCERA PARTE 181
RECAPITULACIÓN 238
Epílogo 244
Fuentes 246
Agradecimientos 252
253