Mortal y Rosa
Mortal y Rosa
Mortal y Rosa
MORTAL Y ROSA
El inicio del libro (al que no podremos llamar de otro modo, pues no es posible encasillarlo en un
género concreto —no es novela, con personajes, una sucesión narrativa de acontecimientos, etc;
no es ensayo, pese a presentar un tono cercano a lo ensayístico, tal vez en lo que tiene de
reflexión generalizada sobre el dolor y la muerte, y, en definitiva, no se aviene, en su hibridez y
curiosa configuración, a ningún molde prefijado—) arranca con el exabrupto que le es tan propio
a Umbral: he dejado de interesarme por mis sueños. A la mierda con Freud. Poco después,
prosiguiendo con el tema de los sueños, el autor apuntará ya, casi premonitoriamente, al estado
de postexistencia al que, páginas más adelante, le abocará la muerte de su hijo, con una
ubicuidad del hastío que, de alguna forma, le llevará al desgarro con su pasado, probablemente
en lo que este tiene de su propia niñez (esto es, la muerte de su propio hijo será vivida como la
muerte de la propia infancia): No me interesan mis sueños como no me interesa ya, casi, mi
pasado. Y más adelante: Sé que consisto en una cloaca, un légamo, una putrefacción, pero me
aburre, ya, constatarlo, he perdido la fascinación de mis propias heces, que es una fascinación
infantil […]. Asimismo, al final del primer fogonazo textual de este primer fragmento (de los 41
que, separados por espacios en blanco, componen la obra, probablemente en un distanciamiento
de la estructura capitular del Realismo decimonónico, en lo que tiene Umbral de antirrealista,
como ya se señalará con más detalle), volvemos a estar ante un vaticinio de lo venidero, en una
alusión al suicidio, ese suicidio que, ante la muerte del hijo, barajará Umbral como opción vital, o
quizá mortal: cuando la vida nos retira el pelo de la cabeza, parece que nos invita a darnos el tiro
limpiamente.
Es de notar cómo ya en las primeras páginas del libro, tan reveladoras de lo por venir, aparece
la presencia fantasmagórica, totémica para Umbral, de la madre: Soñar con mi madre muerta […].
También podemos apreciar ya, aunque sea tangencialmente, esa estrecha vinculación que se da,
en el autor, entre vida y literatura: Me duele el ojo derecho, como todas las mañanas, pues la
prosa leída la noche anterior está ahí, cuajada, enconada en el ojo […]. Se trata, por tanto, de una
literatura que se funde con el autor hasta tal punto, que este la somatiza, la hace parte de su
propio cuerpo, de su propio ser, ese ser que, a su vez, articula, de forma egótica, el hilo de las
reflexiones que nos vamos a encontrar en este libro y en su literatura en general, como un reflejo
de esa inserción de la propia vida en la obra.
Otro elemento recurrente en la obra de Umbral hallamos apenas empezado el libro: el sexo y
las mujeres. No habría en el mundo destinataria digna de tales erecciones. Además, no tardamos
en toparnos con las referencias que, a lo largo del volumen, hace Umbral a su propia infancia: Me
gustaba llevarlo en melena, rebelde, sobre la frente, como los héroes infantiles, cuando niño […].
También advertimos ya la recurrencia de la metáfora que, bajo el auspicio de Gómez de la Serna
y en una aproximación al lirismo, le es tan propia al autor: Con un jardín salvaje por cabeza es
como más libre se va por la vida. Poco después, fusionando la metáfora con el ubicuo tema de la
mujer y el sexo (y en clara referencia heraclitiana), nos dirá: Un pelo es […] río en el que no se
bañarán dos veces las manos desnudas de la mujer. La reflexión aquí recalará en el fugit
irreparabile tempus (a raíz del cual Juan de Mairena articula varios de sus discursos) para,
partiendo de nuevo de la imagen de la propia infancia del autor, apuntar a su deterioro físico
presente: ¿Cómo he llegado a tener esta cara? Veo un niño rubio y ceñudo, en la litografía
amarillenta del pasado. No sería descabellado establecer aquí un paralelismo, en el ejercicio
reflexivo de la memoria, con la novela picaresca del Guzmán o el Lazarillo, en que el adulto,
identificado con la voz narrativa, mira retrospectivamente sobre su pasado infantil. Umbral
trascenderá aquí el deterioro presente y reflexionará sobre la máscara postrera a la que nos
aboca el tiempo imparable, esto es, la calavera, que es máscara porque esconde el yo bajo un
cualquiera, que es prácticamente como decir un nadie: Lo que nos aterra de la calavera es
descubrir que es también máscara, la máscara que se pone la nada, el disfraz con que nos mira
nadie. Así, accedemos ya al tema de la muerte, que será central en el libro, y al del terror ante la
cotidianeidad (qué más cotidiano que la muerte).
En relación con el tiempo, destacará en el libro la recreación de una rueda del tiempo que
permite la conciencia de la trascendencia ancestral de lo cotidiano en su repetición milenaria: Los
rasgos físicos se sacralizan por la repetición. Una nariz deforme, característica de una familia, va
pasando de padres a hijos, cruza como un pequeño esquife los mares de la herencia, y ya no es
fea ni bonita. Es sacral, porque su propia repetición, su manera mágica de reencarnar la ha
David Mato Choya
salvado de la vulgaridad […]. Así, páginas más adelante, el autor volverá a recrear la rueda
ascendente y trascendente del tiempo a partir de la cotidianeidad del acto de cortar las uñas al
hijo, recordando a su madre (telón de fondo totémico del autor) cortándoselas a él de pequeño.
Se tratará, pues, de un acto que, en su vulgaridad, ha sido repetido generación tras generación
hasta alcanzar el estatus de rito sacro, indudablemente para el desconocimiento de los
participantes, lo que no deja de sumar al misterio (ese misterio al que, en su superstición, alude
Moreno Villa en su Vida en claro y al que se referirá más delante el propio Umbral). Asimismo,
Umbral dirá: el sexo es, ante todo, una recuperación de los orígenes, en esta misma línea en que
lo vulgar pasa por el tamiz trascendente del tiempo. No podemos dejar de pensar aquí en el
poema “El origen del mundo” de Carlos Marzal, en el que partiendo de la realidad concreta, física,
de los órganos sexuales femeninos y de la explicitud del acto sexual, se nos conduce a la
conciencia de que se trata en realidad de un acto ancestral milenario que nos conecta con la
trascendencia casi religiosa de un rito repetido desde los orígenes del mundo: No se trata tan
sólo de una herida / que supura deseo y que sosiega / a aquellos que la lamen reverentes […] / El
cuerpo no supone un artefacto / de simple ingeniería corporal; / también es la tarea del espíritu /
que se despliega sabio sobre el tiempo. / El arca que contiene, memoriosa, / la alquimia milenaria
de la especie. / Así que los esclavos del deseo, / aunque no lo sospechen, cuando lamen / la
herida más antigua, cuando palpan / la rosa cicatriz de brillo acuático, / o cuando se disuelven
dentro de la hendidura, / vuelven a pronunciar un sortilegio, / un conjuro ancestral.
Por otro lado, encontramos ya la incidencia del color blanco en su relación con la muerte.
Tomando como punto de partida la propia infancia (A mi abuela le gustaba yo por blanco, de
niño), el autor no tarda en asociar ese color con la muerte, pues la carne es ya como el alma, la
carne blanca, y, además, ahora la gente blanca se pone al sol para teñirse. Mal hecho. Eso da
cáncer (aquí podemos ver un ejemplo de cómo Umbral, pese a ser un autor antirrealista, acoge
en el seno de su literatura lo real, lo circunstancial de las costumbres consuetudinarias, para
criticarlas como un Larra del hoy). Más adelante dirá, insistiendo en la temática central del libro
(que son la muerte y el dolor) y accediendo ya al patetismo que dominará en el volumen (que hay
que matizar que es un patetismo contenido, lo que a su vez supone una expresión de mayor
sinceridad y humanidad), lo siguiente: Me da pena […] pensar que se perderá esta blancura, se
diluirá en el aire de mi muerte, como un humo muy blanco, y nada más. No me duele perder los
brazos, las piernas, la vida, el corazón, el sexo, la pituitaria. Me duele perder lo blanco, dejar de
ser blanco al dejar de ser yo. Me duele más la muerte de mi blancura que mi propia muerte.
(Cabe destacar que, en medio del patetismo con el que se aborda el tema de la propia muerte,
Umbral ni siquiera aquí puede desprenderse de su ironía característica, y no duda en hacer
mención de su pituitaria.) Estamos, pues, ante la total vinculación para el autor entre la muerte y
el blanco, pues ambos, como el negro (que es el color que tradicionalmente asociamos con la
muerte), son la expresión de lo absoluto, que para el hombre es sinónimo del horror, de la
angustia, de ese dolor sobre el que el libro da vueltas. Lo blanco no es lo claro ni lo simple. Lo
blanco es tan enigmático, inexplicable e inmutable como lo negro. Lo blanco es lo negro. Lo
negro es lo blanco. Lo que nos horroriza es el absoluto. Lo blanco y lo negro son absolutos. […]
Lo que no se soporta es el absoluto, que nos angustia y nos ciega.
Por su parte, el mitema del sexo y las mujeres le sirve al autor para llevar a cabo una reflexión
sobre la condición dual del hombre, mitad fiera mitad humano: Al antropoide le aburre que yo lea
periódicos, y se pone a mirar para otro lado. Está impaciente por arrojarse al cuello de alguna
mujer. Así, el antropoide, que se corresponde, como paradigma de la animalidad, con el miembro
viril, se nos presenta como ente más allá del yo, esto es, como su opuesto y complemento. En
relación a la domesticación de nuestra animalidad inherente, Umbral recogerá poco después la
escena que, como ya hemos apuntado, aparecerá más adelante como expresión de la
concreción anecdótica de la rueda del tiempo. Aquí, sin embargo, dicha escena se nos presenta
bajo la significación de un proceso civilizador del niño a manos, de nuevo, de la madre: Las
manos, en la infancia, fueron como garras que la madre, cada cierto tiempo, tenía que lavar, pulir,
recortar, limar, para devolverles su calidad de manos, su humanidad.
Cabe destacar que el tiempo, en Umbral, alcanza prácticamente una consideración de eterno
retorno nietzscheano, pues el autor, partiendo, páginas después, de una reflexión sobre el
esqueleto (en lo que este tiene de próximo al gran tema del libro, que es la muerte), no duda en
advertirnos de la condición cíclica de la vida, y es que el yo, en sí, contiene, subsumidos, a todos
sus antepasados, en un eterno retorno en el yo de todas esas vidas precedentes, lo que, a su
vez, hace peligrar el concepto de identidad, pues ¿quién soy yo, si yo, como Whitman, contengo
David Mato Choya
En referencia al niño, el autor nos dirá: Crueldad y ternura son en él una misma cosa, y nos
parecerá estar leyendo una descripción del propio tono del autor en el libro, tono que va de lo
exabrúptico (como ya hemos visto al principio) a lo emotivo, la ternura, patente, por ejemplo, en
la siguiente descripción del hijo, tan cercana a la sugerencia emotiva de lo lírico, con abundantes
metáforas: Toco su pelo de luz, su rostro simple a la mirada, pero minucioso al tacto, su piel de
queso que ama, su carne que huele a calle, a frío, a actualidad furiosa, y aparto el dolor de que el
niño haya nacido, pueda morir. Así, vemos la cercanía de la expresión ternurista en relación al hijo
con el patetismo doliente del presentimiento de su muerte.
Asimismo, el autor establece un paralelismo entre la figura del hijo y la del burro, muy
probablemente en referencia al de Juan Ramón Jiménez, y es que no cabe dudar de la influencia
que este ejerce sobre Umbral. Se trata de un poeta que con una expresión de acusado
ternurismo no puede dejar de recordarnos al propio Umbral y que, además, parece,
especialmente en su última etapa, no concebir una clara diferenciación entre poesía y prosa, de
modo que, aunque la prosa de Umbral no pueda considerarse como prosa poética, es evidente
su aproximación a un lirismo no solo en lo expresivo, sino en la misma construcción de las frases.
Por otro lado, a riesgo de parecer un vínculo descabellado, no podemos evitar encontrar
reminiscencias, aunque inexactas, del Cancionero de Petrarca. Ambos volúmenes giran entorno a
una figura que alcanza prácticamente la consideración de mito: en Mortal y rosa, el hijo, y en el
Cancionero, Laura. En las primera páginas de ambos, encontramos, en el contexto de la iglesia y,
además, con referencias temporales, a aquel otro que articula la obra. Asimismo, en los dos
casos, ese otro totémico fallecerá en el decurso de la composición de la obra, lo que propulsará
al autor a la trascendencia: Petrarca logrará una trascendencia religiosa, mientras que Umbral
(que en el propio libro niega su vivencia de lo religioso-trascendente) hallará esa trascendencia en
una reflexión que, partiendo de su dolor concreto, apunte a una consideración sobre el dolor
universal.
Por último, es de notar cómo en la cita que se comenta queda plasmada la conversación real,
dialogal, con el hijo, aún en vida (Converso con mi hijo). Y es que, a medida que avance el libro y
con la muerte del hijo, iremos observando la presencia recurrente de un curioso monólogo que,
en un fingido diálogo con el hijo y en apelación a él, lleva a cabo el autor. Así, el autor, hacia el
final del libro, nos dirá, haciendo mención de las escaleras mecánicas de las tiendas (lo que
evidencia esa curiosa inclusión de lo real en el quehacer literario de Umbral, autor antirrealista),
que dialoga con su hijo muerto: En las escaleras mecánicas de las tiendas dialogo con mi hijo
muerto.
Pero, antes, Umbral se ha detenido a recordar escenas de su propia biografía, como el cuadro
que de niño, cuando hacía de monaguillo, absorbía su atención en la sacristía: Yo, niño
espectador, niño atónito, lo miraba todo […]. Espectador sin límites ni limitaciones, entonces,
como no he vuelto a serlo nunca […], el cuadro de mi infancia, de mis tiempos de monaguillo. Es,
pues, un enaltecimiento del poder de la mirada del niño sobre la del adulto. Poco antes, el autor
David Mato Choya
nos ha dicho en relación a su hijo: El niño va al encuentro de las cosas, y yo, al reencuentro, que
es como decir que, en efecto, solo miramos en la infancia y, luego, todo es recordar.
Es relevante señalar que en el cuadro que el autor contemplaba de niño aparecía un Cristo que
miraba con el blanco de los ojos, que es como miran los muertos. He aquí de nuevo la relación
entre el color blanco y la muerte.
Es relevante señalar que, pese a la deriva dramática que toma la reflexión entorno a la
pensión, el autor no renuncia a la ironía que le es tan propia, y nos dice: en otra habitación estaba
el seminarista huido leyendo a San Agustín y masturbándose. El choque entre la masturbación
pecaminosa y la lectura de un santo provoca la risa, pero también el choque entre el huido
seminarista onanista, a las claras en el camino de la desconversión, y San Agustín, que en esas
Confesiones que probablemente lee el seminarista se nos presenta como el pecador en el camino
de la conversión, esto es, en el camino opuesto al seminarista.
Poco después, el mitema del sexo será abordado bajo la luz del despertar sexual. El autor,
página tras página, parece no tener deseo alguno de abandonar el mitema, encontrando siempre
razones para encauzar el discurso por el único camino que existe, que, al parecer, es el del sexo:
Parece que la vida va a ir por un camino y el sexo por otro. Se tarda en aprender que el sexo es el
camino, que no hay más que un camino.
Finalmente, el presentimiento de la muerte del hijo se tornará en muerte real, y el autor lo
plasma del siguiente modo: Ha venido el verano y se ha llevado al niño hacia otros soles, […]
arboledas de sombra en que se me pierde, tan amenazado siempre, playas desvariantes, mares
que le acogen en su gran barba blanca, en su vejez clamorosa como una eternidad. Observamos
una muy acusada densidad del recurso de la metáfora y, además, el empleo antirrealista de una
escritura por yuxtaposición, propia del autor. Es de notar, también, la presencia del adjetivo
desvariantes, pues es altamente revelador. La acumulación de la metáfora, de la yuxtaposición y
de la enumeración caótica que veremos a continuación nos ofrecen la impresión de estar
inmersos en un mundo desvariante, un mundo de pesadilla. El libro en su conjunto parece flotar
en un espacio de ensoñación reflexiva, pero en aquellos momentos en que el dolor alcanza el
paroxismo, nos adentramos en esa pesadilla, reforzada por la acumulación caótica de recursos
antirrealistas. Y sigue la cita: Niño mío, hijo, fruta fugaz, […] estoy aquí, en el desorden de tu
ausencia, entre los colores, animales, objetos, hierros, ruedas y seres del mundo, tan muertos sin
ti, […] y me mira tu ausencia desde todas las paredes […]. No estás. Destaca aquí que, como ya
hemos avanzado que iba a suceder, dentro del monólogo del autor encontramos la clara
interpelación al hijo en el ejercicio de un diálogo fingido: hijo, tu ausencia, tan muertos sin ti, no
estás. Podemos ver, además, el empleo de la enumeración caótica, que consiste en una
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acumulación de palabras de difícil relación semántica y que desarrollan un concepto, un campo
semántico de enorme amplitud, que aquí sería el mundo: estoy aquí, en el desorden de tu
ausencia, entre los colores, animales, objetos, hierros, ruedas y seres del mundo. Cabe decir
que la enumeración caótica se puede interpretar como reflejo del caos interior al que la muerte
del hijo aboca al autor, ese autor en el caos, en el desorden de la ausencia del hijo. Asimismo,
pese a que el libro se iniciara, dentro de la línea del tono exabrúptico del autor (que, como ya se
ha dicho, desciende en otras ocasiones al polo contrario de la ternura), mandando a la mierda a
Bretón (A la mierda con Bretón), es indudable que, en lo que tiene de antirrealista, Umbral está
haciendo uso de una serie de recursos que asociamos con el rupturismo de la vanguardia.
Unas líneas más abajo, volvemos a toparnos, tras una de las omnipresentes metáforas, con una
enumeración caótica: Qué callada la casa, sin ti, qué madre la casa, qué útero sombrío
recordándote. […] el flash de otros veranos fija en las paredes tu brevísima biografía de osos,
playas, disfraces, mares y desayunos.
Otra característica propia del estilo del autor es la búsqueda de una adjetivación precisa, que
refleja la inexistencia de una sinonimia total y busca, además, la riqueza de la acumulación
semántica (está sentada, quieta, inmóvil, densa, pensativa; o algún trecho de puntilla blanco,
limpio, planchado, impecable; o las manos, concretas, duras, pesadas), y que, en ocasiones,
apunta al choque semántico en esa aproximación a procesos de escritura más sugerentes que
realistas: Vengo del noroeste, verde, monstruoso, musical; o otra vida más armoniosa, caliente,
verdadera y prometedora; o el pintor tiene la cabeza gris, revuelta, roja, poderosa, despeinada,
ahogada, terca.
En ese cuidado de la adjetivación, destaca el siguiente fragmento: Escribo este libro en verano
[…], quisiera […] que la vida pase por su fondo, que sea un libro practicable, no hermético, no
cerrado, no completo, sino disponible y meteorológico. Se nos hace saber, por tanto, de la propia
escritura del libro dentro del mismo libro. Además, observamos uno de esos fogonazos de
concreción temporal que ya hemos señalado que pueblan la nebulosa onírica de la reflexión
abarcadora y totalizadora del libro (totalizadora en la medida en que la reflexión alcanza cualquier
cosa —un retrete, las posaderas de una mujer, las uñas, la fiebre, los olores, la violencia, el metro,
una mecedora, el frío, la fama, los artículos, los libros, la casa, el esqueleto, las manos, el
antropoide, y un larguísimo etcétera—), y es que, ahora, estamos en verano. Por otro lado, el
autor evidencia la unión que se da entre su vida y su obra, pues nos dice que quiere que el libro
que estamos leyendo recoja, en su seno más íntimo, su vida (quisiera […] que la vida pase por su
fondo) y, asimismo, apunta Umbral a la escritura infinita como modo de vida al expresar su deseo
de que el libro en cuestión jamás esté cerrado, jamás completo (que sea un libro […] no cerrado,
no completo). La escritura infinita aparecerá de nuevo páginas más adelante: El escritor está
haciendo su largo libro, ese largo libro interminable que hacen algunos escritores. […] Cuando yo
termino un libro, empiezo otro en seguida. Estamos, pues, ante el reconocimiento de la escritura
infinita como modo de vida. Umbral incluso nos dice que necesita estar escribiendo para sentir
que tiene un propósito, esto es, la escritura se entrelaza tanto con su vida, que la necesita hasta
para sentir que esta tiene sentido.
Por otro lado, pese a la enorme variedad temática de las disquisiciones del autor, el propio
Umbral reconocerá que el eje que articula la obra es el hijo: Y el pivote del libro, el pequeño
pivote, que es el hijo […]. A continuación, se hará una nueva reflexión metaliteraria entorno a la
imposibilidad de la clasificación genérica del libro: ¿Por qué no una novela? La novela es fruta de
invierno, de habitaciones cerradas […]. El libro, mi libro, como el verano, debe tener las ventanas
abiertas […] y debe hacer mucha vida en la calle. Tampoco la anotación puntual de los diarios, esa
burocracia del sentimiento a que se someten algunos escritores […]. No. Sucesivas iluminaciones
concéntricas, ruedas de instantes, un faenar con el presente, hasta agotarlo. Así, Umbral se
desmarca de la novela (que, como autor antirrealista, rechaza, en lo que tiene de cuna del
Realismo decimonónico) y también del diario, y define su quehacer como sucesivas iluminaciones
concéntricas, iluminaciones que son reflexiones, sucesivas en su variedad y su construcción
como escritura aparentemente infinita, y concéntricas en lo que tienen de reiterativo, con los
motivos recurrentes del hijo y su muerte y del sexo y las mujeres, entre otros muchos, como, por
ejemplo, la aparición de los domingos (El niño en la luz del domingo […]. Fuimos felices, un
momento, los tres […] en la fogarada densa del domingo […], domingo helado […], por
domingos sin suerte […], el domingo de las oficinas […], lloro hasta el domingo tu ausencia
diminuta […], un domingo se vacía como un mar desahuciado […], como en los domingos
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dolientes). Asimismo, es de notar que, hacia el final del libro, el autor lo definirá en varias
ocasiones como diario íntimo, pero distanciándose de la concepción tradicional del diario como
mera recopilación de hechos circunstanciales, para acceder a una nueva definición de diario. Así
pues, cual primer explorador de las Indias Occidentales, adopta un nombre conocido (diario) y lo
aplica a esa realidad extraña (el libro que tenemos entre manos, extraño por único). En la cita que
se recoge a continuación, además, el autor incide en la idea de escritura infinita: todo lo que
escriba, ya, quisiera que tuviese la sencillez directa del diario íntimo, de este diario […]. Sólo la
escritura de un hombre que hace interminablemente su diario.
Los libros, pues, tendrán cabida en el discurso del autor, que hará referencia a aquellos
primeros libros de la madre, referencia que revela cuatro de los pilares que configuran la obra:
ejercicio de la memoria, infancia, la presencia del libro y la madre. Pero no se trata solo del libro
en abstracto, sino de su presencia física y, asimismo, de su esencialidad en la construcción de la
personalidad de Umbral, que, en atención a la ya referida integración entre vida y literatura, nos
revela que su alma está hecha de libros: Cómo escapar a los libros. Son el enladrillado de mi
alma. Para no verlos, para no sentirlos, abro un libro y leo. Con esa recurrencia de los diversos
temas que se da a través del libro, páginas después y en relación con la unión entre vida y
literatura y con el gran tema de la muerte, el autor nos dirá: Moriré sin haber pasado por el
mundo. Jamás he salido del ámbito mágico de la literatura […]. He vivido el mundo intensamente,
pero literariamente.
Sin embargo, Umbral no se detiene en la abstracción de la literatura o en la presencia física del
libro, y se adentra en sus entrañas para pensar sobre el acto mismo de la lectura, el acto de la
escritura, conceptos como el estilo, e incluso sobre la lengua misma, en relación con la cual
observará más adelante que es expresión del mundo de las ideas, en el que el adulto está
atrapado, y reconocerá —viendo a su hijo, instalado en el mundo de las cosas, aprendiendo el
alfabeto, esto es, accediendo a ese mundo de las ideas— que él ha tardado toda una vida en
volver al mundo de las cosas. Tal vez porque ha vuelto a él, Mortal y rosa se nos presenta como el
paradigma del cajón de sastre, en un vaivén entreverado que conjuga la vida y la muerte, la cosa
y la nada, el sexo (como mayor contradicción de la muerte, en lo que tiene de plenitud vital,
incluso engendradora de vida) y el hijo (como el reflejo de la misma muerte) y, en definitiva, lo que
es rosa y lo que es mortal. Así, vemos al niño en el acto feliz, inocente, vital del aprendizaje de las
letras, y, en esa mezcla entre la rosa (el hijo) y su muerte, en esa mezcla entre la contemplación
del presente de la plenitud de la vida y la plena consciencia del final trágico al que la depara la
nada de la muerte, el autor se pregunta si merece la pena que el hijo, en camino al propio final,
aprenda esas letras, y accederá al caos interior, del dolor y la alegría, del sufrimiento y la felicidad,
de la muerte de la rosa y la flor de la vida: Las letras, el alfabeto, la escala de las vocales, el niño, a
la sombra de la madre (la madre del niño como reflejo de la madre del autor-niño), pájaro ligero
por el árbol de la gramática. Salta, va, viene, se equivoca de rama, vuelve a saltar, dice la a, la e,
ríe con la i, se asusta con la u, vive. […] No sé si vale la pena arrancarte del mundo de las cosas.
No sé si vas a perdurar en el mundo de las ideas ni en ningún mundo, hijo […]. Me alegra, me
entristece, me duele, me desconcierta verte jugar con fuego, con el fuego apagado y triste de
las palabras.
Se trata de una mezcla de opuestos (vida y muerte, plenitud y nada) que pasan a constituir la
aproximación del autor a la realidad. Así, cuando una muchacha lo reconoce por la calle, él, que
en esos instantes se nos presenta sumido en el dolor y el caos, logra, sin embargo, sentir deseo
carnal hacia la chica (Te conozco, decía la muchacha […], en la mañana fría […], y yo, con mi
dolor, mi miedo, mi soledad, mi incertidumbre, me detuve ante ella, recuerdo, lleno de un deseo
pálido, súbito), y es que la presencia del sexo y las mujeres es, junto a la de la muerte y su hijo,
una constante que, pese a palidecer hacia el final del libro, comprende toda la obra, con una
fuerza arrolladora que ya observamos en las primeras páginas (con una explícita referencia a las
erecciones matutinas y sus hipotéticas destinatarias) y que solo cuando el autor se haya instalado
en la postexistencia a la que la muerte del hijo le aboca, se destilará en una atención a la madre
de su hijo, a la que, tras prácticamente obviar su figura a lo largo de toda la obra (con muy pocas
menciones), incluso dirigirá una emotiva carta que, sin embargo, en su afán por subvertir los
géneros, no tiene intención de que lea. La carta consistirá en una reflexión sobre el dolor, en este
caso el suyo, el de los dos, tras esa muerte del hijo, pero se piensa en ese dolor a lo largo de
toda la obra, y así lo vemos en el fragmento que se recoge a continuación, y en el que podemos
observar tanto pilares de Mortal y rosa, como son el niño, el color blanco, la muerte, el terror y el
dolor, que es un dolor que no padece solo su niño, sino también los otros niños, como una
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insinuación de la universalidad de ese dolor (como, de hecho, también podría considerarse una
insinuación del dolor universal la recurrencia ubicua del tema del dolor a lo largo del libro): El niño
en la prisión blanca de la clínica, en manos del dolor, manipulado, pinchado, dolorido, el niño
entre otros niños que sufren. […] El niño, mi niño […], y lo llevan en alas blancas y sucias […].
Cogido en las fauces del dolor, mirado de cerca por la muerte, al niño […] le viene la blancura
inhumana del terror.
El dolor, además, lo vive el autor en medio de la plenitud y magnificencia del mundo, como una
choque de contrarios, como un oxímoron que trasciende el mero juego de palabras y accede al
misterio de la completa comprensión del mundo, de la vida mortal pero también rosa, esto es, de
la rosa mortal que es la vida, que en su seno contiene la muerte como el mundo contiene ahora
para el autor el dolor: salgo a la calle y el presente es una hoja nueva de árbol, con sol frío, y el día
resplandece, pero el dolor arde en su centro, duele en su entraña. […] hielo alegre del domingo,
vida mortal y rosa. Se trata, tal vez, de la descripción de una naturaleza que, en cierto modo,
ignora su dolor, lo que le aboca a una soledad desgarradora que parece acompañarle todo el
libro, pues incluso el mes de abril, fuente entre infinitas fuentes para la reflexión de Umbral, lo
abandona, con la exuberancia de su naturaleza renacida (aunque siempre con el presagio de la
muerte que vendrá y entre cuyas frondas se mece ese mes de abril), en medio de su dolor: abril
ignora mi dolor, se mece entre las frondas de la muerte.
Asimismo, la gran reflexión sobre el dolor dará pie a la conexión con la ya mencionada
recreación de una rueda del tiempo, que, en este caso, se remonta a los orígenes vegetales,
marinos, cartilaginosos del dolor como sistema de interacción de las primeras formas de vida con
el mundo. Así, el dolor se nos presenta como una fuerza primigenia que suprime nuestra
humanidad en una conexión ancestral con unos orígenes ignotos, una fuerza que hace peligrar,
en cierto modo, nuestra identidad como hombres: Sufro como un hombre, a la medida del
hombre, con mis recursos y mi mecánica de hombre, pero dentro de mí, dentro de ese
sufrimiento, hay algo más sufriente, una pulpa casi submarina de sollozo, un fondo último y
retráctil de dolor al que temo descender […]. Es ya un sufrimiento como vegetal, el gemido de la
flor rota (he aquí la sempiterna rosa mortal) […], un dolor no humano, un miedo anterior al
hombre, una medusa de espanto […], el cartílago marino y vegetal, sin otra conciencia que el
dolor, donde algo pulsa infinitamente, muy por debajo de mi dolor racional, mediocre, de hombre
que sufre.
Así pues, la existencia toda se tiñe de dolor para Umbral, y este parece sentir ser tan solo una
herida, sin poder rebasar sus límites, encerrado todo su ser en ella, en un apunte tal vez a la
fluidez de la identidad que, de nuevo, es motivo recurrente a lo largo de la obra: Con dolor sordo,
moviéndome siempre dentro de los límites de la herida, repaso la vida del hijo […]. Ahora palpo
carne dolorida en mi alma y toda mi existencia transcurre dentro de una llaga. Páginas atrás, el
autor ya ha usado esta imagen, con una herida sangrante que reduce la totalidad de su yo, todo
su ser, al dolor: basta esa gota de sangre, ese quejido mudo de mi cuerpo, ese goteo rojo de la
vida, para que todo se borre y yo me reduzca a mi dolor. Es decir, cuando el dolor es, yo ya no
soy, y ante esa verdad Umbral no puede evitar preguntarse: ¿Qué soy, entonces, quién soy?
Se trata del gran problema de la identidad, que acecha incesantemente al autor, como un
enigma irresoluto, quizá sin solución alguna; es esa pregunta sobre la identidad (no solo la propia,
sino también la ajena), que va resurgiendo de vez en cuando: A qué responde la identidad de un
ser […]. Y páginas más adelante: quién eras, quién eres, a quién hablo, qué escribo […],
acumulación caótica que evidencia la angustia de la imposibilidad de acceder al tú, como
probablemente sea imposible acceder al yo, lo que a su vez conduce a la conciencia
desgarradora de ser esa búsqueda un esfuerzo fútil, sin sentido: Qué clara, qué sin sentido, qué
loca la búsqueda de los demás. ¿Y nuestra propia búsqueda? ¿Me ve él a mí como lo veo a él,
perdido, inquieto, solo? Estamos ante la manifestación de la pregunta como medio de
exploración y asedio de la realidad. Umbral también plasmará la dificultad del acceso a la
identidad del otro a través del recurso de la acumulación caótica, que aplicará para describir la
figura totémica de la madre, probablemente como expresión del caos de la identidad, o tal vez en
un intento de acceder al tú a través de la cosa: el perfil puro de mi madre, por el que cruzaban
días, soles, penas, fiebres, horas, niños, luces, miedos.
Por otro lado, en su indagación sobre el yo, Umbral reiterará en varias ocasiones que en sí hay
muchos, que en un hombre están todos los hombres, que un niño son todos los niños, que una
rosa es todas las rosas (quizá queriendo decirnos que una vida son todas las vidas): Mis
David Mato Choya
<<multitudes interiores>> hablan en mí, […] toda esa turba callejera que soy yo mismo. El yo
contiene el todos y, así, Umbral también contiene al hijo (páginas antes nos dice: estoy velando
un niño que soy yo mismo), de modo que al verse en un espejo (elemento que ya ha aparecido,
como motivo de inquisición identitaria por excelencia), pasa a ver al niño, que ya ha muerto pero
jamás lo hará en el seno, el útero, la parte más íntima y recogida de Umbral: me veo en los
espejos de los grandes almacenes (los grandes almacenes como esa presencia de lo concreto, lo
cotidiano, lo real, en medio de la nebulosa disquisitoria) y sólo hay una imagen en un espejo
porque vives en el útero que me ha nacido para ti.
Antes del fallecimiento del hijo, el autor ya reflexionaba sobre qué sería de la identidad del hijo
tras su marcha, y llega a la conclusión de que el niño pasaría a ser silla, esto es, la identidad
humana, en su fluidez, puede llegar a sufrir el trasvase a la cosa: Si él no estuviera —ay— para
sentarse en ella, si él me faltase, cómo sería esa silla. Sería él mismo, la silla. La silla sería él, sí,
[…] y amaría una silla como amo a un niño, y sólo me quedaría su silla, infinitamente suya, para
llevar y traer su ausencia. Nótese cómo en la cúspide del dolor el autor muestra una contención
que en lo que tiene de humanizadora convierte su dolor en algo más real, más palpable para el
lector, y así, dentro de esa escritura tierna y desgarrada, vemos la expresión aséptica del
lamento, como un suspiro tembloroso que apenas escapa los labios del autor ante la sombra
oscura de la muerte: ay (lamento que se repite en varias ocasiones).
Asimismo, Umbral se referirá a la modificación identitaria del tú por imposición del yo que se
da en el contexto de la fama, de la que él goza y la cual denosta (Bueno, sí, realmente eso es la
gloria, el triunfo. Una mierda. Perfecto ejemplo del Umbral exabrúptico): La gloria es un homicidio,
la fama es una violencia, la popularidad es una agresión. Imponer un yo a otro yo, entrar en él,
violentarlo, torcerlo, hacer que él se torne en mí. Así, esa imposición del yo sobre el tú será vivida
por Umbral como un crimen, como el asesinato identitario de ese tú.
Sin embargo, el autor, en su exposición constante, sin ambages, de ideas que no encajan
entre sí, apunta, en ese ciclo recursivo de la vida, a la existencia de una única identidad
totalizadora, que cubre a todo el mundo bajo el mismo manto: siempre el mismo ser reencarnado
en cuerpos sucesivos, ese desconcertante parecido de la vida consigo misma. Es decir, el hombre
siempre es el mismo, como el pan: el pan que llevo en la mano me emparenta con el pan que iba
a comprar en la infancia, porque el pan siempre es el mismo, y vuelvo a ser aquel chico que hacía
recados. Así, incluso la identidad de las cosas (en este caso el pan) se transforma en totalizadora,
única, absoluta, y esa unicidad identitaria de la cosa, del pan, es la que propulsa al autor no solo
al recuerdo de la infancia, sino a volver a ser aquel chico, es decir, actualiza su identidad presente
en una del pasado, lo que, a su vez, la convierte en identidad presente (esto es, la identidad del
yo presente en fluidez con las identidades del yo pasado). Pero no acaba ahí el alambicamiento, y
es que la infancia del autor se confunde con la infancia del hijo, y cuando este muere, siente morir
su propia infancia, y, además, nos advierte de que la infancia de cada uno muere cuando nace el
hombre: La infancia se disuelve en sí misma y desaparece. ¿Adónde han ido las infancias de
todos nosotros? […] El niño desaparece un día en el hombre ¿Qué queda de una infancia? Se
trata de la búsqueda de esa infancia perdida, esa infancia que se siente como la esencia del ser,
la basa que lo sostiene todo bajo el agua del olvido, una infancia que el padre, el autor, veía
recuperada en el hijo, como la infancia del autor había recuperado la de la propia madre, en ese
ciclo infinito: Un hijo es la propia infancia recuperada […]. Lo que no viví en mí lo vivo en él, lo que
no recuerdo de mí es él. Él es el trozo que me faltaba de mi vida. Yo soy el trozo que me faltaba de
mi madre. Además, Umbral (criado en soledad por su madre) siente convertirse en el padre que
nunca tuvo, en el padre de su propia infancia, que es la infancia de todos los niños, porque todos
los niños son el mismo niño, como todas las rosas son la rosa; una infancia que el autor,
asimismo, expresa como prácticamente el único elemento perdurable de su identidad: Se es
padre de uno mismo. Aquel niño huérfano de mi infancia, aquel niño que fui, tiene ya un padre,
que soy yo. Y ese niño muerto se me confunde con este otro niño muerto, porque son el mismo
niño, y escribiendo de uno o del otro estoy escribiendo del niño, del núcleo esencial de infancia en
que consisto, del légamo dorado y tierno que fui, que soy, que he sido, que estoy siendo, que
seré.
Finalmente, accedemos a la aniquilación, la anulación, la obliteración del yo en el todos.
Cuando el yo comprende el tú, el todos, el ancestro y el descendiente, el yo pasado, el origen
primitivo de la vida, la cosa y, en definitiva, todo, el yo deja de ser identificable y, por tanto, pasa
a ser nadie, que no es sino la personificación de la nada. Así, partiendo del consabido ritual
David Mato Choya
ancestral del corte de las uñas del hijo y en una concatenación de preguntas sobre la identidad
que parece querer reflejar la infinitud del ciclo, Umbral nos dice: Quién le hacía las uñas a aquella
niña de pueblo que fue mi madre, quién era ella cuando me las hacía a mí, y cómo es ella ahora,
ella en mí, quien se las hace al niño, mi hijo. […] Mi madre en mí hace las uñas a su hijo, que es el
mío. Como yo ya no soy yo, que soy ella, mi hijo es ya el suyo, directamente, desaparecido yo.
Encontramos aquí, pues, el reconocimiento de la identidad del yo como equiparación de la
inexistencia, de la desaparición, de la nada. Pero la deriva en la nada no se limita al yo, sino que
también se aplica al mundo, y así, recurriendo al tópico de la vita somnium y resolviendo
tajantemente la duda de Descartes acerca de la distinción entre vigilia y sueño, esto es, entre
realidad y sueño, Umbral afirma, como un segundo Segismundo encerrado en la torre oscura de
su dolor tras haber contemplado la rosa del mundo, que todo es sueño y nada existe,
apoyándose, ahora sí, en la duda, pero sobre la identidad del ser, como ya hemos visto
detalladamente: Yo no soy el que creen que soy. Ellos no son los que creen que son. Sueñan que
me admiran. Sueño que me admiran. Todo lo más, una conjunción de sueños. Nada existe.
Páginas atrás, ya hemos presenciado la negación tangencial de la realidad mediante la
afirmación de la cualidad onírica del mundo y de la vida: la vida sólo es el sueño alto y soleado de
los que vamos en el Metro, de los que imaginan un allá arriba con niños y buen tiempo. Destaca
aquí la presencia del Metro, que es la presencia de la urbe, que se nos da en múltiples ocasiones
como contexto de las reflexiones del autor. El mismo Umbral lo reconoce: Una mujer, un libro, una
ciudad. Los viejos mitos del escritor. La ciudad, como recurrencia, también será el contexto de
escenas en las que se incluye el propio autor, paseando por las calles cual flâneur descifrando
símbolos de lo real. Así, Umbral seguirá por las calles a una mujer (de nuevo, la mujer-mito),
hipnotizado por un símbolo, una esfericidad, unas posaderas: En la media tarde, solitario por la
ciudad, como otras veces, estoy viendo vivir a una esfericidad. Advertimos el curioso y revelador
paralelismo que se establece entre las estructuras de estoy viendo vivir a una esfericidad y estoy
oyendo crecer a mi hijo, oración que encontramos a lo largo del libro. Se trata de un calco
estructural que no hace sino incidir en los dos grandes temas, los dos grandes pilares de la obra,
que son el sexo y el hijo, la vida y la muerte. Rosa mortal el hijo, y una muerte del niño que aboca
a Umbral a un estado de crisis, y de ahí que sus reflexiones desemboquen en varias ocasiones a
la consideración de la nada. Establezcamos un revelador paralelismo. En el Barroco, como
periodo de crisis, se siente el horror vacui, el horror ante el vacío, y, como reacción a ese horror,
se llena el vacío con el abigarramiento, la acumulación prácticamente caótica, del mismo modo
que Umbral llena la nada, el vacío que le deja el presentimiento de la muerte de su hijo, con un
discurso aparentemente caótico, de yuxtaposiciones, coordinaciones, acumulaciones
abigarradas, no solo en el estilo, sino en la estructura misma de los fragmentos, que en sí dibujan
un cuadro de heterogeneidad temática apretada y casi claustrofóbica, pese a la recurrencia
hilvanadora de la muerte del hijo y del yo totalizador. Así, no es de extrañar que el pensamiento
del autor recaiga múltiples veces en la consideración de la nada, del vacío, pues es una expresión
más, entre muchas otras, de su estado de crisis: ¿Un vacío en mi obra, señorita? Mi obra está
hecha de vacíos. ¿Un vacío en mi vida? Vivimos en el vacío. Por tanto, el yo, que Umbral ha
llegado a considerar como la expresión de la nada, vive en la nada, suma de vacíos que tal vez
esconden un intento por parte del autor de escapar a su dolor negando el mundo y negándose a
sí mismo, y en esa negación del yo, en lo que tiene de estrecha vinculación con la literatura, niega
también su obra, que define como otro vacío: He hecho algunos libros, no muchos, demasiados
en todo caso. Y haré algunos más, quizá, atraído por el vértigo de la inutilidad, por esa
concentración de vacío que es un libro.
Pero Umbral, cómodo en su propia contradicción, nos ha dicho páginas atrás que, ante la
experiencia de la realidad como una nada, recurre a la escritura para darle existencia, como si el
acto de escribir supusiera un conjuro que da vida a lo que está muerto en la realidad del mundo.
Tal vez, el libro se nos presenta aquí como un túmulo que recoja para la eternidad la vida del hijo
que se le ha muerto en el mundo, es decir, la literatura, el libro, como lugar de la vida eterna del
niño: Y el fuego, el miedo, el insomnio, el terror, el niño, la fiebre, el miedo. Tendido en la
oscuridad, solo, veo mi vida como una historia de nubes. Nada existe, nada ha existido, y lo
escribo todo para que de alguna manera exista. Destaca, asimismo, el choque que se produce
entre el insomnio del autor y la consideración de su vida como una nube, como algo
inconsistente, casi onírico, en esa negación tangencial de la realidad. Además, encontramos la
presencia del terror ante la idea del vacío que dejará la muerte del hijo, como reflejo del horror
vacui barroco. Y es que el horror será otro de los temas recurrentes del autor, ese horror
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eternizado de la agonía del padre que ve al hijo morir, ese horror de poder vivir en el horror, con
ese sufrimiento eterno que, sin embargo, no conduce a la muerte del horrorizado, sino a una
impresión de eternidad, de no acabarse jamás el tiempo de ese horror: La fiebre y el horror. Cómo
se puede vivir en el horror. Se puede. La muerte en torno, la fiebre ondeando sus fatigadas
banderas, el miedo. Pero se puede vivir —y esto es lo atroz— en la entraña misma del horror. Y
más adelante: Se puede vivir indefinidamente en el terror. Se puede. […] El horror se prolonga
indefinidamente y nos da esta única eternidad posible. Sólo se es eterno en el horror.
Pero después de morir el niño, ni el tiempo escapa al vacío; la nada también lo alcanza: La
vida se ha quedado hueca de tiempo, el tiempo se ha quedado hueco de días. Y es que, sin el
hijo, ninguna dimensión de la rosa, de la vida, del mundo, sigue existiendo. El padre, el autor,
reconoce el mundo y, a un tiempo, lo borra, niega que exista. Se dirige al hijo en diálogo espurio y
parece cantar la rosa (la luz de este otoño, el olor salvaje de este frío), pero, finalmente, la mata
en el vacío (sin ti ni siquiera existe): Quisiera explicarte, hijo, lo que tú ya no ves, lo que ya no te
ve, quisiera explicarte la luz de este otoño, o el olor salvaje de este viento frío, todo lo que contigo
hubiera sido la estructura del presente, y que sin ti ni siquiera existe.
Umbral también nos dice: Nada me atormenta tanto como la belleza del mundo. Vamos en una
lujosa calamidad, en una primavera mortal, hacia la muerte. […] el hombre muere rodeado de
belleza […]. El hombre es sólo el testigo momentáneo de tanta belleza sin motivo. Así, podemos
observar la constatación definitiva de los dos ejes constitutivos del libro, pues esa lujosa
calamidad, esa primavera mortal, no son más que nuevas formas de referir, por enésima vez, la
rosa y su muerte. Y es que Umbral vive con horror la posibilidad de que un mundo tan pleno, tan
hermoso, pueda contener en su seno la tragedia última de la muerte, pero no una muerte
cualquiera, sino la muerte de un niño, que arrebata a toda esa belleza su sentido, y, por tanto, se
nos dice que es belleza sin motivo (aquí observamos la presencia del sinsentido, como expresión
de otro vacío más, el del significado, el del propósito, incluso el de la razón como herramienta
explicativa). Se trata de una proyección del vacío interior en el rostro del mundo, a manos de ese
Umbral instalado en su postexistencia, en el hastío, la desgana, el sinsentido, la nada: Posterior
a mí mismo […]. Mi despertar tiene algo de resurrección. […] Pero un resucitar sin júbilo, un
volver a la vida para echar una mirada vacía en torno, para comprobar que todo está en orden —
en desorden (esto es, en caos, ese caos interior proyectado en el mundo)— y que puede uno
volver a morirse tranquilamente. Aquí, partiendo de la equiparación del sueño y la muerte, nos
adentramos en el ámbito de las múltiples referencias que el autor hace al suicidio a lo largo de la
obra: ¿Y el suicidio? Hace falta mucha fe en la vida para suicidarse. El suicidio es la máxima
afirmación de la vida. Si alguna vez me suicido […]. Sólo hay suicidios apasionados. Umbral
parece aquí querer acercarse al tema trágico del suicidio a través de la ironía (como recurso de
desarticulación de lo grave, como ya se ha señalado anteriormente), en la medida en que
subvierte el pensar común, que asocia el suicidio con la máxima negación de la vida (pues es su
negación voluntaria), y afirma que es la máxima afirmación de la vida. No es sino un nuevo
ejemplo de la fusión que el autor hace entre lo vital y lo mortal. Asimismo, el suicidio alcanza no
solo al individuo, sino a la masa, la especie, que se suicida mediante la enfermedad, quizá
concretamente mediante la enfermedad de los niños, que jamás podrán ser hombres que tengan
hijos y perpetúen, así, la especie: Un niño enfermo es la visualización del suicidio incesante de la
especie. Y en relación con la idea del suicidio colectivo, Umbral, apoyándose en el elemento
circunstancial, real, de la bomba atómica, propone el suicidio de toda la especie, cuyos
miembros, redundando en el vacío del sinsentido, se han infligido tanto daño durante miles de
años. El suicidio de la humanidad toda se propone, tal vez, como solución final, como remedio
definitivo al sufrimiento, al dolor del hombre: A la gente le asusta mucho esto de la bomba
atómica. ¿Por qué? Yo creo que, después de tantos siglos de sangre, matanzas, crueldad y
obstinación, lo más digno que puede hacer la humanidad es suicidarse colectivamente,
globalmente, y terminar de una vez.
El autor también se refiere al suicidio en la ya mencionada carta que escribe a la madre de su
hijo. Es un suicidio que, al no consumarse, supone, de todas formas, el suicidio en vida de la
postexistencia, dominada por el sentimiento de la nada, de la muerte, del vacío: No nos hemos
matado, y justamente por eso estamos muertos, asistimos a nuestra ausencia, pasamos una y
otra vez por el hueco incoloro de la nada. […] Nadie tan solo como yo. Ninguna tan nadie como
tú. ¿Y ahora? Nos hemos quedado aquí para asistir a una posterioridad de cielo y verano que
nadie habita (ellos, que habitan la rosa, ya no son nadie, y en esa posterioridad, en esa
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postexistencia, asisten, instalados en el hastío, al cielo, al verano, al mundo, tal vez negándolo
metonímicamente a través de la autonegación identitaria), viendo pasar la estela de la muerte […].
De muerte en muerte, de nadie en nadie —qué somos ahora (no ser nadie supone el
resurgimiento del problema de la identidad, cuya imposible resolución se acecha, no obstante,
mediante la pregunta)— te escribo cartas vacías para hablarte de todo lo que hemos perdido (el
vacío, la nada que deja la pérdida del hijo) […].
Ea, mi niño, ea. Duérmete, niño, ea. Eaminiñoea. Umbral se recuerda arrullando a su hijo hacia el
sueño, que es ensayo diario de la muerte, y así, metafóricamente, Umbral está arrullando,
calmando a su hijo hacia el descanso último de la muerte. Pero también se está arrullando a sí
mismo, pues él es el hijo, y se arrulla, se mima, se calma a sí mismo en ese camino de la muerte.
En una lectura alegórica, tal vez Umbral arrulla su propio dolor, para aquietarlo, o quizá arrulla el
dolor de todos los hombres, que han de morir. Ea, mi niño, ea. Duérmete, niño, ea. Eaminiñoea.