!acabad Ya Con Esta Crisis! - Paul Krugman PDF
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Paul Krugman
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Título original: End This Depression Now!
Paul Krugman, 2012.
Traducción: Cecilia Belza y Gonzalo García
Ilustraciones: Jaime Fernández
Diseño/retoque portada: Jaime Fernández
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A los que están en paro, que merecen algo mejor
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Y ahora, ¿qué hacemos?
El presente libro versa sobre la depresión económica que aflige ahora a Estados
Unidos y muchos otros países; una depresión que acaba de entrar en su quinto año y
que no muestra ningún signo de terminar en breve. Ciertamente, se han publicado ya
muchos libros sobre la crisis financiera de 2008, que señaló el inicio de esta
depresión, y sin duda se están preparando muchos otros. Pero este libro, según creo,
es distinto de la gran mayoría porque intenta dar respuesta a una pregunta distinta. En
su mayoría, la floreciente bibliografía sobre nuestro desastre económico inquiere:
«¿Cómo ha pasado esto?». Yo, en cambio, me pregunto: «Y ahora, ¿qué hacemos?».
Obviamente, son preguntas con cierta relación; pero en ningún caso son la misma.
Saber qué causa un ataque de corazón no nos aclara qué tratamiento darle cuando
ocurre; lo mismo cabe afirmar de las crisis económicas. Y ahora mismo, la cuestión
del tratamiento debería ser la que más nos preocupara. Cada vez que leo artículos,
académicos o de opinión, que analizan lo que deberíamos hacer para prevenir futuras
crisis financieras —y son muchos los artículos de esa clase que leo—, me despiertan
cierta impaciencia. Sí, de acuerdo, la cuestión merece atención; pero como aún
tenemos que recuperarnos de la última crisis, ¿no deberíamos tener como prioridad
clara la recuperación de la crisis actual?
Pues aún vivimos, en buena medida, eclipsados por la catástrofe económica que
golpeó tanto a Europa como a Estados Unidos hace cuatro años. El producto interior
bruto (PIB), que normalmente crece unos dos puntos porcentuales al año, apenas
supera el máximo previo a la crisis incluso en países que han vivido una recuperación
relativamente fuerte; y en varios países europeos se ha reducido en cifras de dos
dígitos. Entretanto, el desempleo, en los dos lados del Atlántico, sigue remontándose
a niveles que antes de la crisis nos habrían parecido inconcebibles.
La mejor forma de pensar sobre esta crisis continuada, a mi modo de ver, es
aceptar el hecho de que estamos viviendo una verdadera depresión. No la Gran
Depresión, de acuerdo; o no para la mayoría de nosotros, pues la respuesta es muy
distinta si se les pregunta a los griegos, los irlandeses o incluso los españoles, con un
desempleo del 23 por 100 (y de casi el 50 por 100 entre los jóvenes). Y, como fuere,
esencialmente se trata de la misma clase de situación que John Maynard Keynes
describió en la década de 1930: «un estado crónico de actividad inferior a la normal
durante un período de tiempo considerable, sin tendencia marcada ni hacia la
recuperación ni hacia el hundimiento completo».
Y esta no es una ninguna situación satisfactoria. Hay algunos economistas y
algunos importantes gestores políticos que parecen satisfechos con evitar el
«hundimiento completo»; pero la realidad es que el presente «estado crónico de
actividad inferior a la normal», que se refleja sobre todo en la falta de puestos de
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trabajo, está causando una acumulación de graves penalidades a muchas personas.
Así pues, es de veras esencial que adoptemos medidas que favorezcan una
recuperación real y completa. Y aquí viene la clave: sabemos cómo hacerlo; al
menos, deberíamos saberlo. Estamos sufriendo penalidades que —pese a todas las
diferencias de detalle que se deben a los 75 años de cambio social, tecnológico y
económico— son claramente similares a las de los años treinta. Y sabemos qué
deberían haber hecho entonces los gestores políticos: tanto por los análisis
contemporáneos de Keynes y otros economistas, como por el gran número de
estudios posteriores. Estos mismos análisis nos indican qué deberíamos hacer para
solventar las dificultades que experimentamos hoy.
Por desgracia, no estamos usando el conocimiento que tenemos porque, por una
serie diversa de razones, demasiadas personas de entre las que más pesan —políticos,
funcionarios públicos de primer orden y la clase más general de autores y
comentaristas que definen el saber convencional— han elegido olvidar las lecciones
de la historia y las conclusiones de varias generaciones de grandes analistas
económicos; y en lugar de este conocimiento, obtenido con tanto empeño, han optado
por prejuicios ideológica y políticamente convenientes. Sobre todo, el saber
convencional de aquellos que algunos de nosotros hemos pasado a denominar, con
sarcasmo, la «gente muy seria», ha hecho caso omiso por completo de la máxima
esencial de Keynes: «el auge, y no la depresión, es la hora de la austeridad». Es hora
de que el gobierno gaste más, y no menos, hasta que el sector privado esté preparado
de nuevo para impulsar la economía. Sin embargo, lo habitual ha sido instaurar
políticas de austeridad y de destrucción de empleo.
Este libro, pues, intenta romper con el predominio de este saber convencional tan
destructivo y defiende la necesidad de adoptar políticas expansivas y de creación de
empleo. Para esta defensa tendré que presentar pruebas, por lo que el libro contiene
algunos cuadros y figuras. Pero confío en que esto no lo haga parecer un texto
técnico; en que siga siendo accesible a cualquier lector inteligente, sin conocimientos
especiales de economía. Pues lo que intento hacer aquí, de hecho, es saltar por
encima de esa «gente seria» que, por la razón que sea, nos ha metido a todos en el
camino equivocado, a costa de enormes sufrimientos para nuestras economías y
nuestras sociedades; y apelo en cambio a una opinión pública informada, que nos
lleve a hacer lo correcto.
Tal vez —solo tal vez— nuestra economía esté por fin en el trayecto rápido a una
verdadera recuperación cuando este libro llegue a las estanterías, con lo que mi
llamamiento no será necesario. Así lo deseo, con todas mis fuerzas; pero dudo mucho
de que sea así. El hecho es que todos los indicios apuntan a que nuestra economía
seguirá estando débil durante mucho tiempo, mientras los gestores de nuestras
políticas no cambien el rumbo. A lo que aspiro con estas páginas es a ejercer presión,
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a través de una opinión pública informada, para que ese rumbo cambie de una vez y
acabemos ya con esta crisis.
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¿Cuán mal están las cosas?
-Creo que, ahora que empiezan a emerger esos brotes
verdes en distintos mercados y que ha empezado a
restaurarse la confianza, esto iniciará la dinámica positiva
que recuperará nuestra economía.
-¿Ve usted brotes verdes?
-Si que los veo, veo brotes verdes.
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Pero la mejora ha avanzado a paso de caracol; varios años después de que Bernanke
hablara de ella, seguimos esperando a que la «dinámica positiva» haga su aparición.
Y esto era en Estados Unidos, que, al menos desde el punto de vista técnico, vivía
una recuperación. Otros países ni siquiera lograron esto. En Irlanda, en Grecia, en
España, en Italia, los problemas con la deuda y los programas de «austeridad» que
supuestamente debían restaurar la confianza no solo abortaron cualquier clase de
recuperación, sino que produjeron nuevas depresiones y multiplicaron el paro.
Y las penalidades no cesaron. Escribo estas palabras casi tres años después de que
Bernanke creyera ver aquellos brotes verdes, tres años y medio después de la caída de
Lehman, más de cuatro años después del inicio de la Gran Recesión. Y los
ciudadanos de las naciones más avanzadas del mundo, de naciones con abundancia de
recursos, talento y saber —todos los ingredientes de la prosperidad y un nivel de vida
decente para todos— siguen viviendo en un estado de intenso padecer.
En el resto del presente capítulo intentaré documentar algunas de las dimensiones
principales de este padecimiento. Me centraré principalmente en Estados Unidos, que
es tanto el lugar donde vivo como el país que conozco mejor, y más adelantado el
libro desarrollaré un análisis amplio del padecimiento internacional. Y empezaré con
la cuestión más importante, y el tema en el que hemos actuado peor: el desempleo.
LA SEQUÍA DE EMPLEOS
Los economistas, según el viejo dicho, saben el precio de todo y el valor de nada.
Y, en fin, hay mucho de cierto en esa acusación: como los economistas estudian
principalmente la circulación de dinero y la producción y el consumo de cosas,
tienden a dar por sentado, con un sesgo inherente, que lo que importa son el dinero y
las cosas. Sin embargo, hay un campo de investigación económica que se centra en
cómo las medidas de bienestar indicadas por uno mismo, tales como la felicidad o la
«satisfacción vital», se relacionan con otros aspectos de la vida. Sí, es lo que se
conoce como «estudio de la felicidad»; Ben Bernanke incluso dio una conferencia
sobre ello, en 2010, titulada «La economía de la felicidad». Y esta investigación nos
dice algo muy importante al respecto del lío en el que estamos.
En efecto, el estudio de la felicidad nos dice que el dinero carece de tamaña
importancia una vez que uno ha llegado a poderse costear las necesidades de la vida.
Los beneficios de ser más rico no son iguales a cero, en un sentido literal: los
ciudadanos de los países ricos, de media, se hallan algo más satisfechos con sus vidas
que los ciudadanos de las naciones menos acomodadas. Además, ser más rico o más
pobre que las personas con las que te comparas es una cuestión de gran relevancia, y
la razón por la cual la extrema desigualdad puede tener un efecto muy corrosivo en la
sociedad. Pero, a fin de cuentas, el dinero es menos importante de lo que los
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materialistas crudos —y muchos economistas— quisieran creer.
Ello no supone decir, sin embargo, que los asuntos económicos carezcan de
importancia en la verdadera escala de las cosas. En efecto, hay un aspecto impulsado
por la economía que resulta enormemente relevante para el bienestar humano: tener
trabajo. Las personas que desean trabajar pero no encuentran un puesto sufren
sobremanera, no solo por la pérdida de ingresos, sino también por la pérdida de
confianza en la propia valía. Esta es una de las razones más graves de que el
desempleo masivo —que se está produciendo en Estados Unidos desde hace cuatro
años— sea una auténtica tragedia.
¿Cuán grave es el problema del desempleo? Veámoslo con atención.
Por descontado, lo que nos interesa es el paro involuntario. La gente que no
trabaja porque ha elegido no trabajar o, al menos, no hacerlo en la economía de
mercado —jubilados que están contentos de su jubilación, o aquellas mujeres u
hombres que han decidido ocuparse de su casa a tiempo completo—, esta no cuenta.
Tampoco los discapacitados; su incapacidad laboral es lamentable, pero no obedece a
las cuestiones económicas.
Bien, siempre ha habido personas que afirman que el desempleo involuntario,
como tal, no existe; pues todo el mundo puede hallar trabajo si realmente aspira a
trabajar y no se excede en sus exigencias de salario o condiciones laborales.
Recuerden por ejemplo a Sharron Angle, candidata republicana al Senado, que
declaró en 2010 que los desempleados eran unos «mimados» que preferían vivir de
las rentas del paro, antes que ocupar un puesto de trabajo. O a la gente de la Comisión
de Comercio de Chicago, que, en octubre de 2011, se rio de manifestantes contrarios
a la desigualdad arrojándoles una lluvia de formularios de solicitud de empleo para
McDonald’s. También hay economistas como Casey Mulligan, de la Universidad de
Chicago, quien ha escrito para el web del New York Times múltiples artículos en los
que insiste en que la pronunciada caída del empleo tras la crisis financiera de 2008 no
se debía a que faltaran ocasiones laborales, sino a que había menguado la voluntad de
trabajar.
La respuesta clásica a este tipo de personas procede de un pasaje que hallamos al
poco de empezar la novela El tesoro de Sierra Madre (más conocida por la
adaptación cinematográfica de 1948, protagonizada por Humphrey Bogart y Walter
Huston):
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amor fraternal, y también para demostrar qué poco conoce este
mundo.
Poco hay que objetar. Y en cuanto a las solicitudes para McDonald’s, en abril de
2011, en efecto, McDonald’s anunció la contratación de 50.000 nuevos trabajadores.
Recibió aproximadamente un millón de solicitudes.
Todo el que tiene un mínimo de familiaridad con el mundo, en suma, sabe que el
paro, como desempleo involuntario, es algo muy real. Y, en la actualidad, un tema
urgente.
¿Cómo de grave es el problema del desempleo involuntario y hasta qué punto ha
empeorado?
Las cifras del desempleo en Estados Unidos, según suelen citarse en las noticias,
se basan en una encuesta en la que se pregunta a personas adultas si o bien trabajan o
bien están buscando trabajo activamente. A los que buscan empleo pero carecen de él
se los considera en paro. En diciembre de 2011, los desempleados estadounidenses
ascendían a más de 13 millones, frente a los 6,8 millones de 2007.
Si uno piensa sobre esta definición estándar de desempleo, sin embargo, verá que
omite mucha aflicción. ¿Dónde están las personas que desean trabajar pero no buscan
empleo de forma activa (porque, o bien no hay puestos a los que aspirar, o bien se
han desanimado después de mucho buscar en vano)? ¿Dónde los que quieren un
trabajo a tiempo completo, pero solo han podido encontrarlo de media jornada? Bien,
la Agencia Estadounidense de Estadística Laboral intenta incluir a estos infortunados
en una medida más amplia del desempleo, conocida como U6; de acuerdo con estos
cálculos más numerosos, en Estados Unidos hay cerca de 24 millones de
desempleados: cerca de un 15 por 100 de la fuerza de trabajo y aproximadamente el
doble de la cifra anterior al inicio de la crisis.
Sin embargo, incluso este indicador es incapaz de abarcar el dolor en toda su
extensión. En el moderno Estados Unidos, la mayoría de familias incluyen a dos
cónyuges trabajadores; tales familias sufren, tanto financiera como psicológicamente,
si uno de los dos cónyuges está desempleado. También hay trabajadores que solían
llegar a fin de mes gracias a un segundo empleo, y ahora deben conformarse con solo
uno; o que contaban con la paga por unas horas extras que han dejado de realizar.
Hay empresarios independientes que han visto menguar mucho sus ingresos. Hay
trabajadores especializados que, acostumbrados a desarrollarse en buenos puestos de
trabajo, se han visto obligados a aceptar empleos que no usan nada de su saber
específico. Y tantos otros ejemplos.
No hay cálculo oficial del número de estadounidenses atrapados en esta clase de
penumbra del desempleo formal. Pero según una encuesta de junio de 2011, realizada
entre probables votantes —un sector al que cabe suponer en mejor forma que la
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población en su conjunto—, el grupo de sondeos Democracy Corps halló que un
tercio de los estadounidenses había padecido alguna pérdida de trabajo, bien por sí
mismos o bien por otro miembro de la familia; y que otro tercio conocía a alguien
que había perdido un empleo. Y casi el 40 por 100 de las familias habían sufrido
reducciones de horas, salarios o complementos.
Las penalidades, pues, están muy generalizadas. Pero tampoco esto es toda la
historia, aún no: para millones de personas, el daño causado por los problemas
económicos fluye a gran profundidad.
VIDAS ARRUINADAS
Siempre hay cierto desempleo en una economía dinámica y compleja como la del
moderno Estados Unidos. Cada día se hunden algunos negocios, con los empleos que
ello comporta, al tiempo que otros crecen y necesitan a más trabajadores; hay
trabajadores que abandonan su puesto o son despedidos por razones idiosincrásicas y
sus antiguos empleadores les buscan reemplazo. En 2007, cuando el mercado laboral
funcionaba bastante bien, hubo más de 20 millones de ceses o despidos, a la par que
un número aún superior de contratos.
Toda esta agitación supone que siempre existe cierto desempleo, incluso en las
buenas épocas, porque a menudo se requiere un tiempo para que los candidatos a
trabajar encuentren o acepten los nuevos puestos. Como se ha visto, en el otoño de
2007, a pesar de que la economía era notoriamente próspera, había casi 7 millones de
desempleados. Hubo millones de parados incluso en el punto culminante de la gran
prosperidad de los años noventa, cuando se hizo popular el chiste de que para
encontrar trabajo bastaba con pasar el «examen del espejo»: que tu aliento empañara
un espejo, esto es, que no estuvieras muerto.
Pero en las épocas de prosperidad, el desempleo es, en su mayoría, una
experiencia breve. En los buenos tiempos existe un equivalente aproximado entre el
número de personas que buscan trabajo y el número de nuevas ofertas y, de resultas
de ello, la mayor parte de los desempleados hallan un empleo con relativa rapidez. De
estos 7 millones de estadounidenses desempleados antes de la crisis, menos de uno de
cada cinco pasó más de seis meses sin trabajo; menos de uno de cada diez pasó más
de un año sin trabajo.
Esta situación ha cambiado completamente desde la crisis. Ahora, por cada nuevo
puesto de trabajo, hay cuatro personas que buscan empleo, lo cual significa que a los
trabajadores que pierden su empleo les resulta muy difícil encontrar otro. Seis
millones de estadounidenses —casi cinco veces las cifras de 2007— llevan por lo
menos seis meses sin trabajo; cuatro millones han estado desempleados durante más
de un año, frente a los solo 700.000 de antes de la crisis.
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Esto es algo casi totalmente nuevo en la experiencia de Estados Unidos; digo
«casi totalmente» porque el desempleo de larga duración fue obviamente habitual
durante la Gran Depresión. Pero no se había visto nada parecido desde entonces.
Desde los años treinta del siglo pasado no ha habido tantos estadounidenses que
parecían atrapados en un estado de desempleo permanente.
El desempleo de larga duración resulta de lo más desmoralizador para cualquier
trabajador, de donde sea. Pero en Estados Unidos, donde la red de seguridad social es
más débil que en ningún otro país avanzado, puede convertirse fácilmente en una
pesadilla. Perder el trabajo supone a menudo perder también el seguro de salud. Las
prestaciones por desempleo, que habitualmente empiezan por cubrir solo una tercera
parte de los ingresos perdidos, se terminan; a lo largo de 2010-2011 se produjo una
ligera caída en la tasa de desempleo oficial, pero el número de estadounidenses que
carecía de trabajo y no recibía ninguna prestación se duplicó. Y cuando el desempleo
se arrastra, las finanzas familiares se derrumban: el ahorro familiar se agota, no se
pueden pagar las facturas, la casa se pierde.
Esto tampoco es todo. Las causas del desempleo de larga duración, claramente,
tienen que ver con sucesos macroeconómicos y errores de gestión política que se
hallan fuera del control de los desempleados, pero aun así, esto no impide que las
víctimas carguen con un estigma. Pasar mucho tiempo en el paro, ¿en verdad hace
que uno pierda pericia laboral, que sea un mal candidato a un puesto de trabajo? El
hecho de que uno haya podido ser uno de esos desempleados de larga duración ¿en
verdad indica que uno es de la clase de los perdedores} Tal vez no sea así en realidad;
pero muchos empleadores creen en efecto que así es y, para el candidato al empleo,
esto puede ser definitivo. Pierda un trabajo en esta economía y le resultará muy difícil
encontrar otro; pase desempleado un tiempo largo y le considerarán persona
inempleable.
A todo esto, añádase el perjuicio causado a la vida interior de esos
estadounidenses. El lector sabrá qué quiero decir, si conoce a alguien que lleve
tiempo atrapado en el desempleo; incluso aunque esta persona haya logrado esquivar
por ahora la angustia financiera, el golpe a la dignidad y el respeto propio puede
resultar devastador. Y la cuestión es aún peor, claro, si se le suma la angustia
económica. Cuando Ben Bernanke hablaba del «estudio de la felicidad», hacía
hincapié en la constatación de que la felicidad depende, en buena medida, de la
sensación de tener la propia vida bajo control. Ahora piense el lector qué le ocurre a
esta sensación de control cuando uno ansia trabajar pero los meses pasan sin hallar
empleo; cuando la vida que has ido construyendo se está derrumbando porque se
termina el dinero. No es de extrañar que, según sugieren numerosos estudios, el paro
de larga duración produzca ansiedad y depresión psicológica.
Además están las penalidades de los que aún no tienen puesto de trabajo porque
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están ingresando por vez primera en el mundo laboral. Sin duda, estos son tiempos
terribles para los jóvenes.
El desempleo entre los jóvenes, al igual que ocurrió en prácticamente todos los
demás grupos demográficos, vino a duplicarse como consecuencia inmediata de la
crisis y luego se fue reduciendo muy ligeramente. Pero como los trabajadores jóvenes
tienen una tasa de paro mucho más elevada que sus mayores, incluso en los buenos
tiempos, esto supuso un ascenso del desempleo mucho más considerable, en relación
con la fuerza de trabajo.
Por otro lado, los jóvenes que uno quizá habría supuesto que estaban mejor
situados para capear la crisis —los recién licenciados en la universidad, de quien cabe
esperar que estén más preparados que los demás, en saber y capacidades, para
responder a las exigencias de una economía moderna— no se libraron en absoluto del
problema. Uno de cada cuatro licenciados recientes, aproximadamente, se halla ora
desempleado, ora en un empleo a tiempo parcial. También se ha producido un
descenso notable en los salarios entre aquellos que sí cuentan con trabajos de jornada
completa; probablemente, porque muchos de ellos se vieron forzados a aceptar
empleos mal pagados, que no requerían de su formación.
Una cosa más: también se ha incrementado claramente el número de
estadounidenses de edades comprendidas entre los 24 y los 34 años que siguen
viviendo con sus padres. Esto no se explica por ninguna explosión repentina de
devoción filial: representa una reducción radical en las oportunidades de dejar el
nido.
Para los jóvenes, se trata de una situación de lo más frustrante. Se espera de ellos
que vayan resolviendo su vida y, en cambio, se hallan dando vueltas como un avión
demorado a la espera de la autorización de aterrizaje. Muchos, como es lógico, se
inquietan por su futuro. ¿Cuán larga será la sombra que arrojarán sus problemas
actuales? ¿Cuándo pueden confiar en recuperarse por completo de la mala suerte de
haberse licenciado en tiempos de una economía que sufre de problemas graves?
Esencialmente, nunca. Lisa Kahn, economista de la Escuela de Dirección de Yale,
ha comparado las carreras de los licenciados universitarios que se graduaron en
tiempos de paro elevado con las de quienes lo hicieron en épocas de bonanza
económica; y los licenciados a los que les tocaron los malos tiempos desarrollaron
carreras significativamente peores, no solo en los pocos años posteriores a su
graduación, sino durante toda su vida laboral. Y estas épocas pasadas de paro alto
fueron relativamente breves, comparadas con la que estamos experimentando hoy, lo
que sugiere que el daño que, a largo plazo, sufrirán las vidas de los jóvenes
estadounidenses será, en esta ocasión, mucho mayor.
DÓLARES Y CÉNTIMOS
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¿Dinero? ¿Alguien ha mencionado el dinero? Hasta ahora, yo no; al menos, no
directamente. Y ha sido deliberado. El desastre que estamos pasando es, en buena
parte, una historia de mercados y dinero —un cuento en el que obtener y gastar se
han torcido—, pero lo que lo convierte en un desastre es su dimensión humana, no el
dinero perdido.
Dicho esto, hablamos de un montón de dinero perdido.
El indicador más habitual, a la hora de medir el rendimiento económico general,
es el producto interior bruto real (PIB real, abreviado). Es el valor total de los bienes
y servicios producidos en una economía, con el ajuste de la inflación; a grandes
rasgos, es la suma de las cosas (incluidos los servicios, por descontado) que la
economía realiza en un período de tiempo dado. Como los ingresos proceden de
vender, también se trata del importe total de los ingresos obtenidos, lo que determina
la magnitud del pastel que se va a repartir entre salarios, beneficios e impuestos.
En un año promedio, antes de la crisis, el PIB real de Estados Unidos crecía entre
el 2 y el 2,5 por 100 anual. Ello se debía a que la capacidad productiva de la
economía estaba creciendo con el paso del tiempo: cada año había más personas con
voluntad de trabajar, más máquinas y estructuras para uso de estos trabajadores, y
más tecnología compleja puesta a su disposición. Había retrocesos ocasionales —
recesiones— en los que la economía se encogía, brevemente, en lugar de crecer. En el
próximo capítulo hablaré de cómo y por qué puede ocurrir esto. Pero estos retrocesos
solían ser breves y reducidos y a continuación se producían estallidos de crecimiento
en los que la economía recuperaba el terreno perdido.
Hasta la crisis reciente, la peor experiencia de retroceso de la economía
estadounidense, desde la Gran Depresión, fue el «doble descenso» de 1979 a 1982:
dos recesiones en estrecha sucesión que se analizan mejor como una única crisis con
una breve recuperación central. En lo más profundo de esa crisis, a finales de 1982, el
PIB real estaba 2 puntos porcentuales por debajo de su cúspide anterior. Pero la
economía pasó a dar un fuerte salto adelante y, durante los dos años siguientes
—«amanecer en América»—, se creció al 7 por 100, antes de reanudar el ritmo de
crecimiento acostumbrado.
La Gran Recesión —la crisis que se extiende de finales de 2007 a mediados de
2009, cuando la economía se estabilizó— fue más pronunciada y aguda: a lo largo de
esos 18 meses, el PIB real cayó el 5 por 100. Como dato aún más importante, sin
embargo, está el hecho de que no ha habido el fuerte salto adelante que contrarrestara
la caída. Desde el fin oficial de la recesión, el crecimiento, por el contrario, ha sido
inferior a lo normal. El resultado es una economía que produce mucho menos de lo
que debería.
La Oficina Presupuestaria del Congreso (CBO) publica un cálculo, de uso
habitual, sobre el PIB real «potencial», definido como medida de la «producción
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sostenible, en la que la intensidad de uso de los recursos ni añade ni resta a la presión
inflacionaria». Concíbase como lo que ocurriría si el motor económico estuviera
funcionando con todos los cilindros, pero sin sobrecalentamiento; es un cálculo de lo
que podríamos, y deberíamos, estar consiguiendo. Es muy próximo a lo que se
obtiene cuando se parte del punto alcanzado por la economía estadounidense en 2007
y se proyecta lo que estaría produciendo ahora si el crecimiento hubiera continuado
desarrollándose a su ritmo de largo plazo.
Algunos economistas consideran que esta clase de cálculos inducen a confusión,
pues nuestra capacidad productiva ha recibido un golpe muy importante; en el
capítulo 2 explicaré por qué no estoy de acuerdo con esta idea. Por ahora, sin
embargo, tomemos sin más el cálculo de la CBO. Lo que nos dice, en el momento en
que escribo estas palabras, es que la economía estadounidense está funcionando
aproximadamente un 7 por 100 por debajo de su potencial. O, por decirlo con
palabras algo distintas, actualmente producimos un valor cerca de un billón de
dólares inferior a lo que podríamos y deberíamos estar produciendo.
Se trata de una cifra anual. Si se suma el valor perdido desde que empezó la
crisis, estamos cerca de los tres billones. Y, dada la debilidad sostenida de la
economía, es obvio que esta cifra aún crecerá mucho más. En el punto en el que
estamos, podríamos considerarnos muy afortunados si terminamos con una pérdida
de producción acumulada de «solo» 5 billones (de dólares estadounidenses).
No se trata de pérdidas sobre el papel, como la riqueza perdida cuando estallaron
la burbuja punto.com o la inmobiliaria; esta riqueza, para empezar, nunca fue real.
No, aquí hablamos de productos con valor, que podrían y deberían haber sido
manufacturados pero no lo fueron; se trata de salarios y beneficios que podrían y
deberían haberse ingresado, pero no llegaron a materializarse. Eso son los 5 billones,
o los 7 billones, o quizá incluso más, que nunca podremos recuperar. La economía
terminará recuperándose, o así lo espera uno, claro; pero esto supondrá, en el mejor
de los casos, retomar la antigua tendencia, no compensar todos los años que pasó por
debajo de esa tendencia.
Digo «en el mejor de los casos» con toda intención, porque hay buenas razones
para creer que la prolongada debilidad de la economía pasará factura en su potencial
a largo plazo.
PERDER EL FUTURO
Entre todas las excusas que se oyen a favor de no hacer nada para concluir esta
depresión, hay una muletilla que repiten constantemente los defensores de la
inacción: lo que se debe hacer, nos dicen, es centrarnos en el largo plazo, no en el
corto plazo.
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Esto es erróneo en múltiples sentidos, como veremos más adelante en este libro.
Entre otras cosas, implica una abdicación intelectual, por la negativa a aceptar la
responsabilidad de comprender la depresión actual; es tentador y fácil sacudirse todo
lo negativo y apelar con displicencia al largo plazo, pero eso supone buscar la salida
perezosa y cobarde. John Maynard Keynes estaba diciendo exactamente esto cuando
escribió uno de sus pasajes más famosos: «Este largo plazo es una guía errónea para
comprender el presente. A largo plazo estaremos todos muertos. Los economistas se
plantean una tarea demasiado fácil e inútil si, en las épocas tempestuosas, lo único
que pueden decirnos es que cuando la tormenta pase las aguas se habrán calmado de
nuevo».
Centrarse solo en el largo plazo supone hacer caso omiso del vasto sufrimiento
que la depresión actual está causando; de las vidas que está arruinando,
irreparablemente, mientras el lector pasa la vista sobre estas letras. Pero esto no es
todo. Nuestros problemas de corto plazo —si es que en verdad se puede considerar
«de corto plazo» una crisis que cumple su quinto año— están dañando nuestras
perspectivas a largo plazo, por múltiples canales.
Ya he mencionado unos pocos canales de esa índole. Uno es el efecto corrosivo
del desempleo de larga duración: si los trabajadores que han estado sin empleo
durante períodos de tiempo extensos pasan a considerarse como no aptos para el
mundo laboral, ello provoca una reducción de largo plazo en la fuerza de trabajo
efectiva de la economía y, por lo tanto, de su capacidad productiva. Las penalidades
de los licenciados universitarios que se ven obligados a aceptar trabajos que no usan
su especialización es en parte similar: con el paso del tiempo, pueden verse
degradados —al menos, ante los potenciales empleadores— a la condición de
trabajadores no especializados, lo que supone que su formación se desaprovecha.
Otro modo en el que la crisis socava nuestro futuro es a través de la baja inversión
en las empresas. Las empresas no están invirtiendo mucho en expandir su capacidad;
de hecho, la capacidad productiva se ha reducido en torno al 5 por 100 desde el inicio
de la Gran Recesión, pues las compañías han desechado viejos medios de producción
sin instalar a cambio otros nuevos. Corre mucha mitología sobre la baja inversión de
las empresas —¡Es una falsedad! ¡Es el miedo a ese socialista de la Casa Blanca!—,
pero en realidad no hay ningún misterio: la inversión es baja porque las empresas no
están vendiendo bastante como para usar toda la capacidad que ya poseen.
El problema es que, si la economía finalmente se recupera, y cuando lo haga,
topará contra límites de capacidad y cuellos de botella productivos mucho antes de lo
que habría ocurrido si la crisis persistente no hubiera dado a los negocios toda clase
de razones para dejar de invertir en el futuro.
Por último, y no menos importante, la (negativa) manera en que se ha manejado
esta crisis económica ha supuesto que los programas públicos orientados al futuro
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estén siendo atacados con fiereza.
Educar a los jóvenes es crucial para el siglo xxi; o eso dicen todos los políticos y
expertos. Pero la depresión sostenida, al crear una crisis fiscal entre los gobiernos
locales y estatales, ha provocado el despido de unos 300.000 maestros. La misma
crisis fiscal ha causado que los gobiernos locales y estatales pospongan o cancelen
inversiones en infraestructuras de agua y transporte, como el segundo túnel
ferroviario bajo el río Hudson —pese a que se necesita con urgencia—, los proyectos
de tren de alta velocidad de Wis-consin, Ohio y Florida, los proyectos de tren ligero
cancelados en numerosas ciudades y tantos otros ejemplos. Con los ajustes por la
inflación, la inversión pública ha caído intensamente desde que empezó la depresión.
De nuevo, ello supone que si la economía se recobra al fin, y cuando lo haga,
toparemos demasiado pronto con cuellos de botella y escasez.
¿Cuánto deberían preocuparnos estos sacrificios del futuro? El Fondo Monetario
Internacional ha estudiado las consecuencias de crisis financieras anteriores en varios
países, y los resultados son profundamente inquietantes: esas crisis no solo causan
graves daños a corto plazo, sino que parecen exigir asimismo un enorme peaje a largo
plazo, pues el crecimiento y el empleo se desplazan, de forma más o menos
permanente, a un nivel inferior. Y aquí está el quid.-, los datos sugieren que una
acción eficaz, en lo que respecta a limitar la profundidad y duración de la recesión
posterior a una crisis financiera, reduce también estos daños a largo plazo; lo que
supone, a la inversa, que no adoptar esas medidas necesarias —omisión que nosotros
estamos cometiendo en la actualidad— también supone aceptar un futuro más
limitado y amargo.
PENALIDADES EN EL EXTRANJERO
Hasta este punto, he estado hablando de Estados Unidos por dos razones obvias;
es mi país —por lo que su dolor me afecta especialmente— y es también el país que
conozco mejor. Pero sus penalidades no son, de ningún modo, un caso único.
Europa, en particular, presenta un panorama igualmente desolador. Además,
Europa ha sufrido un revés, en cuanto al desempleo, que sin llegar a ser tan negativo
como en Estados Unidos sí ha resultado igualmente terrible; de hecho, en lo que
respecta al PIB, los números de Europa son peores. Pero la experiencia europea es
extremadamente irregular, según cada una de las naciones. Alemania se ha librado
relativamente bien (hasta ahora; pero habrá que ver qué ocurre en el futuro
inmediato); la periferia europea, en cambio, ha vivido un desastre absoluto. En
particular, si esta es una época terrible para ser joven en Estados Unidos, con una tasa
de desempleo del 17 por 100 entre las personas de menos de 25 años, es una pesadilla
en Italia (donde la tasa de paro juvenil es del 28 por 100), Irlanda (30 por 100) y
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España (donde llega al 43 por 100).
La buena noticia sobre Europa, en su situación, es que como las naciones
europeas poseen redes de seguridad social mucho más fuertes que Estados Unidos,
las consecuencias inmediatas del desempleo son mucho menos graves. Un sistema de
atención sanitaria universal significa que perder el trabajo en Europa no supone
perder el seguro de salud; las prestaciones de paro, relativamente generosas, suponen
que el hambre y la falta de hogar no son tan corrientes.
Pero la extraña combinación europea de unidad y desunión —el hecho de que la
mayor parte de sus naciones hayan adoptado una moneda común sin haber creado
antes la clase de unión política y económica que esa clase de moneda común exige—
se ha convertido en una fuente gigantesca de debilidad y crisis renovada.
En Europa, como en Estados Unidos, la depresión ha afectado a las regiones de
forma desigual; las zonas que, antes de la crisis, desarrollaron las burbujas mayores,
ahora viven la mayor recesión: por hacer una comparación, España vendría a ser la
Florida de Europa, e Irlanda, su Nevada. Pero la asamblea legislativa de Florida no
tiene que preocuparse por reunir los fondos con los que sufragar la atención social y
sanitaria, que sufraga el gobierno federal; y en cambio España se encuentra sola, al
igual que Grecia, Portugal e Irlanda. Por eso en Europa la economía deprimida ha
causado crisis fiscales, en las que los inversores privados ya no se muestran
dispuestos a prestar a determinados países. Y la respuesta a estas crisis fiscales —el
intento desesperado y salvaje de recortar el gasto— ha empujado el desempleo, en
toda la periferia europea, a los niveles de la Gran Depresión; y en el momento de
escribir estas páginas, parece estar empujando a Europa de vuelta a una recesión pura
y dura.
LA POLÍTICA DE LA DESESPERACIÓN
Los costes últimos de la Gran Depresión fueron mucho más allá de las pérdidas
económicas, e incluso del sufrimiento asociado al desempleo masivo. Pues la Gran
Depresión tuvo asimismo un efecto político catastrófico. En particular, aunque la
sabiduría moderna convencional relaciona el ascenso de Hitler con la hiperinflación
alemana de 1923, lo que en realidad lo llevó al poder fue la depresión alemana de los
primeros años treinta, depresión que fue aún más grave que en el resto de Europa
debido a las políticas deflacionarias del canciller Heinrich Brüning.
¿Puede ocurrir algo como esto hoy en día? Hay un estigma, bien establecido y
justificado, que desacredita toda invocación de los paralelos con el nazismo (busque
el lector el adagio conocido como «ley de Godwin»); y es difícil creer que en el siglo
xxi pueda ocurrir algo así de malo. Ahora bien, sería de necios minimizar los riesgos
que una recesión prolongada supone para los valores y las instituciones democráticas.
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De hecho, en todo el mundo civilizado ha habido un ascenso claro en las políticas
extremistas: movimientos extremistas contrarios a la inmigración, movimientos
nacionalistas radicales y, sí, también los sentimientos autoritarios están cogiendo
fuerza. Así, una de las naciones occidentales, Hungría, ha avanzado mucho en el
camino de regresar a un régimen autoritario que recuerda a los que se expandieron
por tantos países de Europa en los años treinta.
Y Estados Unidos no es inmune a estos cambios. ¿Acaso alguien puede negar que
el Partido Republicano se ha vuelto mucho más extremista a lo largo de los últimos
años? Y si algo más adelante, en este mismo año, se le presenta una ocasión
razonable de hacerse con el Congreso y la Casa Blanca, ¿no es porque el extremismo
florece en un entorno en el que no hay voces respetables que ofrezcan soluciones al
sufrimiento de la población?
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Pero la voz femenina lo anima: «Don’t give up», «no te rindas».
Vivimos tiempos terribles, aún más terribles por su carácter innecesario. Pero que
nadie se rinda: podemos concluir esta depresión. Solo necesitamos claridad de ideas y
voluntad.
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Economía de la depresión
El mundo ha tardado en darse cuenta de que, este año,
vivimos eclipsados por una de las mayores catástrofes
económicas de la historia moderna. Pero ahora que la gente
de la calle ha tomado conciencia de lo que sucede, esas
personas, sin saber ni cómo ni por qué, están hoy tan
desbordadas por lo que podrían resultar temores exagerados
como antes, cuando empezaba a aflorar el problema,
carecían de lo que habría sido una angustia razonable.
Empiezan a dudar del futuro. ¿Se están despertando de un
placentero sueño para enfrentarse a la oscuridad de los
hechos? ¿O han caído en una pesadilla que acabará
pasando?
Son dudas innecesarias. Lo de antes no era un sueño.
Esto sí es una pesadilla, que terminará por la mañana.
Porque los recursos de la Naturaleza y los mecanismos del
hombre siguen siendo tan fértiles y productivos como eran
antes. La velocidad a la que nos dirigimos a solventar los
problemas materiales de la vida no es ahora más lenta.
Somos tan capaces como antes de ofrecer a todo el mundo
un nivel de vida alto —alto, quiero decir, si lo comparamos
por ejemplo con hace veinte años—y pronto podremos
ofrecer un nivel aún más elevado. Antes no vivíamos
engañados. Pero hoy estamos metidos en un lío de
proporciones colosales, porque hemos controlado mal una
maquinaria delicada, cuyo funcionamiento desconocemos.
En consecuencia, nuestras posibilidades de riqueza podrían
echarse a perder por un tiempo, quizá muy largo.
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enriquecimiento podrían echarse a perder durante bastante tiempo.
¿Cómo puede ser que esto suceda así? La verdad es que no hay ningún misterio.
Comprendemos —o comprenderíamos, si no hubiera tantas personas que se niegan a
escuchar— cómo suceden estas cosas. Keynes nos legó buena parte del marco
analítico que se necesita para explicar las depresiones económicas; la teoría
económica moderna también puede recurrir a las investigaciones de sus
contemporáneos John Hicks e Irving Fisher, investigaciones que se han ampliado y
refinado con el trabajo de un nutrido grupo de economistas modernos.
El mensaje central de todo este trabajo es que esto no tenía que pasar. En aquel
mismo ensayo, Keynes declaraba que la economía estaba teniendo «problemas con el
magneto», un término anticuado para referirse a problemas con el sistema eléctrico de
un coche. Una analogía más moderna y posiblemente más precisa diría que hemos
sufrido un fallo del software. En cualquier caso, la cuestión es que el problema no se
encuentra en el motor económico, que sigue siendo tan potente como siempre. Al
contrario, estamos hablando de algo que es básicamente un problema técnico, un
problema de organización y coordinación, un «lío de proporciones colosales», como
decía Keynes. Resolvamos este problema técnico y la economía recuperará su
rugiente vitalidad.
Bien, muchas personas creen que este mensaje es esencialmente inverosímil, o
incluso ofensivo. Parece de lo más normal pensar que los grandes problemas deben
derivarse de grandes motivos; que un paro tan cuantioso debe ser resultado de algo
más profundo que un mero lío. Por esto Keynes utilizó la analogía del magneto.
Todos sabemos que, a veces, basta con sustituir una batería de 100 dólares para
devolver al asfalto un coche de 30.000 dólares que había dejado de funcionar; y él
tenía la esperanza de convencer a los lectores de que a las depresiones económicas se
les podía aplicar una desproporción parecida entre la causa y el efecto. Pero ya
entonces, igual que ahora, esta cuestión resultaba difícil de aceptar para muchas
personas, incluidas las que creen estar enteradas de todo.
En parte, esto sucede porque parece erróneo imaginar que fallos relativamente
menores puedan provocar semejante devastación. En parte, también, hay un gran
deseo de ver la economía como una obra moral en la que los malos tiempos son un
castigo ineludible por los excesos previos. En 2010, mi esposa y yo tuvimos ocasión
de escuchar un discurso sobre política económica de Wolfgang Scháuble, el ministro
de Economía alemán; a media charla, ella se inclinó hacia mí y me susurró: «A la
salida, nos darán un látigo para que nos fustiguemos». Hay que reconocer que
Scháuble gusta de predicar sermones apocalípticos aún más que la mayoría de
dirigentes económicos, pero muchos comparten la tendencia. Y la gente que dice
estas cosas —que declara sabiamente que nuestros problemas tienen raíces muy
profundas y la solución no es fácil; que nos tenemos que adaptar a un panorama más
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austero— parece sabia y realista, aunque esté completamente equivocada.
En este capítulo tengo la esperanza de convencerles de que, de verdad, solo
tenemos un problema con el magneto del coche. Los orígenes de nuestro sufrimiento
son relativamente triviales en el orden del universo, y se podrían arreglar con relativa
rapidez y facilidad si en los puestos de poder hubiera suficientes personas que
comprendieran la realidad. Además, para la gran mayoría de gente, el proceso de
arreglar la economía no tendría que ser doloroso ni implicar sacrificios; al contrario,
terminar con esta depresión sería una experiencia que haría sentirse bien a casi todo
el mundo, con la sola excepción de los que están sumidos, política, emocional y
profesionalmente, en doctrinas económicas obcecadas.
Pues bien, permítanme que sea claro: cuando digo que las causas de nuestro
desastre económico son relativamente triviales, no estoy afirmando que hayan
aparecido por azar ni que hayan salido del aire. Tampoco estoy diciendo que sea fácil,
en lo tocante a la política, salir de este follón. Para meternos en esta depresión han
hecho falta décadas de malas directrices políticas y malas ideas; malas políticas y
malas ideas que, como veremos en el capítulo 4, prosperaron porque durante mucho
tiempo estuvieron funcionando muy bien, no para la nación en su conjunto, sino para
un puñado de gente rica y con muchísima influencia. Y esas malas políticas e ideas
han llegado a dominar nuestra cultura política y hacen que sea muy difícil variar el
rumbo aun cuando nos enfrentamos a una catástrofe económica. Pero en el plano
puramente económico, esta crisis no es difícil de resolver; podríamos recuperarnos
rápido y con fuerza con solo encontrar la claridad intelectual y la voluntad política de
actuar.
Veámoslo así. Suponga usted que su esposo, por la razón que sea, se ha negado
durante años a hacer el mantenimiento del sistema eléctrico del coche familiar. Ahora
no hay forma de que el coche arranque; pero él se niega incluso a pensar en cambiar
la batería, en parte porque con ello admitiría haberse equivocado antes; e insiste solo
en que ahora la familia tiene que aprender a caminar y a coger el autobús. A todas
luces, usted tiene un problema y podría llegar a ser un problema insoluble en lo que a
usted respecta. Pero el problema lo tiene con su marido, no con el coche de la familia,
que podría —y debería— arreglarse con facilidad.
Ahora dejémonos de metáforas y hablemos sobre lo que ha ido mal en la
economía mundial.
¿Por qué el paro es tan elevado y la producción económica tan baja? Porque
nosotros —y donde pone «nosotros» hay que entender consumidores, empresarios y
gobiernos en su conjunto— no estamos gastando lo suficiente. El gasto en
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construcción de viviendas y bienes de consumo se hundió cuando reventaron las dos
burbujas gemelas de Estados Unidos y Europa. Pronto les siguió la inversión
empresarial, porque no tiene ningún sentido ampliar la capacidad productiva cuando
las ventas están bajando; y ha caído también el gasto de muchos gobiernos porque los
gobiernos locales, estatales y algunos nacionales se han encontrado privados de
muchos ingresos. Un gasto moderado, a su vez, implica una tasa de empleo
moderada, porque las empresas no producirán lo que no pueden vender, y no
contratarán a empleados si no los necesitan para la producción. Padecemos una grave
falta de demanda, a nivel global.
Las posturas hacia lo que acabo de decir varían mucho. Algunos comentaristas lo
consideran tan obvio como para que no valga la pena ni hablar de ello. A otros, sin
embargo, les parece un absurdo. Hay actores en el escenario político —actores
importantes, con influencia real— que creen imposible que la economía en su
conjunto pueda padecer una demanda insuficiente. Dicen que puede haber falta de
demanda de algunos productos, pero no puede darse el caso de una demanda
demasiado baja generalizada. ¿Por qué? Pues porque, según sostienen ellos, la gente
tiene que gastar sus ingresos en algo.
Es la falacia que Keynes denominaba «ley de Say»; en ocasiones también se la
conoce como «criterio del Tesoro», en referencia no a nuestro Tesoro sino al de Su
Majestad (británica) en la década de 1930, una institución que insistía en que todo
gasto gubernamental desplazaba siempre otra cantidad idéntica de gasto privado. Para
que sepan que no estoy hablando de un hombre de paja, citemos la entrevista de
Brian Riedl (de la Heritage Foundation, un grupo de pensadores de derechas) con la
National Review, a principios de 2009.
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deciden gastar 500.000 millones de dólares menos, ese dinero —según la gente como
Riedl— irá a parar necesariamente a los bancos, que lo sacarán al mercado en forma
de préstamos, de modo que las empresas u otros consumidores gastarán 500.000
millones de dólares más. Si las empresas que tanto temen a ese «socialista» de la
Casa Blanca reducen su gasto de inversión, el dinero que liberan de este modo lo han
de gastar consumidores o empresarios menos nerviosos. Según la lógica de Riedl,
pues, una falta de demanda general no puede causar daños a la economía,
simplemente porque tal situación no puede darse.
Obviamente, yo no creo que las cosas sean así y, en general, la gente sensata
tampoco. Pero ¿cómo demostramos el error? ¿Cómo podemos convencer a la gente
de que eso es erróneo? En principio, se puede tratar de recurrir a una exposición
verbal lógica; pero mi experiencia me ha enseñado que, cuando intentamos tener esta
clase de conversación con ciertos antikeynesianos, acabamos enredados en juegos de
palabras, sin que nadie se convenza de nada. También se puede escribir un breve
modelo matemático tal que ilustre bien estos temas; pero solo funcionará con los
economistas, no con los seres humanos normales (y ni siquiera funciona con algunos
economistas).
O puedes contar una historia verdadera. Aquí paso a mi historia económica
preferida: la cooperativa de canguros.
La historia se narró por primera vez en 1977, en un artículo del Journal ofMoney,
Credit and Banking, escrito por Joan y Richard Sweeney, que vivieron la experiencia
y la titularon: «La teoría monetaria y la gran crisis de la cooperativa de canguros del
Capitolio». Los Sweeney eran miembros de una cooperativa de canguros: una
asociación formada por unas 150 parejas jóvenes, en su mayoría trabajadores del
Congreso, que se ahorraban el dinero de la atención infantil haciéndose cargo entre
ellos de los niños de las demás parejas.
El hecho de que la cooperativa fuese relativamente grande suponía una gran
ventaja, puesto que había bastantes probabilidades de encontrar a alguien capaz de
ocuparse de los niños cuando, una noche, una pareja quería salir. Pero surgió un
problema: ¿cómo podían asegurarse los fundadores de la cooperativa de que todo el
mundo cumplía con la parte que le correspondía como canguro?
La cooperativa respondió con un sistema de vales canjeables: las parejas que se
unían a la cooperativa recibían 20 cupones, válido cada uno para media hora de
canguro. (Se esperaba que, al abandonar la cooperativa, entregasen el mismo número
de vales.) Cada vez que se hacía un canguro, quienes dejaban a los niños entregaban a
la pareja cuidadora el número de vales correspondiente. De este modo se aseguraban
de que, con el tiempo, todas las parejas habrían hecho tantos canguros como habían
solicitado, porque tendrían que recuperar los cupones entregados a cambio del
servicio.
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No obstante, al final, la cooperativa se metió en un lío enorme. De media, las
parejas intentaban tener una reserva de cupones de canguro en los cajones del
escritorio, por si acaso tenían que salir varias veces seguidas. Pero, por motivos en los
que no vale la pena entrar ahora, se llegó a un punto en el que el número de cupones
en circulación era notablemente inferior a la media de reserva que las parejas querían
tener disponibles.
¿Qué había sucedido? Las parejas, nerviosas porque tenían poca reserva de
cupones, se mostraban reticentes a salir hasta que hubieran aumentado las provisiones
haciendo de canguro para otros niños. Pero, precisamente porque había muchas
parejas reticentes a salir, las oportunidades de adquirir nuevos cupones cuidando a
niños ajenos empezaron a escasear. Eso hizo que las parejas con menos cupones se
mostrasen aún menos dispuestas a salir, y el volumen de canguros en la cooperativa
cayó estrepitosamente.
En resumen, la cooperativa de canguros entró en una depresión que se prolongó
hasta que los economistas del grupo lograron persuadir a la dirección de que
incrementase el suministro de cupones.
¿Qué lección podemos extraer de esta historia? Si el lector responde que
«ninguna», porque le parece demasiado trivial y simpática, es un error. La
cooperativa de canguros del Capitolio era un sistema monetario real, aunque
diminuto. Carecía de muchos de los elementos característicos del enorme sistema al
que denominamos «economía mundial», pero contaba con un rasgo crucial para
comprender lo que ha fallado en esa economía mundial; un rasgo que al parecer
escapa, una vez tras otra, a la capacidad de comprensión de políticos y asesores.
¿Cuál es ese rasgo? Es el hecho de que tu gasto es mi ingreso y mi gasto es tu
ingreso.
Es obvio, ¿verdad? Pero no lo es para muchas personas influyentes.
Por ejemplo, no cabe duda de que no le pareció tan obvio a John Boehner, el
presidente de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, que mostró su
oposición a los planes económicos de Obama. Sostenía que, como los
estadounidenses lo estaban pasando mal, había llegado el momento de que el
gobierno de los Estados Unidos también se apretase el cinturón. (Para gran
consternación de los economistas liberales, Obama acabó haciéndose eco de esa
misma línea de pensamiento en sus propios discursos.) La pregunta que Boehner no
se hizo fue esta: si los ciudadanos de a pie se están estrechando el cinturón —están
gastando menos— y el gobierno hace lo mismo, ¿quién comprará los productos
estadounidenses?
De un modo similar, tampoco les resulta obvio a muchos dirigentes alemanes, que
sugieren que el proceso que su país ha experimentado desde finales de la década de
1990 hasta hoy es un modelo a seguir por todo el mundo. La clave de ese proceso fue
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un cambio por parte de Alemania, que pasó del déficit al superávit comercial; esto es,
pasó de comprar en el extranjero más de lo que vendía a la situación inversa. Pero eso
solo pudo darse porque otros países (principalmente, del sur de Europa) entraron, a su
vez, en un profundo déficit comercial. Ahora todos tenemos problemas, pero no
podemos vender todos más de lo que compramos. Aun así, parece que los alemanes
no lo captan; tal vez sea porque no quieren hacerlo.
Y como la cooperativa de canguros, debido a su simplicidad y escala reducida,
contaba con este rasgo crucial —y nada obvio— que también es cierto en lo tocante a
la economía mundial, las experiencias de la cooperativa pueden servir como «prueba
de concepto» para algunas ideas económicas importantes. En este caso, podemos
extraer al menos tres lecciones importantes.
Primero: sabemos que es perfectamente posible que se dé un nivel inadecuado de
la demanda general. Cuando, en la cooperativa de canguros, los miembros que iban
cortos de cupones decidieron dejar de gastarlos y renunciaron a salir por la noche, eso
no provocó ningún automático y compensatorio incremento del gasto por parte de
otros miembros de la cooperativa; al contrario, la reducida disponibilidad de
oportunidades de cuidar a otros niños hizo que todo el mundo gastase menos.
Personas como Brian Riedl tienen razón al decir que el gasto siempre se iguala a los
ingresos: el número de cupones obtenidos en una semana siempre era igual al número
de cupones gastados. Pero esto no significa que la gente siempre vaya a gastar
suficiente para aprovechar toda la capacidad productiva de la economía; al contrario,
puede significar que una capacidad suficiente no se aproveche y los ingresos bajen
hasta el nivel de los gastos.
Segundo: una economía puede caer en una depresión real debido a los problemas
con el magneto, esto es, por fallos en la coordinación, más que por una deficiencia de
capacidad productiva. La cooperativa no tuvo problemas porque los miembros
cuidasen mal a los niños, porque los impuestos fuesen demasiados altos, porque unos
subsidios gubernamentales demasiado generosos provocasen un rechazo a la hora de
aceptar el trabajo de canguros o porque, inexorablemente, estuvieran pagando caros
los excesos cometidos en el pasado. Los problemas llegaron por una razón
aparentemente trivial: las existencias de cupones eran demasiado bajas y eso generó
un «lío de proporciones colosales», tal como decía Keynes, en el que cada miembro
de la cooperativa intentaba hacer algo, a nivel individual —acumular cupones a los
ya atesorados— que no podían sostener, en realidad, como grupo.
Comprender esta cuestión es crucial. La presente crisis de toda la economía
mundial —una economía que es grosso modo 40 millones de veces la cooperativa de
canguros— es, pese a toda esta diferencia de tamaño, muy parecida en su naturaleza a
los problemas de la cooperativa. A nivel colectivo, los residentes del mundo intentan
comprar menos cosas de las que pueden producir, para gastar menos de lo que ganan.
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Esto lo puede hacer un individuo, pero no una sociedad en su conjunto. El resultado
de lo contrario es la devastación que nos rodea.
Permítanme que me extienda un poco más sobre esta cuestión y les ofrezca un
avance simplificado de la explicación más detallada que llegará después. Si
observamos el estado en que se encontraba el mundo en la víspera de la crisis —
pongamos, entre 2005 y 2007—, tenemos ante nosotros un panorama en el que
algunas personas prestaban alegremente mucho dinero a otras, que gastaban
alegremente ese dinero. Las empresas estadounidenses prestaban su excedente de
dinero a bancos de inversión, que a su vez utilizaban los fondos para financiar
préstamos hipotecarios; los bancos alemanes prestaban su excedente de capital a
bancos españoles, que también usaban los fondos para financiar créditos hipotecarios,
etcétera. Algunos de esos préstamos se usaban para comprar casas nuevas, de modo
que los fondos acababan gastándose en la construcción. Otros créditos usaban la casa
como aval personal y se empleaban para adquirir bienes de consumo. Y como «tu
gasto es mi ingreso», había abundancia de ventas y era relativamente fácil encontrar
trabajo.
De repente, paró la música. Las entidades crediticias se volvieron mucha más
cautelosas a la hora de conceder préstamos nuevos; la gente que había estado
solicitando préstamos se vio obligada a recortar el gasto de forma radical. Y ahí viene
el problema: no había nadie preparado para dar un paso adelante y gastar por ellos.
De repente, el total de gasto en la economía mundial cayó, y como mi gasto es tu
ingreso y tu gasto es mi ingreso, los ingresos y el empleo también cayeron.
Así pues ¿podemos hacer algo? Ahora llegamos a la tercera lección aprendida de
la cooperativa de canguros: los grandes problemas económicos, en ocasiones, pueden
tener soluciones fáciles. La cooperativa solventó el jaleo, simplemente, imprimiendo
más cupones.
Esto plantea una pregunta inmediata: ¿podemos remediar la depresión global de
la misma forma? ¿Imprimir más cupones de canguro —en nuestro caso, incrementar
la oferta de dinero— es todo lo que necesitaríamos para que los estadounidenses
volviesen a trabajar?
Bien, la verdad es que imprimir más cupones es la forma en la que normalmente
salimos de las recesiones. En los últimos cincuenta años, la tarea de acabar con las
recesiones ha sido cosa fundamentalmente de la Reserva Federal, que (a grandes
rasgos) se ocupa de controlar la cantidad de dinero que circula en la economía;
cuando la economía cae, la Reserva pone las prensas a trabajar. Y, hasta la fecha,
siempre ha funcionado. Lo hizo espectacularmente bien tras la grave recesión de
1981-1982, que la Reserva pudo capear y, en unos pocos meses, dio pie a una rápida
recuperación económica, apodada «Amanecer en América». También funcionó,
aunque con más lentitud y titubeos, después de las recesiones de 1990-1991 y de
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2001.
Sin embargo, esta vez, no ha funcionado. Acabo de decir que «a grandes rasgos»,
la Reserva controla el suministro de dinero; lo que controla en realidad es la «base
monetaria», es decir, el total de moneda que tienen los bancos, sea en circulación, sea
en reserva. Y aunque la Reserva Federal ha triplicado la base monetaria desde 2008,
la economía sigue deprimida. ¿Significa esto que me equivoco, entonces, cuando
digo que sufrimos de una demanda inadecuada?
No, no me equivoco. De hecho, el fracaso de la política económica a la hora de
resolver esta crisis era predecible; y se predijo. Cuando escribí la versión original de
mi libro El retorno de la economía de la depresión, ya en 1999[2], pretendía sobre
todo advertir a los estadounidenses de que Japón había llegado a un punto en el que
imprimir más moneda no podía resucitar su economía deprimida; y que aquí, en
Estados Unidos, nos podía pasar lo mismo. Ya entonces, otros muchos economistas
compartían mis preocupaciones. Entre ellos estaba el mismísimo Ben Bernanke,
ahora presidente de la Reserva Federal.
¿Qué nos ha pasado, entonces? Que nos vemos en la infeliz situación conocida
como «trampa de la liquidez».
LA TRAMPA DE LA LIQUIDEZ
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prestarlos. (Por lo general, compra bonos de los bancos, más que realizar préstamos
directos; pero es más o menos lo mismo.)
Esto suena muy distinto de lo que se hizo en la cooperativa, pero en realidad no es
tan diferente. Recordemos que, según las reglas de la cooperativa, al abandonarla
había que devolver tantos cupones como se recibieron al entrar; por lo tanto, estos
cupones eran, en cierto modo, un préstamo de la Administración. En consecuencia,
incrementar las reservas de cupones no hacía más ricas a las parejas: seguían teniendo
que hacer el mismo número de canguros que les hacían a ellos. Pero sí sucedió que
consiguieron más liquidez; aumentaron su capacidad de gastar cuando quisieran, sin
tener que preocuparse porque se les terminasen los fondos.
Ahora bien, aquí fuera, en el mundo que no es la cooperativa, las personas y las
empresas siempre pueden aumentar su liquidez, pero con costes: pueden pedir dinero
prestado, pero tendrán que pagar intereses por ello. Lo que la Reserva Federal puede
hacer al inyectar más dinero a los bancos es bajar la tasa de interés, o sea, el precio de
la liquidez; y también, por supuesto, el precio de los préstamos para financiar
inversiones u otros gastos. Por tanto, en una economía que no sea la de la cooperativa
de canguros, si la Reserva puede manejar la economía es por la vía de su capacidad
para alterar las tasas de interés.
Pero, he aquí la cuestión: solo puede bajar esas tasas hasta un punto. En concreto,
no puede bajarlas por debajo de cero; porque cuando las tasas se acercan al cero,
sentarse encima del propio dinero pasa a ser mejor opción que prestarlo a otras
personas. Y en la depresión actual, la Reserva no tardó en tocar este «límite inferior
»: empezó a rebajar las tasas de interés a finales de 2007 y había tocado el cero a
finales de 2008. Por desgracia, la tasa cero todavía no resultó lo suficientemente baja,
con todo el daño que había hecho el estallido de la burbuja inmobiliaria. El gasto de
los consumidores seguía siendo escaso; la vivienda seguía sin remontar; la inversión
empresarial era baja, porque ¿para qué expandirse si las ventas no son fuertes? Y el
desempleo continuaba desastrosamente por las nubes.
Y he aquí la trampa de la liquidez: es lo que sucede cuando ni siquiera el cero es
lo suficientemente bajo; cuando la Reserva Federal ha saturado la economía con
liquidez hasta el punto en que tener más efectivo ya no supone ningún coste, pero la
demanda general sigue siendo demasiado escasa.
Déjenme volver una última vez a la cooperativa de canguros, para ofrecer lo que
espero que sea una analogía útil. Supongamos que, por alguna razón, todos los
miembros de la cooperativa (o al menos la gran mayoría) deciden que este año
quieren lograr un superávit: dedicarán más tiempo a atender a los niños de otras
personas que el total de canguros que reciban a cambio, de modo que el año siguiente
puedan hacerlo a la inversa. En ese caso, la cooperativa habría tenido un problema,
sin que importara la cantidad de cupones que la junta directiva hubiera repartido.
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Cualquier pareja, de forma individual, podría acumular cupones y guardarlos para el
año siguiente; pero la cooperativa en su conjunto no podría hacerlo, puesto que el
tiempo de cuidar a los niños no se puede almacenar. Por tanto, se habría dado una
contradicción fundamental entre lo que las parejas querían hacer a nivel individual y
lo que se podía hacer a nivel de toda la cooperativa: a nivel colectivo, los miembros
de la cooperativa no podían gastar menos de lo que ingresaban. Esto nos lleva de
nuevo al punto clave ya indicado de que mi gasto es tu ingreso y tu gasto es mi
ingreso. El resultado de que las parejas tratasen de hacer a nivel individual algo que
no podían emprender como grupo habría sido, realmente, una cooperativa en
depresión (y probable quiebra), sin que importase lo liberal que fuera la política sobre
los cupones.
Esto es, más o menos, lo que ha pasado en Estados Unidos y en la economía
mundial en su conjunto. Cuando, de repente, todos decidieron que los niveles de
deuda eran demasiado altos, los deudores se vieron obligados a gastar menos; pero
los acreedores no estaban dispuestos a gastar más, y el resultado de ello ha sido una
depresión; no una Gran Depresión, pero sí una depresión, sin lugar a dudas.
Ahora bien, seguro que hay formas de arreglarlo. No puede tener sentido que una
parte tan grande de la capacidad productiva del mundo se quede ociosa y que tanta
gente que ansia trabajar no pueda encontrar un empleo. Y sí, desde luego, hay formas
de salir de aquí. Pero antes de ocuparnos del tema, hablemos un poco sobre los
puntos de vista de aquellos que no dan ninguna credibilidad a lo que acabo de decir.
Ewan Clague
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xxi; que hay demasiados que siguen atascados en posiciones o industrias
equivocadas.
Ahora tengo que reconocer que he hecho un poco de trampa: el artículo en
cuestión se publicó en 1935. El autor afirmaba que, aunque algo provocase un gran
incremento en la demanda de trabajadores estadounidenses, el desempleo seguiría por
las nubes, porque aquellos candidatos no estaban a la altura del trabajo. Pero se
equivocaba del todo: cuando por fin llegó ese incremento de la demanda, gracias a la
carrera militar que precedió a la entrada de Estados Unidos en la segunda guerra
mundial, todos aquellos millones de trabajadores desempleados resultaron estar
perfectamente capacitados para reanudar un papel productivo.
Solo que ahora, como entonces, parece que hay una tendencia incontenible —que
no se limita a un solo bando de la divisoria política— a considerar que nuestros
problemas son «estructurales» y no se resolverán fácilmente con un aumento de la
demanda. Si se-güimos con la analogía de los «problemas del magneto», lo que
defienden muchas personas influyentes es que sustituir la batería no va a funcionar,
porque seguro que también hay grandes problemas con el motor y la transmisión.
En ocasiones, este argumento se describe como una ausencia general de las
aptitudes precisas. Por ejemplo, el expresidente de Estados Unidos Bill Clinton (ya
les dije que no era nada específico de un bando de la divisoria política) afirmó en el
programa de televisión 60 minutes que el desempleo seguía siendo elevado «porque
la gente carecía de las aptitudes laborales necesarias para los puestos disponibles». En
ocasiones, se explica aduciendo que es una simple cuestión de tecnología, lo que ha
hecho innecesario al trabajador; todo esto es lo que parecía decir el presidente Obama
cuando afirmó en el Today Show:
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enfermero, ni a un corredor de hipotecas en el experto en
ordenadores de una planta de producción. Al final, este personal
acabará ordenándose solo. La gente recibirá nueva formación y
encontrará trabajo en otras industrias. Pero la política monetaria
no puede dar una nueva formación a las personas. La política
monetaria no puede arreglar esos problemas. (La cursiva es mía.)
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liquidez: la Reserva Federal ya no puede convencer al sector privado de que gaste
más solo con aumentar la cantidad de dinero en circulación. ¿Qué solución hay? La
respuesta es obvia… El problema es que haya tantas personas influyentes que se
nieguen a ver esta respuesta obvia.
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en el verano de 2011, y decía que lo que necesitamos de verdad es un amago de
invasión alienígena que provoque un gasto masivo en la defensa antialienígena.
Pero la cuestión fundamental es que lo que ahora necesitamos para salir de la
depresión actual es otro arranque de gasto gubernamental.
¿De verdad es tan sencillo? ¿Sería, de verdad, tan fácil? Pues sí; básicamente, sí.
Es muy necesario hablar del papel de la política monetaria, de las implicaciones del
endeudamiento gubernamental y de lo que hay que hacer para asegurar que la
economía no vuelva a recaer en una depresión cuando se pare el gasto del gobierno.
Tenemos que hablar sobre las formas de reducir el exceso de deuda privada, que
posiblemente se encuentra en la raíz de nuestra crisis. También tenemos que hablar
sobre cuestiones internacionales; en especial, de la peculiar trampa que Europa se ha
tendido a sí misma. De todo esto me ocuparé a lo largo de este libro. Pero la noción
clave —que lo que el mundo necesita ahora es que los gobiernos aumenten el gasto
para sacarnos de esta depresión— sigue siendo la misma. Terminar con esta
depresión debería ser, y puede ser, casi increíblemente fácil.
¿Por qué no lo hacemos, entonces? Para responder a esta pregunta, tenemos que
fijarnos en ciertos aspectos de la historia económica y, aún más importante, la historia
política. Pero antes, ocupémonos un poco más de la crisis de 2008, que nos metió en
esta depresión.
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El momento de Minsky
Desde que nos golpeó este colosal hundimiento del
crédito, no tardamos mucho en hallarnos en recesión. La
recesión, a su vez, profundizó en el hundimiento del
crédito, debido a la caída de la demanda y el empleo; y las
pérdidas crediticias de las instituciones financieras se
elevaron mucho. De hecho, llevamos más de un año
atrapados precisamente en esta forma de retroalimentación
adversa. En casi todos los sectores de la economía se ha
vivido un proceso de desapalancamien-to de los balances.
Los consumidores cancelan compras, sobre todo de bienes
perdurables, para reforzar sus ahorros. Las empresas
cancelan inversiones planeadas y despiden a trabajadores
para preservar el efectivo. Y las instituciones financieras
reducen sus activos para aumentar el capital y mejorar sus
oportunidades de capear la tormenta actual. De nuevo,
Minsky comprendió esta dinámica. Habló de la paradoja del
desapalancamiento, por la cual ciertas precauciones que
podrían ser inteligentes para una persona o empresa —y
que, de hecho, resultan esenciales para que la economía
vuelva a su estado normal—, sin embargo solo consiguen
magnificar las dificultades de la economía en su conjunto.
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que el cambio más importante en la forma de pensar —al menos, entre aquellos
economistas que están algo dispuestos a reconsiderar sus puntos de vista a la luz del
desastre actual, un grupo más reducido de lo que uno habría deseado— ha sido la
apreciación renovada por las ideas de economistas del pasado. Uno de estos
economistas del pasado es, naturalmente, John Maynard Keynes: vivimos, de forma
reconocible, en la clase de mundo que describió Keynes. Pero otros dos economistas
estadounidenses ya fallecidos también han vuelto, intensa y justificadamente, a un
primer plano: Irving Fisher, coetáneo de Keynes; y un candidato muerto en fecha más
reciente, Hyman Minsky. Lo que hace especialmente interesante el nuevo relieve de
Minsky es que, en vida, no estaba lejos de ser una figura apartada y marginal. ¿Por
qué, entonces, tantos economistas —incluidos, como se ha visto en la cita inicial,
máximas figuras de la Reserva Federal— invocan ahora su nombre?
Mucho antes de la crisis de 2008, Hyman Minsky estaba advirtiendo —ante una
profesión, la de los economistas, que lo recibió esencialmente con indiferencia— no
de que podría ocurrir algo semejante a esta crisis, sino de que iba a ocurrir.
Pocos le prestaron oídos en su momento. Minsky, que daba clases en la
Universidad de Washington en San Luis (Misuri), fue una figura marginal a lo largo
de toda su vida profesional y murió, sin perder esta condición, en 1996. Para ser
sincero, la heterodoxia de Minsky no fue la única razón por la que fue ignorado por la
corriente dominante. Sus libros, por decirlo suave, no son una lectura fácil; las flores
de brillante perspicacia se diseminan poco generosamente entre hectáreas de prosa
recargada y álgebra innecesaria. Y también proclamó sus alertas con excesiva
frecuencia: para parafrasear un viejo chiste de Paul Samuelson, predijo unas nueve de
las tres últimas grandes crisis financieras.
Sin embargo, estos días muchos economistas —incluido, sin ninguna duda, el que
esto escribe— reconocen la importancia de una hipótesis de Minsky, la «hipótesis de
la inestabilidad financiera». Y los que —como, de nuevo, el que esto escribe—
hemos llegado relativamente tarde a la obra de Minsky desearíamos haberla leído
mucho antes.
La gran idea de Minsky fue centrarse en el «apalancamiento» (leverage): la
acumulación de deuda en relación con los activos o los ingresos. En los períodos de
estabilidad económica, decía el autor, el apalancamiento se incrementaba, porque
todo el mundo mira con displicencia el riesgo de que el deudor no sea capaz de
devolver lo prestado. Pero este ascenso del apalancamiento, a la postre, genera
inestabilidad económica. De hecho, prepara el terreno para una crisis económica y
financiera.
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Veámoslo por pasos.
En primer lugar, la deuda es algo muy útil. Seríamos una sociedad más pobre si
todo el que deseara comprarse una casa tuviera que pagarla en metálico; si todo
propietario de un pequeño negocio, buscando su expansión, tuviera o bien que pagar
esa expansión de su propio bolsillo o bien admitir socios adicionales y no deseados.
La deuda es una manera en la que quienes ahora mismo no pueden dar buen uso a su
dinero pueden poner ese dinero a trabajar, a cambio de un precio, al servicio de los
que sí pueden darle buen uso.
Además, en contra de lo que quizá pudiera pensar el lector, la deuda no
empobrece a la sociedad en su conjunto: la deuda de una persona es el activo de otra,
por lo que la riqueza total no se ve afectada por el total de deuda en circulación.
Estrictamente hablando, esto solo es cierto para la economía mundial en su conjunto,
no para cada país por sí solo; así, hay países cuya deuda internacional es mucho
mayor que sus activos internacionales. Pero a pesar de todo lo que usted pueda haber
oído sobre tomar dinero prestado a China y demás, esto no es así en el caso de
Estados Unidos: nuestra «posición en inversión internacional neta» (la diferencia
entre los activos y los pasivos exteriores) es negativa por «tan solo» unos 2,5 billones
de dólares. Esto puede parecer mucho, pero en realidad no es mucho en el contexto
de una economía que produce cada año bienes y servicios por valor de 15 billones.
Desde 1980 ha habido un rápido incremento de la deuda estadounidense, pero este
rápido ascenso no supone que vivamos muy endeudados con el resto del mundo.
No obstante, sí nos hizo vulnerables a la clase de crisis que estalló en 2008.
Obviamente, tener un nivel alto de apalancamiento —poseer una deuda elevada
en relación con tus ingresos o activos— te hace vulnerable cuando las cosas se
tuercen. Una familia que compra su casa sin aportar entrada y con una hipoteca
inicial en la que solo satisface intereses se hallará ahogada y en problemas si el
mercado residencial baja, aunque solo sea un poco; una familia que dio el 20 por 100
de entrada y ha estado amortizando desde entonces tiene muchas más probabilidades
de sobrevivir al empeoramiento. Una compañía obligada a dedicar la mayoría de su
flujo de caja a pagar deuda contraída mediante una adquisición apalancada puede irse
a pique con más rapidez si las ventas fallan; en cambio, un negocio libre de deudas
podría capear mejor el temporal.
Lo que puede ser menos obvio es que, cuando muchas personas y empresas tienen
un gran nivel de apalancamiento, la economía en su conjunto se torna vulnerable
cuando las cosas van mal. Pues los niveles elevados de deuda hacen que la economía
sea vulnerable a una clase de espiral letal en la que el mismo empeño de los deudores
por «desapalancarse» (reducir su deuda) crea un entorno que no consigue sino
agravar su problema de endeudamiento.
El gran economista estadounidense Irving Fisher expuso la historia en un artículo
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clásico de 1933, titulado «La teoría deuda-deflación de las grandes depresiones». Es
un artículo que, como el ensayo de Keynes con el que abrí el capítulo 2, parece
escrito ayer mismo (dejando a un lado los arcaísmos de estilo). Imaginemos, dice
Fisher, que un empeoramiento económico crea una situación en la que muchos
deudores se ven obligados a adoptar medidas rápidas para reducir su deuda. Pueden
«liquidar» (intentar vender cuantos activos tengan) y/o pueden recortar fuertemente el
gasto y usar los ingresos para devolver la deuda. Son medidas que pueden funcionar,
salvo cuando demasiadas personas y empresas están intentando amortizar sus deudas
al mismo tiempo.
Pero si demasiados actores económicos se encuentran al mismo tiempo con un
problema de endeudamiento, su empeño colectivo por salir de ese problema
contribuye a su propia derrota. Si millones de propietarios en dificultades intentan
vender sus casas para cancelar sus hipotecas —o, a este respecto, si los acreedores se
apoderan de sus hogares e intentan vender las propiedades que han sufrido la
ejecución hipotecaria—, el resultado es un hundimiento de los precios inmobiliarios,
lo que ahoga a un número aún mayor de propietarios y obliga a nuevas ventas
forzosas. Si los bancos se preocupan por la cantidad de deuda española e italiana que
hay en sus cuentas y deciden reducir su exposición vendiendo parte de esa deuda,
entonces los precios de los bonos españoles e italianos se hunden; y esto pone en
peligro la estabilidad de los bancos y los obliga a seguir vendiendo aún más activos.
Si los consumidores recortan drásticamente su gasto para devolver la deuda de su
tarjeta de crédito, la economía se desploma, desaparecen puestos de trabajo y la carga
de la deuda de los consumidores se agrava aún más. Y si las cosas llegan a un punto
suficientemente malo, la economía en su conjunto puede sufrir deflación —una caída
general de los precios—, lo que supone que el poder comprador del dólar sube y, por
lo tanto, la carga de deuda real asciende incluso cuando el valor de la deuda en
dólares está cayendo.
Irving Fisher lo resumió con un lema sucinto, que no era del todo preciso pero
recoge la verdad esencial: «Cuanto más pagan los deudores, más deben». Defendió
que esto es lo que había pasado, en realidad, por detrás de la Gran Depresión: que la
economía estadounidense entró en recesión con un nivel de deuda sin precedentes,
que la hizo vulnerable a una espiral descendente y autorre-forzante. Me caben pocas
dudas de que estaba en lo cierto. Como ya he dicho, su artículo se lee como si hubiera
sido escrito ayer; es decir, la explicación principal de la depresión que estamos
viviendo ahora es una historia similar, aunque menos extrema.
EL MOMENTO DE MINSKY
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deuda, con un lema —igualmente impreciso, pero confío que sugerente— sobre el
estado actual de la economía mundial: ahora mismo, «los deudores no pueden gastar
y los acreedores no quieren gastar».
Es una dinámica que se percibe con toda claridad si uno mira a los gobiernos
europeos. Todas las naciones más endeudadas de Europa —todos los países que
pidieron prestado mucho dinero durante los buenos años previos a la crisis (en su
mayoría para financiar el gasto privado, no el gubernamental, pero dejemos esto de
lado por ahora)— se enfrentan ahora a crisis fiscales: o bien no pueden pedir dinero
prestado, o bien solo lo consiguen a tasas de interés extraordinariamente elevadas.
Hasta ahora han conseguido no quedarse con los bolsillos vacíos, literalmente, porque
de varios modos las economías europeas más fuertes y el Banco Central Europeo han
estado canalizando préstamos en su dirección. Ahora bien, esta ayuda venía con
condiciones: los gobiernos de los países endeudados se han visto obligados a imponer
salvajes programas de austeridad, recortando drásticamente incluso en los conceptos
básicos, como la atención sanitaria.
Sin embargo, los países acreedores no están compensando con incrementos de
gasto. De hecho, inquietos por los riesgos de la deuda, ellos también están
desarrollando programas de austeridad, aunque más suaves que los de los países
endeudados.
Así ocurre con los gobiernos europeos; pero también se está desarrollando una
dinámica similar en el sector privado, tanto en Europa como en Estados Unidos.
Fijémonos, por ejemplo, en el gasto de los hogares estadounidenses. No tenemos
información directa sobre el modo en que hogares con distintos niveles de deuda han
variado su gasto; pero según han señalado los economistas Atif Mian y Amir Sufi, en
el nivel de los condados sí tenemos datos sobre deuda y gasto en cuestiones como
casas y coches; y los niveles de deuda varían mucho entre los distintos condados
estadounidenses. Sin duda, lo que Mian y Sufi han hallado es que en los condados
con niveles de deuda elevados se han reducido drásticamente tanto las ventas de
coches como la construcción de casas; no ocurre así con los poco endeudados, pero
estos condados solo están comprando aproximadamente lo mismo que compraban
antes de la crisis, de forma que, en lo que respecta a la demanda general, la caída ha
sido considerable.
Y la consecuencia de esta caída en la demanda general es, como se vio en el
capítulo 2, una economía deprimida y mucho desempleo.
Pero ¿por qué sucede esto ahora, en oposición a cinco o seis años atrás? Y, en
primer lugar, ¿cómo ha llegado a haber tanto nivel de endeudamiento? Aquí es donde
entra Hyman Minsky.
Según señaló Minsky, el apalancamiento —una deuda ascendiente, en
comparación con los ingresos o los activos— va bien hasta que va terriblemente mal.
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En una economía en expansión con precios al alza, y especialmente con precios de
activos como las casas, a los que piden préstamos les suele ir muy bien. Se compra
una casa sin aportar apenas entrada y, al cabo de unos pocos años, se posee una
propiedad de primer nivel, simplemente porque los precios del mercado inmobiliario
han subido mucho. Un especulador compra a préstamo, el valor del bien sube y,
cuanto más haya pedido prestado, mayor será su beneficio.
Pero ¿por qué los acreedores permiten estos préstamos? Porque mientras la
economía en su conjunto funcione bastante bien, la deuda no parece demasiado
arriesgada. Piénsese en el ejemplo de las hipotecas inmobiliarias. Hace unos pocos
años, investigadores del Banco de la Reserva Federal de Boston examinaron los
determinantes de los impagos de hipotecas, en los que los prestatarios no pueden o no
quieren pagar. Hallaron que, mientras los precios de las casas iban en ascenso, era
raro que dejaran de pagar incluso los prestatarios que habían perdido el trabajo;
simplemente, vendían la casa y cancelaban la deuda. Historias similares se aplicaban
a muchas clases de prestatarios. Mientras a la economía no le esté pasando nada muy
malo, prestar dinero no parece muy arriesgado.
Y aquí está la cuestión: mientras los niveles de deuda sean relativamente bajos, es
probable que los sucesos económicos negativos sean escasos y distantes entre sí. Por
lo tanto, una economía poco endeudada tiende a ser una economía en la que la deuda
parece segura; una economía en la que el recuerdo de los posibles perjuicios de la
deuda se desvanece en la niebla de la historia. A lo largo del tiempo, la percepción de
que la deuda es segura lleva a relajar los criterios de concesión de préstamos; tanto
las empresas como las familias desarrollan la costumbre de pedir prestado; y el nivel
general de apalancamiento de la economía asciende.
Todo esto, por descontado, sienta las bases de la futura catástrofe. En algún punto
de la historia se produce un «momento de Minsky», sintagma acuñado por el
economista Paul McCulley, del fondo de inversión Pimco. A veces también se lo ha
denominado «momento Coyote Vil», por el personaje de los dibujos animados,
conocido por la forma en que se despeña y queda suspendido en mitad del aire hasta
que mira hacia el fondo del barranco; y, de acuerdo con las leyes de la física animada,
solo entonces cae hasta estrellarse.
Una vez que los niveles de deuda son suficientemente elevados, cualquier cosa
puede activar el momento de Minsky, ya sea una recisión normal y corriente, el
estallido de una burbuja inmobiliaria, etc. La causa inmediata tiene poca importancia;
lo importante es que los prestatarios descubren de nuevo los riesgos de la deuda, los
deudores se ven obligados a iniciar el desapalancamiento y empieza la espiral
deflación-deuda de Fisher.
Ahora veamos algunas cifras. La figura de la página siguiente muestra la deuda
familiar como porcentaje del PIB. Divido por el PIB (el ingreso total obtenido en una
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economía) porque así se corrige tanto la inflación como el crecimiento económico: en
1955, la deuda familiar era unas cuatro veces superior, en dólares, a lo que había sido
en 1929, pero gracias a la inflación y el crecimiento, en términos económicos era
muy inferior.
Nótese también que los datos no son plenamente compatibles a lo largo del
tiempo. Una serie de datos va de 1916 a 1976; otra serie, que por razones técnicas
muestra un número algo inferior, se extiende desde 1950 hasta la actualidad. He
mostrado las dos series, incluido el solapamiento, pues creo que será suficiente para
transmitir una impresión general de la historia a largo plazo.
¡Y vaya historia!
Ese enorme incremento de la relación deuda-PIB, entre 1929 y 1933, es la deuda-
deflación de Fisher en acción: la deuda no subía, el PIB se hundía, y el esfuerzo de
los deudores por reducir su deuda causó una combinación de depresión y deflación
que agravó mucho más los problemas de endeudamiento. La recuperación que
comportó el New Deal, por imperfecta que fuera, vino a dejar de nuevo la relación de
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la deuda aproximadamente en el punto inicial.
Entonces llegó la segunda guerra mundial. Durante la guerra, el sector privado
vio cómo se le denegaban casi todos los nuevos préstamos, incluso cuando ascendían
los ingresos y subían los precios. Al final de la guerra, la deuda privada era muy baja,
en relación con los ingresos, lo que posibilitó que la demanda privada emergiera
cuando concluyeron el racionamiento y los controles del período bélico. Muchos
economistas (y no pocos empresarios) esperaban que Estados Unidos volvería a la
depresión cuando la guerra terminara. Lo que se produjo, en cambio, fue una enorme
explosión del gasto privado —en particular, de compras inmobiliarias— que mantuvo
a la economía viento en popa hasta que la Gran Depresión fue un recuerdo lejano.
El recuerdo, cada vez más distante, de la Depresión sentó las bases de un
extraordinario incremento de la deuda, que se inició aproximadamente en 1980. Y —
sí— esto coincidió con la elección de Ro-nald Reagan, porque parte de la historia es
política. La deuda empezó a subir en parte porque los prestadores y los prestatarios
habían olvidado qué cosas negativas pueden pasar, pero también porque los políticos
(y supuestos expertos) habían olvidado que pueden pasar cosas negativas y
comenzaron a eliminar las regulaciones introducidas en la década de 1930 para evitar
que ocurrieran de nuevo.
Así, por tanto, lo malo ocurrió otra vez. Y el resultado no fue simplemente crear
una crisis económica, sino crear una clase especial de crisis económica, una en la que
las respuestas políticas de apariencia razonable son, a menudo, lo peor que se puede
hacer.
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enorme. Y en cuanto a recortar los costes: recortarlos, ¿en comparación con quién?
Porque si todo el mundo intenta reducir sus costes, solo conseguiremos empeorar la
situación.
En pocas palabras: temporalmente, estamos al otro lado del espejo. La
combinación de la trampa de la liquidez —ni siquiera una tasa de interés al cero es
suficientemente baja para restaurar el pleno empleo— y el exceso de deuda pendiente
nos ha hecho aterrizar en un mundo de paradojas; un mundo en el que la virtud es un
vicio y la prudencia es una locura. Así, la mayor parte de las cosas que la gente seria
nos pide hacer solo contribuye a agravar más nuestra situación.
¿De qué paradojas estoy hablando? Una de ellas, la «paradoja del ahorro», solía
ser un tema importante en la introducción a la economía, aunque cada vez estuvo
menos de moda, a medida que el recuerdo de la Gran Depresión se desvanecía.
Funciona así: supongamos que todo el mundo intenta ahorrar más al mismo tiempo.
Cabría pensar que este deseo intensificado de ahorrar se traduciría en una inversión
mayor —más gasto en nuevas fábricas, edificios de oficinas, centros comerciales, etc.
— que ampliarían nuestra riqueza futura. Pero en una economía deprimida, lo único
que ocurre cuando todo el mundo intenta ahorrar más (y, por lo tanto, gasta menos) es
que los ingresos menguan y la economía sufre. Y a medida que la economía ahonde
su estado de depresión, las empresas invertirán menos, no más: en el intento de
ahorrar más desde el punto de vista personal, los consumidores terminan ahorrando
menos en conjunto.
La paradoja del ahorro, según se suele formular, no depende necesariamente de
una herencia de préstamos excesivos en el pasado; aunque, en la práctica, es así como
hemos terminado teniendo una economía persistentemente deprimida. Pero el exceso
de deuda pendiente causa también otras dos paradojas, aunque relacionadas entre sí.
Primero está la «paradoja del desapalancamiento», que ya hemos visto resumida
en el conciso lema de Fisher, según el cual cuanto más pagan los deudores, más
deben. Un mundo en el que un gran porcentaje de personas o empresas está
intentando cancelar sus deudas, todas al mismo tiempo, es un mundo en el que se
reducen los ingresos y el valor de los activos, donde los problemas de endeudamiento
se agravan, en lugar de mejorar.
En segundo lugar está la «paradoja de la flexibilidad». Queda más o menos
implícita en el viejo ensayo de Fisher, pero su encarnación moderna, en lo que yo sé,
procede del economista Gauti Eggertsson, de la Reserva Federal de Nueva York.
Funciona así: habitualmente, cuando uno halla dificultades para vender algo, lo
solventa rebajando el precio. Así, parece natural suponer que la solución al
desempleo masivo es recortar los salarios. De hecho, los economistas conservadores
defienden a menudo que F. D. Roose-velt retrasó la recuperación de los años treinta
porque las directrices del New Deal, favorables a los trabajadores, aumentaron los
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salarios cuando deberían haberlos reducido. Y hoy se defiende a menudo que lo que
en verdad necesitamos es una mayor «flexibilidad» del mercado de trabajo,
eufemismo del recorte de salarios.
Pero mientras un trabajador individual puede mejorar sus oportunidades de
obtener trabajo a cambio de aceptar un salario inferior, que lo haga más atractivo en
comparación con otros trabajadores, un recorte general de los salarios deja a todo el
mundo en el mismo lugar, salvo en un aspecto: reduce los ingresos de todos, pero el
nivel de deuda se mantiene igual. Así pues, más flexibilidad en los salarios (y los
precios) solo empeoraría las cosas.
Bien, algunos lectores quizá hayan pensado lo siguiente: si acabo de explicar por
qué hacer cosas que normalmente se consideran adecuadas y prudentes nos hace ir a
peor en la situación actual, ¿no supone esto que, de hecho, deberíamos estar haciendo
lo contrario? Y la respuesta, básicamente, es sí. En un momento en el que muchos
deudores intentan aumentar el ahorro y cancelar las deudas, es importante que
alguien haga lo contrario, es decir, gaste más y tome más dinero prestado; y el
alguien más obvio no es otro que el gobierno. Por lo tanto, esta es otra forma de
llegar al argumento keynesiano según el cual para responder a la clase de depresión a
que nos enfrentamos necesitamos el gasto del gobierno.
¿Qué podemos decir sobre el argumento de que la caída de salarios y precios
empeora la situación? ¿Acaso supone esto que elevar sueldos y precios mejoraría la
situación y que la inflación, de hecho, sería útil? En efecto, así es, porque la inflación
reduciría la carga de la deuda (además de tener algún otro efecto útil que
analizaremos más adelante). Más en general, las políticas que buscan reducir el peso
de la deuda de un modo u otro, como por ejemplo la ayuda hipotecaria, podrían y
deberían tratar de encontrar una salida perdurable a la depresión.
Pero nos estamos adelantando. Antes de desarrollar una propuesta completa de
estrategia de recuperación, quiero destinar los capítulos inmediatos a ahondar más en
cómo hemos llegado a meternos en esta depresión.
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Banqueros que se vuelven locos
La reciente reforma regulatoria, unida a las tecnologías
innovadoras, ha estimulado el desarrollo de productos
financieros tales como valores respaldados por activos,
obligaciones crediticias con garantía secundaria y permutas
de cobertura por incumplimiento crediticio que facilitan la
dispersión del riesgo. … Estos instrumentos financieros de
complejidad creciente han contribuido al desarrollo de un
sistema financiero mucho más flexible, eficiente y, en
consecuencia, resistente que el que existía hace tan solo un
cuarto de siglo.
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crisis financiera, el análisis del sistema financiero, tanto en Estados Unidos como en
Europa, estaba marcado por una autocomplacencia extraordinaria. A los pocos
economistas que se inquietaban por el ascenso de los niveles de endeudamiento y la
actitud cada vez menos seria con respecto a los riesgos se los dejó de lado, cuando no
se los ridiculizó.
Esta posición marginal se reflejó tanto en la conducta del sector privado como en
las políticas públicas: paso a paso, se fueron desmantelando las normas y
regulaciones que se habían instaurado en la década de 1930 para protegernos frente a
las crisis bancarias.
GATEWOOD, banquero de La
diligencia(1939)
Como las otras citas que he venido trayendo a colación de los años treinta del
siglo pasado, la queja del banquero, en el clásico de John Ford La diligencia, suena
como si se pudiera haber redactado ayer mismo (dejando a un lado la referencia al
«petimetre»). Lo que el lector debe saber, si no ha visto nunca la película —del todo
recomendable— es que, en realidad, Gatewood es un canalla. Si ha subido a esa
diligencia es porque ha desfalcado todos los fondos de su banco y se larga de la
ciudad.
Sin duda, John Ford no tenía una opinión especialmente positiva de los
banqueros. Pero en aquellos años, en 1939, nadie la tenía. Las experiencias de la
década precedente y, en particular, la oleada de hundimientos bancarios que barrió
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Estados Unidos en 1930-1931 había creado tanto una desconfianza general como la
exigencia de una regulación más firme. Algunas de las regulaciones de los treinta
siguen en vigor en la actualidad, lo que explica que, en esta crisis, no haya habido
muchas estampidas bancarias tradicionales, con la retirada masiva de fondos. Otras,
por el contrario, se desmantelaron en las dos últimas décadas del siglo xx. Como
factor no menos importante, las regulaciones no se actualizaron para lidiar con los
cambios del sistema financiero. Esta mezcla de desregulación y falta de actualización
de las regulaciones fue un factor de primer orden en la explosión de endeudamiento y
la crisis consiguiente.
Empecemos por hablar de qué hacen los bancos y por qué se necesitan
regulaciones.
La banca, según la conocemos en la actualidad, comenzó casi por accidente,
como una actividad suplementaria de un negocio muy distinto: la orfebrería. Los
orfebres, como manejaban una materia prima muy onerosa, siempre tuvieron cajas
fuertes que dificultaban mucho la labor de los ladrones. Algunos de ellos empezaron
a alquilar el uso de esas cajas fuertes, con lo que personas que tenían oro, pero no
dónde guardarlo con seguridad, lo confiaban al cuidado de los orfebres, recibiendo a
cambio un billete que les permitiría reclamar su oro cuando así lo quisieran.
En este punto comenzaron a ocurrir dos cosas interesantes. Primero, los orfebres
descubrieron que, en realidad, no hacía falta que tuvieran todo aquel oro en sus cajas
fuertes. Como era improbable que todos los depositarios reclamaran su oro al mismo
tiempo (por lo general), era seguro prestar a otros buena parte del oro y mantener
como reserva tan solo una fracción menor. En segundo lugar, los billetes que daban fe
del oro depositado comenzaron a circular como una forma de dinero; en vez de pagar
a alguien con monedas de oro reales, se le podía transferir la propiedad de algunas de
las monedas que uno había depositado ante un orfebre. Así, el trozo de papel que
correspondía a esas monedas se convirtió, en cierto sentido, en algo tan bueno como
el oro.
Y en esto se resume la banca. Los inversores, por lo general, deben elegir entre la
liquidez (la capacidad de disponer de los propios fondos, en un plazo de tiempo
breve) y el rendimiento (que hace trabajar al dinero para ganar aún más). El dinero
que uno tiene en el bolsillo goza de una liquidez perfecta, pero no ofrece rendimiento
alguno; una inversión en (imaginemos) una nueva y prometedora empresa puede
compensar mucho si todo va bien, pero no se convierte fácilmente en metálico si uno
se enfrenta a una emergencia financiera. Lo que hacen los bancos, parcialmente, es
eliminar la necesidad de elección. Un banco proporciona liquidez a sus depositantes,
pues estos pueden recobrar sus fondos cuando lo quieran. Pero al mismo tiempo,
pone a trabajar la mayor parte de sus fondos, para obtener rendimiento; por ejemplo,
en préstamos a negocios o hipotecas inmobiliarias.
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Hasta aquí, todo va bien. Y la banca es algo muy positivo, no solo para los
banqueros, sino para la economía en su conjunto, la mayor parte del tiempo. Algunas
veces, sin embargo, la banca puede equivocarse mucho. En efecto, toda la estructura
depende de que no todos los depositantes quieran su dinero al mismo tiempo. Si, por
alguna razón, ya sea todos o al menos muchos de los impositores de un banco sí
deciden retirar sus fondos de manera simultánea, el banco se hallará ante un gran
problema: no dispone del metálico necesario y, si intenta hacerse con él rápidamente,
liquidando préstamos y otros activos, tendrá que ofrecer precios de saldo; y, muy
posiblemente, el proceso terminará en bancarrota.
Y ¿qué haría que muchos de los depositantes de un banco intentaran retirar sus
fondos al mismo tiempo? Bien, el miedo a que el banco esté a punto de hundirse…,
quizá porque tantos imposito-res están intentando abandonarlo.
Así pues, la banca lleva consigo, como rasgo inevitable, la posibilidad de
estampidas: pérdidas repentinas de confianza que causan pánico y terminan
convirtiéndose en profecías que comportan su propia realización. Además, estas
retiradas masivas de fondos pueden resultar contagiosas, tanto porque el pánico se
puede extender a otros bancos como porque las ventas a precio de saldo de un banco,
al reducir el valor de los activos de otros bancos, pueden empujar a estos otros bancos
a la misma clase de dificultades financieras.
Como algunos lectores quizá habrán captado ya, existe un claro «aire de familia»
entre la lógica de las estampidas bancarias —retiradas de fondos especialmente
contagiosas— y la del momento de Minsky, en el que todo el mundo intenta cancelar
sus deudas simultáneamente. La diferencia principal es que los elevados niveles de
deuda y apalancamiento en el conjunto de una economía, que posibilitan un momento
de Minsky, son algo que solo ocurre de vez en cuando; en cambio, lo normal es que
los bancos estén suficientemente apalancados para que una pérdida repentina de
confianza se pueda convertir en profecía de realización inevitable. La posibilidad de
la retirada masiva de fondos es algo más o menos inherente a la naturaleza de la
actividad bancaria.
Antes de la década de 1930, hubo principalmente dos tipos de respuesta al
problema de la estampida bancaria. En primer lugar, los propios bancos intentaban
parecer lo más sólidos posible, tanto a través de las apariencias —por eso los
edificios de estos establecimientos eran tan a menudo gigantescas estructuras de
mármol— como siendo de hecho muy cautelosos. En el siglo XIX, los bancos tenían
a menudo «cocientes de capital» de entre el 20 y el 25 por 100 (es decir, el valor de
sus depósitos suponía solo del 75 al 80 por 100 del valor de sus activos). Esto
suponía que un banco del siglo xix podía enfrentarse a una morosidad de hasta el 20 o
el 25 por 100 del dinero que había prestado y, aun así, seguía siendo plenamente
capaz de pagar a sus depositantes. En cambio, en vísperas de la crisis de 2008,
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muchas instituciones financieras solo podían respaldar con capital un porcentaje
escaso de sus activos, de modo que incluso pérdidas menores podían «quebrar el
banco».
En segundo lugar, también hubo esfuerzos para crear «prestatarios de último
recurso»: instituciones que, en una situación de pánico, pudieran avanzar fondos a los
bancos y, con ello, garantizar el pago a los depositantes y la consiguiente disminución
del pánico. En Gran Bretaña, el Banco de Inglaterra empezó a interpretar este papel a
principios del siglo xix. En Estados Unidos, el pánico de 1907 se resolvió mediante
una respuesta ad hoc organizada por J. P. Morgan; y el hecho de comprender que no
siempre podría contarse con la asistencia puntual de un J. P. Morgan llevó a la
creación de la Reserva Federal.
Pero estas respuestas tradicionales demostraron ser terriblemente inadecuadas en
los años treinta, por lo que intervino el Congreso. La ley Glass-Steagall de 1933 (y
legislaciones similares en otros países) estableció lo que equivalía a un sistema de
diques para proteger la economía contra las inundaciones financieras. Y durante cerca
de medio siglo, este sistema funcionó muy bien.
Por un lado, la Glass-Steagall fundó la Corporación Federal de Seguros de
Depósitos, que garantizaba (y sigue garantizando) los depósitos frente a las pérdidas
derivadas del hipotético hundimiento de un banco. Si ha visto usted la película It’s a
Wonderful Life (¡Qué bello es vivir!), que incluye una estampida bancaria, quizá le
resulte interesante saber que la escena es completamente anacrónica: en el momento
en que se sitúa la acción —justo después de la segunda guerra mundial—, los
depósitos ya estaban garantizados y las retiradas masivas de fondos habían quedado
como algo del pasado.
Por otro lado, la ley Glass-Steagall limitaba la cantidad de riesgo que podía
asumir un banco. Esto resultaba especialmente necesario desde el mismo momento en
que se había establecido el seguro de los depósitos, que podría haber creado una
situación en la que los banqueros movilizaran el dinero sin freno ni preguntas —eh,
todo esto cuenta con el seguro del gobierno— y lo destinaran a inversiones de
máximo riesgo, contando con que, si salía cara, ellos ganaban, y si salía cruz,
pagaban los contribuyentes. De los numerosos desastres desregulatorios, uno de los
primeros se produjo en los años ochenta, cuando las instituciones de ahorro y
préstamos se vengaron demostrando que esta clase de juego de azar costeado por los
contribuyentes era algo más que una mera posibilidad teórica.
Así, los bancos quedaron sujetos a varias reglas concebidas para prevenir que
jugaran a juegos de azar con los fondos de sus depositantes. Muy especialmente, todo
banco que aceptara depósitos quedaba limitado al negocio de los préstamos; no podía
usar aquellos fondos para especular en los mercados de valores o materias primas; de
hecho, tampoco se podían alojar estas actividades especulativas bajo el mismo techo
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institucional. Por lo tanto, la ley separó netamente la banca ordinaria (digamos, la
clase de cosas que hacen Chase Manhattan y entidades similares) de la «banca de
inversión» (lo que hacen Goldman Sachs y similares).
Gracias al seguro de los depósitos, como he dicho, las retiradas masivas de
fondos, a la antigua, quedaron como recuerdo del pasado. Y gracias a la regulación, la
banca manejó la concesión de préstamos con mucha más cautela de la que había
empleado antes de la Gran Depresión. El resultado fue lo que Gary Gorton, profesor
de Yale, denomina «el período tranquilo», una etapa larga de relativa estabilidad y
ausencia de crisis financieras.
Ahora bien, todo esto empezó a cambiar en 1980.
En 1980, como es bien sabido, Ronald Reagan fue elegido presidente e hizo virar
a la derecha, muy decididamente, la política estadounidense. Pero en cierto sentido, la
elección de Reagan solo suponía formalizar un cambio radical en las actitudes hacia
la intervención gubernamental, cambio que ya se había puesto en marcha durante el
mandato de Cárter. Cárter presidió la desregulación de las líneas aéreas, que
transformó la forma de viajar de los estadounidenses; la desregulación del transporte
por carretera, que transformó la distribución de los bienes; y la desregulación del
petróleo y el gas natural. Estas medidas, dicho sea de paso, gozaron (y siguen
gozando hoy) de la aprobación casi universal de los economistas: ciertamente —a su
modo de ver— no había ni hay una buena razón para que el gobierno decida tarifas
del transporte aéreo o por carretera, y el incremento de la competencia en estas
industrias comportó mejoras generalizadas en la eficiencia.
Dado el espíritu de aquellos tiempos, probablemente no debería extrañarnos que
también las finanzas vivieran la desregulación. Una medida importante en esta
dirección ya se había producido durante el mandato de Cárter, que aprobó la ley de
control monetario, de 1980, que ponía fin a las normas que habían impedido que los
bancos pagaran interés por muchas clases de depósitos. Reagan lo completó con la
ley Garn-St. Germain, de 1982, que rebajó las restricciones sobre la clase de
préstamos que podían realizar los bancos.
Por desgracia, la banca no es como el transporte de mercancías y la desregulación
no se tradujo tanto en mejoras de la eficiencia como en un estímulo a la conducta de
riesgo. Dejar que los bancos compitan en la oferta de interés por los depósitos parecía
un buen negocio para los consumidores. Pero supuso que la banca se convirtiera, cada
vez más, en un caso de supervivencia de los más imprudentes, en el que solo los que
estaban dispuestos a conceder préstamos dudosos podían permitirse pagar a los
depositantes un interés competitivo. Eliminar las restricciones a las tasas de interés
hizo que los préstamos imprudentes fueran más atractivos, porque los banqueros
podían prestar dinero a clientes que prometían pagar mucho… aunque quizá no
cumplirían con lo prometido. Y el margen de riesgo se incrementó aún más cuando se
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hicieron más laxas las restricciones que limitaban la exposición a determinadas líneas
de negocio o a los prestatarios individuales.
Estos cambios produjeron un fuerte incremento de los préstamos, un fuerte
incremento de los riesgos asumidos en esos préstamos y también, tan solo unos pocos
años después, algunos grandes problemas en la banca; problemas que, a su vez, se
exacerbaron por la forma en que algunos bancos financiaron los préstamos que
concedían con dinero que tomaban prestado de otros bancos.
Por otra parte, la tendencia a la desregulación tampoco acabó con la marcha de
Reagan. Con el siguiente presidente demócrata se produjo una nueva relajación de las
normas: fue Bill Clinton quien dio el golpe final a las regulaciones de la Depresión, al
cancelar las normas de Glass-Steagall que habían separado la banca comercial de la
de inversión.
Aun así, y no obstante lo anterior, estos cambios regulatorios fueron menos
importantes que lo que no cambió: las regulaciones no se actualizaron para reflejar
los cambios en la naturaleza de la actividad bancaria.
¿Qué es, a fin de cuentas, un banco? Tradicionalmente, ha sido una institución en
la que hacer depósitos, un lugar en el que depositamos dinero en una ventanilla y lo
podemos retirar desde esa misma ventanilla. Pero en lo que atañe a la economía, un
banco es toda aquella institución que promete acceso fácil a sus fondos, incluso
cuando usa la mayor parte de esos fondos para hacer inversiones que los clientes no
podrán convertir en metálico en un corto plazo de tiempo. Las entidades de depósito
—grandes edificios de mármol con hileras de cajeros— son la forma tradicional de
conseguirlo. Pero hay otras formas de hacerlo.
Un ejemplo obvio son los fondos del mercado monetario, que no tienen una
presencia física como los bancos y no proporcionan metálico en el sentido literal
(papelitos verdes con retratos de presidentes difuntos), pero aparte de esto funcionan
en gran medida como cuentas corrientes. Las empresas que buscan dónde aparcar su
efectivo optan a menudo por el «repo», o pacto de recompra en el que prestatarios
como Lehman Brothers piden prestado dinero para plazos muy breves —a menudo,
de tan solo una noche— usando como garantía secundaria valores con respaldo
hipotecario; y el dinero que se consigue así se utiliza para comprar aún más valores
de esta clase. Y aún hay otros mecanismos, como los «valores con tasa de subasta»
(mejor no pregunten), que, una vez más, sirven prácticamente para los mismos
propósitos que la banca ordinaria, pero sin hallarse sujetos a las normas que
gobiernan la banca convencional.
Esta serie de formas alternativas de hacer lo que la banca venía haciendo se ha
dado en llamar «banca a la sombra». Hace treinta años, esta banca paralela era una
parte menor del sistema financiero; la banca la formaban, ante todo, los grandes
edificios de mármol con hileras de cajeros. En 2007, por el contrario, la banca
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paralela era mayor que la tradicional.
Lo que quedó claro en 2008 —y debería haberse comprendido mucho antes— fue
que la banca a la sombra planteaba los mismos riesgos que la banca convencional. Al
igual que las instituciones de depósito, tienen un apalancamiento alto; al igual que la
banca convencional, pueden derrumbarse por efecto de un pánico auto-rrealizante.
Así, cuando la banca paralela acrecentó su importancia, se la debería haber sometido
a regulaciones similares a las que regían entre los bancos tradicionales.
Pero dado el carácter político de los tiempos, esto no ocurrió. Se permitió que la
banca paralela creciera sin vigilancia; y creció tanto más rápido, precisamente,
porque a los bancos a la sombra se les permitió asumir riesgos mayores que a los
convencionales.
No sorprenderá a nadie saber que los bancos convencionales quisieron su parte en
el pastel; y, en un sistema político cada vez más dominado por el dinero, tuvieron lo
que querían. Si Glass-Steagall había impuesto una separación entre la banca de
depósitos y la de inversión, la norma se revocó en 1999 tras una petición específica
de Citibank, que quería fusionarse con Travelers Group, una firma dedicada a la
banca de inversión, para convertirse en Citigroup.
El resultado fue un sistema cada vez menos regulado en el que los bancos tenían
libertad para entregarse sin reservas al exceso de confianza que había generado el
período de tranquilidad. La deuda se disparó; los riesgos se multiplicaron; se estaban
sentando las bases de la crisis.
LA GRAN MENTIRA
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Congreso está intentando presionar a los bancos para que
relajen sus criterios de préstamo y presten aún más dinero.
Es exactamente el mismo discurso por el que los criticaban.
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créditos a la vivienda. De hecho, durante buena parte de la burbuja inmobiliaria,
Fannie y Freddie estaban perdiendo cuota de mercado con rapidez, porque las
entidades crediticias privadas aceptaban clientes que las organizaciones patrocinadas
por el gobierno rechazaban. Al cabo de un tiempo, Freddie Mac sí empezó a adquirir
hipotecas no preferenciales a los emisores de crédito; pero obviamente estaba
siguiendo el juego, no encabezándolo.
Como intento de refutar este último punto, los analistas de los foros de reflexión
de la derecha —especialmente Edward Pinto, del American Enterprise Institute— han
aportado datos según los cuales Fannie y Freddie suscribieron gran número de
hipotecas «no preferenciales y otras modalidades de alto riesgo». Así inducen a los
lectores sin más recursos a creer que estas organizaciones estuvieron, en efecto, muy
implicadas en el desarrollo de los préstamos subprime. Pero no fue así; y cuando se
analiza la cuestión de las «otras modalidades de alto riesgo», se comprueba que no
era ningún riesgo particularmente alto y que los índices de impago fueron muy
inferiores a los de las hipotecas no preferenciales.
Podría continuar con más detalles, pero creo que el lector se habrá hecho a la
idea. El intento de culpar al gobierno de la crisis financiera se viene abajo con el más
somero análisis de los hechos; y la pretensión de omitir estos hechos huele a engaño
deliberado. Esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿por qué los conservadores tienen
tanto empeño en creer —y en hacer creer a los demás— que todo fue cosa del
gobierno?
La respuesta inmediata es evidente: creer cualquier otra cosa habría supuesto
admitir que tu movimiento político llevaba varias décadas por el camino equivocado.
El moderno conservadurismo se entrega a la idea de que las claves de la prosperidad
son los mercados sin restricciones y la búsqueda sin trabas del beneficio económico y
personal; y también defiende que la expansión de las funciones gubernamentales,
posterior a la Gran Depresión, solo nos ha supuesto perjuicios. Sin embargo, lo que
en verdad vemos es una historia en la que los conservadores se hicieron con el poder,
se pusieron a desmantelar muchas de aquellas protecciones de los tiempos de la
Depresión… y la economía se hundió en una segunda depresión, no tan mala como la
primera, pero notablemente negativa. Así, los conservadores necesitaban
desesperadamente alejar de las mentes esta historia incómoda y narrar otro relato que
convirtiera al gobierno —y no a la falta de gobierno— en el origen del mal.
Pero esto, en cierto sentido, solo hace dar un paso atrás a la pregunta. La creencia
de que el gobierno es siempre el problema y nunca la solución ¿cómo ha llegado a
controlar con mano tan firme nuestro discurso político? Esta nueva pregunta no es tan
fácil de responder como quizá pudiera pensar el lector.
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A juzgar por lo que he dicho hasta aquí, el lector podría pensar que la historia de
la economía estadounidense, desde aproximadamente 1980, fue de prosperidad
ilusoria: de lo que parecían ser buenos tiempos hasta que, en 2008, se produjo el
estallido de la burbuja. Y en parte fue así. Pero esta historia necesita matices porque
lo cierto es que incluso los buenos tiempos no fueron tan tan buenos, en un par de
aspectos.
En primer lugar, mientras Estados Unidos evitó una crisis financiera debilitadora
hasta 2008, los peligros de un sistema bancario desregulado ya empezaron a ser
obvios mucho antes, para los que no se negaban a verlos.
De hecho, la desregulación creó un desastre grave, casi de inmediato. En 1982,
como ya he indicado, el Congreso aprobó la ley Garn-St. Germain. En la ceremonia
de la firma, Ronald Reagan la describió como «el primer paso del exhaustivo
programa de desregulación financiera de nuestro gobierno».
Su propósito inicial era ayudar a resolver las dificultades de las entidades de
ahorro y crédito inmobiliario o (savings and loans), que se habían metido en
problemas después de que la inflación creciera en los años setenta. La elevada
inflación derivó en tasas de interés más altas, con lo que las mencionadas entidades
—que habían prestado mucho dinero a largo plazo y con tasas de interés reducidas—
empezaron a pasarlo mal. Había varias de estas entidades de ahorro y crédito
inmobiliario en riesgo de hundirse; como sus depósitos tenían garantía federal,
muchas de sus pérdidas, en última instancia, recaerían sobre los contribuyentes.
Pero los políticos no querían tragarse aquel sapo y buscaron una salida. En la
ceremonia de la firma, Reagan explicó cómo se suponía que funcionaría:
Pero no funcionó así. Lo que ocurrió, en realidad, fue que la desregulación creó
un caso clásico de «riesgo moral», en el que los propietarios de las entidades de
ahorro y crédito inmobiliario tuvieron todos los incentivos para dedicarse a conductas
de alto riesgo. A fin de cuentas, a los depositantes no les preocupaba qué hiciera su
banco: estaban asegurados contra las pérdidas. Por ello, los banqueros optaron por la
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jugada de conceder préstamos de interés elevado a prestatarios dudosos; típicamente,
promotores inmobiliarios. Si todo iba bien, el banco ganaría mucho dinero. Si la cosa
se torcía, al banquero le bastaba con quitarse de en medio. Si salía cara, ganaba el
banco, y si salía cruz, pagaban los contribuyentes.
¡Ah!, y la regulación laxa también creó un entorno permisivo para el robo directo,
en el que se concedieron préstamos a amigos y parientes que desaparecieron con el
dinero. Ya hemos recordado aquí a Gatewood, el banquero de La diligencia. En la
industria del ahorro y el crédito inmobiliario, durante los años ochenta, los Gatewood
abundaron.
En 1989 resultaba obvio que la industria del ahorro y crédito inmobiliario se
había vuelto loca, hasta el punto de que los federales terminaron por cerrar el casino.
Pero en esas fechas, las pérdidas de la industria se habían disparado. Al final, los
contribuyentes se toparon con una factura de unos 130.000 millones de dólares. Era
una cantidad muy elevada para la época; en comparación con las dimensiones de la
economía, equivalía a más de 300.000 millones de dólares de hoy en día.
El caos del ahorro y crédito inmobiliario tampoco fue la única señal de que la
desregulación era más peligrosa de lo que afirmaban sus defensores. A principios de
los años noventa hubo problemas graves en grandes bancos comerciales —en
particular, en el Citi—, porque se habían excedido en los créditos concedidos a los
promotores inmobiliarios comerciales. En 1998, cuando gran parte del mundo
emergente se hallaba en situación de crisis financiera, el hundimiento de un único
hedge fund o fondo de cobertura, Long Term Capital Management, congeló los
mercados financieros de un modo muy similar a lo que ocurrió, una década después,
tras la caída de Lehman Brothers. Un rescate ad hoc, improvisado por los
funcionarios de la Reserva Federal, evitó el desastre en 1998; pero el suceso debería
haber servido como advertencia, una demostración perfecta de los peligros de las
finanzas sin control. (Recogí algo de esto en la edición original de mi El retorno de la
economía de la depresión, de 1999, donde tracé paralelos entre la crisis de Long
Term Capital Management y las crisis financieras que estaban barriendo Asia. Sin
embargo, mirando hacia atrás, reconozco que no supe entender el verdadero alcance
del problema.)
Pero se hizo caso omiso de la lección. Hasta la misma crisis de 2008, los
personajes más influyentes siguieron insistiendo —como Greenspan en la cita que
abría este capítulo— en que todo iba bien. Además, defendían habitualmente que la
desregulación financiera había favorecido sobremanera el desarrollo económico
general. Aun en el día de hoy es habitual oír afirmaciones como la siguiente de
Eugene Fama, famoso e influyente economista de la Universidad de Chicago:
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algunos grandes actores del mundo en desarrollo experimentaron
un período de crecimiento extraordinario. Es razonable afirmar
que, al facilitar el flujo de los ahorros mundiales hacia usos
productivos en todo el mundo, los mercados financieros y las
instituciones financieras tuvieron un papel crucial en este
crecimiento.
Fama escribió estas palabras, por cierto, en noviembre de 2009, en medio de una
depresión cuya responsabilidad atribuíamos en parte, la mayoría de nosotros, a que
las finanzas se habían desbocado. Pero incluso a largo plazo, de hecho no se ha
producido nada similar a ese «crecimiento extraordinario» del que hablaba Fama. En
Estados Unidos, el crecimiento de las décadas posteriores a la desregulación ha sido,
en realidad, más lento que el de las décadas precedentes; el verdadero período de
«crecimiento extraordinario» fue el de la generación posterior a la segunda guerra
mundial, cuando el nivel de vida vino a duplicarse. De hecho, para las familias con
ingresos medios, incluso antes de la crisis la desregulación solo aportó un aumento
modesto de los ingresos; y ello se debió más a la prolongación de las horas de trabajo
que a salarios más elevados.
Solo para una pequeña —aunque influyente— minoría, la época de la
desregulación financiera y el ascenso del endeudamiento supuso en verdad un
extraordinario aumento de los ingresos. Y esto, sin duda, contribuyó en mucho a que
pocos estuvieran dispuestos a prestar oídos a las advertencias sobre el rumbo que
estaba adoptando la economía.
Para comprender las razones más profundas de nuestra crisis actual, en suma,
debemos hablar sobre la desigualdad de ingresos y la llegada de una segunda edad de
oro.
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La segunda edad de oro
Poseer y mantener una casa del tamaño del Taj Mahal es
caro. Kerry Delrose, director de interiorismo en Jones
Footer Margeotes Partners, de Greenwich, me ha resultado
de gran ayuda para calcular adecuadamente el coste de
decorar una mansión. «Enmoquetar es muy caro —dijo, y
mencionó un rollo de moqueta de 74.000 dólares, que había
encargado para el dormitorio de unos clientes—. Y los
cortinajes. Solo en la ferretería (barras, topes, soportes,
anillas) ya te gastas varios miles de dólares; fácilmente,
10.000 dólares solo para la ferretería de cada habitación.
Luego está la tela … Para la mayoría de estas habitaciones,
el salón magno, la sala de estar, se necesitan entre 100 y
150 metros de tela. No es nada extraordinario. La tela de
algodón sube, de media, a entre 40 y 60 dólares el metro;
pero la mayoría de las que nosotros buscamos, las sedas
buenas de verdad, cuestan a 100 dólares el metro».
Hasta ahora, las cortinas de una sola habitación han
costado entre 20.000 y 25.000 dólares.
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perspicacia que se requiere para forrarse— se han congregado en Greenwich, que, en
tren, está a unos cuarenta minutos de Manhattan. Y los gestores de estos fondos
cuentan con unos ingresos tan elevados, si no más, que los de los capitalistas sin
escrúpulos de antaño (incluso contando con los ajustes por inflación). En 2006, los
veinticinco administradores mejor pagados ganaron 14.000 millones de dólares: tres
veces la suma de los sueldos de los ochenta mil maestros de escuela de la ciudad de
Nueva York.
Cuando estos hombres decidieron comprar casas en Greenwich, el precio no
supuso ningún problema. Compraron alegremente las antiguas mansiones de la edad
dorada; y, en muchos casos, las derribaron para construir palacios aún mayores.
¿Hasta qué punto eran grandes? Según Munk, la media de las casas nuevas adquiridas
por administradores de fondos de cobertura rondaba los 1.500 metros cuadrados.
Uno de estos gestores, Larry Feinberg —de Oracle Partners, especialistas en la
industria de la salud—, compró una casa de 20 millones de dólares solo para
derribarla; sus planos de construcción, según el archivo municipal, preveían una
mansión de 2.859 metros cuadrados. Tal como apuntó útilmente Munk, la superficie
es solo ligeramente inferior a la del Taj Mahal.
Pero ¿por qué tendríamos que preocuparnos? ¿Se trata solo de un interés
morboso? Bien, no negaré que existe cierta fascinación hacia los estilos de vida de los
ricos y fatuos. Pero también hay otra cuestión de mayor calado.
Al final del capítulo 4 señalé que, aun antes de la crisis de 2008, costaba entender
por qué la desregulación financiera se consideraba un éxito. El lío de las entidades de
ahorro y crédito ha supuesto una demostración bien onerosa de cómo podía
desbocarse la banca desregulada; ha habido conatos que ya anunciaban la crisis que
se avecinaba; y, en todo caso, el crecimiento económico ha sido menor en la era de la
desregulación de lo que fue en la época de una regulación estricta. Pero entre algunos
analistas —prácticamente, aunque no solo, en el ala derecha de la política— imperó
(y aún impera) la extraña y falsa convicción de que la era de la desregulación fue de
triunfo económico. En el último capítulo ya apunté que Eugene Fama, el notorio
teórico de las finanzas de la Universidad de Chicago, escribió que en la época
posterior a la desregulación financiera se había vivido un «crecimiento
extraordinario», cuando en realidad no ha existido nada semejante.
¿Qué podría haber llevado a Fama a creer que hemos experimentado ese supuesto
«crecimiento extraordinario»? Bueno, quizá sea el hecho de que algunas personas —
el tipo de personas que, por ejemplo, patrocina conferencias sobre teoría financiera—
experimentaron realmente un crecimiento extraordinario en sus ingresos.
En la página 86 ofrezco dos figuras. La figura de arriba refleja dos medidas de los
ingresos familiares en Estados Unidos desde la segunda guerra mundial, ambas en
dólares ajustados a la inflación. Una, el promedio de los ingresos familiares (el total
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de los ingresos dividido entre el número de familias). Pero ni siquiera este indicador
muestra señal alguna del «extraordinario crecimiento» que habría venido después de
la desregulación financiera; de hecho, el crecimiento fue más rápido antes de la
década de los ochenta que después. La segunda muestra los ingresos de una familia
intermedia: los ingresos de una familia típica, cuyos ingresos son superiores a los de
la mitad de la población e inferiores a los de la otra mitad.
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Fuente: Censo de Estados Unidos; Thomas Piketty y Emmanuel
Saez, «Income Inequality in the United States: 1913-1998»,
Quarterly Journal of Economics, febrero de 2003 (revisión de
2010)
Como se puede ver, los ingresos de la familia típica crecieron mucho menos
después de 1980 que antes. ¿Por qué? Pues porque una gran parte de los frutos del
crecimiento económico fue a parar a manos de la gente que estaba en lo más alto.
La figura inferior muestra lo verdaderamente bien que le fue a la gente que estaba
en la cúspide; el «1 por 100» que ha hecho famoso el movimiento Occupy Wall
Street. Para ellos, el crecimiento posterior a la desregulación financiera ha sido
ciertamente extraordinario, con ingresos ajustados a la inflación que fluctúan según
las subidas y bajadas de los mercados de valores, pero que desde 1980,
aproximadamente, se han cuadruplicado. Por tanto, a la élite le ido muy pero que muy
bien después de la desregulación; mientras que a la súperelite y a la élite de la
súperelite —el 0,1 por 100 superior y el 0,01 por 100 de la cumbre última— le ha ido
aún mejor, con una ganancia (para ese 1 por 10.000 de estadounidenses) del 660 por
100. Y esto es lo que hay tras la edificación de esos Taj Mahales en Connecticut.
Esta mejora tan notable de los riquísimos, y más a la vista del crecimiento
económico moderado y de las ganancias muy modestas de la clase media, pone sobre
el tapete dos cuestiones principales. Una es por qué sucedió; de esto me ocuparé
brevemente, puesto que no es el tema principal de este libro. El otro es qué relación
guarda con la depresión que estamos padeciendo, lo cual constituye un tema
espinoso, pero importante.
En primer lugar, por tanto, ¿a qué se debe esa explosión de ingresos de los más
ricos?
Hasta la fecha, muchos debates sobre la creciente desigualdad hacen que parezca
que todo se reduce a la importancia cada vez mayor de las aptitudes y la formación.
La tecnología moderna, se nos dice, aumenta la demanda de trabajadores con estudios
superiores y disminuye la necesidad de trabajos corporales o rutinarios. Por tanto, la
minoría que cuenta con una buena formación se impone sobre la mayoría con menos
formación. Por ejemplo, allá en 2006, Ben Bernanke, el presidente de la Reserva
Federal, pronunció un discurso sobre la desigualdad creciente en el que sugería que la
historia se resume en que la cabeza formada por el 20 por 100 de los trabajadores
(con estudios muy superiores al resto) estaba dejando atrás al 80 por 100 (la cola, con
una formación muy inferior).
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Y, a decir verdad, la historia no es falsa del todo: en general, cuanta más
formación tiene una persona, mejor le ha ido en estos últimos 30 años. Los sueldos de
los estadounidenses con formación universitaria han subido en comparación con los
de los ciudadanos que se quedaron en el bachillerato; y los sueldos de los
estadounidenses con un título de posgrado han subido en comparación con los que
solo tienen una licenciatura.
Pero centrarnos solamente en las disparidades salariales debidas a la educación es
perder de vista no una parte, sino el grueso del cuento. Porque los verdaderos
beneficios no han ido a parar a trabajadores con estudios universitarios en general,
sino a un puñado de personas muy adineradas. Es habitual que un profesor de
instituto tenga una licenciatura, y muchos, un posgrado; pero no han vivido, por
decirlo suavemente, el tipo de incremento de ingresos que sí han conocido los
administradores de los fondos de cobertura. Recordemos, una vez más, que 25
administradores de estos fondos ganaron tres veces más dinero que los 80.000
maestros de escuela de la ciudad de Nueva York.
El movimiento Occupy Wall Street se congregó en torno de un lema: «Nosotros
somos el 99 por 100», mucho más próximo a la verdad que la palabrería a la que nos
tiene acostumbrada la clase dirigente, sobre las supuestas diferencias de formación y
de aptitudes. Y esto no lo dicen solamente unos radicales. El otoño pasado, la Oficina
Presupuestaria del Congreso —de lo más respetable y netamente apartidista—
publicó un informe en el que detallaba el crecimiento de la desigualdad entre 1979 y
2007. Constató que los estadounidenses situados entre los percentiles 80 y 99 —esto
es, el 20 por 100 superior, del que hablaba Bernanke, menos el 1 por 100 de Occupy
Wall Street— han experimentado en este periodo un aumento de los ingresos del 65
por 100. Eso está muy bien, sobre todo si lo comparamos con las familias que se
encuentran en la parte inferior de la escala: a las familias de la zona media solo les
fue la mitad de bien, y el 20 por 100 del sector inferior solo experimentó una mejora
del 18 por 100. Pero el 1 por 100 de la cúspide vio aumentar sus ingresos en un 277,5
por 100; y, como ya hemos visto, el 0,1 de la superélite y el 0,01 aún más selecto
recogieron beneficios aún mayores.
Y este aumento de los ingresos de los más ricos no ocupa ningún lugar secundario
cuando nos preguntamos adonde han ido a parar los beneficios del crecimiento
económico. Según la Oficina Presupuestaria, el porcentaje de ingresos netos (después
de impuestos) en el 1 por 100 superior subió del 7,7 al 17,1 por 100 del total de
ingresos; esto significa que, dejando al margen otros factores, el total de ingresos que
queda para todos los demás se ha reducido en un 10 por 100. Otra posibilidad pasa
por preguntarnos qué parte del aumento general de la desigualdad se debió al modo
en que el 1 por 100 dejó atrás a todos los otros; según el índice Gini (un indicador de
la desigualdad, de uso muy común), la respuesta es que la acumulación de beneficios
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entre el 1 por 100 superior fue responsable de la mitad del aumento.
Así pues, ¿por qué al 1 por 100 de la cima le fue tanto mejor que al resto (y aún
más en el caso del 0,1 por 100)?
Entre economistas, se trata de una cuestión sin resolver; y las razones de estas
dudas son, en sí mismas, reveladoras. En primer lugar, hasta hace muy poco imperaba
entre muchos economistas la sensación de que los ingresos de los muy ricos no eran
materia adecuada de estudio, pues se trataba de una cuestión más propia de los
sensacionalistas obsesionados con los famosos, y no de las páginas de una
publicación de economía seria. La partida ya estaba bastante avanzada cuando se
tomó conciencia de que los ingresos de los ricos, lejos de ser una cuestión trivial,
están en el meollo de lo que le está pasando a la economía y a la sociedad de Estados
Unidos.
E incluso en el momento en que los economistas empezaron a tomarse en serio al
1 por 100 y al 0,1 por 100, descubrieron que la materia era incómoda en dos sentidos.
El simple hecho de plantear la cuestión significaba meterse en una zona de guerra
política: la distribución de los ingresos entre los de arriba es una de las áreas en las
que cualquiera que levante la cabeza por encima del parapeto se encontrará con
ataques violentos de los que vienen a ser pistoleros a sueldo, protectores de los
intereses de los ricos. Por ejemplo, hace unos pocos años, Thomas Picketty y
Emmanuel Saez —cuyo trabajo ha sido crucial para seguir la pista, a largo plazo, de
los aumentos y las disminuciones de la desigualdad— fueron atacados por Alan
Reynolds, del Instituto Cato, que lleva décadas afirmando que en realidad la
desigualdad no ha crecido. Cada vez que se desenmascara con meticulosidad uno de
sus argumentos, Reynolds sale con otro nuevo.
Además, dejando a un lado la política, es incómodo manejar los ingresos de los
más ricos con las herramientas de las que suele valerse el economista. De lo que más
sabe mi profesión es de oferta y demanda; sí, la economía se ocupa de muchas más
cosas, pero esta es la primera herramienta, y la principal, de los análisis. Y los
receptores de ingresos tan elevados no viven en un mundo de oferta y demanda.
Un trabajo reciente de Jon Bakija, Adam Colé y Bradley Heim nos da una idea
clara de quiénes forman el 0,1 por 100 superior: por decirlo en pocas palabras, se
trata, básicamente, de ejecutivos de grandes corporaciones y especuladores
financieros. Casi la mitad de los ingresos del 0,1 termina en manos de ejecutivos y
directores de empresas que no son financieras; otra quinta parte va a parar a gente del
mundo de las finanzas; añádase cierta abogacía e inmobiliarias, y ya tendremos unas
tres cuartas partes del total.
Ahora bien, los manuales de teoría económica dicen que, en un mercado
competitivo, a cada trabajador se le paga por su «producto marginal»: la cantidad que
ese trabajador añade a la producción total. Pero ¿cuál es el producto marginal de un
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gran ejecutivo, de un administrador de fondos de cobertura o, a este respecto, del
abogado de una gran corporación? Nadie lo sabe, de hecho. Y si miramos cómo se
fijan en realidad los ingresos de las personas incluidas dentro de esta categoría, nos
encontraremos con algunos procesos que, seguramente, tengan poco que ver con su
contribución económica.
Es probable que, llegados a este punto, alguien diga: «¿Y qué hay de Steve Jobs o
de Mark Zuckerberg? ¿Acaso no se hicieron ricos creando productos de valor?». Y la
respuesta es: sí. Pero entre el 1 por 100 de los de arriba, o incluso entre el 0,01 por
100 de los de más arriba, hay muy pocos que hayan hecho así su dinero.
En su mayoría, se trata de ejecutivos de empresas que no han creado ellos
mismos. Quizá poseen muchas acciones, u opciones sobre acciones, de sus empresas;
pero estos activos los recibieron como parte de su conjunto retributivo, no por ser
fundadores de la empresa. ¿Y quién decide qué incluyen sus conjuntos salariales?
Bien, como es sabido, los encargados de fijar el conjunto retributivo de los
presidentes o directores generales son los miembros de un comité de compensación
nombrado por… por el mismo presidente o director al que están valorando.
Quienes más ganan en la industria financiera se mueven en un entorno más
competitivo, pero hay buenas razones para creer que, a menudo, sus ganancias están
infladas en comparación con sus verdaderos logros. Los administradores de fondos de
cobertura, por ejemplo, tienen honorarios dobles: cobran por el trabajo de administrar
el dinero de otras personas y se llevan asimismo un porcentaje de sus beneficios. Esto
les supone un incentivo de peso para realizar inversiones arriesgadas, fuertemente
apalancadas: si las cosas van bien, reciben una cuantiosa recompensa; mientras que,
si las cosas van mal —y este momento siempre llega— nada les obliga a devolver los
beneficios anteriores. Y el resultado es que, de media —esto es, una vez tomamos en
cuenta el hecho de que muchos administradores de estos fondos fracasan y que los
inversores no saben por anticipado qué fondos acabarán en la lista de bajas—, a los
que invierten en fondos de cobertura no les va especialmente bien. De hecho, según
un libro reciente, The Hedge Fund Mirage, de Simón Lack, en la última década
quienes han invertido en fondos de cobertura, en promedio, habrían obtenido un
resultado mejor de haber invertido en bonos del Tesoro; y quizá ni siquiera ganaron
nada.
Quizá el lector pueda pensar que los inversores deberían estar más atentos a esta
desviación de los incentivos; y, más en general, que tendrían que estar al cabo de lo
que se dice en todos los folletos informativos: «los resultados obtenidos en el pasado
no son garantía de rendimientos futuros» (esto es, aunque el año pasado un gestor
otorgó buenos resultados a sus inversores, tal vez simplemente tuvo suerte). Pero la
realidad sugiere que muchos inversores —y no solamente los más humildes— siguen
siendo crédulos y depositan su fe en el genio de los actores financieros, pese a las
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numerosas pruebas que indican que esta clase de inversiones tienden a salir mal.
Una cosa más: aun cuando los especuladores sin escrúpulos han hecho ganar
dinero a los inversores, en varios casos importantes no lo hicieron generando valor
para la sociedad en su conjunto, sino, al contrario, expropiando de hecho valor a otros
actores.
Donde esto es más obvio es en el caso de las malas prácticas bancarias. En la
década de 1980, los dueños de sociedades de ahorro y crédito inmobiliario obtuvieron
grandes beneficios asumiendo grandes riesgos; y luego dejaron la factura a los
contribuyentes. Y en la década de 2000, los banqueros volvieron a hacer lo mismo:
consiguieron fortunas enormes mediante préstamos inmobiliarios inadecuados y
luego o bien se los vendieron a inversores incautos, o bien se beneficiaron del rescate
gubernamental cuando estalló la crisis.
Pero pasa lo mismo en muchos casos de capital de inversión privado, en
referencia al negocio de comprar empresas, reestructurarlas y luego ponerlas otra vez
en venta. (Gordon Gekko, en la película Wall Street, se dedicaba a este capital de
inversión; Mitt Romney lo hacía en la vida real.) A decir verdad, algunas empresas de
capital de inversión privado han hecho una labor valiosa al financiar la creación de
empresas, en sectores como la alta tecnología y otros. Pero en muchos otros casos, los
beneficios han venido de lo que Larry Summers —sí, ese Larry Summers[3] —
denominó, en un influyente artículo titulado con el mismo nombre, «abuso de
confianza»: básicamente, incumplir contratos y acuerdos. Pensemos, por ejemplo, en
el caso de Simmons Bedding, una empresa histórica, fundada en 1870, que se declaró
en bancarrota en 2009, lo cual provocó que muchos trabajadores perdieran sus
empleos y los prestamistas buena parte de lo arriesgado. Así es como el New York
Times describió la carrera hacia la bancarrota:
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obtuvo cientos de millones de dólares de Simmons, en forma de
dividendos especiales. También se pagó a sí misma varios
millones más en honorarios; primero, por comprar la empresa, y
luego, por ayudar a gestionarla.
Los ingresos de los de arriba, por tanto, no se parecen a los de las secciones
inferiores de la escala; mantienen una relación mucho menos obvia ya sea con los
fundamentos económicos o con su contribución a la economía en su conjunto. Pero
¿por qué estos ingresos se dispararon desde 1980, aproximadamente?
Parte de la explicación puede encontrarse, sin duda, en la desregulación financiera
que expuse en el capítulo 3. Los mercados financieros sometidos a una estricta
regulación, que caracterizaron a Estados Unidos entre la década de 1930 y la de 1970,
no ofrecieron las oportunidades de enriquecimiento personal que florecieron después
de 1980. Y los elevados ingresos en las finanzas, posiblemente, tuvieron un efecto de
«contagio» en el sueldo de los ejecutivos, más en general. Al menos, ciertos sueldos
extraordinarios de Wall Street facilitaron a los comités de retribuciones el justificar
grandes sueldos fuera del mundo de las finanzas.
Thomas Piketty y Emmanuel Saez —cuyo trabajo ya he mencionado más arriba
— han sostenido que los ingresos más elevados se ven afectados, en gran medida, por
las normas sociales; un punto de vista del que se hacen eco investigadores como
Lucian Beb-chuck, de la facultad de Derecho de Harvard, quien sostiene que la
principal limitación en el sueldo de los administradores es la «restricción por
escándalo». Este tipo de argumentos hacen pensar que los cambios vividos en el
clima político después de 1980 podrían haber desbrozado el camino para lo que viene
a ser el puro ejercicio del poder de exigir ingresos elevados, en un modo que antes se
consideraba imposible. Sin duda, es relevante señalar aquí el pronunciado declive de
la afiliación sindical durante los años ochenta, lo que eliminó a uno de los grandes
actores que podría haber protestado en contra de los cuantiosos salarios de los
ejecutivos.
Recientemente, Piketty y Saez han añadido otro argumento: los fuertes recortes
en los impuestos a los grandes ingresos —dicen—, en realidad, han supuesto un
acicate para que los ejecutivos vayan aún más lejos y se dediquen a «perseguir
beneficios» a expensas del resto de la fuerza de trabajo. ¿Por qué? Porque ha
aumentado la ganancia personal derivada de unos ingresos brutos más elevados, por
lo que los ejecutivos se muestran más dispuestos a asumir el riesgo de rechazo o
afectación moral mientras persiguen sus beneficios personales. Tal como han
señalado Pikkety y Saez, hay una correlación negativa muy estrecha entre los tipos
impositivos máximos y el porcentaje de ingresos del 1 por 100 más afortunado, tanto
en los distintos períodos históricos como en los diversos países.
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La lección que yo saco de todo esto es que, probablemente, deberíamos pensar
que el rápido aumento de los ingresos de la minoría acaudalada refleja los mismos
factores sociales y políticos que fomentaron la laxitud en la regulación financiera.
Esta regulación laxa, como ya hemos visto antes, es crucial a la hora de comprender
cómo hemos llegado a esta crisis. Pero, en lo que respecta a la desigualdad per se,
¿representó también algún papel importante?
DESIGUALDAD Y CRISIS
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los ingresos se han concentrado en manos de unos pocos, el consumidor común
demora sus gastos y los ahorros aumentan más rápido que las oportunidades de
inversión. Sin embargo, lo que ha sucedido en realidad en Estados Unidos es que el
gasto en consumo se ha mantenido fuerte pese a la creciente desigualdad; y, lejos de
crecer, los ahorros personales iniciaron una tendencia a la baja durante la era de la
desregulación financiera y el ascenso de la desigualdad.
La propuesta contraria es más fácil de defender: que la creciente desigualdad nos
ha llevado a un consumo excesivo, en lugar de demasiado escaso; más
concretamente, que las brechas cada vez más anchas entre ingresos han provocado
que los de más abajo asuman demasiadas deudas. Robert Frank, de Cornell, sostuvo
que el aumento de los ingresos de la minoría más acaudalada provoca unas «cascadas
de consumo» que acaban reduciendo los ahorros e incrementando las deudas:
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algunos de estos canales de influencia— que el incremento de la desigualdad ha
contribuido y sigue contribuyendo a la depresión, sobre todo, en materia de política.
Cuando nos preguntamos por qué los responsables de establecer nuestras políticas
activas fueron tan ciegos a los riesgos de la desregulación financiera —y, desde 2008,
por qué tampoco han visto los riesgos de dar una respuesta inadecuada a la depresión
económica—, es difícil no recordar la famosa frase de Upton Sinclair: «Es difícil
conseguir que un hombre comprenda algo, cuando su salario depende de que no lo
comprenda». El dinero compra influencia; mucho dinero compra mucha influencia; y
las políticas que nos han llevado hasta donde estamos, aunque nunca han hecho
demasiado por la mayoría de gente, en cambio sí han funcionado muy bien (al menos
durante un tiempo) para unas pocas personas situadas en lo más alto.
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gobierno, se convirtió en vicepresidente de… Citigroup.
He tratado con Rubin varias veces y dudo de que sea un comprado; entre otras
cosas, ya era tan rico que, cuando salió del gobierno, no le hacía falta el trabajo. Aun
así, lo aceptó. Y en cuanto a Gramm, por lo que yo sé, creía y sigue creyendo
sinceramente en la bondad de todas las posturas que defendió. No obstante, el hecho
de que adoptar aquellos posicionamientos llenase las arcas de su campaña mientras
estaba en el Senado, y después continuara colmando su cuenta bancaria personal, sin
duda habrá contribuido a que defender sus ideas políticas resultara, por decirlo así,
más fácil.
En general, a la hora de considerar el papel que el dinero representa en la
definición de las políticas, deberíamos tener presente que esto sucede en muchos
niveles. Hay muchísima corrupción; hay políticos que se dejan comprar, ya sea por
quienes contribuyen a su campaña o mediante sobornos personales. Pero en la
mayoría de casos, quizá en casi todos, la corrupción queda más difuminada y es más
difícil de identificar: los políticos reciben recompensas por mantener determinadas
posturas, y esto hace que las defiendan con mayor firmeza, e incluso se convenzan de
que en realidad no los han comprado; pero desde fuera es difícil ver la diferencia
entre lo que creen «de verdad» y lo que les pagan por creer.
En un nivel aún más indefinido, la riqueza abre puertas y estas puertas son vías de
influencia personal. Los banqueros más notables pueden entrar en los despachos de
los senadores o en la Casa Blanca de una forma muy distinta a como lo haría un
hombre normal y corriente. Y una vez dentro del despacho, pueden ser convincentes,
no solo por los regalos que ofrezcan, sino por quiénes son. Los ricos son gente
distinta a usted y a mí, y no solo porque tienen mejores sastres: ellos tienen la
seguridad —ese aire de saber qué hacer en cada momento— que viene de la mano del
éxito material. Sus estilos de vida resultan atractivos, aun cuando usted y yo no
tengamos la intención de hacer lo necesario para poder permitirnos un estilo de vida
parecido. Y en el caso de los tipos de Wall Street, al menos, es muy cierto que tienden
a ser una gente muy vivaz, con la que en efecto resulta imponente conversar.
El tipo de influencia que una persona rica puede ejercer incluso sobre un político
honrado lo resumió muy acertadamente, hace ya tiempo, H. L. Mencken cuando
describió la caída de Al Smith, que pasó de defender a capa y espada la reforma del
New Deal a mostrarle su oposición más implacable: «El Al de hoy ya no es un
político de la mejor calidad. Al parecer, su asociación con los ricos le ha hecho
tambalearse y cambiar. Se ha convertido en un golfista…».
Bien, no cabe duda de que todo esto ha sido así a lo largo de la historia. Pero la
fuerza de atracción política de los ricos se fortalece cuando los ricos se enriquecen
aún más. Tomemos, por ejemplo, el caso de la puerta giratoria por la que políticos y
funcionarios terminan yendo a trabajar para la industria a la que, supuestamente,
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debían supervisar. Esta puerta existe desde hace mucho tiempo, pero el sueldo que
una persona puede conseguir cuando resulta del agrado de la industria es ahora
bastante más elevado que antaño; esto seguro que contribuye mucho más que hace
treinta años a despertar las ganas de complacer a la gente del otro lado de la puerta y
asumir posturas que lo conviertan a uno en un atractivo asalariado, una vez concluida
la carrera política.
Esta fuerza de atracción no solo afecta a la política y los acontecimientos de
Estados Unidos. La revista Slate, de Matthew Ygle-sias, en una reflexión acerca de la
asombrosa disposición con que los líderes políticos europeos insisten en seguir
adelante con las durísimas medidas de austeridad, ofrecía una conjetura basada en los
intereses personales:
Una cosa más: mientras que la influencia de la industria financiera ha sido fuerte
en los dos grandes partidos de Estados Unidos, el impacto mayor del gran capital
sobre los políticos se ha dejado sentir con más fuerza entre los republicanos, que, por
su ideología, tienden más a apoyar al 1 por 100 de los de arriba (o al 0,1 por 100,
llegado el caso). Y este diferencial de interés explica, probablemente, el llamativo
descubrimiento que hicieron los expertos en ciencias políticas Keith Poole y Howard
Rosenthal, que utilizaron los resultados de las votaciones del Congreso para medir la
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polarización política —la brecha entre los partidos— a lo largo del siglo pasado,
aproximadamente. Descubrieron que existía una relación clara entre el porcentaje de
ingresos totales que obtenía el 1 por 100 más acaudalado y el grado de polarización
del Congreso. Los primeros treinta años posteriores a la segunda guerra mundial
fueron un tiempo marcado por una distribución relativamente igualitaria de los
ingresos, que también se caracterizó por una gran dosis de bipartidismo real, donde
un grupo considerable de políticos de centro tomaba las decisiones por la vía del
consenso más o menos amplio. Sin embargo, desde 1980, el Partido Republicano se
ha desplazado hacia la derecha, de la mano del incremento en los ingresos de la élite;
y los acuerdos políticos se han vuelto prácticamente imposibles.
Esto nos lleva de nuevo a la relación entre la desigualdad y la nueva depresión.
La creciente influencia de la riqueza ha conllevado una gran cantidad de
decisiones políticas que a los liberales, como el que escribe estas palabras, no nos
gustan: la progresiva bajada de los impuestos, la injusticia en las ayudas para los
pobres, el deterioro de la educación pública y otras tantas cuestiones. No obstante, lo
más importante, para el tema central de este libro, fue el modo en que el sistema
político perseveró en la cuestión de la desregulación y la falta de nueva regulación,
pese a los muchos signos de alarma que avisaban de que un sistema financiero sin
regulaciones garantizaba futuros problemas.
El caso es que esta insistencia desconcierta mucho menos cuando tenemos en
cuenta la creciente influencia de los más ricos. En primer lugar, de entre los muy
ricos, bastantes estaban haciendo dinero gracias a un sistema financiero carente de
regulaciones; por lo tanto, estaban directamente interesados en que los movimientos
antirregulatorios siguieran activos. Además, por muchas dudas que hubieran surgido
acerca de los resultados económicos globales después de 1980, lo cierto es que la
economía funcionaba extremadamente bien —¡gracias!— para los de más arriba.
Así, aunque aumentar la desigualdad probablemente no fuera la principal causa
directa de la crisis, sí creó una clima político en el que era imposible percibir las
señales de alarma y actuar en respuesta a ellas. Y, como veremos en los dos capítulos
siguientes, también generó un ambiente intelectual y político que paralizó nuestra
capacidad de responder con eficacia cuando estalló la crisis.
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Economía de la edad oscura
La macroeconomía nació como campo propio en los
años cuarenta del siglo xx, como parte de la respuesta
intelectual a la Gran Depresión. El término aludía entonces
al cuerpo de conocimientos y experiencias que, según
esperábamos, impediría que se repitiera el desastre
económico. En esta conferencia, lo que defenderé es que la
macroeconomía ha tenido éxito, en su sentido original: el
problema central sus aspectos prácticos, y de hecho lleva ya
muchas décadas resuelto.
D ado lo que sabemos hoy, la confianza con la que Robert Lucas afirmó que las
depresiones eran cosa del pasado suena pero que muy mucho a unas famosas
últimas palabras. En realidad, a muchos de nosotros ya nos sonaron así en aquel
momento; las crisis financieras asiáticas de 1997-1998 y los problemas persistentes
de Japón se parecían mucho a lo que había ocurrido en los años treinta y ponían
claramente en duda que las cosas estuvieran, como se decía, bajo control. Ni de lejos.
Por mi parte escribí un libro sobre aquellas dudas, El retorno de la economía de la
depresión, cuya edición original era de 1999; y publiqué una edición revisada en
2008, cuando todas mis pesadillas se hicieron realidad[4] .
Sin embargo Lucas, un premio Nobel que fue figura imponente, casi dominante,
en la macroeconomía durante buena parte de los años setenta y ochenta, no se
equivocaba al decir que los economistas habían aprendido mucho desde los años
treinta. Y es que hacia, pongamos, 1970, la profesión ya sabía lo suficiente para
impedir que se repitiera algo que recordara a la Gran Depresión.
Pero entonces, buena parte de los economistas se dedicaron a olvidar lo que
habían aprendido.
Mientras intentamos lidiar con la depresión en la que nos vemos, ha sido
angustiante ver hasta qué punto los economistas han sido parte del problema, no de la
solución. Fueron muchos (aunque no todos) los economistas punteros que
defendieron la desregulación financiera aun a pesar de que hacía a la economía aún
más vulnerable a las crisis. Y luego, cuando estalló la crisis, fueron demasiados los
economistas famosos que cargaron, con tanta ferocidad como ignorancia, contra
cualquier clase de respuesta eficaz. Me resulta triste reconocer que uno de los que
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aportaron argumentos a la vez necios y destructivos fue el mismo Robert Lucas.
Hace unos tres años, cuando me di cuenta de que la profesión estaba fallando en
su hora de la verdad, acuñé un sintagma para lo que veía: una «edad oscura de la
macroeconomía». Pretendía decir con ello que nuestra situación era diferente a la de
los años treinta, cuando nadie sabía cómo pensar en la depresión e hizo falta un
pensamiento económico innovador para hallar una salida. Aquella etapa fue, si se
quiere, la Edad de Piedra de la teoría económica, cuando aún no se habían
descubierto las artes de la civilización.
Pero en 2009, el arte civilizado se había descubierto… y después perdido. El
campo estaba ocupado de nuevo por los bárbaros.
¿Cómo pudo suceder esto? Según creo, fue una mezcla de política y de cierta
sociología académica irracional.
LA FOBIA A KEYNES
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universidad, por haber permitido la enseñanza de la economía keynesiana.
Y esta tradición ha continuado a lo largo de los años. En 2005, la revista de
derechas Human Events seleccionó la Teoría general como uno de los diez libros más
perniciosos de los siglos xix y xx, en compañía de obras como Mi lucha y El capital.
¿Por qué tanta animosidad contra un libro de mensaje «moderadamente
conservador» ? Parte de la respuesta parece ser que, aunque la intervención
gubernamental que solicita la economía keynesiana es modesta y específica, los
conservadores lo han visto siempre como el paso previo al abismo: si concedemos
que el gobierno puede desempeñar una labor útil en la lucha contra las depresiones,
antes de que nos demos cuenta estaremos viviendo bajo un régimen socialista. Cierta
retórica, casi universal en la derecha —incluidos economistas que sin duda deberían
ser más despiertos—, mezcla a Keynes con la planificación central y una
redistribución radical; ello a pesar de que el propio Keynes lo negó expresamente, por
ejemplo al afirmar que «hay valiosas actividades humanas que, para que puedan
fructificar con plenitud, requieren la motivación del beneficio material y un entorno
de propiedad privada de la riqueza».
También está el motivo apuntado por Michal Kalecki, coetáneo de Keynes (quien,
para que conste, era en efecto socialista), en un clásico ensayo de 1943:
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«prudencia financiera» consiste en lograr que el nivel de empleo
dependa del estado de confianza.
Esto me sonó bastante extremo, la primera vez que lo leí, pero ahora me parece
incluso demasiado plausible. Estos días, el argumento de la «confianza» se repite una
y otra vez. Por ejemplo, así es como Mort Zuckerman, magnate del sector
inmobiliario y de los medios de comunicación, terminaba una columna de opinión en
el Financial Times, destinada a disuadir al presidente Obama de actuar en alguna
línea populista:
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(o mejor aún, del 0,1 por 100) han coloreado los estudios de los economistas
académicos. Pero no cabe duda de que esa influencia ha debido de tener su peso:
aunque no fuera más, las preferencias de quienes hacen donaciones a las
universidades, la disponibilidad de jugosas becas de investigación y lucrativos
contratos de asesoría, etc., sin duda impulsó a la profesión no solo a alejarse de las
ideas keynesianas, sino a olvidar mucho de lo que se había aprendido en los años
treinta y cuarenta.
Sin embargo, esta influencia de los ricos no habría llegado tan lejos de no haber
contado con la ayuda de cierta sociología académica irracional, que logró que
conceptos esencialmente absurdos pasaran a ser dogmas de fe en el análisis tanto de
las finanzas como de la macroeconomía.
Y Keynes consideraba una muy mala idea dejar que tales mercados, en los que los
especuladores pasaban el tiempo persiguiéndose las estelas entre sí, dictaran
decisiones económicas de importancia: «Cuando el desarrollo del capital de un país
se convierte en el producto secundario de las actividades de un casino, es probable
que el trabajo se haga mal».
Hacia 1970, o así, sin embargo, el estudio de los mercados financieros parecía
haber sido conquistado por el voltaireano Dr. Pangloss, que insistía en que vivimos en
el mejor de los mundos posibles. En el discurso académico habían desaparecido casi
por entero los análisis de la irracionalidad de las inversiones, de las burbujas, de la
especulación destructiva. El campo estaba dominado por la «hipótesis del mercado
eficiente», defendida por Eugene Fama, de la Universidad de Chicago, que sostiene
que los mercados financieros valoran los activos en su valor intrínseco exacto dada
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toda la información públicamente disponible. (El precio de las acciones de una
sociedad, por ejemplo, siempre refleja con precisión el valor de la compañía dada la
información disponible en los ingresos de esta, sus perspectivas de negocio, etc.) Y
en los años ochenta, los economistas financieros, especialmente Michael Jen-sen, de
la Escuela de Negocios de Harvard, postulaban que como los mercados financieros
siempre aciertan en los precios, lo mejor que pueden hacer los jefes de una
corporación —no por sí mismos, sino por el bien de la economía— es maximizar el
precio de sus acciones. En otras palabras, los economistas financieros creían que
deberíamos poner el desarrollo del capital nacional en manos de lo que Keynes había
denominado un «casino».
Es difícil argumentar que esta transformación de la profesión respondiera al
impulso de los hechos. Sin duda, el recuerdo de 1929 estaba borrándose
gradualmente, pero seguía habiendo mercados alcistas, con historias muy conocidas
de excesos especulad-vos, seguidos por mercados bajistas. En 1973-1974, por
ejemplo, las bolsas perdieron el 48 por 100 de su valor. Y el hundimiento bursátil de
1987 —en el que el Dow cayó casi el 23 por 100 en un solo día, por ninguna razón
clara— debería haber generado al menos unas pocas dudas sobre la racionalidad del
mercado.
Sin embargo, estos acontecimientos, que Keynes habría considerado prueba de la
falta de fiabilidad de los mercados, apenas mellaron la fuerza de una idea bonita. El
modelo teórico que los economistas financieros desarrollaron al dar por sentado que
todo inversor equilibra racionalmente los riesgos y las recompensas —conocido
como «modelo de formación de los precios de los activos de capital» (CAPM, en sus
siglas inglesas; pronúnciese cap-em)— es de una elegancia maravillosa. Y si no
acepta sus premisas, también es extremadamente útil. El modelo CAPM no solo
indica cómo elegir la propia cartera; lo que es aún más importante desde el punto de
vista de la industria financiera, indica cómo poner precio a los derivados financieros,
títulos de crédito sobre otros títulos de crédito. La elegancia y aparente utilidad de la
nueva teoría comportó una cadena de premios Nobel a sus creadores y muchos de los
adeptos de la teoría recibieron asimismo recompensas más mundanas: pertrechados
con sus nuevos modelos y formidable pericia matemática —los usos más arcanos del
modelo CAPM requieren cálculos propios de la física—, los profesores de las
escuelas de negocios, con sus dulces maneras, tuvieron en sus manos convertirse en
científicos estelares de Wall Street; y en efecto lo hicieron y cobraron por ello los
salarios de Wall Street.
Para ser justo, los teóricos financieros no aceptaron la hipótesis del mercado
eficiente solo porque fuera elegante, conveniente y lucrativa. También aportaron gran
cantidad de datos estadísticos que, en un principio, parecían respaldar claramente la
hipótesis. Pero los datos venían en una forma extrañamente limitada. Los
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economistas financieros raramente se preguntaban la cuestión obvia (no por ello fácil
de responder) de si los precios de los activos tenían sentido, dados fundamentos del
mundo real como las ganancias. En su lugar, tan solo preguntaban si los precios de
los valores tenían sentido dados otros precios de los valores. Larry Summers, que fue
el máximo asesor económico de Obama durante buena parte de sus primeros tres
años, se burló en cierta ocasión de los profesores de finanzas. Lo hizo con una
parábola sobre los «economistas del kétchup» que «han demostrado que las botellas
de kétchup de medio se venden, invariablemente, por exactamente el doble que las
botellas de a cuarto», lo cual nos permite concluir que el mercado del kétchup es de
una eficiencia perfecta.
Pero ni estas burlas ni las críticas más corteses de otros economistas surtieron
gran efecto. Los teóricos financieros continuaron creyendo que sus modelos eran
esencialmente acertados y también lo siguieron creyendo así muchas personas que
adoptaban decisiones en el mundo real. Una figura nada desdeñable, entre estas
últimas, es la de Alan Greenspan, cuya negativa a dar respuesta a quienes le pedían
que contuviera los préstamos subprime o frenara la burbuja inmobiliaria, cada vez
más inflada, se basaba en buena medida en la creencia de que la economía financiera
moderna lo tenía todo bajo control.
Bien, ahora el lector podría imaginar que la escala del desastre financiero que
sacudió el mundo en 2008, así como la manera en que todos aquellos instrumentos
financieros supuestamente perfeccionados se convirtieron en instrumentos del
desastre, debería haber sacudido la credibilidad de la teoría del mercado eficiente.
Sería una suposición equivocada.
Sin duda, tras la caída de Lehman Brothers, Greenspan declaró hallarse en un
estado de «conmoción y desconfianza», puesto que «todo el edificio intelectual [se
había] derrumbado». En marzo de 2011, sin embargo, había retornado a su antigua
posición y solicitaba rechazar los intentos (muy modestos) de reforzar la regulación
financiera en la estela de la crisis. Los mercados financieros iban perfectamente bien,
según escribió en el Financial Times-. «Con excepciones notablemente raras (2008,
por ejemplo), la “mano invisible” mundial nos ha proporcionado tasas de cambio
relativamente estables, e igualmente tasas de interés, precios e índices salariales».
Bien, ¿a quién le importa una crisis que ha destruido la economía mundial pero no
es más que una excepción? Henry Farrell, experto en ciencias políticas, respondió
con rapidez en una nota de su blog, en la que invitaba a los lectores a hallar otros usos
para la bonita frase de las «excepciones notablemente raras», aportando él mismo
ejemplos como: «Con excepciones notablemente raras, los reactores nucleares
japoneses han demostrado ser seguros en caso de terremoto».
Lo más triste es que la respuesta de Greenspan ha sido la más general. Es
llamativo lo escasa que ha sido la búsqueda de otros planteamientos por parte de los
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teóricos financieros. Eugene Fama, padre de la hipótesis del mercado eficiente, no ha
aportado motivo alguno; la crisis, según afirma, la causó la intervención
gubernamental, especialmente a través de Fannie y Freddie (es decir, la Gran Mentira
de la que hablé en el capítulo 4).
Es una reacción comprensible, aunque no disculpable. Pues si tanto Greenspan
como Fama admitieran el grado de locura que alcanzó la teoría financiera, ello
equivaldría a admitir que han pasado buena parte de su carrera caminando por un
callejón sin salida. Lo mismo cabe afirmar de algunos destacados macroecono-mistas
que, de un modo similar, pasaron décadas defendiendo un concepto del
funcionamiento de la economía que los acontecimientos recientes han refutado con
toda claridad; y por ello, han mostrado la misma escasa disposición a aceptar sus
errores.
Pero esto no es todo: al defender sus errores, también han contribuido mucho a
socavar la respuesta eficaz a la depresión en que nos hallamos.
SUSURROS Y RISITAS
En 1965, la revista Time citó ni más ni menos que a Milton Friedman, como si
hubiera declarado que «ahora todos somos key-nesianos». Aunque Friedman intentó
matizar algo la cita, era cierto: si bien Friedman era el paladín de una doctrina
conocida como monetarismo, que se vendía como alternativa a Keynes, en realidad
no era tan distinta, en sus bases conceptuales. De hecho, cuando en 1970 Friedman
publicó un artículo titulado «Un marco teórico para el análisis monetario», muchos
economistas se escandalizaron por su aparente semejanza con el manual de la teoría
keynesiana. Lo cierto es que, en los años sesenta, los macroeconomistas compartían
una perspectiva común sobre qué eran las recesiones; y, aunque diferían en las
directrices más adecuadas, esto era reflejo de desacuerdos prácticos, más que de una
división filosófica profunda.
Desde entonces, sin embargo, la macroeconomía se ha escindido en dos grandes
grupos: los economistas «de agua salada» (así llamados porque trabajan sobre todo en
las universidades costeras de Estados Unidos) tienen un concepto más o menos
keynesiano de lo que son las recesiones; y los economistas «de agua dulce»
(ocupados principalmente en universidades del interior del país) tildan de absurdo ese
concepto.
Los economistas de agua dulce son, esencialmente, puristas del laissez-faire.
Creen que todo análisis económico valioso debe partir de suponer que la gente es
racional y los mercados funcionan; una premisa que excluye, de entrada, la
posibilidad de que una economía entre en recesión por una simple falta de demanda
suficiente.
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Pero ¿acaso las recesiones no se asemejan a períodos en los que, sencillamente,
no hay una demanda suficiente para dar empleo a todos los que ansian trabajar? Las
apariencias pueden ser engañosas, dicen los teóricos de agua dulce. Una teoría
económica razonable, a su modo de ver, afirma que no pueden darse deficiencias
generales de la demanda. Y, por lo tanto, sostiene que no ocurren.
Sin embargo, las recesiones ocurren. ¿Por qué? En los años setenta, el más
notorio de los economistas de agua dulce, el premio Nobel Robert Lucas, defendió
que las recesiones se debían a una confusión temporal: trabajadores y empresas
tenían problemas para distinguir los cambios generales en el nivel de precios, debidos
a la inflación, de los cambios propios de su situación empresarial particular. Y Lucas
advertía que todo intento de combatir el ciclo de las empresas sería contraproducente:
las políticas activas, decía, solo acrecentarían la confusión.
Cuando se componía esta obra, yo estaba licenciándome en la universidad.
Recuerdo lo emocionante que parecía, y, en particular, el modo en que buena parte de
su rigor matemático resultaba atractivo a muchos jóvenes economistas. Sin embargo,
el «proyecto Lucas», como se lo solía denominar, no tardó en descarrilar.
¿Qué salió mal? Los economistas que intentaban proporcionar «microcimientos»
a la macroeconomía perdieron el buen camino con rapidez y llevaron el proyecto a
una especie de celo mesiánico que no aceptaba un «no» por respuesta. En especial,
anunciaron con aire de triunfo la muerte de la economía keynesiana, aun sin haber
llegado a ofrecer una alternativa viable. Hay un famoso comentario de Robert Lucas,
en 1980, quien declaró —¡sin ironía!— que los participantes de los seminarios
tendrían que empezar a soltar «susurros y risitas» cada vez que alguien presentara
ideas keynesianas. Así, Keynes, y todo aquel que lo invocara, quedaba excluido de
muchas clases y revistas de la profesión.
Sin embargo, al mismo tiempo en que los antikeynesianos cantaban victoria, su
propio proyecto estaba fallando. Los nuevos modelos eran incapaces de explicar los
hechos básicos de las recesiones, según se demostró. Por desgracia, de hecho habían
quemado todos los puentes; después de tanto susurro y tanta risita, no podían darse la
vuelta y admitir el simple hecho de que, después de todo, la teoría económica
keynesiana parecía de lo más razonable.
En consecuencia, se sumergieron aún más hondo, alejándose cada vez más de
toda concepción realista de qué es y cómo se desarrolla una recesión. Hoy en día,
buena parte del análisis académico de la macroeconomía está dominado por la teoría
del «ciclo económico real», que afirma que las recesiones son la respuesta racional, y
de hecho eficaz, a los choques tecnológicos adversos, que sin embargo quedan sin
explicación; y afirma que la reducción de empleo que se produce durante una
recesión es una decisión voluntaria de los trabajadores, que se toman tiempo hasta
que mejoren las condiciones. Si esto suena absurdo… es porque lo es. Pero es una
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teoría que se presta a la fantasía de los modelos matemáticos, lo que convirtió los
artículos sobre el ciclo económico en una buena vía de promoción y acceso a la
titularidad. Y los teóricos del ciclo económico, a la postre, se hicieron con tanto
hueco que hoy resulta muy difícil que los economistas que defienden otros enfoques
hallen trabajo en alguna de las principales universidades. (Ya les he hablado del
padecimiento que nos causa una sociología académica irracional. )
Ahora bien, los economistas de agua dulce no lograron quedarse con todo.
Algunos economistas respondieron al fracaso evidente del proyecto Lucas con una
revisión y reestructuración de las ideas keynesianas. La teoría del
«neokeynesianismo» halló refugio en centros como el MIT, Harvard y Princeton —en
efecto, dirá el lector, cerca del agua salada— e igualmente en algunas instituciones
creadoras de directrices, tales como la Reserva Federal y el Fondo Monetario
Internacional. Los neokeynesianos ansiaban apartarse del supuesto de los mercados
perfectos o la racionalidad perfecta, o de ambos, y lo hicieron añadiendo un número
suficiente de imperfecciones como para acomodar una concepción más o menos
keynesiana de las recesiones. Y en la perspectiva de agua salada, que se optara por
una política activa en el combate contra las recesiones seguía entendiéndose como
algo deseable.
Dicho esto, los economistas de agua salada tampoco eran inmunes al seductor
atractivo de la racionalidad de las personas y la perfección de los mercados. Por ello,
intentaron que su desviación frente a la ortodoxia clásica fuera lo más limitada
posible. Así, en los modelos imperantes no había sitio para cosas tales como las
burbujas o los hundimientos del sistema bancario, aun a pesar de que tales
acontecimientos seguían dándose en el mundo real. Pese a todo, la crisis económica
no socavaba la concepción del mundo esencial de los neokeynesianos, aunque, en las
últimas décadas, estos economistas habían reflexionado poco sobre las crisis, sus
modelos no excluían que ocurrieran. Por ello, neokeynesianos como Christina Romer
o, a este respecto, Ben Bernanke dieron respuestas útiles a la crisis; especialmente
grandes aumentos en los préstamos de la Reserva Federal e incrementos temporales
en el gasto gubernamental federal. Por desgracia, no cabe decir lo mismo de los tipos
de agua dulce.
Por cierto, y por si el lector se lo pregunta: personalmente, me veo a mí mismo
como alguien próximo al neokeynesianismo; incluso he publicado artículos muy
cercanos al estilo de los neokeynesianos. En realidad, no suscribo los supuestos de
partida que, sobre los mercados y la racionalidad, incluyen muchos de los modelos
teóricos modernos (incluido el mío y propio), así que a menudo presto atención a las
antiguas ideas de Keynes. Pero veo utilidad en tales modelos, como forma de pensar
con cuidado en algunos aspectos; y esta actitud, de hecho, es ampliamente
compartida en el bando «salado» de la gran división. En un nivel ciertamente básico,
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la oposición de salado y dulce es la del pragmatismo frente a una certeza casi
religiosa, que se ha fortalecido en la misma medida en que las pruebas desafiaban la
única fe verdadera.
La consecuencia fue que, en lugar de resultar útiles cuando estalló la crisis,
demasiados economistas optaron por la guerra religiosa.
Durante mucho tiempo, no pareció preocupar mucho qué se enseñaba —y, aún
más importante, qué se dejaba de enseñar— en las licenciaturas en Económicas. ¿Por
qué? Porque la Reserva Federal y sus instituciones hermanas tenían la situación bien
controlada.
Como he explicado en el capítulo 2, lidiar con una recesión ordinaria es bien
fácil: basta con que la Reserva Federal imprima más dinero e impulse hacia abajo las
tasas de interés. En la práctica, la tarea no es tan simple como cabría imaginar, porque
la Reserva Federal debe determinar qué cantidad de medicina monetaria precisa
administrarse y hasta cuándo, todo ello en un entorno en el que los datos no cesan de
variar y hay demoras notables antes de que puedan observarse los resultados de una
política dada. Pero estas dificultades no impidieron que la Reserva Federal se
esforzara por hacer su trabajo; aunque muchos de los macroeconomistas de las
universidades se perdieran por el País de Nunca Jamás, la Reserva Federal mantuvo
los pies en el suelo y continuó patrocinando estudios que eran relevantes para su
misión.
Pero ¿y si la economía se topaba con una recesión realmente grave, una que no se
pudiera contener con la política monetaria?
Bien, se suponía que esto no iba a ocurrir; de hecho, Milton Fried-man afirmó
incluso que no podía ocurrir.
Hasta quienes están en desacuerdo con muchas de las posiciones políticas que
adoptó Friedman deben reconocer que fue un gran economista y acertó en algunos
aspectos de enorme importancia. Por desgracia, una de sus afirmaciones más
influyentes —que la Gran Depresión nunca habría ocurrido si la Reserva Federal
hubiera cumplido con su labor, y que una política monetaria adecuada podía impedir
que nada similar sucediera por segunda vez— fue, casi con toda certeza, errónea. Y
este error tuvo una consecuencia grave: apenas hubo estudios, ni dentro de la Reserva
Federal ni en sus instituciones hermanas, ni tampoco entre los investigadores
profesionales, dedicados a analizar qué directrices habría que seguir en el caso de que
la política monetaria no fuera suficiente.
Para dar al lector una idea del estado de ánimo que imperaba antes de la crisis,
citemos lo que Ben Bernanke dijo en 2002, en una conferencia de homenaje a
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Friedman en su 90.° aniversario:
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«parte de lo que nadie ha enseñado a los estudiantes universitarios desde los años
sesenta. Eso [las ideas keynesianas] no son sino cuentos de hadas que han
demostrado ser falsos. Es muy reconfortante, en tiempos de crisis, volver a los
cuentos de hadas que oíamos de niños, pero esto no les priva de su falsedad».
Entretanto, Lucas despreció el análisis de Christina Romer, principal asesora
económica de Obama y distinguida estudiosa de (entre otras materias) la Gran
Depresión; lo hizo calificándolo de «teoría económica basura» y acusó a Romer de
consentir caprichos y ofrecer una «racionalización desnuda para unas ideas que, en
fin, ya se habían decidido por otras causas».
Barro, ciertamente, también intentó sugerir que el que esto escribe no estaba
cualificado para hacer comentarios de macroeconomía.
Por si el lector se lo está preguntando, todos los economistas que he mencionado
son, en cuanto a su punto de vista político, conservadores. Así pues, hasta cierto
sentido, actuaban de hecho como lanceros del Partido Republicano. Pero no habrían
estado tan dispuestos a decir tales cosas, ni habrían hecho tanta demostración de
ignorancia, si la profesión en su conjunto no hubiera perdido el rumbo hasta tal
extremo durante los últimos treinta años.
Por simple afán de claridad, diré también que algunos economistas —tales como
Christy Romer— nunca se olvidaron de la Gran Depresión y sus implicaciones. Y, en
este punto, en el cuarto año de la crisis, hay un cuerpo creciente de obras excelentes,
escritas muchas de ellas por economistas jóvenes, sobre política fiscal. Son obras que,
por lo general, confirman que el estímulo fiscal es eficaz y, de manera implícita,
sugieren que se debería haber hecho a una escala muy superior.
Pero en el momento decisivo, cuando lo que realmente necesitábamos era
claridad, los economistas presentaron una cacofonía de puntos de vista que, más que
reforzar la necesidad de una actuación, contribuyó a socavarla.
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Anatomía de una respuesta inadecuada
Veo el siguiente panorama: se ingenia un plan de
estímulo débil, quizá incluso más débil de lo que ahora está
siendo objeto de nuestra conversación, para ganar esos
pocos votos republicanos adicionales. El plan limita el
ascenso del desempleo, pero las cosas siguen estando muy
mal; a veces, el índice alcanza picos como del 9 por 100 y
solo se reduce con lentitud. Y entonces Mitch McConnell
dice: «¿Lo ven? El gasto del gobierno no funciona».
Confío en haberlo entendido mal.
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de reconocer el defecto de escasez, lo consideraron una demostración de que ya no se
podía, o debía, hacer más para crear puestos de trabajo.
Así pues, la política no supo estar a la altura de la situación. ¿Por qué ocurrió así?
Por un lado, los que tenían las ideas más o menos acertadas sobre lo que
necesitaba la economía, incluido el presidente Obama, se condujeron con timidez:
nunca se mostraron dispuestos a reconocer qué grado de actuación se necesitaba o,
más adelante, a admitir que lo que habían hecho en primer lugar había sido
inadecuado. Por otro lado, la gente con las ideas erróneas (tanto los políticos
conservadores como los economistas «de agua dulce» que mencioné en el capítulo 6)
fue vehemente y no se vio afectada por la duda. Ni siquiera en el difícil invierno de
2008-2009 —cuando uno podría haber confiado en que, por lo menos, considerasen
la posibilidad de haberse equivocado— dejaron de ser feroces en el empeño de
bloquear todo cuanto se opusiera a su ideología. Así, a los que estaban en lo cierto les
faltó mucha convicción, mientras que los que estaban equivocados actuaron con una
apasionada intensidad.
En lo que sigue, me centraré en la experiencia de Estados Unidos, con tan solo
unos pocos apuntes sobre acontecimientos de otros lugares. En parte, ello se debe a
que la historia de Estados Unidos es la que conozco mejor y, sinceramente, la que
más me preocupa; pero también porque los sucesos de Europa tienen un carácter
especial debido a los problemas de la moneda común europea y necesitan un análisis
específico.
Así pues, sin más preámbulos, vayamos al relato de cómo se desarrolló la crisis, y
luego a los fatídicos meses de finales de 2008 y principios de 2009, cuando la política
—de un modo tan decisivo como desastroso— no supo estar a la altura de la
situación.
LLEGA LA CRISIS
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tuvieron aumentos menores, pero a todas luces se había producido una explosión
nacional de los precios inmobiliarios, que mostraba todas las características de una
burbuja: la confianza en que los precios nunca bajarán, la prisa de los compradores
por entrar antes de que los precios subieran aún más y mucha actividad especulativa
(hubo incluso un espectáculo de «telerrealidad» sobre el tema de la compra y
renovación de viviendas, denominado «Flip this house»). Pero la burbuja ya había
empezado a perder aire: los precios seguían subiendo, en la mayoría de lugares, pero
se tardaba mucho más en vender las casas.
Según el popular índice de Case-Shiller, los precios inmobiliarios de Estados
Unidos llegaron a su pico en la primavera de 2006. Y en los años siguientes, la
creencia generalizada de que los precios de la vivienda nunca bajan sufrió una
refutación brutal. Las ciudades que habían vivido los mayores ascensos durante los
años de la burbuja vieron ahora los descensos mayores: cerca del 50 por 100 en
Miami, casi el 60 por 100 en Las Vegas.
De un modo algo sorprendente, el estallido de la burbuja inmobiliaria no provocó
una recesión inmediata. La construcción de viviendas cayó estrepitosamente, pero,
por un tiempo, este declive de la construcción fue compensado por una explosión de
las exportaciones, fruto de un dólar débil por el que los productos estadounidenses
resultaban muy competitivos en cuanto a su coste. En el verano de 2007, sin
embargo, los problemas de la vivienda empezaron a dar origen a problemas para los
bancos, que sufrieron grandes pérdidas en los valores con respaldo hipotecario
(instrumentos financieros creados con la venta de títulos de crédito sobre los pagos de
una serie de hipotecas agrupadas; algunos de los títulos son más importantes que
otros, es decir, tienen preferencia sobre el dinero que entra).
Estos títulos principales, según se suponía, serían de muy bajo riesgo; a fin de
cuentas, ¿qué probabilidad había de que un número elevado de personas dejara de
pagar sus hipotecas al mismo tiempo? La respuesta, por descontado, es que resultaba
muy probable en un entorno en el que la vivienda valía un 30, 40 o 50 por 100 menos
de lo que los prestatarios habían pagado en origen por ella. Así pues, muchos activos
supuestamente seguros —activos que habían sido evaluados con AAA por Standard
&Poor’s o por Moody’s— terminaron siendo «basura tóxica», que solo valía una
parte de su valor nominal. Una parte de estos tóxicos se había descargado sobre
compradores desprevenidos, como por ejemplo el sistema de jubilación de los
maestros de Florida. Pero buena parte había permanecido dentro del sistema
financiero, tras ser adquirida por la banca o la banca paralela. Y como los bancos
están muy apalancados, no hizo falta que las pérdidas fueran muy elevadas, en esa
escala, para que se pusiera en duda la solvencia de muchas instituciones.
La seriedad de la situación empezó a calar el 9 de agosto de 2007, cuando el
banco de inversiones francés BNP Paribas dijo a los inversores de dos de sus fondos
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que ya no podrían retirar su dinero, porque los mercados de esos activos habían
cerrado de hecho. Aquí empezó a desarrollarse una implosión del crédito, porque los
bancos, inquietos por las posibles pérdidas, cerraron el grifo del préstamo mutuo. Y
los efectos combinados del descenso en la construcción de viviendas, la debilidad del
gasto de los consumidores (cuando la caída en los precios de la vivienda se cobró su
peaje) y la implosión del crédito empujaron la economía estadounidense a la recesión
a finales de 2007.
Al principio, sin embargo, la caída no fue muy pronunciada y, a finales de
septiembre de 2008, era posible confiar en que la recesión económica no sería
demasiado grave. De hecho, había muchas voces que defendían que, en realidad,
Estados Unidos no estaba en recesión. Recuérdese a Phil Gramm, el antiguo senador
que organizó el rechazo de Glass-Steagall y luego entró a trabajar en la industria
financiera. En 2008 era asesor de John McCain, el candidato republicano a la
presidencia, y en julio de 2008 declaró que nos encontrábamos tan solo en una
«recesión mental», no real. Y añadió: «Se diría que nos hemos convertido en una
nación de quejicas».
En realidad, ya se estaba produciendo una clara recesión y el índice de desempleo
ya había pasado del 4,7 al 5,8 por 100. Pero era cierto que lo más terrible aún estaba
por venir; la economía no entraría en caída libre hasta el hundimiento de Lehman
Brothers, el 15 de septiembre de 2008.
¿Por qué hizo tanto daño la caída de lo que, a la postre, era tan solo un banco de
inversión de tamaño medio? La respuesta inmediata es que la caída de Lehman
provocó una estampida en el sistema de la banca a la sombra, y, en particular, de una
forma concreta de la banca paralela, conocida como «repo», o pacto de recompra.
Recuerde el lector que, como se ha visto en el capítulo 4, el «repo» es un sistema en
el que actores financieros como Lehman, cuando creen haber visto buenas
oportunidades de inversión, buscan dinero en forma de préstamos a muy corto plazo
—a menudo, de tan solo una noche—, solicitados a otros actores; y, como garantía
secundaria, usan activos tales como los valores con respaldo hipotecario. Es solo una
forma de actividad bancaria, puesto que actores como Lehman tenían activos a largo
plazo (como valores con respaldo hipotecario) pero pasivos a corto plazo (repo). Sin
embargo, sin ninguna red de salvaguarda, como por ejemplo el seguro de los
depósitos. Y para las firmas como Lehman, la regulación era muy laxa, lo que
suponía que, en un caso típico, pedían préstamos sin mesura, con deudas casi tan
cuantiosas como sus activos. Lo único que hacía falta para que se fueran a pique era
alguna que otra mala noticia; por ejemplo, una caída pronunciada en el valor de los
valores con respaldo hipotecario.
El repo, en suma, era extraordinariamente vulnerable a la versión que las
estampidas bancarias desarrollaron en el siglo XXI. Y esto fue lo que ocurrió en la
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crisis de 2008. Los prestamistas que anteriormente habían sido favorables a
refinanciar a Lehman y entidades similares perdieron la confianza en que la otra parte
cumpliría con su promesa de adquirir de nuevo los valores que había vendido
temporalmente y, por tanto, empezaron a requerir garantías adicionales en forma de
«ajustes»; básicamente, añadir nuevos valores como garantía secundaria. Como los
bancos de inversión tenían activos limitados, sin embargo, esto significaba que ya no
podían pedir prestado el dinero suficiente para sus necesidades de metálico; por ello,
empezaron a vender activos con frenesí, lo que rebajó los precios y, en consecuencia,
comportó que los prestamistas pidieran ajustes aún mayores.
A los pocos días del hundimiento de Lehman, esta versión moderna de la retirada
masiva de fondos había sembrado el caos no solo en el sistema financiero, sino en la
financiación de la actividad real. Los prestatarios más seguros —como el gobierno de
Estados Unidos, claro está, y las empresas principales con balances sólidos— seguían
siendo capaces de firmar préstamos con tasas relativamente bajas. Pero los
prestatarios en los que se atisbaba algún riesgo, aunque solo fuera escaso, o quedaban
excluidos de los préstamos o se veían obligados a pagar tasas de interés muy
elevadas. Por ejemplo, los valores corporativos «de alto rendimiento» (también
conocidos como «bonos basura») pagaban menos del 8 por 100 antes de la crisis; la
cifra se disparó hasta el 23 por 100 tras la caída de Lehman.
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Reserva Federal prestó grandes cantidades de dinero a los bancos y otras instituciones
financieras, garantizando que no se quedaran sin fondos. También creó toda una
«sopa de letras» de acuerdos de préstamo especial, con los que llenar los agujeros de
financiación que había dejado la mala condición de los bancos. Tras dos intentos, el
gobierno de Bush logró que el Congreso aprobara el Programa de Ayuda para Activos
Problemáticos, que creó un fondo de ayuda financiera de 700.000 millones de
dólares, que se usó principalmente para comprar participaciones en los bancos, lo que
mejoró su capitalización.
El modo en que se manejó esta ayuda financiera merece muchas críticas. Era
preciso rescatar a los bancos, sí; pero el gobierno debería haber negociado mucho
mejor y haber logrado participaciones mucho mayores a cambio de su ayuda de
emergencia. En aquel momento, yo insté al gobierno de Obama a pedir la
administración judicial, por quiebra técnica, de Citigroup y, posiblemente, unos pocos
más; no tanto para dirigir estas entidades a largo plazo, como para garantizar que los
contribuyentes recibieran todos los beneficios cuando se recuperaran (si lo hacían)
gracias a la ayuda federal. Como no lo hizo así, el gobierno, de hecho, proporcionó
una enorme subvención a los accionistas, a los que situó en posición de «cara,
ganamos nosotros; cruz, pierden los demás».
Pero aunque el rescate financiero se desarrolló en términos demasiado generosos,
cabe decir que, en lo esencial, fue un éxito. Las principales instituciones financieras
sobrevivieron; los inversores recuperaron la confianza; y, en la primavera de 2009,
los mercados financieros habían retornado a una situación más o menos normal: la
mayoría de los prestatarios (aunque no todos) podía volver a solicitar dinero a tasas
de interés bastante razonables.
Por desgracia, con eso no bastó. No se puede tener prosperidad sin un sistema
financiero en funcionamiento, pero el mero hecho de estabilizar el sistema financiero
no reporta necesariamente prosperidad. Lo que Estados Unidos necesitaba era un plan
de rescate para la economía real, de producción y empleo, que fuera tan intenso y
adecuado a la meta como el rescate financiero. Sin embargo, no hubo nada similar.
ESTÍMULO INADECUADO
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el gasto empresarial —que ya sufría, además, los efectos de la implosión crediticia—,
pues no hay razón para expandir un negocio cuyos clientes han desaparecido.
En tales circunstancias, ¿qué había que hacer? La primera línea de defensa contra
las recesiones, habitualmente, es la Reserva Federal, que suele rebajar las tasas de
interés cuando la economía tiembla. Pero las tasas de interés a corto plazo, que es lo
que normalmente controla la Reserva Federal, ya eran de cero; no se podían rebajar
más.
Esto dejaba, como respuesta obvia, el estímulo fiscal: incrementos temporales en
el gasto gubernamental y/o rebajas de impuestos, concebidas para apoyar el gasto
general y la creación de empleo. Y el gobierno de Obama diseñó, y de hecho aprobó,
una ley de estímulo, la ley de Reconstrucción y Recuperación. Por desgracia, esta
iniciativa, que alcanzó los 787.000 millones de dólares, se quedó muy corta para la
labor. Sin duda contribuyó a mitigar la recesión, pero estuvo muy lejos de lo que se
habría necesitado para restaurar el pleno empleo; incluso para crear una sensación de
mejora. Peor aún: el fracaso del estímulo, que no mostró ningún éxito claro, tuvo el
efecto, en el ánimo de los votantes, de desacreditar el concepto entero de usar el gasto
gubernamental para crear empleo. Así, el gobierno de Obama se quedó sin ocasión de
repetir el intento.
Antes de pasar a las razones que explican por qué el estímulo fue tan inadecuado,
pido al lector que me deje responder a dos objeciones que encontramos a menudo las
personas como yo. Primero está la afirmación de que se trata de meras excusas; que,
después de los hechos, tan solo procuramos racionalizar el fracaso de nuestra política
preferida. Luego está la idea de que, bajo la presidencia de Obama, el gobierno se ha
expandido sobremanera, por lo cual no se puede afirmar legítimamente que su gasto
ha sido demasiado bajo.
La respuesta a la primera afirmación es que el lamento no llega después de los
hechos: muchos economistas advirtieron desde el principio de que la propuesta
gubernamental era tremendamente inadecuada. Por ejemplo, el día posterior a la
aprobación del estímulo, Joseph Stiglitz, de Columbia, declaró:
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Personalmente, en cuanto el plan del gobierno comenzó a quedar delineado,
también me opuse en declaraciones públicas de diversa intensidad. Escribí:
Y, tras repasar las matemáticas, concluí con la cita que ha iniciado este capítulo,
en la que temía que un estímulo adecuado, por un lado, no lograría producir la
recuperación que necesitábamos y, además, socavaría la posibilidad de seguir
actuando desde la política.
Por desgracia, ni Stiglitz ni yo errábamos en nuestros temores. El desempleo llegó
a niveles aún más elevados de lo que yo esperaba, hasta superar el 10 por 100; pero,
en su forma básica, tanto el resultado económico como sus implicaciones políticas
fueron exactamente lo que yo temía. Y, como el lector puede ver con claridad,
estábamos advirtiendo sobre la inadecuación del estímulo desde el mismo principio;
no excusándonos a posteriori.
¿Qué decir sobre la vasta expansión del gobierno que, supuestamente, se ha
vivido con Obama? Bien, el gasto federal, como porcentaje del PIB, ha crecido, en
efecto: ha pasado del 19,7 por 100 del PIB en el año fiscal de 2007 al 24,1 por 100 en
el año fiscal de 2011. (El año fiscal empieza el 1 de octubre del año previo en el
calendario.)
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El gasto creció más rápido que de costumbre, en efecto, pero
toda la diferencia se debió a una ampliación de los programas de
asistencia, en respuesta a la emergencia económica.
Pero este ascenso no significa lo que mucha gente cree que significa. ¿Por qué
no?
En primer lugar, hay una razón que explica que el porcentaje de gasto con
respecto al PIB sea alto: que el PIB es bajo. Si nos basamos en las tendencias
anteriores, la economía estadounidense debería haber crecido cerca del 9 por 100 en
los cuatro años que fueron de 2007 a 2011. Ahora bien, de hecho, apenas creció: al
pronunciado descenso de 2007 a 2009 le siguió una recuperación débil que, en 2011,
solo había conseguido recuperar el terreno perdido. Así pues, incluso un crecimiento
normal en el gasto federal habría supuesto un fuerte incremento en el gasto, si se
mide como porcentaje del PIB.
Dicho esto, sí hubo un crecimiento excepcionalmente rápido en el gasto federal,
entre 2007 y 2011. Pero esto no representó ninguna gran expansión en las
operaciones del gobierno; fue, en su inmensa mayoría, ayuda de emergencia para
estadounidenses en situación de necesidad.
La figura de más arriba pone de manifiesto lo que ocurrió en realidad. Usa datos
de la Oficina Presupuestaria del Congreso (CBO). La CBO divide el gasto en varias
categorías; he aislado dos de esas categorías, «Subsidios asistenciales» y
«Medicaid»[6] , y las he comparado con todo lo demás. En cada categoría, he
comparado el índice de crecimiento del gasto de 2000 a 2007 —es decir, entre dos
períodos de pleno empleo, o casi, y bajo gobierno republicano— con el crecimiento
que se produjo entre 2007 y 2011 —ya en el contexto de una crisis económica.
Bien, la citada categoría de «Subsidios asistenciales» incluye sobre todo
prestaciones por desempleo, vales de alimentación y las deducciones de impuestos
del EITC, que ayuda a los trabajadores más pobres. Es decir, consta de programas
que ayudan a los estadounidenses en situación de miseria o casi miseria, algo que es
lógico que ascienda cuando asciende el número de estadounidenses con apuros
económicos. Por su parte, la ayuda de Medicaid también se concede en función de los
recursos y, al atender a los pobres y casi pobres, también es lógico que gaste más
cuando el país vive tiempos difíciles. Lo que salta a la vista al mirar la figura es que
toda la aceleración del incremento del gasto se puede atribuir a programas que son, en
lo esencial, ayuda de emergencia para los que sufren más dificultades por la recesión.
Es todo lo que cabe decir al respecto de la idea de que Obama se embarcó en vete a
saber qué clase de gigantesca expansión del gobierno.
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En tales circunstancias, ¿qué hizo Obama? El ARRA, como se dio en llamar el
plan de estímulo, anunciaba un coste de 787.000 millones de dólares, aunque en parte
se trataba de rebajas de impuestos que se habrían producido igualmente. De hecho,
casi el 40 por 100 del total constaba de recortes impositivos, aunque a la hora de
estimular la demanda, y en comparación con un incremento real en el gasto del
gobierno, probablemente su eficacia era de la mitad (o menos).
Del resto, una cantidad considerable constaba de fondos para ampliar las
prestaciones por desempleo; otro grupo eran aportaciones para ayudar a sostener
Medicaid; y otro grupo era soporte para los gobiernos locales y estatales, para
contribuir a que no se rebajara el gasto a consecuencia de la caída de ingresos. Solo
una parte significativamente reducida se refería a la clase de gasto —construcción y
arreglo de carreteras, etc.— que normalmente solemos imaginar cuando hablamos de
«estímulo». No hubo nada similar al programa de obras públicas de Roosevelt: la
Administración de Proyectos Laborales o WPA (que, en su momento culminante,
empleó a 3 millones de estadounidenses, cerca del 10 por 100 de la fuerza de trabajo
de su tiempo. Hoy, un programa de dimensiones equivalentes daría empleo a 13
millones de trabajadores).
Aun así, los cerca de 800.000 millones de dólares suenan a mucho dinero, a juicio
de muchas personas. Los que nos tomamos los números en serio, ¿cómo pudimos
saber que eran tremendamente insuficientes? La respuesta es simple: bastaba con
mirar la historia y tener en cuenta la verdadera dimensión de la economía
estadounidense.
Lo que la historia nos cuenta es que las recesiones que siguen a una crisis
financiera suelen ser desagradables, brutales y prolongadas. Por ejemplo, Suecia
sufrió una crisis bancaria en 1990; aunque el gobierno entró en acción para rescatar
los bancos, a la crisis le siguió una recesión económica que redujo el PIB real (con
ajuste de inflación) en un 4 por 100; y la economía no regresó al nivel de PIB previo
a la crisis hasta 1994. Abundaban las razones para creer que la experiencia
estadounidense sería al menos así de negativa; entre otros factores, porque Suecia
pudo aliviar su recesión exportando a economías con menos problemas, mientras que
en 2009 Estados Unidos lidiaba con una crisis global. Así, una evaluación realista nos
indicaba que el estímulo tendría que combatir tres (o más) años de graves penurias
económicas.
Por otro lado, la economía estadounidense es en verdad muy muy grande:
produce bienes y servicios por un valor próximo a los 15 billones de dólares anuales.
Piénsese sobre ello: si la economía estadounidense iba a experimentar una crisis de
tres años, el estímulo pretendía rescatar una economía de 45 billones de dólares —el
valor de la producción trianual— con un plan valorado en 787.000 millones de
dólares: mucho menos del 2 por 100 del gasto económico total para aquel período.
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Visto en este contexto, 787.000 millones de dólares ya no parecen tanto dinero,
¿verdad? Una cosa más: el plan de estímulo se concibió para dar a la economía un
impulso de un plazo relativamente corto, no un apoyo a largo plazo. El ARRA tuvo
su impacto máximo sobre la economía a mediados de 2010, y luego empezó a
desvanecerse con rapidez. Habría sido adecuado para una recesión de corto plazo,
pero dado que la perspectiva hablaba de un golpe económico de duración mucho
mayor —pues así ocurre siempre, en mayor o menor grado, después de una crisis
financiera—, la receta no bastaba para aliviar las penalidades.
Todo esto nos lleva a la pregunta: ¿por qué el plan era tan poco adecuado?
Déjenme decir de entrada que no pienso dedicar mucho tiempo a volver sobre las
decisiones de principios de 2009, que son, a estas alturas, agua pasada. Este libro se
ocupa de lo que se debe hacer ahora, sin intención de repartir culpas por lo que se
haya hecho mal anteriormente. Aun así, no puedo evitar hacer un breve análisis del
modo en que el gobierno de Obama, a pesar de sus principios keynesianos, dio una
respuesta inmediata a la crisis que distó mucho de ser de la medida precisa.
Hay dos teorías opuestas acerca de por qué el estímulo de Obama fue tan
inadecuado. Una teoría hace hincapié en los límites políticos; según esta teoría,
Obama obtuvo todo cuanto pudo. La otra afirma que el gobierno no acertó a
comprender la gravedad de la crisis y tampoco alcanzó a apreciar las consecuencias
políticas de un plan desacertado. A mi modo de ver, la política del estímulo adecuado
se recibió con mucha dureza, pero jamás sabremos si en verdad se impidió que el
plan fuera idóneo, porque Obama y sus asesores no llegaron a apuntar nunca a un
objetivo lo suficientemente grande como para cumplir con su función.
Sin duda, el entorno político fue muy difícil, en gran medida por efecto de las
normas del Senado estadounidense, en el que normalmente se necesitan 60 votos para
invalidar a un obstruccionista. Parece ser que Obama llegó al poder pensando que su
esfuerzo por rescatar la economía obtendría el apoyo de los dos grandes partidos;
pero se equivocó por completo. Desde el primer día, los republicanos optaron por una
oposición de tierras quemadas, que se negaba a todo cuanto proponía el presidente.
Al final, Obama pudo obtener los 60 votos gracias a un acuerdo con tres senadores
republicanos moderados; pero estos exigieron, como precio a su apoyo, que recortara
del proyecto de ley 100.000 millones de dólares de ayuda a los gobiernos estatales y
locales.
Muchos comentaristas creen que la exigencia de un estímulo menor era una
prueba clara de que resultaba imposible aprobar una ley de mayor magnitud. Según
creo, esto no está tan claro. En primer lugar, quizá la conducta de esos tres senadores
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no diste mucho de la petición de la «libra de carne»[7] : tenían que hacer espectáculo,
demostrar que se recortaba, para que nadie pensara que daban su apoyo gratis. De
esto cabe concluir que el límite real al estímulo no era de 787.000 millones de
dólares, sino más bien de 100.000 millones de dólares menos de lo que Obama
hubiera planeado, fuera lo que fuese; de modo que, si hubiera solicitado más, no
habría obtenido todo lo que pedía, pero sí habría conseguido un esfuerzo mayor, de
todas todas.
Por otra parte, había alternativa a cortejar a aquellos tres republicanos: Obama
podría haber aprobado un estímulo mayor usando la «reconciliación», un
procedimiento parlamentario que evita la amenaza obstruccionista y con ello reduce
el número de votos senatoriales necesarios a 50 (porque en caso de empate, el
vicepresidente puede formular el voto decisivo). En 2010, de hecho, los demócratas
emplearon este procedimiento para aprobar la reforma sanitaria. Tampoco se habría
tratado de una táctica extrema, si echamos un vistazo a la historia reciente: las dos
rondas de reducciones de impuestos de Bush, en 2001 y 2003, se aprobaron gracias a
la «reconciliación»; y en cuanto a la ronda de 2003, solo obtuvo en el Senado los
citados 50 votos y fue Dick Cheney quien formuló el voto decisivo.
Hay otro problema en la afirmación de que Obama sacó todo el fruto posible: ni
él ni su gobierno han defendido nunca que les hubiera gustado una ley más generosa.
Antes al contrario, cuando la ley llegó al Senado, el presidente declaró que «a
grandes rasgos, este plan es de las dimensiones adecuadas. Tiene el alcance preciso».
Y, hasta el día de hoy, los funcionarios del gobierno gustan de afirmar no que el plan
fuera insuficiente debido a la oposición republicana, sino que en aquel momento
nadie se dio cuenta de que se necesitara un plan más ambicioso. Incluso en diciembre
de 2011, Jay Carney, secretario de prensa de la Casa Blanca, decía cosas como las
siguientes: «No hubo ni un economista notorio, de la universidad, de Wall Street, que
en aquel momento, en enero de 2009, supiera la verdadera profundidad del agujero en
el que estábamos».
Como ya hemos visto, esto no era verdad, en ningún caso.
Así pues, ¿qué ocurrió?
Ryan Lizza, del New Yorker, se ha hecho con el memorando de política
económica que Larry Summers, quien pronto sería el economista en jefe de la
Administración, preparó para el presidente electo Obama en diciembre de 2008; y lo
ha publicado. Se trata de un documento de 57 páginas, que a todas luces se debió a
una multiplicidad de autores, no todos con el mismo ideario. Pero hay un pasaje
significativo (en la página 11) que defiende que el paquete de medidas no debe ser
demasiado cuantioso. Surgen tres puntos principales:
EL FIASCO DE LA VIVIENDA
Hasta aquí, he hablado de la inadecuación del estímulo fiscal. Pero también hubo
un gran fracaso en otro frente: el socorro hipotecario.
Según he expuesto páginas atrás, el elevado nivel de endeudamiento familiar fue
una de las grandes razones de que nuestra economía fuera vulnerable a la crisis; y un
factor clave de la debilidad persistente de la economía estadounidense es que las
familias están intentando reducir su deuda gastando menos, en un contexto en el que
nadie quiere gastar más para compensar. La defensa de una política fiscal activa es,
precisamente, que al gastar más el gobierno puede impedir que la economía caiga en
una depresión honda mientras las familias endeudadas van restaurando su salud
financiera.
Pero esta historia también sugiere que existía un camino alternativo —o mejor
E n otoño de 2009 ya había quedado claro que cuantos advertían de que el plan de
estímulo original era demasiado corto habían dado en el clavo. Cierto, la
economía ya no estaba en caída libre. Pero el deterioro había sido pronunciado y no
había signos de una recuperación rápida, capaz de reducir el desempleo a un ritmo
mínimamente razonable.
Esta era exactamente la clase de situación en la que los asesores de la Casa
Blanca, en origen, habían previsto regresar al Congreso y solicitar un nuevo plan de
estímulo. Pero esto no llegó a ocurrir. ¿Por qué?
Una razón es que habían errado en el cálculo político: como algunos temieron
cuando vio la luz el plan original, la inadecuación del primer estímulo desacreditó el
concepto general de estímulo, en el sentir de la mayoría de los estadounidenses, y
envalentonó a los republicanos a seguir con su oposición al estilo «tierra quemada».
Pero había otra razón: buena parte de los debates, en Washington, habían pasado
de centrarse en el desempleo a ocuparse ante todo del endeudamiento y el déficit. Las
advertencias ominosas sobre el peligro de un déficit excesivo se convirtieron en pan
de cada día de los gestos políticos; eran lo que la «gente muy seria» (término sobre el
que volveré repetidamente) usaba para proclamar su seriedad. Como indica
claramente la cita inicial, el propio Obama entró en el juego: en su primer discurso
sobre el Estado de la Unión, a principios de 2010, propuso más recortes de gasto que
nuevos estímulos. Y en 2011 se han oído por todo el país advertencias espeluznantes
sobre el terrible desastre que acaecerá si no reducimos el déficit de inmediato.
Lo extraño del asunto fue que no había, ni hay, pruebas que apoyen este cambio
de enfoque, que se aleja del empleo para centrarse en el déficit. Mientras que los
perjuicios causados por el desempleo son reales y terribles, el daño causado por el
déficit, a un país como Estados Unidos y en su situación actual, es ante todo
hipotético. La carga cuantificable del endeudamiento es muy inferior a lo que
1. Wall Street Journal publica un editorial titulado: «Los vigilantes de los bonos: se
vuelve a imponer la disciplina a la política estadounidense», donde predice que
las tasas de interés subirán si no se reducen los déficits.
2. El presidente Obama dice a Fox News que, si seguimos aumentando el
endeudamiento, podríamos recaer en la recesión.
3. Morgan Stanley predice que el déficit impulsará las tasas de interés a 10 años
hasta el 5,5 por 100 a finales de 2010.
4. Wall Street Journal —ahora en la sección de noticias, no en el editorial—
publica un artículo titulado: «Los temores al endeudamiento hacen subir las
tasas». No se ofrecen pruebas de que el temor al endeudamiento —en lugar de la
esperanza de recuperación— fuera el responsable de aquel ligero aumento de las
tasas.
5. Bill Gross, del fondo de inversiones Pimco, avisa que las tasas de interés de
Estados Unidos solo se mantienen bajas porque la Reserva Federal está
adquiriendo fondos, y predice una subida de las tasas cuando el programa de
adquisición de bonos se termine, en junio de 2011.
6. 6. Standard and Poor’s rebaja la calificación del gobierno de Estados Unidos,
que pierde el nivel de AAA.
Y, a finales de 2011, Estados Unidos podía solicitar dinero a un coste más bajo
que nunca.
Lo que importa comprender, a este respecto, es que no se trató tan solo de un
error en las predicciones, algo que, de vez en cuando, le ocurre a todo el mundo. Lo
que estaba en juego era cómo debemos concebir el déficit en una economía en
depresión. Así pues, ahora, más en serio, hablemos de por qué muchas personas
creían sinceramente que el endeudamiento gubernamental elevaría las tasas de
interés; y de por qué los que entienden la teoría económica keynesiana sabían desde
el principio que esta idea era errónea.
¿Y LA CARGA DE LA DEUDA?
Durante los últimos años —y especialmente, desde luego, desde que Barack
Obama asumió la presidencia—, las ondas radiofónicas y las páginas de opinión se
han llenado de alertas de que estamos a punto de sufrir una inflación atroz. Y no solo
la inflación: se predice que Estados Unidos padecerá una auténtica hiperinflación y
seguirá los pasos ora de la moderna Zimbabue, ora de la Alemania de Weimar, en la
década de 1920.
El sector derecho del espectro político estadounidense ha dado plena credibilidad
a este temor a la inflación. Ron Paul, quien se define a sí mismo como partidario de la
escuela económica austríaca y tiene la costumbre de proclamar alertas apocalípticas
sobre la inflación, dirige el subcomité de la Cámara de Representantes sobre política
monetaria; y el hecho de que fracasara en sus aspiraciones presidenciales no debería
oscurecer que ha tenido éxito al convertir su ideología económica en la ortodoxia del
Partido Republicano. Así, los congresistas republicanos reprochan a Ben Bernanke
que haya «degradado» el dólar; y los candidatos republicanos a la presidencia
compiten entre sí en denunciar con la mayor vehemencia las supuestas políticas
inflacionarias de la Reserva Federal. (El premio se lo ha llevado Rick Perry, al
advertir al presidente de la Reserva de que «en Texas lo vamos a tratar muy mal» si
emprende cualquier otra iniciativa de expansión.)
Y no se trata solo de los más excéntricos. El alarmismo sobre la inflación también
lo han practicado economistas conservadores con credenciales respetadas. Así, Alian
Todo el mundo sabe que, por norma general, imprimir grandes cantidades de
dinero produce inflación. Pero ¿cómo funciona eso, exactamente? Responder a esta
pregunta es clave para comprender por qué no funciona así en las circunstancias
actuales.
Primero, lo primero: la Reserva Federal no imprime dinero por sí misma, aunque
sus iniciativas pueden hacer que el Tesoro lo imprima. Lo que sí hace la Reserva,
cuando así lo decide, es comprar activos; normalmente, se trata de letras del Tesoro
(deuda gubernamental) a corto plazo, pero últimamente también ha adquirido una
variedad mucho mayor de activos. También hace préstamos directos a los bancos,
pero esto, de hecho, supone lo mismo; basta con pensar en ello como una adquisición
de tales préstamos. El aspecto crucial es dónde consigue la Reserva Federal los
fondos con los que compra activos. Y la respuesta nos dice que los crea de la nada.
La Reserva habla con, pongamos, Citibank y le ofrece comprar letras del Tesoro por
valor de 1.000 millones de dólares. Cuando Citi acepta la oferta, transfiere la
propiedad de las letras a la Reserva y, a cambio, la Reserva otorga a Citi créditos por
valor de 1.000 millones de dólares en la cuenta de reserva que Citi, como todos los
bancos comerciales, mantiene en la Reserva. (Los bancos pueden usar estas cuentas
de reserva de un modo muy similar al resto de cuentas bancarias; pueden emitir
cheques y también pueden retirar fondos en metálico, si es lo que desean sus
clientes.) Y detrás de este crédito no hay nada; la Reserva tiene el derecho exclusivo a
conjurar dinero de modo que empiece a existir cuando esta lo decida.
¿Qué ocurre a continuación? En tiempos normales, Citi no quiere dejar sus fondos
en una cuenta de reserva, sin movimiento, de forma que apenas le producen interés
(si algo le rentan), por lo que retira los fondos y los presta a otros. En su mayoría, los
fondos prestados regresan a Citi o a otro banco; en su mayoría, pero no todos, porque
¿Cómo se mide la inflación? La primera escala, como debería ser, nos lleva al
índice de precios al consumo, que en Estados Unidos es responsabilidad de la
Agencia de Estadística Laboral y calcula el coste de una cesta de bienes y servicios
urante los últimos años, comparar entre la evolución económica de Europa y Estados
Existen, por supuesto, costes reales derivados del uso de varias monedas; costes
que pueden evitarse si se adopta una moneda común. Los negocios entre dos países
fronterizos son más caros si hay que cambiar divisas, tener a mano distintas monedas
o mantener cuentas bancarias multidivisa. Los posibles tipos de cambio introducen
incertidumbre; la planificación se complica y la contabilidad es más confusa cuando
los ingresos y los gastos no están siempre en las mismas unidades. Cuantos más
negocios haga una unidad política con sus vecinos, más problemático será que tenga
una moneda independiente; es la razón que explica por qué sería una mala idea que
Brooklyn, por decir algo, contase con su dólar propio, como sí hace Canadá.
Pero tener moneda propia también supone algunas ventajas nada desdeñables; la
más conocida es cómo la devaluación —reducir el valor de la propia moneda en
relación con las otras— puede, en ocasiones, facilitar el proceso de ajuste posterior a
una crisis económica.
Situémonos ante el siguiente ejemplo, nada hipotético: España ha vivido buena
parte de la última década fortalecida por un gigantesco auge inmobiliario, financiado
por grandes entradas de capital proveniente de Alemania. Este auge ha alimentado la
inflación y ha hecho subir los sueldos españoles en relación con los de Alemania.
Pero, al final, resulta que el auge estaba hinchado por una burbuja que ahora ha
estallado. Ahora, España tiene que reorientar su economía, dejando a un lado la
construcción y volviendo otra vez a la industria. En este punto, sin embargo, la
industria española no es competitiva, porque los sueldos españoles son demasiado
altos comparados con los alemanes. ¿Cómo puede recuperar España su
competitividad?
Una forma sería convencer a los trabajadores españoles de que acepten sueldos
inferiores (o exigirles que lo hagan). Es la única vía real de la que disponer si España
y Alemania comparten moneda, o si, como consecuencia de una directriz política no
modifica-ble, la moneda española se ha fijado frente a la moneda alemana.
Pero si España tiene su propia moneda, y está dispuesta a dejarla caer, para
LA EUROBURBUJA
SALVAR EL EURO
Dados los problemas que está sufriendo el euro en la actualidad, se diría que los
E n los terroríficos meses que siguieron a la caída de Lehman, casi todos los
gobiernos principales del mundo estuvieron de acuerdo en que había que
compensar el hundimiento repentino del gasto privado, y pasar a desarrollar políticas
monetarias y fiscales expansivas —con más gasto, menos impuestos y la impresión
de grandes cantidades de base monetaria—, esforzándose por limitar los daños. Así,
se adecuaban a los consejos de los manuales corrientes; y, lo que es más importante,
ponían en práctica la dura lección aprendida con la Gran Depresión.
Pero en 2010 ocurrió algo extraño: una gran parte de la élite gestora del mundo —
los banqueros y los funcionarios financieros que definen el saber convencional—
decidió arrojar por la borda los manuales y las lecciones de la historia y declaró que
lo poco era mucho. Sin apenas transición, se puso de moda reclamar recortes del
gasto, incrementos de impuestos y tasas de interés aún más elevadas, a pesar de las
descomunales cifras del desempleo.
EL FACTOR MIEDO
Las ideas de los «austeríacos» no han surgido de la nada. Incluso en los meses
inmediatamente posteriores a la caída de Lehman, hubo voces que denunciaban los
intentos de rescatar las economías principales mediante un incremento del gasto
deficitario y del uso de las prensas de dinero. En el calor del momento, sin embargo,
El otro copresidente, Alan Simpson, intervino para afirmar que ocurriría antes de
dos años. Sin embargo, los inversores reales no parecían sentir ninguna inquietud: las
tasas de interés a largo plazo de los bonos estadounidenses se hallaban casi en niveles
comparativamente bajos cuando declararon Bowles y Simpson, y siguieron cayendo a
lo largo de 2011, hasta alcanzar mínimos históricos.
Vale la pena apuntar otras tres cuestiones. Primero, a principios de 2011, los
alarmistas tenían una excusa favorita para explicar la evidente contradicción entre sus
funestas alertas de catástrofe inminente y la persistencia de las tasas de interés bajas:
la Reserva Federal, decían, estaba manteniendo las tasas en un nivel artificialmente
bajo gracias a que compraba deuda con su programa de «flexibilización cuantitativa».
Las tasas se dispararían, continuaba, cuando este programa concluyera, en junio. No
lo hicieron.
En segundo lugar, los predicadores de la crisis de deuda inminente defendieron
como demostración de su acierto, en agosto de 2011, que la agencia Standard
&Poor’s rebajara la calificación del gobierno de Estados Unidos, que perdió su
condición AAA. Muchas voces se pronunciaron para decir: «El mercado ha hablado».
Pero no era el mercado el que había hablado, sino una simple agencia de calificación;
una de las empresas que, como sus iguales, había concedido la calificación AAA a
muchos instrumentos financieros que terminaron convertidos en basura tóxica. Y en
cuanto a la reacción del verdadero mercado a la degradación de S&P… se quedó en
nada. Si acaso, los costes de endeudamiento de Estados Unidos se redujeron aún más.
Esto, por cierto, tal como he apuntado en el capítulo 8, no supone ninguna sorpresa
para los economistas que habían estudiado la experiencia de Japón: tanto S&P como
su competidora Moody’s rebajaron la calificación de Japón en 2002, en una época en
la que la situación de la economía japonesa se asemejaba a la de Estados Unidos en
2011. Y la rebaja no tuvo ni la más mínima consecuencia.
Y, por último, incluso si uno se tomaba en serio la advertencia sobre una
inminente crisis de la deuda, eso no comportaba que una inmediata austeridad fiscal
—recorte de gastos y subida de impuestos en el contexto de una economía muy
deprimida— pudiera ayudar a capear esa supuesta crisis. Depende de la situación. Por
un lado, está recortar gastos y elevar impuestos cuando la economía se halla
relativamente próxima al pleno empleo y el banco central está aumentando los tipos
para evitar el riesgo de inflación. En esa circunstancia, el recorte de gastos no tiene
por qué deprimir la economía, dado que el banco central puede compensar el efecto
EL HADA DE LA CONFIANZA
EL EXPERIMENTO BRITÁNICO
En Estados Unidos, las políticas de Cameron fueron recibidas con elogios tanto
por los conservadores como por los que se hacían llamar centristas. Por ejemplo, en
el Washington Post, David Broder exultaba: «Cameron y sus socios de coalición han
dado un paso adelante con valentía y han descartado las advertencias de los
economistas, según las cuales esta medicina brusca y potente podría cortar la
recuperación económica de Gran Bretaña y devolver el país a la recesión».
Así pues, ¿cómo están yendo las cosas?
Bien, las tasas de interés de Gran Bretaña han seguido siendo bajas; pero también
La idea de que las tasas de interés suficientemente bajas para favorecer el pleno
empleo actuarían, sin embargo, como obstáculo del ajuste económico parece extraña;
pero también nos sonaba familiar a los que hemos estudiado el denodado esfuerzo de
los economistas por comprender la Gran Depresión. En particular, el análisis de
Rajan se asemeja mucho a un infame pasaje de Joseph Schumpeter, en el que este
advertía en contra de cualquier política de intervención que pudiera impedir que se
cumpliera la «labor de las depresiones».
PORQUÉS
LA RESERVA FEDERAL
Japón entró en una prolongada recesión a principios de los años noventa, recesión
de la que aún no ha vuelto a emerger por completo. Esto representó un enorme
fracaso de la política económica y los observadores externos lo señalaron con toda
claridad. Por ejemplo, en 2000, un eminente economista de Princeton publicó un
artículo que criticaba intensamente al Banco de Japón (banco central del país,
equivalente a nuestra Reserva Federal) por no haber adoptado medidas más
poderosas. El Banco de Japón —decía este artículo— sufría una «parálisis infligida
por sí mismo». Además de sugerir una serie de medidas específicas que el Banco de
Japón debería adoptar, el documento también defendía, más en general, que debería
hacer todo lo preciso para favorecer una recuperación económica intensa.
Este profesor de Princeton, como quizá habrán adivinado algunos lectores, no era
otro que Ben Bernanke, que ahora dirige la Reserva Federal…, institución que, a su
vez, parece estar sufriendo la misma parálisis autoprovocada que Bernanke antaño
criticó en otros.
Al igual que el Banco de Japón en 2000, en la actualidad la Reserva Federal no
puede seguir usando la política monetaria convencional —que imprime impulso a la
economía con los cambios en las tasas de interés a corto plazo—, porque los tipos ya
han llegado al cero y no pueden bajar más. Pero el profesor Ben Ber-nanke, en
aquellas fechas, postulaba que las autoridades monetarias también podían adoptar
otras medidas que resultarían eficaces aun cuando las tasas de interés estuvieran
tocando el «límite inferior cero». Entre estas medidas figuraban:
Usar dinero recién impreso para comprar activos «no convencionales», tales
como bonos a largo plazo y deuda privada.
Bernanke apuntó asimismo que todas estas medidas, que tendrían un efecto
positivo real sobre el crecimiento y el empleo, se apoyaban en un importante corpus
de pruebas y estudios económicos. (La idea del objetivo de inflación, de hecho,
procedía de un documento que publiqué yo en 1.998.) También defendía que los
detalles, probablemente, no eran tan importantes; que lo que en realidad se necesitaba
era una «determinación rooseveltiana», una «voluntad de ser dinámicos y
experimentar; en suma, de hacer cuanto sea necesario para poner en marcha, de
nuevo, el país».
Por desgracia, Bernanke, en cuanto presidente de la Reserva Federal, no ha
seguido el consejo del profesor Bernanke. Para ser justos, la Reserva ha aplicado,
hasta cierto punto, la primera de las medidas indicadas: bajo el nombre —nada
transparente— de «flexibilización cuantitativa», ha comprado tanto deuda del
gobierno a un plazo más largo como valores con respaldo hipotecario. Pero no se han
visto indicios de la determinación rooseveltiana a hacer cuanto fuera preciso. Más
que aportar dinamismo y experimentación, la Reserva se ha limitado a poner en
práctica la citada «flexibilización cuantitativa»; pero lo ha hecho con suma cautela,
solo en los momentos en los que la economía parecía especialmente débil, e
interrumpiéndose cada vez que las noticias mejoraban un tanto.
¿Por qué la Reserva Federal ha sido tan timorata, cuando su presidente, en sus
propios escritos, ha sugerido que debería actuar con mucha más determinación?
Quizá la respuesta sea que la presión política lo ha intimidado: en el Congreso, los
republicanos se volvieron locos con la «flexibilización cuantitativa»; acusaron a
Bernanke de «degradar el dólar»; y Rick Perry, el gobernador de Texas, saltó a la
fama al advertir a Bernanke de que, si se le ocurría visitar su estado, quizá lo iban «a
tratar muy mal».
Pero esta no es toda la historia. Laurence Ball, de la Universidad Johns Hopkins
—un macroeconomista destacado por derecho propio— ha analizado la evolución del
pensamiento de Bernanke a lo largo de los años, según se manifiesta en las actas de
las reuniones de la Reserva Federal. Si yo tuviera que resumir el análisis de Ball, diría
que sugiere que Bernanke ha sido asimilado por los borg de la Fed[10]. La presión del
VIVIENDA
Y HAY MÁS
La lista de medidas posibles indicada más arriba no pretende ser exhaustiva. Hay
otros frentes en los que nuestros gestores podrían y deberían actuar, especialmente en
el comercio exterior; ya hace mucho tiempo que deberíamos haber adoptado una
actitud más dura con China y otros manipuladores de divisas, incluso sancionándolos,
si es preciso. También la legislación medioambiental podría interpretar un papel
positivo: si se anuncian objetivos para poner coto —algo muy necesario— a los gases
de efecto invernadero y las emisiones de partículas, con normas que vayan entrando
en vigor de forma programada a lo largo del tiempo, el gobierno proporcionaría un
incentivo a las empresas para que estas inviertan ahora en actualizaciones
medioambientales, lo cual también contribuiría a acelerar la recuperación económica.
Sin duda, algunas de las medidas políticas que he descrito aquí no funcionarían
tan bien como uno desearía, si se pusieran en práctica. Ahora bien, otras funcionarán
mejor de lo esperado. Lo que resulta crucial, más allá de cualquier concreción, es la
voluntad de actuar con determinación, de promover políticas de creación de empleo y
de actuar sin descanso hasta que se consiga la meta del pleno empleo.
Por otro lado, los tímidos indicios de recuperación en los datos económicos
recientes, si acaso, refuerzan aún más la necesidad de una intervención decidida. A
mi entender, al menos, parece que la economía estadounidense podría estar
remontando; quizá el motor económico esté a punto de prender, tal vez estemos a
punto de lograr un crecimiento capaz de sostenerse a sí mismo. Pero no es nada
seguro, ni mucho menos. Así que es hora de pisar a fondo el pedal del acelerador, no
de levantarlo.
La gran pregunta, por descontado, es si alguien de los que está en una posición de
poder será capaz de, o querrá, seguir el consejo de los que defendemos que es preciso
adoptar nuevas medidas. ¿Los políticos, con sus desavenencias, estorbarán el
proceso?
Sin duda, lo harán. Pero esto no es razón para abandonar. Y a ello le dedico mi
último capítulo.
Bueno, hablen ustedes con cualquier estudioso de las ciencias políticas que se
haya dedicado a analizar el comportamiento del electorado, y se le escapará la risa
ante la idea de que los votantes desarrollen este tipo de razonamientos tan complejos.
Y estos mismos estudiosos, por lo general, se burlarán de lo que Matthew Yglesias ha
denominado en su Slate la «falacia del experto»: demasiados analistas políticos están
convencidos —erróneamente— de que sus temas favoritos son, milagrosamente, los
que más le importan al electorado. Los votantes reales ya tienen bastante de qué
ocuparse con sus trabajos, sus hijos y su vida en general. No tienen ni el tiempo ni las
ganas de examinar en profundidad las cuestiones políticas, ya no digamos de meterse
en un análisis de matices como los de las páginas de opinión. Lo que perciben —y
decide su voto— es si la economía va a mejor o a peor. Así, los análisis estadísticos
nos dicen que la tasa de crecimiento económico en los tres trimestres previos a las
elecciones es, con mucho, el factor que más claramente determina los resultados
electorales.
Y esto significa algo que, por desgracia, el equipo de Obama no ha captado hasta
muy entrado el juego: que la estrategia económica que mejor funciona a nivel político
no es la que aprueban los grupos de análisis, y menos aún los editoriales del
UN IMPERATIVO MORAL
Aquí estamos, pues, más de cuatro años después de que la economía de Estados
Unidos entrase por primera vez en recesión; y aunque la recesión tal vez haya
terminado, la depresión no ha concluido. Quizá el desempleo tienda a la baja en
Estados Unidos (aunque en Europa sigue subiendo), pero aún se mantiene en niveles
que habrían sido inconcebibles hace no tanto tiempo; niveles desorbitados. Decenas
de millones de nuestros conciudadanos atraviesan graves dificultades, las
perspectivas de futuro de los jóvenes de hoy se debilitan con cada mes que pasa… y
nada de esto tiene por qué pasar.
La verdad, en efecto, es que tenemos tanto el saber como las herramientas
precisas para salir de esta depresión. Sin duda, si aplicamos algunos principios
económicos consagrados por el tiempo, cuya validez han reforzado aún más los
acontecimientos recientes, podremos recuperar niveles próximos al pleno empleo
muy pronto; probablemente, antes de dos años.
Lo que bloquea esta recuperación es solamente la falta de lucidez intelectual y de
voluntad política. Y es tarea de todo aquel con capacidad de influencia —desde los
EL PROBLEMA DE LA CORRELACIÓN
Quizá uno piense que, para evaluar los efectos del gasto público sobre la
economía, basta con observar la correlación entre los niveles de gasto y otras cosas,
como el crecimiento y el empleo. Y lo cierto es que incluso algunas personas de las
que cabría esperar más caen a veces en la trampa de identificar correlación con
causalidad (véase el análisis de la deuda y el crecimiento, en el capítulo 8). Para
convencer al lector de que este no es un procedimiento útil, permítanme hablar de una
cuestión relacionada: el efecto de los impuestos sobre el rendimiento económico.
Como es sabido, la derecha estadounidense tiene como artículo de fe que los
impuestos bajos son la llave del éxito económico. Pero ahora supongamos que
analizamos la relación entre los impuestos —concretamente, el porcentaje del PIB
Vemos que hay años con impuestos elevados, en relación con el PIB, y poco
desempleo; y al revés. Luego… ¡para reducir el paro hay que subir los impuestos!
Por descontado, esto no se lo creen ni siquiera los que, de entre nosotros, son
menos dados a la fiebre de bajar impuestos. ¿Por qué no? Porque, sin duda, aquí
estamos observando una correlación falaz. Por ejemplo, el paro era relativamente
bajo en 2007 porque el boom inmobiliario aún impulsaba la economía; y la
combinación de una economía fuerte y cuantiosas plusvalías de capital aumentaba los
ingresos federales, haciendo que los impuestos parecieran altos. En 2010, el auge
había terminado y había arrastrado en el descenso tanto la economía como los
ingresos fiscales. Los niveles tributarios eran consecuencia de otras cosas, no una
variable independiente que moviera la economía.
Cualquier intento de usar las correlaciones históricas para evaluar el efecto del
gasto gubernamental se ve plagado por problemas similares. Si la economía fuera una
ciencia de laboratorio, podríamos resolver el problema realizando experimentos
controlados. Pero no lo es. La econometría —una rama especializada de la
estadística, que se supone debe ayudar a lidiar con tales situaciones— ofrece una
variedad de técnicas que «identificarían» las verdaderas relaciones causales. Pero lo
cierto es que ni siquiera los economistas suelen quedar convencidos por las fiorituras
econométricas, especialmente cuando el tema en cuestión está tan cargado, desde el
punto de vista político. Así pues, ¿qué podemos hacer?
En muchos estudios recientes, la respuesta ha sido buscar «experimentos
naturales»: situaciones en las que podemos estar bastante seguros de que los cambios
experimentados por el gasto gubernamental ni responden a la evolución económica ni
están impulsados por fuerzas que también mueven la economía a través de otros
canales. ¿De dónde proceden estos experimentos naturales? Por desgracia, se
originan mayoritariamente en los desastres: guerras, amenazas de guerra y crisis
fiscales que obligan a los gobiernos a recortar con intensidad el gasto
independientemente del estado de la economía.
Esto sugiere, a todas luces, que aumentar el gasto gubernamental crea en efecto
crecimiento y, por lo tanto, puestos de trabajo. Ahora corresponde preguntarse: ¿en
cuánto rendimiento se traduce cada dólar? Los datos del gasto militar estadounidense
son ligeramente decepcionantes, a este respecto, pues sugieren que un dólar de gasto
solo genera, en realidad, aproximadamente medio dólar de crecimiento. Pero quien
tenga algún conocimiento de la historia bélica sabrá que esta quizá no sea una buena
orientación sobre lo que ocurriría si incrementáramos el gasto ahora. A fin de cuentas,
durante la segunda guerra mundial el gasto del sector privado se suprimió de forma
deliberada, mediante el racionamiento y las restricciones a la construcción privada; y
durante la guerra de Corea, el gobierno intentó evitar las presiones inflacionarias
elevando mucho los impuestos. Así, es probable que un aumento del gasto, en la
actualidad, nos aportara beneficios mayores.
¿Cuánto mayores? Para responder a esta pregunta, sería útil encontrar
experimentos naturales que nos indicaran los efectos del gasto gubernamental en
condiciones más similares a las que vivimos hoy. Por desgracia, no existen
experimentos tales que estén delimitados con la misma claridad que la segunda
guerra mundial. Pero aun así, hay mecanismos para lidiar con la cuestión.
Una posibilidad es seguir mirando al pasado. Tal como han señalado los
historiadores económicos Barry Eichengreen y Kevin O’Rourke, en la década de
1930, las naciones europeas fueron entrando, una a una, en una carrera
armamentística, en condiciones de alto desempleo y tasas de interés próximas al cero,
similares a las que imperan hoy. En un trabajo realizado con la colaboración de sus
estudiantes, han utilizado los datos de la época —ciertamente irregulares, según ellos
mismos reconocen— para estimar el impacto que la carrera armamentística, con sus
alteraciones del gasto, comportó en la producción; y obtienen que el rendimiento de
cada dólar (bien, en este caso, de cada lira, marco, franco, etcétera) fue mucho más
elevado.
Otra posibilidad es comparar regiones dentro de Estados Unidos. Emi Nakamura
y Jon Steinsson, de la Universidad de Colum-bia, señalan que algunos estados
estadounidenses han tenido industrias de la defensa mucho mayores que otros; así,
hace tiempo que en California hay una gran concentración de contratistas de la
defensa, a diferencia, por ejemplo, de Illinois. Entretanto, el gasto nacional en materia
de defensa ha fluctuado mucho; creció intensamente durante el gobierno de Reagan y
cayó después de que terminara la guerra fría. A nivel nacional, los efectos de estos
cambios quedan oscurecidos por otros factores, especialmente por la política
monetaria: la Reserva Federal subió bruscamente los tipos a principios de los años
ochenta, justo cuando estaba produciéndose la acumulación armamentística de
2. <<
[5] Hay trad. cast. de Eduardo Hornedo, FCE, Madrid, 2ª ed. rev, 1965 (con
de bonos», en inglés, la palabra vigilante (aunque fuera tomada del español) adquiere
matices propios que conviene recordar para dar pleno sentido al sintagma: se refiere
ante todo a un justiciero por cuenta propia, como por ejemplo un miembro de un
grupo parapolicial. <<
[9] Las personas que protagonizan estas diez historias de éxito son ficticias: describen: