Guerra Fria 1-2
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Capítulo VIII
Aunque la Rusia de los soviets pretende extender su influencia por todos los medios a su
alcance, la revolución a escala mundial ya no forma parte de su programa, y no existe ningún
elemento en la situación interna de la Unión que pueda promover el retorno a las antiguas
tradiciones revolucionarias. Cualquier comparación entre la amenaza de la Alemania de antes
de la guerra y la amenaza soviética actual debe tener en cuenta... diferencias fundamentales...
Así pues, el riesgo de una catástrofe repentina es mucho menor con los rusos que con los
alemanes.
FRANK ROBERTS, Embajada británica en Moscú, al Foreign Office, Londres, 1946
(Jensen, 1991, p. 56)
La economía de guerra les facilita una posición cómoda a decenas de miles de burócratas
vestidos de uniforme o de paisano que van a la oficina cada día a construir armas atómicas o
a planificar la guerra atómica; a millones de trabajadores cuyos puestos de trabajo dependen
del sistema de terrorismo nuclear; a científicos e ingenieros pagados para buscar la «solución
tecnológica» definitiva que proporcione una seguridad absoluta; a contratistas que no quieren
dejar pasar la ocasión de obtener beneficios fáciles; a guerreros intelectuales que venden
amenazas y bendicen guerras.
1
vieja hegemonía imperial de las antiguas potencias coloniales. En contrapartida, no
intervenían en la zona aceptada como de hegemonía soviética.
Los cuarenta y cinco años transcurridos entre la explosión de las bombas atómicas y el fin de
la Unión Soviética no constituyen un período de la historia universal homogéneo y único. Tal
como veremos en los capítulos siguientes, se dividen en dos mitades, una a cada lado del hito
que representan los primeros años setenta (véanse los capítulos IX y XIV). Sin embargo, la
historia del periodo en su conjunto siguió un patrón único marcado por la peculiar situación
internacional que lo dominó hasta la caída de la URSS: el enfrentamiento constante de las dos
superpotencias surgidas de la segunda guerra mundial, la denominada «guerra fría».
En Europa las líneas de demarcación se habían trazado en 1943-1945, tanto por los acuerdos
alcanzados en las cumbres en que participaron Roosevelt, Churchill y Stalin, como en virtud
del hecho de que sólo el ejército rojo era realmente capaz de derrotar a Alemania. Hubo
vacilaciones, sobre todo de Alemania y Austria, que se resolvieron con la partición de
Alemania de acuerdo con las líneas de las fuerzas de ocupación del Este y del Oeste, y la
retirada de todos los ex contendientes de Austria, que se convirtió en una especie de segunda
Suiza: un país pequeño con vocación de neutralidad, envidiado por su constante prosperidad
y, en consecuencia, descrito (correctamente) como «aburrido». La URSS aceptó a
regañadientes el Berlín Oeste como un enclave occidental en la parte del territorio alemán
que controlaba, pero no estaba dispuesta a discutir el tema con las armas.
La segunda guerra mundial apenas había acabado cuando la humanidad se precipitó en lo que
sería razonable considerar una tercera guerra mundial, aunque muy singular; y es que, tal
como dijo el gran filósofo Thomas Hobbes, «La guerra no consiste sólo en batallas, o en la
acción de luchar, sino que es un lapso de tiempo durante el cual la voluntad de entrar en
combate es suficientemente conocida» (Hobbes, capítulo 13). La guerra fría entre los dos
bandos de los Estados Unidos y la URSS, con sus respectivos aliados, que dominó por
completo el escenario internacional de la segunda mitad del siglo XX, fue sin lugar a dudas
un lapso de tiempo así. Generaciones enteras crecieron bajo la amenaza de un conflicto
nuclear global que. tal como creían muchos, podía estallar en cualquier momento y arrasar a
la humanidad. En realidad, aun a los que no creían que cualquiera de los dos bandos tuviera
intención de atacar al otro les resultaba difícil no caer en el pesimismo, ya que la ley de
Murphy es una de las generalizaciones que mejor cuadran al ser humano («Si algo puede ir
mal, irá mal»). Con el correr del tiempo, cada vez había más cosas que podían ir mal, tanto
política como tecnológicamente, en un enfrentamiento nuclear permanente basado en la
premisa de que sólo el miedo a la «destrucción mutua asegurada» (acertadamente resumida
en inglés con el acrónimo MAD, «loco») impediría a cualquiera de los dos bandos dar la
señal, siempre a punto, de la destrucción planificada de la civilización. No llegó a suceder,
pero durante cuarenta años fue una posibilidad cotidiana.
La situación fuera de Europa no estaba tan clara, salvo en el caso de Japón, en donde los
Estados Unidos establecieron una ocupación totalmente unilateral que excluyó no sólo a la
URSS, sino también a los demás aliados. El problema era que ya se preveía el fin de los
antiguos imperios coloniales, cosa que en 1945, en Asia, ya resultaba inminente, aunque la
orientación futura de los nuevos estados poscoloniales no estaba nada clara. Como veremos
(capítulos XII y XV), esta fue la zona en que las dos superpotencias siguieron compitiendo en
busca de apoyo e influencia durante toda la guerra fría y, por lo tanto, fue la de mayor
fricción entre ambas, donde más probables resultaban los conflictos armados, que acabaron
por estallar. A diferencia de Europa, ni siquiera se podían prever los límites de la zona que en
el futuro iba a quedar bajo control comunista, y mucho menos negociarse, ni aun del modo
más provisional y ambiguo. Así, por ejemplo, la URSS no sentía grandes deseos de que los
comunistas tomaran el poder en China, 1 pero eso fue lo que sucedió a pesar de todo.
La singularidad de la guerra fría estribaba en que, objetivamente hablando, no había ningún
peligro inminente de guerra mundial. Más aún: pese a la retórica apocalíptica de ambos
bandos, sobre todo del lado norteamericano, los gobiernos de ambas superpotencias
aceptaron el reparto global de fuerzas establecido al final de la segunda guerra mundial, lo
que suponía un equilibrio de poderes muy desigual pero indiscutido. La URSS dominaba o
ejercía una influencia preponderante en una parte del globo: la zona ocupada por el ejército
rojo y otras fuerzas armadas comunistas al final de la guerra, sin intentar extender más allá su
esfera de influencia por la fuerza de las armas. Los Estados Unidos controlaban y dominaban
el resto del mundo capitalista, además del hemisferio occidental y los océanos, asumiendo los
restos de la
Sin embargo, incluso en lo que pronto dio en llamarse el «tercer mundo», las condiciones
para la estabilidad internacional empezaron a aparecer a los pocos años, a medida que fue
quedando claro que la mayoría de los nuevos estados poscoloniales, por escasas que fueran
sus simpatías hacia los Estados Unidos y sus aliados, no eran comunistas, sino, en realidad,
sobre todo anticomunistas en política interior, y «no alineados» (es decir, fuera del bloque
militar soviético) en asuntos exteriores. En resumen, el «bando comunista» no presentó
síntomas de expansión significativa entre la
1. Las referencias a China brillaban por su ausencia en el informe de Zhdanov sobre la
situación mundial con que se inauguró la conferencia de la Oficina de Información
Comunista (Cominform) en septiembre de 1947. aunque Indonesia y Vietnam recibieron el
calificativo de «miembros del bando antiimperialista», e India. Egipto y Siria, de
«simpatizantes» del mismo (Spriano, 19. 13, p. 286). Todavía en abril de 1949. al abandonar
Chiang Kai- shek su capital, Nanking, el embajador soviético —el único de entre todo el
cuerpo diplomático— se unió a él en su retirada hacia Cantón. Seis meses más tarde. Mao
proclamaba la República Popular (Walker, 1993. p. 6. 1).
revolución china y los años setenta, cuando la China comunista ya no formaba parte del
mismo.
accidentes que amenazan inevitablemente a quienes patinan y patinan sobre una delgada capa
de hielo? Es difícil de decir. Es probable que el período más explosivo fuera el que medió
entre la proclamación formal de la «doctrina Traman» en marzo de 1947 («La política de los
Estados Unidos tiene que ser apoyar a los pueblos libres que se resisten a ser subyugados por
minorías armadas o por presiones exteriores») y abril de 1951, cuando el mismo presidente
de los Estados Unidos destituyó al general Douglas MacArthur, comandante en jefe de las
fuerzas de los Estados Unidos en la guerra de Corea (1950-1953), que llevó demasiado lejos
sus ambiciones militares. Durante esta época el temor de los norteamericanos a la
desintegración social o a la revolución en países no soviéticos de Eurasia no era simple
fantasía: al fin y al cabo, en 1949 los comunistas se hicieron con el poder en China. Por su
parte, la URSS se vio enfrentada con unos Estados Unidos que disfrutaban del monopolio del
armamento atómico y que multiplicaban las declaraciones de anticomunismo militante y
amenazador, mientras la solidez del bloque soviético empezaba a resquebrajarse con la
ruptura de la Yugoslavia de Tito (1948). Además, a partir de 1949, el gobierno de China no
sólo se involucró en una guerra de gran calibre en Corea sin pensárselo dos veces, sino que, a
diferencia de otros gobiernos, estaba dispuesto a afrontar la posibilidad real de luchar y
sobrevivir a un holocausto nuclear. 2 Todo podía suceder.
En la práctica, la situación mundial se hizo razonablemente estable poco después de la guerra
y siguió siéndolo hasta mediados de los setenta, cuando el sistema internacional y sus
componentes entraron en otro prolongado período de crisis política y económica. Hasta
entonces ambas superpotencias habían aceptado el reparto desigual del mundo, habían hecho
los máximos esfuerzos por resolver las disputas sobre sus zonas de influencia sin llegar a un
choque abierto de sus fuerzas armadas que pudiese llevarlas a la guerra y, en contra de la
ideología y de la retórica de guerra fría, habían actuado partiendo de la premisa de que la
coexistencia pacífica entre ambas era posible. De hecho, a la hora de la verdad, la una
confiaba en la moderación de la otra, incluso en las ocasiones en que estuvieron oficialmente
a punto de entrar, o entraron, en guerra. Así, durante la guerra de Corea de 1950-1953, en la
que participaron oficialmente los norteamericanos, pero no los rusos, Washington sabía
perfectamente que unos 150 aviones chinos eran en realidad aviones soviéticos pilotados por
aviadores soviéticos (Walker, 1993, pp. 75-77). La información se mantuvo en secreto porque
se dedujo, acertadamente, que lo último que Moscú deseaba era la guerra. Durante la crisis de
los misiles cubanos de 1962, tal como sabemos hoy (Ball, 1992; Ball, 1993), la principal
preocupación de ambos bandos fue cómo evitar que se malinterpretaran gestos hostiles como
preparativos bélicos reales.
Este acuerdo tácito de tratar la guerra fría como una «paz fría» se mantuvo hasta los años
setenta. La URSS supo (o, mejor dicho, aprendió) en 1953 que los llamamientos de los
Estados Unidos para «hacer retroceder» al comunismo era simple propaganda radiofónica,
porque los norteamericanos ni pestañearon cuando los tanques soviéticos restablecieron el
control comunista durante un importante levantamiento obrero en la Alemania del Este. A
partir de entonces, tal como confirmó la revolución húngara de 1956, Occidente no se
entrometió en la esfera de control soviético. La guerra fría, que sí pro- curaba estar a la altura
de su propia retórica de lucha por la supremacía o por la aniquilación, no era un
enfrentamiento en el que las decisiones fundamentales las tomaban los gobiernos, sino la
sorda rivalidad entre los distintos servicios secretos reconocidos y por reconocer, que en
Occidente produjo el fruto más característico de la tensión internacional: las novelas de
espionaje y de asesinatos encubiertos. En este género, los británicos, gracias al James Bond
de Ian Fleming y a los héroes agridulces de John Le Carré —ambos habían trabajado por un
tiempo en los servicios secretos británicos—, mantuvieron la primacía, compensando así el
declive de su país en el mundo del poder real. No obstante, con la excepción de lo sucedido
en algunos de los países más débiles del tercer mundo, las operaciones del KGB, la CIA y
semejantes fueron desdeñables en términos de poder político real, por teatrales que resultasen
a menudo.
Una vez que la URSS se hizo con armas nucleares —cuatro años después de Hiroshima en el
caso de la bomba atómica (1949), nueve meses después de los Estados Unidos en el de la
bomba de hidrógeno (1953)—, ambas superpotencias dejaron de utilizar la guerra como arma
política en sus relaciones mutuas, pues era el equivalente de un pacto suicida. Que
contemplaran seriamente la posibilidad de utilizar las armas nucleares contra terceros —los
Estados Unidos en Corea en 1951 y para salvar a los franceses en Indochina en 1954; la
URSS contra China en 1969— no está muy claro, pero lo cierto es que no lo hicieron. Sin
embargo, ambas super- potencias se sirvieron de la amenaza nuclear, casi con toda certeza sin
tener intención de cumplirla, en algunas ocasiones: los Estados Unidos, para acelerar las
negociaciones de paz en Corea y Vietnam (1953, 1954); la URSS, para obligar a Gran
Bretaña y a Francia a retirarse de Suez en 1956. Por desgracia, la certidumbre misma de que
ninguna de las dos superpotencias deseaba realmente apretar el botón atómico tentó a ambos
bandos a agitar el recurso al arma atómica con finalidades negociadoras o (en los Estados
Unidos) para el consumo doméstico, en la confianza de que el otro tampoco quería la guerra.
Esta confianza demostró estar justificada, pero al precio de desquiciar los nervios de varias
generaciones. La crisis de los misiles
En tales circunstancias, ¿hubo en algún momento peligro real de guerra mundial durante este
largo período de tensión, con la lógica excepción de los
2. Se dice que Mao le comentó al dirigente comunista italiano Togliatti: « ¿Quién le ha dicho
que Italia vaya a sobrevivir? Quedarán trescientos millones de chinos, y eso bastará para la
continuidad de la raza humana». «La disposición de Mao para aceptar lo inevitable de una
guerra atómica y su posible utilidad para precipitar la derrota final del capitalismo dejó
atónitos a sus camaradas de otros países» en 1957 (Walker, 1993, p. 126).