10 Cuentos Antologia 17 Escritoras Latinas

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2.

UNA NIÑA MALA – Montserrat Ordóñez

Quiero ser una niña mala y no lavar nunca los platos y escaparme de casa. No voy a explicarle las
tareas a nadie, ni a tender la cama. No quiero esperar en el balcón, suspirando y aguantando
lágrimas, la llegada de papá. Ni con mamá ni con nadie. Cuando sea una niña mala gritaré, lloraré
dando alaridos hasta que la casa se caiga. Cuando sea una niña mala no voy a volver a marearme y
a vomitar. Porque no voy a subir al auto que no quiero, para dar las vueltas y los paseos que no
quiero, ni voy a comer lo que no quiero, ni a temer que alguien diga si vomitas te lo tragas, pero a
papá no se lo hacen tragar. Yo voy a ser una niña mala y sólo voy a vomitar cuando me dé la gana,
no cuando me obliguen a comer.

Llegaré con rastros de lápiz rojo en la camisa, oleré a sudor y a trago y me acostaré con la ropa
sucia puesta, y roncaré hasta despertar a toda la familia. Todos despiertos, cada uno callado en su
rincón, respirando miedo. Quiero ser el ogro y comerme a todos los niños, especialmente a los que
no duermen mientras yo ronco y me ahogo. Porque los niños cobardes me irritan. Quiero niños
malos, y quiero una niña mala que no se asusta por nada. No le importa ni la pintura ni la sangre,
prefiere las piedras al pan para dejar su rastro, y aúlla con las estrellas y baila con su gato junto a la
hoguera. Ésa es la niña que voy a ser. Una niña valiente que puede abrir y cerrar la puerta, abrir y
cerrar la boca. Decir que sí y decir que no cuando le venga en gana, y saber cuándo le da la gana.
Una niña mojada, los pies húmedos en un charco de lágrimas, los ojos de fuego.

La niña mala no tendrá que hacer visitas ni saludar, pie atrás y reverencia, ni sentarse con la falda
extendida, las manos quietas, sin cruzar las piernas. Las cruzará, el tobillo sobre la rodilla, y las
abrirá, el ángulo de más de noventa, la cabeza alta y la espalda ancha y larga, y se tocará donde le
provoque. No volverá a hacer tareas, ni a llevar maleta, ni a dejarse hacer las trenzas, a tirones,
cada madrugada, entre el huevo y el café. Nadie le pondrá lazos en la coronilla ni le tomarán fotos
aterradas. Tendrá pelo de loba y se sacudirá desde las orejas hasta la cola antes de enfrentarse al
bosque.

No me paren bolas, gritará la niña mala que quiere estar sola. No me miren. No me toquen. Sola,
solita, se subirá con el gato a sillas y armarios, destapará cajas y bajará libros de estantes
prohibidos. Cuando tenga su casa y cierre la puerta, no entrará el hambre del alma, ni los monos
amaestrados, ni curas ni monjas. El aire de la tarde la envolverá en sol transparente. Las palomas y
las mirlas saltarán en el techo y las terrazas, y las plumas la esperarán en los rincones más secretos
y se confundirán con los lápices y las almohadas. Se colarán gatos y ladrones y tal vez alguna rata,
por error, porque sí, porque van a lo suyo, de paso, y no saben de niñitas, ni buenas ni malas.
Armará una cueva para aullar y para reír. Para jugar y bailar y enroscarse. Para relamerse.

Ahora el balcón ya está cerrado. El gato todavía recorre y revisa los alientos. Es tarde y la niña
buena, sin una lágrima, se acurruca y se duerme.
3. Cristina Peri Rossi: En la playa

El agua golpeaba contra las rocas y la espuma se levantaba en el aire, lamiendo las piedras. El
paisaje era perfecto, porque la iglesia estaba iluminada y la luna llena. Habían llegado dos días
antes al balneario, ocupado una pieza en el hotel de tres estrellas cuya ventana se abría sobre la
playa y no podían quejarse de la comida.
Se levantaban temprano, desayunaban y cruzaban hacia la arena. Era un polvo marrón, más bien
grueso, pegajoso, y resultaba muy difícil encontrar un sitio vacío donde instalarse. Los toldos se
agrupaban unos junto a otros y toda intimidad estaba excluida. Por lo menos, en el reino de las
buenas costumbres, que ellos no intentaban desafiar.
Casi nunca habían querido desafiar a nadie ni a nada. Instintivamente, creían que acatando las
normas más generales se preservaban de los peligros que acechaban a los disidentes, a los
marginales, a los evadidos, a los opositores. También pensaban que esa suave actitud de
acatamiento tenía su compensación: estos veinte días de vacaciones en un balneario de moda
eran la recompensa a la obediencia, al cumplimiento de la ley.
De lejos, parecían hermanos. Rubios, de ojos claros, piel delicada, ropa discreta, hablar bajo,
caminaban por la playa tomados de la mano y eran de la clase de gente a quienes jamás la brisa
del atardecer los sorprende sin un abrigo en el bolso, por cualquier cosa. Ese sentido de previsión
les valió ese día poder permanecer a la orilla del mar hasta la puesta del sol, cuando casi todo el
mundo abandonó el lugar en virtud del fuerte relente nocturno.
También se sintieron dichosos de que su buen sentido los premiara con esa maravillosa puesta de
sol. Él se colocó sobre los hombros un pulóver gris que le había tejido su madre, ella uno azul que
había comprado en una liquidación. Reconfortados por la lana, miraron el mar y el estallido de sol
que se desangraba en el horizonte. Enfocó a distancia y disparó sobre el sol. Lo mató
instantáneamente. Satisfecho, rebobinó.
—Ha sido un crimen perfecto —dijo ella.
—No, querida, un trabajo un poco sucio: algunas manchas de sangre estropean la fotografía.
Crímenes de ésos pueden comprarse muy baratos en todas las tiendas donde venden postales,
pero uno siempre tiende a ejecutarlos por sí mismo.
La playa estaba vacía, todo el mundo había huido con las primeras brisas: a la gente le gusta
mucho quemarse al sol, pero no soportan la posibilidad de un resfrío. Sólo una niña, pequeña, con
un vestidito blanco se entretenía en la arena. No levantaba castillos, porque la arena le parecía un
material harto liviano, ni dibujaba princesas ni caballos ni astronautas con su pala: miraba a la
pareja. Era extremadamente solitaria y siempre le inspiraban curiosidad las parejas: hasta ese
momento, nunca en su vida había experimentado la necesidad de compartir el silencio, la puesta
de sol, el baño, nada.
—Esa niña debe haberse extraviado —comento la mujer—. Pobrecita, llamémosla y averigüemos
quiénes son sus padres.
—Ten cuidado, Alicia —contestó él—. Actualmente, los niños suelen ser muy peligrosos.

Había un desorden en las generaciones. Eso ya lo había observado el Papa, la Iglesia y el Ejército.
Probablemente, un trastorno en los genes. Durante siglos, los padres se habían parecido a los
hijos. En la actualidad, era difícil encontrar un padre parecido a su hijo. Inexplicablemente, se
atribuía la infidelidad a los niños. El desorden podía haber sido provocado por la bomba atómica,
las revoluciones fracasadas, la polución o la influencia del cine. O quizás era la comida.
Cada vez la gente acostumbraba menos a comer en sus casas, preferían comer huevos fritos y
salchichas en los self-service y en los restaurantes. Era alguno de esos factores, o todos juntos,
como el cáncer.
—Nena —llamó dulcemente Alicia.
El sol se puso un poco más rojo. Él volvió a cargar la máquina, apuntó bien y disparó otra vez.
Páfate. Miró su aparato, no muy convencido de su eficacia. Ya había dado muerte a varios paisajes,
pero no estaba conforme. Sus vacaciones eran tan perfectas que seguramente no las olvidaría
jamás: tomaba fotografías para recordarlas. ¿Quién iba a confiar en la memoria?
—Nenita —insistió Alicia.
La niña los miró con escepticismo. Volvió despacio la cabeza, consideró que el paisaje era más
digno de observación y se enfrascó en la contemplación del mar.
—Seguramente es extranjera, no debe comprender nuestro idioma —comentó Alicia.
—Todos son extranjeros —dijo él, empeñado en retirar el rollo de la cámara.
Ella lo miró sobresaltada. A veces hacía afirmaciones cuyo sentido, aunque aparentemente claro,
resultaba ambiguo, dudoso, y no había cosa que la hiciera sentirse peor que la ambigüedad. ¿Qué
había querido decirle? ¿Que en esa playa todos eran turistas? ¿Que todos los niños hablaban otro
idioma? ¿Que la infancia era otro país?
—No lo creo. Tiene un aspecto bastante normal —aseguró ella.
—No pienses que los extranjeros son todos morenos y de narices anchas —agregó él.
De todas maneras, y pese a la indiferencia de su marido, prefería asegurarse. Le parecía una
barbaridad que alguien dejara extraviada a una niñita a esas horas en la playa. Si no hubieran
estado ellos allí —y estaban gracias a su sentido de la previsión y del orden que les había hecho
poner dos pulóveres en el bolso de playa— con seguridad la niña hubiera podido sufrir cualquier
percance, en manos de degenerados que recorrían la costa no bien entraba la noche. Los
periódicos siempre contaban cosas así que sucedían en el extranjero, y la verdad es que el
balneario estaba repleto de extranjeros. O hundirse en el agua. Algunos niños carecen del sentido
de conservación, son como animalitos.
—¿Dónde estarán sus padres? —se preguntó ella, en voz alta. No tenía aspecto de huérfana. Cada
día había menos huérfanos, por lo menos en el mundo que ellos frecuentaban. Con seguridad se
debía a los adelantos de la medicina, que prolongaba la vida de los hombres. De las mujeres más
aun, porque eran menos viciosas.
—En la piscina o bebiendo whisky en el bar del hotel —refunfuñó él. Había colocado el disparador
del flash, porque quería tomarle unas fotografías a su mujer aunque el sol ya no la iluminara.
—Tendrás que hacer copias para enviar a casa —comentó ella. «Casa» seguía siendo la casa de sus
padres. De sus abuelos. De sus tíos y tías. Le parecía muy agradable enviarles unas fotografías en
color de las estupendas vacaciones que estaban pasando.
—Si la nena se acercara, le sacaría algunas fotos —dijo él—. He visto espléndidas fotografías de
niños tomadas por aficionados.
—Nenita —volvió a llamar la mujer. No se decidía a moverse, por la secreta repugnancia que le
causaba caminar sobre la arena, húmeda al atardecer.
Sorpresivamente, la niña se puso de pie, por decisión propia, absolutamente consciente de sus
gestos y movimientos. Como si hubiera concluido a satisfacción una tarea, y ahora se desprendiera
de los últimos quehaceres para salir a caminar. Como si hubiera cumplido una misión, y sintiera el
placer mezclado con una especie de vacío que sobreviene entonces.
—Déjala que se acerque, le tomaré una instantánea —dijo él.
No recogió nada, porque nada tenía para recoger, ni miró hacia atrás, porque no dejaba nada
detrás suyo, y caminó directamente hacia ellos. El vestidito blanco era sacudido por el viento.
—Pobrecita, nos ha entendido por fin, y viene a buscar protección, debe estar perdida y sentirá
frío, con ese vestidito blanco.
Rápidamente la niña recorrió la distancia que los separaba y se detuvo junto a ellos. Permaneció
de pie, mirándolos con curiosidad, observándolos fijamente. Ambos estaban sentados y cuando
oprimió el disparador, se dio cuenta que tenía el flash descargado. La niña no reparó en este
desgraciado accidente. Siguió de pie, metiéndose un dedo en la boca. Era un dedo rollizo e
inteligente: por su extremidad rosada, ella había aprendido a conocer el mundo y a quererlo. A
veces sabía a miel, a manzanas frescas, a polvo, a tomillo, a veces sabía a limón y le había
enseñado a apartarse de las cosas calientes y de la gente de piel áspera y acre. Alicia estaba
nerviosa, porque sabía cómo se disgustaba su marido cuando una foto no le salía, o le salía mal. La
niña aprovechó el momento de distracción de la mujer, y con voz firme, autoritaria, les preguntó:
—¿De qué país son ustedes? —con acento perfecto, pero que demostraba que era una lengua
aprendida.
—Somos de acá —respondió la mujer, sorprendida.
La niña se le aproximó muchísimo, observándole atentamente la piel de los brazos. Alicia se
estremeció desagradablemente, sintiéndose auscultada. Tenía la piel llena de pecas, y le pareció
que la niña deseaba tocárselas, verlas de cerca. Su marido continuaba preocupado por el  flash. La
niña se acercó más aún, de modo que ella pudiera oler su perfume a yodo, a mar, y, cuando ya
tenía su naricita sobre las pecas de sus brazos, le preguntó, cortésmente:
—¿Qué son?
—¿Qué son qué? —casi gritó Alicia, indignada—. Son pecas, ¿nunca oíste hablar de ellas?
—En mí país no hay de esos animales —afirmó la niña, alargando su mano para tocarlas.
Alicia repelió el gesto con asco. La niña se asustó un poco, pero en seguida recuperó su interés y
volvió a alargar el brazo. Pero esta vez, pidió permiso:
—¿Puedo tocártelos?
Ella no entendía por qué los extranjeros no enseñaban a sus hijos a guardar respeto a los adultos.
—No —contestó Alicia, tajante.
La niña no insistió. Mostró un olímpico desprecio hacia Alicia, y sólo comentó:
—Cuando vuelva a salir el sol, buscaré animales de ésos en la orilla. La orilla está llena. ¿Por qué
ese señor saca fotografías?
Él se sobresaltó al escuchar la voz de la nena tan próxima a su oído. Había estado absorto tratando
de solucionar el desperfecto de su flash, y no escuchó el diálogo anterior.
—¿Está o no perdida? —le preguntó a su mujer, ignorando la curiosidad de la niña.
—No puedo saberlo —dijo ella—. Es extranjera.
—Para ser extranjera, habla muy bien nuestro idioma —comentó él.
—Todos los niños tienen esa facilidad. Creo que nuestra lengua es muy agradable para ellos.
—No —dijo la niña, interviniendo en la conversación que ellos habían creído privada—. Yo
pregunto por qué ese señor saca fotografías. No me gusta como ustedes dicen «caballo», ni me
gusta como dicen «reloj». ¿Por qué han traído pulóveres?
—¿Dónde están tus padres? —preguntó Alicia, deseosa de no responder.
—En casa —contestó la niña, rápidamente—. Si la máquina mata al sol, la voy a tirar al agua.
—Nenita —intervino el hombre—, si quieres, te acompañamos hasta tu casa. ¿Quieres? ¿No
tendrás frío?
—Yo nunca tengo frío —respondió—. El frío es viejo. ¿Mata al sol o no?
—¿Nunca viste una cámara fotográfica?
—Es extranjera —contemporizó Alicia, ahora que el diálogo se había vuelto hacia su marido—.
Probablemente india. Quizás allí no existan cámaras fotográficas, o no son accesibles.
—Tengo un gato que ustedes no tienen —interrumpió la niña.
—¿Un gato? —se sobresaltó Alicia. No soportaba ninguna clase de animal doméstico. Ni de los
otros.
—No creas —dijo su esposo—. Ya no quedan países tan atrasados. Sólo algunas tribus muy
primitivas ignorarán lo que es una cámara fotográfica.
—Si quieres lo traigo —ofreció la niña. Parecía dispuesta a hacer concesiones.
—Ni se te ocurra —se alarmó Alicia—. Podemos llevarte hasta tu casa, y tú le darás de comer a tu
gatico.
—No es gatico —dijo la nena—. Es un gatito. Y además, lo tengo en la playa.
—Con razón la arena de este balneario está tan sucia —reflexionó Alicia—. Gatico y gatito son
sinónimos, niña. ¿Sabes lo que son los sinónimos? —No esperó respuesta, explicó— Dos palabras
que significan lo mismo.
—No hay sin-ominos —dijo la niña—. Todas son diferentes.
—En los sonidos sí, pero el significado puede ser el mismo.
—No hay sin-ominos —insistió—. Todo es diferente.
—Es terca como una mula —se irritó él.
—Todos los niños son iguales —contemporizó Alicia.
—Todos son diferentes —aseguró la niña. ¿Estaba hablando de los niños o de los sinónimos,
todavía?
—¿Dónde duermen? —preguntó de pronto.
—En nuestro hotel —contestó Alicia, orgullosamente.
—Los bichitos —dijo la niña, mirándole otra vez el brazo.
—Ya te dije que no son bichitos, ¿no entendiste?
—El hotel no es de ustedes.
—¿Qué hotel?
—Ése donde duermen. Tú dijiste: «Nuestro hotel».
—Es el que hemos alquilado —respondió el marido.
—Parece que te importa mucho el lenguaje —dijo la mujer.
—Puedo traer mi gatito y mostrárselos —ofreció otra vez la niña.
—No es necesario; otro día lo veremos —trató de disuadirla ella.
—No hay otro día —contestó la niña.
—¡Claro que lo hay! Para que veas: nosotros hemos reservado hotel por quince días más.
—Si él lo mata no hay más día.
—Nunca he matado al sol —dijo él, sonriendo.
—Al gato —aclaró la niña.
—No me gustan los gatos, pero jamás mataría a ninguno —se defendió.
—Es lo mismo —insistió—. Él se moriría. Yo tengo varios. En casas diferentes.
—¿Lo ves? —dijo ella—. Esta niña es hija de padres divorciados. Por eso se confunde. Yo no sé
para qué la gente tiene hijos.
—Para perpetuar la especie —respondió la niña, con gran serenidad. Ambos se quedaron mudos,
mirándola despavoridos. Había respondido como si se tratara de un manual.
—¿Tú sabes qué quiere decir perpetuar la especie? —le preguntó él sorprendido.
—Sí —aseguró ella, muy satisfecha de haber respondido como le enseñaron en la escuela.
—Bueno, a ver, dinos qué quiere decir.
—No quiero —dijo ella.
—No sabes —contestó él.
—No, es que no quiero. Quiero mostrarles mi gamito.
—Es que no sabes.
—Es que no quiero.
—Aníbal, deja a esa niña en paz. Llevémosla a su casa, al hotel o donde sea.
—¿Por qué los dos nombres de ustedes empiezan con A?
—¿Cómo averiguaremos dónde vive? No la veo muy dispuesta a contestar —consultó él.
—El mío empieza con E.
—¿Y cómo sigue? —le preguntó. Quizás obtendría una seña de identidad.
—Euuuuyllarre —respondió la niña.
—Ése no es un nombre. No significa nada.
—Significa lo que yo quiero que signifique sentenció ella. Había leído eso en alguna parte.
—¿Y qué quieres significar tú en este momento?
—Euuuuyllarre —contestó la niña.
—Eso no significa nada, no es un nombre, es un invento tuyo.
—Yo quiero llamarme ahora así —explicó.
—Y cuando no quieres llamarte así, ¿cómo te llaman?
—Como se les da la gana.
—No empecemos otra vez —intervino Alicia.
—Si no quieren ver a mi gato, igual tengo otro —dijo ella, orgullosamente.
—No queremos ver ni ése ni el otro —terció Alicia.
—Pues entonces les mostraré el otro más.
—Tampoco ése —dijo él.
—¿Y el gato que es el otro gato del otro más?
—Me parece que estás atribuyéndote más gatos de los que tienes.
—Me parece que ustedes no son amigos de los gatos.
—Ni de las niñas —contestó él, irritado.
—Mi papá tampoco —dijo ella.
—¿No es amigo de las niñas o de los gatos? —preguntó él.
—Es amigo del gato, pero no del otro.
—¿Dónde vive tu papá? —intentó averiguar otra vez Alicia.
—En la gatería.
—¿No querrás decir en la galería?
—Quiero decir en la gatería.
—Debe ser uno de esos extranjeros que se emborrachan por la noche en el bar del hotel.
—¿Y tu mamá? —insistió Alicia.
—¿Cuál? —preguntó ella.
—¿Cuántas madres tienes? —interrogó, asombrada.
Ella pareció reflexionar un rato, miró sus dedos, hizo algunos cálculos en el aire, y luego respondió:
—Una sola.
—¿Dónde vive?
—En casa —contestó.
—¿Y dónde está ahora?
Ella empezó a jugar con la arena.
—Antes estaba en la playa —respondió la niña.
—¿Te ha dejado sola? —preguntó Alicia, horrorizada.
—No. Yo la dejé sola para jugar con el gato.
—¿En qué lugar la dejaste? —preguntó el marido.
—En la gatería.
—Así no podremos adelantar nada —dijo Alicia, que se estaba empezando a preocupar—. Quizá si
le ofreciéramos algo. A los niños es muy fácil seducirlos con comida.
—¿Quieres un sándwiche? —le ofreció el marido.
—Ya comí —dijo la niña.
—Puedes volver a hacerlo, si lo deseas.
—No. No quiero ponerme gorda como tú.
—Yo no estoy gordo —protestó él.
—Estás demasiado quieto, engordarás.
—¿Quién te dijo que estoy demasiado quieto?
—La arena. No se mueve cuando tú estás quieto.
—Ya me moví bastante por el día de hoy.
—¿Por qué no empiezas a moverte para mañana? —preguntó ella, con su mejor inocencia.
—No me interesa. Me gusta hacer las cosas a su tiempo.
—¿Qué tiempo? —preguntó la niña.
—El que corresponde.
—No sé —dijo la niña.
—¿Qué es lo que no sabes?
—Cuál tiempo es corresponde.
—No hay tiempo corresponde. Dije que me gusta hacer las cosas a su tiempo.
—¿De quién?
—¿De quién qué?
—De quién tiempo.
—De cada cosa. Cada cosa tiene su tiempo.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque me lo enseñaron de pequeño, no como a ti.
—¿Cuál es el tiempo de ella? —preguntó la niña, señalando a Alicia.
Él quedó sorprendido. Nunca se lo había puesto a pensar. Se entretuvo imaginando respuestas
apropiadas, como por ejemplo: «Su tiempo es siempre». «Toda la vida». «Es el tiempo del
amanecer y del verano,» ¿El tiempo de la acción o el de la meditación? ¿El tiempo doméstico o
acaso otra dimensión, menos habitual? Tuvo que elegir entre dos respuestas vagas: todos, o
ninguno.
—Su tiempo es todos los tiempos —sentenció, al fin, muy contento de la frase que había
construido. Ella se pavoneó un poco, orgullosa.
—Si no quiere ver a mi gato, no será el tiempo de mi gato.
—No nos importa que no sea el tiempo de tu gato, es el suyo y el mío.
—El mundo es ancho y ajeno —dijo la niña, contemplativamente, mirando hacia el cielo. Él tuvo la
irritante sensación de no saber si les estaba tomando el pelo, o si hablaba en serio.
—¿De dónde sacaste esa frase tan bonita? —le preguntó irónicamente.
—De la escuela. Es un libro viejo. Todos los libros de la escuela son viejos.
—¿Qué crees tú que quiere decir eso?
—Nada. Que el mundo es ancho y ajeno.
—Estás repitiendo lo mismo.
—No hay sin-ominos, y yo estoy contra la interpretación.
—¿Qué quieres decirnos con que estás contra la interpretación?
—Mi padre tiene un libro que se llama «Contra la interpretación».
—¿Qué te dije? —intervino Alicia—. Su padre debe ser un intelectual muerto de hambre. Así salen
sus hijos.
Pero él estaba demasiado entusiasmado con la conversación. Y ofuscado.
—Todavía no me has dicho qué es la interpretación, y por qué estás en contra.
—Porque no hay sin-ominos.
—¿Tu padre te deja leer cualquier libro?
—No.
—Ah, eso me parece muy bien.
—No cualquiera, todos.
—¿Y a ti te gusta leer?
—No. Me gustan los títulos. Reflejos en tu ojo dorado.
—Déjate de decir disparates —se indignó—. Si no nos dices ahora mismo dónde deseas que te
llevemos, nos iremos y te quedarás sola.
—Ustedes se quedarán solos —sentenció la niña, con seguridad, poniéndose de pie. De pronto se
miraron asustados.
—Si yo me voy ustedes se quedan toda la noche y todo el día solos —repitió la niña.
Alicia se sintió incómoda.
—No hemos querido echarte —afirmó, tratando de apaciguar a la niña.
—Aunque les deje a mi gato, estarán completamente solos.
—Pero si nos gusta mucho tu compañía, puedes quedarte todo el tiempo que desees.
—Las noches son muy largas en los balnearios —comentó la niña, como si fuera un comentario sin
importancia.
—Efectivamente —dijo él—. Es la diferencia con la ciudad.
—No hay nadie por ningún lado —agregó la niña.
—Y eso es horrible —confirmó Alicia.
—Con todo, yo podría irme y dejarles mí gato.
—Pero no, Euuuuyllarre, quédate, quédate con nosotros.
—Él les haría compañía.
—Pero tú lo cuidarás mejor si nos acompañas y te quedas acá.
—Si tienen hambre, puedo ir a comprarles sándwiches.
Ambos se asustaron. Empezaron a sacar grandes cantidades de provisiones del bolso.
—¿Ves? ¿Ves? Hay comida suficiente para los tres.
—Para los siete, porque está mi gato, mi otro gato, el gato otro y el otro gato del otro gato.
—Para los siete alcanzará, Euuuuyllarre —aseguró él, tímidamente.
—Mis gatos están acostumbrados al agua y a comer pescado.
—Son unos gatos fantásticos y hermosísimos, Euuuuyllarre.
—Bueno, si es así, los acompañaré toda la noche. Siempre hay gente solitaria por la playa. Se
aburren y no saben qué hacer.
4. CINE PRADO
Señorita:
A partir de hoy, debe usted borrar mi nombre de la lista de sus admiradores. Tal vez convendría
ocultarle esta deserción, pero callándome, iría en contra de una integridad personal que jamás ha
eludido las exigencias de la verdad. Al apartarme de usted, sigo un profundo viraje de mi espíritu,
que se resuelve en el propósito final de no volver a contarme entre los espectadores de una
película suya.
Esta tarde, más bien, esta noche, usted me destruyó. Ignoro si le importa saberlo, pero soy un
hombre hecho pedazos. ¿Se da usted cuenta? Soy un aficionado que persiguió su imagen en la
pantalla de todos los cines de estreno y de barrio, un crítico enamorado que justificó sus peores
actuaciones morales y que ahora jura de rodillas separarse para siempre de usted aunque el
simple anuncio de Fruto Prohibido haga vacilar su decisión. Lo ve usted, sigo siendo un hombre
que depende de una sombra engañosa.
Sentado en una cómoda butaca, fui uno de tantos, un ser perdido en la anónima oscuridad, que de
pronto se sintió atrapado en una tristeza individual, amarga y sin salida. Entonces fui realmente
yo, el solitario que sufre y que le escribe. Porque ninguna mano fraterna se ha extendido para
estrechar la mía. Cuando usted destrozaba tranquilamente mi corazón en la pantalla, todos se
sentían inflamados y fieles. Hasta hubo una canalla que rió descaradamente, mientras yo la veía
desfallecer en brazos de ese galán abominable que la condujo a usted al último extremo de la
degradación humana.
Y un hombre que pierde de golpe todos sus ideales ¿no cuenta para nada, señorita?
Dirá usted que soy un soñador, un excéntrico, uno de esos aerolitos que caen sobre la tierra al
margen de todo cálculo. Prescinda usted de cualquiera de sus hipótesis, el que la está juzgando
soy yo, y hágame el favor de ser más responsable de sus actos, y antes de firmar un contrato o de
aceptar un compañero estelar, piense que un hombre como yo puede contarse entre el público
futuro y recibir un golpe mortal. No hablo movido por los celos, pero créame usted: en Esclavas
del Deseo fue besada, acariciada y agredida con exceso. No sé si mi memoria exagera, pero en la
escena del cabaret no tenía usted por qué entreabrir de esa manera sus labios, desatar sus
cabellos sobre los hombros y tolerar los procaces ademanes de aquel marinero, que sale
bostezando, después de sumergirla en el lecho del desdoro y abandonarla como una embarcación
que hace agua.
Yo sé que los actores se deben a su público, que pierden en cierto modo su libre albedrío y que se
hallan a la merced de los caprichos de un director perverso; sé también que están obligados a
seguir punto por punto todas las deficiencias y las falacias del texto que deben interpretar, pero
déjeme decirle que a todo el mundo le queda, en el peor de los casos, un mínimo de iniciativa, una
brizna de libertad que usted no pudo o no quiso aprovechar.
Si se tomara la molestia, usted podría alegar en su defensa que desde su primera irrupción en el
celuloide aparecieron algunos de los rasgos de conducta que ahora le reprocho. Es verdad; y
admito avergonzado que ningún derecho ampara mis querellas. Yo acepté amarla tal como es.
Perdón, tal como creía que era. Como todos los desengañados, maldigo el día en que uní mi vida a
su destino cinematográfico. Y conste que la acepté toda opaca y principiante, cuando nadie la
conocía y le dieron aquel papelito de trotacalles con las medias chuecas y los tacones carcomidos,
papel que ninguna mujer decente habría sido capaz de aceptar. Y sin embargo, yo la perdoné, y en
aquella sala indiferente y llena de mugre saludé la aparición de una estrella. Yo fui su descubridor,
el único que supo asomarse a su alma, entonces inmaculada, pese a su bolsa arruinada y a vueltas
de carnero. Por lo que más quiera en la vida, perdóneme este brusco arrebato.
Se le cayó la máscara, señorita. Me he dado cuenta de la vileza de su engaño. Usted no es la
criatura de delicias, la paloma frágil y tierna a la que yo estaba acostumbrado, la golondrina de
inocentes revueltos, el rostro perdido entre gorgueras de encaje que yo soñé, sino una mala mujer
hecha y derecha, un despojo de la humanidad, novelera en el peor sentido de la palabra. De ahora
en adelante, muy estimada señorita, usted irá por su camino y yo por mío. Ande, ande usted, siga
trotando por las calles, que yo ya me caí como una rata en una alcantarilla. Y conste que lo de
señorita se lo digo porque a pesar de los golpes que me ha dado la vida sigo siendo un caballero.
Mi viejita santa me inculcó en lo más hondo el guardar siempre las apariencias. Las imágenes se
detienen y mi vida también. Así es que… señorita. Tómelo usted, si quiere, como una desesperada
ironía.
Yo la había visto prodigar besos y recibir caricias en cientos de películas, pero antes, usted no
alojaba a su dichoso compañero en el espíritu. Besaba usted sencillamente como todas las buenas
actrices: como se besa a un muñeco de cartón. Porque, sépalo usted de una vez por todas, la única
sensualidad que vale la pena es la que se nos da envuelta en alma, porque el alma envuelve
entonces nuestro cuerpo, como la piel de la uva comprime la pulpa, la corteza guarda al zumo.
Antes, sus escenas de amor no me alteraban, porque siempre había en usted un rasgo de dignidad
profanada, porque percibía siempre un íntimo rechazo, una falla en el último momento que
rescataba mi angustia y consolaba mi lamento. Pero en La Rabia en el Cuerpo con los ojos
húmedos de amor, usted volvió hacia mí su rostro verdadero, ese que no quiero ver nunca más.
Confiéselo de una vez: usted está realmente enamorada de ese malvado, de ese comiquillo de
segunda, ¿no es cierto? ¿Se atrevería a negarlo impunemente? Por lo menos todas las palabras,
todas las promesas que le hizo, eran auténticas, y cada uno de sus gestos, estaban respaldados en
la firme decisión de un espíritu entregado. ¿Por qué ha jugado conmigo como juegan todas? ¿Por
qué me ha engañado usted como engañan todas las mujeres, a base de máscaras sucesivas y
distintas? ¿Por qué no me enseñó desde el principio, de una vez, el rostro que ahora me
atormenta?
Mi drama es casi metafísico y no le encuentro posible desenlace. Estoy solo en la noche de mi
desvarío. Bueno, debo confesar que mi esposa todo lo comprende y que a veces comparte mi
consternación. Estábamos gozando aún de los deliquios y la dulzura propia de los recién casados
cuando acudimos inermes a su primera película. ¿Todavía la guarda usted en su memoria? Aquélla
del buzo atlético y estúpido que se fue al fondo del mar, por culpa suya, con todo y escafandra. Yo
salí del cine completamente trastornado, y habría sido una vana pretensión el ocultárselo a mi
mujer. Ella, por lo demás, estuvo completamente de mi parte; y hubo de admitir que sus
deshabillés son realmente espléndidos. No tuvo inconveniente en acompañarme otras seis veces,
creyendo de buena fe que la rutina rompería el encanto. Pero ¡ay! Las cosas fueron empeorando a
medida que se estrenaban sus películas. Nuestro presupuesto hogareño tuvo que sufrir
importantes modificaciones a fin de permitirnos frecuentar las pantallas unas tres veces de
semana. Está por demás decir que después de cada sesión cinematográfica pasábamos el resto de
la noche discutiendo. Sin embargo, mi compañera no se inmutaba. Al fin y al cabo, usted no era
más que una sombra indefensa, una silueta de dos dimensiones, sujeta a las deficiencias de la luz.
Y mi mujer aceptó buenamente tener como rival a un fantasma cuyas apariciones podían
controlarse a voluntad, pero no desaprovechaba la oportunidad de reírse a costa de usted y de mí.
Recuerdo su regocijo aquella noche fatal en que, debido a un desajuste fotoeléctrico, usted habló
durante diez minutos con voz inhumana, de robot casi, que iba del falsete al bajo profundo … . A
propósito de su voz, sepa usted que me puse a estudiar el francés porque no podía conformarme
con el resumen de los títulos en español, aberrantes e incoloros. Aprendí a descifrar el sonido
melodioso de su voz, y con ello vino el flagelo de entender a fuerza mía algunas frases vulgares, la
comprensión de ciertas palabras a usted me resultaron intolerables. Deploré aquellos tiempos en
que llegaban a mí, atenuadas por pudibundas traducciones; ahora, las recibo como bofetadas.
Lo más grave del caso es que mi mujer está dando inquietantes muestras de mal humor. Las
alusiones a usted, y a su conducta en la pantalla, son cada vez más frecuentes y feroces.
Últimamente ha concentrado sus ataques en la ropa interior y dice que estoy hablándole en balde
a una mujer sin fondo. Y hablando sinceramente, aquí entre nosotros ¿a qué viene toda esa
profusión de infames transparencias, ese derroche de íntimas prendas de tenebroso acetato? Si yo
lo único que quiero hallar en usted es ese chispita triste y amarga que ayer había en sus ojos… .
Pero volvamos a mi mujer. Hace visajes y la imita. Me arremeda a mí también. Repite burlona
algunas de mis quejas más lastimeras. “Los besos que me duelen en Qué me duras, me están
ardiendo como quemaduras”.
Dondequiera que estemos se complace en recordarla, dice que debemos afrontar este problema
desde un ángulo puramente racional, con todos los adelantos de la ciencia y echa mano de
argumentos absurdos pero contundentes. Alega, nada menos, que usted es irreal y que ella es una
mujer concreta. Y a fuerza de demonstrármelo está acabando una por una con mis ilusiones. No sé
qué va a ser de mí si resulta cierto lo que aquí se rumora, que usted va a venir a filmar una película
y honrará a nuestro país con su visita. Por amor de Dios, por lo más sagrado, quédese en su patria,
señorita.
Sí, no quiero volver a verla, porque cada vez que la música cede poco a poco y los hechos se van
borrando en la pantalla, yo soy un hombre anonadado. Me refiero a la barrera mortal de esas tres
letras crueles que ponen fin a la modesta felicidad de mis noches de amor, a dos pesos la luneta.
He ido desechando poco a poco el deseo de quedarme a vivir con usted en la película y ya no
muero de pena cuando tengo que salir del cine remolcado por mi mujer que tiene la mala
costumbre de ponerse de pie al primer síntoma de que el último rollo se está acabando.
Señorita, la dejo. No le pido siquiera un autógrafo, porque si llegara a enviármelo yo sería capaz de
olvidar su traición imperdonable. Reciba esta carta como el homenaje final de un espíritu
arruinado y perdóneme por haberla incluido entre mis sueños. Sí, he soñado con usted más de una
noche, y nada tengo que envidiar a esos galanes de ocasión que cobran un sueldo por estrecharla
en sus brazos y que la seducen con palabras prestadas.Créame sinceramente su servidor.

PD: Olvidaba decirle que escribo tras las rejas de la cárcel. Esta carta no habría llegado nunca a sus
manos si yo no tuviera el temor de que el mundo le diera noticias erróneas acerca de mí. Porque
los periódicos, que siempre falsean los hechos, están abusando aquí de este suceso ridículo: “Ayer
por la noche, un desconocido, tal vez en estado de ebriedad o perturbado de sus facultades
mentales, interrumpió la proyección de Esclavas del Deseo en su punto más emocionante, cuando
desgarró la pantalla del Cine Prado al clavar un cuchillo en el pecho de Francoise Arnoul. A pesar
de la obscuridad, tres espectadoras vieron cómo el maniático corría hacia la actriz con el cuchillo
en alto y se pusieron de pie para examinarlo de cerca y poder reconocerlo a la hora de la
consignación. Fue fácil porque el individuo se desplomó una vez consumado el acto”. Sé que es
imposible, pero daría lo que no tengo con tal de que usted conservara para siempre en su pecho,
el recuerdo de esa puñalada.

5. La casa nueva

A Elena Poniatowska.

Claro que no creo en la suerte, mamá. Ya está usted como mi papá. No me diga que fue un
soñador; era un enfermo —con el perdón de usted—. ¿Qué otra cosa? Para mí, la fortuna está ahí
o, de plano, no está. Nada de que nos vamos a sacar la lotería. ¿Cuál lotería? No, mamá. La vida no
es ninguna ilusión; es la vida, y se acabó. Está bueno para los niños que creen en todo: “Te voy a
traer la camita”, y de tanto esperar, pues se van olvidando. Aunque le diré. A veces, pasa el tiempo
y uno se niega a olvidar ciertas promesas; como aquella tarde en que mi papá me llevó a ver la
casa nueva de la colonia Anzures.

El trayecto en el camión, desde la San Rafael, me pareció diferente, mamá. Como si fuera otro...
Me iba fijando en los árboles —se llaman fresnos, insistía él—, en los camellones repletos de flores
anaranjadas y amarillas —son girasoles y margaritas—, decía.

Miles de veces habíamos recorrido Melchor Ocampo, pero nunca hasta Gutemberg. La amplitud y
la limpieza de las calles me gustaba cada vez más. No quería recordar la San Rafael, tan triste y tan
vieja: “No está sucia, son los años”, repelaba usted siempre, mamá. ¿Se acuerda? Tampoco quería
pensar en nuestra privada sin intimidad y sin agua.

Mi papá se detuvo antes de entrar y me preguntó:

¿Qué te parece? Un sueño,¿verdad?

Tenía la reja blanca, recién pintada. A través de ella vi por primera vez la casa nueva... La cuidaba
un hombre uniformado. Se me hizo tan... igual que cuando usted compra una tela: olor a nuevo, a
fresco, a ganas de sentirla.

Abrí bien los ojos, mamá. Él me llevaba de aquí para allá de la mano. Cuando subimos me dijo:

—Esta va a ser tu recámara.

Había inflado el pecho y hasta parecía que se le cortaba la voz de la emoción. Para mí solita, pensé.
Ya no tendría que dormir con mis hermanos. Apenas abrí una puerta, él se apresuró:

—Para que guardes la ropa.

Y la verdad, la puse allí, muy acomodadita en las tablas, y mis tres vestidos colgados, y mis tesoros
en aquellos cajones. Me dieron ganas de saltar en la cama del gusto, pero él me detuvo y abrió la
otra puerta:
—Mira, murmuró, un baño.

Y yo me tendí con el pensamiento en aquella tina inmensa, suelto mi cuerpo para que el agua lo
arrullara.

Luego me enseñó su recámara, su baño, su vestidor. Se enrollaba el bigote como cuando estaba
ansioso. Y yo, mamá, la sospeché enlazada a él en esa camota —no se parecía en nada a la suya—,
en la que harían sus cosas sin que sus hijos escucháramos. Después, salió usted recién bañada,
olorosa a durazno, a manzana, a limpio. Contenta, mamá, muy contenta de haberlo abrazado a
solas, sin la perturbación ni los lloridos de mis hermanos.

Pasamos por el cuarto de las niñas, rosa como sus mejillas y las camitas gemelas; y luego, mamá,
por el cuarto de los niños que “ya verás, acá van a poner los cochecitos y los soldados”. Anduvimos
por la sala, porque tenía sala; y por el comedor y por la cocina y por el cuarto de lavar y planchar.
Me subió hasta la azotea y me bajó de prisa porque “tienes que ver el cuarto para mi restirador”. Y
lo encerré ahí para que hiciera sus dibujos sin gritos ni peleas, sin niños cállense que su papá está
trabajando, que se quema las pestañas de dibujante para darnos de comer.

No quería irme de allí nunca, mamá. Aun encerrada viviría feliz. Esperaría a que llegaran ustedes,
miraría las paredes lisitas, me sentaría en los pisos de mosaico, en las alfombras, en la sala
acojinada; me bañaría en cada uno de los baños; subiría y bajaría cientos, miles de veces, la
escalera de piedra y la de caracol; hornearía muchos panes para saborearlos despacito en el
comedor. Allí esperaría la llegada de usted, mamá, la de Anita, de Rebe, de Gonza, del bebé, y
mientras, también escribiría una composición para la escuela: La casa nueva.

En esta casa, mi familia va a ser feliz. Mi mamá no se volverá a quejar de la mugre en que vivimos.
Mi papá no irá a la cantina; llegará temprano a dibujar. Yo voy a tener mi cuartito, mío, para mí
solita; y mis hermanos...

No sé qué me dio por soltarme de su mano, mamá. Corrí escaleras arriba, a mi recámara, a verla
otra vez, a mirar bien los muebles y su gran ventanal; y toqué la cama para estar segura de que no
era una de tantas promesas de mi papá, que allí estaba todo tan real como yo misma, cuando el
hombre uniformado me ordenó:

—Bájate, vamos a cerrar.

Casi ruedo las escaleras, el corazón se me salía por la boca:

—¿Cómo que van a cerrar, papá? ¿No es mi recámara?

Ni con el tiempo he podido olvidar: ¡Que iba a ser nuestra cuando se hiciera la rifa!
6. El primer beso Clarice Lispector

Más que conversar, aquellos dos susurraban: hacía poco que el romance había empezado y
andaban mareados, era el amor. Amor con lo que trae aparejado: celos.
—Está bien, te creo que soy tu primera novia, eso me hace feliz. Pero dime la verdad: ¿nunca
antes habías besado a una mujer?
—Sí, ya había besado a una mujer.
—¿Quién era? —preguntó ella dolorida.
Toscamente él intentó contárselo, pero no sabía cómo.
El autobús de excursión subía lentamente por la sierra. Él, uno de los muchachos en medio de la
muchachada bulliciosa, dejaba que la brisa fresca le diese en la cara y se le hundiera en el pelo con
dedos largos, finos y sin peso como los de una madre. Qué bueno era quedarse a veces quieto, sin
pensar casi, sólo sintiendo. Concentrarse en sentir era difícil en medio de la barahúnda de los
compañeros.
Y hasta la sed había empezado: jugar con el grupo, hablar a voz en cuello, más fuerte que el ruido
del motor, reír, gritar, pensar, sentir... ¡Caray! Cómo dejaba la garganta seca.
Y ni sombra de agua. La cuestión era juntar saliva, y eso fue lo que hizo. Después de juntarla en la
boca ardiente, la tragaba despacio, y luego una vez más, y otra. Sin embargo, era tibia, la saliva, y
no quitaba la sed. Una sed enorme, más grande que él mismo, que ahora le invadía todo el
cuerpo.
La brisa fina, antes tan buena, al sol del mediodía se había tornado ahora árida y caliente, y al
penetrarle por la nariz le secaba todavía más la poca saliva que había juntado pacientemente.
¿Y si se tapase la nariz y respirase un poco menos aquel viento del desierto? Probó un momento,
pero se ahogaba en seguida. La cuestión era esperar, esperar. Tal vez unos minutos solamente, tal
vez horas, mientras que la sed que él tenía era de años.
No sabía cómo ni por qué, pero ahora se sentía más cerca del agua, la presentía más próxima, y
los ojos le brincaban más allá de la ventana recorriendo la carretera, penetrando entre los
arbustos, explorando, olfateando.
El instinto animal que lo habitaba no se había equivocado: tras una inesperada curva de la
carretera, entre arbustos, estaba... la fuente de donde brotaba un hilillo del agua soñada.
El autobús se detuvo, todos tenían sed, pero él consiguió llegar primero a la fuente de piedra,
antes que nadie.
Cerrando los ojos entreabrió los labios y ferozmente los acercó al orificio de donde manaba el
agua. El primer sorbo fresco bajó, deslizándose por el pecho hasta el estómago.
Era la vida que volvía, y con ella se empapó todo el interior arenoso hasta saciarse. Ahora podía
abrir los ojos.
Los abrió, y muy cerca de su cara vio dos ojos de estatua que lo miraban fijamente, y vio que era la
estatua de una mujer, y que era de la boca de la mujer de donde el agua salía. Se acordó de que al
primer sorbo había sentido realmente un contacto gélido en los labios, más frío que el agua.
Y entonces supo que había acercado la boca a la boca de la mujer de la estatua de piedra. La vida
había chorreado de aquella boca, de una boca hacia otra.
Intuitivamente, confuso en su inocencia, se sintió intrigado: pero si no es de la mujer de quien sale
el líquido vivificante, el líquido germinador de la vida... Miró la estatua desnuda.
La había besado.
Lo invadió un temblor que desde afuera no se veía y que, empezando muy adentro, se apoderó de
todo el cuerpo, explotando el rostro en brasa viva.
Dio un paso hacia atrás o hacia delante, ya no sabía qué estaba haciendo. Perturbado, atónito, se
dio cuenta de que una parte de su cuerpo, antes siempre relajada, estaba ahora en una tensión
agresiva, y eso no le había ocurrido nunca.
Dulcemente agresivo, se hallaba de pie, solo en medio de los demás, con el corazón latiendo
pausada, profundamente, sintiendo cómo se transformaba el mundo. La vida era totalmente
nueva. Era otra, descubierta en un sobresalto. Estaba perplejo, en un equilibrio frágil.
Hasta que, surgiendo de lo más hondo del ser, de una fuente oculta en él manó la verdad. Que en
seguida lo llenó de miedo y también de un orgullo que no había sentido nunca. Se había...
 Se había hecho hombre.
7. CARTAS DE AMOR TRAICIONADO

La madre de Analía Torres murió de una fiebre delirante cuando ella nació y su padre no soportó la
tristeza y dos semanas más tarde se dio un tiro de pistola en el pecho. Agonizó varios días con el
nombre de su mujer en los labios. Su hermano Eugenio administró las tierras de la familia y
dispuso del destino de la pequeña huérfana según su criterio. Hasta los seis años Analía creció
aferrada a las faldas de un ama india en los cuartos de servicio de la casa de su tutor y después,
apenas tuvo edad para ir a la escuela, la mandaron a la capital, interna en el Colegio de las
Hermanas del Sagrado Corazón, donde pasó los doce años siguientes. Era buena alumna y amaba
la disciplina, la austeridad del edificio de piedra, la capilla con su corte de santos y su aroma de
cera y de lirios, los corredores desnudos, los patios sombríos. Lo que menos la atraía era el bullicio
de las pupilas y el acre olor de las salas de clases. Cada vez que lograba burlar la vigilancia de las
monjas, se escondía en el desván, entre estatuas decapitadas y muebles rotos, para contarse
cuentos a sí misma. En esos momentos robados se sumergía en el silencio con la sensación de
abandonarse a un pecado. Cada seis meses recibía una breve nota de su tío Eugenio
recomendándole que se portara bien y honrara la memoria de sus padres, quienes habían sido dos
buenos cristianos en vida y estarían orgullosos de que su única hija dedicara su existencia a los
más altos preceptos de la virtud, es decir, entrara de novicia al convento. Pero Analía le hizo saber
desde la primera insinuación que no estaba dispuesta a ello y mantuvo su postura con firmeza
simplemente para contradecirlo, porque en el fondo le gustaba la vida religiosa. Escondida tras el
hábito, en la soledad última de la renuncia a cualquier placer, tal vez podría encontrar paz
perdurable, pensaba; sin embargo su instinto le advertía contra los consejos de su tutor.
Sospechaba que sus acciones estaban motivadas por la codicia de las tierras, más que por la
lealtad familiar. Nada proveniente de él le parecía digno de confianza, en algún resquicio se
encontraba la trampa. Cuando Analía cumplió dieciséis años, su tío fue a visitarla al colegio por
primera vez. La Madre Superiora llamó a la muchacha a su oficina y tuvo que presentarlos, porque
ambos habían cambiado mucho desde la época del ama india en los patios traseros y no se
reconocieron.

-Veo que las Hermanitas han cuidado bien de ti, Analía -comentó el tío revolviendo su taza de
chocolate-. Te ves sana y hasta bonita. En mi última carta te notifiqué que a partir de la fecha de
este cumpleaños recibirás una suma mensual para tus gastos, tal como lo estipuló en su
testamento mi hermano, que en paz descanse.

-¿Cuánto? -Cien pesos. -¿Es todo lo que dejaron mis padres? -No, claro que no. Ya sabes que la
hacienda te pertenece, pero la agricultura no es tarea para una mujer, sobre todo en estos
tiempos de huelgas y revoluciones. Por el momento te haré llegar una mensualidad que
aumentaré cada año, hasta tu mayoría de edad. Luego veremos.

-¿Veremos qué, tío? -Veremos lo que más te conviene. -¿Cuáles son mis alternativas? -Siempre
necesitarás a un hombre que administre el campo, niña. Yo lo he hecho todos estos años y no ha
sido tarea fácil, pero es mi obligación, se lo prometí a mi hermano en su última hora y estoy
dispuesto a seguir haciéndolo por ti.

-No deberá hacerlo por mucho tiempo más, tío. Cuando me case me haré cargo de mis

tierras.

-¿Cuando se case, dijo la chiquilla? Dígame, Madre, ¿es que tiene algún pretendiente? - ¡Cómo se
le ocurre, señor Torres! Cuidamos mucho a las niñas. Es sólo una manera de hablar. ¡Qué cosas
dice esta muchacha! Analía Torres se puso de pie, se estiró los pliegues del uniforme, hizo una
breve reverencia más bien burlona y salió. La Madre Superiora le sirvió más chocolate al caballero,
comentando que la única explicación para ese comportamiento descortés era el escaso contacto
que la joven había tenido con sus familiares.

-Ella es la única alumna que nunca sale de vacaciones y a quien jamás le han mandado un regalo
de Navidad -dijo la monja en tono seco.

-Yo no soy hombre de mimos, pero le aseguro que estimo mucho a mi sobrina y he cuidado sus
intereses como un padre. Pero tiene usted razón, Analía necesita más cariño, las mujeres son
sentimentales.

Antes de treinta días el tío se presentó de nuevo en el colegio, pero en esta oportunidad no pidió
ver a su sobrina, se limitó a notificarle a la Madre Superiora que su propio hijo deseaba mantener
correspondencia con Analía y a rogarle que le hiciera llegar las cartas a ver si la camaradería con su
primo reforzaba los lazos de la familia. Las cartas comenzaron a llegar regularmente. Sencillo papel
blanco y tinta negra, una escritura de trazos grandes y precisos. Algunas hablaban de la vida en el
campo, de las estaciones y los animales, otras de poetas ya muertos y de los pensamientos que
escribieron. A veces el sobre incluía un libro o un dibujo hecho con los mismos trazos firmes de la
caligrafía. Analía se propuso no leerlas, fiel a la idea de que cualquier cosa relacionada con su tío
escondía algún peligro, pero en el aburrimiento del colegio las cartas representaban su única
posibilidad de volar. Se escondía en el desván, no ya a inventar cuentos improbables, sino a releer
con avidez las notas enviadas por su primo hasta conocer de memoria la inclinación de las letras y
la textura del papel. Al principio no las contestaba, pero al poco tiempo no pudo dejar de hacerlo.
El contenido de las cartas se fue haciendo cada vez más útil para burlar la censura de la Madre
Superiora, que abría toda la correspondencia. Creció la intimidad entre los dos y pronto lograron
ponerse de acuerdo en un código secreto con el cual empezaron a hablar de amor.

Analía Torres no recordaba haber visto jamás a ese primo que se firmaba Luis, porque cuando ella
vivía en casa de su tío el muchacho estaba interno en un colegio en la

capital. Estaba segura de que debía ser un hombre feo, tal vez enfermo contrahecho, porque le
parecía imposible que a una sensibilidad tan profunda y una inteligencia tan precisa se sumara un
aspecto atrayente. Trataba de dibujar en su mente una imagen del primo: rechoncho corno su
padre con la cara picada de viruelas, cojo y medio calvo; pero mientras más defectos le agregaba
más se inclinaba a amarlo. El brillo del espíritu era lo único importante, lo único que resistiría el
paso del tiempo sin deteriorarse e iría creciendo con los años, la belleza de esos héroes utópicos
de los cuentos no tenía valor alguno y hasta podía convertirse en motivo de frivolidad, concluía la
muchacha, aunque no podía evitar una sombra de inquietud en su razonamiento. Se preguntaba
cuánta deformidad sería capaz de tolerar.

La correspondencia entre Analía y Luis Torres duró dos años, al cabo de los cuales la muchacha
tenía una caja de sombrero llena de sobres y el alma definitivamente entregada. Si cruzó por su
mente la idea de que aquella relación podría ser un plan de su tío para que los bienes que ella
había heredado de su padre pasaran a manos de Luis, la descartó de inmediato, avergonzada de su
propia mezquindad. El día en que cumplió dieciocho años la Madre Superiora la llamó al refectorio
porque había una visita esperándola. Analía Torres adivinó quién era y estuvo a punto de correr a
esconderse en el desván de los santos olvidados, aterrada ante la eventualidad de enfrentar por
fin al hombre que había imaginado por tanto tiempo. Cuando entró en la sala y estuvo frente a él
necesitó varios minutos para vencer la desilusión. Luis Torres no era el enano retorcido que ella
había construido en sueños y había aprendido a amar. Era un hombre bien plantado, con un rostro
simpático de rasgos regulares, la boca todavía infantil, una barba oscura y bien cuidada, ojos claros
de pestañas largas, pero vacíos de expresión. Se parecía un poco a los santos de la capilla,
demasiado bonito y un poco bobalicón. Analía se repuso del impacto y decidió que si había
aceptado en su corazón a un jorobado, con mayor razón podía querer a este joven elegante que la
besaba en una mejilla dejándole un rastro de lavanda en la nariz. Desde el primer día de casada
Analía detestó a Luis Torres. Cuando la aplastó entre las sábanas bordadas de una cama
demasiado blanda, supo que se había enamorado de un fantasma y que nunca podría trasladar esa
pasión imaginaria a la realidad de su matrimonio. Combatió sus sentimientos con determinación,
primero descartándolos como un vicio y luego, cuando fue imposible seguir ignorándolos,
tratando de llegar al fondo de su propia alma para arrancárselos de raíz. Luis era gentil y hasta
divertido a veces, no la molestaba con exigencias desproporcionadas ni trató de modificar su
tendencia a la soledad y al silencio. Ella misma admitía que con un poco de buena voluntad de su
parte podía encontrar en esa relación cierta felicidad, al menos tanta como hubiera obtenido tras
un hábito de monja. No tenía motivos precisos para esa extraña repulsión por el hombre que
había amado por dos años sin conocer. Tampoco lograba poner en palabras sus emociones, pero si
hubiera podido hacerlo no habría tenido a nadie con quien comentarlo. Se sentía burlada al no
poder conciliar la imagen del pretendiente epistolar con la de ese marido de carne y hueso. Luis
nunca mencionaba las cartas y cuando ella tocaba el tema, él le cerraba la boca con un beso
rápido y alguna observación ligera sobre ese romanticismo tan poco adecuado a la vida
matrimonial, en la cual la confianza, el respeto, los intereses comunes y el futuro de la familia
importaban mucho más que una correspondencia de adolescentes. No había entre los dos
verdadera intimidad. Durante el día cada uno se desempeñaba en sus quehaceres y por las noches
se encontraban entre las almohadas de plumas, donde Analía -acostumbrada a su camastro del
colegio- creía sofocarse. A veces se abrazaban de prisa, ella inmóvil y tensa, él con la actitud de
quien cumple una exigencia del cuerpo porque no puede evitarlo. Luis se dormía de inmediato,
ella se quedaba con los

ojos abiertos en la oscuridad y una protesta atravesada en la garganta. Analía intentó diversos
medios para vencer el rechazo que él le inspiraba, desde el recurso de fijar en la memoria cada
detalle de su marido con el propósito de amarlo por pura determinación, hasta el de vaciar la
mente de todo pensamiento y trasladarse a una dimensión donde él no pudiera alcanzarla. Rezaba
para que fuera sólo una repugnancia transitoria, pero pasaron los meses y en vez del alivio
esperado creció la animosidad hasta convertirse en odio. Una noche se sorprendió soñando con
un hombre horrible que la acariciaba con los dedos manchados de tinta negra. encontraba junto a
la carretera y a poca distancia de un pueblo próspero, donde cada año se celebraban ferias
agrícolas y ganaderas. Legalmente Luis era el administrador del fundo, pero en realidad era el tío
Eugenio quien cumplía esa función, porque a Luis le aburrían los asuntos del campo. Después del
almuerzo, cuando padre e hijo se instalaban en la biblioteca a beber coñac y jugar dominó, Analía
oía a su tío decidir sobre las inversiones, los animales, las siembras y las cosechas. En las raras
ocasiones en que ella se atrevía a intervenir para dar una opinión, los dos hombres la escuchaban
con aparente atención, asegurándole que tendrían en cuenta sus sugerencias, pero luego
actuaban a su amaño. A veces Analía salía a galopar por los potreros hasta los límites de la
montaña deseando haber sido hombre.

El nacimiento de un hijo no mejoró en nada los sentimientos de Analía por su marido. Durante los
meses de la gestación se acentuó su carácter retraído, pero Luis no se impacientó, atribuyéndolo a
su estado. De todos modos, él tenía otros asuntos en los cuales pensar. Después de dar a luz, ella
se instaló en otra habitación, amueblada solamente con una cama angosta y dura. Cuando el hijo
cumplió un año y todavía la madre cerraba con llave la puerta de su aposento y evitaba toda
ocasión de estar a solas con él, Luis decidió que ya era tiempo de exigir un trato más considerado y
le advirtió a su mujer que más le valía cambiar de actitud, antes que rompiera la puerta a tiros. Ella
nunca lo había visto tan violento. Obedeció sin comentarios. En los siete años siguientes la tensión
entre ambos aumentó de tal manera que terminaron por convertirse en enemigos solapados, pero
eran personas de buenos modales y delante de los demás se trataban con una exagerada cortesía.
Sólo el niño sospechaba el tamaño de la hostilidad entre sus padres y despertaba a medianoche
llorando, con la cama mojada. Analía se cubrió con una coraza de silencio y poco a poco pareció
irse secando por dentro. Luis, en cambio, se volvió más expansivo y frívolo, se abandonó a sus
múltiples apetitos, bebía demasiado y solía perderse por varios días en inconfesables travesuras.
Después, cuando dejó de disimular sus actos de disipación, Analía encontró buenos pretextos para
alejarse aún más de él. Luis perdió todo interés en las faenas del campo y su mujer lo reemplazó,
contenta de esa nueva posición. Los domingos el tío Eugenio se quedaba en el comedor
discutiendo las decisiones con ella, mientras Luis se hundía en una larga siesta, de la cual
resucitaba al anochecer, empapado de sudor y con el estómago revuelto, pero siempre dispuesto
a irse otra vez de jarana con sus amigos.

Analía le enseñó a su hijo los rudimentos de la escritura y la aritmética y trató de iniciarlo en el


gusto por los libros. Cuando el niño cumplió siete años Luis decidió que ya era tiempo de darle una
educación más formal, lejos de los mimos de la madre, y quiso mandarlo a un colegio en la capital,
a ver si se hacía hombre de prisa, pero Analía se le puso por delante con tal ferocidad, que tuvo
que aceptar una solución menos drástica. Se lo llevó a la escuela del pueblo, donde permanecía
interno de lunes a viernes, pero los sábados por la mañana iba el coche a buscarlo para que
volviera a casa hasta el domingo. La primera semana Analía observó a su hijo llena de ansiedad,
buscando motivos para retenerlo a su lado, pero no pudo encontrarlos. La criatura parecía
contenta, hablaba de su maestro y de sus compañeros con genuino entusiasmo, como si hubiera
nacido entre ellos. Dejó de orinarse en la cama. Tres meses después llegó con su boleta de notas y
una breve carta del profesor felicitándolo por su buen rendimiento. Analía la leyó temblando y
sonrió por primera vez en mucho tiempo. Abrazó a su hijo conmovida, interrogándolo sobre cada
detalle, cómo eran los dormitorios, qué le daban de comer, si hacía frío por las noches, cuántos
amigos tenía, cómo era su maestro. Pareció mucho más tranquila y no volvió a hablar de sacarlo
de la escuela. En los meses siguientes el muchacho trajo siempre buenas calificaciones, que Analía
coleccionaba como tesoros y retribuía con frascos de mermelada y canastos de frutas para toda la
clase. Trataba de no pensar en que esa solución apenas alcanzaba para la educación primaria, que
dentro de pocos años sería inevitable mandar al niño a un colegio en la ciudad y ella sólo podría
verlo durante las vacaciones.

En una noche de pelotera en el pueblo Luis Torres, que había bebido demasiado, se dispuso a
hacer piruetas en un caballo ajeno para demostrar su habilidad de jinete ante un grupo de
compinches de taberna. El animal lo lanzó al suelo y de una patada le reventó los testículos. Nueve
días después Torres muríó aullando de dolor en una clínica de la capital, donde lo llevaron en la
esperanza de salvarlo de la infección. A su lado estaba su mujer, llorando de culpa por el amor que
nunca pudo darle y de alivio porque ya no tendría que seguir rezando para que se muriera. Antes
de volver al campo con el cuerpo en un féretro para enterrarlo en su propia tierra, Analía se
compró un vestido blanco y lo metió al fondo de su maleta. Al pueblo llegó de luto, con la cara
cubierta por un velo de viuda para que nadie le viera la expresión de los ojos, y del mismo modo se
presentó en el funeral, de la mano de su hijo, también con traje negro. Al término de la ceremonia
el tío Eugenio, que se mantenía muy saludable a pesar de sus setenta años bien gastados, le
propuso a su nuera que le cediera las tierras y se fuera a vivir de sus rentas a la ciudad, donde el
niño terminaría su educación y ella podría olvidar las penas del pasado.

-Porque no se me escapa, Analía, que mi pobre Luis y tú nunca fueron felices -dijo. -Tiene razón,
tío. Luis me engañó desde el principio. -Pos Dios, hija, él siempre fue muy discreto y respetuoso
contigo. Luis fue un buen marido. Todos los hombres tienen pequeñas aventuras, pero eso no
tiene la menor importancia.

-No me refiero a eso, sino a un engaño irremediable. -No quiero saber de qué se trata. En todo
caso, pienso que en la capital el niño y tú estarán mucho mejor. Nada les faltará. Yo me haré cargo
de la propiedad, estoy viejo pero no acabado y todavía puedo voltear un toro.

-Me quedaré aquí. Mi hijo se quedará también, porque tiene que ayudarme en el campo. En los
últimos años he trabajado más en los potreros que en la casa. La única diferencia será que ahora
tomaré mis decisiones sin consultar con nadie. Por fin esta tierra es sólo mía. Adiós, tío Eugenio.

En las primeras semanas Analía organizó su nueva vida. Empezó por quemar las sábanas que había
compartido con su marido y trasladar su cama angosta a la habitación principal; enseguida estudió
a fondo los libros de administración de la propiedad, y apenas tuvo una idea precisa de sus bienes
buscó un capataz que ejecutara sus órdenes sin hacer preguntas. Cuando sintió que tenía todas las
riendas bajo control buscó su vestido blanco en la maleta, lo planchó con esmero, se lo puso y así
ataviada se fue en su coche a la escuela del pueblo, llevando bajo el brazo una vieja caja de
sombreros.

Analía Torres esperó en el patio que la campana de las cinco anunciara el fin de la última clase de
la tarde y el tropel de los niños saliera al recreo. Entre ellos venía su hijo en alegre carrera, quien al
verla se detuvo en seco, porque era la primera vez que su madre aparecía en el colegio.

-Muéstrame tu aula, quiero conocer a tu maestro -dijo ella.


En la puerta Analía le indicó al muchacho que se fuera, porque ése era un asunto privado, y entró
sola. Era una sala grande y de techos altos, con mapas y dibujos de biología en las paredes. Había
el mismo olor a encierro y a sudor de niños que había marcado su propia infancia, pero en esta
oportunidad no le molestó, por el contrario, lo aspiró con gusto. Los pupitres se veían
desordenados por el día de uso, había algunos papeles en el suelo y tinteros abiertos. Alcanzó a
ver una columna de números en la pizarra. Al fondo, en un escritorio sobre una plataforma, se
encontraba el maestro. El hombre levantó la cara sorprendido y no se puso de pie, porque sus
muletas estaban en un rincón, demasiado lejos para alcanzarlas sin arrastrar la silla. Analía cruzó el
pasillo entre dos hileras de pupitres y se detuvo frente a él.

-Soy la madre de Torres -dijo porque no se le ocurrió algo mejor.

-Buenas tardes, señora. Aprovecho para agradecerle los dulces y las frutas que nos ha enviado.

-Dejemos eso, no vine para cortesías. Vine a pedirle cuentas -dijo Analía colocando la caja de
sombreros sobre la mesa. -¿Qué es esto? Ella abrió la caja y sacó las cartas de amor que había
guardado todo ese tiempo. Por un largo instante él paseó la vista sobre aquel cerro de sobres.

-Usted me debe once años de mi vida -dijo Analía. -¿Cómo supo que yo las escribí? - balbuceó él
cuando logró sacar la voz que se le había atascado en alguna parte. -El mismo día de mi
matrimonio descubrí que mi marido no podía haberlas escrito y cuando mi hijo trajo a la casa sus
primeras notas, reconocí la caligrafía. Y ahora que lo estoy mirando no me cabe ni la menor duda,
porque yo a usted lo he visto en sueños desde que tengo dieciséis años. ¿Por qué lo hizo? -Luis
Torres era mi amigo y cuando me pidió que le escribiera una carta para su prima no me pareció
que hubiera nada de malo. Así fue con la segunda y la tercera; después, cuando usted me contestó
‘ya no pude retroceder. Esos dos años fueron los mejores dé mi vida, los únicos en que he
esperado algo. Esperaba el correo.

-Ajá. -¿Puede perdonarme? -De usted depende -dijo Analía pasándole las muletas. El maestro se
colocó la chaqueta y se levantó. Los dos salieron al bullicio del patio, donde todavía no se había
puesto el sol.
10. “Cuando invente las mariposas”.

Miguel Ángel Gómez Pineda


Basado en la historia del mismo título escrita por Carmen Naranjo.

Esteban ve a Clotilde desde lejos, la ve pensativa y ausente, el se acerca, pensando que podría ser
la oportunidad perfecta para darle un beso, y así presumirle a Carlos, su mejor amigo, que al igual
que él ya había perdido el miedo y la virginidad. Esteban, armándose de valor, la besa en la mejilla
y cierra los ojos esperando la respuesta abrupta de Clotilde, pero después de un rato con los ojos
cerrados, parece que no pasa nada.

-Clotilde ¿lo notaste?

-no, lo siento, pensaba.

-¿Qué te ocurre ahora?

-Pensaba en lo maravilloso que sería inventar algo.

-¿Algo como qué? Tu siempre queriendo inventar lo ya inventado.

- ¿No sería increíble?, crear algo de la nada que no fuera realmente único, si no que se convirtiera
en único al momento de verlo.

-No entiendo lo que dices.

-Tú nunca entiendes nada... Ven camina conmigo…ahora solamente pienso en que puedo lograrlo.

-¿Que tienes planeado?

-Me gustaría inventar una mariposa.

-Pero eso ya existe. No sería algo único.


-Si pero esta seria mía. Dios no tendría nada que ver.

-Hablando de inventar cosas, ¿sobre que harás el ensayo de español? Ya es para mañana.

-Ya sabes de lo mismo… de mi familia.

-¿Dirás lo de siempre?, que tu padre y tu madre se pelean, que tu padre amenaza con irse, que tú
y tu hermana lloran rogándole que no lo haga y que al final tu madre es la que se va y tu padre les
grita diciendo que no es culpa de nadie. Eso solo te mete en problemas.

-Sí, pero sería mejor que no escribir sobre nada.

-Puedes decir que tu familia es como cualquiera, que todos viven tranquilos, que no pasa nada.

-Pero si pasa, siempre. Tú mejor habla de cursilerías, yo hablaré de la verdad.

Clotilde se detiene a recoger varias piedras que ve junto a la fuente, lanza una piedra al aire y al
ver que no pasa nada sigue caminando.

-Te conté lo que me platicó Carlos ayer.

-No.

- Era sobre Ana, al parecer cree que le gusto, cree que debería darle una oportunidad ¿tú qué
opinas?

-Que sigues en lo mismo, hablando de cursilerías.

-Sobre qué quieres hablar ¿sobre mariposas?

-yo no hablo de ellas, hablo sobre inventarlas que es diferente.

Clotilde se detiene de nuevo, lanza otra piedra al aire, cierra los ojos con fuerza y cuando los abre,
ve que de nuevo no pasa nada.

-Es mejor sentarnos.

-Sí, me siento cansada y ya estoy empezando a perder la fe.

-Yo nunca la he tenido, nada saldrá de lanzar simples piedras.

Clotilde se queda de nuevo pensando, ausente, esteban se acerca de nuevo la besa y se aparta
rápidamente. Clotilde reacciona, lo mira y dice:

-¿Por qué hiciste eso?

-No lo sé, solo fue un beso ¿te molesto?


-Hablo sobre decir que no tienes fe.

-Es que no la tengo.

Clotilde lanza la penúltima piedra al aire, resignada, esperando que no pase nada. La piedra cae
frente a ella, se rompe y sale de ella una mariposa de alas amarillas con puntos rojos, que vuela
sobre Esteban sin que el llegue a notarlo.

-¿viste lo que paso? ¡Lo he logrado!

-¿Inventaste una mariposa?

-sí, una perfecta.

-Hay que lanzar la última piedra tú y yo y veamos que sucede.

Estaban toma la mano de Clotilde y lanzan de nuevo la última piedra al aire, antes de que caiga, de
la piedra brota otra mariposa, de alas azules con manchas amarillas que se va alejando a medida
que Esteban la sigue con la mirada.

-Tenías razón Clotilde

Esteban suspira, cierra los ojos fuertemente y cuando los abre Clotilde ya no está. Solloza unos
instantes y dice:

-Lo siento Clotilde, no quería, que al igual que las mariposas, una vez que ya fueras inventada, tú
también desaparecieras.

Fin

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