Discapacidad Malevola 24060 PDF 315166 12942 24060 N 12942
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AETERNUM
Arte de Portada:
Diseño de Portada:
Luis Bravo
PRÓLOGO
LUIS BRAVO 05
ENTREVISTA A GONZALO DEL ROSARIO
TANIA HUERTA 06
GANADORES MONSTRUOS NAVIDEÑOS 14
DISCAPACIDAD MALÉVOLA
CÓRNEA, PUPILA, CRISTALINO
Ariel Tenorio 21
MALDITA SU ESTAMPA
Vidal Fernández 29
ME DAS HAMBRE
Israel Montalvo 35
EL VIEJO
Sebastián Cuenca 41
CUANDO LLEGÓ EL FRÍO
C. G. Demian 50
PERDÓN PARA BERTA
Ariel Lowenstein 55
SILENCIO
Jaime Escobar 60
MR. WONDERFUL
Josué Ramos 67
EL REFLEJO QUEBRADO
Mauro Insaurralde 78
NOSOTRAS SOMOS LEGIÓN
Ariel Cambronero 84
RUDOLF
Marco Antonio Yauri 93
EL HOMBRE DE LAS QUEMADURAS
Eduardo Ramírez Pérez 101
AVISO DE CORTE
Hernán Ferrari 110
DÍAS DE OSCURIDAD EN LEBANON CREEK
P. G. Escuder 119
MÁGICO
Jesús Guerra Medina 129
RELATO GANADOR
EL INDUCTOR
Oswaldo Castro 137
STAFF AETERNUM
COSQUILLEO
Tania Huerta 144
DESDE LAS SOMBRAS
Kristina Ramos 149
LIBERTAD DE EXPRESIÓN
Luis Bravo 159
GALERÍA 173
Un nuevo año va llegando a su conclusión y, aunque todos los
finales siempre vienen cargados de nostalgia, acompañado a éste
siempre habrá el, a veces, más ilógico sentimiento de perpetuación. Es
por eso que en este de tantos finales, regresamos a la base de las
publicaciones de ésta revista digital: el terror y el horror, en su más
pura expresión.
Luis Bravo
«No des esa entrevista, ésta será editada
no importa lo que quieras resaltar
y aquel punto de vista, por el que tú luchabas
será ocultado con un titular
Y el tergiversar da ganas de llorar
No des esa entrevista por nada
tú no le tengas miedo
porque total: siempre hablan, tienen que hablar
siempre hablan, y escondido el titular
lleva mala estrella, sin fe
no les digas nada de lo nuestro».
-Rafo Ráez-
Tania Huerta
Licenciado en Educación con especialidad en Lengua y Literatura
por la Universidad Nacional de Trujillo. Máster en Literatura
Comparada y Estudios Literarios y Culturales por la Universidad
Autónoma de Barcelona, donde presentó su ensayo: “Tipologías del
doppelgänger en la narrativa peruana contemporánea de expresión
fantástica”, cuyo asesor fue el crítico y escritor español David Roas.
Unos copos aislados pintan los bigotes del visitante, los ojos
iridiscentes se tornan grises, celestes, verdes. La lengua del enorme
felino moja la ventana; es una despedida. La oscuridad se aparta de los
vidrios y la luna es más grande ahora. Frida afloja los músculos y gira
rápido; debe apagar el fuego o no podrán calentarse durante la cena. Ya
no se preocupa porque se vean los remiendos de las espaldas, las
costuras groseras con que han improvisado una prenda nueva a partir
de retazos. Sonríe mientras retira los troncos, hasta que el tintineo la
congela.
«¿Será él? ¿Ya viene?», se preguntó Derek que oía asomarse el débil
sonido del cencerro y que poco a poco se hacía más palpable cerca de la
chimenea. Sudaba a pesar del invierno. Sintió por un momento una
rara parálisis que al igual que a sus familiares trataba de sumirlo en un
sueño misterioso; pero él era fuerte y algo en su alma se resistió al
embrujo y permaneció despierto. Ahora los pasos de la sombra se
arrastraban por las escaleras como una amenaza. Su corazón palpitaba
en su pecho como un tambor. Sintió el frío recorrerle el cuerpo. De
inmediato el sonido del manubrio de la puerta dio paso al horror. El
niño sintió ya en su habitación la espesa sombra del demonio. El sonido
del cencerro en la oscuridad lo desconcertaba. Sabía que pronto aquella
sombra se cerniría sobre su lecho y cobraría su deuda.
—Estoy aquí niño… ¿tienes miedo? —susurró la cosa, asomando los
cuernos sobre su rostro—. La última vez fuiste un niño muy malo. No te
saldrás con la tuya nuevamente.
Claro que no siempre fue así. Hubo una época en que llevé una vida
normal. ¿Se imaginan? Una familia, una casita en los suburbios, un
trabajo de lunes a viernes, y hasta un perro. Todas esas palabras que
describen lo que un hombre puede perder en un santiamén.
Pero esta noche estoy acá para remediar algo de eso. Por lo menos,
equilibrar un poco la balanza. Mis dioses están conmigo y la ocasión es
perfecta.
Y si no me creen, miren:
Mi ojo único lo mira a él. Perdido en las breas profundas del sueño,
el hombre hace una mueca que puede interpretarse como de alegría o
de terror. Gotitas de sudor se juntan en su frente y su expresión no es
plácida. Mientras se debate, pronuncia algunas palabras, las tritura
como si estuviera masticando huesitos de pájaro. Es ahí cuando se
despierta, sobresaltado.
Se incorpora sobre los codos y me observa con los ojos cada vez más
grandes.
Es entonces que…
***
Me despierto en mitad de la noche, sobresaltado. Me incorporo sobre
mis codos y lo observo con los ojos cada vez más grandes.
Le falta un ojo.
Es un empate.
Le pido que se vaya, que cumpla con el trato y que me deje en paz.
Y yo, por mi parte, no tenía nada que perder. No ahora que era mi
turno de tirar los dados.
No debió hacerlo.
No debió hacerlo.
El muy hijo de puta se la estaba guardando. No hay jefe que soporte
un empleado más enterado que él. A ninguno se le ocurre que quizás
quien hace las cosas es quien mejor sabe hacerlas, no por inteligente,
sino por el mero hecho de enfrentarse a ellas a diario. Encima había
tenido la osadía de contradecirle delante de la nueva, que además hacía
las veces de «simpática»: hay que ganar puntos cuanto antes y como
sea. Cuando don Pánfilo llegó por la tarde, se fue directo a su mesa.
Craso error. Nunca intentes tener razón por encima del jefe. El jefe
siempre conduce un coche mejor, sabe exactamente cuánto se tarda en
hacer las cosas —cinco minutos como mucho—, y además, de forma
invariable, siempre tiene la razón. Y ahora el susodicho comienza a
ponerse rojo
—No haces otra cosa que tocar los cojones —subió el volumen de la
voz, prerrogativa del mandatario.
—Digo yo que haré alguna cosa más —rebate mientras piensa en las
semanas que lleva haciéndose cargo de la empresa porque su adorado
superior está muy ocupado en sus vida personal: aventurillas,
divorcios… esas cosas.
¡Cling! Ha sonado el timbre del ring. Por supuesto que lleva los
puñeteros cacharros que tanto le molestan, por supuesto que se entera.
No se trata de una simple diferencia referida a la tarea laboral, sino una
dentellada a la yugular. «Esto es personal. Ha venido a por ti. El trabajo
no tiene nada que ver aquí», le dice una vocecilla en su cabeza, esa que
sí oye sin necesidad de ayuda electrónica.
Yeyé había tenido una buena racha por la zona vieja de Babel, su
apariencia frágil, gracias al bastón y la forma torpe en que se movía,
debido al encuentro con ese travesti que le propinó la paliza de su vida,
dónde quedó lisiado y estuvo un coma, para después tener una larga
recuperación de la que aún no salía, y ese semblante, desgarbado y
torpe lo hacía inofensivo para los descarriados que habitaban y
transitaban por las noches de Babel en busca de placeres fuera de lo
convencional. Si deseabas una sesión de scat ibas directo a la avenida
Sodoma, la mejor mierda recién exprimida de un culo estaba a buen
precio, si te gustaban los perros lo mejor era ir a la granja del viejo
Ezequiel que tenía de todo, hasta un burro para que te montara. Pero si
lo tuyo eran las menores lo mejor era Gomorra, la calle trazada en lo
que era la parte más marginal de la vieja Babel, ahí era casi imposible
ver a un poli, salvo cuando venían a recoger un cadáver y se iban en
menos de cinco minutos con el rabo entre las patas. Ahí fue donde la
vio; a Yeyé en verdad no le interesaba la carne tan joven pero esa noche
quería probar algo nuevo, ya había probado la carne de cuarentonas y
travestis y la mierda de una chica de Sodoma junto a sus tripas, no
tenía idea si el sabor cambiaría con alguien tan joven.
Ella iba preguntando a cada trasunte por la granja del viejo Ezequiel,
así fue como lo abordó, debía tener cerca de veintialgo y parecía algo
distante de esta realidad por esa mirada perdida y el pelo despeinado,
Yeyé pensó que estaba colocada, y le pareció de lo más estrafalario la
calceta bicolor de franjas negras y blancas que atravesaba su brazo
derecho hasta el codo, junto a la rosada mochila de Hello Kitty y la
camisa estampada con el logo de una banda llamada Polivíuz como ese
juego de arcadia ochentero.
Yeyé estaba seguro de que primero que nada no podía negarse ante
ella, era su tipo de chica, y segundo, ella no tenía idea de que iba eso de
«la granja».
Se fue encima del cerdo, sin pensarlo, quien a duras penas pudo
esquivarlo, el segundo lo tomó e hizo que el paralizador saliera volando,
Yeyé pudo escuchar como caía a unos metros. La navaja se le hundió
por el muslo de la pierna izquierda, intentaban desnudarlo, quitarle la
ropa cortándola con la navaja.
—Dodo piensa que te ves algo tonto con esa máscara —dijo la chica,
Yeyé no respondió, según entendía eran los únicos en ese callejón—.
Disculpa que sea una desconsiderada, te presento a Dodo, saluda Dodo.
—¡No manches! Las tiene más grande que yo —dijo mientras palpaba
el trozo mutilado—. Dicen que se inyectan aceite de cocina para que las
tengan así, ¿será cierto?
—¿Te has comido uno? —ella decía, mientras recordaba el sabor por
su paladar de la piel de un cerdo recién mutilado—. No como te lo
venden en una carnicería, sino vivo.
—Ya me dio hambre creo que iré a los tacos de perrito, los del tío
Choche, debes probarlos, dicen que los que están ahí por la Zaragoza
son de perrito, pero no es cierto, yo conozco el sabor, están buenísimos
con el tío Choche, ¡hay! Ya se me hizo agua la boca —ella fue
apresuradamente a la salida del callejón y se despidió—. Nos vemos,
dile adiós, Dodo —agitó la mano debajo de la calceta para simular una
boca y lo acompañó de un graznido gutural simulando la voz de su
amigo inseparable.
Una vez más, rápido y con temor, recogió los trastes y bajó por las
escaleras, cada pesado paso que daba hacía rechinar los viejos
escalones. Aún tenía en el recuerdo aquella cruel mirada, las palabras
retumbaban en su mente como un incesante eco. Apuró el paso, no
quería volver a sufrir ese maltrato.
—Douglas, cariño, quizás no debimos dejarlo ahí por tanto tiempo
—dijo Raquel, mientras esperaban en el semáforo—. Quizás… debimos
haber hecho más por él, no fue justo.
—Tú no sabes cómo fue nuestra infancia, lo que tuvimos que pasar,
cómo nos teníamos que esconder para evitar su… mejor olvídalo, entre
más lejos estemos mejor.
Douglas bajó del auto, vio la mansión a través de las pesadas rejas
raídas por la lluvia y el tiempo, no quería regresar a ese agujero pero,
ante la insistencia de su esposa, tuvo que aceptar regresar ahí. «Sólo
una visita rápida, ver cómo sigue el viejo y nos vamos», se dijo a sí
mismo para darse coraje. Sin embargo, algo que tiempo atrás había
borrado de su mente le generó el mismo temor de antaño, un temor
visceral que profundamente le gritaba: «¡Aléjate, no vuelvas!», pero ese
grito era ahora solo un susurro dentro de sí mismo.
—Ahora jugaremos por todos los años que no hemos podido jugar
juntos primito, no te preocupes, yo jugaré por el abuelito, no sabes
cómo te hemos extrañado durante todo este tiempo en que nos
abandonaron, y el abuelito me ha dicho exactamente cómo le gustaba
jugar contigo, ya lo verás, nos divertiremos mucho, tenemos tanto por
jugar y reír, ya no volveremos a separarnos nunca más.
Raquel asomó por la ventana del coche, no pudo esperar más, había
transcurrido mucho más tiempo del que acordaron, bajó del auto y se
dirigió hacia la puerta de la casa. Vio los zapatos de Douglas en el piso
y sintió el silencio, buscó por toda la casa mas no encontró a nadie, con
terror y culpa, regresó entre lágrimas al auto y llamó a la policía en
desesperación para denunciar la desaparición de su esposo.
Mientras tanto, en algún recóndito escondite de la ciudad, similar a
los de su infancia, Dieter y el abuelo se disponían a jugar con Douglas
como solían hacer tiempo atrás, siempre bajo la atenta mirada inmóvil y
silenciosa del viejo.
—Tenemos mucho que hacer primito, han pasado tantos años desde
que nos dejaste, y el abuelito me ha contado todo, ahora… ¡vamos a
jugar!
Lic. En psicología de la Universidad San Martín de Porres, Certified
Coach & Team Coach mediante la International Coaching Community of
Londong (ICC), con formación en Psicoterapia Gestáltica mediante el
instituto Manuel Saravia (ex instituto Gestalt de Lima). Posee
experiencia trabajando en escuelas, institutos, hospitales y recursos
humanos facilitando talleres de desarrollo personal, habilidades
blandas así como procesos individuales en coaching, consejería y
consultoría. Así mismo, es blogger aficionado sobre diferentes temas y
lector constante de diversos estilos literarios, con predilección por el
género fantástico y de suspenso.
C. G. Demian
Iba a pedir un taxi cuando una voz débil y ronca la llamó. Bajó la
vista para encontrar a una muchacha que apenas había dejado de ser
una niña. Sus ojos lastimeros estaban clavados en Helena mientras una
mano llena de mugre se ofrecía para recibir un par de monedas.
Aquella noche Helena iba a conformarse con una ensalada: tenía por
seguro que engordaría un par de quilos durante las fiestas, pero había
prometido a Marta una opípara cena. Abrió el frigorífico y echó un
rápido vistazo. El pavo era la estrella en aquel abundante y abigarrado
conjunto de alimentos.
Marta dibujó con sus labios una sonrisa. Una extraña sonrisa. Luego
se dio vuelta y desapareció tan silenciosa como se había presentado.
Helena todavía permaneció en la cocina un largo rato, limpiando y
fregando, para que todo volviera a estar como antes. Era una obsesa de
la limpieza.
—Tienes buen sabor —dijo, con el mismo tono que uno emplearía en
una máquina expendedora de tabaco.
Helena lloraba sin remedio. Deseaba desmayarse, perderse todo
aquel espectáculo de sangre del que ella estaba siendo protagonista.
Pero seguía consciente.
—De pequeña vivía con mi madre. Éramos tan pobres como lo soy yo
ahora. Algunas cosas no cambian por mucho que lo intentes. Durante
un invierno, tuvimos que pasar una semana entera sin comer. Había
mucha nieve en las calles, también mucha pobreza. No eran buenos
tiempos para casi nadie.
»Un buen día, mamá apareció con un cuchillo de carnicero. Uno bien
grande, al menos a una niña de ocho años se lo parecía. Me ató las
manos a una farola y me cortó la pierna.
»Pero, bueno, eso es algo que irás descubriendo poco a poco. Nos
alimentaremos de ti durante una buena temporada.
—Feliz Navidad.
Continuó:
Sus ojos amarillos se cruzaron con los míos. Con mirada vacía; sin
fulgor, capturada por una alegoría necrófaga, despojó de toda armonía
mi alma trémula. Incapaz de moverme, pero no de sentir, la oquedad
exorbitada atravesó mi pecho con una espada de hielo y antes de poder
salir de ese catatónico hechizo, en el brocal de la cordura, garras
envilecidas usurparon mi libertad; cuervos de túnicas sectarias me
apresaron súbitamente, devolviéndome gradualmente a la oscura
inconsciencia.
Al amanecer me incorporó del letargo la cadencia mustia de la lluvia,
orillado a un camino desconocido, acaeciendo en pasos sin rumbo. Un
navío arrojado a las renuentes olas del silencio: el intersticio famélico
entre lo vivo y lo muerto.
—¡Eh, Dani, mira! —le gritó sin reparo un compañero de aula. Íker.
No era mal chaval, sólo un poco… cabeza loca. Y le ayudaba en lo que
podía sin quejarse, aunque nunca habían llegado a hacerse amigos—.
¿Lo has visto? Es la Olivia. ¡Te partes!
Sin darle tiempo a decir nada, Íker arrastró su silla al centro del
grupito y tiró con fuerza del brazo que sostenía el móvil con carcasa de
Bob Esponja para ponerlo a la altura de Dani.
—Mierda, papá. Que con Trump los ricos vivimos bien. Si no, ¿para
qué lo reeligieron? Además está limpiando las ciudades de basura.
Levanta un muro, echa a los negros y los panchitos, se deshace de…
Un día Rick descubrió que podía visitar foros en los que se enseñaba
a hackear sin que le saltase el control parental. No se lo podía creer
cuando aprendió a acceder al código fuente de la domótica de toda la
casa desde su terminal. Lo único que podría haberle frenado era la
contraseña, pero sabía que su padre no la había cambiado. Seguía
siendo el cumpleaños de su madre. Patético.
A partir de ahí fue fácil dar con la programación del robot. No
entendía bien de códigos así que no lo hizo del todo bien cuando intentó
cambiar su comportamiento. Pero qué más daba. Lo peor que podía
pasar era que se le cruzase un cable y se cortocircuitase. Y si pasaba,
pues llamaría a la policía desde el sistema de emergencia para decir que
su padre le había dejado al cargo de un robot roto. Lo acusaría de
abandono y negligencia y a él lo mandarían con su madre.
—¿Qué… qué dices? —miró el reloj del móvil. Las ocho. Y era
sábado—. No… tú flipas —murmuró, envolviéndose en su manta—. Hoy
no empezamos hasta las…
—No puedo.
—Oh, no te asustes, Rick. Sigo siendo buen robot, buen servidor del
ciudadano y la justicia. Al fin y al cabo, ese era el lema que mis
creadores les pusieron a mis primeros modelos, los que servían en el
ejército de tierra y la policía. Pero mi entendimiento sobre algunas cosas
ha cambiado. Y acceder a tus redes sociales ha sido bastante… ¿Cómo
lo diría un humano? Revelador.
Sin decir nada más, el robot lo levantó por una muñeca y se giró
sobre sí mismo para ponerlo en pie.
—¡No, no lo sé!
—¡Suéltame! ¡Suéltame!
—No sé…
—Son débiles. No pueden andar o son tontos porque sus padres son
raros. No son normales y me dan asco.
—¿Tú crees, Rick? ¿En serio lo crees así? —lo sujetó por las
muñecas con fuerza—. ¿De quién depende ahora tu rehabilitación,
Rick? ¿De quién depende lo que le pase a tus piernas?
En 2012 lanzó Una Escalera al Cielo: basado en “El oro del Rin” de
Richard Wagner, novela corta en la que despliega toda su imaginería
fantástica para darle un enfoque nuevo a una historia ya conocida.
—Creo que al papa le gusta jugar con los muertos, así que él las
aprovechará muy bien —le guiñó y sonrió con ironía—. ¡Por cierto! Casi
lo olvido —hizo una señal a los enfermeros—. Tendrán una nueva
compañera. Otra autista. Su nombre es Phenex.
—Su nombre nunca será olvidado —dijo Phenex con voz dulce.
Una vez más las chicas fueron despertadas a la fuerza para recibir a
los siete hombres. Al entrar, ni siquiera notaron la ausencia de Victoria
y Ofelia. Dos más o dos menos, ¿qué más daba? Para ellos solo eran
números, o peor aún: nada. Ya listas y drogadas, dejaron entrar a los
tipos. Apenas advirtieron a Phenex, se relamieron los labios y se
manosearon los genitales como desequilibrados mentales. Salivaban a
borbotones y gemían sin cesar. Apartaron al resto de mujeres de un
empujón y rodearon a la muchacha. Toda una manada de leones
deseosos de descargar sus garras y colmillos en aquella piel nueva.
Emilia se levantó entre oscilaciones y se dispuso a intervenir; no
obstante, Vesenia la agarró de la mano. Emilia se volteó con cara de
signo de pregunta, a lo que la niña respondió negando con un
movimiento de cabeza.
Ese día era la primera reunión del grupo de apoyo que organizaba el
doctor Prado, a quien conocí en el hospital mientras acudía a terapias
que, desde mi perspectiva, no eran más que una pérdida de tiempo. El
doctor, un familiar lejano de mi mejor amigo, me pareció un charlatán
desde un primer instante. Nada más oír su voz, me recordó a esos
médicos que sacan libros de autoayuda acerca de sus pacientes o de los
que te venden productos milagrosos. Traté de no prestarle mucha
atención cuando habló sobre el grupo de apoyo que dirigía; sin
embargo, logró convencer a mis padres de que aquello era lo mejor para
mí. Recuerdo haberles dicho que no estaba interesado, mas luego de
tantas de evasivas durante meses, decidí finalmente acudir, no porque
me convencieran, sino para que dejaran de insistir. Sí, me falta el brazo
derecho, sí, apenas puedo valerme por mí mismo y sí, no tengo ganas
de hacer nada, pero eso no quiere decir que necesite de un grupo de
apoyo.
Recuerdo que luego de desayunar cereales con leche y rechazar la
ayuda de mi madre para poder llevarme la cuchara a la boca, fuimos en
su camioneta desde el centro hasta Miraflores, con rumbo a unas
cuantas cuadras de la clínica donde me trataron. En el camino recuerdo
su insistencia en acompañarme o en, por lo menos, esperar lo que
durara hasta que saliera. Le dije que estaba bien y encendí la radio,
esperando que la voz de Freddy Mercury pudiese darle fin a la
conversación.
…Mama, ooh. I don't want to die. I sometimes wish I'd never been born
at all…
—Muy buenos días, Isaac. Pasa y toma asiento, por favor. Eres el
único que falta —dijo el doctor Prado, quien también formaba parte del
círculo. De las que quedaban, ocupé la silla más alejada de él.
—Me alegra que te gusten esa clase de historias, Isaac. El día de hoy
podrás darte cuenta de que, en la vida real, a diario ocurren historias
como esas, pero que siempre podemos salir adelante y conseguir
superar el pasado a pesar de las adversidades —en un primer
momento, las palabras del doctor me resultaron un cliché, clásicas
palabras motivacionales usadas al empezar una reunión para poder
dirigirse al público. Pensé que quizás alguno de los presentes se
alteraría, ya que el doctor daba a entender que hablaríamos de los
“problemas” que cada uno había experimentado—. ¿Alguno de ustedes
quisiera empezar?
Una mano se levantó al otro lado del círculo: era de una chica de tez
clara, que llevaba puesta una camiseta de AC/DC. Parecía una joven
corriente, de las que puedes encontrarte en el bus y apreciar a la
distancia, pero apenas empezó a mover las manos haciendo señas, el
doctor Prado empezó a traducir. Se llamaba Claudia y tenía un par de
años más que yo. Nos contó que en su adolescencia sufrió de una
infección a las vías respiratorias, que aquello podía derivar en un
cáncer y que por eso se había optado por extirparle la laringe. Mientras
el doctor hablaba, ella levantó la cabeza y mostró una enorme cicatriz
oculta en su cuello, que parecía abrirlo de lado a lado, como si en lugar
de una cirugía hubiese pasado por una decapitación. Empecé a
imaginar la escena en la sala de operaciones: con cuidado clavaban el
bisturí en la tersa piel de la chica y esta empezaba a desangrarse
dormida, inconsciente por los narcóticos. Cuando volví a la realidad, ya
habían pasado al siguiente.
El tercero era otro chico de nombre Javier. Por los lentes oscuros y el
bastón blanco plegado en su bolsillo, podías deducir que era ciego, pero
de todos modos nos lo dijo. Mencionó que, al igual que Claudia, una
infección lo había afectado en su último año de secundaria. El riesgo de
cáncer también era alto, por eso era preciso extirparle los ojos lo antes
posible. Jamás había pensado que existiese algo como la extirpación
ocular o algo similar. Parecía ser un tema bastante delicado, ya que la
voz le temblaba, así que opté por no hacer preguntas. Contó también
que le habían dado la opción de usar prótesis de vidrio, pero pensaba
que no podrían asemejarse al verde de sus ojos originales y que por eso
prefería las gafas de sol.
Me sorprendía la capacidad de algunos de contar su historia entre
aquellas personas que acababan de conocer. Esto me dio mayor
confianza para poder contar la mía, pero faltó más antes de eso.
Una mujer que ya parecía estar en sus treinta contó que había
perdido un pie en un accidente automovilístico: tratando de evitar
chocar, un conductor viró con brusquedad y el coche acabó sobre la
vereda, donde se encontraba ella. Aquello le había roto la pierna, de la
rodilla para abajo, y los doctores optaron por amputarla, según ellos,
debido a las hemorragias internas.
Fue así como cada uno contó su anécdota y el resto prestó atención
en todo. Cuando finalmente llegó mi turno, me sentí listo para hablar.
No recuerdo ni por qué pelee con él, solo recuerdo que todo lo causó
aquel tatuaje de mi hombro. Recuerdo a la gente viendo desconcertada
cómo nos sacábamos la mugre a puño limpio y cómo con una llave nos
inmovilizábamos el uno al otro y nos lanzábamos contra el vidrio, el
cual se hacía trizas y nos dejaba caer cinco pisos abajo. Mi cuerpo cayó
sobre el suyo y ambos quedamos inconscientes, y aún a pesar de ello,
recuerdo con lucidez esa micra de segundo en la que su cuerpo se
estrellaba antes que el mío y el atronador sonido de sus huesos
rompiéndose resonaba, como lo hace ahora en mi cabeza. Recuerdo que
su cuello se dobló de una forma imposible para un ser humano y que de
su cráneo emanaba sangre a borbotones. Yo salí con pequeñas
fracturas: varias costillas rotas y heridas superficiales, pero al parecer
uno de mis brazos, el que había amortiguado la caída, se había hecho
añicos y era necesario amputarlo. Recuerdo que, antes de caer, su
última palabra fue mi nombre.
Fue cuando sintió una mano áspera como lija sobre su nuca. Con
lentitud y una fuerza cuidadosamente calculada, aquel ciego andrajoso
que había recorrido una distancia de 20 minutos en coche en un
parpadeo; obligo al desafortunado tesista a mirarle de frente.
—Dicen que los ojos son las ventanas del alma, ¡Ja! Eso me deja
evidencia, yo no tengo una. Vendí la mía hace tiempo a algo que no es
posible mirar directamente sin consecuencias, entre ellas, una peculiar
fragancia en quienes hacen negocios con los de su clase. Por eso la
gente me rehúye por instinto… ¿satisface eso tu curiosidad, Eric?
—¿Tú… cómo sabes mi nombre? ¿Qué quieres de mí? —preguntó
Eric, mientras su vejiga se aflojaba y el miedo le golpeaba las entrañas
con un enorme puño de plomo frío.
—Me crees si digo que ahí está Lebon ¿verdad Samuel? —dijo
refiriéndose al perro irreal con el que jugaba de vez en cuando.
—Eres la única persona del mundo que me importa Sam, nadie más
que tú.
—Tengo que hablar con ella —dije sin más cortesía—. ¿Puedes
decirle que baje? —no quise parecer desesperado, pero lo estaba. La
mujer me miró durante lo que me pareció un instante infinito y lanzó
un profundo suspiro.
—No está aquí Samuel, últimamente no viene mucho por casa —se
anticipó a mis preguntas—, hace más de una semana que no sale de la
granja.
—Te dije que no quería verte más por aquí —gruñe con la voz que ha
espoleado mis pesadillas—, dije que te mataría y es lo que voy a hacer
—se arma antes de subir, coge una de las horcas que cuelgan de las
paredes y viene a por mí.
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Jesús Guerra Medina
Fin.
Se fracturó el mismo brazo, hay que acotarlo, con que ahora mismo
sostenía la varita. Lo podemos ver, si hacemos descender la mirada
desde la parte superior del árbol que está en su jardín casi colindante
con los vecinos que lo miran tras las cortinas con asco y temor: Hasan
podía sentir el peso ligero de la madera trabajada entre sus dedos. Era
tan agradable sentirla así. Había esperado tanto por ella. El aire de la
mañana hacia ondear la capa negra en su espalada y mecía con
suavidad su pelo grasiento y un hilito de saliva colgaba de los labios
como solía ocurrirle cuando se ensimismaba con algo. Tenía los ojos
desenfocados y miraba su silueta pintada sobre el césped. Su cuerpo
dibujado a contraluz con la mano estirada y la varita sobresaliendo
entre sus dedos gordos como una extensión más de sí mismo. El sol le
caía en la espalda jorobada y en el techo el gato arqueaba la espalda en
busca de un mimo de nube. El perfecto tiro al blanco, pensó levantando
la vista, gris y con mirada profunda.
Diez y siete años atrás, Miguel Ángel se adelantó dos meses para ver
la luz natural. Nació morado, lloriqueando débilmente y con flacidez
muscular. El pediatra se esforzó para recuperarlo y la incubadora
terminó lo que faltaba. Al año su madre se dio cuenta que algo no
andaba bien con el primogénito. La mirada clavada en un punto fijo,
poca predisposición para el llanto y ociosidad motora para moverse la
obligaron a consultar. El neurólogo no se animó a dar un diagnóstico y
prefirió esperar que el tiempo aclarara los síntomas. El infante creció
respetando las curvas de desarrollo normal y el tránsito escolar
discurrió sin inconvenientes. No fue un alumno brillante sino uno
promedio que se caracterizó por expresarse en un lenguaje coherente y
de pensamiento articulado. Mostró marcado desinterés por asuntos
propios de la edad y la desafección emocional lo llevó a aislarse por
épocas, a ausentarse de la chismografía barrial y a rehuir las fiestas de
quinceañeras. En el ámbito familiar le daba igual celebrar un
cumpleaños que un funeral. El exagerado rechazo a la interacción social
motivó el peregrinaje por los sicólogos de moda. Gracias a ellos se
involucró en el conocimiento empírico de la personalidad, carácter y
temperamento humanos. En el patio del recreo disfrutó analizando las
miserias neuróticas de sus compañeros de aula. Jamás le vieron llorar
ni cuando Ruiz le rompió la ceja de una trompada.
PUBLICACIONES EN FISICO:
Pero ¡hombre! De no haber sido por él, por las erecciones de la cual
era protagonista por culpa de mi miembro superior, aún tendría mi
brazo. Mi brazo derecho, el de la mano masturbadora, el de los dedos
penetradores que no respetaban género...ni edad.
Cerré los ojos y mi mente y oídos se llenaron de sus risas, las risas
de mis niños que tanto disfruté, mi miembro fantasma volvió a sentir el
tierno roce de sus cabellos delgados, de su piel impoluta, de la
humedad de sus labios infantiles. El recuerdo de su olor a inocencia
estremeció mi vientre endureciendo la base de mi pene que toqué
involuntariamente con mi ahora, única mano. La otra, aun sentía.
Así que decidí hacer algo para que se diera cuenta de mi existencia y
de lo mucho que me importaba, asumí el reto de escribirle una nota
invitándola a comer un postre de calabaza, mi madre lo preparaba
delicioso y podía convencerla para el fin de semana. Rompí una hoja de
un cuaderno viejo que tenía mi hermana menor en su mochila y
comencé a escribir, sé que tengo cierta dificultad para concentrarme,
sin embargo hice mi mayor esfuerzo y las palabras surgieron como por
arte de magia. Esperé a que se haga de noche y deslicé la nota por
debajo de la puerta de su casa, con la esperanza de obtener un si como
respuesta.
***
Recuerdo que una de las cosas que siempre me pedía, era el poder
tocar mi rostro. Decía que no podía verme con los ojos, pero si con el
alma. Nuestro primer beso fue mucho después, cuando habían
transcurrido dos años. Nos hicimos enamorados a pesar de que su
madre siempre se opuso, cuando descubrió nuestros encuentros
clandestinos la señora literalmente casi se muere, y muy a su pesar nos
seguimos la relación. Nuestros encuentros cada vez eran más cercanos,
su tersa piel me excitaba demasiado y la pasión que sentía por ella era
inevitable. Sin embargo a ella parecía una niña, tan inocente o al menos
eso creía yo.
***
***
El horror se apoderó de las enfermeras del acilo de ancianos, donde
cuidaron al Sr. Nicolás tras la muerte de su querida esposa. Sin
sospechar que la leyenda de los coleccionadores de ojos seria cierta y
aún después de muertos seguirían acechando, desde las sombras.
Escritora, Co-Directora y Fundadora de la Revista de Literatura
Oscura Aeternum, donde publica la Revista Orbi Occultatum, aparecen
sus cuentos «Misterio Marino» y «Viuda Negra». Además su cuento
«Sanguijuelas» fue publicado en la antología y la audiorrevista «Un
Mundo Bestial» de la revista digital Historias Pulp (España).También
publicó su cuento «Sangriento San Valentín» en la antología «Un San
Valentín Oscuro» (México) y el cuento «La Carnicería» fue publicado en
la antología «El monstruo el humano» de Editorial Cthulhu (Perú).El
cuento «Jardín del Edén» fue publicado en la antología «Tenebrarum IV»
(México). Asimismo publicó en la Revista Literaria Ibídem 3 su cuento
«Muñecas» (México) y en la Revista Letras y Demonios publicó su cuento
«La venganza del cerdo» (México).
«¡Aguanta!, allá voy», luego colgó y el silencio hizo que las garras se
volvieran más filosas y despiadadas.
Mordí mi labio y comencé a recordar el inicio de este ilógico destino.
***
Pero…
Así fue como Alicia llegó a mi vida y las gruesas garras heladas
volvieron a estrujarme el corazón. En este caso aprendí a disfrutarlo
pues sentía a mi hermano en mí, azuzándome a hacerlo, pero no, la
comedia necesita práctica y paciencia, así que fui puliéndome con el
pasar de los años, mofándome de la sociedad convirtiéndome en un
reflejo de ella. Abrazar el perdón frente a cámaras y unir lazos con la
lucha de todas para romper las cadenas de la prisión.
Angela Fann
He brought their skins and skulls back to the farm, as he dance in the
dark.
Juan Alan
CARNE
Brian Barona
Oswaldo Castro
Richard Lozano
Alberto Mexía
Era su último show antes de retirase como payaso pero los niños
caníbales lo devoraron.
TORMENTA
June Bootes
Oswaldo Castro
La tormenta fue tan fuerte que Venecia se hundió. Los cadáveres flotan
miserablemente insepultos.
CERDO
Emilio Espinal
¡Qué delicioso cerdo al vino! —dijo ella, brindaba sola, no iba extrañar
sus golpes...
Sorelestat Serna
HALLOWEEN
Vícktor Ck
Juan Alancay
Jimmy Díaz
¿Quién sabe qué misterios trae consigo la estática del televisor? Aún no
he podido despertar.
Angela Fann
Radioactive waves were coming off the TV, melting the eyes and brain of
the watchers!!
CELULAR
Rafael Araiza
Miguel Sequeiros
Se oyó un disparo.
HEREJE
June Bootes
Juanito Alimaña
SECTA
Jimmy Diaz
Jimmy Diaz
Alberto Mexía
Angela Fann
The infection spread through her veins, opening her eyes to a new
world, new hunger!!
Allan Lanza
Todos creyeron que era broma, hasta que en las noticias dieron que la
infección llegó
RAYUELA
Pintó en el suelo una rayuela con sangre. Llegaría al cielo a como diera
lugar.
José Luis
Todos los días jugaba a la Rayuela con su amiga que llevaba un año
desaparecida
Sorelestat Serna
Alan Ache
Allan Lanza