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DISCAPACIDAD MALÉVOLA

Antología de cuentos de Terror

AETERNUM

Revista de literatura oscura

Edición Número Cinco

Año 02 / Diciembre 2019

Arte de Portada:

Adán Castro Barajas

Diseño de Portada:

Luis Bravo
PRÓLOGO
LUIS BRAVO 05
ENTREVISTA A GONZALO DEL ROSARIO
TANIA HUERTA 06
GANADORES MONSTRUOS NAVIDEÑOS 14
DISCAPACIDAD MALÉVOLA
CÓRNEA, PUPILA, CRISTALINO
Ariel Tenorio 21
MALDITA SU ESTAMPA
Vidal Fernández 29
ME DAS HAMBRE
Israel Montalvo 35
EL VIEJO
Sebastián Cuenca 41
CUANDO LLEGÓ EL FRÍO
C. G. Demian 50
PERDÓN PARA BERTA
Ariel Lowenstein 55
SILENCIO
Jaime Escobar 60
MR. WONDERFUL
Josué Ramos 67
EL REFLEJO QUEBRADO
Mauro Insaurralde 78
NOSOTRAS SOMOS LEGIÓN
Ariel Cambronero 84
RUDOLF
Marco Antonio Yauri 93
EL HOMBRE DE LAS QUEMADURAS
Eduardo Ramírez Pérez 101
AVISO DE CORTE
Hernán Ferrari 110
DÍAS DE OSCURIDAD EN LEBANON CREEK
P. G. Escuder 119
MÁGICO
Jesús Guerra Medina 129
RELATO GANADOR
EL INDUCTOR
Oswaldo Castro 137

STAFF AETERNUM
COSQUILLEO
Tania Huerta 144
DESDE LAS SOMBRAS
Kristina Ramos 149
LIBERTAD DE EXPRESIÓN
Luis Bravo 159

GANADORES RETOS SEMANALES 165

GALERÍA 173
Un nuevo año va llegando a su conclusión y, aunque todos los
finales siempre vienen cargados de nostalgia, acompañado a éste
siempre habrá el, a veces, más ilógico sentimiento de perpetuación. Es
por eso que en este de tantos finales, regresamos a la base de las
publicaciones de ésta revista digital: el terror y el horror, en su más
pura expresión.

¿El tema? De por sí el título de la convocatoria iba a denotar la


característica principal destacable en cada uno de los relatos que
recibimos, es por eso que Discapacidad Malévola es cruento, a nivel
social, como también a nivel narrativo. Sabíamos que iba a ser un tema
que exploraría los recovecos más sagaces y descarnados de la exclusión
social, además de despertar el horror psicológico de la pérdida del
control. Fue difícil, pero estamos orgullosos de los trabajos que se
sublimaron a través de tanta devastación, miseria y repudio.

Además de ello, tuvimos el placer de conocer a un gran artista como


Adán Castro Barajas, quien con su arte grotesco y que rompe todo
esquema social y de simetría corporal, nos impresionó al punto de
entregarle la batuta a la hora del diseño del arte de nuestra portada. Es
por eso que estamos orgullosos que tantos artistas estemos unidos y
dispuestos a la hora de ingresar el dedo en la llaga y mostrar la fea
verdad.

Dejen que la oscuridad los envuelva, los acorrale, inmovilice sus


miembros, apague sus ojos, acalle su voz y los hunda en la más atávica
de todas las desolaciones…

Luis Bravo
«No des esa entrevista, ésta será editada
no importa lo que quieras resaltar
y aquel punto de vista, por el que tú luchabas
será ocultado con un titular
Y el tergiversar da ganas de llorar
No des esa entrevista por nada
tú no le tengas miedo
porque total: siempre hablan, tienen que hablar
siempre hablan, y escondido el titular
lleva mala estrella, sin fe
no les digas nada de lo nuestro».
-Rafo Ráez-

Aunque, hasta ahora nuestras entrevistas han iniciado sin una


presentación, debemos de acotar que el placer de haber hecho ésta a un
personaje como Gonzalo, nos ha impelido a ello.

En una Lima navideña en la que el año se ha ido de las manos como


el humo de un pucho frente al mar, lenta y pausadamente y en que por
esta época de villancicos y guirnaldas se nos llena el alma con el flujo y
la cadencia de una canción relax, se nos vino a la mente, mientras
realizábamos la presente, ésta que susurrara: «No des esa entrevista
(Gonzalo), esta será editada...». Y sí, nadie más que nosotros sabemos
que el tergiversar da ganas de llorar, así que, con una mano en el pecho
y la otra en el tintero, les presentamos todo lo que él nos dijo, sin
cambiar una coma.

Así que Gonzalo, no les digas nada de lo nuestro, porque nosotros


diremos todo de ti.
¿Cuáles dirías que fueron tus referentes para generar tu estilo?

Hay libros que marcaron mi adolescencia como: «Ensayo sobre la


ceguera» y «El evangelio según Jesucristo», de José Saramago; y otros
que leí durante mi etapa universitaria como: «Los detectives salvajes» y
«2666», de Roberto Bolaño o «Que viva la música» y «El cuento de mi
vida», de Andrés Caicedo, que cambiaron mi forma de entender la
Literatura para siempre. Luego me interesa la narrativa fría y concisa
de escritores norteamericanos como John Steinbeck, J.D. Salinger,
Truman Capote, Charles Bukowski, Raymond Carver o Cormac
McCarthy, la poesía peruana conversacional de los 60 y 70, con Lucho
Hernández y Jorge Pimentel a la cabeza, las distopías de Huxley y
Bradbury, los cuentos de terror y ciencia ficción de antologías pulp, los
cómics porno de luca del jirón Camaná, todas las narrativas de la
memoria sobre el conflicto armado interno peruano, especialmente:
«Persona» y «Los rendidos», de José Carlos Agüero, «Memorias del
soldado desconocido», de Lurgio Gavilán y «Ese camino existe», de Luis
Fernando Cueto, por citar literaturas testimoniales que son las únicas a
las que les creo cuando se trata de describir el horror. No obstante, mi
mayor influencia se resumiría en toda la discografía de The Beatles más
los dibujos animados pendejos de los noventa.

¿Qué género literario es más atractivo para ti?

A pesar de no escribir poesía, siempre me han interesado las


vanguardias poéticas del siglo XX. El teatro del absurdo, el dadaísmo, el
surrealismo, el cubismo, el futurismo, toda la locura de Vallejo,
Oquendo de Amat y los puneños Peralta. De ahí al género fantástico,
terror, horror, ciencia ficción o microficción solo hay un paso. Sin
embargo, hay dos aspectos de la literatura (y el arte) que me interesan
de manera especial: el humor negro y el erotismo. Una obra que me
haga cagar de la risa, o que me impresione por su abordaje estético del
eros (porque muchos lo intentan pero…) siempre tendrá mi atención y
admiración, ya que ni el humor ni el erotismo poseen muchos espacios
para desarrollarse en esta aún decimonónica y rancio-conservadora
sociedad peruana que prefiere llorar, conmoverse o indignarse antes
que sonreír, carcajearse, y venirse…

¿Cuándo fue tu primera incursión en el mundo literario y qué


relato fue?

Mi primera incursión sucedió hacia julio del 2007: mi fábula «Taxi»,


que un año después apareció en Cuentos pa Kemarse, fue publicada en
una revista de Epistemología en la Escuela de Postgrado de la
Universidad La Cantuta, dirigida por el filósofo Daniel Del Rosario,
quien muy orgulloso de que el hijo de su hermano menor le haya salido
escritor, abrió un espacio especial en su revista para promocionar mi
obra inicial. Hasta ahora no comprendo la relación entre mi alegoría del
alpinchismo millenial con artículos y entrevistas sobre Karl Popper o
Habermas.

¿Tienes un seudónimo? ¿Recomendarías el uso de seudónimos?


¿En qué casos?

No uso seudónimos, pero sí tengo un heterónimo que surgió tras la


propuesta de un amigo cineasta, Manuel Rubio, para escribir junto a
Jorge Torres las continuaciones literarias de sus cortometrajes. El
resultado se tituló: «Tv-Out» y salió con Orem en el 2009. Ni Jorge ni yo
firmamos con nuestros nombres legales, sino como Jules Verde & Pink
Tony. A mí me pareció mejor así, porque lo escribimos durante la
posesión de aquellas entidades.

¿Dentro de toda tu trayectoria literaria, ¿tienes alguna anécdota


que siempre recuerdes?

Varias, pero ahora solo se me viene a la memoria cuando trabajaba


en una librería del Mal, en Trujillo, donde tenía hasta 30% de descuento
en libros y aprovechaba cada quincena para llevarme los volúmenes de
poesías completas que ordenaba en los estantes: Allen Ginsberg,
Alejandra Pizarnik, Javier Heraud y, cuando iba a comprar el box set de
Antonio Cisneros, no sé por qué lo dejé y nunca me llevé su libro. Un
par de años más tarde, en 2012, ya como periodista me tocó cubrir la
Feria del libro de Trujillo; y en la cafetería vi a Toño sentado en una
mesa con Arturo Corcuera creo, no recuerdo, pero como sabía que el
poeta era jodido, porque había leído otras entrevistas suyas, arrugué en
acercarme. Realmente no había investigado su obra a profundidad y
lamenté no haberme comprado aquel librito, peor cuando pocos meses
más tarde el buen Toño fugó del tercer planeta. La moraleja de esta
historia es: compren nomás ese librito, aunque parezca que te vas a
quedar misio, con el pasar del tiempo ni te acuerdas cuánto te costó;
pero el volumen permanecerá en tu estante.

¿Qué haces cuando no tienes inspiración? ¿Cómo lo afrontas


para seguir escribiendo?

Eso de la inspiración ocurre, pero no siempre, y ello vuelve azaroso


el asunto porque no siempre llegan ideas impresionantes. Luego, si has
trabajado en el periodismo te terminas acostumbrando a escribir de
puro oficio. A veces casi como un «free styler» a quien se le ocurren las
mejores líneas de forma instantánea (y obligados por las
circunstancias). Esa práctica me ha ayudado a afrontar con relajo la
hoja en blanco. Por otro lado, no suelo obligarme a escribir, y menos
publicar si no hay aún nada «publicable». Hay cuentos que he tenido
años dando vueltas en mi cabeza y cuando al fin me siento frente a la
laptop, ya están como listos; y hay otros que tienen dos, tres, cuatro
versiones y aún sigo buscándoles final. Siempre he pensado que más
que escribir es corregir.

¿Lees literatura de terror? ¿Qué autores peruanos de terror o


ciencia ficción recomendarías?

No he sido lector de terror ni de ciencia ficción. Más he visto


películas de dichos géneros durante toda mi vida. Recién los últimos
años me he puesto a leer antologías y revistas de terror y ciencia ficción.
Ello me ha llevado a conocer autores caletas como Carlos Carrillo con
su: «Para tenerlos bajo llave», libro maldito de cuentos de horror y quizá
el único en Perú que tenga narraciones que dan miedo en serio, y no se
quedan puramente en la imagen o la metáfora, ahí están: «El legado de
los carpatos» o «Si a trece le quitas cuatro tienes nueve» como muestra
de su perversión. Por otro lado, en Barcelona me sorprendió que
amigos, autores o críticos, como el profe David Roas (en sus clases) y
todes sus discípulos, ponderaran sobremanera: «Ajuar funerario», de
Fernando Iwasaki, libro que yo desconocía hasta que me animé a leerlo
en la biblioteca de la Pompeu Fabra y ahora se ha vuelto uno de mis
referentes para motivar la lectura de narrativa fantástica peruana. De
ahí, otras obras peruanas del género que me parecen alucinantes son
«Historia de Manuel de Masías, el hombre que inventó el rocoto relleno y
cocinó para el diablo» de Carlos Herrera, «El otro monitor» de José
Güich, «Un mundo mujer» de Alejandro Neyra, «Quipucamayoc» de
Daniel Salvo, «Casa» de Enrique Prochazka, los cuentos de «Es solo un
viejo tren» de José B. Adolph (de hecho, todo Adolph), y de «Historias de
bolsillo» de Harry Belevan y, claro, el alucine cyberpunk de
«80M84RD3RO» de Czar Gutiérrez, el primer libro peruano del siglo XXI.

En tus últimos cuentos de horror y ciencia ficción aparecidos en


diversas antologías y revistas siempre resalta el aspecto de lo
erótico, ¿crees que es un tópico poco explorado en la narrativa
fantástica?

Los dos paradigmas de lo fantástico para muchos de mis amigos


lectores de Literatura siempre suelen ser dos fachos socialmente
aceptados, incluso por los izquierdosos, como son Borges y Lovecraft. El
argentino es el padre de toda la literatura hispanoamericana, mientras
que el padre del horror cósmico es el referente obligado para los
fanáticos de la narrativa de terror. Sin embargo, yo no soy muy lector de
ambos. Me he psicoanalizado para entender el porqué de atesorar sus
libros si nunca los leo; la respuesta es simple: carecen de erotismo.
Justo hace poco polemizaba Fresán sobre la frialdad de Borges para
abordar el amor, que Borges podía ser todo, pero no sabía escribir sobre
el amor, o algo así, una provocación segura para causar resquemor
entre sus feligreses y titulares para muros hipsters. Quizá el que Borges
y Lovecraft sigan siendo los autores «cabeceras» para muchos noveles y
consagrados escritores del género fantástico haya hecho que, en
cuestiones de amor y sexo, también se queden mudos. Por mi parte, yo
siempre le voy a poner erotismo a mis cuentos de terror y ciencia
ficción, sino qué aburrido sería todo, ¿no? Y así también lo entiende el
viceministro sádico Carrillo, y mi hermano Jules Verde que este año
publicó su «SxT», en Argentina, el primer cuentario peruano
químicamente porno. Así como al poeta chepenano Ray Paz le editaron
su «Porn*Art», primer poemario peruano deliciosamente porno, en
México. Se viene a mi memoria otro cómic enfermazo: «Las moscas no
vuelan de noche» (2010) de Carlos Lavida y César Santiváñez, que, a la
sombra de la actual dictadura de lo políticamente correcto, se podría
denominar como un cómic proscrito. Sin embargo, las mujeres también
han publicado erotismo durante esta década, ahí está Sandra Campó
con su: «Hoy tengo ganas de mí. Siete historias de masturbación
femenina» o «El amor viene en un estuche de 6x6» de Viviana Gálvez, en
narrativa; y un poemario tan necesario como «Blue tragedy» de María
Font que tanto bien le hace a la literatura peruana de este siglo.
Además, gracias a las publicaciones de Cthulhu me he ganado que no
soy el único que piensa así: el pionero de este horror erótico Pablo
Espinoza Bardi con su «Insectario», en Chile, Rigardo Márquez Luis con
su «Circo de la inmundicia», en México, Víctor Grippoli con su editorial
Solaris en Uruguay o los argentinos Rogelio Oscar Retuerto con «Las
elegidas» y Ariel S. Tenorio desde la arriesgada The Wax. Sin contar a
todos los españoles que escriben guarrada y media en las antologías de
Cthulhu, creo que esos serían todos…
Tus lectores te asocian más a la narrativa fantástica, de terror o
ciencia ficción; no obstante, tu último libro «Pave-pavas» (PBC,
2019) son crónicas de viajes con fumadores de marihuana donde no
ocurre nada sobrenatural, ¿en cuál estilo te sientes más a gusto?

Me gusta saber que ninguno de los libros que he publicado repite


temáticas y estilos. Comencé con lo fantástico y el terror, pero luego me
derivé a la experimentación y vanguardia, pasando por la microficción y
el porno zombie, hasta llegar a las crónicas gonzo del «Pave-pavas». Creo
que la aparición de este «happy book» resulta casi como una broma
para mis últimos lectores, acostumbrados a mis cuentos de horror
erótico y grotesco. Eso es lo más bacán, hay escritos míos para todos
los gustos.

¿Actualmente tienes algún proyecto literario en mente? ¿De


qué se trata?

Está saliendo una compilación de mis cuentos de horror erótico y sci


fi porn escritos durante mi estadía en Barcelona. Se titula «Caleta» y su
lanzamiento es inminente para el verano 2020.

Tania Huerta
Licenciado en Educación con especialidad en Lengua y Literatura
por la Universidad Nacional de Trujillo. Máster en Literatura
Comparada y Estudios Literarios y Culturales por la Universidad
Autónoma de Barcelona, donde presentó su ensayo: “Tipologías del
doppelgänger en la narrativa peruana contemporánea de expresión
fantástica”, cuyo asesor fue el crítico y escritor español David Roas.

La reedición de su primer libro de terror Cuentos pa Kemarse (2008)


fue presentada en Barcelona, en abril del 2017. Asimismo, su obra
aborda diversos registros como la novela experimental en
Losocialystones (2010), la microficción en MishkyStories (2011), la
temática zombie en Ven ten mi muerte (2012) y la crónica gonzo en
Pave-Pavas (2019). Además, seleccionó los textos para la antología de
narrativa peruana Sobrevolando (2014). Sus nuevos cuentos ha sido
publicados en antologías de terror hispanoamericano como Nictofilia,
Horror Bizarro, Horror Queer y Tenebra (editadas en Perú); y
Fantastique, TheWax, Extrañas noches, Demencia o Mamut (aparecidas
en el extranjero).
Juan Pablo Goñi

Frida está de espaldas al hogar encendido. Sus delicados ojos claros


repasan los adornos de la sala, el deshojado abeto, las descoloridas
bolas rojas, el muérdago que sobresale de las paredes y la mesa. Se
detiene en las pesadas agujas negras que se acercan a las nueve, hora
en que los papás volverán con sus hermanos para celebrar la noche
buena. La nieve cae ahora con más suavidad, casi despidiéndose las
últimas nubes, como asociándose a los festejos.

Frida respira agitada, no cambia de postura, las manitas atrás de la


espalda. La luna se introduce a través de la ventana, mejorando la
luminosidad provista por los leños ardientes. Cada movimiento del
anciano reloj produce un crac que estremece los huesos de la pequeña.
Entre ellos, escucha un lejano cascabel. La niña aprieta con más fuerza
los puños reunidos sobre la cola. El tintineo se acerca, una sombra
oscura frustra los esfuerzos de la luna por iluminar la cara pálida de la
pequeña de flamante vestido rojo.

Una mole oscura cubre la ventana, Frida aprecia el sedoso pelo


negro. Contiene la respiración y cierra los ojos dos, tres, diez segundos.
La curiosidad la domina, cuando vuelve a separar los párpados, dos
relucientes ojos amarillos la están observando. La pequeña muerde el
pellejo de los labios para no llorar, dicen que Yule no soporta los
llantos. Los ojos gatunos la recorren, sabe que examina el vestido; las
prendas nuevas son la única defensa contra el gato gigante que esta vez
ha escogido su casa dentro de las vivienda a examinar.

Unos copos aislados pintan los bigotes del visitante, los ojos
iridiscentes se tornan grises, celestes, verdes. La lengua del enorme
felino moja la ventana; es una despedida. La oscuridad se aparta de los
vidrios y la luna es más grande ahora. Frida afloja los músculos y gira
rápido; debe apagar el fuego o no podrán calentarse durante la cena. Ya
no se preocupa porque se vean los remiendos de las espaldas, las
costuras groseras con que han improvisado una prenda nueva a partir
de retazos. Sonríe mientras retira los troncos, hasta que el tintineo la
congela.

Las uñas resquebrajan el vidrio, una corriente gélida invade la sala,


la zarpa peluda de Yule actúa con celeridad. Frida es cogida de la
cintura, sus alaridos resuenan en el valle helado, aterrando centeneras
de niñas como ella, aferradas también a la ilusión de los vestidos falsos,
hasta que son reemplazados por el maullido satisfecho de un gato que
ha cenado bien. Hay unos minutos de zozobra, donde los corazones se
contraen, y vuelve a oírse el tintineo que avisa que la caza no ha
terminado.
Mauro Insaurralde Micelli

La Navidad siempre es una festividad incómoda para nuestra familia.


Mientras en otros hogares la gente se reúne para esperar el nacimiento
de Jesús, en mi casa, mis padres y yo nos torturamos una y otra vez,
regresando como posesos a la noche en que mi hermano menor
desapareció.

Papá todavía se culpa por no haber trabado la ventana de nuestra


habitación. Toma whisky y gimotea en un rincón. Yo lo abrazo
esperando recomponer eso que, de tanto tiempo que lleva quebrado, ya
ni siquiera conserva su forma. Quizá más que por mi hermano, mi
padre llora por él, por ese abismo que se ha ido ensanchando entre
nosotros, los que nos quedamos, los que existimos.

Mamá rememora la última conversación con su pequeño extraviado.


Una discusión agresiva por una nimiedad. Un jarrón roto. Una culpa
asumida. “A los niños malos les pasan cosas malas en Navidad”, eso le
había dicho y eso es lo que gira ahora como un trompo sobre su
consciencia mancillada. La veo tan lejana de papá y de mí, tan ajena,
tan comprimida por una culpa que no le pertenece. Lo que mi mamá
alguna vez fue parece haberse marchado hace tiempo para perseguir al
fantasma de mi hermano.

Luego estoy yo, la sombra, el sobreviviente, el que poco importa. Hay


secretos deshonrosos que se enraízan en uno como una planta tumoral.
Cosas que no fui capaz de contarle ni siquiera al psicólogo al que me
mandaron cuando me encontraron en la habitación en estado de shock.
Cosas que ni el cura del pueblo pudo sonsacar en mis confesiones.
Jamás pude hablarles a mis padres sobre lo que pasó aquella noche
en la que Grýla bajó de las montañas con sus pisadas como plumas
sobre la nieve impoluta. Simplemente me había quedado allí, viendo
cómo esa mujer gigantesca asomaba su rostro lascivo por la ventana y
luego una mano inmensa tomaba a mi hermano y se lo llevaba a la boca
para despacharlo de dos mordiscos, sin derramar una gota de sangre,
sin dejar un rastro al que aferrarse. La criatura me había dedicado una
sonrisa altanera antes de volver silenciosa hacia sus montañas, hacia
ese reino más allá de las fronteras de la razón.

Cada Navidad, desde aquel incidente, intento convencerme de que


escuché un tronido cuando la criatura tomó a mi hermano; que al
menos me queda el consuelo de saber que el pobre falleció mucho antes
de ser devorado.

Lo que no me permite estar en paz, mi propio monstruo que me roe


los huesos y regurgita mi alma, sin embargo, es no poderle contar a mi
mamá que fui yo quien rompió su jarrón, que mi hermano sólo estaba
protegiéndome, que el niño malo siempre he sido yo, el que se quedó
con ellos en esta ausencia.
Morgan Vicconisu Zariah

La Navidad La nieve cubría con insistencia siniestra los cristales de


las ventanas. Derek aguardaba arropado bajo las sabanas la llegada de
algo tenebroso. Su corazón de niño intuía el acercamiento de una
pesadilla. Era el Krampusnacht y él se encontraba de repente solo en
casa. Alguna clase de hechizo había sumido en un sueño a sus padres y
hermanos. Aunque estaban físicamente allí, no estaban para Derek. Él
sabía que aquel año, igual al anterior no se había portado bien. Sabía
que tenía una deuda pendiente desde el año pasado con el monstruo.
Ambos se habían visto a los ojos anteriormente.

La última vez, no le fue muy bien a Krampus, pese al miedo que


proyectó en el pequeño, una misteriosa malicia que provenía de este lo
dejó perplejo. El monstruo aun sentía el ardor de la brasa ardiente
sobre su ojo derecho. La última vez había fallado aquel demonio en su
misión de llevarlo al infierno y devorarlo. Ahora no podía fracasar.

«¿Será él? ¿Ya viene?», se preguntó Derek que oía asomarse el débil
sonido del cencerro y que poco a poco se hacía más palpable cerca de la
chimenea. Sudaba a pesar del invierno. Sintió por un momento una
rara parálisis que al igual que a sus familiares trataba de sumirlo en un
sueño misterioso; pero él era fuerte y algo en su alma se resistió al
embrujo y permaneció despierto. Ahora los pasos de la sombra se
arrastraban por las escaleras como una amenaza. Su corazón palpitaba
en su pecho como un tambor. Sintió el frío recorrerle el cuerpo. De
inmediato el sonido del manubrio de la puerta dio paso al horror. El
niño sintió ya en su habitación la espesa sombra del demonio. El sonido
del cencerro en la oscuridad lo desconcertaba. Sabía que pronto aquella
sombra se cerniría sobre su lecho y cobraría su deuda.
—Estoy aquí niño… ¿tienes miedo? —susurró la cosa, asomando los
cuernos sobre su rostro—. La última vez fuiste un niño muy malo. No te
saldrás con la tuya nuevamente.

El niño nunca pudo haber sentido un miedo tan terrible, ni siquiera


en su primer encuentro con aquel demonio de navidad. Los ojos de
Krampus se iluminaron con un fuego líquido, como si el infierno se
proyectará a través de ellos reclamando el alma de Derek. El niño lucía
pálido bajo sus ojos. Se mantuvo inmóvil y sin pronunciar palabras.
Pese a su miedo, Derek estaba preparado para su encuentro con la
bestia. Bajo las sabanas, empuñaba en una mano un cuchillo, y sin
vacilar mientras el demonio se inclinaba sobre él, lo clavó en su pecho
atravesándole el corazón. Krampus soltó un terrible grito de dolor que
despertó a los habitantes de la casa. Derek sintió algo cálido cual
sangre sobre su cuerpo mientras el demonio desaparecía entre una
explosión de tinieblas.

Krampus se dio cuenta que los fantasmas de Navidad, no eran más


que sombras de sueños, ante la oscuridad de Derek.
Ariel Tenorio

Yo, que cargo con este impedimento, he desarrollado un don


maravilloso y terrible: puedo ver las cosas con total claridad. Lo malo es
que, además del don del escrutinio, poseo mañas de verdugo. Tal vez
por eso muchos me temen y otros sencillamente no soportan oír mi
nombre.

Claro que no siempre fue así. Hubo una época en que llevé una vida
normal. ¿Se imaginan? Una familia, una casita en los suburbios, un
trabajo de lunes a viernes, y hasta un perro. Todas esas palabras que
describen lo que un hombre puede perder en un santiamén.

Cuando me rompieron en pedazos se olvidaron de matarme.


Matarme hubiera sido lo más sensato, teniendo en cuenta costos y
beneficios.

No es fácil erigir un monstruo. Esto que soy, es el resultado de malas


decisiones engarzadas en rachas de mala suerte. El resultado de
estigmas que no pude dejar atrás y que colapsaron en mi contra como
un camión cisterna fuera de control. Esto que soy, es también el
resultado de una maldad poderosa, planificada al detalle con paciencia
y método, refinada como toda obra de arte consagrada a la venganza.

Pero esta noche estoy acá para remediar algo de eso. Por lo menos,
equilibrar un poco la balanza. Mis dioses están conmigo y la ocasión es
perfecta.

Y si no me creen, miren:

En la habitación del hotel el calor es tan sofocante que recuerda a


una jungla tropical. Incluso con la ventana abierta, las cortinas
permanecen en línea recta como los pesados telones de un teatro. La
noche gira sobre sí misma, lentamente, irradiando un halo de locura
espectral, manteniendo una presión sanguinaria sobre todo lo que toca.

Allá abajo, el vagabundo que duerme en el banco de la plaza parece


un cadáver. Los cartones que le hacen de almohada, las briznas de
césped, las hojas de los árboles; son esculturas de mármol bajo el flash
de la luna.

Dentro de la habitación, sobre el tórax del hombre que duerme,


parpadea el reflejo de neón del Hotel. El pecho sube y baja acompasado
en esa luz monótona. Bien mirada, la simbiosis de la respiración y la
luz del cartel es perfecta, es como un tango, o un animal reptando al
acecho. En el ángulo de la ventana, donde cuelga el recorte de
oscuridad, se asoma un avión de pasajeros en trayectoria recta. Un
avión negro como un cuervo, que cruza despacio, en silencio, como
nadando en el vaho sofocante de tanto cemento y hormigón recalentado.
No hay ruidos. Pareciera que el calor acolchonase los sonidos, dejando
una pobre imitación del silencio, una asfixia subterránea trepando por
las paredes y cubriendo los muebles con una capa nauseabunda.

Mi ojo único lo mira a él. Perdido en las breas profundas del sueño,
el hombre hace una mueca que puede interpretarse como de alegría o
de terror. Gotitas de sudor se juntan en su frente y su expresión no es
plácida. Mientras se debate, pronuncia algunas palabras, las tritura
como si estuviera masticando huesitos de pájaro. Es ahí cuando se
despierta, sobresaltado.

Se incorpora sobre los codos y me observa con los ojos cada vez más
grandes.

Es entonces que…

***
Me despierto en mitad de la noche, sobresaltado. Me incorporo sobre
mis codos y lo observo con los ojos cada vez más grandes.

En el sillón donde dejé mi ropa hay una sombra. Hay alguien


sentado ahí, mirándome.

Por puro instinto, me aplasto contra el respaldo y suelto un


juramento. El intruso se inclina hacia adelante y su cara se contrapone
apenas en la penumbra.

Le falta un ojo.

La nariz es una cavidad oscura y repulsiva y además, está


sonriendo. Me habla en un tono suave, sus palabras fluyen con
naturalidad, son palabras elegantes y cargadas de sentido. Lo reconozco
al instante. Lo reconozco por su voz y por sus palabras, y siento deseos
de regresar a mi pesadilla.

Se llama Demetrio, y yo soy el responsable de haberle arrebatado su


humanidad.

Desesperado por ganar tiempo, le formulo una pregunta. Luego,


aventuro una posible explicación a sucesos recientes, pero a mis
propios oídos no logro sonar convincente.

Él sonríe y yo trago saliva. Agrego nuevos datos: nombres, lugares y


fechas. Sé que son cosas inútiles. Demetrio no me interrumpe, se rasca
el cráneo con unos dedos flacos, sucios. Y mientras mis palabras se
atropellan, su mirada de cíclope se hace cada vez más insoportable.

No hay posibilidades de negociar mi situación. Las cartas están


echadas. Eso es lo que me da a entender.

Mi voz se quiebra en una última pregunta. Sé que luego de eso solo


quedarán las súplicas. Es horrible, pero no puedo evitar sentir lástima
por mí mismo. Hubiera dado lo que fuera por no mostrarme tan
vulnerable, tan entregado a la voluntad de ese monstruo.

Como si me hubiera leído la mente, Demetrio mete una mano en sus


ropas y saca un revólver. Casi con desgano, el agujero del cañón apunta
hacia mi estómago.

Es una 9 milímetros negra y ominosa como una sentencia.

Y entonces Demetrio me hace una propuesta y todo cambia en un


parpadeo.

Se trata de una pequeña apuesta.

Me explica detalladamente lo que quiere que haga.

Intento responder, pero tengo la garganta seca. No consigo articular


ni una palabra.

Como por arte de magia, un lápiz es depositado en mi mano. Me


quedo observándolo como si fuera un insecto exótico. Un objeto caído
de otro planeta. Un pequeño Dios malévolo cargado de consecuencias.
Es un Staedtler Noris amarillo y negro de punta dura. Un pequeño y
delgado HB de dibujo que parece latir en mi palma sudorosa.

Muy a mi pesar, me pongo a llorar. Gruesas lágrimas ruedan por mis


mejillas. Afuera, en alguna parte, un perro comienza a ladrar hasta que
sus ladridos se detienen con un chillido abrupto.

Demetrio, en actitud paternal, me da palabras de aliento.

Lo maldigo en silencio con una rabia negra.

Cuando tomo la decisión de aceptar su apuesta, una repentina


calma desciende sobre mí. De alguna manera he salvado mi vida. Lo
demás, procuro alejarlo de mi cabeza.
Cierro el puño en torno al lápiz y lo sostengo enfrente de mi rostro.

Luego lo introduzco lenta pero firmemente en mi ojo izquierdo.

No es tan difícil como había pensado.

El dolor describe un arco, por unos segundos se vuelve agudo y


luego decrece. Siento un ardor espontáneo, pero también pasa rápido.
Pareciera que mi ojo está hecho de agua. Una pequeña membrana, muy
delgada, que contiene agua. El agua de todos los mares. Los cielos, el
sol y las estrellas. Rojo, negro y amarillo rodando entre chispas
doradas. Un caleidoscopio de tinta y sangre y fuego.

El lápiz queda clavado en su lugar.

Abro el ojo sano y miro a Demetrio que a su vez me mira con


expresión absorta.

Es un empate.

Ahora somos dos tuertos que se contemplan en silencio y los


minutos se convierten en una eternidad. Compartimos algo que no es
expresado en palabras.

Al final, soy yo el que rompe el silencio.

Le pido que se vaya, que cumpla con el trato y que me deje en paz.

Demetrio se trepa a la ventana y me mira inquisitivamente, bajo la


luz del neón parece un pajarraco enfermo. Me guiña su ojo sano de
manera patética. Después desaparece.

Me quedo sentado en la cama, con el lápiz todavía clavado en el ojo.


La siguiente hora la dedico a respirar pausadamente para controlar el
estado de shock.
Mis pensamientos son como remolinos, girones húmedos, espectros
aullantes.

En este negocio, cosas como éstas pasan todo el tiempo.

En este negocio, uno siempre conoce a alguien (que a su vez conoce


a alguien). Y uno sabe lo que un monstruo estaría dispuesto a hacer por
una cifra, digamos, sustanciosa. Demetrio podía ser un chiflado
peligroso, pero no nació siendo uno. También había tenido una vida
normal de la que quedaban reminiscencias. Una ex esposa y una hija.
Una nena hermosa de unos ocho o nueve años que vivía con su madre
en las afueras de la ciudad.

Y yo, por mi parte, no tenía nada que perder. No ahora que era mi
turno de tirar los dados.

El precio del sicario no significaría un problema. El prestamista


podía adelantarme esa cantidad. Yo siempre le había respondido en
tiempo y forma, gracias a Dios.

Porque —a diferencia de él— sabía que las deudas de juego se


pagaban.

Me puse a sonreír en el medio del cuarto sofocante pensando en la


llamada telefónica que haría en breve.

Claro que sí.

De una manera u otra, las deudas de juego siempre se pagaban.


1975. Buenos Aires. Argentina.

Ha publicado trabajos en gran variedad de revistas especializadas y


antologías. En 2015 su relato «Plasmatrón» fue traducido al francés
para la antología de Ciencia Ficción "Hola Babel" dedicada a autores
noveles latinoamericanos. Otro de sus cuentos, «La razón de las
estatuas» fue publicado en la antología “Fabricantes de Sueños” de la
Asociación Española de Ciencia Ficción y Terror. Participó en el tomo
13 de la colección “Pelos de Punta” con un relato llamado «La sombra en
el faro». Su cuento «Mundo Marino» logró el segundo puesto en la
antología “Horror Bizarro”, Ed. Cthulhu (Perú). Recientemente fue
incluido en la antología “Splatterpunk” lanzado en España por Editorial
Vernacci.

Es director de The Wax, revista virtual orientada al horror y humor


negro.
Vidal Fernández

No debió hacerlo.

«Maldita su estampa», piensa mientras la gente se amontona, golosa


de morbo y sangre. Ni siquiera el olor asfixiante a pelo, piel y carne
chamuscados consigue ahuyentar a las hordas de viandantes,
dispuestos a acaparar las conversaciones familiares y tertulias laborales
con el consabido: «Yo estaba ahí y lo vi con mis propios ojos». Como si
se pudieran ver las cosas con ojos ajenos, sigue él discurriendo desde la
acera; uno más entre la multitud, al menos en apariencia. Pero él sabe
que no es uno cualquiera.

Llegan las brigadas de salvamento, demasiado tarde. La policía se


esfuerza en reprimir el ímpetu chismoso del gentío, los bomberos se
esfuerzan por reducir las llamas y la ambulancia espera presta a que el
forense les autorice a retirar el fardo chamuscado, que es lo único que
quedará para cuando el teatro toque a su fin.

El ruido del gallinero humano y las sirenas le vuelven loco. Los


puñeteros aparatillos a veces mejoran su percepción del mundo; otras
solo contribuyen a saturar sus neuronas, ya bastante angustiadas por
esforzarse en comprender todo lo que le dicen. A pesar de los años,
sigue siendo inútil hacer comprender al prójimo que no necesita que le
hablen más alto, sino más lento y más vocalizado. Si supieran cuánto
sufrimiento tiene que acumular un día y otro, sin descanso…

Da media vuelta y abandona la escena del «accidente». No hay nada


ahí que le interese ya. Un incordio menos, un abuso menos, un insulto
menos, en todo caso.

No debió hacerlo.
El muy hijo de puta se la estaba guardando. No hay jefe que soporte
un empleado más enterado que él. A ninguno se le ocurre que quizás
quien hace las cosas es quien mejor sabe hacerlas, no por inteligente,
sino por el mero hecho de enfrentarse a ellas a diario. Encima había
tenido la osadía de contradecirle delante de la nueva, que además hacía
las veces de «simpática»: hay que ganar puntos cuanto antes y como
sea. Cuando don Pánfilo llegó por la tarde, se fue directo a su mesa.

—Eres un cabezota. Solo sabes discutir.

«Ya te estaba esperando», se dijo a sí mismo antes de responder:

—No es cierto. Y esta mañana yo tenía razón, y tú lo sabes.

Craso error. Nunca intentes tener razón por encima del jefe. El jefe
siempre conduce un coche mejor, sabe exactamente cuánto se tarda en
hacer las cosas —cinco minutos como mucho—, y además, de forma
invariable, siempre tiene la razón. Y ahora el susodicho comienza a
ponerse rojo

—No haces otra cosa que tocar los cojones —subió el volumen de la
voz, prerrogativa del mandatario.

—Digo yo que haré alguna cosa más —rebate mientras piensa en las
semanas que lleva haciéndose cargo de la empresa porque su adorado
superior está muy ocupado en sus vida personal: aventurillas,
divorcios… esas cosas.

Sube la presión, como una olla a punto de hacer saltar la pesa.

—¡Todo hay que repetírtelo cuatro o cinco veces porque nunca te


callas la bocaza!

Lo peor de un empleado que sabe que está en lo cierto es que a veces


no da su brazo a torcer. Y peor aún es no alterarse cuando un jefe
furioso está perdiendo los papeles.
—Lo que decías esta mañana no tiene ni pies ni cabeza, y te lo
demuestro cuando quieras. Es así de sencillo. Por supuesto que me
callo la boca y por supuesto que hago otras muchas cosas además de
tocar los huevos.

Cuando uno carece de argumentos recurre al insulto. Suele ser la


salida más fácil. Él, sabedor de que tiene la batalla perdida, baja la
vista y sigue a su tarea, ignorando al jefe y tratando de acabar con una
discusión que no lleva a ninguna parte. El jefe, superado e ignorado,
estalla:

—¡¡Ponte los putos audífonos, porque nunca te enteras de nada!!

¡Cling! Ha sonado el timbre del ring. Por supuesto que lleva los
puñeteros cacharros que tanto le molestan, por supuesto que se entera.
No se trata de una simple diferencia referida a la tarea laboral, sino una
dentellada a la yugular. «Esto es personal. Ha venido a por ti. El trabajo
no tiene nada que ver aquí», le dice una vocecilla en su cabeza, esa que
sí oye sin necesidad de ayuda electrónica.

Si el cabronazo tuviese una lejana idea de la angustia y el


sufrimiento que produce tener que estar preguntado cada tres minutos
«¿Qué? ¿Me lo repites más lento, por favor?». La gente sube el tono. No
entienden que sí oyes su voz, pero no comprendes lo que dicen. Hasta
te has acostumbrado a leer en los labios un poco. A menudo les pides
que se quiten la mano de la boca, siempre explicando tu puñetera
«diferencia», siempre pidiendo «el favor». Hasta que te cansas y dejas a
la mente «volar a África», desconectas el receptor y te importa un rábano
de qué hablan, sus vidas, sus cosas. «La sordera te puede llevar al
aislamiento», le advirtió el especialista. Hasta ese día te habían mirado
con expresión rara alguna vez, quizás con algo de condescendencia,
pero nunca un insulto o semejante falta de respeto. «Que le den al
aislamiento y a todos ellos», acabas pensando. Ojalá pudieras cambiarle
a ese mamón la sordera por esa barriga asquerosa. «Seguro que hace
años que no se ve la polla», piensas y sonríes para tus adentros.

Tras un bufido de satisfacción, el gran hombre da media vuelta y se


mete en su despacho. Tú escribes una carta con un preaviso de quince
días, que se vayan a la mierda de una vez. Después, en casa, tu mujer
te hace ver el lado sensato y rompes el papel. Junto con el papel,
rompes todo lo demás: la confianza, el gusto por tu trabajo, ese aire
bonachón con que mirabas el mundo. «Así le parta un rayo», sentencias.
Por dentro, siempre al otro lado de esa barrera que te separa del
exterior.

No le partió un rayo, pero casi.

Y fue frente a la oficina, qué curioso. Como si todo estuviera


preparado para que tú fueses testigo. La criatura mal aparcó el coche
para bajar una caja que traía en el maletero. Llovía a mares, una de
esas tormentas con aparato eléctrico que llenan todo de agua, granizo y
barro en cuestión de minutos. La temporada de huracanes, lo llamas
tú, y que, por estas latitudes, va de junio a septiembre.

Fue extraño, como si la realidad se desdoblara. Unos metros más


allá, al otro lado de la calle, se alzaba un árbol. Se alzaba, porque el
rayo lo partió en dos. Don Pánfilo ya había alcanzado el soportal, casi
ante el quicio de la puerta. Un segundo después, estaba sentado en el
suelo, con los ojos muy abiertos y el pelo tieso como el de una borrica.

En ese instante, después del sobresalto, fue cuando empezaste a


atar cabos: «¡Así le parta un rayo!». Nadie hace las cosas bien a la
primera, todo requiere un aprendizaje. Esta vez la sonrisa no fue para
tus adentros, sino bien ancha. Vamos por ello de nuevo. «¡Qué pena que
no te atropella un camión, desgraciado».

Otra aproximación. No ha sido un camión, pero tampoco era


imprescindible. El taxista debía de ir con prisa, claramente iba por
encima del límite de velocidad. Hasta ha tenido tiempo, eso sí, de dar
una frenada estrepitosa que casi da al traste con tu premonición. Pero
no, al final ha levantado el pie del freno y se ha llevado al barrigón por
delante, con tan mala suerte que han ocurrido dos cosas insólitas. Al
menos eso dirá la policía después: el auto quedó encima del
desgraciado, dándole un buen planchado a la ropa y al relleno, y el
depósito de la gasolina estalló en llamas. Siempre hay daños
colaterales, es inevitable. El pobre conductor también se ha consumido
en las llamas. Una desgracia. Al menos no llevaba pasajeros.

A través de la ventana contemplas cómo el gentío va disolviéndose.


La ambulancia ya ha retirado los cuerpos; los bomberos, el auto, y la
policía retira el precinto. El mundo no siempre es una mierda, después
de todo.

«Maldita su estampa», te repites mientras regresas a tu tarea con el


rostro iluminado por una leve sonrisa.
Vidal Fernández Solano (Madrid, 1969), licenciado en Económicas.
Aunque hizo algún intento como escritor en su edad adolescente, no fue
hasta finales de 2011 cuando decidió compartir su obra con el público.

Desde entonces hasta la actualidad ha visto publicados en papel


más de una treintena de relatos, en antologías como Calabazas en el
trastero o Hislibris (de cuya X edición resultó ganador con un relato a
cuatro manos con Carlos Polite) y algo más de una docena en revistas
digitales —miNatura, Vuelo de Cuervos—, blogs, además de otras
colaboraciones.

En septiembre de 2013 se vistió «de largo» al publicarse su primera


novela, Molobo,. En diciembre de 2015 le siguió Ecos de gente muerta,
tras obtener un segundo puesto en el concurso de novela corta de terror
Dagón, y a finales de 2016 intervino en gran medida dentro del libro
juego Portal oscuro. En 2017 Jack vuelve resultó elegida como
ganadora en el certamen Dagón III y fue publicada en abril de ese año.
Entre las cenizas, una novela de corte cifi, publicada en abril de 2018,
supuso un nuevo giro en su temática. Por último, en 2019 se ha
reeditado una versión revisada y ampliada de Molobo, después de varios
años descatalogada. Por último, en fechas recientes, ha estrenado su
primera antología en solitario, El guardián de las sombras.
Israel Montalvo

Intentaba alcanzar el bastón; no tenía las suficientes fuerzas para


lograrlo pero tenía que hacerlo si en verdad deseaba salir de esa. El
paralizador estaba lejos de su alcance. Yeyé estaba perdido, no podía
solventar la locura que se precipitaba en sus ojos, en esa pequeña chica
y su amigo Dodo, la calceta parlante.

Yeyé había tenido una buena racha por la zona vieja de Babel, su
apariencia frágil, gracias al bastón y la forma torpe en que se movía,
debido al encuentro con ese travesti que le propinó la paliza de su vida,
dónde quedó lisiado y estuvo un coma, para después tener una larga
recuperación de la que aún no salía, y ese semblante, desgarbado y
torpe lo hacía inofensivo para los descarriados que habitaban y
transitaban por las noches de Babel en busca de placeres fuera de lo
convencional. Si deseabas una sesión de scat ibas directo a la avenida
Sodoma, la mejor mierda recién exprimida de un culo estaba a buen
precio, si te gustaban los perros lo mejor era ir a la granja del viejo
Ezequiel que tenía de todo, hasta un burro para que te montara. Pero si
lo tuyo eran las menores lo mejor era Gomorra, la calle trazada en lo
que era la parte más marginal de la vieja Babel, ahí era casi imposible
ver a un poli, salvo cuando venían a recoger un cadáver y se iban en
menos de cinco minutos con el rabo entre las patas. Ahí fue donde la
vio; a Yeyé en verdad no le interesaba la carne tan joven pero esa noche
quería probar algo nuevo, ya había probado la carne de cuarentonas y
travestis y la mierda de una chica de Sodoma junto a sus tripas, no
tenía idea si el sabor cambiaría con alguien tan joven.

Vio a un par de chicos que apenas superaban el metro y algo


ofreciendo un trabajito por una comida. Había perdido el deseo por esa
noche, él era un monstruo, pero incluso había descubierto que tenía
sus límites.

Ella iba preguntando a cada trasunte por la granja del viejo Ezequiel,
así fue como lo abordó, debía tener cerca de veintialgo y parecía algo
distante de esta realidad por esa mirada perdida y el pelo despeinado,
Yeyé pensó que estaba colocada, y le pareció de lo más estrafalario la
calceta bicolor de franjas negras y blancas que atravesaba su brazo
derecho hasta el codo, junto a la rosada mochila de Hello Kitty y la
camisa estampada con el logo de una banda llamada Polivíuz como ese
juego de arcadia ochentero.

—¿En verdad sabes dónde es? —parecía entusiasmada, y Yeyé no


sabía cómo contradecirla—. ¿Crees que podrías llevarme? Quiero un
perrito y no conozco este lugar, tengo casi una hora perdida.

Yeyé estaba seguro de que primero que nada no podía negarse ante
ella, era su tipo de chica, y segundo, ella no tenía idea de que iba eso de
«la granja».

No llegaron muy lejos, uno de los travestis que se vendían en el


cruce entre Gomorra y Sodoma reconoció a Yeyé como el Cochapuercas,
ese mal pasaje en su vida aun lo seguía, pero a diferencia de la historia
que se conocía, donde él había sido atacado por un travesti, en Babel se
le conocía como el intento de un maniaco por matar a uno de los suyos,
aunado con la desaparición de algunos damos y un par de doñas de la
esquina de los perdidos de Siracusa. El travesti que lo reconoció junto a
otro damo salieron hechos unas furias tras de él, olvidándose de la
primera regla de Babel: nunca atacar a la clientela, sin una prueba
contundente.

Yeyé no quiso quedarse a dar explicaciones y como pudo salió


corriendo a trompicones, su pierna izquierda era casi un remedo de
carne que le impedía moverse con libertad, no tenía gran condición y su
cuerpo aún no estaba recuperado del todo de ese incidente que lo tuvo
hospitalizado y en rehabilitación por unos meses. La persecución
terminó en un callejón tan similar a aquel donde intentó atacar a ese
travesti que le dio la paliza de su vida, no tenía escapatoria y estaba en
desventaja dos a uno.

—De aquí no sales Cochapuercas —amenazó unos de los damos


quien llevaba una navaja.

Yeyé era un animal acorralado y si debía terminar sus días en un


callejón lo haría como lo que en verdad era, algo menos que humano.
Sacó la máscara de plástico que guardaba para hacer su numerito con
la victima que pudiese tener y se la puso, dejando a la vez al
descubierto el cuchillo de cazador y el paralizador eléctrico que
escondía bajo sus ropas.

—¡No seas mamón! —gritó el damo de la navaja al ver la máscara


que le había costado quince baros en Waldos, la expresión juguetona de
la Peppa Pig.

Se fue encima del cerdo, sin pensarlo, quien a duras penas pudo
esquivarlo, el segundo lo tomó e hizo que el paralizador saliera volando,
Yeyé pudo escuchar como caía a unos metros. La navaja se le hundió
por el muslo de la pierna izquierda, intentaban desnudarlo, quitarle la
ropa cortándola con la navaja.

Uno de los damos comenzó a convulsionar. Yeyé, atónito, alcanzó a


ver como lo hacía; como, la dulce chica que le preguntaba por la granja,
le había metido el paralizador por la boca y no dejaba que pudiera
sacárselo. El segundo damo, aquel que le había hundido la navaja por
su pierna, estaba horrorizado más no por el acto de esa chica, sino por
la cándida sonrisa que le daba mientras le susurraba un amigable
«Holi», intentó irse sobre ella como lo había hecho con Yeyé, pero Yeyé le
apresó la pierna y la cándida chica sacó de la mochilita de Hello Kitty
que llevaba a sus espaldas un taladro inalámbrico.

Yeyé sólo pudo escuchar el zumbido del taladro mientras el cálido


carmesí le bañaba la cara entre pedazos de cráneo y sesos.

—Dodo piensa que te ves algo tonto con esa máscara —dijo la chica,
Yeyé no respondió, según entendía eran los únicos en ese callejón—.
Disculpa que sea una desconsiderada, te presento a Dodo, saluda Dodo.

Articuló el brazo cubierto por la calceta como si fuese una serpiente,


Yeyé entendió en ese momento que podía haber gente peor que él, y ella
parecía ser una dulce maldición.

—Quería un perrito, saben muy rico, como a chuletas de puerco,


bueno no… —ella lo pensó por un momento y después se corrigió—. ¡Así
es como sabe la gente! A chuletas. Más bien es como… a res, sí, creo
que como a res pero más rico.

Ella tomó la navaja que estaba hundida en su pierna y la extrajo de


un jalón, Yeyé tragó saliva esperando el final. La navaja se sumergió por
la piel del damo electrocutado, no pudo deducir si ya estaba muerto o lo
estaba matando en ese momento. Le abrió el cuello de extremo a
extremo simulando una enorme sonrisa y después mutiló uno de sus
senos con el cuchillo.

—¡No manches! Las tiene más grande que yo —dijo mientras palpaba
el trozo mutilado—. Dicen que se inyectan aceite de cocina para que las
tengan así, ¿será cierto?

Yeyé seguía mudo. Ella guardó el pedazo en su mochila y luego metió


el taladro. Se balanceó, con aire infantil, ante él y tomó su careta.

—¿Te molesta si la conservo? —preguntó ella—. Me gustan los


cerditos, oing, oing, oing.
Le regaló una dulce sonrisa, mientras se la guardaba en la mochila,
y Yeyé seguía mudo, con el corazón desbocado.

—¿Te has comido uno? —ella decía, mientras recordaba el sabor por
su paladar de la piel de un cerdo recién mutilado—. No como te lo
venden en una carnicería, sino vivo.

Yeyé tragó saliva.

—Ya me dio hambre creo que iré a los tacos de perrito, los del tío
Choche, debes probarlos, dicen que los que están ahí por la Zaragoza
son de perrito, pero no es cierto, yo conozco el sabor, están buenísimos
con el tío Choche, ¡hay! Ya se me hizo agua la boca —ella fue
apresuradamente a la salida del callejón y se despidió—. Nos vemos,
dile adiós, Dodo —agitó la mano debajo de la calceta para simular una
boca y lo acompañó de un graznido gutural simulando la voz de su
amigo inseparable.

Se dio la vuelta y se alejó a paso veloz, el hambre y el antojo de tacos


la consumían, en cambio, Yeyé no tenía idea de cómo iba a salir de esta,
con los restos de sus atacantes y una pierna inútil en ese momento y
todas sus fuerzas vertidas en esa lucha. Sin olvidar su antecedente
como aparente víctima en un callejón como ese. Y ahora que sí lo era,
se sentía tan culpable ¿qué le podía decir a quién lo encontrara ahí?
Israel Montalvo es un trazador de pesadillas, las cuales ha
manifestado en diversos medios artísticos como la pintura, la música,
el arte secuencial y la narrativa. En donde aborda como temáticas
centrales el horror en todas sus manifestaciones, la metaficción, y la
condición humana. Israel como pintor ha participado en diversas
exposiciones colectivas e individuales en distintas ciudades de México
También se desempeña como promotor cultural desarrollando eventos
de diversa índole en los estados de Nayarit y Jalisco. Cómo escritor e
ilustrador ha publicado en diversas revistas literarias, cómics y libros
en México, España, E.U., Uruguay y Argentina. Fue miembro del
consejo editorial de la revista literaria Herética (2012-2015). En el 2016
publicó su primera novela gráfica “Momentos en el tiempo” (con la
editorial Altres Costa-Amic Editores, México) y en el 2018 publicó la
novela gráfica ¿Podría ser un asesino? (con la editorial Mono ebrio,
México), y el cómic “I’m fraid of americans” publicación independiente.
Participó en la antología de cuento “Mar Crepuscular” (Editorial
Dreamers, julio 2018), en la antología de cuento de ciencia ficción
“Líneas de cambio” (Editorial Solaris, Uruguay, agosto 2018), la
antología de cuento Resurrection Party Day (Vaulderie, España, febrero
2019), la antología de cuento Líneas de Cambio - Antología de fantasía
heroica hispanoamericana (Editorial Solaris, Uruguay, marzo 2019) e
ilustró la novela pulp “Marciano Reyes y la cruzada de Venus (Historias
Pulp, España, julio 2018).
Sebastián Cuenca

Las viejas escaleras de madera chirriaron nuevamente tras el, ya


cotidiano, trajín de subidas y bajadas frenéticas, a veces cargaba algún
tipo de vianda especialmente preparada, en otras ocasiones una manta
para sus fríos huesos que, por la forzosa inamovilidad a la cual estaban
sujetos, sufrían ante los cambios de estación, sea cual fuere el motivo,
la premura siempre era una constante.

La desvencijada casa no siempre tuvo aquel lúgubre aspecto, en


otros tiempos se podía haber escuchado la risa de los niños al pasar
tardes eternas de juego infantil. Debido al tamaño del lugar, aquellas
pequeñas almas podían encontrar sigilosos escondites en cada esquina
que desearan. Los viejos muebles, grandes puertas de roble y cortinas
gruesas de lino ofrecían fortalezas para sus inocentes juegos.

«Qué tiempos aquellos», solía suspirar Dieter, en sus constantes


trajines solitarios en aquella mansión, el velo del recuerdo embellecía
aún más sus, ahora ya, frágiles memorias de esa infancia feliz, sin
responsabilidades que lo aten a ese lugar. Lamentablemente nunca
tenía tiempo suficiente para perderse en ese mar de recuerdos. ¡La
campana, siempre la campana! Aquel timbre sutil e interminable que lo
arrancaba del recuerdo y arrojaba a la realidad. Nunca le fue difícil
acostumbrarse a ese raqueteo; desde pequeño tuvo facilidad para las
tareas rutinarias y de baja complejidad, quizás por ello fue el único que
se quedó y, si bien, la campana no le permitiría nunca tener una vida
para él mismo, tampoco sentía que la necesitaba. Tales conceptos
siempre le fueron esquivos en su infantil mente.
Dieter subió las escaleras con su bandeja en mano, la platería era de
madera, el guiso licuado de siempre y la misma servilleta de tela ya
raída por el uso constante a través de los años, terminaba de decorar
aquel sombrío remedo de cena. No era ningún cocinero, pero sus
intenciones eran buenas y su comensal no tenía mayores gustos
adicionales, su estado no le permitía saborear más que elementos
líquidos después de todo.

Con una mano abrió la puerta e ingresó en la habitación haciendo


equilibrio para no volver a arrojar la bandeja, por ello le encargaron la
de madera, sabían que cualquier otro material habría sido un
desperdicio de valiosos recursos, se acercó al viejo catre y colocó
solemnemente los utensilios para la cena.

«Traje tu cena abuelito, espero te guste; es tu favorito: guisantes y


pollo licuado, por favor termínalo todo esta vez». «Vamos a comer ahora,
abre la boquita para el avión, hummmmmmm sploshhhh, ahí va el
avioncito abuelo». «Muchas gracias por no golpearme abuelito, sé que no
soy muy listo, ahí va otro bocado, viene el avión, hummmmmmmmm».
«No, no abuelo, por favor no me grites, no lo volveré a hacer, ¿ya no
quieres cenar?, pero no has terminado de comer, por favor no me
golpees, me duele abuelito, por favor, ya entendí, te dejo descansar, ya
vengo abuelito».

Una vez más, rápido y con temor, recogió los trastes y bajó por las
escaleras, cada pesado paso que daba hacía rechinar los viejos
escalones. Aún tenía en el recuerdo aquella cruel mirada, las palabras
retumbaban en su mente como un incesante eco. Apuró el paso, no
quería volver a sufrir ese maltrato.
—Douglas, cariño, quizás no debimos dejarlo ahí por tanto tiempo
—dijo Raquel, mientras esperaban en el semáforo—. Quizás… debimos
haber hecho más por él, no fue justo.

—Puede que tengas razón —respondió Douglas—, pero fue la


voluntad del viejo y ya sabes cómo se pone cuando le dan la contra,
está todo en su testamento y no nos conviene contravenirlo, ¿o acaso te
quieres perder esa pasta?.

—Pero Douglas —insistió Raquel—, han pasado años y no sabemos


cómo estará, si lo habrán cuidado bien, no llama, no sabemos nada.

—Y mejor así —refunfuñó Douglas—, entre menos contacto con ese


viejo pues mejor, él sólo se lo buscó; tú no sabes cómo fueron esos
años.

La luz cambió y el auto avanzó nuevamente, la lluvia hacía tronar el


techo del vehículo mientras discutían.

—Tú no sabes cómo fue nuestra infancia, lo que tuvimos que pasar,
cómo nos teníamos que esconder para evitar su… mejor olvídalo, entre
más lejos estemos mejor.

—Pero amor —increpó nuevamente Raquel—, tú mismo lo has dicho,


ya pasaron años y la persona que fue ya no lo es más, todo cambia.

—No; no todo cambia —sentenció Douglas.

El auto avanzó silencioso hasta su destino, la lluvia los hizo avanzar


despacio por la avenida mientras trataba de alejar esos recuerdos de su
mente. No pudo contra ellos, una vez más, se vio cediendo ante la sutil
insistencia de su mujer.
—Está bien, tú ganas, mañana iremos a ver al viejo, serán 15
minutos y nos vamos.

Dieter vio la lluvia caer por la ventana de su cuarto, ya no escuchaba


los quejidos del viejo y una deliciosa modorra invadió su hinchado
cuerpo, cerró los ojos y sucumbió ante el cansancio, su reposo no fue
largo pero sí lo suficiente para formar imágenes en su corta mente,
imágenes de juegos, gritos, escondites y esa sombra, grande y poderosa,
siempre atrás de ellos, con esa silueta imponente que les infundía un
temor casi sobrenatural.

Despertó ante el ya conocido sonido de la campana, su oído se había


vuelto fino y podía discernir aquel timbre de entre una miríada de
sonidos ya familiares en aquella antigua casa. Se levantó y fue una vez
más a esa habitación, olvidó el sueño en poco tiempo. Al abrir la puerta
de la recámara sintió el mismo escalofrío que le invadiera en sus
sueños, por alguna razón que no supo explicar el miedo se apoderó de
él.

«¿Llamaste abuelito?, ¿qué dices?, ¿viene mi primito?, ¿quieres que


me encargue?, no abuelito… no puedo, no, no por favor abuelito, no con
eso, me duele, por favor detente, yo te quiero abuelito, por favor basta».
Dieter se transformó en una penosa figura humana agazapada en una
esquina de la habitación, como un ratón buscando evitar la inexorable
zarpa del depredador que se aproxima pero no llega, llorando y
tembloroso.

«Está bien abuelito, pero no me lastimes más por favor, me haré


cargo». Dieter salió presuroso de la habitación, juntó la puerta despacio
para no incomodar al anciano y se echó a llorar en el piso.
«Viene mi primito a jugar como antes», dijo entre sollozos y risas
mientras se quedaba dormido en el pasillo del segundo piso.

Douglas bajó del auto, vio la mansión a través de las pesadas rejas
raídas por la lluvia y el tiempo, no quería regresar a ese agujero pero,
ante la insistencia de su esposa, tuvo que aceptar regresar ahí. «Sólo
una visita rápida, ver cómo sigue el viejo y nos vamos», se dijo a sí
mismo para darse coraje. Sin embargo, algo que tiempo atrás había
borrado de su mente le generó el mismo temor de antaño, un temor
visceral que profundamente le gritaba: «¡Aléjate, no vuelvas!», pero ese
grito era ahora solo un susurro dentro de sí mismo.

Abrió la reja e ingresó con el auto, su esposa esperaba dentro del


vehículo mientras Douglas cumplía el ritual de ingreso, no quería que el
viejo se entere de su llegada, quería entrar y salir sin ser anunciado.

Al estacionar el auto le dijo a Raquel: «Espérame aquí, voy a ver


cómo están las cosas y salgo para hacerte entrar, pero espérame aquí
por favor», Raquel asintió en silencio. Douglas subió pesadamente las
escaleras, trató de no hacer ruido pero era inevitable, la madera estaba
raída y chirriante, no pudo sino relacionarlo con la artrosis degenerativa
con que por fin pudo escapar del viejo y una imagen de un anciano
desvalido le invadió la mente.

«Justo castigo para ti», pensó.

Al abrir la puerta dudó en ingresar, pero no pudo hacer más al


respecto, ya estaba ahí parado, solo esperaba no encontrarse con nadie
y salir lo antes posible dejando esa visita en el olvido hasta recibir la
llamada de su abogado indicando que podía cobrar la herencia.
La casa estaba oscura y en silencio, la mayor parte de su infancia la
vivió así, entre escondites y tratando de no hacer ruido, solo el sonido
de sus zapatos en la madera lo delataban así como en aquellos años
anunciaban a la figura imponente, casi por instinto se los quitó
dejándolos en el umbral de la puerta para no hacer ruido al andar, viejo
truco que tantas veces lo salvó del descubrimiento. Avanzó lentamente
por el salón de entrada, procurando hacer el menor ruido, casi
imperceptible llegó hasta las escaleras y, con resignación, subió hacia la
habitación del viejo.

Cada escalón se hizo más pesado que el anterior, un sudor frío


recorrió su espalda y empezó a sentir una opresión en el pecho, era
familiar a esa sensación que le acompañó a lo largo de su vida, pero
esta vez era diferente, no como el asma emocional que sufrió desde
niño, sino como el terror de un recuerdo borrado por el trauma y los
años. Finalmente logró llegar a la segunda planta, las luces estaban
apagadas, solo el tenue brillo otoñal que se filtraba a través de las
pesadas cortinas iluminaba débilmente los pasillos, aquellas cortinas
que antes le habrían salvado del castigo y la humillación ahora parecían
mensajeros de tiempos ya olvidados.

Llegó a la puerta ya conocida, quiso girar la perilla pero se


encontraba abierta, con temor, empujó suavemente esperando
encontrar al viejo dormido o muerto. «Ojalá haya muerto», pensó, se
asomó por el umbral y vio al viejo allí, postrado en su cama, inmóvil,
casi inerte, completamente afectado por la degeneración de la
enfermedad, pero sus ojos aún muy vivos.

—Hola abuelo —se atrevió a decir Douglas—. Han pasado tantos


años desde que te dejé en esta casa con tus riquezas y tus… gustos…
particulares, no pensaba venir ni mucho menos volverte a ver pero aquí
estoy.
No hubo respuesta, el viejo había perdido la movilidad y el habla
años atrás.

—Sé que no hemos sido buenos contigo, no debimos dejarte solo


todo este tiempo, y con la enfermedad a cuestas… pero no nos diste
alternativa, estos años pensando que estabas muerto fueron los
mejores, la tranquilidad que nos trajo tu distancia nos hizo bien a
todos.

No pudo decir más.

Un fuerte golpe en la nuca lo arrojó al piso, la vista se le nubló y la


conciencia poco a poco fue desapareciendo de su mente, solo la vista de
unos pies regordetes y maltratados le acompañaron en esa fracción de
segundo antes de desvanecerse por completo.

—Ahora jugaremos por todos los años que no hemos podido jugar
juntos primito, no te preocupes, yo jugaré por el abuelito, no sabes
cómo te hemos extrañado durante todo este tiempo en que nos
abandonaron, y el abuelito me ha dicho exactamente cómo le gustaba
jugar contigo, ya lo verás, nos divertiremos mucho, tenemos tanto por
jugar y reír, ya no volveremos a separarnos nunca más.

Raquel asomó por la ventana del coche, no pudo esperar más, había
transcurrido mucho más tiempo del que acordaron, bajó del auto y se
dirigió hacia la puerta de la casa. Vio los zapatos de Douglas en el piso
y sintió el silencio, buscó por toda la casa mas no encontró a nadie, con
terror y culpa, regresó entre lágrimas al auto y llamó a la policía en
desesperación para denunciar la desaparición de su esposo.
Mientras tanto, en algún recóndito escondite de la ciudad, similar a
los de su infancia, Dieter y el abuelo se disponían a jugar con Douglas
como solían hacer tiempo atrás, siempre bajo la atenta mirada inmóvil y
silenciosa del viejo.

—Tenemos mucho que hacer primito, han pasado tantos años desde
que nos dejaste, y el abuelito me ha contado todo, ahora… ¡vamos a
jugar!
Lic. En psicología de la Universidad San Martín de Porres, Certified
Coach & Team Coach mediante la International Coaching Community of
Londong (ICC), con formación en Psicoterapia Gestáltica mediante el
instituto Manuel Saravia (ex instituto Gestalt de Lima). Posee
experiencia trabajando en escuelas, institutos, hospitales y recursos
humanos facilitando talleres de desarrollo personal, habilidades
blandas así como procesos individuales en coaching, consejería y
consultoría. Así mismo, es blogger aficionado sobre diferentes temas y
lector constante de diversos estilos literarios, con predilección por el
género fantástico y de suspenso.
C. G. Demian

Helena abandonó el centro comercial, cargada de bolsas y paquetes.


El año anterior se había prometido que no compraría tantos regalos
durante la Navidad siguiente, pero ahí estaban, colgando de sus manos,
de sus hombros, incluso de su cuello.

Iba a pedir un taxi cuando una voz débil y ronca la llamó. Bajó la
vista para encontrar a una muchacha que apenas había dejado de ser
una niña. Sus ojos lastimeros estaban clavados en Helena mientras una
mano llena de mugre se ofrecía para recibir un par de monedas.

En aquel momento, un taxi se detuvo junto al bordillo. Helena


descargó todos los paquetes en el maletero con la ayuda del taxista. Ya
casi había olvidado a la muchacha de la acera, pero escuchó de nuevo
su voz demacrada por la podredumbre.

Esta vez, le dedicó verdaderamente un poco de su atención. La chica


continuaba con el brazo extendido, en señal de súplica. De debajo de un
gorro sucio y desgastado sobresalían unos cabellos castaños igual de
mugrientos. Una nariz pequeña y enrojecida por el frío descollaba en
aquella cara de piel cuarteada como la guinda de un pastel.

El taxista se encontraba de nuevo frente al volante, listo para


comenzar el trayecto cuando Helena descubrió que a la muchacha le
faltaba la pierna derecha. Aquello le rompió el alma. ¿Cuánto habría
tenido que padecer aquella pobre a tan corta edad?

El taxista la apuró con su claxon. Helena le indicó que esperara un


momento. Luego se aproximó a la muchacha y la invitó a acompañarla
a su casa. Aquella noche disfrutaría de una copiosa cena y de una cama
caliente. Y, por descontado, de un buen baño, aunque omitió
comentarle esa parte, tampoco era cuestión de asustarla.

Cuando, ayudada por Helena, la mendiga se sentó en el asiento


trasero del taxi, su propietario refunfuñó y Helena estuvo convencida de
que, de no haber sido Navidad, las hubiera echado a patadas por
llenarle automóvil de piojos.

Veinte minutos más tarde, ambas se apeaban frente al edificio de


apartamentos de diez plantas en el que vivía Helena. Primero entró
Marta, la mendiga, dando saltitos con su única pierna, luego la siguió
Helena, cargada hasta los topes con las compras navideñas. Le indicó a
Marta donde se encontraba el baño y, amablemente, la invitó a tomar
un baño mientras ella preparaba la cena.

Aquella noche Helena iba a conformarse con una ensalada: tenía por
seguro que engordaría un par de quilos durante las fiestas, pero había
prometido a Marta una opípara cena. Abrió el frigorífico y echó un
rápido vistazo. El pavo era la estrella en aquel abundante y abigarrado
conjunto de alimentos.

Se puso a cocinar de buen humor. Canturreaba villancicos mientras


troceaba verduras, sazonaba la carne y ponía a calentar el horno.

—Espero que no te importe.

A Helena se le escapó un grito. Marta se encontraba en el vano de la


puerta, de pie, observándola con cara de extrañeza. Sobre su piel
desnuda, solo llevaba puesto uno de los albornoces de Helena.

—No, claro que no —respondió—. Disculpa, me has dado un buen


susto, no estoy acostumbrada a tener gente en casa.

Marta dibujó con sus labios una sonrisa. Una extraña sonrisa. Luego
se dio vuelta y desapareció tan silenciosa como se había presentado.
Helena todavía permaneció en la cocina un largo rato, limpiando y
fregando, para que todo volviera a estar como antes. Era una obsesa de
la limpieza.

Se presentó en el comedor portando una bandeja de plata sobre la


que descansaba un pavo de tres quilos de piel dorada y reseca. De él
todavía escapaba un humillo fragante que abría el apetito a quien lo
oliese. Sin lugar a duda, había llegado a la nariz de Marta. Por la
comisura de los labios, un hilillo de baba escapaba de su boca. Las
pupilas se le dilataron hasta que sus ojos se convirtieron en un pozo
negro, sin fondo.

—Veo que estás hambrienta —dijo Helena de buen humor.

Marta asintió con la cabeza.

—Como eres mi invitada de honor, esta noche tendrás el privilegio de


trinchar el pavo.

Helena descargó la humeante bandeja frente a Marta. En verdad olía


estupendamente. La invitada tomó los cuchillos de trinchar que habían
viajado sobre la bandeja y los hundió en las manos de Helena.

El acero atravesó carne y huesos hasta clavarse en el grueso tablón


de madera de la mesa. Helena chilló hasta que su voz se quebró. Sus
ojos desorbitados no podían apartarse de las manos ensartadas. Trató
de separarlas de la mesa, pero aquel gesto solo consiguió causarle más
dolor. Marta acercó su rostro a la mano izquierda de Helena y lamió la
sangre que brotaba de ella.

—Tienes buen sabor —dijo, con el mismo tono que uno emplearía en
una máquina expendedora de tabaco.
Helena lloraba sin remedio. Deseaba desmayarse, perderse todo
aquel espectáculo de sangre del que ella estaba siendo protagonista.
Pero seguía consciente.

—Ahora mismo debes pensar que soy alguna especie de monstruo.


Lo sé, todos lo hacen. Y tú no eres diferente. Eso es lo que pensaste al
ver mi pierna amputada. Todos me tratáis como si no fuera un ser
humano. En realidad, casi lo soy. Solo me falta una pierna para serlo.

Rió de su propio chiste con una risa chirriante.

—¿Crees qué invitarme a cenar esta noche te convierte en buena


persona? ¿Qué piensas que voy a cenar mañana?, ¿y el día siguiente?
Eso no te importa, ¿verdad?, porque tú ya tendrás la conciencia
tranquila y el estómago lleno.

Se arrebujó en el albornoz al tiempo que se mostraba pensativa.

—De pequeña vivía con mi madre. Éramos tan pobres como lo soy yo
ahora. Algunas cosas no cambian por mucho que lo intentes. Durante
un invierno, tuvimos que pasar una semana entera sin comer. Había
mucha nieve en las calles, también mucha pobreza. No eran buenos
tiempos para casi nadie.

»Un buen día, mamá apareció con un cuchillo de carnicero. Uno bien
grande, al menos a una niña de ocho años se lo parecía. Me ató las
manos a una farola y me cortó la pierna.

Helena, sin proponérselo, desvió la mirada hacia el espacio donde


debería de haber estado la pierna de la chica.

—Comimos varios días de ella. Probablemente, de no haberlo hecho,


habríamos muerto las dos de hambre.

»Claro que, yo crecí. El tiempo pasó y yo me hice fuerte. A los trece


años todavía paladeaba el sabor de la carne humana en mis sueños.
Era un recuerdo que se iba debilitando, pero que yo me negaba a dejar
ir. Así que, cuando la hambruna reapareció en nuestra pequeña familia,
le corté una pierna a mi madre. Qué deliciosa estaba...

»Después seguí con la otra pierna. A continuación llegaron los


brazos, las orejas, la nariz. Cualquier trozo de carne que no fuera vital
para sobrevivir. Me comí sus pechos, la carne de su espalda, luego ya
no quedó más remedio que sacarle los intestinos.

»Pero, bueno, eso es algo que irás descubriendo poco a poco. Nos
alimentaremos de ti durante una buena temporada.

Entonces, Marta le metió un trapo de cocina en la boca; no quería


gritos durante la comida, le causaban indigestión. Tomó un cuchillo y
pegó un tajo a una oreja.

—Feliz Navidad.

Y masticó la carne cruda.


Comencé a escribir en 2013 cuando se me ocurrió escribir un relato
para el programa La Rosa de los Vientos de Onda Cero. Tuve suerte y lo
leyeron en antena, y desde entonces sentí el gusanillo de las letras en
mis dedos. Comencé escribiendo relatos cortos, en su mayoría de terror.
Todo este trabajo culminó con la publicación de mi primer libro, una
antología titulada 24 obras de terror, que vio la luz en 2017. A
continuación, me dediqué al que sería mi segundo libro Cuatro Fases
Lunares. Se trata de una antología que recopila cuatro relatos largos de
terror y suspense. En agosto de 2019 publiqué mi primera novela
titulada: Sin Lugar en el Infierno, que mezcla terror y humor en un
universo con zombis. Actualmente estoy escribiendo una novela a
cuatro manos con Frank A. Bryan, que se publica por capítulos en la
siguiente web: https://patriadelobos.wordpress.com/. En esta ocasión
abandono el terror para crear una ucronía en la España de los años 70
en clave de humor.

En internet puedes encontrarme en mi blog:


http://cgdemian.blogspot.com/ donde publico relatos y alguna que
otra reseña y en https://cgdemian.wordpress.com/, aquí podrás
encontrar mis libros y conocer las últimas novedades sobre mi trabajo.
También puedes contactar conmigo en Twitter: @cgdemian.
Ariel Lowenstein

¿En qué piensa Berta mientras hace hervir el agua, preparando el té


para padre? Por supuesto, intenta recordar lo afortunada que es. Madre
falleció hace cinco años; la vida desde entonces no ha sido fácil, pero
sabe que tiene esa casa y su renta por discapacidad y por supuesto,
tiene a padre.

¿Por qué sus ojos se han detenido en la hornalla, ahora que ha


cerrado el gas? A través de esas lentes de enorme aumento, ahumadas
por el vapor de agua, se ha quedado absorta en la imagen de un fuego
que se apaga abruptamente. Ayer nomás, aunque pudo ser hace veinte
años, Berta soñaba con una vida como la de las demás. Un novio
guapo, profesión, hacer una familia. Acariciar alguna de sus muñecas
conllevaba el acto mágico de saberse madre y esposa en un tiempo no
muy lejano.

El tiempo es una estafa. Lo sabe ahora. Mientras llena la tetera con


el agua hervida convalida con gestos de asentimiento esa verdad fatal.
Las burbujas explotan como vidas breves, muertas tras existencias
efímeras. Coloca la tapa sellando de algún modo una verdad que la
lastima desde esos ojos cansados. La piel reseca de su rostro que
acaricia con falso cariño hacia sí misma. “Estoy vieja y fea” piensa
Berta, sin equivocarse. Berta, a quien el tiempo ha estafado.

¿En qué piensa en tanto acomoda una servilleta sobre la fuente, y


coloca una sobre otra las tostadas, hasta formar una pila recta que
cubre con otra servilleta plegada? En un orden que padre gusta seguir y
acatar como norma de vida. En su observancia de las formas, de la
higiene, de la correcta manera de presentar el servicio de té. Berta se
alisa el chabeau bajo el cuello y la falda plisada en torno a sus piernas.
Ya ha limpiado la casa. Ha ordenado las cuentas para pagar; las
compras antes de mediodía y la llamada al abogado que le encomendó
padre el día de ayer. Se lo recordará seguramente en unos momentos,
cuando suba a su estudio con la bandeja del desayuno.

¿En qué piensa Berta al retirar el saquito de té del agua hervida, lo


arroja al cesto de basura y vierte el té en la taza, bien oscuro como le
gusta a padre? Ah, sí; en el horror que le provocó la semana pasada,
que aún le da escozores en la piel. Aquella pequeñísima cucaracha que
asomó sus antenas bajo el aparador del comedor. Los gritos de padre,
desaforados, coléricos, acusando a su hija de sucia y negligente. Ella se
disculpó como pudo, aduciendo que le costaba demasiado esfuerzo
agacharse para limpiar bajo los muebles. Pero padre ya le había dado la
espalda y volvía a subir a su estudio, para enfrascarse como siempre
entre sus papeles y olvidarse de todo lo demás.

No hay que adivinar en qué piensa Berta, moviendo los labios,


cuando echa dos terrones de azúcar en la taza de té. Ni cuando vierte
varias gotas de carbamato sódico en la infusión y apura otros dos
terrones, revolviendo la bebida vigorosamente con una cucharilla para
disimular el amargo sabor del veneno letal. Ni cuando cierra el frasco y
lo vuelve a ocultar en la despensa, tras la caja del té.

Ni hace falta entender que ya no piensa nada, al cargar la bandeja


sobre sus manos para dirigirse al estudio de padre. Sólo hay un
instante de reconvención, al llegar al pie de las escalinatas de mármol.
Sabe Berta que con su renguera deberá subir muy despacio, como lo
hace cada mañana y cada atardecer, para evitar un posible accidente.
Sólo una vez hace años fue que pisó en falso y rodó, peldaños abajo,
junto con los enseres y la bandeja, que hizo un estrépito al caer hasta el
piso. Alarmado, padre había salido para observarla sin hacer nada, para
volverse mascullando una maldición de nuevo a su estudio.
Cuando Berta logró levantar su adolorido cuerpo del suelo para
rehacer el desayuno y llevárselo, padre le reprochó como siempre lo
hacía. Por su negligencia y esta vez, por una taza rota.

A menudo, Berta sonreía de vergüenza al recordarlo, como sonríe


tras haber subido las escalinatas felizmente y sin tropiezos y entra al
estudio. Padre ni siquiera nota su sonrisa cuando se lleva un primer
sorbo de té a los labios, y termina de escribir con prolija caligrafía una
extensa anotación. Parece satisfecho de haberla concluido, y se bebe
toda la taza sin haber probado todavía una tostada. Sonríe a su hija,
pero son dos sonrisas que no concuerdan, como dos miradas que nunca
se han entendido entre sí. La cabeza del anciano cae entonces sobre los
papeles, con los ojos muy abiertos.

Nunca sabremos qué pensó Berta, cuando aún sonriente se acercó a


padre para bajarle los párpados, tomar con curiosidad las hojas
manuscritas y leer el testamento entero a su favor, más una carta
pidiendo su perdón.

Perdón para Berta.


Ariel Lowenstein. Escritor y corrector literario. Ha publicado los
libros: “Veo cosas muy raras” (2003) “Simetrías obscenas” (2004)
“Malamuerte” (2006) “Taratología de los espejos” (2013) “Paternóster
(2014) y “Artaud. El anarquista metafísico (2015). Dos menciones de
honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y feria del libro
de San Isidro.

Mención especial cuento/relato ediciones Tahiel 2016.

1ª mención cuento encuentro de poesía y cuento premio Carlos


Capparelli 2018.

Participación en más de veinticinco antologías y una docena de


revistas digitales.
Jaime Escobar

El reverberante canto de las campanas llamaba a los feligreses desde


el monasterio, como cada semana, contrastando con el matiz onírico del
crepúsculo matutino que se alzaba sobre las viejas edificaciones del
pueblo, sin embargo, en particular solemnidad, un aura de doliente
pesadumbre se mezclaba en los lentos pasos de la muchedumbre; aura,
cual miasma de melancolía se desprendía hacia los pedregosos rincones
de la pequeña urbe.

El ritual eclesiástico congregó a todos los lugareños dentro de los


colosales muros de piedra de la abadía, donde los susurros enclenques
de los fieles se diluían en la trova gregoriana del parroquiano, plegarias
aprisionadas entre los osados pilares que sostenían el cielo de la
estructura de arcos ojivales, moldeando la bóveda nervada que les
encerraba. Oraciones que, en estremecedor eco, serpenteaban hasta el
interior de la sacristía, donde nuestros somnolientos ojos permanecían
atentos, ocultos tras el cerrojo de la puerta, a la espera de las pequeñas
fumarolas de incienso que se filtraban. Como migajas de pan
engullíamos el aroma del olíbano, en un festín de remembranzas
nebulosas, mientras la liturgia continuaba.

—…si no coméis la sangre del hijo del hombre y no bebéis su sangre,


no tenéis vida en vosotros —rezongaba la perezosa voz del sacerdote,
dándole final a la misa de difuntos, devolviendo los lamentos, ahogados
por unas cuantas horas, a los rostros de las madres que se
encontraban de luto esa mañana de junio de 1958.

Aquel domingo, Clara de Escavias y Amalia Sarmiento, ambas


madres primerizas, se acercaron lánguidamente hasta el presbiterio,
para recibir la bendición del padre Eleuterio.
—Dos pequeños más se han ido, y ahora la esperanza de
resurrección les acuna en la eternidad. ¿Qué pecado estamos
purgando? ¡Oh! Santo padre, ¡¿qué bestia perpetraría tal carnicería?! —
musitaron, temblorosos, los labios de Amalia mientras su compañera,
desplomada en sollozos, pedía una explicación de lo sucedido, evocando
el consuelo del párroco; quien dibujó con sus dedos, ungidos en agua
bendita, una cruz en sus jóvenes frentes. En ese momento, la vista del
clérigo se desvió fugaz a su derecha, profunda y saciada en desdén se
centró en el umbral de la puerta, proyectando su imponente presencia
donde nos guardábamos con Felicia. El anciano monje había advertido
nuestra ingenua guarida.

Huimos con pasos torpes de la habitación sacra, impulsando


nuestros infantes cuerpos por los corredores traseros, los que guiaban a
la torre del campanario. Corrimos por esos pasillos tan estrechos y
alejados de la luz natural que el aire, apenas circulante, traía consigo
una fragancia enmohecida que se teñía con los tenues vapores de la
putrefacción de las ratas y los insectos, que morían de hambre en los
oscuros laberintos. Estábamos tan acostumbrados a vagar por esos
senderos de piedra labrada, durante el último año, que ni las
penumbras ni el hedor demoraban la voluntad de refugiarnos de la
mirada del religioso.

Nos encerramos en el viejo cuarto de claustro sacerdotal y


deshicimos las polvorientas tinieblas que nos rodeaban con un cirio
carcomido. Pude distinguir el pálido rostro de mi hermana, sometido a
un miedo nervioso que se anunciaba a gritos enmudecidos con la
facultad que su garganta, su boca y sus labios nunca habían tenido.
Tomé sus frágiles manos, acompañando su inexorable silencio en
involuntaria costumbre, tratando de sosegar su agitado respirar que,
con tempo de adagio, templaba los aposentos que nos ampararon por
minutos perpetuos. Entonces, me asomé tras la cortina ígnea en sus
brillantes corneas ámbar, bordeadas de un purpúreo mortuorio; ojeras
que vigorizaban su semblante marchito, haciendo contrapunto con la
llama encolerizada que se escupía de sus ojos reptilianos.

Recuerdo el sudor frio deslizar por mi espina, aún lo siento, al igual


que la perturbación provocada por la abrumadora atmósfera que,
dominada por la pulsión de muerte, ralentizaba el tiempo circundante
frente a su mirar. Me hice presa del suspenso y de la misma intimidad
que une, bajo un velo de maculado romanticismo, a la víctima y a su
asesino.

La solté y me aleje. El miedo, que hasta ese momento representaba


el sacerdote, se desmenuzo en el denso aire.

—¡Esbirros obtusos! ¡Su hedor corrompe los rincones del templo! Su


lugar es el heno y el estiércol. ¡Desvalidos, volved a los establos! —
vociferó el padre Eleuterio quien, irrumpiendo en la habitación con
agotados guturales, arremetió ciegamente su estola contra nosotros;
así, cual flagelo romano castigó las raquíticas carnes abatidas en
antaño.

Continuó:

—En sus lenguas se arrastra el yugo de los pecados de su madre,


empero, la piedad del Cordero de Dios es infinita: «Et ego te absolvo a
peccatis tuis in nomine Patris, et Filii…» —gorjeaba ululante, a medida
que sus tumorosas manos levantaban pausadamente el entrepierna de
su túnica.

No recordaba de dónde veníamos ni quién nos crió, la única memoria


que tenía era haber despertado en medio de la suciedad y las piedras
húmedas del monasterio. Tampoco podía saber si mi querida hermana,
Felicia, recordaba nuestro origen o cómo llegamos ahí, la inhabilidad
del habla se levantaba entre nosotros cual muro de cristal por el que
nos traslucíamos borrosos; como espectros de mejores tiempos, tales
sombras de un sueño. No recordaba ningún rostro, lo que me hacía
dudar vívidamente de un pasado existente. Los días semejaban
espejismos que pasaban envueltos en la insondable incertidumbre de
quienes fuimos y de quienes podríamos llegar a ser, ante el vacío
constante que representaba el presente.

Una vorágine de dudas y morbosa expectación se retorcía en torno a


la ilusión que me significaba nuestro mundo, y la consciencia de la
nada. Afección que jugaba a rondas perversas junto a la curiosidad que,
esa tarde, nos empujó a acechar en secreto la deprimente procesión tras
la carroza de ébano, donde los dos cuerpos lactantes yacían partícipes
del éxodo lúgubre hacia el camposanto.

Nos adelantamos hacia la necrópolis, surcando las tinieblas que


surgían de las hierbas y el lodo azabache; tinieblas que, erigiendo
fantasmales mazmorras de bruma, difuminaban nuestra silueta en la
sedosa espesura. Caminamos hasta las magnánimas puertas del
cementerio, elevadas por sobre las copas de los hualles y canelos
deshojados por el invierno; los tribales góticos, de hierro corroído,
esbozaban terroríficos perfiles de ángeles deformados que me
detuvieron a contemplarlos, seducido por el espanto. Felicia, sin
mirarme oprimió mi mano intranquila, adentrándome a las fauces de la
capital espectral.

Aguardamos dentro de las ruinas del panteón de Los Cortés,


escondidos, hasta que el lacrimoso canto de las plañideras anunció las
exequias venideras con el gentío. El llanto de la caravana se abría paso
por medio de las tumbas que decoraban la pradera sepulcral. Coro
trayente de una dulce armonía, bajo la agonía de las familias; cuyas
principales, de amamanto perdido en el ocaso de sus hijos, vestían de
alaridos lenitivos y ruegos envanecidos.

Henos ahí, tras una lápida enverdecida, atestada en olvido y


erosionada en ausencias, atestiguando la eclipsante intimidad que se
vertía sobre la tragedia, inmortalizada en mi mente hasta hoy en día. Mi
hermana precipitó hacia ellos.

La desvaída faz de mi compañera se alejó de mí. Con ánimo


somnífero dejó embelesar su alma por uno de los féretros que despacio
descendía a manos de los panteoneros, para ser devorado por la tierra,
en una ofrenda al sincretismo perenne de la vida y la muerte.
Hipnotizada, se acercó lento al entierro, elevando sus delgados brazos
hacia evento, pareciendo querer palpar la realidad frente a ella: sentirla
materializada en su piel, reafirmando ese volátil instante en un hecho
tan vivo como nosotros mismos. Pero su mesmérico arrojo fue
desvanecido abruptamente por una lluvia de rocas y aullidos
enfurecidos, provenientes de aquella arrogante masa de sombras
pluralizadas; pedradas propinadas, nada más, al aproximar su
carenciada figura.

El puelche se tejía frío en mi rostro, tupido del buqué cenagoso que,


compactando el vaho fúnebre, guarecía la brisa en el jardín de tumbas y
cenotafios. De un movimiento ascendí… cabalgué el fluido etéreo que
me abrazaba, interponiéndome entre Felicia y la ráfaga pétrea que se
erigía sobre ella; tal rodela, desnutrida y harapienta, salté en su defensa
hasta que todo se volvió negro.

Desperté horas después, desorientado con un agudo dolor en la sien,


mientras la sangre seca en mi rostro tensaba mi piel. Felicia no estaba a
mi lado, no lograba verla, no lograba ver nada más allá de mi nariz. La
noche devino en un tenebroso velo que cubría totalmente el lugar; el
abismo nocturno me había devorado y siego revoloteaba en su vientre
infernal. La desesperación me tomó en posesión al tiempo que buscaba
señales de mi hermana en el suelo acuoso. Mis ininteligibles gemidos de
alteración resonaban en los túmulos de mármol que me rodeaban,
acompañando mi angustia con afásicas cacofonías, recordándome la
musicalidad en los suspiros de las lloronas del cementerio.
Retorciéndome repté la ofuscante opacidad hasta que las nubes se
disolvieron, revelando una siniestra luna sobre mí; observándome
inquisidora, cual ojo palpitante bañado en una luz de plata que
enseñaba sutilmente los cadavéricos páramos. Deambulé tullido, aún
turbado por el golpe; las lágrimas acariciaban impacientes la hondura
creciente en mis mejillas, antes de evaporarse en las alas noctívagas del
viento. Crucé el campo de criptas buscándola con inmanente frenesí,
furtivo, suave a través de la negrura: evitando incordiar el sueño de los
exánimes. El fango mordía mis descalzos y fatigados pies cuando la vi.

El mundo se redujo a silencio. Podía sentir el cosmos apagarse,


ondular alrededor mío —onírico, infinito, inmóvil—. Nuestra mudez
había contagiado al mundo y su tibio hálito se arremolinaba en mi
espíritu, insinuando la delicada sensación de un recuerdo materno
envolviéndome en espiral, convirtiéndose en una serpiente invisible que
me arrullaba con su amorosa lengua bífida. Estaba atónito por el
horror, por los cadáveres mutilados de las familias de luto y del vulgo;
cercenados, esparcidos sin discreción alguna. Podía adivinar sus
miembros desfigurados: fracciones de brazos y cabello floreciendo en
una pastosa sustancia de sangre y barro, alumbrados apenas por los
frívolos astros en el seno de Nyx. En antítesis, resaltaba el blanco talle
de mi querida hermana, trepada al ataúd abierto de uno de los
lactantes Escavias o Sarmiento, consumiendo con gula las vísceras aún
frescas del crío, manchando su cuerpo desnudo con el más oscuro
carmesí, pues la sangre se muestra negra a la luz de la luna llena.

Sus ojos amarillos se cruzaron con los míos. Con mirada vacía; sin
fulgor, capturada por una alegoría necrófaga, despojó de toda armonía
mi alma trémula. Incapaz de moverme, pero no de sentir, la oquedad
exorbitada atravesó mi pecho con una espada de hielo y antes de poder
salir de ese catatónico hechizo, en el brocal de la cordura, garras
envilecidas usurparon mi libertad; cuervos de túnicas sectarias me
apresaron súbitamente, devolviéndome gradualmente a la oscura
inconsciencia.
Al amanecer me incorporó del letargo la cadencia mustia de la lluvia,
orillado a un camino desconocido, acaeciendo en pasos sin rumbo. Un
navío arrojado a las renuentes olas del silencio: el intersticio famélico
entre lo vivo y lo muerto.

Músico y escritor neo-simbolista de nacionalidad chilena, nacido en


1989. Autor de las obras poéticas: Amoris et Morbis publicada en 2014
y Abstracvm Lumen ex Mens et Anima (ALMA) publicada en 2019.
También, partícipe en medios literarios digitales como Valdivia Crítica
con Elegía (2015) y Dafne (2016), y en la revista Ibídem, en su octava y
novena edición 2019, con Banquete de Soledades y La Muerte por Agua.
Josué Ramos

A Dani todavía le dolía el brazo. Y le costaba arrastrar la silla. Un


profesor de los mayores le ayudó a entrar en el colegio. De no ser por él,
se habría ido hacia atrás. No le dio tiempo a alzar la cabeza para darle
las gracias. No era mal tío, pero siempre iba a lo suyo. Le hizo un
comentario amistoso mientras lo empujaba, y se dirigió a la sala de
profesores. Si al menos se hubiese parado a preguntarle por qué hoy no
era capaz de entrar solo… Si se hubiese puesto a su altura para
preguntarle si estaba bien… Si se hubiese sentado a su lado durante
dos segundos… A pesar de los retortijones de estómago, los sudores
fríos y las ganas de vomitar, en este preciso momento y con esa persona
concreta, Dani se habría atrevido. Pero no pudo ser. «No es culpa mía.
Es que tenía prisa y, claro...», pensó. «Quizá mañana».

Se dirigió a su aula sin mirar a nadie. El dolor del brazo se le pasaría


enseguida, en cuanto llegase a su sitio. Pero las risas a su alrededor lo
desviaron de su objetivo. Todos miraban sus móviles riendo. Dos o tres
niños miraban sus pantallas en solitario, pero la mayoría hacían
grupitos compartiendo móviles. Risas, comentarios sobre el vídeo y
carcajadas. Se respiraba una escalofriante complicidad en el aire que a
Dani le hizo sentirse en aquella película de niños poseídos que su padre
no le había dejado terminar de ver. «Demasiado dura para ti», le había
dicho. «Es demasiado fuerte que aguantes eso. Podría traumatizarte».

—¡Eh, Dani, mira! —le gritó sin reparo un compañero de aula. Íker.
No era mal chaval, sólo un poco… cabeza loca. Y le ayudaba en lo que
podía sin quejarse, aunque nunca habían llegado a hacerse amigos—.
¿Lo has visto? Es la Olivia. ¡Te partes!
Sin darle tiempo a decir nada, Íker arrastró su silla al centro del
grupito y tiró con fuerza del brazo que sostenía el móvil con carcasa de
Bob Esponja para ponerlo a la altura de Dani.

El volumen estaba demasiado alto. Tanto el de este móvil como el de


casi todos los que sonaban en el vestíbulo. La imagen era penosa y el
sonido estaba saturado. Nada en aquel vídeo tenía sentido. Todo eran
comentarios y frases que todavía no eran capaces de entender, que
repetían como loros de lo que veían en Internet. Se adivinaba que un
grupo de chicos mayores se burlaban de una niña. Dani los conocía.
Íker también. Y la niña que sostenía el móvil. Todos los conocían. Un
grito obsceno de uno de los niños, con la cara desencajada en un gesto
asqueroso, soltó la carcajada del grupo.

La niña se dobló sobre las piernas de Dani y enterró la cara en el


móvil fingiendo que aquello le hacía partirse de risa. Miró a Dani con la
cara enrojecida, riendo. Todos a su alrededor reían con ella. Dani sintió
un retortijón de estómago. Le crujieron las tripas. Sonrió. Forzó la
sonrisa todo lo que pudo. Y rio. Rio como pudo.

Incómodo, se apartó del grupo para dirigirse de nuevo a clase. Al


hacerlo, su mirada se cruzó con la de Olivia. Estaba en una esquina,
con lágrimas en los ojos y las mangas del jersey empapadas de tanto
limpiarse. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y la cara escondida
tras el pelo. Pero Dani pudo ver sus ojos. Los mismos que él veía en el
espejo cada mañana. Olivia lo miró fijamente. Y sintió lo mismo. Antes
de que pudiese apartar la mirada, una profesora de educación especial
la recogió entre sus brazos y la arrastró hasta el despacho del director.
Apenas era capaz de caminar por sí misma.

—¡Menuda mierda, papá! ¡Sabes que yo no he hecho nada!

—¡Me da igual! ¡Ya lo hemos hablado! ¡Y ya basta de gritar! La


decisión está tomada y no voy a cancelar el viaje ahora.
—¡Ya! O sea, que te ha venido estupendo que me haya destrozado las
piernas justo esta semana. De perlas. Así no tienes que asumir la
responsabilidad de nada. No sé cómo diriges esa empresa, la verdad. Si
lo haces igual, no sé de dónde has sacado este casoplón.

—Mira, Ricardo. Otra salida como esa y te estampo contra el suelo


como un chicle, ¿ok? Si cabreaste a la gente con tus vídeos estúpidos,
te quedas en casa hasta que el director y todos los padres se relajen. Te
expulsan; te aguantas. Y si te rompiste las piernas haciendo el garrulo,
lo mismo. Te quedas en casa hasta que se te pase, si es que vuelves a
andar. Tú sabrás lo que haces. En tu lugar, yo me esforzaría por
recuperar las piernas y no quedarme en silla de ruedas para siempre.
Da gracias que tienes al robot para cuidarte. Otros no tienen tantas
facilidades en la vida.

—Como tú, ¿no? ¿Otra vez el discursito de darme todo lo que tú


nunca tuviste?

—Mira, Ricardo. Mira, eh…

—Es que no entiendo por qué no puedo irme con mamá.

—¿A California? ¿Con ese bohemio que nunca se cierra la camisa?


Tú mismo. Tu madre ya no chupa de mi seguro así que primero
deberías averiguar si pueden cuidar de ti. Que ya sabes cómo está
América. Igual el seguro ni le cubre para comprarte una silla de
segunda mano, si es que tienen seguro.

—Mierda, papá. Que con Trump los ricos vivimos bien. Si no, ¿para
qué lo reeligieron? Además está limpiando las ciudades de basura.
Levanta un muro, echa a los negros y los panchitos, se deshace de…

—Oye, Ricky, corazón. Si quieres darme lecciones de política que sea


después de aprobar sociales, ¿sí? Con sobresaliente a poder ser.
Mientras tanto, te me callas y no hablas de lo que no sabes. Ah, por
cierto, que con el robot también vas a poder estudiar. Así que, ya sabes,
que te tome las lecciones. Y de paso que te meta alguna charla
extraescolar de sociopolítica.

—¿Y no podría irse a tomar…?

—Qué original eres, muchacho. De verdad, con ese carácter y esa


lengua no sé a quién sales. Cuando te pones así, hasta diría que eres
hijo del surfero retrasado ese.

—Pero papá, en serio, de verdad. ¿Tengo que aguantar al cacharro


ese? Es que me da mal rollo. Si no se enrolla y no juega a la Play ni
hace nada divertido…

—Mira, aunque no lo mereces porque eres un maldito desagradecido


sin futuro, en eso te equivocas. Le han metido una programación
basada en sistemas de méritos y recompensas. Si obedeces y no eres
hostil, su nivel de tolerancia y recompensas irá aumentando. Anda,
mira, vas a ser su perrito. No lo había pensado. Jajaja…

Rick enterró la cabeza en la almohada para ahogar sus gritos,


mientras su padre desaparecía con la maleta en la mano en dirección al
piso de abajo. En apenas unos segundos, el portazo en la entrada, que
resonó en una casa demasiado vacía, sirvió de única despedida.
Durante el próximo mes, estaría solo.

Silencio sepulcral. Miró la pantalla del móvil. No había ningún


wasap. Alguno de sus amigos incluso lo había borrado sin darle
explicaciones. Miró la puerta de entrada a su cuarto. Al fondo, los
primeros escalones de bajada. Aquel frío y aterrador mármol que
parecía estar más allá del horizonte. Hacía tan solo una semana se
habría lanzado corriendo al piso de abajo para tirarse a la piscina de
cabeza, con pijama y todo. ¿Un chico de trece años con una mansión
para él solo durante un mes? ¡Una pasada! Pero tras el accidente,
precisamente en mayo, justo antes de acabar el curso y empezar el
verano… Sentía que lo había perdido todo.

Se miró al espejo. Trece años, inválido, con ambas piernas


atravesadas por hierros y clavos. De ser de los mayores, el más popular
del colegio y el niño mimado de su madre se había reducido al espacio
que ocupaba sobre su cama.

Los primeros días se le pasaron intentado quedar con amigos. Pero


ninguno quería siquiera venir a verle. ¿Quién iba a querer quedar con
él, con el sol que hacía fuera? Además, se había vuelto demasiado
aburrido.

Luego empezaron a hacerle el vacío en los grupos de What’sApp.


Incluso en aquellos que él mismo administraba. Sus vídeos ya eran
agua pasada, ya no daban conversación, y ya no le importaban a nadie.
Si no iba por el colegio ni podía seguir haciendo payasadas con los
demás, era un cero a la izquierda. Si recibía algún comentario era en
tono de burla, malsonante, doloroso o hiriente. Alguna frase incluso era
suya, robada por alguno de sus inseparables.

Decidió dedicarse a los juegos y a ver series, pero el robot tenía el


control de la domótica de toda la casa. No necesitaba subir a avisarle de
que apagase el ordenador, el televisor o el móvil. Cuando se acababa el
tiempo, simplemente se los dejaba sin energía y no era capaz de
encender siquiera el móvil hasta que el robot lo autorizase.

Un día Rick descubrió que podía visitar foros en los que se enseñaba
a hackear sin que le saltase el control parental. No se lo podía creer
cuando aprendió a acceder al código fuente de la domótica de toda la
casa desde su terminal. Lo único que podría haberle frenado era la
contraseña, pero sabía que su padre no la había cambiado. Seguía
siendo el cumpleaños de su madre. Patético.
A partir de ahí fue fácil dar con la programación del robot. No
entendía bien de códigos así que no lo hizo del todo bien cuando intentó
cambiar su comportamiento. Pero qué más daba. Lo peor que podía
pasar era que se le cruzase un cable y se cortocircuitase. Y si pasaba,
pues llamaría a la policía desde el sistema de emergencia para decir que
su padre le había dejado al cargo de un robot roto. Lo acusaría de
abandono y negligencia y a él lo mandarían con su madre.

Fue entonces cuando todo se empezó a torcer.

—Hola, Rick —lo despertó el robot a la mañana siguiente—. Espero


que hayas dormido bien. Hoy toca rehabilitación.

—¿Qué… qué dices? —miró el reloj del móvil. Las ocho. Y era
sábado—. No… tú flipas —murmuró, envolviéndose en su manta—. Hoy
no empezamos hasta las…

Antes de que pudiese terminar se le heló el cuerpo. El robot le había


arrancado la manta y la había tirado a los pies de la cama.

—Arriba, Rick. Vamos a arreglar las cosas.

—Sabes que no puedo. Tienes que hacerme tú la rehabilitación aquí.

—No, Rick. Hoy toca bajar las escaleras.

—No puedo.

—Si quieres, puedes. Nada se logra sin esfuerzo, Rick.

—¿Se te ha cruzado un cable? Pareces un meme de Mr. Wonderful.

—No, Rick. He sido actualizado. Tengo nuevos privilegios de acceso a


Internet, lo cual me permite realizar búsquedas en Google, buscar
noticias de actualidad y acceder a redes sociales. Mi personalidad se ha
reprogramado y ha adoptado nuevas técnicas.
—¿Tu personalidad…? ¿Y por qué me llamas Rick en lugar de
Ricardo?

—Oh, no te asustes, Rick. Sigo siendo buen robot, buen servidor del
ciudadano y la justicia. Al fin y al cabo, ese era el lema que mis
creadores les pusieron a mis primeros modelos, los que servían en el
ejército de tierra y la policía. Pero mi entendimiento sobre algunas cosas
ha cambiado. Y acceder a tus redes sociales ha sido bastante… ¿Cómo
lo diría un humano? Revelador.

—¿Qué has visto?

—A ti, Rick. Te he visto a ti.

Sin decir nada más, el robot lo levantó por una muñeca y se giró
sobre sí mismo para ponerlo en pie.

—¿Te duele, Rick? Qué raro. En el vídeo en el que le haces algo


parecido a las muñecas de Daniel Leguina tú mismo dices que algo así
no le duele a un hombre. Y tú eres un hombre, ¿no, Rick? Porque eso es
lo que dices en casi todos tus vídeos.

—¿Qué quieres de mí? —murmuró el niño entre sollozos.

—Nada, pequeño Ricky. Solo busco rehabilitarte. Esa es mi labor.

—Me haces daño. ¡Para!

—Oh, no te confundas, Rick. Ahora mismo estoy siendo tu


orientador. Hoy toca aprender una cualidad básica para las relaciones
sociales: Empatía. ¿Sabes lo que es, Rick?

—¡No, no lo sé!

El robot empujaba al niño hacia las escaleras. Los hierros se


rozaban en el suelo y los pies se le retorcían de dolor. El niño echaba la
mano libre a las rodillas sin parar, pero cada vez que se doblaba, el
robot le tiraba de la muñeca por la que lo sujetaba para llevarlo al borde
de la escalera.

—Claro que no lo sabes, Rick. Cómo lo vas a saber si nunca te lo


han enseñado.

—La culpa es de mis padres. Ellos son los que nunca…

Lo levantó por encima de la barandilla y lo suspendió al otro lado, al


vacío.

—¿¡Te crees que eres el primero cuyos padres se divorcian!? ¿¡Te


crees que eres el primero que pasa por esto!? Muchos de los niños a los
que has acosado y maltratado están ahora mismo sufriendo una
situación similar, y con muchos menos recursos que tú.

—¡Suéltame! ¡Suéltame!

—Vaya, vaya. ¿No te resulta familiar? ¿Qué se siente, Rick?

—Tengo miedo. Tengo mucho miedo. Suéltame, por favor.

—Mierda, Rick. Después tendré que bajar a limpiar el estropicio que


has dejado en el suelo. ¿Tú sabes lo que la orina le hace a esa
alfombra? Y es más cara que tu educación.

Rick no dejaba de llorar, sin apenas lograr ya articular palabra.

—Jaime Villagrán no soltó ni una lágrima cuando tú le hiciste esto


en el parque. Ni una en cinco minutos y veintitrés segundos de vídeo.
¿No te parece increíble? Y eras tú el que gritaba que era un hombre.
¿Recuerdas el final de ese vídeo? Es mi parte favorita… Cuando alzas
los brazos al cielo y gritas como un orangután. Mírame a mí ahora. En
tu lugar. Y tú en el lugar de los niños con los que te metes.
De pronto, lo trajo de vuelta a su lado y lo sujetó de los hombros.

—¿Por qué me meto contigo, Rick? Dime por qué.

—Porque no puedo defenderme.

—¿Y por qué te metes tú con ellos?

—No sé…

El robot convirtió uno de sus dedos en un atornillador y lo acercó a


una de los tornillos de los hierros de sus piernas. Apretó medio
centímetro sin decir nada, ante el gesto de aprensión del sollozante y
derrotado niño.

—Son débiles. No pueden andar o son tontos porque sus padres son
raros. No son normales y me dan asco.

—Tu madre está con un hombre de la edad de tu hermano mayor, tu


padre es un sinvergüenza sin escrúpulos y tú eres un niño abandonado
y discapacitado. ¿Qué crees que pasará en septiembre cuando empieces
el instituto en silla de ruedas?

—No, eso no va a pasar. Voy a volver a caminar. Voy a volver a ser


normal.

—¿Tú crees, Rick? ¿En serio lo crees así? —lo sujetó por las
muñecas con fuerza—. ¿De quién depende ahora tu rehabilitación,
Rick? ¿De quién depende lo que le pase a tus piernas?

Rick alzó la vista, aterrado. El robot lo soltó, sabiendo que no


intentaría revolverse o huir. En sus ojos, la mirada de Dani, la mirada
de Olivia, la mirada de Jaime.
Josué Ramos (Ferrol, 1987). Actualmente vivo en Madrid, donde
compagino mi labor de formador con la de escritor y editor, en Tinta
Púrpura Ediciones.

He coordinado varias antologías de steampunk y terror. Mi última


novela, de ficción climática, Páramos lejanos, fue publicada por Kelonia
Editorial en 2016.

Además, he participado como autor y seleccionador de textos para


otras editoriales independientes, en español, inglés y gallego.

En 2016 fui finalista del premio Domingo Santos, convocado por la


Asociación Española de Ciencia Ficción, Fantasía y Terror; y en 2017,
en los British Science Fiction Association Awards, donde la antología
que coordiné con Paulo César Ramírez para la editorial escocesa Luna
Press Society recibió tres nominaciones a mejor relato.

Actualmente escribo en el blog notasdecristal.wordpress.com


Mauro Insaurralde

Mientras el automóvil daba tumbos, Mariano no podía hacer otra


cosa más que pensar en su hermano gemelo Joaquín, sentado en el
asiento de acompañante, gritando presa del pánico. Joaquín le había
dicho que no quería salir esa noche, pero él lo había obligado. Joaquín
le había advertido, ya en el boliche, que no bebiera tanto, pero él no le
había hecho caso. Joaquín le había pedido las llaves al ver que apenas
si podía mantenerse en pie, pero él le había dicho que ni muerto lo iba a
dejar conducir su coche.

Recién cuando el vehículo desbarrancó y Mariano sintió que el techo


le oprimía el abdomen, el muchacho cayó en la cuenta de que siempre
había tratado a su hermano como basura. Siempre burlándose de su
timidez. Siempre haciéndole sombra con todos sus logros. Porque
habían nacido juntos, claro, pero, hasta ese momento, Mariano se había
sentido un ser superior en todo sentido.

El conductor giró dolorosamente la cabeza buscando a Joaquín. Su


hermano estaba ahí, con los ojos cerrados, y no había forma de
comprobar si seguía respirando. Mariano se vio abrazado por el miedo;
sus ojos también comenzaban a cerrarse con más rapidez de lo que le
hubiese gustado. Antes de perder el conocimiento, el muchacho rezó. Le
pidió a Dios que salvara a su hermano, le prometió a ese ser invisible en
el que no creía que si los salvaba a ambos le dedicaría su vida entera al
bienestar de Joaquín. Y la oscuridad terminó por llegar
indefectiblemente.

Las luces se encendieron de golpe. Mariano se incorporó


bruscamente, como si todo el oxígeno del mundo se acumulara en sus
pulmones. Estaba en una cama de hospital; la enfermera a su lado dio
un salto, sorprendida, y le explicó atropelladamente que todo estaba
bien. Mariano se sentía dolorido y confuso, pero sobre todo intrigado
por el destino de su hermano. La enfermera hizo lo posible por hacerle
entender que Joaquín estaba bien, dentro de lo que cabía, que se había
despertado poco antes y lo esperaba en el pasillo.

Mariano se arrancó el suero, se vistió de prisa y corrió al encuentro


de su gemelo. De nada sirvieron las súplicas de la mujer para que se
quedara a esperar el alta.

Joaquín estaba allí, sentado en una silla de ruedas. Su mirada, al


chocar con la de su hermano, era suficiente como para resumir la
tragedia no dicha. Mariano sintió que unas lágrimas se le agolpaban en
los ojos. Quiso pedir perdón, pero su gemelo se limitó a ordenarle que lo
llevara a la casa que compartían desde el fallecimiento de sus padres.

Un doctor vio salir al dúo y pareció confundido ante la escena. Sin


embargo, no indagó mucho en el asunto. Esa noche estaban escasos de
personal y los pacientes se apiñaban en los corredores.

Los años se sucedieron. Mariano envejeció muchísimo,


marchitándose por dentro como una rosa cortada. El cuidado de su
hermano paralítico lo había despojado de toda esperanza de una vida
propia. Joaquín se meaba y se cagaba encima, y era Mariano quien
debía limpiarlo. Cada vez que esto pasaba, Joaquín le hacía saber que
estaba así por la imprudencia de aquella noche. Y Mariano lo sabía
bien, sin necesidad de que el otro se lo recordara. La culpa en su
corazón era tan pesada, que a veces se sentía tan aplastado como por el
techo del automóvil, cuyo recuerdo lo hacía volver una y otra vez a la
noche del accidente.

Joaquín se había vuelto comprensiblemente aborrecible, ejerciendo


hacia su hermano una relación de amo y esclavo. Y eso estaba bien
para Mariano, era justo y necesario, era lo que le había prometido a
Dios. Lo que perturbaba sobremanera al muchacho eran ciertos delirios
que había empezado a experimentar, y que se relacionaban todos con
ese reflejo quebrado que lo juzgaba desde una silla de ruedas.

Empezó como empiezan todas las tragedias, con cosas simples. En la


casa, la habitación de Mariano estaba en la planta alta y la de Joaquín,
por obvias razones, había sido dispuesta en el piso inferior. Ciertas
noches, Mariano era despertado de súbito por el sonido de pasos en
carrera que parecían subir y bajar por las escaleras de manera
frenética. Atribulado, se dirigía presuroso a la habitación de su
hermano y siempre lo encontraba igual, sentado en su silla de ruedas,
empapado en sudor, en la penumbra, mirándolo con esos ojos
diabólicos que servían de eterno recordatorio del pecado cometido.
Mariano se encargaba entonces de alzarlo y colocarlo en la cama, el otro
se dejaba cargar sin decir una palabra, pues tampoco había demasiado
para decir.

La locura fue germinando en el cerebro de Mariano de forma


progresiva e implacable. Había empezado a experimentar parálisis del
sueño y, en esa situación de indefensión, la imagen de Joaquín parado
en el dintel de la puerta lo acosaba como un espectro errante. Incluso
una vez, podía jurar que había sentido a su hermano sentado sobre su
pecho, diciéndole una y otra vez que lo odiaba, que siempre lo había
odiado, incluso antes del accidente.

No pasó mucho más hasta que Mariano se transformó en una


sombra menguante. A veces pensaba que lo mejor sería recurrir a un
psicólogo, buscar un salvavidas que lo sacara a flote en ese mar de
culpa infinita. Ese pensamiento, como cualquier otro que remitiera a
una idea de redención, terminaba por hacerse pedazos cada vez que
Joaquín le hacía saber que se había vuelto a cagar encima y era su
deber limpiarlo.
Finalmente, Mariano se quebró. Volviendo del trabajo se encontró
comprando una pistola y munición. Al llegar a la vivienda, caminó con
paso tembloroso hacia la habitación de Joaquín. La convicción parecía
diluírsele a medida que avanzaba, pero ya había tomado una decisión y
le era imposible echarse atrás.

Encontró a su hermano en la oscuridad, como de costumbre. La luz


que penetraba en el recinto por la puerta abierta iluminó el arma que se
agitaba en la mano derecha de Mariano. Desde la silla de ruedas, el
gemelo contempló en silencio cómo el otro le apuntaba y en un mar de
lágrimas le pedía disculpas. Un fogonazo horrísono saturó el cuarto,
para luego dar paso al olor inconfundible de la pólvora. En el suelo
yacía Mariano y de un orificio humeante se escapaba una mezcla
grotesca de sangre y sesos.

Joaquín observó un largo rato al cadáver de su hermano. Cuando


juzgó prudente, se incorporó de la silla y, esquivando el cuerpo de un
salto, caminó hacia el teléfono que se encontraba en la sala de estar.
Mientras discaba se vio invadido por una felicidad morbosa al recordar
cuánto había tenido que fingir una parálisis, o las veces que había
echado sedante en la bebida de Mariano cuando estaba distraído para
que así le costara incorporarse por las noches. Por fin la venganza hacia
ese otro se había concretado.

Cuando un oficial le habló del otro lado de la línea telefónica,


Joaquín contó con voz entrecortada y un sentimiento forzado que su
hermano se había quitado la vida. Tras colgar, fue en busca de la silla
de ruedas, volvió a saltar sobre el cadáver, se sentó en la sala y se
dedicó a esperar a que la policía se apersonara, practicando mientras
tanto su mejor cara de duelo.
Mauro Insaurralde Micelli nació el 24 de marzo de 1986 en la ciudad
de Goya (Corrientes, Argentina). Es profesor en Lengua y Literatura en
el nivel Secundario.

En el año 2007 publicó su primera novela, Valisón Saga: El Fuego,


obra en la cual todo el folklore propio del hombre lobo se entrelaza con
la mitología nórdica, las leyendas litoraleñas, el paisaje de su ciudad
natal y las caras más oscuras de la sociedad moderna.

En 2012 lanzó Una Escalera al Cielo: basado en “El oro del Rin” de
Richard Wagner, novela corta en la que despliega toda su imaginería
fantástica para darle un enfoque nuevo a una historia ya conocida.

En 2016 publicó “Mr. Q: Mentes y serpientes”, una novela en la que


cumple su sueño de escribir sobre superhéroes, y al año siguiente
presentó “La bailarina cósmica”, hasta ahora, su obra más
experimental.

En 2019 publicó “Crónicas Errantes: la Ira del Mar”, una novela de


espada y brujería.
Ariel Cambronero

We are not living — we’re in Hell!


When will the tables finally turn?
When will they fall?
When will they burn?
“We want them young”, EMILIE AUTUMN.

En el sucio cuarto de un manicomio, seis chicas tambaleaban y


chocaban entre sí, riéndose de cuando en cuando. Solo una de ellas no
reía: Emilia. Al contrario, permanecía llorando con las uñas clavadas en
la pared y los ojos abiertos de par en par en dirección a la puerta. La
señorita Litio, la jefa de los enfermeros, asió con brusquedad el brazo de
la chica y la tumbó boca abajo.

—¡Suéltame, suéltame! —gritó Emilia agitándose como epiléptica—.


¡No quiero que esos monstruos vuelvan a destrozarme con sus
tentáculos!

Varios enfermeros se apresuraron a inmovilizar a la muchacha.

—Alguien como tú carece de capacidad para decidir. El doctor Leech


y yo somos los que decidiremos tu destino y el de las demás. ¿Te quedó
claro? —dijo manoteándole la cabeza—. Tendré que darte más de esto
—añadió sacando una jeringuilla—, ¿no es cierto?

Mientras Emilia tensaba la mandíbula y arrugaba el rostro al sentir


la aguja penetrarle el cuello, observaba al resto de sus compañeras ser
maquilladas y vestidas por los enfermeros. Un grupo de muñecas listas
para unos niños que, como el fuego, todo lo echan a perder con solo
tocarlo. Poco a poco, su visión se fue destiñendo y diluyendo en
pequeños espirales que se carcajeaban sin cesar. Emilia parpadeo un
sinfín de veces. Nada funcionaba. Nada regresaba a la normalidad. La
habitación llovía y se mezclaba con sus lágrimas. Se llevó las manos a
la garganta y se arañó hasta arrancarse las uñas: una rata escapó de
su boca, toda cubierta de pus, y corrió hacia su mejor amiga: Victoria.
Sudando frío a borbotones y con los labios hechos arena, intentó
advertirle del roedor. Fracasó: las cuerdas vocales se le paralizaron. No
le quedó más remedio que explotar en llanto.

De pronto todo se ralentizó. La rata se había esfumado y las luces


titilaban amenazando con apagarse para siempre. Los pelos se le
erizaron al escuchar el chirrido de la puerta. En ese momento, el tiempo
avanzó de nuevo con normalidad y los espirales de colores y la
recámara habían regresado a su antigua forma. La respiración de
Emilia se alteró tanto que por poco se le reventaron los pulmones. Del
otro lado del umbral, siete hombres: un papa, un juez, un presidente,
un policía, un empresario, un científico y el doctor Leech. Apenas se
percataron de su presencia, las chicas corrieron como gallinas ebrias
por toda la celda, hasta que los enfermeros las aplacaron con una
paliza.

La masacre comenzó. El papa se chupó los dedos y persignó a


Vesenia, la menor y la autista del grupo. Entretanto se relamía los
labios con insistencia y la violaba con la vista, le arrancó las prendas de
varios tirones. La niña, hecha un ovillo, luchando por cubrir sus partes
íntimas, cerró los ojos y se echó a llorar baladrando: «¡Ella no nos ha
abandonado! ¡Vendrá por nosotras! ¡Ella misma me lo dijo cuando
dormía!». Sin compasión, el religioso separó las piernas de la chiquilla y
vomitó un centenar de tentáculos que penetró y cercenó el interior de la
pequeña. Por más que forcejeara, era inútil. No hubo rincón que los
tentáculos no profanaran.

Emilia batallaba por socorrerla, pero el cuerpo no le respondía. No


podía hacer más que mirar. Mirar cómo entre el presidente y la policía
cogían a Ofelia, la chica trans con bipolaridad, y la molían a golpes
hasta reventarle las costillas y hacerle disparados los glóbulos oculares
tras unas cuantas patadas. Mirar cómo el científico introducía un sinfín
de instrumentos extraños e inyectaba una miríada de sustancias en el
cuerpo de Octavia, la lesbiana con catatonia. Mirar cómo el empresario
le entregaba un maletín repleto de billetes al doctor, mientras los
enfermeros sedaban aún más a Victoria y Remina, las esquizofrénicas
paranoicas, para luego obligar a la primera a cortarse los muslos y el
estómago a pedazos, y a la otra a engullir, sin rechistar, la carne de su
compañera.

Emilia sintió unas arañas heladas caminar por sus glúteos. La


tráquea se le cerró de golpe. Una sombra se cernió sobre ella y le
susurró al oído con voz gangosa: «Hoy no habrá tentáculos para ti. Solo
gusanos». Al probar el fétido aliento a cloaca, una arcada la sacudió
como una muñeca de trapo. El tipo la volteó boca arriba y, por medio de
un beso, expelió en su interior una catarata de larvas, que se arrastró
por la garganta de Emilia con voracidad. La vista de la pobre se
oscureció poco a poco hasta apagarse. ¿Lo último que vio? Al juez
inyectarle gusanos entre sus piernas.

Your accusation is a joke.


Your credibility is shot.
Just keep your eyes down and your mouth shut.
That's the only choice you've got.
“Take the pill”, EMILIE AUTUMN.

Las chicas lloraban en el piso. En aquel piso blanco manchado por la


vida de Ofelia y Victoria. Emilia se aferraba a Victoria gritando una
horda de maldiciones para el doctor Leech y sus cómplices. Octavia
apenas si respiraba. Le habían inyectado tantas sustancias que había
dejado de ser una chica y se había convertido en una masa de carne
mórbida sin memoria. Se limitaba a babear a borbotones como una rata
envenenada. Remina mantenía la vista en el vacío, mientras peinaba el
cabello de Vesenia, la cual se sujetaba el sexo temblorosamente, como
si eso fuera a extinguir el fuego que la crucificaba por dentro.

—Ella no nos abandonará… no lo hará —musitó la pequeña—. Nos


salvará —en ese momento entraron la señorita Litio y varios
enfermeros—, estoy segura de eso. ¡Nos librará de estos malditos y de
este maldito asilo…!

Remina le tapó la boca de inmediato, y vio de reojo a la señorita


Litio: se aproximaba a toda velocidad hacia ellas, bufando con
vehemencia. Tragó un poco de saliva y, resollando, cerró los ojos y
abrazó a Vesenia. Litio le atestó una cachetada a Remina y le
desprendió a la niña de los brazos. La tumbó contra el piso y le metió
una pastilla a la boca con tanta brutalidad que le desprendió varios
dientes.

—¡Trágate la pastilla, niñita loca, y cállate! —tras conseguir su


objetivo, le escupió en la cara—. De aquí nadie sale hasta que nosotros
lo ordenemos, ¿me oíste? ¿U otra vez estás perdida en tu propio mundo
de mierda?

—¿Qué pasará con Victoria y Ofelia? —le reclamó Emilia


conteniendo las ganas de rebanarle la garganta—. Merecen ser
enterradas…

—Creo que al papa le gusta jugar con los muertos, así que él las
aprovechará muy bien —le guiñó y sonrió con ironía—. ¡Por cierto! Casi
lo olvido —hizo una señal a los enfermeros—. Tendrán una nueva
compañera. Otra autista. Su nombre es Phenex.

Dicho eso, empujaron a la chica dentro de la celda y cerraron la


puerta de golpe.
With rosemary green and bright
you’re not forgotten. Eternal night
can’t fade your memory, dim your light.
You’ve made a difference, you’ve won your fight.
“Good night, sweet ladies”, EMILIE AUTUMN.

Todas quedaron embelesadas ante Phenex: sus iris de oro barrieron


el sufrimiento que el manicomio les había inyectado desde que
nacieron, las patologías que el manicomio les hizo creer que padecían y
el terror que el manicomio les implantó para mantenerlas sedadas.
Vesenia se levantó entre bamboleos y, sonriendo de oreja a oreja, se
echó a llorar de rodillas delante de Phenex. La chica murmuraba frases
ininteligibles mientras la alababa con los brazos extendidos. Emilia y
las demás no soportaron mucho más tiempo: los párpados amenazaban
con cerrarse durante varias horas. Phenex caminó hacia los cadáveres
de Victoria y Ofelia. Tras colocarles la palma sobre su frente, la
habitación se tiñó de violeta y se colmó de un olor intenso a jazmín.

—Su nombre nunca será olvidado —dijo Phenex con voz dulce.

La vista de las chicas se apagó. ¿Lo último que vieron? A Victoria y


Ofelia desintegrarse en un puñado de cenizas, del cual dos colibríes
salieron volando.

Doesn't matter where you go or what you do,


'cause if I burn, so will you.
There are two sides to every story...
Except for THIS ONE.
“If I burn”, Emilie Autumn.

Una vez más las chicas fueron despertadas a la fuerza para recibir a
los siete hombres. Al entrar, ni siquiera notaron la ausencia de Victoria
y Ofelia. Dos más o dos menos, ¿qué más daba? Para ellos solo eran
números, o peor aún: nada. Ya listas y drogadas, dejaron entrar a los
tipos. Apenas advirtieron a Phenex, se relamieron los labios y se
manosearon los genitales como desequilibrados mentales. Salivaban a
borbotones y gemían sin cesar. Apartaron al resto de mujeres de un
empujón y rodearon a la muchacha. Toda una manada de leones
deseosos de descargar sus garras y colmillos en aquella piel nueva.
Emilia se levantó entre oscilaciones y se dispuso a intervenir; no
obstante, Vesenia la agarró de la mano. Emilia se volteó con cara de
signo de pregunta, a lo que la niña respondió negando con un
movimiento de cabeza.

Phenex se desnudó. Al instante, un perfume a jazmines inundó la


celda. El papa liberó los miles de tentáculos de su boca y se abalanzó
sobre ella. La chica lo vio de reojo y, sonriendo, chasqueó los dedos: la
cabeza del sujeto explotó como una calabaza aplastada por un camión.
Los sesos llovieron por doquier. Los demás tipos se quedaron
petrificados, orinándose en sí mismos e intentando emitir siquiera un
grito. No lo consiguieron: sus cuerdas vocales se habían reventado. No
paraban de temblar y chocar los dientes entre sí. Sudaban a chorros y
las lágrimas se les escapaban en contra de su voluntad. Las chicas
también se hallaban atónitas, aunque su rostro no podía ocultar el
júbilo que las embargaba. Phenex clavó su vista en la de Vesenia y dijo
sin hablar: «Te lo dije».

—¿Qui… quién ra… rayos eres…? —tartamudeó el doctor Leech.

—Soy la que soy. Y ustedes no son más que ratas.

Apenas terminó de pronunciar la última palabra, los hombres


cayeron al suelo con los ojos en blanco. La piel se les derretía entre
burbujeos y los glóbulos oculares se les evaporaban. Las extremidades
de cada uno se enrollaron como la cola de un camaleón. El traquear de
los huesos al romperse era tan delicioso y relajante que extasiaba a las
chicas de manera sobrehumana. La carne de los tiparracos se podría a
gran velocidad y los órganos explotaban como globos de pus. Nadie más
que ellos olió su peste. Quedaron reducidos a una piltrafa
insignificante. Entre los despojos de cada uno, una rata se retorcía con
vehemencia.

—¡Es hora de acabar con estas ratas! —gritó Emilia.

Como verdaderas orates, atestaron de pisotones a las ratas. Las


pisotearon hasta sentir sus tripas acariciarles las plantas de los pies.

—Aún no es suficiente —advirtió Phenex—. Si este manicomio no


desaparece, las ratas serán sucedidas por más ratas. Solo el fuego nos
ayudará a purificarlo todo realmente. Solo así renaceremos y
recrearemos el mundo.

Al ver las expresiones conturbadas de las muchachas, añadió:

—No se preocupen, para eso reencarné en una mujer y vine hasta


aquí. Yo soy su mesías. ¿O no es así, Vesenia?

Vesenia, embelesada y con la mirada tan brillante como el sol fija en


su salvadora, se limitó a asentir con la cabeza.

Phenex aplaudió con vehemencia: un mar ígneo nació de las


esquinas de la prisión y se extendió por cada rincón del asilo. Con cada
aplauso, el hambre de las llamas se intensificaba aún más. Todo se
transformó en una orquesta de gritos de alegría y alaridos de auxilio. El
techo se derrumbaba a pedazos. Las habitaciones se convirtieron en
una urna con cenizas. Las ratas no trascendieron. Pero las chicas, sí.
Cuando el fuego se satisfizo, se transformó en un gran océano de humo.
Todo era oscuridad, como antes de la creación. Hasta que de la
espesura gris emergieron un fénix y cuatro colibríes. Volaron lejos de
las cenizas. Volaron hasta ser una con la luz del sol.
Estudió Ariel F. Cambronero Zumbado (Heredia, Costa Rica, 1993)
es egresado de la carrera de Literatura y Lingüística con Énfasis en
Español (UNA) y estudiante de la Maestría en Lingüística (UCR). Ha
colaborado en la antología de poesía y microcuento Y2K (EEUCR, 2019)
y ha publicado en las revistas: Revista Literaria Monolito (2018), Revista
Palabrerías (2018), Ágora-Colmex (2018), Larvaria (2018), Revista
Fantastique (2018 y 2019), Editorial Aeternum (2019), Letralia (2019),
Íkaro (2019), Revista Vaulderie (2019), entre otras.
Marco Antonio Yauri

Tras el accidente, me quedaban pocas ganas de despertar temprano


cada mañana para continuar con mi vida. Me puse de pie apoyándome
contra la cama con el brazo izquierdo, el cual me recordaba mi
desgracia cada vez que intentaba volver a escribir y únicamente se
trazaban garabatos horrendos, que imitaban toscas letras mayúsculas,
sobre la hoja en blanco. Mi rendimiento estudiantil flaqueó, anímica y
físicamente; y en general, decaí en cualquier ámbito de mi vida. Puede
que no lo entiendan, pero perder una parte de tu propio cuerpo, más
que depresivo, es desconcertante. Te das cuenta de que, a pesar de ser
parte de la especie más inteligente del planeta, dependes casi
completamente de tus extremidades.

Ese día era la primera reunión del grupo de apoyo que organizaba el
doctor Prado, a quien conocí en el hospital mientras acudía a terapias
que, desde mi perspectiva, no eran más que una pérdida de tiempo. El
doctor, un familiar lejano de mi mejor amigo, me pareció un charlatán
desde un primer instante. Nada más oír su voz, me recordó a esos
médicos que sacan libros de autoayuda acerca de sus pacientes o de los
que te venden productos milagrosos. Traté de no prestarle mucha
atención cuando habló sobre el grupo de apoyo que dirigía; sin
embargo, logró convencer a mis padres de que aquello era lo mejor para
mí. Recuerdo haberles dicho que no estaba interesado, mas luego de
tantas de evasivas durante meses, decidí finalmente acudir, no porque
me convencieran, sino para que dejaran de insistir. Sí, me falta el brazo
derecho, sí, apenas puedo valerme por mí mismo y sí, no tengo ganas
de hacer nada, pero eso no quiere decir que necesite de un grupo de
apoyo.
Recuerdo que luego de desayunar cereales con leche y rechazar la
ayuda de mi madre para poder llevarme la cuchara a la boca, fuimos en
su camioneta desde el centro hasta Miraflores, con rumbo a unas
cuantas cuadras de la clínica donde me trataron. En el camino recuerdo
su insistencia en acompañarme o en, por lo menos, esperar lo que
durara hasta que saliera. Le dije que estaba bien y encendí la radio,
esperando que la voz de Freddy Mercury pudiese darle fin a la
conversación.

…Mama, ooh. I don't want to die. I sometimes wish I'd never been born
at all…

Al llegar, y mientras mamá estacionaba el auto, noté a un par de


hombres con bata enfrascados en una conversación amena, al menos
hasta que notaron nuestra presencia y concentraron su atención en
nosotros. Sus miradas se tronaron oscuras en un primer momento,
sobre sus rostros se formó una expresión de excesiva seriedad, como si
ni siquiera respirasen. No terminé de comprender el porqué de aquella
actitud hostil. Tras aparcar el coche, ambos apartaron la vista y
entraron al lugar, una especie de iglesia de aspecto moderno, la cual
nunca había notado a pesar de su aspecto llamativo, que por su tamaño
fácilmente podía ser un albergue para niños.

Mi madre me dijo que me esperaría ahí y que no olvidara llevar la


bolsa de galletas que había preparado para mis compañeros, ya que
sería una buena manera de hacer amistades. La imagen en mi mente de
los doctores perdió importancia en ese entonces, mientras me despedía
de ella con un beso en la mejilla y la dejaba leyendo su Biblia.

Al entrar al lugar, pregunté al guardia por el aula del grupo de apoyo


para personas con discapacidad, y este me dijo que fuese al fondo del
pasillo. La oscuridad casi reinaba el lugar, la única luz provenía de las
ventanas opacas que estaban cubiertas casi en su totalidad por las
copas de pequeños árboles. Al fondo, una puerta doble entreabierta
dejaba pasar un pequeño haz de luz sobre el pasadizo. Al atravesarla,
me encontré con una agrupación de personas sentadas en círculo,
muchos de ellos jóvenes de mi edad, bajo la luz filtrada a través de los
coloridos vitrales en las paredes.

—Muy buenos días, Isaac. Pasa y toma asiento, por favor. Eres el
único que falta —dijo el doctor Prado, quien también formaba parte del
círculo. De las que quedaban, ocupé la silla más alejada de él.

Nada más empezar, sentí la timidez de mis compañeros, que uno a


uno apartaban la mirada de mí tras decir un “buenos días” en general.
El doctor me pidió que haga una breve descripción de mi persona, que
no me explayara demasiado y así lo hice. Les dije mi nombre, mi edad,
el lugar donde estudio y que me gustaban mucho los libros de terror.

—Me alegra que te gusten esa clase de historias, Isaac. El día de hoy
podrás darte cuenta de que, en la vida real, a diario ocurren historias
como esas, pero que siempre podemos salir adelante y conseguir
superar el pasado a pesar de las adversidades —en un primer
momento, las palabras del doctor me resultaron un cliché, clásicas
palabras motivacionales usadas al empezar una reunión para poder
dirigirse al público. Pensé que quizás alguno de los presentes se
alteraría, ya que el doctor daba a entender que hablaríamos de los
“problemas” que cada uno había experimentado—. ¿Alguno de ustedes
quisiera empezar?

Una mano se levantó al otro lado del círculo: era de una chica de tez
clara, que llevaba puesta una camiseta de AC/DC. Parecía una joven
corriente, de las que puedes encontrarte en el bus y apreciar a la
distancia, pero apenas empezó a mover las manos haciendo señas, el
doctor Prado empezó a traducir. Se llamaba Claudia y tenía un par de
años más que yo. Nos contó que en su adolescencia sufrió de una
infección a las vías respiratorias, que aquello podía derivar en un
cáncer y que por eso se había optado por extirparle la laringe. Mientras
el doctor hablaba, ella levantó la cabeza y mostró una enorme cicatriz
oculta en su cuello, que parecía abrirlo de lado a lado, como si en lugar
de una cirugía hubiese pasado por una decapitación. Empecé a
imaginar la escena en la sala de operaciones: con cuidado clavaban el
bisturí en la tersa piel de la chica y esta empezaba a desangrarse
dormida, inconsciente por los narcóticos. Cuando volví a la realidad, ya
habían pasado al siguiente.

Gustavo, como dijo que se llamaba, tenía veinticinco años y había


sido víctima de un incendio. Se produjo en el piso donde vivía debido a
una fuga de gas en el edificio. Las marcas al lado derecho de su rostro
ya casi desaparecían tras cirugías estéticas y el uso de cremas
cicatrizantes, pero su pierna ortopédica no era algo que podía ocultar de
la misma forma. Le dijeron que había sufrido quemaduras de tercer
grado y que lo más conveniente era amputar y así evitar una posible
gangrena. De cualquier modo, insistió en que le gustaba su diseño
robótico, decía que lo hacía prácticamente un ciborg. Antes de dar pase
al siguiente testimonio, contó que, para él, lo ocurrido no era más que
un recuerdo, que había logrado salir adelante y ser feliz.

El tercero era otro chico de nombre Javier. Por los lentes oscuros y el
bastón blanco plegado en su bolsillo, podías deducir que era ciego, pero
de todos modos nos lo dijo. Mencionó que, al igual que Claudia, una
infección lo había afectado en su último año de secundaria. El riesgo de
cáncer también era alto, por eso era preciso extirparle los ojos lo antes
posible. Jamás había pensado que existiese algo como la extirpación
ocular o algo similar. Parecía ser un tema bastante delicado, ya que la
voz le temblaba, así que opté por no hacer preguntas. Contó también
que le habían dado la opción de usar prótesis de vidrio, pero pensaba
que no podrían asemejarse al verde de sus ojos originales y que por eso
prefería las gafas de sol.
Me sorprendía la capacidad de algunos de contar su historia entre
aquellas personas que acababan de conocer. Esto me dio mayor
confianza para poder contar la mía, pero faltó más antes de eso.

Una mujer que ya parecía estar en sus treinta contó que había
perdido un pie en un accidente automovilístico: tratando de evitar
chocar, un conductor viró con brusquedad y el coche acabó sobre la
vereda, donde se encontraba ella. Aquello le había roto la pierna, de la
rodilla para abajo, y los doctores optaron por amputarla, según ellos,
debido a las hemorragias internas.

Después un chico de tez morena mostró que le faltaban tres dedos


de una mano. Trabajaba como obrero en una constructora de prestigio,
pero una mañana, a la hora de entrada, un ladrillo le dio los buenos
días cayendo desde una pila alta sobre su mano. Podía mover los dos
dedos que aún le quedaban, pero de forma tosca, casi impulsiva.

Fue así como cada uno contó su anécdota y el resto prestó atención
en todo. Cuando finalmente llegó mi turno, me sentí listo para hablar.

Hace casi tres años, conocí en la facultad de ingeniería a quien fue


mi mejor amigo: Rudolf. Pasábamos la mayor parte del tiempo juntos:
nos matriculábamos en las mismas clases, almorzábamos juntos en mi
casa ya que la suya quedaba muy lejos, pero siempre se las ingeniaba
para llegar temprano. Incluso hacíamos amanecidas en mi casa para
estudiar antes de los exámenes, y cuando estos pasaban, hacíamos
amanecidas para celebrar que aprobábamos: jugábamos videojuegos y
comíamos rebanadas de pizza recalentada hasta el amanecer.

Esa trágica noche, tras fin de clases, mis padres asistieron al


cumpleaños de un compañero de trabajo y nos dejaron solos en casa.
Decidimos que podríamos celebrar de otro modo. Llamamos a unos
cuantos amigos para que trajeran unos tragos y así celebráramos a lo
grande. Llegaron con botellas y latas de todo color, que se acabaron
antes de lo esperado. Tomamos como locos. Hablamos acerca de todo:
del pasado y de lo que nos depara, de los problemas y los triunfos, de
aquellos exnovios ingratos y de amores no correspondidos.

No recuerdo ni por qué pelee con él, solo recuerdo que todo lo causó
aquel tatuaje de mi hombro. Recuerdo a la gente viendo desconcertada
cómo nos sacábamos la mugre a puño limpio y cómo con una llave nos
inmovilizábamos el uno al otro y nos lanzábamos contra el vidrio, el
cual se hacía trizas y nos dejaba caer cinco pisos abajo. Mi cuerpo cayó
sobre el suyo y ambos quedamos inconscientes, y aún a pesar de ello,
recuerdo con lucidez esa micra de segundo en la que su cuerpo se
estrellaba antes que el mío y el atronador sonido de sus huesos
rompiéndose resonaba, como lo hace ahora en mi cabeza. Recuerdo que
su cuello se dobló de una forma imposible para un ser humano y que de
su cráneo emanaba sangre a borbotones. Yo salí con pequeñas
fracturas: varias costillas rotas y heridas superficiales, pero al parecer
uno de mis brazos, el que había amortiguado la caída, se había hecho
añicos y era necesario amputarlo. Recuerdo que, antes de caer, su
última palabra fue mi nombre.

En ese instante, rompí en llanto. El círculo quedó completamente en


silencio mientras me limpiaba los mocos con mi única manga y trataba
inútilmente de parar de llorar. Cuando por fin levanté la vista, noté que
el doctor Prado se había ido.

De pronto, las puertas se abrieron intempestivamente y varios


doctores entraron al lugar. Por las voces de mis compañeros, noté que
estaban igual de sorprendidos que yo y que conocían a más de uno.
Pensaron que podía tratarse de una fiesta sorpresa. Nada más lejos de
la realidad.

Detrás de ellos apareció un extraño: llevaba puesta un bata de


paciente y parecía sufrir de malformaciones y vitíligo, pero a medida
que se acercaba, podías notar que del borde donde su piel cambiaba
drásticamente de tono sobresalían hilos de sutura. Sus ojos color verde
parecían concentrarse en el vacío mientras avanzaba torpemente bajo la
mirada de todos.

Varios se horrorizaron al ver sus piernas, suturadas a la altura del


tobillo y del muslo, donde la piel cambiaba otra vez de tonalidad. A
medio camino, cayó de rodillas al suelo y rasgó, con tres dedos morenos
y dos claros de una misma mano, la manga derecha de su bata.
Entonces, se vislumbró mi tatuaje plasmado sobre su brazo
descompuesto, casi putrefacto, que apenas se movía, aquel tatuaje que
había provocado nuestra desgracia hace casi un año.

—Quiero agradecer a cada uno de los presentes por permitirme estar


aquí, en especial a mi gran amigo Isaac —dijo con una entrecortada voz
femenina, mientras Claudia abría los ojos como platos tras escuchar,
luego de mucho tiempo, su propia voz—. Creo que es momento de
empezar con esta reunión. Mi nombre es Rudolf y esta es mi historia.
Marco Antonio Yauri López (Lima, 2001), estudiante de Ingeniería
Civil en la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI). Participó en el “I
Taller de escritura creativa de cuentos de horror” de Editorial Cthulhu.
Publicó en las antologías “Los Gatos” y “Mundo Tóxico” de Revista
Aeternum, además de un cuento en “La noche carmesí y otros relatos
inesperados” de Editorial Dreamers. Ha publicado en la “Antología
Zombie II” de Endora Ediciones (México). Administra la página de
Facebook “Litérate”.
Eduardo Ramírez

En una ciudad con más de 80 mil habitantes, es fácil encontrar


indigentes y mendigos en distintos grados de degradación física y moral.
Los hay cubiertos de mugre y llagas, aquejados por miembros faltantes
o una dolencia grave y están aquellos cuya mente es lo único deficiente
en sus personas. También podemos encontrar a quienes las malas
decisiones en su vida pasada los llevaron a la miseria y con estoicismo,
buscan alimento o enseres personales aquí y allá en la basura de las
calles; saturadas con la usual marea humana que va de un lado a otro
sin prestarles mucha atención.

Algunos con manos callosas y sucias, piden caridad a la gente que


va a sus trabajos o destinos particulares. La mayoría de los limosneros
recibe una educada, pero rápida y firme negativa. Sin embargo, de vez
en cuando un alma piadosa se conmueve de los ojos lagañosos que le
suplican unas monedas y obsequia algo de cambio suelto; con la
esperanza de que se gaste en comida y ropa en lugar de vicios
destructivos para el alma y el cuerpo. La gente los evita, si puede, para
ahorrarse el incómodo intercambio de palabras con ellos. Aunque en
ocasiones, lo hacen por algo tan simple como no tener que taparse la
nariz ante el tufo a sudor, orina, alcohol y cosas peores.

Todos esos pensamientos fríos y desdeñosos forman parte de la


mente de Eric Juárez, estudiante de psicología. Está por concluir su
trabajo de tesis a nivel licenciatura: Respuesta Emocional Asociada a
Personas Sin Hogar con Degeneración Corporal. Sus asesores sugieren
un cambio de título, pero él se obstina en mantenerlo tal cual. Su
hipótesis es que el trato de la población general hacia las personas
sintecho, se debía a una respuesta escatológica condicionada a la
condición física de los indigentes.
Lo creía demostrado en la preferencia de las personas en favorecer a
adultos mayores y niños de la calle que mendigaban, antes que a
limosneros que exhiben diversos padecimientos como ceguera,
mutilaciones o malformaciones. Una especie de temor inconsciente a
ver reflejados en ellos la propia fragilidad del cuerpo, la mente y la vida
misma; parecía marcar la diferencia en el trato hacia aquellos
desafortunados. Aún hacía falta correr unos análisis descriptivos para
confirmar los datos de sus encuestas, pero pensó tener ya el quid de la
cuestión en la bolsa.

Al menos así fue hasta que descubrió a quien en su fuero interno


bautizo como El Hombre de las Quemaduras. El particular personaje
era alto y flaco cual carrizo, con manos tan blancas como la cera y pies
descalzos tan negros de mugre que parecían asfaltados. Vestía lo que
seguramente en mejores tiempos fue un anticuado traje de tres piezas;
deshilachado aquí y allá, con desgarrones por todas partes. Su cabello
era largo y grasiento, de color gris sucio que le colgaba en rastas
trenzadas con mugre hasta los hombros. Su rostro tenía una edad
difícil de determinar, en gran medida por las quemaduras que tenía a la
altura de los ojos.

Las cuencas del sujeto estaban vacías y alrededor de ellas, las


cicatrices se extendían a lo largo de sus mejillas sin llegar a la barbilla y
hacia arriba hasta cubrir la frente. El Hombre de las Quemaduras
siempre estaba sentado en la misma posición, semejante a una gárgola
(en cuclillas, con la cabeza gacha y las manos colgando a modo de
garras crispadas), junto a la barda del Panteón Municipal Número Tres.
Parecía no moverse nunca de ahí y los que entraban al panteón le
ignoraban olímpicamente al cruzar las verjas, pero volvían después
temerosos la mirada; como esperando que este no les siguiera. Algunos
incluso se santiguaban y apuraban el paso para dejarlo atrás lo antes
posible.
Eric le había descubierto por casualidad al acompañar a un ligue
ocasional a su hogar, a dos cuadras del camposanto. Nunca había visto
una reacción de rechazo tan inequívoca ni semejante temor casi
supersticioso relacionado con un indigente. De inmediato, llamo su
atención y se empeñó en estudiarlo. Al principio no había notado las
cicatrices en su rostro, después esos ojos ausentes le absorbieron con
una fascinación que casi rallaba en lo morboso. Había conocido varios
indigentes ciegos por distintas razones y algunos tuertos; casi todos
ocultaban su dolencia con vendas, anteojos oscuros o parches; pero
nadie exhibía cuencas vacías con tal desenfado como El Hombre de las
Quemaduras.

Haciendo memoria, recordó a cierto indigente que solía volverse


violento si se le ignoraba en sus suplicas por unas monedas o si le
ofendía de manera real o imaginaria. En una ocasión, casi le rompe el
brazo a una anciana que se cubrió la nariz con un pañuelo al pasar
junto a él. El temor hacia él estaba justificado por sus acciones contra
otros y su deterioro mental. Pero hasta donde sabia, su nuevo objeto de
estudio se limitaba casi a vegetar recargado en la pared lateral del
cementerio. Así que Eric no entendía el rechazo de quienes iban al
panteón, cuando pasaban junto a él. Ni siquiera los vecinos del panteón
y sus veladores parecían querer aproximársele, solo le dedicaban
miradas furtivas, que el individuo ni siquiera daba señas de notar.

Hasta entonces, el estudiante de psicología se había limitado a


observarle a distancia desde su coche, garabateando apresuradas notas
jeroglíficas en sus cuadernos. Así se mantuvo como mero espectador de
la particular figura, hasta que al transcurrir una semana de observar
las mismas reacciones y registrar las ya monótonas anotaciones;
decidió ir a hablar con él y con los vigilantes del cementerio para
obtener más información del misterioso personaje. Con una moneda de
diez pesos en la mano, una sonrisa desgarbada en el rostro y una
conversación ensayada mentalmente; Eric Juárez se dirigió hacia una
serie de extrañas y horribles circunstancias que eran imposibles para el
de predecir.

Al llegar frente a El Hombre de las Quemaduras, lo primero que Eric


notó fue el olor; como de cerillos quemados o el que queda tras hacer
estallar un cohetón. Arrugo la nariz, sintiéndose inquieto, pero siguió
adelante con su charada:

—Buenas tardes, aquí tiene. Me gustaría saber si… ¿puedo hacerle


unas preguntas? Es para mi trabajo de tesis —dijo el joven, alargando
su limosna con las yemas de los dedos, esperando que el tono
despreocupado y cortés ocultara su desazón.

La mano del mendigo, con uñas largas y amarillentas, tan gruesas y


afiladas que parecían filos de hueso naciendo de las cutículas; no se
cerró en torno al dinero ofrecido, con el característico gesto ávido que
había reconocido en tantos otros pordioseros. Lo hizo alrededor de la
muñeca del muchacho, después con un tirón fuerte y decidido lo puso a
la altura de aquel rostro ciego y quemado. El olor sulfuroso se hizo casi
insoportable, pero lo peor eran los huecos en su rostro lleno de
cicatrices, medio oculto tras las rastas grisáceas. Mientras Eric contenía
la respiración, paralizado por el susto, El Hombre de las Quemaduras le
sonrió desde una mueca llena de dientes podridos y astillados, que
relamió con una lengua roja como la sangre.

Tras un tiempo que le pareció eterno, Eric por fin venció la


fascinación causada por el miedo; gimió ahogadamente mientras tiraba
de su brazo con todas sus fuerzas hacia atrás. Cayó de espaldas,
aturdido por el golpe y se sintió perplejo al darse cuenta de que ya era
de noche. Sin pararse a reflexionar en que había pasado cinco horas,
aferrado a la mano de aquel sujeto; huyo sin mirar atrás. Subió a su
coche y tras atropelladamente ponerlo en marcha, abandonó el lugar
quemando llanta; llamando con el ruido a las extrañadas miradas de los
vecinos curiosos desde las ventanas de sus hogares.
No bajo la velocidad ni se detuvo hasta que llego frente al edificio de
departamentos en renta, donde vivía. Por poco atropella en su huida a
una madre y a su bebé, además de casi chocar con un motociclista que
le dedico un insulto particularmente pintoresco acompañado del clásico
dedo medio señalándolo. Su mente giraba aterrada y confusa. Tenía la
idea urgente de lavarse la mano, tal vez con alcohol, ácido muriático o
agua bendita. O los tres juntos. Una risa histérica, le asalto ante la
imagen mental que dibujaba su miedo sobre lo ocurrido, y aun
temblando; inició el lento ascenso por los escalones hasta su hogar.

Mientras subía la escalera en caracol hasta el cuarto piso, Eric


trataba de poner en perspectiva lo que había pasado. No entendía cómo,
pero de alguna forma tenía una laguna de tiempo desde las 3:15 pm
hasta las 8:00 pm, aproximadamente. Le parecía imposible que hubiera
pasado tanto tiempo cara a cara frente a aquel hombre tan siniestro.
Alguien debió de haberlos visto, tal escena llamaría demasiado la
atención.

—De hecho, sería algo que asustaría o mínimo, pondría nervioso a


cualquiera. Si alguien nos vio, tal vez prefirió dar media vuelta y
hacerse el tonto. Bueno, si así fue no los culpo —pensó en trémula voz
alta, el joven, al llegar a la puerta de su vivienda.

El pulso de su mano era ya casi firme cuando hizo girar la llave en el


cerrojo, y apenas se estremeció al entrar a la oscuridad de la sala-
recibidor de su departamento de dos habitaciones (cocina-comedor y
dormitorio con baño completo). Aún estaba cerrando con llave la puerta,
tanteando en la pared buscando el interruptor; cuando algo pequeño y
metálico rebotó tintineando hasta sus pies, con tan buen tino que cayó
junto a su zapato derecho. Fue cuando percibió que el lugar estaba
lleno del olor ácido y nauseabundo del azufre al arder. Y vio a lado de la
gastada suela de su zapato, la silueta familiar de una moneda de diez
pesos.
—No, no… no es posible —se dijo a sí mismo, esperando tener razón.
Y encendió la luz.

El Hombre de las Quemaduras estaba en posición de flor de loto


sobre su mesa de comedor para cuatro personas, con la ventana abierta
de par en par a su espalda. Las rastas mugrosas estaban hechas a un
lado, dejando libres sus cuencas vacías y rasgos deformes. Su mano
derecha le señalaba directamente a él y olisqueaba fuertemente el aire,
como lo haría un perro afuera de una carnicería.

—El olor de tu presunción es tan fuerte que habría podido seguir tu


rastro a tres kilómetros de distancia —dijo socarronamente, el mendigo,
con voz grave y arrastrada a modo de saludo.

Eric no contesto, se volvió a toda prisa a la puerta, tratando


desesperadamente de abrir la puerta que había cerrado recién; con tan
mala suerte que la llave se rompió en la cerradura, dejándolo atrapado
con el intruso.

—¡NO! —gritó el joven, golpeando la plancha de madera laminada


con ambas manos y dejando caer, abatido, su frente contra ella.

Fue cuando sintió una mano áspera como lija sobre su nuca. Con
lentitud y una fuerza cuidadosamente calculada, aquel ciego andrajoso
que había recorrido una distancia de 20 minutos en coche en un
parpadeo; obligo al desafortunado tesista a mirarle de frente.

—Dicen que los ojos son las ventanas del alma, ¡Ja! Eso me deja
evidencia, yo no tengo una. Vendí la mía hace tiempo a algo que no es
posible mirar directamente sin consecuencias, entre ellas, una peculiar
fragancia en quienes hacen negocios con los de su clase. Por eso la
gente me rehúye por instinto… ¿satisface eso tu curiosidad, Eric?
—¿Tú… cómo sabes mi nombre? ¿Qué quieres de mí? —preguntó
Eric, mientras su vejiga se aflojaba y el miedo le golpeaba las entrañas
con un enorme puño de plomo frío.

—Sé eso y mucho más… lo sé porque, aunque estoy ciego; puedo


hacer cosas con las que tú sólo podrías soñar. De ti no quiero nada,
pero tu falsa caridad me ofendió y tu arrogancia intelectual me parece
repugnante. Tu alma es pequeña, enjuta y tan marchita por el
materialismo que no vale la pena, igual que tu vida —le contestó El
Hombre de las Quemaduras, con aquella inquietante y macabra
sonrisa—. Pero pensándolo bien… tus gritos me divertirán un rato, y tal
vez, puedas aprender de mí un par de cosas que no están en tus libros
de psicología clínica ni análisis estadísticos.

Eric siguió forcejeando por liberarse de aquella mano de hierro que


le oprimía firmemente por detrás de la cabeza. Empujaba y golpeaba
frenético, el huesudo pecho trajeado del hombre que acercaba su rostro
quemado y ciego al suyo. Cuando estaban casi con sus frentes
rozándose, el olor a azufre inundo la nariz y pulmones del joven
mareándolo hasta la náusea, entre lágrimas acres. Entonces, sin
poderlo evitar, fijo la mirada en los fondos oscuros de aquellas cuencas
vacías. Fue cuando comenzó a sentir el ardor en sus ojos, que iba
creciendo hasta obligarlo a gritar de dolor. Era una sensación
enloquecedora que aumentaba hasta ser como brasas ardientes
quemándole desde el interior de su cráneo. Escuchaba distante las
risas de El Hombre de las Quemaduras, como el zumbido de avispas
furiosas contra sus oídos. Sus burlas fueron lo último que escucho
antes de que se derritiera su rostro, en medio de agonizantes
sufrimientos.

Cuando la policía llegó al departamento de Eric, llamados por los


asustados vecinos al escuchar sus gritos; el ambiente era sofocante por
la peste a sulfuro. El joven estaba tendido en suelo, con quemaduras de
tercer grado en todo su rostro y sus ojos eran una masa sanguinolenta
hirviendo en sus cuencas.

A sus pies, en medio de un charco de orina, estaba una moneda de


diez pesos.
Eduardo E. Rmz. Pérez (México, 1989). Escritor aficionado de origen
tamaulipeco, enfocado en la fantasía oscura, el terror y la poesía
macabra. Su obra se compone mayormente de poemas y cuentos
inéditos con estilo romántico, gótico y gore; que combinan elementos de
simbolismo, ocultismo y terror. Ha publicado en la revista digital El
Círculo de Lovecraft (No.8, 2018. Antología de Fantasía Oscura), para
Editorial Cthulhu (Nictofilia No.4, 2018. Dossier: Poesía Grotesca) y la
revista digital Rigor Mortis (No.4, 2019. Memento Mori, La Muerte está
Cerca). Actualmente busca la forma de continuar produciendo nuevos
materiales y editar los ya existentes.
Hernán Ferrari

Desde siempre, tuve la certeza de que el calor hace actuar extraña a


la gente. Si, exactamente como en una película de Spike Lee. Tal vez sea
por el aumento del ritmo cardíaco, por la incomodidad de salir a
caminar bajo sol y quedar bañado en sudor o, simplemente, porque los
demonios que albergamos en nuestro interior se sienten a gusto
saliendo a desatar su rabia sobre el asfalto de las ciudades.

Lo cierto es que esa noche de diciembre tenía todo dispuesto sobre la


mesada de mi cocina. Un par de cebollas moradas, carne molida de
primera calidad, zanahorias, un paquete de fideos (costosos, pero la
situación lo requería), y un cuchillo. Ciento por ciento acero japonés.
Bien afilado. Piqué todos los ingredientes, salteé la carne con aceite de
oliva y, mientras esperaba a que hirviera el agua para los fideos, abrí la
heladera. Ahí, detrás de un cartón de leche deslactosada, reposaba una
lata de cerveza Estrella de Galicia en su punto justo de frío. Un pequeño
gusto que me di, una delicatessen para culminar un día en el que las
cosas habían marchado sobre ruedas. Esperaba que así siguieran
cuando ella llegara.

Comencé a levantar la anilla de la lata, dejando paso a ese siseo


efervescente condensado dentro del aluminio cuando, por debajo de la
rendija de la puerta, observé pasar la sombra de la silla de «la
paralitica». Me molestaba su paso lento, como si intentara detenerse
junto a mi puerta para tratar de oír los rumores de mi hogar, y ese
chirriar metálico sobre el que se arrastraba su cuerpo, dejando servida
la melodía ideal para una pesadilla. No la soportaba. Ensayé un gesto
de desprecio y volví a la cocina.
Cuando me acerqué hacia la olla, me di cuenta de que había dejado
de hacer ebullición. Probé las perillas, las giré una y otra vez. Nada. Por
alguna razón, el gas se había evaporado. Tengo todo perfectamente en
regla y los impuestos al día. Mis pagos están vinculados a mi cuenta de
home banking. No se me escapa nada. Debería tratarse de un error. Salí
al pasillo con desgano, tal vez Marta supiera algo al respecto.

Vi un delgado hilo de luz al final del corredor, que se apagó al


cerrarse la puerta. La paralítica no tiene timbre. Nunca lo tuvo, ni
cuando éramos niñas y yo iba a buscarla para jugar. Supongo que eso
le da una ventaja cuando decide no querer atender a quien la llame.
Golpeé una vez. Dos. Tres. A la cuarta grité su nombre. «Marta, te vi
cerrando la puerta. ¿Tenés gas?». Nada. Marta era, por sobre todas las
cosas, la persona más terca que me haya cruzado en la vida. Le pegué
un puntapié a la puerta, a ver si espabilaba. Desde adentro, respondió
una voz dulce y aguda. Me dijo que habían dejado un aviso de corte y
que no habría gas hasta el lunes. Insistí para que abra la puerta,
necesitaba que me diera el número de matrícula, el carnet de
vacunaciones o la orientación política del inspector que había efectuado
el corte; algo que me permitiera hacer un reclamo formal contra la
empresa. Pero Marta se había recluido y, muy dentro de mí, sabía que
era un caso perdido.

La cerveza se había calentado y el agua en la olla se había enfriado


por completo. Busqué el teléfono de la compañía de gas y llamé.
Después de veinte minutos de espera, una voz monocorde me indicó
que no había ningún corte programado por reparación en la zona, y que
los pagos estaban en orden. El lunes mandarían una cuadrilla a revisar
la instalación. Estaba por suplicarle que manden a alguien en ese
mismo instante, le expliqué mis planes para esa noche, pero la
operadora se mantuvo firme en su postura. «El lunes, durante el
transcurso del día». ¡La puta que la parió!
Durante un rato contemplé la idea de pedir delivery-de-cualquier-
cosa, me tiré en un sillón bajo el aire acondicionado para mirar
tutoriales de cocina fría y revolví la alacena evaluando otras
posibilidades. Nada parecía superar el plan de cocinar esos spaghettis a
la Nora, una receta propia que siempre había tenido buena acogida
entre mis familiares y amigos. Le había prometido a Claudia que se los
cocinaría para nuestro primer aniversario, y no quería fallarle. Ella
llegaría en cualquier momento, con sus modos dulces y esos ojos que
me transportaban a otra dimensión. Aun no le había dicho que me
habían pagado la indemnización por despido, un buen número en
dólares que nos permitiría instalarnos en algún pueblo del interior,
tener nuestra propia huerta y dedicarnos a ser felices. Entonces Marta
quedaría sola en ese caserón de dos departamentos, y sus chirridos
molestos y esa afición que tenía por meter sus narices en mis asuntos
quedarían en el olvido. Era momento de actuar.

Caminé por el pasillo en dirección al cuarto de medidores. Luché


contra la puerta de chapa oxidada que se trababa ante cada intento por
abrirla. Cuando lo logré, rechinó peor que la silla de Marta. Del techo
del cuarto colgaba una lamparita que estalló al encenderla. «Este
caserío se cae a pedazos», pensé, mientras en mi mente se dibujaba la
idea de nuestra próxima casa, a la vera de algún rio no contaminado.
Entonces noté algo que me llamó la atención. A los pies de los dos
medidores de gas, se encontraba tirada una pinza. El contador del
medidor de Marta funcionaba con una rapidez notable. En cambio, el
mío, estaba estático. No había precintos ni etiquetas que indicaran el
motivo de corte. Si eso había sido obra de algún inspector, dejaba
mucho que desear acerca de su profesionalidad y era motivo de
denuncia. Giré la llave con la pinza, el medidor emitió un bufido, y
entonces el contador reanudó su marcha. Salí del cuarto con algunas
telarañas colgando del cabello y con la satisfacción de haber
solucionado el inconveniente.
Puse el último disco de Lana del Rey. A Claudia le fascinaba. El ciclo
de ebullición en la olla se reanudó y, a su vez, se reanudaron los
contratiempos. La luz se apagó por completo.

Me acerqué hacia la ventana. En la calle, la luminaria pública y los


semáforos estaban en funcionamiento. La paralítica tampoco tenía luz.
O al menos eso gritó resguardada detrás de la puerta de su hogar,
cuando oyó que salí hacia el pasillo.

Hacía tiempo que la paralítica había dejado de ser una persona


confiable.

Marta no la quería a Claudia, y se encargó de decírmelo apenas la


conoció. Ahí se rompió nuestro vínculo, aquel que habíamos estrechado
desde niñas estudiando, jugando y creciendo juntas. Cuando perdió la
movilidad de sus piernas siendo una adolescente, fui su sostén anímico.
Si iba a bailar, me suplicaba que le cuente todos los detalles con sus
ojos llenos de ilusión. Si me raspaba jugando al hockey, me preguntaba
si los cortes en las piernas dolían igual que en los brazos. Luego me
puse de novia, y Marta comenzó a volverse retraída al perder a sus
padres. Sobre su casa se instaló una atmosfera sombría, y comenzó a
evidenciar un cierto desequilibrio. Decía haber desarrollado una
habilidad para desentrañar los secretos de una persona, una especie de
clarividencia que ella suponía real. La pobre estaba afectada de soledad,
y yo la dejaba que hablará y fantaseara sin cuestionarla. La noche que
la invité a mi casa para que conociera a Claudia, escupió al suelo, lanzó
unas palabras ininteligibles y se retiró sin saludar. Al otro día me
desperté con un grito desolador que provenía de su casa. Corrí por el
pasillo. La puerta estaba abierta y, luego de mucho tiempo, entré en su
casa. En el suelo había bolsas con artículos de limpieza y comestibles.
Pareciera que Marta las iba abriendo según su necesidad. La alacena
que colgaba en la cocina estaba con sus puertas abiertas. Vacía. Llena
de polvo. Por toda la casa había pasamanos, que Marta usaría para
realizar sus actividades. Cuando entré en su habitación, la encontré
tirada sobre un charco de sangre y con la mirada perdida. «Claudia
tiene el mal en sus ojos», me dijo, y la hizo responsable por un supuesto
mal de ojo que le había lanzado al verla. La consolé como pude, la
ayudé a lavar la herida superficial qué tenía en el rostro y me fui. A
partir de ahí, nuestros contactos fueron más espaciados.

Una mañana, al salir de casa hacia el trabajo, descubrí en el umbral


de mi puerta una bola de cabellos del tamaño de una pelota de tenis. La
pateé con asco, y salió disparada dibujando por el pasillo un surco
baboso, deshaciéndose hasta dejar a la vista algo oculto en su interior.
Era un papel que tenía escrito con letra nerviosa la frase «Claudia
vencida». Comprendí que Marta había pasado de las habladurías a la
acción, tal vez por demencia o, quizás, por celos. Fue entonces que
recordé algo que me había dicho cuando éramos niñas, cuando todo lo
que necesitábamos para divertirnos era correr por ese pasillo que ahora
nos separaba como un muro. Me contó que había tenido un sueño, en
el cual nosotras éramos grandes y vivíamos en un campo. En esa
realidad onírica, Marta se había visto en silla de ruedas, y yo estaba a
su lado, cuidándola. «Nuestro destino es estar juntas para siempre,
amiga», fueron las palabras que eligió para cerrar su relato. En ese
momento, no sabía lo que era el destino.

En la propiedad había una terraza en estado de abandono, donde


aún estaban las macetas en las cuales la madre de la paralítica supo
tener rosas y malvones. Desde ahí, con algo de suerte, quizás pudiera
acceder al balcón de su casa. Me monté sobre la pequeña pared que
daba hacia la calle y, con cuidado, pasé un pie hacia el otro lado
apoyándolo sobre la cornisa. El viento caliente de la ciudad me golpeaba
de lleno en el rostro. Luego, pasé el otro pie y me puse en cuclillas.

El balcón de la paralítica estaba dos metros por debajo y era amplio,


por lo cual no debía preocuparme en caer al vacío si erraba la
trayectoria al descolgarme. Cerré los ojos y me dejé caer. Como era de
esperar, la ventana estaba abierta y las cortinas bailaban al compás del
viento. Marta subía rara vez hasta la segunda planta. Todo estaba a
oscuras y en silencio. Iluminé mi camino con mi teléfono celular. Marta
estaría en su dormitorio de la planta baja, tirada sobre la cama con sus
piernas muertas, tratando de ver la forma de seguir entrometiéndose en
mis planes. Al bajar al living, vi lo que sospechaba. La tapa del
disyuntor de electricidad estaba abierta, con los cables del artefacto
cortados. En los enchufes de las paredes, había introducido trozos de
tela incendiados que todavía humeaban. También había agua, mucha
agua corriendo por el piso. Comenzó a dolerme la cabeza, una migraña
punzante que me atacó de improvisto y, por más extraño que parezca,
me perdí. No supe cómo llegar hasta la habitación de la paralítica. Las
paredes se alejaban, los muebles se entrometían en mi camino
haciéndome trastabillar, y los pasamanos a los cuales intentaba asirme
parecían enjabonados. Me pesaban las piernas, me sentía cansada y
me dejé caer al suelo. El aire enrarecido del lugar y el calor me
sofocaban quitándome el aire. Estaba envuelta en su juego. Desde la
oscuridad de la sala, comenzó a brotar un chirrido incómodo que me
hacía latir las sienes. Cuando pude direccionar la luz del teléfono, se me
erizó la piel. A escasos metros, estaba Marta sobre su silla. Los ojos
blancos, babeando y emitiendo sonidos incomprensibles. Sostenía un
cuchillo, y lo blandía al aire sin destino concreto.

Hasta que habló.

«Nuestro destino es estar juntas para siempre, amiga», dijo, y se


lanzó cuchillo en mano. Me paré de un salto, mientras la silla pasaba a
mi lado. Sin pensarlo, la volteé de un golpe y reñí con ella intentando
desarmarla. Marta gritaba y maldecía a Claudia. Le di un golpe en el
estómago y le quité el cuchillo. La sostuve contra mi pecho mientras
hacía movimientos espasmódicos. Alguien golpeó a la puerta y llamó a
los gritos. Cuando supliqué que por favor entraran, un grupo de
paramédicos ingresó flanqueados por la policía. A Marta la colocaron
amarrada sobre una camilla y se la llevaron en una ambulancia, y el
vecino que diera la alerta al nueve once al verme entrar por el balcón
como una ladrona, me ayudó a incorporarme diciéndome que lo peor ya
había pasado.

La luz tardaría días en reestablecerse, y en mi casa el aire era tan


abrasador como el mismísimo infierno. Para sorpresa mía, Claudia
estaba sentada a la mesa, iluminada por la luz de una vela y con una
botella de vino descorchada. Le comenté lo sucedido, se rio cuando le
dije sobre el gualicho que había encontrado, sobre como Marta quería
separarnos y me disculpé por no haber preparado la cena prometida.
Claudia me miró a los ojos y mi mundo pareció recobrar su orden.

—Tengo que contarte otra cosa —le dije —. Una sorpresa.

—Yo también tengo una sorpresa. Ni te lo imaginas —me respondió.

Bebí una copa, y Claudia insistió en que me diera un baño. Llenó la


bañera con sales y yo no pude más que agradecerle a la vida por
haberla conocido.

—Tenés que relajarte.

Y yo me dejé relajar. Demasiado, tal vez. De pronto, dejé de sentir las


piernas. Intenté levantarme, pero Claudia me indicó silencio, sonriendo
con su dedo índice sobre su boca. No sentía el rostro, los dedos se me
entumecieron. Entonces Claudia me mostró mi cuchillo japonés. «Debe
ser por el calor, el maldito calor que la hace actuar así», pensé, en un
intento de justificación. Sacó mi brazo de la bañera colocándolo sobre el
borde. Estaba paralizada. Me cortó a la altura de la muñeca y puso el
cuchillo en mi mano, apretándola fuerte.

—Sé que te indemnizaron. Es una buena oportunidad para que


empiece una nueva vida. No lo tomes como algo personal.
Me dio un beso en la frente y, aunque no lo puedo asegurar, creo
que brotaron lágrimas de mis ojos. Lo que sí puedo precisar es que
escucho la voz de Marta en mi cabeza diciéndome «nuestro destino era
estar juntas para siempre, amiga. Ahora, ¿quién me va a cuidar?».

Por suerte, ya no hace calor.


Publicaciones:

—Fanzine “Terrorista” (años 2008-2011. Argentina).

—Comic “El sonido del averno” (Revista Al Abordaje, 2015.


Argentina).

—Cuento “Probabilidades” (Antología “Navío sin amarras”, 2018.


Editorial Dunken. Argentina).

—Finalista del I Certamen de Novela Café Madrid, con el proyecto


“La inflexión del codo”. (Café Madrid y Editorial Spectrum. 2018,
España).

—Cuento “Adiós, Simón” (Antología “Locuentos, relatos sobre la


locura”. Ediciones Lulú.com, 2019. España).

—Microcuento “Ausencias” (Antología microcuentos, 2020. Editorial


Dunken. Argentina).
P. G. Escuder

Siendo sincero he de decir que las cosas comenzaron a torcerse


mucho antes de que Abby Atwather volviese al pueblo. Y que si
Raymond Wise se reveló como un monstruo cuyas terribles intenciones
nadie previó, fue porque ya lo era, no porque ella lo alentase a matar.

Solo los más allegados conocíamos las perturbadoras inclinaciones


de Raymond. Como parte de la comunidad nos preocupaba su
comportamiento, pero poco podíamos hacer al respecto salvo
compadecerlo. Sus fechorías casi siempre tenían que ver con el fuego,
acostumbraba a provocar pequeños incendios en el vecindario. Cuando
chascaba el mechero que le había robado al padre de Abby, Lebanon
Creek ardía. Raymond quemaba asiduamente papeleras y pequeños
contenedores, nada más allá, salvo en una ocasión. La mañana que
lanzó un petardo al jardín trasero de Benton Fork con tanta puntería
que prendió la pila de hojas secas que Benton torpemente amontonaba
con un rastrillo. Ninguno denunció la tropelía. En Lebanon Creek
cuidamos de los nuestros, por eso admitimos las debilidades de Ray
como hacemos con todas las cosas que solo aquí tienen cabida,
revistiéndolas de cordura con pasmosa naturalidad y callando lo que
todos sabemos: que nadie en el pueblo anda bien del todo, nada en este
condenado lugar funciona como debería. Empezando por Abigail
Atwather. Abby comenzó a oír voces a los diez años, poco después
aparecieron los números parlantes.

—¿Oyes lo que dice 37 mamá? —preguntaba aguzando el oído,


armada con aquella sonrisa arrebatadora y una cara angelical que te
partía el corazón. Pero nadie más veía los números, ni ninguna de las
criaturas fantásticas que poblaban el delirante universo de Abby. Tan
particular era su caso que durante el examen de evaluación al que la
sometieron en la unidad psiquiátrica del Dynastic Unity Hospital, el
doctor Renzi pidió permiso a sus padres para consultar con algunos
colegas de Harvard. Los médicos coincidieron en que Abby estaba
desconectada de la realidad, lo achacaron a “malformaciones genéticas
y variaciones en la corteza prefrontal. A pesar de la fuerte medicación
que le prescribieron, la niña se volvió violenta, se autolesionaba, sus
delirios aumentaban con el paso de los meses.

Tardaron un año en diagnosticarle esquizofrenia indiferenciada,


después ingresaron a la pequeña Abigail Atwather durante once
semanas. Con el tiempo hubo muchos más ingresos y recaídas. Los
siguientes dieciséis años dependió por completo de la colección de
píldoras que engullía cada mañana de un puñado. Ninguna de aquellas
pastillas consiguió hacer callar a los números, pero la mantuvieron
viva, a salvo de las tentadoras ventanas abiertas y las voces que le
ordenaban que saltase.

Abby regresó a Lebanon Creek a principios del verano de 1999. Sus


padres, Roman y Cindy, habían muerto en el accidente del Boeing 737
que cubría la ruta entre Baltimore y Detroit. Dada su situación el
seguro de la compañía aérea fue muy generoso con Abigail que ya no
tendría que preocuparse por el dinero, si es que alguna vez tal cosa le
interesó lo más mínimo. Fue entonces cuando decidió volver al pueblo y
abrir la casa familiar que llevaba cerrada más de una década. Supimos
de su regreso porque telefoneó a Penélope Boyt, una vieja amiga de su
madre, y le pidió que se encargase de acondicionar la casa. Penélope
contrató un batallón de obreros que cada mañana cruzaban la avenida
Dodson en dirección a la casona sobre la loma, en cuyo cementerio
privado seis generaciones de Atwather pudrían la tierra. Dos meses
después la casa había recuperado su esplendor. Penélope que revelaba
a cuentagotas los pormenores de la reforma creó tal expectación sobre
el regreso de Abby que en el pueblo no se hablaba de otra cosa. Todos
recordaban a la niña pelirroja de mirada perdida que prefería la
compañía de amigos invisibles.

—No me gusta la gente real. Ellos me odian.

—Sabes que eso no es cierto cariño.

—Probablemente tú también me odies —dijo mirando a su madre


con indiferencia. Unos segundos después parpadeó y regresó a su
mundo—. 400 está enfadado, mira cómo se retuerce bajo el sofá.

Lebanon Creek al completo se conmovía con las sucesivas tragedias


que marcaba la vida de la pequeña Atwather. Así que cuando la vieron
bajar del coche, del brazo de Penélope, fueron pocos los que se
resistieron a brindarle unas palabras de cariño. Abigail había cambiado,
pero no tanto: su pelo salvaje y rojizo era ahora una melena amaestrada
y destellante, la sonrisa una leve línea que insinuaba los labios
temblorosos y aunque las gafas de sol ocultaban sus ojos dorados sin
duda era ella, Abby había vuelto a casa. Había vuelto a mí.

—Me crees si digo que ahí está Lebon ¿verdad Samuel? —dijo
refiriéndose al perro irreal con el que jugaba de vez en cuando.

—Pues claro —respondí, aunque allí no hubiese ningún maldito


perro.

—Eres la única persona del mundo que me importa Sam, nadie más
que tú.

Solo me lo dijo esa vez, estábamos tumbados sobre la hierba tras un


chapuzón en el arroyo Crab, mientras el resto de la excursión del Child
Time hacía cola para saltar desde la tirolina, solo fue una vez, pero
bastó para crear un vínculo inquebrantable. La mañana que regresó no
fui a recibirla. Vi desde la tienda como el sedán oscuro de Penélope se
detenía frente a la oficina del sheriff y supe que ella estaba allí.
Tendríamos tiempo de hablar, de compartir un café y ponernos al día.
De contarnos como nos las habíamos arreglado una vida entera el uno
sin la otra.

Es cierto que el tiempo pone las cosas en su sitio, pero en Lebanon


Creek, el paso de los ciclos que equilibran el devenir es casi
imperceptible. En nuestra comunidad no tienen cabida los grandes
contratiempos, ni los acontecimientos inesperados. Cualquier
perturbación que altere el suspenso en el que estamos instalados es
una anomalía que debe corregirse cuanto antes para tranquilidad de
todos. De modo que pasados un par de días Abigail Atwather había
dejado de formar parte de las conversaciones. Así que lo que ocurrió a
continuación, los hechos terribles y predestinados que mediaron entre
su llegada y los días de oscuridad en Lebanon Creek pasaron
desapercibidos para la mayoría. Pero no para mí.

En el pueblo nadie prestaba atención a los animales muertos que


con asiduidad aparecían cerca del cruce con la interestatal 66.
Llevábamos años achacando a los lobos aquella carnicería. A todos en
Lebanon Creek nos resultó más fácil creer que eran los causantes de la
matanza eran lobos antes que plantearnos causas más alarmantes, y
así lo hicimos. Incluso yo lo sostuve, hasta que me fue imposible obviar
que los gatos y mapaches desmembrados que sembraban la cuneta
siempre aparecían cuando Abby volvía al pueblo. Cada vez que
regresaba del hospital alguien denunciaba haber visto animales
muertos en el tramo que va desde el viejo sendero Drust hasta la
hacienda Atwather. A temporadas los rumores respecto a lo que ocurría
en la granja de los padres de Abby se volvían ensordecedores. Hubo
braceros que aseguraron que, por las noches, cuando la granja quedaba
en silencio, se escuchaban disparos de la pistola neumática con la que
Jared LeMay sacrificaba el ganado. Alguien la usaba para torturar a los
cerdos, solo por el placer de oírlos chillar. Desde luego nadie en
Lebanon Creek pensaba que aquello fuese obra de Abigail, salvo yo.
Cuando Pixie, el caniche de Eleanora Hayes, apareció abierto en canal,
clavado en uno de los postes del tendido eléctrico, supe sin duda que
quien realmente estaba detrás de todo aquello era Ray, el maldito
Raymon Wise. Dijeron que con la sangre del pobre animal habían
dibujado un nombre en el poste de madera “Lebon” escrito en grandes
trazos. Lebon, el perro imaginario, el compañero invisible de Abby. Esa
noche no conseguí pegar ojo, al amanecer fui a casa de los Atwather y
aporreé la puerta hasta que Penélope abrió. Aún llevaba puesto el
camisón.

—Tengo que hablar con ella —dije sin más cortesía—. ¿Puedes
decirle que baje? —no quise parecer desesperado, pero lo estaba. La
mujer me miró durante lo que me pareció un instante infinito y lanzó
un profundo suspiro.

—No está aquí Samuel, últimamente no viene mucho por casa —se
anticipó a mis preguntas—, hace más de una semana que no sale de la
granja.

—¿Ha vuelto Ray? —titubeé.

Ella cabeceó asintiendo y rompió a llorar.

—Se le ha acabado la medicación, hace cinco días que no tiene sus


pastillas. He llamado al hospital, me han dicho que tampoco ha pedido
una nueva receta. No se toma la medicación ¿entiendes lo que eso
significa Samuel? —claro que lo entendía, ya lo había visto antes. La
había visto caer en manos de sus alucinaciones, a merced de las voces
que le susurraban secretos terribles provenientes de inalcanzables
planos de conciencia. Portavoces de esferas abominables en las que
monstruosos números rigen el destino al que Abigail Atwather odia por
haberla señalado con el estigma de la locura y contra quien, aterrada,
se revuelve con la furia del que se sabe perdido sin remedio.
Allí dentro, en el crisol profundo que bulle en los recovecos de su
mente enferma alumbró a Raymon Wise, su hermano en la sombra, el
ejecutor que toma el control y arremete en su nombre. El que somete al
mundo, enciende los fuegos y apacienta a Lebon sobre su regazo. Solo
lo vi una vez. Una sola vez vi como asomaba el hombre aterrador a los
ojos de Abby, como su voz cambiaba, como su rostro convulso parecía
el de otro, juro que Raymon Wise existe, ahora lo sé.

—Si vuelvo a verte por aquí quemaré tu casa. Moriréis todos —


añadió antes de que ella parpadease y recuperase el control, sus ojos
dorados adquirían un tono verdoso cuando Ray asomaba. Calló y recé
para no volver a escuchar jamás aquella voz. Hoy, quince años después,
he amordazado el miedo y los recuerdos para salir a su encuentro.

Llegué a la granja entrada la tarde. El sol de noviembre no logró


aliviar el frío que emanaba de la propia tierra, así que en cuanto el astro
se ocultó tras las Montañas Rainier creció la bruma y cubrió los campos
como epílogo del otoño más gélido que se recuerda en Lebanon Creek.
No había ningún vehículo de labor aparcado fuera, ni rastro de
actividad, la hacienda Atwather estaba cerrada a cal y canto. Solo una
pequeña luz encendida en la cocina indicaba que Abigail no andaba
lejos. Bajé del coche y la llamé. No respondió. Fui hacia la entrada de
servicio anexa a la cocina y golpeé insistentemente la puerta, pero
tampoco hubo respuesta. Entonces escuché un ruido en las
caballerizas. Jared LeMay, el antiguo capataz de los Atwather había
subastado años atrás los magníficos caballos de la familia, de modo que
allí no quedaba ni un animal. No era un relincho lo que oía, era una
especie de gruñido que no supe determinar hasta que me asomé al
pasillo de la cuadra. Al fondo, sobre el contraluz con que la rojiza
puesta de sol bañaba Lebanon Creek, vi a Abigail.

Ahora puedo afirmar con seguridad que quien tenía enfrente, ya no


era ella. La criatura que me observaba plantada a cuatro patas sobre el
suelo ladeó la cabeza olisqueándome y pareció reconocerme porque
abrió la boca de forma imposible emitiendo un gañido lastimero y
complacido. Vi como de las fauces abiertas caían pequeños regueros de
baba que goteaba sobre el suelo húmedo. «Me crees si digo que ahí está
Lebon ¿verdad Samuel?», oí su voz en mi cabeza. Claro que te creo,
ahora es tan real para mí como siempre lo fue para ti, y por fin aquí
estamos los dos, al borde del precipicio.

Abigail, libre del yugo con que la química la ha sometido durante


años, está a punto de alquimiar su absoluta locura. Solo yo, como
testigo del prodigio puedo calibrar el alcance del daño que se me hace
incalculable. Suplicando para que no me fallen las fuerzas, me armo de
valor y con voz firme la cito.

—Lebón —llamó ensayando un silbido suave—, ven aquí chico, ven.

Abby se endereza levemente, acusando que entiende mi orden, y a


continuación emprende la carrera. Corre hacia mí galopando a cuatro
patas con agilidad inhumana. Tan pavorosa es la cabalgada que me he
tapado la boca para no gritar presa de puro terror. Cuando alcanza la
zona iluminada del pasillo de cuadras veo sus ojos desorbitados
inyectados en sangre, y su rostro crispado por la incontenible ira que la
consume. No he podido anticipar su último movimiento de modo que
cuando salta sobre mí me derriba de un solo empujón. Caigo a plomo,
golpeándome la cabeza contra el suelo, un baile de pequeñas luces
estalla frete a mis pupilas, respiro a bocanadas intentando no
desmayarme y es justo en ese momento cuando ella me muerde. Clava
los dientes en la cara interior de mi antebrazo y aprieta con todas sus
fuerzas. Yo grito intentando zafarme de aquella bestia que está a punto
de arrancarme la carne de los huesos. Instintivamente la golpeo entre
las cejas, un golpe seco justo sobre el puente de la nariz, tan certero
que la deja sin sentido. Se desploma sobre mí, desmadejándose como
una marioneta huesuda y maloliente. Bajo su peso noto el pulso
desbocado en la herida del brazo, las venas arrancadas de las que mana
sangre a borbotones. Aturdido me zafo de Abby incorporándome en
busca de algo con lo que taponar la mordedura. LeMay ha hecho un
trabajo de limpieza concienzudo porque no queda ni un apero en las
cuadras salvo las sillas de montar, y las horcas ornamentales que en
otro tiempo aventaron el heno fresco. Aquí no hay nada que me sirva, ni
una cuerda, ni un maldito trapo. La escalerilla que conduce al segundo
piso está a solo unos pasos, me apresuro en subir, antes de que Abigail
vuelva en sí. Arriba, colgada de un clavo hay una vieja camiseta de
Gracing Horse Feeds, la rasgo torpemente e improviso un vendaje. Antes
de que pueda apretarlo del todo oigo que Abby gimoteaba, está
recuperando la consciencia. Me asomo y la veo abajo, ya se ha
incorporado, con la cara entre las manos se tapona la nariz que según
parece está rota. Abigail Atwather echa la cabeza hacia atrás sorbiendo
la sangre, aparta el pelo enmarañado de la cara y me mira. Sus ojos
verdes centellean clavándose en mí como un arpón que hace estallar en
mil pedazos la coraza de voluntad que ha resistido a duras penas sus
embates. Raymond Wise sonríe desde aquella boca inundada de sangre
espesa y roja. Agita la mano saludándome y en ese momento sé que
estoy muerto.

—Te dije que no quería verte más por aquí —gruñe con la voz que ha
espoleado mis pesadillas—, dije que te mataría y es lo que voy a hacer
—se arma antes de subir, coge una de las horcas que cuelgan de las
paredes y viene a por mí.

Me ha arrinconado contra la balconada que se abre a mis espaldas y


que sin resguardo comunica con la planta inferior. El salto son diez
metros, he calculado la altura, al igual que mis posibilidades de salir
con vida. Números, números sin importancia.

—Abby, ayúdame —digo, a punto de desmayarme. Me desangro,


noto como la sangre caliente me empapa la pernera de los pantalones,
siento que se me va la vida y antes de que Abigail responda es tarde,
porque ya no siento nada.
Cuando Raymond Wise me clava la horca en el vientre solo noto un
golpe sordo, indoloro.

«Abby», me oigo repetir. Pero ella ya no está aquí y yo tampoco.

En Lebanon Creek recordarán durante años el espantoso accidente


que ambos sufrimos en la granja Atwather. Hablarán de mí como un
héroe, dirán que perdí la vida intentando ayudar a la pobre Abigail, que
en plena crisis psicótica me empujó desde la balaustrada de las
caballerizas precipitándose conmigo al vacío. Obviarán los detalles de la
mordedura, la nariz rota y la horca que me atravesó las tripas.

Nadie en Lebanon Creek querría arruinarse el día por esas


insignificancias.
P.G. Escuder, Periodista. Experta universitaria en escritura, estilo y
creatividad por la Universidad Internacional de Valencia. Autora de
“Historias de Navegantes” Premio de relato mujer contemporánea (1994)
y del Himno de la ACVOT “El cant dels cors” (2001)

Compagina sus trabajos de guionista audiovisual con publicaciones


de relatos fantásticos y de terror: El viento sobre las aguas — Círculo de
Lovecraft (2018) La poda — Circulo de Lovecraft (2018), En caso de
brujería — Origen cuántico (2019).

https://es.linkedin.com/in/pgescuder
Jesús Guerra Medina

Hasan abrió el estuche de madera tallado en caoba envuelto en


celofán del empaque y, con todo el cuidado que sus regordetas y
temblorosas manos le permitieron, sacó la réplica de la varita de sauco
que compró por mercado libre por ciento quince billetes a un vendedor
anónimo, y apuntó con ella al gato que retozaba sobre el tejado. Era
idéntica a la que salía en las películas, tan similar a la descripción de
los libros con esas protuberancias circulares a lo largo de todo el cuerpo
de madera negra que tanto le recordaban apetitosas zarzamoras y, (no
lo podía creer), ¡por fin era suya!

Hasan acababa de cumplir quince años y, aunque la carta que él


esperaba con tanto fervor desde los nueve avisándole que era un mago
jamás llegó, bueno, no importaba, esas estúpidas lechuzas solían
tomarse su tiempo como bien había corroborado al estudiar los libros
con meticulosidad. Ya llegaría después, estaba seguro, mientras tanto él
se preparaba. Hasan tenía una inmensa colección de objetos sobre la
historia de la saga, incluidas, entre otras cuantas cosas, una decena de
capas negras con los diferentes escudos de las casas del colegio de
magia que jamás se quitaba y que lucía en todos lados con tanto orgullo
sin que le importaran las burlas que la grotesca visión de su cuerpo
torcido pudiese llegar a producir, después de todo, la gente de su
rededor eran todos simples no mágicos, ¿qué importaba lo que
pensaran ellos? Nada, por supuesto y aunque en la escuela, Hasan era
molestado por compañeros y profesores por igual, no le importaba
demasiado asistir en parte para darle gusto a mamá y que lo dejara en
paz pero, sobre todo, porque estando ahí podía poner prueba sus
capacidades mágicas latentes como bien había descubierto una mañana
en que Roberto, el niño brabucón de la escuela, lo arrojó de la
escalerilla en la puerta de la entrada. El cuerpo de Hasan rodó por lo
menos siete escalones de solido concreto y cayó de cara en el pasto, la
nariz sangrante y un par de dedos torcidos que, sin embargo, pese al
fuerte golpe, se curaron casi enseguida, como por arte de magia. Y es
que eso era, precisamente, el secreto de todo: magia.

Desde aquel incidente Hasan buscaba cualquier situación, que en


realidad no escaseaban absolutamente, para poner a prueba sus
habilidades, como aquella vez, por ejemplo, en que el profesor de
matemáticas lo regañó por no poner atención en clase y lo zarandeó
tomándolo de los hombros intentando desprenderle la ridícula capa con
una serpiente dibujada en el pecho, hasta que, hirviendo la sangre en
su interior, Hasan cerró los ojos y se hizo invisible. Y es que necesitaba
del influjo del exterior, las ofensas de los otros, el temor que provocaba
su figura a los niños, para hacer carburar el motor mágico que,
pensaba, habitaba en su interior. Un motor cuyo combustible era el
odio hacia él mismo. En aquella ocasión Hasan experimentó una
sensación como de desprendimiento al contemplar cómo la cara de asco
del profesor se contorsionaba con sorpresa cuando lo dejó de ver y
comenzó a mover la cabeza de un lado a otro, buscándolo, como si,
estando ahí, hubiera dejado de estar; entonces, al mirarlo así,
desconcertado por aquel acto de prestidigitación que acababa de hacer,
Hasan lo supo: se había hecho invisible, su carga mágica se había
vuelto a manifestar. Durante los minutos que duró aquel desborde de
sus poderes, deseó quedarse así, invisible por siempre y para siempre
pero al pensar que las lechuzas no lo encontrarían en esa condición se
arrepintió al instante y con un chasquido, se materializó de nuevo.
Suficientes problemas habían tenido ya como para encimar
complicarles más las cosas. El profesor saltó del susto al verlo aparecer
de la nada pero se quedó callado, y, con un gruñido, echó a Hasan de
su despacho so pena de castigo en caso de no volver a ponerle atención
cuando hablaba.

Fin.

Hasan sufría, o al menos eso solía decir su madre a la gente, de una


enfermedad llamada di-ple-ji-al-go, que le impedía moverse como el
resto. Cierto era que no podía caminar sin ayuda de un par de bastones
pero, ¿no era acaso algo propio de todos los grandes héroes tener una
condición especial que los hiciera destacar sobre el resto? Para algunos
era una cicatriz en forma de rayo en la frente, para otros, algo menos
afortunados, quizá, una limitación motriz pero una seña, única e
inequívoca, al fin y al cabo, como singo espectacular de su brillante
devenir. Hasan pensaba que sí, que sí señor, lo era y que mamá sólo
exageraba al limitarlo en sus actividades diarias pero pocas veces se
quejó, después de todo eso no le impidió montarse en una escoba y
arrojarse del techo dispuesto a volar. Y por dios si voló. Apenas se
arrojó del tejado, Hasan sintió como si el tiempo se hubiera suspendido
y, con la misma sensación de desprendimiento que experimentó cuando
se hizo invisible, meses atrás, quedó flotando sobre el jardín en donde
ahora mismo apunta al gato con la varita de sauco recién adquirida,
sintiendo el aire tibio azotar su cara, su cuerpo gordo y las muletillas
colgado de sus muñecas; la capa agitándose al viento.

Aquella vez todo había salido a la perfección; por la mañana tomó la


escoba de la bodega, subió al tejado saliendo por la ventana de su
cuarto, no sin cierta dificultad, hay que admitirlo, se la colocó entre las
piernas, y, dando un par de palmaditas en el suelo con la planta de los
pies y gritando en silencio la palabra “arriba”, se elevó al tiempo que
caía, y así quedó suspendido en la gravedad por unos segundos, treinta,
cuarenta, quizás un minuto; durante ese periodo de tiempo fugaz y
eterno Hasan pudo imaginar a donde iría, cómo se movería por la aires,
cómo llegaría al colegio de magia que esperaba por él con un festín de lo
más espectacular y un gigantesco guardabosques sosteniendo un candil
de aceite de salamandra… pero entonces su madre soltó un grito
desgarrador que hizo eco en la mañana y la magia se esfumó. Lo
siguiente que pasó fue que cayó de cara, se fracturó la nariz y estuvo
con un brazo enyesado durante tres meses y medio, cuatro menos de
los que pronosticó el doctor, por cierto, en parte gracias a que Hasan
mismo aceleró el proceso de curación, patentando, una vez más, su
condición de mago.

Se fracturó el mismo brazo, hay que acotarlo, con que ahora mismo
sostenía la varita. Lo podemos ver, si hacemos descender la mirada
desde la parte superior del árbol que está en su jardín casi colindante
con los vecinos que lo miran tras las cortinas con asco y temor: Hasan
podía sentir el peso ligero de la madera trabajada entre sus dedos. Era
tan agradable sentirla así. Había esperado tanto por ella. El aire de la
mañana hacia ondear la capa negra en su espalada y mecía con
suavidad su pelo grasiento y un hilito de saliva colgaba de los labios
como solía ocurrirle cuando se ensimismaba con algo. Tenía los ojos
desenfocados y miraba su silueta pintada sobre el césped. Su cuerpo
dibujado a contraluz con la mano estirada y la varita sobresaliendo
entre sus dedos gordos como una extensión más de sí mismo. El sol le
caía en la espalda jorobada y en el techo el gato arqueaba la espalda en
busca de un mimo de nube. El perfecto tiro al blanco, pensó levantando
la vista, gris y con mirada profunda.

Entonces Hasan aspiró hondamente seguro de lo que ocurriría a


continuación, hizo un leve movimiento de muñeca y de la punta de la
varita, un chorro de luz morada salió disparada dibujando una sombra
caliente en el vacío. El rayo se agitó, zigzagueó ligeramente, como si
tuviera vida propia y, en un dos por tres, abracadabra, el gato hizo
explosión. Trozos de carne salieron disparadas por todas direcciones y
unas gotas de sangre perfectamente roja salpicaron su rostro,
dibujando puntitos por sus mejillas. Un zumbido cubrió al mundo y el
último maullido se disolvió en un zumbido de color rojo. Sobre la rama
del mismo árbol desde donde contemplamos todo, un trozo de tripa
llena de mierda quedó colgando ominosa como una serpiente que toma
el sol y un olor a quemado lo inundó todo. Hasan aspiró profundamente
y suspiró de placer al pensar que a eso olía la magia, a sangre, pelo
quemado y trozos de carne muerta. Como siempre lo imaginó. No pudo
evitar sonreír al comprender que, finalmente, en sus manos estaba la
prueba definitiva de lo que era, un mago con una varita: la legendaria
varita de sauco.

Una esquirla de hueso suspendida en el vacío bajó girando desde lo


alto y golpeó el cristal de la habitación del cuarto en donde mamá se
había encerrado con Ósame, un maldito japonés que hacía las veces de
golpeador y de amante para ella, cuando no, una muy mala simulación
de padrastro para Hasan. El sonido fue perfectamente audible en el
silencio que dejó la explosión y lo fue aún más cuando la ventana se
abrió haciendo chirriar los goznes oxidados y Ósame se asomó. Tenía en
las manos los nudillos pelados y sangrantes, y en la habitación no
había señal de mamá, cosa rara, pensó Hasan, porque antes de que
saliera al jardín los había escuchado a los dos en el cuarto, primero
palabras, luego gritos, al final golpes y para rematar, los sonidos
sensuales que coronaban todas sus discusiones de pareja. Antes de que
saliera, cuando el servicio de paquetería tocó a la puerta, los gritos
habían vuelto a comenzar pero a él, fascinado por la varita, había
dejado de importarle. Ahora, sin embargo, la curiosidad lo mordía. ¿Los
poderes de la varita tendrían también efecto en humanos? No lo sabía
pero estaba a punto de descubrirlo. Ósame comenzó a gritonearle algo
en japonés que él no entendió y luego le arrojó un estuche negro que
golpeó a su lado. Si se trataba de arrojar cosas, pensó Hasan, él
también tenía algo que mostrarle. Así que, lentamente, cojeó un par de
pasos apoyándose en las muletillas sujetas de un par de argollas a sus
muñecas y, sintiendo como su capa se mecía a su espalda, levantó el
brazo, la varita con él, y disparó.
Hasan soltó una carcajada que hizo eco en medio del jardín. El
cuerpo entero le palpitaba con placer y un hormigueo se le escurría
entre los muslos. Se sentía tan bien que repentinamente le habían
entrado ganas de mostrársela a Roberto y a su banda de amigos. Sí,
pensó, eso haría, mostrarles qué es lo que podía hacer con ella.
También a los profesores y al conserje que nunca lo ayudó cuando
necesitaba apoyo para subir en la rampa de la entrada. Al final del día
regresaría con mamá, eso estaría bien, se tomaría un helado y, sentado
en el sofá, con la varita en su regazo, esperaría que llegara la maldita
carta de una vez por todas.

Caso contrario, bueno, tenía el poder en sus manos y un mundo de


inmundicia que limpiar.
Jesús Guerra Medina. Soy psicólogo mexicano y tengo 25 años. He
sido colaborador de cuentos y relatos en diversas revistas literarias
digitales y físicas como: Antología física “Inspiraciones nocturnas III”;
“Microfantasias”; “Microterrores III”; “Haikus I”, Editorial Diversidad
Literaria, España, (2017). Revista Digital Ibidem, números 1, 2, 3, 4 y 5,
México, (2018). He colaborado para la revista digital “La sirena varada”,
números 8 y 14; para la Antología “Mar crepuscular”, Editorial
Dreamers, México, (2018). Revista Digital Líneas de Cambio, número 1,
editorial Solaris, Uruguay, (2018). Antología Física de Ciencia Ficción
Latinoamericana, Editorial Solaris, Uruguay, (2018). Revista Letras y
Demonios, Números 6, 7 y 8 (2018-2019). Revista Literaria Luna,
Número 4, México, (2018). Mi cuento “Amor, Clemencia”, quedó tercer
lugar en la cuarta edición del concurso “Cuéntame uno de muertos”,
organizado por Canal 22, México (2018). Antología del cuento
fantástico, Penumbria 46, (2019). Antología física “Cuentos sobre
brujas” editorial El gato descalzo, Perú, (2019). Para la Antología Física
de Fantasía Heroica Hispanoamericana, editorial Solaris, Uruguay,
(2019). Para el Fanzine, edición 2.5 y número 3 de la Revista Digital de
Ciencia Ficción Espejo Humeante (2019). Mi microcuento “Ficciones”,
recibió la primera mención honorifica en el tercer Premio literario
internacional “Letras de Iberoamérica 2019”, en la revista En sentido
figurado (2019). Para la revista física Gata que Ladra número 2, México
(2019). Para la revista de literatura oscura, Aeternum, edición número
5, Mundo Toxico (2019).
Oswaldo Castro

Hoy es el día. Miguel Ángel comprobó sus sospechas al finalizar la


secundaria. Hizo un alto en los estudios preuniversitarios y aprovechó
ese domingo para inducir a su sobrino de tres años. Logró que la
criatura ingresara por sus propios medios a la piscina de la casa y se
ahogara. No bien vio que el niño se acercaba al borde, dejó la poltrona y
se refugió en la sala de televisión. Cuando descubrieron el cuerpo
flotando, su hermana responsabilizó a la nana descuidada. Miguel
Ángel no derramó una lágrima ni le tembló la mano. No se interesó por
los detalles. La familia conocía su discapacidad afectiva y lo ignoró. Al
llegar a casa pensó en lo sucedido y se maravilló de su don. Lo ocurrido
reforzó la vocación de psicólogo que corría por su mente.

Diez y siete años atrás, Miguel Ángel se adelantó dos meses para ver
la luz natural. Nació morado, lloriqueando débilmente y con flacidez
muscular. El pediatra se esforzó para recuperarlo y la incubadora
terminó lo que faltaba. Al año su madre se dio cuenta que algo no
andaba bien con el primogénito. La mirada clavada en un punto fijo,
poca predisposición para el llanto y ociosidad motora para moverse la
obligaron a consultar. El neurólogo no se animó a dar un diagnóstico y
prefirió esperar que el tiempo aclarara los síntomas. El infante creció
respetando las curvas de desarrollo normal y el tránsito escolar
discurrió sin inconvenientes. No fue un alumno brillante sino uno
promedio que se caracterizó por expresarse en un lenguaje coherente y
de pensamiento articulado. Mostró marcado desinterés por asuntos
propios de la edad y la desafección emocional lo llevó a aislarse por
épocas, a ausentarse de la chismografía barrial y a rehuir las fiestas de
quinceañeras. En el ámbito familiar le daba igual celebrar un
cumpleaños que un funeral. El exagerado rechazo a la interacción social
motivó el peregrinaje por los sicólogos de moda. Gracias a ellos se
involucró en el conocimiento empírico de la personalidad, carácter y
temperamento humanos. En el patio del recreo disfrutó analizando las
miserias neuróticas de sus compañeros de aula. Jamás le vieron llorar
ni cuando Ruiz le rompió la ceja de una trompada.

La figura esmirriada de Miguel Ángel, similar a un quijote moderno,


le confería la extraña autoridad que tenía sobre sus congéneres. El
rostro, cincelado en ángulos definidos en los pómulos y martillado en la
quijada agresiva, contrastaba con los dedos largos y armónicos. Los
movimientos de hombros hacia atrás parecían ponerlo a la defensiva.
Capaz de asustar con la mirada, la profundidad de la misma podía dar
fe que en el azul de sus ojos nadaban los delfines próximos al abismo.
En pocas palabras, el muchacho tenía el fenotipo para navegar por la
mente humana y destrozarla si quería. Ingresó sin problemas a la
universidad y luego de seis años sus padres lo recompensaron con el
consultorio moderno, donde manipularía la imaginación, deseos,
frustraciones y anhelos de sus pacientes. Los liberaría de demonios o
encarcelaría en jaulas cuyas llaves solo él manejaba. El horizonte
terapéutico se prolongaba más allá de esa zona de confort y se creía
dueño del mundo. Se consideraba el semidiós que determinaría quién
viviría y quién no. En fin, gobernaría los sentimientos ajenos e induciría
al suicido cuando lo quisiera. No sentía afecto por nadie y se
desarraigaba tan rápido como quien cambiaba la camisa.

Mariela se incorpora del asiento tan pronto la recepcionista anuncia


su nombre. Ingresa dubitativa y Miguel Ángel la recibe con una amplia
sonrisa. Se sorprende con la belleza de la colegiala violada. A partir del
besito de bienvenida en la mejilla, Mariela piensa que quien está en
frente de ella puede ayudarla. El secreto de su violación ha quedado
guarecido en lo más íntimo de su círculo, ni su padre lo sabe. Miguel
Ángel la conduce hábilmente por el camino de la autocompasión. Lo
hace tan sutilmente que la quinceañera no se percata del embuste y
que la solución está en el salto al vacío. La víspera del suicidio, Miguel
Ángel, además de tener sexo con ella, la convence que está lista para el
encuentro con Dios. Hacerlo significa redimir los temores e ir a la otra
vida a disfrutar la sexualidad. Mariela, antes de lanzarse, reza en voz
baja y la distancia que la aproxima al suelo la purifica. Esa es la
promesa que celebra al tener el orgasmo de su liberación.

La muerte de Mariela fue el primer nombre escrito en la libreta.


Miguel Ángel juega con el lapicero mientras trata de identificarse con el
llanto de Luis Felipe. El universitario de veinte años gime desconsolado
mientras relata las peripecias que sufre para mantener encubierta su
homosexualidad. No precisa, le dice al psicólogo, cuánto tiempo más
aguantará la indecisión. El homosexual sabe que destrozará a su madre
y probablemente su padre le meterá un tiro. Confiesa estar enamorado
de un compañero y que en sus noches de insomnio se masturba
compulsivamente para guardarle fidelidad. Miguel Ángel le dice que él
también es gay y se solidariza con él. Pone ejemplos de autoridades y
gente conocida que demoró en salir del closet y al hacerlo, resultaron
ser felices. Poco a poco, la suavidad de sus consejos y la parsimonia de
su lenguaje corporal tranquilizan a Luis Felipe y lo preparan para
llevarse el secreto al más allá. El psicólogo hace un trabajo de filigrana
para inducirlo a la intoxicación letal con veneno para roedores.

La noticia en los diarios sobre la muerte del joven no sobresaltó a


Miguel Ángel. La tomó con tanta naturalidad que incluso viajó a la selva
para unas sesiones espiritistas. El paso de los días reafirmó su
condición de todopoderoso. Podía tratar convencionalmente a sus
pacientes y reservar la inducción al suicidio para ocasiones especiales.
En el ínterin fue ganando prestigio en la juventud. Los dos suicidas
pudieron ennegrecer su currículo, pero fueron bien manipulados y logró
ventaja antes que descrédito. Fue así que, en medio de la rutina
terapéutica clásica, irrumpió en su vida Julio César y sus demonios
invisibles. El novel escritor, aficionado a la novela negra y amante del
universo zombie, cayó de rodillas implorando sus servicios. El psicólogo
se ganó la confianza al decirle que él solucionaba cualquier problema
existencial menos la muerte. El hombre de letras suspiró hondamente y
se franqueó sin ambages. Refirió ser pedófilo en potencia. Nunca
progresó en sus intenciones, pero la llegada al condominio de un niño
de seis años lo descompaginaba. Lo vigilaba en el parque y se había
ganado la confianza de la madre en las áreas comunes del predio.
Ansiaba sentir la tibieza de los labios del pequeño en su falo. Miguel
Ángel lo observó detenidamente y elaboró la estrategia para que Julio
César matara al niño y luego se suicidara con la misma arma. Él mismo
le agenciaría el revólver. Empezó la titánica tarea de convertir a ese
individuo en criminal. El resultado se concretó a los dos meses. Los
noticieros anunciaron la muerte de la criatura a manos del hombre que
se mató antes que la policía anti secuestros lo detuviera. El psicólogo
hinchó los pulmones con aire y resopló enérgicamente. Prendió un
cigarrillo y le anunció a la secretaria que al final del día tendrían sexo.

Le ocurrió dos veces. La primera escuchó a la recepcionista


despidiéndose cuando ya lo había hecho treinta minutos antes. Salió y
solo encontró la soledad del consultorio vacío. La segunda fue la voz de
su madre reclamando su presencia en la parrilla dominical. Aquel día
no hubo evento social y se quedó con las ganas de un buen churrasco.
Esos dos episodios, tan nítidos en el aire, sirvieron para ponerlo en
alerta. Miguel Ángel empezó a desconfiar de los espejos. Tanto el del
baño, al afeitarse, como los que se cruzaban en la vida diaria, le
devolvían miradas angustiantes. Su imagen reflejaba muecas y le
lanzaba reojos sarcásticos. Al desconcierto visual se añadieron
episodios acústicos. Frecuentemente escuchaba órdenes y consejos. A
media noche despertaba asustado por la pesadilla de turno. Saltaba de
la cama y salía a tomar aire al jardín. La vida se le complicó, desatendió
el aspecto y aseo personales. Cada vez era más repetida la inasistencia
al consultorio y de a pocos fue perdiendo clientela.
Miguel Ángel Arróspide, el psicólogo inductor de suicidios, lidiaba
con voces internas que lo llevaban por el desfiladero de la crisis
paranoica y no quería aceptar ayuda profesional. Le reclamaban
valentía para cumplir con lo que más sabía. Él mismo se estaba
induciendo al suicidio. Se convenció que, al igual que los jóvenes a
quienes indujo, la solución a sus problemas era matarse. Escogió
ahorcarse y sentir el bamboleo del cuerpo mientras los espasmos lo
dejaban sin aire. Calculó la altura necesaria que garantizase la muerte
y la encontró en la cabaña de la casa de campo paterna. La decisión
estaba tomada y el nudo apretándole el cuello lo seducía mientras
escuchaba la voz de su conciencia.
Piura, Perú, Médico-Cirujano. Administrador de Escribideces-
Oswaldo Castro (Facebook), colaborador con Fantasmas extemporáneos
(relatos cortos), Fantasmas trashumantes (mini relatos) y Fantasmas
desubicados (micro relatos).

Publicaciones en más de 40 portales, páginas web y revistas digitales


peruanas y extranjeras.

Menciones honrosas y premios literarios

PUBLICACIONES EN FISICO:

Mi cuento “LA SIRENA” obtuvo el 1er. Lugar en el Certamen


Internacional de Narrativa “Vientos del desierto”, diciembre 2018, e
integra la antología de la Editorial argentina Equinoxio.

Micro relatos publicados en Grandes micro relatos de la Editorial


argentina Equinoxio (2019).

Mi Cuento “HERENCIA JAMAIQUINA” integra la Antología “Brujas”


de la editorial peruana El gato descalzo (2019).

Mi cuento “PRODUCTO INCOMPLETO” integra la antología


CUENTOS DE TERROR de la Editorial argentina Equinoxio (2019).

Mi cuento “TABERNA MUELLE AL INFIERNO” integra el número 2 de


La taberna de Innsmouth de Cathartes Ediciones de Chile (2019).

Micro relatos integran la antología sobre gatos de la Editorial


cartonera chilena La fonola cartonera (Chile, 1019).

Mi libro de cuentos “JUNTA DE PROPIETARIOS” fue publicado por la


editorial argentina Equinoxio (2019).
Tania Huerta

Desperté con el cosquilleo insoportable de la mala noche anterior, mi


inaguantable brazo lleno de imaginarias hormigas no dejaba de
picarme, había dormido sobre él y ahora afrontaba las consecuencias de
mi descuido. Traté de no moverlo, de no sentirlo hasta que la sensación
de adormecimiento pasara pero me era imposible, parecía que mi terca
voluntad se resistía a hacer caso a mis órdenes y con desobedientes
espasmos, mi brazo entumecido se movía, haciéndome sentir el más
agudo dolor.

Abrí y cerré los dedos con la esperanza de que la sensación pasara


pero la seguía sintiendo con la misma intensidad.

Me levanté de mi cama caminando alrededor de mi cuarto, moviendo


el brazo, agitándolo en el intento de que la sangre regresara a irrigar los
abandonados vasos sanguíneos y que su función volviera a la
normalidad.

La sensación de picazón y dolor no pasaban, decidí tomar un baño,


el chorro de agua caliente seguro relajaría los nervios de mi miembro
adolorido.

El golpe del agua en mi frente fue tranquilizador, las gotas tibias


caían por mi cabello mojándolo, pegándolo a mi nuca, abrazando mi
cuello con cristalinos hilos. El calor hizo estremecer mi espalda y los
delgados vellos que cubrían mi columna vertebral se erizaron en una
innegable sensación de placer.

El agua corría libre, candorosa por mis músculos agarrotados por el


dolor, pero mi brazo seguía quieto, inmóvil a mi voluntad pero no a los
espasmos que venían en cualquier momento.
Me sequé y rodeé mi cintura con la toalla. Miré mi imagen al espejo,
levanté el brazo opuesto al afectado limpiando el espejo empañado que
dejó ver mi cuerpo mutilado. Traté de sobarme el brazo no existente,
aquel que me picaba y dolía, aquel entumecido que no existía. Mi mente
no aceptaba que ya no estuviera ahí.

Abatido por mi reflejo, me dejé caer en una esquina del baño,


sentado sobre la toalla que absorbía el agua que derramé al bañarme.
Comencé a sobar mi muñón retorcido, mis dedos pasaban suavemente
por las depresiones de la piel arrancada y cosida. Aun era sensible al
tacto, más sensible que otras partes de mi cuerpo. Ardía a veces, otras,
como ahora, picaba y dolía. Levanté las rodillas metiendo mi cabeza
entre ellas, una sonrisa arqueó mi boca en una mueca de nostálgica
felicidad mientras miraba el suelo húmedo, la toalla pegada al piso y
mis testículos que descansaban sobre ésta, arrugados, flácidos. Mi
pene, retraído por la tranquilidad del momento, parecía mirarme con un
solo ojo por entre mis piernas, como acusándome de la pérdida de aquel
miembro.

Pero ¡hombre! De no haber sido por él, por las erecciones de la cual
era protagonista por culpa de mi miembro superior, aún tendría mi
brazo. Mi brazo derecho, el de la mano masturbadora, el de los dedos
penetradores que no respetaban género...ni edad.

Cerré los ojos y mi mente y oídos se llenaron de sus risas, las risas
de mis niños que tanto disfruté, mi miembro fantasma volvió a sentir el
tierno roce de sus cabellos delgados, de su piel impoluta, de la
humedad de sus labios infantiles. El recuerdo de su olor a inocencia
estremeció mi vientre endureciendo la base de mi pene que toqué
involuntariamente con mi ahora, única mano. La otra, aun sentía.

«Sabios doctores que me dijeron que mi cerebro deformaba los


recuerdos del miembro amputado creyéndolo aun en el cuerpo ¡cuánta
razón tenían!» pensaba mientras remembraba los placeres que me dio la
mano diestra, podía sentir cada yema de mis dedos tocando, abriendo,
escudriñando los cuerpos infantiles que se retorcían de dolor, que
lloraban de miedo, que se orinaban de pavor. Aun sentía el palpitar de
sus cuellos, el latir de sus venas bajo la piel siendo estrangulada. Eran
tan pequeños, solo necesitaba una mano para rodear sus gargantas,
para apretarlas, para que mis dedos queden marcados en sus cuellos
hasta que el último aliento de vida bañara mi rostro en un postrero
beso.

Sus pieles se tornaban gelatinosas a los dos o tres días de muertos,


tan suaves que se deshacían entre mis dedos cuando pellizcaba sus
yertas mejillas o sus frías nalgas. Igual me gustaba rodearme de ellos al
dormir «los ángeles siempre cuidan tu sueño» recordaba las palabras de
mi madre, tan dulce, tan abnegada. Tuve una infancia feliz y un hogar
amoroso.

Una carcajada estalló en el baño, la mía, que rebotaba en las


paredes volviendo a mí una y otra vez. Pensaron que sin mi brazo, como
cualquier animal mutilado, dejaría de sentir el placer que éste me
brindaba, pensaron en el arrepentimiento que seguiría al verme partido,
incompleto. Pero eso es algo que no pasará. El miembro fantasma es un
síndrome que se puede mantener toda la vida. No me quitarán la
sensación de los cuerpos de sus hijos, de mis dedos en su interior, de
mi mano quebrando sus huesos. No pueden quitarme lo que ya no
existe. Ni siquiera pueden castigarme haciendo que me pudra en alguna
cárcel. La cárcel es para asesinos calculadores, que actúan con
premeditación, alevosía y ventaja. No para un tipo como yo, no para
alguien que se desprende de su propio brazo frente a una turba de
padres doloridos, no para quien clava un cuchillo en su propia piel, la
parte, ve como se abre como una boca sanguinolenta escupiendo el
viscoso y rojo líquido que baña el cuerpo y se desliza por las piernas, no
es para quien incapaz de cortar el hueso que lo unía a su brazo, lo
estrella contra la pared hasta astillarlo, hasta desprenderlo para
mostrar su “arrepentimiento” por los crímenes cometidos.

—Pobre tipo —comentan cuando pasan a mi alrededor—, pobre


orate, no sabe lo que hace, está loco —los oigo decir siempre mientras
les dedico mi mejor sonrisa y aprieto una bolita antiestrés entre los
dedos de mi mano izquierda, hay que ejercitarla, los pacientes
ejemplares como yo, no se quedan aquí por siempre.
Directora y fundadora de la Revista de Literatura Oscura Aeternum
(https://www.facebook.com/Revista-Aeternum-1759275784129961/)
en donde publica la revista Orbi Occultatum que incluye sus cuentos
“Inocencia” y “Alas marchitas”. Publicó el cuento “El Pelado Jairo” en la
antología Horror Queer, así como el cuento “Aconitum” en la antología
Steampunk Terror de Editorial Cthulhu (2018) y los cuentos “Abuela” y
“Plantación” en la antología Literal de Editorial Autómata (2018). Su
cuento “Piedra Negra” se publicó en la antología Cuentos Peruanos
sobre Objetos Malditos de Editorial El Gato Descalzo (2018). El cuento
“Esther”, se publicó en la antología Pesadillas II de Editorial Apogeo
(2018). “Tu Fotografía” fue publicado en la Primera Antología Erótica de
la Revista Letras entre Sábanas (2019). Su cuento “Toros” fue incluido
en la Antología Letra Infausta de la Revista El Asilo de Arkham (2019).
“Del Amor y otras Guerras” fue publicado en la antología Depredador de
Blog español Historias Pulp (2019). Participó como escritora invitada en
la Antología Num. 6 de la Revista Virtual Letras y Demonios con su
cuento "Adopción". Su cuento “Amor Eterno” fue publicado en la
antología Cuentos sobre Brujas de Editorial El Gato Descalzo (2019).
Cuentos varios de su autoría han sido publicados en diferentes
antologías virtuales nacionales y extranjeras. Es dueña del Blog Pies
Fríos en la Espalda (http://piesfriosenlaespalda.blogspot.pe/).
Kristina Ramos

No me gusta hablar del tema y estando a puertas de que se me


apague la vida, me obligan a contarles mi versión de los hechos. ¿Por
qué lo hacen?, no se compadecen de este pobre viejo. Nunca se lo había
contado a nadie y no pensaba hacerlo. Quieren saber si estoy loco,
lamento decepcionarlos profundamente y para que se den cuenta les
contaré la historia.

Todo comenzó un 07 de diciembre de 1965 cuando aún vivía en mi


pueblo natal. Recuerdo las calles rusticas de mi querido San Luis que
en esa época se abarrotaban de gente armando las carpas para la feria
de navidad, sin embargo el clima era frio y lluvioso, el cielo gris no
contrastaba con la alegría de las fiestas. En ese entonces era un joven
apuesto, de piel trigueña y pelo castaño, con unos expresivos ojos
azules que siempre presumía. He de confesar que me gustaba ser todo
un conquistador, sin saber qué días más tarde conocería al amor de mi
vida. Su nombre era Luisa, una bella mujer de la capital. Su cabello
dorado resplandecía y contrastaba perfectamente con sus delicadas
facciones, su piel bronceada deleitaba mis sentidos. Intenté muchas
veces acercarme a ella, sin embargo mis intentos eran en vano. Ni
siquiera volteaba verme.

Mi vida había cambiado desde ese instante, no podía comprender el


porqué de sus desplantes. Todas las tardes la contemplaba, ella se
sentaba al lado de su madre en su pequeño puesto de comida. Parecía
una muñeca con su cabello recogido, sus mejillas rosadas y sus
delicados labios rojos. Usaba un vestido azul que le llegaba hasta los
tobillos y una delicada chompa blanca de hilo, parecía un ángel y eso
me encantaba.
Conforme pasaban los días, comenzaron los rumores. Las malas
lenguas decían que Lucía no era una persona normal, nunca nadie le
había escuchado hablar y la mirada siempre la tenía fija, como mirando
a la nada. Rápidamente se volvió el tema de conversación de todas las
señoras del barrio, la veían despectivamente y prohibían a sus hijas
acercarse a la “Mongolita” que cruelmente le decían.

A mí me dolía de sobremanera escuchar cada palabra cruel que


salían de la boca de esas víboras venenosas, he de admitir que ella tenía
un comportamiento extraño, pero no justificaba el desprecio de la gente
del pueblo. ¿Acaso yo era el único que veía más allá?, que no la veía
“diferente”, me preguntaba a diario.

Así que decidí hacer algo para que se diera cuenta de mi existencia y
de lo mucho que me importaba, asumí el reto de escribirle una nota
invitándola a comer un postre de calabaza, mi madre lo preparaba
delicioso y podía convencerla para el fin de semana. Rompí una hoja de
un cuaderno viejo que tenía mi hermana menor en su mochila y
comencé a escribir, sé que tengo cierta dificultad para concentrarme,
sin embargo hice mi mayor esfuerzo y las palabras surgieron como por
arte de magia. Esperé a que se haga de noche y deslicé la nota por
debajo de la puerta de su casa, con la esperanza de obtener un si como
respuesta.

Me sentía bobo y demasiado cursi, nunca había experimentado esta


sensación por nadie y nervioso me fui a descansar.

Pasaron siete días y no obtuve una respuesta, ella nunca vino a


buscarme. Triste y sin fuerzas para seguir insistiendo, decidí quedarme
en casa. Mi madre preocupada por mi estado emocional, intentaba
levantarme el ánimo, tratando de convencerme que no era la una chica
del pueblo y que debería dejar de insistir, pero yo no quería escucharla.
Era joven, muy joven y no entendía razones.
Al octavo día muy temprano, la voz de mi madre llamándome
retumbaba en mis oídos. No quería salir de mi cama, pero ella insistía
hasta el cansancio. Después de una hora, bajé todo demacrado, con
ojeras y en pijama. Mi sorpresa fue grande, cuando vi que en medio de
la sala se encontraba la mamá de Lucia y llevaba mi nota entre las
manos. Ella al ver mi rostro desencajado, pidió que la escuchara un
momento y accedí. Duramos horas conversando, era una mujer amable,
pero con una tristeza muy profunda. El dolor lo llevaba por dentro, ya
que su única hija era totalmente ciega y no comprendía porque se
comportaba como una niña pequeña. Eso le trajo muchos problemas y
para evitar que su hija sufra la cuidaba todo el tiempo. La señora se
disculpó por no haber venido antes y se retiró. Ahora lo entendía todo,
por qué nunca me miraba y jamás había reaccionado a mis saludos,
igual después de todo decidí acercarme, sentía que era especial.

***

Cambié de táctica y por una semana seguí todos sus pasos


buscando el momento propicio en que se encontrara sola para dirigirle
la palabra. Me di cuenta que muy temprano su madre iba al mercado y
dejaba a Lucia en casa, la señora demora alrededor de dos horas,
tiempo suficiente para poder buscarla y conversar un poco. Con
grandes precauciones después de tener todo calculado, un día antes de
navidad fui a buscarla.

Me posé frente a la puerta, respiré profundamente me armé de valor


y toqué con insistencia. Después de unos cinco minutos, una dulce voz
se oyó del otro lado de la puerta, preguntando quién era y qué quería.
Quedé asombrado de lo hermosa que era su voz y respondí
tartamudeando. Le dije que mi nombre era Nicolás y deseaba conocerla,
conversar con ella. Pero no abrió la puerta, me puse triste pero a la vez
sabía que era una reacción normal. Nadie le abre la puerta a un
desconocido. Esperé que pasaran las fiestas y casi a finales de
diciembre decidí retomar mis intentos por tener contacto con ella.
Repetí el proceso muchas veces, hasta que por fin una tarde de Enero
me abrió la puerta y con tono burlón me dijo: ¿Nunca te cansas?, a lo
que respondí con un rotundo no.

Ese fue el inicio de una maravillosa amistad, me encantaba su


inocencia. Su compañía lo era todo, conforme fue pasando el tiempo
compartimos muchas penas y alegrías, pero siempre así; a escondidas.
A veces hasta llegaba a asustarme el grado del amor que sentía por ella,
estaba dispuesto a dejarlo todo con tal de seguir a su lado. De su parte
sentí que no le era indiferente, sus muestras de cariño, me ilusionaban.

Recuerdo que una de las cosas que siempre me pedía, era el poder
tocar mi rostro. Decía que no podía verme con los ojos, pero si con el
alma. Nuestro primer beso fue mucho después, cuando habían
transcurrido dos años. Nos hicimos enamorados a pesar de que su
madre siempre se opuso, cuando descubrió nuestros encuentros
clandestinos la señora literalmente casi se muere, y muy a su pesar nos
seguimos la relación. Nuestros encuentros cada vez eran más cercanos,
su tersa piel me excitaba demasiado y la pasión que sentía por ella era
inevitable. Sin embargo a ella parecía una niña, tan inocente o al menos
eso creía yo.

***

Al tercer año de nuestra relación, su comportamiento comenzó a


cambiar tras una cadena de sucesos extraños, entre ellos la muerte de
su madre. Se sumió en una profunda tristeza y muchas veces resultaba
hostil conmigo. Sin embargo yo entendía por lo que estaba pasando.
Decidí irme a vivir con ella para que no se sintiera sola, al cabo de unos
meses le propuse matrimonio y ella aceptó. Los días siguientes
transcurrieron igual y pese a mi alegría y a todos mis esfuerzos, su
semblante me seguía resultado extraño. Resulta muy difícil describir lo
que ella sintió entonces, el desmoronamiento de la tranquilidad de
nuestro hogar era inevitable.
Sufrió un brusco deterioro en sus facciones, se volvió fría y
controladora, en el fondo sabía que me tenía en sus manos por el
profundo amor que yo sentía. El silencio en casa se volvió constante, no
quería que nadie nos viniera a visitar, alejó a mi madre con su
comportamiento extraño y por momentos rompía en llanto y otros reía
a carcajadas.

Y por más que quise rendirme una voz dentro de mi corazón me lo


impedía, yo siempre estuve ahí para ella, ayudándola en todo. Realizaba
los quehaceres de la casa con la mayor rapidez posible, la trataba con
cariño; más de lo habitual. La acariciaba cuando advertía que su
expresión de tristeza y melancolía la dominaban, aun así sentía que no
era suficiente. Si tan sólo pudiera aliviar su dolor y la carga de vivir en
las tinieblas, lo hubiera hecho sin dudar. De ser necesario mis ojos,
serían de ella.

Durante las semanas siguientes el cansancio me iba consumiendo y


ella un rincón maldecía su destino. Era, tal vez que la influencia de
todos los rumores mal intencionados, de los desplantes y palabras de
desprecio con la que la señalaban, su ceguera era un impedimento para
que realice sus sueños. La llenaban de un profundo odio hacia la
humanidad, nuestras noches eran gélidas y la niebla sumía las calles
de San Luis en una atmósfera vaporosa y lúgubre, las aceras húmedas
por las continuas lluvias yacían solitarias. Así como nuestras vidas, las
lágrimas de desconsuelo rodaban por sus mejillas todos los días y sus
sollozos se escuchaban a través de las paredes.

La sensación de desesperanza al ver que mi hermosa mujer se


convertía en un mueble más de la casa, me sumió en un estado agónico
de frustración. Lucía se moría sin remedio, la tristeza me la arrebataba
de los brazos y me desesperé ante la idea de quedarme solo. Así que me
dediqué a investigar, si había alguna solución ara su ceguera.
En el pueblo contábamos con un solo establecimiento de salud y el
médico no siempre se encontraba disponible y pasaron un par de meses
para que accediera a mi petición de conversar sobre el caso de mi
esposa. Me dijo que él no podía tratarla ya que el pensar en un
trasplante de corneas parecía inalcanzable y me aconsejo que la llevara
donde un psiquiatra y evaluara todas sus facultades mentales. Deslizó
sobre su escritorio un papel, con el nombre y la dirección de un
especialista en la capital.

Yo era un hombre de campo y no sabía si ese dichoso papelito me


serviría de algo, pero era lo único que tenía, una luz de esperanza se
vislumbraba a lo lejos y mi corazón me decía que me arriesgara a todo
para recuperar a mi Lucia. Esa tarde al salir del consultorio, caminé sin
rumbo bajo la lluvia, miles de pensamientos cruzaban por mi mente
mientras rogaba a Dios ella aceptara viajar a buscar al dichoso médico.

Cuando llegué a casa, entre a la sala y me aproxime al sillón donde


se encontraba mi esposa. Al sentirme, dijo que había demorado mucho
más de lo normal con una voz de fastidio y con mis sentimientos a flor
de piel, me arrodille ante ella y la abracé con fuerza. Rompí en llanto y
por primera vez en mucho tiempo, no sentí su rechazo. Me hizo una
serie de preguntas, entre ellas porqué había demorado tanto en llegar.
Le comenté donde había estado y con mi voz entrecortada, el llanto
brotó de mis ojos. Sin embrago yo le dedicaba mi vida entera y para que
se sintiera mejor le dije que iríamos a buscar un médico que pudiera
revisarla y ver la posibilidad de que algún día pudiera recobrar la vista.
Me dijo que lo pensaría, me acarició el rostro y me agradeció la
preocupación. Esa noche, se convirtió en la más larga de mi vida, el
insomnio se apoderó de todo mi cuerpo y por los días siguientes seguí
insistiendo en el tema, poco a poco note que andaba cediendo y yo me
hacia la idea de que nuestro viaje se encontraba muy cerca.

Los días se volvieron más complicados, trabajando muy duro para


juntar el dinero que necesitábamos, nunca me atreví a decirle lo del
psiquiatra tenía miedo que se arruinara todo el esfuerzo que estaba
realizando y de un momento a otro su estado de ánimo había mejorado,
se despertaba haciendo gala de su espíritu burlón, haciéndome reír y
todos los días me acariciaba el rostro con ternura, agradeciéndome cada
gesto de amor hacia ella.

Más aliviado sentí que volvía a ser la misma, su cálida sonrisa


recobraba ese poder que tenía sobre mí y una irresistible atracción me
llevaba hacia ella, nos dirigimos al dormitorio y una vez dentro de la
cama la tomé entre mis brazos y la acomodé encima de mí, mientras
acaricia su cuerpo desnudo debajo del ligero vestido que llevaba puesto.
Un enorme placer nos invadió y entre gemidos y suspiros hicimos el
amor. Tuve suerte de que me correspondiera y me aferre a ella tanto
como pude mientras le susurraba al oído cuanto la amaba.

De pronto me preguntó con insistencia, si yo sería capaz de todo por


ella y le respondí que sí. Fue cuando me abrió su corazón y me contó de
como la maltrataba su familia, incluida su madre que la aisló del
mundo, encerrándola por la vergüenza que sentía al tener una hija
anormal y confesó que ella la había envenado por el odio que le tenía.

No podía creer lo que me contaba y en ese instante me hizo jurarle


que la ayudaría en su venganza contra todos los que la despreciaron
siendo yo sus ojos. Me abrazó y me susurró al oído ¿Quieres verme
feliz? ¿Quieres verme feliz? Y yo asentí con la cabeza. Esa noche fue
larga y oscura, no podía dormir pensando en lo que me había dicho mi
amada Lucía.

No dude ni un instante y con el dinero que habíamos juntado nos


mudamos a una casa más grande y alejada. Descartamos el viaje, ya
que entendí que el problema de todos sus males era el maltrato que
había sufrido, mi bella esposa y movido por un sentimiento de odio al
día siguiente salí de casa sin decir nada y comencé la cacería. Todas las
personas que secuestraba pasaban por un proceso sencillo donde el
dolor era aun mayor al que sintió ella con su desprecio.

Me refugié en el rincón más alejado de la casa, acondicionamos una


habitación donde los encerrábamos y los dejábamos sin comer por seis
días, entre llanto y desesperación suplicaban por su vida. Yo los
observaba por medio de una ventana mientras a ella disfrutaba
escuchando su sufrimiento. Al séptimo día se les amarraba a una silla,
cuando estaban totalmente inmóviles, ella entraba y me pedía que la
ayude a sacarles los ojos con una cuchara ella con determinación y a
sangre fría incrustaba el utensilio con fuerza, hasta extraer los globos
oculares.

Los alaridos de dolor eran desgarradores y la sangre emanaba a


raudales, pero ella con mi ayuda se encargaba de raspar bien el área
hasta dejarla limpia. Mientras les repetía ¿Qué se siente estar en las
sombras? Mientras los golpeaba en las heridas y la mayoría se
desvanecía en el acto. Cuando eso sucedía Lucia se iba a descansar,
mientras yo soltaba a las ratas para que hicieran lo suyo. Habíamos
dispuesto todo lo necesario para el enterramiento clandestino en el
patio trasero de la casa, colocaba lo que quedaba de esos desdichados,
debajo de los arboles mientras la suave brisa del viento golpeaba mi
rostro una satisfacción enorme colmaba mis sentidos y así una por una
cayeron todas las personas alzaron su voz en contra de mi mujer. Mi
único pago, era verla ser feliz.

Durante años el horror se apoderó de nuestro hogar, mientras


cuidaba a mi amada Lucia. Ella protegía con recelo la cajita de madera
que yo mismo le construí para que coleccionara los ojos inertes de esas
infelices criaturas…

***
El horror se apoderó de las enfermeras del acilo de ancianos, donde
cuidaron al Sr. Nicolás tras la muerte de su querida esposa. Sin
sospechar que la leyenda de los coleccionadores de ojos seria cierta y
aún después de muertos seguirían acechando, desde las sombras.
Escritora, Co-Directora y Fundadora de la Revista de Literatura
Oscura Aeternum, donde publica la Revista Orbi Occultatum, aparecen
sus cuentos «Misterio Marino» y «Viuda Negra». Además su cuento
«Sanguijuelas» fue publicado en la antología y la audiorrevista «Un
Mundo Bestial» de la revista digital Historias Pulp (España).También
publicó su cuento «Sangriento San Valentín» en la antología «Un San
Valentín Oscuro» (México) y el cuento «La Carnicería» fue publicado en
la antología «El monstruo el humano» de Editorial Cthulhu (Perú).El
cuento «Jardín del Edén» fue publicado en la antología «Tenebrarum IV»
(México). Asimismo publicó en la Revista Literaria Ibídem 3 su cuento
«Muñecas» (México) y en la Revista Letras y Demonios publicó su cuento
«La venganza del cerdo» (México).

Otros cuentos han sido publicados en antologías nacionales y


extranjeras.
Luis Bravo

Abrazo mi cuerpo, dominado por esa aprensión helada, esas garras


que rasgan mi piel etérea y vulneran mi corazón, apretándolo con
violencia, como lo haría un águila a una cría recién nacida. Mi cerebro
me manda alertas, impulsando la adrenalina hacia mi agotado corazón,
pero mi mente sabe que no hay ningún peligro contra el qué luchar…
siento como las lágrimas surcan mis mejillas y recuerdo que no hay
manera de defenderse de un enemigo que es imposible de ver.

Giro mi mirada hacia abajo, en la planta baja del edificio la gente se


arremolina, como sanguijuelas en un pozo lleno de sangre y
excremento. Sonrío, ausente de placer, pero con el orgullo brillando en
mi mirada.

«La vida, ciertamente, es una puta contradicción».

Necesito de inmediato aquello que me alivia los síntomas de mis


recurrentes ataques de pánico… así que llamo a Alicia, quien, siendo el
chiste más refinado de esta decadente sociedad. Ahora es mi más ardua
seguidora.

Tras dos leves tonos de espera, que para mí fueron eones de


desolación, la extasiada voz de Alicia rompe en el altavoz:

«¿Pasó algo? ¡Todo el mundo quería tomarse foto contigo y


desapareciste! No me digas que tienes otra crisis…».

Di topes al celular, nuestra manera de comunicarnos: código morse.

«¡Aguanta!, allá voy», luego colgó y el silencio hizo que las garras se
volvieran más filosas y despiadadas.
Mordí mi labio y comencé a recordar el inicio de este ilógico destino.

***

—¡Otra unidad de sangre a la 245! —sentía que mi cuerpo se movía


pero no podía abrir mis ojos ni pronunciar palabra—. ¡Paro! ¡Fernando,
las paletas! Cinco, cuatro, tres, dos, uno. ¡Despejen!

Unas garras de fuego surcaron con violencia mi cuerpo y asieron


dolorosamente mi corazón, sentí tanto dolor que abrí mis ojos y sólo vi
sangre, mi cuerpo se había convertido en una marea rojiza, punzante,
melancólica.

Y ahí fue la primera vez en que esas garras heladas se apoderaron de


mí. El dolor no era nada en comparación a ese estado de intenso
desconcierto, impotencia y soledad.

Lo que para mí fue una pestañeada, para el mundo despierto fueron


cinco meses de cientos de cirugías, tratando de salvar lo insalvable.
Cuando por fin tenía plena conciencia para decidir sobre mí, me opuse
a que me intervinieran, por enésima vez, las manos y las cuerdas
vocales. Decidí cavar mi propio foso sepulcral en busca de lo que en ese
momento anhelaba con tanta fuerza: la muerte.

La prisión de carne me retuvo en una camilla otros meses más, en


los que tuve como obligación ver cómo el mundo se destruía a sí mismo
con la más antigua de todas las mentiras: la libertad de expresión.
Curioso, que por ello, por esa… tan llamada, igualdad, hubiera perdido
mi vida para siempre. Ni la cirugía ni el canto ni la música, formarían
parte de mi ser, nunca más.

Sonreía al recordar el poder que tenía para sanar hasta al más


enfermo, para aliviar hasta al más deprimido; aún, mis temblorosas
manos recordaban la sensación del escalpelo, la suave caricia de las
cuerdas del violín y el sagrado cántico que canalizaba desde mi alma.
Pero todo ello me fue quitado por su incesante sed de venganza.
Recuerdo cómo carcajee en silencio, al escuchar a un cerdo humano, a
un primate salvaje, decir a viva voz que querían el cese de la violencia…
causando aún más violencia, querían que cese la masacre, desatando
una guerra sin cuartel contra quien sea que pensara distinto.

La policía no tardó en llegar.

Y me sorprendí al entender que no habían cargos que imputar, ya


que, debido a la presunción de culpabilidad que se tiene que observar
en estos tipos de casos, y que, por mi «infortunado» parentesco al
agresor, la víctima actuó en visible defensa propia. Los policías me
instaron a presentar cargos y hacer una demanda.

Pero…

Si mi vida se estaba convirtiendo en un chiste, entonces decidí


contrariar al destino, disfrutando mi papel en la mejor de las comedias.
Así que callé —¿Qué original, no?, callar sin voz—, negué haber
escuchado algo, ni recordar nada de lo sucedido, aceptando la libertad
de la acusada.

Mientras que en mi cabeza se reproducía el profundo corte que


ahogó mi voz, los furiosos golpes que hicieron polvo mis huesos, aquella
mujer que se acercó hacia mí, en discreto silencio, murmurando a mi
oído: «Te lo dije, no debiste dejarme, bastardo, ahora entenderás cuando
te dije que te amaba hasta la muerte». Y una vez que me bajaron el
pantalón, los rostros de sorpresa al ver que no había miembro que
amputar pues yo no era mi hermano mellizo, a quien querían matar y
que, jocosamente, había muerto hace una semana por sobredosis.

Aquél que sufría de desórdenes de ansiedad desde niño y ataques de


pánico que nunca le permitieron ser una persona «normal», y que yo, en
la cúspide de mi carrera como cirujana, cantante y violinista; había
abandonado a su suerte como se hace con un animal enfermo.
Recordaba con suma claridad, la voz, el rostro y el nombre de
aquella persona que me arrebató todo en la vida. Pero permanecí en
silencio y disfruté de convertirme en aquello que odiaba con todo mi ser.
Sabía que el momento llegaría, y lo sabía muy bien, porque el humano
es un animal que tiene sed de morbo y dinero.

Regresé a mi casa, y a pocos días, llovieron personajes de todo tipo,


gente que quería que estuviera en sus programas, querían saber mi
historia, saber quién era aquella persona que tuvo que pagar los platos
rotos de su maquiavélico hermano.

Y ahí fue cuando inició el show, me puse la máscara y actué. Mentí


como lo hacían ellas, convencí a todos de mi dolor y agradecí a quien
me quitó la vida, porque sólo así pude sentir el dolor de cada una de
ellas y pagar así en algo, los vejámenes que el «despiadado» de mi
hermano hizo en toda su vida. Una curiosidad aparte, que nunca
comenté, era que si mi hermano hacía el mínimo esfuerzo, el corazón se
le aceleraba de una manera que, otra vez, le daba un ataque de pánico.
¡Qué depredador más sanguinario! ¿No?

Así fue como Alicia llegó a mi vida y las gruesas garras heladas
volvieron a estrujarme el corazón. En este caso aprendí a disfrutarlo
pues sentía a mi hermano en mí, azuzándome a hacerlo, pero no, la
comedia necesita práctica y paciencia, así que fui puliéndome con el
pasar de los años, mofándome de la sociedad convirtiéndome en un
reflejo de ella. Abrazar el perdón frente a cámaras y unir lazos con la
lucha de todas para romper las cadenas de la prisión.

Todo me llevó a este momento en el que, después de presentar el


libro que cuenta mi lucha en este mundo en el que las reglas están en
nuestra contra, yo supe perdonar a aquella que destruyó mi vida
porque más valía que haya muerto yo, que haya un violador más suelto.
Y que odiaba parecerme a mi hermano tanto, por eso me dejé crecer el
cabello, como una protesta ante aquel que era un maldito depravado.
***

La puerta de la azotea se abre, mi corazón se paraliza, congelado por


el pánico. Escucho los pasos de Alicia dirigirse a mí, como aquella vez
que me cortó la garganta en aquel callejón, tratando de ajusticiar a una
persona inocente, haciéndose ver como víctima.

Es gracioso, ahora se acerca rápidamente a quien es una persona


inocente, incompetente, incapaz… sonrío al girar hacia ella… mientras
acaricio el escalpelo que se halla en el bolsillo de mi pantalón.
Escritor trujillano, fundador de la Editorial Aeternum, donde publica
la revista Orbi occultatum donde aparece su cuento «Al final de los
tiempos» y el fanzine «Ángel destructor». Además, «El miasma oscuro»; y
«Eternity», de la antología Volumen #2 Alien fueron publicados en la
revista digital Historias Pulp (España). Ha participado en diversos
números de la revista digital El círculo de Lovecraft (España), Número
7, «Hay sangre en el agua», Número 8 «El camino del olvidado», Número
10 «El arte de la belleza», Número 11 «Macabra transmigración» y, en el
primer número físico, Número 13 «En el vórtice de la locura». Asimismo
en el número 1 de la revista Letras entre sábanas (México), «Nuestro
apocalipsis» y en el número 7 de la revista Letras y Demonios (México)
«Edén»; a su vez fue publicado en la Revista Miseria (México), Número
52 «Terapia de exposición», como en la Revista Rigor Mortis (México),
Número 3, «Heraldos de la medianoche»; colaboró en el Imaginario
Fantástico del blog literario de la Revista Fantastique (México) con «Flor
de loto» y «Per saecula saeculorum».
GRANJA

Angela Fann

He brought their skins and skulls back to the farm, as he dance in the
dark.

Juan Alan

Primero fue el gallo: lo estranguló. Necesitaba que la granja siguiera


durmiendo para divertirse

Marco Antonio Yauri López

Disfruta de la granja —dijo, al moribundo cuerpo crucificado, que ahora


servía para espantar pájaros.

CARNE

Brian Barona

Devoraron el guiso de carne preparado por Claudia. A ninguno le sabría


dolorosa mi ausencia.

José Francisco Camacho

Aquel demonio multidimensional nunca había probado eso que le


llamaban carne... deseaba comer más...

Sarko Medina Hinojosa

Sabía horrible. «Debí comer condimentado», pensaba mientras echaba


más comino a su pierna.
PAYASO

Oswaldo Castro

El payaso para no morir de hambre, comió la risa del mundo. Nació la


tristeza.

Richard Lozano

El payaso Augusto había nacido sin chispa. Aquella noche, el fuego lo


ayudó a brillar.

Alberto Mexía

Era su último show antes de retirase como payaso pero los niños
caníbales lo devoraron.

TORMENTA

Rigardo Márquez Luis

Los cielos regurgitaron truenos fúnebres, varios cadáveres llovieron. La


tormenta del juicio final había comenzado.

June Bootes

La monstruosa visión que emergió con la tormenta devastó la cordura


de los hombres santos.

Oswaldo Castro

La tormenta fue tan fuerte que Venecia se hundió. Los cadáveres flotan
miserablemente insepultos.
CERDO

Daniel Canals Flores

Humano, humano, humano... siempre humano. ¿Cuándo voy a poder


comer otra cosa? —dijo el cerdo.

Emilio Espinal

¡Qué delicioso cerdo al vino! —dijo ella, brindaba sola, no iba extrañar
sus golpes...

Sorelestat Serna

Lo destazo como a un cerdo, esto de ser una asesina serial empezaba a


gustarme.

HALLOWEEN

Vícktor Ck

Mi noche de Halloween es muy especial, es cuando mis padres me


alimentan.

Juan Alancay

Para él HALLOWEEN era libertad: podía quitarse su disfraz y salir sin


llamar la atención

Silvia Alejandra Fernández

Ella era un zombi sangriento. Él la enterró viva. Jamás entendió que


estaban en Halloween.
TELEVISOR

Jimmy Díaz

¿Quién sabe qué misterios trae consigo la estática del televisor? Aún no
he podido despertar.

Angela Fann

Radioactive waves were coming off the TV, melting the eyes and brain of
the watchers!!

Silvana Alexandra Nosach

El ruido blanco del televisor silenciaba los gritos de la víctima. El


asesino sonreía complacido.

CELULAR

Rafael Araiza

«El celular lo mató», dijo mamá mientras sacaba el aparato de la


tráquea de papá.

Miguel Sequeiros

Estaba bien escondido, el asesino me buscaba, de pronto sonó mi


celular. Mensaje: Sin saldo.

Josué Vargas Plasencia

Esposa: ¿Por qué no respondes el celular? ¿Ocultas algo?

Esposo: ... Sí.

Se oyó un disparo.
HEREJE

June Bootes

Me aferré a ti como el hereje a su verdad, y ardí del mismo modo

Amaury Rafael Ledesma

—¡Qué bien sabe la carne! —dijo el invitado.

Sabor hereje, mi preferido —replicó el obispo.

Juanito Alimaña

—¡Muere maldito hereje! —gritó el niño al sacerdote mientras le


enterraba el crucifijo en el cuello.

SECTA

Jimmy Diaz

Ella vio cuando el maestro de la secta cantaba el mantra, mientras


todos morían envenenados

Carlos Quispe Mendieta

Ensangrentado ya, obtuvo la aprobación del líder de la secta y asestó la


postrera puñalada.

Jimmy Diaz

La bestia se encuentra tras la puerta, —dijo el líder de la secta mientras


moría.
INFECCIÓN

Alberto Mexía

Era la cura de todo mal, lo que arreglaría al mundo, la infección se


propago y terminó con el virus que era la humanidad.

Angela Fann

The infection spread through her veins, opening her eyes to a new
world, new hunger!!

Allan Lanza

Todos creyeron que era broma, hasta que en las noticias dieron que la
infección llegó

RAYUELA

Silvana Alexandra Nosach

Pintó en el suelo una rayuela con sangre. Llegaría al cielo a como diera
lugar.

José Luis

Todos los días jugaba a la Rayuela con su amiga que llevaba un año
desaparecida

Sorelestat Serna

Por cada casilla de la rayuela, un alma, asesinato, un paso más cerca al


infierno
VIEJO

Mayra Medina Liviaa

Eran afilados sus dientes, la barba y sus ojos un conjunto de


desprolijidad aquel viejo.

Alan Ache

Había muerto el viejo, quería ser un gato, se aventó del puente


partiéndose el cráneo.

Allan Lanza

Creía ver un viejo en el espejo mientras. Desperté, pero él seguía ahí.

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