Exposiciones de Formato A Modo de Pensar Marcelo Pacheco

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Exposiciones, de formato a modo de pensar.

Marcelo Pacheco.

El origen del curador como generador de discursividad. El desplazamiento de la


historiografía del arte al campo de la curaduría y las exposiciones. Posibilidades y
limitaciones de la práctica curatorial en los centros y las periferias del capitalismo
globalizado.
La primera exposición moderna fue la individual de Louis David en el Louvre en 1799, con
la presentación de una sola obra, su óleo El rapto de las sabinas. Desde entonces, las
tipologías de exposiciones comenzaron a multiplicarse, apareciendo muestras colectivas,
retrospectivas, estilísticas, temáticas, por géneros, geográficas, monográficas, históricas,
etcétera.
Durante el XIX y gran parte del siglo XX, las exposiciones funcionaron como formato para
la presentación de un determinado grupo de obras de acuerdo a un guión previamente
elaborado y con la adaptación del espacio de una sala a las necesidades singulares de
cada realización. La exposición era un contenedor, un continente, un formato maleable
dispuesto a recibir el material que el hacedor de la muestra usaba para desplegar una idea
o simplemente para exhibir una serie de piezas. Había un contenido que se disponía
dentro de un formato.
Hacer una exposición de arte suponía exhibir un conjunto de obras ordenadas de
determinada manera, era un acto que formaba parte de los rituales para la visibilidad y
legitimación de los artistas, manifestación reconocida dentro del campo artístico como el
medio predilecto de producción de museos, galerías, salas de exposiciones, etcétera. Los
ámbitos artísticos, con patrimonio propio o no, producían exposiciones para el público que
visitaba la institución.
La palabra en sí misma no tenía ningún significado oculto ni ninguna connotación
particular más que aquella que arrastraba desde sus orígenes de señalar el acto de exhibir
algo para ser visto, mostrar algo a la mirada del otro, o sea incluir un espectador. Se
trataba de un sustantivo al que lo definía el adjetivo que lo acompañaba: una exposición
era retrospectiva, permanente, temporaria o individual y así puede seguir la enumeración.
En sí mismo, el acto de exponer no suponía sino el gesto de recurrir a un formato ya
conocido que no derramaba sobre sus contenidos ningún significado en especial. El valor
de la muestra estaba en el guión expositivo o en las obras que llenaban el formato. Los
guiones eran relatos sobre o de la historia del arte y sus derivados, guiones que
mostraban determinados artistas o estilos, disciplinas o géneros, no en la dirección de
abrir interrogantes o poner en acción tensiones propias de la narrativa histórica, sino en
una dinámica descriptiva o de pura exhibición para la contemplación o para la enseñanza
de aspectos particulares del lenguaje y el universo artístico.

Antes de entrar en la modernidad, junto con la conformación de la institución arte y el


campo cultural, la idea de exposición ya cargaba con una larga historia. En la Edad Media
el término tuvo dos significados específicos. Por un lado, se utilizaba para definir la
manera particular en que eran dispuestas las verduras y las frutas en los puestos de los
mercados, en las plazas de los pueblos o las aldeas, y, por otro, se aplicaba para describir
el momento de la elevación del cáliz durante la transubstanciación del cuerpo y la sangre
de Cristo en la ceremonia de la misa católica. Ambos giros, claramente, ponían a la
palabra en el lugar de exhibir algo a la vista de los otros. Para el siglo XVIII, en la
monumental Enciclopedia de D´Alambert y Diderot, la palabra apareció bajo la misma
dualidad entre la disposición de la mercadería y el acto de la consagración del vino y las
hostias previo a la comunión de los feligreses. Los derivados de su aplicación en el ámbito
de la fe y la revelación del sacrificio del hijo de Dios, no cubrió al término con un posible
clima religioso o de misterios, válidos sólo en el territorio de la fe.

Entendida la exposición como formato, la capacidad multiplicadora de ideas o sensaciones


quedaba depositada en sus contenidos, en su guión, disposición y selección del abanico de
posibilidades que brindaba la historia del arte como disciplina mandante. La historia del
arte desplegaba su saber frente a un público más numeroso y de más largo alcance que el
marco de exclusividad de los ámbitos específicos de la investigación y la enseñanza. En el
caso de los museos y sus acervos, las exposiciones permanentes eran el modo de mostrar
sus colecciones, al mismo tiempo que desplegaban las lecturas dominantes impuestas por
la historiografía del arte en sus relaciones con el campo económico y político. Las
muestras temporarias se relacionaban, o bien con el patrimonio en muestras especiales de
estudio o difusión, o con producciones que seguían la ideología, perfil y objetivos de la
institución. Una exposición aún no se pensaba como un sistema de significados, sino como
un continente de guiones aptos en su eficacia para decir y hablar, no para intervenir en el
asunto motivo de su producción.
En los últimos treinta años, y en relación directa con el desarrollo de la práctica curatorial,
las exposiciones giraron sus funciones y sentidos: de ser formatos de exhibición se
transformaron en formas para pensar. Con claridad a partir de los años 80, las
instituciones dedicadas a la producción de exposiciones, así como a la presentación de sus
patrimonios bajo la forma de muestras permanentes, fueron dando cuenta de la aparición
en el campo artístico de una nueva figura, un nuevo agente, una nueva posición en la
disputa dentro del sistema, que recibió el título, ya antiguo, de curador, redefinido en sus
resonancias, intencionalidades y compromisos. De la vieja idea del curador como figura
encargada de reunir, conservar y exponer objetos artísticos, surgió un nuevo concepto
que hizo del curador el principal generador de discursos en el terreno de las instituciones y
la historiografía del arte. El curador no se dedicaba a disponer obras en el interior de una
sala, siguiendo un guión prestado procedente de una disciplina como la historia del arte,
sino que ponía en acción un gesto de escritura que se materializaba en el espacio a través
de la forma exposición cuyos múltiples dispositivos operaban como significantes del relato
curatorial. La práctica curatorial generaba narrativas que intervenían en el campo abriendo
interrogantes. La historiografía del arte se desplazó al campo de la curaduría, las
exposiciones y sus catálogos. La narrativa curatorial tomó la palabra. En los 80 y ya a
principios de los 90 el fenómeno era incuestionable. Algunos ejemplos: Pablo Picasso en el
MoMA (1980), Courbet Reconsidered por Linda Nochlin en el Museo de Brooklyn (1988),
Fontana en el Pompidou con Bernard Leysson (1988), Futurismo y futurismos en el Palacio
Grassi (1986), Zurbarán en El Prado (1988). Las investigaciones eran aplicadas, prácticas
que elaboraban tesis en el marco de confrontaciones y dinámicas abiertas por la curaduría
y pensadas en términos de un complejo expositivo. No se trataba de investigaciones de
gabinetes.
La dimensión curatorial, y su escritura en el espacio, tienen reglas de juego propias: son
relatos pensados en cinco situaciones entrelazadas -obra real/tipo expositivo/escritura
tridimensional/espacio real/tiempo real- y las direcciones habituales de todo trabajo de
investigación, y son dimensiones constitutivas que no pueden agregarse o superponerse
automáticamente a los resultados de un trabajo de estudio realizado y pensado en otro
formato. La imaginación curatorial no propone juegos relacionales abstractos sino que
construye relaciones en un campo espacial real; una exposición no sigue el orden
secuencial de un texto sino que ofrece oraciones narrativas simultáneas y móviles
El vocabulario o recursos de los diseñadores de exposiciones y museógrafos se
extendieron con rapidez en número y variedad, y el diálogo entre ellos y el curador se
convirtió en uno de los puntos clave en el proceso creativo de las exposiciones. La
exposición convertida por la práctica curatorial en un complejo expositivo, impuso al
curador un interlocutor en el área de la museografía, un profesional que fuera capaz de
interpretar cada oración narrativa de la muestra, que pudiera darle una sintaxis espacial a
los discursos propuestos por la muestra. Surgía una museografía parlante que modulaba
las expansiones de los significados dispuestos en la escritura curatorial.
Las exposiciones señalaban prácticamente y enunciaban teóricamente tesis o posiciones
dentro del campo de intervención elegido. No eran formatos neutros rellenos de
afirmaciones, sino manifestaciones de la práctica curatorial, no un medio sino la sintaxis
espacial de relatos propuestos para expandir los discursos en la historia del arte, la teoría
del arte, la filosofía del arte, la sociología del arte, y así en los distintos ámbitos que
rodeaban, en el caso de las muestras de arte, a la historia del arte y la estética:
instituciones, coleccionismo, estilos, artistas, etapas, disciplinas, disposiciones, etcétera.
No había que pensar en la exposición como un simple soporte material del trabajo editorial
ejecutado por el curador, sino como un diseño en acción que mediante sus recursos crea
para el espectador los guiños y claves de la lectura de dicha narración, le pone el
esqueleto, la modula, la despliega. No se trata de armar un espacio para colgar obras, ni
de un cubo independiente al que se adhieren los objetos artísticos, sino que el museógrafo
hace el trabajo interior de la exposición guiado por el curador, ambos imaginarios
entreverados en sus diferentes dimensiones y en los puntos de cercanía; llegaba el
momento de la interpretación de la narración curatorial y sus disposiciones.
La museografía actúa sobre la conducta, percepción, sentidos, conocimientos, imaginación
y memoria del espectador a través de giros espaciales, colores, texturas, perspectivas,
disposiciones, alturas de soportes, materiales, ilusiones, iluminación, zonas de descanso,
puntos de concentración o dispersión, tensiones y distensiones en recorridos y estados
internos y externos del público. Todo un mundo de imágenes, sensaciones y saberes, se
dispara en el observador desde una museografía que no debe ser obvia en sus
mecanismos, debe ser cuidadosa en su evidencia y visibilidad, porque no es una creación
escenográfica contenedora de obras de arte, sino una disposición que señala y subraya en
el espacio una escritura.
La teatralidad que alcanzaron los montajes de los años 80, tanto en las colecciones
permanentes como temporarias de los museos, fue un extremo que desvirtuó las
funciones de la estructura de significados y las formas que ellos adquirían en su
materialización espacial. La competencia entre discursos narrativos y formas narrativas
resultan de competencias profesionales, que no deben subvertir los puntos de relación y el
carácter de suplemento que la forma de la letra o los ecos sonoros adquieren en la sala.
Hay niveles semánticos y sintácticos. La toma de posición y relaciones de lucha en el
campo artístico son condiciones de la práctica curatorial, cuyo poder se amplifica o se
silencia de acuerdo a la potencia que adquiere el diseño expositivo. Los gestos de
teatralidad que construyeron montajes superlativos fueron propios de los excesos de la
primera postmodernidad y su imposición y control del público de masas mediante el
deslumbramiento y el espectáculo, tomado como efecto convocante de gente probado por
el teatro “off” y las nuevas producciones de recitales de música pop y del rock.
Existe el equívoco bastante extendido de que, al ser una actividad que en su base propone
un modelado del espacio, la museografía es un campo menor, propiedad de los
arquitectos. Si bien es cierto que un número importante de diseñadores de exposiciones
son arquitectos, se trata de profesionales especializados en el trabajo de muestras. Las
herramientas necesarias y disponibles, cualidades y sentidos de los espacios y sobre todo
la imaginación espacial y narrativa que caracteriza al museógrafo no tienen que ver con
las disposiciones “naturales” ni adquiridas de los arquitectos.

En la Argentina, la historia de la museografía, mejor dicho, el pensamiento y el debate


sobre los montajes y la museografía de las muestras, comenzaron en la década del 20, en
el ámbito de una institución muy particular que fue la Asociación Amigos del Arte (AAA),
con su local ubicado sobre la calle Florida. Amigos del Arte fue una entidad privada
creada, presidida y administrada por mujeres de la elite ruralista de la pampa. Sus salas
fueron el centro de exposiciones locales e internacionales más prestigioso de la ciudad
entre 1924 y 1942, además, de tener un programa de conferencias a nivel mundial, un
teatro de arte, espectáculos de música desde Honegger hasta García Lorca y la canción
popular española, tango y jazz, ediciones de catálogos, postales, libros de lujo y
populares, antologías de críticas, conferencias de cursos, etcétera. Una parte importante
de sus muestras fueron montadas por Alfredo González Garaño, hombre de la elite,
coleccionista, investigador y conocedor de arte y socio de Amigos, además de miembro de
su Teatro de Arte. Sus puestas fueron novedosas y las que se conocen por fotos de la
época llaman la atención por su modernidad e inventiva. El Museo Nacional de Arte
Decorativo creado en 1937, fue otro centro importante en la historia de la museografía
con las intervenciones de su director Ignacio Pirovano y su secretario Manuel Mujica
Láinez.
Hasta los años 80 fueron este tipo de figuras entre coleccionistas, directores de museos y
en general hombres de la alta sociedad, como Samy Oliver y Samuel Paz en el Museo
Nacional de Bellas Artes, quienes asumieron esta actividad relacionada entonces con la
experiencia de cuna y familias criollas de generaciones de coleccionistas, la elegancia de
clase, el cosmopolitismo de los viajes, el buen gusto adquirido durante educaciones
privilegiadas entre Europa y el país, pronto también Nueva York, el contacto con el arte
desde la más temprana niñez, y miradas formadas en los lenguajes modernos, y en lo más
avanzado del teatro, el ballet, la ópera, los musicales, la gráfica, el diseño, la moda y, por
supuesto, las exposiciones de arte.

La disposición de los paneles o de los medios elegidos para marcar la partición de la sala
en un territorio específico a ser caminado por el público, crea recorridos más o menos
marcados. Hay curadores que tratan de evitar crear pautas de movimiento estrictas, que
el espectador tenga una ruta de viaje obligatoria, una manera única de transitar la
exposición. Sin embargo, la idea de puntos de giro o de atención singulares señalados en
el espacio, combinados con la libertad de deambular por la sala, suele ser la manera
habitual de resolver éste punto, que es el nudo que organiza las demás figuras de la
retórica museográfica. Existen casos en los que la narración tiene como constitución en su
red de significados un orden que pone a disposición del público, hitos que deben ir
sumándose para el espectador dentro de una organización estricta, creando series
derivadas unas de otras, o causalidades que deben leerse como tales. Por ejemplo, las
retrospectivas en las muestras tradicionales, solían modelarse sobre plantillas cronológicas
que buscaban imponer la lectura de un desarrollo, de un ritmo de “madurez” artística. Por
el contrario, la práctica curatorial contemporánea suele crear ejes de lectura sobre
argumentos o tesis de interpretación o interacción que resulten un aporte para la mirada
más allá de lo dado por un esquema temporal ya predispuesto. Es habitual que los centros
narrativos de las retrospectivas elijan una visualidad móvil y libre en la sala, una
manipulación que diseñe una lectura basada en señales distribuidas en diferentes puntos,
y que para el curador son nudos discursivos dentro de la obra del artista elegido. Cuando
la práctica curatorial presenta una retrospectiva no ignora las secuencias de trabajos y
líneas de tiempo, pero estos no son los elementos dominantes; lo que manda es el
enunciado de una tesis, ir a la batalla con el artista elegido. Las confrontaciones, las
coyunturas son reales y ocurren aquí y ahora.
El esquema característico de las retrospectivas es un buen ejemplo para ver las diferencias
de concepción y de su funcionamiento hasta los años 70 y sus novedades en el marco de
la práctica curatorial. El esquema lineal pensando en el anclaje “evolutivo” de la obra es
un historicismo abandonado en los años 80. La concepción del arte eterno se fracturó
desde el “fin de la Historia” de Hegel, donde la fugacidad e inmediatez pasaron a ser
cualidades constitutivas del arte y la vivencia estética. Sin embargo, la obra conservó su
ser histórico, lo que perdió fue su eternidad. La modernidad suplantó esa estructura de
acontecimiento histórico que relacionaba a la obra con su evidencia documental y con la
idea de contexto, por historicismos que funcionaron como mallas de cierre de los tiempos
y épocas de trabajo para los artistas y para la aparición de las obras. Los historicismos
rodearon a los acontecimientos artísticos de discursos llenos de causalidades y cortaron su
potencial como sistema de relaciones. La manía por el anclaje en procesos considerados
progresivos y de acelerada transformación de la pintura hacia un punto cero, se apoderó
de las distintas versiones de la historiografía del arte. Aquel ritmo mandante de las bellas
artes se sostuvo hasta la abstracción de los años 40 y 50, para quebrarse recién en los 60,
fractura que Arthur Danto sintetizó en la expresión “arte posthistórico” para hablar del
pop, el minimalismo y el conceptualismo.

Son muchos los modelos curatoriales que pueden verse en actividad desde los años 80,
más explícitos algunos que otros, pero casi todos comparten un concepto propio del
campo de las geometrías no euclidianas y que se extendió desde sus modelos de
laboratorio sobre el pensamiento de la modernidad, que es la idea de “campos de
relaciones”. Las fuerzas relacionales entre obras, artistas, épocas, formas, textos, fuentes,
etcétera, son parte de una nueva manera de pensar la historia del arte. Las exposiciones
como formas sintácticas son, también, un sistema de relaciones. En lugar de trabajar a
partir de ideas centrales la curaduría se mueve disolviendo puntos de atención autoritarios
para ingresar en territorios en los que la exposición pensada, diseñada y puesta en acción,
ya no tiene nada que ver con el curador y ni siquiera con el artista, como escribe Jacques
Derrida sólo queda “pasar en silencio”.
En las confusiones actuales entre exposiciones y simples salas colgadas, entre curadores y
quienes hacen selecciones de artistas y obras, y crean un guión, o disponen al azar o
esquemáticamente sus elecciones, y entre los diseñadores de exposiciones y quienes se
dedican a acomodar espacios confortables para exhibir piezas artísticas, todas confusiones
cada vez más extendidas, la mirada sobre la existencia o no, de una red de relaciones en
lucha que señala prácticamente y enuncia teóricamente una tesis, una posición, con
respeto al asunto de intervención elegido, despeja con claridad malos entendidos. (Los
cursos de filosofía para científicos de Louis Althusser son la guía y la cita permanente que
marcan estas reflexiones, no hablar de curaduría sino de práctica curatorial)
La excusa de las retrospectivas predispone el discurso hacia un filo fundante de la práctica
curatorial: la concepción de las exposiciones como dimensiones de libertad para pensar y
para el placer, o sólo para el placer, incluso para el entretenimiento, el ocio o el
aprendizaje. No hay una relación dada ni debe demostrarse ninguna eficacia relacionada
con el saber o con respecto a una disciplina superior. Los sistemas de fuerzas creados por
la práctica curatorial se mueven en el espacio de una sala, por ejemplo, de un museo, no
como conocimientos que deben ser aprehendidos para entender de qué se trata, para
poder reconocer lo que allí está pasando. La dinámica es otra y el contacto y la
participación son diferentes. Deambular una exposición es una libertad anterior a la
audacia del espectador y un gesto que no debe esperar permiso. Allí hay una dinámica
que puede ser descubierta, intuida, estudiada y confrontada, ignorada o simplemente
desechada, sin que eso altere en nada el acuerdo tácito entre curadores y público, porque
no hay una meta obligatoria que deba alcanzarse. La trampa del juego está en los
objetivos institucionales, programando para la libertad o programando intencionalmente
para la facilidad que atrae público.

Los juegos abiertos y las consecuencias provocadas por las exposiciones surgidas de la
práctica curatorial no pertenecen al orden de las industrias culturales, lo que no significa
que no respondan a sus reglas y exigencias y actúen en su territorio. La práctica curatorial
busca infiltrarse en las estadísticas, la mercantilización, la visibilidad, lo masivo que
aspiran a sostener hoy los museos, aún dentro de sus políticas cada vez más restrictivas y
clasistas, como ocurre con toda industria que está sujeta a su rentabilidad. Claro que debe
admitirse que los museos o las exposiciones, en general, tienen aún el privilegio de formar
parte de un imaginario de misión social y de pertenencia colectiva que nadie se atreve a
mercantilizar en un cien por ciento. Las instituciones multiplican sus programas
asistenciales con departamentos educativos que, hace más de una década, son centrales
dentro del organigrama de los museos.
Ahora, no debe confundirse el estado de situación: las áreas encargadas de diseñar y
gestionar los programas educativos tienen una voz amplificada pero no como acto real de
democratización de la vivencia museo, sino como consecuencia y necesidad estratégica de
inclusión. Una vez más los museos prueban su poder de inclusión, ahora dentro del
sistema capitalista y sus expansiones tardo industriales. Por un lado, la atracción de
sectores de las nuevas minorías activas en el mercado del consumo de las industrias
culturales, por ejemplo, amplios sectores de poder económico de clase media acomodada,
clientes de la privatización de la educación que el modelo neoliberal tiende a mundializar,
o una comunidad de amplia disponibilidades materiales para el gasto, con tendencia
compulsiva a la adquisición y el uso, y sin noción de ahorro familiar, como es la minoría
homosexual. Por otro lado, la inclusión de las poblaciones demográficamente crecientes
que hasta ahora ocupaban en la pirámide social nichos que no influían ni en el mercado ni
en la política, y que, por diversas razones, comenzarán en poco tiempo a ser factores de
decisión, o, al menos, tendrán la peligrosa capacidad de mover la balanza hacia uno u otro
lado de los intereses puestos en juego por el campo de poder. Su cooptación es una
misión fundamental para evitar el desequilibrio que puede producirse en treinta años: el
fenómeno de los inmigrantes de sus antiguas colonias en el caso europeo, y la situación
de los hispanos en la sociedad norteamericana, son dos ejemplos evidentes. Al mismo
tiempo, los museos juegan, ya se sabe, su mala conciencia de la inclusión ficticia de los
sectores marginados, con programas educativos especialmente dirigidos hacia ellos.
Mientras tanto los museos gratuitos se extinguen, los días gratis desaparecen, las
entradas de aquellos ocho dólares de los años noventa, ya superan los veinte dólares.

Los curadores, como agentes surgidos directamente por una necesidad específica del
neocapitalismo pero que, como ocurre con frecuencia con los intelectuales convertidos en
personal de servicio de cuello blanco, tienen la capacidad de generar espacios de
equívocos, no ya de confrontaciones, pero sí de incomodidades, caminan desde hace una
década al borde de varios precipicios: deben cubrir las expectativas exitosas en público y
medios de comunicación de las instituciones y sus administradores o fundadores; deben
mantener excitada la atención de los principales donantes y los protagonistas de los
consejos de administración que son quienes aportan gran parte de los millones necesarios
para el funcionamiento institucional y para programas específicos dedicados a minorías
hoy poseedoras de grandes fortunas; deben ofrecer programaciones de exposiciones
atractivas para la masa de público disputada en el mismo terreno de las industrias
culturales; y, finalmente, y aquí radica el dilema y la indispensable habilidad de estratega
del agente en cuestión, lograr mantener la práctica curatorial en ese terreno donde la
libertad de las propuestas y elecciones, en las exposiciones como formas en acción y como
posibilidades abiertas, no dejen de aspirar a una dimensión provocativa para el
pensamiento, donde pueda mantenerse el modelo narrativo relacional, inclinado casi de
modo necesario a cierta complejidad.
Son muchas las negociaciones y los desfiladeros, no es un trabajo imposible pero si
necesita de la tracción a sangre y del goce del poder, todos los ámbitos implicados en el
camino que debe recorrerse día a día y las fuerzas y desafíos comprometidos, tienen que
ver necesariamente con el triunfo y el trofeo, a la antigua y sabia manera de la lucha
agonal.
Situación de riesgo que no debe olvidar su impuesto y no discutible contexto global. Las
propuestas curatoriales y las exposiciones deben ser competitivas en el terreno global, ya
no importa el nacional, ya no es suficiente el regional. Y la mundialización es implacable
en sus exigencias y redes de funcionamiento: el juego y la competencia no supone el
planeta, es obvio que de eso no se trata la mentada aldea global, ni de las naciones cuyas
fronteras cayeron junto con sus participaciones colectivas; la disputa supone lo que Saskia
Sassen hace varios años señaló como “ciudades globales”, Nueva York, Tokio, Londres,
Berlín, San Pablo y una lista muy corta que marca algunos puntos más de existencia real
en el mapa global. Es entre ellas donde ocurren las batallas. Las demás ciudades son
periféricas, pertenezcan al país que pertenezcan.
Claro que, en los planteos de las ciudades globales, relacionados con el funcionamiento
transnacional de los capitales financieros, hay posiciones que pueden conquistarse a
fuerza de una gran potencia económica, o de una economía estratégica para el sistema
del tardo capitalismo, como ocurre con Houston y su liderazgo económico entre el
petróleo, la medicina, la informática y las haciendas. También hay alianzas regionales que
pueden lograr una mayor atención como grupo por impulsos de sus propios mercados y
sus líneas específicas de consumo, circulación, visibilidad o potencial colectivo, llegan a
configurar centros necesarios de atención en las distribuciones y factores de decisiones
globales, el caso de una región como Latinoamérica, es claro en su potencial de reservas
naturales, energéticas y alimenticias.

El caso de América Latina es interesante. Algunas corporaciones vieron con cierta


anticipación el armado del juego global e intentaron conformar una posible estrategia
cultural frente a lo inevitable de la expansión plena del tercer capitalismo. Sin embargo,
por diferencias internas y viejos sueños del eterno retorno colonial, la región dejó de lado
su propia capacidad de juego para apostar, nuevamente, a la obtención, inevitablemente
ficticia, después de todo de espejitos de colores estuvo hecha la conquista y el nuevo
saqueo neoliberal, buscó la obtención de una posición de negociación, una supuesta toma
de posición propia en el campo artístico mundializado. Los posibles actores, o sea los
protagonistas válidos por su potencia económica, esperaron a que el juego estuviera
dispuesto y recién entonces movieron las fichas sobre la ya conocida esperanza de
pertenecer al mundo mundializado, doblando apuestas en funcionamiento desde los 80,
ingresando a la elite de museos exclusivos como el MoMA de Nueva York y la Tate Modern
de Londres. Este mismo 2014, el Metropolitan de Manhattan está comenzando su juego
con un puesto de curador latinoamericano facilitado por una fortuna regional.

En los 90 cuando algunos de los grupos económicos latinoamericanos vieron con certeza y
claridad la necesidad de globalizarse y de abandonar posiciones nacionales, hubo algunos
movimientos en la región que también parecieron incluir una estrategia de mundialización
basada en la alianza de ciertos emporios líderes en los mercados locales y con
ramificaciones internacionales, para construir un circuito artístico que desde México llegara
hasta la Argentina. Se buscó crear un potencial institucional, basado en un poder
económico real, que funcionara, por un lado, como un frente único de negociación en
relación a la nueva distribución del poder internacional concentrado en unos pocos puntos
del planeta y, por otro, para crear un circuito propio, a la manera de un campo artístico
subcontinental, que pudiera actuar con distancia, independencia e identidades globales
propias, con respecto a la americanización del planeta.
El proyecto visionario, aunque pura utopía o renovado voluntarismo, tuvo algunos puntos
débiles, otros que no podían preverse y otros que se negaron. Por ejemplo, no incluyó en
el circuito más que a las supuestas “potencias” latinoamericanas, México, Venezuela, Brasil
y Argentina, sosteniendo el tradicional prejuicio contra los demás países de la región, no
sólo en lo económico sino también en lo artístico y lo institucional; los puntos de apoyo
fueron grupos empresarios familiares lo que, es cierto, hizo más fáciles las negociaciones y
acuerdos, pero pusieron al proyecto en el plano de lo subjetivo y lejos de una visión
estratégica de bases objetivas, tanto materiales como simbólicas, y cada país funcionaba
sobre la base de un único grupo elegido, en lugar de juntar fuerzas en alianzas y
compromisos más abarcadores y menos excluyentes; no todos los actores podían
comprometer niveles institucionales similares en los diferentes países, por motivos de
situaciones políticas internas y estados y espacios públicos constituidos de maneras
diversas; y, quizás, sólo quizás, sobre todo, jugaron en contra lo temprano de la
propuesta que no imaginó los despegues de países como Chile, Colombia y Perú, y no
pensó en un aliado norteamericano con intereses firmes en América Latina, que no tuviera
que ver con el circuito del “primer mundo” que seguía mostrando su desprecio por el arte,
entidades y producción teórica regional, disposiciones que, ilusiones insistentes y visiones
cercadas por los espejismos del Norte, creen superadas.
Los nombres de los grupos económicos comprometidos no importan, y esto no me lo
contaron, digo como autor, me tocó negociar, o mejor intentar negociar o mejor sólo
viajar para intentar negociar con el último jugador necesario en la red latinoamericana. Ya
estaban Argentina, Brasil y Venezuela, sólo faltaba México. En aquel entonces, 1993 era la
fecha, la “capital artística” del país era la ciudad de Monterrey con el MARCO el museo
más espectacular y rico que mostraba América Latina. Sólo su premio anual de
convocatoria regional entregaba al único y afortunado ganador la cifra de 250.000 dólares,
y espero que la memoria no me esté fallando. El proyecto de reunión en el despacho
presidencial del MARCO fue rápido y no llegó ni siquiera a un “podríamos ver”, “podrían
considerarlo”, “los artistas iniciales serían”, rápidamente el trueno mexicano dejó en claro
que nada le importaba más allá de sus fronteras. Fin de un nuevo sueño casi, casi, casi,
panamericano; un panamericanismo para el cual hay países de primera y países de
segunda, y regiones completas de tercera.

Pero el eje sobre el cual transcurrían estas notas sobre las transformaciones de las
exposiciones en relación con la aparición de la práctica curatorial, se fue desdibujando.

Un asunto necesario sobre el cual debe dar cuenta el territorio es una breve referencia, a
manera de simple apunte, sobre el desarrollo de la práctica curatorial y la aparición de las
exposiciones contemporáneas, en la escena porteña. La cronología, protagonistas y
realizaciones vienen confusas y desmemoriadas, la evidencia documental sufre de
tachaduras interesantes que van corriendo la construcción del campo local y desviando la
atención sobre versiones segundonas que proceden de ámbitos que llegaron a la
curaduría, no sólo confundidas, sino en fechas tardías.
Eran los años 80 cuando una serie de muestras, algunas todavía discutibles, asomaron en
la escena llevando lo nuevo en sus resoluciones. Incluso, algunos ejemplos locales de los
70 son interesantes de rescatar como pioneros en sus planteos curatoriales, o sus
museografías o publicaciones, como las muestra de las tablas mexicanas coloniales del
siglo XVII de Marta Dujovne, Cándido López con su curaduría e investigación compartidas
con Marta Gil Solá, un catálogo de estudio como el presentado por Nelly Perazzo junto con
su retrospectiva sobre la obra de Aldo Paparella y la edición de Vanguardias de los años
40 del Museo Sívori, aparecido en 1980.

Los catálogos fueron piezas que también se transformaron dentro de la práctica curatorial
hasta convertirse en los libros de referencia para el territorio artístico. Los ensayos
renovadores, los aparatos críticos, los cuidados en el manejo del cuerpo de imágenes, no
siempre en sus calidades, lo significativo de sus diferentes niveles de información, los
ubicaron más allá de los modelos vistos hasta entonces. Hay un aspecto en los catálogos
que resulta curioso: el tema del diseño gráfico. La vanguardia de la imagen visual
impuesta por el dúo Fontana-Distéfano en el Instituto Di Tella en los años 60, le dio al
campo artísticos piezas memorables. Sin embargo, a partir de los 70 los catálogos
producidos para las muestras en las diferentes instituciones porteñas perdieron su
excelencia en el diseño gráfico; se ve una medianía llamativa que sigue vigente en las
décadas siguientes. Algunos hallazgos de tapas en la Fundación San Telmo o la Fundación
Banco Patricios que, sin embargo, no se acercaron al nivel planteado por el Di Tella.
Algunos mejores, otros peores, el horizonte no parece levantarse hasta el 2002 con la
llegada del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires Malba/Colección Costantini y
su catálogo Artistas Rioplatenses en Europa con su tapa marrón habano y la sigla RPLA,
que mostró con toda claridad la búsqueda de una imagen visual distintiva con la
incorporación de un área de diseño gráfico en la estructura operativa del museo por
decisión de su director, Eduardo Costantini (h).
Las principales muestras renovadoras porteñas en los 80 fueron, entre otras, las
monográficas Pettoruti, Antonio Berni y Alfredo Hlito de Martha Nanni, junto a parte de su
replanteo de la colección permanente de la institución; Desnudos y Vestidos. Una historia
del gusto y la retrospectiva de Fernando Fader de Ana María Telesca y éste autor;
Después de Goya… antes de Picasso, el replanteo de las salas permanentes de arte
europeo de los siglos XVIII al XX y la colección permanente de Arte Argentino entre 1820
y 1990, la co-curaduría de Vincent van Gogh y su mundo, Antonio Berni-Jorge de la Vega,
planteadas por éste autor, todos ejemplos en un rango que abarca diez años, entre 1982
y 1993. Sin olvidar las novedades que en la etapa final de su trabajo, presentó Samy
Oliver al hacerse cargo de las museografías de Fader y de la muestra Seis maestros de la
pintura uruguaya. Para 1990, los modelos de diseños expositivos trabajados por Gustavo
Vásquez Ocampo en múltiples muestras marcaron el punto de inflexión de ingreso a una
museografía contemporánea.

Con los cambios ocurridos, como puede verse no en un proceso lineal sino en
movimientos ondulantes, que se rastrean desde los 60 para estabilizarse en los 80, la
escena artística porteña fue incorporando en el campo de las artes visuales los trabajos de
la práctica curatorial y el uso de un modelo renovado de la forma exposición.
Dentro del panorama, décadas después, cuando ya había pasado mucha agua bajo el
puente y con ella muchas exposiciones, ensayos curatoriales y catálogos, se multiplicaron
investigaciones que se transformaron por suertes singulares en exposiciones e
investigadores que renacieron curadores. Ya se plantearon las distinciones entre colgar
cuadros y la práctica curatorial y entre muestras y exposiciones, pero en un medio poroso
y permisivo como el porteño los híbridos y el asumir roles diversos sin previo aviso son
habituales, y el debate no es un posibilidad que la escena artística considere válida. Las
batallas locales no incluyen el debate, se alimentan de la mayor cantidad de tachaduras e
invenciones que puede realizar y exhibir el bando más ruidoso y rizomático, las evidencias
documentales se seleccionan y las narraciones históricas recurren a la ficción de
evidencias conceptuales vacías. Así, se puede afirmar que las curadurías y exposiciones
constructoras de narraciones, los montajes integrales y con sintaxis de relatos para las
colecciones permanentes, comenzaron a principios del siglo XXI.

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