Sartre Jean Paul - El Miedo A La Revolucion

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Jean-Paul Sartre acusa a la izquierda de haber traicionado el movimiento

revolucionario, y examina sucesivamente las posiciones tomadas por sus


jefes. Considera el problema estudiantil no sólo en la realidad francesa sino
también sobre el plano internacional. Sartre insiste acerca de la importancia
de los vínculos obreros-estudiantes, y su optimismo se orienta respecto de esa
nueva izquierda que se perfila fuera del PC. Como él mismo explica, sus
teorías se oponen a las de Herbert Marcuse acerca del papel que desempeñan
las fuerzas obrera y estudiantil en el curso probable de la revolución. En la
segunda parte, el autor analiza algunos aspectos de su vida y de su obra.
Jean-Paul Sartre

El miedo a la revolución
ePub r1.0
Titivillus 18.12.2018
Título original: Les communistes ont peur de la révolution
Jean-Paul Sartre, 1970
Traducción: Hugo Acevedo
Diseño de cubierta: Pablo Obelar

Editor digital: Titivillus


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ÍNDICE

Nota del editor francés

Primera parte
LAS IDEAS

Segunda parte
EL HOMBRE

Notas
NOTA DEL EDITOR FRANCÉS

El texto de la primera parte de este libro se debe a una conversación de Jean-


Paul Sartre con los redactores de Der Spiegel. La conversación tuvo lugar en
francés, y el texto fue revisado por el autor. Nos ha parecido interesante
agregar a estas declaraciones, de plena actualidad, una charla de Léonce
Peillard con el autor de Los secuestrados de Altona. Si la primera parte
explica las ideas del autor, la segunda presenta al hombre.
I
LAS IDEAS

A fines de mayo, el poder gaullista parecía a punto de hundirse. A comienzos


de julio, luego de las elecciones legislativas que le dieron cien bancas más en
el Parlamento, parece más sólida que nunca. ¿Cómo explica usted este
espectacular resurgimiento? ¿Puede considerarse que la izquierda es la
responsable y que ésta ha fracasado en su misión?

Depende de qué izquierda se hable. Si se trata de los partidos, de las


formaciones, de los hombres que representan a la izquierda “política”,
entonces la respuesta es sí. Pero hay otra izquierda, a la que yo llamaría
“social” y a la que hemos visto durante el mes de mayo en las fábricas en
huelga, en las facultades ocupadas, en las manifestaciones callejeras. Ésta no
ha fracasado en su misión. Al contrario. Ha ido tan lejos como le era posible,
y al final sólo ha sido vencida porque sus “representantes” la engañaron.
No es nuevo. Desde mediados del siglo pasado existe en Francia un
desajuste entre la realidad social y su expresión política. Dos imágenes del
país coexisten sin superponerse: una, está dada por el resultado de los
escrutinios; la otra, más profunda, sólo aparece por ráfagas, con motivo de
movimientos populares espontáneos. Que estas imágenes nunca coinciden,
bien lo vimos en 1936, en ocasión del Frente Popular, ya que fue necesario
que los trabajadores “inventasen” la ocupación de las fábricas y
desencadenasen un movimiento huelguístico sin precedente para lograr que
se tradujera en hechos, es decir, en reformas precisas, el movimiento
“político” que había llevado al Parlamento a una fuerte mayoría de izquierda.
El presidente del Consejo de entonces, el socialista León Blum, llevado al
poder por aquella ola, hizo, por lo demás, cuanto pudo por frenar ésta.
En 1936 había, por lo menos, coherencia entre el voto y la acción. Y
ocurre —esto es lo que acaba de producirse— que ya no la hay. Los
trabajadores, o los miembros de la clase media, sólo pueden tomar posiciones
en la acción; si se comete la falta —o si se tiene la astucia— de reducir su
movimiento a una elección entre aparatos políticos, se los puede llevar a
condenar al aislamiento lo que acaban de hacer en la calle.
A esa Francia que durante el mes de mayo intentó hallar la verdad de su
“imagen social” a través de todas las mentiras con que la hartaban, y que
acababa de inventar algo y de tomar conciencia de sí misma mediante una
directa resistencia a la violencia policial del poder, bruscamente se le ha
impuesto su vieja “imagen política”, la del Partido Comunista, de la
Federación de Izquierda, del Partido Socialista y de sus rencillas. Una imagen
tan esclerosada, que los candidatos de izquierda no se han preocupado
siquiera por cambiar una sola palabra en sus discursos de los últimos diez
años. En la derecha hemos oído que un par de candidatos admitían “que algo
había ocurrido digno de ser tenido en cuenta”; en la izquierda parece como si
el movimiento de mayo no hubiera tenido lugar. En todo caso, había que
olvidarlo lo antes posible. Hasta he llegado a leer en un afiche comunista esta
frase extraordinaria: Votad por el PC, que ha hecho esto y aquello y “que ha
impedido la guerra civil”. Llegar a semejante confesión es demasiado.

En el pasado solió usted expresar algunas reservas respecto de la


política del Partido Comunista, pese a lo cual seguía considerándolo como
un partido revolucionario que representaba a la clase obrera. ¿Los
acontecimientos de mayo lo han hecho cambiar de parecer?

Pienso que el Partido Comunista ha tenido en esta crisis una actitud que
no es en modo alguno revolucionaria, que no es, siquiera, reformista. El PC y
la CGT se las han arreglado para reducir las reivindicaciones de la clase
obrera a simples “demandas de aumento” —desde luego legítimas— y para
hacerle abandonar las reivindicaciones atinentes a los cambios de estructura.
Luego han marchado a paso redoblado tras de de Gaulle no bien éste habló de
elecciones. A Waldeck Rochet[*] le hemos oído decir: “Nunca hemos pedido
otra cosa”.
El PC se ha hallado.así en una situación de complicidad objetiva con de
Gaulle: ambos, al reclamar elecciones, se prestaban mutuamente un servicio.
De Gaulle, por supuesto, señalaba al PC como el enemigo número uno,
acusándolo —lo que él sabía que era falso— de estar en el origen de las
“perturbaciones” de mayo. Pero era también una manera de volver a dar a los
comunistas una especie de prestigio. Y de Gaulle tenía sumo interés en
presentarlos como los principales instigadores de la revuelta, porque los
comunistas se comportaban como adversarios “leales”, decididos a respetar la
regla del juego; se comportaban, pues, como adversarios poco peligrosos.

¿Está usted de acuerdo con los que declaran que el Partido se ha


finalmente conducido en este asunto como un movimiento social-demócrata?

Creo que hay que desconfiar de las etiquetas y los juicios simplistas.
Afirmar que “el PC se ha convertido en un partido social-demócrata” no nos
ayuda en nada a comprender su actitud. Vale más tratar, de explicar por qué
los comunistas han preferido aceptar elecciones a sabiendas de que iban a una
derrota, que esperaban menos amarga, sin duda, pero que sabían segura. En
mi opinión, se han resignado a ella porque no quieren tomar el poder, a
ningún precio. Y esto por dos razones.
La primera es que la izquierda no estaría en condiciones de mantener las
promesas que los trabajadores acababan de arrancarles a los patronos y al
gobierno. No se halla del todo preparada, y el PC no quiere tener que cargar
con la responsabilidad del alza de los precios, de la devaluación o de la crisis
del comercio exterior que inevitablemente van a producirse dentro de algunos
meses. ¡Que los gaullistas se las arreglen solos!
Pero estas catástrofes sólo nos amenazan porque los patronos quieren
mantener el sistema de la ganancia. Si un gobierno socialista o comunista
llegara al poder, ¿por qué no iría a concebir una política económica
totalmente diferente? ¿Por qué, en suma, dejaría de hacer la revolución? En
este punto llegamos a la segunda razón del rechazo de los comunistas a tomar
el poder: desde hace cuarenta años, éstos han llevado muy lejos la teoría de la
revolución en los países industriales “avanzados”.
En un país altamente industrializado, el nivel de vida es relativamente
alto, pero la economía es frágil. Ésta descansa en una organización técnica
tan compleja, que la defección de unos pocos elementos puede ser suficiente
para bloquear toda la maquinaria. Depende, además, de toda una red de
intercambios exteriores. En la mayoría de los países desarrollados la
agricultura ya no suministra todo lo que la población necesita. Hay que
comprar en el exterior para alimentarse y hay que exportar para poder pagar.
Ya no hay independencia absoluta. Ya no es posible, como hizo la URSS en
sus comienzos, cerrar las fronteras, contando con la masa campesina para
alimentar a todo el mundo, y ponerse a meditar en los problemas de “el
socialismo en un solo país”. En Francia la revolución no podrá hacerse como
se hizo en la Rusia de 1917; pero esto no quiere decir que sea imposible.
Simplemente; hay que encontrar nuevas formas de lucha y averiguar lo que
puede ser la organización de un poder revolucionario en las sociedades
neocapitalistas llamadas “de consumo”.

¿Por qué nunca se ha hecho este estudio?

Porque desde 1945 los partidos comunistas occidentales, en particular el


PC francés, han sido educados por el stalinismo para no tomar el poder. El
mundo había sido repartido en Yalta. El reparto era bueno, y los soviéticos
entendían respetar el contrato. Los comunistas occidentales recibieron, pues,
la consigna de no ir “demasiado lejos”; Dentro del Partido francés, todos los
hombres que han intentado impulsar las ventajas que los comunistas
conquistaron por su admirable actitud durante la guerra, que han tratado de
obtener reformas más o menos revolucionarias, que han incitado a los obreros
a mostrarse más combativos, han sido llamados al orden por el Partido, han
sido reducidos al silencio, expulsados. Porque el objetivo del Partido no es el
de hacer la revolución.
Acaba de recordar la influencia de la Rusia staliniana sobre la actitud
del PC francés. La de los sucesores de Stalin no ha sido acaso menor.
Pienso, en particular, en el hecho de que el Partido Comunista ha subrayado
con frecuencia el aspecto progresista de la política exterior del general de
Gaulle.

Exacto. Estoy seguro de que los soviéticos se sintieron muy molestos al


ver, que de Gaulle atacaba con tanta violencia al Partido Comunista, pero al
final se han sentido muy aliviados al ver que de Gaulle continuaba en el
poder. Sin embargo, en este punto hay que disipar un equívoco. Es cierto que
la posición tomada por de Gaulle en el campo internacional sirve, en
apariencia, a los Estados socialistas y al tercer mundo, Pero no es más que
una posición de palabra. No le reprocho que diga lo que dice —por ejemplo,
sobre el imperialismo norteamericano—, sino que no ponga a Francia en
condiciones de aplicar realmente la política de independencia que él define.
Los organismos dirigentes de la OTAN ya no están en Francia, sin duda, pero
seguimos formando parte de la OTAN. El gobierno francés entra en guerra
con el dólar, pero las inversiones norteamericanas en Francia siguen
desarrollándose, y todos sabemos lo que hacen en algunos sectores claves,
como la electrónica, que gobiernan el desarrollo de nuestra economía. En
rigor, la política exterior “progresista” de de Gaulle no es más que una
fachada, y esto es lo que el Partido Comunista debería decir. Si no lo dice, es
porque tampoco él tiene una política exterior propia y porque en este terreno
prefiere seguir a remolque de la URSS. Pero se comprende que los soviéticos,
sin engañarse con el “progresismo” gaullista, prefieren ver que en Francia
continúa en el poder un general surgido de la burguesía cuya actitud les es
útil antes que verlo allí a Waldeck Rochet, quien hallaría más resistencia para
imponer una política exterior adecuada a los intereses de la URSS.

Hay quienes pretenden que el Partido Comunista francés no podía hacer


otra cosa que la que hizo durante la crisis de mayo, porque los obreros ya no
son revolucionarios: se hallaban dispuestos a ir a la huelga por
reivindicaciones meramente profesionales, pero no a seguir a los estudiantes
en su total negación de la sociedad. En este punto encontramos las ideas de
Herbert Marcuse sobre la progresiva integración de la clase obrera en la
sociedad de consumo. Marcuse habla de una “cómoda esclavitud” y estima
que los impulsos revolucionarios ya no pueden provenir más que de las
capas marginadas de la sociedad: los estudiantes, los desocupados, las
minorías sociales (por ejemplo, en Estados Unidos, los negros). ¿Es esta su
opinión?

No estoy completamente de acuerdo con Marcuse. Ante todo hay que


definir qué se entiende por “movimiento revolucionario”. Es evidente que
esto designa, en primer lugar, un movimiento en el que las personas tienen en
común, si no una ideología, por lo menos una voluntad de ruptura con el
sistema en que viven, una toma de conciencia de la necesidad de inventar
nuevas formas de lucha y de contraviolencia. Pero también supone que el
movimiento tiene la posibilidad, al menos teórica, de hacer la revolución.
En Francia hay 700.000 estudiantes. No veo en absoluto cómo podrían
arrancarle el poder a la burguesía, o a los “padres”, o a quien fuere que lo
detentare, si no se les unen los trabajadores. Los estudiantes pueden ser un
detonador; acaban de mostrarlo. Pero eso es todo. Por lo demás, tienen
perfecta conciencia de ello.
Para tener una posibilidad de hacer la revolución hay que ser capaz de
oponer al poder un contrapoder. Y frente al aparato represivo de las clases
poseyentes, del gobierno, del ejército, el único contrapoder que puede
ejercerse es el de los productores, vale decir, el de los trabajadores. El arma
del trabajador —la única, pero es el arma absoluta— es la negativa a entregar
su producto a la sociedad. Entonces, todo el sistema se detiene. Pero esta
ruptura sólo puede efectuarse si el productor entra en la lucha. Decir que la
clase obrera, que es la única productora, queda suprimida como fuerza
revolucionaria en las sociedades “de consumo” equivale a decir que ya nunca
más habrá revolución en estas sociedades. Sé que tal es la conclusión de
Marcuse. Pero creo, justamente, que se ve desmentida por lo que acaba de
ocurrir en Francia.
Porque en fin de cuentas los estudiantes no han estado solos. Diez
millones de huelguistas los siguieron. No el primer día, por supuesto, ni hasta
el final. Pero lo bastante rápido y lo bastante lejos como para que los obreros
mismos hayan quedado asombrados. Se han encontrado comprometidos, sin
haberlo concertado, en un movimiento que iba radicalizándose cada vez más,
espontáneamente, y que desembocaba en una nueva reivindicación: la de la
dignidad, soberanía y poder. Se han arrojado a la acción con un novísimo
sentimiento de libertad, de invención, pero sin comprender siempre lo que les
sucedía. Prueba de ello es que cuando se les dio la palabra, cuando se les
pidió votar, entregaron su voto —en todo caso, muchos lo hicieron— a de
Gaulle. Volvemos a encontrar el desajuste de que hablaba hace un rato entre
una sociedad política completamente calma —la que acabamos de volver a
hallar— y una realidad social de violencia, que se puso de manifiesto durante
el mes de mayo. En la acción todo era claro. Pero cuando se les pidió a los
trabajadores que le pusieran un nombre a lo que reclamaban, respondieron:
“De Gaulle”. Es clásico. Lo importante es que la acción haya tenido lugar,
cuando todo el mundo la juzgaba inimaginable. Si esta vez ha tenido lugar,
puede reproducirse, y esto es lo que invalida el pesimismo revolucionario de
Marcuse.

Uno de los problemas más importantes es, desde luego, el de la


vinculación entre las “minorías actuantes”, los estudiantes en particular, y
las masas obreras. En Alemania, por el momento, no existe: la mayoría de
los obreros es hostil al movimiento de los estudiantes socialistas
revolucionarios. Tampoco en Francia parece ser muy fácil.

Evidentemente. No se puede decir que la masa de los obreros franceses


haya sido favorable al movimiento estudiantil. Lo que ha ocurrido es mucho
más complejo. En un primer momento los estudiantes encararon solos la
acción. Luego vino la gran manifestación del 13 de mayo, de la República a
Denfert Rochereau, en la que participaron las organizaciones obreras. Pero
los trabajadores estaban muy bien encuadrados, eran muy bien llevados de la
mano por la CGT, que quería limitar los contactos con los estudiantes y que
muy pronto dio la orden de dispersarse. Sin embargo, hubo algunos
contactos; esa misma tarde, en el Campo de Marte, estudiantes y obreros
jóvenes se reunieron para discutir. Pero no hablaban el mismo lenguaje, y se
observaban con asombro, sin comprenderse. Pudo entonces decirse: es un
fracaso.
Y luego, ¿qué ocurrió? Uno o dos días más tarde, jóvenes obreros
ocuparon sus fábricas, desencadenando un movimiento de huelga que se
extendió a todo el país. Lo hicieron por su propia cuenta, sin ninguna
vinculación consciente con los estudiantes, pero está claro que la
manifestación común estaba en el origen de su acción. Los estudiantes habían
sido el detonador de un movimiento que ahora se desarrollaba sin ellos. Es
evidente que la CGT intervino en todas partes para impedir los intercambios
entre estudiantes y obreros, conforme a la política del PC, que siempre ha
consistido en separar a los intelectuales de los trabajadores. Se creaban
células en la Sorbona) células en los barrios populares y en los sitios de
trabajo, pero nunca células en las que se hallaran juntos obreros y estudiantes.
De todas maneras, los intercambios eran muy difíciles al nivel de la
discusión: las personas que no son de un mismo medio nunca tienen nada que
decirse: juntas, lo único que pueden hacer son cosas. Por eso las únicas
relaciones positivas que se establecieron entre estudiantes y obreros durante
el mes de mayo tuvieron lugar en los “comités de acción revolucionaria”,
creados por aquí y por allá. Estos comités no se asignaban la tarea de discutir,
sino la de actuar. Se pusieron a disposición de los trabajadores en huelga,
procurándoles aquello que necesitaban —alimento, por ejemplo— y
participando asimismo en los “piquetes de huelga” que custodiaban la puerta
de las fábricas. Y de ahí, pues —porque ante todo había una acción común—,
pudieron establecerse en seguida discusiones.
Hoy, las huelgas han terminado y ya no hay posibilidad de una
vinculación de conjunto entre el movimiento estudiantil y los obreros. Pero
no me atrevo a considerar como un fracaso lo que se inició en mayo, porque
los vínculos que se formaron en el seno de los comités de acción aún se
mantienen. Sé de muchos jóvenes que continúan viéndose con obreros o
empleados, con los que militaron durante las huelgas. El muro que separa a
los intelectuales de los trabajadores no ha caído, pero ya existe la prueba de
que una acción común puede hacerlo desaparecer.
Lo que sorprende del movimiento francés de mayo en su carácter
“libertario”. ¿Piensa usted que éste también se encuentra en los
movimientos que han tenido lugar en los otros países, y que se puede hablar
de una rebelión contra toda la civilización moderna, tanto en los países
socialistas como en los países capitalistas?

No creo que se pueda generalizar la noción de “movimiento libertario”,


que me parece propia de Occidente, particularmente de Francia, en donde se
apoya en una fuerte tradición anarquista. No se puede poner en un mismo
plano a las sociedades de los países socialistas, a las que yo llamaría
“sociedades de producción” y, a nuestras “sociedades de consumo”
occidentales. Los problemas en unas y otras no son los mismos, y por
consiguiente la lucha obrera adquiere formas diferentes. Pero hay algo común
a estos dos tipos de sociedad: ni en unas ni en otras un hombre “existe” como
individuo libre y responsable. Esto no quiere decir que en todas partes se le
niegue, como por ejemplo a los negros en Estados Unidos, la posibilidad de
integrarse a la sociedad. Es más complejo.
Consideremos un ciudadano francés. Es, antes que nada, un consumidor.
Pero es un consumidor “trampeado”, al que no se le permite elegir lo que
desea consumir, en tanto se le hace creer que ejerce su libertad al comprar los
mismos productos que compra todo el mundo. En una revista femenina he
leído esta frase extraordinaria, que iba acompañada de una publicidad de ropa
de playa: “Audaz o discreta, pero siempre cada vez más usted misma”. En
otros términos: “Comprad como todo el mundo para no ser como nadie”. Esa
es la trampa.
El ciudadano francés es, también, un productor; pero en este caso la
alienación es aun más evidente. En todos los niveles, ya sea obrero, cuadro o
estudiante, su destino se le escapa por completo. Nunca es sujeto, sino objeto.
Desde afuera, sin consultarlo, se han fijado para él el trabajo que debe hacer,
el salario que va a alcanzar, el examen que debe rendir. Se lo ha puesto sobre
rieles, y no es él quien maneja los cambios.
Lo mismo ocurre en los países socialistas, con la diferencia de que el
objetivo no es ya el consumo, sino “la producción por la producción”. La
máquina gira sobre sí misma, y el individuo tiene en ella su lugar
rigurosamente fijado por las exigencias —abstractas para él— de un “plan”
que él no ha contribuido a establecer. En Checoslovaquia, por ejemplo, una
revuelta contra el sistema deshumanizado de la producción por la producción
acaba de desembocar en una reivindicación de libertad.

En Francia, después del movimiento de mayo, todo el mundo ha dicho —


y el gobierno mismo, en cierta manera, lo ha reconocido— que “nada puede
ser ya como antes”. El general de Gaulle ha llegado a hablar por televisión
acerca de una sociedad que no sería “ni capitalista ni socialista, sino basada
en la participación”. ¿Cree usted que en verdad puede establecerse en
Francia un sistema nuevo?

El gobierno, como siempre, va a hablar mucho de reformas y a no hacer


ninguna que realmente cambie algo. La palabra “participación” en boca de
Pompidou y de de Gaulle no quiere decir nada, Desde luego, podemos
imaginar una verdadera participación que diera a los trabajadores un real
poder de decisión en las empresas; pero los patronos siempre la rechazarán, y
de Gaulle no quiere oír hablar de ella. Entonces se habrá de inventar una falsa
“participación”, que no hará disminuir en nada los poderes de la patronal,
más o menos como los “comités de empresa”, creados en 1954, que no fueron
del todo inútiles, pero que no cambiaron nada en el sistema.
Es cierto, no obstante, que en Francia ya nada será como antes, y ello por
dos tazones. La primera es que acaba de producirse una irreversible
politización de la juventud. No sólo de los estudiantes, sino también de los
colegiales. Hay chiquilines de diez años que tienen hermanos y hermanas
mayores y que ya saben muy bien por qué detestan esta sociedad. Hay en
esos muchachos, y hasta en esas chicas, una violencia notable, que no es
cabalmente la expresión de un capricho, sino la expresión de una clara
conciencia de lo que se les prepara. Se los encierra en una contradicción: por
una parte, sienten que tienen pocas posibilidades de integrarse a la sociedad,
porque habrán de chocar con toda una serie de impedimentos dispuestos en la
enseñanza para que sólo una ínfima minoría alcance la cumbre; por la otra,
las plazas que podrían conquistar si salvaran todos esos impedimentos les
repugnan de antemano, porque en ellas habrán de ser puros objetos,
instrumentos de un sistema que los habrá “especializado” para una tarea
precisa. Los jóvenes comprenden muy pronto esto, y por eso vemos aparecer
hoy una inesperada generación de revolucionarios de diez años.
Algo análogo ocurre entre los obreros jóvenes, que no tienen, por cierto,
los mismos problemas que los estudiantes, pero que comienzan a comprender
que los aumentos de salario por los que sus padres se han batido —y que les
han valido ventajas materiales ciertas: automóvil, televisión, lavarropa— no
son la única clave de la liberación de los trabajadores. Y también ellos
reclaman hoy un “poder” sobre su trabajo y sobre su vida.
La segundá razón por la que nada será ya completamente como antes es
que los aumentos de salario que acaban de concederse han roto el frágil
equilibrio de la economía francesa. Los patronos no se equivocan, desde su
punto de vista, cuando afirman que la economía no puede soportar esta nueva
carga. En efecto, no puede soportarla dentro del marco del sistema actual. Es
imposible mantener a la vez las ganancias de la patronal y el actual nivel de
los precios; por lo tanto, es imposible la competitividad de las empresas
francesas dentro del Mercado Común. ¿Pero quién piensa en suprimir las
ganancias? Así pues, mediante subvenciones o desgravaciones, se va a
preservar como se pueda la posición de las industrias exportadoras, y
mediante alzas de los precios se les va a arrebatar a los trabajadores lo que se
les había concedido. Pero los trabajadores van a advertirlo. Comprobarán que
su poder de compra, después de haberse elevado durante algunos meses,
vuelve a caer al mismo nivel que antes, y hasta más abajo. No lo aceptarán
fácilmente, y es muy probable que entonces veamos resurgir, bajo la falsa
imagen política que las elecciones acaban de delinear, la violencia de las
reales fuerzas sociales.

Los dirigentes políticos de la izquierda francesa, los hombres como


François Miterrand, Guy Mollet, Waldeck Rochet, no estuvieron en la
vanguardia —es lo menos que puede decirse— del movimiento social de
mayo. ¿Piensa usted que una nueva formación revolucionaria, independiente
de los antiguos partidos y más combativa que ellos pueda surgir de la crisis?
Los comunistas siempre han sostenido —y hasta ahora era cierto— que
los movimientos revolucionarios que pretendían situarse a la izquierda del PC
contribuían a dividir a la clase obrera y siempre terminaban por estar
“objetivamente” más a la derecha que él. Discutir hoy sobre este punto es, en
mi opinión, plantear mal el problema. No hay que preguntarse si uno está a la
derecha o a la izquierda del PC, sino si verdaderamente está en la izquierda.
Quién estuvo en la izquierda en el mes de mayo? No, por cierto,
Miterrand ni Guy Mollet, que sólo buscaron aprovecharse de la ocasión para
llegar al poder, sin tratar de comprender lo profundamente nuevo que había
en la situación. Tampoco, por cierto, el PC, que hizo cuando pudo por frenar
el movimiento y que permitió su desaparición en las elecciones. Los
comunistas no han dejado de insultar a los estudiantes militantes que más
combativos se mostraban, y L’Humanité[*] apenas ha dedicado unas pocas
líneas de protesta contra la decisión del gobierno de poner fuera de la ley a
los “grupúsculos” revolucionarios que habían estado en el origen de todo el
movimiento.
En tales condiciones, estoy convencido de que todos los dirigentes
actuales de la izquierda ya no representarán nada dentro de diez años, y no
veo qué peligro habría en que un movimiento revolucionario se constituyera
al margen del PC y a la izquierda de éste. Hasta creo que es inevitable y que
es lo único que puede “desbloquear” a la política del PC, al permitir a los
verdaderos revolucionarios que todavía siguen en éste hacer oír su voz e
imponerle una nueva orientación al Partido.

Si la crisis francesa ha sorprendido de tal modo a la opinión mundial,


quiere decir que nada por el estilo se había jamás producido en una sociedad
industrial moderna. Uno se pregunta ahora si esa crisis se explica por un
conjunto de condiciones históricas y sociales particulares de Francia, o si en
otros países desarrollados, por ejemplo Alemania, es igualmente posible una
explosión como esa.

Estoy convencido de que la misma cosa puede producirse en Alemania. A


este propósito yo diría que muchas de las ideas que han inspirado a los
estudiantes franceses provenían de los estudiantes socialistas alemanes,
comenzando por la idea de que el movimiento estudiantil nunca podría ir
muy lejos si no estableciera una vinculación con el movimiento obrero. Hace
un rato me dijo usted que esta vinculación era casi imposible en Alemania.
También en Francia se la creía imposible, y a pesar de inmensas dificultades,
sin ir muy lejos aún, cuenta ya con un comienzo. No veo razón alguna para
que el mismo fenómeno no se produzca un día en Alemania. Al contrario,
incluso. En Francia hemos visto qué los trabajadores que sostenían con
mayor energía las reivindicaciones de “poder obrero”, de control de la gestión
de las empresas y de verdadera participación en las decisiones atinentes a su
vida no eran los de las categorías profesionales inferiores, sino los que ya
habían alcanzado un nivel de vida y un grado de calificación relativamente
elevados. Ahora bien, la masa de los obreros alemanes posee un nivel de vida
más alto que el de los obreros franceses y participa más en la prosperidad de
la “sociedad de consumo”. Esto quizá lleve a los obreros alemanas a tomar
una mejor conciencia de los límites de esa prosperidad y de la alineación que
ésta continúa implicando. El movimiento francés, no previsto por nadie, ha
revelado en todo caso algo que es, a mis ojos, muy reconfortante, y es que
ninguna burguesía que esté en el poder —ni en Alemania ni en ninguna otra
parte— se encuentra ya, de aquí en adelante, a salvo de una “horrible
sorpresa”.

¿Qué sentimientos le inspira el actual régimen de la Alemania Federal?

Es, actualmente, el país de Europa que más se parece a Estados Unidos.


Usted sabe que a mí no me agrada mayormente el sistema norteamericano;
me desconsuela, pues, ver que Alemania sigue ese camino, el camino del
confort social-demócrata. Pero no soy pesimista respecto de su porvenir, pues
compruebo que ahora existe una Alemania joven, que cuenta con toda mi
simpatía: la de los estudiantes socialistas, y también, aunque no sean muchos
más, la de los jóvenes trabajadores que ya no aceptan el sistema en vigencia.
No digo que tomarán el poder mañana, pero estoy absolutamente
convencido de que se sentirán cada vez menos aislados en la medida en que
hoy formen parte de un gran movimiento internacional. El nacimiento de un
verdadero internacionalismo me parece ser el acontecimiento más importante
de estos últimos años. En otro tiempo se hablaba mucho de
internacionalismo, pero cuando se asesinaba a decenas de miles de obreros,
después de la Comuna, no había una sola manifestación, una sola huelga de
solidaridad afuera de Francia. Hoy, casi en el mismo día en que los
movimientos de rebelión estallan en un país encuentra eco en el extranjero.
Por ejemplo, hace una semana los estudiantes de la universidad de Berkeley,
California, se hicieron apalear en las calles por expresar su solidaridad con
los estudiantes y los obreros franceses. Tal vez los estudiantes
revolucionarios de la Alemania de hoy se sienten solos. Pero saben que no
están solos en este mundo y que tienen aliados en Praga, en Nueva York, en
Belgrado, en París, en San Francisco, en Milán, en todas partes. Muchas de
las ideas revolucionarias de los estudiantes franceses llegaron de Alemania. A
Alemania han de volver. Desde Francia o desde cualquier otra parte.
II
EL HOMBRE

Cuando usted era niño, una vieja dama, la señora Picard, le envió un
cuestionario diciéndole que lo llenara. A la pregunta: “¿Cuál es su mayor
deseo?”, usted respondió: “Ser soldado vengar a los muertos”.
La señora Picard se burló de usted: “¿Sabes, amiguito? Uno es
interesante sólo si es sincero”.
Ya que a usted le repugna responder al cuestionario Marcel Proust,
mucho le agradeceré que conteste a mis preguntas.

Lo haré con la mayor sinceridad.

Cuando usted era niño sólo se divertía en hacer tortitas y garabatos


siempre que por lo menos una persona mayor se extasiara con lo que usted
llamaba sus “productos”. ¿Qué hay de ello hoy, cuando en todo el mundo
millares de personas mayores se interesan en sus “productos”?

Es muy diferente. Pienso que en el origen de mi decisión de escribir,


cuando era niño, estaba la idea de que se interesaran en “mis productos”;
pero, como usted sabe, era otra cosa. Era más bien Dios, representado por mi
abuelo, quien se interesaba. Hoy se trata de un hecho nuevo, del hecho de la
comunicación, es decir, de un hecho que conlleva mucho de crítica. Y por
consiguiente no se trata —por lo demás, no lo deseo—, de la admiración
incondicional que deseaba en mi infancia: “¡Oh, qué bien! ¡Oh, qué bonito!”,
sino, por el contrario, de una verdadera comunicación, es decir, de personas
que dicen: “Me gusta”, o “No me gusta lo que usted ha hecho”, o “Me gusta a
medias”. Es esto, más bien. De manera que mis relaciones con las personas
mayores son, por cierto, relaciones de control y de comunicación antes que
aquellas viejas e ingenuas relaciones que yo imaginaba antaño.

Usted es una persona relevante; para muchos es un “retrato”. Y


resultaría enojoso verlo conducirse de otro modo. ¿No suele sentirse un poco
prisionero de ese retrato? ¿No siente a veces ganas, ya por juego, ya por
convicción personal, de dar al traste con ese personaje y de modificar el
retrato, ya que uno se modifica en el mundo, en la vida?

Bien, es un problema muy complicado, porque aun cuando uno modifique


su retrato, ocurre que la gente le agrega al retrato de usted esa modificación,
de manera que en cierto sentido usted nunca escapa de él. Ya me comprende:
a usted lo hacen de tal o cual manera, luego usted actúa de otro modo, pero la
gente le mete este modo en el retrato. Sólo que, fíjese, el retrato es muy
variable, en vista de que soy bastante discutido, así que tengo felizmente que
elegir entre mis retratos. Hay un señor de Túnez que me escribe con mucha
regularidad, que no me aprecia demasiado y que ha hecho de mí un retrato
muy diferente del que pueden hacerme otras personas. Tengo, pues, que
elegir. Creo que actualmente no hay una imagen estable y fija que yo pudiera
realizar. Término medio, creo que tal vez se podría hacer un retrato-robot. No
creo que haya una imagen estable y fija a la que pudiera alienar en forma
constante. ¡Felizmente, por lo demás!

Usted ha escrito: “Nuestra vida no es más que una serie de ceremonias, y


consumimos nuestro tiempo abrumándonos a homenajes”. Hablamos ante
todo de las ceremonias, que son, en mi sentir, hábitos, obligaciones, especies
de “clisés” de los que debemos, creo, cómo usted, evadirnos a cualquier
precio, en la medida en que podamos.
Evidentemente es eso, agregado a un pequeño aspecto sagrado, menor,
que encontramos en todas las ceremonias; éstas, a la vez que son hábitos,
poseen a los ojos de todos algo un tanto sagrado. Lléveselas usted por delante
y habrá un escándalo.

Ha hablado usted de homenajes, pero secretamente deben de agradarle.


Antes que nada, usted es un hombre como cualquier otro; más aun, es un
escritor, un literato, un dramaturgo. Le gusta el éxito; por lo tanto, le gustan
los homenajes. A este respecto hay una oposición en usted, una ruptura,
incluso.

No, porque iba a decirle que he deseado tanto los homenajes, que hoy me
hastían. El éxito es una cosa distinta de los homenajes. Lo que me interesa no
es que los homenajes se remonten hasta el hombre; lo que me interesa es un
justo éxito de la obra; quiero decir, lo que me complace es cuando tengo la
impresión de que la obra está bien hecha. No me remonto hasta mí mismo; al
contrario, nada me parece más cansador y fastidioso que los homenajes. No
los rindo. A nadie venero. No deseo ser venerado.

Usted ha encontrado el universo en los libros. Ha confundido, dice, el


desorden de sus experiencias librescas con el azaroso curso de los
acontecimientos reales. De allí cierto idealismo, para desembarazarse, para
deshacerse del cual ha empleado, dice, treinta años. Personalmente, estoy
sorprendido, pues siempre lo he considerado como un idealista, a menos que
el sentido de la palabra “idealista” no sea el mismo para usted…

Pienso que no termino de entenderla en el sentido en que usted la


entiende. Quiero decir que yo veía las cosas como ideas y, si le parece, para
decirlo de otro modo, me faltaba ese peso material y sólido que se necesita
durante largo tiempo para aprender. Voy a darle un ejemplo de lo que yo
llamo idealismo. Cuando volví del cautiverio, en el 41, bien, me parecía
absolutamente normal y fácil promover una resistencia. Salí en busca de
gente. Dije: “Vamos a resistir a los alemanes…, etc.”, y, por supuesto, el
grupito que formamos fue completamente despedazado por las
circunstancias, desapareció, y en cambio hubo que adherir a grupos mucho
más importantes, basados en cosas mucho más reales. Se lo doy como
ejemplo del idealista, del señor que regresa del cautiverio y que dice: “Bien,
no es complicado; vamos a poner manos a la obra…”. De esto, si le parece,
fue de lo que me sanó mi contacto con cierto número de fuerzas políticas,
variables, construidas sobre realidades, etc., y que hacían lo que podían y no
lo que yo deseaba. Pienso que permanecí en el plano idealista hasta el 46 o el
47, más o menos, ¿no es verdad? No lo entendía en el sentido de “fijarse
metas”; tan sólo lo entendía en el sentido que le digo, esto es, como una
concepción de la complacencia, de la realidad respecto de mis ideas, que es
algo que desgraciadamente no existe.

Usted ha recorrido el mundo; ha sido recibido por sus amigos y, si me


atrevo a decirlo, por fervorosos suyos que lo han guiado, que lo han llevado
de la mano. Yo sólo he podido visitar, a merced de mi fantasía, los barrios
miserables de Hong-Kong, ver las sórdidas salas de juego de Macao, no las
que nos muestran, ¿verdad?, en el “Macao by night”, y hasta recuerdo haber
dado un poco de alimento a unos niños que tenían hambre, y un hombre saltó
hacia mí diciéndome: “No, no hay que darles nada, porque si les da a éstos,
entonces habrá diez mil que van a correr tras de usted y que le tenderán la
mano”. Usted habla de la miseria de los hombres, y yo sé que piensa con
frecuencia en ella, no lo dudo. ¿La ha conocido realmente, o sólo a través de
los libros o de su imaginación?

¡Ah, no!, porque los países que he visitado son a menudo países muy
miserables, y las personas que, como usted dice, me acogían, me mostraban
precisamente esa miseria. Pienso en mi viaje al Brasil. Fui guiado por un
buen amigo mío, y el propósito de aquel hombre era mostrarme la realidad
brasileña. La parte norte, pero también las favellas del sur. E incluso hasta en
San Pablo quería mostrarme la vida de los obreros, la vida de los campesinos.
He visto casi todo lo que he querido ver, y aun más. Pero mi amigo me
sugirió ver una cosa que yo no conocía siquiera, de manera que tuve del
Brasil una impresión que considero bastante justa. Usted comprende. Hay,
pues, que distinguir según los países. Hay países en los que usted es llevado
de la mano por personas oficiales, que no son forzosamente, por lo demás,
amigos suyos, pues sólo le muestran el lado bueno de las cosas. Y luego están
los países en los que uno es guiado por un amigo; por lo general, apenas me
conoce, simplemente sabe lo que busco, lo que quiero ver, el género de
contacto humano que deseo, y en tal caso me muestra lo que él cree que es la
verdad, que frecuentemente no es muy bella.

¿Pueden remediarse las hambres? ¿Hombres como usted no podrían


ponerse a la cabeza de un grandioso movimiento, internacional, diré? Creo
que se verían seguidos.

Creo que en ese nivel usted es un idealista como era yo, porque sé que
semejantes movimientos son inmediatamente obstaculizados por
contradicciones políticas. Usted conoce la dificultad que existe para
conseguir, por ejemplo, que los Estados Unidos y la URSS lleguen juntos, y
gracias a un plan que haría también juntos, a socorrer países en vías de
desarrollo, y ahora, ya ve usted, la dificultad es que detrás hay profundas
contradicciones políticas y sociales. Un movimiento que naciera en tales
condiciones reflejaría esas contradicciones y ciertamente se rompería. Pienso
que ante todo hay que hacer una elección política y tratar de ponerse de parte
de aquéllos que, sean cuales fueren las reservas que se puedan hacer,
procuran suprimir el hambre, pero esto nos lleva naturalmente a aceptar otras
cosas, o por lo menos a tolerarlas. Sería muy complicado, ¿no es cierto?, pero
no pienso que se pueda crear un movimiento apolítico que lo hiciera. Sería de
desear, pero —y es la realidad quien me lo dice— ese movimiento se vería
roto.

En determinado momento se habló de tomar, de extraer algún dinero de


la suma destinada a armamentos. Creo que fue el general de Gaulle quien lo
propuso.

Lo propuso, sin ninguna duda, pero…

También él era un idealista…

Por una parte, y luego, por la otra, no creo que la producción de una
bomba atómica en Francia ayude mucho a ese proyecto. Me parece que esto
está en completa contradicción.

Sí, pero yo comprendí que quería decir: “Vamos a gastar mil millones en
la bomba atómica, pero no los vamos a gastar íntegros, sino que vamos, a
sacarles X millones para los…

Creo que era para el cáncer. Tal vez sería mejor tomar los mil millones
íntegros.

Soy de su opinión. En su libro Las palabras destaco dos frases que me


han conmovido: “Dios solía enviarme —raramente— esa gracia que permite
comer sin desgana: el apetito”, y un poco más adelante: “Una sola vez tuve
la sensación de que existía. Yo había jugado con fósforos y quemado una
alfombrita; me hallaba a punto de disimular mi fechoría, cuando Dios me
miró. Sentí su mirada dentro de mi cabeza y de mis manos. La indignación
me salvó. Me puse furioso contra aquella grosera indiscreción. Blasfemé…
Nunca más volvió a mirarme…”.
Estas frases me inducen sobre todo a pensar que usted admite la
existencia de Dios, puesto que habla de la gracia que Dios le envió y añade
la palabra “raramente”. Pues bien: ¿acaso no podría volver a enviársela
algún día?

No. Para decírselo todo de una vez, la primera frase es completamente


irónica. Yo quería decir que el apetito aparece como una gracia dentro de una
familia burguesa en la que los niños están sobreprotegidos y
sobrealimentados, ya que, en el fondo, nunca tienen hambre. Parece como
una gracia divina. Pero yo no entendía que era en verdad Dios quien me la
enviaba; sólo quería decir que mi familia se alegraba cuando yo sentía
hambre, mientras que no creo que precisamente en las favellas se considere el
hambre como una gracia divina. Yo quería señalar, si a usted le parece, el
aspecto completamente artificial de los burguesitos sobrealimentados. Por
otra parte, con respecto a la segunda frase, Dios aparece en ese momento
como una realidad, no como una realidad existente, sino como una realidad
en la que mi educación me hacía creer. Vale decir; si se quiere, que en aquel
momento tuve una especie de intuición de que Dios me miraba. Eso es. Si
usted prefiere, quiere decir que entraba en juego la educación. En efecto, tuve
la vaga sensación de ser visto por Dios, lo que me pareció absolutamente
indiscreto de su parte. Y creo haber dicho, como por lo demás usted lo ha
visto un poco más adelante en las mismas Palabras, que entonces, en aquel
momento, lo perdí: Dios no apareció más en mi existencia, pero por entonces
aún no me hallaba, quién sabe, completamente liberado de él. Poco después,
hacia los once años, un buen día desapreció por completo de mi vida. He
dicho: “No existe”, y debo decir a usted que nunca las cosas, cualesquiera
que hayan podido ser las crisis que he debido atravesar, cualesquiera que
hayan sido las cosas que me ha tocado ver, nunca este asunto ha vuelto a ser
cuestionado.

En la Soborna usted condenó al teatro burgués, el que utiliza los viejos


temas: el marido, la mujer, el amante, los conflictos de familia. Me parece
que el teatro, en parte gracias a usted, ha elevado el debate, ha elevado el
conflicto, ha encontrado otros asuntos, ha ido en otras direcciones.

Desde luego, pero yo, sabe usted, yo distinguía, yo hacía en aquella


conferencia —que fue, creo, mal retransmitida— una distinción entre el
teatro de estructura burguesa. Oponía el teatro dramático al teatro épico de
Brecht, y mi idea era, justamente, que en el fondo el teatro de Brecht, que es
una reacción contra los teatros burgueses, tiende a descuidar ciertos aspectos
técnicos del teatro burgués. Y concluía diciendo que en el fondo hay una
posibilidad de tener en cuenta las dos técnicas y de crear un arte más
completo. Así pues, lo que yo abandonaba del teatro burgués es todo lo que
en el siglo XIX nos aburría de tal manera, que divertía a la gente. Es lo que
nos fastidiaba: el teatro de Bataille, el teatro de Bernstein. De eso quería
hablar. Pero la construcción, el deseo de hacer que los espectadores
experimenten lo que sucede en la escena —cosa que Brecht rechaza—, no lo
abandono.

Hoy ya no podríamos ver el teatro de Bataille, así como no podríamos ya


leer ciertos libros que nos entusiasmaron en nuestra juventud.

Lo creo. Tiempo atrás volví a leer a Bataille, y verdaderamente es


imposible. En el caso de Bernstein, el estilo sigue firme, porque es un estilo
mucho más natural. Las piezas son fantásticas, son cómicas. Pero en el
Bernstein de preguerra todavía hay fuerza, como en el segundo acto del
Voleur, por ejemplo. De Bataille, desgraciadamente, creo que ya no queda
nada. Ese era el teatro burgués mismo, ese, ¿no es cierto?

Si le parece, hablemos de Los secuestrados de Altona. Usted escribió la


pieza. Los personajes son sus personajes. Fueron llevados al cine. ¿No tiene
la impresión de que, por necesidades comerciales, han huido de usted como
consecuencia de las modificaciones introducidas?

Totalmente. Di mi visto bueno para que rodaran Los secuestrados de


Altona; pensaba que sería rodado por determinado director, con cuyas
concepciones yo estaba perfectamente de acuerdo. Claro que habría
cambiado, trasformado muchas cosas. Quería hacer una especie de cavalcade
alemana, desde 1935 hasta 1950, mostrando a la familia de von Gerlach
ocupada en colaborar con las fuerzas nazis, y luego las consecuencias, sobre
la base, naturalmente, de mi intriga. Pero este director no pudo ponerse de
acuerdo con el productor. Usted ya sabe cómo son estas cosas. Se contrató a
otro, se dio otra versión, diferentes régis se reunieron para poner manos a la
obra, yo no tomé parte alguna en todo eso y al fin vine a corroborar,
evidentemente con aflicción, que el resultado era muy distinto de lo que yo
había deseado.

El padre de Franz deseaba tener poder, dominio sobre los hombres que
consideraba un tanto inferiores. Según usted, ese es un sentimiento burgués.
Pero su hijo, antes de ser voluntariamente secuestrado, ¿no había satisfecho
su pasión por el poder cuando era oficial nazi?

Antes no era oficial; se alistó después del caso del rabino polaco. Era hijo,
simplemente; pienso que había concluido sus estudios, y luego era libre, era
minero, no tenía aún edad para alistarse. En la pieza está escrito. Usted sabe
que albergó y ocultó a un evadido de un campo de concentración y que en ese
momento las autoridades alemanas, enteradas, exigieron, para tapar el asunto,
que se alistara y partiera inmediatamente. Fue enviado al frente ruso, y en ese
momento se convirtió en oficial. Ya había cambiado por completo de carácter
como consecuencia de un acontecimiento tan perturbador, como fue el
asesinato del rabino polaco, cometido ante sus ojos. Pero de todas maneras el
hijo había sido educado por el padre, quien le había contagiado sus ideas de
poder. La contradicción consiste en que las grandes fábricas de hoy, las
grandes empresas, que son verdaderos trusts, ya no permiten el despliegue
del poder del capitalismo familiar, digamos si le parece. El padre era
verdaderamente dueño de su empresa; lo que le sucede al hijo, como el padre
se lo dice al fin, es que ya no es dueño de nada. Es un fulano cualquiera en
grupos que hacen cálculos operacionales, tecnócratas, especialistas. El poder
de propiedad y el poder de dirección se han separado en el caso de las
inmensas empresas, y por consiguiente lo que ocurre es que el padre ha hecho
de su hijo un monarca, como él dice, un príncipe, alguien que tiene apetito de
poder, pero al que pone precisamente en una situación en la que su apetito de
poder no puede realizarse.
¡Ay! Está también la historia de otro secuestrado voluntario, un francés
que había trabajado con la Gestapo durante la ocupación y que fue
condenado a muerte. ¿No hay una analogía con su caso? ¿Cómo imagina
usted a ese muchacho que era un pobre tipo, sin voluntad, sin la gallardía de
su madre, y que de pronto demostró ser un criminal, asesinó, torturó, etc., y
terminó encerrándose en una bohardilla durante unos diecisiete años?

Pienso que hay analogías. Pienso, efectivamente, que quiso, como Franz,
manifestar su poder, su voluntad de poder, no contra su padre, sino contra su
madre, si le parece, ya que ésta había actuado como una madre castradora.
Intentó desarrollar en él ciertos aspectos violentos de su naturaleza, como
reacción, para mostrar que era viril, que era un hombre, etc. Es cierto también
que después recayó por completo; no sé si sintió remordimiento, pero en todo
caso, gracias al miedo y bajo la dominación de su madre, se encerró. De
suerte que tenemos, en efecto, elementos que me parecen confirmados. Yo
había inventado a este secuestrado, pero compruebo que tiene un ejemplo.
Reggiani, que representa la pieza, había conocido a otro, pero mucho antes,
en 1946 o 1947, cuando filmó su primera película, Los amantes de Verona.
Debía rodar una escena en una casa determinada, y se encontró con que el
primer piso estaba bloqueado, porque había un hombre, un italiano, un
fascista italiano, también secuestrado, secuestrado por él mismo. Así pues, en
todo el mundo existen personas como éstas.

Los rusos han sacrificado durante años los bienes de consumo, es decir,
el bienestar del hombre, para elevar el potencial de la nación soviética, para
construir la bomba H, para enviar sputniks a la estratosfera. Hay por cierto
en ello una finalidad científica, sin la menor duda, pero también hay una
finalidad militar y una búsqueda de prestigio. ¿Qué piensa usted?

Pienso que estaban obligados a hacerlo, como Estados Unidos ha estado


obligado a hacer otro tanto. Estaban obligados en el sentido de que
precisamente las industrias militares, dentro de la situación de los dos
bloques, tienen una importancia mucho más considerable que la que merecen.
En este sentido, pienso que un regreso a la paz, es decir, a una especie de
licuefacción de los dos grupos y de los dos bloques, a una manera con que se
reemplazarían sus grandes alianzas monolíticas por una serie de acuerdos, les
permitiría a los rusos encontrar, dar una parte mayor a los bienes de consumo.
Y, por lo demás; ya comienzan, ya comienzan claramente, y hay una
completa diferencia entre mi primera visita, en 1954, y ahora; hay una
grande, enorme diferencia. Pero es cierto, en fin, que hoy los países —y no
deseo hacer política—, hoy los grandes países están obligados a sacrificar
mucho a su armamento.

Envié unos libros a una joven rusa que habla admirablemente nuestra
lengua. Para agradecerme, me ofreció una caja de chocolates. Fíjese bien:
cada tableta venía envuelta en un papel distinto, en el que se podían ver el
retrato de los seis cosmonautas y sus sputniks… En una hoja de papel se
encuentran las correspondientes explicaciones técnicas. ¿Qué piensa usted
de este bien de consumo, de esta caja de chocolate?

La encuentro curiosísima. Nos ofrece a las claras ese aspecto ruso que
consiste en mezclar, digamos, lo útil con lo agradable; y en todo caso lo
didáctico con el consumo de un objeto por placer. En este sentido, es
verdaderamente muy notable.
Notas
[1] Secretario general del Partido Comunista francés. <<
[*] Diario oficial del Partido Comunista francés. <<

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