Wharton Edith Escribir Ficcion

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Escribir ficción

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En general

Estudiar la práctica de la ficción es enfrentarse a la más


novedosa, la más fluida y la menos formulada de las artes.
La exploración de los orígenes siempre es fascinante, pero
el intento de relacionar la novela moderna con la historia de
José y sus hermanos reviste un interés puramente histórico.
La narrativa moderna comenzó en realidad cuando la
«acción» de la novela pasó de encontrarse en la calle a encon-
trarse en el alma. Y la primera vez que se dio este paso fue
tal vez cuando Madame de La Fayette escribió, en el siglo
xvii, una pequeña historia titulada La princesa de Clèves, una
historia de amor desesperado y muda renunciación en la que
el tenor elegante de las vidas que se retratan apenas se ve
alterado por los episodios de júbilo y de agonía que se suceden
bajo la superficie.
en general

El siguiente paso se dio cuando los protagonistas de este


nuevo drama psicológico, que eran marionetas arquetípicas
–el héroe, la heroína, el villano, el padre huraño, etc.–, se
convirtieron en seres humanos reales y reconocibles. Aquí
también fue un novelista francés, el Abbé Prévost, el que
abrió el camino con Manon Lescaut, pero el esbozo que él
hace de los personajes parece resumido y esquemático si se los
compara con la primera gran figura de la narrativa moderna:
el espeluznante El sobrino de Rameau. Hasta mucho después
de la muerte de Diderot nadie se dio cuenta de que el autor
de tantas historias excepcionales, pobladas de marionetas del
siglo xviii, se estaba anticipando en la creación de esas figuras
humanas sórdidas, cínicas y desoladas, no solo a Balzac, sino
también a Dostoievski.
Pero la narrativa moderna se distingue de Manon Lescaut
y de El sobrino de Rameau, incluso de Lesage, Defoe, Fiel-
ding, Smollett, Richardson y Scott, por dos grandes genios:
el de Balzac y el de Stendhal. A excepción de ese asombroso
accidente que es Diderot, Balzac fue el primero en ver a la
gente, desde el punto de vista físico y moral, en su medio y
con su forma de vida, con sus gustos y sus enfermedades y
en hacer que el lector también los viera así. Pero no solo eso:
fue además el primero en extraer la acción dramática de la
relación que estos personajes tenían con sus casas, sus calles,
sus ciudades, sus profesiones, sus hábitos heredados y sus
opiniones y, naturalmente, de los contactos fortuitos entre
ellos.
El propio Balzac consideraba a Scott pionero de este tipo
de realismo, de quien el joven novelista reconoce sin ambages
haber obtenido su principal inspiración. Pero, como observó
Balzac, Scott, tan agudo y directo al estudiar el resto de su

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campo de visión, se convertía en un escritor convencional e


hipócrita cuando tocaba el tema del amor y las mujeres. En
deferencia a la oleada de mojigatería que invadió Inglaterra
después de los vulgares excesos de la corte de Hannover, Scott
cambió la pasión por sensiblería y redujo a sus heroínas a
recuerdos insípidos, mientras que en la firme superficie del
realismo de Balzac apenas hay una falla. Sus mujeres, tanto
las jóvenes como las ancianas, son seres vivos, y tan compactas
en sus humanas contradicciones como devastadas por sus
humanas pasiones, igual que sus avaros, sus banqueros, sus
clérigos o sus doctores.
Stendhal, aunque tan indiferente como cualquier escritor
del siglo xviii a la atmósfera y al «color local», es intensamen-
te moderno y realista en la individualización de sus persona-
jes, que nunca son arquetipos (en la misma medida, incluso,
que algunos de los de Balzac) sino seres humanos diferen-
ciados y únicos. Stendhal representa la nueva narrativa de
una manera aún más particular, gracias a esa visión suya tan
profunda de los orígenes de la acción social. Ningún novelista
moderno nos ha colocado nunca tan cerca de las fuentes
de lo personal, del sentimiento individual, como Racine en
sus tragedias. Y algunos de los novelistas franceses del siglo
xviii no han sido todavía superados (salvo por Racine) en su
refinamiento superior del análisis del alma. Lo que era nuevo
tanto en Balzac como en Stendhal era el hecho de que ambos
observaban cada personaje, en primer lugar, como el producto
único y exclusivo de unas condiciones materiales y sociales
determinadas. En otras palabras, que un personaje era de
esta o aquella manera por el afán que lo impulsaba o por la
casa en la que vivía (Balzac), por la sociedad a la que quería
pertenecer (Stendhal), o por el acre de tierra que codiciaba,

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o bien por el personaje poderoso o popular al que imitaba o


envidiaba (Balzac y Stendhal). Estos novelistas (con la única
excepción de Defoe, cuando escribió Moll Flanders) fueron
los primeros que no perdieron de vista en ningún momento
que los límites de la personalidad no pueden dibujarse con
un único trazo negro, porque cada uno de nosotros fluye, de
manera imperceptible, empapando a la gente y a los objetos
que lo rodean.
La creación de personajes, en todos los novelistas que
precedieron a estos dos maestros parecen, en comparación,
incompletos o inmaduros: hasta los de Richardson lo parecen
en las páginas más penetrantes de Clarissa Harlowe, o los
de Goethe en esa novela, de sorprendente modernidad, que
se titula Las afinidades electivas. Porque en el caso de estos
escritores los personajes, que se han diseccionado de una
manera tan elaborada, quedan colgados en el vacío sin ser
vistos y sin recibir la influencia de ninguna (o casi ninguna)
de las circunstancias externas y especiales de sus vidas. Las
personas son abstracciones de la humanidad analizadas con
sutileza y a las que solo les ocurren las cosas que le ocurrirían
a cualquiera en el camino de la vida, los inevitables y eternos
acontecimientos humanos.
A partir de Balzac y de Stendhal la narrativa se propagó en
varias direcciones y realizó todo tipo de experimentos, pero
nunca ha dejado de cultivar el terreno que ellos desbrozaron,
ni de regresar al reino de la abstracción. Sin embargo, sigue
habiendo arte en la creación, fluida y dirigible, y en la combi-
nación de un pasado lo bastante nutrido para extraer algunos
principios generales y con un futuro pleno de posibilidades
sin explorar.

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II

En el umbral de toda teoría sobre el arte siempre se debe


preguntar a quien la expone sobre qué premisa se apoya. En
la ficción, como en cualquier otra forma de arte, la única res-
puesta parece ser que toda teoría debe comenzar asumiendo
que es necesaria una selección. Resulta curioso que, incluso
ahora –y tal vez más que nunca–, haya que explicar y defender
lo que no es más que la regla que subyace a la menos artística
de las declaraciones verbales. No importa cuán limitada sea
esa anécdota que uno está intentando relatar: no es posible
evitar que la circunde una serie de detalles de importancia
cada vez más remota y, más allá de eso, una masa externa
de hechos irrelevantes que se van aglomerando en torno al
autor por una simple cercanía accidental, ya sea de tiempo o
de espacio. Escoger entre todos estos materiales es el primer
paso hacia una expresión coherente.
Hace una generación esto se daba por hecho con tanta
naturalidad que afirmarlo se hubiera considerado una pedan-
tería. En el día a día ese principio sobrevive en el imperativo

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de ir al grano; pero al novelista que aplica esta regla al arte, o


que dice aplicarla, se le acusará hoy de dejarse absorber por
la técnica y excluir el factor, supuestamente contrario, del
«interés humano».
Incluso ahora, no valdría la pena llevar esa carga si no
hubiera contribuido a su renovación, no hace mucho, ese
viejo truco de los primeros «realistas» franceses, ese grupo de
brillantes escritores que inventaron la antaño famosa tranche
de vie, la rodaja de vida: la reproducción fotográfica exacta de
una situación o un episodio, con todos sus sonidos, olores y
aspectos mostrados con total realismo, pero también con total
relevancia, y sus sugerencias de un todo aún mayor que se ha
dejado aparte, bien de manera inconsciente o con plena con-
ciencia. Ahora que ya ha transcurrido medio siglo podemos
ver que aún es posible leer a los supervivientes de este grupo
de escritores, y lo es a pesar de sus teorías limitadoras o en la
medida en que las han olvidado una vez cerrado el tema. Me
refiero a Maupassant, que insufló a sus breves obras maestras
una dimensión psicológica tal y, seguramente, un sentido
de relación duradera; a Zola, cuyos retazos llegaron a ser la
materia de grandes alegorías románticas en las que las fuerzas
de la Naturaleza y la Industria son inmensos protagonistas
nebulosos, como pertenecientes a una especie de «progreso
del peregrino» de las actividades materiales del hombre; y
los Goncourt, cuyo instinto francés para el análisis psicoló-
gico les permitió hacerse con la ración más significativa de
los famosos retazos. En cuanto a sus pupilos, aquellos que
se limitaron a aplicar la metodología a sabiendas han pul-
verizado la teoría tras gozar de una popularidad más breve
de la que otros escritores de igual talento hubieran podido
disfrutar si no hubieran estrechado tanto sus propios límites.

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Un caso que lo prueba es la Fanny de Feydeau, una de las


pocas novelas psicológicas de esa generación, y una aventura
lo bastante ligera sobre la búsqueda del alma si se compara
con la gran Madame Bovary (a la que se supone que superó
en su tiempo), pero que aún puede resistir una buena lectura
–lo suficiente para mantener vivo el nombre del autor–, mien-
tras que la mayor parte de sus contemporáneos menores han
quedado sepultados bajo las sobras, en absoluto apetecibles,
de aquellos retazos.
Parecía oportuno volver a las rodajas de vida porque este
concepto ha reaparecido más tarde marcado por algunas dife-
rencias poco importantes y ha modificado la etiqueta del
flujo de conciencia; y es curioso, pero lo ha hecho –según
parece– sin que sus nuevos exponentes se dieran cuenta de
que tampoco ellos son sus inventores. Esta vez la teoría parece
haber surgido, originalmente, en Inglaterra y América, aun-
que ya se había extendido antes entre algunos de los jóvenes
novelistas franceses, que justo ahora y de manera confusa, si
bien admirable, están al tanto de las últimas tendencias de
la ficción inglesa y americana.
El método del flujo de conciencia se distingue del retazo
de vida porque toma nota de las reacciones mentales tan-
to como de las visuales, y se parece a él en que las expone
tal y como llegan, con una deliberada despreocupación por
su importancia en un caso concreto, o bien asumiendo que
su desordenada abundancia constituye en sí misma el tema
escogido por el autor.
Este intento de plasmar todo movimiento semiconsciente
del pensamiento, toda sensación o reacción automática ante
una impresión que pasa, no es tan novedoso como sus actuales
exponentes parecen creer. Lo han empleado los más grandes

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novelistas no como un fin en sí mismo, sino porque resultó


serles útil para su propósito, como sucedió cuando su finali-
dad era retratar la mente en uno de esos momentos de estrés
agudo en los que se graba, con una precisión sin sentido, una
serie de impresiones inconexas. El valor de dichos «efectos»
a la hora de componer una marea vívida de emociones no ha
sido nunca un valor desconocido desde que la ficción se con-
virtió en psicológica y los novelistas fueron conscientes de la
intensidad con la que cualquier insignificancia puede afectar
al cerebro en esos momentos de estrés agudo; pero no debían
haberse dejado obnubilar por la idea de que el subconsciente
–esa señora Harris de la psicología– podía proporcionarles
por sí mismo todos los materiales necesarios para su obra de
arte. Los más grandes de todos, desde Balzac y Thackeray,
han hecho uso de los balbuceos y murmuraciones de la parte
subconsciente de la mente siempre que –y solo cuando– ese
estado de flujo mental encajaba en el retrato del personaje
retratado. Su capacidad de observación los enseñó que en
el mundo de los hombres de carne y hueso la vida sigue,
al menos en sus momentos decisivos, una línea selectiva y
coherente, y que solo así pueden abordarse los asuntos fun-
damentales: ganar el pan y organizar a la tribu en su guarida.
El drama, o la situación, se logra exponiendo los conflictos
que se producen, por estas razones, entre el orden social y los
apetitos individuales, y el arte de mostrar la vida en la ficción
nunca podrá –en un análisis definitivo– ser nada más que un
desgajamiento de los momentos cruciales de esa vorágine
que es la existencia. Ni necesita serlo. No es preciso que esos
momentos contengan una acción, tomada esta en el sentido
de un acontecimiento externo: de hecho, rara vez la contie-
nen, porque la escena del conflicto se ha desplazado de la

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anécdota al personaje. Pero si las historias que los encarnan


quieren atraer la atención y permanecer en la memoria debe
haber algo que los haga cruciales, alguna relación reconocible
con un estándar moral o social con el que estemos familia-
rizados, una conciencia explícita de la lucha eterna entre los
impulsos que se debaten en el interior del hombre.

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