Malosetti Costa Imagenes en El Mundo Escolar

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A lgunas reflexiones sobre el lugar de las imágenes

en el ámbito escolar

Laura Malosetti Costa

Las imágenes visuales son estímulos poderosos para la mente humana. Esos
poderes han sido ampliamente reconocidos y utilizados como instrumentos de per-
suasión y dispositivos de poder desde mucho antes de la invención de los medios
mecánicos de reproducción audiovisual. Pensemos solamente en el uso que hizo de
ellas la iglesia católica, cuando concibió el despliegue de imágenes en las catedrales
como la “biblia de los iletrados”, en la convicción que alimentó las querellas iconoclas-
tas, en la energía asombrosa con que la conquista española encaró la destrucción de
los ídolos indígenas en América, los dispositivos espectaculares que desplegaron las
monarquías absolutas en Europa, entre otros muchos ejemplos que podrían evocarse,
aun en la escena contemporánea.
Hace ya un tiempo que el pictorial turn - en palabras de WJT Mitchell (1986) - va
sustituyendo al giro lingüístico en el análisis de la significación de las imágenes visua-
les en la escena cultural. Las discusiones se van reordenando y las consideraciones en
clave masiva de la invasión de imágenes producida por los medios audiovisuales y el
internet van dejando lugar a la reflexión acerca de la naturaleza de las imágenes y los
mecanismos de la representación visual.
Conceptos como representación, imagen e iconología son objeto desde hace
ya algunos años de revisiones y redefiniciones, se abren nuevas perspectivas de aná-
lisis a partir de la relectura crítica de autores largo tiempo soslayados como Aby War-
burg. Han surgido también nuevas categorías como la de cultura visual (Bryson, Mirzo-
eff, 1994) y la cuestión del poder de las imágenes avanza en la escena de los análisis
y los estudios culturales. ¿Pueden las imágenes ser leídas? ¿Son sistemas de signos
decodificables como textos? ¿Por qué algunas imágenes se olvidan fácilmente y otras
no? ¿Por qué desde tiempo inmemorial los seres humanos han creído (y creen) que
ciertas imágenes están dotadas de poder? ¿Dónde radican esos poderes? ¿Por qué
algunas imágenes se incluyen en el canon artístico y tantas otras no? Desde Plinio el
Viejo hasta nuestros días son muchas las explicaciones que se han venido ensayando
para éstas y otras muchas preguntas. Y no es raro que en la cantera de la supuesta-
mente envejecida historia del arte se encuentren algunos tesoros insospechados que,
bien utilizados, se vuelven instrumentos preciosos para nuevas aproximaciones a la

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crítica y el análisis cultural.


Los poderes de la imagen como lugares de memoria, el poder de persistencia
de ciertas configuraciones visuales a través de los siglos como memoria cultural de los
individuos y las sociedades fueron el centro de las reflexiones de Aby Warburg en las
primeras décadas del siglo XX. Su proyecto de atlas iconográfico (que llamó Mnemosi-
ne) quedó inconcluso y aun hoy sus alcances no han sido explorados en toda su dimen-
sión, pero las líneas de indagación inauguradas en su Instituto (primero en Hamburgo y
más tarde en Londres, luego de la persecución del nazismo) conservan plena vigencia
en abordajes renovados de aquellas cuestiones que quedaron abiertas (Burucúa, 2002).
Uno de los autores que tal vez con mayor agudeza ha incursionado en estos pro-
blemas fue Louis Marin. En su libro Des pouvoirs de l’image (Minuit, 1993) se muestra
dispuesto a creer que la eficacia de una imagen, sus poderes, se encuentran en el ser
de la imagen misma, aun cuando sólo se perciban a partir de sus efectos, aunque esos
poderes sólo se realicen plenamente en la palabra que las atraviesa. Y es precisamen-
te en ese atravesamiento transformador de la palabra por la imagen y de la imagen
por la palabra donde toma cuerpo ese poder. Y ¿qué es una imagen? se pregunta. ¿Es
sólo una sombra, una parodia, un doble disminuido de un referente real que está au-
sente? Es eso y también es presencia redoblada. La imagen, sobre todo, se presenta
a sí misma, es aquello que funda. En este sentido es posible pensar la imagen como
autor: “Autor, la imagen lo es en tanto dotada de la eficacia que promueve, que funda
y que garantiza. Poder de la imagen, eficacia de la imagen: en su manifestación, en su
autoridad, ella determina un cambio en el mundo, crea una cosa.”
Esos poderes de la imagen producen ansiedad. Su proverbial ambigüedad, po-
lisemia, su apertura a un juego casi ilimitado de usos e interpretaciones la vuelven un
instrumento tan atractivo como difícil de manejar con fines educativos. Esta cuestión
fue abordada con insistencia por Ernst Gombrich desde la perspectiva de la psicología
cognitiva: aun cuando su uso con fines expresivos sea problemático, aun cuando esté
lejos de lograr la función enunciativa del lenguaje verbal, hay algo en lo cual la imagen
visual tiene la primacía absoluta en materia de aprendizaje: su poder de activación de
la atención o las emociones del observador (Gombrich, 1997: 41-64).
Otra cuestión en la que coinciden Gombrich y Marin es en que sólo podemos
pensar en esos poderes de la imagen en relación con su función específica, con su lu-
gar preciso en un entramado cultural. En cada nueva coyuntura la imagen irá perdiendo
unos significados y adquiriendo otros, será atravesada por diferentes discursos, devolverá

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a cada espectador miradas nuevas. Pero además la presencia física de la imagen en


uno u otro contexto, su materialidad: el soporte, la técnica, el tamaño, el lugar donde
se exhibe o la cantidad de veces que es reproducida y se ofrece a la atención de un
observador distraído o interesado, todo eso construye los significados de una imagen.
Son muchos los artistas contemporáneos que tienen en mente estas cuestio-
nes en el proceso de creación de sus propias imágenes. Es sabido que las operaciones
de apropiación, resignificación, cita, parodia o reactivación de viejas imágenes insta-
ladas en la memoria colectiva son operaciones que ocupan un lugar nada desdeñable
en el arte actual.
Yo quisiera aquí proponer retrotraerse un momento a la propia infancia, para en-
sayar una propuesta que, aunque a primera vista parezca un ejercicio deconstructivo,
puede sugerir algunas vías de trabajo educativo aprovechando ese poder activador de
intereses y emociones de las imágenes visuales.
En las aulas, en los libros de historia, en las tapas y sobrecubiertas de manua-
les y cuadernos escolares, los retratos de los héroes nacionales nos han mirado en las
horas largas de la escuela. Representaron (hablo, inevitablemente, de mi experiencia
personal) algo así como refugios para descansar de la tensión o la zozobra frente a la
exigencia que implicaba el aprendizaje de códigos precisos y abstractos - la lectura y
la escritura - y la incorporación de conceptos respecto del patriotismo y la nacionalidad
no menos abstractos y alejados de la experiencia infantil. Esas imágenes no parecen
haber tenido nunca un papel más importante o decisivo que los textos, en el mejor de
los casos fueron como pistas de despegue para viajes erráticos de la imaginación. Se
sabe: los retratos de los héroes nacionales, los juramentos, batallas, cabildos, abra-
zos trascendentes o revistas militares han sido construcciones ideales y funcionales a
las ideas que fueron construyendo la idea de nación y que persisten, inculcadas por la
educación escolar.
Pero su presencia en la escuela no parece haber sido decisiva para nadie. Re-
producidos hasta la náusea, tienen el valor de “ilustraciones”, siguen siendo las “figu-
ritas” que acompañan el aprendizaje arduo de conceptos transmitidos con muchísima
mayor precisión por el lenguaje verbal y la palabra escrita. Hoy esas imágenes com-
piten por la atención infantil con un universo más atractivo y abigarrado que nunca en
cuanto a la oferta de estímulos visuales. Y parece obvio que esas ilustraciones esco-
lares, los bustos de bronce y hasta los grandes monumentos en la vía pública están
condenadas a perder todas las batallas, se han vuelto invisibles. Los niños reciben por

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medio de la televisión un flujo permanente de imágenes. Pueden hacer zapping o na-


vegar en la red informática y aburrirse rápidamente exigiendo siempre estímulos más
y más veloces, eficientes y “deslumbrantes”.
¿Qué hacer con esas viejas imágenes de la historia nacional? ¿Dejarlas caer en
el olvido? ¿Crear otras nuevas, más “modernas” y/o “correctas”? ¿Preservar su me-
moria o, por el contrario, contribuir a destruirlas tanto simbólica como físicamente? Y,
por último: ¿Es posible resignificarlas? ¿Pueden ser utilizadas como punto de partida
para una reflexión crítica sobre aquello que ponen en escena?
El movimiento que en estos últimos años llevan adelante algunas organizacio-
nes de pueblos originarios y grupos de arte callejero (GAC) para exigir que no se conti-
núe glorificando al general Julio A. Roca en la toponimia y se destruya su monumento
es un buen ejemplo para analizar estas cuestiones. La exigencia iconoclasta de estos
grupos tal vez nunca se realice (y es de esperar que así sea, aun cuando se la “destro-
ne” de su emplazamiento actual) pero los carteles, pinturas callejeras, declaraciones
en los diarios y manifestaciones en torno al monumento han reactivado la discusión
acerca de la memoria de ese personaje que llevó adelante las campañas de exterminio
de los pueblos indígenas en la Argentina. Su memoria, además, como general funda-
dor de la nación, se encuentra en los billetes de cien pesos, que han puesto en circu-
lación millones de reproducciones del retrato del general y presentan en el anverso la
glorificación de la “campaña del desierto” en el inmenso cuadro de Juan Manuel Bla-
nes que se encuentra en el Museo Histórico Nacional.
El monumento a Roca era uno de esas imágenes “invisibles” que conforman
el paisaje cotidiano de un lugar de paso de muchos miles de personas por día en ple-
no centro de Buenos Aires. Su reactivación a partir de la polémica, ¿no es acaso un
excelente punto de partida para el trabajo crítico con temas como la discriminación,
la violencia racial, la creencia en la superioridad de los “más blancos” sobre la sangre
indígena, entre muchos otros?
Habrá posiciones encontradas, claro, pero aun las voces más reposadas, aque-
llas que procuren devolver la discusión acerca de la figura de Roca al rigor histórico del
análisis del proyecto de nación de la generación del ’80, no podrán menos que reparar
en que el tema tiene implicancias de fuerte arraigo en la realidad contemporánea. In-
citar la discusión en el aula de cuestiones en apariencia tan alejadas de la experiencia
diaria como un monumento en el centro de Buenos Aires en relación con la violencia
y la discriminación, ¿no contribuiría a la reflexión sobre situaciones más acuciantes y

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dolorosas y, sobre todo, difíciles de manejar para todos aquellos implicados?


Algunas intervenciones de grupos de artistas contemporáneos introducen, ade-
más, en temas tan “serios” y controversiales, una cuota de humor visual que contribu-
ye a interesar al transeúnte apurado en una cuestión que – sin dejar de ser considerada
“correcta”, “importante” o “necesaria” – difícilmente lo conmueva o movilice. El GAC,
por ejemplo, ha hecho affiches en los que aparece una gran roca en el lugar del general
homónimo, aplastado por ella con caballo y todo, o réplicas “falsas” del billete de cien
pesos en el que aparece su retrato con capucha de verdugo.
Otro ejemplo de una reactivación crítica en clave humorística de un monumen-
to en la vía pública fue la “puesta en movimiento” del Monumento al Trabajo de Ro-
gelio Yrurtia que realizó el grupo La Piedra en 1991, acompañando los reclamos de los
jubilados. Totalmente vestidos y pintados de blanco, imitaron los movimientos de los
personajes del monumento arrastrando una inmensa piedra de telgopor y llevaron esa
imagen por las calles hasta el Congreso de la Nación, donde se votaban decisiones
que reducían el empleo y dejaban a los jubilados en la indigencia.
Varios artistas participantes en la exposición colectiva Marcas Oficiales, reali-
zada en Montevideo en 2004 e inaugurada en Buenos Aires en el Centro Cultural Re-
coleta en noviembre de 2005 (con la curaduría de Santiago Tavella y Graciela Taquini)
trabajan, precisamente, retomando con un alto contenido crítico esos lugares de me-
moria colectiva instalados por los monumentos y tradiciones escolares. Leonel Luna,
Alejandro Sequeira, Karina El Azem, Pablo Uribe, Carlos Masotta entre otros, se apro-
pian de imágenes de las figuritas escolares, los escudos, monumentos y billetes de
banco para indagar críticamente en la escena contemporánea, su vaciamiento de sen-
tido o las miserias que encubren.
Durante las jornadas de rebelión popular luego de la crisis del 19 y 20 de diciem-
bre de 2001, fueron frecuentes la reapropiaciones de una imagen emblemática de la
tradición pictórica argentina: Sin pan sin trabajo de Ernesto de la Cárcova, y artistas
como Jorge Pérez, Tomás Espina y algunos colectivos de arte callejero, llevaron la ima-
gen reapropiada a los piquetes, a las exposiciones en apoyo a las fábricas recuperadas
y a las marchas en la Plaza de Mayo (Malosetti Costa 2003).
Es evidente que tales operaciones se vuelven mucho más difíciles y complejas
fuera del circuito artístico, y parecería una empresa imposible en el ámbito educativo.
Sin embargo, la presencia de tales manifestaciones en el espacio público puede ser un
excelente punto de partida para la discusión y la reflexión con los estudiantes no sólo

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del lugar de tales tradiciones en la cultu-


ra contemporánea sino también de las
contradicciones y problemas que esas
obras artísticas conceptuales ponen en
escena, a menudo con un agudo sentido
del humor.
Voy a proponer un ejemplo extraí-
do de mi propia memoria como escolar
en el Uruguay. Tengo todavía grabada en
mi memoria la imagen que ilustraba las
tapas de los cuadernos “Tabaré” en los
que escribí mis primeras letras en Mon-
tevideo. Muchas veces miré distraída-
mente esa imagen fascinante: un indio
moribundo con la cabeza vuelta hacia mí,
adornada con plumas de colores, agoni-
zaba en una posición que hoy parece ab-
surda por su teatralidad pero que enton-
ces me emocionaba. El cuerpo del indio
se acomodaba en el marco de un paisaje idealizado coronado por unas letras construi-
das con ramas que otorgaban un nombre connotado de “primitivismo” al personaje
y al cuaderno (era su marca comercial). Es curioso: no creo haber hablado nunca de
esas tapas con mis compañeros de escuela, tampoco recuerdo comentario alguno de
las maestras. Pero la imagen quedó guardada en el recuerdo con nitidez. Supongo que
muchos de ellos evocarán inmediatamente, leyendo estas líneas, una vieja presencia
olvidada pero que conserva la capacidad de regresar, intacta, a la memoria después de
haber alimentado quién sabe cuántos vuelos distraídos de la imaginación infantil1.

1 De hecho, agradezco a una de mis compañeras y amigas de entonces, Amelia Uj-


gartemendía, el haber encontrado para su reproducción con este texto, una de aque-
llas portadas. Por otra parte, Javier García Méndez, en “Tabaré o la leyenda blanca”
una ponencia presentada en el coloquio L’Indien: naissance et évolution d’une ins-
tance discursive, celebrado en Montreal en abril de 1991 recordaba estas mismas
tapas en su evocación del arraigo del poema de Zorrilla en la cultura uruguaya: “Re-
cuerdo que los cuadernos de escuela de mi infancia eran de la marca Tabaré y que
su carátula mostraba a un joven agonizante vestido de aborigen. Y fue en los libros
de escuela donde aprendí, como todo niño uruguayo, a compadecerme de ese per-
sonaje vaporoso, recitando cuartetos y sextetos cuyas cadencias mecen aún mi me-
moria.” Cfr. http://[email protected] PÁGINA 65
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Mucho más tarde volví sobre esa imagen que había quedado indeleble en mi
recuerdo en relación con el texto que le dio origen: Tabaré, el poema escrito por Juan
Zorrilla de San Martín en 1884 y del cual se aprendían y recitaban sus versos como par-
te del aprendizaje escolar. Tabaré tiene para los uruguayos el carácter de poema nacio-
nal. Su evocación aparece con frecuencia en la toponimia y muchos uruguayos siguen
eligiendo ese nombre para sus hijos como una marca de identidad oriental. El poema
es una elegía al fin de la raza charrúa, una evocación posible a fin del siglo XIX en una
nación que había exterminado cincuenta años antes a los últimos indígenas en un epi-
sodio tan vergonzoso como poco conocido2. Tabaré es una historia romántica y trágica:
la del amor imposible de un indio mestizo, (de ojos celestes, hijo de un cacique charrúa
y una cautiva blanca), por una joven española (llamada, redundantemente, Blanca). La
ilustración refería al momento culminante de la tragedia: la muerte violenta e injusta de
Tabaré a manos de los españoles cuando intentaba rescatar a Blanca del rapto de otro
miembro de su propia tribu y devolverla a los blancos. Nada más triste que ese poema
para enseñar a los niños el fin de la raza charrúa en aras del progreso y de la civilización
europea. Tabaré, el poema, despliega un fuerte discurso racista, evoca a los indígenas
como fieras salvajes, no deja espacio a ningún matiz de duda respecto de la superio-
ridad “natural” de los españoles. El poema ocupó un lugar especial en el aprendizaje
de la literatura y las tradiciones nacionales en un país que se enorgullece de ser de los
más “blancos” de América latina.
La tapa de los cuadernos no era una gran obra de arte, es evidente. Pero fue
la imagen de Tabaré que alimentó la imaginación de sucesivas generaciones de niños
en el Uruguay. Gracias a ella, por ejemplo, se imaginó el aspecto de los charrúas, se
aprendió el origen de la nación en clave trágica, se imaginó en el cuerpo de ese indio,
en la apariencia de sus adornos, en la forma de esos árboles de yeso, el aspecto de
unos ancestros lejanos, y el paisaje del origen.
La imagen, por otra parte, retoma una larga tradición en la representación del
héroe muerto. El escorzo dramático que presenta a ese cuerpo casi “colgado” ante los
ojos de cada joven espectador plantea una presencia trágica y sensual de la historia y
la leyenda. No parece que su presencia en los cuadernos haya sido un ingrediente me-
nor en la persistencia de la imagen de Tabaré en nuestra memoria. La reflexión crítica
sobre este tipo de imágenes, la recuperación de las ideas y creencias que ponen en
escena tampoco parece un ejercicio inútil.

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2 Lamatanza de charrúas a manos de Bernabé Rivera en 1831-2 no es un hecho des-


tacado en los programas de enseñanza de la historia. Al menos no lo era cuando yo
era estudiante. PÁGINA 67
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Bibliografía

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José Emilio Burucúa, (2002) José Emilio. Historia, arte, cultura. De Aby Warburg
a Carlo Ginzburg. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.
Ernst Gombrich. “La imagen visual: su lugar en la comunicación.” (1972) En:
Gombrich esencial. Madrid, Debate, 1997.
Laura Malosetti Costa. “Tradición, Familia, Desocupación.” (en prensa) Presen-
tado en el Seminario Internacional: Los estudios de arte desde América latina: temas
y problemas. Organizado por Rita Eder, Instituto de Investigaciones Estéticas de la
Universidad Nacional Autónoma de México y Fundación Paul Getty. Salvador de Bahía,
Brasil, 8 al 14 de julio de 2003.

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