La Superficialidad
La Superficialidad
La Superficialidad
La superficialidad es ese hábito de quedarse en el fenómeno, en lo que brilla o reluce, dirían los griegos, tan
típico de la cultura moderna, carente de interioridad amiga/o de los budismos y orientalismos de moda que
muestran una pseudo profundidad.
a. En primer lugar, un estilo de vida demasiado sensual, cómodo y poco mortificado
No nos referimos aquí a que debe uno convertirse en estoico o espartano, pero ciertamente la falta
de moderación en los placeres del cuerpo vuelcan al hombre hacia lo corporal, debilitando su
capacidad intelectual; es decir: nos vuelven torpes e incapaces de penetrar y entender la realidad
en su profundidad. De allí que, la mayoría de las veces, la superficialidad nazca de la falta de
austeridad en nuestra vida.
b. En segundo lugar, el miedo
No nos referimos aquí a cualquier clase de miedo, sino a aquél, muy específico, que nos retrae de
todo tipo de compromiso. El superficial es incapaz de comprometerse siquiera con una partida de
naipes semanal. No-puede, porque no-quiere.
c. En tercero y último, la vanidad o el vivir del “qué dirán”
Porque el que vive “de cara al mundo”, buscando su aprobación, necesariamente privilegiará sus
apariencias. Al contrario, el despreocupado del qué dirán tendrá un corazón indiviso y vuelto hacia
Dios y, hacia Dios que está en el prójimo.
Digamos que, aunque parezca paradójico, resulta muy difícil lograr que una persona superficial
comprenda que es superficial. Porque, si lo entendiera, su misma respuesta sería análoga a su
carácter: - “¡Y bueno!¡seré superficial y listo!” – dirá.
Pero apostemos a la buena intención y busquemos un remedio. La solución, habiendo visto las
raíces, se encuentra en la principal de las virtudes cardinales, la virtud de la prudencia, esa reina de
las virtudes que regula de manera conveniente y ordenada las acciones para llegar al fin propuesto.
Es a partir de algunas de sus partes que podrá comenzarse a remediar la superficialidad:
a. Será importante guardar memoria de lo pasado. No para mortificarnos, sino parameditar y
aprender las lecciones a partir de los yerros y aciertos, propios y ajenos.
b. La docilidad, es decir, el dejarse enseñar, el “saber dejarse decir algo”, como dice Pieper.
Porque uno se hace prudente en la medida en que escucha a los prudentes, de allí que Santo
Tomás diga: “En las cosas que atañen a la prudencia, nadie hay que se baste siempre a sí mismo”.
Y algo parecido nos narran las Sagradas Escrituras:
“No te apoyes en tu prudencia” dice el libro de los Proverbios (3,5),
“Busca la compañía de los ancianos y si hallas a algún sabio, allégate a él” (Eclesiástico 6,15).
c. La circunspección, es decir, el estar atento a las circunstancias, a lo que pasa a nuestro
alrededor. Es el saber ubicarnos y tomar conciencia de nuestro ser; frente a qué y a quién estamos
parados.
Como ejercicio práctico, quizás podría servir el nutrirse de la sabiduría de los grandes libros,
meditándolos. La lectura pía, atenta y devota de la Biblia, especialmente de los
libros sapienciales (Salmos, Proverbios, Sabiduría, etc.) podría ayudar muchísimo a un alma
que busca el humus y no la terra.