LOS IWAS-comprimido
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LOS IWAS
Si estás caminando en la selva y te encuentras con un iwa, resígnate a morir.
Y de la peor manera: despedazado y devorado. Es que el gigante iwa es el
terror de nosotros, los aguarunas y huambisas del Alto Marañón; todos
conocemos su crueldad y sus ganas de comerse a los hombres. Los iwas no
tienen compasión de nadie, ni grande ni pequeño, solo viven para hacer daño
y matar, y todos sucumben ante sus enormes manos y sus afiladas fauces.
Pero no son invencibles... Yo soy la mejor prueba de ello... Yo salí sano y
salvo de un enfrentamiento con los iwas, y por eso puedo relatarte mi
historia, para que puedas seguir mi ejemplo y quizá logres sobrevivir si
alguna vez te encuentras con ellos... Presta atención.
Mi nombre es Nanta, soy un joven aguaruna de la tribu de los Canampa, en
las orillas del Marañón. En mi comunidad vivimos en armonía, entre todos
nos ayudamos y compartimos los productos de nuestra cosecha o de lo que
cazamos en lo más profundo de la selva.
Un día fui a cazar solo, desde muy temprano, y al caer la tarde regresé con
las manos vacías, pues la faena había sido muy pobre y mi puntería no fue la
mejor. En el camino de regreso a casa, mis amigos y amigas se burlaron de
mí. “Qué inútil eres”, me dijeron. “Ni siquiera un motelo has podido
agarrar”, se burlaron. “Seguro te has quedado dormido después de comer
frutos”, me acusaron.
Yo me molesté mucho. Y esa noche no comí nada antes de acostarme, de lo
rabioso que estaba.
Al día siguiente, tomé mi cerbatana, mi arco y mis flechas afiladas, y me
despedí de mis hermanos y mis padres.
“Harta caza voy a traer, lo mejorcito voy a agarrar para que todos se
admiren”, me prometí a mí mismo.
Y me interné en la selva. Mientras caminaba, recordé que en el pueblo se
decía que existía una ruta por la que nadie iba porque por ahí rondaba un
gigante iwa. Yo nunca había visto un iwa, pero sabía muy bien lo crueles que
eran y el peligro que se corría al encontrarse con ellos.
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Sabía que atrapaban a los humanos con su red y su lanza y luego se los
comían crudos. Eran enormes y recios como los árboles. Por eso los hombres
nunca se aventuraban por ese camino prohibido.
Sin pensarlo mucho, mis pasos se dirigieron hacia aquel camino peligroso
que me ofrecía caza en abundancia. Y apenas caminé un trecho, mientras
estaba perdido en mis pensamientos y mis ansias de hacer una buena faena
y llegar triunfante a casa, me di cuenta de que unos ojos grandes y ceñudos
me miraban desde arriba: ¡era un iwa!
—Así que estás cazando en mis tierras, humano insignificante —dijo el
monstruo, pasándose la lengua por los labios.
Me tembló todo el cuerpo y se me cayeron las armas, no podía ni echarme a
correr.
Pero siempre me he caracterizado por ser un hombre de pensamientos
rápidos, tanto para hacer reír a mis amigos como para salir de aprietos.
Entonces, recuperando la voz y armándome de valor, inventé un plan para
salir librado de esa muerte segura.
—No te acerques —dije—, porque yo vengo de una familia a la que le
encanta la carne de iwa.
El gigante se echó a reír con gran estruendo. Pero de inmediato se puso serio,
no sé si porque empezó a dudar o porque estaba enojado. Y me dijo:
—Ah, te gusta comer carne de iwa... Entonces ven conmigo, te llevaré a mi
pueblo, ahí tendrás iwas para escoger.
Y, sudando frío, tuve que acompañar al gigante hasta su pueblo. Al llegar,
luego de varias horas, yo me quedé boquiabierto al ver tantas casas inmensas
y a tantos iwas de todos los tamaños.
—Entonces —dijo el iwa, en tono burlón—, ¿ya escogiste alguno para tu
almuerzo? Y se volvió a carcajear.
Después me llevó a empujones hasta una enorme choza, donde varios iwas
tomaban masato y charlaban dando risotadas.
—Miren todos —dijo el iwa—, aquí traigo a este hombrecillo que dice que a
él y su familia les gusta comer nuestra carne. Todos los iwas empezaron a
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reírse más fuerte todavía, y me miraron con burla. Hasta que uno de ellos
me dijo:
—Te creo que eres muy fuerte y que debemos tenerte miedo... Pero
demuéstralo, agarra este recipiente y trae agua del río.
Los iwas se habían puesto serios en un inicio, pero luego volvieron a reír de
buena gana, y se burlaron más cuando me vieron cargar a duras penas el
enorme recipiente de barro.
No podía ni intentar escapar pues siempre tenía varios iwas cerca de mí.
“Ahora sí estoy perdido. ¿Cómo voy a llevar agua, si con las justas puedo
arrastrar esta vasija vacía?”, pensé.
En eso estaba, cuando vi que el primer iwa se me acercaba con el rostro serio.
Entonces tuve una idea y empecé a cavar con mis manos en el barro.
— ¿Qué haces? —Dijo el iwa—. ¿Por qué?
¿No llevas el agua todavía?
—Es que en mi pueblo no perdemos el tiempo cargando agua en recipientes
—dije yo—. Si tenemos sed, desviamos el río. Y eso iba a hacer.
Al oír esto, el iwa se quiso reír, pero luego se quedó pensando, hasta que
dijo:
—Deja de hacer eso, no pierdas más el tiempo... Yo llevaré el agua, como es
mi costumbre. Y nuevamente -me hizo caminar hasta la enorme choza. El
iwa me hizo esperar afuera, pero oí cuando les contaba que yo había pensado
desviar el río. Y esta vez ya no reían.
Cuando entré, todos me miraban con curiosidad. Uno de ellos me dijo:
—A ver, si eres tan fuerte, tráenos una campana de plátanos.
Caminé entonces a sus chacras, y con gran admiración pude ver que sus
platanales eran tan inmensos como los mismos iwas. Apenas hubiera podido
cargar un plátano. Y me senté en el piso, rascando la tierra con un palito,
pensando en cómo salir de ahí. De pronto, llegó un iwa y me increpó:
—Oye, ocioso, ¿por qué no llevas los plátanos que te hemos pedido? ¿Acaso
no puedes?
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—Es que ustedes me piden muy poco —dije—. Esta chacra que tiene aquí no
más que una huerta en mi pueblo. Por eso estoy juntando todas las raíces de
los platanales pare llevarlos atados todos de una vez.
— ¿Quéee? —Se escandalizó el iwa— ¿Quieres malograr toda nuestra
chacra? Déjalo, yo llevaré los plátanos.
Y otra vez volví con el iwa a la gran choza. Esta vez los iwas pusieron cara
de susto. —Podría ser peligroso —les dijo el más anciano—. Lo mejor es
dejar que se vaya a su pueblo, no vaya a ser cierto que ese joven tenga tanta
fuerza y termine matándonos.
—Sí —afirmaron todos—. Y hay que darle abundante caza para que esté
agradecido y no regrese a molestarnos.
Así dijeron los iwas y ese mismo día me despidieron. Como obsequio, dos
iwas cargaron sobre sus espaldas harto venado, sajino, aves y monos que
acababan de cazar.
Pronto se pusieron en camino y a la noche estuvieron cerca de mi casa. Yo
pensaba:
—Si estos iwas ven que mi casa es pequeña y que todo ahí es insignificante,
podrían descubrir mi mentira. ¿Qué hago?
Y una gran idea iluminó mi mente.
—Espérenme aquí nomás —dije a los iwas—, voy a encerrar a mis perros
bravos para que no les molesten.
Y salí corriendo a mi casa. Desperté a mi mamá y le dije:
—Cuando me veas llegar, me saludas y gritas: “Hijo, ¿has traído a los dos
iwas que prometiste para la comida? Ya tenemos hambre”.
Volví con los iwas y, ya cerca de la casa, me puse a dar voces saludando y
anunciando su llegada.
Al sentirnos, mi madre salió a recibirnos:
—Hijo, ¿has traído a los dos iwas que prometiste para la comida? Ya tenemos
mucha hambre.
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se frotó la barriga con ortiga y la mujer se hacía picar por unos isangos, esos
bichitos que apenas se pueden ver.
Y el iwa fue por el camino con la intención de volver a tocar a la aguaruna.
La mujer, que fingía dormir, vio entre las maderas: ¡Ahí viene! No se ve bien
quién es...
Y, como la noche anterior, el iwa alargó su mano para tocar a la mujer.
Entonces el marido agarró fuertemente con ambas manos el brazo peludo del
iwa. El gigante, sorprendido, trataba de retirar su brazo. Quería huir, pues si
los demás hombres despertaban, podían acorralarlo y matarlo. El aguaruna
jalaba del brazo con toda su fuerza y el iwa forcejeaba del otro lado.
Finalmente, el hombre, que tenía mucha fuerza, cogió un machete y de un
fuerte tajo le cortó el brazo al iwa. Al gigante no le quedó otra que escapar
manco, conteniendo el dolor.
Al amanecer, el aguaruna observó el brazo y vio que era peludo y largo. Y
como ese día no tenían qué comer, lo puso sobre el fuego de la cocina para
asarlo. Y todos los pelos se chamuscaron. Después lo guardó en una tinaja
bien tapada con hojas de bijao.
Luego el aguaruna y su mujer se fueron a trabajar a la chacra y dejaron a los
tres niños solos en la choza. No imaginaron que el malvado iwa podía
regresar. Pero así fue, y al llegar a la casa se puso a buscar su brazo perdido.
Preguntó de mala forma a los niños y estos no respondieron nada, solo
lloraban de susto. Hasta que el iwa destapó la tinaja y sacó su brazo, y al
verlo todo chamuscado, se amargó. Su brazo ya no servía para nada.
De la cólera, agarró al hijo mayor con la intención de arrancarle el brazo
para ponérselo él, pero el niño gritaba y pataleaba y no se dejaba arrancar el
brazo. Hasta que se escucharon los machetazos que el padre daba abriendo
camino. Los niños gritaron pidiendo auxilio, y el iwa, desesperado, dio un
mordisco en el cuello al niño, le arrancó el brazo y se alejó corriendo a toda
prisa.
El hombre y su mujer escucharon los gritos y apuraron el paso, pero al llegar
a la casa solo contemplaron la macabra escena de su hijo mayor tirado y sin
uno de sus brazos.
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elevada. Allí estaban los hombres, temblando de miedo, porque el iwa los
tenía acorralados y había empezado a golpear la roca con su kanam, un
hacha de piedra muy filuda. Quería destruir la roca para matar a los
huambisas y comérselos.
Machín, el astuto mono blanco del Alto Marañón, se dio cuenta de que los
hombres estaban en un serio peligro, y decidió intervenir. Se acercó al iwa y
le dijo:
—Abuelo, ¿qué haces? Te veo cansado y sudoroso. Deja que yo te ayude. Tú
anda a bañarte al río, ahí he dejado mi sekejmu (jabón natural) para que te
laves bien.
El gigante aceptó y le dio al mono blanco su kanam. Machín hacía sonar la
piedra fingiendo golpear, y así el iwa se fue tranquilo a bañarse al río.
Entró al agua y agarró el sekejmu, el jabón de raíz de árbol que produce
abundante espuma, pero fue tanta la espuma, que se le metió a los ojos. Le
comenzó a picar y el gigante tuvo que frotarse un buen rato hasta que por fin
le pasó la comezón.
Mientras tanto, Machín había escondido el hacha de piedra y en su lugar
tenía una muy débil. Aprovechando la ausencia del gigante, el mono les gritó
a los hombres:
— ¡No tengan miedo! ¡Yo los voy a salvar! Cuando el iwa me persiga, ustedes
bájense de la roca y escapen a un sitio más seguro.
Regresó el iwa y el mono blanco le dijo:
—Abuelito, ahora golpea tú, porque ya me cansé. Iré a bañarme.
Y le entregó el falso kanam al iwa. El gigante golpeó la roca con todas sus
fuerzas y el hacha se partió en mil pedazos. Molesto, exclamó:
— ¡Esta no es mi hacha! Nieto, tú me has cambiado mi hacha, ¡devuélveme
mi kanam! Machín corrió como una flecha llevándose el kanam. El gigante
fue corriendo detrás de él, gritando:
— ¡No vayas a botar mi kanam, mono maldito!
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—Tiship, vengo a llevar caimito con mi mujer y mis hijos. ¿Ya está listo el
puente?
Al ver que así era, los iwas comenzaron a cruzarlo. Al llegar al centro, el iwa
dijo:
— ¡Ya estamos en el medio, este puente es muy fuerte!
Entonces Tiship les pasó la voz a unas ardillas para que rompieran con sus
dientes las lianas del puente. Este quedó rápidamente destrozado, y los iwas
se precipitaron al barranco, dándose golpes entre los peñascos antes de caer
al río.
Para asegurarse de que estuvieran bien muertos, la hormiga Tiship bajó hasta
la orilla y ahí encontró los miembros de los iwas muertos. Entonces se acercó
a la cabeza del iwa y devoró sus sesos.
EL GRILLO TINKISHAPI Y EL IWA
Un día caluroso, un iwa salió en busca de personas para comer. Mató y
devoró a dos hombres jóvenes, pero aun así quedó con hambre y volvió a
salir de su casa para comer más.
En el camino, se encontró con un grillo llamado Tinkishapi, que tenía el
cuerpo blanco como la cal. El grillo le preguntó al iwa:
—Compadre, ¿a dónde vas tan temprano?
—Voy en busca de gente para comer —respondió el iwa, y añadió—: oye,
¿cómo haces tú para tener ese cuerpo tan blanco?
Tinkishapi le contestó:
—Nosotros colocamos a los grillos más sucios encima de la brasa, envueltos
en hojas de plátano. Luego los sacamos del fuego y así quedan. Si quieres te
llevo a mi casa para que veas cómo hacemos.
El iwa aceptó y se fueron a la casa de Tinkishapi, donde unos grillos blancos
envolvían a sus compañeros sucios en hojas, como haciendo patarashca, y
los ponían en el fuego un tiempo. Cuando los grillos gritaban: “¡Ya me
quemo, ya me quemo!”, los demás grillos los retiraban del fuego y al quitarles
las hojas quedaban blanquitos y limpios. Al ver esto, el gigante iwa dijo:
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—Yo también quiero que me hagan eso para tener ese color blanquito de
ustedes.
Envuélvanme en hojas y métanme a la candela un rato.
El grillo Tinkishapi le respondió:
—Espera un poco, iré al bosque a buscar una hoja grande de tu tamaño para
envolverte bien.
Y el grillo se fue al monte y al poco rato apareció trayendo una tremenda
hoja. Pero también llevó unas cuerdas gruesas. Le dijo al iwa:
—Ya, cuando sientas que te quemas debes gritar diciendo “¡Ya me quemo,
ya me quemo!”, y nosotros te sacaremos de la candela.
—Está bien —respondió el iwa, que deseaba tener todo su cuerpo blanco.
Los grillos colocaron al iwa encima de la candela, bien cubierto con la hoja,
y de paso le amarraron las manos y los pies. Luego trajeron abundante leña
y la acomodaron en la brasa enorme. Y comenzaron a asarlo.
El grillo Tinkishapi preguntaba de vez en cuando:
— ¿Ya te quemas?
Pero como el iwa deseaba tener su piel totalmente blanca, aguantaba el calor
y respondía: — ¡No me quemo, no me quemo!
Hasta que llegó un momento en que ya el iwa se estaba achicharrando, y
comenzó a gritar:
— ¡Ya me quemo, ya me quemo!
Pero el grillo Tinkishapi y sus compañeros, en lugar de sacarlo del fuego,
añadían más leña y decían, burlones:
— ¡Todavía falta, todavía falta! ¡Aún no estás del todo blanco! ¡Aguanta más!
El iwa ya no pudo aguantar más y murió abrasado, dando gritos y sin poder
salir porque estaba bien amarrado.
Cuando los grillos comprobaron que el gigante estaba muerto y
completamente asado, lo sacaron de la candela. Y el iwa a la brasa despedía
un olorcillo muy agradable.
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VOCABULARIO
-Abrasado: totalmente quemado, reducido a brasas.
-Achicharrarse: quemarse, calcinarse, sobre todo en referencia a un proceso de cocción
como freír o asar.
-Aguaruna: etnia de la selva amazónica peruana, descendiente de los jíbaros o shuar,
al igual que la etnia huambisa, con la que tiene estrechos vínculos. También se le
conoce como awajún.
-Anzuelear: pescar con anzuelo.
-Banquetearse: participar de un banquete, comer en abundancia en actitud
celebratoria.
-Bijao: planta cuyas hojas, similares a las del plátano, se usan para envolver alimentos.
-Boquiabierto: que tiene la boca abierta, muy sorprendido, embobado, pasmado.
-Ceñudo: que hace el gesto de bajar las cejas y arrugar la frente. Es una muestra de
enojo.
-Cerbatana: arma compuesta de un tubo delgado en el que se introducen dardos o
flechas que se disparan al soplar desde uno de los extremos.
-Enmarañado: enredado, confuso.
-Fauces: parte interna posterior de la boca de los mamíferos, desde el paladar hasta el
esófago.
-Huambisa: etnia de la Amazonía, descendientes de los jíbaros o shuar.
-Increpar: regañar, reprender con dureza y severidad.
-Isango: parásito muy pequeño que se adhiere a la piel y produce una fuerte picazón.
-Liana: planta trepadora propia de las regiones tropicales.
-Manolarga: se dice de aquel que se propasa, actuando de forma indebida.
-Mañosenía: vicio o mala costumbre.
-Masato: en el Perú, bebida elaborada a base de yuca que se deja fermentar. La forma
de preparación tradicional implica el masticado de la yuca.
-Motelo: tortuga terrestre amazónica.
-Ortiga: planta que se caracteriza por tener hojas que liberan al tacto una sustancia
ácida que produce un fuerte escozor e inflamación en la piel.
-Recio: fuerte, robusto, resistente.
-Sajino: mamífero silvestre parecido al cerdo, también llamado pecarí, que habita en
muchas áreas de América.
-Sucumbir: morir, perecer. También puede significar rendirse, ceder.
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