The Diary - Kaisoo
The Diary - Kaisoo
The Diary - Kaisoo
1
Cuando entró por la puerta, el olor a polvo y escasez de ventilación le recibió,
invadiéndole las fosas nasales con fuerza La sastrería de su abuelo llevaba años cerrada,
desde que la salud de este había empezado a deteriorarse y habían decidido que la hora
de su jubilación había llegado. Toda su familia había insistido en que alguien podía
hacerse cargo de la sastrería, o que igual podían venderla, pues estaba situada en una
buena zona de la ciudad, pero su abuelo había rechazado cualquiera de las propuestas.
Jenn, por su parte, siempre había apoyado a su abuelo, ya que, de pequeña, adoraba
pasar las tardes en la sastrería, corriendo de un lado para otro ante la falta de clientes,
sentándose en la butaca de cuero marrón oscuro situado junto al pedestal en el que se
ponían los caballeros a los que su abuelo confeccionaba trajes perfectamente
manufacturados. Nunca supo cómo había sido la sastrería cuando su abuelo todavía
trabajaba, pero su madre le había dicho que sus trajes eran de los mejores de Nueva
Orleans y que confeccionó tantos a lo largo de su vida que ya ni recordaba el número
exacto.
Dejó las llaves en la mesita del recibidor y tocó la tela del traje que aún residía en el
maniquí de exposición. El roce de la solapa de terciopelo hizo que Jenn sonriera con
tristeza. Pasó al interior de la sastrería, dejando de lado la zona destinada a la interacción
con los clientes y abriendo la puerta central que permitía la entrada a la parte de
manufactura. El taller olía a vainilla, tal vez por una de las numerosas velas que le había
traído a su abuelo, producto de las tardes de verano en casa sin nada que hacer y
demasiados libros de manualidades de la biblioteca de su hogar (así como una madre tan
paciente como un santo).
Jenn observó todas las máquinas de coser que allí residían: una antigua Singer de rueda,
impulsada por el movimiento del piel sobre un viejo y ya oxidado pedal, y una nueva y
renovada Refrey, con motor eléctrico, producto de los avances de las últimas décadas,
entre otras. La gran mesa de corte albergaba en su superficie gran cantidad de reglas,
escuadras y cartabones, que su abuelo usaba para hacer los patrones de los trajes, en un
papel de estraza cuyos rollos ya acabados se almacenaban en la parte derecha de la
trastienda, junto a todos los maniquíes que su abuelo tenía. Eran de diferentes tallas para
que todos sus clientes se sintieran a gusto, y algunos tenían capas de entretela acopladas
que funcionaban como un aumento de masa corporal. Los hilos y demás utensilios como
tijeras y lápices se encontraban en la estantería frente a la mesa de corte y en los cajones
de la mesa. Tocó las telas y demás utensilios mientras pasaba a su lado, sintiendo con
pena el tacto de su infancia y echando de menos la voz de un abuelo que le dijera que no
se pinchara con ningún alfiler.
Era la puerta al final de la habitación la que llamaba la atención de Jenn. Su familia había
permitido que tras la muerte de su abuelo, las posesiones de la sastrería quedaran a su
disposición, o lo que era lo mismo, le habían encargado que vaciara el inmueble para
poder venderlo y era eso lo que Jenn iba a hacer, por mucho que le costara despedirse de
los recuerdos de su infancia. Pero antes de mirar todos los hilos, todos los utensilios y
todas las telas amontonadas junto a los cuerpos inertes de los maniquíes, Jenn había
decidido que iba a entrar en el almacén. Recordaba con amargura que su abuelo no le
dejaba pisar el mismo, y que cada vez que necesitaba un botón nuevo o más tela de
algún tipo, entraba y salía con sigilo, cerrando la puerta con llave antes de que Jenn
pudiera meterse dentro y guardándola en el bolsillo de su pantalón mientras los grandes
ojos infantiles se apagaban.
Miró la vieja cerradura. Llave. Necesitaba una llave. Volvió a la entrada y cogió el manojo
de llaves que esa mañana le había cedido su madre. Buscó entre ellas la forma que se le
había quedado grabada en la memoria y cuando la encontró no pudo evitar sentir que el
corazón le daba un vuelco. Abrió la puerta lentamente, notado cómo esta rechinaba ante
los años de sequía, sin nadie que echara aceite en sus bisagras. Iluminó la estancia con
una luz débil al pulsar el interruptor y no encontró lo que esperaba encontrar.
Cuando era niña, imaginaba que dentro de esa puerta se encontraría un unicornio, que su
abuelo mantenía encerrado para guardar el secreto de la eternidad. Pero cuando creció,
se dio cuenta de que ese cuarto albergaba algo más serio, y no esperaba que fueran más
telas, botones e hilos. Esperaba una biblioteca, un cuarto dedicado a las aficiones
secretas de su abuelo... Algo.
Se adentró más en la lobreguez del sitio, pues la bombilla del techo era demasiado tenue
como para iluminar correctamente. Sintió un crujido en el suelo. Al principio no le extrañó
(la madera vieja crujía fuertemente durante los meses de verano), pero entonces vio una
muesca en una de las tablas, de modo que se hundía más que la que estaba a su lado.
Jenn volvió a sonreír con tristeza mientras se agachaba.
Al final del hondo hueco que había bajo la tabla, la chica encontró una pequeña caja de
madera. La sacó como pudo con la fuerza de sus brazos de alambre. Era
sorprendentemente pesada. Al dejarla en el suelo, un ruidoso estruendo llenó la
habitación. Quitó el polvo de la parte superior de la caja y abrió la misma. Lo que había
resultado ser una antigua residencia de puros era ahora la casa de numerosos recortes
de periódico. Fue dejándolos a su lado con cuidado, sin prestarles atención, como si
buscara algo más. Al fin de al cabo, nadie esconde en una caja tan grande unos simples
recortes de periódico.
Cuando dio con el tacto de una solapa de cartón, ahora arrugada y ligeramente rota por
los años que había vivido, supo que había dado con el premio gordo. Apartó el resto de
noticias y cogió el cuaderno con sus dos pequeñas manos. Observó la solapa que algún
día hubo de ser marrón y ahora se encontraba descolorida a cachos y la abrió.
“Estimado lector:
Desconozco la circunstancia que le ha llevado a encontrar este pequeño diario, pero si ha
sido usted capaz de ello, espero que disfrute de la lectura. Sin embargo, antes debe
recordar algo: “A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, para que de pronto
toda nuestra vida se concentre en un solo instante”
Do Kyungsoo.”
El primer día de la feria que se celebraba al inicio de todos los veranos en Donaldsonville,
en la comarca de Ascension, Luisiana, cayó ese año en viernes. Todos los niños y
adolescentes de la pequeña ciudad acudieron a la cita con abrumadora puntualidad,
deseosos de disfrutar un año más de las diversas atracciones, los exquisitos dulces y, con
suerte, los premios que se podían conseguir en los distintos puestos. Los mayores
disfrutaban recorriendo la feria o paseando junto al río Misisipi, situado justo al lado de las
grandes armaduras de metal llenas de luz y color.
Era ya tradición para su grupo de amigos asistir a dicha feria. Estaban acostumbrados a
acudir desde que eran unos canijos y necesitaban la presencia de un adulto para subir a
cualquiera de las atracciones ofrecidas, así que ahora, cuando todos disfrutaban ya de su
mayoría de edad, la tradición seguía viva. Sin embargo, algo en la feria sabía a final. Los
planes de futuro empezaban a hacer mella en sus vidas. Universidades de lejos de
Donaldsonville habían llamado a la puerta de muchos, y a otros les había llegado la hora
de hacerse cargo del comercio familiar. Ese año era el último que pasarían juntos, antes
de que sus vidas se separaran para pasar a ser antiguos amigos que se reúnen un par de
veces al año (y con suerte). Todos trataron de disfrutar al máximo de ese verano, antes
del gran adiós.
Su amigo Yixing lucía su habitual pelo negro corto y alborotado, adornado por sus
hoyuelos y el colgante de oro que siempre llevaba alrededor del cuello. Cuando había
llegado a la feria, se lo había topado junto a los autos de choque, unos extraños
armatostes en forma de coche que iban y venían sobre una pista, dejando chispas en
techo y suelo a su paso. Kyungsoo lo había sorprendido observando a una chica rubia
vestida de morado, y había sonreído ante la pretensión de su amigo soltero.
– Ahí le has dado, Do – respondió, usando su apellido de vocativo tal y como había hecho
él –. Verás, es que adoro el morado.
– La verdad es que te iba a preguntar lo mismo cuando has llegado. Dijo que iba a estar
toda la tarde aquí con Luhan, pero no hay rastro de ninguno de los dos.
Ambos amigos se apoyaron en las barandillas de metal, cruzando sus brazos sobre el gris
metalizado.
– No se pongan cómodas, señoritas. Tenemos que seguir andando – gritó una voz grave
con un fuerte acento.
La sonrisa socarrona se dio la media vuelta y a los dos amigos no les quedó otra opción
que seguir al rubio. James era uno de los pocos amigos que conocían desde la escuela
primaria. Era el más alto de todos, con una altura de ciento noventa (y uno, si le preguntas
a él) centímetros, lo que hacía que para Kyungsoo resultara casi imposible ver su cara si
no estiraba mucho el cuello o levantaba la cabeza en exceso. Tenía un cuerpo
ciertamente envidiable, y no era para menos pues pertenecía al mismísimo ejército.
Anduvieron por toda la feria hasta que al fin llegaron a su destino: un tiovivo en el que
estaba montado Luhan, un pequeño que habían conocido unos años atrás y que los
seguía como si fueran sus mentores.
– Relájate, mamá Kyungsoo. Jongin y Takeshi están con él – respondió James relajado,
mientras sacaba del bolsillo de su pantalón un cigarrillo y lo encendía.
Jongin resultó ser uno de los nuevos inquilinos de familia acomodada que habían
instalado en Donaldsonville su casa de campo, residencia de verano, segunda residencia
o como quiera que los ricos llamaban a esas enormes casas que ocupaban antiguos
campos de cultivo enteros. Tenía la piel más oscura que cualquiera de ellos, lo que hacía
sospechar que pasaba mucha de sus tardes en la hamaca de su casa, relajándose al sol
mientras los sirvientes le servían té frío con miel. Su camisa era realmente blanca
(Kyungsoo miró a la suya, cohibido), y contrastaba con sus viejos pantalones de mezclilla
oscura y gastada. Unos dientes muy blancos, que destacaban frente al pelo negro y
ligeramente engominado hacia atrás, recibieron a Kyungsoo junto con una mano que este
tardó en estrechar.
– Soy Jongin.
Resultó que el niño rico no tenía unos gustos muy diferentes de todos esos chicos de
campo, y esa había una de las principales razones por las que James lo había invitado a
ir con ellos a la feria. Sin preguntar.
– Mira a ese grupo de señoritas – dijo James, tras pegarle en el pecho con el reverso de
la mano a Kyungsoo, el cigarrillo a medio consumir todavía en su boca.
– Creo que deberíamos acercarnos a ver qué quieren – sugirió Takeshi en su primera
intervención de la noche.
Y ahí se fueron todos, sin darse cuenta de que habían dejado a Kyungsoo detrás. Tal vez
un grupo de señoritas en faldas y vestidos fueran interesante para sus amigos, pero él
prefería pararse ahí y ver cómo el tiovivo seguía girando, asegurándose de que no le
pasara nada a Luhan, o su madre le mataría al día siguiente. Kyungsoo nunca había
entendido exactamente cómo funcionaba el juego del ligoteo, y no era algo que le
interesara saber, aunque ya estuviera en sus veinte años y las madres de su barrio no
pararan de querer presentarle a sus hijas.
En su trayecto se topó con la señora Jefferson, que había conocido poco a poco tras las
charlas casi al amanecer cuando había conseguido un puesto como ayudante del lechero
hacía dos veranos. Tras intercambiar la conversación de cortesía con preguntas que
realmente no interesaban al emisor (qué tal la familia, cómo se encuentra tu padre, etc.),
Kyungsoo dio con sus amigos subidos a la noria. Sus piernas temblaron ligeramente
cuando vio el armatoste. Podía distinguir a James con una chica rubia justo a su lado.
Takeshi y Yixing también iban acompañados de dos señoritas. Pero dos y uno hacía tres,
por lo que no le salían las cuentas.
– ¿No subes? – sintió una voz que hablaba junto a su oreja derecha y sintió ganas de
soltar un alarido, que trató de reprimir colocando una mano sobre su boca. Soltó un
suspiro cuando vio quién era y se relajó.
– ¿Acaso eres el tipo de personas que se queda abajo esperando a que sus amigos
bajen?
– ¿Nunca has subido a una noria? – Kyungsoo negó con la cabeza. – ¿Entonces cómo
sabes que te da miedo?
Kyungsoo recordó entonces cuando un día de niño había decidido que sería una buena
idea trepar un árbol (ese tipo de ideas que solo se les ocurren a los niños porque alguien
con una mente más o menos formada sabe que hacer algo así no está bien). Trepar había
sido fácil, pero bajar era otra historia muy diferente. Recordaba que el suelo estaba muy
lejos y que había sentido un vértigo atroz. Su padre estaba en el trabajo y tuvo que
esperar horas antes de poder bajar. Cuando pensaba que iba a ser regañado, su padre le
envolvió en un abrazo que como mínimo casi le deja paralítico y le hizo tortitas de cena, a
las que echó tal cantidad de salsa de arándanos que el niño de siete años se dio cuenta
de que estaba siendo sobornado. Al día siguiente, le dejó en casa de la señora Daniels,
pues un niño de su edad no debería quedarse solo en casa.
– ¿Sabes cómo se superan los miedos? – la voz grave interrumpió su hilo de recuerdos.
– Sí.
Kyungsoo sintió que sus pulmones se vaciaban de todo el oxígeno que pudieran contener
cuando la barra de hierro se apoyó sobre su estómago. Las sudorosas manos se
aferraron a la barra como si fuera lo que le mantenía unido a la tierra. Cuando la atracción
comenzó a dar vueltas, Kyungsoo sintió que su cabeza hacía lo mismo, pero entonces un
mano rodeó sus hombros y una voz dijo algo en su oído derecho.
Kyungsoo quería girtarle mil cosas a Jongin. Que era un idiota, que claro que no iban a
estar bien, que iban a morir y no iban a poder hacer nada, que nunca podría cumplir su
sueño de ser un sastre y seguir el oficio del señor Smith, que todos los ahorros de años
ahora se iban a ir al garete porque iba a morir a los veinte años y toda su vida se iba a
arruinar por culpa de un niño que de repente creía que tenía que superar su estúpido
miedo. Entrecruzó sus piernas y tragó la saliva que no le quedaba en la boca. Miró al
frente y trató de no pensar en que estaban subiendo, pero la gente se hacía más y más
pequeña, y la feria más y más grande, y el intentar cerrar los ojos no funcionaba porque
sentía todo con más claridad: el viento en la cara, el brazo en sus hombros y la
respiración caliente en su oído derecho.
– Relájate.
Kyungsoo quería responderle que se iba a relajar su santa madre, pero de nuevo el miedo
le estaba paralizando y no se veía capaz de hablar. Apretó más la barra de metal,
sintiendo que ahora quemaba bajo el contacto continuado. La mano de Jongin apretó su
hombro izquierdo, haciendo que sus cuerpos se pegaran un poco más.
Podía escuchar la sonrisa en los labios del moreno, y era algo que no le gustaba, porque
sentía que se estaba riendo de él. Y eso le hería.
– Sí, espera, estaba pensando mirar hacia abajo. ¡Woah! En serio, gracias por el consejo,
de verdad. ¡Qué sería yo sin ti!. Gracias, Jongin. Te lo juro que me has salvado.
La risa que soltó su acompañante fue tan estrepitosa que Kyungsoo se vio contagiado por
ella, y ambos siguieron riendo gran parte del trayecto a medida que, sin él notarlo, sus
manos se iban relajando y el agarre de Jongin igual a medida que sus estómagos
empezaban a doler. Kyungsoo se limpió un par de lágrimas cuando ambos pararon y vio
las luces de la feria en su máximo esplendor. La noria estaba en medio del resto de
atracciones, y desde ese sitio privilegiado, podía ver la orquesta que se encontraba
representando distintos éxitos venidos de la capital. Al fondo se podían ver las casas de
Donaldsonville más cercanas al lugar de la feria, y entre ellas, Kyungsoo reconoció la de
Luhan. Pensó que tal vez, si se esforzaba lo suficiente, podría ver la suya propia.
– Sí – sonrió mirando a Jongin, perdonándole en secreto todo lo que le había hecho pasar
–. Bonitas vistas – volvió a mirar al paisaje.
– ¿A dónde?
Kyungsoo pensó que Jongin no podía ser tan idiota como para pensar que ya había
superado su gran miedo a las alturas con un simple viaje en la noria, pero la promesa de
un helado gratis sonaba tentadora.
– Lo quiero de vainilla.
Algo que Kyungsoo se fue fijando a lo largo de la noche era que la sonrisa de Jongin era
realmente genuina y que esta, junto con que el cuello medio abierto de la camisa y la
postura erguida del muchacho, hacían que se viera muy atractivo.
Jenn vio una nota en la parte inferior de la página del diario, doblada y ligeramente
descolorida por le paso del tiempo. “No le gustan las cosas dulces”, se podía leer en tinta
negra, un poco corrida.
La siguiente vez que se vieron fue la noche de cine semanal, en el pequeño teatro situado
en Madison Street, una calle paralela al río. Takeshi había acudido con una chica, la
misma con la que había subido a la noria días atrás. Los demás asistieron sin ningún tipo
de acompañante más que el cartón de palomitas que compraron una vez entraron en la
sala. Kyungsoo se despidió de Thomas Jefferson y un par de amigos presidentes con
cierto esfuerzo, ya que dicho desembolso suponía menos dinero para su futuro, pero las
noches de los jueves eran sagradas desde que Lawrence había montado el humilde
teatro en la ciudad. Vio a Jongin pagar con un billete de 20 dólares y no puedo evitar
soltar un suspiro exasperado. Maldito niño rico.
El filme elegido para esa calurosa velada era “The Bachelor and the Bobby-Soxer”, una
película dirigida por Irving Reis, un director que Kyungsoo había aprendido a apreciar con
el tiempo y la práctica. Disfrutó las escenas en blanco y negro en silencio, tal y como
hacía todas las noches, ignorando a las parejas que aprovechaban la oscuridad que les
proporcionaba la habitación para hacer de todo menos cumplir su papel como
espectadores (también disfrutó enormemente y en secreto cuando en una escena el
estruendo de una cama rompiéndose en la pantalla asustó a mucho de ellos). También
trató de ignorar, como todas las noches, a los chavales, como los situados delante de él,
que no hacían más que comer de forma ruidosa al mismo tiempo que pensaban en sus
cosas, ignorando el romance de la película o el posible fondo ideológico que estas
pudieran tener.
Media hora más tarde, las luces del teatro se encendían y el bullicio aumentaba a medida
que las personas salían. Acostumbrado a no tener a nadie con quien comentar el final de
la película, Kyungsoo se dedicó a terminar de comer las palomitas que le quedaban a
medida que salían de la sala, pero entonces, para su sorpresa, Jongin se dirigió a él.
– Me ha gustado.
– ¿Te ha gustado?
– Pues en mi opinión – comenzó tras volver a tener la boca vacía – ha sido una
estupenda comedia de enredo, con un guión no demasiado brillante pero entretenido a su
modo, con algún que otro intercambio chispeante y memorable y un Grant que sobresale
por su magnífica interpretación. Aunque es una lástima que no goce de una Hepburn o
una Jean Arthur para tirarse paredes.
Kyungsoo recibió como única respuesta una sonrisa de Jongin, incluyendo los dientes
blancos, que ahora parecían incluso más blancos que la noche en la que se habían
conocido.
– ¿Ah sí?
Y entonces Jongin se giró para pasarle el brazo por los hombros de James, haciéndole
una pregunta que Kyungsoo no llegó a escuchar y mostrándole esa sonrisa satisfecha y
deslumbrante que tenía, convirtiendo sus ojos en dos medias lunas casi perfectas
enmarcadas en cauces de piel.
Los amigos se separaron una vez fuera del local, tras despedirse de Lawrence y
agradecerle que trajera películas así al pequeño Donaldsonville (“Aunque ninguno de
vosotros las veáis de verdad” había pensado Kyungsoo). Poniéndose su chaqueta de
cuadros rojos ante la repentina brisa nocturna, Kyungsoo observó que el coche de los
padres de Luhan se iba con él en la parte de atrás y sonrió para sí mismo. Pensó en tirar
la caja de palomitas en la papelera más cercana, pero el Geroge Washington que había
gastado en ella no se lo perdonaría nunca, así que la rodeó con su brazo y puso rumbo a
McKinley Alley.
Ya llevaba un trecho de Church Street cuando percibió un ruido similar a los pasos de
alguien detrás suya. Su cabeza comenzó a pensar en las mil y unas cosas que podía ser
aquello que lo perseguía, y entre ladrones, violadores y delincuentes, pensó que lo mejor
sería no darse la vuelta (tal vez estaba exagerando, ¿pero quién se suponía que iba a
estar allí a esas horas?). Fue entonces cuando escuchó un “Kyungsoo” cuasi gritado por
una voz grave y los pasos aumentaron de frecuencia hasta que sintió cómo se posaba en
su hombro una mano grande.
Un asustado Kyungsoo fue incapaz de responder al agitado Jongin y los dos se pusieron
a andar juntos en dirección sur como si fuera lo más normal del mundo.
Kyungsoo volvió a abrazar el cartón mientras trataba de no respirar muy fuerte, temeroso
de que sus inhalaciones interrumpieran el silencio ensordecedor que se había establecido
entre ambos. De vez en cuando, miraba hacia su izquierda, observando diversos rasgos
de Jongin, intentando no ser descubierto. Observó que sus manos eran efectivamente
grandes, al menos comparadas con las suyas. Se fijó en que la camisa blanca era menos
reluciente esta vez, pero los zapatos seguían limpios y exentos de barro. También
contempló que Jongin llevaba un sombrero, una exigencia de etiqueta que no figuraba en
ninguna parte del programa del teatro.
– ¿A qué te dedicas, Kyungsoo?
La pregunta cogió por sorpresa al chico, que trató de hacer como si no estuviera
escaneando el cuerpo de Jongin unos segundos antes, aclarándose la garganta antes de
proceder a responder.
– Oh, ya veo.
Una vez llegado a San Patrick Street, Kyungsoo empezaba a pensar que Jongin le estaba
siguiendo y eso era algo que le resultaba extraño. ¿Por qué le seguiría Jongin hasta su
casa? Tal vez era un asesino, no un niño rico como le había admitido la noche de la feria
a James, y se ganaba la vida secuestrando a pobres chicos indefensos. Pero entonces
Kyungsoo recordó que él no era un chico indefenso y que la piel de Jongin parecía
demasiado inmaculada como para pertenecer a alguien que se ganaba la vida a base de
golpes.
– A ser un hijo ejemplar – respondió el otro viandante al mismo tiempo que dirigía su
mirada al cielo y veía un par de estrellas entre la luz de las farolas irregularmente
repartidas. – Me dedico a cumplir órdenes y satisfacer expectativas. No parece un futuro
muy brillante, ¿verdad?
– ¿Qué haces, Kyungsoo? – susurró enfadado Jongin, receloso, como un niño que va a
ser castigado por una travesura ajena.
– ¿Nunca has hecho nada que no tenga explicación, Jongin? – Kyungsoo giró la cara a su
derecha para mirar a los ojos marrones, ahora casi negros por las pupilas dilatadas. –
Cuando era pequeño – empezó apoyando las manos entrecruzadas en su abdomen – mi
padre me traía a esta misma calle las noches que no daba dormido por culpa de
pesadillas. Nos acostábamos a ver las estrellas y el cambio de las luces del semáforo, y
nos quedábamos en trance hasta que el claxon de algún coche nos obligaba a
apartarnos. Aquí he pensado algunas de las ideas más irreales.
Kyungsoo no se había fijado hasta ese momento que la luna brillaba con fuerza y las
estrellas resplandecían como nunca esa noche, reflejándose en sus ojos como si estos
fueran un espejo.
Jongin estableció contacto visual con Kyungsoo, y entonces este último notó cómo se
perdía en las dos orbes que le observaban. Se preguntó qué clase de cosas habían visto
esos ojos, y qué clase de ataduras impedían que brillaran por si solos (era como si la
esperanza que todos los niños llevaban al nacer se hubiera extinguido de pronto, sin
pasar por los años de ensoñación e idealismo irracional antes de entrar al mundo laboral,
adulto y aburrido; puede que tal vez nunca la hubiera tenido). Kyungsoo se quedó allí
tirado sin pensar en nada más que en el hombre que tenía al lado, llenándose de su olor,
que llegaba a su nariz gracias a la ligera brisa nocturna. En todos sus veinte capítulos,
Kyungsoo nunca había dado con alguien que le suscitara tanta curiosidad como Kim
Jongin.
Siguieron su camino hasta llegar a un gran sauce que escondía el camino de tierra que
dirigía al porche de la casa de Kyungsoo. Pasaron por entre sus hojas milenarias y
Kyungsoo fue sorprendido gratamente cuando el pelo perfectamente engominado de
Jongin sufría un par de modificaciones atroces. No pudo reprimir una risilla que no pasó
de ningún modo desapercibida por Jongin.
Jongin respondió llevando sus dos manos al corto cabello de Kyungsoo, y empezó una
lucha por ver quién era el que terminaba más despeinado. Ambos reían infantilmente,
enzarzados en la pelea improvisada, hasta que de la puerta del número 6 de McKinley
Alley salió un hombre de metro ochenta, de aspecto robusto pero de expresión relajada.
El pelo gris dejaba adivinar una avanzada edad, aunque el hombre otorgaba a los dos
jóvenes una sonrisa de aspecto jovial.
– ¿Se puede saber qué hacéis, par de cafres?
– Son las doce de la noche, señor – informó Jongin, como si fuera un dato determinante.
– Sí, hijo, pero nunca es demasiado tarde para tomar tortitas. Ahora entra antes de que
los mosquitos invadan la casa.
Y así fue como Kyungsoo acabó recibiendo en su casa a Jongin, que comió tortitas con
salsa de arándanos casera en su casa mientras su padre contaba anécdotas de juventud,
alegre de tener público nuevo, bajo la luz de una mísera bombilla situada sobre la mesa
de la pequeña cocina.
Jongin se marchó más tarde, andando en la misma dirección por la que habían venido. Su
casa no quedaba en la misma dirección que la de Kyungsoo, pero este olvidó este hecho
mientras observaba a la esbelta figura caminar lejos de él.
2
En las siguientes páginas del gastado libro, Jenn fue descubriendo la amistad que poco a
poco se iba desarrollando entre el que suponía que era su abuelo y el tal Jongin. Datos
del pasado del mismo se aglomeraban en las hojas como si de datos científicos se
trataran, puede que en un intento desesperado de su autor de no olvidar. “Padres
exigentes” se leía en el margen de una página que contaba el día que habían ido a un
campo a leer e intercambiar impresiones de sus poesías favoritas de Audre Lorde con
Jongin. “Tiene clases de piano, latín e historia todas las mañanas” escribió su abuelo en la
esquina inferior derecha del tercer jueves de cine que contaba con la presencia de Jongin.
No fue hasta unas páginas de encuentros furtivos después que Jenn pudo leer todo lo que
su abuelo había experimentado su primera tarde de ballet, por cortesía de unas entradas
que había conseguido la familia de Jongin. Un pequeño boleto con las letras “Billy the Kid”
en negrita estaban acompañadas en el reverso de dicha hoja por un “le gusta el ballet;
sus padres solo lo ven como un entretenimiento necesario para su clase pero no una
afición a la que dedicarse completamente”.
Jenn tocó las letras en negro, observando la escritura irregular y desordenada que ahora
descubría su abuelo siempre había tenido. Notó que una lágrima bajaba por sus mejillas.
Se permitió un “te echo de menos, viejo”, antes de pasar de página y seguir leyendo. La
historia se estaba volviendo interesante. Al parecer, Kyungsoo y Jongin ya eran realmente
amigos.
Se acercaba el final del verano, y con él el inicio de la melancolía que Kyungsoo sentía
por tener que dejar de ver a la gente que conocía y con la que había compartido
prácticamente la totalidad de su vida. Pero el sentimiento angustioso esta vez se centraba
más en la persona que había conocido ese verano y se había hecho un hueco en su
mente (y en su corazón) rápidamente. No pasaba un solo día en que Kyungsoo no viera a
Jongin, no hablara con él o no le escribiera un carta (ambos habían empezado un extraño
intercambio de relatos, de modo que cada carta era un pedazo de la historia y cada uno
de esos locos por la literatura guardaba la mitad de la misma en el hueco más oscuro de
su armario, al recaudo de lectores no deseados).
Decidido a no malgastar los últimos calurosos días del mes de agosto, aprovechó cada
una de las oportunidades de salir de casa que se le presentaba, ocupando la mente para
apartar preocupaciones sin sentido.
Una tarde de lunes, tras una de las jornadas en el aserradero más brutal de todo el
verano, habían decidido ir a tomar un refrescante baño al río. Kyungsoo había temblado
de miedo ante la imagen de la insegura cuerda gorda enganchada a un árbol, pero los
alaridos de sus amigos (y la sonrisa desafiante de Jongin) había conseguido que
finalmente diera el gran salto, consiguiendo nada más y nada menos que una rojez que
cubría toda su torso por el impacto repentino y perpendicular del agua en su piel. Ese día
Kyungsoo había regresado a casa acompañado por el eco de la risa de sus amigos (y un
Jongin con el pelo alborotado, todavía húmedo, y el torso al descubierto).
Cuando Kyungsoo era pequeño, se pasaba los veranos jugando con la gastada pelota de
cuero de Yixing. Tanto él como el resto de su grupo de amigos gastaban fuerza y energías
en las horas de deporte bajo el sol, siempre en un ambiente distinto. Los niños iban
cambiando y rotando entre los alrededores de las casas de los componentes de los
equipos. El juego favorito de Kyungsoo era el fútbol (y presumía de su dominio sobre
balón con sus pies).
Debido a la naturaleza salvaje de los pequeños de ocho años, era normal que la pelota se
desviara de su trayectoria ideal para dar con arbustos, troncos, farolas, perros, viandantes
y todo lo que se pudiera alcanzar con una esfera de quince centímetros de diámetro.
Común era también que unos avergonzados pequeños llenos de moratones y raspaduras
en las rodillas llamaran a la puerta de los vecinos para avisar de que la pelota se había
colado en el interior de su jardín, lo que les obligaba a dar la vuelta a calles enteras en
busca de la entrada principal de la casa y rogar por el perdón de los vecinos que habían
sido molestados.
Pero lo peor era cuando la pelota causaba algún estropicio, lo que generaba una deuda
que cada pequeño devolvía a sus padres con distinto tipo de interés. Y justo ese verano
del 35, la pelota negra de su amigo chino había entrado por la ventana cerrada del
número 15 de Elizabeth street. El estrepitoso ruido del cristal rompiéndose sonó para el
pequeño Kyungsoo como el castigo mismo, y todos tragaron saliva, la nuez que todavía
no era prominente subiendo y bajando. Se acercaron levemente para hacer un análisis de
los daños, y Kyungsoo vio que la cara de James era la muestra del fastidio más absoluto.
Por supuesto que todos sabían lo que significaba que la pelota de alguien cayera en
manos del vecino del número 15 de Elizabeth street, pero aquel grupo de niños todavía no
había caído en la mala fortuna de descubrirlo en su propia piel.
Kyungsoo maldijo a Yixing por lo bajo pese a saber que tenía razón. La regla no escrita
exigía que el último en tocar la pelota debía ir a buscarla, y así lo hizo el pequeño de pelo
negro, tocando el timbre para después girarse en busca de un poco de valentía en la cara
de sus amigos. Solo halló angustia y nerviosismo.
Los pesados pasos se podían escuchar desde el porche de la vivienda color marfil, y
Kyungsoo cerró los ojos cuando el pomo dorado se giró, no queriendo ver la imagen que
tras la mosquitera se iba a presentar.
– ¿Qué quieres? – preguntó la voz ronca y potente, tal y como el niño había escuchado
que era en montones de anécdotas durante las comidas en la escuela.
Kyungsoo no supo qué debía contestar a eso. “Sí, señor, esa misma, la negra”. “No,
señor, esa no es mi pelota, yo nunca haría eso”. “Tal vez. Dígame, ¿le ha molestado?”. El
trato de usted era esencial si quería salir vivo de aquella y con los molares de leche
intactos.
– Pasa a cogerla, hijo.
Kyungsoo se giró de nuevo. Todos sus amigos compartían la expresión de pavor absoluto:
sus caras eran un reflejo de la suya propia. Pero a lo hecho pecho, así que empujando el
marco de puerta con la mosquitera, se metió en la casa sin pensarlo dos veces.
– ¿Qué piensas hacer, hijo? – dijo el abuelo de nuevo, sentándose en la butaca marrón
que lo dejaba justo delante de la prueba del delito.
– Pagaré por el cristal, señor – dijo Kyungsoo nervioso y casi sin vocalizar.
Lo cierto era que si Kyungsoo volvía a casa con una queja de un vecino, exigiendo un
cristal nuevo, estaba seguro de que su padre le iba a colgar del sauce situado frente a su
casa y le iba a dejar morir allí. Así que la única solución era que al abuelo Smith se le
hubiera ocurrido la forma perfecta de pagarle (según las leyendas urbanas, sus castigos
ejemplares acababan en dedos que dejaban de tener sensibilidad y comenzaban a
sangrar sin parar y espalda que acababan con un dolor peor que el proporcionado por la
más bárbara de las torturas).
– Me vas ayudar todas las tardes de seis a ocho hasta que vea que has pagado tu deuda.
–Sí, señor – respondió, todavía temblando y con una voz baja, casi un susurro.
Y así fue como Kyungsoo salió ileso del primer encuentro con el abuelo Smith, con pelota
en mano y un suspiro de alivio saliendo de su boca.
– ¿Qué te ha pedido a cambio? – preguntó James una vez les dijo a sus amigos que iba a
ayudarle con algo para pagar su deuda.
Que Kyungsoo no supiera contestarle fue algo que les asustó a todos.
Jenn rió ante la infancia de su abuelo, recordando sus propios castigos de horas contra la
pared o sentada en una silla con la espalda recta y el semblante entristecido, para que
mostrara su arrepentimiento.
Siguió pasando las hojas, saboreando con sus yemas el papel envejecido.
– ¿Puedes decirme por qué nos estamos perdiendo una maravillosa tarde de sol para ir a
pudrirnos al interior de una casa?
– No me gusta esa sonrisa, Kyungsoo. Borra esa sonrisa de tu cara ipso facto. La última
vez que sonreíste así acabé bailando al ritmo del Professor Longhair con un vestido de la
novia de Takeru.
– ¡Oh, por favor! No pongas esa cara de perrito abandonado – replicó Kyungsoo mientras
le tiraba de una de las tersas mejillas. – Te encantó bailar al son del Mardi Gras en el
vestido rojo de lunares blancos favorito de Eveline.
– Sí, bueno – de nuevo esa sonrisa que tanto se dibujaba en los labios de Jongin desde
que Kyungsoo lo había conocido, ahora con un nuevo matiz travieso. – No sé decirte si
ella lo disfrutó tanto. Dios bendiga al whisky por impedir que se acuerde de eso.
– ¿Y cómo sabía yo que Takeru iba a ser capaz de conseguir una novia? – Jongin recibió
dos palmadas en su espalda al instante, con la risa de Kyungsoo de fondo.
Justo en ese momento, Kyungsoo vio el número 15 y se paró en seco. Cuando fue a
decirle a Jongin que ya habían llegado, se encontró con la mirada penetrante del menor,
en la que se hundió hasta que este decidió que deberían moverse o acabarían friéndose
en el pavimento. Segundos después de tocar el timbre, un anciano sonriente les recibió
con los brazos abiertos.
– Claro que sí, hijo. Sabes que nunca me olvido: una roja y dos azules. ¡Pero venga no os
quedéis en el porche! Pasad, pasad. ¿Quién es este amigo tuyo tan guapo?
– Jongin... Me gusta ese nombre – dijo mientras miraba al joven de arriba abajo –. De
hecho, me gusta este chico. Asegúrate de tratarlo bien, Kyungsoo.
– Sí, señor Smith – respondió Kyungsoo sin saber realmente lo que debería decir,
escuchando cómo Jongin se reía por lo bajo –. Lo haré.
Sentados en el salón que mucho tiempo atrás había sido víctima de una agresión con un
balón negro y desgastado, los tres hombres intercambiaron preguntas y respuestas,
siguiendo el habitual formalismo inicial a la hora de conocer a alguien. Pero la familiaridad
con la que trataba a ambos jóvenes el señor Smith hizo la charla mucho más amena y
familiar.
– ¿Sabes que Kyungsoo rompió esa ventana que está justo detrás tuya? – Jongin se giró
ante el comentario.
– Pues sí, ese chico tan arreglado que ves ahí fue una vez un niño travieso. Me gustaría
pensar que yo tuve algo que ver en el cambio.
– Nada, que no me tuteas, hijo. Jongin dile algo a este niño, que a mí no me hace caso.
Jongin rió pero no dijo nada. Kyungsoo trató de defender que era todo un asunto de
respeto, pero para qué decirlo si el señor Smith olvidaría su comentario la semana
siguiente. Este hecho se le atragantó a Kyungsoo junto con su trago de té.
Comieron las pastas de té que había comprado Kyungsoo esa misma mañana en la
pastelería del pueblo, sabiendo que, como todos los miércoles, el señor Smith iba a
preparar té verde. Hablaron largo y tendido de asuntos varios, entre ellos, los libros de
poesía que Jongin estaba empeñado en leer ese mismo día. El señor Smith le había
enseñado a Kyungsoo gran parte de lo que sabía de literatura, y Jongin le cogió
rápidamente gusto a hablar con el anciano, tal vez porque disfrutaba de charlar con otra
persona con un conocimiento amplio sobre dicho campo.
Se despidieron dos horas después, tras innumerables galletas y varias tazas de té, con la
promesa por parte de Kyungsoo de acudir el siguiente miércoles, como siempre.
– ¿Cómo conociste al señor Smith? – preguntó Jongin nada más salir de la casa –. No me
lo habéis contado.
– Vaya, pensé que se te habría secado la boca de tanto hablar – ambos se rieron, hasta
que Jongin empujó ligeramente el costado de Kyungsoo con su codo.
– Dímelo. Hemos hablado de la vida íntegra de Tennessee Williams, pero sigo sin saber a
qué dedicaba su vida.
– Era sastre.
– ¿Sastre?
– Sí. El señor Smith era sastre. El mejor de toda la ciudad, el mejor de todo el condado
incluso. Y él me enseñó todo lo que sé.
Los ojos de Kyungsoo miraban al final de la carretera, pero el realidad estaban enfocados
en un pasado imaginado, con telas por todas las partes de un taller descrito por labios
arrugados durante años de adolescencia. La brisa del inicio del atardecer revolvió los
cabellos de Kyungsoo de una forma que a Jongin se le antojó juguetona, mientras el
rostro del joven se iluminaba ante los recuerdos.
Porque había resultado que el señor Smith era un gran sastre del que todos se habían
olvidado, borrando el hecho en su memoria para sustituirlo por una imagen actualizada
del decadente abuelito. Y con ello, los niños de Donaldsonville no había sabido distinguir
un castigo ejemplar de las lesiones propias de un principiante en el arte de la costura, al
que muchos niños se habían iniciado gracias a Smith. Pero solo uno había logrado pasar
la iniciación con éxito y convertirse en algo más que un crío detestable que deterioraba su
jardín y su casa con sus juegos callejeros.
Y sin más dilación, Jongin cogió a Kyungsoo de la mano y comenzó a correr calle abajo,
rezando por llegar al río a tiempo para ver la puesta de sol. Kyungsoo sintió la brisa en su
cara, cada vez más caliente, y el punto de dolor que comenzaba a aflorar en su abdomen.
Los gritos alarmados y amenazantes no disminuyeron la velocidad del joven que
prácticamente remolcaba al otro. Llegaron cuando el cielo estaba todavía rojo, y
Kyungsoo tuvo que tragarse su enfado, porque la imagen era realmente preciosa. Pero
pese a la belleza del cielo, su mirada no paraba de rondar la brillante luz de Jongin, ahora
menos morena por las horas gastadas junto a Kyungsoo y no en una cara tumbona de
mimbre.
Kyungsoo se despidió de ese día pensando que la sonrisa de Jongin cegaba más que el
fulgor del ardiente sol. ¿Lo extraño? El calor le abrasaba el pecho, no los ojos.
Jenn no se dio cuenta que era de noche hasta que la oscuridad envolvía la ciudad de
Nueva Orleans por completo. Cogió la caja de madera que había desenterrado poco
tiempo antes y la volvió a llenar con su contenido original. La levantó con un poco de
esfuerzo y salió de la sastrería con ella bajo el brazo.
– ¿Qué tal ha ido la tarea, Jenn? – le preguntó su madre cuando llegó a casa por la
noche.
Lo cierto era que no había hecho nada y se había pasado horas y horas bajo la luz de la
bombilla solitaria leyendo el diario de su abuelo. Sabía que tenía solo tres días para vaciar
la sastrería, y que todo lo que estuviera dentro en el momento de la venta pasaría a ser
propiedad de otro, pero no podía parar de leer la historia. Así que esa noche de verano,
se quedó en vela, tumbada sobre la cama, con las sábanas al final de la misma, leyendo
el diario y disfrutando de la sandía cortada a la cena. Poco a poco se iba olvidando de su
tristeza, para centrarse en los sentimientos del autor de esa historia y protagonista
principal. Para sentirse como su abuelo.
El verano se acababa. Tan simple como eso. Takeru y él tenían los días en el aserradero
contados. Pronto James se iría, Yixing se marcharía a la universidad y Takeru... Takeru se
quedaría en Donaldsonville, porque su novia tenía toda su vida y familia en la pequeña
ciudad y no estaba dispuesto a abandonarla. Kyungsoo había reído al principio, acusando
a su compañero de idiota sin criterio, enamorado sin razón, pero entonces había visto a
Jongin por la tarde, en la camioneta de James, preparado para una nueva clase de
conducción, y se había sorprendido a sí mismo incapaz de preguntar qué haría Jongin
con su vida una vez el verano se acabara.
En una de sus largas tardes bajo los castaños, rodeados de rojos, amarillos y verdes,
Kyungsoo había visto una frase que le había dejado marcado. “Lo importante no es el
objeto de amor, sino la emoción en sí misma”. Kyungsoo siempre había considerado a
Gore Vidal como un hombre sabio, de interesantes ideas políticas, pero esa frase no la
había terminado de comprender. Y era sencillo porque él nunca había sentido el amor en
su piel, sino a través de la descripción que había deducido de montones de escritores y
sus obras.
Era fácil sentir un cosquilleo y una emoción ante citas de quinceañeros, que se conocen
en la feria en verano y no vuelven a coincidir hasta que sus madres les obligan a ir a la
tienda a por leche para el desayuno. Era sencillo sentirse atraído por un falda demasiado
corta, una cintura rodeada por un cinturón de tela o unos turgentes pechos cubiertos por
tela roja que se habría por el medio para dejar un escote a la luz de los ojos curiosos.
Para todos los demás era fácil, pero Kyungsoo se había sorprendido a sí mismo
interesándose más por la complexión de los hombres. Se había dado cuenta de que
miraba más a los hombres que a las mujeres cuando se sentaba en una mesa de Cypress
Cafe, junto a James y a Yixing, disfrutando del sol de verano y la ligera brisa de la tarde-
noche en Railroad Avenue. Lo que al principio había sido tomado por celos por un cuerpo
más alto, unos brazos más musculados o una mandíbula más marcada, pasó a ser
considerado atracción a medida que maduraba con los años.
Pero un chico de campo como él no sabía cómo se llamaba exactamente a lo que le
estaba pasando (había escuchado el celoso rumor de marujas que hablaban de atracción
entre hombres, pero siempre se desvanecían más rápido que el viento), por lo que,
sintiéndose como un bicho raro, había pasado a ignorar la atracción, el deseo y el placer,
dejando todo a las novelas románticas que compraba y leía a escondidas bajo las
sábanas de su cama.
Cuando creía que lo tenía todo controlado, que su vida pasaría sin altibajo alguno y sus
sentimientos dependerían únicamente de tragedias y comedias, había aparecido Kim
Jongin, y había despertado un interés que Kyungsoo sentía pocas veces. Al principio
sintió recelo, rechazo por alguien que aparece de pronto y sin aviso. Luego, simple
curiosidad por el chico de ciudad ante el deseo por saber más de alguien que parecía
tener unos gustos culturales similares. Luego la curiosidad se había convertido en
emoción: emoción por ver al menor, por compartir una historia emocionante, una canción
excitante o un libro espeluznante. Y por último, Kyungsoo había pasado a sorprenderse
cada vez que se fijaba en que los ojos de Jongin brillaban especialmente con la luz del sol
(y la del proyector de cine), que su morena piel era delicada como la porcelana y que sus
blancos dientes eran cada día más deslumbrantes.
Cuanto más lo conocía, más quería conocerle. Y lo que parecía que no tenía sentido, lo
tenía. Se sentía seguro cuando Jongin apretaba su mano derecha, posada sobre el
volante, y le decía que se tranquilizara, que lo iba a hacer bien y que no se iba a dar
contra un árbol como la última vez. Jongin le hacía sentir, le obligaba a hacerlo, y
Kyungsoo solamente podía aceptarlo.
– A mi madre no le gusta que pase tiempo con vosotros, así que nos vamos a ir antes de
lo planeado.
Kyungsoo quería preguntarle por qué siempre cumplía lo que todos esperaban que
hiciera, por qué no se liberaba de una vez de las cadenas que le apresaban y oprimían y
volaba libre sin preocuparse por el qué dirán. Pero se iniciaría una conversación ya
mantenida numerosas veces antes, en la que el chico de campo no entiende las
responsabilidades del chico de ciudad para con su familia, y ambos acaban enfadados y,
de algún modo, descontentos con su situación. Una situación que no podían cambiar, o
contra la que evitaban luchar.
La madre se quedó parada, y suspiró, observando el plato que estaba lavando, con los
ojos desenfocados, como si estuviera recordando algo del pasado. Las gotas caían sobre
el fregadero con un sonido ensordecedor de pronto.
“El mejor amor es ese que nos despierta el alma y nos hace pedir más” había leído Jenn
minutos antes, y observando la delgada espalda de su madre, se preguntó si ella había
sentido algo así. Porque por lo que a Kyungsoo respectaba, estaba segura de que sí.
Era un jueves de cine, pero ese día Kyungsoo sabía que faltaría uno de ellos en la sala. El
nuevo sitio que Jongin había ocupado a su lado durante todo el verano estaría vacío
porque su familia se iba esa misma tarde. Lo “mejor” de todo había sido que desde hacía
tres días (no era como si Kyungsoo los hubiera contado) ambos amigos no habían tenido
ningún contacto. Jongin no había visitado a Kyungsoo, y este le había aplicado
exactamente el mismo trato. James había insistido en que se vieran, tratando de tirar de
la cama a Kyungsoo, agarrando sus sábanas en un intento de apartarlo de su cárcel de
algodón, pero este siempre se excusaba con lo mismo. Necesitaba terminar el libro que
estaba leyendo.
Tenía que acabar ese libro. Tenía que devolverle el libro a Jongin, decirle que le había
encantado y discutir desde los puntos de vista de cada poema, como siempre hacía, y
finalmente despedirse para siempre. Tenía que dejar ese asunto zanjado, cerrar el
capítulo y mirar al futuro en la gran ciudad. Pero su cerebro se resistía, obligándole a leer
más lento de lo que nunca en su vida había leído, reflexionando sobre cada verso como si
fuera una fórmula matemática difícil de comprender. La irracional necesidad le llevó a casi
no dormir durante los tres días que duró su encerrona. Los ojos inyectados en sangre no
paraban de observar el libro.
Cuando el jueves a las cinco de la tarde cerró la tapa roja del libro, suspiró y miró al
frente, con su espalda apoyada en el cabecero de la cama y el libro sobre sus muslos.
Sintió de pronto cierta angustia. Miró por la ventana. El sol brillaba con toda su plenitud.
Hacía calor. Le molestaba. No podía respirar. Las palabras de James se reprodujeron de
pronto en su mente. “Se va a las seis de la tarde, Kyungsoo. No seas imbécil y ven a
despedirte de él”.
Abrazó el libro. Tenía miedo. Las despedidas significaban un adiós. Estaba convencido de
que si no se despedía, podía significar que en realidad era solo un hasta luego. Que
cuando el viernes siguiente saliera a la calle, se encontraría piel morena, pelo negro,
dientes blancos y mandíbula afilada. No quería pensar en que no podría volver a hablar
de Tennessee Williams o a ver a Cary Grant a su lado.
Y lo que más miedo le daba era ser olvidado. Que para Jongin todo hubiera sido una
mera amistad de verano, y para él hubiera sido mucho más. “Lo peor de la distancia es no
saber si alguien te echa de menos o te ha olvidado” había leído Kyungsoo una vez, y vaya
si era cierto.
Se quedó mirando el sauce a la entrada de su casa, el mismo sauce por el que pasaban
Jongin y él cuando volvían tarde a casa y su padre les preparaba deliciosas tortitas con
salsa de arándanos. Los arándanos favoritos de Jongin eran los rojos, como las tapas del
libro que ahora sostenía en sus manos mientras agonizaba y se preguntaba qué hacer.
El sonido del reloj aumentó su angustia. Tic. Tac. El tiempo pasaba, los minutos corrían.
James, Takeru y Yixing estarían abrazando a Jongin. Los pantalones yacían olvidados
sobre los pies de la cama. Estarían haciendo una reverencia a su madre, y ella la estaría
devolviendo simplemente para ser cordial y mantener las apariencias (“como siempre
hace”, decía su hijo). Un pájaro se posó en el arce y empezó a cantar. “A veces me da la
sensación de que estoy en una jaula. Me pregunto si alguna vez fui un pájaro. No te rías,
Kyungsoo, estoy siendo serio”. Dientes deslumbrantes, carcajadas limpias. “¿Que pájaro
crees que sería?”. “¿Y qué más da eso?”. Resignación, suspiros. “Tienes razón”.
– Serías una golondrina – respondió Kyungsoo a nadie.- Porque tienes que volver a mí –
añadió con voz temblorosa.
Miró hacia la casa blanca, apartando unos cuantos mechones para fijarse mejor. No veía
a nadie. La casa se había quedado sin vida alguna. Se acercó más, esperando ver que el
coche de los Kim todavía no había abandonado la vivienda, que había habido un
contratiempo de última hora y habían tenido que esperar cinco minutos más. Cinco
minutos más era suficiente. Pero no era así, y Kyungsoo se cayó al suelo, tal vez por la
extenuación, tal vez por la ansiedad, tal vez porque le temblaban las piernas y ardía el
pecho. No sabía exactamente cuánto de tarde había llegado, pero estaba seguro de que
podía escuchar el sonido de un motor en la distancia.
Las tapas del libro brillaban por la gran cantidad de insolación. Kyungsoo se sorprendió a
sí mismo odiando la luz, odiando la brillantez del dramático momento, mientras esperaba
sobre el arenoso suelo, preguntándose qué debía hacer. Sintió que tenía un punto en la
garganta que le dolía tremendamente, y su mandíbula pareció contagiarse de dicho dolor.
Sin embargo, sus ojos permanecieron tal y como estaban.
Se levantó resignado, sin saber qué pensar, sin saber qué decir, con la esperanza muerta
en algún lugar de su interior. Las cosas no pasaban así en los libros. La gente era feliz, la
lluvia acompañaba las escenas tristes y los besos culminaban el drama.
Jongin no estaba.
Volvió a casa a un tercio de la velocidad inicial, andando sin ganas, con los brazos
muertos a sus lados y el libro rojo aguantado por una mano que casi carecía de fuerza ya.
Entró en su casa y oyó que su padre le decía algo desde la cocina, pero no escuchó
porque su mente se encontraba a kilómetros de ese lugar. Se adentró en su habitación, se
sentó en la silla (todavía con unos pantalones que ni se molestó en apartar) y cogió su
pluma.
Cuando salió del edificio, el sol volvía a bañar Donaldsonville de luz y calor. Kyungsoo
miró al despejado cielo y entrecerró los ojos ante la claridad. Sobre las escaleras de
piedra caliente, a las doce del mediodía de un viernes de agosto de 1947, decidió que era
mejor olvidar que ser olvidado. Decidió que pasaría de página y que no volvería atrás
nunca más. Se centraría en el futuro, en su sueño, en seguir día a día.
3
Las horas pasaban en la sastrería y Jenn seguía con el diario sobre las piernas. Era
incapaz de apartar su mirada de las hojas blancas, llenas de garabatos, frases, palabras y
recuerdos, escritos a tinta, imborrables pero estropeados debido al paso del tiempo. Tenía
solo dos días más para vaciar la sastrería de su abuelo y no se veía capaz de levantarse
del suelo.
Frotó sus cansados ojos, notando la humedad de los párpados en sus dedos. Dejó el
diario dentro de su bolso, donde lo había llevado durante todo el camino hasta la tienda.
Se levantó del suelo y miró a su alrededor: debía ordenar todo aquello. Soltó un suspiro y
ató su pelo en una coleta.
Do Kyungsoo recordaba 1947 como el año en que Christian Dior introdujo su primera
colección de alta costura, presentando al mundo su famoso traje Bar (chaqueta entallada,
hombros caídos, falda majestuosa). También fue el año en el que el piloto estadounidense
Chuck Yeager rompió la barrera de sonido a bordo de un Bell X-1 y se estrenó “Un tranvía
llamado Deseo”, de Tennessee Williams. Pero el recuerdo que más mella hizo en su
memoria fue el verano de ese mismo año, en el que había vivido su primer amor sin él
saberlo.
Los años le dieron la experiencia que necesitaba y que le había faltado cuando había
conocido a Kim Jongin. La emoción que había sentido por su amigo, las ganas de
conocerle, de saber más de él y de pasar a su lado las calurosas tardes de verano habían
sido recordadas y consideradas como algo más a medida que algún que otro amante
pasaba por sus sábanas. “Es amor bien pobre el que puede evaluarse” había dicho
William Shakespeare en una de las obras que había leído en uno de los largos viajes de
Donaldsonville a Nueva Orleans. Kyungsoo se había sentido extrañamente identificado
con esa frase. Era por eso que no sabía exactamente qué estaba pasando con Jongin,
por qué sentía tanta curiosidad, por qué se había quedado destrozado sin su compañía.
Ahora, a sus 26 años, Kyungsoo miraba el mundo con otros ojos. Poco a poco iba
olvidando lo malo del pasado, quedándose con los buenos recuerdos, guardándolos en su
interior celosamente. Era ahí donde estaba Jongin y su verano juntos, donde guardaba
sus sentimientos juveniles, la emoción incipiente y la atracción inocente. Reía cada vez
que recordaba cómo se ponía nervioso cuando sus manos se rozaban, o su corazón daba
un vuelco cuando Jongin le abrazaba (aunque fuera para levantarle del suelo y tirarle al
río “de una maldita vez”).
A veces se pasaba tardes enteras delante de la seda, dibujando el patrón sobre la fina
tela, pensando en el pasado y riendo por los momentos ahora solo vivos en la memoria.
En muchas ocasiones, acababa con los ojos llorosos, tal vez por los ataques de risa
repentinos, o tal vez por el vacío que había sentido después de fallar en su misión de
devolverle el libro de poesía a su amigo.
Pero dicen que el tiempo cura, y Kyungsoo sentía que estaba curado. Ahora tenía una
nueva vida. Nueva Orleans se había mostrado preciosa desde su llegada. El esfuerzo de
modernización de los años 20 había hecho mella en la ciudad y las calles estaban como
nuevas. Las hermosas casas, uno de los objetos de adoración por parte de Kyungsoo
cuando había llegado a la ciudad, eran cada día más numerosas. Coches brillantes
circulaban por las calles, niños sonrientes jugaban en los parques y señoras cotillas
hablaban en las mesas de los cafés. Y qué decir del jazz, que sonaba a todas horas en la
hermosa Nueva Orleans.
Tenía sueño, sí. Estaba cansada, también. Pero la emoción que le provocaba saber el
final de esa historia no le dejaba dormir, aunque también pasaba las páginas con temor,
saboreando la historia con cierto miedo al final. Le recordaba al día que había recibido la
carta de su universidad y le había dicho a su madre que le leyera en su lugar. Deseaba
que alguien le dijera si era un final bueno o malo, porque así sabría a lo qué atenerse.
Pero estaba sola en eso, así que cogió el diario y se volvió a sumergir en la lectura.
Los seis años que habían pasado desde la despedida de su abuelo con Jongin (sin “el
tal”, porque Jenn ya sentía que lo conocía tanto como su abuelo) habían sido narrados de
forma rápida, apresurada, como haciendo un salto temporal dejando un delgado hueco
para recuerdos y reflexiones repentinas e improvisadas. Pero entonces llegó el verano del
53 y segundos volvieron a ocupar hojas enteras.
Kyungsoo se había levantado esa calurosa mañana de julio con la misma sonrisa de
siempre. Le agradaba el verano porque el sol le recibía cuando se levantaba y las calles
estaban más vivas cuando iba a su trabajo. Cogió su café habitual en el Café du Monde,
un acogedor bar en su misma calle, Burgundy Street, y el pequeño Charlie le dio su The
Magnolia Times a cambio de unos cuantos centavos.
Una de las cosas que más le gustaban a Kyungsoo de ir por la calle disfrutando del
pausado rumor de la ciudad era ver a la gente y preguntarse a dónde irían. Si bien no
había demasiada gente a esa hora, era más que en invierno y suficiente para él.
Kyungsoo solía ver a una pequeña niña, con un vestido de un color diferente cada día
pero siempre igual en forma, paseando a su perro (un pastor alemán enorme pero de
aspecto tierno). También solía encontrarse con unos cuantos trabajadores que como él
iban al trabajo, corriendo para coger el tranvía a falta de un coche, y unas amas de casas
que acudían a la tienda a por provisiones para el típico desayuno sureño: casi se podían
oler los huevos sardou y las torrijas.
Kyungsoo llegó a Royal Street justo cuando su café se había acabado, y lo tiró sin más
miramiento en la papelera que había cerca de la entrada de su humilde tienda.
–Buenos días, señor Do – le saludó con un fuerte acento italiano el camarero del
restaurante de al lado.
–Sí que lo hace – respondió Kyungsoo mirando al cielo, feliz por escuchar un día más la
frase propia del señor Macario.
“Las damas de está ciudad saben cómo vestir”, pensaba para sí mismo a medida que
subía las escaleras. Recordaba al mismo tiempo la mujer de pelo moreno ensortijado que
había visto la noche anterior, mientras bebía whisky en el porche de su amigo Baekhyun.
La mujer llevaba un jersey de cuello vuelto negro, unos pantalones de corte estrecho y
unos zapatos de tipo ballet. Tenía una clase que Kyungsoo había visto en pocas mujeres
de su ciudad, y había dejado a ambos hombres encandilados con su aroma, que
recordaba al perfume Chanel nº5 (tal vez un regalo de un novio soldado).
A Kyungsoo lo volvió a sacar de su trance alguien deseándole los buenos días. Esta vez
era una voz más infantil, menos robusta, al igual que la persona que se lo estaba
diciendo: esta vez no era un alto y moreno italiano, sino un pequeño y delicado niño de
piel blanca como la leche.
Kyungsoo abrió la puerta con su llave y dejó que el pequeño entrara primero. El niño de
14 años cogió el sombrero que entonces estaba en la mano de su maestro y lo dejó en el
perchero de caoba de la entrada, poniéndose de puntillas para poder alcanzar el lugar
indicado. Kyungsoo sonrió.
–Pero ya le he dicho al lechero que traiga más leche y dice que no quiere – protestó
Sehun en todo infantil y con un ligero puchero en sus carnosos labios.
–Poco a poco, pequeño – dijo Kyungsoo mientras revolvía con su mano los castaños
mechones del niño y sus recuerdos del Luhan de Donaldsonville le volvían a la memoria.
Oh Sehun pertenecía a una familia humilde que también vivía en el Cuarto Francés y
había llegado a Nueva Orleans debido a la emigración masiva de matrimonios coreanos
en los 50 como producto de la guerra. Kyungsoo se había encontrado un día de invierno
al salir del trabajo a una pequeña figura, de no más de metro cincuenta y cinco, sentado
en las escaleras que llevaban al portal de su lugar de trabajo. Era temprano todavía, las
cuatro de la tarde según recordaba Kyungsoo.
–No.
Sehun emitió una risita traviesa y empezó a buscar el material necesario para la
manufactura del traje. El niño había estado con él solo un año, pero Kyungsoo sentía
como si hubiera estado allí toda su vida. Realmente sentía que era como su hijo.
Uno de los muebles favoritos de Jenn era el perchero de la entrada, pero este tuvo que
ser destruido por culpa de las termitas cuando su abuelo todavía vivía. Suspiró resignada
cuando los empleados de la empresa de mudanzas comenzaron a mover los muebles sin
darles mayor importancia.
“No tiene ni idea de lo que han vivido esos muebles”, pensaba la joven. “No tienen ni idea
de la de sangre, sudor y lágrimas que se han vertido en esas mesas. No saben que los
diferentes rasguños de la madera no fueron hechos solo por tijeras o alfileres.
Desconocen que los muebles han sido los testigos de una historia que convirtió a dos
hombres simples en dos hombres que amaron con toda su alma”.
Tal vez Jenn se estaba adelantando a los acontecimientos ya que Jongin aún no había
vuelto a aparecer, pero guardaba la esperanza porque todavía quedaban páginas del
diario escritas. Tal vez se estaba precipitando. Tal vez no.
El 4 de julio Kyungsoo se levantó sonriente. Ese día no necesitaba coser hasta que
perdiera el tacto en las yemas de sus dedos. Ese día no necesitaba trabajar. Lo único que
hizo fue coger dos botellas de vino que había comprado el día anterior, una botella de licor
que guardaba para ocasiones especiales (su amiga Josephine iba a hacer tarta de
manzana, y eso sí que era una ocasión especial) y la cesta con la comida que había
preparado esa misma mañana.
La celebración se iba a realizar en el City Park, una enorme explanada llena del árbol
representativo de Nueva Orleans, el ciprés, junto con otras hermosas y frondosas
especies. En el tranvía, Kyungsoo se encontró con su buen amigo Baekhyun, leyendo un
artículo sobre los premios de la academia de ese año.
–Claro que no. Deberías saber que yo soy un hombre de principios – dijo con retintín en
tono de molestia –. Lo estoy leyendo porque no puedo quedarme sin saber los ganadores
de unos premios que me importan más bien poco porque el cine destruye la literatura con
sus imágenes, ya que construyen a un espectador que carece de imaginación o
creatividad. También porque aparece una foto de Gloria Grahame.
Kyungsoo decidió no decir nada más al respecto y preguntarle a Baekhyun sobre algún
libro que estuviera leyendo en ese momento. Tuvo que aguantar una hora de Farenheit
451 y cómo nadie iba a recordar esa historia en el futuro por ser demasiado disparatada.
Kyungsoo era como el hermano grande de todos, huérfanos de algún modo por la falta de
atención de sus familias o el deterioro de las relaciones con ellas, como en el caso de un
escritor que se había fugado de casa para perseguir su sueño y no había muerto de
hambre de milagro (dicho personaje respondía al nombre de Byun Baekhyun y era un
bajito moreno y sonriente en exceso).
–He hecho judías rojas con arroz – dijo Baekhyun mientras sacaba un plato de su cesta.
Todos miraron la bandeja, con demasiado líquido y arroz y muy pocas judías. “¿Es eso
comestible siquiera?”, susurró Sehun, a lo que Kyungsoo tosió incontrolablemente,
tratando de ocultar su sonrisa.
–Tenéis que admitir que he mejorado mucho en la cocina, desde el gumbo de hace tres
años.
Todos reprimieron una arcada ante el recuerdo de dicho alimento, si podía llamarse así.
Kyungsoo cogió una de las cucharas traídas por Josephine y se llevó a la boca unas
pocas judías y mucho arroz mientras todos le observaban. Por suerte, el arroz estaba
hecho; sin embargo, a las judías todavía les faltaba mucho y la salsa no tenía la
consistencia que debería, pero nadie le había enseñado a cocinar al amateur de su
amigo, así que sonrió diciendo “qué rico”. La sonrisa del moreno hizo que el extraño sabor
que el plato había dejado en su boca se viera recompensado.
Kyungsoo rió mientras su amigo seguía absorto en la lectura, usando sus muslos a modo
de cojines. “Escritores, quién los entiende”. Miró a su alrededor y vislumbró a Josephine
hablando con un grupo de chicas que llevaban elegantes vestidos de colores vibrantes y
estaban sentadas sobre una manta de cuadrados rojos y blancos. Todas soltaban grititos
y hablaban en voz baja. Los rumores se extendían entre las mujeres de Nueva Orleans
como el polen por el aire en primavera.
Observó a los distintos grupos de gente y distinguió al señor Macario junto a su extensa
familia, todavía en aumento, y lo saludó alzando su mano derecha. Reconoció a algunos
clientes de su sastrería y disfrutó la ligera brisa relajadamente, observando a la gente e
imaginando cómo serían sus vidas, al cobijo de la sombra del alto ciprés que se erguía
orgullosamente tapando su mantel.
Se quedó mirando la trayectoria de la cometa del niño rubio, hasta que una ráfaga de
viento especialmente fuerte la mandó directamente contra la copa de un árbol. Kyungsoo
vio a Sehun girarse repentinamente, con cara de susto, mirando a su maestro como
pidiendo clemencia. El sastre se levantó del suelo pese a las quejas de Baekhyun de que
necesitaba un apoyo y fue a ayudar a los dos chicos. Tocó el hombro del treceañero como
para indicarle que realmente no pasaba nada, que no le iba a comer, y este se relajó
instantáneamente. Sehun siempre parecía preocuparse por todo demasiado, como si
cada vez que hiciera algo mal fuera a ser castigado severamente.
Por suerte, la cometa no había acabado en un árbol demasiado alto, pero sí que se
situaba a una altura de unos tres metros. Kyungsoo miró a los dos niños, que dirigían sus
tristes ojos desilusionados a la cometa. Tragó saliva y sacó todo el coraje que pudo para
trepar el árbol, sin pensar en lo que estaba haciendo. Cuando ya estaba casi en la rama
indicada, escuchó gritos de ánimo de niños curiosos que se habían acercado ante la
extraña imagen de un hombre adulto ayudando a coger una cometa de un árbol. Ignoró el
hecho de que le temblaban las manos y le estaba empezando a faltar la respiración y
siguió subiendo. “No mires abajo, Kyungsoo. No mires abajo”.
Cuando hubo llegado al lugar en cuestión, Kyungsoo solo tuvo que empujar la cometa con
un poco de fuerza para que las hojas la soltaran de su agarre y esta acabara de nuevo en
manos del rubio y el moreno que tenía por aprendiz.
Ahora llegaba la parte complicada. Bajar. “No mires abajo”, se repetía a sí mismo al
mismo tiempo que miraba arriba, pero así era imposible que pudiera volver a su amada
tierra. Cerró los ojos tratando de pensar qué hacer, pero sentir sus pies colgando hacía
que su respiración se acelerase y una capa de sudor se empezara a formar en su frente.
–¡Salta! ¡Yo te cojo! – gritó una voz grave.
Voz grave. Kyungsoo abrió los ojos de pronto y miró abajo para cerciorarse de que no se
había imaginado la voz, dando lugar a que se mareara por la altura y cayera de la rama
como un fruto maduro. Colisionó con un cuerpo, llevándolo consigo al suelo. Durante unos
segundos estuvo como ido, sin saber exactamente qué había pasado, hasta que escuchó
un gemido de dolor que no venía de su boca y notó en su cintura unas manos que no eran
las suyas. Se incorporó rápidamente, apartándose del cuerpo ajeno como si el contacto le
quemase. Se puso de rodillas al lado del hombre tumbado, y cuando confirmó quién era
se vio incapaz de ponerse de pie. Las piernas le temblaban.
–Hola, Kyungsoo.
4
La escritura de esas páginas era más irregular de la habitual, muy turbulenta, como si
algo molestara a la persona que escribía. Jenn sintió miedo mientras se acurrucaba en el
sofá de la sastrería que los chicos de la mudanza no se habían podido llevar ese día.
Ahora solo le quedaba un día, pensó desesperada mientras se ovillaba más, tapándose
con su chaqueta vaquera. La mañana siguiente se llevarían los muebles que quedaban. A
la tarde, la sastrería dejaría de pertenecer a su familia.
Sin embargo, Jenn se sorprendió a sí misma sintiendo cada vez menos pena pues la
historia escrita en el diario estaba absorbiendo en esos momentos todos sus sentimientos
y atención. No había espacio para sus recuerdos, pues en su memoria ahora comenzaba
a latir con fuerza una ajena.
Kyungsoo había prometido en tinta negra que sonreiría si se volvía a encontrar a Jongin
en el futuro, que le felicitaría por su nueva vida y de nuevo sus caminos se separarían,
dejándolos a ambos con un sabor a añoranza, a recuerdos, a una vida que nunca
pudieron tener (y que incluso hoy en día no podrían). Se había prometido que se lo
presentaría a Baekhyun como un “viejo amigo”, y le diría que tenía un sastrería y que
había cambiado mucho del apretón de manos que les separaría finalmente.
Pero no fue capaz y, de nuevo con Jongin, nada salía según lo planeado. En el momento
en que Kyungsoo se dio cuenta de dónde estaba, se levantó como empujado por un
resorte y salió corriendo. Corrió todo el trayecto hasta su casa, recibiendo miradas
extrañadas, mientras sentía que su pecho se quemaba y sus piernas temblaban. Dejó
atrás todo: la comida, la cómoda sombra del mantel, sus amigos... Jongin.
Cuando hubo estado dentro de su hogar, se apoyó en la puerta de la entrada y dejó que
su espalda se deslizara por el fresno barnizado hasta sentarse en el suelo. Miró las
baldosas que se dejaba ver por encima de sus rodillas y suspiró costosamente, notando
que se le hacía difícil que el aire entrara en sus pulmones. La garganta le dolía y los ojos
le quemaban. Las manos le sudaban.
La mañana siguiente, el café con leche habitual se convirtió en un café doble ya que sus
ojeras también se habían duplicado. Kyungsoo no se fijó esa mañana en Charlie cuando
le dio sus centavos diarios, ni en la niña y su perro, los trabajadores ajetreados o las amas
de casas comprando. El camino de Burgundy Street a Royal Street fue hecho de forma
automática, porque la cabeza de Kyungsoo estaba en un lugar muy lejos (concretamente,
en el verano del 47).
Tiró el café a la papelera de siempre y subió las escaleras con parsimonia. Hoy tenía que
entregar dos trajes, recordó mientras sacaba las llaves. Por suerte para él, ya los había
terminado. Por desgracia, eso haría que no tuviera nada que hacer. Así que hizo lo único
que se le ocurría para ocupar la mente: ordenar.
Sehun entró en medio de la revolución del desorden ordenado. Rollos de telas estaban
esparcidos por todo el suelo mientras Kyungsoo cambiaba los maniquís de sitio. El
almacén y taller de la tienda era una absoluta locura, tanto como la maraña de
pensamientos que rondaban la cabeza del maestro en ese momento.
Tal vez Jongin no sentía nada. Las tijeras deberían estar en la mesa de corte.
Tal vez ya no eran nada y nunca lo habían sido. Había que recolocar la estantería.
Los pensamientos pararon cuando ambos cayeron rendidos en las sillas del almacén,
jadeando por el trabajo repentino en el caluroso día de julio. Sehun fue a comprar
limonada, siendo despedido de la tienda por el dulce sonido de la campana de la puerta.
Kyungsoo se quedó sentado, con los recuerdos de nuevo cerniéndose sobre su memoria.
Miró sus manos, notando los callos de sus yemas y los rasguños producidos por el deseo
repentino de orden. Estaban envejecidas, como sus recuerdos, pero al mismo tiempo el
sentimiento seguía allí, vivo.
Todo era perfecto. Y entonces había llegado Jongin para abrir heridas del pasado. Tal vez
era culpa de Kyungsoo, por no olvidar después de tantos años. Tal vez no había pasado
página. Tal vez pensaba que lo había hecho y en realidad había dejado un marca páginas
para en el futuro recordar dónde se había quedado.
–Buenos días.
Voz grave, sonrisa amplia, piel morena, ojos marrones. Déjà vu.
“Los poetas a menudo describen el amor como una emoción que no se puede controlar,
que escapa de la lógica y del sentido común. Es algo que no se planea y que una vez que
ocurre hace que algo raro y hermoso sea creado”.
Una de las primeras lecciones del señor Smith había sido el uso de la cinta métrica para
tomar medidas. Su maestro siempre apuntaba dichas medidas en hojas aleatorias,
haciendo que luego se perdieran y tuvieran que volver a tomarlas una vez el traje estaba
a la mitad. Era por eso que Kyungsoo había tenido a lo largo de esos seis años una libreta
para apuntar los centímetros de las caderas de sus clientes o los brazos de los mismos.
Cada página era encabezada por un nombre, que representaba al dueño de dichas
medidas.
Kyungsoo no estaba preparado para poner “Kim Jongin” en el espacio que seguía a
“Nombre”. Era algo que nunca se le había pasado por la cabeza. Se habían separado sin
saber realmente a dónde iba a ir la familia de Jongin, habiendo hablado únicamente del
sueño del mayor. A Kyungsoo se le ocurrió que el destino tenía un curioso sentido del
humor.
Sus manos temblaron durante todo el proceso. La cinta métrica se le escurría de entre los
dedos sudorosos. Jongin estaba de pie sobre el pedestal en el que los clientes realizaban
las pruebas, viéndose reflejado en el espejo situado delante de él. Su acompañante (un
hombre más bajo que él y una sonrisa más potente) se había sentado en el sillón de
cuero marrón. Kyungsoo apuntaba los datos con números irregulares, deseando que
acabara pronto esa tortura improvisada.
Su voz también tembló, pero después de rodear con la cinta blanca el cuerpo de Kim
Jongin, no sabía cómo no podría estar temblando.
El “usted” le dolió a Kyungsoo, pero él también había utilizado un trato cortés, como si
ambos fueran meros conocidos recientes. Tal vez ambos seguían teniendo esa relación
de complicidad. Tal vez Jongin había olvidado su verano, su amistad. Tal vez Jongin sí
había pasado página. Kyungsoo decidió que o dejaba de pensar en los “tal vez” o
acabaría con una jaqueca terrible.
–Estará terminado para la semana que viene – recitó con voz monótona, automática.
Sus ojos escapaban de los de Jongin, por lo que dirigió su mirada a la de su
acompañante, un tal Kim Joonmyeon según le había dicho este al presentarse nada más
entrar por la puerta.
Jongin estiró su mano para proceder al habitual apretón de manos. Y entonces Kyungsoo
lo vio. El resplandor dorado destacaba en la piel morena de sus dedos: había un anillo en
el dedo anular de su mano izquierda.
–Lo siento mucho, maestro. No tenían limonada así que tuve que ir hasta Dumaine Street.
Sehun sirvió dos vasos y los dejó en la mesa de corte, justo al lado de la silla en la que
Kyungsoo se había sentado ante el temblor de sus piernas. Iba a guardar la botella en el
almacén pero entonces el sastre le interrumpió cogiéndole de la muñeca.
–Deja la botella.
Jenn frotó sus enrojecidos ojos una vez más, tratando de mantenerse despierta el mayor
tiempo posible, cosa que su cansancio extremo le estaba imposibilitando completamente.
“Hay cosas que haces y cosas que no haces. Haz las cosas que no haces”, leyó a pie de
página antes de caer rendida.
Era sábado por la mañana, y los sábados no había café para llevar porque no había
trabajo. Estaba sentado en una mesa del Café du Monde junto a su amigo escritor. Ambos
disfrutaban de sus tés helados, pero mientras Baekhyun leía el periódico, Kyungsoo
miraba por la ventana del local, dejando olvidada su sección de economía ante la
indagación en la memoria que había iniciado días atrás. Suspiró por enésima vez esa
mañana.
–¿Se puede saber qué te pasa? – preguntó Baekhyun ligeramente exasperado, cerrando
su periódico y dejándolo doblado sobre la mesa.
Kyungsoo ignoró a su amigo y siguió mirando por la ventana. Esta vez fue el turno de
Baekhyun para suspirar.
–Mal.
Baekhyun lo miró sorprendido. Nunca en los seis años que llevaban conociéndose
Kyungsoo había dicho que le iba mal. Nunca, incluso cuando casi tuvo que cerrar en el
primer aniversario de la tienda.
–No quiero trabajar – la respuesta fue recibida por un Baekhyun riéndose a carcajada
limpia –. ¿Se puede saber de qué te ríes? – preguntó exasperado.
–Al fin. Pensé que no eras humano. Cada vez que yo no era capaz de escribir, te veía a ti
siendo siempre tan aplicado y me sentía fatal conmigo mismo. Vaya – Baekhyun exhaló
aire mientras no paraba de sonreír –. Al final resulta que eres humano.
Kyungsoo se sintió atacado por las palabras de Baekhyun. Realmente no sabía qué
esperaba. Puede ser que quisiera que le abrazara y le dijera que todo iba a ir bien, que
nada iba a cambiar en su vida, o que tal vez sí que iba a cambiar y eso era lo bueno. Pero
cómo iba a hacerlo si Baekhyun no sabía su historia. Cómo, si Kyungsoo nunca se había
abierto lo suficiente a él.
–¿Y qué te hace no querer coser? – preguntó Baekhyun ya poniéndose serio, intentando
que su amigo no se marchara, al menos.
–Déjame que te cuente una historia pues – se ofreció Baekhyun tras beber un profundo
trago –. Hace un tiempo me quedé sin inspiración para escribir. Era imposible para mí
concentrarme en la pluma y el papel, y acabé retrasando la publicación de mi libro durante
meses – Kyungsoo sonrió: ya conocía esta historia –. Pensé que tal vez no debería
haberme dedicado a ser escritor. Que tal vez debería volver a la casa de mis padres, llorar
por su perdón y aceptar mi matrimonio concertado y futuro en la granja familiar. Justo
cuando iba a abandonar, vi aparecer por el Cuarto Francés a un nuevo inquilino –
Kyungsoo miró los largos dedos de las manos del escritor, que gesticulaban sin descanso
–. Se veía por la expresión desconcertada en su rostro y el mapa arrugado en sus manos
que no era de por aquí. Miraba a todos lados como buscando algo que no daba
encontrado, hasta que dio conmigo. Se acercó y me preguntó de forma decidida y segura:
“Perdone, ¿sabe dónde está esta calle?” mientras señalaba el mapa.
–Fue entonces cuando mi protagonista Jimmie nació y se desarrolló a partir del que se
convertiría en mi nuevo amigo.
–Y aún así tuviste el morro de poner al principio que era una historia ficticia y que
cualquier parecido con la realidad era puramente una casualidad.
El chasquido del cristal sonó por todo el café, atravesando mesas y sillas vacías.
En la página siguiente, su abuelo expresaba lo difícil que había sido contarle a Baekhyun
su historia, pero realmente le había ayudado a sentirse mejor, porque su amigo lo había
entendido. Eso era lo bueno del Nueva Orleans de los 50: las cosas estaban cambiando y
había algo que hacía que la ciudad y su gente fuese diferente.
Jenn tenía muchísimo sueño pero la necesidad de acabar el diario no le permitía dormir a
gusto y se había levantado temprano deseosa de leer. Para mantenerse despierta, estaba
bebiendo un café doble. En Burgundy Street, en un café que ella confiaba era el Café du
Monde renovado.
Miró a su alrededor. Pensó durante un momento en todas las cosas que debían haber
pasado allí. En todas las historias que, como la de su abuelo, habían quedado en el
olvido. Pensó en todo lo que nunca nadie tenía en cuenta, porque tal vez la muesca de su
mesa la había hecho una mujer con la ceniza de su cigarrillo o el constante caer de los
centavos en la mesa.
Una llamada desde Donaldsonville le sirvió a Kyungsoo para saber que Baekhyun había
avisado a su padre de que no estaba muy bien de ánimo. La voz ronca repetía las
palabras “afortunado” y “trabajo”. En un tono calmado, el otro hombre trataba de averiguar
qué le pasaba, pero esa era una pregunta de la que ni el mismo Kyungsoo sabía la
respuesta. Padre e hijo se despidieron con la promesa de una visita que se había
postergado durante meses, porque el menor de ellos quería olvidar y en el proceso se
había perdido a sí mismo y, de algún modo, a los demás. Sabía que su padre lo echaba
de menos, pero volver a Donaldsonville le causaba cierto terror: encontrar calles llenas de
recuerdos, ahora deterioradas con el tiempo, marcadas por la lluvia y la gente, mostrando
la mella que habían hecho los años que habían pasado desde el 47.
Se puso a trabajar ese mismo día como si no hubiera un mañana pese a ser domingo, el
día del señor. El taller se encontraba realmente vacío sin un jovencito de trece años que
pululara a su alrededor, trayéndole todo lo necesario para facilitarle el trabajo. No paró de
dibujar en la tela hasta que tuvo hechos todos los patrones. Volvió a su casa cuando ya
era de noche y estaba demasiado exhausto como para pensar.
Había decidido algo durante la tarde: terminaría el traje y se iría a visitar a su padre.
Tomaría las vacaciones que no había tomado en años. Y de paso perdería de vista a
Jongin nuevamente.
Así que ahí estaba Kyungsoo, en el mismo autobús que le había llevado a Nueva Orleans
y que esta viajaba en dirección contraria – lo que no dejaba de ser curioso porque el
autobús volvía a constituir una vía de escape. A medida que pasaban los kilómetros,
también sentía como si poco a poco estuviera volviendo al pasado, a un verano de 1947,
cuando todavía era joven e inexperto (aunque todavía lo fuera). Volvía a casa después de
varios años y curiosamente sentía que nada había cambiado, aunque lo hubiera hecho.
Las calles estaban más viejas, los prados menos cuidados y los árboles menos frondosos,
pero seguía siendo la misma ciudad natal que una vez le dejó atrás.
Division Street seguía igual de larga y Mackinley Alley igual de pequeña. Sin embargo, la
casa blanca en la que se había criado tenía la pintura desconchada en varias partes más
de la fachada y el sauce que la protegía ya no estaba allí. Kyungsoo miró las calles y
sintió que el mar de recuerdos le ahogaba, tal y como había temido antes de acudir allí.
–Hola, papá.
Se fundieron en un fuerte abrazo padre-hijo mientras el mayor de ambos se emocionaba
al volver a ver a la sangre de su sangre.
–Sí, hijo, pero nunca es demasiado tarde para tomar tortitas – recitó como tanto lo había
hecho durante toda su vida –. Ahora entra antes de que los mosquitos invadan la casa.
Mientras Kyungsoo tomaba las tortitas con salsa de arándanos y escuchaba las historias
de su padre, todas esas que no le había dicho en las cartas o las intermitentes llamadas
de los últimos meses, su mente estaba lejos de la mesa de madera bajo la solitaria
bombilla. Porque acaba de acordarse de algo. Era verano. Y en verano era cuando las
casas de campo se utilizaban.
–Mierda.
–En efecto, eso mismo le dije yo. “Jackson, esto es pura mierda”.
Al final de la hoja en la que estaba Jenn, había una pequeña nota junto a una mancha de
café.
“Baekhyun dice que siempre le da miedo acabar un libro porque eso significa que se tiene
que despedir de los personajes”.
Jenn pensó con pena que su abuelo no se podía despedir de sí mismo, pero sí de las
demás personas en ese diario.
Tomó el tercer café del día antes de dirigirse al lugar donde se había celebrado la feria
días antes, ignorando el hecho de que tal vez debería dejar su adicción al café y
comenzar a dormir más. Esa mañana se levantó pensando que si bien había perdido la
celebración a principios de verano, eso no le impedía poder disfrutar de la paz en el
descampado en donde se situaba todos los años.
Los pájaros iban de árbol en árbol cantando dulces y alegres (y molestas) cancioncillas
mientras Kyungsoo leía con la espalda apoyada en un castaño. La elección del día era
“La ciudad y el pilar de sal “ una obra por la que The New York Times se había negado a
publicar reseñas de los siguientes libros de Gore Vidal. Y todo porque se acercada a uno
de los temas más tabú de la historia.
Kyungsoo escuchó el chirriar continuo de las hojas secas al ser pisadas por pies
impacientes. Levantó la vista de su lectura, justo en uno de sus momentos favoritos del
libro (puede que o puede que no lo hubiera leído ya unas cuantas -infinitas- veces) y miró
a la figura que se aproximaba.
Sintió que el mundo se paralizaba. De pronto todo se ralentizó y Kyungsoo vio que el
hombre se acercaba lentamente. Sus pantalones de lino blanco resaltaban contra sus
morenos tobillos y la camisa azul cielo se habría ligeramente mostrando un poco del torso
liso. No faltaba la amplia sonrisa resplandeciente y el pelo negro peinado hacia atrás de
una forma perezosa y desordenada. El sol se escondía justo a su espalda, creando un
fondo amarillento sobre el que se movía el joven.
Debido al parón que había sufrido el espacio tiempo, los momentos siguientes pasaron
volando. Antes de que se diera cuenta, Kyungsoo tenía a un Jongin sonriente justo
delante de él, mirando hacia abajo y preguntándole algo mientras extendía una mano.
Este repitió varias veces sus palabras ante la mirada de incredulidad de Kyungsoo, pero
él siguió sin entender.
–¿Pasamos seis años sin vernos y lo único que me preguntas es “¿qué tal estás?”? –
aunque no lo pretendía, sonó herido. Aunque no lo pretendía, le reprochó. Aunque se
hubieran visto en Nueva Orleans, lo ignoró.
–Técnicamente, nos vimos hace un par de días – Jongin seguía sonriendo, con su mano
dirigida hacia Kyungsoo.
–¿Sabes? – dijo Jongin bajando su mano –. Una vez un amigo me escribió que si alguna
vez nos veíamos en una nueva vida, me sonreiría. Y aún no lo he visto sonreír – se
agacho hasta quedar al mismo nivel que Kyungsoo. Apoyó una mano sobre el tronco y se
inclinó sobre el cuerpo sentado –. Y no sabes lo que me gusta su sonrisa.
Kyungsoo lo miró a los ojos. Todo lo recordado durante esos días le golpeó de repente y
lo dejó temblando. Recordó las clases de conducir, las noches en el cine y las tardes en el
río. Recordó el olor a óxido, a palomitas de maíz y a tierra mojada. Recordó el esbelto
cuerpo, las grandes manos y los anchos hombros.
Recordó lo que nunca había olvidado y decidió soltar lo que guardaba años atesorando en
su interior.
Rodeó con sus temblorosos brazos la figura ajena y dejó que sus lágrimas oscurecieran el
azul de la camisa. No sabía por qué lloraba. Solo sabía que se sentía en paz escuchando
el ritmo cardíaco de Jongin.
Jenn pensó que probablemente debería parar de llorar porque sus lágrimas estaban
manchando el gastado libro, haciendo que la tina se corriera todavía más. Pero, de algún
modo, no se veía capacitada para hacerlo. Se sorprendió a sí misma pensando que le
gustaría que la historia se borrase, para así poder atesorarla en su interior, para que nadie
más la viviera como ella lo estaba haciendo. Sentía que la historia era ahora una parte de
sí misma.
Se separaron cuando Kyungsoo hubo soltado todo lo que llevaba aguantando años,
pretendiendo ser más fuerte de lo que en realidad era. Ambos miraron la camisa de
Jongin, ahora mojada por las lágrimas saladas. Jongin ladeó su cabeza, dirigiendo una
mirada acusadora a Kyungsoo, pero ambos rompieron a reír un segundo después.
Estuvieron carcajeando un buen rato, tal vez por la camisa, tal vez por la broma que les
había preparado la vida. Cuando el repentino ataque de risa se hubo detenido, acabaron
con la espalda apoyada sobre el tronco, con el cuerpo totalmente relajado.
–Veranear.
“¿Y qué estoy haciendo yo?”, le habría gustado preguntar a Jongin, pero no estaba
seguro de si quería la respuesta. Por supuesto, Jongin tenía otros planes.
Esta vez Kyungsoo miró de verdad a Jongin, que ahora dirigía sus ojos a la puesta de sol.
Cuando había llegado, su aspecto le había hecho creer que nada de tiempo había
pasado, pero la verdad era que sí que había pasado. La cara de Jongin era ahora más
adulta, con un semblante más serio y una mandíbula más definida. El comienzo de las
arrugas de expresión dejaba mella alrededor de los ojos y en su frente (tal vez producto
de horas de preocupación) y habían aparecido oscuras ojeras bajo sus pozos negros. De
las mangas remangadas surgían dos antebrazos y dos manos en las que sobresalían las
venas verdes. Esta vez, en la mano izquierda no había un anillo de oro.
–Mi vida ha cambiado mucho estos seis años – tal vez Jongin estaba afónico, o tal vez su
voz se había vuelto más ronca producto de las horas en las oficinas llenas de cigarros
encendidos.
–También la mía – Kyungsoo miró su rodilla izquierda, en contacto con la del otro –. Ahora
me gusta pintar.
Ambos rieron ante el dato superfluo para romper el hielo. Siempre hablaban de lo menos
importante, y ahora iban a tratar del menor de los cambios en sus vidas. Porque ellos
funcionaban así y así funcionarían siempre.
–¿Y qué pintas?
–Cosas bonitas.
Sin comerlo ni beberlo, pasaron los siguientes días como si fueran parte del verano de
hacía seis años. Volvieron a ser amigos de un modo casi natural, y Kyungsoo se sintió
herido ante los recuerdos de la soledad vivida durante seis largos años. No era lo
correcto, lo sabía, pero una vez que veía la sonrisa de Jongin no podía hacer nada más
que dejarse llevar.
Ese mismo jueves, en el pequeño teatro situado en Madison Street, habían visto “Shane”,
una película del oeste, y si bien Kyungsoo no odiaba a los vaqueros, no se pudo
concentrar en la pantalla durante más de diez minutos en las dos horas que duró el filme.
Jongin estaba en el asiento de al lado. Era un hecho. Después de seis años, volvían a
estar sentados en la fila 9, en las butacas 6 y 8. Aún no se lo creía. Era por eso que cada
dos minutos giraba su cabeza hacia la derecha para comprobar que el hombre seguía allí,
a su lado, y que ambos podrían hablar de la película mientras tomaban praline.
Se habían encontrado con Yixing un día mientras paseaban junto al río. Había conseguido
graduarse y ahora trabajada en Texas, donde tenía una humilde casa en la que le
esperaba su mujer y dos hijos. Kyungsoo se había sentido feliz al verlo, pero al mismo
tiempo se había sentido incómodo. Yixing había evolucionado, había cambiado, y él
seguía estancado en el pasado, al menos emocionalmente. Preguntó por Takeru. “Sigue
trabajando en el aserradero”. Preguntó por James. La expresión de su viejo amigo cambió
por completo. Los hoyuelos desaparecieron y solo quedó una expresión sombría.
–No he recibido noticias suyas desde que se fue a la guerra hace un año.
Los tres se quedaron callados. James había sido una parte importante de sus vidas. Él
era ese amigos extrovertido que movía a todo el grupo; ese hermano mayor que ayudaba
a todos y era capaz de mover al mundo para defender al resto de su pandilla. El resto de
la tarde, Kyungsoo tuvo el estómago revuelto.
Las páginas en blanco, ese era el gran miedo de Jenn. Miró las hojas que le quedaban.
Podía contarlas fácilmente con sus dedos. Sintió pena, angustia. No quería que eso
terminara. Quería que siguiera. Quería que la historia repartida por el pasado alcanzara al
presente.
“Tengo que irme” y no “me voy”. Era curioso que Jongin siempre pareciera hacer todo por
obligación. Todo excepto cuando se trataba de ellos dos y su rutina diaria en
Donaldsonville.
–¿Ya?
–Sí.
Ambos se quedaron callado. Kyungsoo miró a Jongin y maldijo al sol por iluminar
perfectamente su figura, haciendo que el cuerpo brillara con luz propia. Se mordió los
labios. Otra vez le dolía la garganta, como si tuviera algo que no era capaz de tragarse.
“Debo estar”.
–¿Entonces volverás a desaparecer de mi vida? – preguntó Kyungsoo al mismo tiempo
que llevaba las rodillas a su pecho, tratando de protegerse de la mirada de Jongin.
–Me fui, sí – admitió –. Pero volví el verano siguiente, y el siguiente, y el siguiente y así
durante tres años más hasta que me di por vencido. Si hubieras venido a despedirme,
habrías sabido que iba a volver. Podríamos habernos intercambiado direcciones y
mandarnos cartas. Podríamos haber hecho muchas cosas, pero tú no quisiste.
–Oh, venga ya, Kyungsoo. Escribiste una despedida sin vida en tinta tan negra como tu
corazón.
Era el rencor el que hablaba, Kyungsoo lo sabía. Casi podía escuchar el veneno
mezclándose con la saliva en la boca de Jongin.
–Jongin...
–Jongin nada, Kyungsoo. Jongin nada. Tú sí que te fuiste. Me diste el mejor verano de
mis diecinueve años de vida. Me hiciste sentirme vivo, y luego me dejaste a un lado y te
olvidaste de mí – la voz cada vez se alzaba más –. ¿Te das cuenta de que tal vez yo no
quería sonreírte en el futuro, en tu “nueva vida”? ¿Te das cuenta de que tal vez yo quería
que tú formaras parte de esa tal “nueva vida? ¿Te das cuenta de que yo tal vez quería
seguir en contacto, a través de cartas? – y recordó los relatos que seguían guardados
celosamente en lo más fondo de su armario.
Jongin tenía el ceño fruncido. La expresión de su cara era de pura rabia. Tal vez había
estado años pensando en esas palabras. Tal vez Kyungsoo no era el único que no había
podido olvidar.
–Imagina que nada ha cambiado, Kyungsoo. Yo estoy aquí. Tú estás aquí. Dime: ¿qué
quieres hacer?
Era una segunda oportunidad. Un medio para solucionar todo lo que había quedado
pendiente en el pasado, pero no para el futuro. Sin embargo, no iba a dejarla pasar esta
vez.
Kyungsoo estiró las piernas y se giró, mirando hacia Jongin. Se acercó lentamente,
frunciendo el ceño y compartiendo una mirada de dolor. Cerró los ojos a unos centímetros
de la cara de Jongin.
El primer beso supo a dolor. El segundo, a recuerdos. Los demás, a placer y lágrimas
saladas. Las manos tocaron los lugares que durante años habían considerado como
prohibidos, y los dos jóvenes se rindieron a los sentimientos de placer, de dolor y de
lujuria. Eran en los momentos de mayor debilidad cuando los recuerdos querían invadir la
memoria de Kyungsoo, pero entonces ahí estaba Jongin para tocar donde debía tocar y
besar donde debía besar.
Jenn pudo notar cómo la tinta de esa página del diario estaba ligeramente corrida en
algunas partes. Las lágrimas habían atravesado el papel haciendo algunas palabras
ilegibles. Un enorme tachón en la esquina inferior derecha mostraba la rabia que debió
haber sentido su abuelo al escribir ese episodio. Jenn respiró fuertemente, sintiendo que
su pecho tenía un peso añadido.
Pasó la página.
La vuelta a Nueva Orleans fue tan amarga como el viaje que años antes había hecho de
Division Street a McKinley Alley, con un libro rojo en la mano. Esta vez no había nada en
sus manos que le recordar a Jongin, solo un sentimiento de angustia en su pecho y un
nudo del tamaño de una nuez en su garganta. Kyungsoo sabía que estaba en lo cierto. Se
había dado cuenta a medida que lo había dicho que Jongin estaba en lo cierto. Él se
había rendido.
Estaba enfadado consigo mismo porque sabía que tenía razón pero no lo había admitido.
Seguía siguiendo un ligero rencor porque las cosas no debían haber salido así: Jongin no
debería haberse ido, el coche debería haber esperado y ambos hubieran acordado verse
al año siguiente. Pero no todo era como las novelas románticas que Kyungsoo leía bajo
las blancas sábanas en las calurosas noches de verano con una pequeña luz iluminando
las páginas llenas de tinta.
Observó el paisaje. Poco a poco iba viendo la ciudad cada vez más cerca. De pronto la
urbe de sus sueños se convirtió en su peor pesadilla, porque Jongin estaba allí (y lo cierto
era que Kyungsoo todavía no sabía por qué).
Nada más llegar a su casa, dejó la maleta en el suelo y llamó a casa de Sehun para
informarle que al día siguiente volverían al trabajo. Una voz masculina respondió al
aparato y Kyungsoo pidió a la persona desconocida que le pasara con su ayudante. Hubo
un par de gritos y entonces habló la voz infantil que comenzaba a madurar, como se
notaba a través de los muchos gallos.
Kyungsoo mentía, al igual que los anuncios que prometían una vida mejor si los hombres
compraban determinado coche o las mujeres compraban determinados vestidos. Vivían
en un mundo de mentira, de apariencia, de estar bien sin estarlo y complacer a los demás
sin quererlo. Y Kyungsoo y Jongin se habían olvidado de complacerse a sí mismo en
algún lugar del camino.
–Y yo.
Más tarde pensó que tal vez era por eso que le gustaba tanto la compañía de Sehun,
porque a él todavía nadie lo había corrompido, porque él todavía expresaba lo que sentía
tal y como lo sentía. Quería que nunca creciera para poder protegerlo de la sociedad, de
los sentimientos, de la vida.
Esa noche apenas durmió, pensando que si el pequeño conociera su historia, tal vez le
decepcionaría, le dejaría de querer y le abandonaría.
Se iría como se fue James. Se iría como se fue Jongin. Se iría como se fue su madre.
Si Japón era el país del sol naciente, Nueva Orleans era la ciudad del jazz incipiente.
Numerosas trompetas, trombones, clarinetes, saxofones, contrabajos, vibráfonos,
guitarras, violines en ocasiones y demás instrumentos sonaban en las calles a todas
horas. Eran tiempos de improvisación, de swing, de rhythm and blues. Nueva Orleans era
una capital musical, y a Kyungsoo no podía agradarle más eso.
Los clubs en los que se podía escuchar esta música estaban abriendo en la ciudad a
velocidad vertijinosa. Los poco conocidos solían ser frecuentados por Kyungsoo, al
disfrutar de la música de principiantes con poca gente a su alrededor (no era muy amigo
de los lugares repletos de gente). Donna’s Bar & Grill era su favorito. El local se situaba
en una esquina al norte del Cuarto. La dueña del mismo era una mujer de cincuenta años,
Donna, que trataba a los clientes como a sus propios hijos y tenía ese punto de mujer
sureña que la hacía osada y valiente.
Por otra parte estaban los clubs más importantes: entre ellos, el Preservation Hall, situado
también en el Cuarto Francés. El principal requisito para entrar era tener una entrada, y
para conseguilar había que conocer a la gente adecuada, y no era para menos cuando los
mísmisimos Professor Longhair y Fats Domino representaban en dicho club. Mal que le
pasara, pese a que Kyungsoo había intentado por todo los medios acudir, no había sido
capaz.
Siempre había pensado que nunca podría entrar en el lúgubre edificio que escondía las
joyas de la corona del jazz, pero entonces había llegado un martes de agosto. Era
caluroso, como casi todos los días de dicho mes, y Kyungsoo se enconraba
confeccionando un nuevo traje para Mike, uno de sus clientes incondicionales, con el
único refresco de su cola a medio acabar y el ventilador viejo de su almacén. La
campanilla había sonado cuando se aventuraba a cortar la manga. Dejó la tijera sobre la
mesa con un suspiro y salió al encuentro de su cliente.
Su nuevo cliente tenía una cara que conocía (Kyungsoo había visto esa sonrisa antes,
estaba seguro), pero no la supo situar.
El hombre se presentó como Kim Joonmyeon. Quería un traje cruzado, con dos botones,
liso y un chaleco estampado. El conjunto era semejante al que Kyungsoo había preparado
semana antes para Jongin. Tomó las medidas tratando de no recordar el vergonzoso
momento del pasado, sintiendo la mirada penetrante de su cliente encima de él cada vez
que se levantaba para apuntar los centímetros en su gastado libro.
–Antes de que me olvide. Mi hermano me ha dado esto para usted – comentó mientras le
entregaba un sobre.
Extrañas palabras sobre todo porque no sabía quién era el hermano de ese hombre. Pero
entonces le miró mejor. Disintinguió el pelo negro, los ojos grandes y la sonrisa amplia.
–Buenas tardes.
Se puso su sombrero y se fue, dejando tras de sí el dulce sonido de la campanilla y la
expresión de estupor de Kyungsoo, que volvió al taller con los ojos fijos en el sobre. Se
sentó en la silla de madera que estaba junto a la mesa de confección y lo abrió. De pronto
notó la garganta muy seca, producto del nerviosismo tal vez, así que antes de mirar su
interior cogió el vaso de cola a medio terminar y dio un trago. “Hall, sábado 17 a las” se
podía leer en letras negras sobre un fondo blanco con manchas naranjas. Dejó el vaso en
la mesa, sin preocuparse por el poso del mismo, y sacó el papel sujetándolo con sus
manos temblorosas.
Era una entrada para el Preservation Hall. Había una nota adherida al reverso.
–Mierda.
“Actually, there is no such thing as a homosexual person, any more than there is such a
thing as a heterosexual person. The words are adjectives describing sexual acts, not
people. The sexual acts are entirely normal; if they were not, no one would perform them.”
Tal vez no estaba preparado a enfrentarse al que una vez fue su amigo y para el cual, en
ese momento, no estaba seguro de conocer una etiqueta que clasificara su relación. De
todos modos, hizo tripas corazón y se enfundó en un delicado traje de sarga reforzaba y
terminación nítida, confeccionado con sus propias manos. Al fin tenía una entrada para
poder adentrarse en el Preservation Hall y no pensaba desaprovecharla.
Pasó todo el sábado ansioso, tratando de distraerse con la televisión (pese a que el canal
WDSU-TV no ofrecía una programación realmente interesante) y con sus numerosos
libros. Curioso porque acabó leyendo un libro de tapa roja, del mismo autor que el libro
que le había dejado Jongin años antes. La poesía se había convertido en una droga para
él, pero, al fin de al cabo, ¿qué era la vida sin poesía?
A medida que la noche se acercaba, se encontraba cada vez más nervioso. Se vistió con
cuidado, abrochando únicamente el segundo botón. Peinó su pelo con cera grasa y lo
estructuró con cuidado. Cuando estuvo seguro de que había cogido la invitación, se
aventuró a la calle camino de St. Peter Street.
La entrada del club estaba llena de gente, como era de esperar. La cola de personas que
querían ser clientes del local daba la vuelta a la esquina y por la entrada no paraban de
pasar personajes conocidos e influyentes. Los coches paraban justo frente a las grandes
rejas de metal custodiadas por dos hombres altos y con trajes negros. De ellos salían
hermosas señoritas con pomposos vestidos (la mayoría de la nueva línea de Christian
Dior y Balenciaga) y apuestos señores con incipientes canas.
Tal ambiente apabulló a Kyungsoo, que tardó diez minutos en recomponerse. Apretó un
poco más la entrada entre su pulgar y anular y avanzó decidido hacia los dos gorilas.
Escuchó los alaridos de la gente de pie en una linea que nunca iba a entrar en el club,
pero hizo oídos sordos a palabras necias. Enseñó su entrada al hombre de la derecha,
que le miró sorprendido, para luego pasar a observar la lista que tenía apoyada en una
carpeta de cartón. Un gesto con la cabeza hizo que el de la izquierda abriera una de las
negras rejas y dejara que el sastre entrara en el local.
El lugar era tal y como lo había imaginado: una cortina roja separaba la lúgubre entrada
del brillante interior; había mesas repartidas por toda la sala, con unos cuantos bancos
justo antes del escenario, que estaba separado del resto de la estancia por un delgado
escalón. Las camareras de labios rojos atendían las mesas velozmente, y su uniforme era
tan elegante como su forma de servir. En la barra se encontraba un hombre de mediana
edad, de raza negra y estatura superior a la media, agitando una coctelera con
entusiasmo. En las mesas Kyungsoo reconoció algunas de las personas que había visto
entrar. Consideró que en los bancos se situaban los que parecían más interesados por el
espectáculo que por el resto de la audiencia. El ambiente olía a humo de cigarrillos y
perfume de mujeres.
Fue en el segundo banco en donde encontró a Jongin, distinguiendo su nuca sobre todas
las demás. “Mardi Gras in New Orleans” comenzó a sonar mientras Kyungsoo pensaba en
qué debería hacer. Jongin esperaba verlo él, pero si se escondía bien no tenía por qué
saber que había acudido a la cita. Solo tendría que pensar que había huido (que era
exactamente lo que estaba haciendo). Se sentó en una mesa en la parte posterior y pidió
una brebaje de precio surrealista.
Cuando su hubo relajado, por fin se fijó en el músico que tanto había admirado. El
Professor Longhair estaba ante sus ojos, improvisando junto al resto de músicos ahí
reunidos. Kyungsoo se abandonó en la melodía, observando las manos subir y bajar por
el saxofón y los dedos moverse por las teclas de la trompeta, que sonaban sin descanso,
siendo el piano el que realmente le llamaba la atención. Roy Byrd and His Blues Jumpers
tocaron dos canciones más antes de que Kyungsoo se viera obligado a salir de su
fascinación cuando alguien dejó sobre su mesa una elegante copa de cristal con un
líquido color burdeos.
Cuando fue a dar las gracias a la camarera que le había atendido, una mujer de pelo
ondulado enmarcando un rostro infantil, paró en seco, porque no era una camarera la que
le había traído su pedido. Era Jongin.
Kyungsoo bebió el brebaje rojo tratando de hacer un poco de tiempo para buscar algo que
decir. Tenía que enfrentarse a Jongin y llevaba toda la semana – toda la vida tal vez – sin
saber cómo. Se atragantó con el primer sorbo y sintió como si hubiera bebido fuego puro.
Llevó una mano a su pecho, tratando de aliviar el dolor, como quien rasca la piel tras un
golpe fuerte. Comenzó a toser y sintió una mano acariciando su espalda.
Se ahogó una vez más en los ojos de Jongin, pero entonces recordó lo último que había
pasado cuando se habían mirado de aquella forma y giró su rostro. Trató de no otear a
Jongin durante el resto de la canción y se apartó todo lo que pudo de él. Iba a ser una
larga noche.
Si bien Kyungsoo no era un experto en bebidas alcohólicas y no acostumbraba a beber,
sabía con certeza que el ligero dolor que comenzaba a aflorar en su cabeza y el mareo
que le hacía no ser completamente consciente del mundo a su alrededor significaban que
estaba en estado de embriaguez. No era muy grave, pero podía ser peligroso. Como su
padre siempre decía: “las únicas personas que dicen la verdad son los niños y los
borrachos”, y su padre siempre sabía lo que decía.
De algún modo que todavía desconocía, el show del club se había acabado y todos los
clientes abandonaban la estancia poco a poco, aletargados por el éxtasis de una música
exquisita. Kyungsoo estaba ahora sin chaqueta, que había pasado a su mano, y la
pajarita negra desabrochada, al igual que los dos primeros botones de su camisa. Para
tratar de luchar un poco contra el calor asfixiante del local, se había remangado. Miró a
Jongin y vio que este se encontraba en un estado similar, con la diferencia de que él no
llevaba nada en el cuello de la camisa y sus pantalones eran color caqui.
Salieron del Preservation Hall y caminaron sin un rumbo determinado. Kyungsoo se sentía
como un niño jugando en el parque, siempre con ese miedo de que su madre viniera y le
dijera que era hora de volver a casa. No quería volver a casa. No quería volver a la
chimenea apagada, el sofá gastado, la cama fría y la cocina vacía. Quería estar allí, en el
calor de la noche de agosto con la ligera brisa que aliviaba el bochorno, junto al que una
vez fue su amigo y le seguía aportando esa tranquilidad que lo había atraído a él como
una polilla a la luz en el principio de su historia.
–¿Y ahora qué hacemos? – preguntó el menor una vez se encontraron sentados en la
entrada de la casa de Kyungsoo, los dos en el mismo escalón, con las chaquetas en el
espacio entre ellos y los codos en sus rodillas. Jongin observaba el hermoso barrio.
Kyungsoo lo miraba a él de reojo.
–No sé – respondió Kyungsoo tras soltar el aire que no sabía que estaba aguantando –.
No lo sé. Y tengo miedo – tenía la boca pastosa por el alcohol y sentía que le costaba
hablar. Ambos sabían que no hablaban solo de las horas siguientes.
Jongin se giró y lo miró. Kyungsoo tenía el ceño fruncido y los ojos húmedos. Miedo al
qué hacer, al qué pasará, al qué dirán. Miedo a no poder controlarlo todo. Cada vez le
dolía más la cabeza. Cada vez le ardía más el pecho.
–¿Sabes cómo se superan los miedos? – la voz grave interrumpió su hilo de recuerdos.
–No – respondió Kyungsoo en un hilo de voz, sin saber si realmente estaba respondiendo
a la pregunta o estaba negando lo que iba a pasar, tratando de ganar tiempo ante algo
que sabía como inevitable.
–Sí.
Entonces hubo besos intercambiados en la cama fría que Kyungsoo odiaba, palabras
susurradas al oído entre sábanas de algodón, toques poco rigurosos de adolescentes
inexpertos mientras el interior de ambos hombres burbujeaban. Años de reprimida
frustración solucionados en apenas unas horas de no saber qué estaban haciendo pero
de algún modo, que ninguno alcanzaba a comprender, sí. Kyungsoo había pensado más
de una vez que no deberían estar haciendo eso, pero de nuevo no sacaba la fuerza para
empujar al moreno porque sabía exactamente qué hacer, dónde tocar y dónde besar.. Lo
abrazó en su lugar, acercando más sus torsos desnudos, ahogándose en Jongin, no
queriendo resurgir de él.
A la mañana siguiente, Kyungsoo se despertó solo, con el brazo sobre el hueco vacío que
todavía estaba un poco caliente. El primer recuerdo que se le vino a la cabeza fue el de
unas grandes manos aprisionando sus caderas mientras sentía el frío metal del anillo
dorado contra su caliente piel.
Ese domingo lo pasó enteramente en el sofá, con el horrible dolor de cabeza por la
resaca. También durmió en el viejo mueble del salón: la cama olía a Jongin.
Jenn recordó la forma en la que su abuelo siempre le sonreía. Era una sonrisa cálida, que
la hacía sentir segura. Estaba segura de que esa era la misma sonrisa que su abuelo
había aprendido de Jongin.
Si había algo que Kyungsoo había aprendido en sus veintiséis años de vida era que el ser
humano es el único animal que cae más de tres veces en la misma piedra. Su problema
actual era que sentía una atracción irremediable por la piedra en la que se caía, y aunque
sabía que tenía que saltarla, que evitarla, no hacía más que caer y levantarse. Lo
extrañamente fascinante era que lo que realmente dolía era levantarse. Levantarse en
una cama vacía y fría.
Kyungsoo había dejado que Jongin se hiciera con su vida de nuevo. Volvía a estar en
todas partes, pero nunca en las suficientes. Nueva Orleans era ahora el nuevo
Donaldsonville. Ahora paseaban, paraban a tomar un café en una terraza mientras
disfrutaban del sol de la tarde y tenían discusiones sobre temas diversos, discusiones que
habían sido comenzadas varios años antes. Era extraño cómo habían pasado de amigos
a desconocidos y ahora volvían a formar parte de la vida del otro. Todo se había
convertido en una especie de relación clandestina en la que parecían amigos por el día y
reservaban la intimidad para las noches. Ambos trataban de evitar temas demasiado
personales, como el anillo que Jongin tenía en el dedo o la razón por la que se ocultaban
del mundo.
–Resulta que ahora, consumir ciertas marcas hace feliz a todo el mundo. Al menos eso es
lo que la creciente sociedad consumista quiere creer. La gente se está volviendo
materialista. Las mujeres acuden a mi tienda buscando un traje determinado, un estilo
preciso, no dispuestas a pagar cientos de dólares por un traje pero queriendo ser como
Jayne Masfiel o Elizabeth Taylor. Todos se están convirtiendo en unos monigotes sin
cerebro que visten igual, tienen la misma casa y van al mismo trabajo en un coche similar
– Kyungsoo paró cuando vio que Jongin se estaba riendo. Siguió comiendo su helado
mientras miraba mal a su acompañante por reírse de lo que pensaba.
Jongin le miró con esos ojos entrecerrados por la sonrisa y rodeados de ligeras arrugas,
con los pómulos elevados y la lengua entre sus dientes. Siguió tomando su helado en
silencio, tratando de evitar que entrara en su campo de visión, porque cuanto más lo
mirara más dolería cuando ya no pudiera hacerlo. Era demasiado bello.
Cerró los ojos cuando vio que una sombra se cernía sobre él. Sintió el frío del helado
contrastando con unos cálidos labios. Se perdió en la sensación.
–Nunca te gustan mis escenas de sexo. Eres un estirado.
–Sabes que no me refiero a eso – dijo Kyungsoo tras soltar un suspiro –. ¿No sabes
aceptar un cumplido?
La pregunta fue tomada como retórica. El escritor sacó un cigarrillo y lo dirigió a su boca.
La primera calada le hizo toser durante media hora mientras Baekhyun le decía cosas sin
sentido como “solo un hombre puede decidir sobre su destino” y “enfréntate a la vida y
tíratela como tú quieras porque para algo es tuya”.
“Hay cosas que haces y hay cosas que no haces. Haz las cosas que no haces”.
Pero al mismo tiempo todavía hablaban de otras cosas que iban descubriendo el uno del
otro. Jongin descubrió la nueva pasión por la pintura de Kyungsoo, y llegó a conocer su
técnica cuando un lluvioso domingo de septiembre este había convencido al sastre para
que le dibujara. Habían sido varias horas de picores repentinos y falta de movilidad, pero
todo había resultado en un hermoso retrato (tal vez la nariz no era lo más perfecto del
universo, pero era aceptable). Ambos acordaron que quedaría en esa casa, que de algún
modo se había convertido en su pequeña burbuja que los protegía del exterior.
Kyungsoo, por otra parte, descubrió que Jongin había adquirido todavía un mayor interés
por el ballet, si bien él sí que no lo había llevado a la práctica. Había quedado fascinado
de nuevo ante la belleza de los movimiento cuando fueron a ver “Billy the Kid” al
Lakeview, en Harrison Avenue, de nuevo en el Cadillac del 51 azul metalizado. Kyungsoo
no había podido evitar acordarse del verano de 1947, rindiéndose a los recuerdos al son
de una melodía que hacía años que no escuchaba.
En días como el 31 de Octubre, el licor corría como la leche en Nueva Orleans, al igual
que los dulces que los niños iban pidiendo de casa en casa. En la ciudad en la que había
nacido la brujería y el tarot, se respiraba esa noche un ambiente mágico. Kyungsoo y
Jongin habían hecho una barricada en la puerta, ocultándose del mundo exterior mientras
comían pan de maíz, col rizada, macarrones con queso, pollo frito, ñame y té dulce
preparado entre los dos (o más bien por un Kyungsoo ajetreado y un Jongin que no hacía
más que entorpecer su labor con toques indecentes y abrazos sorpresa). Al día siguiente,
la fachada tenía manchas de tierra que los niños ansiosos por azúcar habían tirado.
Algunas tardes las dedicaban a leer mientras escuchaban la radio y el humo de sus
cigarrillos inundaba la habitación. Entonces Jongin descubría que Kyungsoo acusaba a
Hemingway de ser un machista trasnochado y un defensor de ciertas actividades
políticamente incorrectas, mientras que Kyungsoo escuchaba con perplejidad las ideas
del Totalitarismo según Hanna Arendt que el menor recitaba de memoria.
De algún modo cuanto más conocía, más quería conocer, al igual que la primera vez. Tal
vez, si se volvieran a conocer en alguna otra vida más, volvería a querer conocer más y
más. Y por eso memorizaban el cuerpo del otro con sus manos, atesorando los momentos
de intimidad que disfrutaban en la oscuridad de un cuarto, ocultos de la mirada de
personas que los juzgarían a muerte.
Era gracioso porque compartían una vida, pero al mismo tiempo no: al llegar la mañana,
Jongin no estaba, y a veces se pasaban una semana sin verse, cada uno ocupado con su
vida, su vida real que no siempre podían evitar como hacían cuando estaban en su
pequeño nido de protección. Era entonces cuando Kyungsoo cosía sin dormir para no
pensar en nada más.
“Siguen sin gustarle las cosas dulces”, decía una nota a pie de página.
El 714 de Burgundy Street se había convertido en su pequeña burbuja, que los mantenía
a salvo de todo. Pero las burbujas explotan y la suya lo hizo con la llegada del frío y del
invierno, que se llevaba el calor y la luz estival y se quedaba con los árboles sin hojas y
las calles desiertas.
Ese frío día de noviembre, Kyungsoo se había levantado con los pies helados y la
amargura en su lengua, pues volvía a amanecer un día más sin nadie del que aprovechar
su calor corporal. Tomó su desayuno en silencio, mirando la silla vacía de la mesa de la
cocina, esa silla ocupada únicamente en noches de gumbo y conversaciones entre
tabaco.
La bufanda era un elemento esencial en su atuendo a esas alturas, al igual que el abrigo
de lanilla negro que lo había acompañado ya varios años. Salió a la calle exhalando aire
caliente, observando el vaho que se formaba junto a su boca, y que no cansaba de
reproducir como un niño pequeño fascinado por algo que ya había visto numerosas
veces.
Una de las cosas que encantaban a Kyungsoo era que Nueva Orleans seguía despierta
pese al frío, y así podía observar a la pequeña niña paseando al perro, a trabajadores
corriendo para coger el tranvía y a amas de casa comprando los últimos ingredientes del
desayuno matutino para sus hijos y marido (y si había algo que sorprendía a Kyungsoo
era la elegancia nunca olvidada de unas mujeres muy ajetreadas).
Charlie esperaba donde siempre, paciente a que su cliente llegara con el café en mano.
Entregó las monedas al pequeño, añadiendo un par de más mientras decía casualmente
“necesitas unos nuevos calcetines, pequeño”. El periódico estaba bastante frío entre los
dedos de su mano izquierda, comparado con el café que calentaba su otra mano.
Llegó a un Sehun helado, encogido sobre sí mismo, que se levantó al instante ante la
llegada del maestro. Entonces Kyungsoo vio que cada vez era más alto y que debería
arreglarle el bajo de los pantalones que ya dejaba ver la totalidad de sus calcetines.
Entraron en la sastrería y encendieron el pequeño radiador que les mantenía calientes en
invierno. Tenían cuatro entregas esa semana, así que Sehun comenzó a hilvanar
rápidamente los delanteros con las espaldas mientras Kyungsoo leía el periódico antes de
ponerse de nuevo al trabajo.
Llevó la taza a sus carnosos labios mientras pasaba una de las páginas y entonces sus
ojos toparon con el titular situado en la parte inferior izquierda de la sección de sociedad.
La taza cayó al suelo y el café cubrió la madera gastada por los tacones de elegantes y
vibrantes mujeres sureñas. El corazón de Kyungsoo pasó a su garganta y está le empezó
a doler al mismo tiempo que le quemaban los ojos.
Ese día, Sehun tuvo que bajar dos veces a comprar tabaco.
“La boda de Kim Jongin y Krystal Jung: el acontecimiento social del año 1954”, pudo leer
Jenn en un artículo grapado a una de las hojas del diario.
Al pasar la página, se podía ver que había restos en el margen de la libreta de un par de
hojas arrancadas. Jenn miró la caja que tan celosamente había guardado en su
habitación. Ignoró los artículos, tirando tras de sí cosas como “El comportamiento sexual
masculino” de Alfred Kisney o un titular con el nombre y la foto de Rosa Parks, llegando al
fin a su tan deseado tesoro: unas páginas arrugas, tal vez arrancadas por la rabia y
guardadas por la añoranza del pasado.
Procedió a su lectura, estirándolas sobre el diario, como tratando de pegarlas tan solo con
el contacto de los cachos rotos. Arreglar algo no era así de fácil.
6
Kyungsoo se había imaginado a sí mismo haciendo algo distinto. Cualquier cosa. Podía
hacer como hacía algunos meses, que había pensado en aceptar el destino, resignarse,
coger su mejor traje y felicitar a la feliz nueva pareja con un sonrisa sincera en la cara. Tal
vez incluso enfadarse, ridiculizar a Jongin en frente de los pretenciosos de sus padres o
gritarle que decidiera por una vez por sí mismo. Pero no podía. Simplemente no podía
hacer nada. Su corazón estaba demasiado roto de nuevo como para intentarlo.
De alguno modo que desconocía, se volvió un ermitaño, encerrado entre las cuatro
paredes de sus sastrería, haciendo encargos para la boda, dejando cada pedazo de su
corazón roto en cada una de las puntadas y en cada una de las costuras. De algún modo
Sehun se volvió su único contacto con el exterior, trayéndole comida y hablándole de
banalidades varias. Baekhyun acudía dos veces a la semana, haciendo huecos en su
apretada agenda de algún modo extraordinario, y aprovechando los momentos de silencio
para anotar ideas para su nuevo libro. Josephine había llevado pastel de manzana un día,
y Kyungsoo se lo había agradecido con una sonrisa dormida y vaga.
Pero, de nuevo, no habían hablado nada sobre eso. ¿Y si él quería? ¿Y si el anillo no era
una orden sino una elección? ¿Y si Kyungsoo era solo un entretenimiento más?
Los “y si” hicieron que Kyungsoo se acostara con un dolor de cabeza irremediable esa
noche.
Pero era solo una cárcel en el infierno, porque su hogar estaba lleno de recuerdos de
Jongin, que había quedado reducido a tickets arrugados en los bolsillos de sus pantalones
y restos de gravilla en la parte posterior de sus prendas. Un día decidió meter todas la
cosas en cajas: los libros prestados y los que le recordaban a él, la ropa que alguna vez
llevó, las escasas fotos que tenían junto a sus amigos y todas las entradas que había ido
guardando con los años. Las lágrimas corrieron cuando lo dejó en el gran contenedor,
sintiendo que una parte de él, una parte más importante de lo que se atrevería admitir,
quedaba allí también.
–La he cerrado durante un tiempo, padre. He venido a cuidar de ti – dijo mientras cogía su
mano.
Salió a fumar al porche para no molestar a su progenitor con el humo intoxicante. Observó
con pena el tronco del gran sauce que una vez estuvo allí.
–¿Desde cuándo fumas, hijo? Es malo para tu salud.
Pasó la página rápidamente. Tenía que saber qué era lo que pasaba a continuación, pero
entonces se encontró con que el diario se había quedado en blanco, con un último
mensaje: “ha muerto”, en tinta negra y gastada. Siguió pasando páginas, buscando algún
tipo de final escondido celosamente entre hojas de papel, pero lo único que encontró fue
una entrada gastada para un espectáculo de jazz en el Preservation Hall de Nueva
Orleans.
No era justo para ellos que eso acabara así. ¿Dónde estaba el final feliz? ¿Dónde estaba
el fiasco de la boda? ¿Dónde estaba la reunión después de años, en la que ambos se
encontrarían ya casados?
Su abuelo había seguido en la sastrería en Nueva Orleans. ¿Qué había pasado con Kim
Jongin? ¿Por qué no se habían reencontrado?
Jenn se acostó esa noche con una presión en el pecho que le impedía respirar con
normalidad, después de rebuscar horas y horas entre los dibujos envejecidos de su
abuelo y los artículos de prensa coleccionados a lo largo de su vida. Esa noche soñó con
Stonewall, el “blue discharge” y el código Hays, términos observados entre las numerosas
hojas de papel de celulosa.
Nada más levantarse había comenzado a investigar y tras un largo rato había podido
averiguar que la familia Kim, dueña de la compañía Iridion, S.A., se encontraban
disgregada por completo, en paraderos en su mayoría desconocidos, ateniendo las
distintas fábricas repartidas por los diferentes estados. Kim Jongin se había jubilado hacía
años, y se había retirado de la vida pública al mismo tiempo, pero Jenn sentía que lo
podría encontrar en su antigua casa en Donaldsonville,porque si había regresado todos
los veranos desde 1947, ¿por qué no ese también?
Ignorando las quejas familiares y la evasión del tema (“Kim Jongin era solo un amigo de tu
abuelo, ¿para qué quieres buscarlo?”), se había puesto camino a la pequeña ciudad.
Después de un largo viaje en su Cadillac del 51 negro, había llegado a Division Street.
Las rejas se abrieron una vez llamó al portero, solicitado audiencia con Kim Jongin.
–¿Puedo ayudarla en algo, señorita? – preguntó una voz grave y ronca, gastada por el
tiempo.
–Presente.
La chica miró los ojos vidriosos, cuyo iris comenzaba a perder la definición en la parte
superior. Agarró con fuerza el diario que llevaba en la mano derecha contra su pecho.
–¡Oh! ¿No me diga? Pero no se quede de pie. Siéntese, por favor. Los amigos de mis
amigos son mis amigos – Jenn ocupó una silla que quedaba justo al lado del joven de
pelo negro –. Este es mi nieto Jongdae, por cierto. ¿A que es muy guapo? – añadió el
hombre y luego se acercó un poco más a ella –, y está soltero – susurró.
Jenn rió tímidamente mientras el tal Jongdae exclamaba “¡Abuelo!” en tono de fastidio.
–Bonito coche, ¿es suyo? Yo tenía uno igual cuando era joven. Era azul metalizado – los
ojos del viejo miraban al coche, pero su cabeza se encontraba lejos de allí, en un pasado
desconocido para Jongdae y que Jenn había leído a grandes rasgos en páginas blancas y
gastadas – Pero bueno, no deje que le dé la brasa y dígame qué le trae por aquí.
–Abuelo, ya te lo ha dicho – dijo su nieto en tono exasperado.
Jenn miró a los ojos a aquel señor del que tanto había conocido a través de las palabras
de su abuelo.
–Mi abuelo era Do Kyungsoo – todavía le dolía usar el pasado al referirse a su abuelo.
Los minutos siguiente se resumieron en un Jongin viejo y gastado mirando a los lados con
semblante pensativo. Su expresión iba convirtiéndose en una de dolor a medida que
recordaba, y Jenn distinguió en él, entre arrugas y manchas, esos rasgos que alguna vez
lo hicieron atractivo. Con los años, al igual que algunas estrellas de Hollywood clásicas,
Jongin se había quedado con esa elegancia que solo podía aumentar con la madurez.
–Así que eres la nieta de Kyungsoo – dijo una voz débil, como la que se le queda a uno
después de atragantarse.
–Sí.
–Falleció.
La silla paró de moverse. Los ojos se abrieron ampliamente. Jongin llevó un pañuelo de
tela que tenía en el bolsillo de su camisa de manga corta a su boca y tosió fuertemente.
Le temblaron las manos venosas y huesudas, con piel que colgaba como lo hicieron más
de una vez los adornos de carnavales en la Nueva Orleans de Luisiana.
–¿Y qué quiere hablar, entonces? – sus ojos brillaban más que antes, su voz temblaba y
su ceño estaba fruncido.
–Mi abuelo... – Jenn se paró un momento. Había pensado exactamente las palabras que
iba a utilizar de camino en el coche, pero ahora no era capaz de recordar ninguna de
ellas. Tragó saliva, sintiendo su boca pastosa –. Mi abuelo escribió este diario – señaló al
libro – en el que explicaba vuestra historia.
–Sí. Y no tiene un final. Necesito saber cómo acaba. Mi abuelo no dice cómo se casó con
mi abuela, o si la boda entre usted y Krystal sucedió al final y yo... yo... Yo realmente
necesito saberlo.
El hombre de mayor edad recibió unos ojos jóvenes, llenos de dolor y de venas rojas, que
de algún modo habían sido testigos de la historia de una vida entera. O casi. Jongin
sonrió. La postura decidida y la expresión viva le recordaban tanto a un hombre que había
amado con toda su alma. Realmente esa pequeña era la nieta de Kyungsoo. Sonrió
ligeramente, mostrando unas encías violáceas y unos dientes amarillentos.
–Esta bien, entonces – el hombre se levanto con ayuda de un bastón y de su nieto y entró
en la casa. Allí, se sentó en un sofá del salón que había nada más entrar en la casa y
encendió un cigarrillo que guardaba en una mesa canija, de tres patas.
–Abuelo, no puedes fumar – avisó Jongdae en un tono de alarma.
El humo llenó la estancia junto a las palabras de Jongin, que eran escuchadas por Jenn
con entusiasmo, como quien lee las últimas páginas de su libro favorito. Jongdae
abandonó a ambos para que pudieran hablar tras la sugerencia del viejo Jongin de que
fuera a comprar los ingredientes para la cena. Ahora iban a ser tres personas.
–El principal problema de tu abuelo y yo – dio una calada – es que nos conocimos en una
época llena de tabúes. Pero tal vez el problema fue que éramos jóvenes e insensatos y no
supimos luchar por lo que queríamos.
Jenn escuchó durante dos horas y varios cigarrillos una historia complementaria a la que
ya sabía, de un hombre que años después pensaba en ciertas decisiones de su vida
como grandes errores que no había sabido ver en el pasado. Cuando llegaba a la parte
en la que se había quedado su abuelo, Jongin paró de hablar.
–¿Cómo continúa?
–¿Cómo quiere que continúe? – dio una calada –. Usted está aquí. Jongdae está aquí.
–Jenn, querida mía – suspiro –, ¿sabía usted que el ser humano es el único animal que
cae dos veces en la misma piedra?
Importaba para Jenn. Necesitaba algo en lo que creer, necesitaba saber que su abuelo
había muerto feliz, que no tenía ningún remordimiento. Necesitaba saber que había
muerto sabiendo que Jongin le amaba, y quería que el hombre que ahora estaba delante
de ella supiera eso. Su abuelo tendría que haber dejado un mensaje, algo que ella
pudiera trasmitirle a Jongin.
Durante la primavera, Nueva Orleans estaba decorada para los carnavales con guirnaldas
de plata colgadas de las puertas y ventanas, adornando la ciudad y creando un ambiente
bello y especial. Los niños disfrutaban de los pasteles caseros, engullendo cada porción
como si fueran el más exquisito manjar (al igual que algunas mujeres que decidían
saltarse la dieta por un día). Los adultos paseaban con máscaras de animales, adornadas
por lentejuelas y plumas, recuperando por un día su infancia perdida.
Una sonrisa fue todo lo que necesitó el joven aprendiz para saber que había tenido éxito.
Salió pitando de la tienda para comprar limonada, por los viejos tiempos. La campanilla
sonó con fuerza ante la intensidad y vigor con el que el más joven había abierto la puerta.
El mayor rió levemente hasta que escuchó que la campanilla volvía a sonar, más
débilmente esta vez.
–Buenas tardes.
Voz grave, sonrisa amplia, piel morena, ojos marrones. Gestos repetidos en el tiempo con
la pequeña diferencia del paso del tiempo y sus efectos. Déjà vu.
El hombre de la tienda mostró sorpresa inicial, que luego se convirtió en una mezcla de
resignación a lo que venía, de melancolía a lo que habían pasado y de alegría por que de
algún modo volviera a pasar. Esbozó una sonrisa inundada por ironía.
La historia se repetía.