The Diary - Kaisoo

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the diary

1
Cuando entró por la puerta, el olor a polvo y escasez de ventilación le recibió,
invadiéndole las fosas nasales con fuerza La sastrería de su abuelo llevaba años cerrada,
desde que la salud de este había empezado a deteriorarse y habían decidido que la hora
de su jubilación había llegado. Toda su familia había insistido en que alguien podía
hacerse cargo de la sastrería, o que igual podían venderla, pues estaba situada en una
buena zona de la ciudad, pero su abuelo había rechazado cualquiera de las propuestas.

Jenn, por su parte, siempre había apoyado a su abuelo, ya que, de pequeña, adoraba
pasar las tardes en la sastrería, corriendo de un lado para otro ante la falta de clientes,
sentándose en la butaca de cuero marrón oscuro situado junto al pedestal en el que se
ponían los caballeros a los que su abuelo confeccionaba trajes perfectamente
manufacturados. Nunca supo cómo había sido la sastrería cuando su abuelo todavía
trabajaba, pero su madre le había dicho que sus trajes eran de los mejores de Nueva
Orleans y que confeccionó tantos a lo largo de su vida que ya ni recordaba el número
exacto.

Dejó las llaves en la mesita del recibidor y tocó la tela del traje que aún residía en el
maniquí de exposición. El roce de la solapa de terciopelo hizo que Jenn sonriera con
tristeza. Pasó al interior de la sastrería, dejando de lado la zona destinada a la interacción
con los clientes y abriendo la puerta central que permitía la entrada a la parte de
manufactura. El taller olía a vainilla, tal vez por una de las numerosas velas que le había
traído a su abuelo, producto de las tardes de verano en casa sin nada que hacer y
demasiados libros de manualidades de la biblioteca de su hogar (así como una madre tan
paciente como un santo).
Jenn observó todas las máquinas de coser que allí residían: una antigua Singer de rueda,
impulsada por el movimiento del piel sobre un viejo y ya oxidado pedal, y una nueva y
renovada Refrey, con motor eléctrico, producto de los avances de las últimas décadas,
entre otras. La gran mesa de corte albergaba en su superficie gran cantidad de reglas,
escuadras y cartabones, que su abuelo usaba para hacer los patrones de los trajes, en un
papel de estraza cuyos rollos ya acabados se almacenaban en la parte derecha de la
trastienda, junto a todos los maniquíes que su abuelo tenía. Eran de diferentes tallas para
que todos sus clientes se sintieran a gusto, y algunos tenían capas de entretela acopladas
que funcionaban como un aumento de masa corporal. Los hilos y demás utensilios como
tijeras y lápices se encontraban en la estantería frente a la mesa de corte y en los cajones
de la mesa. Tocó las telas y demás utensilios mientras pasaba a su lado, sintiendo con
pena el tacto de su infancia y echando de menos la voz de un abuelo que le dijera que no
se pinchara con ningún alfiler.

Era la puerta al final de la habitación la que llamaba la atención de Jenn. Su familia había
permitido que tras la muerte de su abuelo, las posesiones de la sastrería quedaran a su
disposición, o lo que era lo mismo, le habían encargado que vaciara el inmueble para
poder venderlo y era eso lo que Jenn iba a hacer, por mucho que le costara despedirse de
los recuerdos de su infancia. Pero antes de mirar todos los hilos, todos los utensilios y
todas las telas amontonadas junto a los cuerpos inertes de los maniquíes, Jenn había
decidido que iba a entrar en el almacén. Recordaba con amargura que su abuelo no le
dejaba pisar el mismo, y que cada vez que necesitaba un botón nuevo o más tela de
algún tipo, entraba y salía con sigilo, cerrando la puerta con llave antes de que Jenn
pudiera meterse dentro y guardándola en el bolsillo de su pantalón mientras los grandes
ojos infantiles se apagaban.

Miró la vieja cerradura. Llave. Necesitaba una llave. Volvió a la entrada y cogió el manojo
de llaves que esa mañana le había cedido su madre. Buscó entre ellas la forma que se le
había quedado grabada en la memoria y cuando la encontró no pudo evitar sentir que el
corazón le daba un vuelco. Abrió la puerta lentamente, notado cómo esta rechinaba ante
los años de sequía, sin nadie que echara aceite en sus bisagras. Iluminó la estancia con
una luz débil al pulsar el interruptor y no encontró lo que esperaba encontrar.

Cuando era niña, imaginaba que dentro de esa puerta se encontraría un unicornio, que su
abuelo mantenía encerrado para guardar el secreto de la eternidad. Pero cuando creció,
se dio cuenta de que ese cuarto albergaba algo más serio, y no esperaba que fueran más
telas, botones e hilos. Esperaba una biblioteca, un cuarto dedicado a las aficiones
secretas de su abuelo... Algo.
Se adentró más en la lobreguez del sitio, pues la bombilla del techo era demasiado tenue
como para iluminar correctamente. Sintió un crujido en el suelo. Al principio no le extrañó
(la madera vieja crujía fuertemente durante los meses de verano), pero entonces vio una
muesca en una de las tablas, de modo que se hundía más que la que estaba a su lado.
Jenn volvió a sonreír con tristeza mientras se agachaba.

– No lo suficientemente listo, abuelo.

Levantó la tabla de madera y se encontró numerosas láminas enrolladas. Al quitar la


goma elástica de algunas, distintas obras de arte se iban mostrando a la luz palpitante y a
la mirada curiosa de Jenn. Todos los lienzos presentaban una técnica bastante aceptable
(pero ella, estudiando de ciencias puras, no sabía exactamente si un crítico de arte
opinaría lo mismo), con la ligera excepción de alguna que otra lámina. Todos y cada uno
de los cuadros eran paisajes, hasta que desenrolló el último y vio a un hombre joven que
no era su amado abuelo. En la imagen se podía ver únicamente su busto. Llevaba una
camisa blanca de aspecto descuidado (aunque era posible que la pintura se hubiera
deteriorado con los años), y lucía una sonrisa socarrona además de un perfecto pelo
engominado formando un tupé suavemente estructurado. Jenn no pudo evitar pensar que
realmente era atractivo.

Al final del hondo hueco que había bajo la tabla, la chica encontró una pequeña caja de
madera. La sacó como pudo con la fuerza de sus brazos de alambre. Era
sorprendentemente pesada. Al dejarla en el suelo, un ruidoso estruendo llenó la
habitación. Quitó el polvo de la parte superior de la caja y abrió la misma. Lo que había
resultado ser una antigua residencia de puros era ahora la casa de numerosos recortes
de periódico. Fue dejándolos a su lado con cuidado, sin prestarles atención, como si
buscara algo más. Al fin de al cabo, nadie esconde en una caja tan grande unos simples
recortes de periódico.

Cuando dio con el tacto de una solapa de cartón, ahora arrugada y ligeramente rota por
los años que había vivido, supo que había dado con el premio gordo. Apartó el resto de
noticias y cogió el cuaderno con sus dos pequeñas manos. Observó la solapa que algún
día hubo de ser marrón y ahora se encontraba descolorida a cachos y la abrió.

“Estimado lector:
Desconozco la circunstancia que le ha llevado a encontrar este pequeño diario, pero si ha
sido usted capaz de ello, espero que disfrute de la lectura. Sin embargo, antes debe
recordar algo: “A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, para que de pronto
toda nuestra vida se concentre en un solo instante”

Do Kyungsoo.”

El primer día de la feria que se celebraba al inicio de todos los veranos en Donaldsonville,
en la comarca de Ascension, Luisiana, cayó ese año en viernes. Todos los niños y
adolescentes de la pequeña ciudad acudieron a la cita con abrumadora puntualidad,
deseosos de disfrutar un año más de las diversas atracciones, los exquisitos dulces y, con
suerte, los premios que se podían conseguir en los distintos puestos. Los mayores
disfrutaban recorriendo la feria o paseando junto al río Misisipi, situado justo al lado de las
grandes armaduras de metal llenas de luz y color.

Era ya tradición para su grupo de amigos asistir a dicha feria. Estaban acostumbrados a
acudir desde que eran unos canijos y necesitaban la presencia de un adulto para subir a
cualquiera de las atracciones ofrecidas, así que ahora, cuando todos disfrutaban ya de su
mayoría de edad, la tradición seguía viva. Sin embargo, algo en la feria sabía a final. Los
planes de futuro empezaban a hacer mella en sus vidas. Universidades de lejos de
Donaldsonville habían llamado a la puerta de muchos, y a otros les había llegado la hora
de hacerse cargo del comercio familiar. Ese año era el último que pasarían juntos, antes
de que sus vidas se separaran para pasar a ser antiguos amigos que se reúnen un par de
veces al año (y con suerte). Todos trataron de disfrutar al máximo de ese verano, antes
del gran adiós.
Su amigo Yixing lucía su habitual pelo negro corto y alborotado, adornado por sus
hoyuelos y el colgante de oro que siempre llevaba alrededor del cuello. Cuando había
llegado a la feria, se lo había topado junto a los autos de choque, unos extraños
armatostes en forma de coche que iban y venían sobre una pista, dejando chispas en
techo y suelo a su paso. Kyungsoo lo había sorprendido observando a una chica rubia
vestida de morado, y había sonreído ante la pretensión de su amigo soltero.

– ¿Disfrutando de la velada, Zhang? – preguntó en tono travieso a su amigo, gritando


ligeramente para hacerse escuchar sobre el ensordecedor ruido de la feria.

– Ahí le has dado, Do – respondió, usando su apellido de vocativo tal y como había hecho
él –. Verás, es que adoro el morado.

Ambos amigos se rieron fuertemente, atrayendo la atención de un grupo de chicas que


esperaban a que fuera su turno para subirse a la atracción. Miradas curiosas trataron de
distinguir los esbeltos cuerpos entre las capas de camisa que una vez fueron blancas y
cuyo color había mutado a través de varios lavados.

– ¿Sabes dónde está James? – preguntó Kyungsoo mientras miraba a su alrededor.

– La verdad es que te iba a preguntar lo mismo cuando has llegado. Dijo que iba a estar
toda la tarde aquí con Luhan, pero no hay rastro de ninguno de los dos.

Ambos amigos se apoyaron en las barandillas de metal, cruzando sus brazos sobre el gris
metalizado.

– No se pongan cómodas, señoritas. Tenemos que seguir andando – gritó una voz grave
con un fuerte acento.

– ¡James! – gritaron ambos al unísono.


– El mismo que viste y calza, damas. Ahora, movámonos, que hay mucha feria por ver.

La sonrisa socarrona se dio la media vuelta y a los dos amigos no les quedó otra opción
que seguir al rubio. James era uno de los pocos amigos que conocían desde la escuela
primaria. Era el más alto de todos, con una altura de ciento noventa (y uno, si le preguntas
a él) centímetros, lo que hacía que para Kyungsoo resultara casi imposible ver su cara si
no estiraba mucho el cuello o levantaba la cabeza en exceso. Tenía un cuerpo
ciertamente envidiable, y no era para menos pues pertenecía al mismísimo ejército.

Anduvieron por toda la feria hasta que al fin llegaron a su destino: un tiovivo en el que
estaba montado Luhan, un pequeño que habían conocido unos años atrás y que los
seguía como si fueran sus mentores.

– James, ¿has dejado a Luhan solo en el tiovivo?

– Relájate, mamá Kyungsoo. Jongin y Takeshi están con él – respondió James relajado,
mientras sacaba del bolsillo de su pantalón un cigarrillo y lo encendía.

– ¿Y quién demonios es Jongin?

Jongin resultó ser uno de los nuevos inquilinos de familia acomodada que habían
instalado en Donaldsonville su casa de campo, residencia de verano, segunda residencia
o como quiera que los ricos llamaban a esas enormes casas que ocupaban antiguos
campos de cultivo enteros. Tenía la piel más oscura que cualquiera de ellos, lo que hacía
sospechar que pasaba mucha de sus tardes en la hamaca de su casa, relajándose al sol
mientras los sirvientes le servían té frío con miel. Su camisa era realmente blanca
(Kyungsoo miró a la suya, cohibido), y contrastaba con sus viejos pantalones de mezclilla
oscura y gastada. Unos dientes muy blancos, que destacaban frente al pelo negro y
ligeramente engominado hacia atrás, recibieron a Kyungsoo junto con una mano que este
tardó en estrechar.

– Soy Jongin.
Resultó que el niño rico no tenía unos gustos muy diferentes de todos esos chicos de
campo, y esa había una de las principales razones por las que James lo había invitado a
ir con ellos a la feria. Sin preguntar.

– Mira a ese grupo de señoritas – dijo James, tras pegarle en el pecho con el reverso de
la mano a Kyungsoo, el cigarrillo a medio consumir todavía en su boca.

– Creo que deberíamos acercarnos a ver qué quieren – sugirió Takeshi en su primera
intervención de la noche.

Y ahí se fueron todos, sin darse cuenta de que habían dejado a Kyungsoo detrás. Tal vez
un grupo de señoritas en faldas y vestidos fueran interesante para sus amigos, pero él
prefería pararse ahí y ver cómo el tiovivo seguía girando, asegurándose de que no le
pasara nada a Luhan, o su madre le mataría al día siguiente. Kyungsoo nunca había
entendido exactamente cómo funcionaba el juego del ligoteo, y no era algo que le
interesara saber, aunque ya estuviera en sus veinte años y las madres de su barrio no
pararan de querer presentarle a sus hijas.

Cuando el pequeño bajó finalmente de la atracción, le compró una manzana de caramelo


y le dijo que se fuera a casa. “Muchas gracias, le diré a mi madre lo que ha hecho por mí”,
dijo el pequeño antes de irse, con una sonrisa deslumbrante y una mirada llena de ilusión.
Kyungsoo lo observó, envidiando esa alegría inocente y esos ojos que miraban al mundo
como si fuera un lugar maravilloso. Soltó un suspiro y se giró, preparado para buscar a
sus amigos.

En su trayecto se topó con la señora Jefferson, que había conocido poco a poco tras las
charlas casi al amanecer cuando había conseguido un puesto como ayudante del lechero
hacía dos veranos. Tras intercambiar la conversación de cortesía con preguntas que
realmente no interesaban al emisor (qué tal la familia, cómo se encuentra tu padre, etc.),
Kyungsoo dio con sus amigos subidos a la noria. Sus piernas temblaron ligeramente
cuando vio el armatoste. Podía distinguir a James con una chica rubia justo a su lado.
Takeshi y Yixing también iban acompañados de dos señoritas. Pero dos y uno hacía tres,
por lo que no le salían las cuentas.
– ¿No subes? – sintió una voz que hablaba junto a su oreja derecha y sintió ganas de
soltar un alarido, que trató de reprimir colocando una mano sobre su boca. Soltó un
suspiro cuando vio quién era y se relajó.

– Me temo que no soy un gran fan de las alturas, Jongin.

– ¿Acaso eres el tipo de personas que se queda abajo esperando a que sus amigos
bajen?

Justo en el clavo. Kyungsoo sonrió mientras se encogía de hombros, como tratando de


disculparse.

– ¿Nunca has subido a una noria? – Kyungsoo negó con la cabeza. – ¿Entonces cómo
sabes que te da miedo?

– Porque le tengo un miedo mortal a las alturas.

Kyungsoo recordó entonces cuando un día de niño había decidido que sería una buena
idea trepar un árbol (ese tipo de ideas que solo se les ocurren a los niños porque alguien
con una mente más o menos formada sabe que hacer algo así no está bien). Trepar había
sido fácil, pero bajar era otra historia muy diferente. Recordaba que el suelo estaba muy
lejos y que había sentido un vértigo atroz. Su padre estaba en el trabajo y tuvo que
esperar horas antes de poder bajar. Cuando pensaba que iba a ser regañado, su padre le
envolvió en un abrazo que como mínimo casi le deja paralítico y le hizo tortitas de cena, a
las que echó tal cantidad de salsa de arándanos que el niño de siete años se dio cuenta
de que estaba siendo sobornado. Al día siguiente, le dejó en casa de la señora Daniels,
pues un niño de su edad no debería quedarse solo en casa.

– ¿Sabes cómo se superan los miedos? – la voz grave interrumpió su hilo de recuerdos.

– No – respondió Kyungsoo, pero no era un no negativo porque no se refería a que no


tenía ni idea de cómo superar su miedo, sino que era un no sin aliento, de los que se
sueltan cuando no se quiere creer algo y se pretende evitar seguir hablando sobre el
tema.

– Sí.

Jongin cogió de la muñeca a Kyungsoo, arrastrándolo a la entrada de la noria,


fundiéndose con la fila que avanzaba a ocupar los asientos que iban quedando libres,
ignorando y combatiendo el forcejeo del joven, y el veinteañero temía por su vida, porque
el “sí” había sonado tan decidido que estaba seguro de que Jongin le habría tirado por un
acantilado de creer que eso iba a acabar con su miedo (tal vez estaba exagerando, pero
quién no cuando se iba a subir a una atracción de hierro de metros de altura).

Kyungsoo sintió que sus pulmones se vaciaban de todo el oxígeno que pudieran contener
cuando la barra de hierro se apoyó sobre su estómago. Las sudorosas manos se
aferraron a la barra como si fuera lo que le mantenía unido a la tierra. Cuando la atracción
comenzó a dar vueltas, Kyungsoo sintió que su cabeza hacía lo mismo, pero entonces un
mano rodeó sus hombros y una voz dijo algo en su oído derecho.

– Tranquilo, todo irá bien.

Kyungsoo quería girtarle mil cosas a Jongin. Que era un idiota, que claro que no iban a
estar bien, que iban a morir y no iban a poder hacer nada, que nunca podría cumplir su
sueño de ser un sastre y seguir el oficio del señor Smith, que todos los ahorros de años
ahora se iban a ir al garete porque iba a morir a los veinte años y toda su vida se iba a
arruinar por culpa de un niño que de repente creía que tenía que superar su estúpido
miedo. Entrecruzó sus piernas y tragó la saliva que no le quedaba en la boca. Miró al
frente y trató de no pensar en que estaban subiendo, pero la gente se hacía más y más
pequeña, y la feria más y más grande, y el intentar cerrar los ojos no funcionaba porque
sentía todo con más claridad: el viento en la cara, el brazo en sus hombros y la
respiración caliente en su oído derecho.

– Relájate.

Kyungsoo quería responderle que se iba a relajar su santa madre, pero de nuevo el miedo
le estaba paralizando y no se veía capaz de hablar. Apretó más la barra de metal,
sintiendo que ahora quemaba bajo el contacto continuado. La mano de Jongin apretó su
hombro izquierdo, haciendo que sus cuerpos se pegaran un poco más.

– Te estoy diciendo que te relajes.

Podía escuchar la sonrisa en los labios del moreno, y era algo que no le gustaba, porque
sentía que se estaba riendo de él. Y eso le hería.

– Respira hondo y no mires hacia abajo.

– Sí, espera, estaba pensando mirar hacia abajo. ¡Woah! En serio, gracias por el consejo,
de verdad. ¡Qué sería yo sin ti!. Gracias, Jongin. Te lo juro que me has salvado.

La risa que soltó su acompañante fue tan estrepitosa que Kyungsoo se vio contagiado por
ella, y ambos siguieron riendo gran parte del trayecto a medida que, sin él notarlo, sus
manos se iban relajando y el agarre de Jongin igual a medida que sus estómagos
empezaban a doler. Kyungsoo se limpió un par de lágrimas cuando ambos pararon y vio
las luces de la feria en su máximo esplendor. La noria estaba en medio del resto de
atracciones, y desde ese sitio privilegiado, podía ver la orquesta que se encontraba
representando distintos éxitos venidos de la capital. Al fondo se podían ver las casas de
Donaldsonville más cercanas al lugar de la feria, y entre ellas, Kyungsoo reconoció la de
Luhan. Pensó que tal vez, si se esforzaba lo suficiente, podría ver la suya propia.

– Bonitas vistas, ¿verdad?

– Sí – sonrió mirando a Jongin, perdonándole en secreto todo lo que le había hecho pasar
–. Bonitas vistas – volvió a mirar al paisaje.

Cuando la barra de metal se levantó, Kyungsoo se incorporó como empujado por un


resorte y a punto estuvo de besar el suelo que al fin pisaban sus ahora temblorosas
piernas. Bonitas vistas, sí, pero no pensaba volver a subirse a una noria en su vida.
Nunca más. Ni en broma.
– Vamos – dijo Jongin, más bien ordenó, de nuevo sujetando su muñeca.

– ¿A dónde?

– A comprarte un helado. Para celebrar que has superado tu miedo.

Kyungsoo pensó que Jongin no podía ser tan idiota como para pensar que ya había
superado su gran miedo a las alturas con un simple viaje en la noria, pero la promesa de
un helado gratis sonaba tentadora.

– Lo quiero de vainilla.

Algo que Kyungsoo se fue fijando a lo largo de la noche era que la sonrisa de Jongin era
realmente genuina y que esta, junto con que el cuello medio abierto de la camisa y la
postura erguida del muchacho, hacían que se viera muy atractivo.

Jenn vio una nota en la parte inferior de la página del diario, doblada y ligeramente
descolorida por le paso del tiempo. “No le gustan las cosas dulces”, se podía leer en tinta
negra, un poco corrida.
La siguiente vez que se vieron fue la noche de cine semanal, en el pequeño teatro situado
en Madison Street, una calle paralela al río. Takeshi había acudido con una chica, la
misma con la que había subido a la noria días atrás. Los demás asistieron sin ningún tipo
de acompañante más que el cartón de palomitas que compraron una vez entraron en la
sala. Kyungsoo se despidió de Thomas Jefferson y un par de amigos presidentes con
cierto esfuerzo, ya que dicho desembolso suponía menos dinero para su futuro, pero las
noches de los jueves eran sagradas desde que Lawrence había montado el humilde
teatro en la ciudad. Vio a Jongin pagar con un billete de 20 dólares y no puedo evitar
soltar un suspiro exasperado. Maldito niño rico.

Entraron y se sentaron en la zona de siempre: al final de todo, justo debajo de la ventana


que permitía la entrada de la luz del proyector de cine. Takeshi se sentó en un extremo
con su chica y el resto se colocó como pudo, de modo que Kyungsoo acabó estrechado
entre James y Yixing. Pudo ver que Luhan se sentaba justo al lado de su nuevo “amigo”, y
no pudo evitar soltarle una mirada de reproche. Los niños no deberían estar a esas horas
fuera de sus casas, pero entonces vio a sus padres unas filas más adelante y desistió en
su intento de soltarle una reprimenda.

El filme elegido para esa calurosa velada era “The Bachelor and the Bobby-Soxer”, una
película dirigida por Irving Reis, un director que Kyungsoo había aprendido a apreciar con
el tiempo y la práctica. Disfrutó las escenas en blanco y negro en silencio, tal y como
hacía todas las noches, ignorando a las parejas que aprovechaban la oscuridad que les
proporcionaba la habitación para hacer de todo menos cumplir su papel como
espectadores (también disfrutó enormemente y en secreto cuando en una escena el
estruendo de una cama rompiéndose en la pantalla asustó a mucho de ellos). También
trató de ignorar, como todas las noches, a los chavales, como los situados delante de él,
que no hacían más que comer de forma ruidosa al mismo tiempo que pensaban en sus
cosas, ignorando el romance de la película o el posible fondo ideológico que estas
pudieran tener.

En un intento de recuperar su refresco de las manos de James, Kyungsoo apartó su


mirada de la pantalla y dio entonces con la cara de concentración de Jongin. El hombre
de tez morena miraba la pantalla concentrado, con el ceño fruncido y los ojos
entrecerrados. Kyungsoo se quedó mirando cómo la luz se reflejaba en la cara del chico,
dejando bajo sus pómulos una sombra fina y lateral, y se encontró a sí mismo
ensimismado por la dureza de sus rasgos y lo puntiagudo de su barbilla. Entonces recibió
su refresco con un frío contacto en la mejilla y una risa traviesa de James.

– Muy maduro, soldado. Muy maduro.

– Cállate, niño. No estoy de servicio.

Media hora más tarde, las luces del teatro se encendían y el bullicio aumentaba a medida
que las personas salían. Acostumbrado a no tener a nadie con quien comentar el final de
la película, Kyungsoo se dedicó a terminar de comer las palomitas que le quedaban a
medida que salían de la sala, pero entonces, para su sorpresa, Jongin se dirigió a él.

– ¿Qué te ha parecido la película? – preguntó el moreno inclinándose un poco para poder


establecer un mejor contacto visual con Kyungsoo. Esto fastidió ligeramente al más bajo.

– Me ha gustado.

– ¿Te ha gustado?

– Sí – respondió secamente, para engullir a continuación un puñado de palomitas que


masticó con fuerza, tratando de rehuir a Jongin y persuadirlo para que no preguntara más

– ¿Y ya está? ¿Te ha gustado y nada más?


Kyungsoo le miró con el ceño fruncido y las mejillas llenas de palomitas de maíz a medio
ingerir.

– ¿Acaso quieres saber algo más?

– Quiero saber qué te ha parecido.

– Pues en mi opinión – comenzó tras volver a tener la boca vacía – ha sido una
estupenda comedia de enredo, con un guión no demasiado brillante pero entretenido a su
modo, con algún que otro intercambio chispeante y memorable y un Grant que sobresale
por su magnífica interpretación. Aunque es una lástima que no goce de una Hepburn o
una Jean Arthur para tirarse paredes.

Kyungsoo recibió como única respuesta una sonrisa de Jongin, incluyendo los dientes
blancos, que ahora parecían incluso más blancos que la noche en la que se habían
conocido.

– Sabía que podía confiar en tu gusto.

– ¿Ah sí?

– Sí. Yo también creo que Cary Grant es magnífico.

Y entonces Jongin se giró para pasarle el brazo por los hombros de James, haciéndole
una pregunta que Kyungsoo no llegó a escuchar y mostrándole esa sonrisa satisfecha y
deslumbrante que tenía, convirtiendo sus ojos en dos medias lunas casi perfectas
enmarcadas en cauces de piel.

Los amigos se separaron una vez fuera del local, tras despedirse de Lawrence y
agradecerle que trajera películas así al pequeño Donaldsonville (“Aunque ninguno de
vosotros las veáis de verdad” había pensado Kyungsoo). Poniéndose su chaqueta de
cuadros rojos ante la repentina brisa nocturna, Kyungsoo observó que el coche de los
padres de Luhan se iba con él en la parte de atrás y sonrió para sí mismo. Pensó en tirar
la caja de palomitas en la papelera más cercana, pero el Geroge Washington que había
gastado en ella no se lo perdonaría nunca, así que la rodeó con su brazo y puso rumbo a
McKinley Alley.

Ya llevaba un trecho de Church Street cuando percibió un ruido similar a los pasos de
alguien detrás suya. Su cabeza comenzó a pensar en las mil y unas cosas que podía ser
aquello que lo perseguía, y entre ladrones, violadores y delincuentes, pensó que lo mejor
sería no darse la vuelta (tal vez estaba exagerando, ¿pero quién se suponía que iba a
estar allí a esas horas?). Fue entonces cuando escuchó un “Kyungsoo” cuasi gritado por
una voz grave y los pasos aumentaron de frecuencia hasta que sintió cómo se posaba en
su hombro una mano grande.

– ¿Te importa si te acompaño a casa? Yo también vivo en esa dirección.

Un asustado Kyungsoo fue incapaz de responder al agitado Jongin y los dos se pusieron
a andar juntos en dirección sur como si fuera lo más normal del mundo.

– ¿Quieres? – dijo Kyungsoo, estirando el cartón de la palomitas y acercándolo a su


acompañante, tratando de romper el hielo (o al menos rayarlo) del primer modo que se le
pasó por la cabeza. – Me han sobrado.

– No gracias – rechazó Jongin.

Kyungsoo volvió a abrazar el cartón mientras trataba de no respirar muy fuerte, temeroso
de que sus inhalaciones interrumpieran el silencio ensordecedor que se había establecido
entre ambos. De vez en cuando, miraba hacia su izquierda, observando diversos rasgos
de Jongin, intentando no ser descubierto. Observó que sus manos eran efectivamente
grandes, al menos comparadas con las suyas. Se fijó en que la camisa blanca era menos
reluciente esta vez, pero los zapatos seguían limpios y exentos de barro. También
contempló que Jongin llevaba un sombrero, una exigencia de etiqueta que no figuraba en
ninguna parte del programa del teatro.
– ¿A qué te dedicas, Kyungsoo?

La pregunta cogió por sorpresa al chico, que trató de hacer como si no estuviera
escaneando el cuerpo de Jongin unos segundos antes, aclarándose la garganta antes de
proceder a responder.

– Actualmente trabajo en el aserradero todas las mañanas con Takeru.

– Oh, ya veo.

De nuevo, silencio. Kyungsoo volvió a disfrutar de la observación (y los problemas para


respirar fuertemente mientras apretaba contra su pecho el cartón con maíz).

Una vez llegado a San Patrick Street, Kyungsoo empezaba a pensar que Jongin le estaba
siguiendo y eso era algo que le resultaba extraño. ¿Por qué le seguiría Jongin hasta su
casa? Tal vez era un asesino, no un niño rico como le había admitido la noche de la feria
a James, y se ganaba la vida secuestrando a pobres chicos indefensos. Pero entonces
Kyungsoo recordó que él no era un chico indefenso y que la piel de Jongin parecía
demasiado inmaculada como para pertenecer a alguien que se ganaba la vida a base de
golpes.

– ¿Y tú a qué te dedicas? – preguntó, tratando de romper el silencio y un hilo de


pensamientos que llevaba a desenlaces imposibles. Había leído demasiadas historias de
detectives.

– A ser un hijo ejemplar – respondió el otro viandante al mismo tiempo que dirigía su
mirada al cielo y veía un par de estrellas entre la luz de las farolas irregularmente
repartidas. – Me dedico a cumplir órdenes y satisfacer expectativas. No parece un futuro
muy brillante, ¿verdad?

Kyungsoo no pudo evitar notar el tono de tristeza en la voz de Jongin y la ligera


melancolía reflejada en sus ojos junto al destello de los cuerpos celestiales. Y entonces
Kyungsoo tuvo una idea.
Respondiendo a un estímulo irracional (poco usual en alguien tan observador como él)
enganchó del brazo a Jongin mientras miraba a los dos lados de la carretera desierta de
Bryant Street. Arrastró al moreno a la mitad de la calle y entonces, justo delante del
semáforo, lo obligó a acostarse con él en el suelo. La resistencia inicial del otro se relajó
una vez bajaron de la acera, pero volvió en forma de nerviosismo cuando sus dedos
pasaron a tocar la línea blanca del asfalto.

– ¿Qué haces, Kyungsoo? – susurró enfadado Jongin, receloso, como un niño que va a
ser castigado por una travesura ajena.

– Tumbarme delante de un semáforo – respondió Kyungsoo tranquilo, disfrutando del tono


de alarma del chico moreno.

– Eso ya lo veo, pero... ¿por qué?

– ¿Nunca has hecho nada que no tenga explicación, Jongin? – Kyungsoo giró la cara a su
derecha para mirar a los ojos marrones, ahora casi negros por las pupilas dilatadas. –
Cuando era pequeño – empezó apoyando las manos entrecruzadas en su abdomen – mi
padre me traía a esta misma calle las noches que no daba dormido por culpa de
pesadillas. Nos acostábamos a ver las estrellas y el cambio de las luces del semáforo, y
nos quedábamos en trance hasta que el claxon de algún coche nos obligaba a
apartarnos. Aquí he pensado algunas de las ideas más irreales.

Kyungsoo no se había fijado hasta ese momento que la luna brillaba con fuerza y las
estrellas resplandecían como nunca esa noche, reflejándose en sus ojos como si estos
fueran un espejo.

– ¿Por qué estas compartiendo esto conmigo?

– No sé – respondió mientras miraba a Jongin sorprendido. Realmente no esperaba esa


respuesta –. Pero me gusta este sitio, es como un hogar fuera de mi hogar, y he pensado
que tal vez tú
también necesitabas un sitio en el que sentirte a salvo.

Jongin estableció contacto visual con Kyungsoo, y entonces este último notó cómo se
perdía en las dos orbes que le observaban. Se preguntó qué clase de cosas habían visto
esos ojos, y qué clase de ataduras impedían que brillaran por si solos (era como si la
esperanza que todos los niños llevaban al nacer se hubiera extinguido de pronto, sin
pasar por los años de ensoñación e idealismo irracional antes de entrar al mundo laboral,
adulto y aburrido; puede que tal vez nunca la hubiera tenido). Kyungsoo se quedó allí
tirado sin pensar en nada más que en el hombre que tenía al lado, llenándose de su olor,
que llegaba a su nariz gracias a la ligera brisa nocturna. En todos sus veinte capítulos,
Kyungsoo nunca había dado con alguien que le suscitara tanta curiosidad como Kim
Jongin.

Y entonces el ensordecedor sonido de un claxon en medio de la calle hizo que el chico de


la chaqueta a cuadros se levantara rápidamente, arrastrando con él a su amigo, tal y
como había hecho minutos (¿o tal vez horas?) antes para llevarlos hasta su posición en el
asfalto. Se apoyaron en la pared, jadeando por el ejercicio repentino y comenzaron a reír,
habiendo burlando la muerte (o una molesta lesión, si se le preguntara a Jongin).

Siguieron su camino hasta llegar a un gran sauce que escondía el camino de tierra que
dirigía al porche de la casa de Kyungsoo. Pasaron por entre sus hojas milenarias y
Kyungsoo fue sorprendido gratamente cuando el pelo perfectamente engominado de
Jongin sufría un par de modificaciones atroces. No pudo reprimir una risilla que no pasó
de ningún modo desapercibida por Jongin.

– ¿Te ríes de mí?

– ¿De quién si no? ¿Acaso crees que estoy loco?

Jongin respondió llevando sus dos manos al corto cabello de Kyungsoo, y empezó una
lucha por ver quién era el que terminaba más despeinado. Ambos reían infantilmente,
enzarzados en la pelea improvisada, hasta que de la puerta del número 6 de McKinley
Alley salió un hombre de metro ochenta, de aspecto robusto pero de expresión relajada.
El pelo gris dejaba adivinar una avanzada edad, aunque el hombre otorgaba a los dos
jóvenes una sonrisa de aspecto jovial.
– ¿Se puede saber qué hacéis, par de cafres?

– Ha empezado él – respondió Kyungsoo, ahora separado de Jongin, que se había


quedado rígido como una tabla ante la aparición de su padre.

– No empecemos, hijo. Tú eres el primero en empezar las bromas – el padre soltó un


suspiro y se acomodó los pantalones –. Anda, pasad, que es hora de desayunar.

Kyungsoo comenzó a subir las escaleras descorchadas, exentas de pintura blanca en


algunas partes y ligeramente redondeadas en el medio, hasta llegar a junto de su padre.

– ¿Tú amigo no viene?

– Son las doce de la noche, señor – informó Jongin, como si fuera un dato determinante.

– Sí, hijo, pero nunca es demasiado tarde para tomar tortitas. Ahora entra antes de que
los mosquitos invadan la casa.

Y así fue como Kyungsoo acabó recibiendo en su casa a Jongin, que comió tortitas con
salsa de arándanos casera en su casa mientras su padre contaba anécdotas de juventud,
alegre de tener público nuevo, bajo la luz de una mísera bombilla situada sobre la mesa
de la pequeña cocina.

Jongin se marchó más tarde, andando en la misma dirección por la que habían venido. Su
casa no quedaba en la misma dirección que la de Kyungsoo, pero este olvidó este hecho
mientras observaba a la esbelta figura caminar lejos de él.

2
En las siguientes páginas del gastado libro, Jenn fue descubriendo la amistad que poco a
poco se iba desarrollando entre el que suponía que era su abuelo y el tal Jongin. Datos
del pasado del mismo se aglomeraban en las hojas como si de datos científicos se
trataran, puede que en un intento desesperado de su autor de no olvidar. “Padres
exigentes” se leía en el margen de una página que contaba el día que habían ido a un
campo a leer e intercambiar impresiones de sus poesías favoritas de Audre Lorde con
Jongin. “Tiene clases de piano, latín e historia todas las mañanas” escribió su abuelo en la
esquina inferior derecha del tercer jueves de cine que contaba con la presencia de Jongin.

No fue hasta unas páginas de encuentros furtivos después que Jenn pudo leer todo lo que
su abuelo había experimentado su primera tarde de ballet, por cortesía de unas entradas
que había conseguido la familia de Jongin. Un pequeño boleto con las letras “Billy the Kid”
en negrita estaban acompañadas en el reverso de dicha hoja por un “le gusta el ballet;
sus padres solo lo ven como un entretenimiento necesario para su clase pero no una
afición a la que dedicarse completamente”.

Jenn tocó las letras en negro, observando la escritura irregular y desordenada que ahora
descubría su abuelo siempre había tenido. Notó que una lágrima bajaba por sus mejillas.
Se permitió un “te echo de menos, viejo”, antes de pasar de página y seguir leyendo. La
historia se estaba volviendo interesante. Al parecer, Kyungsoo y Jongin ya eran realmente
amigos.
Se acercaba el final del verano, y con él el inicio de la melancolía que Kyungsoo sentía
por tener que dejar de ver a la gente que conocía y con la que había compartido
prácticamente la totalidad de su vida. Pero el sentimiento angustioso esta vez se centraba
más en la persona que había conocido ese verano y se había hecho un hueco en su
mente (y en su corazón) rápidamente. No pasaba un solo día en que Kyungsoo no viera a
Jongin, no hablara con él o no le escribiera un carta (ambos habían empezado un extraño
intercambio de relatos, de modo que cada carta era un pedazo de la historia y cada uno
de esos locos por la literatura guardaba la mitad de la misma en el hueco más oscuro de
su armario, al recaudo de lectores no deseados).

Era un sentimiento agradable el que le proporcionaba la presencia del menor (había


resultado que Jongin no era mayor, y que en realidad había nacido un año después que
Kyungsoo, en el 28). Kyungsoo se había acostumbrado a la misma y ahora que estaba a
punto de acabar el verano, sentía miedo. La seguridad que le proporcionaba el cuerpo
moreno tumbado en un lado de su porche, leyendo verso tras verso en voz alta y clara, le
gustaba mucho, casi demasiado. Había algo en esa seguridad que le asustaba, porque
cuando no la sentía, se encontraba lleno de dudas y preocupaciones.

Decidido a no malgastar los últimos calurosos días del mes de agosto, aprovechó cada
una de las oportunidades de salir de casa que se le presentaba, ocupando la mente para
apartar preocupaciones sin sentido.

Una tarde de lunes, tras una de las jornadas en el aserradero más brutal de todo el
verano, habían decidido ir a tomar un refrescante baño al río. Kyungsoo había temblado
de miedo ante la imagen de la insegura cuerda gorda enganchada a un árbol, pero los
alaridos de sus amigos (y la sonrisa desafiante de Jongin) había conseguido que
finalmente diera el gran salto, consiguiendo nada más y nada menos que una rojez que
cubría toda su torso por el impacto repentino y perpendicular del agua en su piel. Ese día
Kyungsoo había regresado a casa acompañado por el eco de la risa de sus amigos (y un
Jongin con el pelo alborotado, todavía húmedo, y el torso al descubierto).

Había aprendido a conducir gracias a las clases de Jongin en la antigua camioneta de


James, una tarde asfixiante en la que todos habían decidido que lo mejor sería quedarse
debajo de un árbol a tomar té con hielo que el padre de Kyungsoo había preparado muy
amablemente en su casa. Gritos de “voy a morir” junto con “no sé para qué sirve esta
palanca, Jongin, no sé qué hace en el maldito vehículo siquiera” habían hecho reír a los
tres chicos que se refugiaban en el roble junto a la carretera abandonada. Las risas
socarronas se disipaban ante la pronunciación de “tranquilo Kyungsoo” y “es una palanca
de marchas y la estás utilizando mal”, pero eran tomadas para el conductor en
aprendizaje como insultos. Sin embargo, ya nada importaba porque iban a morir y el
maestro Smith iba a estar muy disgustado con su alumno. Pero entonces Kyungsoo había
podido cambiar a la segunda marcha sin que se le calara la camioneta, y los tres
perezosos del árbol se habían levantado vitoreando “aleluya, aleluya”. Para Kyungsoo
solo había quedado el recuerdo del roce de una mano apartando los mechones de pelo
de su sudado rostro y un susurro que pronunciaba un “enhorabuena, Kyungsoo”.

Cuando Kyungsoo era pequeño, se pasaba los veranos jugando con la gastada pelota de
cuero de Yixing. Tanto él como el resto de su grupo de amigos gastaban fuerza y energías
en las horas de deporte bajo el sol, siempre en un ambiente distinto. Los niños iban
cambiando y rotando entre los alrededores de las casas de los componentes de los
equipos. El juego favorito de Kyungsoo era el fútbol (y presumía de su dominio sobre
balón con sus pies).

Debido a la naturaleza salvaje de los pequeños de ocho años, era normal que la pelota se
desviara de su trayectoria ideal para dar con arbustos, troncos, farolas, perros, viandantes
y todo lo que se pudiera alcanzar con una esfera de quince centímetros de diámetro.
Común era también que unos avergonzados pequeños llenos de moratones y raspaduras
en las rodillas llamaran a la puerta de los vecinos para avisar de que la pelota se había
colado en el interior de su jardín, lo que les obligaba a dar la vuelta a calles enteras en
busca de la entrada principal de la casa y rogar por el perdón de los vecinos que habían
sido molestados.

Pero lo peor era cuando la pelota causaba algún estropicio, lo que generaba una deuda
que cada pequeño devolvía a sus padres con distinto tipo de interés. Y justo ese verano
del 35, la pelota negra de su amigo chino había entrado por la ventana cerrada del
número 15 de Elizabeth street. El estrepitoso ruido del cristal rompiéndose sonó para el
pequeño Kyungsoo como el castigo mismo, y todos tragaron saliva, la nuez que todavía
no era prominente subiendo y bajando. Se acercaron levemente para hacer un análisis de
los daños, y Kyungsoo vio que la cara de James era la muestra del fastidio más absoluto.

Por supuesto que todos sabían lo que significaba que la pelota de alguien cayera en
manos del vecino del número 15 de Elizabeth street, pero aquel grupo de niños todavía no
había caído en la mala fortuna de descubrirlo en su propia piel.

– Se te ha caído a ti, Kyungsoo, así que entras tú.

Kyungsoo maldijo a Yixing por lo bajo pese a saber que tenía razón. La regla no escrita
exigía que el último en tocar la pelota debía ir a buscarla, y así lo hizo el pequeño de pelo
negro, tocando el timbre para después girarse en busca de un poco de valentía en la cara
de sus amigos. Solo halló angustia y nerviosismo.

Los pesados pasos se podían escuchar desde el porche de la vivienda color marfil, y
Kyungsoo cerró los ojos cuando el pomo dorado se giró, no queriendo ver la imagen que
tras la mosquitera se iba a presentar.

– ¿Qué quieres? – preguntó la voz ronca y potente, tal y como el niño había escuchado
que era en montones de anécdotas durante las comidas en la escuela.

– L-la pelota... – la boca no le funcionaba y el cuerpo le temblaba del miedo.

– ¿La que ha roto mi ventana?

Kyungsoo no supo qué debía contestar a eso. “Sí, señor, esa misma, la negra”. “No,
señor, esa no es mi pelota, yo nunca haría eso”. “Tal vez. Dígame, ¿le ha molestado?”. El
trato de usted era esencial si quería salir vivo de aquella y con los molares de leche
intactos.
– Pasa a cogerla, hijo.

Kyungsoo se giró de nuevo. Todos sus amigos compartían la expresión de pavor absoluto:
sus caras eran un reflejo de la suya propia. Pero a lo hecho pecho, así que empujando el
marco de puerta con la mosquitera, se metió en la casa sin pensarlo dos veces.

En el interior olía a vainilla y a cerrado, como si nadie hubiera ventilado en años y se


hubiera dedicado a poner velas y más velas. Vio que el abuelo Smith (tal y como le
llamaban en las leyendas de los niños del barrio) se dirigía a la habitación situada a la
izquierda de la entrada. Kyungsoo le siguió y fue entonces cuando vio el lugar del crimen.
Cientos de trozos de cristal yacían en la alfombra colorida junto con el balón negro, que
destacaba entre los rosas, verdes y blancos.

– ¿Qué piensas hacer, hijo? – dijo el abuelo de nuevo, sentándose en la butaca marrón
que lo dejaba justo delante de la prueba del delito.

– Pagaré por el cristal, señor – dijo Kyungsoo nervioso y casi sin vocalizar.

– ¿Y cómo piensas hacer eso? – esta vez le faltó un “hijo” al pequeño.

– Usted dirá, señor.

Lo cierto era que si Kyungsoo volvía a casa con una queja de un vecino, exigiendo un
cristal nuevo, estaba seguro de que su padre le iba a colgar del sauce situado frente a su
casa y le iba a dejar morir allí. Así que la única solución era que al abuelo Smith se le
hubiera ocurrido la forma perfecta de pagarle (según las leyendas urbanas, sus castigos
ejemplares acababan en dedos que dejaban de tener sensibilidad y comenzaban a
sangrar sin parar y espalda que acababan con un dolor peor que el proporcionado por la
más bárbara de las torturas).

– Me vas ayudar todas las tardes de seis a ocho hasta que vea que has pagado tu deuda.
–Sí, señor – respondió, todavía temblando y con una voz baja, casi un susurro.

Y así fue como Kyungsoo salió ileso del primer encuentro con el abuelo Smith, con pelota
en mano y un suspiro de alivio saliendo de su boca.

– ¿Qué te ha pedido a cambio? – preguntó James una vez les dijo a sus amigos que iba a
ayudarle con algo para pagar su deuda.

Que Kyungsoo no supiera contestarle fue algo que les asustó a todos.

Jenn rió ante la infancia de su abuelo, recordando sus propios castigos de horas contra la
pared o sentada en una silla con la espalda recta y el semblante entristecido, para que
mostrara su arrepentimiento.

Siguió pasando las hojas, saboreando con sus yemas el papel envejecido.
– ¿Puedes decirme por qué nos estamos perdiendo una maravillosa tarde de sol para ir a
pudrirnos al interior de una casa?

– Porque no vamos a ir a cualquier casa.

– No me gusta esa sonrisa, Kyungsoo. Borra esa sonrisa de tu cara ipso facto. La última
vez que sonreíste así acabé bailando al ritmo del Professor Longhair con un vestido de la
novia de Takeru.

– ¡Oh, por favor! No pongas esa cara de perrito abandonado – replicó Kyungsoo mientras
le tiraba de una de las tersas mejillas. – Te encantó bailar al son del Mardi Gras en el
vestido rojo de lunares blancos favorito de Eveline.

– Sí, bueno – de nuevo esa sonrisa que tanto se dibujaba en los labios de Jongin desde
que Kyungsoo lo había conocido, ahora con un nuevo matiz travieso. – No sé decirte si
ella lo disfrutó tanto. Dios bendiga al whisky por impedir que se acuerde de eso.

Ambos siguieron riendo y andando bajo el abrasador sol de la tarde, compartiendo


recuerdos de la noche de fiesta de la semana pasada, de la apuesta y del baile.

– ¿Y cómo sabía yo que Takeru iba a ser capaz de conseguir una novia? – Jongin recibió
dos palmadas en su espalda al instante, con la risa de Kyungsoo de fondo.

– Cómo se nota que no nos conoces bien.


– Bueno, a ti sí – susurró el moreno.

Justo en ese momento, Kyungsoo vio el número 15 y se paró en seco. Cuando fue a
decirle a Jongin que ya habían llegado, se encontró con la mirada penetrante del menor,
en la que se hundió hasta que este decidió que deberían moverse o acabarían friéndose
en el pavimento. Segundos después de tocar el timbre, un anciano sonriente les recibió
con los brazos abiertos.

– ¡Kyungsoo! ¡Hacía tanto que no te veía! ¿Has crecido?

– Vine aquí la semana pasada, señor Smith – dijo Kyungsoo riendo.

– ¡Oh, claro! Perdona, hijo. Últimamente estoy de un despistado... – respondió el mayor


mientras se llevaba ambas manos a la cabeza.

– Lo sé, lo sé. ¿Se ha tomado las pastillas de hoy?

– Claro que sí, hijo. Sabes que nunca me olvido: una roja y dos azules. ¡Pero venga no os
quedéis en el porche! Pasad, pasad. ¿Quién es este amigo tuyo tan guapo?

– Soy Jongin, señor.

– Jongin... Me gusta ese nombre – dijo mientras miraba al joven de arriba abajo –. De
hecho, me gusta este chico. Asegúrate de tratarlo bien, Kyungsoo.

– Sí, señor Smith – respondió Kyungsoo sin saber realmente lo que debería decir,
escuchando cómo Jongin se reía por lo bajo –. Lo haré.

El sonido de una tetera echando humo llamó la atención de todos.


– Llegáis justo a tiempo. He hecho té.

Sentados en el salón que mucho tiempo atrás había sido víctima de una agresión con un
balón negro y desgastado, los tres hombres intercambiaron preguntas y respuestas,
siguiendo el habitual formalismo inicial a la hora de conocer a alguien. Pero la familiaridad
con la que trataba a ambos jóvenes el señor Smith hizo la charla mucho más amena y
familiar.

– ¿Sabes que Kyungsoo rompió esa ventana que está justo detrás tuya? – Jongin se giró
ante el comentario.

– ¿Ah, sí? – miró a Kyungsoo, sonriendo socarronamente –. No me habías dicho que


antes fueras un vándalo.

– Y de los buenos – respondió a Jongin, siguiéndole el juego, para después guiñarle un


ojo de forma pícara.

– Pues sí, ese chico tan arreglado que ves ahí fue una vez un niño travieso. Me gustaría
pensar que yo tuve algo que ver en el cambio.

– Por supuesto que la tuvo, señor Smith.

– Nada, que no me tuteas, hijo. Jongin dile algo a este niño, que a mí no me hace caso.

Jongin rió pero no dijo nada. Kyungsoo trató de defender que era todo un asunto de
respeto, pero para qué decirlo si el señor Smith olvidaría su comentario la semana
siguiente. Este hecho se le atragantó a Kyungsoo junto con su trago de té.

Comieron las pastas de té que había comprado Kyungsoo esa misma mañana en la
pastelería del pueblo, sabiendo que, como todos los miércoles, el señor Smith iba a
preparar té verde. Hablaron largo y tendido de asuntos varios, entre ellos, los libros de
poesía que Jongin estaba empeñado en leer ese mismo día. El señor Smith le había
enseñado a Kyungsoo gran parte de lo que sabía de literatura, y Jongin le cogió
rápidamente gusto a hablar con el anciano, tal vez porque disfrutaba de charlar con otra
persona con un conocimiento amplio sobre dicho campo.

Se despidieron dos horas después, tras innumerables galletas y varias tazas de té, con la
promesa por parte de Kyungsoo de acudir el siguiente miércoles, como siempre.

– ¿Cómo conociste al señor Smith? – preguntó Jongin nada más salir de la casa –. No me
lo habéis contado.

– Vaya, pensé que se te habría secado la boca de tanto hablar – ambos se rieron, hasta
que Jongin empujó ligeramente el costado de Kyungsoo con su codo.

– Dímelo. Hemos hablado de la vida íntegra de Tennessee Williams, pero sigo sin saber a
qué dedicaba su vida.

– Era sastre.

– ¿Sastre?

– Sí. El señor Smith era sastre. El mejor de toda la ciudad, el mejor de todo el condado
incluso. Y él me enseñó todo lo que sé.

Los ojos de Kyungsoo miraban al final de la carretera, pero el realidad estaban enfocados
en un pasado imaginado, con telas por todas las partes de un taller descrito por labios
arrugados durante años de adolescencia. La brisa del inicio del atardecer revolvió los
cabellos de Kyungsoo de una forma que a Jongin se le antojó juguetona, mientras el
rostro del joven se iluminaba ante los recuerdos.

Comenzó a narrar la historia ya casi olvidada entre sucesos de la adolescencia y una


relación que se había prolongado de tal manera a lo largo del tiempo que costaba ver el
principio de la misma. Porque, a diferencia de lo que sus amigos habían pensado,
Kyungsoo no iba a la casa del señor Smith a ser castigado, si no que iba a ayudarle a
coser trajes. El dolor intenso y mortífero en los dedos que tantos temían por culpa de las
leyendas contadas de oído a oído era real, tan real como las agujas y alfileres que
Kyungsoo se clavaba constantemente en su día a día como aprendiz de sastre. Su
espalda fue testigo del inmenso dolor de horas sentado cosiendo, o de pie al lado de un
maniquí cuyo cuello se situaba muy por encima de la cabeza del pequeño.

Porque había resultado que el señor Smith era un gran sastre del que todos se habían
olvidado, borrando el hecho en su memoria para sustituirlo por una imagen actualizada
del decadente abuelito. Y con ello, los niños de Donaldsonville no había sabido distinguir
un castigo ejemplar de las lesiones propias de un principiante en el arte de la costura, al
que muchos niños se habían iniciado gracias a Smith. Pero solo uno había logrado pasar
la iniciación con éxito y convertirse en algo más que un crío detestable que deterioraba su
jardín y su casa con sus juegos callejeros.

– Y así fue como me convertí en su discípulo.

– Vaya, Kyungsoo. Nunca lo habría imaginado.

– Todo cambia tan deprisa... La verdad es que el tiempo pasa volando.

– Pues corre antes de que nos alcance.

Y sin más dilación, Jongin cogió a Kyungsoo de la mano y comenzó a correr calle abajo,
rezando por llegar al río a tiempo para ver la puesta de sol. Kyungsoo sintió la brisa en su
cara, cada vez más caliente, y el punto de dolor que comenzaba a aflorar en su abdomen.
Los gritos alarmados y amenazantes no disminuyeron la velocidad del joven que
prácticamente remolcaba al otro. Llegaron cuando el cielo estaba todavía rojo, y
Kyungsoo tuvo que tragarse su enfado, porque la imagen era realmente preciosa. Pero
pese a la belleza del cielo, su mirada no paraba de rondar la brillante luz de Jongin, ahora
menos morena por las horas gastadas junto a Kyungsoo y no en una cara tumbona de
mimbre.

Kyungsoo se despidió de ese día pensando que la sonrisa de Jongin cegaba más que el
fulgor del ardiente sol. ¿Lo extraño? El calor le abrasaba el pecho, no los ojos.
Jenn no se dio cuenta que era de noche hasta que la oscuridad envolvía la ciudad de
Nueva Orleans por completo. Cogió la caja de madera que había desenterrado poco
tiempo antes y la volvió a llenar con su contenido original. La levantó con un poco de
esfuerzo y salió de la sastrería con ella bajo el brazo.

– ¿Qué tal ha ido la tarea, Jenn? – le preguntó su madre cuando llegó a casa por la
noche.

– Aún tengo mucho trabajo por hacer – respondió la veinteañera.

Lo cierto era que no había hecho nada y se había pasado horas y horas bajo la luz de la
bombilla solitaria leyendo el diario de su abuelo. Sabía que tenía solo tres días para vaciar
la sastrería, y que todo lo que estuviera dentro en el momento de la venta pasaría a ser
propiedad de otro, pero no podía parar de leer la historia. Así que esa noche de verano,
se quedó en vela, tumbada sobre la cama, con las sábanas al final de la misma, leyendo
el diario y disfrutando de la sandía cortada a la cena. Poco a poco se iba olvidando de su
tristeza, para centrarse en los sentimientos del autor de esa historia y protagonista
principal. Para sentirse como su abuelo.
El verano se acababa. Tan simple como eso. Takeru y él tenían los días en el aserradero
contados. Pronto James se iría, Yixing se marcharía a la universidad y Takeru... Takeru se
quedaría en Donaldsonville, porque su novia tenía toda su vida y familia en la pequeña
ciudad y no estaba dispuesto a abandonarla. Kyungsoo había reído al principio, acusando
a su compañero de idiota sin criterio, enamorado sin razón, pero entonces había visto a
Jongin por la tarde, en la camioneta de James, preparado para una nueva clase de
conducción, y se había sorprendido a sí mismo incapaz de preguntar qué haría Jongin
con su vida una vez el verano se acabara.

En una de sus largas tardes bajo los castaños, rodeados de rojos, amarillos y verdes,
Kyungsoo había visto una frase que le había dejado marcado. “Lo importante no es el
objeto de amor, sino la emoción en sí misma”. Kyungsoo siempre había considerado a
Gore Vidal como un hombre sabio, de interesantes ideas políticas, pero esa frase no la
había terminado de comprender. Y era sencillo porque él nunca había sentido el amor en
su piel, sino a través de la descripción que había deducido de montones de escritores y
sus obras.

Era fácil sentir un cosquilleo y una emoción ante citas de quinceañeros, que se conocen
en la feria en verano y no vuelven a coincidir hasta que sus madres les obligan a ir a la
tienda a por leche para el desayuno. Era sencillo sentirse atraído por un falda demasiado
corta, una cintura rodeada por un cinturón de tela o unos turgentes pechos cubiertos por
tela roja que se habría por el medio para dejar un escote a la luz de los ojos curiosos.

Para todos los demás era fácil, pero Kyungsoo se había sorprendido a sí mismo
interesándose más por la complexión de los hombres. Se había dado cuenta de que
miraba más a los hombres que a las mujeres cuando se sentaba en una mesa de Cypress
Cafe, junto a James y a Yixing, disfrutando del sol de verano y la ligera brisa de la tarde-
noche en Railroad Avenue. Lo que al principio había sido tomado por celos por un cuerpo
más alto, unos brazos más musculados o una mandíbula más marcada, pasó a ser
considerado atracción a medida que maduraba con los años.
Pero un chico de campo como él no sabía cómo se llamaba exactamente a lo que le
estaba pasando (había escuchado el celoso rumor de marujas que hablaban de atracción
entre hombres, pero siempre se desvanecían más rápido que el viento), por lo que,
sintiéndose como un bicho raro, había pasado a ignorar la atracción, el deseo y el placer,
dejando todo a las novelas románticas que compraba y leía a escondidas bajo las
sábanas de su cama.

Cuando creía que lo tenía todo controlado, que su vida pasaría sin altibajo alguno y sus
sentimientos dependerían únicamente de tragedias y comedias, había aparecido Kim
Jongin, y había despertado un interés que Kyungsoo sentía pocas veces. Al principio
sintió recelo, rechazo por alguien que aparece de pronto y sin aviso. Luego, simple
curiosidad por el chico de ciudad ante el deseo por saber más de alguien que parecía
tener unos gustos culturales similares. Luego la curiosidad se había convertido en
emoción: emoción por ver al menor, por compartir una historia emocionante, una canción
excitante o un libro espeluznante. Y por último, Kyungsoo había pasado a sorprenderse
cada vez que se fijaba en que los ojos de Jongin brillaban especialmente con la luz del sol
(y la del proyector de cine), que su morena piel era delicada como la porcelana y que sus
blancos dientes eran cada día más deslumbrantes.

Cuanto más lo conocía, más quería conocerle. Y lo que parecía que no tenía sentido, lo
tenía. Se sentía seguro cuando Jongin apretaba su mano derecha, posada sobre el
volante, y le decía que se tranquilizara, que lo iba a hacer bien y que no se iba a dar
contra un árbol como la última vez. Jongin le hacía sentir, le obligaba a hacerlo, y
Kyungsoo solamente podía aceptarlo.

Tal y como aceptó la noticia de Jongin una noche de cine.

– Me voy en una semana.

– ¿Tan pronto? – soltó Kyungsoo al instante, avergonzándose después por la rapidez de


la respuesta.

– A mi madre no le gusta que pase tiempo con vosotros, así que nos vamos a ir antes de
lo planeado.
Kyungsoo quería preguntarle por qué siempre cumplía lo que todos esperaban que
hiciera, por qué no se liberaba de una vez de las cadenas que le apresaban y oprimían y
volaba libre sin preocuparse por el qué dirán. Pero se iniciaría una conversación ya
mantenida numerosas veces antes, en la que el chico de campo no entiende las
responsabilidades del chico de ciudad para con su familia, y ambos acaban enfadados y,
de algún modo, descontentos con su situación. Una situación que no podían cambiar, o
contra la que evitaban luchar.

Las siguientes páginas del diario estaban repletas de un Do Kyungsoo confuso y


enfadado con el mundo por alguna razón que él mismo no llegaba a comprender. Por eso
fue que esa mañana al desayuno, cuando Jenn se vio obligada a dejar de leer y
enfrentarse a su familia un día más, le hizo una pregunta a su madre.

– Mamá, ¿el abuelo quería a la abuela?

La madre se quedó parada, y suspiró, observando el plato que estaba lavando, con los
ojos desenfocados, como si estuviera recordando algo del pasado. Las gotas caían sobre
el fregadero con un sonido ensordecedor de pronto.

– Claro que sí, hija. Como yo a tu padre.


Volvió al trabajo, y Jenn pensó que la pequeña mujer, con un delantal rosa rodeando su
cuerpo y guantes amarillos en las manos, parecía muy delicada, como si la vida le hubiera
gastado y le hubiera quitado toda esa esperanza que ella, como veinteañera, aún tenía.
Recordó los gritos en su casa y las discusiones habituales que ya funcionaban de música
de fondo y sonrió ante la ironía, hundiendo su cuchara en los cereales.

“El mejor amor es ese que nos despierta el alma y nos hace pedir más” había leído Jenn
minutos antes, y observando la delgada espalda de su madre, se preguntó si ella había
sentido algo así. Porque por lo que a Kyungsoo respectaba, estaba segura de que sí.

El eco del recuerdo de los gritos la acompañó el resto del desayuno.

Era un jueves de cine, pero ese día Kyungsoo sabía que faltaría uno de ellos en la sala. El
nuevo sitio que Jongin había ocupado a su lado durante todo el verano estaría vacío
porque su familia se iba esa misma tarde. Lo “mejor” de todo había sido que desde hacía
tres días (no era como si Kyungsoo los hubiera contado) ambos amigos no habían tenido
ningún contacto. Jongin no había visitado a Kyungsoo, y este le había aplicado
exactamente el mismo trato. James había insistido en que se vieran, tratando de tirar de
la cama a Kyungsoo, agarrando sus sábanas en un intento de apartarlo de su cárcel de
algodón, pero este siempre se excusaba con lo mismo. Necesitaba terminar el libro que
estaba leyendo.

– Es un puñetero libro de poesía, no sé qué le ves de bonito a la poesía – había dicho


James el martes, el miércoles y ese mismo jueves.
Kyungsoo necesitaba acabar el libro. Jongin se lo había dejado hacía un mes, y no lo
había empezado hasta ese lunes por la noche, cuando el insomnio había llamado a su
puerta y había decidido alojarse durante un par de días. El martes, Kyungsoo había
escuchado las gotas de lluvia chocar contra su ventana mientras continuaba pasando hoja
tras hoja, releyendo cuatro veces los mismos versos cuando se distraía en sus
pensamientos y con el humeante té a su lado, olvidado hasta que se enfriaba y Kyungsoo
tenía que recalentarlo (y así hasta cuatro veces).

Tenía que acabar ese libro. Tenía que devolverle el libro a Jongin, decirle que le había
encantado y discutir desde los puntos de vista de cada poema, como siempre hacía, y
finalmente despedirse para siempre. Tenía que dejar ese asunto zanjado, cerrar el
capítulo y mirar al futuro en la gran ciudad. Pero su cerebro se resistía, obligándole a leer
más lento de lo que nunca en su vida había leído, reflexionando sobre cada verso como si
fuera una fórmula matemática difícil de comprender. La irracional necesidad le llevó a casi
no dormir durante los tres días que duró su encerrona. Los ojos inyectados en sangre no
paraban de observar el libro.

“You are, and always have been, my dream.”

Cuando el jueves a las cinco de la tarde cerró la tapa roja del libro, suspiró y miró al
frente, con su espalda apoyada en el cabecero de la cama y el libro sobre sus muslos.
Sintió de pronto cierta angustia. Miró por la ventana. El sol brillaba con toda su plenitud.
Hacía calor. Le molestaba. No podía respirar. Las palabras de James se reprodujeron de
pronto en su mente. “Se va a las seis de la tarde, Kyungsoo. No seas imbécil y ven a
despedirte de él”.

Abrazó el libro. Tenía miedo. Las despedidas significaban un adiós. Estaba convencido de
que si no se despedía, podía significar que en realidad era solo un hasta luego. Que
cuando el viernes siguiente saliera a la calle, se encontraría piel morena, pelo negro,
dientes blancos y mandíbula afilada. No quería pensar en que no podría volver a hablar
de Tennessee Williams o a ver a Cary Grant a su lado.

Y lo que más miedo le daba era ser olvidado. Que para Jongin todo hubiera sido una
mera amistad de verano, y para él hubiera sido mucho más. “Lo peor de la distancia es no
saber si alguien te echa de menos o te ha olvidado” había leído Kyungsoo una vez, y vaya
si era cierto.
Se quedó mirando el sauce a la entrada de su casa, el mismo sauce por el que pasaban
Jongin y él cuando volvían tarde a casa y su padre les preparaba deliciosas tortitas con
salsa de arándanos. Los arándanos favoritos de Jongin eran los rojos, como las tapas del
libro que ahora sostenía en sus manos mientras agonizaba y se preguntaba qué hacer.

El sonido del reloj aumentó su angustia. Tic. Tac. El tiempo pasaba, los minutos corrían.
James, Takeru y Yixing estarían abrazando a Jongin. Los pantalones yacían olvidados
sobre los pies de la cama. Estarían haciendo una reverencia a su madre, y ella la estaría
devolviendo simplemente para ser cordial y mantener las apariencias (“como siempre
hace”, decía su hijo). Un pájaro se posó en el arce y empezó a cantar. “A veces me da la
sensación de que estoy en una jaula. Me pregunto si alguna vez fui un pájaro. No te rías,
Kyungsoo, estoy siendo serio”. Dientes deslumbrantes, carcajadas limpias. “¿Que pájaro
crees que sería?”. “¿Y qué más da eso?”. Resignación, suspiros. “Tienes razón”.

– Serías una golondrina – respondió Kyungsoo a nadie.- Porque tienes que volver a mí –
añadió con voz temblorosa.

Se levantó corriendo de la cama, vistiéndose como pudo, saliendo de casa con la


camiseta que llevaba vistiendo durante tres días. Agarró el libro con una mano y corrió
dirección Division Street lo más rápido que pudo. Llegó a la verja negra jadeando. Nunca
había sido un chico demasiado deportista y los años de sedentarismo le pasaron factura,
al menos eso pensó cuando tuvo que doblarse de dolor antes los puntos en su estómago,
apoyando las manos en sus rodillas y con el libro de tapas rojas bajo el brazo.

Miró hacia la casa blanca, apartando unos cuantos mechones para fijarse mejor. No veía
a nadie. La casa se había quedado sin vida alguna. Se acercó más, esperando ver que el
coche de los Kim todavía no había abandonado la vivienda, que había habido un
contratiempo de última hora y habían tenido que esperar cinco minutos más. Cinco
minutos más era suficiente. Pero no era así, y Kyungsoo se cayó al suelo, tal vez por la
extenuación, tal vez por la ansiedad, tal vez porque le temblaban las piernas y ardía el
pecho. No sabía exactamente cuánto de tarde había llegado, pero estaba seguro de que
podía escuchar el sonido de un motor en la distancia.

Las tapas del libro brillaban por la gran cantidad de insolación. Kyungsoo se sorprendió a
sí mismo odiando la luz, odiando la brillantez del dramático momento, mientras esperaba
sobre el arenoso suelo, preguntándose qué debía hacer. Sintió que tenía un punto en la
garganta que le dolía tremendamente, y su mandíbula pareció contagiarse de dicho dolor.
Sin embargo, sus ojos permanecieron tal y como estaban.

Se levantó resignado, sin saber qué pensar, sin saber qué decir, con la esperanza muerta
en algún lugar de su interior. Las cosas no pasaban así en los libros. La gente era feliz, la
lluvia acompañaba las escenas tristes y los besos culminaban el drama.

Miró a su alrededor. Ya no quedaba nada. Takeru no estaba, Yixing no estaba, James no


estaba.

Jongin no estaba.

Volvió a casa a un tercio de la velocidad inicial, andando sin ganas, con los brazos
muertos a sus lados y el libro rojo aguantado por una mano que casi carecía de fuerza ya.
Entró en su casa y oyó que su padre le decía algo desde la cocina, pero no escuchó
porque su mente se encontraba a kilómetros de ese lugar. Se adentró en su habitación, se
sentó en la silla (todavía con unos pantalones que ni se molestó en apartar) y cogió su
pluma.

Escribió disculpas improvisada en palabras impersonales, como si Jongin nunca hubiera


formado parte de su vida, como si solo fuera ese primo lejano al que se veía una vez cada
milenio en una comida familiar. Puso el punto y final y firmó en la hoja que más tarde
introduciría en el libro. El libro se quedó sobre el escritorio mientras Kyungsoo lo evitaba
como si fuera el portador de un virus, hasta que al día siguiente lo metió en un sobre y lo
llevó a la oficina de correos.

Cuando salió del edificio, el sol volvía a bañar Donaldsonville de luz y calor. Kyungsoo
miró al despejado cielo y entrecerró los ojos ante la claridad. Sobre las escaleras de
piedra caliente, a las doce del mediodía de un viernes de agosto de 1947, decidió que era
mejor olvidar que ser olvidado. Decidió que pasaría de página y que no volvería atrás
nunca más. Se centraría en el futuro, en su sueño, en seguir día a día.

En olvidar día a día.


“PD: y si en algún lugar lejano, en tu nueva vida, nos volvemos a encontrar, te sonreiré”

3
Las horas pasaban en la sastrería y Jenn seguía con el diario sobre las piernas. Era
incapaz de apartar su mirada de las hojas blancas, llenas de garabatos, frases, palabras y
recuerdos, escritos a tinta, imborrables pero estropeados debido al paso del tiempo. Tenía
solo dos días más para vaciar la sastrería de su abuelo y no se veía capaz de levantarse
del suelo.

Frotó sus cansados ojos, notando la humedad de los párpados en sus dedos. Dejó el
diario dentro de su bolso, donde lo había llevado durante todo el camino hasta la tienda.
Se levantó del suelo y miró a su alrededor: debía ordenar todo aquello. Soltó un suspiro y
ató su pelo en una coleta.

–Manos a la obra – dijo mientras empezaba a quitar cosas de los estantes.


Jenn trabajó durante seis horas seguidas, hasta que le dolían las manos y la espalda y
casi no era capaz de andar, pero por muy ocupada que estuviera no era capaz de sacar
de su mente la historia de su abuelo. De camino a casa se preguntó cuantas de esas
historias se habían olvidado y perdido ante la ausencia de un diario con palabras eternas
que las recordara.

Do Kyungsoo recordaba 1947 como el año en que Christian Dior introdujo su primera
colección de alta costura, presentando al mundo su famoso traje Bar (chaqueta entallada,
hombros caídos, falda majestuosa). También fue el año en el que el piloto estadounidense
Chuck Yeager rompió la barrera de sonido a bordo de un Bell X-1 y se estrenó “Un tranvía
llamado Deseo”, de Tennessee Williams. Pero el recuerdo que más mella hizo en su
memoria fue el verano de ese mismo año, en el que había vivido su primer amor sin él
saberlo.

Los años le dieron la experiencia que necesitaba y que le había faltado cuando había
conocido a Kim Jongin. La emoción que había sentido por su amigo, las ganas de
conocerle, de saber más de él y de pasar a su lado las calurosas tardes de verano habían
sido recordadas y consideradas como algo más a medida que algún que otro amante
pasaba por sus sábanas. “Es amor bien pobre el que puede evaluarse” había dicho
William Shakespeare en una de las obras que había leído en uno de los largos viajes de
Donaldsonville a Nueva Orleans. Kyungsoo se había sentido extrañamente identificado
con esa frase. Era por eso que no sabía exactamente qué estaba pasando con Jongin,
por qué sentía tanta curiosidad, por qué se había quedado destrozado sin su compañía.
Ahora, a sus 26 años, Kyungsoo miraba el mundo con otros ojos. Poco a poco iba
olvidando lo malo del pasado, quedándose con los buenos recuerdos, guardándolos en su
interior celosamente. Era ahí donde estaba Jongin y su verano juntos, donde guardaba
sus sentimientos juveniles, la emoción incipiente y la atracción inocente. Reía cada vez
que recordaba cómo se ponía nervioso cuando sus manos se rozaban, o su corazón daba
un vuelco cuando Jongin le abrazaba (aunque fuera para levantarle del suelo y tirarle al
río “de una maldita vez”).

A veces se pasaba tardes enteras delante de la seda, dibujando el patrón sobre la fina
tela, pensando en el pasado y riendo por los momentos ahora solo vivos en la memoria.
En muchas ocasiones, acababa con los ojos llorosos, tal vez por los ataques de risa
repentinos, o tal vez por el vacío que había sentido después de fallar en su misión de
devolverle el libro de poesía a su amigo.

Pero dicen que el tiempo cura, y Kyungsoo sentía que estaba curado. Ahora tenía una
nueva vida. Nueva Orleans se había mostrado preciosa desde su llegada. El esfuerzo de
modernización de los años 20 había hecho mella en la ciudad y las calles estaban como
nuevas. Las hermosas casas, uno de los objetos de adoración por parte de Kyungsoo
cuando había llegado a la ciudad, eran cada día más numerosas. Coches brillantes
circulaban por las calles, niños sonrientes jugaban en los parques y señoras cotillas
hablaban en las mesas de los cafés. Y qué decir del jazz, que sonaba a todas horas en la
hermosa Nueva Orleans.

Kyungsoo había conseguido finalmente cumplir su sueño de ser un sastre, abriendo su


negocio en Royal Street, en el Cuarto Francés, justo al lado de un restaurante italiano. El
pequeño comercio se erguía ahora orgulloso tras seis años desde su creación, y su dueño
no podría estar más contento.

Todo era perfecto.


Jenn se tiró sobre su cama. El cuerpo le dolía por completo y estaba segura de que
tendría ampollas en las manos al día siguiente. Pero debía seguir leyendo, así que la
sugerencia barra orden que había recibido de su progenitora para descansar y dormir iba
a tener que esperar porque el diario de su abuelo estaba en la bolsa y Jenn no podía
esperar más.

Tenía sueño, sí. Estaba cansada, también. Pero la emoción que le provocaba saber el
final de esa historia no le dejaba dormir, aunque también pasaba las páginas con temor,
saboreando la historia con cierto miedo al final. Le recordaba al día que había recibido la
carta de su universidad y le había dicho a su madre que le leyera en su lugar. Deseaba
que alguien le dijera si era un final bueno o malo, porque así sabría a lo qué atenerse.

Pero estaba sola en eso, así que cogió el diario y se volvió a sumergir en la lectura.

Los seis años que habían pasado desde la despedida de su abuelo con Jongin (sin “el
tal”, porque Jenn ya sentía que lo conocía tanto como su abuelo) habían sido narrados de
forma rápida, apresurada, como haciendo un salto temporal dejando un delgado hueco
para recuerdos y reflexiones repentinas e improvisadas. Pero entonces llegó el verano del
53 y segundos volvieron a ocupar hojas enteras.
Kyungsoo se había levantado esa calurosa mañana de julio con la misma sonrisa de
siempre. Le agradaba el verano porque el sol le recibía cuando se levantaba y las calles
estaban más vivas cuando iba a su trabajo. Cogió su café habitual en el Café du Monde,
un acogedor bar en su misma calle, Burgundy Street, y el pequeño Charlie le dio su The
Magnolia Times a cambio de unos cuantos centavos.

Una de las cosas que más le gustaban a Kyungsoo de ir por la calle disfrutando del
pausado rumor de la ciudad era ver a la gente y preguntarse a dónde irían. Si bien no
había demasiada gente a esa hora, era más que en invierno y suficiente para él.
Kyungsoo solía ver a una pequeña niña, con un vestido de un color diferente cada día
pero siempre igual en forma, paseando a su perro (un pastor alemán enorme pero de
aspecto tierno). También solía encontrarse con unos cuantos trabajadores que como él
iban al trabajo, corriendo para coger el tranvía a falta de un coche, y unas amas de casas
que acudían a la tienda a por provisiones para el típico desayuno sureño: casi se podían
oler los huevos sardou y las torrijas.

Kyungsoo llegó a Royal Street justo cuando su café se había acabado, y lo tiró sin más
miramiento en la papelera que había cerca de la entrada de su humilde tienda.

–Buenos días, señor Do – le saludó con un fuerte acento italiano el camarero del
restaurante de al lado.

–Buenos días, señor Macario – respondió Kyungsoo con una sonrisa.

–Hace hoy un día maravilloso, ¿verdad?

–Sí que lo hace – respondió Kyungsoo mirando al cielo, feliz por escuchar un día más la
frase propia del señor Macario.

Se despidió inclinando un poco la cabeza al mismo tiempo que levantaba ligeramente el


sombrero de su cabeza, dando los buenos días a la señora Macario, una hermosa dama
vestida con un vestido de la moda prêt-à-porter, con cuello halter, cintura estrecha y falda
ancha. Kyungsoo se quedó con el color rojo de sus labios, que hacía que las flores rojas
de su vestido blanco destacaran todavía más.

“Las damas de está ciudad saben cómo vestir”, pensaba para sí mismo a medida que
subía las escaleras. Recordaba al mismo tiempo la mujer de pelo moreno ensortijado que
había visto la noche anterior, mientras bebía whisky en el porche de su amigo Baekhyun.
La mujer llevaba un jersey de cuello vuelto negro, unos pantalones de corte estrecho y
unos zapatos de tipo ballet. Tenía una clase que Kyungsoo había visto en pocas mujeres
de su ciudad, y había dejado a ambos hombres encandilados con su aroma, que
recordaba al perfume Chanel nº5 (tal vez un regalo de un novio soldado).

–Buenos días, maestro.

A Kyungsoo lo volvió a sacar de su trance alguien deseándole los buenos días. Esta vez
era una voz más infantil, menos robusta, al igual que la persona que se lo estaba
diciendo: esta vez no era un alto y moreno italiano, sino un pequeño y delicado niño de
piel blanca como la leche.

–Buenos días, Sehun.

Kyungsoo abrió la puerta con su llave y dejó que el pequeño entrara primero. El niño de
14 años cogió el sombrero que entonces estaba en la mano de su maestro y lo dejó en el
perchero de caoba de la entrada, poniéndose de puntillas para poder alcanzar el lugar
indicado. Kyungsoo sonrió.

–Todavía te queda beber mucha leche para poder crecer.

–Pero ya le he dicho al lechero que traiga más leche y dice que no quiere – protestó
Sehun en todo infantil y con un ligero puchero en sus carnosos labios.

–Poco a poco, pequeño – dijo Kyungsoo mientras revolvía con su mano los castaños
mechones del niño y sus recuerdos del Luhan de Donaldsonville le volvían a la memoria.
Oh Sehun pertenecía a una familia humilde que también vivía en el Cuarto Francés y
había llegado a Nueva Orleans debido a la emigración masiva de matrimonios coreanos
en los 50 como producto de la guerra. Kyungsoo se había encontrado un día de invierno
al salir del trabajo a una pequeña figura, de no más de metro cincuenta y cinco, sentado
en las escaleras que llevaban al portal de su lugar de trabajo. Era temprano todavía, las
cuatro de la tarde según recordaba Kyungsoo.

–¿Que haces aquí tú solo, pequeño?

–Mis padres están trabajando.

–¿Y no deberías ir a la escuela?

–No.

Así habían pasado varios minutos, Kyungsoo preguntando y el niño enfurruñado


respondiendo de forma cortada. Minutos que se convirtieron en horas y que hizo que
Kyungsoo lo ofreciera al niño un helado antes de ir a casa cuando el sol se comenzó a
ocultar. Fue entonces cuando descubrió que se llamaba Sehun y que le gustaba el color
azul. También fue el momento en el que vio al menor sonreír. La expresión de su cara
parecía forzada, como si los músculos de su cara no estuvieran realmente preparados
para una sonrisa, pero Kyungsoo vio dientes blancos y una pequeña lengua roja siendo
mordida y se contagió.

–¿Qué es lo que tenemos que hacer hoy, maestro?

El pequeño se había empeñado en llamarle maestro cuando empezó a aprender de él, y


Kyungsoo no lo evitó porque no lo veía realmente como un problema.

–Tenemos que terminar el traje del señor Jenkins.


–“Pasará a recogerlo a las siete” – leyó Sehun del gran libro donde apuntaban todos los
pedidos.

–Debemos apresurarnos pues.

Sehun emitió una risita traviesa y empezó a buscar el material necesario para la
manufactura del traje. El niño había estado con él solo un año, pero Kyungsoo sentía
como si hubiera estado allí toda su vida. Realmente sentía que era como su hijo.

Uno de los muebles favoritos de Jenn era el perchero de la entrada, pero este tuvo que
ser destruido por culpa de las termitas cuando su abuelo todavía vivía. Suspiró resignada
cuando los empleados de la empresa de mudanzas comenzaron a mover los muebles sin
darles mayor importancia.

“No tiene ni idea de lo que han vivido esos muebles”, pensaba la joven. “No tienen ni idea
de la de sangre, sudor y lágrimas que se han vertido en esas mesas. No saben que los
diferentes rasguños de la madera no fueron hechos solo por tijeras o alfileres.
Desconocen que los muebles han sido los testigos de una historia que convirtió a dos
hombres simples en dos hombres que amaron con toda su alma”.
Tal vez Jenn se estaba adelantando a los acontecimientos ya que Jongin aún no había
vuelto a aparecer, pero guardaba la esperanza porque todavía quedaban páginas del
diario escritas. Tal vez se estaba precipitando. Tal vez no.

El 4 de julio Kyungsoo se levantó sonriente. Ese día no necesitaba coser hasta que
perdiera el tacto en las yemas de sus dedos. Ese día no necesitaba trabajar. Lo único que
hizo fue coger dos botellas de vino que había comprado el día anterior, una botella de licor
que guardaba para ocasiones especiales (su amiga Josephine iba a hacer tarta de
manzana, y eso sí que era una ocasión especial) y la cesta con la comida que había
preparado esa misma mañana.

La celebración se iba a realizar en el City Park, una enorme explanada llena del árbol
representativo de Nueva Orleans, el ciprés, junto con otras hermosas y frondosas
especies. En el tranvía, Kyungsoo se encontró con su buen amigo Baekhyun, leyendo un
artículo sobre los premios de la academia de ese año.

–¿Que haces leyendo un artículo de mayo? – fue el saludo de Kyungsoo.

–Encantado de verte a ti también, Kyungsoo – respondió Baekhyun con una sonrisa


resplandeciente –. El suceso que tanta congoja te provoca tiene que ver con mi
desconocimiento sobre los ganadores de esta edición. Mi editor casi me corta la cabeza
ayer por no saber que Gary Cooper ganó el premio a mejor actor principal. ¿Acaso es tan
importante la vida de esas personas?
–Sí, desde que ganan un premio tan importante y la gala en la que lo hacen es televisada
por primera vez en la historia. Ha sido como el acontecimiento del año, Baekhyun.

–Tonterías. La única persona a la que interesará en el futuro será a un ratón de biblioteca


obsesionado con el cine.

–¿Entonces lo estás leyendo simplemente porque tu editor te ha mandado que lo hagas?

–Claro que no. Deberías saber que yo soy un hombre de principios – dijo con retintín en
tono de molestia –. Lo estoy leyendo porque no puedo quedarme sin saber los ganadores
de unos premios que me importan más bien poco porque el cine destruye la literatura con
sus imágenes, ya que construyen a un espectador que carece de imaginación o
creatividad. También porque aparece una foto de Gloria Grahame.

Kyungsoo decidió no decir nada más al respecto y preguntarle a Baekhyun sobre algún
libro que estuviera leyendo en ese momento. Tuvo que aguantar una hora de Farenheit
451 y cómo nadie iba a recordar esa historia en el futuro por ser demasiado disparatada.

Llegaron a la explanada en la que se iba a desarrollar el evento. Montones de manteles


estaban extendidos en el suelo y las familias se sentaban en círculo, compartiendo la
deliciosa comida que llenaba el ambiente con su olor. Aunque lejos del hogar familiar,
Kyungsoo también había encontrado a su pequeña familia. Por una parte estaba
Josephine Liu, una hermosa y elegante dama que acostumbraba a vestir pantalón
únicamente, aunque alguna vez había sido convencida para ponerse un vestido (pero solo
si era de la línea H). Baekhyun era el amigo con el que se podían hacer estupideces un
minuto y al siguiente compartir largas charlas sobre el sentido de la vida. Por último,
Sehun también se incluía en el pequeño grupo, ya que su familia estaba demasiado
ocupada como para asistir a la celebración.

Kyungsoo era como el hermano grande de todos, huérfanos de algún modo por la falta de
atención de sus familias o el deterioro de las relaciones con ellas, como en el caso de un
escritor que se había fugado de casa para perseguir su sueño y no había muerto de
hambre de milagro (dicho personaje respondía al nombre de Byun Baekhyun y era un
bajito moreno y sonriente en exceso).
–He hecho judías rojas con arroz – dijo Baekhyun mientras sacaba un plato de su cesta.

Todos miraron la bandeja, con demasiado líquido y arroz y muy pocas judías. “¿Es eso
comestible siquiera?”, susurró Sehun, a lo que Kyungsoo tosió incontrolablemente,
tratando de ocultar su sonrisa.

–Tenéis que admitir que he mejorado mucho en la cocina, desde el gumbo de hace tres
años.

Todos reprimieron una arcada ante el recuerdo de dicho alimento, si podía llamarse así.
Kyungsoo cogió una de las cucharas traídas por Josephine y se llevó a la boca unas
pocas judías y mucho arroz mientras todos le observaban. Por suerte, el arroz estaba
hecho; sin embargo, a las judías todavía les faltaba mucho y la salsa no tenía la
consistencia que debería, pero nadie le había enseñado a cocinar al amateur de su
amigo, así que sonrió diciendo “qué rico”. La sonrisa del moreno hizo que el extraño sabor
que el plato había dejado en su boca se viera recompensado.

Continuaron comiendo y hablando, disfrutando de los maravillosos platos que Kyungsoo


había preparado gracias al libro que le había comprado a Mamá Chull, la hechicera de la
ciudad (y una viejecita encantadora). El plato fuerte llegó con el postre, cuando todos
pudieron saborear la rica masa de la tarta de manzana y su interior tierno con un ligero
toque a canela. Sehun pudo gastar su tarde jugando con la cometa de un niño rubio de
grandes y curiosos ojos azules que se ofreció a dejársela un rato (a lo que él respondió
con esa sonrisa que parecía forzada pero que al mismo tiempo no era forzada). Baekhyun
abrió su libro y se dispuso a citar en alto las oraciones que más le llamaban la atención,
destacando la genialidad del autor.

–¿No decías que el libro era demasiado disparatado?

–Disparatadamente genial, diría.

Kyungsoo rió mientras su amigo seguía absorto en la lectura, usando sus muslos a modo
de cojines. “Escritores, quién los entiende”. Miró a su alrededor y vislumbró a Josephine
hablando con un grupo de chicas que llevaban elegantes vestidos de colores vibrantes y
estaban sentadas sobre una manta de cuadrados rojos y blancos. Todas soltaban grititos
y hablaban en voz baja. Los rumores se extendían entre las mujeres de Nueva Orleans
como el polen por el aire en primavera.

Observó a los distintos grupos de gente y distinguió al señor Macario junto a su extensa
familia, todavía en aumento, y lo saludó alzando su mano derecha. Reconoció a algunos
clientes de su sastrería y disfrutó la ligera brisa relajadamente, observando a la gente e
imaginando cómo serían sus vidas, al cobijo de la sombra del alto ciprés que se erguía
orgullosamente tapando su mantel.

Se quedó mirando la trayectoria de la cometa del niño rubio, hasta que una ráfaga de
viento especialmente fuerte la mandó directamente contra la copa de un árbol. Kyungsoo
vio a Sehun girarse repentinamente, con cara de susto, mirando a su maestro como
pidiendo clemencia. El sastre se levantó del suelo pese a las quejas de Baekhyun de que
necesitaba un apoyo y fue a ayudar a los dos chicos. Tocó el hombro del treceañero como
para indicarle que realmente no pasaba nada, que no le iba a comer, y este se relajó
instantáneamente. Sehun siempre parecía preocuparse por todo demasiado, como si
cada vez que hiciera algo mal fuera a ser castigado severamente.

Por suerte, la cometa no había acabado en un árbol demasiado alto, pero sí que se
situaba a una altura de unos tres metros. Kyungsoo miró a los dos niños, que dirigían sus
tristes ojos desilusionados a la cometa. Tragó saliva y sacó todo el coraje que pudo para
trepar el árbol, sin pensar en lo que estaba haciendo. Cuando ya estaba casi en la rama
indicada, escuchó gritos de ánimo de niños curiosos que se habían acercado ante la
extraña imagen de un hombre adulto ayudando a coger una cometa de un árbol. Ignoró el
hecho de que le temblaban las manos y le estaba empezando a faltar la respiración y
siguió subiendo. “No mires abajo, Kyungsoo. No mires abajo”.

Cuando hubo llegado al lugar en cuestión, Kyungsoo solo tuvo que empujar la cometa con
un poco de fuerza para que las hojas la soltaran de su agarre y esta acabara de nuevo en
manos del rubio y el moreno que tenía por aprendiz.

Ahora llegaba la parte complicada. Bajar. “No mires abajo”, se repetía a sí mismo al
mismo tiempo que miraba arriba, pero así era imposible que pudiera volver a su amada
tierra. Cerró los ojos tratando de pensar qué hacer, pero sentir sus pies colgando hacía
que su respiración se acelerase y una capa de sudor se empezara a formar en su frente.
–¡Salta! ¡Yo te cojo! – gritó una voz grave.

Voz grave. Kyungsoo abrió los ojos de pronto y miró abajo para cerciorarse de que no se
había imaginado la voz, dando lugar a que se mareara por la altura y cayera de la rama
como un fruto maduro. Colisionó con un cuerpo, llevándolo consigo al suelo. Durante unos
segundos estuvo como ido, sin saber exactamente qué había pasado, hasta que escuchó
un gemido de dolor que no venía de su boca y notó en su cintura unas manos que no eran
las suyas. Se incorporó rápidamente, apartándose del cuerpo ajeno como si el contacto le
quemase. Se puso de rodillas al lado del hombre tumbado, y cuando confirmó quién era
se vio incapaz de ponerse de pie. Las piernas le temblaban.

–Hola, Kyungsoo.

Todo el cuerpo le temblaba.

Sonrisa amplia, piel morena, ojos marrones.

–¿Jongin? – preguntó en un hilo de voz.

4
La escritura de esas páginas era más irregular de la habitual, muy turbulenta, como si
algo molestara a la persona que escribía. Jenn sintió miedo mientras se acurrucaba en el
sofá de la sastrería que los chicos de la mudanza no se habían podido llevar ese día.
Ahora solo le quedaba un día, pensó desesperada mientras se ovillaba más, tapándose
con su chaqueta vaquera. La mañana siguiente se llevarían los muebles que quedaban. A
la tarde, la sastrería dejaría de pertenecer a su familia.

Sin embargo, Jenn se sorprendió a sí misma sintiendo cada vez menos pena pues la
historia escrita en el diario estaba absorbiendo en esos momentos todos sus sentimientos
y atención. No había espacio para sus recuerdos, pues en su memoria ahora comenzaba
a latir con fuerza una ajena.

Kyungsoo había prometido en tinta negra que sonreiría si se volvía a encontrar a Jongin
en el futuro, que le felicitaría por su nueva vida y de nuevo sus caminos se separarían,
dejándolos a ambos con un sabor a añoranza, a recuerdos, a una vida que nunca
pudieron tener (y que incluso hoy en día no podrían). Se había prometido que se lo
presentaría a Baekhyun como un “viejo amigo”, y le diría que tenía un sastrería y que
había cambiado mucho del apretón de manos que les separaría finalmente.

Pero no fue capaz y, de nuevo con Jongin, nada salía según lo planeado. En el momento
en que Kyungsoo se dio cuenta de dónde estaba, se levantó como empujado por un
resorte y salió corriendo. Corrió todo el trayecto hasta su casa, recibiendo miradas
extrañadas, mientras sentía que su pecho se quemaba y sus piernas temblaban. Dejó
atrás todo: la comida, la cómoda sombra del mantel, sus amigos... Jongin.
Cuando hubo estado dentro de su hogar, se apoyó en la puerta de la entrada y dejó que
su espalda se deslizara por el fresno barnizado hasta sentarse en el suelo. Miró las
baldosas que se dejaba ver por encima de sus rodillas y suspiró costosamente, notando
que se le hacía difícil que el aire entrara en sus pulmones. La garganta le dolía y los ojos
le quemaban. Las manos le sudaban.

Esa noche no pudo dormir.

La mañana siguiente, el café con leche habitual se convirtió en un café doble ya que sus
ojeras también se habían duplicado. Kyungsoo no se fijó esa mañana en Charlie cuando
le dio sus centavos diarios, ni en la niña y su perro, los trabajadores ajetreados o las amas
de casas comprando. El camino de Burgundy Street a Royal Street fue hecho de forma
automática, porque la cabeza de Kyungsoo estaba en un lugar muy lejos (concretamente,
en el verano del 47).

Tiró el café a la papelera de siempre y subió las escaleras con parsimonia. Hoy tenía que
entregar dos trajes, recordó mientras sacaba las llaves. Por suerte para él, ya los había
terminado. Por desgracia, eso haría que no tuviera nada que hacer. Así que hizo lo único
que se le ocurría para ocupar la mente: ordenar.

Sehun entró en medio de la revolución del desorden ordenado. Rollos de telas estaban
esparcidos por todo el suelo mientras Kyungsoo cambiaba los maniquís de sitio. El
almacén y taller de la tienda era una absoluta locura, tanto como la maraña de
pensamientos que rondaban la cabeza del maestro en ese momento.

“Lo peor de la distancia es no saber si alguien te echa de menos o te ha olvidado”. Los


hilos deberían ser ordenado por colores para facilitar su búsqueda y utilización. Kyungsoo
no sabía si Jongin le había olvidado. Las telas estaban ahora al fondo de la habitación.
Habían pasado seis años y la probabilidad de que esos meses no hubieran significado lo
mismo para Jongin era algo que no le gustaba pensar. Cogió las diferentes reglas y las
llevó junto a la mesa.

Tal vez Jongin no sentía nada. Las tijeras deberían estar en la mesa de corte.

Tal vez ya no eran nada y nunca lo habían sido. Había que recolocar la estantería.

Los pensamientos pararon cuando ambos cayeron rendidos en las sillas del almacén,
jadeando por el trabajo repentino en el caluroso día de julio. Sehun fue a comprar
limonada, siendo despedido de la tienda por el dulce sonido de la campana de la puerta.
Kyungsoo se quedó sentado, con los recuerdos de nuevo cerniéndose sobre su memoria.
Miró sus manos, notando los callos de sus yemas y los rasguños producidos por el deseo
repentino de orden. Estaban envejecidas, como sus recuerdos, pero al mismo tiempo el
sentimiento seguía allí, vivo.

Todo era perfecto. Y entonces había llegado Jongin para abrir heridas del pasado. Tal vez
era culpa de Kyungsoo, por no olvidar después de tantos años. Tal vez no había pasado
página. Tal vez pensaba que lo había hecho y en realidad había dejado un marca páginas
para en el futuro recordar dónde se había quedado.

La campanilla volvió a sonar, interrumpiendo su voz interna, y decidió levantarse para


ayudar a Sehun con la botella de limonada. Pero resultó que no era Sehun, sino un
cliente. Pero no cualquier cliente.

–Buenos días.
Voz grave, sonrisa amplia, piel morena, ojos marrones. Déjà vu.

“Los poetas a menudo describen el amor como una emoción que no se puede controlar,
que escapa de la lógica y del sentido común. Es algo que no se planea y que una vez que
ocurre hace que algo raro y hermoso sea creado”.

Una de las primeras lecciones del señor Smith había sido el uso de la cinta métrica para
tomar medidas. Su maestro siempre apuntaba dichas medidas en hojas aleatorias,
haciendo que luego se perdieran y tuvieran que volver a tomarlas una vez el traje estaba
a la mitad. Era por eso que Kyungsoo había tenido a lo largo de esos seis años una libreta
para apuntar los centímetros de las caderas de sus clientes o los brazos de los mismos.
Cada página era encabezada por un nombre, que representaba al dueño de dichas
medidas.

Kyungsoo no estaba preparado para poner “Kim Jongin” en el espacio que seguía a
“Nombre”. Era algo que nunca se le había pasado por la cabeza. Se habían separado sin
saber realmente a dónde iba a ir la familia de Jongin, habiendo hablado únicamente del
sueño del mayor. A Kyungsoo se le ocurrió que el destino tenía un curioso sentido del
humor.

Sus manos temblaron durante todo el proceso. La cinta métrica se le escurría de entre los
dedos sudorosos. Jongin estaba de pie sobre el pedestal en el que los clientes realizaban
las pruebas, viéndose reflejado en el espejo situado delante de él. Su acompañante (un
hombre más bajo que él y una sonrisa más potente) se había sentado en el sillón de
cuero marrón. Kyungsoo apuntaba los datos con números irregulares, deseando que
acabara pronto esa tortura improvisada.

–Ya está, señor.

Su voz también tembló, pero después de rodear con la cinta blanca el cuerpo de Kim
Jongin, no sabía cómo no podría estar temblando.

–Gracias, Kyungsoo. Confío en usted.

El “usted” le dolió a Kyungsoo, pero él también había utilizado un trato cortés, como si
ambos fueran meros conocidos recientes. Tal vez ambos seguían teniendo esa relación
de complicidad. Tal vez Jongin había olvidado su verano, su amistad. Tal vez Jongin sí
había pasado página. Kyungsoo decidió que o dejaba de pensar en los “tal vez” o
acabaría con una jaqueca terrible.

–Estará terminado para la semana que viene – recitó con voz monótona, automática.
Sus ojos escapaban de los de Jongin, por lo que dirigió su mirada a la de su
acompañante, un tal Kim Joonmyeon según le había dicho este al presentarse nada más
entrar por la puerta.

–Perfecto, justo a tiempo para el viaje. Gracias.

Jongin estiró su mano para proceder al habitual apretón de manos. Y entonces Kyungsoo
lo vio. El resplandor dorado destacaba en la piel morena de sus dedos: había un anillo en
el dedo anular de su mano izquierda.

Kyungsoo lo observó estupefacto. Miró directamente a Jongin. Estaba seguro de que en


sus propios ojos se expresaba el dolor que guardaba celosamente, pues en las orbes
ajenas se leía remordimiento, como el que siente un niño cuando ha hecho algo que no
debería. Jongin no apartó la mirada. Kyungsoo sí.

Cuando se hubieron ido, lo único dejado en la tienda tras el musical sonido de la


campanilla fue el sabor amargo de los recuerdos y la presión en la garganta de Kyungsoo.
De pronto era como si hubiera vuelto al día anterior. Y no era justo, porque tras seis años
de paz, Jongin había vuelto como un tsunami: mortal y sin aviso.

La campanilla volvió a sonar anunciando la entrada de Sehun.

–Lo siento mucho, maestro. No tenían limonada así que tuve que ir hasta Dumaine Street.

Sehun sirvió dos vasos y los dejó en la mesa de corte, justo al lado de la silla en la que
Kyungsoo se había sentado ante el temblor de sus piernas. Iba a guardar la botella en el
almacén pero entonces el sastre le interrumpió cogiéndole de la muñeca.

–Deja la botella.
Jenn frotó sus enrojecidos ojos una vez más, tratando de mantenerse despierta el mayor
tiempo posible, cosa que su cansancio extremo le estaba imposibilitando completamente.

“Hay cosas que haces y cosas que no haces. Haz las cosas que no haces”, leyó a pie de
página antes de caer rendida.

Esa noche soñó con su abuelo.

Era sábado por la mañana, y los sábados no había café para llevar porque no había
trabajo. Estaba sentado en una mesa del Café du Monde junto a su amigo escritor. Ambos
disfrutaban de sus tés helados, pero mientras Baekhyun leía el periódico, Kyungsoo
miraba por la ventana del local, dejando olvidada su sección de economía ante la
indagación en la memoria que había iniciado días atrás. Suspiró por enésima vez esa
mañana.

–¿Se puede saber qué te pasa? – preguntó Baekhyun ligeramente exasperado, cerrando
su periódico y dejándolo doblado sobre la mesa.

–Ya te he dicho que nada.

–Ya, y por eso llevas suspirando toda la mañana.

Kyungsoo ignoró a su amigo y siguió mirando por la ventana. Esta vez fue el turno de
Baekhyun para suspirar.

–¿Qué tal te va en la sastrería? – y como si fueran extraños, acabaron hablando del


trabajo

–Mal.

Baekhyun lo miró sorprendido. Nunca en los seis años que llevaban conociéndose
Kyungsoo había dicho que le iba mal. Nunca, incluso cuando casi tuvo que cerrar en el
primer aniversario de la tienda.

–¿Por qué? ¿Ha pasado algo malo? – preguntó el escritor alarmado.

–No quiero trabajar – la respuesta fue recibida por un Baekhyun riéndose a carcajada
limpia –. ¿Se puede saber de qué te ríes? – preguntó exasperado.

–Al fin. Pensé que no eras humano. Cada vez que yo no era capaz de escribir, te veía a ti
siendo siempre tan aplicado y me sentía fatal conmigo mismo. Vaya – Baekhyun exhaló
aire mientras no paraba de sonreír –. Al final resulta que eres humano.
Kyungsoo se sintió atacado por las palabras de Baekhyun. Realmente no sabía qué
esperaba. Puede ser que quisiera que le abrazara y le dijera que todo iba a ir bien, que
nada iba a cambiar en su vida, o que tal vez sí que iba a cambiar y eso era lo bueno. Pero
cómo iba a hacerlo si Baekhyun no sabía su historia. Cómo, si Kyungsoo nunca se había
abierto lo suficiente a él.

–¿Y qué te hace no querer coser? – preguntó Baekhyun ya poniéndose serio, intentando
que su amigo no se marchara, al menos.

–No lo sé – lo tenía en la punta de la lengua, pero no lo daba soltado.

Ambos suspiraron al mismo tiempo. La camarera llegó a tiempo para romper el


embarazoso silencio que se formó justo entonces, rellenando sus vasos de nuevo con
delicioso té de frutas. “Gracias Margaret” recitaron como un coro de iglesia.

–Déjame que te cuente una historia pues – se ofreció Baekhyun tras beber un profundo
trago –. Hace un tiempo me quedé sin inspiración para escribir. Era imposible para mí
concentrarme en la pluma y el papel, y acabé retrasando la publicación de mi libro durante
meses – Kyungsoo sonrió: ya conocía esta historia –. Pensé que tal vez no debería
haberme dedicado a ser escritor. Que tal vez debería volver a la casa de mis padres, llorar
por su perdón y aceptar mi matrimonio concertado y futuro en la granja familiar. Justo
cuando iba a abandonar, vi aparecer por el Cuarto Francés a un nuevo inquilino –
Kyungsoo miró los largos dedos de las manos del escritor, que gesticulaban sin descanso
–. Se veía por la expresión desconcertada en su rostro y el mapa arrugado en sus manos
que no era de por aquí. Miraba a todos lados como buscando algo que no daba
encontrado, hasta que dio conmigo. Se acercó y me preguntó de forma decidida y segura:
“Perdone, ¿sabe dónde está esta calle?” mientras señalaba el mapa.

Kyungsoo sonrió por los viejos tiempos.

–Fue entonces cuando mi protagonista Jimmie nació y se desarrolló a partir del que se
convertiría en mi nuevo amigo.
–Y aún así tuviste el morro de poner al principio que era una historia ficticia y que
cualquier parecido con la realidad era puramente una casualidad.

–Soy escritor. Puedo tomarme ciertas libertades artísticas.

–Y yo brindo por eso – añadió Kyungsoo con tono saleroso.

El chasquido del cristal sonó por todo el café, atravesando mesas y sillas vacías.

–Ahora voy a contarte yo una historia.

–Perfecto. Adoro las historias – admitió el escritor mientras se acomodaba en la silla.

–Eso es: acomódate, porque es larga.

En la página siguiente, su abuelo expresaba lo difícil que había sido contarle a Baekhyun
su historia, pero realmente le había ayudado a sentirse mejor, porque su amigo lo había
entendido. Eso era lo bueno del Nueva Orleans de los 50: las cosas estaban cambiando y
había algo que hacía que la ciudad y su gente fuese diferente.
Jenn tenía muchísimo sueño pero la necesidad de acabar el diario no le permitía dormir a
gusto y se había levantado temprano deseosa de leer. Para mantenerse despierta, estaba
bebiendo un café doble. En Burgundy Street, en un café que ella confiaba era el Café du
Monde renovado.

Miró a su alrededor. Pensó durante un momento en todas las cosas que debían haber
pasado allí. En todas las historias que, como la de su abuelo, habían quedado en el
olvido. Pensó en todo lo que nunca nadie tenía en cuenta, porque tal vez la muesca de su
mesa la había hecho una mujer con la ceniza de su cigarrillo o el constante caer de los
centavos en la mesa.

Dejó el café a medio terminar y pidió un té helado.

Una llamada desde Donaldsonville le sirvió a Kyungsoo para saber que Baekhyun había
avisado a su padre de que no estaba muy bien de ánimo. La voz ronca repetía las
palabras “afortunado” y “trabajo”. En un tono calmado, el otro hombre trataba de averiguar
qué le pasaba, pero esa era una pregunta de la que ni el mismo Kyungsoo sabía la
respuesta. Padre e hijo se despidieron con la promesa de una visita que se había
postergado durante meses, porque el menor de ellos quería olvidar y en el proceso se
había perdido a sí mismo y, de algún modo, a los demás. Sabía que su padre lo echaba
de menos, pero volver a Donaldsonville le causaba cierto terror: encontrar calles llenas de
recuerdos, ahora deterioradas con el tiempo, marcadas por la lluvia y la gente, mostrando
la mella que habían hecho los años que habían pasado desde el 47.
Se puso a trabajar ese mismo día como si no hubiera un mañana pese a ser domingo, el
día del señor. El taller se encontraba realmente vacío sin un jovencito de trece años que
pululara a su alrededor, trayéndole todo lo necesario para facilitarle el trabajo. No paró de
dibujar en la tela hasta que tuvo hechos todos los patrones. Volvió a su casa cuando ya
era de noche y estaba demasiado exhausto como para pensar.

Había decidido algo durante la tarde: terminaría el traje y se iría a visitar a su padre.
Tomaría las vacaciones que no había tomado en años. Y de paso perdería de vista a
Jongin nuevamente.

Pero si era su elección, ¿por qué sentía decepción?

La siguiente página estaba manchada de café. Dentro de la mancha se podía leer un


mensaje incompleto. “No […] cartas de historias […] las mías […] guardadas”.
Kyungsoo sentía como si hubiera utilizado a Sehun de algún modo. Se sentía como un
padre que al divorciarse usa a los hijos como intermediario entre las dos partes: le había
encargado la tarea de entregar el traje cruzado de dos botones color negro azabache (con
el chaleco a juego) a Jongin, mientras que él había huido alegando la necesidad de unas
vacaciones urgentes.

Así que ahí estaba Kyungsoo, en el mismo autobús que le había llevado a Nueva Orleans
y que esta viajaba en dirección contraria – lo que no dejaba de ser curioso porque el
autobús volvía a constituir una vía de escape. A medida que pasaban los kilómetros,
también sentía como si poco a poco estuviera volviendo al pasado, a un verano de 1947,
cuando todavía era joven e inexperto (aunque todavía lo fuera). Volvía a casa después de
varios años y curiosamente sentía que nada había cambiado, aunque lo hubiera hecho.
Las calles estaban más viejas, los prados menos cuidados y los árboles menos frondosos,
pero seguía siendo la misma ciudad natal que una vez le dejó atrás.

Division Street seguía igual de larga y Mackinley Alley igual de pequeña. Sin embargo, la
casa blanca en la que se había criado tenía la pintura desconchada en varias partes más
de la fachada y el sauce que la protegía ya no estaba allí. Kyungsoo miró las calles y
sintió que el mar de recuerdos le ahogaba, tal y como había temido antes de acudir allí.

Llamó al timbre y cuando la puerta se abrió, vio a su padre a través de la mosquitera. La


fina y translúcida tela simbolizaba los años que habían estado separados, porque una vez
Kyungsoo la abrió, vio a su padre mucho más viejo, mucho más gastado y, por algún
motivo, todavía muy alegre.

–Vaya. ¡Quién te ha visto y quién te ve, hijo!

–Hola, papá.
Se fundieron en un fuerte abrazo padre-hijo mientras el mayor de ambos se emocionaba
al volver a ver a la sangre de su sangre.

–¿Quieres desayunar? – más recuerdos.

–Pero papá, son las dos del mediodía.

–Sí, hijo, pero nunca es demasiado tarde para tomar tortitas – recitó como tanto lo había
hecho durante toda su vida –. Ahora entra antes de que los mosquitos invadan la casa.

Mientras Kyungsoo tomaba las tortitas con salsa de arándanos y escuchaba las historias
de su padre, todas esas que no le había dicho en las cartas o las intermitentes llamadas
de los últimos meses, su mente estaba lejos de la mesa de madera bajo la solitaria
bombilla. Porque acaba de acordarse de algo. Era verano. Y en verano era cuando las
casas de campo se utilizaban.

–Mierda.

–En efecto, eso mismo le dije yo. “Jackson, esto es pura mierda”.
Al final de la hoja en la que estaba Jenn, había una pequeña nota junto a una mancha de
café.

“Baekhyun dice que siempre le da miedo acabar un libro porque eso significa que se tiene
que despedir de los personajes”.

Jenn pensó con pena que su abuelo no se podía despedir de sí mismo, pero sí de las
demás personas en ese diario.

Tomó el tercer café del día antes de dirigirse al lugar donde se había celebrado la feria
días antes, ignorando el hecho de que tal vez debería dejar su adicción al café y
comenzar a dormir más. Esa mañana se levantó pensando que si bien había perdido la
celebración a principios de verano, eso no le impedía poder disfrutar de la paz en el
descampado en donde se situaba todos los años.

Los pájaros iban de árbol en árbol cantando dulces y alegres (y molestas) cancioncillas
mientras Kyungsoo leía con la espalda apoyada en un castaño. La elección del día era
“La ciudad y el pilar de sal “ una obra por la que The New York Times se había negado a
publicar reseñas de los siguientes libros de Gore Vidal. Y todo porque se acercada a uno
de los temas más tabú de la historia.
Kyungsoo escuchó el chirriar continuo de las hojas secas al ser pisadas por pies
impacientes. Levantó la vista de su lectura, justo en uno de sus momentos favoritos del
libro (puede que o puede que no lo hubiera leído ya unas cuantas -infinitas- veces) y miró
a la figura que se aproximaba.

Sintió que el mundo se paralizaba. De pronto todo se ralentizó y Kyungsoo vio que el
hombre se acercaba lentamente. Sus pantalones de lino blanco resaltaban contra sus
morenos tobillos y la camisa azul cielo se habría ligeramente mostrando un poco del torso
liso. No faltaba la amplia sonrisa resplandeciente y el pelo negro peinado hacia atrás de
una forma perezosa y desordenada. El sol se escondía justo a su espalda, creando un
fondo amarillento sobre el que se movía el joven.

Debido al parón que había sufrido el espacio tiempo, los momentos siguientes pasaron
volando. Antes de que se diera cuenta, Kyungsoo tenía a un Jongin sonriente justo
delante de él, mirando hacia abajo y preguntándole algo mientras extendía una mano.
Este repitió varias veces sus palabras ante la mirada de incredulidad de Kyungsoo, pero
él siguió sin entender.

–¿Qué tal estás?

Los ojos de Kyungsoo se aguaron ligeramente.

–¿Pasamos seis años sin vernos y lo único que me preguntas es “¿qué tal estás?”? –
aunque no lo pretendía, sonó herido. Aunque no lo pretendía, le reprochó. Aunque se
hubieran visto en Nueva Orleans, lo ignoró.

–Técnicamente, nos vimos hace un par de días – Jongin seguía sonriendo, con su mano
dirigida hacia Kyungsoo.

Kyungsoo observó la mano como si fuera un arma letal apuntado en su dirección.

–¿Sabes? – dijo Jongin bajando su mano –. Una vez un amigo me escribió que si alguna
vez nos veíamos en una nueva vida, me sonreiría. Y aún no lo he visto sonreír – se
agacho hasta quedar al mismo nivel que Kyungsoo. Apoyó una mano sobre el tronco y se
inclinó sobre el cuerpo sentado –. Y no sabes lo que me gusta su sonrisa.

Kyungsoo lo miró a los ojos. Todo lo recordado durante esos días le golpeó de repente y
lo dejó temblando. Recordó las clases de conducir, las noches en el cine y las tardes en el
río. Recordó el olor a óxido, a palomitas de maíz y a tierra mojada. Recordó el esbelto
cuerpo, las grandes manos y los anchos hombros.

Recordó lo que nunca había olvidado y decidió soltar lo que guardaba años atesorando en
su interior.

–Te he echado de menos.

Rodeó con sus temblorosos brazos la figura ajena y dejó que sus lágrimas oscurecieran el
azul de la camisa. No sabía por qué lloraba. Solo sabía que se sentía en paz escuchando
el ritmo cardíaco de Jongin.

Jenn pensó que probablemente debería parar de llorar porque sus lágrimas estaban
manchando el gastado libro, haciendo que la tina se corriera todavía más. Pero, de algún
modo, no se veía capacitada para hacerlo. Se sorprendió a sí misma pensando que le
gustaría que la historia se borrase, para así poder atesorarla en su interior, para que nadie
más la viviera como ella lo estaba haciendo. Sentía que la historia era ahora una parte de
sí misma.

–Disculpe, ¿se encuentra bien?

No sabía qué responderle a la camarera. Le dolía el corazón, claro que no se encontraba


bien. Limpió sus lágrimas con una servilleta y negó con la cabeza. Pagó la cuenta y se
marchó avergonzada.

Debía seguir leyendo.

Se separaron cuando Kyungsoo hubo soltado todo lo que llevaba aguantando años,
pretendiendo ser más fuerte de lo que en realidad era. Ambos miraron la camisa de
Jongin, ahora mojada por las lágrimas saladas. Jongin ladeó su cabeza, dirigiendo una
mirada acusadora a Kyungsoo, pero ambos rompieron a reír un segundo después.
Estuvieron carcajeando un buen rato, tal vez por la camisa, tal vez por la broma que les
había preparado la vida. Cuando el repentino ataque de risa se hubo detenido, acabaron
con la espalda apoyada sobre el tronco, con el cuerpo totalmente relajado.

Kyungsoo miró a Jongin y este se giró para mirarlo a los ojos.


–¿Qué haces aquí?

–Veranear.

–Oh, venga, sabes que no me refiero a eso.

–Lo mismo que tú.

“¿Y qué estoy haciendo yo?”, le habría gustado preguntar a Jongin, pero no estaba
seguro de si quería la respuesta. Por supuesto, Jongin tenía otros planes.

–También estoy huyendo.

Esta vez Kyungsoo miró de verdad a Jongin, que ahora dirigía sus ojos a la puesta de sol.
Cuando había llegado, su aspecto le había hecho creer que nada de tiempo había
pasado, pero la verdad era que sí que había pasado. La cara de Jongin era ahora más
adulta, con un semblante más serio y una mandíbula más definida. El comienzo de las
arrugas de expresión dejaba mella alrededor de los ojos y en su frente (tal vez producto
de horas de preocupación) y habían aparecido oscuras ojeras bajo sus pozos negros. De
las mangas remangadas surgían dos antebrazos y dos manos en las que sobresalían las
venas verdes. Esta vez, en la mano izquierda no había un anillo de oro.

–Mi vida ha cambiado mucho estos seis años – tal vez Jongin estaba afónico, o tal vez su
voz se había vuelto más ronca producto de las horas en las oficinas llenas de cigarros
encendidos.

–También la mía – Kyungsoo miró su rodilla izquierda, en contacto con la del otro –. Ahora
me gusta pintar.

Ambos rieron ante el dato superfluo para romper el hielo. Siempre hablaban de lo menos
importante, y ahora iban a tratar del menor de los cambios en sus vidas. Porque ellos
funcionaban así y así funcionarían siempre.
–¿Y qué pintas?

–Cosas bonitas.

Kyungsoo estaba mirando el manzanero, pero en su mente solo veía a Jongin.

Sin comerlo ni beberlo, pasaron los siguientes días como si fueran parte del verano de
hacía seis años. Volvieron a ser amigos de un modo casi natural, y Kyungsoo se sintió
herido ante los recuerdos de la soledad vivida durante seis largos años. No era lo
correcto, lo sabía, pero una vez que veía la sonrisa de Jongin no podía hacer nada más
que dejarse llevar.

Ese mismo jueves, en el pequeño teatro situado en Madison Street, habían visto “Shane”,
una película del oeste, y si bien Kyungsoo no odiaba a los vaqueros, no se pudo
concentrar en la pantalla durante más de diez minutos en las dos horas que duró el filme.
Jongin estaba en el asiento de al lado. Era un hecho. Después de seis años, volvían a
estar sentados en la fila 9, en las butacas 6 y 8. Aún no se lo creía. Era por eso que cada
dos minutos giraba su cabeza hacia la derecha para comprobar que el hombre seguía allí,
a su lado, y que ambos podrían hablar de la película mientras tomaban praline.

Se habían encontrado con Yixing un día mientras paseaban junto al río. Había conseguido
graduarse y ahora trabajada en Texas, donde tenía una humilde casa en la que le
esperaba su mujer y dos hijos. Kyungsoo se había sentido feliz al verlo, pero al mismo
tiempo se había sentido incómodo. Yixing había evolucionado, había cambiado, y él
seguía estancado en el pasado, al menos emocionalmente. Preguntó por Takeru. “Sigue
trabajando en el aserradero”. Preguntó por James. La expresión de su viejo amigo cambió
por completo. Los hoyuelos desaparecieron y solo quedó una expresión sombría.

–No he recibido noticias suyas desde que se fue a la guerra hace un año.

Los tres se quedaron callados. James había sido una parte importante de sus vidas. Él
era ese amigos extrovertido que movía a todo el grupo; ese hermano mayor que ayudaba
a todos y era capaz de mover al mundo para defender al resto de su pandilla. El resto de
la tarde, Kyungsoo tuvo el estómago revuelto.

No volvió a preguntar por nadie más el resto de su estancia en la pequeña ciudad,


reprimiendo sus deseos de obtener información sobre el pequeño Luhan.

Las páginas en blanco, ese era el gran miedo de Jenn. Miró las hojas que le quedaban.
Podía contarlas fácilmente con sus dedos. Sintió pena, angustia. No quería que eso
terminara. Quería que siguiera. Quería que la historia repartida por el pasado alcanzara al
presente.

“La historia se repite”, leyó al principio de la siguiente hoja.


5
–Tengo que irme mañana – anunció Jongin mientras cerraba el libro de tapas rojas.

“Tengo que irme” y no “me voy”. Era curioso que Jongin siempre pareciera hacer todo por
obligación. Todo excepto cuando se trataba de ellos dos y su rutina diaria en
Donaldsonville.

–¿Ya?

Realmente Kyungsoo no quería sonar desesperado, pero la semana en la pequeña


ciudad había pasado volando. De pronto se sentía como un niño que tiene que volver a la
escuela tras un verano maravilloso y divertido. No quería volver y enfrentarse a la
realidad. La realidad cansaba mucho y no se veía con fuerzas. Quería quedarse en su
pequeño nido, porque lo habían vuelto a conseguir pese a la tensión inicial entre ellos y
realmente necesitaba que esta vez durara más.

–Sí.

Ambos se quedaron callado. Kyungsoo miró a Jongin y maldijo al sol por iluminar
perfectamente su figura, haciendo que el cuerpo brillara con luz propia. Se mordió los
labios. Otra vez le dolía la garganta, como si tuviera algo que no era capaz de tragarse.

–El lunes mi familia celebra una reunión y debo estar allí.

“Debo estar”.
–¿Entonces volverás a desaparecer de mi vida? – preguntó Kyungsoo al mismo tiempo
que llevaba las rodillas a su pecho, tratando de protegerse de la mirada de Jongin.

Los largos dedos acariciaron las tapas rojas.

–Yo no desaparecí de tu vida. Tú decidiste dejarme marchar.

–Eso no es verdad, Jongin. Te fuiste.

–Me fui, sí – admitió –. Pero volví el verano siguiente, y el siguiente, y el siguiente y así
durante tres años más hasta que me di por vencido. Si hubieras venido a despedirme,
habrías sabido que iba a volver. Podríamos habernos intercambiado direcciones y
mandarnos cartas. Podríamos haber hecho muchas cosas, pero tú no quisiste.

Los ojos de Kyungsoo se humedecieron.

–Eso no es verdad, Jongin. Te mandé el libro. Quería mantener el contacto.

–Oh, venga ya, Kyungsoo. Escribiste una despedida sin vida en tinta tan negra como tu
corazón.

Era el rencor el que hablaba, Kyungsoo lo sabía. Casi podía escuchar el veneno
mezclándose con la saliva en la boca de Jongin.

–Jongin...

–Jongin nada, Kyungsoo. Jongin nada. Tú sí que te fuiste. Me diste el mejor verano de
mis diecinueve años de vida. Me hiciste sentirme vivo, y luego me dejaste a un lado y te
olvidaste de mí – la voz cada vez se alzaba más –. ¿Te das cuenta de que tal vez yo no
quería sonreírte en el futuro, en tu “nueva vida”? ¿Te das cuenta de que tal vez yo quería
que tú formaras parte de esa tal “nueva vida? ¿Te das cuenta de que yo tal vez quería
seguir en contacto, a través de cartas? – y recordó los relatos que seguían guardados
celosamente en lo más fondo de su armario.

Jongin tenía el ceño fruncido. La expresión de su cara era de pura rabia. Tal vez había
estado años pensando en esas palabras. Tal vez Kyungsoo no era el único que no había
podido olvidar.

–Imagina que nada ha cambiado, Kyungsoo. Yo estoy aquí. Tú estás aquí. Dime: ¿qué
quieres hacer?

Era una segunda oportunidad. Un medio para solucionar todo lo que había quedado
pendiente en el pasado, pero no para el futuro. Sin embargo, no iba a dejarla pasar esta
vez.

Kyungsoo estiró las piernas y se giró, mirando hacia Jongin. Se acercó lentamente,
frunciendo el ceño y compartiendo una mirada de dolor. Cerró los ojos a unos centímetros
de la cara de Jongin.

El primer beso supo a dolor. El segundo, a recuerdos. Los demás, a placer y lágrimas
saladas. Las manos tocaron los lugares que durante años habían considerado como
prohibidos, y los dos jóvenes se rindieron a los sentimientos de placer, de dolor y de
lujuria. Eran en los momentos de mayor debilidad cuando los recuerdos querían invadir la
memoria de Kyungsoo, pero entonces ahí estaba Jongin para tocar donde debía tocar y
besar donde debía besar.
Jenn pudo notar cómo la tinta de esa página del diario estaba ligeramente corrida en
algunas partes. Las lágrimas habían atravesado el papel haciendo algunas palabras
ilegibles. Un enorme tachón en la esquina inferior derecha mostraba la rabia que debió
haber sentido su abuelo al escribir ese episodio. Jenn respiró fuertemente, sintiendo que
su pecho tenía un peso añadido.

Pasó la página.

La vuelta a Nueva Orleans fue tan amarga como el viaje que años antes había hecho de
Division Street a McKinley Alley, con un libro rojo en la mano. Esta vez no había nada en
sus manos que le recordar a Jongin, solo un sentimiento de angustia en su pecho y un
nudo del tamaño de una nuez en su garganta. Kyungsoo sabía que estaba en lo cierto. Se
había dado cuenta a medida que lo había dicho que Jongin estaba en lo cierto. Él se
había rendido.

Estaba enfadado consigo mismo porque sabía que tenía razón pero no lo había admitido.
Seguía siguiendo un ligero rencor porque las cosas no debían haber salido así: Jongin no
debería haberse ido, el coche debería haber esperado y ambos hubieran acordado verse
al año siguiente. Pero no todo era como las novelas románticas que Kyungsoo leía bajo
las blancas sábanas en las calurosas noches de verano con una pequeña luz iluminando
las páginas llenas de tinta.
Observó el paisaje. Poco a poco iba viendo la ciudad cada vez más cerca. De pronto la
urbe de sus sueños se convirtió en su peor pesadilla, porque Jongin estaba allí (y lo cierto
era que Kyungsoo todavía no sabía por qué).

Nada más llegar a su casa, dejó la maleta en el suelo y llamó a casa de Sehun para
informarle que al día siguiente volverían al trabajo. Una voz masculina respondió al
aparato y Kyungsoo pidió a la persona desconocida que le pasara con su ayudante. Hubo
un par de gritos y entonces habló la voz infantil que comenzaba a madurar, como se
notaba a través de los muchos gallos.

–¿Qué tal ha estado su viaje, maestro?

–Bien, Sehun. Ha estado bien.

Kyungsoo mentía, al igual que los anuncios que prometían una vida mejor si los hombres
compraban determinado coche o las mujeres compraban determinados vestidos. Vivían
en un mundo de mentira, de apariencia, de estar bien sin estarlo y complacer a los demás
sin quererlo. Y Kyungsoo y Jongin se habían olvidado de complacerse a sí mismo en
algún lugar del camino.

–Me alegro, maestro.

–Y yo.

Más tarde pensó que tal vez era por eso que le gustaba tanto la compañía de Sehun,
porque a él todavía nadie lo había corrompido, porque él todavía expresaba lo que sentía
tal y como lo sentía. Quería que nunca creciera para poder protegerlo de la sociedad, de
los sentimientos, de la vida.

Esa noche apenas durmió, pensando que si el pequeño conociera su historia, tal vez le
decepcionaría, le dejaría de querer y le abandonaría.
Se iría como se fue James. Se iría como se fue Jongin. Se iría como se fue su madre.

Si Japón era el país del sol naciente, Nueva Orleans era la ciudad del jazz incipiente.
Numerosas trompetas, trombones, clarinetes, saxofones, contrabajos, vibráfonos,
guitarras, violines en ocasiones y demás instrumentos sonaban en las calles a todas
horas. Eran tiempos de improvisación, de swing, de rhythm and blues. Nueva Orleans era
una capital musical, y a Kyungsoo no podía agradarle más eso.

Los clubs en los que se podía escuchar esta música estaban abriendo en la ciudad a
velocidad vertijinosa. Los poco conocidos solían ser frecuentados por Kyungsoo, al
disfrutar de la música de principiantes con poca gente a su alrededor (no era muy amigo
de los lugares repletos de gente). Donna’s Bar & Grill era su favorito. El local se situaba
en una esquina al norte del Cuarto. La dueña del mismo era una mujer de cincuenta años,
Donna, que trataba a los clientes como a sus propios hijos y tenía ese punto de mujer
sureña que la hacía osada y valiente.

Por otra parte estaban los clubs más importantes: entre ellos, el Preservation Hall, situado
también en el Cuarto Francés. El principal requisito para entrar era tener una entrada, y
para conseguilar había que conocer a la gente adecuada, y no era para menos cuando los
mísmisimos Professor Longhair y Fats Domino representaban en dicho club. Mal que le
pasara, pese a que Kyungsoo había intentado por todo los medios acudir, no había sido
capaz.
Siempre había pensado que nunca podría entrar en el lúgubre edificio que escondía las
joyas de la corona del jazz, pero entonces había llegado un martes de agosto. Era
caluroso, como casi todos los días de dicho mes, y Kyungsoo se enconraba
confeccionando un nuevo traje para Mike, uno de sus clientes incondicionales, con el
único refresco de su cola a medio acabar y el ventilador viejo de su almacén. La
campanilla había sonado cuando se aventuraba a cortar la manga. Dejó la tijera sobre la
mesa con un suspiro y salió al encuentro de su cliente.

Su nuevo cliente tenía una cara que conocía (Kyungsoo había visto esa sonrisa antes,
estaba seguro), pero no la supo situar.

El hombre se presentó como Kim Joonmyeon. Quería un traje cruzado, con dos botones,
liso y un chaleco estampado. El conjunto era semejante al que Kyungsoo había preparado
semana antes para Jongin. Tomó las medidas tratando de no recordar el vergonzoso
momento del pasado, sintiendo la mirada penetrante de su cliente encima de él cada vez
que se levantaba para apuntar los centímetros en su gastado libro.

–Estará listo la semana que viene. ¿Le parece bien, señor?

–Por supuesto. Muchas gracias.

El apretón de manos cumplió su labor de despedida cordial.

–Antes de que me olvide. Mi hermano me ha dado esto para usted – comentó mientras le
entregaba un sobre.

Extrañas palabras sobre todo porque no sabía quién era el hermano de ese hombre. Pero
entonces le miró mejor. Disintinguió el pelo negro, los ojos grandes y la sonrisa amplia.

Era el acompañante de Jongin.

–Buenas tardes.
Se puso su sombrero y se fue, dejando tras de sí el dulce sonido de la campanilla y la
expresión de estupor de Kyungsoo, que volvió al taller con los ojos fijos en el sobre. Se
sentó en la silla de madera que estaba junto a la mesa de confección y lo abrió. De pronto
notó la garganta muy seca, producto del nerviosismo tal vez, así que antes de mirar su
interior cogió el vaso de cola a medio terminar y dio un trago. “Hall, sábado 17 a las” se
podía leer en letras negras sobre un fondo blanco con manchas naranjas. Dejó el vaso en
la mesa, sin preocuparse por el poso del mismo, y sacó el papel sujetándolo con sus
manos temblorosas.

Era una entrada para el Preservation Hall. Había una nota adherida al reverso.

“Te espero allí –– Jongin”.

–Mierda.

“Actually, there is no such thing as a homosexual person, any more than there is such a
thing as a heterosexual person. The words are adjectives describing sexual acts, not
people. The sexual acts are entirely normal; if they were not, no one would perform them.”

― Gore Vidal, Sexually Speaking: Collected Sex Writings.


Kyungsoo sabía que se volverían a encontrar, al fin de al cabo ambos vivían en Nueva
Orleans y la probabilidad estaba allí, pero no pensaba que su encuentro iba a ser
deliverado. La última vez que se habían visto fue cuando habían compartido un momento
de intimidad guiados por años de sentimientos reprimidos. Nunca se habían despedido ni
hablado después de que sus labios se separaran por última vez. De nuevo, no había
habido ni despedidas ni explicaciones. Jongin se había ido en su Cadillac del 51 azul
metalizado y Kyungsoo se había quedado mirando cómo las ruedas dejaban una baja
nube de polvo a su paso por el camino de tierra.

Tal vez no estaba preparado a enfrentarse al que una vez fue su amigo y para el cual, en
ese momento, no estaba seguro de conocer una etiqueta que clasificara su relación. De
todos modos, hizo tripas corazón y se enfundó en un delicado traje de sarga reforzaba y
terminación nítida, confeccionado con sus propias manos. Al fin tenía una entrada para
poder adentrarse en el Preservation Hall y no pensaba desaprovecharla.

Pasó todo el sábado ansioso, tratando de distraerse con la televisión (pese a que el canal
WDSU-TV no ofrecía una programación realmente interesante) y con sus numerosos
libros. Curioso porque acabó leyendo un libro de tapa roja, del mismo autor que el libro
que le había dejado Jongin años antes. La poesía se había convertido en una droga para
él, pero, al fin de al cabo, ¿qué era la vida sin poesía?

A medida que la noche se acercaba, se encontraba cada vez más nervioso. Se vistió con
cuidado, abrochando únicamente el segundo botón. Peinó su pelo con cera grasa y lo
estructuró con cuidado. Cuando estuvo seguro de que había cogido la invitación, se
aventuró a la calle camino de St. Peter Street.
La entrada del club estaba llena de gente, como era de esperar. La cola de personas que
querían ser clientes del local daba la vuelta a la esquina y por la entrada no paraban de
pasar personajes conocidos e influyentes. Los coches paraban justo frente a las grandes
rejas de metal custodiadas por dos hombres altos y con trajes negros. De ellos salían
hermosas señoritas con pomposos vestidos (la mayoría de la nueva línea de Christian
Dior y Balenciaga) y apuestos señores con incipientes canas.

Tal ambiente apabulló a Kyungsoo, que tardó diez minutos en recomponerse. Apretó un
poco más la entrada entre su pulgar y anular y avanzó decidido hacia los dos gorilas.
Escuchó los alaridos de la gente de pie en una linea que nunca iba a entrar en el club,
pero hizo oídos sordos a palabras necias. Enseñó su entrada al hombre de la derecha,
que le miró sorprendido, para luego pasar a observar la lista que tenía apoyada en una
carpeta de cartón. Un gesto con la cabeza hizo que el de la izquierda abriera una de las
negras rejas y dejara que el sastre entrara en el local.

El lugar era tal y como lo había imaginado: una cortina roja separaba la lúgubre entrada
del brillante interior; había mesas repartidas por toda la sala, con unos cuantos bancos
justo antes del escenario, que estaba separado del resto de la estancia por un delgado
escalón. Las camareras de labios rojos atendían las mesas velozmente, y su uniforme era
tan elegante como su forma de servir. En la barra se encontraba un hombre de mediana
edad, de raza negra y estatura superior a la media, agitando una coctelera con
entusiasmo. En las mesas Kyungsoo reconoció algunas de las personas que había visto
entrar. Consideró que en los bancos se situaban los que parecían más interesados por el
espectáculo que por el resto de la audiencia. El ambiente olía a humo de cigarrillos y
perfume de mujeres.

Fue en el segundo banco en donde encontró a Jongin, distinguiendo su nuca sobre todas
las demás. “Mardi Gras in New Orleans” comenzó a sonar mientras Kyungsoo pensaba en
qué debería hacer. Jongin esperaba verlo él, pero si se escondía bien no tenía por qué
saber que había acudido a la cita. Solo tendría que pensar que había huido (que era
exactamente lo que estaba haciendo). Se sentó en una mesa en la parte posterior y pidió
una brebaje de precio surrealista.

Cuando su hubo relajado, por fin se fijó en el músico que tanto había admirado. El
Professor Longhair estaba ante sus ojos, improvisando junto al resto de músicos ahí
reunidos. Kyungsoo se abandonó en la melodía, observando las manos subir y bajar por
el saxofón y los dedos moverse por las teclas de la trompeta, que sonaban sin descanso,
siendo el piano el que realmente le llamaba la atención. Roy Byrd and His Blues Jumpers
tocaron dos canciones más antes de que Kyungsoo se viera obligado a salir de su
fascinación cuando alguien dejó sobre su mesa una elegante copa de cristal con un
líquido color burdeos.

Cuando fue a dar las gracias a la camarera que le había atendido, una mujer de pelo
ondulado enmarcando un rostro infantil, paró en seco, porque no era una camarera la que
le había traído su pedido. Era Jongin.

–Vaya... Esperaba que me avisaras si al final decidías venir – comentó casualmente


mientras se sentaba en una de las dos sillas sobrantes en su mesa –. ¿Disfrutando del
espectáculo? – preguntó mientras apoyaba su propia consumición en el mármol blanco.

Kyungsoo bebió el brebaje rojo tratando de hacer un poco de tiempo para buscar algo que
decir. Tenía que enfrentarse a Jongin y llevaba toda la semana – toda la vida tal vez – sin
saber cómo. Se atragantó con el primer sorbo y sintió como si hubiera bebido fuego puro.
Llevó una mano a su pecho, tratando de aliviar el dolor, como quien rasca la piel tras un
golpe fuerte. Comenzó a toser y sintió una mano acariciando su espalda.

–Con cuidado – comentó la voz grave –. No mueras todavía, por favor.

Se ahogó una vez más en los ojos de Jongin, pero entonces recordó lo último que había
pasado cuando se habían mirado de aquella forma y giró su rostro. Trató de no otear a
Jongin durante el resto de la canción y se apartó todo lo que pudo de él. Iba a ser una
larga noche.
Si bien Kyungsoo no era un experto en bebidas alcohólicas y no acostumbraba a beber,
sabía con certeza que el ligero dolor que comenzaba a aflorar en su cabeza y el mareo
que le hacía no ser completamente consciente del mundo a su alrededor significaban que
estaba en estado de embriaguez. No era muy grave, pero podía ser peligroso. Como su
padre siempre decía: “las únicas personas que dicen la verdad son los niños y los
borrachos”, y su padre siempre sabía lo que decía.

De algún modo que todavía desconocía, el show del club se había acabado y todos los
clientes abandonaban la estancia poco a poco, aletargados por el éxtasis de una música
exquisita. Kyungsoo estaba ahora sin chaqueta, que había pasado a su mano, y la
pajarita negra desabrochada, al igual que los dos primeros botones de su camisa. Para
tratar de luchar un poco contra el calor asfixiante del local, se había remangado. Miró a
Jongin y vio que este se encontraba en un estado similar, con la diferencia de que él no
llevaba nada en el cuello de la camisa y sus pantalones eran color caqui.

Salieron del Preservation Hall y caminaron sin un rumbo determinado. Kyungsoo se sentía
como un niño jugando en el parque, siempre con ese miedo de que su madre viniera y le
dijera que era hora de volver a casa. No quería volver a casa. No quería volver a la
chimenea apagada, el sofá gastado, la cama fría y la cocina vacía. Quería estar allí, en el
calor de la noche de agosto con la ligera brisa que aliviaba el bochorno, junto al que una
vez fue su amigo y le seguía aportando esa tranquilidad que lo había atraído a él como
una polilla a la luz en el principio de su historia.

–¿Y ahora qué hacemos? – preguntó el menor una vez se encontraron sentados en la
entrada de la casa de Kyungsoo, los dos en el mismo escalón, con las chaquetas en el
espacio entre ellos y los codos en sus rodillas. Jongin observaba el hermoso barrio.
Kyungsoo lo miraba a él de reojo.

–No sé – respondió Kyungsoo tras soltar el aire que no sabía que estaba aguantando –.
No lo sé. Y tengo miedo – tenía la boca pastosa por el alcohol y sentía que le costaba
hablar. Ambos sabían que no hablaban solo de las horas siguientes.
Jongin se giró y lo miró. Kyungsoo tenía el ceño fruncido y los ojos húmedos. Miedo al
qué hacer, al qué pasará, al qué dirán. Miedo a no poder controlarlo todo. Cada vez le
dolía más la cabeza. Cada vez le ardía más el pecho.

Un momento de silencio aterrador se interpuso entre ambos, pero entonces Kyungsoo


sintió una mano sobre la suya y una voz grave y melodiosa que le hacía una pregunta. La
misma pregunta que hacía seis años.

–¿Sabes cómo se superan los miedos? – la voz grave interrumpió su hilo de recuerdos.

–No – respondió Kyungsoo en un hilo de voz, sin saber si realmente estaba respondiendo
a la pregunta o estaba negando lo que iba a pasar, tratando de ganar tiempo ante algo
que sabía como inevitable.

–Sí.

Entonces hubo besos intercambiados en la cama fría que Kyungsoo odiaba, palabras
susurradas al oído entre sábanas de algodón, toques poco rigurosos de adolescentes
inexpertos mientras el interior de ambos hombres burbujeaban. Años de reprimida
frustración solucionados en apenas unas horas de no saber qué estaban haciendo pero
de algún modo, que ninguno alcanzaba a comprender, sí. Kyungsoo había pensado más
de una vez que no deberían estar haciendo eso, pero de nuevo no sacaba la fuerza para
empujar al moreno porque sabía exactamente qué hacer, dónde tocar y dónde besar.. Lo
abrazó en su lugar, acercando más sus torsos desnudos, ahogándose en Jongin, no
queriendo resurgir de él.

A la mañana siguiente, Kyungsoo se despertó solo, con el brazo sobre el hueco vacío que
todavía estaba un poco caliente. El primer recuerdo que se le vino a la cabeza fue el de
unas grandes manos aprisionando sus caderas mientras sentía el frío metal del anillo
dorado contra su caliente piel.

Ese domingo lo pasó enteramente en el sofá, con el horrible dolor de cabeza por la
resaca. También durmió en el viejo mueble del salón: la cama olía a Jongin.
Jenn recordó la forma en la que su abuelo siempre le sonreía. Era una sonrisa cálida, que
la hacía sentir segura. Estaba segura de que esa era la misma sonrisa que su abuelo
había aprendido de Jongin.

Si había algo que Kyungsoo había aprendido en sus veintiséis años de vida era que el ser
humano es el único animal que cae más de tres veces en la misma piedra. Su problema
actual era que sentía una atracción irremediable por la piedra en la que se caía, y aunque
sabía que tenía que saltarla, que evitarla, no hacía más que caer y levantarse. Lo
extrañamente fascinante era que lo que realmente dolía era levantarse. Levantarse en
una cama vacía y fría.
Kyungsoo había dejado que Jongin se hiciera con su vida de nuevo. Volvía a estar en
todas partes, pero nunca en las suficientes. Nueva Orleans era ahora el nuevo
Donaldsonville. Ahora paseaban, paraban a tomar un café en una terraza mientras
disfrutaban del sol de la tarde y tenían discusiones sobre temas diversos, discusiones que
habían sido comenzadas varios años antes. Era extraño cómo habían pasado de amigos
a desconocidos y ahora volvían a formar parte de la vida del otro. Todo se había
convertido en una especie de relación clandestina en la que parecían amigos por el día y
reservaban la intimidad para las noches. Ambos trataban de evitar temas demasiado
personales, como el anillo que Jongin tenía en el dedo o la razón por la que se ocultaban
del mundo.

–Resulta que ahora, consumir ciertas marcas hace feliz a todo el mundo. Al menos eso es
lo que la creciente sociedad consumista quiere creer. La gente se está volviendo
materialista. Las mujeres acuden a mi tienda buscando un traje determinado, un estilo
preciso, no dispuestas a pagar cientos de dólares por un traje pero queriendo ser como
Jayne Masfiel o Elizabeth Taylor. Todos se están convirtiendo en unos monigotes sin
cerebro que visten igual, tienen la misma casa y van al mismo trabajo en un coche similar
– Kyungsoo paró cuando vio que Jongin se estaba riendo. Siguió comiendo su helado
mientras miraba mal a su acompañante por reírse de lo que pensaba.

–No has cambiado nada, Kyungsoo.

Jongin le miró con esos ojos entrecerrados por la sonrisa y rodeados de ligeras arrugas,
con los pómulos elevados y la lengua entre sus dientes. Siguió tomando su helado en
silencio, tratando de evitar que entrara en su campo de visión, porque cuanto más lo
mirara más dolería cuando ya no pudiera hacerlo. Era demasiado bello.

Cerró los ojos cuando vio que una sombra se cernía sobre él. Sintió el frío del helado
contrastando con unos cálidos labios. Se perdió en la sensación.
–Nunca te gustan mis escenas de sexo. Eres un estirado.

–No es que no me gusten, Baekhyun. Simplemente no las encuentro tan necesarias


dentro de la trama. Pero debo admitir que en este libro te ha quedado mejor.

–¡Ah! Así que el resto de mis libros no te gustaron.

–Sabes que no me refiero a eso – dijo Kyungsoo tras soltar un suspiro –. ¿No sabes
aceptar un cumplido?

La pregunta fue tomada como retórica. El escritor sacó un cigarrillo y lo dirigió a su boca.

–¿Tienes uno para mí?

–¿Y tú desde cuando fumas?

–Desde que la vida se me ha ido de las manos.

La primera calada le hizo toser durante media hora mientras Baekhyun le decía cosas sin
sentido como “solo un hombre puede decidir sobre su destino” y “enfréntate a la vida y
tíratela como tú quieras porque para algo es tuya”.
“Hay cosas que haces y hay cosas que no haces. Haz las cosas que no haces”.

Los siguientes meses se resumieron en paseos por parques solitarios, carentes de la


atención pública y que suponían un lugar ideal para personas como Jongin y Kyungsoo,
conocidos casuales que habían pasado de amigo a amantes, tal y como las mujeres de la
alta sociedad moderna habían hecho con sus allegados más jóvenes. También celebraron
algún que otro picnic, en el que ambos cogían una cesta y el hermoso mantel de cuadros
rojos y blancos de Kyungsoo e iban a la orilla del río montados en el coche de Jongin, que
esperaba a la puerta de la sastrería a que Kyungsoo hubiera cerrado (y así fue como
inventaron el extraño concepto de picnic nocturno). Por otra parte, compartieron Coca
Colas sentados en los columpios viejos, gastados a lo largo de los años y que ahora
chirriaban con el menor atisbo de brisa y retomaron la escritura epistolar de historias
ahora más absurdas que románticas, pero no las noches tumbados en la carretera hasta
que el claxon les quitaba de su trance inevitable.
Kyungsoo trataba de ignoran el resplandor dorado en la mano izquierda de Jongin, igual
que había tratado de ignorarle cuando le había dicho la razón por la que estaba allí: la
empresa de su padre había abierto otra fábrica y había empleado la ocasión para
enseñarle una serie de lecciones a su hijo. Nunca habló con Jongin sobre su hermano,
pese a la insistencia de este último por que Kyungsoo le confeccionara trajes y más trajes.
De algún modo su vida personal, era un tema tabú entre ellos.

Pero al mismo tiempo todavía hablaban de otras cosas que iban descubriendo el uno del
otro. Jongin descubrió la nueva pasión por la pintura de Kyungsoo, y llegó a conocer su
técnica cuando un lluvioso domingo de septiembre este había convencido al sastre para
que le dibujara. Habían sido varias horas de picores repentinos y falta de movilidad, pero
todo había resultado en un hermoso retrato (tal vez la nariz no era lo más perfecto del
universo, pero era aceptable). Ambos acordaron que quedaría en esa casa, que de algún
modo se había convertido en su pequeña burbuja que los protegía del exterior.

Kyungsoo, por otra parte, descubrió que Jongin había adquirido todavía un mayor interés
por el ballet, si bien él sí que no lo había llevado a la práctica. Había quedado fascinado
de nuevo ante la belleza de los movimiento cuando fueron a ver “Billy the Kid” al
Lakeview, en Harrison Avenue, de nuevo en el Cadillac del 51 azul metalizado. Kyungsoo
no había podido evitar acordarse del verano de 1947, rindiéndose a los recuerdos al son
de una melodía que hacía años que no escuchaba.

Había veces que Kyungsoo hablaba de Sehun, explicando su pasado o cualquier


acontecimiento novedoso que hubiera pasado, como que le estuviera cambiando la voz o
que estuviera llegando a su altura (“Pero si tú eres bajito”.“Cállate”. “¡Ay! ¿Por qué me
pegas?”. “Te lo merecías”). Otras veces comentaban noticias del periódico y entonces
Jongin escuchaba algo relacionado con un niño llamado Charlie.

En días como el 31 de Octubre, el licor corría como la leche en Nueva Orleans, al igual
que los dulces que los niños iban pidiendo de casa en casa. En la ciudad en la que había
nacido la brujería y el tarot, se respiraba esa noche un ambiente mágico. Kyungsoo y
Jongin habían hecho una barricada en la puerta, ocultándose del mundo exterior mientras
comían pan de maíz, col rizada, macarrones con queso, pollo frito, ñame y té dulce
preparado entre los dos (o más bien por un Kyungsoo ajetreado y un Jongin que no hacía
más que entorpecer su labor con toques indecentes y abrazos sorpresa). Al día siguiente,
la fachada tenía manchas de tierra que los niños ansiosos por azúcar habían tirado.
Algunas tardes las dedicaban a leer mientras escuchaban la radio y el humo de sus
cigarrillos inundaba la habitación. Entonces Jongin descubría que Kyungsoo acusaba a
Hemingway de ser un machista trasnochado y un defensor de ciertas actividades
políticamente incorrectas, mientras que Kyungsoo escuchaba con perplejidad las ideas
del Totalitarismo según Hanna Arendt que el menor recitaba de memoria.

De algún modo cuanto más conocía, más quería conocer, al igual que la primera vez. Tal
vez, si se volvieran a conocer en alguna otra vida más, volvería a querer conocer más y
más. Y por eso memorizaban el cuerpo del otro con sus manos, atesorando los momentos
de intimidad que disfrutaban en la oscuridad de un cuarto, ocultos de la mirada de
personas que los juzgarían a muerte.

Era gracioso porque compartían una vida, pero al mismo tiempo no: al llegar la mañana,
Jongin no estaba, y a veces se pasaban una semana sin verse, cada uno ocupado con su
vida, su vida real que no siempre podían evitar como hacían cuando estaban en su
pequeño nido de protección. Era entonces cuando Kyungsoo cosía sin dormir para no
pensar en nada más.

“Siguen sin gustarle las cosas dulces”, decía una nota a pie de página.
El 714 de Burgundy Street se había convertido en su pequeña burbuja, que los mantenía
a salvo de todo. Pero las burbujas explotan y la suya lo hizo con la llegada del frío y del
invierno, que se llevaba el calor y la luz estival y se quedaba con los árboles sin hojas y
las calles desiertas.

Ese frío día de noviembre, Kyungsoo se había levantado con los pies helados y la
amargura en su lengua, pues volvía a amanecer un día más sin nadie del que aprovechar
su calor corporal. Tomó su desayuno en silencio, mirando la silla vacía de la mesa de la
cocina, esa silla ocupada únicamente en noches de gumbo y conversaciones entre
tabaco.

La bufanda era un elemento esencial en su atuendo a esas alturas, al igual que el abrigo
de lanilla negro que lo había acompañado ya varios años. Salió a la calle exhalando aire
caliente, observando el vaho que se formaba junto a su boca, y que no cansaba de
reproducir como un niño pequeño fascinado por algo que ya había visto numerosas
veces.

Una de las cosas que encantaban a Kyungsoo era que Nueva Orleans seguía despierta
pese al frío, y así podía observar a la pequeña niña paseando al perro, a trabajadores
corriendo para coger el tranvía y a amas de casa comprando los últimos ingredientes del
desayuno matutino para sus hijos y marido (y si había algo que sorprendía a Kyungsoo
era la elegancia nunca olvidada de unas mujeres muy ajetreadas).

Charlie esperaba donde siempre, paciente a que su cliente llegara con el café en mano.
Entregó las monedas al pequeño, añadiendo un par de más mientras decía casualmente
“necesitas unos nuevos calcetines, pequeño”. El periódico estaba bastante frío entre los
dedos de su mano izquierda, comparado con el café que calentaba su otra mano.

Llegó a un Sehun helado, encogido sobre sí mismo, que se levantó al instante ante la
llegada del maestro. Entonces Kyungsoo vio que cada vez era más alto y que debería
arreglarle el bajo de los pantalones que ya dejaba ver la totalidad de sus calcetines.
Entraron en la sastrería y encendieron el pequeño radiador que les mantenía calientes en
invierno. Tenían cuatro entregas esa semana, así que Sehun comenzó a hilvanar
rápidamente los delanteros con las espaldas mientras Kyungsoo leía el periódico antes de
ponerse de nuevo al trabajo.

Llevó la taza a sus carnosos labios mientras pasaba una de las páginas y entonces sus
ojos toparon con el titular situado en la parte inferior izquierda de la sección de sociedad.
La taza cayó al suelo y el café cubrió la madera gastada por los tacones de elegantes y
vibrantes mujeres sureñas. El corazón de Kyungsoo pasó a su garganta y está le empezó
a doler al mismo tiempo que le quemaban los ojos.

Ese día, Sehun tuvo que bajar dos veces a comprar tabaco.

“La boda de Kim Jongin y Krystal Jung: el acontecimiento social del año 1954”, pudo leer
Jenn en un artículo grapado a una de las hojas del diario.
Al pasar la página, se podía ver que había restos en el margen de la libreta de un par de
hojas arrancadas. Jenn miró la caja que tan celosamente había guardado en su
habitación. Ignoró los artículos, tirando tras de sí cosas como “El comportamiento sexual
masculino” de Alfred Kisney o un titular con el nombre y la foto de Rosa Parks, llegando al
fin a su tan deseado tesoro: unas páginas arrugas, tal vez arrancadas por la rabia y
guardadas por la añoranza del pasado.

Procedió a su lectura, estirándolas sobre el diario, como tratando de pegarlas tan solo con
el contacto de los cachos rotos. Arreglar algo no era así de fácil.

6
Kyungsoo se había imaginado a sí mismo haciendo algo distinto. Cualquier cosa. Podía
hacer como hacía algunos meses, que había pensado en aceptar el destino, resignarse,
coger su mejor traje y felicitar a la feliz nueva pareja con un sonrisa sincera en la cara. Tal
vez incluso enfadarse, ridiculizar a Jongin en frente de los pretenciosos de sus padres o
gritarle que decidiera por una vez por sí mismo. Pero no podía. Simplemente no podía
hacer nada. Su corazón estaba demasiado roto de nuevo como para intentarlo.

De alguno modo que desconocía, se volvió un ermitaño, encerrado entre las cuatro
paredes de sus sastrería, haciendo encargos para la boda, dejando cada pedazo de su
corazón roto en cada una de las puntadas y en cada una de las costuras. De algún modo
Sehun se volvió su único contacto con el exterior, trayéndole comida y hablándole de
banalidades varias. Baekhyun acudía dos veces a la semana, haciendo huecos en su
apretada agenda de algún modo extraordinario, y aprovechando los momentos de silencio
para anotar ideas para su nuevo libro. Josephine había llevado pastel de manzana un día,
y Kyungsoo se lo había agradecido con una sonrisa dormida y vaga.

–¿Desde cuándo fumas, Kyungsoo?


Baekhyun y Kyungsoo se dirigieron una mirada cómplice. Josephine se fue esa tarde con
un molde de tarta vacío y sin una sola respuesta. Baekhyun se quedó leyendo a
Hemingway y Kyungsoo siguió cosiendo el traje del hermano del novio mientras pensaba
que deseaba ir a junto de Jongin, atestarle una buen mandoble y decirle, ordenarle
incluso, que dejara de pensar en lo que los demás querían y pensara en lo que él quería.

Pero, de nuevo, no habían hablado nada sobre eso. ¿Y si él quería? ¿Y si el anillo no era
una orden sino una elección? ¿Y si Kyungsoo era solo un entretenimiento más?

Los “y si” hicieron que Kyungsoo se acostara con un dolor de cabeza irremediable esa
noche.

–¿Por qué Jongin no lo visitó? – se preguntó Jenn.


En diciembre, Kyungsoo decidió que no podía seguir así. Cogió sus maletas e hizo lo que
mejor sabía hacer: huir.

Llegó a Donaldsonville con el cuerpo cansado y la mente todavía más. Se dejó en


cuidados de su padre, que como otras veces, no hacía preguntas y solo ofrecía consuelo.
La mirada agradecida de Kyungsoo sirvió de pago a las mantas calientes, el té humeante
y las tortitas con sirope, mientras ambos compartían recuerdos de la infancia del hijo entre
carraspeos oxidados de un hombre que cada vez estaba más viejo y cada vez estaba
más despistado.

Pero era solo una cárcel en el infierno, porque su hogar estaba lleno de recuerdos de
Jongin, que había quedado reducido a tickets arrugados en los bolsillos de sus pantalones
y restos de gravilla en la parte posterior de sus prendas. Un día decidió meter todas la
cosas en cajas: los libros prestados y los que le recordaban a él, la ropa que alguna vez
llevó, las escasas fotos que tenían junto a sus amigos y todas las entradas que había ido
guardando con los años. Las lágrimas corrieron cuando lo dejó en el gran contenedor,
sintiendo que una parte de él, una parte más importante de lo que se atrevería admitir,
quedaba allí también.

–¿Y qué has hecho con la sastrería, hijo?

–La he cerrado durante un tiempo, padre. He venido a cuidar de ti – dijo mientras cogía su
mano.

–Y a cuidar de ti – y su padre nunca se equivocaba.

Salió a fumar al porche para no molestar a su progenitor con el humo intoxicante. Observó
con pena el tronco del gran sauce que una vez estuvo allí.
–¿Desde cuándo fumas, hijo? Es malo para tu salud.

Kyungsoo sonrió con tristeza.

–Estoy acostumbrado a las cosas que son malas para mí.

Pasó la página rápidamente. Tenía que saber qué era lo que pasaba a continuación, pero
entonces se encontró con que el diario se había quedado en blanco, con un último
mensaje: “ha muerto”, en tinta negra y gastada. Siguió pasando páginas, buscando algún
tipo de final escondido celosamente entre hojas de papel, pero lo único que encontró fue
una entrada gastada para un espectáculo de jazz en el Preservation Hall de Nueva
Orleans.

–No – susurró Jenn –. Esto no puede acabar así.

No era justo para ellos que eso acabara así. ¿Dónde estaba el final feliz? ¿Dónde estaba
el fiasco de la boda? ¿Dónde estaba la reunión después de años, en la que ambos se
encontrarían ya casados?

Su abuelo había seguido en la sastrería en Nueva Orleans. ¿Qué había pasado con Kim
Jongin? ¿Por qué no se habían reencontrado?
Jenn se acostó esa noche con una presión en el pecho que le impedía respirar con
normalidad, después de rebuscar horas y horas entre los dibujos envejecidos de su
abuelo y los artículos de prensa coleccionados a lo largo de su vida. Esa noche soñó con
Stonewall, el “blue discharge” y el código Hays, términos observados entre las numerosas
hojas de papel de celulosa.

Nada más levantarse había comenzado a investigar y tras un largo rato había podido
averiguar que la familia Kim, dueña de la compañía Iridion, S.A., se encontraban
disgregada por completo, en paraderos en su mayoría desconocidos, ateniendo las
distintas fábricas repartidas por los diferentes estados. Kim Jongin se había jubilado hacía
años, y se había retirado de la vida pública al mismo tiempo, pero Jenn sentía que lo
podría encontrar en su antigua casa en Donaldsonville,porque si había regresado todos
los veranos desde 1947, ¿por qué no ese también?

Ignorando las quejas familiares y la evasión del tema (“Kim Jongin era solo un amigo de tu
abuelo, ¿para qué quieres buscarlo?”), se había puesto camino a la pequeña ciudad.
Después de un largo viaje en su Cadillac del 51 negro, había llegado a Division Street.
Las rejas se abrieron una vez llamó al portero, solicitado audiencia con Kim Jongin.

Tras aparcar el coche, salió y se fijó en la entrada de la gran casa. En el porche de la


vivienda se encontraba un señor de unos ochenta años, de pelo blanco y cara abotargada
y llena de arrugas, con las mejillas flácidas y con manchas púrpuras. Tenía un par de
gafas con un cristal un tanto amarillento y estaba sentado sobre una mecedora mientras
un joven leía algo a su lado.

–¿Puedo ayudarla en algo, señorita? – preguntó una voz grave y ronca, gastada por el
tiempo.

Jenn miró al hombre de arriba a abajo.

–Estoy buscando a Kim Jongin.

–Presente.

La chica miró los ojos vidriosos, cuyo iris comenzaba a perder la definición en la parte
superior. Agarró con fuerza el diario que llevaba en la mano derecha contra su pecho.

–¿Qué quiere, señorita?

–Y-yo... Yo venía a hablarle de mi abuelo. Usted lo conocía.

–¡Oh! ¿No me diga? Pero no se quede de pie. Siéntese, por favor. Los amigos de mis
amigos son mis amigos – Jenn ocupó una silla que quedaba justo al lado del joven de
pelo negro –. Este es mi nieto Jongdae, por cierto. ¿A que es muy guapo? – añadió el
hombre y luego se acercó un poco más a ella –, y está soltero – susurró.

Jenn rió tímidamente mientras el tal Jongdae exclamaba “¡Abuelo!” en tono de fastidio.

–Bonito coche, ¿es suyo? Yo tenía uno igual cuando era joven. Era azul metalizado – los
ojos del viejo miraban al coche, pero su cabeza se encontraba lejos de allí, en un pasado
desconocido para Jongdae y que Jenn había leído a grandes rasgos en páginas blancas y
gastadas – Pero bueno, no deje que le dé la brasa y dígame qué le trae por aquí.
–Abuelo, ya te lo ha dicho – dijo su nieto en tono exasperado.

–¡Ah! Sí, claro, claro. Dígame, señorita, ¿quién era su abuelo?

Jenn miró a los ojos a aquel señor del que tanto había conocido a través de las palabras
de su abuelo.

–Mi abuelo era Do Kyungsoo – todavía le dolía usar el pasado al referirse a su abuelo.

Los minutos siguiente se resumieron en un Jongin viejo y gastado mirando a los lados con
semblante pensativo. Su expresión iba convirtiéndose en una de dolor a medida que
recordaba, y Jenn distinguió en él, entre arrugas y manchas, esos rasgos que alguna vez
lo hicieron atractivo. Con los años, al igual que algunas estrellas de Hollywood clásicas,
Jongin se había quedado con esa elegancia que solo podía aumentar con la madurez.

–Así que eres la nieta de Kyungsoo – dijo una voz débil, como la que se le queda a uno
después de atragantarse.

–Sí.

–Y dime – dijo volviendo a balancearse en su silla –. ¿Qué tal está?

Ambos hombres observaron cómo la expresión de la chica se oscurecía y sus manos


llevaban el libro que estaba contra su pecho a reposar encima de sus piernas.

–Falleció.

La silla paró de moverse. Los ojos se abrieron ampliamente. Jongin llevó un pañuelo de
tela que tenía en el bolsillo de su camisa de manga corta a su boca y tosió fuertemente.
Le temblaron las manos venosas y huesudas, con piel que colgaba como lo hicieron más
de una vez los adornos de carnavales en la Nueva Orleans de Luisiana.

–¿Y qué quiere hablar, entonces? – sus ojos brillaban más que antes, su voz temblaba y
su ceño estaba fruncido.

–Mi abuelo... – Jenn se paró un momento. Había pensado exactamente las palabras que
iba a utilizar de camino en el coche, pero ahora no era capaz de recordar ninguna de
ellas. Tragó saliva, sintiendo su boca pastosa –. Mi abuelo escribió este diario – señaló al
libro – en el que explicaba vuestra historia.

–¿Kyungsoo hizo eso? – preguntó el viejo y gastado Jongin, anonadado, llevándose la


mano con el pañuelo al pecho que una vez fue totalmente plano.

–Sí. Y no tiene un final. Necesito saber cómo acaba. Mi abuelo no dice cómo se casó con
mi abuela, o si la boda entre usted y Krystal sucedió al final y yo... yo... Yo realmente
necesito saberlo.

El hombre de mayor edad recibió unos ojos jóvenes, llenos de dolor y de venas rojas, que
de algún modo habían sido testigos de la historia de una vida entera. O casi. Jongin
sonrió. La postura decidida y la expresión viva le recordaban tanto a un hombre que había
amado con toda su alma. Realmente esa pequeña era la nieta de Kyungsoo. Sonrió
ligeramente, mostrando unas encías violáceas y unos dientes amarillentos.

–Es una historia larga, pequeña.

–Tengo todo el tiempo que haga falta.

–Esta bien, entonces – el hombre se levanto con ayuda de un bastón y de su nieto y entró
en la casa. Allí, se sentó en un sofá del salón que había nada más entrar en la casa y
encendió un cigarrillo que guardaba en una mesa canija, de tres patas.
–Abuelo, no puedes fumar – avisó Jongdae en un tono de alarma.

–Permítele un último placer a este pobre viejo.

El humo llenó la estancia junto a las palabras de Jongin, que eran escuchadas por Jenn
con entusiasmo, como quien lee las últimas páginas de su libro favorito. Jongdae
abandonó a ambos para que pudieran hablar tras la sugerencia del viejo Jongin de que
fuera a comprar los ingredientes para la cena. Ahora iban a ser tres personas.

–El principal problema de tu abuelo y yo – dio una calada – es que nos conocimos en una
época llena de tabúes. Pero tal vez el problema fue que éramos jóvenes e insensatos y no
supimos luchar por lo que queríamos.

Jenn escuchó durante dos horas y varios cigarrillos una historia complementaria a la que
ya sabía, de un hombre que años después pensaba en ciertas decisiones de su vida
como grandes errores que no había sabido ver en el pasado. Cuando llegaba a la parte
en la que se había quedado su abuelo, Jongin paró de hablar.

–¿Cómo continúa?

–¿Cómo quiere que continúe? – dio una calada –. Usted está aquí. Jongdae está aquí.

No era un “aquí” de lugar, sino un “aquí” de presentes en el mundo.

–¿No se volvieron a encontrar usted y mi abuelo? – preguntó ansiosa.

–Jenn, querida mía – suspiro –, ¿sabía usted que el ser humano es el único animal que
cae dos veces en la misma piedra?

–¿Y qué significa eso? – respondió al borde de la desesperación.


–Significará lo que usted quiera que significa – la última calada –. Su abuelo y yo fuimos
dos hombres normales y corrientes que hicieron cosas normales y corrientes, pero nos
amamos y de algún modo eso fue suficiente para ambos. Detalles insignificantes, finales
tristes... ¿Qué importan ahora?

Importaba para Jenn. Necesitaba algo en lo que creer, necesitaba saber que su abuelo
había muerto feliz, que no tenía ningún remordimiento. Necesitaba saber que había
muerto sabiendo que Jongin le amaba, y quería que el hombre que ahora estaba delante
de ella supiera eso. Su abuelo tendría que haber dejado un mensaje, algo que ella
pudiera trasmitirle a Jongin.

¿Qué se suponía que tenía que hacer ahora?

Durante la primavera, Nueva Orleans estaba decorada para los carnavales con guirnaldas
de plata colgadas de las puertas y ventanas, adornando la ciudad y creando un ambiente
bello y especial. Los niños disfrutaban de los pasteles caseros, engullendo cada porción
como si fueran el más exquisito manjar (al igual que algunas mujeres que decidían
saltarse la dieta por un día). Los adultos paseaban con máscaras de animales, adornadas
por lentejuelas y plumas, recuperando por un día su infancia perdida.

En la pequeña tienda del Cuarto Francés, un hombre hecho y derecho confeccionaba un


traje, vigilado por los ya arrugados ojos de su maestro, que observaba la técnica con una
actitud crítica y férrea. El joven terminó de colocar las piezas en el maniquí y entonces se
levantó el individuo de mediana edad y dio vueltas alrededor del mismo.

Una sonrisa fue todo lo que necesitó el joven aprendiz para saber que había tenido éxito.
Salió pitando de la tienda para comprar limonada, por los viejos tiempos. La campanilla
sonó con fuerza ante la intensidad y vigor con el que el más joven había abierto la puerta.
El mayor rió levemente hasta que escuchó que la campanilla volvía a sonar, más
débilmente esta vez.

–Buenas tardes.

Voz grave, sonrisa amplia, piel morena, ojos marrones. Gestos repetidos en el tiempo con
la pequeña diferencia del paso del tiempo y sus efectos. Déjà vu.

El hombre de la tienda mostró sorpresa inicial, que luego se convirtió en una mezcla de
resignación a lo que venía, de melancolía a lo que habían pasado y de alegría por que de
algún modo volviera a pasar. Esbozó una sonrisa inundada por ironía.

–Buenas tardes, Jongin.

La historia se repetía.

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