Estrés, Atención y Memoria
Estrés, Atención y Memoria
Estrés, Atención y Memoria
INTRODUCCIÓN
La vida, desde sus formas más elementales a las más complejas y evolucionadas,
se apoya en dos características básicas: la irritabilidad y la sensibilidad. La primera
propiedad implica la capacidad de respuesta ante los estímulos bióticos o necesarios
para el mantenimiento del ser vivo; la segunda, la sensibilidad, significa la capacidad
para responder tanto a los estímulos vitalmente importantes como a los estímulos
abióticos o neutrales. La aparición de la sensibilidad en el proceso evolutivo significó el
primer indicio biológico objetivo del surgimiento de la psique (Luria, 1977).
Por otra parte, vivir exige el mantenimiento relativamente constante del medio
interno (homeostasis) y responder a los cambios que continuamente se producen en el
medio externo (adaptación). Mantener el equilibrio interno y responder adaptativamente
implican, a su vez, un conjunto diverso y complejo de reacciones, como, por ejemplo,
respuestas fisiológicas, respuestas emocionales, respuestas cognitivas y respuestas
motoras y conductuales, en general.
Ante cualquier estímulo o demanda ambiental, el organismo emitirá siempre dos
tipos de respuesta: una específica para la situación estimular concreta y otra no
específica. Si en un momento determinado un trabajador recibe la noticia de que la
empresa está considerando su continuidad y que existe una alta probabilidad de que su
contrato sea rescindido, su organismo emitirá dos tipos de respuesta: por un lado, la
respuesta específica de buscar información fiable sobre el asunto, entrevistarse con el
representante sindical, hablar con su jefe inmediato, etcétera, encaminadas a solucionar
o a buscar una solución a la demanda ambiental concreta; y, por otro lado, su cuerpo
experimentará una serie de reacciones fisiológicas como taquicardia, tensión muscular,
sudoración, elevación de la presión arterial, etcétera, que no guardan ninguna relación
específica con el problema. El descubrimiento básico de los estudiosos del estrés es que
1
Este trabajo apareció publicado en J.L. González de Rivera (Ed.) (2005). Las claves del mobbing.
Madrid: Editorial EOS (pp. 35-65).
1
ese mismo patrón de reacciones no específicas forma parte siempre del patrón de
respuesta ante cualquier estímulo. Ante una infección bacteriana como una faringitis,
por ejemplo, nuestro cuerpo responde con una serie de síntomas de naturaleza defensiva
(dolor de garganta, tos, fiebre, dolor de cabeza, etc.), que configuran la llamada
“respuesta específica”, más un conjunto de signos no relacionados directamente con la
situación (aumento del ritmo cardíaco y respiratorio, sudor, aumento de la presión
arterial, etc.), que se denomina “respuesta no específica”. Pues bien, parece que la
respuesta no específica está constituida siempre por el mismo conjunto de reacciones.
En un riguroso estudio sobre los cambios fisiológicos experimentados por los jugadores
de ajedrez durante un torneo, se observó que su ritmo respiratorio y sus contracciones
musculares se triplicaban, así como que su presión arterial sistólica (“la alta”, en el
lenguaje popular) se elevaba por encima de 200, lo mismo que se observa en los atletas
durante una competición (DuBeck y Leedy, 1971, citado en Sapolsky, 1995).
Hans Selye (1956), el gran pionero en el estudio del estrés, llamó, precisamente,
“síndrome de estrés biológico” (más conocido como “Síndrome General de
Adaptación”) a la respuesta no específica del organismo ante cualquier demanda; que
consiste, básicamente, en prepararse para “luchar o escapar”, según palabras del
fisiólogo norteamericano Walter Cannon (1919). El estrés biológico es, por tanto, algo
inherente a la vida de los animales: una parte esencial y absolutamente necesaria de
nuestras vidas; de ahí lo acertado de la sentencia “los individuos somos, en definitiva, el
resultado de nuestras experiencias de estrés” (Sandi, Venero y Cordero, 2001, p. 7).
El estrés se convierte en un problema cuando vivimos y trabajamos en
situaciones en las que los estresores se mantienen intensamente durante períodos
prolongados de tiempo o, lo que es lo mismo, cuando el individuo vive y trabaja en
situaciones de estrés crónico. Robert Sapolsky (1995, p. 37) escribe al respecto: “Si se
activa repetidamente la respuesta al estrés, o si no se puede desactivar de forma
adecuada al final de un hecho estresante, se vuelve casi tan nociva como los propios
agentes estresantes”. Y concluye: “Un amplio porcentaje de las enfermedades asociadas
al estrés son trastornos derivados de una respuesta de estrés excesiva”. Aunque como
Selye (1979) ha matizado, “los efectos del estrés pueden ser curativos o dañinos,
dependiendo de si las reacciones bioquímicas que lo caracterizan combaten o acentúan
el problema”.
En el contexto de uso actual, el término estrés se refiere a aquellas situaciones en
las que los mecanismos normales de regulación homeostática del organismo fracasan
2
para adaptarse a la situación. En otras palabras, una situación se convierte en estresante
cuando el organismo no puede adaptarse a ella. En tales casos, el cuerpo emite una gran
variedad de respuestas que resultan anormales por su intensidad y por su duración; a
saber, respuestas fisiológicas (e.g., aumento de la secreción de hormonas del estrés,
como la adrenalina y el cortisol, etc.), respuestas emocionales (e.g., ansiedad, fatiga,
irritabilidad, miedo, amenaza, depresión, etc.), respuestas cognitivas (e.g., falta de
concentración, distraibilidad, olvidos, etc.) y respuestas conductuales (e.g., ingesta
excesiva de alimentos, ingesta de drogas, conductas impulsivas, etc.). Por tanto, la
respuesta al estrés biológico, que es algo fundamental para vivir, puede convertirse en
situaciones de estrés prolongado o extremo, como, por ejemplo, una situación de acoso
moral en el trabajo, en una auténtica agresión para el propio cuerpo y la propia mente.
El objetivo de este capítulo estará limitado exclusivamente al análisis de los efectos del
estrés sobre dos aspectos básicos de la cognición: la atención y la memoria.
3
demás será inhibido por mecanismos atencionales que tienen como función impedir que
esa información –considerada como no relevante en ese momento– invada la conciencia
y altere la marcha adecuada de nuestra conducta. El procesamiento “especial” de los
estímulos seleccionados significa que recibirán un análisis más profundo o más
elaborado, y el que los estímulos no seleccionados sean “desechados” significa que sólo
recibirán un procesamiento muy superficial o, en el caso de que sea profundo,
insuficiente para alcanzar el umbral de la conciencia. En definitiva, lo que recibe
atención entra en la conciencia y nos percatamos de ello, lo que es inhibido nos pasa
desapercibido.
Hay que tener en cuenta, además, que los mecanismos de la atención son muy
flexibles o, lo que es lo mismo, pueden cambiar el foco atencional a toda velocidad de
un estímulo a otro. En cualquier persona sana y relajada (no estresada), los cambios de
la atención de una cosa a otra (por ejemplo, de lo que nos está diciendo en este instante
nuestro jefe a lo que sabemos al respecto por otro compañero o al dolor que nos está
produciendo en este momento el zapato izquierdo y vuelta a lo que nos están diciendo)
se producen a tal velocidad que la sensación que se tiene es que se está atendiendo a
varias cosas al mismo tiempo. Sin embargo, las cosas no parecen ser así. Ni falta que
hace, teniendo en cuenta la rapidez con la que cambiamos el foco de nuestra atención.
La atención, por tanto, es siempre selectiva y no parece que pueda funcionar de
una manera dividida; aunque con frecuencia se hable de “atención selectiva” y de
“atención dividida” para referirse a formas diferentes de atención. El origen de estas
expresiones se encuentra en la evolución histórica de la investigación experimental de la
atención y, de hecho, los términos “selectiva” y “dividida” siguen siendo útiles para los
investigadores porque permiten definir con rigor condiciones experimentales. Sin
embargo, en mi opinión, no son necesarios cuando se alude a situaciones cotidianas de
la vida real. Por el contrario, otra expresión muy conocida en el contexto de estudio de
la atención, en concreto, “atención sostenida” (mantenida, continua, etc.), utilizada para
referirse a situaciones en las que las demandas del ambiente exigen prestar atención al
mismo estímulo durante períodos prolongados de tiempo, sí que merece la pena ser
destacada; pero, no porque apunte a ninguna forma diferente de atención, sino porque
hace referencia a situaciones extraordinarias en el funcionamiento atencional. Prestar
atención es un proceso que requiere un gran esfuerzo –cognitivo y no cognitivo, como
muy claramente documentó Kahneman (1973)–, y ello es así porque la atención es
cambiante por naturaleza: cumple mejor su función adaptativa si permite que nos
4
percatemos de muchos eventos del ambiente en pocos segundos –lo que se consigue
cambiando el foco con rapidez y eficacia de unos estímulos a otros– que si se queda
fijada a un solo evento a riesgo de que otros sucesos de la misma o mayor importancia
vital pasen desapercibidos. Por tanto, resulta muy oportuno contar con la expresión
“atención sostenida” porque, en esas situaciones –en las que se habla de
“concentración” o de que alguien “está concentrado” en algo–, la atención se encuentra
en condiciones especialmente vulnerables a los efectos perturbadores de múltiples
factores tales como el estrés.
Para entender cómo la atención se fija o se concentra en cada momento en lo
importante, o cómo y por qué “es llamada” por algo (“Me llamó la atención ver a tu
hermano tan concentrado en su trabajo”, “A mi no me llama la atención nada de lo que
diga ese señor” o “Ese niño no se fija en nada de provecho” son formas frecuentes
mediante las cuales expresamos cotidianamente la actividad de la atención), conviene
saber que los dos motores básicos que movilizan la atención son la emoción y la
memoria. Es decir, que la emoción y la memoria juegan un papel clave a la hora de
determinar lo que tiene o no importancia en cada momento y, consecuentemente, qué es
lo que debe recibir atención y qué no, respectivamente.
Como ha señalado muy recientemente Rebecca Compton (2004), del
Departamento de Psicología del Haverford College (Pensilvania, EE.UU.), la
significación emocional de los estímulos es un marcador esencial de lo que tiene
importancia para el organismo, precisamente porque las personas consideramos como
“emocionales” a aquellos estímulos que tienen consecuencias potenciales para la
consecución o para la obstrucción de nuestras metas y objetivos. Por consiguiente, todo
lo que tenga una valencia emocional para nosotros llamará nuestra atención y se
convertirá en objeto de análisis. Lo cual no significa que siempre será analizado
profundamente, porque, inmediatamente después de la evaluación emocional, será el
conocimiento almacenado en nuestra memoria el que nos permitirá decidir si, en
función de las experiencias pasadas, dicho estímulo o situación merece nuestra atención
o no. La memoria, pues, nos proporciona información a la hora de decidir si prestamos
o no atención a los objetos y, en reciprocidad, los objetos que reciban atención serán
mejor recordados posteriormente.
La memoria se define como la capacidad de los animales para adquirir, retener y
recuperar conocimiento y habilidades. La memoria no debe ser considerada como una
entidad unitaria, como una sola cosa, sino como un conjunto de sistemas independientes
5
aunque interactuantes. Los diversos sistemas de memoria se rigen por reglas propias de
funcionamiento, están especializados en el tratamiento de diferentes tipos de
información y dependen de la activación de áreas cerebrales distintas (Squire, 1992;
Schacter y Tulving, 1994; Ruiz-Vargas, 2002).
Una clasificación de la memoria muy extendida entre los teóricos e investigadores
es la que distingue entre memoria declarativa y memoria no declarativa. A grandes rasgos,
la memoria declarativa se define como la capacidad para adquirir, retener y recuperar
consciente e intencionadamente eventos y hechos generales, y la memoria no-
declarativa o procedimental es considerada como un conjunto heterogéneo de
capacidades de aprendizaje y memoria que se expresan a través de la acción y no
permiten el acceso a ningún contenido consciente de memoria (Squire y Zola, 1996).
Precisamente, la diferencia existente entre ambos sistemas respecto al modo de
recuperación (consciente/no consciente, respectivamente) permite establecer un
paralelismo entre la dicotomía “declarativa versus no declarativa” y la dicotomía,
especialmente aceptada y extendida entre los teóricos, “memoria explícita/memoria
implícita”, respectivamente (Graf y Schacter, 1985). Un sistema de memoria se
considera explícito cuando sus contenidos se expresan a través de un acto intencional y
deliberado de recuperación; mientras que un sistema de memoria implícito es aquél
cuyas representaciones se manifiestan automáticamente y sin participación alguna de la
conciencia del sujeto.
En función de la dimensión explícito/implícito, se han distinguido cinco grandes
sistemas en la memoria humana: memoria procedimental, sistema de representación
perceptiva, memoria semántica, memoria episódica (estos cuatro son sistemas a largo
plazo) y memoria operativa (a corto plazo)2. La memoria procedimental es una memoria
de acción. Esto significa que sus operaciones se expresan a través de nuestra conducta en
forma de procedimientos altamente cualificados. Nadar, escribir a mano o a máquina,
coser, montar en bicicleta o tocar un instrumento musical serían algunos de los
innumerables ejemplos de tareas que dependen de este sistema de memoria. Como es fácil
de suponer, éste es un sistema de memoria implícita.
El sistema de representación perceptiva comprende un conjunto de subsistemas
cuya función es facilitarnos la identificación de las palabras y de los objetos. Dado que
este sistema de memoria también es implícito, no es fácil poner ejemplos sencillos. No
2
El lector interesado en una exposición detallada de todos y cada uno de los sistemas de memoria, sus
características, funciones y bases cerebrales, puede consultar Ruiz-Vargas (2002, cap. 4).
6
obstante, si este sistema fallase nos resultaría muy difícil o imposible hacer bien algo
tan sencillo como reconocer las caras de nuestros conocidos, identificar nuestro coche o
reconocer nuestro lugar de trabajo.
La memoria semántica es el sistema encargado de la adquisición, retención y
utilización del conocimiento sobre el mundo, en el sentido más amplio del término.
Todo lo que sabemos sobre el mundo en general constituye el contenido de la memoria
semántica. Por ejemplo, el hecho de saber que si suelto una manzana se cae, que el
cristal es frágil, que el fuego quema, que debemos ser respetuosos con los demás,
etcétera, etcétera, es posible gracias a nuestra memoria semántica. Como se puede ver,
todo lo que hay en la memoria semántica equivale a lo que tradicionalmente se ha
llamado conocimiento y su recuperación es implícita.
La memoria episódica es la memoria para los sucesos vividos personalmente.
Gracias a esta memoria podemos recuperar conscientemente –es decir, de forma
explícita– los experiencias personales de los eventos pasados enmarcadas en su
momento y en el lugar específico en el que ocurrieron. Por ejemplo, el primer día de
nuestro primer trabajo, las vacaciones del pasado verano, la cena de la última
Nochevieja o lo que hicimos ayer por la tarde, serían experiencias registradas en nuestra
memoria episódica. La memoria episódica registra, como se ve, la historia de nuestra
vida o, lo que es lo mismo, nuestra autobiografía, de ahí que también sea llamada
“memoria autobiográfica”.
La memoria operativa es un sistema a “corto plazo” gracias al cual podemos
mantener activada una cantidad limitada de información durante un corto espacio de
tiempo y manipular simultáneamente esa u otra información. Por ejemplo, recordar las
diferentes cifras de un número de teléfono hasta que lo marcamos, resolver mentalmente
cuántas son 126 más 78 ó mantener una conversación sin “perder el hilo” de la misma,
serían algunas de las múltiples actividades u operaciones que podemos realizar gracias a
la intervención, fundamental pero no única, de la memoria operativa.
Una última cuestión básica sobre la memoria tiene que ver con los procesos
básicos que permiten que los distintos sistemas funcionen adecuadamente. Tres son los
procesos básicos: codificación, almacenamiento y recuperación. La codificación o
registro de la información se refiere a cualquiera de las operaciones que realizamos para
aprender algo; es decir, a todo lo que hacemos para que la información quede
representada en la memoria. Por ejemplo, todos sabemos que repetir las cosas o
7
extraerles el significado o comprenderlas nos ayuda a recordarlas mejor después; pues
bien, la repetición y la extracción del significado serían dos estrategias de codificación.
El almacenamiento o retención se refiere a la permanencia de la información en
los sistemas de memoria. Salvo en el sistema de “memoria a corto plazo”, la
información queda almacenada en la memoria virtualmente toda la vida. El
almacenamiento implica también otro proceso importantísimo: la consolidación o la
creación de memorias a largo plazo. A nivel molecular, la consolidación implica que las
modificaciones sinápticas a corto plazo se transformen en cambios permanentes en la
conectividad sináptica. A nivel de sistemas cerebrales, los procesos de consolidación
implican al hipocampo como la estructura clave para que, a través de un diálogo lento y
duradero hipocampo/córtex, las huellas de memoria queden almacenadas
permanentemente en áreas específicas del neocórtex (Alvarez y Squire, 1994;
McGaugh, 2000).
La recuperación, finalmente, se refiere a los procesos que nos permiten acceder
y utilizar la información que está almacenada en nuestra memoria siempre que lo
necesitamos.
Para explicar los efectos del estrés sobre la cognición se ha recurrido al diferente
poder explicativo de una serie de leyes y modelos con gran tradición en el campo
psicológico.
La ley de Yerkes-Dobson
En la primera década del pasado siglo XX, Yerkes y Dobson (1908) formularon
a través de una ley que lleva su nombre una de las generalizaciones que mejor explican
las complejas relaciones entre diferentes niveles de estrés y el rendimiento en tareas
cognitivas. En concreto, dicha ley establece que el rendimiento cognitivo es mejor
cuando la persona se encuentra en un estado de estrés o de arousal óptimo3, de modo
que por encima o por debajo de dicho estado el rendimiento se deteriora. Este postulado
establece, por tanto, que la calidad del rendimiento es una función del estrés en forma
de U invertida (ver Figura 1).
3
El término inglés “arousal”, de uso común entre los científicos de cualquier lengua, hace referencia a
“activación general”.
8
Bueno
Rendimiento
Malo
9
explicativa de esta ley y han concluido que las interacciones entre los estresores y el
rendimiento cognitivo son bastante más complicadas que lo que implica la curva en U
invertida (cf. Eysenck, 1982; Christianson, 1992; Baumler, 1994). Además, la ley de
Yerkes-Dobson se limita a predecir, pero no explica la relación en U invertida entre
estrés y cognición.
La hipótesis de Easterbrook
Easterbrook (1959) propuso que los estados elevados de estrés reducen la
amplitud de la atención, con la consiguiente disminución del rango de señales a
disposición del organismo para guiar su actividad. Este planteamiento teórico permite,
por tanto, explicar por qué cuando aumenta el estrés se deteriora el rendimiento: el
estrés elevado produce un incremento de la selectividad atencional o, con otras palabras,
un estrechamiento del foco atencional, que hace que la atención se concentre en los
detalles centrales de un evento a costa de ignorar los otros aspectos.
Existe abundante evidencia experimental en apoyo de la hipótesis del
“estrechamiento de la atención” (cf. Easterbrook, 1959; Kahneman, 1973; Eysenck,
1992). Asimismo, las investigaciones sobre el modo como afecta el estrés emocional al
recuerdo de los aspectos centrales y al recuerdo de los detalles periféricos de un evento
(como veremos más adelante) aportan evidencia clara en apoyo de la hipótesis de
Easterbrook. No obstante, y aunque existe la creencia generalizada de que esta hipótesis
ofrece una buena explicación de los efectos del estrés sobre el rendimiento cognitivo, se
dispone de evidencia contraria a la misma (e.g., los llamados “recuerdos fotográficos” o
flashbulb memories –que serán comentados más adelante– no podrían ser explicados por
un proceso de estrechamiento de la atención).
10
será dirigido a la señal amenazante, con el consiguiente abandono del asunto o tarea que
se tenía entre manos.
Tomemos el ejemplo de un conductor que circula por una carretera libre del más
mínimo indicio de peligro: dicho conductor conduce tranquilo, su mente puede estar en
su lugar de trabajo, en su casa, en el paisaje o en cualquier otro sitio, por lo que su
atención a la conducción y a la carretera será mínima: no necesita más. Si, de repente,
aparecen ante sus ojos señales que le hacen sospechar que a unas decenas de metros se
ha producido un accidente, el curso de su atención y de toda su actividad cambiará
drásticamente: la situación de alarma provocará cambios corporales, su organismo
emitirá inmediatamente respuestas a la tensión o al estrés provocado, podrá incluso
sentir miedo o ansiedad, sus recursos atencionales aumentarán considerablemente y
serán dirigidos en su totalidad hacia el punto de la amenaza; en pocas palabras,
abandonará sus pensamientos anteriores y toda su atención y su conciencia serán
arrastradas por las señales de peligro a las que se acerca.
En situaciones amenazantes como la descrita, la capacidad atencional alcanza
sus límites máximos al tiempo que restringe su campo: hay que prepararse para hacer
frente a la situación de peligro y a nada más. La cuestión clave que se han planteado los
investigadores interesados en los efectos del estrés sobre la atención podría formularse
así: ¿Cómo se distribuyen los recursos atencionales o cómo se asigna la capacidad
atencional de un organismo en condiciones estresantes?
Han sido numerosos los estudios que, desde la década de 1950, han examinado
la relación entre estrés y atención o, más concretamente, entre estresores ambientales y
rendimiento en tareas de atención. Sin duda alguna, entre todos ellos destaca el extenso
e influyente trabajo del gran teórico de la atención, el psicólogo británico Donald
Broadbent (1926-1993), acerca de los efectos del estrés sobre el rendimiento cognitivo.
Un resumen de los principales hallazgos de aquella primera época permite poner de
manifiesto las siguientes cuestiones de interés:
1. La diversidad de variables o factores estresantes que fueron analizados (e.g., ruido,
calor, falta de sueño, hora del día, fatiga y drogas), tanto en estudios de laboratorio
como en estudios de campo.
2. La preocupación y el interés por investigar el impacto del estrés laboral sobre los
seres humanos. Por ejemplo, Broadbent y su equipo realizaron diferentes estudios de
campo en los que evaluaron cuestiones tan novedosas en aquella época como la
11
relación entre la naturaleza del trabajo de una persona y su salud mental, o la
vulnerabilidad individual al estrés.
3. La comprobación reiterada de que los diferentes estresores generales mencionados
producen diferentes tipos de error en cualquier tarea que requiera una asignación
prolongada de atención (situación de atención sostenida).
4. Además, estos hallazgos influyeron de un modo decisivo en la evolución del
pensamiento de Broadbent sobre el concepto de atención. Así, a finales de los
ochenta, argumentó que la atención no es un sistema mecánico y automático, sino
un sistema adaptativo y flexible que está bajo la influencia del contexto.
Esta última idea resulta de especial relevancia para nuestros intereses, dado que
si la atención es, en efecto, sensible a los efectos del contexto, eso significa que la
atención es vulnerable al estrés de todo tipo (biológico, psicológico o ambiental). La
abundante investigación empírica ha demostrado que, en efecto, todos los estresores
tienen un efecto adicional sobre el rendimiento humano que se refleja en un decremento
significativo de la eficacia del sistema atencional. Esta idea ha sido investigada y
ampliada por G. Robert Hockey (cf. Hockey, 1993), quien ha comprobado que, en
situaciones de estrés laboral, se pone en marcha –como ya había observado Daniel
Kahneman (1973)– un proceso atencional de control compensatorio cuyo objetivo es
proteger la efectividad del trabajo de las perturbaciones del ambiente. Concretamente,
en las situaciones de estrés laboral (e.g., en condiciones de ruido o calor excesivo, bajo
una gran presión psicológica o en situaciones de “acoso laboral”) las personas tienden a
proteger su trabajo asignando la máxima prioridad a la consecución de sus objetivos
laborales; pero, si tales situaciones estresantes se prolongan excesivamente en el tiempo,
el mantenimiento de las prioridades laborales acabará afectando seriamente a la salud
física y emocional de las personas, porque resulta obvio que la protección del objetivo
laboral se hace en estos casos a expensas de un esfuerzo cognitivo adicional –que llega
a ser extraordinario en situaciones temporalmente prolongadas– que acabará teniendo
unos costes muy elevados sobre los sistemas emocionales y psicofisiológicos. En
resumen, la protección del rendimiento en situaciones de estrés se lleva siempre a cabo
a expensas de unos costes cada vez más elevados para otros factores del sistema
humano de acción, como son el propio sistema atencional de control, los estados
afectivos, la estabilidad emocional, el sistema cognitivo en general, y los sistemas
endocrino y nervioso autónomo; costes que acabarán afectando a la salud mental y
física de las personas.
12
Volviendo a la cuestión general que nos ocupa, ¿cómo afecta el estrés a la
atención?, se dispone de una serie de hallazgos básicos suficientemente confirmados
que podríamos resumir en una serie de déficits atencionales, entre los cuales se puede
establecer, además, una relación causal en cadena. En concreto, el estudio de los efectos
del estrés intenso y prolongado sobre la atención ha puesto de manifiesto los siguientes
fenómenos:
(1) un estrechamiento de la atención, que se concreta en una focalización de la atención
en los aspectos centrales de un evento frente a un procesamiento mínimo o nulo de
los detalles periféricos; lo que significa, a su vez,
(2) una alteración del control de la atención selectiva, con la consiguiente pérdida de
capacidad de discriminación entre información relevante e irrelevante; lo que
supone, además,
(3) una reducción de la habilidad para concentrarse en todos los aspectos relevantes de
la situación; todo lo cual significa que se produce:
(4) un incremento de la rigidez y de la labilidad atencional, y
(5) un aumento de la distraibilidad.
En definitiva, estas alteraciones de la atención como consecuencia del estrés intenso
y prolongado pueden explicarse, algunas de ellas, desde la ley de Yerkes-Dobson, otras,
desde la hipótesis de la reducción de señales de Easterbrook, y, la mayor parte de ellas,
desde la perspectiva del modelo de capacidad de Kahneman, en términos del que podría
considerarse como el efecto central y básico del estrés sobre la atención, a saber, una
alteración de la política de asignación de los recursos atencionales. En efecto, en el
influyente trabajo de Kahneman (1973), se aporta evidencia experimental y argumentos
convincentes de que el estrés alto y prolongado acaba generando una política de
distribución cada vez más desigual e imprecisa que permite explicar la evidencia
empírica y clínica.
Estrechamiento de la atención
La idea de Easterbrook (1959) de que un evento altamente emocional produce una
hiperselectividad o estrechamiento de la atención ha sido confirmada, por ejemplo, en
estudios sobre memoria de testigos en los que se ha observado que el estrés o arousal
emocional tiene efectos negativos sobre la memoria de los detalles periféricos de un
evento, al tiempo que realza el recuerdo de los aspectos centrales del mismo (cf. la revisión
de Heuer y Reisberg, 1992).
13
Un caso particularmente interesante en este punto es el efecto de “focalización en
el arma”, que se produce cuando la presencia de un arma en las manos de un criminal
afecta negativamente a la memoria de los testigos para recordar los detalles relevantes
sobre el crimen, como, por ejemplo, la cara del criminal o cómo iba vestido. Este efecto ha
sido estudiado extensamente y ha permitido establecer las siguientes conclusiones: (a) para
los testigos resulta más difícil identificar a una persona cuando un arma está presente en la
escena que cuando no, y (b) cuanto más visible es un arma, más difícil resulta a los testigos
la identificación. ¿Por qué se produce la “focalización en el arma”? La hipótesis
explicativa en la que mejor encajan los datos empíricos es la que establece que las armas
capturan la atención de los testigos, en detrimento del resto de los detalles de la escena,
como consecuencia de su naturaleza amenazante e infrecuente (cf. Pickel, 1998). En
efecto, parece que la presencia del arma atrae la atención de los testigos, que se verá,
consecuentemente, reducida en su amplitud y focalizada en dicho objeto amenazante, con
la consiguiente incapacidad para prestar atención también al resto de los detalles del
escenario del crimen.
La idea básica sobre la hipótesis del estrechamiento de la atención es el
descubrimiento de que los estímulos amenazantes o desafiantes producen una
hiperselectividad atencional que acaba produciendo sesgos de memoria. No obstante,
conviene advertir que, si en situaciones en las que las claves contextuales son importantes
para la realización de una tarea, el estrechamiento de la atención resultará perturbador al
provocar la comisión de errores y dificultar el posterior recuerdo, en aquellas otras en las
que la realización de una tarea exige una gran focalización de la atención el estrechamiento
de ésta resultará beneficioso.
14
En situaciones de estrés elevado, se acaba dañando el sistema de control de la
atención: los individuos son especialmente vulnerables a la distracción y aumenta la
probabilidad de comisión de errores en su rendimiento, que pueden limitarse a fallos
cognitivos leves (e.g., los “actos fallidos”) o incluir acciones erróneas muy graves y de
gran trascendencia (e.g., el accidente nuclear de Chernobil en 1986). James Reason, de la
Universidad de Manchester, lleva muchos años estudiando la naturaleza, las causas y las
consecuencias de los errores humanos de todo tipo (cf. Reason, 1979, 1988). Por lo que se
refiere a los actos fallidos o despistes, el propio Reason ha señalado que uno de sus
hallazgos más interesantes ha sido “la relación entre un nivel muy alto de fallos cognitivos
leves [...] y el número y grado de síntomas psiquiátricos (recogidos en autoinformes por los
propios sujetos) experimentados durante o inmediatamente después de un período de
estrés” (Reason, 1988, p. 409). Más aún, Reason ha comprobado empíricamente que un
grado muy alto de despistes es el mejor predictor de la presencia de síntomas psiquiátricos
tras un período de estrés elevado. Estos hallazgos apoyarían la hipótesis de vulnerabilidad
al estrés establecida por Broadbent, que establece, a este respecto, que los niveles altos de
fallos cognitivos están relacionados con un aumento de la vulnerabilidad al estrés
(Broadbent, et al., 1982). A partir de esa relación, Reason da un paso más y sugiere que la
combinación de niveles altos de fallos cognitivos y una elevada vulnerabilidad al estrés es
propia de individuos dominados por una fijación atencional involuntaria, lo que significa
que tales personas sufren una reducción en su movilidad adaptativa de los recursos
atencionales.
15
depresión– como “estados de humor estresado”, según expresión de Wells y Matthews,
1994).
Existe evidencia abundante y consistente a favor de la idea de que las personas
con trastornos de ansiedad presentan un funcionamiento atencional sesgado, en el
sentido de que, en situaciones en las que se da una mezcla de señales amenazantes y no
amenazantes, tienden a dirigir involuntariamente su atención a las señales amenazantes.
Esta asociación entre ansiedad y propensión a atender a la información amenazante es
algo que se asume sin discusión; sin embargo, aún no está claro si dicha propensión se
da ante todos los estímulos emocionales, todos los estímulos negativos, sólo ante los
estímulos amenazantes o sólo ante los estímulos relevantes para los intereses de la
persona ansiosa; aunque un buen número de datos parece apuntar que es más probable
ante los estímulos amenazantes (cf. Williams et al., 1997; Wells y Matthews, 1994).
Respecto a las relaciones entre depresión y atención las cosas no están nada
claras, ya que, si bien algunas investigaciones han observado un sesgo atencional en
personas deprimidas similar al encontrado en las personas ansiosas (que podría ser
atribuido a la comorbilidad de la ansiedad en la depresión), la mayor parte de los
estudios en este campo no apoyan, sino todo lo contrario, la existencia de una
asociación entre depresión y sesgos atencionales (cf. MacLeod y Mathews, 1991).
Actualmente, los datos disponibles permiten dibujar un cuadro bastante claro
acerca de las relaciones entre ansiedad y depresión y disfunciones cognitivas; a saber,
que la ansiedad se caracteriza básicamente por sesgos atencionales, mientras que la
depresión se caracteriza por sesgos en el funcionamiento de la memoria (cf. Gotlib y
MacLeod, 1997).
16
significativamente con el funcionamiento de la memoria –lo que equivale a decir con la
actuación humana– en cualquiera de los ámbitos de la vida. Si consideramos al estrés
como un continuo, en un extremo se situarían las situaciones cotidianas con un nivel de
estrés moderado donde los olvidos suelen ser benignos y atribuibles a fallos
atencionales leves o simples distracciones por el estilo actual de vida, mientras que en el
extremo opuesto estaría anclado el trauma, la condición de máximo estrés o de
perturbación emocional severa, con consecuencias muy graves sobre el funcionamiento
de la memoria.
La problemática comprendida bajo el epígrafe general “estrés y memoria” es
extraordinariamente amplia y compleja. Consecuentemente, resulta obvio que se deben
adoptar criterios restrictivos. Así pues, desde un planteamiento realista y pragmático, en
este trabajo me limitaré a revisar sólo los efectos que sobre la memoria ejerce el estrés
emocional o, lo que es lo mismo, los eventos emocionales negativos.
Existen tres tipos de hallazgos que, en mi opinión, merecen ser analizados. Por
un lado, se ha comprobado que algunos sucesos impactantes y desagradables producen
un recuerdo posterior muy preciso y detallado; por otro, se ha comprobado igualmente
que, en ocasiones, se produce una sorprendente interacción entre el nivel de estrés
emocional y el tipo de información que se recuerda (e.g., central versus periférica), y,
por último, existe evidencia de que los eventos emocionales negativos resultan a veces
muy difíciles e incluso imposibles de recordar por parte de las víctimas. El primer caso
lo analizaré recurriendo a los llamados “recuerdos fotográficos” o flashbulb memories;
el segundo a través de los estudios sobre estrés emocional y recuerdo de los detalles, y
el tercero lo fundamentaré mediante el análisis de la memoria/amnesia de los eventos
traumáticos.
Recuerdos fotográficos
El término recuerdos fotográficos se refiere al hecho de que una persona que
tiene noticia de un suceso traumático (e.g., el asalto al Congreso de los Diputados el 23
de Febrero de 1981, el asesinato del Presidente Kennedy o el derrumbe de las Torres
Gemelas de Nueva York) mantiene un recuerdo especialmente vívido, claro y repleto de
detalles sobre las circunstancias en que se encontraba cuando se enteró de la noticia
emocionalmente impactante; a saber, el lugar, el momento, el informante, la actividad que
estaba desarrollando, etcétera; un recuerdo casi fotográfico del escenario en el que estaba
que parece haber quedado congelado en su memoria y que, además, parece inmune al
17
olvido y al paso del tiempo. Desde el trabajo pionero de Brown y Kulik (1977), han sido
muchos los estudios que han confirmado el recuerdo especialmente preciso que las
personas tenemos de acontecimientos públicos y emocionalmente impactantes (e.g.,
Yarmey y Bull, 1978; Bohannon, 1988; Christianson, 1989; Ruiz-Vargas, 1993). Además,
resulta interesante destacar que estos recuerdos incluyen con gran precisión tanto los
detalles centrales como los detalles periféricos del escenario de la noticia.
El fenómeno de los recuerdos fotográficos ha sido interpretado desde diferentes
perspectivas. Brown y Kulik apelaron a la acción de un mecanismo cerebral que crea un
registro permanente de todo el evento, incluyendo el registro automático de las
circunstancias concomitantes, y que se dispararía cuando un acontecimiento sobrepasa los
niveles críticos de sorpresa y consecuencialidad, o cuando tiene una gran significación
biológica. Para estos autores, dicho mecanismo “debe haber evolucionado dado el valor
selectivo de (ciertos) eventos inesperados, pero biológicamente cruciales, que se retienen
permanentemente” (p. 97).
Otros investigadores han cuestionado tal hipótesis y han argumentado que este tipo
de recuerdos deben ser considerados como productos de los mecanismos ordinarios de
memoria (e.g., McCloskey et al., 1988). Partiendo de la hipótesis de que este tipo de
recuerdos son explicables en términos de mecanismos ordinarios y no especiales de
memoria, hace unos años llevé a cabo una investigación (Ruiz-Vargas, 1993) en la que
analicé los recuerdos de las circunstancias, la singularidad, el grado de impacto emocional
y otros factores de dos sucesos nacionales de gran relevancia: el intento de golpe de estado
de 1981 (23-F) y la muerte del general Franco (20-N). Los resultados confirmaron nuestra
hipótesis de que los factores básicos para la creación de recuerdos fotográficos son
mecanismos ordinarios de memoria; en concreto, el grado de elaboración y distintividad de
codificación de la noticia y su contexto, y que dicho grado es propiciado por la gran
cantidad de recursos atencionales que se genera cuando en un suceso concurren con fuerza
el factor sorpresa y el factor impacto emocional. En estos momentos, sin embargo,
reconozco que, a la luz de los nuevos conocimientos acerca de las relaciones entre el
estrés, la bioquímica cerebral y la modulación de la memoria, en el sentido de que el estrés
actuaría como una especie de interruptor que pone en marcha mecanismos de descarga de
hormonas (e.g., adrenalina, noradrenalina, cortisol) y otros neurotransmisores que afectan
directamente a la amígdala, al hipocampo y otras estructuras fundamentales para la
memoria, la hipótesis del mecanismo biológico de Brown y Kulik no sólo no me parece
18
implausible sino que entiendo que resulta compatible con las hipótesis estrictamente
cognitivas.
En cualquier caso, lo que interesa resaltar de los estudios experimentales cognitivos
es que los eventos emocionales negativos de gran trascendencia pública se retienen en la
memoria a lo largo del tiempo con gran vividez y precisión, sobre todo en lo que respecta a
los detalles del contexto en el que se produjo la noticia del suceso traumático. Lo cual no
significa, sin embargo, que el recuerdo de los detalles sea necesariamente exacto. Más aún,
diferentes estudios apoyan la idea de que los recuerdos emocionales contienen bastantes
inexactitudes (cf. Heuer y Reisberg, 1992). Analizaré esta cuestión en el siguiente
apartado.
19
que el estrés produce una hiperselectividad o estrechamiento de la atención, que lleva a
los sujetos a focalizar su atención sobre los detalles centrales del suceso y a no prestar
atención a los aspectos periféricos, con el consiguiente mejor recuerdo de lo esencial del
episodio. Al correspondiente efecto de memoria se le llama memoria en túnel: en
situaciones de estrés, la memoria humana parece que funciona como si mirásemos a
través de un estrecho túnel que, como estamos viendo, apuntaría a los elementos críticos
del acontecimiento y dejaría fuera los aspectos no centrales. La hipótesis de la memoria
en túnel ha recibido confirmación empírica de diferentes estudios (cf. Christianson y
Engelberg, 1997).
El hecho de que en situaciones de estrés emocional se preste una atención
diferencial a los distintos componentes del contexto, con el consiguiente efecto de
memoria en túnel, queda bien ilustrado con el efecto de focalización en el arma,
expuesto y analizado más arriba, y que Elizabeth Loftus resume espléndidamente con
estas palabras: “Las armas parece que se apoderan de la mayor parte de la atención de
las víctimas, lo que acaba produciendo, entre otras cosas, una reducción de su capacidad
para recordar los detalles del ambiente, para recordar los detalles sobre el asaltante y
para reconocerlo en un momento posterior” (1979, p. 35). En mi opinión, en este párrafo
de Loftus se recoge lo fundamental sobre el recuerdo de los detalles en situaciones de
estrés emocional.
Memoria y trauma
La investigación sobre la memoria de los eventos extremadamente estresantes o
traumáticos ha permitido establecer algunos hallazgos importantes4. Uno de ellos nos
dice que los recuerdos traumáticos tienden a ser persistentes y bastante exactos respecto
al suceso traumático que los originó. Este hallazgo queda ilustrado de forma incontestable
con los testimonios de los supervivientes de los campos de concentración nazis. Los
psicólogos holandeses Willem Wagenaar y Jop Groeneweg (1990) compararon los
testimonios de 78 prisioneros del Campo Erika recopilados en los períodos de 1943-1947 y
1984-1987, y comprobaron que casi todas las víctimas de aquella experiencia límite no
sólo recordaban las experiencias del campo a un nivel extraordinario de detalle 40 años
4
Para una definición de trauma, así como para un análisis detallado de sus características y consecuencias
sobre la memoria, puede verse mi trabajo “Memoria y trauma: de la persistencia de los recuerdos a la
amnesia” (Ruiz-Vargas, 2004).
20
después, sino que sus recuerdos incluso de los detalles más pequeños eran
sorprendentemente consistentes y exactos.
Otro hallazgo relevante en esta área de investigación es que los recuerdos
traumáticos parece que a veces podrían ser “reprimidos” y permanecer completamente
olvidados por un tiempo indefinido a consecuencia del trauma. Por ejemplo, las víctimas
de violaciones, torturas, asaltos o abusos sexuales pueden mantener durante períodos
prolongados de tiempo una amnesia psicógena respecto al trauma, que les incapacita para
recordar los eventos previos y subsiguientes a la experiencia traumática así como el trauma
mismo. El siguiente caso, recogido y analizado por Christianson y Engelberg (1997, p.
232), ilustra dramáticamente esto último:
Dos parejas están sentadas en un banco fuera de un restaurante. Una de las mujeres ve cómo tres
hombres vienen hacia ellos. Ella percibe su actitud hostil, dirigida principalmente hacia los
hombres que las acompañan. Lo siguiente que puede recordar es que está de rodillas junto a su
marido que acaba de ser apuñalado hasta morir.
Según los testigos presenciales, aquella mujer se acercó a los asesinos e intentó
pararlos, éstos la arrojaron al suelo y le pusieron un cuchillo en la garganta, y en esa
posición pudo contemplar cómo su marido era asesinado. Como señalan Christianson y
Engelberg, la mujer no estaba bajo los efectos del alcohol ni de ninguna otra droga en el
momento del suceso; sin embargo, dos años después de aquel terrible y traumático
suceso, ella sigue sin poder recordar la secuencia de eventos horribles que transcurrió
entre los asesinos acercándose y ella junto a su marido asesinado, que es lo único que
recuerda.
La aparente contradicción de la memoria de los sucesos traumáticos, esto es, ser
persistentes en unos casos y permanecer olvidados durante períodos indeterminados de
tiempo, en otros, cumpliría, en opinión de Christianson y Engelberg, una función de
supervivencia. La idea es que cuando las personas se enfrentan o recuerdan eventos
emocionales estresantes se ponen en funcionamiento dos mecanismos de memoria: uno
cuya función sería identificar y reconocer las situaciones amenazantes, y otro cuya
función sería olvidar las experiencias desagradables. Gracias al primer mecanismo, la
humanidad ha sobrevivido y se ha desarrollado; gracias al segundo, la vida no resulta
insoportable y no tenemos que vivir permanentemente con la experiencia consciente de
los recuerdos desagradables. Por tanto, del mismo modo que necesitamos mecanismos
para identificar y reconocer los sucesos desagradables, necesitamos mecanismos para
olvidarlos. Desde una perspectiva evolucionista, la supervivencia depende en gran
21
medida de un sistema de memoria emocional que funciona lo suficientemente rápido
como para alertarnos de los estímulos amenazantes, y también de un sistema de
memoria equipado con los mecanismos necesarios para negar, inhibir, suprimir o
reprimir de la conciencia los recuerdos de experiencias traumáticas. Estos mecanismos
representarían un “continuo de evitación cognitiva” proporcional a la cantidad de dolor
psicológico que un individuo es capaz de tolerar.
El olvido de las experiencias traumáticas se ha explicado también apelando a
mecanismos ordinarios de memoria, aunque con un funcionamiento en cierto modo
alterado. En concreto, se ha sugerido que estas experiencias no se codifican ni se
almacenan de un modo normal, sino que son sometidas a una codificación muy
superficial precisamente porque la atención sufre un estrechamiento en condiciones de
alto estrés. A una explicación muy parecida han recurrido también los estudiosos de los
casos de niños y niñas que son víctimas de abusos sexuales durante gran parte de su
niñez. Estas víctimas infantiles pueden sobrevivir en tales circunstancias porque llegan a
aprender una forma anómala de codificación –“codificación evitativa” ha sido llamada–,
que les permite desenganchar su atención de los estímulos amenazantes y dirigirla a
cualquier otro lugar u objeto como, por ejemplo, los pomos de las puertas o los dibujos
del papel de las paredes, durante los episodios de abuso (Herman y Schatzow, 1987). Un
estilo de codificación evitativa resultaría, sin duda, adaptativo en circunstancias
traumáticas crónicas, como en los casos de abuso sexual en la infancia, y en
circunstancias traumáticas prolongadas, como en los casos de guerra, maltrato
doméstico o acoso laboral.
En psicología experimental, se ha distinguido tradicionalmente entre una
codificación elaborativa, que consume mucha atención y genera huellas duraderas de
memoria, y una codificación superficial o automática, que apenas consume atención y
que no garantiza un buen recuerdo posterior. Creo que es fácil observar que la llamada
codificación evitativa podría coincidir fácilmente con la llamada codificación
superficial. Sin embargo, este presupuesto tampoco llega a explicar todas las
observaciones, porque, en muchos casos de ataques violentos, violaciones, abuso
sexual, etc., los recuerdos traumáticos presentan una persistencia y una intrusividad
difíciles de suprimir. La psiquiatra estadounidense Lenore Terr (1990) ha recogido
numerosos testimonios de víctimas de abuso sexual infantil que son incapaces de
olvidar las experiencias traumáticas. Según Terr, muchas de estas víctimas parecen
sufrir una “propensión imparable a ver sus traumas” casi constantemente:
22
Tras la experiencia traumática, los niños ‘ven’ repetidamente lo que les sucedió. Esas visiones,
exactas o inexactas, aparecen cuando el niño o la niña visita el lugar donde se produjo el suceso,
cuando alguien menciona el episodio traumático, cuando algo conectado con el trauma les viene
a la mente por asociación, y cuando los olores, la atmósfera y la época del año renuevan la
sensación de ‘estar allí’ (Terr, op. ci., p. 138).
Para analizar los efectos patológicos que el estrés prolongado o crónico tiene
sobre la cognición desde una perspectiva neurocognitiva, resulta esclarecedor revisar los
efectos del estrés crónico sobre el cerebro y, específicamente, sobre aquellas estructuras
involucradas en el funcionamiento de la memoria y/o de la atención.
En 1996, el experto en fisiología del estrés Robert Sapolsky publicó un artículo
con un título muy sugerente “Why stress is bad for your brain”. La conclusión bien
fundamentada de dicho trabajo es que el exceso de secreción de glucocorticoides (el
cortisol, a nivel humano), como consecuencia de estrés mantenido durante períodos
prolongados de tiempo (de meses a años), produce en los sujetos humanos una atrofia
significativa del hipocampo. Debe tenerse presente que el hipocampo es una estructura
esencial para el aprendizaje y la memoria y, además, posee una alta concentración de
receptores glucocorticoides.
En otros trabajos más recientes, Sapolsky ha ido aportando más pruebas que
demuestran que la secreción prolongada de cortisol inducida por estrés crónico produce
23
atrofia hipocampal (cf. Sapolsky, 2000). La evidencia más clara de atrofia hipocampal
asociada a niveles elevados de secreción de cortisol procede de estudios en los que se ha
medido el volumen del hipocampo en tres tipos de pacientes: síndrome de Cushing
(enfermedad producida por la secreción masiva de cortisol a consecuencia de un tumor),
depresión clínica y trastorno de estrés postraumático (TEPT)5.
5
Los síntomas básicos del trastorno de estrés postraumático (TEPT) aparecen expuestos en mi trabajo
citado “Memoria y trauma” (Ruiz-Vargas, 2004).
6
Las siglas PET corresponden a “Tomografía por emisión de positrones”, mientras que IRMf equivalen a
“Imágenes por resonancia magnética funcional”.
24
sexuales en la infancia pero sin TEPT y mujeres sin historia de abusos ni TEPT (ver
Tabla 1)7.
El grupo de Bremner también ha realizado mediciones del volumen hipocampal
en pacientes con depresión. En un estudio reciente con IRMf, Bremner, Narayan,
Anderson y otros (2000) han encontrado una reducción del 19% en el volumen del
hipocampo izquierdo en un grupo de 16 pacientes con depresión mayor. Además, se
comprobó que estos pacientes presentaban un volumen normal en otras regiones de
comparación, como la amígdala, el caudado, lóbulos frontales, lóbulos temporales y
volumen global del cerebro. Estos resultados vienen a confirmar los hallazgos previos
de Sheline, Wang, Gado y otros (1996), quienes encontraron que sus pacientes con
depresión presentaban reducciones en el volumen de ambos hipocampos (12% en el
derecho y 15% en el izquierdo) pero no en el volumen global del cerebro. No obstante,
existen bastantes inconsistencias respecto a otros estudios en los que no se han replicado
estos hallazgos en pacientes con depresión mayor. Un nuevo estudio del grupo de
Bremner (Vythilingam, Heim, Newport et al., 2002) podría explicar tales
inconsistencias. En este último estudio, este grupo de investigadores ha analizado el
volumen hipocampal de pacientes con depresión pero introduciendo una segunda
variable: trauma infantil temprano por abusos sexuales. En concreto, han estudiado el
volumen hipocampal de tres grupos diferentes: un grupo de mujeres con depresión e
historia de abuso sexual infantil, un grupo de mujeres con depresión pero sin historia de
abusos, y un tercer grupo de mujeres sin depresión y sin historia de abusos. Sus
resultados han puesto de manifiesto que en las mujeres con depresión e historia de
abusos el volumen del hipocampo izquierdo es un 18% más pequeño que el del grupo
con depresión pero sin historia de abusos, y un 15% más pequeño que el del grupo sano.
Por el contrario, el volumen del hipocampo derecho era similar en los tres grupos;
además, los volúmenes de los hipocampos izquierdo y derecho de las mujeres con
depresión pero sin historia de abusos eran similares a los de las mujeres sanas. En
conclusión, parece que la reducción del volumen hipocampal en pacientes con depresión
sólo está presente cuando se da concomitantemente una historia prolongada de abusos
físicos y/o de abusos sexuales en la infancia (ver Tabla 2).
7
La aparición de datos de que un hipocampo más pequeño podría ser un factor de predisposición al estrés
postraumático (TEPT) y no una consecuencia, como se está manteniendo, podría poner en cuestión las
conclusiones derivadas de los estudios sobre volumen hipocampal reducido como consecuencia de
situaciones crónicas de estrés (Gilbertson et al., 2002). Esta es una cuestión cuya resolución queda, por
tanto, a la espera de nuevos estudios.
25
Tabla 2. Reducción del volumen del hipocampo en pacientes con Depresión
Estudio Izquierdo Derecho Tipo de pacientes
Sheline et al. 15% 12% Mujeres con depresión
1996
Bremner et al. 19% - Mujeres con depresión
2000
18% Mujeres con depresión y abuso frente
Bremner et al. Similar en a mujeres con depresión sin abuso
2002 15% los 3 grupos Mujeres con depresión y abuso
frente a mujeres sanas
26
límbico aneja al hipocampo) y son moduladas por hormonas relacionadas con el estrés
como el cortisol (la corticosterona en animales), la adrenalina, la noradrenalina, etc.
Resulta interesante constatar que este hallazgo ha sido confirmado tanto con animales
como a nivel humano. Partiendo del descubrimiento de que los beta-bloqueantes
neutralizan los efectos de las hormonas del estrés mediante el bloqueo del arousal
simpático, estos investigadores han demostrado que la administración de un beta-
bloqueante (el propranolol) reduce el recuerdo de los elementos emocionales de una
historia y, sin embargo, no afecta al recuerdo de los aspectos no emocionales. Además,
y en estrecho paralelismo con el hallazgo anterior, este mismo grupo de investigadores
ha comprobado que pacientes con daños en la amígdala presentan un recuerdo
deficitario de los elementos emocionales de una historia al tiempo que recuerdan bien la
información no emocional. En conclusión, McGaugh y Cahill sostienen que la amígdala
y diversos neuroquímicos como la adrenalina y el cortisol, entre otros, estarían
involucrados de un modo crucial tanto en la retención como en la potenciación de los
recuerdos emocionales (cf. Cahill y McGaugh, 1998, y McGaugh et al., 2000).
Respecto a los efectos nocivos del estrés sobre los procesos de consolidación, me
parece oportuno aludir aquí a la existencia de datos recientes que sugieren que las
situaciones traumáticas reducen la capacidad del hipocampo para integrar y consolidar
los distintos componentes de los recuerdos emocionales en un todo coherente (cf.
McClelland, 1995; Krystal et al., 1995). Si este fuese el caso –altamente plausible a la
vista de los hallazgos sobre los efectos atrofiantes del cortisol sobre el hipocampo–
dicha consolidación defectuosa produciría unos recuerdos traumáticos poco
cohesionados o mal integrados y, por tanto, muy difíciles de recuperar deliberadamente,
lo que permitiría explicar tanto los casos de amnesia traumática como los de
“reexperimentación postraumática”8.
Una de las vías explicativas de los fenómenos de reexperiencia intrusiva estaría en
el hecho hipotético de que, al tratarse de recuerdos degradados y mal integrados, su
recuperación quedaría a merced de las claves situacionales; es decir, fuera del control de
la recuperación deliberada y consciente del sujeto y, por consiguiente, con una altísima
propensión a ser evocados por una infinidad de claves tanto internas como externas,
como se desprende de la cita de Terr. En suma, ante un hipocampo seriamente dañado
8
Los fenómenos de reexperimentación de las experiencias traumáticas son uno de los síntomas básicos
del TEPT. Para más detalles, pueden verse mis trabajos Ruiz-Vargas (2004), op. cit., y Ruiz-Vargas (en
prensa).
27
por el efecto prolongado del cortisol, puede asumirse que la consolidación de los
recuerdos –un proceso fundamental de la memoria en el que el hipocampo juega un
papel clave– se llevaría a cabo deficientemente, es decir, produciría unos recuerdos
desintegrados y desconectados de los mecanismos de recuperación intencional y
explícita. En consecuencia, este tipo de “recuerdos errantes” quedarían a merced de
claves de recuperación ajenas al control deliberado de las víctimas de traumas
emocionales, creándose así las condiciones idóneas para que tales recuerdos dolorosos
se conviertan en “intrusos” que invaden la conciencia de las víctimas persistentemente.
COMENTARIO FINAL
Los hallazgos revisados en este trabajo ponen de manifiesto que las situaciones
amenazantes, desafiantes o, sencillamente, estresantes tienen unos efectos claros sobre
la atención y la memoria. Efectos que, si bien en algunas ocasiones pueden tener un
carácter positivo, la mayor parte de las veces alteran o distorsionan el funcionamiento
cognitivo. “El estrés es vida y la vida es estrés” subrayó Hans Selye (1956) y, en efecto,
así es: el estrés biológico –como señalamos al principio– es una parte esencial y
absolutamente necesaria de nuestras vidas; sin embargo, con frecuencia, los seres
humanos nos vemos envueltos en situaciones en las que el estrés se ha convertido en
nuestro peor enemigo. Cuando eso ocurre, el estrés deja de ser “vida” para convertirse
en “daño”. El estrés prolongado durante años, el estrés crónico, el estrés intolerable o el
estrés traumático pervierten la función primaria y adaptativa del estrés para convertirlo
en sinónimo de sufrimiento físico y mental: “el estrés no es vida, sino enfermedad”,
habría que proclamar a partir de entonces.
Cuando la persona se ve obligada a vivir y a trabajar en situaciones de estrés
permanente, todas sus respuestas, absolutamente todas, no importa el nivel (fisiológico,
cognitivo, emocional o conductual), pierden la función para la que fueron diseñadas y
acaban convirtiéndose en agresores del propio cuerpo y de la propia mente. La atención
y la memoria resultan sesgadas hacia los estímulos que más daño pueden causar, al
tiempo que parecen perder su valor selectivo y avisador del significado real de los
acontecimientos. Como resultado, la ansiedad, el miedo o el horror se instalan en la vida
de la persona, cuyas acciones estarán marcadas por la sensación permanente de
amenaza, de peligro, de agresión, de que todo parece apuntar al mal, de que el mundo
no tiene sentido y de que ella no puede hacer nada para escapar de esa situación.
28
Cuando la persona entra en esa dinámica mental desesperanzada, las probabilidades de
que su cuerpo también acuse los efectos nocivos del estrés crónico son altísimas.
Actualmente, no se duda respecto a que el estrés prolongado acaba minando la salud
física del individuo y, en concreto, afectando seriamente a sus sistemas cardiovascular,
inmunológico y metabólico, básicamente (véase Sapolsky, 1995; Bremner, 2002;
McEwen, 2002).
La conclusión que se desprende de este análisis es que no tiene ningún sentido
seguir manteniendo la separación entre mente y cerebro, entre lo mental y lo físico,
como tradicionalmente se ha hecho. La dicotomía mente-cuerpo es una falacia, una
separación artificial, porque –como Bremner (2002) advierte– los mismos procesos que
el estrés pone en marcha, y que llevan a la ansiedad, a la depresión o a conductas
desadaptadas, están influenciados por los sistemas hormonales de respuesta al estrés (el
cortisol y las catecolaminas) que, además de ejercer efectos importantes sobre la
atención y la memoria, también tienen efectos clarísimos sobre la salud física.
El conocimiento cada vez mayor de los efectos del estrés sobre el funcionamiento
cognitivo y la salud debería alertarnos sobre las dimensiones del estrés laboral y su
íntima relación con el bienestar de los individuos en sus lugares de trabajo.
Investigadores de prestigio en este campo (e.g., Hockey, 1993) hace años que apuntaron
algunas soluciones razonables, que incluirían, por un lado, la introducción de cambios
en la organización del trabajo a fin de reducir la incidencia del estrés y, por otro, el
entrenamiento de los individuos en el manejo del estrés. Dado que la solución no estaría
en la eliminación total de las condiciones estresantes, se hace patente la necesidad de
introducir en los lugares de trabajo programas de aprendizaje de habilidades de
afrontamiento del estrés laboral así como de manejo de las situaciones difíciles que la
vida depara cotidianamente.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Alvarez, P. y Squire, L. (1994) Memory consolidation and the medial temporal lobe: A
simple network model. Proceedings of the National Academy of Sciences: USA, 91,
7041-7045
Baumler, G. (1994). On the validity of the Yerkes-Dobson law. Studies in Psychology,
36, 205-210.
Bohannon, J. (1988). Flashbulb memories for the space shuttle disaster: A tale of two
theories. Cognition, 29, 179-196.
Bremner, J.D. (2002). Does stress damage the brain? Nueva York: Norton.
29
Bremner, J.D., Narayan, M., Anderson, E., Staib, L. et al. (2000). Hippocampal volume
reduction in major depression. American Journal of Psychiatry, 157, 115-118.
Bremner, J.D., Randall, P., Scott, T.M., Bronen, R. et al. (1995). MRI-based
measurement of hippocampal volume in patients with combat-related posttraumatic
stress disorder. American Journal of Psychiatry, 152, 973-981.
Bremner, J.D., Vythilingam, M., Vermetten, E. et al. (2003). MRI and PET study of
deficits in hippocampal structure and function in women with childhood sexual abuse
and posttraumatic stress disorder. American Journal of Psychiatry, 160, 924-932.
Broadbent, D.E. (1971). Decision and stress. Londres: Academic Press.
Broadbent, D.E., Cooper, P., Fitzgerald, P. y Parkes, K. (1982). The Cognitive Failures
Questionnaire (CFQ) and its correlates. British Journal of Clinical Psychology, 21, 1-26.
Brown, R. y Kulik, J.(1977). Flashbulb memories. Cognition, 5, 73-79
Cahill, L. y McGaugh, J.M. (1998). Mechanisms of emotional arousal and lasting
declarative memory. Trends in Neuroscience, 21, 294-299.
Cannon, W. (1919). Bodily changes in pain, hunger, fear and rage. Nueva York:
Appleton-Century-Crofts.
Christianson, S.A. (1989). Flashbulb memories: Special, but not so special. Memory &
Cognition, 17, 435-443.
Christianson, S.-A. (1992). Emotional stress and eyewitness memory: A critical review.
Psychological Bulletin, 112, 284-309.
Christianson, S.A. y Engelberg, E. (1997). Remembering and forgetting traumatic
experiences: A matter of survival. En M.A. Conway (Ed.), Recovered memories and
false memories (pp. 230-250). Oxford: Oxford University Press.
Compton, R. (2003). The interface between emotion and attention: A review of evidence
from psychology and neuroscience. Behavioral and Cognitive Neuroscience Reviews, 2,
115-129.
Easterbrook, J.A. (1959). The effect of emotion on cue utilization and the organization of
behavior. Psychological Review, 66, 183-201.
Eysenck, M. (1982). Attention and arousal. Cognition and performance. Nueva York:
Springer-Verlag.
Eysenck, M. (1992). Anxiety: The cognitive perspective. Hove (UK): LEA.
Gilbertson, M., Shenton, M., Ciszewski, A., Kasai, K. et al. (2002). Smaller
hippocampal volume predicts pathologic vulnerability to psychological trauma.
Nature Neuroscience, 5, 1242-1247.
Gold, P.E. (1992). A proposed neurobiological basis for regulating memory storage for
significant events. En E. Winograd y U. Neisser (eds.), Affect and accuracy in recall
(pp. 141-161). Cambridge, MA: Cambridge University Press.
Gotlib, I. y McLeod, C. (1997). Information processing in anxiety and depression. En J.
Burack y J. Enns (eds.), Attention, development, and psychopathology (pp. 350-378).
Nueva York: Guilford.
Graf, P. y Schacter, D.L. (1985). Implicit and explicit memory for new associations in
normal subjects and amnesic patients. Journal of Experimental Psychology: Learning,
Memory and Cognition, 11, 501-518.
Gurvits, T., Shenton, M., Hokama, H., Ohta, H. et al. (1996). Magnetic resonance imaging
study of hippocampal volume in chronic combat-related posttraumatic stress disorder.
Biological Psychiatry, 40, 192-199.
Herman, J.L. y Schatzow, E. (1987). Recovery and verification of memories of childhood
sexual trauma. Psychoanalytic Psychology, 4, 1-14.
30
Heuer, F. y Reisberg, D. (1992). Emotion, arousal, and memory for detail. En S.A.
Christianson (ed.), The handbook of emotion and memory: Research and theory (pp.
151-180). Hillsdale, N.J.: Erlbaum.
Hockey, G.R. (1993). Cognitive-energetical control mechanisms in the management of
work demands and psychological health. En A. Baddeley y L. Weiskrantz (eds.),
Attention: selection, awareness, and control. A tribute to Donald Broadbent (pp. 328-
345). Oxford: Oxford University Press.
Kahneman, D. (1973). Attention and effort. Englewood Cliffs, N.J.: Prentice-Hall (Trad.
cast. Madrid: Biblioteca Nueva, 1997).
Krystal, J.H., Southwick, S.M. y Charney, D.S. (1995). Post traumatic stress disorder:
Psychobiological mechanisms of traumatic remembrance. En D.L. Schacter (Ed.),
Memory distortion. How minds, brains, and societies reconstruct the past (pp. 151-172).
Cambridge, MA: Harvard University Press.
Loftus, E. (1979). Eyewitness testimony. Cambridge, MA: Harvard University Press.
Lupien, S.J. y McEwen, B.S. (1997). The acute effects of corticosteroids on cognition:
Integration of animal and human model studies. Brain Research Review, 24, 1-27.
Luria, A. (1977). Introducción evolucionista a la Psicología. Barcelona: Fontanella.
MacLeod, C. y Mathews, A. (1991). Cognitive-experimental approaches to the
emotional disorders. En P. Martin (ed.), Handbook of behaviour therapy and
psychological science: An integrative approach. Oxford: Pergamon Press.
McClelland, J.L., McNaughton, B.L. y O´Reilly, R.C. (1995). Why there are
complementary learning systems in the hippocampus and neocortex: Insights from the
successes and failures of connectionist models of learning and memory. Psychological
Review, 102, 419-457.
McCloskey, M., Wible, C.G. y Cohen, N.J. (1988). Is there a special flashbulb-memory
mechanism? Journal of Experimental Psychology: General, 117, 171-181.
McEwen, B. (2002). The end of stress as we know it. Washington: Joseph Henry Press.
McEwen, B. y Sapolsky, R. (1995). Stress and cognitive function. Current Opinion in
Neurobiology, 5, 205-216.
McGaugh, J.L. (2000) Memory –a century of consolidation. Science, 287, 248-251.
McGaugh, J.L., Roozendaal, B. y Cahill, L. (2000). Modulation of memory storage by
stress hormones and the amygdaloid complex. En M.S. Gazzaniga (ed.), The new
cognitive neurosciences. Second edition (pp. 1081-1098). Cambridge, MA: The MIT
Press.
Oatley, K. y Johnson-Laird, P.N. (1987). Towards a cognitive theory of emotions.
Cognition and Emotion, 1, 29-50.
Pickel, K.L. (1998). Unusualness and threat as possible causes of “weapon focus”.
Memory, 6, 277-295.
Reason, J. (1979). Actions not as planned: The price of the automatization. En G.
Underwood y R. Stevens (Eds.), Aspects of consciousness, Vol 1: Psychological issues.
Londres: Academic Press.
Reason, J. (1988). Stress and cognitive failure. En S. Fisher y J. Reason (eds.),
Handbook of life stress, cognition and health (pp. 405-421). Londres: Wiley.
Ruiz-Vargas, J.M. (1993). ¿Cómo recuerda usted la noticia del 23-F? Naturaleza y
mecanismos de los “recuerdos-destello”. Revista de Psicología Social, 8, 17-32.
Ruiz-Vargas, J.M. (2002). Memoria y olvido: Perspectivas evolucionista, cognitiva y
neurocognitiva. Madrid: Trotta.
Ruiz-Vargas, J.M. (2004). Memoria y trauma: de la persistencia de los recuerdos a la
amnesia. En J.M. Muñoz Céspedes y A. Ruano (Coord.), Cerebro y memoria (pp. 3-
64). Madrid: Fundación MAPFRE Medicina.
31
Ruiz-Vargas, J.M. (en prensa). Recuerdos traumáticos: El enemigo interior. En A.
Blanco (dir.), Madrid: 11-M. Un análisis del mal y sus consecuencias. Madrid: Trotta.
Sandi, C., Venero, C. y Cordero, M.I. (2001). Estrés, memoria y trastornos asociados.
Barcelona: Ariel.
Sapolsky, R. (1995). ¿Por qué las cebras no tienen úlcera? Madrid: Alianza.
Sapolsky, R.M. (1996). Why stress is bad for your brain. Science, 273, 749-750.
Sapolsky, R.M. (2000). Glucocorticoids and hippocampal atrophy in neuropsychiatric
disorders. Archives of General Psychiatry, 57, 925-935.
Schacter, D.L. y Tulving, E. (1994). What are the memory systems of 1994? En D.L.
Schacter y E. Tulving (Eds.), Memory systems 1994 (pp. 1-38). Cambridge, MA: The
MIT Press.
Selye, H. (1936). A syndrome produced by diverse nocuous agents. Nature, 138, 32.
Selye, H. (1956). The stress of life. Nueva York: McGraw-Hill.
Sheline, Y., Wang, P., Gado, M., Csernansky, J. y Vannier, M. (1996). Hippocampal
atrophy in major depression. Proceedings of the National Academy of Sciences: USA,
93, 3908-3913.
Smith, A.P. (1991). Noise and aspects of attention. British Journal of Psychology, 82,
313-324.
Squire, L.R. (1992). Memory and the hippocampus: A synthesis from findings with rats,
monkeys and humans. Psychological Review, 99, 195-231.
Squire, L.R. y Zola, S.M. (1996). Structure and function of declarative and nondeclarative
memory systems. Proceedings of the National Academy of Sciences: USA, 93, 13515-
13522.
Stein, M., Koverola, C., Hanna, C., Torchia, M. y McClarly, B. (1997). Hippocampal
volume in women victimized by childhood sexual abuse. Psychological Medicine, 27,
951-959.
Terr, L. (1990). Too scared to cry. Nueva York: Basic Books.
Vythilingam, M., Heim, C., Newport, J. et al. (2002). Childhood trauma associated with
smaller hippocampal volume in women with major depression. American Journal of
Psychiatry, 159, 2072-2080.
Wagenaar, W.A. y Groeneweg, J. (1990). The memory of concentration camp survivors.
Applied Cognitive Psychology, 4, 77-87.
Wells, A. y Matthews, G. (1994). Attention and emotion. A clinical perspective. Hove
(UK): Erlbaum.
Williams, J.M., Watts, F., MacLeod, C. y Mathews, A. (1997). Cognitive psychology
and emotional disorders. 2nd edition. Chichester: Wiley.
Yarmey, A.D. y Bull, M.P. (1978). Where were you when President Kennedy was
assassinated? Bulletin of the Psychonomic Society, 11, 133-135.
32