La Nacion y Sus Narrativas Corporales
La Nacion y Sus Narrativas Corporales
La Nacion y Sus Narrativas Corporales
Argus-a
Artes y Humanidades – Arts & Humanities
ISBN: 978-987-45717-6-2
Editorial Argus-a
ISSN: 1853-9904
Indizada: Modern Language Association (MLA) y Latindex
Buenos Aires – Argentina / Los Angeles- USA
1ª edición on line Abril 2017 publicada por Argus-a Artes y Humanidades
Web: argus-a.com.ar
E-mail: [email protected]
16944 Colchester Way, Hacienda Heights, California 91745 - U.S.A.
Calle 77 Nº 1976 Dto. C - San Martín - (1650) - Buenos Aires - Argentina
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente
prohibida sin autorización escrita de la Editorial Argus-a Artes & Humanidades la reproducción y venta,
ya sea total o parcial La nación y sus narrativas corporales por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la copia y distribución de ejemplares
con fines comerciales.
Propósito
Argus-a Artes & Humanidades / Arts & Humanities es una publicación digital dirigida a
investigadores, catedráticos, docentes, profesionales y estudiantes relacionados con las
Artes y las Humanidades, que enfatiza cuestiones teóricas ligadas a la diversidad
cultural y la marginalización socio-económica, con aproximaciones interdisciplinarias
relacionadas con el feminismo, los estudios culturales y subalternos, la teoría queer, los
estudios postcoloniales y la cultura popular y de masas.
Editorial Argus-a es un proyecto filantrópico cuyo objetivo es difundir, de modo
gratuito, a través de la red e-books académicos en castellano, inglés y portugués.
Germán Pitta Bonilla
Profesor de literatura egresado del IPA y Licenciado en Letras por la Facultad de
Humanidades y Ciencias de la Educación (UDELAR). Magister en Ciencias humanas
(opción Literatura latinoamericana) (UDELAR). Ha dictado cursos de literatura
uruguaya y corrientes críticas en el IPA y en el CERP de Atlántida. Actualmente dicta
cursos de literatura universal 2 y 4 y literatura uruguaya 1 en el Cerpsw de Colonia.
Entre los años 2001 y 2002 ha integrado un grupo de investigación formado en el
IPA sobre la temática “Tango y literatura” coordinado por la Dra Claudia González
Constanzo. En el marco de ese trabajo, participó en diferentes jornadas en el IPA, la
Facultad de Arquitectura y Bellas Artes.
Entre los años 2008 y 2009 ha integrado el consejo editorial de la revista
Paréntesis. Publicó artículos académicos en dicha revista, y en diferentes revistas
académicas como Espéculo, Sic, y revistas literarias digitales como La ciudad letrada.
AGRADECIMIENTOS
1. Perspectiva teórica …1
1.1. Los Estudios Culturales: de la Escuela
de Birmingham a los proyectos latinoamericanos …1
1.2. La perspectiva del cuerpo
dentro de los Estudios Culturales
Aproximaciones a la cuestión del género …6
a) El cuerpo como ficción social …6
b) Subjetividad y dispositivos corporales …9
c) Tecnologías del género …14
1.3. El cuerpo del otro como fetiche (in)deseable …20
1.4. La novela sentimental: origen y retórica textual… 24
1.5. La nación y sus formas narrativas …37
9. Conclusiones …234
Bibliografía …240
.
Germán Pitta Bonilla Introducción
INTRODUCCION
Argus-a I de IV
Germán Pitta Bonilla Introducción
Si pensamos junto con Benedict Anderson que la nación surge como una comunidad
imaginada debido a la influencia de la novela y el periódico, el estudio de las novelas
sentimentales resulta particularmente importante dado que su difusión se hizo a través
de la prensa escrita. Las novelas seleccionadas en este trabajo tuvieron su difusión
inicial a través de la prensa periódica y posteriormente fueran editadas como libros.
El problema que se propone abordar en este trabajo tiene que ver con la
representación del cuerpo femenino en las novelas sentimentales y su relación con la
formación de un ideal de nación. Dicho problema reconoce un antecedente muy
importante en el estudio realizado por María Inés de Torres (1995) titulado ¿La nación
tiene cara de mujer? Mujer y nación en el imaginario letrado del siglo XIX. Partiendo
de las ideas expuestas por Sommer, en relación a la identificación del discurso nacional
con un discurso amoroso, Torres analiza cómo se fue configurando la imagen maternal
de la mujer buscada por el sector letrado.
Este trabajo se distancia del de Torres porque, aunque trabaja la relación entre la
mujer y la nación, no se aprecia una orientación definida hacia el ideal familiar o
materno: este ideal aparecerá como una meta difícil de alcanzar y eso se verá expresado
en la elección de doncellas. Mi hipótesis plantea la idea de que la nación es una
“construcción ambivalente” (Bhabha 2010) porque el cuerpo femenino admite diversas
modulaciones. Dichas modulaciones pueden observarse a través de la distinción
realizada por Raymond Williams entre las prácticas “dominantes”, “residuales” y
“emergentes” que según el crítico inglés dan cuenta de la “complejidad de una cultura”.
De acuerdo a esto, lo “dominante” presupone la idea de un cuerpo legítimo determinada
por la “gravedad en el porte” y por la sujeción a las necesidades reproductivas. Lo
“residual” estaría dado por la supervivencia de elementos que provienen de la barbarie
(lo instintivo, la sexualidad bárbara). Lo “emergente” permite observar la presencia de
elementos eróticos en la representación de lo corporal. Esta última tendencia aparece
como un nuevo significado o como una “estructura del sentir” (2010: 143-159)
De acuerdo a estas formulaciones, surgen las siguientes preguntas: ¿cuál es el
cuerpo de la nación que estas novelas proponen? ¿Las novelas estudiadas pueden ser
consideradas romances nacionales?, ¿En qué medida, estas novelas sentimentales
Argus-a II de IV
Germán Pitta Bonilla Introducción
mantienen una relación conflictiva con el proceso de modernización? ¿Por qué estas
novelas fueron prácticamente olvidadas por el canon literario?
Para el desarrollo de esta investigación he utilizado distintos materiales
bibliográficos y las fuentes periódicas de la época (fundamentalmente, los artículos
periodísticos de La Razón, El Siglo, y los Anales del Ateneo). También apelé a los
escritos y conferencias de los propios novelistas dispersos en distintos manuscritos
encontrados en el Museo Histórico Nacional.
Al estudiar las novelas hemos considerado que todas ellas elaboran un discurso
amoroso en base a una figura que Roland Barthes en su obra Fragmentos de un discurso
amoroso denomina “el cuerpo del otro”. Barthes sostiene que el cuerpo del otro consiste
en un pensamiento o una emoción que el sujeto amado genera en torno a ese cuerpo
(2010). Como se habla de pensamientos o emociones, pensamos que aquello que se
forma puede ser perfectamente emparentado con la definición de imaginario según la
entiende Cornelius Castoriadis: el imaginario no sería una imagen de algo ya existente,
sino una “creación incesante y esencialmente indeterminada de figuras – formas
imágenes” (1989: 123). De acuerdo a esto, el cuerpo femenino, ha sido estudiado como
un imaginario y como tal sería un objeto ambiguo atravesado por distintas imágenes
confluyentes: un cuerpo parcelado, no totalizable como lo propone Barthes en su idea
del blasón. El cuerpo será trabajado como una ficción social cargada de cierta
ambigüedad (Le Bretón, 2002; Turner, 1989). Como veremos, dicha ambigüedad tiene
que ver con el hecho de que la novela sentimental nos hablará del cuerpo como un
espacio de interrupción y de desplazamiento (metonímico) de aquellos lenguajes que
pretenden encorsetarlo. Si bien la ambigüedad es una característica que permite definir
al lenguaje literario, en este estudio al tomar las representaciones del cuerpo femenino
bajo el signo de la ambigüedad se está proponiendo un cierto nivel de apertura respecto
al estudio de las novelas que permite rescatarlas no sólo del olvido sino también de su
adscripción a determinadas corrientes literarias que empobrecen su lectura. Desde esa
ambigüedad corporal podemos hablar de la nación como una construcción ambivalente.
La primera parte está dedicada a la exposición teórica y se propone una discusión
sobre los conceptos capitales que vertebran este trabajo. Primeramente examinaremos
Argus-a III de IV
Germán Pitta Bonilla Introducción
Argus-a IV de IV
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
1. PERSPECTIVA TEÓRICA
Argus-a 1 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
marxista de la cultura. Para Williams, la cultura debe ser vista como una actividad
material de la sociedad.
Su primera tarea fue redefinir la cultura y una política cultural. Para ello se
reapropió de la noción de cultura proveniente de la antropología, la cultura como un
modo de vida y se preocupó por mostrar no ya las grandes obras, sino los significados y
valores que organizan la vida en común. En consecuencia, Williams entendió que era
posible extender la noción de valor cultural restringido a las grandes obras de arte y
aplicarlo al descubrimiento de los nuevos principios de organización social.
En el planteo de estas ideas, el crítico británico abandona la vieja dicotomía
marxista que distingue dos grandes niveles, la base y la superestructura, insistiendo en
el carácter material de la cultura y presentándola ya no en su marginalidad sino como
parte constitutiva del proceso social: es un modo de producción de significados y
valores para el funcionamiento de la sociedad. Así, la producción artística antes relegada
a la superestructura de acuerdo al criterio del marxismo ortodoxo, considerada ahora
desde la perspectiva del materialismo cultural, se constituye en parte integrante del
proceso social. La cultura deja de ser vista, entonces, como un ámbito aislado, una
instancia autónoma de valores humanos (como pretendía la tradición idealista de
Leavis), para ser concebida como algo que opera activamente en la sociedad.
Como la cultura no es una noción estática y está expuesta a la lucha social que
implica la apropiación o reapropiación de valores o significados, Williams señala que el
materialismo cultural permite describir las formas de lo emergente junto con las formas
dominantes y residuales. Todo esto sucede porque para el materialismo cultural tanto el
lenguaje como la comunicación son fuerzas sociales formadoras que interactúan con
instituciones, formas, relaciones formales y tradiciones.
De este modo, en el estudio de las sociedades, para el materialismo cultural en
todo momento histórico conviven tres formas de estructuración de significados y
valores: la dominante, la emergente y la residual. Raymond Williams teoriza en torno a
estas formas en su libro Marxismo y literatura. Por forma dominante, Williams entiende
la presencia de aquellos rasgos o lineamientos considerados como definitivos o
hegemónicos de una cultura (Williams; 2000: 143). Sin embargo, esta forma
Argus-a 2 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 3 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 4 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 5 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 6 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 7 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 8 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 9 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 10 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 11 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 12 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Todo dispositivo aparece como un modo de regulación que instaura una relación
de poder inscripta en el propio cuerpo. Además esa relación se presenta, en palabras del
propio Foucault, como una tecnología: un modo de actuar sobre sí mismo.
En la teoría foucaultiana de los dispositivos de subjetivación el cuerpo cumple
un papel muy importante. Para demostrar esto, basta con leer la entrevista concedida a la
revista Quel Corps, en la que el filósofo francés se extiende acerca de las relaciones
entre el poder y el cuerpo. A diferencia de los sistemas monárquicos, donde el cuerpo
del rey no funcionaba como una metáfora sino como una realidad política concreta, el
cuerpo de la República, en cambio, tiene una existencia fantasmal.
En lo que hace al estudio del cuerpo femenino, Foucault sostiene que una de las
estrategias específicas de este dispositivo sería “la histerización de la mujer”, un
fenómeno que considera al cuerpo femenino como un objeto saturado de sexualidad.
Junto a ésta, aparecerían otras estrategias como “la socialización de las conductas
procreadoras”, un medio propuesto para controlar la natalidad y “la psiquiatrización del
placer perverso”, consistente en ver al instinto sexual como algo a ser preservado de
ciertas anomalías (2011: 100 - 101). La mujer, al quedar asociada a la figura de la mujer
nerviosa, se convierte en la imagen negativa que hay que conjurar. Junto a este modelos
surgen otras figuras que se integran a un catálogo de anormalidades: la esposa frígida, la
madre indiferente o asaltada por inclinaciones criminales. Todas estas estrategias
llevaron a concebir el cuerpo femenino como un cuerpo patológico y nervioso difícil de
controlar.
Si el dispositivo de la sexualidad intenta elaborar una serie de estrategias para
codificar a la sexualidad orientándola hacia los cauces de la normalidad, o lo que el
siglo XIX concibe como tal, buena parte de los manuales de conducta o textos
pedagógicos se alinearán dentro de esta “economía política”. Sin embargo, son esos
mismos textos que al hacer hablar a la sexualidad para producir su verdad, también
Argus-a 13 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Pero mucho antes de esta construcción científica del cuerpo femenino, podemos
encontrar otro tipo de construcciones simbólicas. Para explicar ciertos ejes de la
territorialidad patriarcal, Lucía Guerra define el género como “un conjunto de
representaciones que en conjunción y tensión con otras representaciones crea
significados, relaciones e identidades que fluctúan entre lo fijo y lo inestable” (12).
Todas estas parcelaciones simbólicas que la autora rastrea en las culturas primitivas, no
hacen otra cosa que configurar a la mujer como un estereotipo negativo. Una primera
territorialización hecha por el patriarcado, llevaría a confinar a la mujer en el ámbito de
la naturaleza y la materia. Su vínculo con la naturaleza y el cuerpo explica la asignación
de la función biológica como la más importante a cumplir por ella, lo que conllevaría, a
su vez, la reclusión en el ámbito doméstico. Por contrapartida, el hombre queda sujeto a
otro tipo de elaboraciones, fundamentalmente hacer la guerra (una función que adquiere
funciones sagradas, ya que se mantiene en comunicación con los dioses), dedicarse a la
política y al pensamiento.
Esta última característica posee una gran relevancia, ya que el hombre por estar
vinculado al pensamiento, es quien se hace merecedor a la categoría de “Sujeto” de la
cual estaría exiliada la mujer, quien desde Aristóteles es vista “como una versión
incompleta e imperfecta del hombre” (Guerra, 16).
Este grado de invisibilización de la mujer que la aleja de la posibilidad de
convertirse en “Sujeto”, ha sido tratada por varias autoras dentro de la crítica feminista,
Argus-a 14 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
entre ellas se podría mencionar, dentro del marco de la crítica francesa, a Simone de
Beauvoir, Helene Cixous, Luce Irigaray y Julia Kristeva.
Admitiendo que la condición de Sujeto universal y abstracto es privativa del
varón, y que la mujer es definida sólo por su condición corporal, Beavoir llega a señalar
que el hombre es definido a partir de la negación de su propio cuerpo, lo cual le confiere
un grado de libertad que la mujer no posee. Lo masculino se presenta como una
universalidad desencarnada y lo femenino como una corporeidad rechazada. Ante esta
situación, Beauvoir plantea que el cuerpo femenino debe ser un instrumento de libertad
para las mujeres pero no una esencia limitadora. Siguiendo la perspectiva existencialista
de Sartre, el “llegar a ser mujer” de Simone de Beauvoir implica un abandono de la
noción de mujer en tanto apéndice, para proponer la idea de búsqueda o interrogación.
En su obra publicada en 1949, El segundo sexo, propone un análisis de la situación de la
mujer desde la perspectiva existencialista, ocupándose de sus experiencias específicas
en el amor, el matrimonio, la niñez, adolescencia y la vejez. Cabe destacar que
inicialmente la autora francesa no se identifica como una pensadora feminista; ella se
presenta a sí misma como marxista (la asunción de una posición feminista lo hará a
partir de los años ’70). En su trabajo busca discutir la teoría de Engels para afirmar que
la alteridad de la mujer precede a las relaciones de propiedad asociadas al régimen
patriarcal. En su opinión el cuerpo, en su dimensión biológico reproductiva, es el factor
más importante que permitió a la mujer participar en la cultura, aunque el embarazo la
relegó a un papel pasivo impidiéndole crear su propio diseño del mundo. Además, las
diferencias entre hombres y mujeres de acuerdo a las actividades desarrolladas (cazar,
conquistar territorios y dar a luz), fueron insertadas en un sistema axiológico donde el
matar y conquistar encontró su supremacía frente a la capacidad biológica de la mujer.
Los valores patriarcales como la fuerza física, el falo y lo utilitario, determinaron una
territorialización de lo masculino en el Afuera y, por esa razón, el hombre se convirtió
en el Sujeto Absoluto que tiene acceso al mundo y a la trascendencia. En cambio, la
mujer al quedar marginada en la casa, se la identificó con la pasividad y la inmanencia.
Beauvoir describe esta situación de pasividad en estos términos:
Una criatura inesencial es incapaz de sentir el Absoluto en el
Argus-a 15 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 16 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 17 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
de la antigüedad. Al realizar esta inversión, la autora lleva adelante la idea del espejo
cóncavo que es el que utilizaban los ginecólogos para examinar las cavidades del cuerpo
femenino. Como vemos, aprovechándose de que el espéculo era el instrumento utilizado
por los médicos para inspeccionar la vagina, Irigaray adopta un gesto por demás
subversivo al mostrar las limitaciones del propio instrumento masculino, metonimia del
falogocentrismo: el espéculo que ilumina la vagina de la mujer sólo lo puede hacer en
virtud de su concavidad, y eso nos demuestra que al imitarlo el espejo cosifica su objeto
(Moi: 69). Por lo tanto, su gesto deconstructivo intenta poner en evidencia cómo la
tradición occidental ha puesto a la mujer fuera de la representación: la mujer es el lado
negativo, fruto de la especularización del sujeto masculino.
La teoría desarrollada por Luce Irigaray va un poco más lejos que la de Helene
Cixous al profundizar acerca del autoerotismo de la mujer. En un ensayo titulado “El
sexo que no es uno” señala que los labios vaginales en su roce constante producen un
placer totalmente diferente al provocado por la intervención del Sujeto masculino. La
exaltación de la vagina como medio de placer es una forma de cuestionar el
falomorfismo que obliga a la mujer a vivir en el mimetismo y en la mascarada: hablar
desde un discurso asignado por la ideología patriarcal ofreciendo una falsa versión de la
femineidad. El cuerpo de la mujer, así presentado, constituye un recurso para presentar
lo que ella denomina el “ginelogocentrismo” como una nueva configuración de valores
antipatriarcales.
Las teorizaciones en torno al cuerpo desarrolladas por Kristeva poseen otra
consistencia que no encontramos en los planteos de Cixous. En sus análisis de los textos
de Lautreamont, Artaud, y Bataille, la autora se concentra en cómo la irrupción de lo
semiótico en lo simbólico (instancia destacada por Lacan) permite observar una
negatividad propiciatoria de significados heterogéneos en un nivel pre-semiótico y
pre-simbólico. Al ubicar el cuerpo en estos niveles, Kristeva amplía esta noción porque
lo ubica en la zona de lo no representado, permaneciendo lejos de las nominaciones
patriarcales. De acuerdo a esto, la escritura de la mujer, al igual que en el lenguaje
poético, desarrolla toda su fuerza instintiva y afectiva que no logra ser codificada en el
plano del significado manteniéndose latente en la dimensión fónica.
Argus-a 18 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 19 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 20 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
sustituto que se convierte en una fijación, una forma que representa un poderoso
referente oscuro y, en el acto de representarlo, (…) de alguna manera, también
distorsiona su referente” (1996: 29).
Esta distorsión del referente, como decíamos previamente, se relaciona con el
régimen erótico, en la medida que estamos ante una actividad realizada por el hombre
quien busca un objeto del deseo que se adapte a su interioridad. Bataille sostiene que
este objeto de deseo forma parte de una “búsqueda psicológica independiente” de toda
finalidad biológica: el erotismo se separaría de la sexualidad porque la finalidad no es la
reproducción de la especie. En dicha búsqueda habría un desequilibrio, una pérdida del
ser que abandonaría las formas estables y normativas de la vida social para dejarse llevar
por una violencia elemental (Bataille: 15-35) Bataille habla de un arrebato, aunque
distingue distintas formas del erotismo: el erotismo corporal, el erotismo de los
corazones y el erotismo sagrado. En el erotismo de los cuerpos tiene lugar la puesta en
juego, la disolución del ser discontinuo, produciéndose un grado de comunicación.
Empieza en la desnudez, que simboliza la búsqueda de la continuidad, de la intimidad
que surge de ciertos mecanismos que la vinculan con la obscenidad (concepto que en
Bataille implica siempre el inicio de la salida de la soledad que aqueja al ser
discontinuo). Se caracteriza por un descontrol y una pérdida de límites, por un nivel
elemental y simple y, en consecuencia, el menos humano y sublime.
El erotismo de los corazones procede del erotismo de los cuerpos. La pasión
desarrolla la unidad de los cuerpos a través de la simpatía moral. Es una manifestación
de la experiencia interior porque el gozo va ligado al sufrimiento, a la angustia de saber
que la continuidad buscada es una búsqueda imposible. El amante desea eternizar el
instante en el que vislumbra la comunicación. En la convulsión producida por la pasión,
le parece que sólo a través del ser amado pueden romperse los límites de su ser. El ser
amado puede realizar lo prohibido, romper su esencial subjetividad deseando poseerlo
desde ese momento y, aunque la posesión del amado no significa la muerte, su
búsqueda sí la conlleva. Sin embargo, como la pasión está sometida a los movimientos
aleatorios del azar, lo que proporciona es una situación de cierta precariedad: por esa
razón, el ser humano no se conforma con el erotismo de los corazones dado que no
Argus-a 21 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 22 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 23 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
del primero, se prestará atención a aquellos objetos y vestidos que representan al cuerpo
deseado explorando hasta el infinito el detalle más aislado. Esta preocupación por los
objetos no puede ser aislada de las preocupaciones por el adorno que experimenta la
sociedad finisecular, ya que como observa Lily Litvak a través de joyas, objetos y
vestidos se forma toda una mística sensual (1979: 119).
Como veremos, el cuerpo del otro en tanto fetiche entrará en un juego conflictivo
con otras codificaciones corporales, particularmente la del ángel del hogar.
Argus-a 24 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Raíces del romanticismo, define a este movimiento como “una protesta pasional contra
cualquier tipo de universalidad”, entendiendo la revuelta romántica como una reacción
contra la Ilustración (Berlín 2000). En este marco de transformaciones culturales
impulsadas por el romanticismo, la novela sentimental fue incorporando aquellos rasgos
que dan cuenta de su modernidad.
Si seguimos a Esteban Tollinchi, podremos comprobar que la novela sentimental
acompañó el fuerte impulso revolucionario del pre-romanticismo. Para este autor, el
surgimiento de esta nueva novela sentimental no puede separarse de la revolución del
sentimiento y del inconsciente. La novela es sentimental porque impone la superioridad
del sentimiento sobre la razón, manifiesta un gusto excesivo por el enternecimiento en
cuanto tal. Y dicho sentimiento se sitúa en la pureza del corazón. Todos estos rasgos son
entendidos por el autor como anuncios de la novela moderna, ya que una de sus
características primordiales es la complejidad psicológica (Tollinchi 1990: 343-345). La
novela de Samuel Richardson, Pamela o la virtud premiada (1740), es la obra que
impulsa este sentimentalismo literario, una nueva estética que tiene su base filosófica en
los postulados de Hume, Hutcheson y Shaftesbury que plantean la idea de una
benevolencia innata en el ser humano (Krakusin 1996: 14-15).
Como luego veremos, ese sentimentalismo literario contribuyó a la formación de
la identidad moderna. Según Beatriz Sarlo, términos tales como “sentimiento,
sentimental, sentimentalismo”, no pueden separarse de la propia noción de modernidad.
Para la autora, a través de este nuevo vocabulario, comenzamos a hablar de una novela
que se distingue de la barroca, de la pastoril, de la picaresca, de la filosófica, de la de
aventuras y de viajes, porque entroniza al amor como sentimiento preponderante. Como
los personajes expresan sin cesar todo lo que sienten, encontramos nuevas modulaciones
del amor que se expanden tanto en la pintura, la música, el paisajismo y la vida
cotidiana (Sarlo 2012: 9-10).
En 1832 José María de Heredia en su “Ensayo sobre la novela”, nos da una
definición del género sentimental: un tipo de producción centrado en una heroína y
dedicado a un público lector constituido fundamentalmente por mujeres. Considera a
Lafayette como la primera novela que intentó analizar el corazón humano en sus
Argus-a 25 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
emociones más tiernas, una ficción sin otros móviles que las gradaciones y contrastes
del amor. De esa forma, señala el autor, nació la novela que tiene por objeto la vida
privada y sondea los abismos del corazón (Heredia: 189-190, citado por Carilla).
Durante mucho tiempo, la novela sentimental recibió muchos juicios despectivos
(Grossmann; 1972: 250; Sánchez; 1965: 413-415; Suárez Murias, 1963: 12; Oviedo;
1995: 68). En la mayoría de los casos la novela sentimental es desprestigiada por
considerársela una expresión menor del romanticismo. Incluso, algunos de sus juicios le
atribuyeron una dosis de ingenuidad que la hacía incompatible con las formas más serias
de la narrativa que, por lo general, la mayoría de la crítica identifica con las formas del
realismo o el naturalismo. Un juicio de este tipo será dominante en la crítica uruguaya.
Quizás, para aclarar un poco la cuestión debamos apelar a algunas apreciaciones
realizadas por Frederich Schiller en su ensayo “Poesía ingenua y poesía sentimental y de
la gracia y la dignidad”. Para este autor, “el poeta ingenuo sigue únicamente a la simple
naturaleza y al sentimiento y se reduce sólo a la imitación de la realidad, tampoco cabe
para él más que una actitud ante su objeto”. A diferencia de la anterior, la poesía
sentimental se caracterizaría por una meditación respecto a “la impresión que le
producen los objetos y sólo en ese meditar se funda la emoción en que el poeta mismo
se sume y en que nos sume a nosotros”. El objeto es referido aquí a una idea, y su fuerza
poética se basa únicamente en esa relación” (Schiller, 1962). Así, el poeta ingenuo se
caracteriza por imitar a la naturaleza, mientras que el poeta sentimental al reflexionar
sobre esa impresión producida por los objetos, sugiere una transformación mediante la
fantasía. La idea complementaría a la naturaleza y evitaría la imitación servil a través de
la transformación del objeto mediante la fantasía creadora. De esta alianza surge el
concepto de belleza que supone también un correlato moral al proponer un equilibrio
entre el ideal y la naturaleza. El poeta sentimental debe apelar a este equilibrio para
lograr conmover y, para ello, el propio Schiller advierte que no se debe caer en la
frivolidad o la vulgaridad. Cabe aclarar que la idea en sí misma no es poética.
Como el poeta sentimental se enfrenta a dos representaciones en pugna, la
realidad como límite y el ideal como infinito, Schiller concibe la poesía de acuerdo a
dos modos poéticos: la poesía satírica y la poesía elegíaca. A su ver, estas formas
Argus-a 26 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Este cambio de perspectiva lo lleva a optar por una división triádica que expone
del siguiente modo:
Argus-a 27 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 28 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 29 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 30 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 31 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
utilizada como una máquina de equívocos y desencuentros. En una primera etapa, las
cartas constituyen un golpe de efecto en el desarrollo de las intrigas sentimentales. Más
adelante, serán verdaderos medios de conocer la subjetividad del personaje.
En Samuel Richardson, el empleo del recurso epistolar es el que considera como
más apropiado para explorar una subjetividad femenina. En una primera etapa, aquella
correspondiente a The Apprentice´s Vade Mecum de 1732, la forma epistolar se presenta
como el desarrollo de un tono íntimo en el que se mezclan las reflexiones, consejos,
dudas, etc. En cambio, con Pamela y Clarissa, la carta es un texto donde un personaje
se confiesa a otro, funcionando como un medio de identidad personal. Para dar cuenta
de ese tono personal, la carta debe utilizar las convenciones retóricas necesarias que
hagan posible la ilusión de una representación realista del sujeto. Las cartas construyen
una verosimilitud: conocemos los sentimientos de los personajes porque ellos mismos
los dicen directamente. Por eso crean la “ilusión de autenticidad”. Las cartas permiten la
construcción de una nueva subjetividad novelesca muy diferente a la que aparecía en la
novela de peripecias. Aquí nos encontramos con una conciencia que se debate consigo
misma y que es obligada a enfrentar alternativas sentimentales y morales. La perspectiva
subjetiva que impone las cartas permite el acceso a los sentimientos en su emergencia,
su desarrollo y su consolidación; esto permite que el personaje tenga una nueva
autoridad al ser el sujeto de su discurso. Otro aspecto unido a esto, es lo que la propia
Sarlo denomina como la “introspección compulsiva”: los personajes, como Pamela en la
novela homónima de Richardson, se sienten compelidos a la escritura (Sarlo 2012: 26).
Dada esta necesidad introspectiva, es muy usual que las novelas sentimentales
privilegien ciertas formas genéricas como las cartas, relatos biográficos, autobiografías.
El empleo de la forma epistolar, teniendo en cuenta su amplio desarrollo en el siglo
XVIII, puede ser considerado como el “género del género”. Esta dependencia formal
respecto al género sentimental, se debe fundamentalmente a que gracias a la carta un
personaje femenino demuestra su independencia discursiva al juzgar sus propios actos y
los de quienes la rodean.
Tanto la carta, como la autobiografía y el diario, permiten la presentación de un
yo que se narra a sí mismo; de esta forma, se expone también la “ilusión de intimidad”.
Argus-a 32 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Por ejemplo, la forma genérica del diario que prescribe la presentación de los hechos
según se van produciendo, permite el manejo de técnicas como la dilación y el
suspenso: técnicas que, en el caso de Pamela de Richardson, se vuelven muy útiles para
ver las tensiones vividas por el personaje femenino en el intento de defender la virtud.
La carta en Werther plantea el lenguaje como una dislocación de sus formas habituales.
Se trata de escritos que narran “las peripecias del amor y del deseo” (Sarlo 2012: 33).
La novela de Goethe, como La Nouvelle Heloise de Rousseau, inicia la tradición
del llanto que permite la representación literaria de los afectos. A partir de esto, los ojos
se vuelven elementos centrales en la representación de los sentimientos, y por esa razón,
podemos hablar de la corporeidad de los sentimientos donde los balbuceos y las
lágrimas son los signos del cuerpo que se niegan a ser gobernados por la razón (Kern,
citado por Sarlo 2012: 39).
Un elemento importante en la novela sentimental es la teoría del obstáculo.
Denis de Rougemont lo ubica como un principio que gobierna una de las más
importantes historias de amor: Tristán e Isolda. Podría decirse que sin obstáculo no
habría novela. Normalmente, los obstáculos tienen que ver con prohibiciones de orden
moral, religioso y social. Así, la prohibición del contacto sexual antes del matrimonio,
es una de las leyes que rige la novela sentimental tanto como la cultura burguesa, cuyos
patrones culturales se ajustan a la legitimidad de las uniones porque aseguran una
legalidad de la descendencia. De acuerdo a estas ideas, las novelas van proponiendo una
unión deseable, toda una política matrimonial basada en una alianza entre iguales en el
plano social y económico. Sin embargo, existen algunas uniones desiguales que se
justifican: se considera lícito que una mujer pobre ascienda socialmente a través del
matrimonio si posee ciertas virtudes. El vicio y la virtud, la belleza y la pobreza suelen
presentarse como parte de los conflictos sentimentales.
La categoría “novela sentimental” se presenta como una denominación
problemática por varias razones. El problema planteado es el siguiente: cómo designar
con el mismo nombre a un campo tan vasto que incluye textos tan diferentes. Dar por
sentado que el nombre de un género resuelve el problema de la clasificación significa
olvidar que “el acto verbal es un acto semiótico complejo” (Schaeffer, 81). Para explicar
Argus-a 33 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
la complejidad del acto discursivo hay que tener en cuenta algunas dimensiones que
forman parte del marco comunicacional (el nivel de enunciación, el nivel de destino y la
función de la obra) y su nivel de realización en los aspectos semánticos y sintácticos.
Todas estas dimensiones varían porque si bien los textos pertenecen a un género
determinado, esos mismos géneros poseen una existencia histórica y corresponden a
realidades culturales diferentes. El comportamiento del género cambia cuando éste se
desplaza de una cultura a otra, y por esa razón, es necesario tener en cuenta la
contextualización histórica de las determinaciones genéricas. Como afirma Schaeffer,
“los nombres de géneros, lejos de determinar todos un mismo objeto llamado 'texto' o
incluso uno o varios niveles invariantes de este texto, van ligados, no todos, a los
aspectos más diversos del hecho discursivo” (Schaeffer, 83-84). Con esto queda claro
que la obra literaria es un acto pluridimensional, y por ende, los textos no se limitan a
ejemplificar las propiedades que determinan los géneros, sino que, de acuerdo a lo que
Schaeffer llama “genericidad moduladora”, el texto en la aplicación de las reglas admite
distintas desviaciones: el cambio de reglas es una posibilidad intrínseca en los géneros.
En lo que hace a la categoría genérica “novela sentimental”, desde sus orígenes
medievales hasta el presente se ha insistido en definirla de acuerdo a un criterio de
identificación semántico: la novela sentimental narraría una historia de amor. Pero si
nos quedamos con este criterio y olvidamos los aspectos más formales perderemos de
vista las interesantes complejidades pragmáticas.
Vamos a ocuparnos ahora de las distintas dimensiones del acto discursivo
aplicadas a las novelas que integran este corpus.
La primera de ellas corresponde al nivel de enunciación que se compone de tres
partes: el estatus del enunciador, el estatus del acto de enunciación y las modalidades de
la enunciación.
En cuanto al primero, el estatus del enunciador, Schaeffer sostiene que el
enunciador puede ser real, ficticio o fingido. Dejando de lado el hecho de que el
enunciador efectivo es siempre “real”, este enunciador puede delegar su función en un
enunciador secundario. Éste será ficticio si lo inventa el autor y será fingido si se
identifica con una persona que existe o haya existido. En el caso de las novelas que nos
Argus-a 34 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 35 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 36 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Uno de los primeros autores que abordan esta problemática es Ernest Renan en
su ensayo “Qué es una nación”. El pensador francés señala que el concepto de nación es
un término bastante nuevo en la historia, ya que en la Antigüedad la organización
política se hacía a través de repúblicas, reinos municipales o confederaciones de
repúblicas. Partiendo del hecho de que en el origen de todas las naciones encontramos la
brutalidad, actos de violencia y despojo, el autor sostiene que para que se pueda generar
una idea de nación sus habitantes tienen que comprometerse a olvidar: “El olvido
-incluso diría el error histórico- es un factor fundamental en la creación de una nación”.
Más adelante, agrega que “la esencia de una nación es que todos los individuos tengan
muchas cosas en común y, también, que hayan olvidado muchas cosas” (Renan, 25 –
26).
Argus-a 37 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Por otra parte, Renán insiste en otros aspectos que nada tienen que ver con la
pertenencia a una raza, una lengua o una cultura. En contraposición con eso, el autor
destaca que el hombre es, principalmente un “ser racional y moral” (33). Esto último lo
va a llevar a afirmar que toda nación “es un principio espiritual, el resultado de las
profundas complicaciones de la historia; es una familia espiritual, no un grupo
determinado por la forma de la tierra” (35). Como el hombre no está supeditado a los
condicionamientos emanados de la raza o de la lengua y está imbuido de ese principio
espiritual, logra generar la idea de nación por un acto de solidaridad, un consentimiento
expresado para desarrollar una vida en común.
Así, la nación, según Renán, nace porque un conjunto de hombres posee una
mente saludable, y un corazón cálido, y se compromete a abdicar de la individualidad
para crear una vida en comunidad. La nación para el autor francés implica, entonces, un
compromiso moral expresado a modo de un contrato social, y constituye, por tanto, un
acto racional que no se deja avasallar por otro tipo de condicionamientos.
Uno de los ensayos más difundidos en los estudios académicos es el de Benedict
Anderson Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del
nacionalismo. El autor propone la siguiente definición:
Así pues, con un espíritu antropológico propongo la definición
siguiente de la nación: una comunidad imaginada como
inherentemente limitada y soberana. Es imaginada porque aun
los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la
mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera
hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de
su comunión (23)
Argus-a 38 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
novela y el periódico. (Anderson 2000: 46). Estas formas se vieron favorecidas por lo
que Anderson llama el “capitalismo impreso”: la tecnología impresa logró difundir la
lengua vernácula, y esa misma tecnología posibilitó el desarrollo de un tiempo
homogéneo, vacío. Ese tiempo es pensado en los términos de una novela donde el lector
presencia los movimientos de ciertos personajes sin que algunos de ellos lleguen a
conocerse. Según Anderson, lo mismo pasa en una sociedad donde por ejemplo: “Un
norteamericano jamás conocerá, ni siquiera sabrá los nombres, de un puñado de su 240
millones de compatriotas. No tiene idea de lo que estén haciendo en cualquier momento
dado. Pero tiene una confianza completa en su actividad sostenida, anónima,
simultánea” (48 – 49).
Timothy Brennan, en su ensayo “La nostalgia nacional de la forma”, se propone
abordar lo que entiende como “los mitos de la nación”. El concepto de mito es analizado
a través de sus múltiples variantes: el mito como distorsión, mentira; como mitología o
tradición oral. Y la conjunción de estos mismos sentidos nos lleva a pensar la
organización social actual de acuerdo a un modelo retrospectivo de valores morales
junto con la creencia mágica en la fuerza de la tradición. Por otra parte, acerca del
término “nación”, también resulta tan problemático porque inicialmente se refiere a la
pertenencia a un lugar o una familia, pero normalmente se une a otro tipo de formación
como el “Estado – nación”, donde éste último se presenta como un constructo más
artificial (66). Para salir de este atolladero semántico, Brennan considera la nación de
acuerdo a la categoría foucaultiana de “formación discursiva” y, a partir de esta noción,
se preocupa por estudiar los “usos institucionales de la ficción”. A partir de esta noción,
el autor reflexiona cómo el surgimiento de los Estados – nación en Europa no se puede
separar de los temas propuestos por la literatura de ficción. La literatura logró la
formación de las naciones gracias a la creación de los medios impresos nacionales como
el diario y la novela. La novela resultó fundamental en la formación de la comunidad
imaginada de la nación.
Brennan utiliza el concepto acuñado por Anderson para hablar de las naciones
como construcciones imaginarias desarrolladas mediante todo un aparato de ficciones
culturales. Y al tratar sobre la importancia de la novela —aspecto señalado también por
Argus-a 39 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 40 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
la historia de amor que estaría subordinada a un ideal de nación. En ese sentido, señala
que los latinoamericanos corrigieron las aventuras amorosas trágicas de sus modelos
europeos, porque a través de la idea de un matrimonio legítimo se buscaba producir
ciudadanos. Cuando habla del concepto de alegoría, Sommer tiene especial cuidado de
separar su desarrollo de la definición simplista y convencional derivada del medioevo (y
que sobrevive con dificultades en el romanticismo con el nombre de símbolo). Para
evitar este riesgo, apela al concepto de Benjamin, y a su ensayo El origen del drama
barroco alemán, donde el autor habla de la combinación de la alegoría y la dialéctica.
Para discutir el uso del concepto de “dialéctica alegórica”, vamos a discutir
algunos pasajes del ensayo de Sommer:
Benjamin explica de un modo protopostmoderno que la alegoría
es sensible a la dialéctica entre la expresión y el significado (…)
La alegoría trabaja a través de los resquicios, mientras que los
símbolos orgánicos sacrifican la distancia entre el signo y el
referente (…) Su ejemplo principal de dialéctica alegórica es la
relación entre la historia humana y la naturaleza (…) Pero
Benjamin tiene cuidado de señalar una diferencia estratégica
entre tales figuras: en el símbolo, la naturaleza es un indicio de
eternidad y parece independiente de la cultura; en la alegoría,
es un registro de la historia humana y la decadencia (Benjamin,
167). Este registro dialéctico es lo que distingue la alegoría
secular moderna, que tuvo su origen en la literatura barroca, de
la concepción medieval de que la naturaleza es el inmutable
telón de fondo de la historia que ella contiene. (61-62) (Las
cursivas son nuestras).
Argus-a 41 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 42 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 43 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Esta concepción meta-textual de las novelas tiene que ver con un control
ejercido por el propio autor acerca de cómo debe ser leído el texto y también con la
necesidad de crear una literatura nacional o americana. La metatextualidad tendría una
función específica. Incluso, más adelante, el autor llega a plantear la idea de una
Argus-a 44 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 45 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 46 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 47 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 48 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 49 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 50 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Y al ocuparse del lenguaje empleado por estos hombres públicos, critica ese
exceso de las frases pomposas, recargadas por metáforas esclerosadas y un estilo
solemne (Bauzá, 182-183).
Podríamos afirmar que, en esta segunda generación, el romanticismo no era
asumido a nivel programático (como sí sucedió con los integrantes de la primera
promoción), sino como una forma declamatoria en la prédica parlamentaria o el artículo
periodístico. Creo que en parte, eso podría explicar el vínculo entre el principismo y el
romanticismo.
Esta persistencia del romanticismo llevó a que, desde el Ateneo, se escucharan
voces de condena a la estética realista y naturalista (ésta última hallaba su base
filosófica en el positivismo). En una de sus intervenciones Melián Lafinur decía lo
siguiente acerca del naturalismo: “Zola calumnia a la sociedad, denigra al hombre; su
novela no ve más allá que lo sombrío y lo innoble de la vida humana; rebaja los
sentimientos del lector y corrompe el gusto literario” (citado por Cotelo, 84). Los
hombres del Ateneo pensaban al ser humano desde una ontología del alma por encima
de todo determinismo corporal; hablar del hombre fisiológico implicaba una anulación
Argus-a 51 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
del hombre metafísico. Frente a la delicadeza del vocabulario romántico, las imágenes
del naturalismo son vistas como un producto grosero e indecente.
Por su parte, Pablo de María, al inaugurar como presidente del Ateneo las
veladas mensuales de la institución, opina acerca del naturalismo lo siguiente:
La literatura, cuyo objeto se reduce a copiar la realidad en todas
sus manifestaciones, ya sean nobles, ya sean repugnantes, sin
tener en vista un ideal ni proponerse un fin de moralización y de
progreso, puede ser un entretenimiento agradable, pero no es una
enseñanza capaz de despertar en los corazones el culto de la
virtud ni el amor de la abnegación y de la gloria. La literatura
útil y benéfica es aquella cuyas obras son, no un deleite fugaz,
sino un apostolado permanente; aquélla, cuyos cuadros, fieles,
si, y verdaderos, están vivificados por la concepción de un ideal,
y son al mismo tiempo que cuadros, en que se retrata la vida de
los hombres y de las sociedades, con sus contrastes de flaquezas
y de méritos, ejemplos de que surge una enseñanza provechosa,
un estímulo para el cumplimiento del deber en la tierra, un
consuelo para los corazones que sufren por ser honrados y
justos, y un sostén para las conciencias que desmayan en la
eterna lucha del bien con el mal. Para mí, la literatura debe ser
un medio y no un fin; debe ser un instrumento que sirva para
llevar al seno de las almas los ejemplos que educan y las ideas
que ennoblecen. (Citado por Zum Felde, 205)
El vínculo entre literatura y moralidad es una constante del siglo XIX. Beatriz
González Stephan señala al respecto que el propio concepto de literatura es inseparable
de nociones tales como “utilidad”, “progreso” o “didactismo”. La concepción liberal de
la literatura defendida por las distintas figuras letradas pone su énfasis en el grado de
autonomía: el carácter nacional de la literatura consistía en que poseyera vida propia y
respondiera a ciertas características de cada pueblo (González Stephan 1987: 159-160).
En el pasaje transcripto no se habla de la nacionalidad ni tampoco del vínculo con una
idiosincrasia popular; sin embargo, sobrevive el valor de la “utillidad” unido a su
carácter didáctico: el carácter nacional reposa indirectamente en una alusión velada a la
categoría de “ciudadano” (referida mediante metonimias no menos románticas como la
de las “almas” o los “corazones”). Podríamos afirmar que el romanticismo americano
procede siempre de esta forma: proveer de un repertorio de imágenes tomadas del
Argus-a 52 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
modelo europeo que pueda servir al pensamiento liberal para difundir su propia
ideología. Como vemos, también en este aspecto el proyecto romántico se aparta de lo
apuntado por Isaiah Berlin: no se trata ahora de expresar una protesta contra todo
universalismo ilustrado, sino de defender ese mismo postulado pero a través de la
exaltación de lo propio.
Más allá de estas contradicciones, la insistencia por parte del sector principista
en apuntalar su visión de la literatura dentro de una base moral, estaba motivada en la
urgencia de combatir el mal del caudillismo, reacio a las disciplinas y también en la
cercanía del militarismo.
La entrada del positivismo en el país se produce entre los años 1875 y 1880.
Ardao da cuenta de la influencia cultural del positivismo en distintas áreas.
Fundamentalmente, hubo dos terrenos en que la influencia positivista se hizo sentir con
miras a una transformación orgánica de la nacionalidad: el educacional y el político. En
el plano educativo, el positivismo operó a través de las dos grandes reformas que dieron
una nueva estructura a la escuela y a la universidad. En el plano político, se produjo un
cambio en la mentalidad dirigente que abandonó el academicismo principista y se apegó
a la modalidad del realismo económico y social.
En lo que hace a la transformación del lenguaje político hubo dos obras de gran
relevancia; una de ellas, De la Legislación Escolar, de José Pedro Varela donde su autor
realiza el primer estudio sociológico de la realidad uruguaya de acuerdo a un criterio
positivista. Porque es a través de ella que se difunde en el ámbito político la palabra
“evolucionismo” de inspiración spenceriana. Como han sostenido otras personalidades,
tales como Ángel Floro Costa, el evolucionismo fue la fórmula que invadió el lenguaje
político; a través de ella, se buscaba explicar los males que atenazaban a la sociedad
uruguaya: la sucesión de revoluciones, motines, dictaduras que debían ser superadas
para afianzar así la nacionalidad organizando sus instituciones. De ahí en más, las
instituciones no se vieron como principios absolutos, sino como frutos del “estado
social de cada pueblo, con su índole, con sus hábitos, con su modo de ser propio”
(Ardao 2008: 175 – 181).
Pese al avance sobre el terreno político, la influencia positivista tuvo una acción
Argus-a 53 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
más lenta en la literatura. De hecho, como vimos en las palabras de Juan Carlos Blanco
desde la tribuna del Ateneo y a través de su conferencia sobre “La Novela
Experimental” e “Idealismo y Realismo”, esta corriente filosófica por poner su énfasis
en lo material, en la degradación fisiológica, fue objeto de una condena en base a
consideraciones de orden moral. Esa resistencia fue atenuada desde la crítica literaria
con la actuación de Samuel Blixen y Victor Pérez Petit quienes se encargaron de
introducir el naturalismo a través de varios artículos críticos.
La corriente naturalista está presente en Carlos Reyles, Javier de Viana,
tímidamente en Acevedo Díaz o Magariños Solsona. Sin embargo, no podemos afirmar
que en esta etapa el positivismo haya logrado modificar la escritura literaria, que en
muchos aspectos continuó aferrada a matrices románticas. De hecho, las novelas que
analizaremos dan testimonio de ello, pues aunque el romanticismo decae como
movimiento, persiste bajo la forma de un hábito de escritura. Al respecto, encontramos
una interesante observación de Silvia Rodríguez Villamil proveniente de su libro Las
mentalidades dominantes en Montevideo (1850 – 1900):
A través de diversas manifestaciones literarias, en especial los
folletines, podemos apreciar que las obras que conmovían a la
gran masa criolla eran las de tendencia romántica, en momentos
en que la élite intelectual, siguiendo la evolución cultural
europea, ya casi las había abandonado. Dentro de esta corriente,
había una señalada preferencia por los autores españoles, y por
algunos latinoamericanos. (2008: 91)
Es muy cierto que buena parte del sector letrado empezaba a sentirse atraído por
las tendencias realistas y naturalistas que estaban ingresando en ese momento a
impulsos del positivismo. También es muy cierto que los folletines solían incurrir en
excesos en su apego a las fórmulas del romanticismo; pero no es menos cierto que
buena parte del sector letrado participaba en la elaboración de estos productos.
Una hipótesis que nos gustaría plantear consiste en que la persistencia del
romanticismo permitió mantener ciertas oscilaciones en la representación del cuerpo
femenino. Si las novelas muestran esas ambivalencias entre un ideal incorpóreo de cuño
romántico frente a una representación física condicionada por los imperativos carnales
Argus-a 54 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
de acuerdo a la visión del naturalismo de la mujer, todo esto nos ayudaría a ver las
dudas, las incertidumbres planteadas en el seno de la modernización. Otro aspecto que
nos va interesar analizar es cómo el código romántico, por estar más aferrado a la
noción de pudor y castidad, sirvió para comunicar una concepción erótica de lo
femenino, que de haberse hecho sólo en base a la estética naturalista habría provocado
el rechazo por parte del público. Las novelas mostrarán cierto apego a la categoría del
pudor, propio de la sociedad civilizada, y eso explicaría la supervivencia de lo
romántico y, por otro, el paulatino avance de la concepción naturalista del cuerpo.
El romanticismo osciló entre dos concepciones de lo femenino muy opuestas
entre sí. Incluso podríamos decir que el tratamiento de lo erótico se volcó
preferentemente hacia una de esas formas. El erotismo sirvió para identificar a la mujer
con la naturaleza e imaginar la feminidad en sus facetas instintivas, enigmáticas,
sexuales y destructivas.
Junto a esta imagen de la mujer carnal, sensual, que se conoce también con el
nombre de la “mujer fatal”, vemos aparecer la musa romántica del ángel del hogar. De
esta forma, cuando está idealizada, la mujer sirve para remitirse a un mundo de pureza
donde no existe la materialidad.
La mujer sensual siempre tuvo esa carga de destructividad y alguna vaga
vinculación con la noción de pecado. Este prototipo de mujer, así definida resulta
fascinante y a la vez representa un peligro del que hay que escapar, y eso llevó a que se
impusiera con más fuerza un ideal incorpóreo de lo femenino.
Esta visión inmaterial de la mujer puede asociarse perfectamente a esa
concepción vaga de la belleza que Rousseau popularizó con el nombre de “non so che”
(Eco 2010: 312). Para el filósofo francés, con esta expresión, se aludía a una belleza que
no podía expresarse con palabras y, en particular, se refería al sentimiento que
despertaba en el ánimo del espectador. Con esa búsqueda de lo misterioso, Rousseau
insertaba esa vaguedad expresiva dentro de una ofensiva contra la belleza artificiosa y
clasicista. Aprovechando el horizonte abierto por Kant con su crítica de lo sublime,
Rousseau va a proponer a la naturaleza como lo opuesto al artificio de la historia,
porque ella se presenta como oscura, informe, misteriosa: “no se deja captar por formas
Argus-a 55 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 56 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 57 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 58 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 59 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 60 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 61 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
cariñosa”), los ojos, el “rostro hermoso”. Para la autora todas estas cualidades remiten al
campo semántico de la fortaleza. Todas las alegorías femeninas en el Parnaso
representan entidades abstractas vinculadas a sentimientos nacionales; se reiteran los
rasgos paradigmáticos como la exaltación de la maternidad, la mujer como ser sufriente,
la función de homenaje al varón, etc. No obstante, el vínculo que estas imágenes tienen
con la retórica patriarcal, el cuerpo de la mujer aparece asociado a la idea de fortaleza y
poderío (Torres, 33 – 42).
Lejos de estas versiones épicas de las mujeres, Torres encuentra el universo
femenino construido por Petrona Rosende. A su entender, la presencia femenina se
manifiesta a través de “una exaltación metonímica” (“El alfiler”, “La aguja”, “El
anillo”) que logra reivindicar una temática de lo cotidiano. Por otra parte, la
circunstancia personal de la mujer aparece incluso en los poemas patrióticos. En su
poesía, se le da valor a un espacio intimista y doméstico presentado como un lugar de la
educación y de transformación social (Torres, 49 – 52).
La obra satírica de Francisco Acuña de Figueroa, La Malambrunada, ocupa un
lugar importante en esa lucha por la imposición de un ideal de mujer a cargo del sector
letrado. En esa lucha entablada entre las mujeres viejas (representadas como brujas,
animalizadas y degradadas) y jóvenes (presentadas como ninfas bellas) por la posesión
de los hombres, triunfan éstas últimas. Sin embargo, la obra es analizada por Torres
como un poema que ataca el modelo patriarcal al parodiar la épica y burlarse del ideal
femenino de la mujer frágil, etérea y desexualizada (Torres, 61 – 66).
Con la entrada del romanticisimo en América, se retoma el tópico de la mujer
desarrollado en la literatura europea, idealizándola e instalándola en un lugar de
privilegio. Pero la mujer es introducida aquí a través del tópico de la naturaleza, y en
este punto la autora cuestiona a muchas críticos por ver en ella una característica central
del movimiento y disminuir la importancia que adquiere la temática femenina. Incluso
en esta asociación de la mujer con la naturaleza, Torres observa una estrategia de
exclusión por parte del sector letrado masculino (Torres 1995: 72). Sin embargo, esta
tentativa de exclusión parece alejarse si consideramos la poesía del poeta romántico
uruguayo Adolfo Berro, quien a diferencia de su compatriota Juan Carlos Gómez,
Argus-a 62 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
avanza hacia una consideración de la mujer desde una perspectiva más sensual. Toda la
descripción física ofrecida está cargada de deseo, y la impronta erótica se desenvuelve,
por más que hacia el final del poema se restituya una imagen de castidad. Lo más
importante del poema de Berro es el hecho de que presente esa retórica de la sensualidad
sin alejarse demasiado del modelo de la mujer ángel. Y por supuesto que este modelo
será incorporado al de la mujer madre, eje de la familia patriarcal, ya que la finalidad es
asegurar el objetivo de la reproducción. Como la pasión sexual debe ser llevada al límite
familiar y reproductivo, es que tanto en Tabaré como en otras obras del período, se ve
una descorporeización de la mujer. Así, el cuerpo de Blanca en Tabaré es presentado
con rasgos espritualizantes (algo que también responde a la tradición católica de Zorrilla
de San Martín). Otro aspecto abordado por la autora tiene que ver con la acción del
disciplinamiento del bárbaro (la mujer, el gaucho y el charrúa) enfocado en Celiar de
Alejandro Magariños Cervantes, y luego retomado en Tabaré.
La diferencia que podemos ver entre los casos analizados por Torres y los de
nuestras novelas, tiene que ver con que en las novelas la relación entre la mujer y la
nación ya no se ciñe al carácter alegórico que la autora presupone a partir de su lectura
del trabajo de Sommer. A diferencia de los textos analizados por Sommer y Torres, al
estudiar a los personajes femeninos observaremos la presencia de un signo ambivalente.
Esa marca de la ambigüedad de la novela hace que los personajes femeninos no sean
leídos de acuerdo a una idea tan monolítica como la del sentido ético. Leídas desde la
óptica de la ambigüedad, entonces, encontraremos que las mujeres comportan ese doble
aspecto de la mujer ángel y la mujer sensual. La marca erótica aparece en todas ellas,
incluso en aquellos casos donde predominan los rasgos etéreos (Minés, Brenda) como
un elemento emergente. En ese sentido, nos interesa ver cómo los novelistas se las han
arreglado para componer este prototipo de mujeres introduciendo subrepticiamente
cargas semánticas de eroticidad.
Argus-a 63 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Con este nombre nos referimos a un período que nace a fines del siglo XIX y se
extiende hasta comienzos del siglo XX. La nota dominante es la consolidación de un
modelo agroexportador impulsado por la Asociación Rural del Uruguay (ARU),
obedeciendo a las demandas generadas desde el exterior por las potencias centrales. Las
transformaciones en el modo de producción llevaron a pensar el medio rural desde el
punto de vista empresarial. Para que esto fuese posible debió verificarse un tránsito
desde una sociedad marcada por los signos de la “tradicionalidad” a otra identificada
con la “modernidad”, cuyas transformaciones inciden fundamentalmente en factores
tales como “urbanización, industrialización, superación de pautas tradicionales de
comportamiento, eliminación de referentes religiosos de la normatividad social y
articulación de una estructura política participativa (Zubillalga y Cayota, citado por
Peruchena, 110).
Para llevar adelante estas transformaciones fue necesaria la centralización del
Estado, logrado en principio con la creación de una burocracia política que se mostrara
fiel a los sectores económicos dominantes. Esta centralización del Estado, que implicaba
el dominio de muchas actividades sociales, entró en conflicto con la Iglesia.
La segunda mitad del siglo XIX puede describirse como un magma donde
proliferan distintas fuerzas. Para dar cuenta de ellas, me voy a apoyar en la propuesta de
Silvia Rodríguez Villamil desarrolladas en su libro Las Mentalidades dominantes en
Montevideo (1850 – 1900). Según la historiadora, todas estas transformaciones
incidirían en la modificación de los moldes criollos tradicionales a través de dos
momentos claramente diferenciados. El primero abarca desde 1875 a 1886 y
corresponde a la consolidación de la producción agropecuaria, donde fue surgiendo una
pequeña burguesía urbana imbuida en los valores del trabajo y el ahorro (con un claro
sentido austero de la vida). El segundo momento, desarrollado entre 1886 y 1890, se
caracteriza por una actividad fabril, el comercio exterior, la especulación. En esta etapa,
las clases dominantes van desarrollando el hábito del lujo y la ostentación y fueron
adoptando costumbres y formas de sociabilidad típicamente europeas. Para Rodríguez
Villamil, esta mentalidad liberal por estar ligada a esquemas europeos no plasmó su
Argus-a 64 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 65 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 66 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 67 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
nuevas tiendas que ofertaban artículos para damas ponían en escena un espacio público
liberador de la mujer y, por otro lado, reforzaba su función social de madre y ama de
casa. Siguiendo este razonamiento, podría pensarse en un posible desplazamiento
metonímico de la mujer hacia esos objetos, en la reducción de la mujer a la categoría de
objeto ornamental. Esta operación metonímica fue practicada fundamentalmente a nivel
de los folletines sentimentales y consistió en una estetización ornamental de lo femenino
como un medio de escapar a las coerciones que se vienen ejerciendo en materia sexual.
Así, el aura seductora de las mercancías se traslada ahora a la figura femenina dando
lugar a una nueva cultura del mirar.
Silvia Rodríguez Villamil, en su artículo “Vivienda y vestido en la ciudad
burguesa”, realiza apreciaciones similares a Peluffo, pero en su trabajo se observa una
línea de continuidad entre la presencia del lujo en el mobiliario y la arquitectura por una
parte, y las modas y la imagen del cuerpo por otra:
Sin pretender un análisis a fondo del fenómeno de las modas con
todas sus connotaciones, interesa destacar algunos aspectos en
que la preocupación por la apariencia exterior de hombres y
mujeres se emparentaba con la importancia simbólica atribuida a
las fachadas de las viviendas o la decoración escenográfica de
los interiores. La alusión al teatro parece pertinente dada la
importancia fundamental que se asignaba entonces al ver y al ser
visto. Tal como actores caracterizados para encarnar
determinado rol, hombre y mujeres burgueses debían presentar
ante los demás (e incluso ante ellos mismos) una imagen acorde
con la posición social que ocupaban y con las concepciones
dominantes sobre lo masculino o lo femenino (1996: 101-102).
Argus-a 68 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 69 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
privado.
Este retroceso de lo religioso a la esfera privada se contrapone al avance de lo
político que tendió a absorber cierta sacralidad, llevando a que el Estado se constituyese
en una “religión civil laicizada”. “El altar de la Patria” de Juan Manuel Blanes sería el
ejemplo de esta “alegoría nacionalista que anticipaba la progresiva creación de una
suerte de religión civil como soporte del Estado y de una sociedad secularizada”
(Geymonat, 18-19).
Frente a esta sacralidad del Estado (que toma para sí ciertas simbologías
religiosas) y a la reacción del catolicismo (que tendió a exacerbar el modelo mariano
creando un bando femenino evangelizador), el erotismo aparecería como un intento de
contrarrestar estas fuerzas. El culto al cuerpo que desarrollan las novelas estudiadas aquí
responde a cierta tendencia puritana presente tanto en las formaciones liberales como en
las católicas.
Como puede deducirse, la defensa del modelo angelical como base de la nación
moderna se inscribe en ese mismo proyecto. Sin embargo, el contacto con los elementos
suntuarios provenientes de Europa, abren la puerta a otra consideración diferente del
cuerpo que lo aleja de los presupuestos más rígidos (Turner, 238).
Uno de los más importantes tratados fue el que dio a conocer Manuel Antonio
Carreño en 1854. Beatriz González Stephan en su trabajo “Modernización y
disciplinamiento. La formación del ciudadano: del espacio público y privado”, señala
que este texto contribuyó a la formación del buen ciudadano: “La cuestión era ser un
hombre o mujer de apariencia civilizada, que sus modales no dejarán traslucir ningún
rasgo o gesto que recordara viejos usos rurales, probablemente tildados de inciviles o
bárbaros por esta nueva sociedad cada vez más estirada como moderna” (1995: 194)
El cuerpo ingresaba dentro de lo que el Manual consideraba como “bárbaro”, por
Argus-a 70 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
eso era necesario ejercer un férreo disciplinamiento: porque ser civil implica una
progresiva negación del cuerpo. El cuerpo posee zonas abyectas que son necesarias
corregir, por lo que toda cultura basada en la sensualidad de los sentidos es calificada
como impropia y grosera.
Esta negación de la cultura del cuerpo se ajustaba a los deseos de ascenso social
de ese sujeto burgués que intentaba diferenciarse de la conducta espontánea, expresiva y
sensual de los sectores populares. El disciplinamiento de las inclinaciones vitales lleva a
la adopción de una naturaleza artificial y codificada. Según González Stephan, el
Manual construye el nuevo orden a partir de un cuerpo desmembrado y encubierto. Esto
nuevos ciudadanos, graves, serios, empaquetados debían moverse como actores de ese
gran teatro urbano compuesto de plazas y avenidas, los nuevos signos de la
modernización: aquello que Josefina Lerena de Blixen denominó como “la fiesta de las
calles” constituirá la nueva escenificación del cuerpo en la ciudad.
El ámbito doméstico era concebido como un lugar apolítico y separado del
mundo exterior, y por lo tanto, la mujer doméstica sería aquella que carece de
ambiciones mundanas (básicamente las que tienen que ver con el mundo político y
económico). Nancy Armstrong señala al respecto cómo a través de “prácticas
domésticas frugales”, la mujer era preparada para que funcionara como madre, un rol
que implicaba la asunción de funcionales magisteriales dado que el hogar era visto
como una escuela dirigida a la formación de nuevos ciudadanos (1991: 80).
El discurso del ángel del hogar sitúa lo femenino en la esfera de lo espiritual, y
este paradigma converge paradójicamente con el modelo científico que busca situar a la
mujer dentro de los condicionamientos biológicos. Susan Kirkpatrick sitúa la aparición
del modelo del ángel del hogar durante la década de los cuarenta en España, y sostiene
que sería el ideal femenino imperante a lo largo del siglo XIX. En el tratamiento de la
génesis del concepto, afirma que fue Pedro Sabater, más tarde esposo de Gertrudis
Gómez de Avellaneda, quien definió a la mujer como “especie de ángel descendido del
cielo”, cuya principal característica sería el amor (capacidad que podría ser útil en la
función doméstica que está llamada a cumplir). La psique femenina no tendría ninguna
otra cualidad más allá de la capacidad de dar amor, descartando de ese modo cualquier
Argus-a 71 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
otra cualidad en el orden intelectual y sexual: específicamente el deseo físico, “ese torpe
vicio de la voluptuosidad y el sensualismo”, quedaría neutralizado. Su condición de
objeto de deseo es atenuado por su función de criadora y redentora dentro del hogar
(Kirkpatrick, 63-65). Este modelo femenino que asumió rasgos misóginos no era nuevo
en el siglo XIX ya que podemos encontrar una formulación previa en el tratado
renacentista de Fray Luis de León, La perfecta casada (Aldaraca, 72-73). Como puede
verse, se trata de un modelo estigmatizador de lo femenino porque la relega a la
irracionalidad, al cerco del corazón.
Estos discursos de la domesticidad, en sintonía con el cientificismo imperante,
también le otorgan a la mujer un cuerpo natural y con tendencia a lo patológico.
Mientras la ciencia busca los defectos morales en lo orgánico, el angelismo realizará
otro movimiento tendiente a ubicarla en un plano espiritual.
Este entrecruzamiento entre los discursos de la domesticidad y los del
cientificismo es analizado por Bram Dijsktra en Ídolos de perversidad. La imagen de la
mujer en la cultura de fin de siglo. De acuerdo al planteo de este autor, entre finales del
siglo XVIII y mediados del XIX, se desarrolló un culto a la imagen de la “monja
hogareña”. Las monjas eran exaltadas por su capacidad de sacrificio, su entrega a los
otros y por resistir cualquier tipo de tentación, ya que están sometidas a un juramento de
castidad. Estos mismos valores fueron exigidos a las mujeres para conformar el
prototipo angelical, porque esa era la imagen anhelada por el sujeto masculino. En su
esfuerzo por acomodarse a este ideal, las mujeres llegaron a ciertos extremos
comprometiendo su salud física y emocional. Al estar encerradas en el claustro del
hogar, reducidas a la condición de simples objetos decorativos, las mujeres comenzaron
a enfermar. A partir de allí, se desarrolló todo un culto a lo patológico que se manifestó
en una exaltación de la moribunda, ya que la muerte fue interpretada como el extremo
de sacrificio que una mujer podía hacer como prueba de sumisión frente al varón.
Dijkstra se refiere en este caso a la aparición de un culto a la invalidez que estuvo
presente en buena parte de las representaciones pictóricas de fin de siglo; entre ellas una
de las figuras entronizadas fue la de Ofelia concebida como “ejemplo de mujer
autosacrificada y enloquecida por amor que demostraba de la manera más perfecta su
Argus-a 72 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 73 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 74 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 75 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
mujer “natural” servía para oponerla a ese otro ideal artificioso de la mujer aristocrática
(modelo a ser desechado por la liviandad moral de la cortesana). La frugalidad burguesa
aconsejaba la tranquilidad doméstica, la dedicación exclusiva a la maternidad, la
regulación de los ejercicios físicos, la alimentación, todo ello sumado a la simplicidad y
austeridad en el vestido de acuerdo a férreos principios morales.
Es a partir de la Ilustración que se comienza a hablar del amor maternal, un amor
radicado en el instinto de las mujeres y considerado como parte del carácter “natural” de
éstas. Si las mujeres tenían en su cuerpo la disposición natural para ser madres, de ello
se desprende que su misión social más importante sería la formación moral de sus hijos.
Sobre todo es esa misión educadora la que más se realza y, como prueba de ello, nos
encontramos con El contrato social o el Emilio de Rousseau. El filósofo francés aplica
a las mujeres el concepto naturaleza con un sentido prepolítico, y ello implica hablar de
dos sentidos de esa asociación: el vínculo naturaleza – sexo está dirigido a despertar el
deseo del varón; por otra parte, como madre, implica la subordinación a los imperativos
de su especie que la lleva a mantenerse próxima a sus hijos. Y aquí aparece un nuevo eje
vertebrador que sería el interior de la casa (“el reino de la mujer”), su verdadero locus,
el lugar de la esposa virtuosa, compañera del ciudadano – productor (Peruchena, 127 –
128). Así, para Rousseau, la utilidad social de la mujer se medía de acuerdo a sus
virtudes como madre del futuro ciudadano: la mujer debe mantener el orden familiar
que permitirá el desarrollo del mundo público y político.
Siguiendo el modelo de Rousseau el hogar fue considerado un nido en el que la
familia se aísla de las perversidades mundanas. La felicidad de este hogar modesto será
exaltada como el modelo del nuevo estado burgués. En él la actividad doméstica se
vuelve un fenómeno sumamente complejo que requiere una especialización, y esa tarea
corresponderá a las mujeres. Desde muy pequeñas, las mujeres son educadas en la
importancia de ser ama de casa, y para lograrlo, es necesario ser laboriosa, mantener el
orden, la limpieza, la prudencia y la economía.
Desde la independencia hasta principios del siglo XX, la familia fue invocada
como un ideal a seguir en toda América Latina. Francine Masiello señala al respecto, la
importancia que tenía la familia y el hogar en la configuración de la nación poscolonial
Argus-a 76 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
(1997: 29). La familia como medio para llegar a la estabilidad tras las luchas
independentistas, se transformó en el modelo ideal para la transmisión de valores
nacionales. Incluso, para la construcción de las nuevas naciones se recurrió a un
lenguaje donde predominaban los referentes familiares. El orden doméstico aseguraba la
prosperidad nacional y nos alejaba del caos.
De esta forma, la maternalización de la mujer -un proceso iniciado en Francia y
España-se hizo presente en el Río de la Plata. Desde mediados hasta fines del siglo XIX,
en Uruguay tanto el catolicismo como el racionalismo espiritualista coincidieron en la
elección de la madre como símbolo de la mujer deseada. Graciela Sapriza sostiene que
en las élites urbanas la mujer tuvo que someterse a un tipo de educación, a una silueta de
moda, aunque la belleza no se limitaba a la apariencia física, sino que se le exigía la
adquisición de ciertas dotes espirituales (1983: 126).
Por otra parte, el discurso de la prensa trataba de fomentar en forma sostenida la
importancia del hogar en la formación del futuro ciudadano. Sobre este punto, Lourdes
Peruchena, a través del estudio del suplemento “El hogar” (anexo al periódico El
Ferro-Carril) observa cómo se construye el referente “hogar” y, a partir de éste, la
asignación de determinados roles. De acuerdo a esto, la vida doméstica funcionaba
como un medio que preparaba para la vida social. O dicho en otras palabras, en el
mundo privado doméstico donde se puede encontrar el origen verdadero de las naciones.
Incluso, a los efectos de nuestro estudio, el suplemento no sólo va construyendo la
identificación entre mujer y hogar, sino que se extiende hacia la asociación entre el
“madre” y “ángel del hogar”.
El prototipo de la mujer ángel defendido por Carlos María Ramírez se sustenta
en este mismo ideal de mujer doméstica. Si analizamos su discurso, veremos que se
acentúan los mismos rasgos que presenta Rousseau: dulzura, devoción, sensibilidad.
Pero estas mismas ideas son reformuladas por Ramírez a partir de un concepto
tomado de la historiografía francesa: la sociabilidad. Aunque su acepción más antigua
provenga de un texto florentino del siglo XVII, es durante la Ilustración que su uso se
afianza relacionándose con la idea de filantropía y beneficencia. La filantropía permite
definir la virtud pública que caracteriza al hombre sociable cuyas cualidades más
Argus-a 77 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
En la cita propone su propia versión del “ángel del hogar” tomando algunas
características ya observadas en el caso español, aunque insistiendo en esa imagen de
indefensión de la mujer frente a la agresión externa. Aparte del fondo trágico que las
envuelve, ellas aparecen desde el primer momento asociadas a la figura del hogar como
el único lugar posible de su existencia. Por otra parte, el propio hogar es visto como un
“santuario” y lo que hace posible esa naturaleza es la presencia de la mujer.
Argus-a 78 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 79 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 80 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 81 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 82 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
aparece con rasgos difusos. En la descripción que se ofrece de ella predomina lo etéreo,
lo luminoso, características que justifican su vínculo con la noción de pureza e
inocencia. Además, en todo momento, Zorrilla separa a este personaje de toda acción
sangrienta mediante el sueño o la pérdida del sentido, mostrando así como el personaje
está ajeno al mundo circundante. Y eso permite elevar el grado de su espiritualidad.
Por otra parte, ese mismo grado de espiritualización provee otra característica
que se integrará al modelo: estas mujeres angelicales, por estar ajenas a la guerra, debían
ser el reposo del guerrero; ellas debían esperar a sus esposos cuando éstos regresaran al
hogar. Así, este ángel del hogar, le dará al guerrero sosiego y descanso de la guerra tanto
como de la función pública (negocios, la política, etc.) (Peruchena, 182). Como vemos,
esta imagen de la mujer como reposo del guerrero es la anhelada por Ramírez, ya que en
su visión el hogar y la mujer constituyen ese paraíso de sentimientos delicados.
De acuerdo al arquetipo femenino que consolida Zorrilla, la mujer madre
católica es lo opuesto a otro tipo de representaciones como deseo, cuerpo, sexualidad,
muerte, categorías todas que pertenecen al espacio de la barbarie. La categoría de lo
angélico excluye, por lo tanto, la representación de lo erótico.
Si bien existía cierto consenso en torno a la exaltación de la maternidad, ya hacia
finales del siglo XIX se produce una explosión del modelo demográfico suscitado por el
aluvión migratorio. Para Barran y Nahum, estas transformaciones demográficas
provocaron visiones encontradas y contrapuestas respecto a la forma de valorar la
materia sexual:
El modelo demográfico, en realidad, no rechazaba al sexo sino a
la fecundidad. El puritanismo era una reacción primaria frente a
ese modelo y hallaba su única justificación práctica como
fundamento moral del retraso en la edad matrimonial. El
erotismo fue la reacción inversa pero también funcionó dentro
del modelo. A éste le era indiferente que el sexo volara por sí
mismo, siempre y cuando lo hiciera separado de la procreación,
para escándalo de la Iglesia Católica.
El erotismo escandalizó a los contemporáneos que advirtieron.
Fue la respuesta subversiva de la élite culta a la represión de la
sexualidad en los jóvenes por una sociedad que deseó así evitar
los esplendores de la fecundidad. Pero fue una forma de rebeldía
absorbida por el modelo. Amor y sexo eran reivindicados -allí
Argus-a 83 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 84 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
lugar de ciudadanas consistía en formar y elegir a los mejores hombres para dirigir los
destinos nacionales (Halperin, 123). Lucía Guerra ya nos advierte acerca de cuan difuso
es tomar el cuerpo para producir un género, dado que en las elaboraciones masculinas,
el cuerpo femenino siempre aparece dividido y fragmentado ya sea como objeto de
deseo u objeto de veneración (Guerra, 155).
El nacionalismo moderno, y ahora podría decir con propiedad “androcéntrico”,
parte de valores absolutos presentados como compartimientos estancos a la hora de
definir la “virilidad” y la “femineidad”. Si, como habíamos visto en el apartado anterior,
Renan pensaba a la nación como una comunidad donde los individuos celebran una
especie de acuerdo, esto es posible porque el pensador francés parte de la idea del
contrato social rousseauniano. En los términos del nacionalismo moderno, el contrato
social implica un contrato sexual que define los lugares que deben ocupar los sexos; y
partir de este contrato sexual surgen también las marcas genéricas.
La literatura del siglo XIX aparece definida por las marcas diferenciales del
género. Por lo general, la literatura para las mujeres y de las mujeres está dominada por
ciertos tópicos como el cuidado de la honra inmaculada, el orgullo de las familias y los
sentimientos morales. La mujer es territorializada en el ámbito de la sublimidad del
amor espiritual. Esta última característica aliada a los desvanecimientos, amores
imposibles, la fuerza del destino conformarán toda una herencia que posteriormente se
trasladará a la novela sentimental del próximo siglo como texto de felicidad (Sarlo
2000).
Esta percepción de lo femenino se ve justificado por una serie de paradigmas
culturales que tendrán una gran influencia en el siglo siguiente. Según Dijkstra (1986) la
misoginia decimonónica propagada por Occidente tuvo su origen en las obras científicas
finiseculares, como por ejemplo El origen del hombre y la selección sexual de Charles
Darwin (1871), La inferioridad mental de la mujer de Julius Moebius (1900) y Sexo y
carácter de Otto Weininger (1903). En todas ellas se tiende a reforzar una imagen
desventajosa de la mujer. A partir de allí, se fue creando todo un universo de opiniones
que redujeron lo femenino a la gracia ornamental, una imagen asimilable a la intuición,
la docilidad, el sentimiento y el sacrificio.
Argus-a 85 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 86 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 87 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
contra los requerimientos de la carne nos aleja de toda tentativa erótica (línea por la que
transitarán las novelas de esta tesis).
En ese sentido, las novelas constituyen una continuación de aquellos manuales
destinados a la educación de la mujer. Como diría María Fernanda Lander, las novelas
“modelan corazones”, y eso puede percibirse en un detalle: en los relatos aparece la voz
autorizada del sacerdote o del médico, agentes encargados de preservar la moralidad.
Estos agentes se mueven dentro de los esquemas maniqueos clásicos al distinguir a la
mujer como ángel o demonio, y para evitar el segundo extremo recomendarán la vida
hogareña y la consagración a la familia. Las novelas mantienen una preocupación
constante por preservar las conductas virtuosas.
Y aparte de esto, se conservarán algunos estereotipos que posteriormente serán
retomados por la novela rosa o “textos de felicidad” al decir de Sarlo. Mientras que el
pobre se caracteriza por la resignación y la humildad, al rico le corresponderá una
actitud paternalista. Cuando la pobreza es el resultado de un descenso injusto, éste
conservará ciertas actitudes nobles que tienden a redimirlo. El rico debe siempre ayudar
al pobre, y éste debe preocuparse por ahorrar para llegar a ser virtuoso. La enfermedad
es una amenaza que se cierne sobre los enamorados (la pasión es un desborde que se
penaliza). Por otra parte, la mujer que se descarría es castigada con el suicidio o la
entrada al convento.
En las novelas, el amor suele ser presentado como el motor que mueve a las
acciones más heroicas y nobles. Las escenas amorosas suelen ser vagarosas, plenas de
exclamaciones, suspiros, puntos suspensivos. Una vez superado el obstáculo, el climax
se logra con la unión de los amantes, el reencuentro de los hijos perdidos o el
arrepentimiento de la mujer que fue tentada por el pecado. Ese carácter vagaroso y
espiritualizado se corresponde naturalmente con su posición anónima dentro del curso
de la historia.
Todos estos clisés son puestos en funcionamiento por estas escritoras para
quienes lo único importante es servir de “recreo del bello sexo” o “revelar sentimientos
patrióticos”. Ellas mismas eran conscientes de su falta de pericia en el quehacer literario
y lo demuestran permanentemente en sus prólogos en los que solicitan indulgencia por
Argus-a 88 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
parte de sus lectores. El hogar es concebido como un espacio productivo para las
prácticas femeninas de las que emanan la belleza sencilla y la convivencia pacífica. Si
bien no existen reflexiones teóricas sobre lo literario, pueden encontrarse comentarios
sobre el acto de escribir; todas estas disgresiones puede leerse como relatos de
justificación de una práctica de escritura.
Lola Larrosa de Ansaldo, autora uruguaya que ha residido en Argentina y
mantenido contacto con la intelectualidad femenina de ese país, buscó plasmar en sus
novelas los modelos virtuosos del ángel del hogar. La escritora llegó a oponerse a la
emancipación, ideal que comenzaba a vislumbrarse por parte de las feministas, porque
la consideraba incompatible con la idea del pudor. Incluso llega a señalar que la
inteligencia debe ser limitada para que no opaque su verdadera finalidad que es la
educación de los hijos.
El vínculo entre estas escrituras y los modelos de la virtud, parece tener una
continuidad en la tendencia moralizante de la crítica literaria masculina cuando se
refiere a la literatura de mujeres. Uno de los críticos que se ocupó de ella, Setembrino
Pereda, a la hora de definirla cae en ciertos clises que constituyen toda una construcción
del género: mujer “distinguida y desgraciada, de noble talento y noble corazón, de estilo
ameno y lozano por la ingenuidad y sentimiento que imprimía, rostro bondadoso y
simpático como en sus ojos pardos retratábase el alma angelical”. Este grado de
idealización parece disminuir el carácter contestatario que estas escritoras asumían en
temas de gran notoriedad. Ese profesionalismo es demostrado en algunos artículos
periodísticos en los que desafía a su sociedad por el maltrato que sufre la mujer.
Si bien estas escritoras se movieron dentro de los formatos dominantes que
marcaba una tradición masculina, supieron utilizar el espacio doméstico (único medio
de acción visible) para poder darse a conocer e interactuar, a veces en forma
cuestionadora, con el poder de los hombres. Aunque estuvieron parapetadas
literariamente en la retórica romántica, ya decadente para la época, insertaron lo político
en el interior de la casa. Al decir de Nancy Armstrong, estas escritoras generaron el
sujeto moderno. En su ensayo Deseo y ficción doméstica: una historia política de la
novela, la autora reflexiona acerca del lugar político de la casa, en el sentido de que la
Argus-a 89 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 90 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 91 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 92 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 93 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
discursos nacionales contemporáneos. Una de las editoras María Rosa Olivera Williams
explica el por qué de la elección del nombre de Minerva. Esta diosa de la sabiduría y de
la victoria en la guerra, nace de la cabeza de su padre Zeus ya madura y portando los
símbolos de la fuerza (el escudo de Zeus), de la sabiduría y de los compromisos
familiares que la unen a lo doméstico. Presentada así, la diosa es una figura compleja
porque porta atributos femeninos y masculinos, sin embargo, Olivera Williams agrega
que al descender de Metis (divinidad asociada al pensamiento), Minerva logra preservar
la inteligencia creativa, el pensamiento y la argucia que acompañan a su nacimiento
adulto. De esta forma, señala la autora:
El salto de Minerva alegoriza la acción intelectual de la mujer.
El pensamiento y la acción de Minerva no promueven ni una
subjetividad rígida, ni la división absoluta de los arquetipos
femenino/masculino. Por el contrario, en ella se integran los dos:
la serpiente de la Gran Diosa y el escudo de oro de Zeus. Esta
confluencia de poderes masculino/ femenino le dan la sabiduría
y la fuerza para poder guiar, asistir, defender a héroes, familias y
ciudades. En Minerva se integran los tres términos de nuestra
investigación: intelectuales, género y Estado. (2005:14)
Argus-a 94 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 95 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
noción del cuerpo como impronta de la subjetividad. Para Kristeva, la delicuescencia del
cuerpo femenino convierte a la mujer en un sujeto abyecto; un cuerpo incapaz de
contener sus propios flujos es un cuerpo apto para vulnerar cualquier límite corporal. Lo
abyecto es ante todo una ambigüedad, lo inasimilable, aquello que se opone al yo,
constituye un afuera de ciertas reglas de juego.
En esa línea, aparte de la ya mencionada Carolina Muzzilli, encontramos
también a Nellie Campobello o Armonía Sommers. En el caso de Campobello, un
erotismo orgánico y desacralizador que cohabita con la muerte deshace las imágenes
tranquilizadoras e inmutables de una donna. Otro tanto sucede con Armonía Sommers,
en particular en su última novela, donde lo femenino constituye una experiencia de lo
abyecto. Una experiencia que se transforma en poética narrativa desconcertante para la
lectura. En Solo los elefantes encuentran mandrágora, la autora se vale de esa realidad
delicuescente del cuerpo para establecer una diseminación de historias múltiples; el
cuerpo abyecto es el verdadero logos.
Argus-a 96 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
como ser la oposición entre una literatura que nuclea a una minoría culta y otra que
agrupa al común público lector. Esta fractura del gusto literario es la que dará origen a la
literatura de entretenimiento (Hauser, 53-54).
Este nuevo público comienza a crecer gracias a los periódicos, ya que les permite
acceder a la lectura de libros y disfrutar de la literatura seria. Los cambios introducidos
por la sociedad burguesa afectan también al escritor, quien ya no cuenta con la
protección de un mecenas: el escritor ahora convierte su pluma en un arma útil al mejor
postor y, con ello, empieza a depender de las nuevas leyes del mercado que concibe al
producto literario como una mercancía. En esta dirección el mecenas es sustituido por la
figura del editor y, a través de él, el escritor queda inmerso en esa circulación anónima
de bienes. Con la figura del editor comienza la emancipación del gusto burgués de las
normas aristocrática y surge la vida literaria en su sentido moderno, caracterizada por la
circulación regular de libros, periódicos y revistas, la aparición de una figura como la
del crítico literario que representa el patrón general de valores y a la opinión pública
(Hauser, 60-61).
Otro aspecto importante en lo que hace al cambio del gusto literario, tiene que
ver con cierta confluencia del individualismo burgués y el emocionalismo del
prerromanticismo. El propio Hauser lo explica de esta forma:
El subjetivismo de los poetas del prerromanticismo es, al menos
en parte, una consecuencia del número creciente de escritores,
de su dependencia inmediata del mercado de libros y de la
competencia que han de sostener entre sí, lo mismo que el
movimiento romántico, sobre todo como expresión del nuevo y
enfático sentido burgués de la vida, es el producto de una
rivalidad espiritual y un medio en la lucha de la burguesía contra
la mentalidad de la aristocracia, clasicista y tendente a lo
normativo y a lo universalmente válido. Hasta ahora la clase
media había pretendido apropiarse del lenguaje artístico de las
clases superiores; ahora, por el contrario, cuando se ha vuelto tan
rica e influyente que puede hacer una literatura propia, quiere
oponer a estas clases su propia peculiaridad y hablar su propio
lenguaje, que, por pura oposición al intelectualismo de la
aristocracia, pasa a ser un lenguaje de tonos sensibleros. (2009:
62-63)
Argus-a 97 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
Argus-a 98 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
género. Cuarenta años más tarde, Julio Verne se transforma en el autor que acapara a esa
nueva masa lectora. A partir de allí, la producción de obras de ficción baratas fue
conquistando nuevos lectores.
Pero lo que contribuyó a crear este nuevo mercado de lectores fueron las
publicaciones mensuales por entregas, fenómeno que lograba llamar la atención de un
público más amplio. Esta serialización de la ficción en la prensa periódica creó un
nuevo mercado del que se beneficiaron autores como Eugenio Sue. La aparición de esta
ficción barata es lo que dará lugar a una nueva denominación, la “literatura industrial”
(expresión acuñada por Saint Beuve en 1869): en un ensayo este autor advertía que la
industrialización de la literatura nunca producirá un arte verdadero (Saint Beuve, citado
por Lyons, 477). Reacciones de este género son las que empiezan a demarcar los
territorios de una cultura masiva y una cultura de élite.
Esta literatura industrial a la que se refiere Saint Beuve, será conocida con el
nombre de folletín, una denominación que adquirirá matices despectivos por parte de la
crítica literaria. De acuerdo al rastreo del término que hace Álvaro Barros Lémez en
Vidas de papel. El folletín del siglo XIX en América Latina (1992), el folletín aparece
como un artículo de crítica o literatura ubicado en la parte inferior de un periódico.
Normalmente esos espacios estaban destinados a tratamientos de temas diversos (crítica
teatral, crítica literaria, notas de sociedad, noticias de moda, charadas, humorismo, etc.).
Como el momento de aparición de esta publicación coincide históricamente con la era
napoleónica, algunos autores como Nora Atkinson sostienen que el folletín generó un
ámbito de discusión política (Atkinson, citado por Barros Lémez, 23). Otra línea
mencionada por el autor, es la defendida por Dizionario Enciclopedico Italiano, sostiene
que el folletín aparece en los periódicos cultos como una sección ubicada en la parte
inferior bajo el título de “Cosas cultas”. Para Marlyse Meyer, el término puede referirse
tanto a la crónica mundana como a la crítica literaria (de teatro y de óperas). Pero la
distinción principal que realiza es la siguiente: hay un término general “folletín”, que se
refiere al modo de publicación fragmentaria en periódicos y revistas, usado desde el
siglo XIX y durante mucho tiempo referido a cualquier romance (un romance en
folletín); por otro lado, aparece el término específico “romance folletín”, referente al
Argus-a 99 de 251
Germán Pitta Bonilla La nación y sus narrativas corporales
romance que posee una determinada estructura y temas recurrentes (héroes románticos,
mosqueteros y vengadores, héroes canallas, mujeres fatales y sufrientes, crianzas
alteradas, raptadas abandonadas, de ricos malvados y pobres honestos, peripecias
desdobladas en mil formas, etc.) (Meyer, 16).
Dejando de lado la cuestión del origen, lo cierto es que el folletín aparece
primero como “forma de divulgación cultural múltiple”, para más tarde consolidarse
como una expresión literaria: una narración literaria que se va desarrollando por
entregas diarias o semanales. El año 1836 sería el que marcaría la transición porque en
ese momento, Emile de Girardin, editor del “Journal des Connaissances Utiles”, decide
crear un nuevo periódico y opta por la publicación de un texto narrativo en forma
secuencial para captar nuevos suscriptores (el texto elegido será el Lazarillo de Tormes)
(Barros Lémez, 24-25).
En lo que refiere a la publicación, se aplicarán dos sistemas. Por un lado, la
publicación en forma serializada de novelas ya conocidas y editadas previamente en
forma de libro. Muchas veces, esos mismos autores dieron a conocer su novela a través
de la prensa antes de ser publicada como libro.
Pero la forma más específica del género será la creación de la obra, capítulo a
capítulo, sin que exista un plan previo: el rumbo de la novela tratará de seguir la
búsqueda del impacto en el público (una técnica que caracterizará en el futuro a las
propias telenovelas). La búsqueda de ese efecto se logra a través de algunos elementos
que se consideran fundamentales en la producción folletinesca: 1) misterio; 2)
teatralidad; 3) apariciones inesperadas, 5) horror; 6) suspensión de la intriga y cambio
temático inesperado; 7) simplificación de los personajes; 8) vida exclusivamente
superficial de los personajes; 9) existencia de una heroína bella y perseguida, de un
hombre de honor que aparece para protegerla, y de un villano que la acecha.
Además de estas direcciones señaladas por Barros Lémez, el autor destaca el
carácter industrial de la producción folletinesca. Para el citado crítico, dicho carácter
tiene que ver con la coincidencia histórica de la revolución industrial y la difusión del
folletín; una relación que incluso puede verse en la concepción de la obra como un
producto colectivo: de acuerdo a esto, la obra no sería creada por un solo autor, sino por
varios que trabajan en una especie de “línea de montaje” (Barros Lémez, 33-40).
El folletín captó rápidamente al sector femenino. Y sobre este punto, Lyons
comenta que hacia el siglo XVIII, las mujeres sabían leer pero no necesariamente firmar
su nombre. Por lo que da cuenta de una discrepancia importante entre el dominio de la
lectura y la escritura. La lectura siempre había sido estimulada por parte de la Iglesia
católica ya que era muy importante que los feligreses supieran leer la Biblia y el
catecismo. El dominio de la escritura, en cambio, era considerado como un hábito que
podía desarrollar una independencia no siempre deseada. La función de la lectura en la
mujer se hace muy importante en las familias: de acuerdo a la rígida división sexual de
las tareas, a la mujer le tocaba la tarea de leer, en tanto el hombre se encargaba de la
escritura y la contabilidad.
Si bien en Europa la educación de las mujeres estuvo siempre retrasada respecto
a la recibida por los hombres, desde mediados del siglo XVIII se observa un avance
notaria en lo que hace a cobertura educativa para las niñas. Ya hacia 1880 en Francia,
más de dos millones de niñas estaban escolarizadas. Este proceso de escolarización es
presentado por Lyons como una consecuencia de la feminización del público lector: la
emergencia de este público se justifica por el incremento de oportunidades laborales
para la mujer (Lyons, 479).
Otro fenómeno coadyuvante fue el florecimiento de las revistas femeninas que, a
su vez, favoreció la aparición de la figura de la escritora. En este rol la figura de George
Sand es muy relevante.
El papel de la lectora había existido aunque con una función diferente: la mujer
mediante la lectura salvaguardaba la costumbre, la tradición y el uso familiar. El libro
por excelencia es la Biblia, pero alternaban otros libros como la Vida de los santos. Por
lo tanto, la imagen tradicional de la mujer lectora tendía siempre a conformarse en el
modelo de la lectora religiosa.
Pero esa situación cambia cuando ingresamos en el siglo XIX, donde las nuevas
lectoras reclaman otros gustos más seculares dando lugar a la aparición de otras formas
de literatura para su consumo. Entre esos géneros aparecen los libros de cocina, las
revistas y la novela popular barata.
Los libros de cocina dictaban pautas de comportamiento que debían seguir los
comensales. Aquí nos encontramos con toda una regularización de los gestos y maneras
frugales específicamente burgueses: el papel del esposo y la esposa en la mesa, los
asuntos que eran convenientes ser tratados en una mesa, la forma de tratar los alimentos
en la mesa, etc.
Las revistas para mujeres proporcionan recetas y consejos sobre la etiqueta. Pero
junto a esto también aparecen noticias vinculada con el mundo de la moda. Poco a poco,
esas mismas revistas incorporaron novelas ofrecidas como regalo. Al principio, esos
textos eran interrumpidos por anuncios ilustrados, proponiendo una lectura fragmentada
que se adecuaba perfectamente con el ritmo de trabajo de la ama de casa.
Los editores de la época no tardaron en ver al público como femenino como un
consumidor de novelas. Incluso, escritores como Stendhal, se dieron cuenta de la
importancia que tiene el público femenino para el novelista. Para el novelista francés, la
lectura de novelas es el principal pasatiempo de la mujer francesa de provincia.
A pesar de que las mujeres no eran las únicas en leer novelas, se las consideraba
como las principales destinatarias de esta ficción popular y romántica. Incluso, la
feminización del público lector de novelas, sirvió para alimentar algunos prejuicios
relacionados con la inteligencia de la mujer. La base de estos prejuicios consistía en
relacionar los gustos por las novelas y ciertas capacidades intelectuales: las mujeres
fueron vistos como seres dotados de una gran imaginación, de una capacidad limitada y
además eran frívolos y emocionales.
No hay que olvidar que esto también se debía no sólo a la reedición de prejuicios
atávicos, sino que también contribuía la propia percepción que se tenía de la novela
como ámbito de la imaginación. La novela era pensada como la antítesis a la literatura
práctica e instructiva; a diferencia de este tipo de escritos, la novela exigía poca
elaboración intelectual en lo interpretativo y se asociaba al entretenimiento. Los mismos
periódicos perpetuaban esta división al separar, por un lado, los acontecimientos
políticos reservados para la lectura masculina; y por otro, las novelas, que trataban de la
vida interior y formaban parte de la vida privada a la que estaban relegadas las propias
mujeres burguesas.
Asimismo, ese ámbito de confinamiento supuso una amenaza para el marido jefe
de familia burgués. Porque la novela podía excitar las pasiones, despertar ciertas
ilusiones románticas y hasta despertar ciertos deseos que podrían poner en peligro el
orden de los hogares. Esto fue también la razón que explicaba la asociación de la
novela con las cualidades femeninas de la irracionalidad y la emocionalidad. Tampoco
fue casual que apareciera el argumento del adulterio como símbolo de la transgresión
social (algo muy bien representado por novelas como Madame Bovary o Ana Karenina).
El impacto que la novela puede tener en una mujer sensible es perfectamente
descripto en el testimonio de Charlotte Browne citado por Richard Altick en su trabajo
The English Common Reader:
Me bebí una gran copa intoxicada que trastornó mi mente
durante varios años (...) me deleité con la terrible excitación que
produjo en mí; cada una de sus páginas quedó impresa con una
retentiva prodigiosa, sin esfuerzo alguno, y durante una noche
entera en vela me recreé con los perniciosos dulces que
introdujo en mi cerebro...La realidad me parecía insípida, casi
odiosa; cualquier conversación que no fuera la de los hombres
de letras... un pesado fardo; comencé a sentir el desprecio más
absoluto por la mujeres, los niños y los asuntos domésticos,
atrincherándome detrás de una barrera invisible. ¡Oh, cuántas
horas desperdiciadas, cuánto trabajo sin provecho, cuánto mal
infligido a mis pares debo agradecer a libro tan tramposo! Mi
mente se acobardó, mi juicio se pervirtió, mi opinión de las
gentes y las cosas se torció...Los padres no saben lo que hacen
cuando, por vanidad, inconsciencia o exceso de indulgencia,
fomentan en una muchacha lo que se ha dado en llamar el gusto
poético (Altick, citado por Lyons, 484)
Este pasaje nos sirve para ver cómo la novela sentimental es valorada de acuerdo
a un potencial de seducción. Y la lectura, entonces, puede ser vista como un asunto
erótico, capaz de excitar el deseo que por naturaleza queda asociado como algo fuera de
lo permitido, y por lo tanto, contrario a lo religioso.
Lo cierto es que la aparición de este tipo de literatura revolucionó el propio
escenario de la lectura. La mujer que cuenta con un espacio muy reducido empieza a
conquistar un lugar propio. Por ejemplo, mujeres que nunca habían comprado un libro
Antes de empezar a hablar acerca del público lector, debemos considerar otro
aspecto importante que la hace posible: el nivel de alfabetización.
Por lo general siempre se ha dicho que el Uruguay tuvo un bajo nivel de
alfabetización durante el siglo XIX. Incluso los primeros censos que se realizaron en el
país, los de 1852 y 1860, resultaron bastante imperfectos en sus estimaciones (Barrán y
Nahum 1979: 139). Estas estimaciones resultarían imprecisas dado que se basan en las
inscripciones escolares a los colegios, y no tienen en cuenta otro tipo de instrucción muy
generalizada en la época: la enseñanza impartida a través de los preceptores en las casas
de familia. Los preceptores impartían enseñanza tanto a niños como a niñas. Para
Cánova, este tipo de instrucción no convencional es muy importante a la hora de
reflexionar acerca de las primeras formas de alfabetización de la mujer y de la población
en general (Cánova 1998: 42 – 43).
Por otra parte la lectura femenina es otro elemento importante a considerar, y
esto fue posible gracias al desarrollo de la prensa y la imprenta en Uruguay. Sobre este
punto hay escasos estudios, incluso algunos la desestiman.
Sin embargo, si seguimos las noticias presentadas por Dardo Estrada en su
Historia y Bibliografía de la Imprenta (1912), la información presentada por Antonio
Zinny en Historia de la prensa periódica de la República Oriental del Uruguay (1883),
La imprenta y la prensa en el Uruguay desde 1807 a 1900, de Benjamín Fernández y
Medina, nos encontraremos con un auge en el desarrollo de la prensa. En los primeros
años de vida independiente, circulaban más de cincuenta diarios y periódicos: una cifra
que resulta muy alta si tenemos en cuenta que la población de Montevideo no superaba
los 74.000 habitantes.
Camou y Pellegrino, al examinar los expedientes matrimoniales de la Curia de
Montevideo entre los años 1860 y 1880, encontraron datos interesantes referidos al nivel
de alfabetización de la población uruguaya. Según los datos recogidos, los hombres
alcanzarían un nivel de alfabetización de 86,5 %, las mujeres orientales un 75,7 %, y las
mujeres extranjeras un 44 %. Los dos investigadores sostienen que dentro de la
En este pasaje, Magariños presenta con mucha ironía lo que concibe como gusto
femenino de acuerdo a lo que Umberto Eco concibe como “provocación de efectos”, un
fenómeno que el ensayista italiano asocia a la estructura del mal gusto por entender que
provocar un efecto sentimental, significa “ofrecerlo ya provocado y comentado, ya
confeccionado” mediante una técnica de reiteración permanente (2010: 98). De esta
forma, Magariños confiesa ante su público ser un experto en la confección de estímulos.
La ironía empleada muestra a las claras cierta incomodidad y desagrado por parte de
Magariños al plegarse a esta tarea que claramente la sitúa fuera del círculo privilegiado
del arte.
Pese a este tipo de apreciaciones, la novela burguesa que se desarrolla durante el
siglo XVIII y XIX, lo hace manteniendo una relación fluida con un público lector
femenino. En muchos casos, como señala Nancy Armstrong esta alianza entre la novela
y la mujer es inseparable. La lectura constituirá un acto de distracción para la mujer y, al
mismo tiempo, consolida el rol que le es asignado en la sociedad. Sin embargo, este tipo
de pasatiempos no estará libre de discusiones y cuestionamientos.
Por ejemplo, en lo que hace a la sociedad uruguaya, la mujer lectora fue vista
como una amenaza social por parte de los sectores conservadores. Uno de los
argumentos más esgrimidos establecía que la lectura predisponía en la mujer actitud de
rebeldía frente a su papel como ama de casa, madre de familia, etc. En su obra Historia
de la sensibilidad, Barrán presenta el modelo burgués de la mujer basado en el ideal de
“la mujer con dedal”, todo un modelo de sumisión de la mujer limitada a las labores
domésticas y al ejercicio de la virtud (Barrán 2011: 347 – 356).
La lectura de novelas por parte de las mujeres se transforma en una acción
nociva y corruptora. Al respecto, podemos ver ejemplificada esta situación en el cuento
“La caja de costura”, un texto que según Cánova puede considerarse hasta el presente
como el primer cuento escrito con un seudónimo femenino. En ese cuento, a través de
un diálogo entre una muchacha y su madre, la primera le manifiesta la pasión que siente
ante la lectura de los folletines de Sue o Alejandro Dumas. Eso provoca la protesta
airada de la madre que no puede entender cómo su hija prefiere la lectura en lugar de los
trabajos de aguja. Este cuento publicado en 1857 en La Semana, pone en escena el
temor experimentado por la sociedad patriarcal ante el fenómeno de las mujeres
lectoras: esta sociedad pensaba que las mujeres al dedicarse a la lectura, desatenderían
las labores del hogar, perderían interés en sus maridos y sus hijos.
Sin duda, se atribuye a la novela un efecto desestabilizador al proponer mediante
la fantasía otros mundos posibles. En el Uruguay, la prédica contra las novelas y las
mujeres lectoras estuvo a cargo de la acción de Mariano Soler y de varias publicaciones
católicas, de acuerdo a cómo lo consigna el propio Barran en su ya citado trabajo:
La burguesía uruguaya era la gran consumidora de novelas y
Por un lado se puede advertir cómo en las últimas décadas del siglo XIX se
produjo un aumento del público lector femenino. También se puede inferir que la lectura
femenina no sólo formaba parte de la mujer burguesa uruguaya. Aparte de la lectura
peligrosa de la mujer, acto considerado como pasatiempo inútil, se produjo otro
fenómeno no menos revolucionario como lo fue la aparición de la mujer escritora. Este
aspecto no va ser desarrollado aquí porque excede los límites de este trabajo, pero según
las indagaciones de Virginia Cánova realizadas a la fecha, las primeras mujeres
escritoras de novelas en Uruguay serían Marcelina Almeida, autora de Por una fortuna
una cruz (1860); Adela Correge, Tula o Elena o sea el Orgullo y la Modestia (1885) y
Dolores Larrosa de Ansaldo, ¡Hija mía! (1888) y El lujo (1889) (Cánova 1998: 72).
Para aquilatar el crecimiento de la mujer lectora, podemos repasar la importante
empresa cultural forjada por el diario El Siglo. En su trabajo “La Biblioteca 'El Siglo' y
las mujeres burguesas”, Isabel Wschebor estudia, a través de la publicación de los
folletines literarios, el papel de la lectura y las mujeres burguesas en la última parte del
siglo XIX.
El diario El Siglo había sido fundado en 1863 y tres años más tarde anuncia su
intención de publicar a autores franceses mediante la técnica del folletín. El empleo de
esta modalidad supuso una gran novedad técnica porque aparte de divulgar la lectura en
amplios sectores de la sociedad, ayudó a consolidar un proyecto de cultura escrita que ya
venían realizando la imprenta y las librerías. Para Wschebor, estudiar el papel de la
lectura servirá para ver cómo se representaban los uruguayos aquellas transformaciones
parte del artículo se dice lo siguiente: “La mujer es el alma del hogar. Es el puerto en
donde el hombre busca refugio y consuelo en las tempestades de la vida”. Si la mujer
tuviera una instrucción menos limitada sería no sólo la compañera del hombre y su igual
en lo que hace a la educación de los hijos en el hogar doméstico. Y retomando un viejo
estereotipo, el articulista se pregunta si acaso la belleza física realzada por los
conocimientos perdería algo de su atractivo.
Así el tópico del ángel del hogar se reescribe en los términos de la mujer como
“alma del hogar”. Si bien, las funciones tradicionales de la mujer se mantienen
inalteradas, hay un llamado y una necesidad por incorporarla a la cultura letrada.
Al final de la sección se aclara que el artículo es tomado de La Alborada del
Plata, semanario argentino de literatura, ciencias y artes, teatro y modas dirigido por
Juana Manuela Gorriti y Lola Larrobla, conocidas activistas defensoras de los derechos
femeninos. Este semanario contaba con un sistema de suscripciones a través de la
imprenta Dornaleche y Reyes. La gama de ofertas en el plano intelectual refuerza la idea
tendiente a eludir el estereotipo de la mujer identificada con la belleza exterior.
Una variante de esta versión del “alma del hogar”, aunque con algunos ribetes
literarios, es presentada por Mateo Magariños Cervantes en otro artículo titulado “La
mujer en el Uruguay” publicado el 9 de octubre de 1884 y dirigido a los lectores
europeos. En este trabajo, la mujer es examinada desde distintos aspectos que incluyen
su conducta en el hogar, en las ciudades, en los campos, en el templo, en los
espectáculos, en el taller y en los salones.
En el primero de los aspectos, la mujer es vista como hija extremada y amante
esposa. Las fibras de la pasión no entorpecen el desarrollo de sentimientos delicados, y
por eso a la mujer se le rinde un verdadero culto debido a que su carácter es visto como
dulce. Al compararla con las mujeres europeas señala que las orientales las aventajan en
pudor e inocencia. Por eso el carácter angelical se puede observar incluso en el cuidado
de los enfermos. El poder de la mujer se ve en la fuerza del amor y no en el empleo de
los atavíos. Y cuando tiene que ocuparse de las cualidades corporales, el autor destaca
su sencillez, su natural donaire y el continente seductor: “no descuellan las bellezas
plásticas, pero sí las hechiceras por su gracia y donosura y por la delicadeza de sus
formas”.
El grado de civilización se ve incluso en las mujeres de la campaña, y para
caracterizar la delicadeza de espíritu utiliza como ejemplo la leyenda de Maldonado. La
insistencia en ese carácter dulce, delicado y apasionado constituye un rasgo importante
para concebir a la mujer lectora de los folletines sentimentales.
Puede verse en todo este testimonio de Magariños Cervantes una construcción
del cuerpo femenino como un medio para la construcción de un género (Butler, 58).
Hasta podría llegar a pensarse que los periódicos delimitan el espacio de los géneros
dado que las mujeres parecen estar identificadas con ciertas páginas literarias (como los
folletines, el arte, etc.) y los avisos publicitarios que refieren a la belleza corporal (casi
siempre limitada al rostro): la publicidad dedicada a generar un tipo particular de belleza
constituiría un vaso comunicante con el ideal de belleza promovido desde los propios
folletines. Y, en cambio, los hombres serían los destinatarios de los artículos políticos y
filosóficos. Tal delimitación podría corresponder a una reproducción de los espacios
dominantes de los géneros; los temas políticos pertenecientes al espacio público serían
usufructuados por los hombres, en tanto que, el arte, la moda y ciertas manifestaciones
de la literatura, por estar destinadas al solaz, diseñarían el espacio doméstico de la
mujer.
Sin embargo, estos mismos espacios fueron desafiados por algunas voces como
la de Casiana Flores quien en una conferencia pronunciada en el Ateneo, publicada unos
días después por La Razón (10 de octubre de 1885), desarma esta construcción del
género. La conferencia de Flores tiene todo su interés porque representa uno de los
pocos intentos desde una voz femenina disidente por desarmar los estereotipos
masculinos en torno a la mujer. Aparte de rechazar toda reducción de lo femenino a la
belleza exterior (la mujer comparada con Venus), ataca también otras cualidades que
habitualmente concurren en esa construcción del género como la comparación con los
ángeles por su bondad. En otra parte de su discurso confronta a la mujer deseada
promovida desde su discurso (la mujer intelectualizada) con aquella otra generada a
partir de los libros de moda o “las alabanzas que hace la crónica después de un baile”.
Como podemos ver, Casiana Flores ataca el estereotipo femenino que los propios
El mercado cultural se dinamiza en las últimas décadas del siglo XIX, prueba de
ello es la aparición distintas imprentas, tipografías y librerías.
De acuerdo a lo planteado por Benjamín Fernández y Medina en su libro La
imprenta y la prensa en el Uruguay desde 1807 a 1900, las primeras imprentas en el
virreinato del Plata surgen a principios del siglo XVIII, y están vinculadas a la labor de
las misiones jesuíticas en Paraguay, Buenos Aires y Córdoba. En Montevideo, la
primera imprenta surgió simultáneamente con el primer periódico, La Estrella del Sur
en el año 1807 y coincidió con la presencia inglesa en el Río de la Plata. Tanto esta
primera imprenta como aquella otra impulsada por la princesa Carlota o la Gaceta de
Montevideo, se ocupaban más que nada de difundir bandos guerreros. Fuera de estos
primeros esbozos, quizás los mayores acercamientos a la esfera cultural corrieron por
cuenta de la imprenta de la Caridad, aunque ésta editaba preferentemente libros
religiosos. En ningún momento, constituyeron verdaderos emprendimientos culturales
Aunque, de todas estas, la Imprenta Artística, fundada por Dornaleche y Reyes aparece
como aquella que supera a las anteriores por sus recursos materiales y técnicos (una
hegemonía que se extiende hasta el final del siglo XIX). En sus once años de existencia
fueron muchos los libros que salieron de sus talleres, entre ellos pueden enumerarse
Obras completas Franciso Acuña de Figueroa; Cobre Viejo e Historia de la Literatura
Contemporánea de Samuel Blixen; Entreactos de la vida oficial de Teófilo E. Díaz;
Camperas y Serranas y Uruguay del propio Fernández y Medina; Historia de la
Dominación Española de Francisco Bauzá; Estudios relativos al puerto de Montevideo;
Memorias de la Cruz Roja; Diccionario Geográfico del Uruguay; Anales de la
Universidad; Boletín de Enseñanza. A estas ediciones pueden agregarse la confección
de libros de textos para la Universidad, la escuela pública, los códigos vigentes, etc.
(Fernández y Medina 1900: 64-65).
Por su parte, Isabel Wschebor, a través del examen de las distintas ediciones de
los Anuarios Estadísticos de la República Oriental del Uruguay, da cuenta del avance
de la industria cultural a partir de los años sesenta del siglo XIX. Junto con el paulatino
crecimiento de imprentas, tipografías y librerías tanto en la capital como también en el
interior del país, la autora destaca el trabajo de distintos diarios (El Siglo, La Bandera
Radical, La Paz, La Democracia, El Uruguay, La Patria, La Razón, El Bien, La
Tribuna Popular) en lo que hace a la publicación de literatura mediante la modalidad
del folletín. Asimismo agrega que muchas imprentas quisieron participar de la misma
iniciativa (Imprenta La España, Imprenta Oriental, Imprenta Latina, Imprenta a Vapor
de “La Popular”, Imprenta Francaise, Imprenta Liberal, etc.), y publicaron obras
extranjeras traducidas (o no) al español. Sin embargo, de todas ellas, la única que logró
montar una verdadera empresa cultural que funcionó como una editorial en el momento
en que éstas no existían fue el diario El Siglo (Wschebor, 97).
El diario El Siglo, junto con su Biblioteca, fue uno de los impulsores de la
cultura escrita a fines del siglo XIX. Su labor de edición no se limitaba únicamente a la
literatura, también se ocupaba de imprimir textos filosóficos, históricos, científicos, etc.
Si bien en su mayoría editaba textos extranjeros (preferentemente los de lengua
francesa), hubo algunos libros de autores uruguayos que salieron de sus talleres:
Las palabras de Barreiro dan cuenta de una conciencia social en torno a una
industria cultural incipiente con afán integrador. Quizás Barreiro y Ramos amplía, va
más lejos, en el objetivo de crear una industria nacional. Además, el hecho de
preocuparse por llegar a las clases humildes, sugiere un propósito masificador de la
cultura bastante novedoso para la época.
Otro aspecto relevante de la Librería Nacional tiene que ver con otra estrategia
siguientes obras: “Diálogo patriótico interesante entre Jacinto Chano, capataz de una
estancia en las Islas del Tordillo, y el gaucho de la Guardia del monte”; La maldición
de una madre y la pasión de una reina por Julio Nombela; Los hijos del amor por
Eugenio Sue; Antonina o los ángeles de la tierra por Alejandro Dumas (hijo) (Scarone,
214 – 218).
Entre las revistas y publicaciones literarias encontramos un número variado que
han tenido una existencia pasajera como El joven literato (1854 – 1855), Sol Oriental
(1854), La República (1854), La Regeneración (1857), La semana (1857 – 1858), La
Aurora (1862 – 1863) y El Iris (1864 – 1865). La Aurora difunde bajo la modalidad del
folletín las novelas de Antonio Díaz Los amores de Montevideo, y Una mujer como hay
pocas de Mateo Magariños Cervantes.
En 1871 aparece otro diario de vida efímera llamado La Bandera Radical
fundado por Carlos María Ramírez. El periódico, toda una tribuna política a favor de las
ideas fusionistas, contaba con un plantel de colaboradores proveniente de la facción
principista como Francisco Bauzá, Gregorio Pérez Gomar, Gonzalo Ramírez, José
Pedro Varela, etc. En ese periódico, su fundador publicó sus conferencias sobre Derecho
Constitucional y su primera novela titulada Los palmares, obra que al decir de
Fernández y Medina “acaso deba preferirse, aunque incompleta, a la que publicó más
tarde con título de Los amores de Marta” (Fernández y Medina, 39).
En la segunda mitad del siglo XIX, hubo otros diarios que, aparte de su peso
intelectual y político, también se ocuparon de la publicación de folletines.
El primero de ellos es el diario El Siglo, que inicia su trabajo el 1 de febrero de
1863 y se mantiene hasta el 30 de noviembre de 1924. Aparte de su formación liberal y
su incidencia en el desarrollo del pensamiento, este diario supuso un avance respecto a
los anteriores por haber inaugurado una imprenta propia, con máquina de reiteración,
que le permitió desarrollar un interesante proyecto editorial (un antecedente importante
lo encontramos a mediados de los cincuenta con El comercio del Plata). Otra nota de
distinción fue el plantel periodístico que contaba con las figuras políticas e intelectuales
más importantes del momento como Elbio Fernández, Fermín Ferreira y Artigas, José
Pedro y Carlos María Ramírez, Julio Herrera y Obes y Pablo de María.
autores nacionales, algo que en opinión del diario le daría ese “carácter propio”.
Además, dicha autonomía no es inseparable de la exaltación de obras y autores que en el
correr del tiempo han perdido su importancia. Antes de ser publicadas como libros
independientes, el articulista está promocionando a Los amores de Marta y Cristina,
novelas que serán editadas recién en 1884 y 1885 respectivamente.
Pero el lugar asignado a literatura nacional en las páginas de La Razón puede
apreciarse incluso unos años antes. Cuando Carlos María Ramírez publica como folletín
Los palmares (aparecido por primera vez, como vimos, en La Bandera Radical en 1871)
en el diario El Plata, con el Nº 17 en 1880, La Razón le dedica una serie de artículos
críticos a cargo de distintos autores.
Eduardo Flores en su artículo titulado simplemente “Los palmares”, publicado
en dos entregas correspondientes al 28 de octubre de 1880 y 29 de octubre del mismo
año, comienza señalando que la literatura no ocupa el mismo lugar de importancia que
sí posee la política. Y a continuación señala que el criterio seguido para evaluar la obra
es determinar “si su lectura deja una impresión favorable al perfeccionamiento del
alma”. Para fundamentar la importancia de estos parámetros morales, el autor se apoya
en la figura de Mme de Stäel y sostiene que la moralidad de un romance reposa en los
sentimientos que inspira. Flores desarrolla una crítica negativa porque, en su opinión,
los personajes no tendrían fisonomía propia (“son un falso testimonio de nuestras
costumbres sociales”).
Uno de los aspectos que irrita al autor de la nota es el pasaje que muestra a
Eduardo presentándose en un baile de sociedad con una apariencia del todo desaliñada.
También le reprocha “el lenguaje lascivo” con que se dirige a María Angélica, una
conducta que a su entender alejaría a Eduardo del comportamiento civilizado. Pero en
otra parte de su artículo realiza algunas valorizaciones que tiene mucho que ver con el
tema de este trabajo: nos referimos a la confrontación entre dos personajes femeninos,
María Angélica, que por su nombre y su descripción representaría al modelo angelical; y
por otra parte, nos muestra a Adela, que representa a la mujer de ciudad, coqueta y
galante.
Luis Melian Lafinur en su artículo, publicado el 31 de octubre de 1880, “Los
palmares, apuntes para un artículo crítico”, valora como un aspecto positivo el hecho de
que la novela posea lo que denomina un “colorido local”. Pero en el resto del artículo se
dedica a establecer la misma valoración moral que veíamos en Flores, al ocuparse de los
dos personajes femeninos. En este punto, Melian Lafinur profundiza las diferencias
existentes entre ambas al identificar a María Angélica con ciertas la trazas de lo nativo
contrapuestas a la artificiosidad de la mujer de ciudad. Destaca de María Angélica su
carácter generoso y abnegado, la mujer ángel de belleza modesta que busca flores para
la virgen del Carmen, en tanto Adela es señalada por su egoísmo cruel. También la
lectura moralista se ve en el reproche que le hace al autor por la poca resistencia que
ofrece María Angélica a su seductor; defecto que parece salvarse con la intervención de
Miguel que evitaría que la novela se aproximase a Fanny o Madame Bovary, novelas
identificadas con ciertas formas de lo pornográfico. El personaje de Miguel es
concebido como la representación de la nobleza gaucha frente al carácter veleidoso del
hombre de ciudad.
Para Melian Lafinur, la obligación de todo novelista es hacer simpática a la
inocencia, noble y generosa a la virtud; odioso y vil el crimen. De acuerdo a estos
parámetros morales, María Angélica y Eduardo pagan sus faltas con la muerte.
La última de las críticas la realiza Belisario Montero en otro artículo con el
mismo título de los anteriores y que aparece publicado en dos entregas correspondientes
al 19 y 20 de noviembre de 1880. Las valoraciones de Montero no difieren
sustancialmente de los anteriores en el sentido de privilegiar la moralidad como
principio estético. También la caracterización de los personajes está atada a
construcciones dicotómicas: María Angélica como un personaje becqueriano representa
a una mujer ángel y Adela, en cambio, es algo así como una belleza plástica, hueca. En
este punto disiente con Flores quien había sostenido que Adela podría ser la
representación de la mujer oriental, mientras que para Montero sería el símbolo de la
juventud vana y trivial que sólo se preocupa por la moda y el juego. Por otra parte,
divide la obra en dos partes: el idilio y el drama social. Éste último se produce en la
estancia cuando Eduardo entra en contacto con la naturaleza y sucumbe a los amores
violentos; y al hacerlo, rompe los vínculos sagrados de la sociabilidad.
Estos estudios críticos aparecidos en la prensa nos permite ver una reiteración de
ciertos valores, como puede apreciarse en la caracterización de los dos tipos femeninos
dominantes; por un lado, el modelo angelical enfrentado a la mujer de salón que daría
lugar a una oposición entre la mujer doméstica y la mujer aristocrática tal cual lo postula
Armstrong para la novela inglesa. Las lecturas críticas recién trabajadas parecen volcar
su preferencia por ese ideal de mujer doméstica basado en ciertos rasgos de austeridad.
Como vemos la imposición de una lectura moral y ejemplarizante, hace que estos
críticos intenten buscar en la novela comentada aquellos rasgos que definirían a la
“mujer oriental”. Y en esta faena el lujo es el enemigo a combatir. Curiosamente, el
ideologema “civilización – barbarie”, se presenta bajo otras coordenadas más
conflictivas al proponer como problema a combatir el lujo que está asociado a la cultura
urbana. Frente a esto, ¿dónde ubicamos a la mujer oriental? ¿En el ámbito de la
naturaleza o en el ámbito urbano? Al ubicar a la mujer en el plano de la naturaleza,
preservaríamos cierto ideal rousseauniano de pureza en contraposición a la corrupción
de la ciudad, pero al estar alejada de la civilización quedaría sujeta a aquellos
comportamientos instintivos que justamente estos mismos patricios desearían erradicar.
Así, el ejemplo que aportan estas lecturas aparte de ponernos al tanto de las inquietudes
de la clase dirigente en la etapa de la primera modernización, también nos hace ver la
fluctuación experimentada entre un ideal austero y otro aristocrático del cuerpo
femenino. Esta fluctuación se trasladará posteriormente a las novelas estudiadas.
florecido el artículo de prensa política o el verso. Éste último parece haber tenido mayor
influencia en el hombre político quien debía ostentar aparte de las dotes intelectuales
cierta inspiración sagrada. Para Blixen la novela tendría su utilidad a la hora de dar a
conocer al exterior los detalles de nuestras costumbres y cifraba sus esperanzas en la
novela realista que debía sobreponerse al romanticismo literario. Al examinar el
desarrollo de este género en el Uruguay señala lo siguiente:
Entre nosotros, los ensayos se reducen a una novelita
sentimental de Daniel Muñoz, a quien no le da seguramente por
ese lado, y a la novela de Carlos Ramírez, obra sin duda alguna
de mucho mérito, pero que contiene extrañas fluctuaciones entre
el romanticismo y el naturalismo, más de una escena en que la
fantasía ha suplantado a la observación, y más de dos personajes
que se empeñan en ser inverosímiles. De Brenda no hablemos,
porque pertenece a la época trasnochada del romanticismo bona
fide, y tiene tan poco de nuestro, que no vale la pena ocuparse de
ello (Blixen 1894: 224).
En esta crítica ya podemos notar cómo el escribir una novela sentimental (género
asociado al romanticismo) implicaba un demérito, y además las obras de los dos
primeros autores ni siquiera son nombradas. Por otra parte, cuando sí nombra a la obra
novela lo hace para emitir un juicio lapidario. Resulta por demás curioso este rechazo de
la novela sentimental cuando esas mismas novelas tienden a plasmar muchas de las
consignas que el propio Blixen defiende en otra parte de ese mismo artículo. Por
ejemplo, al referirse a las obras de Antuña le critica el que haya concebido el amor como
una forma tranquila y sosegada y destaque la atracción física como un ingrediente del
discurso amoroso (un aspecto que es enfocado en las novelas mencionadas). Por otra
parte, se contradice a sí mismo cuando aboga por la inclusión de la mujer, algo que a su
entender constituiría un “elemento esencial de la novela, y sin el cual no se concibe en
ésta atractivo alguno para el sentimiento, parte la más interesada, después del espíritu,
en la apreciación del género de literatura de que tratamos” (217).
Otro autor preocupado por la formación de las nacionalidades es Francisco
Bauzá, quien no vacilaba en criticar a aquellos que hacían de la literatura un
entretenimiento inofensivo (léase los principistas). Para Bauzá, la literatura no era
asunto de diversión o de solaz, sino que debía emparentarse con aquella “sanción moral”
conferida a ciertos hechos singulares de la historia (Bauzá 1885: 34-35).
Un estudio interesante que aborda esta temática es el de Leonardo Rossiello en
su obra La narrativa breve uruguaya (1830 – 1880). Formas y direcciones, donde el
autor se ocupa de estudiar las primeras narraciones breves aparecidas en la prensa.
Rossiello se centra en los componentes formales del relato y en la correspondencia
entre la intencionalidad del discurso y los signos linguísticos que lo configuran.
En lo que hace al punto de vista, el autor encuentra que buena parte de las
narraciones privilegian la forma del narrador extradiegético. Un elemento recurrente es
la catálisis y las formas digresivas del narrador que van conformando un discurso
valorativo y normativo regido por la ideología del autor. Cuando aparece el narrador
intradiegético, hay una cantidad de textos relatados por personajes testigos. En el caso
del narrador extradiegético, una parte importante se sitúa en el punto de vista
omnisciente. Dichas características responderían a los códigos narrativos vigentes en la
época. Lo que el autor comprueba aquí es cómo el dominio de la sociedad por parte de
los autores pertenecientes a las élites políticas y económicas, se proyecta en el dominio
del mundo narrado por parte de los narradores. Esta articulación es estudiada por
Rossiello en tres tendencias: la folletinesco sentimental, la histórico-patriótica y la
filosófico-didáctica.
Otro fenómeno observado por Rossiello es la casi ausencia de narradores
femeninos. Su presencia es aún mayor en las narraciones folletinescas, donde suelen
observarse narradores metadiegéticos femeninos en textos breves.
Si bien en lo formal, hay una rígida observación de la estructura que se puede ver
en la preocupación por la división en capítulos y la subtitulación, el autor nota cómo
también se produce la mezcla entre verso y prosa, así como el uso de la técnica epistolar
(este último recurso muy presente en la narrativa folletinesca). En todo esto, Rossiello
señala que se advierte un deseo por jerarquizar cada unidad en sí y la obra en su
conjunto.
Por otra parte, el autor considera que las narraciones breves de estos primeros
cincuenta años de vida independiente constituyen la base de la cuentística criolla o
urbana (la mitad de las narraciones son de ambientación urbana, en tanto que el 25 %
son de ambientación rural). Esto le permite afirmar que es imposible situar el inicio de
la narrativa uruguaya en 1890, y tomar como eje la obra de Eduardo Acevedo Díaz. Del
mismo modo derrumba viejas certezas como la de ubicar el inicio de la narrativa urbana
en un período avanzado del siglo XX.
De su estudio, Rossiello concluye que las narraciones breves se inscriben dentro
de ciertas direcciones: cada una conlleva una intencionalidad rectora. Aparte de que
existen distintos motivos (estéticos, personales, políticos, periodísticos, filosóficos,
etc.), el autor distingue las intencionalidades rectoras de acuerdo a las diferentes
direcciones.
En los relatos histórico-patrióticos, se busca la exaltación de la idea de patria y
nación en el contexto de un país recién salido de la colonia.
En los textos folletinesco-sentimentales, los narradores se dirigen a las primeras
generaciones de mujeres en condiciones de leer. Para Rossiello el modelo folletinesco
debe verse como parte de la internacionalización de la literatura. La intención de
entretener y deleitar se expresa con nitidez.
En los relatos didáctico-moralizantes la intención apunta a la defensa de códigos
sociales como la potestad del padre sobre el hijo, las virtudes del matrimonio frente a
otras formas socialmente estigmatizadas, de convivencia o trato carnal, la pureza o
virginidad de la mujer, el honor, la autoridad del hombre sobre la mujer, etc.
Uno de los aspectos interesantes del trabajo de Rossiello tiene que ver con el
empleo del término “dirección” o “tendencias”, categoría más laxa y más pertinente que
la de “género” dado que le permite dar cuenta de un período fermental donde las
estructuras narrativas aún no están asentadas. La narrativa breve estaba atravesando un
proceso de depuración y consolidación. Por esa razón, el cuento coexistiría con otras
formas adyacentes (protocuentos, narraciones en verso, las crónicas, narrativa
historiográfica) Incluso, aunque clasifique las narraciones de acuerdo a las tres
direcciones precedentes, en algunos casos advierte una mezcla: “Rosa” sería una
narración histórica porque está ambientada en el sitio de Montevideo en 1815, pero la
fábula atañe más a una historia sentimental y folletinesca.
A la hora de cuál fue la primera novela uruguaya, buena parte de la crítica, entre
ellos Alberto Zum Felde, ha dictaminado que fue Caramuru de Alejandro Magariños
Cervantes.
Virginia Cánova en su estudio Bibliografía de obras desconocidas u olvidadas
de la narrativa uruguaya de mediano y largo alcance (1806 – 1888), propone un
pormenorizado estudio sobre las obras publicadas durante el siglo XIX.
Canova aclara que incluye en su estudio obras que escapan a toda clasificación
rígida, y eso la lleva a contemplar textos como las nouvelles, memorias, crónicas
noveladas, partes de guerra, etc. Con esta perspectiva también señala que se aparta del
corpus de estudio elaborado por Leonardo Rossiello en su Narraciones breves.
Una de las dificultades con las que se ha encontrado la autora tiene que ver con
la ausencia de datos precisos acerca de los textos publicados, así como grandes lagunas
de información derivadas de la descalificación valorativa y el desconocimiento de las
obras. También ha notado la repetición de errores sobre las fechas de publicación,
autores, etc. Muchas de las obras encontradas fueron publicadas a través de folletines y
otras tuvieron una segunda edición a través de libros impresos. De su examen, Canova
concluye que la crítica ha olvidado “una abundante producción de la narrativa uruguaya
del siglo XIX”. Su propósito fue rescatar las obras narrativas de este período
independientemente de los juicios estético-valorativos, de modo de construir una
historia social de la literatura uruguaya en ese período (Cánova 1990: 1-2)
Luego de dar cuenta de toda la producción narrativa en este período, Cánova
comenta que se escribieron por lo menos 35 obras narrativas (sin contar el corpus
existente en la prensa). El corpus es, en parte, desconocido porque 6 obras no se
registran en ninguno de los libros de referencia. El 69 % de esta bibliografía no registra
las obras; cuando se registran, en un 20 % aparecen con datos incorrectos o
insuficientes. Solo en 11 % de los mismos, los textos literarios figuran con los datos
correctos y completos. La única obra que aparece registrada en todos los casos es
Caramurú (Cánova 1990: 78).
Un error muy recurrente en la crítica es el haber utilizado información de
segunda mano, lo que según la autora provocó una sucesión de errores que se reitera de
un crítico a otro. Por ejemplo, cuando Carlos Roxlo comenta la obra Misterios del
pillaje, comete el error de clasificarla como novela policial cuando, en realidad es una
“defensa judicial que hace el damnificado sobre su causa” (el autor la clasifica como
“novela histórica de costumbres judiciales). También se equivoca en las iniciales del
autor, tanto Roxlo como Englekirk lo consignan como J. P. Montero. Pero lo que más
subraya Cánova es cómo estos errores están sujetos a uno más esencial: el de cómo la
aplicación de criterios estético-valorativos sirven para descalificar esta literatura, y
justifican su exclusión (Cánova 1990: 78-79).
En un estudio aparte, Cánova se centra en una de las novelas mencionadas en el
catálogo: Por una Fortuna una Cruz de Marcelina Almeida, publicada en 1860. Según
la autora, se trataría de la primera novela escrita por una mujer en Uruguay, y
constituiría lo que la propia autora denomina como Los orígenes del feminismo en
Uruguay. La razón de este título se debe a que por el propio argumento de la novela (la
situación de una mujer que es obligada a casarse con un hombre mayor que ella) se
vincula con el pensamiento feminista del siglo XIX.
La cultura tiene una forma particular de organizar el mundo y para ello crea
mitos, espejos en los que mirarse. La creación del automodelo lleva a trazar una línea
fronteriza entre un interior y un exterior, donde éste último es percibido como un
antagonista.
En el caso concreto de la literatura uruguaya, uno de los principales críticos que
incurre en estas autocaracterizaciones es Alberto Zum Felde en su crítica del
romanticismo. Al hablar de las obras de este movimiento señala que sólo menciona
alguna de ellas porque son “de calidad y significación demasiado exiguas” (Zum Felde,
154).
Previamente el modelo ya se había formado en la obra de Carlos Roxlo Historia
crítica de la literatura uruguaya (1912). Este autor también incurre en la mención
superficial de ciertas obras apoyándose en lo que entiende como “escaso valor” literario.
Como ya hemos visto, esta descalificación atenúa el olvido, las omisiones y las
imprecisiones en el proceso de dar cuenta de estas obras.
La “autocaracterización” de la que habla Cánova puede verse concretamente en
lo que refiere a la categoría “novela nacional”. Cómo veremos, el intento por parte de
los críticos de construir esta categoría se emparenta con la exclusión explícita del género
“novela sentimental”. Uno de los avatares de esta exclusión se produce en los enfoques
desarrollados en torno a la novela Caramurú de Alejandro Magariños Cervantes.
Caramurú se publica en Madrid en 1850, y a pesar de tratarse de una novela publicada
en el extranjero muchos críticos la consideran como la iniciadora del género narrativo
en Uruguay. Como hemos visto, esta afirmación es errónea, pero además se olvida que
el propio autor publicó previamente La Estrella del Sud. Memorias de un buen hombre,
en Málaga en 1849.
Durante mucho tiempo se pensó que esta obra era la primera que iniciaba el tema
nacional en la literatura uruguaya. La idea de “tema nacional” está sostenida por la
presencia de elementos autóctonos que pueden verse en el argumento de la novela. La
novela transcurre entre los años 1823 y 1827, período en el que se desarrolla la
dominación luso-brasileña en la Banda Oriental. La novela comienza con el secuestro de
Lía por parte de Caramurú y su fuga a un escondite en el medio del bosque. Un tiempo
después el protagonista asesina a un hombre en una pulpería, y se ve obligado a escapar
de la justicia dejando a Lía con sus compañeros.
La narración prosigue con otras peripecias, el encuentro del gaucho con un
hacendado que posibilita su huida a Catamarca a cambio de que Caramurú consiga un
caballo único capaz de ganar las próximas carreras. El gaucho consigue este caballo
entre una tribu vecina y, luego de hacerse con él, gana la carrera, aunque al ser
reconocido por sus perseguidores se ve obligado a huir al bosque.
Se produce una lucha entre fuerza luso-brasileñas y los montoneros. Éstos
últimos ganan la contienda, y en ese momento Caramurú se entera de que Lía es hija de
su ex protector y, por esa razón, decide devolvérsela. El padre corresponde con el
gaucho ofreciendo a su hija como esposa.
En toda la historia la temática de lo autóctono y lo nacional gira en torno a cinco
áreas: el paisaje autóctono, el marco histórico nacional, la presencia de tipos humanos
característicos del campo uruguayo, la incorporación de los regionalismos y la
elaboración de cuadros costumbristas (Cánova 1989: 12).
Antes de iniciar su estudio, Cánova señala un detalle que han advertido otros
críticos: “Esta novela seguiría en apariencia los modelos adoptados por el folletín
sentimental de corte europeo, sino fuera que la trama está permanentemente entrelazada
con los elementos nacionales y autóctonos que le dan su carácter especial, objeto de
nuestro análisis” (Cánova 1989: 16).
La importancia de este pasaje se debe a que la autora, aunque se centra en los
componentes autóctonos, no desdeña totalmente la presencia de los modelos
folletinescos. Porque muy diferente es la valoración realizada por Alberto Zum Felde y
Ángel Rama. El primero de ellos afirma lo siguiente:
Caramurú, novela, es en prosa lo que Céliar en verso. En ambas,
los mismos falsos personajes de melodrama, el mismo
argumento arbitrario e inverosímil, la misma flaqueza de
expresión (...) Magariños ha batido el record de lo incongruente.
La imaginación folletinesca, que es imaginación sin brújula ni
sentido, está aquí en auge horroroso. Lo único que restaría como
recurso de salvación a estas obras, a pesar de la incongruencia de
su argumento, esto es, la vivacidad del relato, la plasticidad en la
pintura de cuadros naturales y escenas de costumbres, falta
también en absoluto. Prosaicas, desabridas, desprovistos de
colorido, y de una prolijidad pueril, ninguna de sus
descripciones tiene valor literario (...). (Zum Felde 1941:150-53)
con cierta vaguedad como parte de una estrategia de negación de este tipo de
producciones. Otra diferencia que se puede apreciar entre ambos, consiste en que para
Zum Felde la “imaginación folletinesca” es incompatible (“incongruente”) con el
desarrollo de una “novela nacional” que requiere de componentes autóctonos (“cuadros
naturales, escenas de costumbres”). Para Cánova, en cambio, “la presencia de elementos
estereotipados” (el modelo folletinesco) se debe, no tanto a la capacidad artística del
escritor, sino a determinados factores socio-políticos: el público extranjero a quien el
escritor dirige su obra; su extracción social; el escaso desarrollo que la novela nacional
había adquirido hasta ese momento. Aparte de sentirse como una especie de intérprete
de lo autóctono americano para el público europeo, Magariños no renuncia a su
condición social. De ahí que al abordar con sinceridad los temas nacionales, el escritor
nunca llegara a sentirse como un campesino: su realidad social, su pertenencia a la clase
patricia le decía que lo autóctono estaba fuera de la ciudad, pertenecía al mundo
“bárbaro” que comenzaba donde terminaba el centro urbano, civilizador (Cánova, 80).
Pese a que Magariños incursiona en algunos regionalismos, no se aparta totalmente de la
lengua literaria culta, y es a través de ella que se inocula las formas irreales y
estereotipadas que constituyen para muchos críticos una limitación artística.
Por estas razones, pensamos que el lugar que ocupa lo folletinesco en Magariños
tiene que ver con su educación urbana, europeizante. Como veremos, está técnica y sus
motivos eran usuales en toda producción literaria. Por eso, resulta extraño querer ver lo
folletinesco como un obstáculo a la realización de la temática denominada como
autóctona o nacional.
Observemos que en el juicio que emite Ángel Rama, la mención a la presencia
de este modelo está más velada que en Zum Felde:
el fracaso en la pintura del ambiente nacional que se registra
tanto en las novelas -Caramurú- como en las poesías -Celiar- de
Magariños Cervantes podría atribuirse a su escasísima o nula
capacidad de escritor (...) Pero como este fracaso se extiende a
creadores de más enjundia, singularizando el comportamiento
artístico de los mayores intelectuales del Río de la Plata,
débensele buscar otras causas. La obvia y comprobada dice que
la vocación nacional pregonada por estos escritores era
fraudulenta, no correspondía a la verdad de sus secretas
que nos hacemos es la siguiente: ¿por qué se produce esta resistencia (crítica) a lo
sentimental?. Y yendo más a fondo, ¿por qué lo sentimental colide con la intención de
constituir una “literatura nacional”?.
une la grandeza de una nación con la idea de una grandeza moral, y para demostrarlo
divide la historia del país en tres períodos. La primera etapa, correspondiente a la
búsqueda de la independencia, comprende el valor del coraje como base de esa
búsqueda (vale decir, el tópico de la virilidad que luego se le exigirá a la literatura).
Luego destaca una segunda época donde se vivió fuera de la nacionalidad porque se
dependía cultural y económicamente de Europa. Y, por último, viene un tercer período
que el autor asocia decididamente con la creación de “nuestro pulso nacional” y, para
ello, apela a la necesidad de crear ideales propios, una moral nacional. Esa patria nueva
sólo sería posible trabajando desde la cátedra, la escuela, el libro, el campo político.
Respecto al libro, éste debe poseer un estilo espiritual que nos permita definirnos a
nosotros mismos.
Claramente, la idea de nación posee ese resabio romántico herderiano que
pretende ver en la nación la presencia de un espíritu o un genio nacional. Filartigas, en
ningún momento aclara cuáles serian las características distintivas de ese genio (o
espíritu, como él lo llama), pero a partir de la selección de autores realizada podemos
inferir ese criterio. En líneas generales, casi todos los autores que integran su antología
tienen en común el tratamiento de lo nativo en sus vertientes camperas o gauchescas, y
no es casual que esto sea así dado que ese trabajo aparece en el año 1930, década
identificada con el comienzo del nativismo. En ese grupo de autores, el nombre de
Eduardo Acevedo Díaz resplandece no sólo por haber relatado momentos importantes
de la historia sino por la moral generada a partir de su obra:
Así sostiene en todas sus obras, en donde el perfil de los varones
es de prestigiosa virilidad, actuando con soltura en la majestad
épica de un paisaje bárbaro, pero en el que hay sin embargo una
espiritualidad luminosa de cielo limpio, que como una urna
parece guardar el aliento de toda esa hermosura heroica, de
soledad y de pobreza, para darle compañía de inmortalidad con
aquellos amores de presencia tan plena, donde los corazones de
las criollas tenían la dulzura fina de los jazmines del país (102).
títulos: “Ismael de Eduardo Acevedo Díaz”; “Por la vida de Carlos Reyles”; “Tabaré de
Zorrilla de San Martín”. Respecto a la novela de Ramírez comenta que se trata de “una
broma tipográfica”, y que el relato está hecho de una forma muy infantil (López Bago
1888). Un juicio similar es el desarrollado por Alberto Zum Felde, para quien tanto
Cristina como Los amores de Marta son meros intentos juveniles, de un romanticismo
demasiado ingenuo, carente de todo nervio psicológico y de todo interés social (Zum
Felde 1987: 223).
Carlos Roxlo en su Historia crítica de la literatura uruguaya, nos dice que la
novela fracasa porque escasea en rasgos nativos y le reprocha su excesiva lentitud,
monocromía, el descuido de la frase, aparte de carecer de realismo en los caracteres. Al
comparar las dos novelas de Ramírez, declara su preferencia por Los palmares porque
acentúa el colorido local (Roxlo 1912: 435-436).
En la misma línea parece ubicarse el juicio de Alfred Coester, quien en su
Historia literaria de la América española califica a Los amores de Marta como un
cuento romántico, en tanto Los palmares transpira el olor de los campos del Uruguay. A
partir de este comentario indica cuál es el camino que debe seguir la literatura uruguaya:
buscar los motivos literarios en la vida indígena del país (Coester 1929: 224).
Barbagelata publica en 1924 Una centuria literaria (poetas y prosistas
uruguayos) (1800-1900), y al comentar la obra de Ramírez afirma que nunca llegó a ser
un literato, destacando particularmente sus dotes en el periodismo. Los artículos
publicados en La Razón muestran, en su opinión, un estilo dual y flexible que no
permite encasillarlo en ninguna escuela literaria. De toda su obra, destaca su ensayo
Artigas (Barbagelata; 1924: 232).
Raúl Montero Bustamante en su obra Ensayos. Período romántico, al ocuparse
de este escritor realiza primero un recorrido por su historia familiar y su formación
académica, política y profesional. Cuando se refiere a su producción literaria, observa
que cultivó la literatura histórica e imaginativa y que en su juventud había escrito versos
influido por el romanticismo. De su etapa de madurez, destaca las dos novelas citadas y
señala que se trata de dos novelas sentimentales todavía atadas a la modalidad
romántica, reconociendo la influencia de autores tales como Octavio Feuillet y Jorge
Onhet. Para este autor lo más importante de su producción son sus estudios sobre los
fenómenos sociales y políticos, donde indaga acerca del origen de la nacionalidad
(Montero Bustamante 1928: 84-87).
Pablo Rocca sitúa la obra de Ramírez dentro del período de actuación de los
principistas del ´70. Este grupo se caracterizó por desarrollar una escritura periodística
pensada como un medio de combate político; por el contrario, sus incursiones en la
literatura ocupan un lugar secundario y lo hacen siguiendo el modelo del romanticismo
cuando este movimiento está en su ocaso. Su literatura estaría atrapada en las fórmulas
ya gastadas y carentes de novedad (Rocca 1994: 175).
Como podemos observar, la identificación de Ramírez con el romanticismo
alcanza para que sea desplazado dentro del canon literario. Por otra parte, otro criterio
de valor que pesa para su condena es la escasez de rasgos nativos. Todo esto tiene que
ver con una visión que se atrinchera en el automodelo.
Daniel Muñoz (1849 – 1930) desarrolló una amplia labor intelectual como
cronista, periodista, política y también como novelista (la novela que trataremos fue la
única que publicó). Como cronista escribió diversos artículos bajo el seudónimo de
Sansón Carrasco. En 1878 funda el periódico La Razón donde publica sus primeros
artículos costumbristas e ideológicos, siempre utilizando el seudónimo ya mencionado.
Como político representó a Uruguay en el exterior y fue el primer intendente de
Montevideo. Ideológicamente, estuvo integrado a la corriente principista y mantuvo
polémicas con el Diario El Bien Público, medio que representaba al catolicismo y que
tenía entre sus filas a Francisco Bauzá y Juan Zorrilla de San Martín (Diccionario de la
Literatura Uruguaya 1987: 103).
Fuera de su labor periodística, escribió la novela Cristina, publicada en 1885.
La mayoría de los críticos juzga la obra como un “ensayo de novela”. Zum Felde
señala la existencia de un ingenuo sentimentalismo en concepción, aunque afirma que
contiene algunos acertados rasgos del ambiente montevideano (1987: 223). Ese mismo
juicio es repetido en los trabajos críticos de Fernández Saldaña y Carlos Roxlo. Todas
estas posturas adversas están influidas por la adhesión de los críticos a la escuela
naturalista, una expresión literaria del positivismo filosófico. Como hemos visto en otro
capítulo, el vínculo de los críticos con determinadas corrientes críticas hacía que le
restaran valor a buena parte de la narrativa uruguaya de influencia romántica. Y no sólo
se le quitó su valor literario, sino que en muchos casos hubo un silencio condenatorio
sobre esas mismas obras.
Hugo Barbagelata en Una centuria literaria, menciona al pasar la novela pero no
se detiene particularmente en ella, destacando su labor periodística (1924: 219).
Críticos como Juan Carlos Blanco, Carlos Real de Azúa y Hever Raviolo se detienen
más en su labor desarrollada a través de sus Artículos (Oreggioni 1987: 103). Incluso las
antologías de cuentos, tanto como los distintos prólogos escritos para sus Artículos
identifican a Muñoz como cronista de costumbres (Lasplaces, 1943; Pereira Rodríguez,
1953; Rodríguez Monegal, 1965; Pérez Pintos, 1966).
Recién hacia 1966, críticos como John Englekirk y Margaret Ramos destacan la
poca generosidad que la crítica tuvo con la novela y explican que esto se debió a que la
obra aborda una de las cuestiones más candentes del momento: el problema social y
religioso fruto de la lucha entre católicos y liberales (Englekirk y Ramos 1966: 42). En
este trabajo nos encontramos con cierta revalorización de la novela, sobre por la
importancia dada a la referencia histórica que sirve para la construcción de la trama
novelesca. Existe algo así como un lectura únicamente realista esquivándose las
cuestiones atinentes al sentimentalismo (un aspecto que toda vez que es mencionado se
lo hace con dejo de desprecio).
Uno de los pocos críticos que evita parcialmente estos extremos es Napoléon
Baccino Ponce de León en su estudio sobre Brenda. Como veremos en su oportunidad,
el autor se refiere no sólo a la exclusión crítica de esta novela, sino también a cómo ese
silencio se extendió a la novela de Ramírez o Muñoz.
La obra narrativa de Eduardo Acevedo Díaz está compuesta por cuatro novelas
que integran la tetralogía épica: Ismael (1888); Nativa (1890); Grito de Gloria (1893) y
Lanza y sable (1914). Prácticamente, en forma unánime, la crítica destaca que ese
conjunto representa la creación de una conciencia colectiva (Visca 2000: 12) o que
constituye la nacionalidad que se abre camino (Espínola 1945). De hecho, si
examinamos algunos estudios publicados entre la década de los cincuenta hasta bien
entrada la década de los noventa del siglo pasado, veremos que se reiteran dos ideas
fundamentales: 1) la intención de Acevedo Díaz de construir una gran épica de la
nacionalidad uruguaya; 2) su papel como practicante del género de la novela histórica
(Zum Felde 1967; Ibañez 1953; Espínola 1954; Rama 1965; Rodríguez Monegal 1968;
Cotelo 1968; Lago 1992; Franco 1994; Raviolo 1995).
Fuera de la tetralogía, tenemos “El combate de la tapera” (1892), “Soledad”
(1894). Del primero, se señala que es un espléndido relato histórico que puede
considerarse como un capítulo desprendido de la tetralogía; de la segunda, se afirma que
está “desvinculada del ciclo épico por su tema pero emparentada con él por su idéntico
valor representativo” (Visca, 13).
De su corpus narrativo, las novelas más relegadas fueron su primera novela
Brenda (1883) y Minés (1907).
Sin duda que de todos los autores que integran este corpus, Acevedo Díaz es el
que posee una recepción crítica más caudalosa. La mayor parte de ella se concentra en
las novelas que integran la tetralogía, menospreciando el valor de los textos que nos
ocupan por considerarlos realizaciones menores. Los argumentos que suelen repetirse
intentan mostrar a este autor como el iniciador de la novela histórica (lo que lo
convertiría en el primer escritor con vocación nacionalista) y, en forma concomitante, se
elogia su apego a las formas estéticas del realismo. La hegemonía del realismo y del
naturalismo en la crítica hizo que se menospreciaran ciertas novelas como las ya
mencionadas, y en las que también debemos incluir a Brenda. Al ampararse en estas
corrientes estéticas lo que en general censuran en estas novelas es la persistencia del
romanticismo (Roxlo 1915; Zum Felde 1941; Pérez Petit 1938; Englekirk y Ramos
1967; Ibañez 1953; Cotelo 1968).
Por otra parte, la difusión de la denominación acuñada por Zum Felde, la del
“Ciclo histórico”, no hizo otra cosa que deformar “la perspectiva general sobre la obra
en su conjunto, al marginar a las llamadas 'obras autónomas' (expresión acuñada por
Rodríguez Monegal), ya no del ciclo, sino aún de la modalidad dentro del género”
(Baccino Ponce de León; 1981: 101). Contrariamente a lo que hizo la crítica precedente,
Baccino sostiene que Brenda y Minés son, al igual que las otras obras narrativas del
autor observa cómo Acevedo necesitó interiorizarse en los recursos folletinescos, como
el de manejar un elenco básico de personajes (Rodríguez Monegal 1981: 179, citado por
Rocca). Y por último, se ocupa del lugar marginal asumido por Acevedo, postura que lo
aproxima a otros cultores del género como Henry Sienkiewicz (Grudzinska 1995: 65,
citado por Rocca). Ese lugar periférico le serviría al autor para dar forma a una
“nacionalidad vacilante”, buscando respuestas en el pasado para esclarecer el presente.
Un aspecto importante en la configuración del discurso histórico en la novela tiene que
ver con que no se desdeña totalmente la presencia del proyecto político del
romanticismo (una observación que lo separa de otros críticos que observaban la
presencia de esta estética como un obstáculo a su evolución artística). Por el contrario,
esta tendencia se encontraría incluso en los relatos urbanos de asunto sentimental que se
pueden rastrear en la prensa de la época (Rocca 1999).
En un trabajo posterior, “Los destinos de la nación. El imaginario nacionalista en
la escritura de Juan Zorrilla de San Martín y Eduardo Acevedo Díaz” (2000), Rocca se
ocupa del tratamiento de la figura de Artígas en la novela Ismael. A los efectos de este
estudio, es interesante la pregunta que el autor se formula: ¿la perduración en el canon
de textos como Ismael o Tabaré se debe a criterios de valoración estética o a la
presencia de ciertos ideologemas. Esta pregunta lo lleva a plantearse otra pregunta: ¿por
qué obras como Palmas y ombúes de Magariños Cervantes y Los amores de Marta de
Carlos María Ramírez, pese a la importancia que han tenido, hoy son prácticamente
ignorados por los diccionarios y las distintas historias literarias. Según Rocca, estos
textos no son considerados porque no existiría una reflexión sobre los destinos del país
(Rocca 2000: 241-254).
Mateo Magariños Solsona (1867-1921) es un narrador uruguayo, aunque
también se desempeñó como profesor de filosofía en la Academia Militar y como
Comandante de Guardias Nacionales. En lo político ocupó el cargo de Primer
Secretario del Senado. Ejerció el periodismo, colaborando en el diario El Día, El Eco
Militar (1897-1898), y en la Revista Nacional.
Su obra literaria está integrada por La hermanas Flammari (1893), Valmar
(1896), Pasar… (1920). También escribió una obra teatral, Quien siembra en tierra
ajena (s/d).
En el prólogo que escribe Samuel Blixen para la edición de Las hermanas
Flammari, afirma que la novela posee mucha jovialidad y cierto sarcasmo con la que se
quiere amortiguar una realidad dura y miserable. Blixen es uno de los impulsores del
naturalismo, y fiel a esa estética, sostiene que como esta novela es una copia de la vida,
ésta no siempre es tan agradable como esperamos (1893: IX-X).
Por supuesto que para este crítico la cuestión está de por sí zanjada a favor del
naturalismo. Pero más allá de la defensa que hace a favor de esta estética, resultan
valiosas las observaciones que hace referentes a la presencia del grotesco. Este es un
aspecto que pretendo abordar en lo que toca a la crítica del pudor burgués.
Juan Francisco Piquet en su ensayo Perfiles literarios, afirma que Las hermanas
Flammari posee fineza de observación, y una naturalidad en los diálogos y un fondo de
verdad en algunas escenas. Y más adelante, observa que Magariños se apega con
decisión al programa teórico del naturalismo (Piquet, 121-122).
Vicente Salaverri coincide con los demás críticos en marcar la impronta
naturalista, pero observa que fue un discípulo discreto de Zola, a quien no sedujo tanto
lo crudo o pornográfico del procedimiento como el tipo compacto y formidable de
novela (1918: 207).
Coester se muestra incluso más parco y sólo se limita a señalar que su obra sigue
tan de cerca los métodos de Zola, que casi resulta una imitación. Y a continuación hace
un resumen sobre el argumento de la novela (Coester, 227-228).
J. G. Antuña dedica un capítulo a Magariños titulado “La novela nacional” y allí
analiza la novela Pasar… Lo interesante de ese capítulo es que refuta algunas de las
críticas que la novela ha recibido, fundamentalmente aquéllas que le achacan su falta de
nacionalismo. Alineándose a Rodo, sostiene que el localismo (“el absurdo localismo”)
genera una chatura intelectual.
También se ocupa de otro lugar común que consiste en enmarcar la obra dentro
del naturalismo. Sobre esto último señala que el autor ha sabido captar la interioridad
humana, situando a Magariños junto a autores como Flaubert, Stendhal y Proust
(Antuña 1926: 189-200).
Torres Rioseco ubica a Magariños como uno de los primeros en seguir la estética
del naturalismo. No comenta ninguna de las obras publicadas en la última década del
siglo XIX, deteniéndose únicamente en Pasar… aunque sólo para destacar el encanto
poético que la separaría de la obra de Reyles (1939: 204-206).
Arturo Sergio Visca en su prólogo a la novela Pasar…, comenta que sus dos
primeras novelas poseen sólo “un valor documental” (1964: VIII). Visca sostiene que
Pasar… es una novela que pertenece a la narrativa rural y en este punto la relaciona con
las producciones de Acevedo Díaz, Reyles o Viana, aunque estableciendo algunas
diferencias. Aspectos tales como la historicidad, el telurismo, el sociologismo, la
interpretación de la realidad nacional, estarían presentes pero no serían elementos
esenciales (Visca; 1972: XII-XV).
Fernando Ainsa en “Magariños Solsona: la poligamia como forma de rebelión”,
hace algunas precisiones acerca de su obra. Una de las más importantes, es quizás la de
señalar que sus dos primeras novelas no pertenecen tanto a la estética naturalista. Para
Ainsa en Magariños predomina una irónica crítica de costumbres e hipocresías que toda
convención social supone. A diferencia de lo que sostenía Blixen quien relacionaba la
postura sarcástica como parte de la estética naturalista, Ainsa señala que, justamente,
este autor se diferencia de los otros por haber disuelto los excesos de esta estética. Así
para el crítico, las dos primeras novelas practican la poligamia en el espacio, en tanto
Pasar… , la poligamia en el tiempo (Ainsa; 1968: 292). En un ensayo posterior, Ainsa
afirmará que Magariños puede ser considerado uno de los fundadores literarios de
Montevideo (1993: 18).
Carlos Roxlo dedica varias páginas a comentar Las hermanas Flammari,
marcando sus coincidencias y desacuerdos con Samuel Blixen (prologuista de la
novela). Una de las afirmaciones rechazadas es aquella donde Blixen dice que la
crueldad se atempera con el humor. Para Roxlo, Magariños es intencionalmente cruel en
el tratamiento de algunas enfermedades. Por otra parte, concuerda en la defensa de un
nacionalismo literario a través del uso de una fraseología popular.
Otro de los puntos que aborda es el considerar a la novela como una obra de tesis
y al preguntarse cuál es el objetivo declara que pretende atacar la ética legal y la moral
burguesa. Sobre este último punto, discurren varias páginas en las que el crítico expresa
su molestia por esa actitud (Roxlo, 138-157).
Un aspecto que se tendrá en cuenta en nuestro análisis, es el vínculo no
observado previamente por la crítica entre las dos novelas y la obra Fausto. La
absorción de este intertexto constituye, por parte de estas novelas, una operación
hipertextual correctiva en el sentido de reorientar el romance nacional en una dirección
diferente respecto al modelo angelical.
(Graves, 1983). Estos mismos rasgos son confirmados por Shinoda, quien tomando
como referencia al personaje de Proserpina, resalta como cualidades importantes las de
doncella esbelta, bella y joven y agrega que se trata de una muchacha intrépida y
demasiado próxima a la madre como para desarrollar un sentimiento de independencia
de sí: en lugar de buscar desprenderse de lo materno, busca agradar a su madre siendo
buena, obediente y complaciente (Shinoda Bolen, 167-187).
Por otra parte, la metáfora de la princesa enferma guarda relación con ciertas
construcciones en torno a lo femenino que pretenden ver en la mujer enferma un signo
de sumisión frente al varón. Ya sea que se trata de la fiebre tifoidea o de las
enfermedades nerviosas, la novela parece retomar cierto culto a la invalidez que el
propio Bram Dijkstra (1994) vincula con una voluntad de dominio. De acuerdo a esto,
existe una necesidad, por parte del varón, de ver a las heroínas en una situación
autoinmolación que probaría ese grado de sumisión y angelidad que serían capacees de
alcanzar. La amenaza de la muerte que se cierne sobre ella constituye un motivo
importante para asegurar el carácter frágil de la mujer.
Si bien ella se salva de esta enfermedad, como veremos, la muerte parece ser una
presencia constante en el personaje. Tal es la amenaza que los propios abuelos temen un
rebrote de la enfermedad.
Marta es construida como un signo mujer de acuerdo a estas mismas
características. Unido al ideal suntuario que emerge de las crónicas elegantes, Marta
aparece como una doncella o novia que pronto puede ser desposada. Las observaciones
en torno a su juventud o capital económico de la familia fijan las coordenadas de un
posible objeto de deseo por parte de futuros pretendientes. Vale decir el lujo material
que la rodea es otro aditamento que refuerza su condición de princesa.
Sin embargo, como se puede claramente advertir, nos encontramos con un
estereotipo generado no por ella misma. Si todo dispositivo de subjetividad implica una
constitución de los sujetos mediante la inscripción en los cuerpos de una forma de ser, el
sujeto mujer definido previamente, constituye la primera manifestación de este
dispositivo que apunta a la normalización de las conductas. Podría afirmarse que se trata
de una experiencia de sí mediada por la metáfora de un espejo en el que es llamado a
fue vista como una amenaza. De hecho, existe una incitación importante al arreglo
femenino, a tal punto que la alta burguesía montevideana hablaría del lujo como un
signo de distinción. El tópico del lujo muestra toda su ambigüedad, y en eso podemos
ver las propias contradicciones del proceso de modernización. Así José Pedro Barran, en
su trabajo “Iglesia católica y burguesía en el Uruguay de la modernización
(1860-1900)”, observaba que la condena católica al sensualismo, que en su opinión
equivalía tanto al lujo como a la lujuria, fue bien vista por una burguesía que buscaba
estabilizar las relaciones sociales (1988: 24-26). No obstante esta rigidez, esa misma
burguesía se verá llamada por “el consumo lujoso y superfluo en el orden privado”
favorecida por la bonanza económica y financiera iniciada hacia 1880 (Castellanos,
1-7). Y esto sucede porque a través de la acumulación de riquezas se sublimaba esa
energía sexual y de ahí la propensión al ornamento o la exaltación de los cuerpos bellos
en el caso de las mujeres.
En la novela siempre tenemos la sensación placentera que puede generar en el
lector la presencia de grandes palacios (porque así es llamado el hogar en el que ella
vive ubicado en la calle Florida), los grandes salones y los vestidos rebuscados de las
damas. Pero esa imagen de princesa será interrumpida por los delirios nerviosos del
personaje, sus fugas a la naturaleza o sus paseos nocturnos casi fantasmales. Lo
aristocrático es observado desde la sensualidad visual, a tal punto que las descripciones
de lugares y personajes suntuosos ocupan un espacio importante en la novela.
El tópico de la naturaleza
Otro aspecto a ser estudiado tiene que ver con la construcción del cuerpo de la
mujer burguesa desde la perspectiva de la naturaleza. Podemos considerar esta figura
como parte de otro de los ejes de la territorialidad patriarcal, al decir de Lucía Guerra.
En otro capítulo, “Cuerpo femenino e ideal doméstico”, habíamos visto cómo la
Ilustración plasmó una concepción del cuerpo femenino sujeto a las prescripciones de la
naturaleza que le asignaba la función reproductiva a la mujer. Desde muy antiguo, la
mujer ha sido sobrevalorada (o mejor dicho infravalorada) por su capacidad
cautiva); La liropeya de Adolfo Berro; Camila O'Gorman de Heraclio Fajardo, etc (De
Torres, 76-77).
Otro aspecto importante mencionado por esta autora tiene que ver con el hecho
de que la imagen de la mujer deseada se manifiesta “como promesa y como idealidad
inalcanzable de futuro incierto” (De Torres, p. 81). Esa incertidumbre es atribuida al
agotamiento de un modelo demográfico de la nación asociado a la fecundidad de la
gran Madre, y su sustitución por el ideal de la hija doncella. Este cambio propone la
sustitución del modelo de mujer reproductora por el de la mujer doncella cuyo futuro
reproductor todavía no se avizora con facilidad.
En Los amores de Marta, esa misma relación entre mujer y naturaleza es
planteada desde otro lugar. Cuando Marta y sus abuelos llegan a la estancia de “Las
Alamedas”, la obra nos pone en contacto con la pampa primitiva, y en esa primera
presentación de la naturaleza la visión del paisaje se sensualiza:
Una brisa cálida abatía suavemente las más altas yerbas de la
campiña, y sobre sus hebras doradas ondulaban los reflejos del
sol canicular. Marta parecía reanimarse a la vista de aquellos
nuevos paisajes (…) tomaron sus mejillas un lijero tinte
sonrosado y sus miradas se perdieron con cierto anhelo extraño
en los últimos confines del horizonte (Los amores de Marta,
65).
naturaleza actúa como aquella pared que ofrece un límite preciso al ubicar al personaje
dentro de las coordenadas angelicales requeridas. La subjetivación del personaje está
dada aquí mediante una binarización específica: convertirla en el cuerpo disciplinado de
la niña o doncella. En particular, es “ese tinte sonrosado” lo que contribuye a
territorializarla de acuerdo a las coordenadas antedichas: la descripción de la naturaleza
constituye ese “eje de significancia” que es complementado por el “eje de
subjetivación”, esto es la imagen angelical que se desea inscribir en el personaje. Y tal
es así, que la última parte del pasaje que habla de un “anhelo extraño” expresado en
mirada de la joven queda momentáneamente relegado a un segundo plano. Más adelante
se hablará de otras cualidades como la dulzura de su voz o su risa comparada con la de
los ángeles. Posteriormente, el vínculo con lo religioso (la escena de la capilla) la
aproximará a un verdadero ángel del hogar.
Pero en otros pasajes, la naturaleza nos conduce a otras representaciones
corporales. Cuando el Doctor Nugués y Marta salen a caminar, el médico le dice:
Cuando vinimos, estaba usted flaca, desencajada, amarilla, fea.
Permítaseme ver bien cómo la dejo ahora!
Marta se puso muy derecha, muy seria con los ojos fijos en el
foco de la luz que la inundaba, para dejarse mirar por su médico.
Vestía de blanco. Su corpiño era lijeramente abierto sobre el
seno; un rayo de luna penetraba allí con curiosidad indiscreta,
casi criminal (91).
“vegetación lujuriante”. Luego continúa con las “ondulaciones del pecho y la cintura
esbelta”. El erotismo surge a partir de la evocación del cuerpo del otro reducido a la
condición de objetos parciales (pestañas, boca, labios, ojos), todo lo cual lleva a plantear
la idea de una forma fetichizada (Barthes; 2010: 90-91). Aquí vemos cómo el discurso
fisiognómico deja de constituir un conjunto de signos estables para derivar en un
sentimentalismo ambiguo.
El médico no hace otra cosa que dejarse llevar por una actitud voyeur que era
muy común en la sensibilidad decimonónica y en contextos sociales e históricos en los
que la vigilancia en torno a la sexualidad se ejercía de un modo muy férreo. Esta escena
puede incluso relacionarse con varios ejemplos de la pintura que coinciden en trabajar el
tópico mujer naturaleza en los que aquellos rasgos comúnmente asociados a la
fecundidad tienden a ser ligados con búsqueda más voluptuosa de lo femenino.
Un “ars erótica” recorre el saber médico como un fragmento errante de una
fantasía por demás literaria (en la primera parte en la etopeya del personaje, el narrador
nos informa acerca de las veleidades literarias del médico). Fiel a ese espíritu puritano
de la burguesía decimonónica, lo erótico sólo tiene oportunidad de manifestarse en el
espacio privado e íntimo de la habitación. Recordemos que cuando Foucault señala la
coexistencia de “ars erótica” junto a la “scientia sexuales”, inmediatamente aclara que
ese arte erótico no habría que buscarlo en “la ensoñación humanista de una sexualidad
completa y desenvuelta”, porque en definitiva no se trata de promover una sexualidad
sana en el sentido de que sea libre. Si se hace hablar al sexo es porque se lo introduce en
un discurso que procura la verdad (en el sentido científico del término). Las fantasías
del médico no escapan, entonces, a esa mirada fragmentada de lo femenino porque, por
un lado, se pretende que la mujer se vea a sí misma como un cuerpo sano apto para la
reproducción (la orientación social fijada por el discurso masculino burgués); pero, por
otro lado, se la fragmenta en una imagen negativa que la informa como objeto de deseo.
La mirada del médico resulta, entonces, productora de una ambigüedad destructiva.
Marta es especularizada desde una mirada científica y erótica que se yuxtaponen
provocando una contradicción que impide el establecimiento de un ideal estable en
torno a lo femenino. Si tenemos en cuenta esto, vemos que es justamente la mirada del
varón que pretendiendo ser autosuficiente y autoritaria genera ciertos problemas que no
es capaz de resolver.
Otro episodio que permite observar la emergencia de lo erótico es el capítulo
“Cabalgatas y tormentas”. La cabalgata es presentada como la fuga del cuerpo
encorsetado y angelical (representado por las cavilaciones en la capilla, las sesiones de
piano, las labores de puntillas), y la fusión con lo instintivo del mundo animal. Lo
instintivo residual es transfigurado de acuerdo a una imaginería estética precisa: a
través del intertexto dantesco y de la identificación de Marta como una amazona, se
desencadena una transformación corporal perceptible en el propio rostro (“la hoguera
que flamea en sus mejillas”, “la embriaguez incomprensible se dibuja en el rostro de la
joven amazona”, “su mirada se extravía, su cuerpo se dobla”). La metáfora de la mujer
amazona por tratarse de un personaje mitológico, una mujer salvaje y extranjera
dedicada al arte de la guerra y abierta a la sexualidad, nos lleva a pensar como esta
inscripción en la naturaleza aleja a la mujer de la civilización. Aunque muy fugaz, la
metáfora de las amazonas introduce un fuerte componente de sensualidad exacerbada y
que, a diferencia de las vírgenes, se mueven al aire libre, cabalgando y dedicándose a la
caza. Como metáfora, la mujer amazona permite una aparición fugaz del erotismo.
Sobre todo de ese erotismo desaforado asociado al predominio de la naturaleza.
Recordemos que para la mayoría de los intelectuales de fines del siglo XIX, veía en el
vínculo de la mujer con la naturaleza un indicio de degeneración; la mujer era un ser
biológicamente degenerado y como tal nunca podría alcanzar la superioridad del reino
espiritual sólo reservado para el hombre.
En todos estos pasajes, la relación entre mujer y naturaleza permite ver la
aparición del deseo, aunque lo erótico es inmediatamente controlado por los atavismos
sociales: el mayordomo restablece la condición dominante de la doncella. Aparte de
que los obstáculos sociales se interponen para frustrar la relación entre ambos, el
episodio nos permite ver cómo el mayordomo actúa como una prolongación del
dispositivo de sexualidad al controlar los impulsos corporales de la doncella. Vale decir
que ejerce un papel que en otros momentos es cumplido por la institución familiar. La
sutileza de la escena está dada por la existencia de un dispositivo de sexualidad que
amorosa cumpliría tres etapas: la captura (ser raptado por una imagen); serie de
encuentros (citas) y la exploración embriagadora de la perfección del ser amado
(Barthes; 2010: 118). Todas estas etapas se cumplen en Marta en el sentido de que la
búsqueda de la perfección del otro entraña a su vez una búsqueda desesperada por su
propia imagen: la aproximación a un cuerpo aristocrático que se adapta fielmente a la
imaginación novelesca del personaje. Con Jorge Parler esta búsqueda también estaba
presente pero no en el sentido del status social, sino más que nada por la atracción a
nivel literario y musical; en este personaje existía un deseo por alcanzar el cuerpo
aristocrático por su pertenencia a una rancia estirpe escocesa.
El culto a ese universo de la elegancia puede verse también cuando Marta pasea
junto a Rodolfo en los grandes salones rodeados de inmensos espejos que “multiplican
al infinito las imágenes de aquella elegante pareja, vestida ella con traje de gro color
marrón, de gran cola, sin más adorno en la cabeza que sus bellísimos cabellos negros, y
él de rigurosa etiqueta, llevando el frac con la soltura y el donaire que convienen a un
joven diplomático” (245). Aparte de esa exterioridad de lo fastuoso que trasunta la
descripción, el espejo aparece como un signo inequívoco de lo engañoso, en el sentido
de que el mundo de la riqueza al que pertenece le traerá la infelicidad. Además es el
propio narrador quien nos hace ver que es la propia Marta la que se complace “en
contemplar las imágenes movedizas que reproducían los cristales” (245), con lo que se
muestra el grado de la inocencia de una doncella que contempla el esplendor de su
propia juventud. Más allá de la inocencia del recurso del espejo, estamos en condiciones
de reconocer su trascendencia simbólica asociada a la imposición de una imagen por
parte de un sujeto masculino. El espejo funciona claramente como un instrumento más
de subjetivación, ya que Marta se acomoda con docilidad a la imagen que el sujeto
masculino le impone. El espejo aparte de apuntalar lo ilusorio o incluso desde esa
perspectiva funciona también como la imposición de una forma de género.
Pero frente a la inocencia de esa muchacha que admira en forma narcisista su
propia belleza y la de su compañero, también tenemos en el retrato de la doncella otros
indicios perturbadores que la alejarán de esa condición angelical y elegante: los cabellos
negros, siempre subrayados con discreta insistencia, anticipan la condición salvaje del
personaje.
La nueva relación que inicia con el barón de Romberg permite tomar contacto
con un recurso folletinesco empleado por la novela: el origen indígena de la heroína.
Este descubrimiento lo realiza a través de la correspondencia epistolar mantenida entre
su abuelo y el Barón de Romberg; la carta funciona como otro sucedáneo del espejo en
el que Marta descubre una identidad no deseada. El descubrimiento de la sangre
indígena de Marta, aparte de reforzar la condición instintiva del personaje, reinstala el
tópico de la cautiva. Este tópico posee una gran tradición en la literatura latinoamericana
desde la crónicas de los españoles que ven en el rapto de la mujer blanca española la
violación de la cristiandad y la justificación de la conquista, hasta la publicación de La
cautiva de Esteban Echeverría en 1837, y su continuación con Cumandá de Juan León
Mera en 1879 o Tabaré de Zorrilla de San Martín. Desde sus inicios, el motivo de la
cautiva, tal como lo demuestra Cristina Iglesia, queda asociado a una figura erótica:
Resulta evidente que, desde el origen, la mujer raptada, la mujer
cautiva, es la fisura entre una cultura y la posibilidad de su
destrucción o su conservación. El erotismo se esconde entre los
pliegues de la cordura y la política: la cautiva es una figura
erótica (…)” (295). Pero también se trata de “un cuerpo en
movimiento, un cuerpo que atraviesa una frontera (..) Un cuerpo
equívoco que equivoca la dirección de su deseo. (296)
lado, responde al modelo angelical. Pero, por otro lado, se nos hace ver esa imagen de la
mujer enardecida, esa ménade oriental de la que hablaba el propio Ramírez en el pasaje
citado.
El fracaso de esta nueva relación provocará en ella cierta condena de la vida
fastuosa, y eso llevará a acentuar su carácter más ardiente y desbordado que la vincula
con el modelo de la ménade.
La relación con Rodolfo de Siani es otro ejemplo de la erotización del personaje.
Pese a que los encuentros quedan enmarcados dentro del esquema de “los noviazgos
vigilados” de los que habla Barran, la mirada de Rodolfo hace que ella se sienta
“constantemente acariciada por miradas de amor”, y en consecuencia, que el fuego se
apodere de su cabeza y penetre en el corpiño entreabierto. Como en otros momentos, el
corpiño aparece como la metonimia que señala una frontera entre lo visible y lo no
visible: el cuerpo del otro, al ser asediado por Rodolfo, provoca un incremento de la
intensidad del deseo y da lugar a una transformación corporal del personaje. Ella se ve
ahora presa de “pasiones salvajes” o como “un alma desequilibrada y enferma”.
En dos ocasiones Marta es asediada por el sujeto masculino, quien a través de su
mirada la convierte en un fetiche. La erótica finisecular estaba obsesionada con una
clase particular de fetiche: el realce del busto. El corsé fue la prenda privilegiada de
estas inquietudes, ya que si bien fue pensado inicialmente como un medio para reprimir
el potencial erótico paradójicamente contribuyó a incrementarlo toda vez que realzaba el
talle y la cintura. La segunda mitad del siglo XIX fue una época orientada hacia el busto
grande. Como las piernas eran miembros prohibidos, la atención sexual se dirigió a los
senos. Si bien el corpiño trajo cierta flexibilidad en el manejo del cuerpo continuó
canalizando la preferencia por el busto.
En la carta que Marta le dirige a su amiga Orfilia, comienza retomando el tópico
romántico del amor apasionado y que el propio Ramírez lo manejara cuando definía a su
mujer ángel. Pero en aquellos escritos de Ramírez, la mujer ángel está dotada de una
calma que orienta cualquier desborde hacia metas más domésticas. Inmersa en ese
extravío, Marta dice en su carta que lamenta no haber podido dedicarles a sus abuelos
“una sonrisa pura”. En esa evocación de la “sonrisa pura” tenemos todo el discurso
fisiognómico que caracteriza a la mujer ángel, pero aquí es presentado como una
carencia. A través de la sonrisa, Marta añora toda una trama de sentido de lo corporal: si
hablamos de la sonrisa como una metonimia corporal que la une a los abuelos, puede
decirse también que hay una nostalgia del cuerpo doméstico que no llegó a realizarse.
En la trayectoria vital de Marta, se interrumpe el circuito cuerpo – hogar – familia
(¿nación?). El rostro angelical, la inocencia de la sonrisa constituiría aquello que
restituiría al personaje a ese lugar de lo familiar, al panteón de lo nacional que intenta
plasmar una imagen femenina asexuada.
Por supuesto que ese circuito ya se había interrumpido previamente cuando
veíamos a Marta en sus apariciones espectrales: el cuerpo etéreo marcaba ya una fuga de
lo cotidiano familiar. Más allá de que aquí se encuentra el estereotipo romántico ya
gastado, lo importante es el funcionamiento que tiene en esta novela. En el capítulo
decimotercero, por ejemplo, Marta tras la muerte de sus abuelos, había vuelto a “sus
antiguos hábitos de locomoción nerviosa y solitaria”; los isleños “la veían deslizarse,
como un fantasma negro”. Aquí se propone el motivo romántico de lo espectral unido a
la condición nerviosa del personaje, y ese vínculo quedará reforzado unas páginas más
adelante por la teorización del doctor Nugués en torno a la doctrina darwinista y sus
implicancias en el origen de la neurosis.
Todos estos elementos van conformando en Marta como un personaje que se
asocia a un tópico decadentista: la mujer enferma. La mujer decadente se caracterizaba
por ser frágil, sensible y pálida. Aunque su fragilidad siempre es vista como una
expresión de lo patológico porque se trata de mujeres demasiado espirituales y
materiales, de modo que siempre aparecen como flotando entre las dos dimensiones.
En la novela aparecen otros personajes femeninos como Orfilia Sánchez,
Genoveva Ortíz o Panchita Ovalle. Todas ellas mantienen una distancia respecto a
Marta en distintos aspecto. Orfilia puede ser visto como su reverso, en la medida que
realiza el modelo angelical de la mujer doméstica de acuerdo a la forma definida por
Nancy Armstrong: el equilibrio, la frugalidad, el autocontrol (Armstrong; 98-104).
Genoveva y Panchita representan las figuras antagónicas. La primera funciona como la
mujer aristocrática cuya voluptuosidad está unida a la idea del lujo (un tipo de belleza
cómo ella es sensualizada: mediante una prosopopeya, la mañana avanza por la ciudad
como si fuese una dama angelical. Y para mostrar eso, aparecen muchos rasgos
corporales que corresponden a ese modelo (la sonrisa, envuelta en tules, etc.). En un
primer movimiento, la novela introduce una imagen de la mujer deseada, la mujer etérea
del romanticismo. Pero no es sólo la mujer etérea, sino la mujer ornamentada.
El espacio urbano es mostrado como un cuerpo particular, aquel que proviene de
la sociedad elegante que pronto comenzará a desarrollarse en la novela a través de las
gestualidades y la vestimenta que caracteriza a ese tipo de sociabilidad:
Eran todos jóvenes de la buena sociedad de Montevideo, como
se echaba de ver por la elegancia de sus trajes y la delicadeza de
las maneras con que accionaban en su animado diálogo, al que
servían de tema las niñas que pasaban, bromeándose unos a
otros sobre las preferencias que aquellas hacían al contestar los
saludos. (Muñoz, 7)
lugar de asentarse en una alabanza del ambiente y de ciertos personajes, propende a una
perforación de dichas apariencias. Por esa razón, no nos debe extrañar la técnica casi
teatral con la que el narrador describe el primer pasaje de Cristina ante la atenta mirada
de los jóvenes:
cuando apareció por la misma acera en que ellos estaban, una
joven vestida de negro, de estatura mediana aunque esbelta de
cuerpo, haciendo sombra a sus ojos negros una pluma, negra
también (sic), que rodeaba su elegante sombrero. Caminaba con
la mirada baja, como si abatiese sus párpados el peso de las
pestañas largas y enarcadas que los frangeaban (sic), pero al
llegar cerca del grupo de jóvenes levantó los ojos, titubeó un
momento como haciendo intención de atravesar la calle, y
temiendo sin duda que lo atribuyeran a debilidad, siguió por la
misma acera, correspondiendo con una amable sonrisa al efusivo
saludo que aquellos caballeros le hicieron. (Muñoz, 8)
eso, sino que la mujer es construida como objeto erótico por la mirada de un sujeto
masculino, algo que según Bataille era su condición necesaria: para el autor francés, el
erotismo es un aspecto de la vida interior; en esa dinámica el hombre busca en la mujer
un aspecto intangible que se adecue a la interioridad de su deseo. La mirada de Alberto
busca captar algo “intangible” en Cristina, pero eso es que resulta tan difícil de apresar
se transparenta a través de referentes corporales. Lo intangible en Cristina asoma a
través de su espiritualidad, su actitud concentrada y extática perceptible en la posición
de la cabeza. Pero ese éxtasis religioso es atravesado por la contemplación de una
referencia corporal que lo desborda: al destacar el seno como una zona corporal más
asociada al placer, se hace incursionar lo profano en un recinto sagrado provocando una
fusión indisoluble entre las dos zonas. El busto es incorporado como parte de una nueva
imaginería donde antes se privilegiaba únicamente el rostro. El personaje es
contemplado desde cierta voluptuosidad al detenerse en la particularidad de su forma
(“contorneado seno” o “busto prominente”).
Pero más allá de este carácter intangible del deseo, lo cierto es que el disparador
del deseo es el “contorneado seno”, que además está prisionero “dentro de una ajustada
bata bordada de azabache”. El contorneado seno ajustado y prisionero es una forma
diferente de decir la prisión del deseo femenino, porque aquí se nos habla de un
despertar erótico que no apunta a la libertad femenina sino a la postulación del erotismo
como parte de una técnica corporal normalizadora. En otro capítulo comentábamos el
valor ambiguo que tenía el corset, ya que por un lado restringe el movimiento libre del
cuerpo, y por otro, permite modelar las formas. Muchas novelas del siglo XIX,
aprovechan el potencial erótico de esta prenda porque permite sugerir aquello que está
oculto. Y si a eso le agregamos el espacio sagrado donde aparece Cristina, podría
pensarse que su cuerpo es presentado como parte de una puesta en escena. La visión que
se tiene de ella resulta enmarcada en un cuadro. Y en ese cuadro, el cuerpo de Cristina
resulta tanto más bello porque se lo hace participar de toda una imaginería estética en el
que intervienen con perfección las posturas sagradas y la voluptuosidad de su
indumentaria. El discurso de la moda hacia fines del siglo XIX emerge como un nuevo
dispositivo que empieza a competir con el religioso de mayor antigüedad. Recordemos
Como suele suceder en toda descripción que habla de la explosión del amor,
estamos ante una figura del discurso amoroso: el cuerpo del otro. En principio, parece
tratarse simplemente del lenguaje de las miradas como signo de lo indecible o atópico:
en su inocencia, este lenguaje es erótica porque inflama y suspende, hace temblar el
lenguaje. Pero en el segundo párrafo, ese lenguaje aparece representado bajo la metáfora
de la guerra. Sabemos que desde la literatura cortesana nos viene esa metáfora de la
guerra que concibe el despertar amoroso como una conquista o un asedio. La
descripción del efecto que la mirada del otro tiene en Cristina insiste en la imagen de
una “derrota” (“abatiéronse los párpados”); la heroína es presentada a través de
gestualidades corporales que refieren a la fragilidad. Como señala Barthes, el sujeto
amoroso deviene tal cuando es herido; la herida es el medio de subjetivación del
personaje porque éste se convierte en sujeto amoroso cuando es fulminado por la mirada
(como se dirá, una página más adelante, Cristina fue “como aprisionada por las miradas
de Alberto”). El abatimiento expresado corporalmente (la cabeza fatigada, los párpados
que se cierran y las manos que dejan caer el rosario) permite dar cuenta de un modo de
subjetivación romántica: la heroína que palidece, se conmueve, por lo tanto es presa de
su sensibilidad (el ángel llevado por el amor).
La fiesta de disfraces es la escena del siguiente encuentro entre los personajes.
Para caracterizar esta escena, Muñoz recurre a las pinceladas de cierto humor corrosivo
propias del cronista. Por eso, antes de centrarse en la pareja protagónica, se dedica a
hacer un buceo caricaturesco del salón de baile. En esa descripción del salón,
predomina la visión deformante de los concurrentes: sus cuerpos asumen la forma
grotesca por las voces chillonas, la forma desproporcionada de “las máscaras gruesas”, o
la dimensión de “muñecos que gesticulan como movidos por resortes”.
En esta escena, el encuentro entre los dos personajes está pautado de acuerdo a
los convencionalismos sociales. El ritual de la seducción no queda apartado de los
juegos de miradas y los gestos mínimos: “Alberto estaba preocupado, sin conseguir ver
los ojos de su compañera, que se los ocultaba con graciosas coqueterías, como
gozándose de mortificar su curiosidad” (25). Si se quiere, el baile de máscaras juega al
ocultamiento de aquello que se considera deseado. Para Cristina, la máscara es un juego
de adivinanzas donde el enamorado debe saber descubrir a su amada a través de las
cualidades más sobresalientes. Es cierto que en este juego se produce un desplazamiento
en las zonas corporales a ser privilegiadas: los ojos y otras referencias corporales serán
las que marcarán lo “intangible” en Cristina. La “gracia” y el “señorío” en el caminar
serían esos signos que marcarían el carácter angelical del personaje. Cada una de estas
notas establece un correlato con la noción de misterio o desvío momentáneo del deseo
hacia zonas menos comprometidas. Por eso debemos ver el caminar como una alusión a
lo corporal legítimo, esto es, lo socializable, pero que a su vez, permite apreciar lo
intangible del objeto de deseo. Por eso, la escena del baile con sus encuentros y
desencuentros funciona como parte de un ritual de ocultamiento y desvío, como una
forma de diferir o retardar el deseo.
Si en Cristina el cuerpo es hurtado a la mirada, y por esa razón resulta
ennoblecido; en el caso de las otras mujeres son mostradas en su faz grotesca. Al
finalizar el baile, observamos a esas mismas mujeres fatigadas, “acaloradas con el
antifaz”, abanicándose y mostrando “los arranques del cuerpo”, “el busto palpitante”. El
cuerpo femenino aquí es exhibido en su falta de nobleza y gracia, como un mero
desecho del artificio generado por los trajes de fiesta. En cambio, en Cristina la
indumentaria y el antifaz prometen una trascendencia, un misterio (ella es la única que
conserva el antifaz una vez terminada la fiesta).
anterior: según las apreciaciones del narrador, Cristina sería una estatua de una mujer
apasionada. El deseo y la pasión quedan limitados a la figura de una estatua, por lo tanto
se los inmoviliza quitándoles toda autonomía posible. En la propia construcción de esta
metáfora intervienen elementos de procedencia judeocristiana como griega, por ejemplo,
la imagen del “soplo creador” tanto como la dicotomía “luz / tinieblas” pertenece al
primer imaginario; en tanto la mención del amor parece quedar identificado con la luz,
asimilando de esta forma el eros de origen platónico.
Otro aspecto a destacar es el hecho de que se hable de la transformación de la
niña en mujer como un proceso comparable a un trabajo artístico de escultura. El signo
mujer surge como una “obra de arte”. Por lo tanto, en este contexto, la obra de arte es
otra de las metáforas del dispositivo de sexualidad porque permite una “regulación” de
las sensaciones y los placeres. La mujer al ser pensada como una obra de arte (una
estatua) comienza a configurarse como objeto del deseo del otro, y como toda obra de
arte para ser vista y admirada. Tanto la metáfora estatuaria como la metáfora mitológica
se convierten en incitadoras del deseo y al mismo tiempo lo inmovilizan.
En el capítulo tercero empezamos a conocer la formación religiosa de Cristina, y
cómo ésta asumía el culto cristiano. En el capítulo primero habíamos conocido el
carácter devoto del personaje, y ahora su religiosidad es nuevamente explorada
mostrando cierto relativismo en el vínculo del personaje con las prácticas sagradas:
Educada en colegio de Hermanas de Caridad, Cristina había
llegado a ser mujer sin darse cuenta de ello, entregada al cariño
de sus padres y a las exaltaciones de un misticismo inocente,
que ella traducía en frívolas prácticas devotas, más aparatosas
que conscientes; algo que era en ella más diversión que una
devoción, entreteniéndose en acicalar imágenes que decoraban
las paredes de su alcoba, pequeño nido siempre perfumado y
deslumbrante de blancura, que hacía a la vez de dormitorio y de
santuario, y cuya entrada era permitida a una que otra de sus
amigas predilectas. (Muñoz, 33)
acicaladas e instaladas en un dormitorio que a la vez está perfumado. Esto permite ver
cómo lo religioso se desarrolla en un ámbito que está próximo a la sensualidad de los
adornos. Es cierto que más adelante, Muñoz criticará a esa misma Iglesia por aferrarse
tanto a los ceremoniales aparatosos con el que intentan impresionar a los fieles (y la
incursión de Alberto en el templo constituyó una prueba de ello), pero aquí lo
ornamental forma parte de todo un juego casi infantil. ¿Cuál era la diversión?
Precisamente el adornar el cuerpo de los santos y vírgenes. La relación con la esfera
religiosa adopta la forma de un juego infantil y por momentos ingenuo, a una relación
mimética frente a los objetos de la realidad representada. Este rasgo de ingenuidad e
infantilismo hace de ella un cuerpo dócil y frágil y lleva a la mujer a un estado de
puerilización que la despoja de toda posibilidad de autonomía. Así la mujer – niña es
otra imagen correspondiente al dispositivo de subjetividad y que puede relacionarse con
ese prototipo de mujer deseado por el burgués como menos peligroso y competitivo
respecto de sí mismo.
Cuando ella conoce a Alberto, abandona el adorno de las imágenes religiosas y
se ocupa más de su propio cuerpo. Pero en ese tránsito se produce una indiferenciación
entre una etapa y otra, porque Cristina pasa naturalmente del adorno de las imágenes al
adorno del cuerpo; en ningún momento siente el cambio (nuevamente la idea del
“misticismo inocente”). Esa especie de inconsciencia es claramente mostrada en el
siguiente pasaje: “Ya no la distraían sus muñecos divinos, absorta como estaba en el
culto de una divinidad nueva, tangible, que ella sentía agitarse en todo su ser (…) Se
adornaba con esmero, ensayaba sus tocados de diversas maneras, se convertía ella
misma en ídolo de su culto” (33).
La tendencia al adorno es una marca distintiva del personaje en buena parte de la
novela. Propone un aire de sensualidad rechazado por una Iglesia que pregona ciertos
ideales de austeridad. Al convertirse ella misma en objeto de su culto, Cristina se
propone y se asume como objeto de deseo. En otro apartado, se señaló cómo el sujeto
masculino convierte a la mujer en objeto erótico, algo que coincide con la propia visión
batailleana de la mujer: ella siempre aparece propuesta “como objeto al deseo agresivo
de los hombres”, y además respecto a cómo se presenta señala que “Por los cuidados
que pone en su aderezo, en conservar su belleza –a la que sirve el aderezo- una mujer se
toma a sí misma como un objeto propuesto continuamente a la atención de los hombres”
(Bataille, 137). Sin duda que, el concepto de erotismo del pensador francés constituye
de por sí una asignación de género, la moda y la indumentaria juegan aquí un rol
importante en la construcción de un deseo que posee una base corporal. En esta
construcción corporal de la subjetividad, el vestido parece ser atribuido a la finalidad
coqueta de agradar al hombre.
En los dos casos, tanto la construcción corporal de Cristina como la de Alberto
apelan al lenguaje religioso; aunque nada se diga de la belleza corporal ella está presente
oculta tras el manto de lo sagrado.
Por esa razón, lo sagrado opera como una frontera difusa que posibilita el
desarrollo del erotismo de los corazones. Bataille no se extiende demasiado en el
capítulo XI titulado “El cristianismo”, pero en una nota final podemos encontrar la
siguiente explicación:
En el erotismo de los corazones, el ser amado ya no se escapa,
está capturado en el vago recuerdo de las posibilidades
aparecidas sucesivamente en la evolución del erotismo. Lo que
abre sobre todo la conciencia clara de esas posibilidades
diversas, inscritas en el largo desarrollo que va hasta el poder de
la profanación, es la unidad de los momentos extáticos que dejan
a los seres discontinuos abiertos al sentimiento de la continuidad
del ser. A partir de ahí se hace accesible una lucidez extática,
ligada al conocimiento de los límites del ser. (Bataille, 284-285)
seda...” (99). Esta parte de la ceremonia tiene que ver con los esponsales del alma con
Dios. Sin embargo, Cristina no parece participar plenamente en esta instancia porque
como leemos más adelante
Cristina estaba como en éxtasis. Su rostro pálido al presentarse,
se había teñido levemente de rosa, sus ojos levantados al cielo,
brillaban con dulce arrobamiento, y dibujaban sus labios una
sonrisa vaga, como inconsciente (sic) manifestación externa de
un gozo íntimo.
La pobre niña soñaba en aquel momento. Por una alucinación
fácil de explicarse en el estado en que se encontraba, creía asistir
a sus desposorios con Alberto, cuyo recuerdo tomaba en aquel
momento cuerpo y vida ante sus ojos, representándolo a su lado,
emocionado de felicidad. Todo había desaparecido para ella: las
monjas, los sacerdotes, los cantos y los altares; solo veía en
torno suyo a su novio, a sus amigas ataviadas con lucientes trajes
de baile, a sus padres y hermanas abrazándola con cariño y
llorando con esas dulces lágrimas con que la felicidad se
manifiesta en ciertos momentos. (Muñoz, 100)
Como se señala en esta cita, existiría una contigüidad importante entre la muerte
y el fenómeno del enamoramiento porque los dos momentos coinciden en la
exteriorización de una similar intensidad. Un erotismo surge de la contemplación de los
signos de deterioro del cuerpo agonizante y sufriente que parece purificar más al
personaje. Así Cristina se vuelve tanto más virtuosa en la medida que con su muerte
sacrifica su propia vida por el ser amado. A su modo, Cristina participa de una muerte
erotizada, que aparte de fortalecer su pasividad virtuosa, permite una realización
femenina.
Por lo tanto, encontramos dos dispositivos de subjetividad contrapuestos. Por un
lado, aquel que defiende la iglesia católica que pretende construir un género basado en
el “ángel del hogar” y para ello recurre a formas residuales como el martirio. El otro
dispositivo de subjetividad propende más hacia una forma de género que si bien no
abandona lo angelical, explora una dimensión erótica acorde con la cultura suntuaria de
la primera etapa de la modernización. En este segundo caso, la mujer sigue encorsetada
como un fetiche u objeto de deseo: la mujer se explora a sí mismo en un espéculo que le
ofrece la mirada masculina del mismo modo que en el escaparate se enfrenta y desea un
modelo de belleza que ella misma no ha generado.
estaría justificado por los nuevos rumbos que estaría tomando la comunidad imaginada
de la nación. En las novelas que integran la tetralogía podíamos observar el predominio
de las “hembras bravías”.
En Ismael, aparte de que el personaje principal es caracterizado como un hombre
primitivo y salvaje, cuando se describe la relación sexual entre el protagonista y Felisa
el episodio es presentado como un apareamiento animal. A lo largo de la novela se
afirma el vínculo entre nacionalidad y fuerza instintiva.
Nativa parece apartarse momentáneamente de la novela anterior por la
presentación de dos personajes que funcionan como el prototipo de la doncella: Dora y
Natalia. Muchos críticos como Rodríguez Monegal ven en estos personajes un resabio
romántico inexplicable, y se complace de que en la novela siguiente, Grito de Gloria,
Acevedo introduzca al personaje de Jacinta. Respecto a esta inclusión, Rodríguez
Monegal señala que “La hembra bravía, en cambio, tiene cuerpo y espesor, tiene sangre
y médulas, es; y más adelante, agrega que “La muerte de Jacinta al día siguiente impide
que se incorpore al vasto cuadro genésico de esta novela un nuevo prototipo, que sin
embargo existió en la realidad y tuvo función decisiva” (Rodríguez Monegal; 1968: 97).
Lo que no se ve es que el abandono de este tipo de personajes, tiene que ver con la
necesidad de volcarse hacia modelos femeninos que garantizan con mayor estabilidad el
ideal de nación buscado. No hay que olvidar que el propio Acevedo ha trabajado los dos
modelos (la hembra bravía y la doncella) en distintas narraciones como Ismael, y El
combate de la tapera o Soledad.
Por otra parte, algo que se pasa por alto en la novela Nativa tiene que ver con la
construcción binaria de los personajes femeninos; Natalia, caracterizada por su dulzura
y candidez, se opone a Dora, una joven nerviosa e inquieta. Aparte de que la primera
puede corresponder perfectamente al modelo angelical buscado, Acevedo presenta en
Dora todos los rasgos de la naturaleza histérica. El sacrificio de este personaje se hace
por razones muy diferentes al de otras heroínas; Dora que posee las trazas de la heroína
burguesa (aquellos mismos que viéramos en Marta), amenaza por imponer un
individualismo afincado en esa intensidad del deseo que no conviene al plan que se ha
impuesto su autor: proyectarse hacia ese ideal colectivo, un afuera del sujeto. Acevedo
las estéticas del realismo o el naturalismo, y que rechazan al romanticismo como algo
trasnochado. Y al preguntarse si un romance debe estar sujeto a determinadas reglas,
agrega que estos críticos “se han enrolado en una escuela y desde allí rechazan, a modo
de romancistas ellos mismos, todas las obras concebidas y ejecutadas fuera de su
estética” (4).
La carta prólogo resulta particularmente importante porque derrumba ese
encorsetamiento que los críticos han hecho de la obra de Acevedo, y me refiero
concretamente a esa distinción entre una fase más romántica respecto a otra donde
domina el signo realista. Acevedo aparece aquí rechazando el vínculo del crítico con
una escuela determinada: no se puede definir las reglas y propiedades de una novela
desde los rígidos parámetros de una escuela literaria. El autor plantea la existencia de
“corrientes de ideas literarias” y no de escuelas literarias.
El grado de apertura de Acevedo se puede ver cuando el propio autor coteja los
rasgos de las heroínas de sus textos, y reconoce, casi arbitrariamente, que en lugar de la
“doncella pulcra” podría haber delineado los perfiles de una doncella de “chiripá y blusa
de tropa”. El propio escritor es consciente que el segundo perfil es más aceptado porque
satisface ese modelo de la tierra nativa (el horizontes deseado por esos mismos críticos).
Sin embargo, se desliza una frase por demás sugerente:
pero, al tolerar su reimpresión ha de servirse usted prevenir en la
portada en Brenda, ya que no es de la tierra nativa ni cosa que se
le parezca, lo que mucho siento por la nativa tierra que en mis
mocedades me imaginé capaz de todas la purezas y
abnegaciones que allí se narran, o de incubarlas y nutrirlas, ha de
servirse usted decir, repito, que todo pasa en 'el país de los
ensueños', y con esto la novela quedará ubicada
convenientemente. (6)
La frase de cuño romántico parece hasta sugerir toda una idea de lo que es la
formación de la nación en tanto que sueño y con ello parece tener en cuenta todo lo que
resulta difuso e indeterminado en esa elaboración. Esto es, si Brenda resulta una heroína
vagarosa, “vestida de tules”, es porque a través de ella se habla de una nación en estado
embrionario, se ve a la nación hacerse, se ve su proceso. El autor reclama para su novela
Marta, lo instintivo y lo angelical están presentes, sólo que Areba sabe ejercer un mayor
control para sobresalir en la escena del paseo aristocrático.
En el capítulo que estamos comentando, el paseo público puede ser entendido
como un escenario donde distintos cuerpos se desenvuelven y cumplen con las reglas de
la sociabilidad, particularmente aquellos que refieren a la sociabilidad elegante. Puede
decirse que toda la escenografía se presenta como una continuidad del código corporal
elegante; en toda la descripción, la naturaleza y la arquitectura aparecen rebosando del
brillo aristocrático.
La primera presentación que tenemos de Brenda se hace en el capítulo siguiente,
“La losa negra”. Ambos coinciden en el cementerio, y en ese momento el narrador
menciona la presencia de una tumba que dispara los recuerdo de Raúl; se omite el
nombre de la persona, aunque más tarde nos enteraremos que es la tumba del padre de
Brenda, muerto en una de las tantas guerras civiles a manos del propio Raúl. La tumba
trae el recuerdo de estas guerras y también presenta la imagen del cuerpo masculino
heroico como una ausencia: el cuerpo instintivo y pasional representado en la figura del
coronel Delfor constituye aquello que la sociedad debe dejar atrás para continuar
forjando otro ideal de nación.
Cuando el narrador se centra en la descripción de Brenda, lo que más se enfatiza
es su palidez, la excesiva blancura que parece rebasar lo físico. Su rostro es descripto de
forma más meticulosa que el de Areba. Si hablamos de ella como la mujer ángel por las
cualidades etéreas, la palidez sería una característica que refuerza mucho su nota
evanescente en el plano físico. Como en otras mujeres, se exalta la importancia que
tiene la proporcionalidad y esbeltez de su figura, la perfección de la figura física, pero la
reiteración del motivo de la blancura produce un desplazamiento en Brenda de forma tal
que quede inscripta dentro de un código de belleza más espiritualizado. En Brenda, la
belleza corporal que sigue el código clásico hace que todo lo que sugiera una marca
erótica en lo corporal permanezca opacado por la blancura y la palidez, rasgos que
tienden a subrayar un ideal incorpóreo.
En ese primer encuentro el deseo es comunicado por la fuerza de la mirada. La
conmoción materializada en la mirada, permite dar cuenta del erotismo latente; la
mirada, la intensidad de sus ojos, permite canalizar y dar expresión a algo que se
mantiene dentro de los límites del pudor.
La escena del cementerio no sólo es importante porque propicia el primer
encuentro entre los personajes, sino porque también el cuerpo de Brenda es presentado
como la memoria de un territorio a ser recuperado. Su cuerpo virgen se insinúa como la
condición necesaria para construir otro tipo de sociabilidad al margen de lo épico. Su
pureza y la castidad permitirían la purificación de las grandes corrupciones morales y de
las costumbres pervertidas. La atracción por la belleza del alma que parece sentir el
personaje es mostrado a través de un cúmulo de imágenes estereotipadas.
Al considerar los caracteres distintivos de los dos personajes, Raúl utiliza dos
metáforas. Se refiere a Brenda como “una tímida gacela”; en tanto para Areba, destina la
imagen de “leona núbil”. La elección de un animal caracterizado por su agresividad y
fiereza nos permite ver cierta faceta de la personalidad de Areba que se pondrá en juego
más adelante. Y dicha agresividad la termina ubicando al personaje en el plano
instintivo. El uso de metáforas animales puede entenderse como un trabajo subjetivante
regido por la mirada del soberano. Este soberano (Raúl Henares) o el propio narrador
(que objetiva la mirada patriarcal), hace un uso político de las figuras animales y, de
acuerdo a esto, la gacela por representar a lo inofensivo y frágil aparece como la imagen
deseada de lo femenino. Si bien Derrida, señala que lo político se representa a través de
las figuras animales más agresivas (el condor, el águila, el halcón), la metáfora del león
aquí aparece como la imagen rechazada porque representa aquello que la república debe
dejar atrás.
Otro punto discordante en la caracterización de los personajes aparece cuando
Raúl toca el punto concerniente a la “sociabilidad de la nueva república” y detecta
ciertos hábitos que juzga extraños a lo que llama “sencillez nativa”. Raúl utiliza
metáforas florales para referirse a los dos tipos de belleza; la “rosa mosqueta” (con la
que pretende representar el exceso de refinamientos de Areba) y la “rosa pálida” (una
imagen que presenta un grado más atenuado de la elegancia). Con todo esto, va
construyendo un par axiológico donde la sencillez y la pureza nativa se contraponen a la
falsedad y el artificio. También resulta muy claro que lo nativo ya no aparece
Toda una semiótica del cuerpo asociado a un erotismo corporal aparece aquí, y
para ello es importante considerar la importancia de la vestimenta como medio de
ocultar y sugerir: el cuerpo es enseñado en su verdadera intermitencia. Siempre el
cuerpo es presentado como algo modelado, diseñado en forma estatuaria. Incluso la
mención del busto es intermitente porque deja resplandecer lo placentero del seno, a la
vez que lo fragmenta lo convierte en una pieza monumental. Por otra parte, esa misma
organización semiótica del cuerpo lleva a plantear la relación entre la exterioridad física
y la interioridad espiritualizada como dos niveles armónicos y complementarios. Si
Bataille había señalado que en el erotismo se pone en juego una percepción intangible
del ser, en este caso observamos cómo la belleza física nos deja ver ese “aroma sutil y
enervante de vergel”.
Por otra parte, en toda esta descripción del cuerpo de Brenda el modelo angelical
adquiere ciertos indicios de erotización gracias al dispositivo de la moda. Siguiendo los
planteos de Foucault, la moda formaría parte de un biopoder, una tecnología del yo que
construye un género al realizar en el cuerpo una serie de operaciones que inscriben
formas de ser. En este caso, la inscripción en el cuerpo busca plasmar la performatividad
angelical, un pudor erotizado.
En Areba, también encontramos a la mujer delicada, pero la diferencia que tiene
respecto a Brenda consiste en que vive de forma más conflictiva su relación con el
deseo. Así, en el capítulo XIX titulado “Emociones”, conocemos con mayor
profundidad algo que ya había señalado al pasar Bafil en su su conversación con su
amigo: su severidad y altivez son mostrados como medios para “dominar la rebelión de
su propia carne”. Areba es un personaje preso de “devaneos ardientes”, convive con una
zona instintiva que requiere por parte de ella un excesivo control. Siempre en ella el
deseo incontrolado se insinúa como algo que amenaza con desbocarse, y así lo vemos
incluso en la escena de la visita que le hace Henares.
La escena del baile en la casa de Stewart puede verse como un friso de lo que es
la sociedad uruguaya finisecular, particularmente porque nos muestra aspectos de la
“Belle epoque” montevideana. Cuando Alfredo Castellanos comenta el desarrollo de
esta época y, en particular al hablar de las reuniones sociales, destaca cómo “mujeres
habrían servido al pincel o al buril para una imagen de primavera que se engalanara con
azahares y mosquetas al albur de una alborada (Acevedo Díaz, 36)
Minés representa un prototipo de belleza más estilizado. Lo bello se identifica
con un atisbo al hemisferio de las caderas, cuyo carácter sensual es subrayado y
soslayado a un tiempo. Lo voluptuoso del cuerpo intenta resaltar cierta esbeltez juvenil,
casi infantil y virginal. La mención velada de la cintura estrecha parece sugerirse
también en las curvas graciosas que son apenas visibles, pero en el resto de la
descripción observamos diferentes fugas hacia zonas menos comprometedoras; por otra
parte, la integración de su cuerpo como posible modelo de una obra de arte trata de
plasmar la imagen núbil de la mujer. Toda una semiótica corporal apunta a realzar las
formas tenues y delicadas como parte de un proyecto civilizado. Este tipo de modelo
adelgaza y desvanece la figura salvaje e instintiva de otros personajes de Acevedo. El
cuerpo de Minés subraya la belleza de la forma física, pero inmediatamente intenta
alejar la corporalidad de toda connotación sexual. Esto último puede verse en el hecho
de que su figura queda envuelta en el vestido azul. Con esto, Minés es recorrida por una
modalidad del erotismo casto, un erotismo de los corazones (los ojos, “reflejos fieles de
un alma blanca y castamente sensible”). El tema de la vestimenta es importante en su
caracterización. Minés rechaza los artificios indumentarios y prefiere la sencillez, una
cualidad que la aleja del gusto aristocrático. El código de la vestimenta será importante
como un elemento que refuerza la castidad del personaje. Se produce así, una relación
entre el cuerpo vestido (incitador del erotismo) y el pudor.
La indumentaria forma parte de ese dispositivo de la moda. Si la indumentaria
constituye un dispositivo de subjetividad se debe al hecho de que impone ciertas
gestualidad dentro de lo que se entiende como una “anatomía de poder”. En el caso de
Minés, el vestido delinea sus “graciosas curvas”, el vestido sirve para exaltar un signo
erótico (las curvas como objeto voluptuoso), pero al mismo tiempo impone la idea de
pudor. El control sobre el cuerpo está dado por la imposición de una imagen de
infantilismo que limita todo posible despliegue de la sensualidad desbordada.
Ramiro Zo, en su artículo “Funciones de la novela sentimental latinoamericana”,
destacaba entre sus características la siguiente: la idealización del ser amado y su
fragilidad y el deseo.
De acuerdo a lo anterior, el arranque violento del tul (prenda que funciona como
un dispositivo regulador del pudor) y la posterior liberación de su cabellera, constituyen
actos transgresores hacia la moral austera del catolicismo. Sin embargo, dichas acciones
no dan paso a la relación sexual. El erotismo de sus movimientos, que transforman al
personaje haciéndola pasar de ser asexual para devenir una criatura de deseo, preceden a
un discurso en el que ella se representa como “novia del guerrero” y, por otra parte,
plantea su propia anagnórisis como protagonista: “Todo eso que me enseñaron cuando
niña me cegó (…) Yo estaba como atontada con las cosas religiosas…me decían que
eran pecado pensar en hombre alguno” (277-278). El erotismo corporal provoca una
transformación en su modo de pensar.
De alguna forma, Minés completa lo que no pudo realizar Cristina: logra la
integración total de lo erótico y lo angelical. El discurso anticlerical que el narrador
pone en boca del personaje, aparece como un elemento que refuerza el dispositivo
erótico haciendo retroceder la austeridad religiosa representada por Martín Gardello.
Aparte de constatarse la misma postura que antes viéramos en Cristina (“Oh, la
cabeza de mi nazareno”), se plantea una relación entre el erotismo y la muerte: el acto
sexual nunca se consuma, pero se escenifica a través de ciertos indicios (la fiebre de
Ricardo, su jadeo, el ruego fervoroso de Minés, el canto del guitarrista, etc.):
Ricardo llevó de repente las manos crispadas al vendaje, que
destrozó en parte; pero ella lo cogió de las muñecas con
increíble vigor, afirmándose con las rodillas en la cama, y por
largos segundos se debatieron los dos en terribles sacudidas.
Al fin, el enfermo se aplomó.
Tras de la lucha, la novicia respiró con violencia, confundiendo
sus resuellos con los de la herida; un grueso chorro de sangre se
deslizaba del pecho de Ricardo hasta la sábana, y caía a gotas en
el suelo. (Acevedo Díaz, 285)
En esta descripción de Elvira tenemos toda una imagen corporal que privilegia
aquellas zonas consideradas moralmente menos peligrosas (sonrisa, ojos, cuello,
garganta). Podría decirse que se produce una descripción casi escultórica de la mujer. La
mención del seno, se presta a un doble juego de exhibición y ocultamiento. Las flores
prendidas en el seno, es un símbolo identificado con la pureza, la primavera, la belleza
en su aspecto fugaz. La flor está allí para atenuar la potencialidad sexual representada
por el seno. Lo envuelve en ese candor y esa inocencia característica de la imagen floral.
Si bien la flor es un símbolo que se asocia con la virginidad, pero el narrador nos hace
notar aquí que esos “misteriosos aromas” de la virginidad surgen directamente del
cuerpo. Por debajo de la capa de lo convencional, la “carne virginal” asoma como una
vertiente erótica que entronca en lo corporal. Este tipo de descripciones del cuerpo
femenino es muy frecuente en Magariños Solsona y forma parte de toda una sensibilidad
de fin de siglo que al uruguayo le llega seguramente de la lectura de Emile Zola. En una
novela de este autor e intelectual francés, La caída del abate Mouret, publicada veinte
años antes que la novela del uruguayo, observamos una modelización del cuerpo
femenino apelando a motivos florales: su heroína Albine está imbuida de un “penetrante
aroma de vegetación que llevaba en su cuerpo”. Esta asociación de lo femenino con la
flor forma parte de la iconografía típica del erotismo de fin de siglo brillantemente
analizado por Lily Litvak en su ensayo Erotismo fin de siglo.
La imaginería estetizante acentúa mucho más que en otras heroínas la
proximidad de lo angelical con la voluptuosidad. Sin duda, la imagen contemplada
trasunta un grado de sensualidad mucho más libre que el observado en las otras
heroínas. En este caso, Elvira es sujetada a un nuevo dispositivo que privilegia cierto
grado de sensualidad porque es un elemento requerido por el burgués. La mirada de
Mauricio, como en otros casos, transforma la figura de la muchacha en un objeto
deseable.
Aquí también actúa la moda como un dispositivo disciplinador del cuerpo.
Cuando se describe a Elvira, se destaca el uso de un vestido de tul rosa, prenda que en
otras novelas asociábamos al cuidado del pudor (sobre todo por el color rosa que sugiere
la inocencia y la virginidad). Sin embargo, el tul que antes se asociaba a lo etéreo, aquí
también proyecta una imagen de sensualidad reforzada por el escote. La moda es un
dispositivo erótico porque en la medida que encubre activa el deseo mediante la
sugerencia de lo que está oculto. Por otra parte, el detalle floral que acompaña su
indumentaria sirve para reforzar el disciplinamiento del cuerpo respecto a un principio
cultural muy valorado como es la virginidad. Aunque aquí la virginidad justamente
aparece como incitador del deseo.
Con Margarita sucede algo parecido, y en este caso el narrador subraya con más
fuerza la voluptuosidad del personaje. El retrato que el narrador nos ofrece de ella
resulta por demás erótico: “Margarita, recostada en un sillón desde donde podía verse en
el espejo, con un brazo levantado y recogido del respaldo, sobre el que tenía apoyada la
cabeza con el cuello doblado hacia atrás, contemplaba la saliente redondez de su cadera
derecha y la esbeltez de su precioso busto” (Magariños Solsona, 62)
Si antes hablábamos de una imaginería estética para representar lo erótico, en
esta imagen de Margarita el contacto con la pintura es evidente. Por momentos, la
imagen semeja por la posición del cuerpo a “la maja desnuda” de Goya, ya que ella
parece contemplarse en su belleza y exhibiendo en toda su sensualidad la belleza de sus
partes. La figura de Margarita asume un relieve erótico muy diferente al de su hermana
porque en ella cobran importancia ciertas zonas corporales como la cadera y el busto: la
sensualidad de Elvira reposaba, en cambio, en su aire virginal visto desde una
perspectiva estatuaria. Los velos de las imágenes florales desaparecen en Margarita cuyo
cuerpo es mostrado como un objeto placentero (“la redondez de la cadera”, “la esbeltez
de su precioso busto”). Todo esto será algo significativo para que Margarita gane terreno
en las preferencias de Mauricio en desmedro de Elvira.
En otra de las escenas que forman parte del ritual del cortejo, la escena de la
comida, encontramos otra visión de lo corporal ya que se la observa desde el ángulo de
La mirada sensual de Mauricio opera, entonces, por una parcelación del cuerpo
de las mujeres y al hacerlo las convierte en objeto erótico. En el paseo por el parque, la
misma mirada de Mauricio captura como objeto de deseo las pantorrillas de Elvira, y
cuando el carruaje se desplaza el roce de los cuerpos apretados en el interior del
vehículo permite la representación sublimada del deseo, al tiempo que se anticipa el
triángulo amoroso.
El choque entre el deseo y las formas institucionales se produce en una escena
donde Misia Adela con mucho cálculo prepara una celada a Mauricio para sorprenderlo
en una situación indecorosa. Una escena donde Misia Adela tiene oportunidad de
fingirse una madre ofendida y exigir el compromiso matrimonial. Barrán señalaba que
este tipo de recursos eran muy usuales en las últimas décadas del siglo. La vacuidad de
este procedimiento como el de la ceremonia matrimonial es mostrada con distintos
rasgos a través de la exposición de los significantes despojados de sus significados (la
emblemática floral de la novia, el discurso vacío de un sacerdote calificado de
“mercenario”). Todo lo institucional es mostrado desde lo artificioso. El choque entre el
deseo y el matrimonio recién empieza.
Cuando da comienzo la relación entre Margarita y Mauricio, observamos cómo
el intercambio de reproches da paso a una escena que permite dar cuenta de la aparición
conflictiva del deseo en ella:
Un ligero tinte rosado le coloreaba las mejillas y tenía la
respiración más anhelosa (…) y el perfume que brotaba del
cuerpo y de la carne de la joven, lo mareaba hasta el punto de
perder la visión (…) Prodújose una especie de explosión en el
organismo excitado de aquella mujer, como un sacudimiento
nervioso. (Magariños Solsona, 194-195)
Puede observarse en esta escena que hay una gradación precisa desde la
captación delicada del rostro hasta la expresión orgánica de esa pasión (“respiración más
anhelosa”, “explosión en el organismo excitado”, “como un sacudimiento nervioso”).
Todo esto nos hace ver la evolución producida desde la representación de ese mismo
deseo en Marta hasta Margarita, y el cambio producido tiene que ver con una mayor
explicitación del deseo que ahora se confiesa en la conciencia de ese sujeto femenino.
Nos encontramos ante una erótica de lo corporal donde la mujer se enfrenta con la
excitación, y con ello se desmonta el carácter etéreo de la mujer ángel para mostrarse en
toda su dimensión la condición biológica. Una vuelta a lo instintivo que ya se
vislumbraba cuando la propia Margarita, tras la boda de su hermana, comenzaba a
cuestionar la educación recibida basada en una férrea moral y decide dar rienda suelta a
“su naturaleza apasionada y ardiente” (134).
En otra parte de la novela, el deseo de Mauricio se ve intensificado hasta el
grado de la tentación. Y en el mismo momento que el personaje comienza a deleitarse
imaginando las partes más voluptuosas de Margarita, reaparece a modo de contrapunto
las formas grotescas de Misia Adela y Elvira. Y todo esto hace despertar en él un debate
interno donde confronta las obligaciones morales con el derecho al goce.
La primera oportunidad de satisfacer sus deseos surge durante una noche en que
ambos permanecen despiertos para cuidar de Misia Adela. La escena amorosa se
desarrolla al compás de los estertores de Misia Adela, por lo que el erotismo se muestra
aquí en su faz transgresora porque se alimenta de la alteración del orden sagrado y
moral. Dicha faz se vincula con un fundamento animal, con las condiciones físicas que
sostienen al erotismo: según Bataille, la plétora sexual provoca un desencadenamiento
de energía y el abandono del ordenamiento natural de las cosas (Bataille, 99-113).
Sin embargo, aunque detectemos en esta novela una recuperación de un erotismo
corporal, no existe un retorno a la forma de la sexualidad instintiva en el sentido
observado por las novelas de Acevedo Díaz pertenecientes al ciclo épico. Porque
Magariños preserva cierta estetización de los fenómenos biológicos que sostienen la
experiencia erótica, y eso puede verse en la mirada refinada de Mauricio a través de la
cual se construye el objeto de deseo. En ese sentido, la novela ofrece una alternativa a la
oposición entre la angelidad y la barbarie representada en lo instintivo.
En el inicio de la novela encontramos una erótica del cuerpo que todo lo invade y
que logra establecer una percepción carnavalesca del cuerpo: lo orgánico ocupa el lugar
de lo solemne, y eso hace que el cuerpo femenino sea convocado desde la matriz
obscena.
La relación con Fausto también se instala desde el inicio, ya que Felipe Monte le
va informando a su amigo distintos detalles relacionados con las mujeres de la sociedad.
Al igual que Fausto, Rodolfo siempre vivió entre los libros y conoce muy poco del
mundo social. Por su parte, Felipe Mont, aparece ante su amigo como Mefistófeles
porque domina al dedillo los detalles escandalosos de la crónica social.
Las diferencias entre los dos amigos sobre la forma de concebir a la mujer
asoman cuando se encuentran con dos ex amantes de Felipe. Valmar le reprocha a
Felipe que use a las mujeres como amantes y luego las entregue a otros. Para Valmar, lo
recomendable es conservarlas y, en un gesto oratorio, se explaya defendiendo un ideal
de vida basado en la poligamia.
En los dos personajes, entonces, la poligamia abre dos posibilidades eróticas:
una erótica de la obscenidad y otra más angelizada. Mientras el personaje va exponiendo
su teoría, el narrador nos informa de cómo se había desarrollado su vida en los últimos
años. En ese racconto, aparecen elementos que permiten vincular su formación con la
del personaje de Fausto: tras la muerte de su padre, Valmar se dedicó al estudio y su
intención era escribir “una obra sobre la mujer” (26). En su largo estudio, carente por
completo de base empírica, Valmar concluye que “las leyes no estaban en armonía con
la naturaleza de la cosas” (28). Esta disparidad sería para él la causa de tantos crímenes.
Observemos que la defensa de la naturaleza por encima de las leyes no deriva en una
defensa de la moral sadiana. Por el contrario, Valmar pretende retomar el tópico
romántico de la mujer ángel porque piensa que es la salvaguarda del hombre: “La mujer,
-decía...la mujer debe ser para nosotros una cosa santa, una criatura divina, puesto que
con su sola presencia destruye todas nuestras penas, borra todas nuestras amarguras...
con su misión augusta de velar por la renovación eterna de la vida” (Magariños Solsona,
29)
Al igual que en Carlos María Ramírez, Valmar sostiene que “ese bello ángel de
amor” puede salvarnos de la violencia, de los crímenes, y de cualquier debilidad. De ese
modo idealista, Valmar vuelve a reescribir el tópico de la mujer ángel en los términos de
“un ser débil, amante, que no sabe sino sentir” (30).
En Felipe Mont, encontramos toda una teoría del placer y del goce basada en la
vida mundana, en el conocimiento de las mujeres. Y en todo momento hace gala de una
postura burlesca. Este ser mundano, poseedor de un gran prestigio social, urdirá un
proyecto consistente en hacer conocer a su amigo “la parte práctica de aquella vida”,
involucrándolo en algunos amoríos. Para ello, Felipe lo conducirá por todos los
ambientes y rituales de la sociabilidad elegante con el fin de deformar su percepción
idealista e introducirlo en una vida que tenga como centro la búsqueda del placer. Se
hace evidente aquí el choque entre una erótica basada en lo angelical frente a otra
basada en lo sensual y corporal.
La primera etapa del aprendizaje se desarrolla en los paseos públicos de la calle
Sarandí. Al igual que en el Fausto, el paseo público representa esa entrada en el mundo,
la inmersión en los placeres mundanos cuando el propio personaje siente “un éxtasis
extraño henchido de voluptuosidades desconocidas” (37).
El primer encuentro con Josefina es similar al que viéramos en Cristina. Al igual
que en esa novela, la iglesia aparece como el lugar antagónico del deseo e incluso el
narrador se permite una sátira anticlerical al hablar de una “nube negra de viejas
beatas” que acompaña a un grupo de doncellas. Y cuando ve aparecer a Josefina toda la
iconografía de la mujer ángel es utilizada aquí con un marcado clisé:
Allí permanecieron breves instantes, entretenidos con el desfile
de los fieles, cuando de pronto, el sol, que se había levantado al
final de la calle envuelto en espesas amenazadoras nubes de un
gris plomizo, rasgó el tupido velo que empañaba su brillo y
derramó un haz de rayos deslumbrantes, bañando de improviso
una hermosa rubia que, toda vestida de rosa, se adelantaba con
paso rápido hacia la Iglesia (…)
Y los dos amigos se quedaron contemplándola, dominados por
su belleza humilde, de virgen inconsciente que se ofrece al nacer
el día inundando el aire con su perfume, como una rosa que aún
no ha terminado de expandir su vivísima corola. Y la vieron
pasar temblorosa, encendida hasta el extremo de sus orejitas
transparentes, por aquellas mortificantes miradas que le daban
escalofríos bajo los rulos de la nuca, al subir la escalinata del
templo. (Magariños Solsona, 38-39).
esto último también encontramos una diferencia respecto a Cristina, ya que el paseo de
los dos amigos se vuelve un acto de provocación mucho más grave para los fieles que
asisten a la ceremonia. También en esto último volvemos a encontrar esa fusión
conflictiva entre erotismo y prohibición, donde lo primero requiere necesariamente de lo
segundo: en los movimientos de los personajes por el templo se produce una segunda
ceremonia paralela que tiende a desarticular y a desacralizar a la ceremonia oficial.
También el acto del cortejo no puede escapar a la intención paródica. En el
encuentro que Rodolfo y Josefina tienen en el tambo, el narrador se refiere con mucho
sarcasmo a las reacciones de la muchacha en el momento de sucumbir a los encantos de
Valmar. Los gestos inocentes de la dama angelical son caricaturizados en cada una de
sus formas más frecuentes. Toda la gestualidad femenina es mostrada bajo la forma del
clisé.
La segunda mujer que aparece es Matilde de Rolan, a quien Rodolfo conoce en
el baile de Hostwald. Conocer a Matilde significa para Rodolfo recorrer otro de los
escalones sociales anunciado por su amigo; en este caso, ingresa por primera vez a un
baile de la alta sociedad montevideana. Y es que Matilde constituye uno de esos
personajes tan preciados por la crónica social: mujer bella, distinguida, de arrogante
presencia.
Cuando el narrador se detiene en la descripción de su cuerpo destaca algunos
rasgos que subrayan la forma esbelta y escultórica (“fino, flexible, y ondulado”), pero el
cuerpo es erotizado cuando se lo percibe a través de los pliegues de la bata. Nuevamente
lo erótico surge desde una perspectiva de voyeur: al igual que en otras novelas, el
narrador parece divertirse convocando aquello que corroe a la moral. Como en el
ejemplo dado por Barthes, la bata logra crear esa zona intermedia a la que aludía el autor
francés. En la escena del baile retorna a ese mismo juego cuando, al describir a las
parejas, destaca la presencia del tul vaporoso que permite transparentar las “carnes
virginales”.
Sumada a la perspectiva de voyeur, el narrador se desliza hacia lo carnavalesco
al invertir el orden de las categorías: la exaltación de esa oleada femenina que embelesa
a Valmar se imponen ante el espectáculo que prometían los fracs “serios y enjutos” y
que ahora aparecen “perdidos como puntos negros”. Incluso cuando se encuentra frente
a la señora de Hostwald no puede evitar su exuberante presencia, que lo lleva a relegar
ciertos atributos más angelicales como la mirada, los cabellos y la boca, para dejarse
atrapar por “el aroma embriagador de su cuerpo perfumado”. La descripción de este
personaje nos permite ver cómo lo erótico corporal se va haciendo un lugar dentro de
construcciones corporales más convencionales.
Cuando se produce la entrada de Matilde de Rolan y Sofía Hostwald, se
establece un contrapunto entre sus virtudes corporales y el código de la belleza
representado por las estatuas griegas presentes en el salón. Este código estético es
aprovechado por Magariños para meternos de lleno en la sensualidad corporal de lo
femenino. Tal es así, que Sofía es presentada más como una bacante que como una
mujer ángel.
Durante el baile, siguiendo las convenciones de los salones, Matilde es
presentada a Rodolfo. Ambos se dedican a recorrer el salón sin que Rodolfo emita una
sola palabra. Recordemos que, de acuerdo a esas reglas de la sociabilidad elegante, el
hombre es quien debe abrir el diálogo abordando un tema interesante. El tema abordado
tiene que ver con las propias estatuas que muestran a Apolo rodeado de bellísimas
mujeres. El motivo sirve para que Rodolfo se apropie del tema generando una
interpretación del motivo clásico muy diferente a la usual: aquí Valmar sitúa a Matilde
en una clave estética que corresponde a lo apolíneo; el dios griego es elevado no sólo
como modelo de belleza sino como modelo de virtud porque posee “suficiente corazón
para amarla sobre todas las cosas” (118). Y en un gesto que preanuncia a Roberto de las
Carreras, Valmar denuncia lo que denomina como “las deformidades contrahechas que
generalmente se ofrecen en las sociedades modernas” (118). En ese gesto abarca todo el
salón de baile, y con su mirada juzga despectivamente a su sociedad y a sus falsos
valores apartados de la autenticidad natural. Así, el modelo griego le sirve a Valmar
para retornar a ese ideal de mujer ángel. En Valmar este ideal responde a un grado de
refinamiento y distinción, pero no se aproxima en la misma medida a un nivel de
espiritualización. Más adelante, el narrador completa su formación refinada al dar
cuenta de su grado de instrucción a través de la pintura, el canto, la lectura: en este
que queman”.
En la segunda parte de la novela, tenemos la siguiente situación planteada:
Valmar está ya casado con Matilde de Rolan y en determinado momento recibe una
carta de Josefina quien está bajo ciertos apremios económicos y próxima a ser madre.
Otra vez lo materno se ve desde el lado conflictivo si tenemos en cuenta que ella sería lo
que hoy consideraríamos una madre soltera. Cuando Rodolfo Valmar decide acudir a
ella, al principio le presta toda la ayuda económica que ésta necesita, pero en
determinado momento se deja arrastrar por el deseo hacia su antigua amante. Ese primer
encuentro con Josefina es mostrado mediante una meticulosa escenografía erótica: por
un lado, el narrador nos hace ver “los deseos ardientes, aunque inconfesados que bullían
en él” (Valmar, 117-118). Por otro, surge Josefina, quien pese a haber sido descripta
como la doncella virginal y pudorosa, aquí se presenta del modo siguiente: “cubierta por
una fina y transparente camisa se preparaba a sumergirse su cuerpo entre sábanas y
cobertores” (118). La doncella intuye el deseo de su antiguo amante y se prepara a
recibirlo.
Al igual que en la novela anterior, esta escena reintroduce el tema del adulterio.
La mayoría de los críticos han reflexionado acerca de este tema bajo el nombre de la
poligamia (la poligamia en el tiempo o en el espacio, al decir de Fernando Ainsa), pero
no se ha considerado la importancia que este tema tiene en relación a la confección de
un nuevo ideal de nación. Las dos novelas de Magariños Solsona adelantan la discusión
parlamentaria de este tema que tendrá lugar durante la primera presidencia de José
Batlle y Ordóñez. En la época en que se escriben estas novelas el adulterio era
considerado un delito de acuerdo al Código Penal de 1889, pero a partir de los primeros
proyectos legislativos sobre el divorcio se va delineando una nueva moral apartada del
puritanismo tradicional. Así lo ve el propio Barrán en su Intimidad. Divorcio y nueva
moral en el Uruguay del Novecientos; en opinión de este historiador, la ley de 1907
apuntaba implícitamente a la secularización en el sentido de una revolución moral:
Lo cierto es que el placer sexual había abierto dos anchas
brechas en el muro del puritanismo tradicional, podía invocarse
su ausencia o la repulsión hacia la piel del consorte presente en
el mundo interior del sujeto, y podía ser invocada la presencia
Esa preocupación por la piel del otro, de algún modo está presente en todas las
novelas analizadas en este trabajo. Pero Magariños Solsona es quien parece ir más lejos
en su tratamiento literario, ya que el deseo por la piel del otro bordea todos los rituales
sociales como por ejemplo el paseo público por la ciudad. En esta segunda parte se dan
dos ejemplos concretos. En el primero de ellos, observamos a los dos amigos, Rodolfo y
Felipe, caminando por 18 de julio, y allí el narrador aprovecha para hacernos una breve
crónica destacando la figura de las muchachas que exaltan su figura esbelta y mueven
sus caderas. Otro ejemplo del paseo urbano elegante, se ve en la escena del Prado en
ocasión de una fecha patria; tras el desfile militar, la fiesta cívica es desplazada por otras
escenas más íntimas de la sociabilidad elegante: cuando Sofía Hostwald, rival en belleza
de Matilde, toma a Rodolfo y se nos dice que éste “se dejó conducir por aquella
apasionada mujer (…) Caminaban íntimamente unidos, rozando sus cuerpos” (106).
Así como el deseo va insinuando sus derechos en el espacio público, en la
interioridad del hogar fluye con otra energía. Lo veíamos en la escena antes descripta del
encuentro amoroso entre Josefina y Rodolfo, pero también está presente en Matilde
quien exhibe toda su coquetería y sus “flexibilidades de culebra” dominando a su esposo
con las emanaciones de su cuerpo cuando ella está en brazos de éste. Incluso, en la carta
que Rodolfo le escribe antes de partir logra mostrar todo ese ideal ambiguo y bifronte en
torno a lo femenino: “Te veo en el fondo del abismo, atrayéndome como una sirena con
tus cantos, y cuando miro hacia el cielo, te ciernes sobre las cumbres encarnando todas
las formas del ideal” (165-166). La carta es una forma de asedio por parte del sujeto
amoroso. La reacción que provoca la carta, hace aparecer a Matilde con todos los rasgos
de una verdadera ménade:
lanzaba interjecciones agudas, grititos nerviosos de los que no
parecía tener conciencia (…) el dolor se apoderó de su corazón
amenazando despedazarlo con la fuerza de sus latidos (…) Sí, lo
quería, lo deseaba con ardor, lo necesitaba con toda la
Los gritos nerviosos de Matilde son una clara referencia al deseo, en el furor el
personaje asiste a la intimidad de su deseo aunque no logra verbalizarlo.
En las dos novelas nos encontramos con formas dominantes en torno al cuerpo
femenino que acentúan un modelo basado en la austeridad y el pudor como base de la
mujer doméstica: la mujer ángel identificada con el rol maternal y doméstico. Las
formas residuales estarían representadas por la permanencia de una percepción bárbara
del cuerpo sometido a la mortificación religiosa: en este caso, el cuerpo de la mujer
católica debía alejarse de los arreglos personales que sensualizaran al cuerpo, porque el
manual católico en boga (La mujer católica de Livia Bianchetti y Mariano Soler)
abogaba por la “castración” de los deseos: aunque reprima y vigile el alma, la Iglesia
continúa con el castigo y prisión del cuerpo propio de la sensibilidad bárbara. Lo
emergente surge a partir de una estetización de lo corporal biológico, toda una forma del
erotismo corporal que supone un alejamiento de ese ideal asexuado de la mujer ángel.
En estas novelas, entonces, el emergente erótico anuncia con mayor claridad la
búsqueda de una nueva moral en torno al cuerpo: la sustitución del pudor por una moral
hedonista que se desarrollará con todo su énfasis a partir del Uruguay del novecientos.
Esto es, si el erotismo aparece como una práctica emergente se debe a que el adulterio
(el deseo por la piel del otro) hace depender el matrimonio ya no de la estructura
familiar, sino de la moral propia de cada individuo. El suicidio de Rodolfo es el
resultado de una lucha interna del personaje entre las antiguas formas familiares y esa
nueva moral emergente.
En ese sentido, estas novelas de Magariños Solsona, son proyectivas en el
sentido de anunciar la nueva moral basada en la conciencia personal y en el privilegio de
la intimidad por encima de la coerción del afuera o la conciencia pública. Anuncian el
nuevo imaginario corporal que formará parte de la reforma emprendida por el batllismo,
una moral que debía partir de la naturaleza humana y de la intimidad más profunda del
deseo. Se trata de una versión remozada del dispositivo de sexualidad que busca
proponer un nuevo modo histórico de subjetivación: la representación erótica de la
mujer aunque bajo un control específico.
.
CONCLUSIONES
Para abrir esta evaluación final, retomo las dos preguntas iniciales: ¿cuál es el
cuerpo de la nación que estas novelas presentan en sus elaboraciones de lo femenino? y
¿por qué estas novelas han sido prácticamente ignoradas dentro de las historias
literarias?
Como hemos podido observar, las novelas estudiadas en este trabajo constituyen
romances nacionales contrahegemónicos, en el sentido de que subvierten los objetivos
propuestos consistentes en formar una nueva nación basada en un matrimonio
heterosexual y originado dentro de una retórica erótica patriótica y productiva. Doris
Sommer insistía fundamentalmente en estas características al señalar que la patria era
una gran familia formada por una pasión erótica desligada del exceso y la corrosión
social. De algún modo, el carácter alegórico asignado a las novelas estudiadas pertenece
a esta naturaleza productiva, ya que la dialéctica forma parte de una dinámica que da
origen a nuevas entidades.
Nuestras novelas se diferencian de aquellas estudiadas por Sommer, en principio
porque no pertenecen al período histórico que entiende como formativo de las literatura
nacionales: “entre 1850 y 1880 aproximadamente, los romances idearon sociedades
civiles mediante patrióticos héroes, notablemente afeminados” (Sommer, 32).
Ahora bien, el período tratado en esta tesis parte justamente de 1880 y se
prolonga hasta los primeros años del siglo siguiente. Como hemos visto, se trata de un
período histórico que comprende el desarrollo de la primera etapa de la modernización
capitalista. Si en nuestro trabajo, hemos atendido más a los aspectos estrictamente
culturales que a los económico-productivos, se debió en principio a que existía una
amplia bibliografía que se ocupa de ese punto y, en segundo lugar, a que la
modernización provocó un cambio dentro de las pautas de comportamiento entre las
personas. Un fenómeno denominado por Barran como sensibilidad civilizada.
Al tomar como referencia esta categoría conceptual de Barran, se ha observado
también cómo el disciplinamiento había provocado una modificación en la
representación de la mujer (uno de los sujetos a civilizar, junto con los niños y los
adolescentes). Sin embargo, lejos del planteamiento rígido presentado por Barran en su
las novelas. Como vimos, cada una de las novelas desarrolla el cuestionamiento hacia el
modelo angelical asexuado y fundamento de la maternidad, a través de diferentes vías.
Las novelas analizadas, retoman el cauce de la novela sentimental revolucionaria
correspondiente a la etapa pre-romántica, al abordar las elaboraciones problemáticas de
lo femenino alejándose de la connotaciones alegóricas de los romances. Si bien la
escritura de las novelas puede ser calificada de ingenua, en el sentido de ser imitativa de
modelos europeos, eso no les impidió profundizar acerca de los problemas existentes en
la sociedad (problemas que son soslayadas por una visión unitaria en los romances
nacionales canónicos como Tabaré).
Esto último puede ayudarnos a responder respecto al por qué estas novelas
fueron invisibilizadas o ignoradas por la crítica literaria. Por un lado el prejuicio
despectivo respecto a lo sentimental llevó a desvalorizarlas y a que no se advirtiese el
carácter revolucionario antes comentado. La propia creencia en la existencia de ciertos
géneros asociados a la virilidad (lo épico, con mayúscula) redujo lo sentimental a una
forma de escritura femenina (un género menor). En ese sentido, los escritores al tomar la
novela sentimental parecen ejercer un acto de “travestismo” literario al apropiarse de la
voz femenina en sus personajes. El letrado decimonónico, sin darse cuenta, lleva
adelante el carácter heteroglósico de la escritura al escribir al “otro” impronunciable:
escribe la alteridad femenina en los trazos silenciosos de una escritura pudorosa.
Justamente, el carácter revolucionario de estas novelas consiste en defender este
prototipo ambiguo de lo femenino. Una ambigüedad que responde a otro modo de
subjetivación de lo femenino que buscará consolidarse en los años venideros.
© Germán Pitta Bonilla
BIBLIOGRAFÍA
CORPUS
FUENTES
Fuentes periódicas
Blanco, Juan Carlos: “La novela experimental” en: Anales del Ateneo del Uruguay,
I.3.13 (setiembre 5 de 1882).
Blanco, Juan Carlos: “Idealismo y realismo”, en: Anales del Ateneo del Uruguay, I.3.14
(octubre 5 de 1882)
Bustamante, Pedro: “El valor cívico”, en: Anales del Ateneo del Uruguay, II.4.17 (enero
5 de 1883).
Melián Lafinur, Luis: “Emile Zola. Boceto literario”, en: Anales del Ateneo del
Uruguay, I.2.12 (agosto 5 de 1882).
Revert, Isidro: “Morfología y fuerzas de la historia”, en: Anales del Ateneo del Uruguay,
I.2.10 (junio 5 de 1882).
Rodríguez, Rosalio: “La formación de las nacionalidades”, en: Anales del Ateneo del
Uruguay, I.2.10 (junio 5 de 1882).
Dr Sienra y Carranza: “Discurso leído en el Ateneo”, en: Anales del Ateneo del
Uruguay, I.2.10 (junio 5 de 1882).
La Bandera Radical, I.1.40 (enero 29 al octubre 29 de 1871).
La Razón, I, (diciembre 12 de 1878 al diciembre de 1900).
El Siglo, I, (febrero 1 de 1863 al diciembre de 1900).
La Aurora, I.1 (octubre 1 de 1862)
La Aurora, II.9 (junio de 1863).
Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, I.1 (marzo 5 de 1895)
Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, I.3.60 (noviembre 25 de 1897).
Revista de la Biblioteca Nacional, 2, (mayo 1969).
“Carta de María del Pilar Simón de Marco dirigida a Los Debates”. En: Archivo Pablo
Blanco Acevedo, Tomo XVII (1870-1897), (marzo 8 de 1873).
“Correspondencia de Carlos María Ramírez”, en: Archivo General de la Nación, 10.31.
Partidos Políticos (1870-1890).
Fuentes bibliográficas
Araújo, Orestes. Nuestro país. Cuadros descriptivos del Uruguay por autores
nacionales y extranjeros. Montevideo: Dornaleche y Reyes, 1895.
Fernández y Medina, Benjamin. La imprenta y la prensa en el Uruguay desde 1807 a
1900. Montevideo: Dornaleche y Reyes, 1900.
Galmés, Héctor. Correspondencia familiar e íntima de Eduardo Acevedo Díaz
(1880-1898). Montevideo: Biblioteca Nacional, 1979.
Ramírez, Carlos María. La guerra civil y los partidos políticos de la República Oriental
del Uruguay. Montevideo: Imprenta a vapor El Siglo, 1871.
---. Apuntes y discursos. Montevideo: mprenta Gaceta Commercial, 1948.
---. Artigas (Prólogo de Luis Bonavita). Montevideo: Colección Clásicos Uruguayos,
1895.
Sansón Carrasco (Daniel Muñoz). Crónicas de fin de siglo (Prólogo de Heber Raviolo y
Claudio Paolini). Montevideo: Banda Oriental, 1997.
TEORÍA Y CRÍTICA
Barros Lémez, Álvaro. El folletín del siglo XIX en América Latina. Montevideo:
Editorial Monte Sexto S.R.L, 1992.
Barthes, Roland. El placer del texto. Bogotá: Siglo Veintiuno Editores, 1980.
---. Fragmentos de un discurso amoroso. México: Siglo XXI, 1991.
---. S/Z. Madrid: Siglo Veintiuno Editores de España, 2001.
Bataille, Georges. El erotismo. Barcelona: Tusquets Editores, 2007.
Bauzá, Francisco. Estudios literarios. Montevideo: Colección de Clásicos Uruguayos.
Biblioteca Artigas, 1953.
Benedict, Bárbara. “Reading faces: Physiognomy and Epistemology in Late
Eighteenth-Century Sentimental Novels”. En: Studies in Philology, 92.3 (1995):
311-328
Berlin, Isaiah. Las raíces del romanticismo. Madrid: Taurus, 2000.
Bhabha, Homi (Comp). Nación y narración. Entre la ilusión de una identidad y las
diferencias culturales. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2010.
---. “DisemiNación. Tiempo, narrativa y los márgenes de la nación moderna”. En:
Bhabha, Homi (Comp). Nación y narración. Entre la ilusión de una identidad y
las diferencias culturales. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2010.
Blixen, Samuel. Cobre viejo. Montevideo: Dornaleche y Reyes Editores, 1890.
Boria, Adriana. El discurso amoroso. Tensiones en torno a la condición femenina.
Córdoba: Editorial Comunicarte, 2009.
Bourdieu, Pierre. La dominación masculina. Barcelona: Editorial Anagrama, Barcelona,
2000.
Brennan, Timothy. “La nostalgia nacional de la forma”. En: Bhabha, Homi (Comp).
Nación y narración. Entre la ilusión de una identidad y las diferencias
culturales. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2010
Burgueño, María Cristina. La modernidad uruguaya: Imágenes e identidades
(1848-1900). Montevideo: Linardi y Risso, 2000.
Butler, Judith. El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad.
Barcelona: Paidós, 2007.
Caetano, Gerardo y Geymonat, Roger. La secularización uruguaya (1859-1919).
Catolicismo y privatización de lo religioso. Montevideo: Ediciones Santillana,
1997.
Cánova, Virginia. Bibliografía de obras desconocidas y olvidadas de la narrativa
uruguaya de mediano y largo alcance (1806-1888). Gotemburgo: Instituto
Ibero-Americano, Universidad de Gotemburgo. 1990.
---. Por una fortuna y una cruz y Los orígenes del feminismo en Uruguay. Colección
Narrativa uruguaya olvidada Siglo XIX (Colección dirigida por Virginia
Cánova), Gotemburgo: Universidad de Gotemburgo, 1998.
Carilla, Emilio. El romanticismo en la América Hispánica. 2 vols, Madrid: Gredos,
1975.
Castellanos, Alfredo. La “Belle Epoque” montevideana. Vida social y paisaje urbano.
Montevideo: Arca, 1979.
Castoriadis, Cornelius. La institución imaginaria de la sociedad. V 2: El imaginario
social y la institución. Barcelona: Tusquets, 1989.
Chouciño Fernádez, Ana. “Apuntes a una revisión de la narrativa sentimental
Daniel Muñoz
Blanco, Juan Carlos. Prólogo a Sansón Carrasco, Colección de artículos. Montevideo:
Barreiro y Ramos, 1884.
Barbagelata, Hugo. Una centuria literaria. Poetas y prosistas uruguayos (1800 – 1900).
París: Bibl. Latinoamericana, 1924.
Lasplaces, Alberto. Antología del cuento uruguayo. Montevideo: Claudio García, 1943.
Pereira Rodríguez, Julio. Prólogo a Artículos de Sansón Carrasco. Montevideo:
Biblioteca Artigas, 1953.
Pérez Pintos, Diego. Los mejores cuentos camperos del siglo XIX (antología).
Montevideo: Banda Oriental, 1966.
Raviolo, Heber. Prólogo a Crónicas montevideanas de un siglo atrás. Montevideo:
Ediciones Banda Oriental, 1984.
Real de Azúa, Carlos. “Prosa del mirar y del vivir” (Capítulo Oriental, N° 9),
Montevideo: CEDAL, 1968.
Rodríguez Monegal, Emir. El cuento uruguayo. De los orígenes al modernismo
(antología). Buenos Aires: Eudeba, 1965.
Roxlo, Carlos. Historia crítica de la literatura uruguaya. Montevideo: Barreiro y
Ramos, 1912.
Zum Felde, Alberto. Proceso intelectual del Uruguay. Montevideo: Claridad, 1941.
2001).
Rama, Ángel. “Ideología y arte en un cuento ejemplar”, en El combate de la tapera y
otros cuentos. Montevideo: Arca, 1965,
Raviolo, Heber. “Ismael, un paisaje de génesis”. Graffiti, N° 51, (Abril 1965).
Riva, Hugo. Prólogo a Soledad. El combate de la tapera. Montevideo: Ediciones de
Banda Oriental, 1972.
Rocca, Pablo. “Eduardo Acevedo Díaz y el destino nacional”. Brecha, Montevideo (13
de setiembre de 1995).
---. “E.A.D, historia de una pasión uruguaya”. En: Uruguayos notables. Montevideo:
Linardi y Risso, 1999.
---. Edición crítica, prólogo, bibliografías y notas a Cuentos completos. Montevideo:
Banda Oriental, 1999.
---. “Los destinos de la nación. El imaginario nacionalista en la escritura de Juan Zorrilla
de San Martín, Eduardo Acevedo Díaz y su época”, en Uruguay: imaginarios
culturales. Desde las huellas indígenas a la modernidad (Hugo Achugar y
Mabel Moraña editores). Montevideo: Trilce, 2000.
Rodríguez Monegal, Emir. Vínculo de sangre. Montevideo: Alfa, 1968.
San Román, Gustavo. “La derrota en El combate de la tapera de Eduardo Acevedo
Díaz”, en Amor y nación. Montevideo: Linardi y Risso, 1998.
Verani, Hugo (1986): “Realismo y creación artística en Soledad de Eduardo Acevedo
Díaz”. Revista de la Biblioteca Nacional, N° 24, Montevideo.
Visca, Arturo Sergio. Aspectos de la narrativa criollista. Montevideo: Biblioteca
Nacional, 1972.
Zum Felde, Alberto. Proceso intelectual del Uruguay. Montevideo: Claridad, 1941.
.
Argus-a
Artes & Humanidades - Arts & Humanities
Los Angeles - USA / Buenos Aires - Argentina
Abril 2017