La Ultima Copa

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El principio de todo

Siempre es más fácil recordar el principio de una historia


de amor que su final. Todavía me acuerdo con total
exactitud de lo que sentía en la época en que el alcohol
formaba parte esencial de mi vida, cuando bebía de for-
ma habitual y hacerlo me llenaba de satisfacción. Por
aquel entonces vivía en Nueva York, en Park Slope, para
ser más exactos, un pintoresco barrio residencial de
Brooklyn, con calles salpicadas de bonitos edificios
de piedra rojiza y de ginkgos plantados a principios del
siglo xx, un barrio donde uno se pasa las tardes de
domingo en el extenso Prospect Park con un café en una
mano y la correa del perro en la otra. Sin embargo, la
historia que voy a contar no tiene nada que ver con
Nueva York. Es una historia normal y corriente que
hubiera podido suceder en cualquier otro rincón del pla-
neta: en Londres, Barcelona, Tel Aviv, Dresde, Bamberg
o Fráncfort. O en Berlín, por supuesto. Se puede elegir
cualquier otro lugar. Sustituir Nueva York por la ciudad
en la que uno vive ahora o por otro sitio que recuerde
con agrado. Basta con imaginarse cortando un pan de
nueces y sacando un queso de cabra provenzal del papel
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que lo envuelve, añadiendo un par de uvas moscatel y


sirviéndose una copa de pinot noir californiano. Basta
con evocar cómo uno se lleva la copa a los labios, aspi-
ra el suave aroma y bebe un sorbo, mientras, poco a
poco, una cálida sensación de sosiego empieza a fluir por
todo su cuerpo. Luego tu pareja te sirve la segunda copa
y tú le sonríes, y las diferencias que han marcado vuestra
convivencia en los últimos días, las insatisfacciones no
expresadas por ninguno de los dos, los malos presenti-
mientos, se van acallando. Das otro sorbo y te invade la
certeza de que, al menos durante las próximas horas,
tanto el caos exterior como el que anida en tu interior
quedarán relegados a un segundo plano, y notas una
oleada de placer que casi se parece a la felicidad.
Que quede claro: a mí siempre me gustó beber. Solo
y en compañía. En bares o sentado en el sofá de casa.
Los fines de semana y a diario. Cuando estudiaba en la
universidad, me corrí las mismas juergas que mis com-
pañeros, probé las mismas drogas, conocí las mañanas
de resaca, pasé por todos los amoríos y relaciones que
uno suele vivir a esas edades. En todas esas situaciones,
la bebida era siempre algo bienvenido, el rito iniciático
propio de esa edad, de una época en la que podemos
ver salir el sol desde la puerta de un bar y luego irnos a
dormir, solos o acompañados, sin asomo de mala con-
ciencia. Todo porque uno es joven y dispone de mucho
tiempo, porque nada de lo que uno hace parece tener
todavía demasiada importancia. Porque, aunque no lo
lleguemos a formular así, sabemos que tenemos por
delante una vida en toda su plenitud, lista para ser vivi-
da. Y porque cualquier decisión parece todavía fácil-
mente reversible, ya que no es sino mucho después
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cuando uno se da cuenta de que todo, hasta el último


detalle, tenía importancia, y que cada una de nuestras
decisiones ha acarreado consecuencias más o menos
significativas.

El principio de un gran amor —y, como le ocurre a casi


todos los alcohólicos, beber fue para mí un gran amor,
un amor inmenso— se recuerda siempre más nítidamen-
te que el final por la sencilla razón de que es mucho más
hermoso. El final de las relaciones importantes siempre
se prolonga demasiado. Luchamos tanto y durante tanto
tiempo para salvarlas, que en algún momento ya no
sabemos cuándo esa historia de amor se convirtió en
contienda. Los comienzos, en cambio, se presentan casi
siempre llenos de promesas, de bellas perspectivas de
futuro. Y, en efecto, en la época de Park Slope —yo tenía
unos veinticinco años entonces—, bien podía imaginar-
me llevando ese tipo de vida durante mucho tiempo.
Con mi pareja de entonces, con nuestros amigos, con
mis distintos trabajos. Y con las botellas de pinot noir
californiano, de rieslings alemanes, de burdeos franceses,
cabernets australianos o cavas españoles que yo, previo
asesoramiento, adquiría en una vinoteca bien surtida de
nuestro vecindario. También con la sensación de equili-
brio que me transmitía la bebida, esa suave pátina de
olvido que, después de las agotadoras jornadas de tra-
bajo, me proporcionaba la impresión de contar con una
especie de fuelle sensorial para enfrentarme al mundo.
Creía poder vivir con la ilusión de que la bebida sabía
acallar las voces que de vez en cuando se ponían a armar
ruido en mi cabeza, recordándome que no todo era tan
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color de rosa como yo deseaba. No es que mi pareja y


yo bebiéramos en exceso. Aunque muchos fines de sema-
na salíamos de fiesta, también pasábamos temporadas
sin excedernos más allá de la botella que compartíamos
por las noches en casa. Y eso, ni siquiera a diario. No
obstante, la verdad es que, por aquel entonces, yo ya no
podía imaginar la vida que nos habíamos creado sin
aquellas dosis de vino. En realidad, tenía la sensación de
que la vida adulta solo tenía sentido si uno bebía.
Tal vez nos resulte más difícil recordar los finales de
los grandes amores porque estos, la mayor parte de las
veces, inician su declive en el instante mismo en que
comienzan. Es verdad que mi historia de amor con la
bebida tiene una fecha de caducidad exacta: el día en
que dejé de beber del todo y decidí no beberme nunca
más un gin-tonic, un solo merlot, o ni siquiera una copa
de champán o una gota de cerveza. Sin embargo, el final
de esa relación se inició mucho antes. Empezó allí, en
Park Slope. Si aquella media botella de vino por las
noches no hubiera adquirido tanta importancia para mí,
si no hubiera sobrepasado los límites de aquella costum-
bre, hoy todavía seguiría bebiendo.

En la mayoría de los casos, si uno se basa en las descrip-


ciones que oye o lee sobre el alcoholismo, difícilmente
se definiría como alcohólico, aun cuando de buena
mañana se tome un trago de ginebra con los cereales
para empezar bien el día. La terminología es casi siempre
tan sombría, patológica o carente de sentido del humor
que no parece tener nada que ver con nosotros. Los
escenarios tan angustiosos que se plantean resultan difí-
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cilmente compatibles con la realidad de aquel que bebe.


Durante un largo periodo de tiempo, beber nos sienta a
las mil maravillas. Nos hace felices, o al menos eso cree-
mos, y nos ayuda a transitar por la vida de forma más
o menos indemne.
Uno tampoco se da cuenta de que, a medida que pasa
el tiempo, cada vez bebe más. En un momento dado, la
media botella se convierte en una botella entera; des-
pués, uno se propone ser más moderado y retoma el
hábito de beber solo la mitad. Pero únicamente para
acabar volviendo a la botella entera de la forma más
natural. A veces hacemos pausas, dejamos de beber una
semana, en ocasiones incluso hasta seis, durante la Cua-
resma. Nos obligamos a no beber a diario, sino solo
cuatro veces por semana, pero, al cabo de poco tiempo,
olvidamos haber tomado semejante decisión. De pron-
to nos damos cuenta de que ya no toleramos el vino
tinto y nos pasamos un tiempo bebiendo únicamente
cerveza o champán. O, entre dos copas de vino, bebemos
un vaso de agua. Dejamos de beber en casa, pero lo
hacemos en la calle, aunque eso signifique pasar más
tiempo fuera. Dejamos de beber entre semana, dejamos
de beber con determinada gente o, por lo menos, de
llamar a esa gente una vez pasada cierta hora. Dejamos
de fumar, ya que ese parece ser el verdadero problema,
pero al poco retomamos el hábito. Hacemos un curso
de yoga que nos ayuda durante dos meses, pero luego lo
dejamos. Uno se convence entonces de que trabaja
demasiado, que justamente ahí reside el verdadero pro-
blema, e intenta trabajar menos e irse a casa a la hora.
Se separa de la pareja con la que no es demasiado feliz
para, seis meses después, verse metido en una relación
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que intuitivamente sabe que pronto será tan agobiante


como la anterior. Uno se siente solo y cree que ese es el
problema, y asume, vacilante e insatisfecho, su supuesta
incapacidad para mantener relaciones estables. Come
mucho o muy poco, engorda y adelgaza sin que ni una
cosa ni la otra le hagan sentir mejor o peor. Acude tres
veces por semana a una consulta de psicoanálisis, habla
de su pasado, de la sensación de desesperanza, y la tera-
pia le ayuda al menos un poquito, pero en su fuero inter-
no uno sabe que no puede fiarse de esos progresos, que
hay un problema de fondo, un problema al que no quie-
re plantar cara.
Y en mitad de todo eso, existe un proceso que va avan-
zando a hurtadillas, con momentos de bajón en las fases
difíciles de la vida, o de euforia en los instantes en que
nos va mejor. Llegado un punto, las épocas difíciles se
van haciendo más largas e intensas. La propia mente
se hace experta en no ver que todo está relacionado con
el alcohol. Raras veces nos cuestionamos el papel que el
alcohol desempeña en nuestra vida. Al contrario: cuan-
to más bebemos, más natural nos parece seguir bebien-
do. Todas las fases y todos los intentos por controlar la
situación tienen algo en común: uno bebe.
Después de la época en Nueva York, regresé a Berlín
y me instalé en un ático con terraza en la que cultivaba
varias especies de hortensias. Ya había publicado un
libro y trabajaba en una revista que me permitía viajar
a menudo. Aun así, seguía bebiendo. En el plano exte-
rior, en mi vida todo había cambiado; solo el alcohol
seguía siendo una constante invariable. Cervezas no
demasiado frías en la inauguración de alguna exposi-
ción, vino de supermercado en las lecturas, Moët Chan-
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don en las recepciones de la feria de Basilea, raki en las


bienales de Estambul, Bollinger en el Park Hyatt de
Pekín, chupitos de tequila en bares neoyorquinos veni-
dos a menos, vodka con tónica cuando salía los fines de
semana en Berlín. También vinos más o menos escogidos
con esmero, según la estación del año, para beber solo
en casa, después del trabajo.
Todavía me disgusta recordar el tipo de vida que lle-
vaba entonces. El estrés permanente y la irritabilidad,
los continuos dramas como una constante de mi vida
cotidiana. No me gusta recordar el montón de trenes o
aviones que perdí o estuve a punto de perder, la cantidad
de veces que empezaba el día con resaca. O la frecuencia
con la que olvidaba los cumpleaños de mis padres, de
mis hermanos y hermanas, de mis amigos; la mucha
gente a la que ofendí sin motivo alguno, las veces que
me vi obligado a pedir préstamos bancarios, la necesidad
constante de recurrir a la ayuda de mis amigos o las
veces que me desperté con un tipo totalmente descono-
cido en mi cama. Me resulta difícil recordar todas las
estrategias que me inventé para regular mi vida de bebe-
dor: un mínimo de seis horas de sueño; aspirinas antes
de dormir cuando había bebido demasiado; los vómitos
para tener menos alcohol en sangre; los planes de pasar
algunos días sin beber, a fin de recuperarme; la ingesta
de vitaminas de altísima concentración para que las con-
secuencias de tanto trasnochar no fueran demasiado
visibles; las mentiras constantes cuando la conversación
giraba en torno a la bebida; los chistes que me permitía
en algunos casos.
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Mi vida, es evidente, estaba absolutamente condiciona-


da por el alcohol. Todo lo demás quedaba en un segun-
do plano, aunque jamás lo habría admitido. Jamás se
me habría ocurrido pensar que tenía un problema con
el alcohol. Si alguien me hubiera hecho algún comenta-
rio al respecto, lo habría negado con vehemencia. Sin
embargo, durante los quince años que fui bebedor, viví
varios acontecimientos dramáticos. Fallos de memoria,
momentos en los que me quedé completamente en blan-
co, fines de semana en los que todo se me quedó a oscu-
ras. Con frecuencia me comporté de un modo vergon-
zoso. Hubo noches que acabaron en sucesos que quise
olvidar a toda costa. Pero también hubo, entre todo eso,
largos periodos en los que las cosas me iban bien, y eso
me hacía olvidarme del resto. Además, siempre tenía a
mano una excusa: ese día había tomado drogas; la
cogorza de esa otra noche podía atribuirla a una sepa-
ración o una discusión, o, sencillamente, el problema era
que los asuntos de la oficina me causaban mucho estrés
y por eso bebía. A fin de cuentas, de cara al público, yo
era un tipo con éxito. Tenía muchos amigos y viajaba
con frecuencia. Y me bastaba una primera copa para
decirme a mí mismo que mi vida funcionaba bastante
bien. Hasta tenía un punto de glamur. Y siempre tenía
a mano una primera copa cuando hacía falta.
A la mayoría de mis amigos y conocidos les pareció
exagerado que dejara de beber. Hasta mi médico de
cabecera, después de hacerme unos análisis y ver los
índices hepáticos, consideró que en mi caso no era nece-
sario hacerlo. Los efectos del alcohol no eran percepti-
bles. Los días que bebía más le echaba la culpa al estrés,
y eso no solo me lo decía a mí, sino también a los demás.
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Trabajaba mucho, siempre. Me gustaba hacerlo por las


noches y los fines de semana, y la bebida era un elemen-
to constante de esa rutina laboral: era un método de
relajación aceptado por todos y la recompensa por algún
que otro día de trabajo poco provechoso. También el
velo de olvido necesario para una constante sensación
de insatisfacción cotidiana.
Hoy, cuando recuerdo esa época, siempre me viene a
la memoria la misma sensación: esa callada desdicha,
ese estado depresivo constante, la intuición, muchas
veces difícil de reprimir, de que algo en mi vida, algo
fundamental, no marchaba bien, aunque, sencillamente,
no supiese qué era.

Aunque uno beba demasiado puede lograr muchas


cosas. Por desgracia, seguimos asociando al alcohólico
la clásica imagen del tipo que bebe en plena calle, o la
persona que pasa décadas vagando por distintas clíni-
cas de desintoxicación y vive de recaída en recaída. Esa
clase de alcohólico, en definitiva, que aparece tan a
menudo en los programas de televisión alemanes. Pero
esa imagen solo se corresponde con un porcentaje ínfimo
de la población que bebe. En todas partes hay alcohóli-
cos socialmente funcionales: los hay en bufetes de abo-
gados y redacciones, en claustros de profesores y en el
sector de la construcción, en peluquerías y cajas de
supermercado, en estudios de arquitectos y en el parla-
mento. Son gente que forma y cría una familia, que se
sienta a nuestro lado en las reuniones de padres o en el
cine, que, como tú o como yo, hace excursiones de fin
de semana y baila en las bodas de sus amigos. Resulta
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asombroso, pero se pueden conseguir muchas cosas aun-


que uno beba de forma desmedida. Y eso nos permite
construir la fachada de una vida aparentemente produc-
tiva tras la que nos ocultamos y que exhibimos a modo
de coartada. Luego uno hace de tripas corazón y, de una
forma u otra, sale adelante. Y en cuanto tiene ocasión,
echa mano de lo que más se aproxima a la sensación de
estar plenamente vivo: una copa.
Cuando uno bebe en exceso, se las arregla para hacer
oídos sordos a las voces de alarma. A fin de cuentas, ya
tiene suficientes problemas. Abundan las ocasiones en
las que la siguiente copa nos parece necesaria. Y dispo-
nemos siempre de argumentos que demuestran que no
tenemos ningún problema, aunque a menudo pasamos
por alto que no haría falta tal despliegue argumentativo
si de verdad no lo tuviéramos. No todas las personas que
beben demasiado se convierten automáticamente en
alcohólicas, pero llegarán a serlo si continúan bebiendo
en exceso. Hay a quien esto le ocurre en un plazo de
pocos años; para otros el proceso se prolonga durante
décadas. El alcoholismo es como una lotería. Mucha
gente empieza a regular su hábito de manera espontánea
en algún momento. Pero para muchos el alcohol es un
compañero inseparable, un compañero al que se tarda
demasiado en hacer caso, hasta que no queda más reme-
dio. Hay quien se convierte en alcohólico a una edad
muy temprana; a otros les ocurre en la mediana edad o
a una edad muy avanzada. Algunos piensan que pueden
envejecer con ello. Otros sufren trastornos psíquicos o
emocionales y van sacando a empujones de su vida a
mucha gente cercana. Los hay que enferman de cáncer
o sufren trastornos hepáticos, cardiacos o circulatorios.
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Hay quien muere por esa causa. Algunas personas se


quitan la vida. Otras tienen más suerte.
Cuando uno todavía bebe pero siente ya el temor de
estar bebiendo en exceso, reflexiona a menudo, tal vez
sin confesárselo realmente, sobre la frontera que separa
un mal hábito de la enfermedad. Sin embargo, responder
a la pregunta sobre la copa que marca la diferencia o el
momento en el que se rebasa ese límite es tan difícil
como decir cuál fue la fresa exacta, el grano de polen o
la avellana que te provocaron una alergia.
Desde que dejé de beber, he conocido a muchas perso-
nas que han hecho lo mismo. A pesar de los elementales
puntos en común, las historias personales de cada uno
no podrían ser más distintas. Nadie, y mucho menos
uno mismo, puede identificar con certeza cuándo rebasa
esa línea invisible a partir de la cual ya no hay vuelta
atrás. Algunos de esos amigos que hoy en día son abs-
temios empezaron a beber con regularidad a los catorce
años, pero tuvieron que dejarlo a poco de cumplir los
veinte, tras haber acabado varias veces en una clínica
psiquiátrica o en la cárcel. Otros empezaron algo des-
pués, estuvieron ocho o nueve años bebiendo y compro-
baron más tarde, una vez pasados los treinta y tras haber
finalizado sus estudios e iniciar una carrera prometedo-
ra, que estaban matándose a base de alcohol. Algunos
bebieron a lo largo de toda su vida igual que suelen
beber muchas personas, pero luego, casi siempre tras
alguna vivencia traumática —una muerte, una enferme-
dad o un accidente—, empezaron a beber como beben
los alcohólicos. Otros comprobaron a tiempo que el
alcohol tenía efectos incontrolables en ellos, y lo dejaron
durante una larga temporada, pero volvieron a recaer
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en el ecuador de sus vidas y se convirtieron en adictos


en un periodo de pocos años. Muchos bebieron durante
años sin consecuencias visibles; a menudo lo hicieron
incluso con gran placer, sin encontrar motivo alguno
para cambiar de estilo de vida, ya que a su alrededor
todo el mundo parecía hacer lo mismo. Sin embargo,
tras cumplir cuarenta, cincuenta o sesenta, tuvieron que
admitir que habían llegado al callejón sin salida de la
adicción. Una situación de la que no consiguieron escapar
a pesar de los consejos de los médicos y de las interven-
ciones de la familia. Mientras descendían por la resba-
ladiza espiral de la dependencia, ninguno tuvo conscien-
cia de estar a punto de rebasar esa línea a partir de la
cual ya no hay posibilidad de retorno, de vuelta a ese
estado en el que uno bebe de forma normal.
Hoy en día, tras varios años de abstinencia, estoy bas-
tante seguro de que, en lo que a mí respecta, ya había
alcanzado ese punto en la época de Park Slope y la media
botella por las noches. Sé que ya entonces, cuando lo
que bebía parecía normal, había franqueado el umbral
de la dependencia. Recuerdo bien las conversaciones con
dos amigos de entonces que habían dejado de beber. Me
parecía fascinante que hubieran tomado tal decisión, que
asistieran a reuniones de grupos de apoyo y fueran a
terapia. Ya entonces, de manera intuitiva, entendí por
qué lo hacían. Pero, a la vez, me juré a mí mismo que
sería prudente, que haría todo lo necesario para poder
seguir bebiendo. Para mí la idea de vivir sin alcohol era
absolutamente inconcebible, y jamás se me ocurrió pen-
sar que el destino de mis dos amigos me esperaba a la
vuelta de la esquina.
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Creo que durante mucho tiempo la mayoría de los alco-


hólicos vive una vida similar a la mía: no tienen aspecto
demacrado ni necesitan beber nada más levantarse. No
viven en la calle, tienen amigos y un trabajo. Es gente a
quien la bebida, al principio, le reportaba un gran placer.
Gente que, en momentos de lucidez, se da cuenta de que
algo insondable se está descontrolando en sus vidas y
bebe para contrarrestar esa certeza. La mayoría de los
alcohólicos viven una vida en la que, sencillamente, la
no existencia del alcohol resulta inconcebible.

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