El Paraiso Políglota

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Juan Ramón Lodares

Juan R am ó n Lo d a re s es D o cto r
en Filología Hispánica y profesor
de la U n iversidad A u tó n o m a de
M adrid. Ha dedicado parte de su
labor in ve stigad ora a la historia
de la lengua española. Su últim o
libro, escrito en colaboración con
el académ ico G regorio Salvador,
se titu la H isto ria de las letras
(Madrid, 1996), dond e se cuentan
las peripecias de cada una de las
v e in t is ie t e c o m p o n e n t e s d e
nuestro alfabeto.
I n d ic e

I. P a isa jes t r a d ic io n a l e s ......................................................... 9


II. LA FIEREZA DEL LEÓN ................................................. 31
III. A l b e r g u e pa r a a n a l f a b e t o s .............................................. 55
IV. L e t r a y e s p ír it u d e a l g u n a s l e y e s ................................. 69
V. P a l a b r a de Dios ......................................................................... 87
V I. N o t ic ia s d e l pa ís d e l h ie r r o ............................................ 99
VIL ¡Q u é verde es mi valle ! ........................................... 115
VIII. G e n t e s y l e n g u a s d e V iz c a y a ............................................ 131
IX. G e n t e s y l e n g u a s d e C a t a l u ñ a ....................................... 159
X . G e n t e s y l e n g u a s d e G a l i c i a ............................................ 189
XI. H i s t o r i a s p a r a d e s p u é s d e u n a g u e r r a .................... 211
XII. F i l o s o f í a d e l o n o r m a l ......................................................... 265
B ib l io g r a f ía .................................................................................................. 2 8 3
Sólo ha sido en los últimos años cuando los países
europeos se han identificado con las lenguas. Esta id.en-
tificación es en gran parte mítica y en su origen suele
haber alguna razón violenta. No me refiero a gierras es­
trictamente, sino a cualquierfirma de violencia cultu­
ral. Las lenguas forman parte de los sistemas de poder
y control de un Estado.
N oam C homsky

El hipertrofiar el lengiaje, las costumbres y lo tradi­


cional en estereotipo y blasón sirve también para justifi­
car la hostilidad al extraño, el desprecio o satanización
del disidente, la sacralización del inmovilismo social, la
egolátrica autocelebraáón como pueblo elegido y la pos­
tergación de cualesquiera valores individuales a la exal­
tación coral del Ser colectivo.
F ernando Savater
P a is a je s t r a d ic io n a l e s

U n a idea política muy difundida actualmente es la de que


España ha sido un país con un centralismo tan fuerte que ha
ahogado durante siglos las legítimas aspiraciones a gober­
narse de sus partes integrantes. Que esas partes han sufrido
una asimilación castellanizadora y que han alcanzado, por
fin, tras un largo camino reivindicativo lleno de sinsabores,
sus anhelos reprimidos. Una de las pruebas, entre otras mu­
chas, de dicho argumento radica precisamente en la difu­
sión de la lengua española por doquier, puesta al servicio de
una uniformación que, quienes no eran castellanos de raíz,
por fuerza habían de sentir como una amenaza a sus modos
de vida.
Esta idea flota en el ambiente. Es voxpópuli. Sin embargo,
en mi opinión, ideas así son difíciles de compartir. Muy al
contrario, sí se puede compartir la idea de que la centraliza­
ción española genuina y efectiva fue invento de algunos hom­
bres de negocios de mediados del siglo xix que duró lo que
duraron ellos: unos pocos años. Que fue además débil: dejó
muestras interesantes en instituciones económicas, proyectó
un sistema de educación para provecho de algunos, trazó va­
rias líneas de ferrocarril; lo poco que se hizo movilizó y aglu­
tinó a un país inmóvil desde hacía siglos, llevó a la gente de
aquí para allá, la igualó un poco, dejó que se conociese me­
jor y se tratase más. Pero esa corriente tuvo poca fuerza. No
arraigó porque en parte estuvo sujeta a las necesidades, muy
El pa r a íso p o l íg l o t a

variables según épocas y circunstancias, de la periferia espa­


ñola. La historia del centralismo podría contarse perfecta­
mente al revés de como la lleva el tópico: en vez de ser una
monomanía del centro geográfico peninsular por medir a
todos según su rasero, era más bien una necesidad de sus ve­
cinos. Cuando lo era; o sea, a ratos1.
Mariano Luis de Urquijo, un afrancesado al que la Inqui­
sición perseguía por traducir a Voltaire, hombre al que le
dio por hacer innovaciones en la cosa pública y a quien su
independencia de criterio frente a militares franceses y sa­
cerdotes españoles le costó el Ministerio de Estado, acabó
cansándose de todo y en una carta dirigida en 1808 al por
entonces Capitán General de Castilla, describía así el país
de sus reformas imposibles: “Nuestra España es un edificio
gótico compuesto de trozos heterogéneos con tantos go­
biernos, privilegios, leyes y costumbres como provincias. No
tiene nada de lo que en Europa se llama espíritu público.
Estas razones impedirán siempre que se establezca un po­
der central lo suficiente sólido para unir todas las fuerzas
nacionales”.
Sorprende en parte que Urquijo no dijera nada de las len­
guas que hablaban los habitantes del edificio gótico. No sería
asunto muy relevante para él. Quizá las daba por incluidas en
el apartado de trozos heterogéneos. Sorprende mucho más,
sin embargo, que un retrato de país hecho hace casi dos si­
glos se parezca en cierto sentido al que se podría hacer hoy. Y
esto considerando que Urquijo se refería a un país que ya en
1808 le parecía una antigualla apartada de lo que se hacía
en Europa. Urquijo estaba un poco amargado, ésa es la ver­
dad. En parte se equivocó al dibujarnos así porque unos cua­
renta años después los esfuerzos cenüalizadores se dejaban
notar un poquito. Pero si nos parecemos hoy a lo que Urqui­
jo pensaba que éramos ayer será por algo y ese algo es, entre
otros muchos algos, porque la centralización fue como las
flores de temporada.
1 David Ringrose, 1998.

10
J u a n R a m ó n L o d a r es

El diccionario define centralizar como “asumir el poder


público facultades atribuidas a organismos locales”. No se tra­
ta de que todos se parezcan a uno en concreto, sino de que
todos se sientan parecidos entre sí y compartan asuntos pú­
blicos comunes. Sentimiento, podría decirse, repelente para
el carácter español. La centralización, por otra parte, no es ni
buena ni mala. Se da en determinadas condiciones históricas
o no se da. Es, sin embargo, interesante considerar un he­
cho: los que hoy son los grandes países de Europa empeza­
ron un proceso centralizador hace siglos y se han inventado
ahora la Unión Europea, una centralización sin precedentes.
Todo indica que se continuarán limitando los privilegios lo­
cales en pro de los comunes. Todo indica también que un
idioma, el inglés, ya en su versión turística, ya en su versión
comercial, limitará en Europa los poderes de las demás len­
guas. Así como el euro arrumbará muchas monedas. Por im­
previsible que sea la historia, todo indica que los europeos de
mañana tendrán muchos más vínculos de los que hoy tienen.
A nadie, por otra parte, se le obliga a seguir ese curso. Parece
que es opcional.

T err ito rio s privados


La España moderna, sin embargo, no escribe su historia
en términos de centralización, por mucho que se haya ex­
tendido el tópico en sentido contrario. La empezó de otra
forma. Tenía establecido un camino donde no cabían los
elementos centralizadores. Un camino lleno de pequeñas
comunidades repobladoras del sur peninsular cada cual a su
modo, guerreras cada cual a su modo, tributarias cada cual a
su modo y leales a la corona según si ésta acataba o no el fue­
ro de turno. No hubieran faltado en España, después de
todo, elementos simpatizantes con la centralización al esti­
lo de los que se daban en otras zonas de Europa: ciudades in­
dustriosas, puertos comerciales, vías de comunicación; todos
ellos para ponerlos a trabajar juntos y facilitar su intercambio
El pa r a íso p o l íg l o t a

y una distribución equilibrada de capitales y productos. La


monarquía absoluta que se gestó con Carlos I dio ventaja a la
España inmóvil, más medieval que moderna en muchos as­
pectos. Para una monarquía absoluta la foralidad es más có­
moda, sólo se persigue al poder local cuando se opone a los
intereses concretos de la corona pero, por lo demás, tiene
sus ventajas: la foralidad divide y cada parcela es fácil de go­
bernar, porque los poderes locales evitan ejercer la gestión
regular de asuntos comunes que paralizaría a una corte itine­
rante. Le ahorran a ésta además el deber de tomar iniciativas.
De ahí que Marx y Engels, en unos célebres ensayos escritos a
mediados del siglo XIX, vieran en la monarquía española algo
más parecido a las monarquías absolutas asiáticas que a las
propias de Europa2.
Por el aislamiento de las distintas coronas se conserva el ti­
pismo de cada una, sus costumbres, su color y, por supuesto,
sus lenguas, si las hay. La historia lingüística peninsular para la
época moderna no está lejos, pues, de esta síntesis: quedó en
el cenü o geográfico una lengua que, por razones que no voy a
repasar, tenía más hablantes, con gran desproporción, frente
a cualquier otra, pero con poca irradiación de sus propios na­
turales más allá de su círculo.
No siendo por el procedimiento de una economía centra­
lizada que aunase y relacionase a la gente y, con ello, allanara
el camino para un medio de comunicación general, ¿qué ha­
cía el español en los siglos xvi y xvii en boca de catalanes y
portugueses, por ejemplo? Estaba, sobre todo, en boca de
aquellos que andaban comerciando por los caminos reales y
entre las gentes de alta alcurnia, pero no por difusión del gru­
po castellano en sí, sino porque éste ocupaba la mayor parte
de la península. Aun con un comercio clausurado no dejaba
de ser interesante transitar por allí porque, entre otros atrac­
tivos, allí estaban las llaves de América y de buena parte de
Europa. Asegurarse el éxito en dicho tránsito pasaba por ase­
gurarse la lengua del grupo que lo habitaba. De modo que
2 Carlos Marx y Federico Engels, 1978, pp. 12-13.

12
J u an R a m ó n L o d a r e s

en nuestra historia moderna lo políticamente común del es­


pañol más allá de sus propios dominios —por lo menos hasta
bien entrado el siglo XIX— no lo es por intercambio ni movi­
miento masivo de gentes de aquí para allá, sino más bien por
interés de algunos grupos concretos de vecinos que no lo ha­
blaban pero necesitaban hablarlo.
De ahí que desde muy pronto le sucedan al español dos
cosas entre esos vecinos periféricos que lo adoptan: la prime­
ra, que sólo sea lengua de unos pocos. En segundo lugar, que
los demás, la mayoría de la gente, mantenga sus lenguas par­
ticulares sin que esto le importe lo más mínimo a nadie en la
monarquía foral: ni al rey, ni a sus ministros, ni a sus súbditos.
Sucede también que como esos pocos son generalmente las
personas de más posibilidades económicas o de mejores rela­
ciones, y como en las sociedades estamentales no existe el
mínimo atisbo —porque no puede existir allí— de limitar
unas desigualdades que se consideran como cosa natural,
con el tiempo se irá estableciendo en los circunvecinos del
grupo castellano una división de estamentos según posesión
de lenguas. Los notables conocerán la particular y la común
—a veces incluso mejor ésta que aquélla— y la masa no cono­
cerá otra que la lengua particular que cotidianamente utiliza.
Dado que algunas de estas lenguas circunvecinas no suelen
ser más que de uso coloquial, no sirven más que de pueblo a
pueblo, de aldea a aldea, se dialectalizan, se disgregan, se des­
prestigian. Sólo muy concretas circunstancias históricas —que
iré repasando a lo largo de este libro— hacen que algunas sal­
gan de ese naufragio lingüístico y lleguen modernamente a
unificarse, a escribirse con una norma ortográfica común, a ha­
cerse ejemplares, en una palabra. Porque antes, donde no
había lengua común siquiera, donde la comunicación no pa­
saba del tú a tú, ¿quién necesitaba una lengua bien escrita?
Al grupo mayoritario le importa poco la irradiación de su
idioma. Cuando Bernardo de Aldrete escribe su historia de
la lengua española, al iniciarse el siglo xvn, relata que en
América la extensión del idioma sucede, si sucede, más por
el azar de las cosas que por el arte o el empeño de los españo­
13
El pa r a íso p o l íg l o t a

les en extenderlo. Era verdad. Los españoles no sólo no ex­


tendían su lengua sino que se dedicaban a extender las de los
demás, a menudo hablas indígenas minúsculas, sin vocabula­
rio culto, sin escritura siquiera, que los misioneros españoles
sacaban a la luz dándoles alfabeto y gramática. Gramáticas y
alfabetos que, en su mayoría, duermen olvidados en bibliote­
cas o archivos.
De modo que no es de extrañar ninguno de los rasgos que
caracterizan la instalación política del español en nuestra his­
toria moderna: que se hayan conservado muchos grupos hu­
manos con escaso movimiento y, por tanto, con sus lenguas
—o sus hablas— particulares en buen estado; que el analfa­
betismo en la lengua común haya sido rampante y no haya
habido una organización escolar, digna de tal nombre, que
lo combatiera; que a muchas autoridades locales esto no les
haya importado gran cosa pero sí se hayan desvivido cuando
se trataba de rescatar las hablas del terruño conservadas entre
rústicos a quienes se suponía el enlace vivo con una tradición
indefinible, o que el español, como lengua común, no haya
sido oficial hasta 1931, y esto porque los catalanes, gallegos y
vascos hicieron oficiales sus lenguas particulares.

L as lenguas del paraíso

El pensamiento político tradicionalista, en todas sus ra­


mas, ha concebido esa España foral como la España genuina.
La España de los pueblos, con sus usos y costumbres hereda­
dos por tradición, intocables, como cosa natural de su ser.
Cuando a los carlistas —una peculiar rama del tradicionalis­
mo hispánico— les daba por hacer propaganda, que hicie­
ron muchísima, escribían folletos como uno titulado Dios,
Patria y Rey, que recorrió el país con algún éxito en 1869. En
él se exponía el siguiente programa, que resume en sí todo el
tradicionalismo español: “España, para ser libre, necesita
primero de todo tener un gobierno descentralizador, es ne­
cesario dar a las provincias y al municipio la libertad que han
14
J u a n R a m ó n L o d a r es

menester para administrarse a sí mismos. Es necesario devol­


ver a las provincias sus fueros y franquicias. En cuanto a la
parte moral, dentro del respeto debido a la unidad católica,
libertad absoluta de enseñanza. Todas las tradiciones, todas
las glorias de este país están unidas a la monarquía”.
Este programa, como es carpetovetónico, ha tenido entre
nosotros mucho más peso de lo que parecería. Una enseñan­
za libre, bajo el respeto escrupuloso a la doctrina de la Iglesia
católica, es lo que ha habido, más o menos, hasta la Ley de
Educación de 1970. Por otra parte, cuando hoy algunos políti­
cos nos dicen que España, gracias al sistema autonómico vi­
gente, resulta ser el país europeo más descentralizado que
existe, y se jactan del dato como si fuese una circunstancia
propia de la modernidad, pues... se están jactando más bien
de una antigualla política, que se parece a la del viejo folleto de
los carlistas. El catolicismo y la monarquía eran en el tradicio­
nalismo lo único respetable, todo lo demás podía repartirse
(las diversas lenguas patrias, por ejemplo). No sé si han cam­
biado mucho las cosas.
Para el tradicionalismo, que en el plano político surge
como reacción contra la Revolución Erancesa, la razón es in­
suficiente para conocer cualquier verdad fundamental. Las
verdades pertenecen a la tradición, son inamovibles como ta­
les pero pueden variar de pueblo a pueblo, pues cada comu­
nidad puede, y debe, tener las suyas. Dios comunicó esas ver­
dades a nuestros primeros padres cuando pertenecían a una
comunidad natural, inmaculada, cuando vivían en el Jardín
del Edén. Esas verdades han llegado hasta nosotros, genera­
ción tras generación, a través de la palabra. La palabra es, in­
cluso, anterior al pensamiento y, como tal, una de las máxi­
mas donaciones de Dios a los hombres. Se com prende así
que una lengua, cualquier lengua, es mucho más que un ins­
trumento de comunicación, de relación, es mucho más que
algo para entenderse. Una lengua es, en sí misma, la deposi­
taría de un vínculo viejísimo. Adulterarla o, todavía peor, pa­
sarse a otra y perderla es perderse a sí mismo, enajenarse del
vínculo colectivo que nos une con nuestra tradición. Hubo
15
El pa r a íso p o l íg l o t a

un día un paraíso políglota, imaginado, mítico, donde habi­


tábamos felices en nuestras hordas sin saber nada de otras
hordas, a su vez distintas y felices también. Entonces vivíamos,
como irónicamente señalaba Francisco Marsá, “todos sin ara­
do, sin derecho romano, sin latín y sin cristianismo, gozando
de la cultura autóctona, la de antes de venir nadie, absoluta­
mente nadie; cultura pura, genuina, incontaminada”3. Un pa­
raíso expuesto ahora a extraños vientos que lo azotan, lo ajan
y destruyen sus armonías metafísicas. El tradicionalismo, sal­
ta a la vista, es una filosofía qne confía poco en las posibilida­
des de las personas para cambiar o mejorar su entorno. Y se
trata, por supuesto, de una filosofía destinada a consagrar los
privilegios de una determinada casta.
Los tradicionalistas españoles no empleaban sesudos ar­
gumentos para defender la pluralidad lingüística del país.
No hacía falta. Esa pluralidad era algo que emanaba natural­
mente de sn concepción de unas sociedades llenas de parti­
cularismos irrenunciables por la gracia de Dios. Particularis­
mos tan evidentes y naturales que no necesitaban razonarse.
Entre ellos, las diversas lenguas del país. Eran todas rasgo sus­
tancial del patrimonio español. Eran parte de su esencia
(aunque en realidad casi todo se podría explicar por los ro­
manos, porque si no se hubiera muerto el latín posiblemente
no habría hoy tanta pluralidad ni tantas tradiciones lingüísti­
cas; por otra parte, las que a su vez había matado el latín en
Elispania eran algunas). Pero las razones políticas, económi­
cas, históricas en suma, eran inanes: para los tradicionalistas,
España sin dicha pluralidad natural, venida de no se sabía
dónde, no era España.
Un tradicionalista célebre, Vázquez de Mella, lo dijo así
de claro en 1918: “Para todos los actos, no digo literarios,
porque eso nadie lo niega, sino judiciales, para todo, puede
usarse la lengua regional. Repito que las regiones con lengua
propia deben ser pueblos bilingües”4. Lo que no decía Váz­
3 Francisco Marsá, 1986, p. 94.
4 Femando González Ollé, 1995, p. 53.

16
J u a n R a m ó n L o d a r es

quez de Mella en sus encendidos discursos es que la única


manera de mantener en 1918 las lenguas patrimoniales en
territorio bilingüe, las tradiciones hechas verbo, era a costa
de mantener muchos analfabetos, dada la pobre organiza­
ción escolar española de esos años.
Tanto daba, porque el analfabetismo ha sido también
tradicional en España. Las ideas del mellismo no eran una
novedad. Veinte años antes otros núcleos extremadamente
conservadores de la sociedad catalana, como el Instituto
Agrícola de San Isidro, Fomento del Trabajo o la Liga de De­
fensa de la Industria y el Comercio, ya habían expresado su
opinión al respecto: “Se dividirá el territorio de España en
grandes regiones de limitación natural, por su lengua y por
su historia”5. Petición incoherente donde las haya, porque
los territorios no tienen lengua, claro está, la lengua es de las
personas que los habitan y si una persona es bilingüe (como
eran los propios de “Fomento”), ¿por dónde se la divide?
Otro tradicionalista, esta vez de la rama del jaimismo, Julio
Urquijo, fundó, en 1907, la Revista Internacional de Estudios Vas­
cos, dedicada a recuperar las tradiciones eusquéricas perdi­
das o a punto de perderse. Una valiosa revista, por cierto. An­
tes que Vázquez de Mella, antes que los de Fomento, el
diputado carlista por Valencia don Manuel Polo y Peyrolón
pedía al gobierno, en 1896, que en las provincias donde se
hablara “algún dialecto regional” se exigiera a los maestros
de cada lugar conocerlo, porque sería la única manera de co­
municarse con sus alumnos6.
Como medio para salvaguardar las tradiciones patrias, las
ideas escolares de don Manuel Polo no estaban nada mal, ya
que por aquellos años ningún maestro de fuera iba a pasar
por el trance de aprender valenciano, vizcaíno, guipuzcoano
o una lengua gallega y otra catalana sin norma común (¿dón­
de? ¿cómo se aprendían esas lenguas si uno no era de la tie­
rra?). Los maestros serían todos de la provincia, estarían fa-
5Jordi Pujol, 1981, p. 25.
6 Femando González Ollé, 1995, p. 51.
El pa r a íso p o l íg l o t a

cuitados para enseñar por las autoridades locales y sin necesi­


dad de selección ni competencia con gentes de fuera, por lo
mismo, váyase a saber con qué formación pedagógica y pro­
bablemente dispuestos a hacer de las escuelas un foco de cul­
to a los valores regionales... y un vivero de apoyos futuros
para la capilla tradicionalista.
Lo más sorprendente del caso es que las avanzadas ideas
de la pedagogía carlista hayan llegado, un siglo después, mu­
cho más lejos de lo que don Manuel hubiera podido imagi­
nar. De quince años a esta parte, han aparecido diputados
de todo signo que consideran asunto de sumo interés que
los niños aprendan incluso usos lingüísticos locales, usos
cuyo único valor, para qué vamos a negarlo, estriba en que se
han conservado casi intactos en su pueblo o en su comarca a
lo largo del tiempo, lo que en un país como España, tradicio­
nalmente lleno de analfabetos, tampoco es tanto mérito. El
programa lingüístico del tradicionalismo ya lo resumió Mi­
guel de Unamuno hace noventa años, cuando se refería a
que el ideal de ciertas gentes sería ver cada pago con su len­
gua rústica.
Con todo esto, no hará falta extenderse mucho más para
advertir que el pensamiento lingüístico y pedagógico del con­
servadurismo español más recalcitrante está de última moda
en España. Es una moda unánime. No admite réplica en nin­
gún credo. Aunque bien mirado, más que de una moda, se
trata de un vestigio característico de nuestro ser político.
Conque lo que se planteó, y tal como se planteó, en la Consti­
tución de 1978 y en las leyes de lenguas a las que, amparadas
en la vaguedad constitucional, se iba a dar paso a renglón se­
guido en Cataluña, Galicia, País Vasco, Navarra, Valencia, Ba­
leares, Aragón y Asturias (si no me dejo ninguna Autono­
mía) no responde a una novedad en sí, y en el fondo ni
siquiera a la corrección de vejámenes derivados de la dicta­
dura franquista (porque las historias en este punto son dis­
tintas a como las cuenta el tópico). Lo que se replanteó en
1978 es una situación que viene de mucho más allá de Fran­
co y de mucho más allá de la Segunda República: es la restau-
18
J u a n R a m ó n L o d a r es

ración lingüística de una España foral muy vieja, en la que los


movimientos hechos para comunicar e igualar a los natura­
les han tenido siempre difícil ejecución.

M odernid ades muy antiguas


Cuando en 1978 se discutía la normativa lingüística cons­
titucional hubo ideas para todos los gustos. Las peticiones
más extremas de división de territorios por lenguas solían ve­
nir de los nacionalistas. Pero no eran patrimonio exclusivo
suyo, ni muchísimo menos. La nueva tradición era más am­
plia y andaba también en los bancos de la izquierda. La tradi­
ción en España no tiene un color político concreto. A Lluis
María Xirinacs i Domenec, del Grupo Mixto, se debe esta
idea: “Las lenguas oficiales de la Confederación serán aque­
llas que sean oficiales en cada uno de los Estados. Ningún
ciudadano está obligado a conocer otra lengua que aquella
que determine su Constitución Nacional”7. Da toda la impre­
sión de que don Lluis María estaba imaginándose la Balcania
Ibérica. En realidad, de lo que se trataba era de promover la
construcción de una España plurilingüe genuina, sin lengua
común posible, y que habitaba en la cabeza de más de un so­
ciolingüista de aquellos años, como sigue habitando todavía.
Era —y es— el ideario absoluto del tradicionalismo, el refi­
namiento máximo.
En muy parecida línea estaban los diputados de Minoría
Catalana: “En los territorios autónomos de España de len­
gua distinta al castellano cada Estatuto de autonomía deter­
minará el carácter oficial exclusivo o transitoriamente coofi­
cial con el castellano de la respectiva lengua”. Se añadía a
renglón seguido otro artículo por si no prosperaba el ante­
rior: “Todos los residentes en dichos territorios tienen el de­
ber de conocer y el derecho de usar aquellas lenguas”8. Estos
7 Fernando González Ollé, 1995, p. 59.
8Ibídem, p. 58.
El pa r a íso p o l íg l o t a

párrafos están jurídicamente muy bien pensados, quiero de­


cir que se redactan con la debida oscuridad, porque en Espa­
ña no hay puramente “territorios autónomos de lengua dis­
tinta al castellano”: hay más bien territorios donde, además
del español, se pueden oír otras lenguas, o viceversa. La
idea del derecho a usarlas está muy bien; el deber de conocerlas se
entiende peor, porque si uno no tiene necesidad de ello y no
le interesa conocerlas, ¿por qué se le va a obligar? ¿Para qué?
Una lengua no se aprende por obligación ni por mandato le­
gal, se aprende por necesidad o interés.
Elabía quien iba más lejos en sus enmiendas. Los socialis­
tas aragoneses pedían el reconocimiento oficial de modali­
dades lingüísticas locales, habladas en su absoluta pureza por
algunos ancianos de la tribu, gente venerable, sin duda algu­
na, tal vez con más de cien primaveras a sus espaldas vividas
todas ellas en sus comarcas pirenaicas. Se trataba de hablas
dialectales sin ortografía común, sin gramática, sin vocabula­
rio culto, sin literatura digna de tal nombre pero que, para
los socialistas de entonces, podían y debían ser lenguas de
gobierno. Ignoro qué ni a quiénes iban a gobernar con ellas.
Tal vez esto era lo de menos.
Vistas las ideas que se barajaban por aquellos años, todo
indica que el compromiso al que se llegó en la redacción de­
finitiva del texto constitucional evitaba la parcelación lingüís­
tica que el tradicionalismo acérrimo quería conseguir desde
un principio. Se respetó el español, nominalmente castellano,
con el imperativo de que todo ciudadano debía saberlo. Lo
que no obstaba para que en los respectivos estatutos pudie­
ran avanzarse leyes destinadas a recortar las atribuciones de
la lengua común, hasta donde los poderes autónomos enten­
dieran que era conveniente. La Constitución del setenta y
ocho era en esto ambigua —porque el problema de las len­
guas de España no era tan importante— pero lo que en ella
se decía al respecto dejaba amplio margen para el sentido co­
mún. Ante un texto constitucional que apelaba a asuntos mu­
cho más trascendentales, no se iban a examinar estos artícu­
los concretos con lupa.
J u a n R a m ó n L o d a r es

Por curioso que parezca, toda la discusión de lenguas en­


tre sus señorías, con sus refinamientos bizantinos, sus alambi­
camientos jurídicos, sus dimes y diretes, se llevaba a cabo en
uno de los países con más analfabetos de Europa y con ma­
yor número de gente ayuna de cualquier tipo de instrucción
en pleno 1978. Esto en la lengua común, pues si se entrara en
el analfabetismo de las particulares los números darían vérti­
go. Eramos como el maestro Ciruela, no sabíamos leer y pusi­
mos escuela. Se estaba reconstituyendo un país políglota
para uso y disfrute de analfabetos. Nada tiene de particular,
por otra parte: como habrá ocasión de ver, en la historia de
España la conservación de lenguas particulares está ligada a
la conservación de analfabetos generales en todo el dominio
nacional. Son dos caras de la misma moneda y no se entien­
de un fenómeno sin otro.
Incluso si se considerara muy fríamente, parte de lo que
se hizo desde el setenta y ocho en adelante fue una especie
de glorificación del analfabetismo patrio. Se declararon bie­
nes de interés cultural, respetables y dignos de protección, se
consideraron aptos para la administración y el gobierno, idio­
mas en los que muy pocos ciudadanos (a veces, menos que
pocos) podían entenderse, leer ni escribir. Esto indepen­
dientemente de que a muchos no les interesara gran cosa el
nuevo bien porque ya se apañaban con el español de toda la
vida, lengua de menor raigambre cultural, sin duda, pero
mucho más práctica.
Lo que algunos se disponían a recuperar —interpretando
a su modo las inevitables ramificaciones legales y las impre­
cisiones a las que irremediablemente daba lugar el mandato
constitucional— fue una gloriosa particularidad española
que algunos creíamos afortunadamente olvidada: la posibili­
dad de trazar fronteras humanas entre los españoles, de ce­
rrar espacios a la libre y fácil circulación de ciudadanos levan­
tando por aquí y por allá aduanas lingüísticas. La posibilidad
de diferenciarnos según procedencia regional, de obligar­
nos a lealtades idiomáticas, de inaugurar un régimen de ser­
vilismo, esta vez a unas particularidades culturales cuando se
21
El p a r a íso p o l íg l o t a

habían acabado otras servidumbres. Un enriquecimiento sin


precedentes, desde luego, que le debemos al nuevo tradicio­
nalismo. Con todo, nos hemos empobrecido. Hace muchos
años campesinos gallegos, catalanes, vascos, navarros, levan­
tinos, baleares, leoneses, asturianos, aragoneses, incluso al­
gunas gentes del campo zamorano, extremeño, andaluz o
murciano hablaban español mal, muy mal, si es que algunos
de ellos lo necesitaban alguna vez en sus vidas. Hasta recupe­
rar esta riqueza genuina nos queda mucha tarea por delante.
Las leyes destinadas a recortar las alas de la lengua común
—que en ocasiones se aplican como meros instrumentos de
control social— no han levantado mayor escándalo público,
acaso ciertas polémicas y la indignación de algunos particula­
res y asociaciones, tachados rápidamente de fachas y ret rógra­
dos, por lo mismo humillados, amenazados, perseguidos, apa­
leados y hasta tiroteados. Pero la opinión pública ha asistido a
su promulgación con complacencia, incluso con la satisfac­
ción del deber cumplido, con el convencimiento de que así se
estaban reparando injusticias seculares cometidas en nombre
del español y a su costa.
De modo que hasta el Tribunal Constitucional, que ya es
decir, entendía hace pocos años, al considerar la constitucio-
nalidad de la Ley de Normalización Lingüística de Cataluña,
que de la lectura de lo que la Constitución dice sobre las len­
guas de España no se genera un pretendido derecho a reci­
bir las enseñanzas “únicamente en castellano” allí donde
éste contacte con lo particular. Entendía asimismo —para
el caso concreto de Cataluña— que “aunque no exista el de­
recho a la libre opción de lengua vehicular de la enseñanza”
eso no deja gravemente desamparado al ciudadano. Salvo
dos magistrados que votaron en contra de tales interpreta­
ciones, ésa era y es la doctrina constitucional9.
Hasta aquí ha llegado el nuevo tradicionalismo lingüísti­
co, es decir, hasta hacer que un Tribunal Constitucional de
hoy reconozca, casi unánimemente, que la comunidad de len­
9 El País, 24 de diciembre de 1994, pp. 12-16.
J u a n R a m ó n L o d a r es

gua pueda tener sus limitaciones en algunos territorios, que


en éstos se le imbuya al ciudadano el idioma declarado terri­
torialmente propio, aunque no sea propio, a veces, para un
número muy notable de la población (cuando no para su
abierta mayoría, como es el caso del País Vasco); y que en al­
guna parte de España no existe un derecho fundamental,
pero que tal carencia no es tan grave. Se daba a entender que
tampoco convenía mostrarse muy quisquillosos al respecto,
pues los nacionalistas catalanes habían amenazado con un
conflicto civil si el fallo constitucional no se plegaba a sus ne­
cesidades10. A casi todos, este asunto nos ha parecido feno­
menal. Nos hemos ido mostrando a lo largo del proceso, en
palabras de Francisco Ayala, “aquiescentes, sumisos, obse­
cuentes o acoquinados”11. Quién sabe si porque para mu­
chos no ha habido otro remedio.

M aneras de c ontar la h isto ria

Lo más curioso del caso es que las pretensiones lingüísti­


cas de este nuevo tradicionalismo que disfrutamos están ba­
sadas, si no en una abierta mentira, sí en unas verdades ad­
ministradas con cuentagotas. La mayoría de los españoles
considera que, efectivamente, ha habido un trato injusto y ve­
jatorio para las lenguas minoritarias, un trato que se debe a la
intromisión castellanista más grosera. Aunque la realidad sea
otra, aunque la comunidad lingüística se haya conseguido,
esencialmente, por necesidad e interés, aunque en la dismi­
nución del catalán tras la posguerra hayan intervenido seña­
lados catalanohablantes que participaban, asimismo, en el si-
lenciamiento de otras gentes e ideas que se expresaban en
español. Aunque muchos vascos no hayan hablado nunca
ninguna de las variedades del éusquera porque en sus pue­
blos se dejaron de hablar en el siglo xm (si no antes), o por­
10 Federico Jiménez Losantes, 1995, pp. 431-438.
11 “Defensa y abandono del idioma”, El País, 11 de abril de 1991, p. 11.
El p a r a íso p o l íg l o t a

que en ellos se gestó el castellano viejo. Aunque el gallego en


Galicia fuera algo propio de la gente de las aldeas, digno de
olvidar para el género urbano... pues bien, a pesar de todo
eso, el mito de la desmesura castellana subsiste, se le buscan
nebulosos antecedentes en Felipe V o en Carlos III y conse­
cuentes en Franco (como si lo más grave que hubieran hecho
el dictador y su capilla hubiera sido perseguir lenguas, en vez
de perseguir hablantes). Además, la historia de esta desmesu­
ra se vende con algún éxito fuera de nuestras fronteras.
Pero no sé si el producto de la venta nos favorece y nos
deja en el lugar de los países civilizados donde queremos es­
tar. En un valioso libro dedicado a la lengua inglesa, que ha
sido celebrado entre el público anglohablante, se puede leer
esto que les traduzco a propósito de lo sensible que se vuelve
alguna gente cuando se le toca la fibra de las lenguas:
Hasta febrero de 1989, la organización independentista vas­
ca ETA (‘Patria Vasca y Libertad’) ha cometido 672 asesinatos
en pro de la soberanía cultural y lingüística del pueblo vasco.
Aunque nos repela la violencia, es comprensible el resenti­
m iento que puede aflorar en las minorías lingüísticas. En tiem­
pos de Franco uno podía ser detenido y encarcelado por ha­
blar vasco12.
Hasta aquí la versión para el extranjero. No sé quién pro­
paga estas versiones. Debe tratarse de algún idólatra de las
lenguas. Considerado el asunto sin idolatrías ¿qué importan­
cia puede tener una lengua en años cuando no importaba
una vida? Eran años lingüísticamente paradójicos, desde lue­
go: había gente que sólo sabía hablar español y era detenida
y encarcelada por gente que sabía hablar vasco o catalán. In­
cluso había vascohablantes y catalanohablantes que, a su vez,
detenían y encarcelaban a otros vascohablantes y catalanoha­
blantes. Era un régimen rarísimo, verdaderamente. No se
puede explicar de dónde salió, ni cómo se sostuvo.
12 Bill Bryson, 1991, p. 33.

24
J ua n R a m ó n L o d a r es

A mi juicio, el éxito de estas medias verdades se produce


en España porque en el recurso a las diferencias lingüísticas
y culturales encuentra hoy el nuevo tradicionalismo argumen­
tos legitimadores mucho más aceptables para gente liberal
de los que podría hallar en otros campos en los que igual­
mente se ha fijado ayer, pero sin curso posible en la actuali­
dad, sean las diferencias biológicas o raciales (a las que si­
guen apelando algunos integrantes del Partido Nacionalista
Vasco), sean las diferencias religiosas, sean las diferencias
por costumbres, vestimenta, usos o gustos, donde es muy difí­
cil dividir, y pretender la dominación de la ciudadanía, sin
que cause risa.
El resquicio lingüístico, sin embargo, persiste. De su mate­
ria se labran auténticas ruedas de molino con las que comul­
ga, prácticamente, la parroquia entera: casi todos se admiran
cuando alguien dice que un vasco genuino debe tener tal
tipo de cráneo y tal tipo de sangre. Pero escuchan con natu­
ralidad la idea de que un vasco genuino tiene que saber éus­
quera o, por lo menos, ponerse a estudiarlo con la mejor de
las voluntades. Pues bien, las dos ideas totalitarias, la racial y
la lingüística, parten de las mismas fuentes y, aún más, fluyen
según épocas y modas en descabelladas teorías, según las
cuales esos vascos de pura raza, sangre y lengua provienen de
un nieto de Noé (el del diluvio), o del ancestro Aitor (que es
un invento hasta en el nombre que lleva), o han venido de la
Atlántida (que hoy está debajo del agua pero ayer fue la pa­
tria vasca primitiva). Sólo faltan ya los extraterrestres. Ni
Noé, ni Aitor, ni la Atlántida se llevan ahora (¿imaginan a un
político nacionalista diciendo algo así?); lo de la raza casi tam­
poco. En cambio, lo de la lengua se oye casi todos los días. Se
exige... y se acepta, ¿por qué? No encuentro otra explicación
general para el caso que la que daba el vascólogo Luis Michele-
na en el sentido de que los prejuicios y opiniones erróneas de
personas cultas son más numerosos y groseros en materia lin-
güísüca que en cualquier otra disciplina13. Esto es inapelable.
13 Luis Michelena, 1988, II, p. 902.

25
El pa r a íso p o l íg l o t a J u a n R a m ó n L o d a r es

El pensamiento supersticioso que anima al nuevo tradi­ to con él en sus artículos de costumbres. Como el tipismo
cionalismo ha ido a alojarse ahora en las lenguas, en las cul­ catalán podía molestar en su propia tierra a Piferrer o a Ma­
turas, en la identidad y la razón filológicas, cuando ya casi no nuel de Cabanyes, quienes se carcajeaban de la literatura fol­
cabe en ningún sitio (seguramente, a la espera de ver dónde clórica escrita en catalán. Como el tipismo gallego le podía
pueda alojarse mañana). Amparado en la aceptación que en­ parecer simple paletería insufrible a Juan Sieiro hace ciento
cuentra en estas parcelas, y en la ignorancia general que exis­ veinte años. Pero, por lo general, nadie en la España decimo­
te sobre ellas, actúa políticamente de acuerdo con estos prin­ nónica ha considerado el tipismo como elemento erradica-
cipios de error y prejuicio con beneplácito casi general. ble en pro del interés común y nada ha ocurrido digno de su­
Quienes, sin embargo, no se han acogido a tal corriente brayar en la conjunción económica o política del país que lo
tradicionalista, ni al tópico de las esencias e identidades, han liquidara más allá de los rasgos de rusticidad muy visibles.
tendido a pensar que las lenguas ni eran patrimonio natural
o esencial, ni definían a ningún pueblo o cultura —concep­
tos estos ya de por sí imposibles de definir— ni eran, ni son, P in to resq u ism o d ic h o so
una riqueza en sí mismas. Las lenguas estaban más bien suje­
tas a los avatares de la sociedad y a los intereses de la gente. Cuando los viajeros decimonónicos circulaban por Espa­
De modo que si el interés de muchos que no lo dominaban ña, a cada paso todo les parecía singular y típico. Le sucedió al
pasaba por el español, había que facilitarles el tránsito hacia alemán Humboldt. Le sucedió al norteamericano Washing­
esa lengua y su dominio genuino, aunque en el viaje segura­ ton Irving y al diplomático r uso que lo acompañó en sus viajes
mente se perdieran otras formas de expresarse. La ciudadanía por nuestro país, donde veían paisanos mucho más arabiza-
no estaba obligada a dar cada paso calculando si se traiciona­ dos que romanizados, más africanos, en su soledad y salvajis­
ba, o no, a la tradición y al abolengo. Nada estaba trazado por mo, que europeos. Le sucedió a Stendhal, para quien en Es­
los siglos de los siglos según una herencia lingüística, cultu­ paña se conservaban los últimos tipos genuinos, naturales,
ral, foral, natural y divina que pesaba como una losa caída alejados de la uniformidad y civilidad napoleónicas entre las
del cielo y con la que uno estaba identificado de la cuna a la que él mismo flotaba por el centro de Europa. Yle sucedió al
sepultura. La realidad era que, en las lenguas, los vínculos barón Davillier, viajero francés, que se despidió emocionado
económicos, el interés y la necesidad de entenderse, los asun­ del que, a su juicio, era el último vestigio puro del pintores­
tos materiales, en suma, pesaban más que aquellos lazos gase­ quismo europeo. Según lo que relata en su viaje, tenía toda la
osos trazados en el vacío por el espíritu, la naturaleza y la ley razón. Éramos eso: una especie de reserva antropológica. Es
divina. más, parece que nos gustaba serlo. Todo ello sucedía por­
Pero estas corrientes apenas han tenido peso. Han sido que, cuando el barón viajaba por aquí, los mismos círculos
más bien raras, como si fueran poco españolas. Antiespaño­ sociales que en su país llevaban adelante una decidida cen­
las incluso. Traían en sí el germen de una maldición que se­ tralización administrativa y fomentaban afinidades cívicas en
caría los tuétanos del santuario tradicionalista y agostaría su el plano ideológico y en el material, eran los que en España
inmaculado paraíso políglota, una penitencia mucho peor se dedicaban a exaltar el valor de la tradición, el amor a la pa­
que la de Babel: una penitencia que consistía en entenderse. tria chica, las virtudes del regionalismo y, aún más, del servi­
El tipismo, el casticismo nacional al estilo castellano viejo, lismo aldeano. Los viajeros por Europa, hartos de ver espíri­
podía molestar a gente como Larra, quien se despachó a gus­ tu público, estaban ansiosos de ver espíritu de campanario
26
El pa r a íso p o l íg l o t a

que, si no hay que sufrirlo, da sin duda alguna más colorido a


los libros de viajes.
Al tradicionalismo no le va la innovación en absoluto por­
que la innovación, si es para aunar criterios y comunicarlos,
no deja de ser en el fondo su enemiga acérrima, a la que se
tilda de uniformismo empobrecedor. Este orden gregario,
donde el autoritarismo y el servilismo viajan juntos, debe ir
acompañado en ocasiones de una dosis de mando, a ser posi­
ble con militares metidos a políticos, gente firme, cirujanos
de hierro. El último ejemplo entre nosotros ha sido el fran­
quismo. No puede decirse que haya contradicción real entre
el franquismo y los amantes de lo tradicional, pues una de las
características típicas del tradicionalismo ha sido la de dar a
los militares un poder político desmedido en momentos con­
cretos. Un poder destinado a la resolución de conflictos que
se disfrazan con retórica diversa: hace un siglo era la España
colonial, hace sesenta años la España una y los nuevos aires
imperiales.
Tras la colonia, tras la unidad, tras el imperio suele estar la
misma tradición defendiendo sus intereses. De modo que si
hay quien piensa que el unitarismo franquista era la unidad
patria por la unidad patria, la unidad y la uniformidad me-
tahistóricas que ahogaban, dictatorialmente esta vez, las natu­
rales aspiraciones democráticas y de gobierno autónomo de
los naturales pueblos de España, creo, modestamente, que
está equivocado. Más bien lo que late en el fondo de aquellas
apelaciones a la unidad indisoluble es un concreto interés
económico, de unos concretos grupos sociales, en un concre­
to momento. Un movimiento político de corte unitarista de
otro tipo, probablemente, sí habría entrado en agudo conflic­
to con el núcleo de la tradición española. El franquismo, no.
Por lo demás, el franquismo andaba en la misma línea de la
España tradicional con sus diversidades enriquecedoras y
pintorescas, sólo que hermanadas, sin miras revolucionarias
y con personas de orden al frente.
Al final, tras esa etapa, la España tradicional de pueblos y
gentes diversas se ha reconstruido con una facilidad pasmo­
J u a n R a m ó n L o d a r es

sa. Hoy luce sus particularidades subrayadas. Incluso apare­


cen consejerías políticas diversas dispuestas diversamente a
fomentar la tradicional diversidad. La reconstrucción del oasis
foral no admite discusión ninguna, ni a derechas ni a izquier­
das, a no ser que esté uno dispuesto a convertirse en enemi­
go del pueblo.
Así que la España lingüística que se nos presenta ahora
como el colmo de la modernidad, con sus cinco lenguas ofi­
ciales y sus otras muchas variedades dignas de especial pro­
tección por los gobiernos autónomos que así las declaran es,
en esencia, una España antiquísima. La que pintaba Urquijo,
para su disgusto. La de los tradicionalistas revestidos ahora
de nacionalismo. La de siempre. Una España cuyas lenguas mi­
noritarias se conservan no por una voluntad colectiva, secu­
lar, democrática, de oponerse a la usurpadora presión caste­
llana en sus tierras, sino más bien porque ningún castellano,
o muy pocos, pasaron por ellas y porque no hubo ninguna
organización de peso que rompiera la tradicional foralidad
de los reinos y facilitara que los españoles sintieran mucha
necesidad de entenderse.
La gente que no circulaba se conservaba pura: sólo habla­
ba su lengua y era un público, por lo común, analfabeto, no
aprendía cosas nuevas, no oía a otros, no leía a ninguno y,
preservándose en su paraíso políglota, incomunicado e in­
comunicable, ayudaba a mantener el orden tradicional y la
sociedad inmóvil. Aproximadamente lo mismo ocurría en
América. La impresión que da el recorrer estos dos siglos de
historia lingüística es que cuando a tan pintoresco conglo­
merado nacional y tradicional se le han injertado ramas don­
de podría haber arraigado la idea de una comunidad de in­
tereses o un espíritu público, parece que se han rechazado
de obra o de palabra, se han quedado muy débiles. Como si
esas ramas fueran algo ajeno a su ser. Pero ahora mismo, in­
cluso los injertos comunitarios que parecerían mucho más
potentes e importantes entre la gente que los de una lengua
para todos, o que los de un Ministerio de Educación o de
Cultura (institución esta que con frecuencia se pone en entre­
El pa r a íso p o l íg l o t a

dicho), injertos tan definitivos como los de una selección na­


cional de fútbol, se me acaba de ocurrir, también empiezan
a molestar y ya nos dicen que en Gran Bretaña, cuna de este
deporte, no hay más selección que las particulares de cada
reino.
Sin embargo, no se pierda de vista que si nos fijáramos en
ciertos particularismos tradicionales —pongamos por caso los
tan traídos y llevados bienes de interés cultural, que así se de­
claran en ocasiones— resulta que, en realidad, más que ser
bienes por cultivo lo son por aislamiento, porque se han que­
dado ahí solos, sin mezclarse, únicos, inmóviles. Como esas
hablas recónditas, propias de algún verde valle asturiano, ara­
gonés, navarro, leonés, extremeño, murciano, que ayer fue­
ron la delicia de filólogos como hoy lo son de políticos. Pero,
en sí mismo, todo eso no es cultura sino más bien lo contra­
rio, o sea, rusticidad. Esto da igual, por otra parte: con mucha
manga ancha se considera hoy en España cultura a lo que
apenas pasa de tradición popular. Mientras que la cultura re­
levante, la que de verdad ha producido el mundo occidental
—lo cito por ser en el que estamos— en todas sus manifesta­
ciones humanísticas y científicas, cultura de la que algunos
españoles han aprendido mucho sin contribuir a ella nota­
blemente, no por casualidad ha venido de quienes cerraron
la puerta a la particularidad y se la abrieron a lo común. Como
lo están haciendo hoy.
Se entiende bien que muchas personas miren con simpatía
la centralización europea que se avecina y estén dispuestas a
entenderse en lenguas de esas con las que te puedes mover
entre millones y millones de gentes uniformadas cultural­
mente, pero que se entusiasmen con esto los trazadores de
fronteras humanas que abundan en el mundo político e inte­
lectual español sí que es un tema digno de estudio. No le co­
rresponde a este libro.
II
La f i e r e z a d e l l e ó n

H a y una comprobación curiosa, fácil de hacer, y que guar­


da relación con el capítulo anterior. Si se compara la pobla­
ción española de hace seis o siete siglos con la actual se verá
qué poco ha cambiado, en términos relativos, nuestra distri­
bución geográfica y demográfica. Hay que ser prudente con
los recuentos antiguos, pero entre los, aproximadamente,
cinco millones de habitantes de entonces y los cuarenta de
ahora hay una correspondencia que resulta equilibrada. Si el
grupo de gallegos era ayer de un cinco por ciento, más o me­
nos, ése es el que queda hoy; no se ha movido o ha crecido
muy poco. Así para el resto. Del ayer sólo falta un grupo: el
musulmán. Desaparece sin dejar rastro y eso que era sólo algo
menor que el que formarían todos los aragoneses, valencia­
nos y catalanes juntos. Desaparece, ya se sabe, porque sobre
él se cernió una rígida política de asimilación cultural, reli­
giosa y lingüística. Como epílogo, se expulsó de España a los
recalcitrantes. ¿Qué relación tiene esto con las lenguas? Pues
que si la gente se ha movido poco, las lenguas también.
Nunca ha habido un censo lingüístico de España hasta
hace seis años1. Aunque también haya que ser prudente con
este tipo de datos, se comprueba que en la actualidad hay
casi un cuatro por ciento de españoles que podrían enten­
derse en gallego. Los mismos que podían entenderse, con al-
1 Miguel Siguán, 1994.

31
El pa r a íso p o l íg l o t a

gvma dificultad, por cierto, y si es que llegaban a encontrarse


alguna vez en necesidad de hacerlo, hace seiscientos años.
Más o menos sirve lo mismo para otras lenguas. Quienes en
la carrera de los idiomas no han podido hacer de sus hablas
todavía asunto de interés nacional, como leoneses, asturia­
nos o aragoneses, conservan en sus valles y montes usos que
hoy son locales pero que, en las debidas condiciones, hasta
podrían dar lugar a nuevas lenguas romances. No es que quie­
ra dar ideas, pero si los españoles nos propusiéramos recons­
truir la España lingüística del siglo xrv como curiosidad turísti­
ca, con el fin de dar mayor veracidad a esas cenas medievales
que se celebran por aquí y por allá, nos resultaría una tarea
muy simple y propia de nuestro genio porque, como expli­
caba Antonio Tovar: “En España hasta el siglo XX, las lenguas
eran habladas en su mayoría por analfabetos, y se heredaban
principalmente por tradición oral, como en los tiempos pri­
mitivos”2.
Como en los tiempos primitivos, efectivamente. En la Es­
paña antigua uno hablaba su lengua y ya bastaba. Por lo ge­
neral, uno permanecía en su pueblo entendiéndose con los
de su pueblo y no hacía falta entenderse mucho más allá.
Pero de la España antigua a la actual ha sucedido algo nove­
doso que nos muestra el censo de 1994 (aunque ya lo sabía­
mos desde mucho antes): si los demás grupos humanos con­
servan sus lenguas, al final todos han hecho cosa común de
la lengua que era de un grupo solo, si bien el más numeroso.
En otras palabras: una persona de Padrón, otra de Tolosa,
otra de alguna Pola asturiana, otra del Valle de Ansó, otra del
Alto Palancia, en Castellón, y alguna otra de Riudoms, en Ta­
rragona, tendrían ayer muchas más dificultades para enten­
derse entre ellos de las que tienen hoy. La facilidad se llama
español o castellano. Que yo prefiera, como más propio, el pri­
mer nombre da igual, porque en el fondo el nombre no disi­
mula el dato simplísimo de que hoy, gracias a esa lengua, nos
entendemos mucho mejor que ayer.
2Antonio Tovar, 1980, p. 225.

32
J u a n R a m ó n L o d a r es

¿Por qué se hace común una lengua? ¿Para qué? ¿Cómo?


Un proceso complicado, desde luego. En esencia, una len­
gua se comunica porque el grupo que la habla la hace intere­
sante para quienes no la conocen. Interesante y necesaria. La
fuerza política, económica o militar de ese grupo produce
circulación humana, contactos, relaciones que hacen que su
lengua atraiga a quienes no la hablan. A menudo dicho pro­
ceso se acompaña de facilidades, o en su caso exigencias, para
que esa lengua se aprenda y mucha gente pueda comunicar­
se en ella. El español ha llegado a ese singular club que hoy
forman sólo unos pocos idiomas en el mundo sin escaparse
de esa ley, como no se han escapado los otros miembros: cir­
cular, interesar, facilitar o exigir. Pero por ese orden: que yo
sepa, no hay cuento de una lengua que se haya hecho grande
porque a sus hablantes se les ocurriera, sin más, exigírsela a
los vecinos, o a los vencidos, por gusto de que la hablaran,
para fastidiarlos y sin que éstos vieran en su adquisición con­
trapartida alguna de provecho. En todo este proceso, la his­
toria de las lenguas tiene tales vericuetos, paradojas y laberin­
tos que la lógica sirve a menudo de muy poco. Aunque en la
historia de las lenguas siempre hay una lógica que se llama
necesidad.
Pero no me interesa ahora desarrollar este punto. Me in­
teresa señalar la contradicción que encierra el contraste de
censos equilibrado entre ayer y hoy, unido al comentario fe­
haciente de Antonio Tovar, con el tópico de que el español
debe su statu quo nacional al decidido apoyo político y al
peso de la ley. Un apoyo y un peso que han facilitado la in­
tromisión anómala de esa lengua en territorios donde quizá,
por la naturaleza de las cosas, no debería haber entrado.
No digo yo que no haya tenido apoyos políticos, pero expli­
cada la cosa así, sin indagar para qué se apoyó o se legisló,
quién, cómo y cuándo, la historia resulta una verdad a medias
que, como se sabe, es la peor de las mentiras. Si se admitiera
ese tópico del apoyo político en la España moderna, exento
de cualquier matiz, cabría preguntarse: ¿Por qué una lengua
privilegiada institucionalmente deja conservados tantos gru­
El pa r a íso po l íg l o t a

pos de lengua materna ajenos a ella, tantas hablas particula­


res, aveces minúsculas, y durante tantos siglos? ¿Por qué se li­
mita a hacerse lengua común, sin liquidar a las que convivían
con ella? ¿Por qué dejó tantos analfabetos entre sus propios
hablantes y entre quienes, sin tenerla como lengua materna,
la hubieran dominado por mero interés, por necesidad, y sin
obligación legal expresa? Desde el tópico no es fácil contes­
tar a todo esto. Pero hay muchos más datos que obligan a re­
flexionar sobre la genuina fiereza de ese león que parece ha­
ber sido el castellano antiguo hasta hacerse omnipresente
español moderno. Es hora de repasar algunos.

U na caja de sorpresas
El español no ha sido lengua oficial hasta la Segunda Re­
pública. Su proclamación “no resulta de un proceso de auto-
afirmación o de irradiación de influencia o de ampliación de
dominios, sino de la presión en ciernes de otras lenguas pe­
ninsulares que reclaman ámbitos de competencia legal hasta
entonces propios del castellano”3. Las lenguas de España na­
cían a la oficialidad al tiempo. El español ha estado siendo
lengua de gobierno durante siglos sin que apareciera taxati­
vamente dictado por ley. Se diga lo que se diga, era un uso
lingüístico sobre el que en ocasiones se dictaban normativas
—porque era la única lengua general del país— con el fin de
facilitar ese carácter de cosa común y facilitar de paso el tra­
to de personas y la circulación de mercancías, no por prurito
de molestar a nadie que no la hablase. Cuando se recupere la
cooficialidad de las lenguas de España en la Constitución de
1978, el español va a perder tranquilamente muchos espa­
cios que tenía ganados no por mandato institucional, ni por
ley, ni por fuerza impositiva, ni por nada de eso, sino por con­
vención. Una convención generadora, como suele pasar, de
normas basadas en la costumbre.
3 Fernando González Ollé, 1978, p. 263.
J u a n R a m ón L o d a r e s

Hasta hace pocos años no ha tenido el español nada pare­


cido a lo que tenían el inglés, el francés, el italiano o el alemán
desde hacía decenios: una institución para su enseñanza
como lengua extranjera. Fundado el Instituto Cervantes a tal
efecto, su primer director, Nicolás Sánchez Albornoz, aclara­
ba que con él “No se trata de hacer una campaña de difusión,
porque el español no la necesita. Y en consecuencia tampoco
vamos a fomentar el aprendizaje de otras lenguas peninsula­
res, aunque si en algún país existe una demanda por alguna
de ellas podremos dedicar parte de la actividad a su enseñan­
za”4. Efectivamente, el español no necesitaba una campaña
de difusión porque ya estaba difundido entre quienes lo ha­
blaban como lengua materna, que son casi los únicos que lo
hablan, pues el español debe su actual posición entre las gran­
des lenguas del mundo a su numerosa prole, sobre todo;
mientras que el inglés o el francés, por citar dos vecinos, se la
deben también a una clientela a la que institucionalmente
atienden desde hace muchos años.
La clientela del español, mucho menor que la de esas len­
guas y que ahora empieza a despuntar, se ha venido cultivan­
do por amor al arte en muchísimos centros extranjeros con
poco apoyo de algún gobierno o institución hispanohablan­
te, convencidos éstos de que el buen paño en el arca se ven­
de. Si por aquellas tierras se enseñaba español eso era... asun­
to particular de los que lo enseñaban. Como sucedió en la
sesión de clausura del Primer Congreso de Hispanistas de
Asia, en 1986, donde un alto cargo del Ministerio de Educa­
ción y Ciencia les dejó a los asistentes las cosas así de claras:
no se les podía mandar material escolar ni métodos de ense­
ñanza porque aquellos países orientales eran un nido de pi­
ratería editorial; en cuanto a los españoles que enseñaban su
idioma por allí, si algún día querían volver a España y que se
les reconocieran sus años de trabajo... allá se las compusie­
ran, no haberse ido tan lejos; a quienes pedían la apertura de
centros para la enseñanza del idioma por aquellas tierras se
4 El Mundo, 1 de abril de 1992. Suplemento Campus, 3.
El pa r a íso p o l íg l o t a

les respondía que no había dinero y, además, a veces había


pocos estudiantes matriculados, conque el esfuerzo no mere­
cía la pena. Así se difunde una lengua. El académico Gregorio
Salvador, que asistió a aquella, por decirlo diplomáticamente,
“lamentable sesión”, dejó constancia de los desaguisados del
señor director general de Relaciones Culturales enviado a
clausurar el congreso5. ¡En qué manos estaba el pandero!
Al menos por los años de su fundación —vistos los trámi­
tes parlamentarios por los que pasó, más las ideas al respecto
de grupos nacionalistas que se recogen en los periódicos del
momento— nuestro Instituto nacía hace nueve años con
una perfecta indefinición parlamentaria entre lo que es un
centro dedicado a la lengua española y un centro dedicado a
las cosas de España. Sin considerar que la primera interesa mu­
cho más que la segunda. No creo, sinceramente, que el insti­
tuto etnográfico de lenguas minoritarias que preparaban los
nacionalistas en el Parlamento tuviera el menor interés eco­
nómico, nada digo del cultural. Sin embargo, ellos creían
que sí. Estaban convencidos de que la España de la tradición,
las lenguas, las culturas, las diferencias y las identidades era
un hito de la modernidad que iba a pasmar al mundo. De
modo que era mejor invertir en un museo políglota que en
un centro para la llana y simple difusión del español. Años
después, el por entonces director del Instituto en Munich,
afirmaba que “el Instituto Cervantes siempre ha estado dis­
puesto a enseñar cualquier lengua española ”6. Pero una institu­
ción así no se funda para enseñar “cualquier lengua españo­
la”, se funda para enseñar la lengua española correctamente.
Quizá los parlamentarios no sabían que, en una encuesta
internacional hecha a estudiantes de inglés, las cinco prime­
ras motivaciones para el aprendizaje de esta lengua eran: que
se había convertido en código internacional, era la lengua
de los negocios, del turismo, de la ciencia y, por todo ello,
daba más oportunidades de trabajo. Las últimas motivacio­
5 Gregorio Salvador, 1992, p. 47.
6 Abe, “Los Institutos Cervantes”, 15 de marzo de 1994.

36
J u a n R a m ó n L o d a r es

nes, a enorme distancia de las citadas, eran la curiosidad por


EEUU, por Gran Bretaña, por el mundo anglohablante y por
la literatura angloamericana7 (si tanto les interesaba EEUU,
considérese el interés por España y sus lenguas varias). Esta
laguna se ha cubierto felizmente, aunque sea con cincuenta
o más años de retraso (un siglo, si nos comparamos con los
franceses). Lo que no podrá tener nunca el español, y ojalá
me equivoque, es un centro parecido a los liceos, colegios o
institutos británicos, italianos, alemanes, franceses que bro­
tan por todo el mundo, donde acuden alumnos de enseñan­
za primaria y media a aprender esos idiomas desde peque­
ños. Son las ventajas de nuestra tradicional foralidad.
La lengua española ha tenido una venerable Academia
trabajando, como quien dice, por el gusto de hacerlo. Como
el sastre Campillo, que cosía de balde y ponía el hilo. Sin po­
der sacar adelante proyectos que requerirían un compromi­
so nacional claro, incluso de instituciones políticas, como el
de un diccionario histórico que todas las lenguas cultas, salvo
la nuestra, tienen ya completado desde hace años. Una em­
presa de ese tipo va mucho más allá de la historia, pues no
hay posibilidad de tener un sólido diccionario moderno sin
el respaldo del archivo integral de la lengua que suelen ser
los diccionarios históricos. De todos los diccionarios de espa­
ñol —pues en el fondo, y aunque algunos no lo confiesen,
todos siguen al académico— lo mejor está en la letra A, pre­
cisamente hasta donde va el Diccionario Histórico de que hoy se
dispone. Para todo esto ha habido unos dineros menguados
hasta hace bien poco, cuando, sobre todo por la aportación
de donaciones particulares fundidas en una Asociación de
Amigos de la Academia, se ha podido poner al día en cuanto a
métodos y equipos de trabajo modernos. Ultimamente se ha
prometido alguna aportación gubernamental. Habrá que ver.
Respecto a su historia, la propia fundación de la Acade­
mia en 1713, con patrocinio de Felipe V, ha sido vista ocasio­
nalmente como la consagración material del propósito uni-
7 Bulletin Celia, 1984, n,° 44.

37
El pa r a íso p o l íg l o t a J u a n R a m ó n L o d a r es

formador castellanista sin tener en cuenta un hecho elemen­ Hace quince años discutían las Cortes de Aragón la posi­
tal: que el primer combate que libró la Academia lo fue con­ bilidad de revitalizar las fablas aragonesas y tal idea captó (y
tra el Consejo de Castilla, muy receloso éste porque aquella sigue captando) los apoyos políticos de tales o cuales grupos.
institución estaba llena de gentes que no eran castellanas ne­ En Asturias pasaba igual con las hablas locales: los bables.
tas. En boca de extremeños, murcianos, andaluces, america­ Pues bien, en esos mismas fechas había en Aragón doscientas
nos, entre gentes de herencia catalana o vasca, más otros cincuenta mil personas, mayores de diez años, completa­
miembros que habían sido viajeros por media Europa, ¿qué mente analfabetas, o sin estudios de ninguna clase. Casi idén­
buen castellano iba a oírse, según criterio del Consejo? Por tica cifra para Asturias. Con todo, ambas regiones no salían
extraño que parezca, perdieron los castizos y la Academia lo muy malparadas en comparación con otras zonas españolas.
fue de quienes hablaban español, vinieran de donde vinie­ Tener un porcentaje numeroso de gente que no sabía leer ni
ran y fueran por donde fueran. Precisamente por ese buen escribir, o que no había recibido ninguna instrucción, pare­
tino en no identificarse, la autoridad de la Academia se fue cía entonces menos preocupante para algunos parlamentos
aceptando, poco a poco, sin prisa pero sin pausa. A los trein­ autónomos que las irrenunciables señas de identidad con fa­
ta años de su fundación ya era la voz más reconocida sin que blas y bables. Y para doce mil personas que podrían malen-
nadie hubiera obligado a nadie a reconocerla, sin leyes de len­ tenderse en alguna de las múltiples variedades dialectales de
guas, mandatos, obligaciones ni multas: por simple deporte. la fabla aragonesa (según sus cuentas, porque un hispanista
Hace dos siglos España partía de una situación de analfa­ alemán que estudió aquello con detenimiento sumaba bas­
betismo masivo, como la mayoría de los países de su entorno, tantes menos), junto a los que pudieran hacerlo en los diver­
por cierto. Desde entonces, siempre ha ido muy por detrás sos bables, había disposición para ponerse a redactar dictá­
de ellos a la hora de enseñar a leer y escribir. En 1975 sólo menes, informes, organizar debates parlamentarios, fundar
nos superaban en analfabetos, por muy poco, Portugal, Gre­ academias regionales y gastar dinero público, como prácti­
cia y Yugoslavia. En la Francia de la Revolución sólo un trein­ camente nunca se había hecho para instruir a la gente en
ta por ciento de la población tenía el francés como lengua español: medio millón de aragoneses y asturianos ayuno de
materna, pero en ciento cincuenta años se había enseñado enseñanza era la prueba. Esto se llama aprovechamiento de re­
francés a todo el mundo y se había acabado con el analfabe­ cursos humanos. Resultará que por la misma puerta por la
tismo. A finales del xvm, cerca del ochenta por ciento de los que han salido el latín y el griego, ya que estamos hablando
españoles tenía como lengua materna el español; ciento cin­ de lenguas, entrarán en algunas escuelas españolas hablas lo­
cuenta años después todavía quedaba alrededor de un veinte cales declaradas bienes de interés cultural. Con el cambio, el
por ciento de analfabetos absolutos. Si se les suman los anal­ enriquecimiento de nuestras escuelas será fastuoso. Es eviden­
fabetos funcionales —los que sabiendo las reglas básicas de te que las lenguas clásicas no las habla nadie; sin embargo, al­
lectoescritura no son capaces de interpretar lo que leen, ni gunos bienes de interés cultural tienen unos miles de ha­
escribir más allá de dos líneas con mediana coherencia—, blantes (que prefieren entenderse en español, todo hay que
“comprobamos que casi la tercera parte de la población se decirlo). Si los bienes de interés cultural no cuentan en sus fi­
encuentra ante la gravísima situación de no comprender ni las con tipos como Aristóteles o Cicerón, tienen a Pachín de
interpretar la realidad”8. Melás o a Pepín de Pría, que tampoco están nada mal.
Se puede entender que haya en España quien piense que
8 Roberto Aparici, 1989, p. 20. ante las coplas baturras de Sixto Celorrio no hay Eneida de
39
El. PARAÍSO POLÍGLOTA

Virgilio ni Diálogos de Platón que se resistan. Lo que ya se en­


tiende peor es que haya gente que vote a quien piensa así y le
otorgue poderes ejecutivos para actuar en consecuencia.
Todo indica que hay administraciones públicas que trabajan
con denuedo para convertir a sus analfabetos de ayer en sus
rústicos de mañana. Esto nos parece un acierto cultural sin
precedentes, algo a lo que no se puede renunciar.

L as paiabras d el paisaje

De pronto, gracias a la gramática autonómica, la lengua


española ha perdido denominaciones que ha tenido siem­
pre. Así, parece casi imposible encontrar, dichos y escritos en
la lengua común, nombres como Lérida, Gerona, La Coru-
ña, Orense, Arosa, Carcajente, Jijona, Villajoyosa, Santurce y
tantos otros9. Algunos son más o menos reconocibles des­
pués del cambio, pero de Fuenterrabía a Hondarribia hay
un paso que no da todo el mundo; el de Vitoria a Gasteiz es
todavía más difícil de dar. Es igual que la autoridad más auto­
rizada sugiera que cuando dichos nombres se escriban o
pronuncien en españolee deben escribir o pronunciar... en
español (¡qué sugerencia más rara y caprichosa!). Los nom­
bres no tienen dueño, cada lengua los dice a su arbitrio. Hay
quien se llama John, quien se llama Jean, quien se llama
Joan y quien se llanta Juan, ¿cuál es el dueño de un nombre
cuyo origen, por lo visto, es hebreo? ¿Cuál es el nombre uní­
voco y oficial, por ejemplo, de Damasco? Ninguno propia­
mente, los árabes lo llamarán a su modo y lo escribirán con
su alfabeto. En español decimos Damasco, se escribe con alfa­
beto latino y a los sirios no les ofende en absoluto. Incluso les
parece bien. A los ingleses les parece bien que digamos Lon­
dres, aunque ellos suelen decir London. A los italianos les
parece bien que digamos Turín, aunque ellos suelen referir­
se a Torino.
9 Pedro Álvarez de Miranda, 1996.
J u a n R a m ó n L o d a r es

Los medios de comunicación (quiero decir, las personas


que trabajan en ellos) no suelen seguir los consejos de poner
el nombre en español cuando se escriba en español. Sólo
cabe esperar que el resto del mundo no haga reclamaciones
parecidas a las de los nacionalistas valencianos, catalanes, as­
turianos, gallegos y vascos (incluso a las de los leoneses para
quienes León es Lleón, o a las de los aragoneses para quie­
nes Huesca es Uesca), poi que tales exigencias acabarían, vis­
to el entusiasmo general, con la onomástica en español. Ade­
más, plantearían dudas muy difíciles de resolver: ¿Cómo
habría que pronunciar y escribir genuinamente Damasco?
¿En árabe? ¿Y qué me dicen de Pequín} ¿Y de Azerbaiyán?
¿Tendríamos que saber todas las lenguas y alfabetos posibles
para guiarnos en un mapa? Por cierto, volviendo a casa,
¿debe la lengua catalana renunciar a sus topónimos Saragossa
o Conca, y escribirlos siempre Zaragoza y Cuenca, en justa co­
rrespondencia a la común renuncia a Gerona y Lérida, que
todo quisque escribe ya Girona y Lleida} ¿Es absolutamente
imprescindible que en las autopistas que rodean Madrid
haya unas indicaciones de salida en sentido a Galicia, a La
Coruña concretamente, con nombres en los que ni siquiera
se han puesto de acuerdo sus inventores gallegos? Sigo en
Madrid, ¿hay que cambiarle el nombre a la archipopular ca­
lle Orense por el de calle (incluso rúa) Ourense} ¿Mejoraría con
ello el tráfico? ¿No estaremos cometiendo agravios comparati­
vos con angloamericanos, franceses, italianos, alemanes, grie­
gos, japoneses... muchos de cuyos nombres no pronunciamos
en sus lenguas ni escribimos en sus alfabetos? Son dudas razo­
nables que se le plantean a cualquiera. Para contestarlas, no se
encuentra cabal respuesta en la nueva gramática autonómica
de destino en lo particular.
La actual transformación galaica de la Carretera de La Co­
ruña —que ésa es la denominación que ha tenido siempre
esta vía entre los vecinos motorizados de Madrid— incluso
tiene su gracia. Se podría dejar así, porque no confunde, al
contrario, aclara: al leer la nueva señalización A Coruña, lo
que casi todos los conductores creen es que, en efecto, se
41
E l. p a r a íso p o l íg l o t a J u a n R a m ó n L o d a r es

van a Coruña como se podían ir a Salamanca. Piensan que la Editores de Libros y Material de Enseñanza (ANELE) está
ciudad gallega ha renunciado a su tradicional artículo La. Allá preocupada por el exceso de controles que tienen que pasar
ella, al conductor no le importa: al final va a Coruña por la ca­ sus textos “en las comunidades autónomas con competen­
rretera que siempre ha ido. Sin embargo, si usted es hablante cias educativas, sobre todo en las que tienen lengua propia,
de árabe, atraviesa La Mancha y llega a Murcia verá escritas en sin que lo requiera el rigor científico o el currículo especial
su lengua las señalizaciones a Granada, Almería, Algeciras y de la comunidad”. Uno de esos controles es, precisamente,
otros sitios como ésos. Visto este ejemplo admirable ¿sería el toponímico: “Algunas comunidades exigen que se inclu­
muy imprudente solicitar de las autoridades que el colectivo yan toponimias de su región porque se han incluido las de
hispanohablante de Madrid —que es el más numeroso de la una comunidad vecina”. Por motivos como el mencionado,
ciudad, con gran ventaja sobre el que habla gallego— tuviera las editoriales deben realizar cinco ediciones del mismo tex­
indicaciones en su lengua familiar con las que se le orientara to —cinco son las lenguas oficiales que hay en España—, el
hacia Galicia, o por lo menos se las pusieran en letra pequeñi- producto editorial se encarece en un treinta por ciento “y las
ta debajo de la denominación gallega? diferencias entre los currículos de cada comunidad se multi­
En boca de muchos locutores parece que algunas persona­ plican, lo que resulta preocupante”, en palabras del presi­
lidades, en sus visitas a Cataluña, pasan unos días, o unas ho­ dente de la asociación11.
ras, en chirona (¡buen viaje!). La placa de los automóviles ma­ A pesar de ello, es comprensible que el Congreso de los
triculados en la provincia gerundense, que ha cambiado de diputados decida hacer oficiales en toda España nombres
GE a GI, ya no la caracteriza, pues son algunos los conductores como A Coruña, Linda, Girona y otros tantos. Y se preste a
de Gijón que matriculan allí sus coches, para que las iniciales de ello, además, confundiéndolo todo: geografía, toponimia,
la placa coincidan con las de su ciudad... y de paso dejar con idioma, hablantes y oficialidad lingüística. Es comprensible,
dos palmos de narices a su rival de siempre, Oviedo, hasta hoy pues del Congreso han salido iniciativas muy singulares en
referencia obligada de toda matrícula asturiana. Volverían a torno al idioma. Con ésta de los nombres, por ejemplo, se
ser placas características de Gerona sólo si prosperasen las in­ consigue que España carezca de toponimia oficial en la úni­
tenciones de llamar Xixón a Gijón. Pero si prosperan, los gijo- ca lengua común de todos los que la habitan. Imagino que
neses no podrían aprovecharse de las matrículas catalanas. ésta es una conquista moderna de la que debemos sentirnos
Grave dilema. No se crea que la toponimia privada empieza y muy orgullosos. Comprensible es también que a algunos lu­
termina en las zonas de contacto lingüístico, ni mucho menos: gares, calles, estaciones de tren o metro se les otorgue, por
“Aún me acuerdo de cuando en Granada se decidió que lo ley, nombres en lenguas que casi ningún vecino las habla (a
adecuado era que el Albaicín se llamara Albayzin, con una or­ veces, sin casi). Y por si la señalización de carreteras no fue­
tografía que a sus promotores debió de parecerles el colmo de se ya de por sí lo suficientemente confusa para los viajeros
lo políticamente nazarí”10. Si bien, la genuina pátina nazarí nacionales, que lo llevamos con resignación, es preciso con­
se la hubiera dado la escritura en hispanoárabe del siglo XV. fundir también a los turistas, que en España son algunos: esos
El juguete toponímico que divierte tanto a algunos espa­ turistas que viajan con mapas y guías extrañas, donde Alacant
ñoles les cuesta dinero a otros. La Asociación Nacional de todavía se escribe Alicante, Xixona es Jijona, A Toxa es La Toja,
Iruña es Pamplona y Lizarra es Estella. Se puede entender
10 Antonio Muñoz Molina, “Políticamente correcto”, El País Semanal, 5 de
septiembre de 1999, p. 106. 11 El País, 14 de septiembre de 1999, p. 25.

42 43
El p a r a íso p o l íg l o t a

todo. No crean que yo me empeño en que todas las cosas de­


ban tener sentido. Por mí, como si se quiere recuperar la to­
ponimia romana, incluso la celta, la ibera y otras que estaban
todavía antes y son rarísimas de pronunciar: con decirles que
el pueblo aragonés Sos se llamaba Nemantourista hace dos mil
años... y no me negarán que es mucho más majestuoso decir
ObulcoPotificimseque Porcuna. Entendido todo esto, ¿por qué
tiene que perder topónimos el español cuando se hable, o
se escriba, en español? Recomiendo a los hispanohablantes
que, mientras no haya una policía toponímica que nos de­
tenga (no querría dar ideas) por decir Lérida o escribir Bara-
caldo sin k, no cedan en absoluto. No cedan: los diputados
no son los amos del idioma. El que otras lenguas reconstru­
yan e inventen su toponimia no implica que el español tenga
que perder la suya.
Los topónimos son muy generosos y pueden tener diez,
cien o mil formas distintas de aparecer según los idiomas en
que se citen, sin que nadie pueda reclamar oficialidad por
nada. Como la lengua española ha recorrido el mundo de
cabo a rabo, por tierra y por mar, tiene topónimos insospe­
chados hasta de los lugares más recónditos. Están ahí y lo
mismo que no se usan se podrían usar. Muchos ya son anti­
cuados, pero otros no lo son tanto y pueden ahorrarnos pro­
blemas: cuando hace unos años se firmó el Tratado de Maas-
tricht, este topónimo se escribía y pronunciaba en los medios
de comunicación con diversas variantes (quiero decir: era difí­
cil oírlo igual y se escribía, por lo menos, de tres formas). Pero
algún periodista utilizó el nombre que el español ha tenido
para esta ciudad, que fue española, y a la que Lope dedicó una
obra de teatro: Mastrique. No me digan que no es práctico: no
da ningún problema ortográfico ni fonético, y no disimula
en absoluto el nombre original holandés, o sea, que no es
como pretender llamar a esa ciudad Mosam Traiectio, como de­
cían los romanos, que le pusieron ese nombre antes de que
se hablara holandés en ninguna parte.
J u a n R a m ó n L o d a r es

LOS NOMBRES DE IA LENGUA


Del nombre de la lengua se ha escrito hasta la saciedad.
Ahora sólo voy a citar un hecho que afecta a lo que es la mar­
ca internacional del español: la reclamación de la denomina­
ción española por parte de cualquier lengua que se hable en
España. De modo que el catalán, el vasco o el gallego serán
también lenguas españolas. Y lo son... Lo son geográficamente,
porque son de España. Pero, de todas, sólo hay una lengua es­
pañola que “se entiende en toda España”, ¿por qué no va a re­
clamar esa antonomasia? Es la lengua de todos lo españoles,
es el nombre que suelen preferir los americanos. No es cosa
de nadie en particular. Pero el caso es que la antonomasia se
pierde sólo para una de las lenguas de España (¡qué curio­
so!). Las demás no ceden espacio: si el catalán reclama la de­
nominación de lengua española porque se habla en España,
con idéntico argumento el “castellano”, aunque reducido a
ese nombre particular, podría reclamar la denominación de
lengua catalana porque se habla en Cataluña; la de lengua vas­
ca porque se habla en el País Vasco; la de lengua gallega por­
que se habla en Galicia; la de valenciana porque se habla en
Valencia y mallorquina porque se habla en Mallorca. Como
también es extremeña, murciana, andaluza, cántabra, cana­
ria, manchega, etcétera, se abrevia el nombre con española.
Hasta que alguien se decida a ponerle hispanoamericana, o
cosa por el estilo, la antonomasia española no es injusta.
Si el “castellano” hace esa reclamación geográfica deliran­
te, el barullo será total. Con esto se podría iniciar el bonito
juego de los absurdos denominativos con el que nos divertirí­
amos mucho: uno podría pedir una tortilla española en cual­
quier bar del país y esperar a ver qué le sirven sin posibilidad
de reclamación porque, le sirvan lo que le sirvan, será una
tortilla ¡hecha en España, caramba! Las tortillas francesas se
encargarían por correo. Habría que cambiar de nombre a
las llaves inglesas que pasarían a ser, seguramente, taiwanesas.
En fin, un lío; habría que aprender un montón de nombres.
Nos confundiríamos a cada paso.
El pa r a íso p o l íg l o t a

O se respetan todas las antonomasias, o no se respeta nin­


guna. Porque si no se respeta una concretamente, y sí todas
las demás, resulta que a la lengua común no le queda ni el
triste consuelo de un nombre general inequívoco, dándose
lugar a extrañas confusiones, como la de que haya academias
de idiomas en el extranjero, sobre todo en países angloha-
blantes, donde a los alumnos se les da a elegir entre apren­
der castilian o spanish american. Normalmente las academias
venían enseñando spanish (con eso se arreglaban) pero como
desde 1978 la denominación oficial, constitucional, del
idioma común de España es la de castellano, alguien que ense­
ña idiomas ha pensado que es una variedad del español, sufi­
cientemente distinta, como para darle nombre y entidad
aparte. Como “lengua de España”, sin referencia ninguna a
Hispanoamérica, se define ya en prestigiosos diccionarios
de inglés.
Me pregunto, ¿qué les enseñarán a los alumnos en una
clase de castilian? ¿Y en otra de spanish american? Aunque no
quiero ni imaginar lo que aprenden, la verdad es que dan
ganas de matricularse en ambas especialidades, a ver qué
dan. Lo que sí nos enseña Manuel Alvar es que “no hay más
que un español, es absolutamente falaz escindir esa reali­
dad única en dos mundos opuestos: América y España”12.
Pues bien, esta sencilla lección, dada por un viajero que co­
noce hasta la última esquina del idioma, puede quedar de­
safortunadamente en entredicho gracias a nuestros juegos
políticos y denominativos con el idioma común. Decidida­
mente, hay que ir pensando en cambiar el nombre y darle
uno inequívoco, que no moleste a ninguna minoría, que no
dé ninguna pista geográfica. Propongo el de cervantino. Po­
dría ser asimismo una sigla, que están tan de moda. El inglés
ya la tiene: WSSE, “World Standard Spoken English”, sigla
con la que se designa a un idioma, básicamente turístico,
que facilita la funesta y perniciosa manía de entenderse que
tienen ciertas personas (según los últimos recuentos puede
12 Manuel Alvar, 1996, p. 3.
J u a n R a m ó n L o d a r es

haber quizá dos mil millones de recalcitrantes capaces de en­


tenderse en eso)13.
En fin, que las ganas de evitar el término español, o la anto­
nomasia lengua española, con argumentos tan endebles como
los que se dan (porque, puestos así, el catalán y el vasco tam­
bién son lenguas francesas —no sé lo que pensarán en Fran­
cia— y el español es euroamericana-africano-asiática), esas
ganas son las de evitar la bicha del tradicionalismo de siem­
pre y del nacionalismo de hoy, es decir, evitar el nombre de
algo que aparece en la historia moderna española como el
ejemplo más acabado de que se puede crear algo interesante
que junta, comunica y une a las personas. Y son ganas de ocul­
tar que algo así se ha creado por convergencia y disolución
de identidades (más bien supuestas) que, al confluir, se pier­
den o quedan muy enflaquecidas.
La paradoja mayor es que la confluencia fortalece. Una
historia, en todo caso, por la que es mejor pasar como sobre
ascuas. Expresada la lengua como castellano parecerá una
identidad parcelada más que se ha instalado entre sus vecinas
indeseadamente. Expresada como español, esa lengua lleva en
sí un aroma de comunidad de intereses que algunos han tra­
tado de evitar a toda costa: es un mal ejemplo. De modo que
la petición que elevaron al Congreso en 1978 las Academias
Española de la Lengua y la de la Elistoria en pro de la denomi­
nación españolee desoyó. La petición tenía fundamento histó­
rico y filológico, pero era políticamente incorrecta.
Recomendación final: den a nuestra lengua común el
nombre que acostumbren, el que más les guste, el que dese­
en (incluso ése de habla hispana, que le ponen en la entrega
de los premios cinematográficos Goya, nombre racial, con
aroma a tribu, sin categoría de lengua, aunque no me queda
claro a qué se refieren con esa denominación). Pero no echen
en saco roto lo que les acabo de contar. Ni desechen la posi­
bilidad de cambiarlo de nombre, porque esto de estar expli­
cando a las personas adultas cómo se llama la lengua que ha­
13 David Crystal, 1998, p. 60.
El pa r a íso p o l íg l o t a

blan ya va pareciéndose mucho a una batallita del abuelo Ce­


bolleta.
Curioso poder el de las minorías lingüísticas en España:
en la Constitución de 1978 hubo que disminuir el nombre
de la lengua común porque español les molestaba, así que se
quedó en castellano, variedad del español que sólo habla una
parte de hispanohablantes y denominación que ha confun­
dido a otros grandes grupos lingüísticos. Además del nom­
bre, la lengua común tiene que perder topónimos porque
los hablantes de lenguas vecinas no los sienten como pro­
pios; hay que ceder espacios en la televisión, cuando se dan
esas transmisiones que, emitidas para todos los españoles, no
llevan indicaciones en la lengua común. Hay que compren­
der que a algunos editores les cueste la producción de textos
escolares un treinta por ciento más de lo que podría costar-
íes. Y para colmo: hay quienes no han tenido más remedio
que fundar una Federación de Asociaciones por el Derecho
al Idioma Común Español (FADICE)14. He aquí un motivo
para reflexionar: en la España actual hay quien tiene que aso­
ciarse para pedir que le dejen estudiar tranquilamente en
español, a su gusto, y no como se le haya ocurrido al planifi­
cador autonómico de turno. ¿Cómo hemos llegado a una si­
tuación tan absurda? Hemos llegado porque en España hay
que asistir a uno de los delirios más grandes que se recuer­
dan en nuestra historia lingüística moderna, y que no tiene
igual en el mundo: una notable mayoría nacional que no
sólo respeta a las minorías, sino que se pliega a sus caprichos
y angustias. Hablantes de una de las grandes lenguas del
mundo que deben lealtad, por ley, a idiomas que serán tan
respetables como son desconocidos fuera de casa (incluso
dentro de casa lo son también, como le ocurre al vasco). Has­
ta ahora sucedía al revés: los hablantes de lenguas minorita­
rias trataban de pasarse a otras que les ofrecieran más, pero
España, siempre dispuesta a dar la nota pintoresca, trae ejem­
plos vivos de todo lo contrario. Pues bien, por todo esto que
14 FADICE, 1997.
J u a n R a m ó n L o d a r es

les he contado, el español, más que un fiero león, parecería


un tierno gatito.

L etras d e q u ita y po n

Vamos a otro asunto. Otro ejemplo, nimio y expresivo a la


vez, del paradójico apoyo institucional a la lengua común.
Un caso mínimo: el de la letra eñe (que, dicho sea de paso,
es un invento ortográfico estupendo). Quizá recuerden que
hace años una orden ministerial prohibía la entrada en Es­
paña de teclados de ordenador que no la llevaran incorpora­
da. Recordarán que esto se publicó, a bombo y platillo, como
una defensa del español (hecha por el ministro Eduardo
Punset, catalán de nación). Recordarán que la Unión Euro­
pea echó atrás la ley porque atentaba contra el libre comer­
cio: si un comerciante quería vender en España teclados sin
eñe ¿por qué no iba a hacerlo? Como si otro quería vender
gafas de sol sin cristales, allá él. Problema distinto es que eso
fuera negocio en un país donde hasta su propio nombre lle­
va eñe (pronto se demostró que tal cosa sí era negocio en
Espa/a). El asunto se fue embrollando. En medios políticos
espa/oles se tenían tan claros los términos del acuerdo con
la Comisión Europea, que hasta hicieron una consulta formal
a la Academia para que se les explicase si la eñe era una letra...
o qué era. Los académicos dijeron que la eñe era una letra
que se escribía así: ñ, o sea, como la ene pero con una virguli-
ta encima. Posiblemente, aquella respuesta les pareció a los
políticos una excentricidad, propia de sabios que viven en su
torre de marfil y que desconocen los elementos de la vida
práctica.
Si no, no se explica que los mismos que dictaban la prohi­
bición de importar teclados sin eñe, compararan miles y miles
de teclados, programas, guías, inventarios informáticos... sin
eñe. Pero no sólo ellos, se compraban en cualquier parte, en
cualquier ministerio, en cualquier universidad, en cualquier
organismo público, hasta la Biblioteca Nacional echó mano
49
El p a r a íso p o l íg l o t a J u a n R a m ó n L o d a r es

de uno de ellos, que era muy curioso de consultar. Yse siguen demográficos de una lengua han ido cediendo terreno fren­
comprando, por supuesto. ¿No hubiera sido más fácil, en vez te a su valor económico. Las lenguas ya son una industria, y
de prohibir los teclados sin eñe (y embrollar a los funciona­ muy lucrativa, por cierto. El peso de una lengua ya no de­
rios de Bruselas, que ya se embrollan solos), recomendar, sin pende de su producción literaria, su legado histórico o su
más, no adquirirlos en organismos oficiales y predicar con el número de hablantes, sino de su representación económica
ejemplo, de modo que el vendedor se plegara a las necesida­ basada en criterios de industria, ciencia y técnica15. No hay
des de un cliente que tiene eñe en su alfabeto? Pero, claro lengua que pretenda ser internacional sin apostar fuerte en
está, váyase a saber qué intereses particulares, negocios varios esos campos. Esto no ha hecho falta explicárselo a los ha­
y exigencias comerciales —que nunca se aclararon en todo lo blantes de otros dominios, que ya han tomado medidas y
que duró la polémica— habría en distribuir por doquier posiciones. Esta realidad evidente sólo necesita explicación
toda aquella chatarra informática donde Núñez era, como si­ en el ámbito hispanohablante en general, y en España en
gue siendo, Nú/ez. De tales intereses no se habló nunca, pero particular.
fueron los que al final triunfaron, pues en ellos estaba la cla­ Prácticamente la totalidad de la administración europea,
ve del asunto. y de la comunicación en organismos públicos y sociedades
A mí no me preocupa la suerte de la eñe, sobre todo des­ privadas, se lleva en inglés, francés y alemán. Todo indica
de que el inglés se la ha apropiado. La prestigiosa revista Na­ que la Unión Europea le tiene reservado al español un pues­
tional Geographic, en el número correspondiente a marzo de to muy secundario. Sin embargo, es esta lengua la que les
1999 dedicado a los devastadores efectos climáticos del Niñoy está abriendo todas las puertas a las empresas españolas que
la Niña, emplea muchas más eñes de las que se gastan en al­ negocian en Hispanoamérica. Puertas que tradicionalmente
gunos programas de ordenador para uso de hispanoescri- abrían compañías norteamericanas ofreciendo productos en
bientes. Sí resulta un engorro que gracias a la dejadez o a los inglés, se van abriendo hoy con un producto similar pero
negocietes de alguien, siempre anónimo, no podamos infor­ ofrecido en español. Como los norteamericanos son listos,
matizarnos en español con todas nuestras letras, que tampo­ esas ofertas que vienen de Europa fructificarán hasta que
co son tantas ni tan difíciles. No sé qué hubieran hecho los ellos mismos empiecen a negociar abiertamente en español
franceses si a alguien se le hubiera ocurrido comprar para un por allí, para lo que se están preparando a marchas forzadas.
centro oficial ordenadores sin ç, es decir, sí sé lo que hubie­ De hecho, el valor económico de lo que el español produce
ran hecho: le hubieran obligado a comérselos crudos, servi­ en EEUU es superior a lo que pueda producir en cualquier
dos por un garçon, en vajilla de Luçon, con vino de Besançon. otro país hispanohablante16. Pero, claro, allí no se habla prin­
cipalmente español. Esta no va a ser lengua que cultiven con
primor.
E l peso de la len gua Los peligros para una lengua no están en que los medios
de comunicación la utilicen mejor o peor, ni en que se vea
Hay otro aspecto sobre el acostumbrado tópico del respal­ obligada a usar préstamos dispares, en general venidos del
do legislativo al español que es el que causa más preocupa­ inglés (asunto este que, en realidad, no es ningún peligro).
ción porque no da lugar a absurdos, ni da lugar a anécdotas:
me refiero al valor económico de la lengua en el ámbito in­ 15 Francisco Marcos Marín, 1995, p. 64.
ternacional. Desde hace medio siglo los valores culturales o 16 Ibídem, p. 69.

51
El pa r a íso p o l íg l o t a

Los peligros reales proceden de que una lengua pierda fun­


ciones: que se deje de utilizar para tal o cual campo del pen­
samiento, de la actividad empresarial, de la ciencia, de la téc­
nica, de las comunicaciones. No faltan cimientos para hacer
del español una lengua internacional, y tampoco es un deli­
rio la intención de crear un núcleo de asuntos que merezcan
el interés de la comunidad mundial que vaya expresado en
español. Tampoco es un sueño querer evitar la pérdida de es­
pacio en ese terreno y, con ello, evitar la fuga de cerebros, de
dinero y de posibilidades expresivas, con lo que se acabe
convirtiendo al español en una lengua local, con muchos
millones de hablantes, sí, pero local al fin y al cabo. No sé,
sin embargo, si esa promoción de nuestra lengua interesa a
la familia científica, técnica, periodística, política, financiera,
empresarial o artística.
El cantante mexicano Luis Miguel hizo unas bonitas de­
claraciones ante doscientos periodistas de todo el mundo,
con motivo de unos recitales que dio en Madrid en septiem­
bre del año pasado: “Para cantar algo, tengo que sentirlo, y
sólo lo siento si lo digo en español. Hay tantas maneras boni­
tas de decir te quiero en castellano...”17. La declaración estaba
hecha en impecable inglés, (y eso que la música, la que ha­
cen los hispanoamericanos más que la que se hace en Espa­
ña, es uno de los grandes vehículos internacionales de nuestra
lengua: es grande la sorpresa que se llevan algunos profeso­
res de español en lejanos destinos cuando advierten que Ce­
lia Cruz interesa más que García Márquez). No hay por qué
ser pesimistas, pero la pérdida de espacios expresivos del es­
pañol es real: un traductor me comentaba que cada vez son
más las dificultades, no ya para crear, sino incluso para tradu­
cir, dada la falta de terminología específica del español para
ciertos campos; campos, esto es lo sorprendente y lo grave,
donde países hispanohablantes han sido, o son, potencias in­
dustriales de primer orden, como la terminología relacionada
con la pesca y cultivos marinos. Dificultades comprensibles
17El País, 14 de septiembre de 1999, p. 41.
52
J uan Ram ón L odares

cuando otra potencia industrial —la edición de libros en es­


pañol— anuncia sus colecciones como City Pack, Booket, Poc­
ket, o ha animado a leer a nuestros clásicos con el oportuno
lema Just read it.
Que un locutor no hable bien, que la gente no se exprese
con la debida corrección, o que los extranjerismos salten a
cada paso, son asuntos menores, porque en el fondo tales
asuntos les pasan a todas las lenguas vivas. Pero la pérdida de
funciones y de capacidad expresiva en campos propios de las
comunicaciones y el desarrollo modernos es el primer sínto­
ma de decrepitud, más o menos lenta, pero segura. Este es
un problema real para la lengua española. En un mundo in­
formatizado, con redes de comunicación que trasladan al
momento cualquier mensaje de un punto a otro del globo,
no deja de ser un problema grave18.
Sin embargo, casi siempre que se plantea algún debate
lingüístico en España, nos asalta el mismo tópico: la riqueza
de las diversidades idiomáticas del país, la variedad envidia­
ble, el privilegio plurilingüe, la hermandad de lenguas, me­
tiendo todo en el mismo saco y sin entender que entre las
lenguas de España hay una, la común, cuyas situaciones, cir­
cunstancias y valoración internacional no la hacen ni mejor
ni peor, la hacen radicalmente distinta de todas aquellas con
las que contacta en nuestro país. Conviene no confundir el
mapa lingüístico-político de España con el de la lengua espa­
ñola. Nuestro debate no debería ir sólo por hermanar lenguas
y conservar patrimonios irrenunciables en España. Debería ir
asimismo por saber si se quiere, o no se quiere, proyectar sin
complejos la única voz que tenemos con la que se nos puede
oír en el mundo sin tener que recurrir permanentemente a
otras. Como debería ir también por enterarse de que esa voz
se comparte con muchísimos más hablan tes, radicados sobre
todo en América, que es por donde pasa el futuro de nuestra
lengua19.
I8Álex Grijelmo, 1998, pp. 165-192.
19 Guillermo L. Guitarte, 1995.
El p a r a íso p o l íg l o t a

Hecho este repaso, uno considera que es posible que la


lengua española —en rigor habría que decir sus hablantes—
no sustanciara las exigencias de una sólida lengua interna­
cional propias de la época moderna, que dejara a su paso
muchos analfabetos, muchas escuelas sin fundar, muchos
problemas de contacto lingüístico sin resolver, muchos cam­
pos de conocimiento y desarrollo científico, técnico y huma­
nístico sin cultivar idiomáticamente, muchas vías de comuni­
cación sin ocupar y mucho aprecio perdido por lo que, en
esencia, no es más que una feliz y numerosa manera de en­
tenderse. Esto ha sido posible, lo mismo que puede serlo que
no las vaya a sustanciar para el siglo xxi, y sus naturales este­
mos recorriendo alegre y despreocupadamente un camino
por donde llegar a transformarla en una gran lengua del Ter­
cer Mundo. Nunca se sabe.
Cabría ahora ver en qué se ha sustanciado, qué resultados
evidentes y de peso ha logrado el tópico apoyo político y le­
gislativo a la lengua española en la España contemporánea.
Apoyo que algunos dan como un hecho decisivo en su difu­
sión. En este capítulo he repasado sólo asuntos sueltos, entre
muchos más que se podrían ver y de hecho han ido viendo
con buen tino otros autores20. Asuntos simples pero que des­
piertan dudas razonables sobre el mimo institucional a la len­
gua española. Si repasamos la historia, se hallarán casos nue­
vos. Ybien interesantes, por cierto.

20 Fernando González Ollé, 1986; Gregorio Salvador, 1987 y 1992; José


Polo, 1990; Francisco Marcos Marín, 1994; Francisco Marsá, 1995; Alex
Grijelmo, 1998, pp. 9-24.
III
A l b e r g u e pa ra a n a l fa b e t o s

E s hora de fijarse en la joya de la política lingüística: la en­


señanza. Está reconocido por todo el mundo que la instruc­
ción es la piedra angular de cualquier intento que se precie
de difusión de una lengua. Pues bien, en su Historia de Espa­
ña, Pierre Vilar resume así la política escolar española de los
últimos doscientos años: “Pensemos en que desde Carlos III
el Estado español no cuenta con ningún éxito en su activo. Y
que no ha hecho un esfuerzo eficaz para difundir el mito de
la comunidad, en particular, ningiín esfuerzo escolar de gran en­
vergadura". El subrayado es del mismo autor1.
Tenía España a finales del siglo xvm una población prácti­
camente analfabeta. Durante todo el siglo siguiente la pro­
porción bajó algo. Se era analfabeto en cualquier lengua. Una
línea reglada de educación primaria no existía como tal. En
1900 todavía más de la mitad de los españoles seguía sin sa­
ber leer. Durante los cuarenta años siguientes mejoró la si­
tuación y, poco a poco, se fueron invirtiendo más medios en
educación pública. ¿Y el franquismo? Las campañas de alfa­
betización del régimen tenían mucho más de propaganda
que de acción real. Más que de alfabetización, lo parecían
de adoctrinamiento, pues se enseñaba que el hábito de leer
era fuente de satisfacción y cultura y ésta nos proporcionaba
el aprecio de nuestros semejantes. Nobles enseñanzas, qué
'Fierre Vilar, 1978, p. 105.

55
El p a r a íso p o l íg l o t a

duda cabe, acompañadas siempre de recomendaciones para


que se leyeran textos moral y políticamente sanos. Por cierto,
¿se publicaban otros entonces?
Hay que reconocer un éxito que, sin embargo, tampoco
hay que anotárselo al sistema. Sucede a la vez en muchos paí­
ses, como si fuera un humor del momento: por necesidades
comprensibles, la demanda de una formación más amplia
hace que el paso de la escuela primaria a la secundaria y de
ésta a la enseñanza superior ocurra con más regularidad que
nunca en la historia de España. La afluencia de bachilleres a
la universidad a partir de los años sesenta sí es notable, pero,
¿qué bachilleres? Ese principio de que “ningún talento se
pierda por falta de medios” volvió a ser retórico, pues a pesar
de que, con desprecio absoluto de las estadísticas, se mante­
nía desde plataformas oficiales lo contrario, la verdad es que
la universidad española era radicalmente clasista. No llegaba
al uno por ciento el contingente de universitarios de proce­
dencia familiar trabajadora2. He aquí más estadísticas: en
1975 España estaba entre los países menos alfabetizados de
Europa. Todavía en 1985 los mayores de diez años que eran
analfabetos o no tenían ningún tipo de instrucción sumaban
un veinticinco por ciento de la población nacional. En provin­
cias como Badajoz, Cáceres, Jaén u Orense el porcentaje os­
cilaba entre un cuarenta y dos y cuarenta y cinco por ciento.
Las cifras para la mayoría de los países hispanoamerica­
nos son todavía peores. En esta situación proporcional y la­
mentable de que los hispanohablantes sean, o hayan sido, los
más analfabetos de América y casi los más analfabetos de
Europa hay más que casualidades. Ya por estas cifras se pue­
den abrigar dudas respecto a cuál ha sido el beneficio sustan­
tivo del español en este capítulo.
¿Por qué ha sucedido algo así? ¿Por qué ha habido tantas
personas sin la instrucción más elemental hasta fechas muy
recientes? La historia de la escuela española hace honor a la
observación de Ortega en su ensayo, escrito en 1930, Misión
2 Sergio Vilar, 1968, p. 685.
J u a n R a m ó n L o d a r es

de la Universidad: “La escuela, como institución normal de un


país, depende mucho más del aire público en que íntegra­
mente flota que del aire pedagógico artificialmente produci­
do en sus muros”3. ¿Cuál ha sido el aire público que ha flotado
en el país desde hace doscientos años a esta parte? Cito ese
periodo en concreto porque de 1768 data una célebre Real
Cédula otorgada por Carlos III —la firmaba el conde de
Aranda— que se repite en provisiones de años posteriores
de forma muy similar, donde se ordena que: “La enseñanza de
primeras Letras, Latinidad y Retórica se haga en lengua cas­
tellana generalmente, donde quiera que no se practique,
cuidando de su cumplimiento las Audiencias y Justicias res­
pectivas, recomendándose también por el Consejo a los Dio­
cesanos, Universidades y Superiores regulares, para su
exacta observancia y diligencia en extender el idioma gene­
ral de la Nación”.
En la historia canónica, diría yo, del contacto de lenguas
en España, dicha ley está considerada como la prohibición o
el olvido en las escuelas españolas de cualquier otra lengua
que no fuera la castellana de Castilla. Como una declaración
de principios de que los castellanos van a monopolizar la cir­
culación lingüística nacional, asimilando a todos a su credo.
Es un tópico muy repetido.
Sin embargo, este tipo de leyes tienen poco que ver con el
sambenito castellanista que algunos historiadores modernos
les han colgado. Ni prohiben otras lenguas, ni castellanizan
castellanamente a golpe de palmeta castellana todo lo que
encuentren a su paso. Por su época, por su intención, por sus
circunstancias, apuntan a otra diana. La España de Carlos III
era una España estamental, con una casta nobiliaria que, di­
recta o indirectamente, regía el país. De modo que esas leyes
y provisiones no van dirigidas al público en general sino, prin­
cipalmente, a los estamentos nobles o a grupos selectos, adi­
nerados, cuyos hijos van a ocupar los puestos importantes en
la administración pública, las finanzas, el comercio, el ejérci­
3José Ortega y Gasset, 1968, p. 19.

~57
’l
El pa r a íso p o l íg l o t a

to, para lo que hay que prepararlos con una enseñanza aris­
tocrática. Esos grupos ya hablaban español.
Considerada en sí misma, la provisión de Carlos III ni si­
quiera se trata de una ley para la enseñanza del español en
las escuelas. Se trata de la recuperación de un método con-
trastivo de enseñanza del latín desde el español, parecido al
que Nebrija había propuesto a principios del siglo xvi. Aunque
leído hoy el documento nos parezca otra cosa muy distinta,
los coetáneos sí que entendieron inequívocamente que la
Real Cédula era latinizante.
Si se lee con atención el prólogo de la primera gramática
académica, publicada en 1771, se verá que no está escrita
sólo para aprender español sino porque “Los que hubiesen
de emprender carrera literaria necesitan saber la lengua lati­
na, y lo conseguirán con mayor facultad llevando ya sabidos
por su gramática propia los principios que son comunes a to­
das las lenguas”. También estaban preocupados los académi­
cos porque “Igualmente los Alemanes, Franceses, Ingleses y
otras naciones cultas han compuesto gramáticas de su propia
lengua para facilitar el estudio de la latina”. No iban a que­
darse los españoles atrás, por lo menos en las intenciones,
aunque sí se quedaron muy rezagados en los logros. En
suma, se trata de un plan de estudios para la gente de alta al­
curnia, la que estudia latinidad y retórica y aprende el gran
idioma literario, de alta cultura internacional, de relación y
diplomacia que entonces era el latín4. Un plan perfectamen­
te entendióle en una sociedad donde las posibilidades de
acomodo escolar están restringidas según procedencia eco­
nómica.
Es interesante observar que aquellas áreas de contacto
lingüístico, como Cataluña, Valencia o Mallorca, donde el es­
pañol no era por la época una lengua popular, sino más bien
patrimonio de la aristocracia urbana y los círculos mercanti­
les, son las que hacen un esfuerzo pedagógico más notable
al respecto. Se publican o imprimen gramáticas, dicciona­
4 Fernando Lázaro Carreter, 1985, p. 145.
J u a n R a m ó n L o d a r es

rios y métodos al nuevo estilo, combinando el latín, el espa­


ñol y el catalán. Así lo hicieron, junto a otros nombres, Calix­
to Hornero en Valencia, Salvador Puig o José Pablo Ballot en
Barcelona, algo después Felipe Guasp en Mallorca. Muy cu­
riosa a este respecto es la obra de Ballot Reflexiones oportunas
para el uso y manejo déla, lengua latina (Barcelona, 1782), cuya
motivación para escribir una gramática de este género, “ha­
biéndose de enseñar la lengua latina en cumplimiento de la
Real Orden en lengua castellana”, es que las gramáticas de
español de que se disponía no eran buenas. En lo que tenía
razón, las gramáticas dieciochescas de español no brillan
por su doctrina.
En Cataluña y Valencia cundió una línea de renovación
pedagógica, según el nuevo estilo importado de Europa por
Jaime Abreu, basada en la enseñanza del latín y el dominio
del español. Lo que no tiene nada de paradójico, pues era un
estilo dedicado a todos los grupos selectos del país, donde
era impensable que alguien se instruyese en una lengua par­
ticular y pretendiese algo con ella. Quienes en dichas zonas
no formaran parte de esos grupos podían instruirse, si es que
se instruían, en los abeceroles tradicionales, o en el antiquísi­
mo Llibre de bons amonestaments de Anselm Turmeda, un libri-
to del siglo xiv nada menos. Pero ésa no era una educación
para la gente con posibles5.
La España de mediados del xvm no era un país de filán­
tropos preocupados por la alfabetización universal. Esta era
una idea en cierne más que una realidad. Una idea que fue
cuajando con morosidad durante todo el siglo siguiente y
que tuvo algunos logros. Pero antiguamente los ricos del país
se educaban en latín y español, esto desde antes de Carlos III
y desde antes de Felipe V, sin mayores nostalgias patrióticas,
pues a ellos iban destinadas las ordenanzas educativas. En el si­
glo xvm español, europeo, no hay que olvidar nunca que las
normativas en torno al uso de las lenguas suelen tomar como
referencia al latín. La gente con menos medios no se educa-
5Josep Fontana, 1993, V, p. 99.

59
El pa r a íso p o l íg l o t a J u a n R a m ó n L o d a r es

ba, o si, como en el caso de los catalanes, valencianos y mallor­ los notables, hablaran la lengua que hablaran, no estaban
quines, tenía la oportunidad de pertenecer a una sociedad dispuestos ni a abandonar el latín, ni a descuidar el español
con cultura letrada particular por ser una sociedad menos de­ si no lo tenían asegurado en casa. Tampoco se les obligaba a
sigual, con pequeños propietarios, comerciantes, industria­ abandonar el catalán. De hecho, la gramática latina de un
les, podía aprender a leer y escribir en catalán. Si no tenía autor catalán, Torrella, escrita originalmente en latín con no­
esa oportunidad, como ocurría con las zonas rurales gallegas, tas en español en 1636, se tradujo al catalán y servía de libro
vascas, aragonesas o asturianas, el analfabetismo estaba ga­ de texto —como tal gramática latino-catalana— en la Uni­
rantizado en lo común y en lo particular. Sobre esto ninguna versidad de Cervera, donde se educaba, básicamente en es­
ley disponía nada. Ni a favor ni en contra. La instrucción de pañol, a catalanes de cierta alcurnia. El mando pedagógico
los que no eran nobles, simplemente, no se consideraba como dieciochesco no obligaba, como se dice a veces, a que todos
asunto prioritario de Estado. los niños españoles aprendieran español. A los ministros y
Quien se incorporaba a empleos de cierta categoría en el gobernadores de aquellos años estas cosas les importaban
cuerpo administrativo, aunque se abriera la mano respecto a mucho menos de lo que parece. La realidad es que, con las
etapas anteriores porque se necesitaba más gente y mejor gramáticas existentes escritas por autores catalanes, con la
preparada, no podía ser un cualquiera. Campomanes lo dijo de Torrella, con las que se habían traducido de Nebrija al
con absoluta claridad en su Bosquejo de política económica espa­ catalán, se podría haber estudiado el latín desde el catalán,
ñola (1750): “Preciso es en una buena república hacer que pero esta era —o por lo menos parecía serlo— una opción
los ricos tengan empleos útiles al Estado, en que empleen su con poco atractivo para aquellos grupos que iban a transitar
celo y conveniencias”. Pero en una sociedad cada vez más por medios donde el dominio del español era incontestable.
compleja, el celo y la conveniencia de los ricos, para desarro­ Por otra parte, las consideraciones de Sarmiento o Rei­
llarse en empleos y trabajos productivos a la comunidad, te­ xach no iban con su época. Eran más bien abstracciones que
nían que pulirse, porque ya no bastaba con ser noble o tener tardarían muchos años en poderse materializar. El niño ga­
rentas, había además que ser fino e instruido, saber latín, re­ llego o catalán que podía acceder a una escuela de latinidad
dactar bien en español, haber viajado por Europa, haber se­ y retórica, ése, era de una familia que conocía el español o es­
guido algún cursillo de comercio en Milán, en Londres o Pa­ taba en su órbita, sólo que quería pulir el idioma. No era lo
rís, saber algún idioma moderno y otras habilidades de ese corriente que paisanos de aldea, hablantes natos de cualquier
estilo. medio dialectal, acudieran a una escuela de ese tipo. Para
Hay por aquellos años autores, como el padre Sarmiento ellos, prácticamente, no había escuelas.
en Galicia o como Baldiri Reixach en Cataluña, cuya actitud En el siglo xvm el latín tenía mucho peso en la Europa
frente a estos planes podría parecer, según las experiencias ac­ cultivada, y el español, proporcionalmente, tenía más del que
tuales, adelantada a su tiempo y, como tal, un propósito im­ tiene ahora. Entonces eran lenguas muy interesantes. En la
posible entonces: lo mejor para un niño, en su opinión, era gran potencia internacional que todavía era España daban
aprender su lengua materna. Desde ella, acceder con más fa­ muchas más oportunidades que otras lenguas. Pero la prue­
cilidad al español. El latín podía esperar, no era lengua im­ ba de que las oportunidades eran para muy pocos es que,
prescindible. tras los cuarenta y cinco años de leyes uniformadoras para di­
Estas ideas no eran una novedad absoluta. Otros autores fusión y privilegio del español (uniformación, difusión y privi­
también reconocieron el valor de la lengua materna. Pero legio más supuestos que reales), esos años, que van de 1768
60 61
El p a r a íso p o l íg l o t a J uan Ra m ón L odares

a 1812, los analfabetos seguían siendo los mismos de antes hasta la famosa Ley Moyano de 1857 que, como quien dice, ha
de las leyes, es decir, noventa y seis de cada cien españoles. tenido vigencia hasta la época de la Segunda República.
No se puede estar de acuerdo con el repetido tópico de La Constitución de 1837 traía entre sus páginas una medi­
que estas leyes educativas prohiben las lenguas minoritarias da interesante, considerada la rígida sociedad española de
o las menosprecian. Simplemente, apenas las consideran. Sí aquellos años: el derecho de todo ciudadano a ser admitido
se puede estar de acuerdo, sin embargo, en que las órdenes para cualquier cargo público. No se podría haber imagina­
que instauran la nueva enseñanza crearon una división esco­ do una medida así si el Plan General de Instrucción Pública
lar entre ricos que se educan en latín y español, frente a no del año anterior no hubiera ratificado los acuerdos de lajun-
tan ricos que se educan, si es que llegan a educarse alguna ta de 1813, en el sentido de que una educación igualitaria y
vez, de cualquier otra manera. También, por supuesto, dejan popular pasaba por enseñar a todos los niños españoles la
una masa de rústicos que no se educa de ninguna forma. lengua común, la única posible. En un país con varias len­
Pero esto no es una diferencia que establezca la lengua en la guas —donde sólo estaba normalizada una que era la gene­
sociedad. Es una diferencia que establece la sociedad esta­ ral del país— y con analfabetismo arrollador en cualesquiera
mental —como la estableció la burguesía liberal después— de ellas, ésa era la única garantía de una civilidad sin discri­
entre las lenguas, pero sobre todo, entre quienes por su cuna minaciones por razón de procedencia social o geográfica. Es
tienen o no acceso a los bienes sociales más apreciados. evidente que todo esto tenía que molestar al rancio tradicio­
nalismo hispánico, apegado a los usos patrimoniales.
Pero todo fueron buenos propósitos, pues muchos de
V iejos usos para lo s n uev o s tiem po s quienes firmaron aquellos planes tampoco iban a desvivirse
por ejecutarlos. La triste realidad del debate educativo se po­
Las Cortes de Cádiz quisieron acabar con esta situación. dría resumir en las palabras que el barón de Castellet dedica­
De los nuevos criterios políticos que se enfrentan a la socie­ ba en 1809 al asunto: “Bien sé que algunos opinan que no
dad señorial, de los planes de educación que había trazado conviene instruir al pueblo y que se le ha de dejar en su rusti­
Jovellanos, de la Junta de Instrucción Pública de 1813 surgi­ cidad e ignorancia para conservar la pública tranquilidad.
da de esas Cortes, parten los primeros golpes contra esa edu­ Sería de su parecer si se tratase de dar a toda clase de sujetos
cación aristocrática que impide una verdadera instrucción una educación científica, y creo que un pueblo de sabios sería
pública. Se tomó una medida interesante: “Debe ser una la un monstruo, pero conviene dar a todos los primeros princi­
doctrina de nuestras escuelas, y unos los métodos de su ense­ pios de la instrucción y ponerlos en contacto de que puedan
ñanza, a que es consiguiente que sea también una la lengua desplegar sus talentos los que los tengan. A este fin, después
en que se enseñe y que ésta sea la lengua castellana”6. No hay de las verdades de la santa religión, se ha de enseñar a todo el
aquí tampoco proscripción de lenguas minoritarias: hay que pueblo a leer y escribir y las cuatro primeras reglas de la arit­
el español desplaza al latín de las escuelas. Era de suponer mética”7. Ni siquiera estos propósitos modestos fructifica­
que con tal medida la educación se agilizaría y se haría más ron: lo de enseñar a todo el pueblo, aunque fuera poco, se
igualitaria. A ese fin se destinaron los distintos reglamentos cjuedó en la inopia. Ylo peor de todo es que el barón de Cas­
de enseñanza de la época, que van apareciendo desde 1821 tellet estaba, posiblemente, en lo cierto, porque la clave del
6 Fernando Lázaro Carreter, 1985, p. 182. 'Josep Fontana, 1993, V, p. 97.

62
El pa r a íso p o l íg l o t a

momento la da una inmensa mayoría del cuerpo nacional a


la que le parece muy bien, lo justo, lo natural, lo suyo, que el
rey mande y que todos obedezcan, frente a una minoría que
tampoco va a hacer mayores esfuerzos para integrar a una
masa de analfabetos en las nuevas instituciones de civilidad y
ciudadanía que pretende constituir.
El plan de educación de Gil y Zárate, en 1845, lo dejaba
clarísimo: “Los que consideran la enseñanza como el verda­
dero termómetro de la civilización de un pueblo, y piensan
que debe alcanzar a todas las clases acomodadas, opinan tam­
bién que el número de establecimientos debe estar en pro­
porción con estas clases y no propugna su aumento”. Entre
quienes creen que las lenguas minoritarias de España han
sido desalojadas de la escuela por las leyes de Carlos III, los
acuerdos de la Junta de Cádiz, los planes de Gil y Zárate o de
Moyano, hay un error elemental: creer que estas leyes obliga­
ban a todos los niños. Pero no obligaban a todos los niños,
obligaban a muy pocos, a casi ninguno, a una minoría exigua
de estudiantes de clase acomodada que, por lo general, ya
hablaba español procediera de donde procediera.
Los resultados prácticos de tanta ley de apoyo al español
son más bien escasos: una enseñanza tutelada por la Iglesia y
cada vez más devota de las disciplinas religiosas, frente a las
científicas o humanísticas. Escuelas dependientes de los ayun­
tamientos, con asignaciones para los maestros que llegaban
cuando llegaban, y que inspiraron aquel refrán español de
“pasar más hambre que un maestro de escuela”. Esto donde
había maestros, porque muchos municipios ni podían per­
mitírselos; con una matrícula de estudiantes de enseñanzas
media y superior que a mediados de siglo suponía un 0,30 por
100 de toda la población nacional; con unos dineros para edu­
cación que sumaban, afínales del siglo xix, el 1,5 por 100 de la
renta nacional frente al 14 que dedicaba Estados Unidos, el 10
de Inglaterra, el 12 de Alemaniay el 8 por 100 de Francia; sin
un sistema de planes de enseñanza obligatoria como los que se
iban establecido en Europa entre 1830 y 1850... con estos mim­
bres, el 70 por 100 de los españoles estaba en el cesto de anal-
J u a n R a m ó n L o d a r es

fabetos para 1880. Año este último en el que las voces regio-
nalistas van teniendo ecos.
Tampoco hay que ver todo de color negro. Algo se hizo,
por lo menos en el campo de las ideas y opiniones, sobre lo be­
neficioso de la instrucción popular. Sin embargo, para cuan­
do el gobierno español propone una reforma educativa que
mejore el triste panorama escolar decimonónico, con medi­
das como la de Romanones (destinadas a sustraer a los maes­
tros de la dependencia económica de los ayuntamientos y las
oligarquías locales), medidas muy modestas, por cierto, mu­
cho más pobres de las que desde hacía cuarenta o cincuenta
años eran ya moneda corriente en varios países europeos, un
catalanismo militante, que marcará la pauta para los regiona­
lismos vasco y gallego, deja en entredicho y hace mucho más
controvertidas las acciones legales que podrían haber tenido
desarrollo años antes. Pero, en la práctica, la instrucción po­
pular en gallego, vasco o catalán no había preocupado gran
cosa nunca en el propio solar donde se hablaban esas lenguas.
Brotó entonces como una forma más de soltar amarras fren­
te a un imperio caduco que ya tenía muy poco que ofrecer.
Aun así, podría decirse que de 1900 a 1935 se sucede la re­
baja más notable de analfabetos que se ha visto en España,
considerados los antecedentes. La paradoja del caso es que
para cuando en Cataluña determinadas voces empiezan a
pedir líneas escolares públicas en catalán y hasta llegar al
compromiso alcanzado en la Segunda República, el Estado es­
pañol ni ha alfabetizado a muchísimos ciudadanos que sólo
hablaban español, ni tampoco lo ha hecho con otros muchos
quienes, hablando otra lengua, hubieran estudiado con gus­
to la común. En conjunto, unos doscientos años de dejación
que explican el inapelable comentario del hispanista Alain
Milhou: “En la España moderna, la historia del manteni­
miento de lenguas minoritarias va unida al analfabetismo”8.
En esencia, la misma opinión que la de Antonio Tovar, citada
en el segundo capítulo.
8Alain Milhou, 1989, p. 10.
El p a r a íso p o l íg l o t a

Exactamente no sé cómo se ha desarrollado el tan repeti­


do tópico de la uniformación borbónica del país. Sería, en
todo caso, la uniformación de una mínima, pero verdadera­
mente mínima, parte de paisanos. Claro que se uniformaron,
¿qué iban a hacer si no? Pero el resto del país vagaba libérri­
mo, sin preocupación ninguna, flotando en el analfabetismo
feliz y pintoresco. Aquellos que sí se preocuparon en las zonas
de contacto lingüístico, como Juan María Eguren, inspector de
enseñanza de Guipúzcoa y Alava mediado el siglo xix, o
Eduardo Alvarez Giménez, en Galicia, que pensaron en mé­
todos de enseñanza del español para niños vascohablantes o
gallegohablantes que mejoraran los utilizados habitualmen­
te —cuando se utilizaban— y que hubieran propiciado una
difusión muchísimo más efectiva del español, predicaban en
un desierto. Dada la raquítica organización escolar de la épo­
ca, el analfabetismo podía seguir campando por sus respetos,
con métodos modernos de enseñanza o sin ellos, sin que al
cuerpo nacional le causara mayor quebranto.
En el caso de España este descuido secular cobra tintes es­
pecialmente amargos porque durante esos años, si hay que
creer a Unamuno, “El aldeano, el verdadero aldeano, el que
no está perturbado por nacionalismos de señorito resenti­
do, no tiene interés por conservar el vascuence”9. En cuanto
al gallego, esto queda todavía más claro si cabe: el populismo
evidente, exagerado muchas veces, de esa literatura patrióti­
ca escrita en gallego para captar las simpatías del campo no
hizo en él mella alguna, porque lo que quería el campo es
que le enseñaran español a sus nuevas generaciones, precisa­
mente... para salir del campo. Muchos aldeanos, clases popu­
lares españolas, probablemente lo que querían, o más bien
lo que intuían, era lo que se tenía pensado para ellas en los
lejanos tiempos de las Cortes de Cádiz, una educación sin la­
tines aristocráticos, común e igualitaria.
El tiempo se encargó de demostrar que, si aquello se pensó
alguna vez, se quedó en eso, en pensamiento. No pudo ser de
9 Fernando González Ollé, 1987, p. 255.

66
J u a n R a m ó n L o d a r es

otra forma. Tal vez porque, con Cádiz y todo, a la sociedad


estamental sucedió una sociedad de clases que, en España,
tuvo colores mucho más antipáticos que en otros países y
los bienes comunes, como la educación, siguieron siendo los
bienes de unos pocos. Quizá no hacía falta instruir a muchos
más pues, como explicaba Vicens Vives, la realidad es que a
mediados del siglo xix, como a principios del siglo xvi, una
mínima parte de la población española, llamárase duque,
general, burgués, propietario o funcionario, dominaba a la
inmensa mayoría restante, a través del voto electoral o del
ejercicio del poder. Pues bien, si esa inmensa mayoría restan­
te dominada se hubiera podido uniformar, organizar e ilus­
trar mejor, el dominio habría sido menos. Como no ocurrió
así... Vicens podría haber ampliado la fecha tranquilamente
hasta 1930.
Las historias de la escuela no son anecdóticas. El analfabe­
tismo español decimonónico, aparte del lamentable empo­
brecimiento personal que en cada caso haya supuesto, aparte
de la merma que ha causado a la difusión popular de la len­
gua común, arrastra un empobrecimiento colectivo, político,
mucho más lamentable si cabe. Según explicaba Ramón Ta-
mames: “Esa falta de instrucción que padecían las masas tra­
bajadoras era precisamente el argumento que empleaba la
oligarquía para resistirse al sufragio universal, igual, directo y
secreto. Una política, en fin de cuentas, que cerraba por com­
pleto el paso a una sociedad donde los conflictos pudiesen sol­
ventarse de manera civilizada”10.
Muchos talentos, que podrían haber aportado sus ideas a
la comunidad, se desaprovecharon sin remedio. Notable es
el caso de la ciencia, la técnica, la medicina, la empresa, con­
denadas a ser variantes parroquiales de lo que se hacía en oü os
países. Y todos esos campos del conocimiento se quedan sin
cultivar lingüísticamente. Ya en 1822 opinaba en sus Cartas de
EspañaJosé María Blanco White: “La mayor parte de nuestro
léxico resulta hoy vulgar y anticuado, los idiomas que duran­
10 Ramón Tamames, 1977, p. 132.

67
El pa r a íso p o l íg l o t a

te el progreso intelectual de Europa se han convertido en ve­


hículos e instrumentos del pensamiento lo han dejado muy
atrás en cuanto a capacidad de precisión y abstracción”. Así
se explica que uno de los esfuerzos más característicos de la
época por adaptar al español la moderna terminología cien­
tífica internacional, los ocho volúmenes de un diccionario
etimológico de términos científicos y técnicos compuesto
por el erudito menorquín Vicente Alberti i Vidal, duerm a
manuscrito el sueño de los justos desde hace siglo y medio en
la biblioteca de la Real Academia. Allí lo remitieron sus here­
deros. Un magnífico esfuerzo destinado a nadie.
Vista desde la escuela, la historia de la lengua española en
los últimos doscientos años se resume, para España y para la
América hispanohablante, en una sencilla ley de economía
casera: malbaratar alegremente la única hacienda igualitaria
que se tenía, es decir, la lengua común. Y esto tiene un expli­
cación muy sencilla: España fue una potencia de las de antes
de la revolución industrial, de cuando las necesidades de
nombrar y comunicar novedades entre la gente eran mucho
menores, de cuando era mucho menor la necesidad de una
lengua internacional para nombrarlas y comunicarlas, de
cuando había menos necesidad de gente bien instruida que
las nombrara y las comunicara. Otras potencias han venido
después ordenando en palabras el mundo moderno, comu­
nicándolo e instruyendo a sus naturales para esas precisas
funciones. Esas potencias venían hablando y escribiendo en
francés, en alemán y, sobre todo, en inglés. Frente a las exi­
gencias del nuevo régimen lingüístico que se alumbraba, el
mundo hispanohablante mantenía un vestigio muy típico del
antiguo: los analfabetos.
IV
L e t r a y e s p ír it u d e a l g u n a s ley es

istos los logros escolares, esos que consisten en enseñar a


leer y escribir a la gente, y que son la flor y nata de toda políti­
ca lingüística, podrá suponerse qué influjo real habrán teni­
do otras medidas legislativas dictadas aparte. He aquí un bo­
tón de muestra: de los archicitados Decretos de Nueva Planta
de Felipe V destinados a Valencia (1707), Mallorca (1715) y
Cataluña (1716) —donde para muchos empieza el mito de
la intromisión castellana por aquellas tierras—, sólo uno, el
último, considera escuetamente un hecho: “Las causas de la
Real Audiencia [supremo órgano de gobierno catalán] se sus­
tanciarán en lengua castellana”. El rey de Francia, por su par­
te, se había adelantado veinte años para tramitar en francés
las causas jurídicas de otra zona catalanohablante del norte:
el Rosellón. Sin embargo, las causas a que se referían los de­
cretos españoles resultaron ser muchas menos de las que se
siguieron sustanciando en catalán. El mandato de Felipe V
sólo afectó a los documentos jurídicos de carácter muy gene­
ral, aquellos que iban destinados a que los catalanes se pusie­
ran de acuerdo con el resto del país (¿en qué otra lengua po­
drían haberse entendido?).
Pero los documentos notariales particulares, las actas de
juicios, los relativos al derecho privado, las ordenanzas inter­
nas y la documentación administrativa de instituciones cata­
lanas, valencianas y baleares se seguían redactando tranqui­
lamente en catalán siglo y medio después de publicarse la
69
El pa r a íso p o l íg l o t a

Nueva Planta1, aproximadamente hasta la Ley del Notariado


de 1862. Normativa esta última, por cierto, que no levantó
mayores réplicas. Antiguamente, por otra parte, no se daba a
las lenguas gran valor simbólico; su consideración era, más
bien, práctica. El español no era la lengua que mejor domi­
naban ni Felipe V, ni Carlos III, a su llegada a España. Cuan­
do nuestro embajador en Francia don Manuel Oms de Santa
Pau —que fue virrey de Mallorca, Lima, Tierrafirme y Chile,
Grande de España y cabeza de uno de los más encopetados
linajes catalanes— saludó como futuro rey de España a Feli­
pe V con un breve discurso en español, el heredero no se en­
teró de nada: sólo hablaba francés. Ya rey de España, no se
molestó mucho en aprender español. Por la fuerza de la cos­
tumbre, pudo expresarse en nuestro idioma con poca flui­
dez al final de su vida. En su ambiente siempre se habló fran­
cés. De hecho, las modas cortesanas de aquellos franceses
instalados en Madrid nos han dejado el uso de decir papá y
mamá, a la francesa, en vez de papa y mama como siempre ha
dicho el castellano (aunque ahora se considere pronuncia­
ción más bien paleta). Sí había, sin embargo, una lengua que
era la de la mayoría de sus súbditos. De modo que resultaba
práctico utilizarla en los negocios comunes. Por lo demás, al
rey y a su gobierno, ¿qué les importaba la lengua en que se
administrase el barcelonés Hospital de Santa Cruz, o el Hos­
pital de Valencia? Como algunos administradores hablaban
catalán, en catalán se administraban con total tranquilidad.
Las relaciones entre ley y lengua transcurren muchas ve­
ces de forma paradójica. No suelen ser lo que parecen. La fi­
losofía de estas relaciones podría formularse así: las medidas
legislativas que de verdad surten efecto siguen, no preceden,
a unas necesidades de comunicación que no tienen nada
que ver con la filología, ni con el empeño de extender una
lengua y borrar otras, sino con intereses mucho más sustan­
ciosos. La necesidad de comunicación creará la ley, no al re­
vés. Sin embargo, las leyes de normalización lingüística que
1Caries Duarte, 1991, p. 20.
J u a n R a m ó n L o d a r es

hoy recorren la España autonómica a menudo no entienden


este simple principio.

L as apariencias engañan
En general, la leyes para difusión de las lenguas no están
basadas en mitologías. Se legisla porque interesa material­
mente difundirlas; y ¿por qué interesa en la mayoría de los
casos? Se lo pueden imaginar: por el dinero. La economía,
las múltiples formas que tiene la gente de ganarse la vida, y la
consideración de la lengua como un bien que garantice esa
ganancia, están en el meollo de la difusión de cualquier len­
gua y de la legislación hecha a su propósito. El español no ha
sido una excepción. Esas son las fuerzas motrices de la leyes
donde aparece el idioma (salvados los casos de guerras, dic­
taduras o revoluciones donde hay otros intereses por me­
dio) . En otros términos: la política lingüística eficaz y pacífica
es un apéndice de la política económica, que puede mucho
más.
Quizá no haya un campo como el de las relaciones entre
la economía y el idioma donde tan claramente se vea cómo
aquélla legisla a su arbitrio sobre éste, tácitamente, sin letra
de la ley, y hace más notable y extrema la desigualdad de las
lenguas. Por esto, si se busca el trasfondo del asunto, resulta­
rá que muchas leyes que se interpretan como proscripción
de tal o cual lengua resultan ser simples disposiciones mer­
cantiles del más variado estilo. Como la que paso a comentar
inmediatamente.
Place un par de siglos las compañías italianas de teatro
arrollaban en los escenarios españoles. Bien puede decirse
que el espectáculo de música, danza, canto o comedia era ita­
liano. Ese era el gusto del público y, cómo no, allí iban sus di­
neros. Los cómicos madrileños se quejaron ante el descalabro
económico que esa competencia arrolladora les producía. A
algún ministro de Carlos IV se le ocurrió en 1801 la siguiente
ley: “En ningún teatro de España se podrá representar, can­
71
El pa r a íso p o l íg l o t a

tar ni bailar piezas que no sean de este idioma castellano y ac­


tuadas por actores y actrices nacionales o nacionalizados en
estos Reinos”. Desde esa normativa en adelante, cualquier
compañía extranjera que pasara por aquí tenía que traerse
aprendidos los papeles en español. Consecuencia: vendrían
menos cómicos italianos y la recaudación iría a parar a las
compañías nacionales. No es propiamente una ley de la len­
gua, es una ley contra la competencia. Léanla de nuevo sin
considerar lo que les acabo de contar y la ley les parecerá en­
teramente lo que no es. Si hay alguna lengua preterida es el
italiano, y no por el italiano en sí mismo. De otra manera,
¿qué compañías de teatro de la época en vasco, gallego o ca­
talán —suponiendo que hubiera muchas de éstas de viaje
por España— podían hacerle la competencia a los cómicos
de Madrid, que fueron quienes alentaron la medida y la ciu­
dad donde primero se aplicó? Las compañías italianas sí po­
dían y con mucho más éxito que el producto nacional. Por
otra parte, el teatro en español se difundía desde mucho an­
tes por todo el país sin necesidad de leyes; como recordaba
Luis Michelena, se puede dudar de que buena parte del públi­
co se enterara de los matices en las representaciones teatrales
que se daban en español en pueblos vascohablantes del siglo
XVI, pero el hecho es que se daban con aceptación general.
Las normativas viejas donde aparece la obligatoriedad del
español, leídas sin atender a las circunstancias que las favore­
cieron, dan siempre la falsa impresión de ser lo que, en reali­
dad, ni quieren ser ni son. Las leyes de uniformación lingüís­
tica de los siglos xviii o xix, por ejemplo, en buena medida
proceden de leyes de comercio, de administración común, de
unificación de moneda y de liquidación de aduanas. Así que
en el mismo documento donde se dan normas para regular
el trato mercantil, ordenar el tráfico de bienes y productos,
liberalizar el comercio, facilitar los medios de comunicación,
uniformar los tipos financieros, recomendar que las cuentas
estén al día o vayan claras y sin apuntaciones que se escapen
al control del fisco, en todo eso, aparece la referencia a la co­
munidad de lengua. No podía ser de otra forma.
J u a n R a m ó n L o d a r es

En ocasiones todo este proceso no responde a una ocurren­


cia del ministro de turno, empeñado en uniformar a diesño y
siniestio, sino que son peticiones que parten de los mismos
gremios de artesanos, compañías mercantiles o asociaciones
de comerciantes, a los que no les costaba ver lo ventajosa que
era una lengua común para sus negocios. El ministro, simple­
mente, se hace eco de la sugerencia y le da trámite. Clarísima a
este respecto es la orden de Carlos III, dada en 1772, para que
“todos los mercaderes y comerciantes, sean naturales o extran­
jeros, lleven y tengan sus libros en idioma castellano” (otra or­
den que parece lo que no es), dictada expresamente a petición
de lajunta de Comercio valenciana, porque como cada comer­
ciante tenía costumbre de llevar en aquel reino las cuentas a su
modo y en su lengua, fuera catalán, francés, inglés, italiano o
alemán, la actividad financiera de lajunta quedaba paralizada
a cada paso, originándose con ello “confusión, desorden y per­
juicios a la causa pública”2. Si los comerciantes de Valencia se
hubieran quedado tranquilos en sus casas, no tendrían que
haber recurrido a esta petición para ganar dinero. Pero no se
quedaron tranquilos en sus casas. Eran comerciantes.
Hay otro tipo de órdenes que también se interpreta como
las prohibiciones que no son. En el censo de 1897 éramos die­
ciocho millones de españoles, de los que unos trescientos cin­
cuenta mil —aproximadamente el dos por ciento de la pobla­
ción total española— sabían hablar vasco3. De ellos, la mayoría
podría entender o hablar el español. Muchos —como en el
resto de España, por otra parte— no sabrían leer o escribir,
ni en vasco, ni en español. Cuando se trazaba la rudimenta­
ria red telegráfica nacional de hace un siglo, el servicio calcu­
ló cuál iba a ser el valor de las lenguas que iban a circular por
aquella red y llegó a una conclusión razonable: el medio más
solicitado iba a ser el español. De modo que en las normati­
vas de comunicaciones de la época se primó a esta lengua.
Aquel no fue un cálculo cualquiera, porque las comunicacio-
2 Fernando González Ollé, 1995, p. 4-9.
3 Beltza, 1976, p. 41.
El pa r a íso p o l íg l o t a J u a n Ra m ó n L o d a r es

nes no son gratuitas y mantener servicios anejos para porcen­ después, por Real Orden de 21 de noviembre de 1904, se
tajes mínimos de usuarios que, por otra parte, podían telegra­ aceptara “el uso de las variedades regionales” en conferen­
fiar en español, resultaría caro. Además, ¿cómo se telegrafiaba cias telefónicas y telegramas.
en vasco en 1896? El vasco escrito común iba a venir, entre Las relaciones entre economía y lengua saltan a cada paso
polémicas, setenta años después. En 1896 lo más probable es y en ellas los hablantes suelen evitar, si pueden hacerlo, las si­
que el telegrafista, el remitente y el destinatario, supuesto tuaciones de plurilingüismo, pues potencialmente son con­
que los tres pudieran entenderse en vasco, quizá no se pusie­ flictivas, además de caras. Vamos a otro ejemplo, podría de­
ran de acuerdo en qué texto escrito Uansmitir. Sin embargo, cirse que de laboratorio: el Senado español. Los senadores se
esta normativa se explica como una prohibición del vasco en entienden normalmente en español, como que es la única
el servicio telegráfico español. Pero no se prohíbe el uso del lengua que comparten. Pero en algunas comisiones, en algu­
éusquera en la ley de telégrafos. Se prohíbe el uso de un fac­ nos debates y en algunos actos protocolarios, los senadores
tor que en 1896 encarecería inútilmente el servicio. Fuera de dan testimonio de su plurilingüismo natural y se expresan en
España pasaba exactamente lo mismo. cualesquiera de las lengua oficiales en España, que son cin­
Hay que tener en cuenta el valor económico de las len­ co. Incluso la presidencia senatorial tiene el derecho de ha­
guas: en una situación de multilingüismo la lengua con más cer uso de todas ellas, aunque se comprende que una perso­
hablantes es la más barata, la que ahorra traducciones, equí­ na sola, todas, todas, no las pueda dominar con soltura. Nada
vocos y tiempo. Hay determinadas concepciones sobre cómo hay de extraordinario en un Senado plurilingüe, si el país al
tratar el multilingüismo que pueden hacer que un país sea que representa pretende serlo. Por ello los senadores dan
rico o sea pobre. Si en la España de 1896, en vez de primar al ejemplo en los debates autonómicos y renuncian a veces a la
español, se hubiera organizado un servicio telegráfico multi- única lengua que les une y que, salvado el caso de los catala­
lingüe, con una distribución compleja para utilizarse sólo oca­ nes, sin ninguna duda es la que mejor hablan, entienden, leen
sionalmente, un telegrama nos podría haber costado mucho y escriben todos ellos, para dar testimonio de lo que les sepa­
más que a otros europeos. Las comunicaciones nacionales ra que, aparte de separarlos, hablan, entienden, leen y escri­
hubieran sido más costosas y, por tanto, menos. El desarrollo ben mucho peor que el español. Es muy posible, por otra
español en ese terreno seguramente hubiera sido más lento. parte, que separarse y malentenderse le cueste dinero a los
En suma: un buen negocio. senadores, es decir, al país que representan: el dinero que hay
La ley que liga multilingüismo y pobreza es bien conoci­ que pagar en trámites de traducción.
da. La formula Florian Coulmas así: “El multilingüismo es va­ Son circunstancias muy paradójicas, donde las mismas
rio. Puede darse en países ricos sólo si median ciertas lenguas. personas que charlan familiar y amistosamente en la cafetería
Pero en aquellos países que carecen de una lengua común de del Senado en una misma lengua, necesitan varios traducto­
la que poder servirse como vehículo para regular las relacio­ res simultáneos cuando suben a la tribuna. Por contrasentidos
nes políticas y comerciales, el multilingüismo, habitualmente, como éste, el plurilingüismo suele ceder en las sociedades
conduce a niveles bajos de desarrollo económico”4. Como, a sin necesidad de una ley que lo liquide, sin mala voluntad de
pesar de todo, España sí ha tenido lengua común, la reorga­ nadie. Cede por la misma dinámica y exigencia de una co­
nización del servicio telegráfico permitió que pocos años municación fácil, inequívoca y barata, que es imprescindible
para la cómoda circulación de las personas y el desarrollo de
4 Florian Coulmas, 1992, p. 26. las sociedades. En el caso de nuestro Senado quedan los valo­
75
El p a r a íso p o l íg l o t a
J u a n R a m ó n L o d a r es

res simbólicos, testimoniales o sentimentales de las lenguas, de la época, la comunicación y la relación entre los natura­
más que ningún otro valor, para qué vamos a negarlo. De les. Así que algunas leyes de lenguas iban destinadas, esen­
modo que si en tal o cual pleno, debate o comisión, se decide cialmente, a favorecer el único medio de entendimiento ge­
primar esos valores frente a la comunicación eficaz y econó­ neral posible entonces. Que es el mismo de ahora: la lengua
mica... los senadoies estarán haciendo todo lo contrario de española. Las leyes de lenguas que se preparan en la España
lo que de forma abrumadoramente mayoritaria viene ha­ actual son mucho menos ahorrativas, desde luego. A largo
ciendo el resto de españoles desde hace siglos. Porque si a los plazo, van destinadas a que lo barato salga caro.
españoles y a los americanos no les hubiera interesado comu­ Comprendo, sin embargo, que este destino sea difícil de
nicarse y no hubieran necesitado hacerlo, por muchas leyes a prever en un país como España. Es más, entiendo que tal país
su favor con que contara, la lengua española no sería lo que disfrute de tales leyes. Pero incluso en un Estado tan diverso
es, ni en América ni en España. y rico culturalmente, esta necesidad tácita de entenderse se
Hay un capítulo que no se va a desarrollar en este libro: el ha ido abriendo camino en sitios mucho más modestos que
dedicado a calcular cuánto nos costará, en euros, nuestro paraí­ las cancillerías reales, de donde salían esas leyes uniformado-
so políglota. Pero el capítulo tiene fácil resumen: véase el caso ras antiguas: cuando hace más de un siglo el ayuntamiento del
de Canadá, un país genuinamente plurilingüe, con una mayo­ pueblo navarro de Ituren le envió un escrito al maestro de la
ría anglohablante y una significativa minoría francohablante localidad, recomendándole que dejara de enseñar vasco a los
(cada vez más pequeña) radicada en Quebec. No hay lengua niños y les empezara a enseñar español —en una época don­
común propiamente dicha. La gestión y administración bilin­ de ninguna norma obligaba a enseñar a los niños nada regla­
güe más todo lo que hay que gastar para que anglohablantes damente, ni español, ni vasco, ni matemáticas—; los de Ituren
y francohablantes no anden a la gresca— le ha venido costan­ no sustanciaban su petición en leyes, ni en amenazas, ni en
do al país casi cien mil millones de pesetas anuales. No tiene castigos, sino en algo simplísimo, en que el español era el úni­
más remedio que gastárselos5. Considérese que en España en­ co idioma que entonces les convenía. Ellos sabrían por qué.
trarán en liza cinco lenguas y que las diversas leyes de normali­ Sin embargo, la lamentable ceguera de aquellos vecinos anti­
zación afectan a unos dieciséis millones de personas, es decir, guos, gente sin ninguna visión de futuro que quería pasarse
al cuarenta por ciento de la población nacional. Nuestra inteli­ al español, ha hecho que, un siglo después, el gobierno vasco
gente administración de recursos puede hacer que en el fütu- ande gastándose a veces casi la mitad del presupuesto en en­
ro, y si los planes de normalización lingüísúca llegan a donde señar éusquera a la gente, tanto si lo había hablado hacía cien­
algunos quieren que lleguen, los españoles tengamos que pa­ to veinte años, como si no lo había hablado nunca6.
gar para entendernos mal. La riqueza plurilingüe no es venta­
josa ni gratuita. Por eso algunos países se la ahorran. Gastan en
otros bienes y no les va mal: de los siete países más ricos del U n m ed io d e c o m u n ica c ió n general
mundo, seis son monolingües. Mientras tanto, Etiopía tiene
ciento veinte lenguas... y una renta per cápita paupérrima. Para el hispanista Rolf Eberenz la difusión del español en
Los españoles del siglo xvm sí tomaron la decisión de aho- época contemporánea, y consecuentemente, la disminución
rrai dinero y tiempo. Facilitaron, dentro de las posibilidades de las situaciones de plurilingüismo, debe buscarse, más que
5 David Crystal, 1998, p. 123. 6José Luis Uruñuela, 1983.

77
El pa r a íso p o l íg l o t a J u a n R a m ó n L o d a r es

en la legislación, en “la creciente integración de las regio­ cios, pues la centralización, en tales términos, no traía mayo­
nes en la economía nacional, la mejora de las comunicacio­ res ventajas para aquel reino.
nes, una espectacular difusión de la prensa, la escolarización Aunque el Memorial era retóricamente lacrimoso, Carlos III
cada vez más amplia, sobre todo de la población urbana y el tomó nota: entre 1765 y 1778 firma unas Reales Instruccio­
involucramiento de catalanes, vascos y gallegos en las em­ nes por las que declara la libertad de comercio con América
presas de política exterior”7. En suma, un conjunto de inte­ que supusieron, en la práctica, el monopolio comercial de
reses que crean la necesidad de entenderse en algo común, Cataluña en buena parte de aquellas tierras. En 1768 firma
condición que sólo cumplía el español. Todo ello da pie para un decreto muy a propósito para nuestras historias y que ya
nuevas historias. he comentado en el capítulo dedicado a la escuela: manda
Entre otros muchos, hay dos motivos sobresalientes que enseñar a la “gente bien” del país latín y español; un grupo
explican la introducción del español en la Cataluña moder­ de autores se pone a escribir y a publicar métodos escolares,
na. El primero tiene que ver claramente con ese involucra­ diccionarios y gramáticas de latín, español y catalán. Más toda­
miento en las empresas de política exterior. Lo contaré a gran­ vía: en 1778 se ordena definitivamente, tras dos siglos y medio
des rasgos: la Nueva Planta de Felipe V no fue tan lesiva para de titubeos sobre el asunto, que a los indígenas americanos
los catalanes —algunos la consideraban caída del cielo— por­ se les enseñe español, sin excusas, con el fin de que se agilice
que al ligarlos a una monarquía menos foral que la anterior, “la administración, trato y comercio” con lo que les va a venir
abrió a gente tan industriosa unas puertas que los Ausü ias no de España, o sea, barcos de armadores catalanes, vascos y ga­
les habían franqueado del todo: el comercio con América. ditanos.
Sin él no se entiende la Cataluña moderna. Otra petición del Memorial de 1760, la de que los curas
Como sus usos económicos —mucho más ágiles y prácti­ rurales pudieran predicar en catalán, también pasó adelan­
cos que los castellanos— se habían respetado, los producto­ te. En el fondo, a la inmensa mayoría de los parroquianos del
res catalanes acumularon dinero y bienes, ¿dónde invertirlos campo, a los payeses, ¿qué se les había perdido en la indus­
mejor que en la carrera de las Indias? Desde mediados del si­ tria o en América? No le fue tan bien al catalán, claro está,
glo xvm se iban formando compañías mercantiles. Pero a la cuyo problema estribaba en ser una lengua menor para un
Cataluña industrial, no a la aristocracia urbana, todavía le fal­ medio mercantil e industrial grande. El interesante comer­
taba el dominio pleno de algo muy importante, algo elemen­ cio que brindaba el Imperio español se gestionó en español,
tal, para ligarse a fondo en tan lucrativo negocio. De modo la lengua de la clientela. No es una historia sentimental, es
que, recién llegado Carlos III a España, los representantes de una simple ley de necesidad comercial: ¿en cuantos estableci­
la antigua corona de Aragón le elevan un Memorial de Agra­ mientos españoles se ve un cartelito que dice “English Spo-
vios donde le cuentan que había quedado imperfecta la gran ken”? Otro es el que se llevaba entonces: “Se habla español”.
obra que el gobierno de Felipe V mandó establecer en aque­ Cuando el señor Naharro publicó su método de lectura para
llos reinos. Imperfecta porque había discriminación para niños en 1786, enumeró en el prólogo las ocho razones por
que sus naturales ocuparan cargos públicos, todavía se les te­ las que el público aprendía español; la primera de todas, que
nía por extranjeros, cuando salían de casa los señalaban por es un resumen de las siete restantes, era “la razón comercial”.
el acento y era obligación del nuevo rey borrar esos prejui­ La otra circunstancia que instaló el español en Cataluña
la resumía así el novelista Stendhal, de viaje por la Barcelona
7 Rolf Eberenz, 1992, p. 384. decimonónica, en una observación que encuentro en sus Me-
78 79
E l, pa r a íso p o l íg l o t a

morías de un turista: “Estos señores [los catalanes] quieren le­


yes justas, con excepción de la ley de aduanas, que debe ser
hecha a su guisa. Es preciso que el español de Granada, de
Málaga o de La Coruña no compre las telas de algodón ingle­
sas, que son excelentes y que cuestan un franco la vara, por
ejemplo, y adquieran las telas catalanas, muy inferiores y que
cuestan tres francos la vara”. No es este el comentario más
crítico, por cierto, de otros que hace el escritor en parecida
línea respecto al proteccionismo industrial auspiciado por el
gobierno. Comentarios que abundan en una idea bien esta­
blecida entre los historiadores de la España contemporánea:
la atracción del Estado, para proteger con su coraza política y
aduanera a las empresas catalanas contra la competencia ex­
tranjera, fue un motivo de vinculación de la burguesía catala­
na a los intereses de la política centralizadora.
De esa armadura política se beneficiaba la lengua común,
por supuesto. Pero la tutela gubernativa no sólo favoreció la
instalación del español en sí, sino que a través de la censura
limitaba las posibilidades de expresar en catalán ideas que
no eran del gusto de los mantenedores del sistema. De Isa­
bel II es una Real Orden que data de 1867, donde se dispone
rechazar las piezas de teatro “exclusivamente escritas en cual­
quiera de los dialectos de las provincias de España”. Vista así
parece una inequívoca represión literaria. Pero hay algo más,
pues se sabe que los tiros iban dirigidos sobre todo a la dra­
maturgia catalana, la de Solé, Roure, Vidal i Valenciano, que
era un teatro popular en la línea de cierto periodismo y pren­
sa satíricos8. Se está a las puertas de la Primera República y se
difunden unas ideas que ponen en entredicho el sistema eco­
nómico y de poder social, que será todo lo centralista que se
quiera, pero en el que tiene intereses opíparos cierta burgue­
sía catalana. En consecuencia, se prohibirá el teatro en cata­
lán no porque vaya escrito en catalán, sino porque no gusta a
los que pueden prohibirlo, hablen español o catalán, eso da
igual.
8 Francesc Vallverdú, 1972, p. 51.
J uan R a m ó n L o d a r es

Es un caso de censura, desde luego, pero para darse una


idea de lo que podía importarle esto al entramado industrial y
mercantil catalán, si no es que alentó la medida, basta obser­
var los tipos que dibuja el satírico Rober Robert en sus escri­
tos, bajo la irónica denominación “uns homes de bé”, quienes
ni saben leer catalán, ni les importa leer otra cosa que las car­
tas de negocios, las facturas y las noticias de los precios co­
rrientes, escritas en una lengua muy beneficiosa para ellos
que, en 1867, no era el catalán. Una historia de lo más co­
rriente, por cierto. Muchos hablantes de español han censu­
rado lo que se escribía en español y no se trataba de una medi­
da contra el idioma, se trataba sólo de una medida contra las
ideas inconvenientes que aplicaba quien tenía poder para ha­
cerlo. Por ejemplo, en la Cataluña de 1939, uno de los ideólo­
gos de la censura, don José Montagut i Roca, catalán de na­
ción y catalanohablante él mismo, censuraba igualmente el
catalán que el español, según lo que se dijera en cada idioma.
Cuando se miran los casos sin prejuicios, es fácil advertir
que la legislación a favor del español no es la legislación a fa­
vor de un idioma en sí, es la legislación a favor de un sistema
económico que está sustentado en ese idioma. Es una legisla­
ción hecha no sólo por las clases dirigentes que hablan ese
idioma, sino por las que se benefician del sistema hablen la
lengua que hablen. Tampoco ha sacado beneficios sustanti­
vos el español de la censura de prensa, qne también la sufrió.
Es un hecho reconocido que la difusión popular de la lengua
inglesa escrita se ha debido, en gran parte, a que los angloha-
blantes han disfrutado desde finales del siglo xvm de unos
medios de prensa con menos censura, menos control guber­
nativo, menos impuestos y, por lo mismo, más facilidad de
circulación entre los lectores que la prensa escrita en cual­
quier otro idioma... y hoy los cinco periódicos más leídos del
mundo se escriben en inglés9.
La difusión de una lengua común en la España contem­
poránea no es una historia de leyes, es una historia de tras-
9 David Crystal, 1998, p. 83.

81
El p a r a íso p o l íg l o t a

fondo económico: una población que aumenta más deprisa


que la riqueza nacional, lo que la fuerza a moverse de sus lu­
gares de origen en dos sentidos. En una primera época, des­
de el centro a la periferia; después, el atractivo de una gran
ciudad como Madrid y los focos industriales, fabriles o por­
tuarios como Barcelona, Zaragoza, Bilbao, Asturias, Santan­
der, atraen a gente de toda España, especialmente del sur.
Un movimiento que se facilita por medios de transporte más
rápidos y baratos, como el ferrocarril: en los últimos años del
siglo xix la circulación ferroviaria española se había multipli­
cado por veinticinco y había duplicado su tendido. Un movi­
miento humano, en fin, sin precedentes en la historia moder­
na que rompe los vínculos tradicionales de relación. También
es una época de mayor complejidad técnica y que necesita
trabajadores más preparados, con una instrucción por lo me­
nos elemental, que no se limiten a repetir las tareas de sus
abuelos. Esas son condiciones que, inevitablemente, comu­
nican y priman una lengua y, al tiempo, reducen a su ámbito
particular a todas aquellas que, en contacto con ella, no satis­
facen las necesidades de comunicación masiva que tal desa­
rrollo genera.

L as cosas cambian

Al calor de la Europa unida que se aproxima, todas estas


consideraciones pueden variar, o no valer ya. Evidentemen­
te, las circunstancias que hicieron común al español ayer ya
no son las de hoy. El imán de un interesante mercado a la
europea que tiene exigencias propias, y a veces diferentes de
las que los Estados tal como hoy los conocemos pueden ga­
rantizar, es un atractivo fuerte. En un país como España, tan
amante de sus foralismos y riquezas diferenciales, es normal
que los diferentes aforados busquen nuevos rumbos, exhi­
biendo precisamente todas las riquezas que los diferencian
del común. El profesor Ramón Cotarelo hacía al respecto
esta reflexión muy clara: “No será fácil mantener la unidad
82
J u a n R a m ó n L o d a r es

territorial del país en el seno de una entidad más amplia a la


que los nacionalistas vascos, catalanes y gallegos ven como
una oportunidad para deshacer los lazos de una nación en la
que no creen y cuyo valor como mercado resulta hoy franca­
mente ridículo frente al mercado único europeo”10.
Todo esto es muy propio del genio tradicional español,
pero... no tiene mucho que ver con la lengua, sobre todo si
de mercados se trata. No es improbable que la misma ley
que limita la instalación del español en ciertas Autonomías
sea la que vaya a limitar en el futuro la instalación de nego­
cios prósperos. Cuando altos cargos de la Generalidad han
expresado la idea, muy teatral, por cierto, de que ni España,
ni la Unión Europea, les interesarían si ello supusiera renun­
ciar al catalán11, la verdad es que nadie les estaba pidiendo
tanto. Sin embargo, tras esos dramatismos latía y late un he­
cho indiscutible: que las lenguas minoritarias —tengan o no
el respaldo de un Estado— están más expuestas a los azares
de la economía que las lenguas grandes. Nadie pide a nadie
renunciar a una lengua. Son más bien peticiones y exigen­
cias tácitas de las mismas leyes de comercio. A veces son inevi­
tables, las sufre la propia lengua española, que es una de las
cuatro más habladas del mundo: ¿cuántas veces han dado
con ese librillo de instrucciones que viene en diecisiete len­
guas, ninguna de las cuales es la española? Y para esto no hay
que recurrir a los productos de importación: una entidad
bancaria nacional expone el siguiente lema en sus escapara­
tes: “El cambio más ventajoso”, se refiere al cambio de mone­
da, claro está; les he traducido el mensaje porque en la pro­
paganda original éste se expresa en una columna que de
arriba hacia abajo va en japonés, inglés, alemán, francés, ára­
be, ruso e italiano.
El mejor remedio para estas angustias ante la competen­
cia lingüística —y reconozco que esta es una opinión muy
particular— es dejar que cada cual obre por su cuenta según
10 “Del 98 al 98”, El País, 23 de noviembre de 1998, p. 14.
11 El País, 17 de febrero de 1994, p. 15.

83
El pa r a íso p o l íg l o t a J u an R am ón L odares

sus intereses. Y si lo que pasa dentro de unos años es que a un subtítulos. Dado que la mayoría del público no está acostum­
hablante de catalán, de gallego o de vasco no le interesa aco­ brada a ir al cine para aprender idiomas mientras hace ejer­
gerse al español y puede mantenerse en su minoritario mun­ cicios de lectura rápida, el gremio catalán de exhibidores
do, que así sea. Ninguna novedad, por cierto: eso ha ocurri­ preveía su ruina inminente. La Generalidad tuvo que dar
do durante siglos sin que nos preocupara gran cosa. Si para marcha atrás. El Estado español contribuyó asimismo a arre­
salir de ese mundo prefiere, antes que el español, el inglés, el glar el entuerto y a dejar en paz a los norteamericanos. Lo
francés, el alemán, o el chino, pues... que así sea también. Hay que se van a ahorrar los yanquis en doblajes al catalán, lo pa­
quien toma posiciones en tal sentido para la futura Europa: gará España. En cierto modo es comprensible, pues algunos
el diario Avui regala a sus lectores el primer curso interactivo españoles hablan catalán. Lo paradójico del caso es que los
de inglés en catalán, bajo patrocinio de la Generalidad y Gas norteamericanos hayan advertido, mucho mejor que noso­
Natural. Como atractivo añadido del curso se anuncia que los tros, las posibilidades económicas de la lengua española. Para
ejercicios de gramática y vocabulario llevan equivalencias, algo Hollywood es la primera empresa exportadora de EEUU.
además de en catalán-inglés, que es de lo que se trata, en Y una de las industrias más poderosas del planeta, que le ha
francés, italiano y portugués. dado al fundamentalismo lingüístico catalán un aviso: quie­
A pesar de todo, las pretensiones del nuevo tradicionalis­ nes en el estatuto le negaron al español la condición de len­
mo español haciendo creer a la clientela que sus intereses es­ gua propia de Cataluña, tendrán que reconocerle la condi­
tarán mejor defendidos en la nueva Europa, y en el mundo ción de lengua más rentable de dicha comunidad. No es
en general, por grupos soberanos minúsculos, de economía previsible, sin embargo, que el fundamentalismo se dé por
minúscula, que hablan lenguas minúsculas, frente a grupos aludido.
soberanos mayúsculos, de economía mayúscula, que hablan En fin, que cuando los nacionalistas, regionalistas y canto­
lenguas mayúsculas, no sé si hay que interpretarlas como nalistas de toda condición —de izquierdas o de derechas,
irresponsabilidad, o como simpleza. No hay nada de extraño tanto da— hablan de profundizar las diferencias entre los es­
en que cada uno quiera decidir por sí mismo. Las cosas cam­ pañoles y conceptos por el estilo, se comprende por venir
bian. Las naciones nacen y se deshacen. Pero sí es una con­ esos mensajes de donde vienen, es decir, del fondo más ran­
tradicción difícil de entender el que los valores particulares cio, detentador de privilegios e inmovilista del tradicionalis­
de cada cual tenga que acabar defendiéndolos un Estado de mo de toda la vida. Lo que ya se entiende peor es que alguien
todos, cuya legitimación se pone en entredicho, hoy sí y ma­ se tome en serio que la modernidad política, lingüística y cul­
ñana también... precisamente por los cadacuales que se aco­ tural pase hoy en España por satisfacer aspiraciones pareci­
gen a él a la mínima dificultad exterior. das, mutatis mutandis, a las que tenían los carlistas de hace si­
Hace un año, los de Hollywood se enfadaron mucho por­ glo y medio, a las que tenía don Manuel Polo y Peyrolón con
que el gobierno de un rinconcito de Europa les quería mul­ su aduana para maestros, con poderes, valores, usos y cos­
tar —en virtud de una curiosa “ley del idioma”— por no traer tumbres regionales rebosantes de salud, bendecidos por la
sus películas dobladas al catalán, una lengua con poco inte­ Iglesia y garantizados por la monarquía. Parece que la mo­
rés comercial para los norteamericanos. Como la Generali­ dernidad en España pasa por apuntarse al Antiguo Régimen.
dad no cedía, Hollywood se planteó seriamente no distribuir Dejo estas consideraciones abstractas y retomo el hilo de
en Cataluña ninguna película doblada (ni al catalán ni al es­ nuestras historias, porque igual que hubo poderosas condi­
pañol) . A partir del diecisiete de marzo de 1999, llevarían ciones económicas y políticas que crearon la necesidad de
84 85
El pa r a íso p o l íg l o t a

una lengua común, también las hubo importantes para en


torpecer su difusión. A ellas voy a dedicar los próximos capí
tulos.
V
P alabra d e D io s

L jr Iglesia española tiene relevancia en nuestras historias.


Tradicionalmente en España quienes asistían a la escuela
aprendían a leer con el catecismo. Quienes enseñaban en las
universidades tenían que hacer profesión de fe en el dogma
de la Inmaculada Concepción. Donde el plan de educación
en 1821 decía “moral y derecho natural”, el de 1826 decía
“religión y enseñanza de la historia sagrada”. Se cambiaron
las materias a instancias del vicario general de las Escuelas
Pías, hombre empeñado en una educación monárquico-reli­
giosa para contrarrestar y extinguir el germen revoluciona­
rio que tantos daños había causado a la nación. Pero el ger­
men, minúsculo y todo, subsistía; así que cuando la Iglesia
abandonó su posición beligerante contra él, un Concordato
favorable estipulaba en 1851 que “la instrucción en las univer­
sidades, colegios, seminarios y escuelas públicas o privadas
de cualquier clase, será en todo conforme a la doctrina de la
misma religión católica”1. Tan en serio nos tomamos el Con­
cordato, que todavía en 1865 el gobierno español retiraba de
sus cátedras a los profesores por no ser católicos.
Tal omnipresència en un capítulo de la vida civil, como es
el de la enseñanza, tan relacionado con el idioma, se ha aca­
bado reflejando en el mapa lingüístico español. La Iglesia ha
representado un papel altamente contradictorio en su traza-
1 Miguel Artola, 1983, p. 145.

87
El pa r a íso p o l íg l o t a J u a n R a m ó n L o d a r es

do: por las más diversas conveniencias, lo mismo ha facilitado les en sus idiomas. Era el mandato de Pentecostés: “Id y pre­
la difusión del español que ha frenado su expansión y exalta­ dicad a cada uno en su lengua”.
do el fomento de lenguas minoritarias. Esto nada tiene de Este mandato no es que me parezca a mí una ingenuidad,
extraño pues, cuando se repasa la historia española mo­ sino que ya le parecía lo mismo a don Francisco Antonio Loren-
derna, es fácil advertir cómo la Iglesia ha tenido soldados en zana, Arzobispo de México, en el lejano año de 1769. Lorenza-
todos los frentes: la práctica de los jesuitas en los lejanos años na había llegado a comprender que en la evangelización se
de la revuelta catalana contra Felipe IV y su ministro, Oliva­ repetía una constante verdad: que el mantener el idioma de
res, de repartirse entre quienes predicaban en catalán y quie­ los indios era capricho de los hombres cuya ciencia y fortuna
nes predicaban en español, a la espera de los resultados de la se reducía a hablar aquellas lenguas2. Es difícil no estar de
revuelta, ha sido algo bastante regular. acuerdo con el arzobispo. Lo mismo se decía de las misiones
Al contrario de lo que ocurría en Gran Bretaña, donde la en Filipinas poco antes de 1898. Así opina Jon Juaristi de la
lengua inglesa señalaba acatamiento a una idea política, a un predicación en vasco: “En el XIX a la finalidad puramente pas­
rey, a una religión, el español nunca fue índice de lealtad re­ toral del uso del éusquera se añadió la de preservar a los vas­
ligiosa en España salvo en momentos muy concretos: cuando cohablantes de las ideas laicistas y revolucionarias, que se
se adoctrinaba a musulmanes, por ejemplo, porque parecía propagaban en español o en francés, rara vez en vasco”3. Pre­
herético predicar la doctrina de Cristo en la lengua de Alá. servar también de otras ideas religiosas, las protestantes, es lo
Eso se decía entonces. Pero en la mayoría de los casos la doc­ que ha hecho que, de cada diez textos en vasco que se produ­
trina podía predicarse en cualquier lengua, hasta en la más cen entre los siglos XVI al xvm, nueve sean literatura católica
peregrina que hablaran los indígenas americanos o filipinos. escrita por sacerdotes4. La finalidad pastoral es sólo relativa y
Había en todo esto muy complejos intereses en los que no me oculta una necesidad del clero de establecerse como rector
voy a detener. de una masa de fieles, e intermediario frente a otros grupos
Se comprende que la Iglesia no haya sido nunca una fuer­ sociales contaminantes. Es una situación típica de poder y
za revolucionaria y que su papel, por lo menos en España, control ejercidos a través de la lengua, que obra como cor­
haya consistido normalmente en adaptarse al orden estable­ dón sanitario.
cido, mantenerlo a su modo y mantenerse en él. Esto explica
varios hechos que se reflejan en las lenguas y que podrían
comprenderse en una ley que, con las matizaciones que se P en teco stés vasco
puedan hacer, seguiría así: ha contribuido a formar grupos
dirigentes en español por exigencia y necesidad de esos mis­ En España quizá sea precisamente el caso del vasco el más
mos grupos, poniéndose a su incondicional servicio (inde­ sobresaliente al respecto: la sociedad tradicional lo asociaba
pendientemente de los importantes beneficios económicos y a la Iglesia católica, su gran valedora, y ésta lo asociaba a Dios,
de representación social que se derivaban de ello), mienüas a su modo de concebir el mundo y las costumbres patrimo­
que ha predicado a la población rural en lenguas minorita­ niales de sus hijos. No en vano, el vasco había sido para algu-
rias. Una explicación que se da para esta última circunstancia
es que las necesidades de predicación hacían imprescindible 2 Francisco de Solano, 1991, p. 244.
el entendimiento con los feligreses en su propia lengua. Si 3Jon Juaristi, 1998, p. 185.
éstos sólo sabían maya, quechua o vizcaíno, había que hablar­ 4 Luis Michelena, 1977, p. 19.

88 89
E l, PARAÍSO POLÍGLOTA J u a n R a m ó n L o d a r es

nos la lengua del Paraíso Terrenal. Ahora le tocaba ser la de Juan Manuel Epalza, que a comienzos de la cmerra cavu
una sociedad tradicional e inmóvil, que por la vecindad de tenía veinticinco años, hijo de la aristocracia financiera vasca
nuevos usos económicos, típicos del capitalismo industrial, que desdeñaba al nacionalismo, abrazó, sin embargo, la cau­
se estaba trastornando. Todavía a finales del XIX San Sebas­ sa y opinaba que la lengua vasca “se mantenía viva gracias a
tián se anunciaba en los carteles turísticos para veraneantes los campesinos y a la Iglesia y era un baluarte de la religión,
ricos como “Población y costumbres patriarcales cuyo clima ya que en ella no había blasfemias”7. Blasfemo era un adjetivo
hace inútil la Ciencia Médica”. Pero ya empezaban a cambiar muy del gusto de la capilla de Arana. También para el mismo
las cosas y también allí llegaban nuevas ciencias. Cuando Sabi­ Sabino la lengua española era con frecuencia transmisora de
no Arana, agitador de todos los tópicos raciales y lingüísticos blasfemias.
del vasquismo, echa cuentas de esa transformación y calcula Durante la Segunda República se intentó llevar a cabo un
lo mal que le sienta a su patria, escribe: “Si en las montañas notable plan de extensión nacional de la enseñanza; pero el
de Euskeria, antes morada de la libertad, hoy despojo del ex­ que los gobiernos republicanos estuvieran por la separación
tranjero, ha resonado al fin en estos tiempos de esclavitud el del vínculo Iglesia-Estado y por unas escuelas laicas espantó a
grito de independencia: sólo por Dios ha resonado”5. la tradicional Iglesia vasca. De los quinientos setenta y cuatro
Es posible que Arana pensara realmente así. Como es po­ edificios solicitados en la zona por la República para llevar a
sible que dijese eso para granjearse las simpatías de los gran­ cabo su reforma, las Diputaciones de Vizcaya y Guipúzcoa
des filones de éusquera que eran entonces los seminarios, ofrecieron sólo ciento sesenta y dos. En la impresión del ul-
proveedores de ese metal precioso imprescindible para la tracatolicismo vasco la enseñanza laica amenazaba asuntos
construcción de su proyecto diferenciador de vascos y espa­ que, en el fondo, eran muchísimo más importantes que el vas­
ñoles: los dialectos peculiarísimos de los campesinos vascos. cuence (porque el vascuence en 1931 se podía enseñar, no
En particular, el vizcaíno sobre todos los demás, no por nada tenía norma común, ni tradición de uso administrativo o es­
especial, sino porque los Arana, aunque no hablaban vizcaí­ colar, pero estaba reconocido como cooficial). El discurso en
no, eran de Vizcaya. El caso es que veinte años después, tras español, esparcido por las áreas rurales, hubiera sido proba­
las elecciones municipales de 1917, con los nacionalistas ins­ blemente más difícil de controlar por la Iglesia que el discurso
talados en los ayuntamientos e incluso en las Cortes españo­ en vasco. Por esos años el analfabetismo en España ascendía al
las, los sacerdotes deciden que es el momento de apoyar una 40 por 100 de la población adulta y la mitad de la población
doctrina política que les refuerza, tras la derrota del carlis­ infantil carecía de escolarización efectiva. Pero esto no pare­
mo, en un caudillaje popular incontestado que la ideología cía importar tanto.
liberal había empezado fatalmente a contestar6. Desde enton­ Como no podía ser menos, en la posguerra la Iglesia man­
ces y hasta hoy, el mito de un particularismo vasco basado en tuvo el vasco bajo su amparo. En el escrito de protesta que en
la raza, las leyes viejas y, lo que más me interesa ahora, el vas­ 1960 enviaron los sacerdotes a los obispos de las provincias
co —para los aranistas sólo en su modalidad vizcaína—, todo vascas, volvía a unirse la teología, la raza y la lengua: “Al de­
ello otorgado por Dios y tutelado por la omnipresente Igle­ fender la libertad como derecho sacrosanto de todo hombre,
sia, se ha mantenido casi intacto. defendemos también la libertad a la autodeterminación de
todo pueblo, de todo grupo étnico, dentro de los cauces esta-
5 Sabino Arana, “Efectos de la invasión”, Baseritarra, n.° 11,1897.
6 Fernando García de Cortázar yjuan Pablo Fusi, 1988, p. 37. 7 Bartolomé Benassar, 1989, vol. II, p. 351.

90 91
El p a r a íso p o l íg l o t a

blecidos por la ley natural y el derecho posiüvo-divino. Así


ahora denunciamos ante los españoles y ante el mundo ente­
ro, la política que hoy impera en España, de preterición de
las características étnicas, lingüísticas y sociales que nos dio
Dios a los vascos”8. La raza, la lengua y los buenos usos, apo­
yados en unos pretendidos derechos naturales y divinos,
eran la base donde el clero vasco sustentaba sus protestas an­
tifranquistas. Bien estaba protestar contra una dictadura, y
por eso mismo (como por la persecución que algunos sufrie­
ron) despertarían simpatías. Pero cimentar la protesta en la
consideración de unos europeos, que al fin y al cabo eso eran
los vascos, como felices indígenas peculiares a punto de ex­
tinguirse, no es lo más oportuno. Porque en 1960, a pesar de
lo que escribieran los curas vascos, la inmensa mayoría de sus
feligreses no participaba, en absoluto, de rasgos lingüísticos,
naturales, étnicos y sociales muy distintos de los de la gente
de Cuenca.
Es verdad que la jerarquía eclesiástica vasca solía hacer
oídos sordos a estas denuncias. Como también es verdad que
dejó de hacerlos a principios de los sesenta y terció con éxi­
to para que se toleraran las primeras icastolas. Con ello, se
hizo progresivamente pública una enseñanza en vasco que
hasta entonces se había recluido en los seminarios o en las
escuelas domésticas de posguerra, más o menos admitidas,
pero limitadas por el poco interés de la gente por el éusque­
ra. A la tolerancia, sin embargo, contribuyó un problema
endémico del régimen: el déficit de escuelas. Y, asimismo, con­
tribuyó una idea que fue calando en los medios católico-
aperturistas: que el reconocimiento del éusquera podía, en
su limitado ámbito, servir a la reconciliación nacional. Pero
a veces ha sido una forma rara de reconciliarse: la familia de
Emilio Castillo, víctima del terrorismo, tuvo que celebrar el
funeral en un salón del Gobierno civil, porque el párroco a
quien correspondía oficiarlo no cedió en su empeño de dar
la ceremonia en español y en vasco para unos familiares ve-
8Ander Gurruchaga, 1988, pp. 343-352.

92
J u a n R a m ó n L o d a r es

nidos, y no precisamente para pasar las vacaciones, desde


Ciudad Real.
Al fin y al cabo, por muy contestatarios y levantiscos que
fueran, los sacerdotes no dejaban de ser hijos de la Iglesia
en un país, un régimen y unos años donde la Iglesia era om­
nipresente. Por otra parte, se podía continuar legitimando
el orden social y la tradición venerable sin necesidad de tener
que legitimar el edificio en ruinas que era el franquismo en
sus últimos años. Pero la propia Iglesia vasca ha resultado ser
ultraétnica para algunos y se la ha acusado, en ciertos me­
dios, de que por su inveterada costumbre de predicar a cada
cual en lo suyo ha sido un freno para la unificación de las
hablas vascas, ha contribuido a dividir a los paisanos y, por
lo mismo, ha sido la desnacionalizadora del país, al no aca­
bar de aglutinarlo en torno a una lengua común y a un tron­
co de valores pretendidamente eusquéricos. No sigo por
aquí. Sea como fuere, la lengua vasca actual le debe estar
agradecida.

P en teco stés catalán


La Iglesia catalana decimonónica ha contribuido podero­
samente a la consagración del español como lengua de pres­
tigio en la escuela, dentro y fuera de Cataluña. No en vano, el
santo barcelonés Antonio María Claret podría ser considera­
do como el inspirador de las reformas educativas del minis­
tro Moyano, a mediados del siglo xix. A su modo, es el inven­
tor de la escuela pública española moderna. Pero afínales de
dicho siglo, en algunos ambientes eclesiásticos catalanes se
decidió cambiar la mitra por la barretina —como caricaturi­
zaba el semanario barcelonés La Campana de Gracia, en su
número del tres de febrero de 1900— a la vista del tono que
tomaba el regionalismo. Comenzó un periodo de catalaniza-
ción eclesiástica que “representaba una vía de regeneración
religiosa a la vez que una estrategia para continuar teniendo
peso en la sociedad y para no perder el control de las clases
93
El p a r a íso p o l íg l o t a J u a n R a m ó n L o d a r es

dominantes conservadoras, las cuales iban apostando por un derivativo que llama a la actividad popular, y sobre todo la
este regionalismo ante la crisis del sistema político español”9. de la juventud ilustrada y de la clase media, hacia un terreno
Con esta apuesta se podían evitar los peligros del republi­ donde naturalmente se respira un aire tradicional y cristia­
canismo y el obrerismo. El sacerdote Félix Sardá i Salvany lo no”30. fin cristianismo singular, qué duda cabe: cien años
contaba todo en un libro publicado en 1884, con un título de después de haberse escrito estas palabras, la historia que le
esos que te evitan la penitencia de tener que leer siquiera la sucedió a la familia Castillo en el País Vasco se repite en Cata­
primera página: El liberalismo es pecado. Por entonces, el obis­ luña con otra familia más. El párroco de Bagur (Gerona)
po de Barcelona Josep Morgades escribía sus pastorales so­ pone trabas para bautizar a la hija de Juan Antonio Segura
bre la obligación de predicar y enseñar el catecismo en cata­ porque “pretendíamos bautizarla en castellano y él es repre­
lán. Asunto sobre el que no hubo legislación específica hasta sentante de una comunidad catalana”11. Los Segura llevaban
algunos años después, cuando un Real Decreto de 1902 or­ residiendo en Bagur tan sólo veinte años.
denó que el “texto para la enseñanza de la doctrina cristiana
esté escrito en castellano”. Esta disposición levantó un gran
revuelo y hasta un escrito redactado por Joan Maragall pi­ L a GREY INMÓVIL
diendo para el catalán la condición de lengua oficial única
en Cataluña. La polémica fue sonada. Se la podrían haber Un aire tradicional y cristiano: quizá esta concepción de
ahorrado, porque los efectos prácticos del decreto no fueron una sociedad tranquila y estática, donde los ricos y los pobres
gran cosa, básicamente por una razón muy simple: había de­ lo son por naturaleza (digo concepción porque trasladado al
creto pero no había escuelas. Así que, tras doce años de ley, campo material el asunto reviste otros intereses) explique la
el analfabetismo en Cataluña oscilaba, según zonas, entre un ambivalencia, muy notable, que ha seguido la Iglesia respec­
41y un 61 por 100. Un éxito alfabetizador, sin duda. to a la distribución sociológica de las lenguas de España. Sin
En la concepción de la sociedad española que ha mostrado dejar de reconocer, y de actuar en tal sentido, el valor del es­
tradicionalmente la Iglesia, regionalismos y nacionalismos pañol como la lengua de más capacidad, relación y peso eco­
han tenido atractivo porque representaban la idealización de nómico, ha reservado las lenguas particulares, sobre todo,
una sociedad patrimonial, cerrada, sin transformaciones ve­ para las clases populares vascas y catalanas; en mucho menor
nidas de la industrialización, sin conflictos de clase y con obe­ grado para las gallegas, como explicaré enseguida. Una divi­
diencia sumisa a las autoridades civiles y eclesiásticas que sión de clase o estamento social por lengua que recuerda mu­
conducían a los fieles por el buen camino. De modo que las cho a los contradictorios usos de colonización virreinal, por
novedades modernas —-y la difusión de la lengua española lo menos hasta que Lorenzana abrió el debate, cuando se asi­
en que circulaban normalmente— venían a cumplir aquella milaba al español a los hijos de caciques y notables, como
maldición bíblica de herir al pastor y descarriarse las ovejas. gente que estaba destinada a codearse con las autoridades es­
El obispo Torras i Bages lo supo expresar muy bien en una pañolas, a mandar ella misma y a dar ejemplo, mientras se re­
carta fechada en julio de 1900: ‘Yo creo profundamente que servaba el idioma particular para la masa obediente de indí­
aun cuando la propagación del regionalismo discreto no lle­ genas. Aquello, en vez de escuelas de español, lo parecían de
vase consigo un bien positivo, lo llevaría en el sentido de ser
10Jordi Figuerola, 1998, p. 255.
9Jordi Figuerola, 1998, p. 254. 11 Abe, 6 de septiembre de 1999, p. 9.

94
El pa r a íso p o l íg l o t a

alta administración para quienes controlan producto y bene­


ficio. Los administrados, los esclavos y la mano de obra podían
hablar cualquier otra lengua.
Llama la atención este regusto del clero español decimo­
nónico por el popularismo social y político (que tiene sus re­
brotes en la España actual). Para Balmes la clave estaba en la
insuficiente preparación cultural de los sacerdotes y su nula
apertura hacia las masas de menestrales yjornaleros que mo­
vilizaba la sociedad industrial: incapaces de entender lo que
ocurría en las ciudades, se refugiaron en el campo. Es po­
sible que fuera así cuando uno atiende al dibujo que hace
José M. Cuenca Toribio del clero de la época inmediatamen­
te anterior a la aparición del regionalismo y a la exaltación
de las razas diferentes, las lenguas diferentes y los modos na­
turalmente diferentes de cada comunidad: un clero adoctri­
nado en seminarios anacrónicos, con enseñanzas que dan la
espalda a las corrientes de la época, culturalmente reaccio­
nario, víctima de transformaciones revolucionarias que no
entiende, nostálgico de un pasado ideal y receloso hacia cual­
quier novedad12.
Una Iglesia ultrarregionalista a veces. Mucho más paisana
que los paisanos. Según una anécdota que se cuenta de la Ga­
licia de 1930, un párroco predicaba en gallego en una aldea
de Orense. Esta era una forma un tanto rara de predicar por
aquel entonces. A la salida de misa los feligreses se acercan a
él y respetuosamente le dicen: “Nos también le sabemos el
castellano”. Para los aldeanos decirle al cura que sabían espa­
ñol era decirle que no les hablara en gallego. La lengua co­
mún era algo que implicaba ciertos conocimientos y relacio­
nes más allá del estrecho mundo rural13. De modo que el
aldeano tenía natural aprecio por una lengua que le facilita­
ba la comunicación y lo redimía del aislamiento al que que­
daba abocado en el estrecho círculo del gallego. Sin embar­
go, unos campesinos con conocimientos y relaciones amplias
12José Manuel Cuenca Toribio, 1968.
13 Xesús Alonso Montero, 1973, p. 115.

96
J u a n R a m ó n L o d a r es

no caben en la sociedad tranquila de la que hablaba el obis­


po Torras i Bages. Para tranquilidad de todos, es mejor que
sigan en la aldea entendiéndose en gallego. Esta lengua, des­
prestigiada entre sus naturales hablantes, y más todavía si cabe
entre la gente de ciudad, apenas tuvo interés para la Iglesia. Al
contrario de lo que ocurría con el vasco y más claramente con
el catalán, el gallego no tenía la mínima relevancia política a
la que amarrarse para ganar cierta representación en la so­
ciedad gallega. De modo que no era un elemento interesan­
te ni como símbolo. Sólo muy tarde se ha empezado a oír la
predicación en gallego para disgusto, o indiferencia, de cam­
pesinos como los orensanos de la anécdota, y para solaz de al­
gunos señoritos urbanos que jugaban al populismo galaico
sin intención, ni posibilidad tampoco, de ir mucho más allá
del regodeo lingüístico. Entre las divinas palabras predicadas
en latín y las mundanas dadas en español, al gallego no le que­
daban resquicios para que se manifestara el milagro de Pen­
tecostés. Yno se manifestó.
VI
N o t ic ia s d e l p a ís d e l h i e r r o

L ¿a escritora Elisabeth Wright se quejaba en 1913 de que en


Inglaterra: “Entre las escuelas y los cada día más frecuentes
medios para trasladarse con rapidez de un lugar a otro del
país, los sitios donde se pueden oír los dialectos en toda su
pureza cada vez son menos”. Añadía a renglón seguido: “No
hay que extrañarse, cuando a cada paso se ven esos carteles
de propaganda turística popular, que muestran al gran público
las desiertas arenas y lo nubosos cielos de Blackpool o More-
cambe”1. Escuela, transporte, viajes, masas que van y vienen;
circunstancias, en fin, que producían, con mayor o menor lo­
gro, las sociedades industriales desde noventa años antes del
comentario de Miss Wright. Circunstancias que han pesado
en la creación de grandes lenguas comunes que acaban en­
sordeciendo los particularismos, sobre todo cuando son pin­
torescos. El desarrollo de la industria y del sistema capitalista
de producción lleva aparejados cambios notables frente al
modo de vida tradicional: afirmación de grandes ciudades
con un comercio próspero que necesita medios de comuni­
cación rápidos y francos, que necesita romper aduanas y fron­
teras para que la gente vaya y venga, que necesita unificar los
tipos financieros. Se crea también una clase social nueva y es­
pecífica: trabajadores, con una labor cooperativa, reunidos
en fábricas, o en otro tipo de servicios, con formas de vida si­
1E. M. Wright yj. Wright, 1913, p. 1.

99
El pa r a íso p o l íg l o t a

milares e intereses muchas veces comunes, que llevan a plan­


tearse tipos de asociación incluso de rango internacional,
porque la clase empieza a pesar más que la procedencia geo­
gráfica.
Son efectos que tienen forzosamente que reflejarse en las
lenguas. Estos movimientos masivos necesitan y crean me­
dios de comunicación o expresión nuevos y enriquecen no­
tablemente las lenguas que mejor se prestan a ellos. De tales
procesos hay lenguas que salen muy gananciosas, se extien­
den, se hacen comunes, ganan prestigio, hay interés y nece­
sidad de aprenderlas. Otras se empobrecen sin remedio,
quedan relegadas a tal o cual región, se trasmiten oralmente
entre sus naturales y serán aptas para la captación de un ám­
bito limitado pero incapaces de adaptar en ellas los inventos,
técnicas, fórmulas o intereses materiales que va creando y
acumulando la nueva sociedad en otras voces. En muchos ca­
sos dichas lenguas desaparecen sin más. El contacto lingüísti­
co en estas ocasiones suele ser muy poco piadoso, como ob­
serva Florian Coulmas: “Las lenguas comunes europeas
escritas se han ido creando al adaptarse a la carrera de la indus­
trialización y el desarrollo económico modernos y al satisfacer
unas necesidades de comunicación nuevas. Flan logrado así
una ventaja insuperable sobre otras muchas lenguas, que han
quedado prácticamente inútiles para captar ese proceso de re­
novación”2. En suma, dos son los hechos más visibles: hay
lenguas que salen gananciosas, sobre todo, en posibilidades
expresivas, en funcionalidad. Estas mismas, puestas en con­
tacto con otras lenguas, pueden, y con frecuencia lo hacen,
atraer a los hablantes de sus competidoras. Son una puerta
abierta a lo que Uriel Weinreich denominó en su día realismo
lingüístico, o sea, el hecho de que uno vea más beneficio en la
lengua del vecino que en la propia... y trate de parecerse al
vecino lo más posible.
Este modelo teórico que parece tan de sentido común no
ha funcionado en España. O en la historia de la lengua espa­
2 Florian Coulmas, 1992, p. 170.

100
J uan Ra m ón L odares

ñola se nota mucho menos que en la de la lengua inglesa,


francesa o alemana. Incluso puede decirse que ha funciona­
do exactamente al revés de lo previsto. Una Miss Wright a la
española podría decir hoy que entre las escuelas y los cada
día más frecuentes medios para trasladarse con rapidez de
un lugar a otro del país, los sitios donde se pueden oír las len­
guas y hablas peculiares de España en toda su (pretendida)
pureza, cada vez son más. Voy a repasar en este capítulo algu­
nos hechos que resultan interesantes al respecto.

O breros y cam pesinos


Decía Delamarre en un artículo muy sesudo del Journal des
Economistes publicado en 1869 sobre la industria española de la
época: “No cabe duda que en los centros donde la industria ha
empezado a desarrollarse hay una población obrera, pero es­
tas poblaciones obreras están aisladas unas de otras y sólo re­
presentan un insignificante número en relación al total de ha­
bitantes. Así que estamos autorizados a considerar a este país,
en conjunto, como carente de clase obrera”3. Afirmación
matizable, pero cierta en lo esencial. España era, sobre todo,
un país agrícola, con un proletariado rural disperso y perfecta­
mente ajeno a los usos del trabajo asociativo en la industria y la
empresa modernas. De modo que muchas de las demandas tí­
picas de las organizaciones obreras del momento, que hubie­
ran podido tener alguna incidencia sobre la difusión cualitati­
va de la lengua, como “el establecimiento de la enseñanza
obligatoria en todo grado posible, la instrucción tan necesaria
para el obrero”, un latiguillo muy típico de cualquier mitin
obrero de la segunda mitad del xix, eran pregones en el desier­
to. Se interpretaban en el campo como ganas de destruir la fa­
milia, la religión, borrar la patria y acabar con la sociedad.
Pero la opinión de Delamarre indica algo más. Viene a de­
mostrar una evidencia de la que ya he dicho algo al ocupar­
3 Bartolomé Benassar, 1989, vol. II, p. 203.

101
El pa r a íso p o l íg l o t a

me de nuestros analfabetos: que el impacto de la revolución


industrial era menor en España de lo que estaba siendo en
otros países. Por lo mismo, todas las necesidades comunicati­
vas y lingüísticas que iba desarrollando esa revolución las no­
tamos menos aquí; notamos menos las novedades indusüia-
les, mecánicas, técnicas, científicas, comerciales, financieras.
Nos era superfluo todo el desarrollo lingüístico que se deriva
de la necesidad de denominar ese flujo de novedades mate­
riales e intelectuales; había entre nosotros menos estímulos
para verse y oírse, menos necesidad de transporte, peores
medios de comunicación y la gente podía permanecer tran­
quilamente, sin mayor necesidad de saber leer y escribir, ais­
lada en su pintoresco medio. En términos lingüísticos, la mi­
tad de lo que la revolución industrial produjo entre 1750 y
1900 lo produjo en inglés. Al final del periodo, cuando un
periodista le preguntaba a Bismarck cuál era en su opinión la
característica más notable del mundo moderno, el canciller
alemán le contestó: “El que los norteamericanos hayan ha­
blado inglés”. No estaba descaminado: muy poco después,
en 1906, la primera voz que se difundía a muchos oyentes
por una radio —invento revolucionario de aquellos años—
era la del norteamericano Reginal A. Fessenden que decía:
“¡Merry Christmasl”. En los años en que España era una gran
potencia colonial, el medio que revolucionó las comunicacio­
nes y facilitó la difusión de la lengua no fue la radio, sino el ca­
ballo (y el jinete, por supuesto). Para cuando Fessenden ha­
blaba por radio en inglés, la caballería ya estaba de capa caída.
Dejando estas circunstancias aparte, y volviendo a España,
puede afirmarse que el movimiento obrero reconocía el va­
lor común del español. Es sintomático un hecho: si en el gran
mitin convocado por Nuet en Barcelona en 1874 la mayoría
de los oradores habló en catalán, es lo más normal encontrar
prensa obrera de aquellos años escrita en español. Prensa
donde colaboran los mismos que convocan los mítines. Un
catalán, Simó i Badía, fundó El eco de la clase obrera', Pamiás
fundó, en 1880, El Obrero en Barcelona; por las mismas fechas
y en la misma ciudad aparecen El municipio libre, Acracia, Ban­
102
J u a n R a m ó n L o d a r es

dera Social, La guerra social-, en Sabadell se publicaba Los Deshe­


redados y en Mataró La República Social. De Gijón y Oviedo es
La Aurora Social, de Alicante es El Grito Social... así podríamos
seguir citando periódicos 4.
La revista bilbaína La lucha de clases, en su número del siete
de octubre de 1899, planteaba el asunto sin tapujos: “Nosotros
lo decimos como lo sentimos, dadas las circunstancias actua­
les, quisiéramos un gobierno que no permitiese la literatura
regionalista y que acabara con todos los dialectos y todas las
lenguas diferentes de la nacional, que son causa de que los
hombres de un país se miren como enemigos y no como her­
manos”. No creo que los editores y lectores de esta revista tu­
vieran una especial vinculación con el Conde de Romano-
nes —ni mucha influencia en el gobierno de Alfonso XIII—
que muy poco después iba a dictar una modesta ley sobre la
enseñanza del catecismo en español. Se publicaron también
periódicos en catalán, por supuesto, pero el más popular, La
Tramontana, era de corte anticlerical, republicano y catalanis­
ta antes que propiamente obrero. El catalán, el éusquera, el
gallego, el valenciano, nada digamos de los bables asturianos,
fablas aragonesas o cualesquiera modalidades regionales, des­
piertan poco entusiasmo entre las organizaciones obreras del
momento. No cumplen ninguna función en sus reivindica­
ciones, más bien las estorban. A este respecto cabría señalar
que la Unión General de Trabajadores, fundada en un con­
greso obrero celebrado entre el doce y el catorce de agosto
de 1888, en la calle Tallers n.° 29 de Barcelona, al que asistie­
ron veinticinco delegados de los cuales sólo Pablo Iglesias y
Juan de la Serna no eran catalanes, redactó sus bases en espa­
ñol. Ya he dicho antes que en este tipo de asociaciones, por
débiles o desorganizadas que fueran en un principio, pesaba
más el interés de clase que el territorial, y una lengua común
servía mejor a aquél.
Esto explica también que, por lo menos hasta la Segunda
República, las organizaciones obreras consideraran al espa­
4 Manuel Tuñón de Lara, 1977, vol. I, pp. 245, 259-299.

103
El pa r a íso p o l íg l o t a

ñol como su lengua natural (no sólo por mayoritaria —aun­


que entre los trabajadores catalanes no lo fuera tanto— sino
más bien por com ún), hasta el punto de considerar las llama­
das en pro del catalán o el vasco como intentonas de dividir
los intereses de clase, consideración más viva cuanto más a la.
izquierda se situara el partido. Esta idea, por cierto, ha teni­
do algún predicamento —bien que escaso— en la Cataluña
actual5. Para mí, en lo que se refiere al obrerismo decimonó­
nico, ésta era una consideración bien comprensible si se ad­
vierte, por citar un solo caso, cómo aquellos grupos sociales
que iban a dar entidad política, y sobre todo económica, al ca­
talanismo eran los que acababan de recurrir en 1898 al pro­
grama del general madrileño Camilo Gracia de Polavieja, ve­
terano de las guerras de Cuba y Filipinas, para ejercer sus
intereses con autoridad y evitar dudosos movimientos de ma­
sas. Por entonces, el Ayuntamiento de Barcelona gastaba se­
tecientas mil pesetas en esa permanente reivindicación obre­
ra de escuelas públicas y cuatro millones en policía urbana,
novedosa reivindicación de los amigos de Polavieja.
En la España de entonces, sin embargo, estas agrupaciones
obreras, que a lo mejor podrían haber sido focos de una difu­
sión lingüística de mayor ilustración, calidad y conciencia de
la que podía representar el campesino analfabeto, son como
una golondrina que no hace verano. No resultan ser un peso
decisivo, creo yo, a la hora de sustentar una comunidad de
lengua, bien al contrario de lo que ha sucedido en otros paí­
ses. Además no había escuelas públicas preparadas, al estilo
de lo que hoy se entiende, donde enseñar, ni español, ni otra
materia. Por otra parte, los vaivenes de los partidos obreros en
este terreno han sido, como siguen siendo, continuos. Su la­
bor parece especializada en desorientar a los trabajadores.
Aparte de escasa en número y organización, la clase obre­
ra estaba concentrada en zonas muy concretas. Esta circuns­
tancia de desequilibrio industrial pesará ya para siempre en
la historia contemporánea de España y, como no puede ser
3 Ramón Roig, 1969, pp. 13-19.

104
J u a n R a m ó n L o d a r es

menos, se dejará notar en la historia de sus lenguas, pues di­


chas zonas lo son de contacto lingüístico: Asturias, Vizcaya y
Barcelona, gran centro del obrerismo de la época. Una cir­
cunstancia así es siempre potencialmente conflictiva. Para
enconar más la situación el desarrollo industrial español fue
en el siglo xix, en comparación con el de los grandes países
europeos, raquítico y desigual. Produjo malestar social, agra­
vios y conflictos de clase que se manifestaron de distinta ma­
nera y facilitaron que las lenguas cobraran un protagonismo
inaudito. Y así se da la paradoja de que circunstancias de con­
tacto lingüístico, potencialmente muy amenazadoras para
lenguas minoritarias, resulten ser las que a la postre les inyec­
ten una vitalidad y una fuerza que de otra manera no hubie­
ran conocido nunca. La Iglesia española, como se ha visto en
el capítulo anterior, contribuyó notablemente a ello, descon­
fiada como era ante el empuje de unas fuerzas desatadas por
la industrialización que desordenaban el mundo tradicional.
El caso que mejor ilustra lo que acabo de decir, no ya en Es­
paña, sino en Europa y aún más allá, es el de la lengua vasca.
Merece la pena repasarlo.

LOS ÍDOLOS DE LA TRIBU

Es un tópico difícilmente sostenible el asociar el agravio y


malestar vascos a la suspensión de las leyes particulares del
país, los fueros, que desaparecieron tras la última guerra car­
lista en 1876. Las leyes particulares —no sólo las vascas— es­
taban amenazadas en toda España desde que la Constitución
de 1837 había decretado la unidad de fuero. La realidad, no
el tópico, es que los fueros, y cualquier particularismo legal
antiguo o nuevo, eran un verdadero estorbo para el capitalis­
mo financiero que se fue gestando en Vizcaya desde media­
dos del siglo xix. Un fuero casi medieval que castigaba con el
“exilio a perpetuidad” la exportación de mineral de hierro,
¿qué podía tener de atractivo para los Ibarra, los Arellano,
los Mazas, los Martínez Rivas o los Eclievarrieta y Larrinaga
105
E l, PARAÍSO POLÍGLOTA

cuyo negocio era precisamente el comercio internacional de


hierro? De modo que la supresión del fuero se acogió sin ma­
yor desagrado entre el gran capital y entre una mesocracia
vasca que preveía los beneficios del inminente desarrollo in­
dustrial.
Un desarrollo que produjo lo que algún historiador ha de­
nominado “los nuevos yanquis de Vizcaya”. Poco después si­
guió sus pasos la mediana y pequeña empresa guipuzcoana.
Para estos grupos, el mundo tradicional vasco de pastores y
caseros resultaba poco más que un apéndice folclórico. Pero
no se liquidó totalmente, porque una de las características del
capitalismo industrial vasco fue el mantenimiento de ciertos
vínculos entre el campo y la industria, una especie de maqui-
nismo bucólico (más literario que real) con carretas de bue­
yes que bajan el mineral hasta los altos hornos. El peso de la
industrialización fue a caer, por otra parte, en áreas donde no
se hablaba éusquera. Pero la simple vecindad de un medio in­
dustrial, que tenía poco que ver con el bucolismo idealizado
de los tradicionalistas, alarmó a éstos. Como ocurrió con Artu­
ro Campión: he aquí un patriota navarro que consideraba la
religión católica, las tradiciones viejas y los dialectos eusquéri-
cos como señas de identidad irrenunciables de la patria vasca.
En 1876 describía el apocalipsis local: “Asisto con náuseas en
el estómago y lágrimas de sangre en los ojos al enorme des­
censo en el nivel de la moralidad familiar y social de nuestras
clases populares”6.
La verdad es que no había que ponerse así porque las cla­
ses populares desearan parecerse a esos otros vascos que ob­
servaban los viajeros por la Vizcaya de la época, al estilo de R.
Bazin, que veía: “Ciudadanos del país a los que les gusta ves­
tirse a la inglesa, fumar en pipa, tocarse con hongo y llevar el
paraguas bien enrollado y colgado del brazo, y no se diga el cal­
zarse en casa con zapatillas de smoking. Ciudades con alum­
brado eléctrico, ventanas rojas en las fábricas, chimeneas en las
fraguas”. El viajero se aloja en “un hotel muy amplio, comple­
6Arturo Campión, 1942, p. 74.
J u a n R a m ó n L o d a r es

tamente nuevo, iluminado al modo Jablochkov y ¡con ascen­


sor hidráulico!”7. Visto el desarrollo que experimentaba el
país, estas ambiciones de los campesinos por dejar de serlo
son hasta comprensibles. Cinco años antes otro viajero, A.
Planté, se quedaba pasmado porque en la Vizcaya comercial
de la época oía hablar todos los idiomas del mundo.
El desarrollo del capitalismo vasco fue, sin embargo, muy
desigual. Esa mesocracia que se las prometía felices ve cómo,
tras veinticinco años de industria y finanzas al estilo moder­
no, no ha ganado gran cosa en el empeño. Está donde estaba
y además rodeada de una inmigración obrera que, o bien la
ha superado en posibles, o bien la ha proletarizado. El histo­
riador Jacques Beyrie resume el desencanto de la época en
esta cita: “Sólo se salvan del naufragio los fundadores de las
grandes sociedades. Numerosos miembros de la clase media
se dan cuenta entonces del enorme abismo que les separa de
una oligarquía industrial y bancaria, detentadora del poder
desde tres decenios, investida de todas las funciones de la au­
toridad y, en adelante, egoístamente atrincherada tras la re­
jas de sus fastuosas mansiones de Las Arenas y de Neguri. La
reivindicación nacionalista vasca de Sabino Arana, exaltando
el tradicional —-yen parte mítico— equilibrio de la sociedad
vasca patriarcal, actuará como catalizador de este resenti­
miento”8.
Resentimiento: la misma palabra que, para el mismo caso,
había usado Unamuno en un discurso pronunciado ante las
Cortes republicanas en 1931 (ver p. 68). Acaso en esa palabra
esté el germen político del vascuence moderno. Hasta en­
tonces el vasco había sido —como se verá en otro capítulo—
un disperso grupo de hablas locales, objeto del interés filoló­
gico de sabios alemanes y franceses, de apologías patrióticas
y de literatura para catequesis. Poco más. El éusquera que hoy
conocemos guarda en su génesis más que el sentimiento de
muchos por la pérdida de una patria foral y feliz, el senti­
7 Bartolomé Benassar, 1989, vol. II, pp. 233.
8Jacques Beyrie, 1989, vol. II, p. 235.

107
El pa r a íso po l íg l o t a

miento infeliz por la pérdida de muchos patrimonios. Como


le ocurre a la mayoría de las lenguas, tiene su origen en un
efecto económico. Pero en este particular caso la economía
actuó de forma inversa a como suele hacerlo, y una situación
de crisis que podría haber supuesto su muerte, orientada en
unas líneas políticas concretas, le dio una vida inusitada.
Surge así un movimiento político algo difuso en sus prin­
cipios pero abiertamente xenófobo. Entonces se llamaba biz-
kaitarrismo, “los de Vizcaya”, y es el padre del nacionalismo
que hoy conocemos. Un credo que enfrenta en sus orígenes
a vizcaínos, antes que a vascos en general, pretendidamente
puros contra españoles invasores, españoles maquetos y “gen­
tes de la navaja” (piadosa denominación que daban a los mi­
neros los seguidores de Arana). Un movimiento que crea al­
gunos ídolos de la tribu, como la raza, la tradición ancestral, la
religión católica, las leyes viejas y, sobre todo, la lengua. El fin:
diferenciar la Patria Vasca del resto España y, de paso, del res­
to del mundo. El ídolo que más nos interesa ahora es el idio­
ma. Suele ser el gran símbolo identificatorio y diferenciador.
Así se expresaba Sabino Arana al respecto en 1895: “En el
pueblo bizkaíno se hablan dos lenguas: la indígena y una ex­
tranjera; la primera es el euskera bizkaíno, la segunda la es­
pañola castellana: la primera la hablan la mayoría de los hijos
de esta rama de la raza euskeriana, la segunda la población
invasora y los naturales por ella influidos. La lengua peculiar
de Bizkaya era y es, por tanto, el euskera y no ninguna combi­
nación de éste con otra lengua, ni menos el español castella­
no euskerizado”9.
Bastará ahora recordar dos hechos para advertir hasta
qué punto el casticismo lingüístico eusquérico constituye un
ídolo: primero, en el momento en que Arana escribe, la len­
gua mayoritaria de las provincias vascas y Navarra es el espa­
ñol; en la capital vizcaína nadie hablaba vasco. No sólo el es­
pañol es lengua mayoritaria, es la lengua de la ciudad, del
comercio, de la industria, de las comunicaciones, de la ense­
9 Sabino Arana, 1965, p. 1370.

108
J u a n R a m ó n L o d a r es

ñanza. En segundo lugar, Arana no hablaba vasco. Como re­


cuerda Jon Juaristi: “Sabino nunca pudo escapar de esa pau­
ta esquizoide que le impulsaba a echar pestes del castellano
en un esmeradísimo castellano. En realidad, no pudo ir más
allá de modestísimos balbuceos al expresarse en vasco. Jamás
tuvo otra lengua de cultura que el castizo castellano aprendi­
do de sus padres y perfeccionado en Orduña con la lectura
de clásicos españoles del Siglo de O ro”10. Esta circunstancia
se repite en otros fundadores del ídolo lingüístico como Ar­
turo Campión que, sin embargo, aprendió el vasco mejor que
Arana; o el joven Unamuno, que no tardó en abjurar de la
causa, a pesar de haber contribuido a la creación de un dia­
lecto bilbaíno perfectamente imaginado.
Todo esto resulta comprensible: los conflictos generados
por un desarrollo económico desigual los acabaron sufrien­
do, mucho más que el casero que hablaba vizcaíno —a quien
el mundo de la industria y el capital financiero vascos o bien
no le importaban, o bien le podían atraer por las oportuni­
dades que abrían—, los hijos de una mesocracia vasca neta­
mente hispanohablante que no había sacado mayor benefi­
cio de todo aquello, que de hidalgos habían pasado a sufrida
clase urbana y que quisieron ver en las hablas vascas un argu­
mento político como lo podían haber visto en cualquier otra
particularidad del país. Estas particularidades se recrearon,
se engrandecieron y se les dio una dimensión desproporcio­
nada. Muy a propósito para alimentar leyendas —no nuevas
en sí mismas, pero sí remozadas— de raíces vascas perdidas
en la noche de los tiempos11.
Es una circunstancia curiosa esta con la que nace el vasco
moderno (circunstancia curiosa que se repite en el Estatuto
discutido durante la Segunda República e incluso en el de
1979). Se trata de un caso singular en el mundo de la sociolo­
gía lingüística: muchos de los mantenedores del vasco consi­
deraban como propia una lengua que no conocían, y conside-
10 Jon Juaristi, 1998, p. 199.
n Jon Juaristi, 1987.

109
El pa r a íso p o l íg l o t a

raban como lengua nacional la que la mayoría de los paisa­


nos tampoco hablaba. Dichas consideraciones se aceptan
como hechos lógicos y razonables. Mientras que el hecho his­
tórico, más que razonable si cabe, de que el español llegó a
Bilbao o a Vitoria con la fundación de las ciudades, se consi­
deraba una anomalía. Hay una explicación evidente: se esta­
ba recorriendo el camino imaginado que iba de las realida­
des a los deseos del nacionalismo vasco. Porque, en esencia,
el éusquera entra en la carrera de las lenguas actuales no
porque al fin, con la generación de Sabino Arana, se haya re­
dimido de una situación de opresión cultural frente al espa­
ñol, sino porque entra a formar parte esencial de un credo
político, independientemente de su circunstancia, valor, tra­
dición literaria y hablantes que pueda tener. Un credo políti­
co alimentado y dirigido por muchos que no sabían vasco
pero que lo habían elegido como símbolo. Aquí radica, a la
vez, su fuerza y su flaqueza. •
La lección más evidente es que un fenómeno que ha con­
tribuido a la formación de grandes lenguas comunes euro­
peas, como es la industria y todo lo que implica, en este caso
particular no ha favorecido al español. Muy al contrario de lo
que tópicamente suele decirse, la inmigración y el desarrollo
de la industria no han sido fuerzas desvasquizadoras —o lo ha­
brán sido sólo de los dialectos tradicionales— y habría que
imaginar si sin ellas, y sin las tensiones económicas y políticas
que trae un proceso de esta clase, acaso el éusquera, por mi­
noritario que sea, ni existiría tal como hoy se conoce, es de­
cir, como una lengua nueva, unificada, que se enseña en las
escuelas, se usa en la administración y ocupa en el Estatuto
Vasco el primer puesto con la calificación de lengua “pro­
pia”, mientras que al español le queda la fría calificación de
“oficial”. En sí mismo, el resurgir del éusquera no es una an­
helo viejísimo acallado secularmente por la presión castella­
na. Es un anhelo de hace un siglo, como mucho. Un siglo,
por cierto, muy controvertido y muy enconado entre los pro­
pios vascos que levantaron la bandera de la identificación en­
tre pueblo, raza y lengua. Como no podía ser menos, porque
J u a n R a m ó n L o d a r es

esas banderas han sido, son y serán siempre una fuente de


conflictos.
El caso del catalán es bien distinto, aunque tenga cierta
comunidad en algunos puntos con el del vasco. Es distinto
por una razón fundamental: el catalán sí se ha hablado entre
el común de la población. En los años de la temprana indus­
trialización de Cataluña ha sido lengua de trabajadores pero
también —-y es importante tener esto en cuenta para enten­
der algunas cosas— de patronos. El hecho de que la indus­
tria catalana produjera tradicionalmente bienes para un
mercado, nacional y colonial, que hablaba español, ha crea­
do vínculos de solidaridad de clase que han sido siempre fa­
vorables para la lengua común: la burguesía catalana, sin de­
jar de hablar catalán, ha entendido que su primer interés era
entenderse en español: La lengua con la que se hacía dinero
con el resto de la burguesía nacional. Así se explica que el ca­
talanismo, como la misma lengua catalana, hayan sido vistos
con indiferencia absoluta, con cierta desconfianza y, en con­
cretas ocasiones, como una verdadera amenaza para los inte­
reses del estamento comercial e industrial catalán.
Esta indiferencia, desconfianza o temor por la regulariza-
ción del catalán (y, en general, de lo definido según época y
momento como lo catalán) entre quienes en dichos estamen­
tos estaban naturalmente llamados a comunicarse en él, pero
preferían hacerlo en español por las evidentes ventajas que
aportaba, están entre las claves del éxito de la lengua común
en Cataluña. La industria, el comercio y las finanzas apostaron
por el español. Podría decirse que esta situación se prolonga
desde los años de Carlos III hasta principios del siglo XX.
Como resumen de una historia que luego ampliaré, también
podría decirse que la quiebra definitiva del sistema centrali­
zado y colonial, con el marasmo que provocó en la industria,
casó en Cataluña a unos burgueses en busca de política con
unos políticos catalanistas en busca de una base social poten­
te: esa misma base que no se había preocupado por fomen­
tar los rasgos peculiares de la personalidad catalana —la len­
gua como protagonista— se empieza a preocupar ahora por
El pa r a íso p o l íg l o t a

ellos al calor de una bancarrota que, sin amenazar notable­


mente al español, hace que la lengua catalana se sienta como
principio diferenciador de una región con usos particulares
que, por tanto, reclama su gestión particular. ¿Qué bien más
visiblemente particular que una lengua particular?
Los vientos favorables para el español se habían acaba­
do. El área levantina se escapa de esta corriente por razones
bien conocidas y que no requieren mayores explicaciones:
se intercala con áreas castellanas desde antiguo; Valencia
fue la capital financiera de los Reyes Católicos; no ha sido
un foco industrial de primera magnitud, ni conflictivo, y el
valencianismo popular, que podría haber jugado a favor de
la catalanización, ha tenido desde siempre recelos frente al
catalán.
Recelos que sólo algunos grupos valencianistas de hace
treinta y tantos años vencen al grito de ‘Valencia poblé de na­
ció catalana”. Idea que sólo les ha convencido a estos njismos
grupos, pero que crea toda clase de suspicacias en la inmen­
sa mayoría de valencianos, alicantinos y castellonenses. Para
los procatalanistas e ideólogos de los “Países Catalanes” (o
sea, Cataluña, Castellón, Valencia, Alicante y Baleares, más los
territorios asimilables de Aragón, etc., etc.) el valencianismo
popular, reacio a comprometerse en tan altos vuelos, era una
especie de carcoma, de quintacolumna castellanista. Pero la
verdad es que resulta difícil comprender las angustias de al­
gunos autores preocupados porque los vecinos no se compor­
taban valenciana o catalanamente como debieran, y porque al­
gunos se interesaban por el español. Así es, se interesaban por
el español, ¿qué tiene de extraño? El español también era su
lengua, es más, en concretas áreas de Valencia, Castellón y
Alicante su única lengua desde hacía siglos, ¿qué necesidad
tenían de pasarse a una mucho menor?
Los casos del catalán y del éusquera sí son muy similares
en algo: su resurgimiento (no propiamente el literario sino
el que les va a proporcionar una norma lingüística, ortogra­
fía común, unas gramáticas modernas, pero, sobre todo, la
capacidad de ser lenguas de enseñanza, administración y go­
112
J u a n R a m ó n L o d a r es

bierno equiparables al español), esa vitalidad recuperada se


da por la misma época y al calor de similares crisis económi­
cas. Si no se han producido más casos será por haber faltado
algún ingrediente en la química de las sociedades y de sus
lenguas: podría imaginarse que si Asturias hubiera tenido
sus Sabinos Aranas, a lo mejor, hoy tendríamos entre noso­
tros otra lengua románica más, no sólo con su gramática, su
vocabulario y su Academia, que eso ya lo tiene, sino con sus
planes legislativos de normalización, sus políticos autono­
mistas bendiciéndola y haciendo esfuerzos por hablarla, sus
niños en las escuelas aprendiéndola y su boletín oficial.
El caso del gallego tiene su propio desarrollo. Las crisis
políticas y económicas que sirven para el vasco o el catalán
apenas se notan aquí. El escaso desarrollo industrial no ha
podido romper la tradicional división de un campo gallego-
hablante y una ciudad que habla español, y no ha cambiado
la consideración negativa que la lengua gallega tenía frente
a la común española. Si a la burguesía, en su conjunto, no le
interesaba el gallego a los trabajadores tampoco. Se daba la,
aparentemente, paradójica circunstancia de que los movi­
mientos de corte autonomista, anticaciquiles o anarquistas
empleaban el español sobre todo. Alguna preocupación por
el gallego había, inconcreta y a veces más lírica que política.
La tribu de Breogán difícilmente podía hacer un ídolo de la
lengua gallega. Si hubiera que hacer un balance comparati­
vo frente a lo sucedido en Vizcaya o en Barcelona se podría
decir que, hasta la Segunda República, en el caso vasco la fuer­
za motriz del éusquera fue la política, en el caso del catalán
lo fue la economía y en el caso del gallego lo fue, originaria­
mente, una suerte de folclorismo político surgido en medios
donde se hablaba español y donde raramente se sentía la ne­
cesidad de hablar gallego, pero donde casi siempre se tenía
el empeño de que lo hablaran los otros, sobre todo la gente
del campo (en esto último se parecía al éusquera). En todo
caso se trataba de una fuerza política o económica completa­
mente inane para revitalizar una lengua, comparada en su
momento con las otras antedichas (de hecho, la revitaliza-
113
El. PARAÍSO POLÍGLOTA

ción del gallego será mucho más tardía que la del vasco o el
catalán y vendrá por otras vías). No es este un capítulo donde
el gallego dé muchas lecciones, acaso las de por qué se ha
conservado con pronunciamientos tan poco favorables.
¡Q u é v er d e es m i v a lle!

Em el capítulo treinta y cuatro de sus Cartas Marruecas, José


Cadalso presentó a un proyectista que pretendía arreglar los
problemas de administración territorial española así: se tra­
zaría un gran canal en forma de aspas que iría de La Coruña
a Cartagena y del Cabo de Rosas al de San Vicente. Sería el
Canal de San Andrés, en memoria de la cruz donde se marti­
rizó al santo. Quedaría la península dividida en cuatro partes
y cada una de ellas tendría traje regional y lengua. La por­
ción del norte hablaría lengua vizcaína y vestiría traje mara-
gato. La del sur hablaría andaluz cerrado y llevaría montera
granadina, capote de dos faldas y ajustador de ante. La por­
ción oriental, lengua catalana con gambeto y barretina. La
occidental, idioma gallego y calzones blancos largos. Para
evitar rencillas territoriales “la corte irá mudándose según las
cuatro estaciones, el invierno en la meridional, el verano en
la septentrional, et sic de caeteris”. Una ironía con la que Cadal­
so se ríe de algo que es asunto de importancia en España, algo
muy vivo en el genio nacional: el espíritu de campanario.
Es asunto tan serio como que la España parcelada que Ca­
dalso se tomaba a risa se parece, a su modo, a la quejordi Pu­
jol se tomaba en serio el año pasado cuando pedía que se
ahondaran las diferencias típicas de cada región, y cuando
pedía un rey itinerante que, implícitamente, necesitase las
cinco lenguas oficiales de que dispone el reino para reco­
rrerlo porque, si había de dar la mitad de sus discursos en ca­
El pa r a íso p o l íg l o t a

talán cuando visitara Cataluña ¿por qué no van a pedir los de­
más nacionalistas lo mismo cuando vaya de visita a sus casas?
Pujol se desdijo, pero a renglón seguido terció el peneuvista
Iñaki Anasagasti en estos términos: teníamos un príncipe que
no sabía hablar éusquera pero que sí sabía pilotar aviones su­
persónicos (digo yo, ¿qué tendrán que ver los aviones con el
vasco si la lengua de la aeronáutica, en la práctica, está basa­
da en el inglés?).
Sin embargo, si bien se considera, la petición de los nuevos
tradicionalistas es justa a su modo. Demandan lo que están
acostumbrados a oír y sentir desde todas las instancias políti­
cas, culturales e institucionales: que España es muy diversa,
que tiene muchas diferencias enriquecedoras, que hay varias
naciones, culturas, lenguas diferentes que necesitan cultivo,
reconocimiento y expresión pública; que hay que integrar­
las a todas en una España multinacional y multicultural, et sic
de caeteris. Les parece, pues, justo que quienes creen en eso, o
por lo menos lo dicen, se apliquen a practicar dicha España.
Si se ha asistido sin alarma a que —para tranquilidad del nue­
vo tradicionalismo— se considere constitucional que haya
escolares españoles sin posibilidad clara de elegir en qué
lengua estudiar (dándose la casualidad de que esa lengua ve­
dada es la lengua común), ya será posible cualquier petición
de los proyectistas de hogaño. La monarquía políglota no ha
sido la primera. Y no será la última. Lo único verdaderamen­
te visible en que ha cedido algo el político, o intelectual,
amante de las tradiciones es en lo relativo a los trajes regio­
nales. Todo llegará.
Esta viveza española del localismo ha representado inde­
seablemente un papel protagonista en la Transición demo­
crática. Muchos buscaban señas de identidad mitificadas. A
menudo pura invención. Como en Santander no hay lengua
particular, las pinturas de Altamira fueron durante una épo­
ca, literalmente, el patrón de identidad nacional cántabra.
Aquello no llegó a cuajar. Una pena, hubiera sido la naciona­
lidad más antigua del mundo. Doscientos diez años después
de publicadas las Cartas Marruecas, los proyectistas siguen vi­
J u a n R a m ó n L o d a r es

vos y es en el capítulo de las lenguas y neolenguas de España


donde más se notan, donde más se les aplaude.
Los proyectistas de hoy piensan, más o menos, igual que
los de ayer. Piensan, por ejemplo, que las lenguas tienen te­
rritorios. Así, la lengua territorial de Cataluña será el catalán,
lo mismo para el gallego y el vasco en sus respectivos medios.
Es un pensamiento absurdo de cabo a rabo, pero da igual:
llevan sus esparcimientos al terreno político y legislativo. Si,
haciendo un enorme esfuerzo, uno se pusiera en su terreno,
podría preguntarse cuál es la lengua territorial de España.
Supuesto que España no tuviera lengua territorial alguna,
pues se hablan varias en el país, podríamos volvernos a pre­
guntar por qué sí han de tenerla Cataluña, o el País Vasco, o
Galicia, si en tales países también se hablan varias lenguas.
Conviene, sin embargo, para la paz de todos, alejarse de estos
delirios.
Los proyectistas de hoy suelen pensar también que las len­
guas tienen derechos y los hablantes deberes para con ellas.
Otro delirio más pero que luego se traspasa asimismo a la letra
de la ley. De modo que las leyes de lenguas que hoy nos asisten
están basadas en estos dos principios: territorio lingüístico y
obediencia de los hablantes. El caso es que las lenguas ni tie­
nen derechos, ni tienen territorios, las lenguas tienen, como
mucho, gente que las habla: los hablantes viven en territorios
y los hablantes tienen derechos. Y si un hablante tiene dos len­
guas con las que se entiende igual de bien en la misma provin­
cia, en la misma ciudad, en la misma calle, en la misma casa y
en la misma habitación, ¿cuál es la lengua territorial de la pro­
vincia, la ciudad, la calle, la casa y la habitación? No lo sé. Ysi el
hablante quiere hablar una u otra ¿qué derecho puede recla­
mar la lengua que se calla el hablante? También es difícil sa­
berlo. Lo que en realidad ocultan las leyes de lenguas, y esas
curiosas cartas de derechos de las lenguas que existen por ahí,
son leyes y cartas de control de la ciudadanía. Firmadas por
quienes han atribuido a las lenguas unos derechos que, como
cosa abstracta que son, no pueden tener. Pero que no hay otra
forma de ejercerlos que imponiéndolos sobre los hablantes.
117
El pa r a íso p o l íg l o t a

Algunas páginas dedicó Ortega en su ensayo sobre La re­


dención de las provincias al asunto de los localismos. Y casi estoy
de acuerdo con él: un Estado débil, que actúa entre grupos
dispersos, produce una organización civil de escasísima fuerza
y poco participativa políticamente. De tal análisis sacaba nues­
tro pensador dos conclusiones; la primera: que en España es
muy normal que grupitos organizados impongan sus ideas sin
contestación alguna, o con muy poca, lo que es estrictamente
cierto. La segunda: que bastaría una descentralización parcial
del Estado para que el poder nacional recuperara prestigio
(con la consiguiente mitigación del localismo). Modestamen­
te, creo que aquí se equivocó. En España la centralización ha
sido débil. A la vista queda que tras una “descentralización”
mucho más avanzada de lo que Ortega y otros pudieron supo­
ner, la idea de lo nacional es políticamente incorrecta y el ad­
jetivo españolista se ha vuelto a emplear como un insulto (ya se
empleaba como tal en tiempos de Ortega, por cierto), cuando
catalanista, galleguista, vasquista, valencianista, aragonesista, astu-
nanista, andalucista... no sólo no lo son, sino que figuran en las
siglas o nombres de partidos con toda propiedad. He aquí
uno de los frutos denominativos del localismo. Hay otros
frutos curiosos, así hoy el orgullo de cualquier gobierno au­
tonómico que se precie consiste en arrancar del poder cen­
tral cuantas más atribuciones privativas se puedan arrancar;
con ese patrón mide su éxito político para regusto del electo­
rado. Pero yo no creo que todo esto lo haya desatado una cen­
tralización asfixiante. Más bien al contrario, el localismo, el
tradicionalismo, los verdes valles, el gobernador arrancando
prebendas, es lo de siempre, y la unificación es un soplo, a me­
nudo interrumpido, que no ha hecho nunca mella considera­
ble en el pintoresco y variopinto panorama nacional.

Lo QUE VA DE AYER A HOY


Sin embargo, respecto al idioma común, el localismo no
era —o no parecía serlo— tan fuerte en los años de la Segun­
118
J u a n R a m ó n L o d a r es

da República. Fernando González Ollé, en un apunte con el


que coincido, explica: “Con los riesgos de toda simplificación
en asunto tan delicado, cabe afirmar que hasta 1940, por re­
dondear a fecha, las corrientes liberales defienden la unidad
lingüística de España, basada en la generalización de la len­
gua española, llegando en ocasiones hasta proscribir las res­
tantes. Por el contrario, las tendencias conservadoras asu­
men la defensa de éstas, elevadas a veces hasta paridad con el
español”1. Hoy sucede exactamente todo lo contrario. En
1931 se había llegado a un compromiso honroso por el que
se hacían cooficiales a todos los efectos el catalán y el vasco
(implícitamente, el gallego) en sus respectivas comunidades,
sin obligación expresa de cultivarlas para quienes no las ha­
blaban, y reservándose el Estado la potestad de mantener una
línea de enseñanza en español para todo el territorio nacio­
nal. Esto último se hacía no por abuso centralista, sino por­
que, razonablemente, se consideraba que a algunos españoles
que no tenían la lengua común asegurada en su medio fami­
liar, a lo mejor les gustaría tenerla asegurada en la escuela.
Es costumbre decir que en 1940 apareció el franquismo y
su reacción contra las lenguas minoritarias, lo que invirtió los
términos del aprecio lingüístico: los liberales y demócratas
pasan a defender el multilingüismo reprimido y los conser­
vadores y cavernícolas el unitarismo basado en el español. Yo
no participo de esa idea en absoluto. Con Franco desaparece
una línea de pensamiento liberal, una manera de entender
la comunidad lingüística basada en la captación de adhesio­
nes que tiene el español, por ser la lengua que mejor comu­
nica a la gente y la que, por tanto, ofrece más oportunidades.
Y aparece una mística del español que se asemeja muchísi­
mo, por cierto, a la mística que hoy se lleva para el catalán, el
gallego, el vasco, el valenciano, el asturiano y suma y sigue, esto
es, que son lenguas de identificación de un pueblo, de una
raza, de una cultura y de un destino en lo universal (o sea, en
lo particular) y que quien no está con ellas está contra ellas y
1Fernando González Ollé, 1995, p. 52.

H9
El pa r a íso p o l íg l o t a

contra todo lo que simbolizan. Mística general pero sobresa­


liente hoy día entre los partidos nacionalistas, que son los
que la extreman. Ese pensamiento ultraconservador y reac­
cionario —como enemigo de la novedad que es—, proceda
de un dictador o proceda de alguien elegido en las urnas, co­
loca las lenguas exactamente donde no deben estar: en la mi­
tología nacionalista, en las esencias populares, patrióticas, in-
movilistas... y demagógicas.
En junio del año pasado, Jordi Pujol elogiaba a los medios
de comunicación que empleaban el catalán porque con ello
se fomentaba el “espíritu de patriotismo y compromiso con
Cataluña”. Patriotismo y compromiso que eran muestras de
una inequívoca “rebeldía juvenil”, rebeldía que forzosamen­
te “tenía que resultar polémica” en sus manifestaciones. Como
discurso para inaugurar una cadena de radio no le falta de
nada: espíritu, paü ia, juventud, rebeldía, compromiso y com­
bate2. Ecos joseantonianos que todavía tienen éxito. Sólo
que con los símbolos invertidos: ayer se hacía patria con el es­
pañol y hoy se hace con el catalán. De seguir así, dentro de
unos años, los patriotas no van a saber a qué atenerse.
Sin embargo, bastaría repasar lo que sobre la comunidad
idiomàtica expresaban autores como Ramón Menéndez Pi-
dal, Unamuno, Ortega, Sánchez Albornoz, Américo Castro
(u otros como Manuel Azaña, o tantos y tantos diputados de
las Cortes republicanas cuando se suscitó el debate sobre la
oficialidad lingüística), para entender hasta qué punto es un
vejamen hecho a sus ideas el compararlas con las mitologías
patrióticas de ayer o de hoy. Esas ideas de talante liberal, prác­
ticamente, han desaparecido del debate público. Sin embar­
go, la línea tradicionalista, la que exalta la España de las va­
riedades, las diferencias enriquecedoras, las lenguas y la
obediencia debida a ellas para conservar la tradición, no sólo
no ha cesado, sino que ha recorrido el franquismo y ha obteni­
do en ese tránsito algunos logros importantes. Como es inne­
gable para los casos del vasco y el gallego, que en los veinte
2ElPaís, 2 de junio de 1999, p. 36.

120
J u a n R a m ó n L o d a r es

últimos años de la vida del dictador experimentaron un culti­


vo como nunca habían conocido en toda su historia. Un cul­
tivo que al régimen solía darle igual. Un cultivo que se ejercía
con no muchas más cortapisas de las que sufrían otros auto­
res y editores que se expresaban en lengua española.
Sin embargo, cuando se hace aprecio de la comunidad lin­
güística en una línea más o menos similar a aquella republi­
cana, que reconocía el valor común del español, una línea
cuya única intolerancia estribaba en enfrentarse a quienes
pretendían limitar ese reconocimiento de sentido común con
la pretensión irracional de dividir a la gente por inconcretos
territorios lingüísticos, culturales, históricos y de obligarla a
lealtades hacia lenguas que a lo mejor no le interesaban, re­
sulta más fácil asociar el aprecio a cosa de inspiración fran­
quista. Como si el español no hubiera sido lengua común an­
tes de 1936. Sin embargo, aparece como cosa muy moderna
y liberadora la defensa de las lenguas minoritarias pretendi­
damente martirizadas. No sólo parece moderno y liberador
esto último, sino que se va mucho más lejos, con la invención
de neolenguas y con el culto a variedades locales y rústicas3. Y
bien, todo este culto, ¿qué puede tener de liberal y tolerante,
si liberal —como decía Unamuno en aquellos debates de los
años treinta— es todo lo que ayuda a unir y a relacionar ínti­
mamente a la gente?

Valen cia n o y catalán

El localismo que gastamos aquí en punto de lenguas ha lla­


mado la atención, como no podía ser menos, fuera de España.
Al hispanista británico Roger Wright debemos esta interesan­
te comparación entre lo que nos ocurre a nosotros y lo que les
ocurre a ellos: “El ejemplo de la España moderna nos muestra
que hablas que son, en verdad, muy parecidas pueden llegar a
considerarse como lenguas distintas por razones políticas. El
3 Gregorio Salvador, 1987, p. 13.

121
El pa r a íso p o l íg l o t a

inglés moderno, por ejemplo, presenta un caso muy distinto;


las variaciones extensas del habla inglesa bien se podrían clasi­
ficar según criterios objetivos como varias lenguas distintas,
pero la mayoría de los anglohablantes prefieren pensar que
usamos una misma lengua con gran variación”4.
En España, el más claro ejemplo de que lo parecido pue­
de ser muy distinto es la oposición entre el catalán y el valen­
ciano. Por explicarlo pronto, aunque filológicamente podrían
considerarse la misma lengua, políticamente los valencianos
pugnan porque el valenciano sea una y el catalán sea otra.
Afines, pero distintas. Como corresponde, plasmaron la pug­
na en su Estatuto Autonómico de 1982: “Los dos idiomas ofi­
ciales de la Comunidad Autónoma son el valenciano y el cas­
tellano”, dice su artículo séptimo. Esta voluntad venía de
muy atrás. En la Declarado Valendanista de 1918 ya podía leer­
se: “El Pòble valenciá, construix una forta presonalitat social
caracteritzada por la possessió d ’una llengua propia. Existint
en Valencia, segons els territoris, dualitat de llengües valen­
ciana i castellana, demandén la cooficialitat per a els dos idio­
mes”. Se pueden buscar textos todavía mucho más viejos. Así
que desde 1982 el valenciano es una lengua oficial más en Es­
paña, la quinta. Aparece como tal en gramáticas, ortografías
y diccionarios donde se la separa del catalán. Incluso se pu­
blican gramáticas de uso del valenciano específicamente
compuestas para hispanohablantes (si bien no sé qué inte­
rés puede tener el valenciano para alguien de Zaragoza, de
Montevideo o de La Habana).
La idea, y la práctica, del valenciano como lengua aparte
del catalán parece muy popular en la Comunidad Valenciana.
La Comunidad balear se siente menos autóctona y se apunta
estatutariamente a la denominación catalán, pero no ha deja­
do de tener su pugna interna a favor del balear genuino y au­
tóctono. Tanta, que hace años se propusieron denominacio­
nes como cavabal o bacavés (es decir cota1án-vcñenciano-balear
o en otro orden) para evitar rencillas. No tuvieron éxito.
4 Roger Wright, 1992, p. 879.

122
J u a n R a m ó n L o d a r es

La inmensa mayoría de valencianos piensa, cuando repa­


ra en ello, que su lengua proviene del latín por una rama in­
dependiente de la del catalán. Luego ellos no hablan cata­
lán: hablan valenciano. Tal consideración tiene incluso sus
apoyos históricos que serán discutibles, como es discutible
todo, pero que ahí están. Tal consideración es la que ha lleva­
do a algunos medios de comunicación valencianos incluso a
censurar palabras porque son o parecen catalanismos. Y tal
consideración es la que lleva a algunos a tildar a los catalanes
de colonialistas, sobre todo cuando quieren unificar la deno­
minación de la lengua bajo el nombre de catalán.
Roger Wright tiene una opinión desapasionada sobre el
caso: “A los hispanistas extranjeros les suele parecer que el
catalán de Barcelona y el valenciano no son lo suficiente­
mente diversos eoam para que merezcan nombres distintos;
pero si los que lo hablan creen en verdad que el idioma de
Valencia es otra lengua distinta, a lo mejor esta creencia debe
en sí resolver el asunto. Las comunidades de habla se autode-
finen”. Efectivamente, las comunidades de habla se autodefí-
nen. He aquí una circunstancia que está en el origen de mu­
chas lenguas: las ganas de sentirse diferente, a lo que sigue
la decisión de hablar o escribir de forma diferente, lo que es
una decisión más política que lingüística. Si esa diferencia
tiene apoyo o representatividad económicos, tanto mejor. Lo
cierto es que desde los años sesenta (y en realidad desde an­
tes) hay algo más que intentos destinados a disgregar la orto­
grafía común para Cataluña, Valencia y Baleares, más o me­
nos aceptada desde los años de la Segunda República.
Y esto de la autodefinición quizá podría aplicarse a los orí­
genes del lenguaje administrativo castellano, cuando muy a
principios del siglo xiii empieza a aparecer progresiva e ine­
quívocamente como tal en los papeles de gobierno de Alfon­
so VIII. A este rey de Castilla se debe un documento conoci­
do como las Paces de Cabreros, que data de 1206. El caso es que
dicho rey andaba en litigios con Alfonso IX, rey de León, que
se había divorciado de Urraca, hija del castellano. Alfonso VIII y
su hija le hacían la vida imposible al leonés y firmaron unas
123
El. PARAÍSO POLÍGLOTA

Paces con él sumamente favorables para los de Castilla. Tan­


to, que la cancillería de Alfonso VIII pasó de latines y estam­
pó el acuerdo en romance castellano, quizá para mostrarles a
los de León, entre otros asuntos, con qué rey tan decidido se
estaban jugando los cuartos. Autodefmiciones aparte, otra
suerte para el castellano viejo fue la confluencia con varieda­
des limítrofes, lo que explicaría, en un proceso inverso a lo
ocurrido con el catalán y el valenciano, que de los viejos Fue­
ros Leoneses los más antiguos sean muy dialectales, llenos de
leonesismos, y los más modernos —conforme se fue avan­
zando hacia el sur con el proceso de unión de las coronas
castellana y leonesa— estén prácticamente unificados con
los castellanos. Los leoneses y los castellanos de hace siete si­
glos tenían evidentes necesidades políticas y económicas de
entenderse en algo común. Es posible que los valencianos y
catalanes de hoy no lo sientan así, o no quieran sentirlo. En sí
mismo no es un problema filológico, ni lingüístico, ni históri­
co. Es un problema de opiniones ajenas a esos campos. O
sea, un asunto difícil de resolver.
Para advertir lo político del caso bastará decir que la for­
mación de una Academia de la Lengua Valenciana (de carác­
ter institucional, porque ya existe algo con parecida denomi­
nación pero entre particulares) está siendo laberíntica y
enconada. De sus estatutos y de la elección de sus miembros
dependerá que el valenciano se acerque al catalán (y acele­
ren la confluencia con el balear) o que ambos se separen.
Pero, ¿quién orientará los estatutos y elegirá a los miembros
de la —en el momento que escribo— futura academia valen­
ciana? Nadie más que los partidos políticos representados en
el parlamento autonómico.

L etras paisanas

También existe en España una Academia de la Llingua Astu­


riana dedicada a promocionar las características distintivas
de los bables más por razones de política regional que de
J u a n R a m ó n L o d a r es

otra cosa. Existe asimismo un Consello d ’aFabla Aragonesa que


se dedica a idéntico fin en Aragón. Dicho Consello, junto a un
denominado Zentro de Profesors de Uesca, organiza interesan­
tes congresos sobre la Luenga aragonesa y a suya literatura. Se­
gún los carteles anunciadores, y por si están ustedes interesa­
dos en asistir, el precio de la conduta d ’iscrizión variará según
se prefiera pagar con a chenta zaguera de a trobada o se prefiera
pagar sin de chenta zaguera de a trobada (imagino que ambas
modalidades se las aclaran al congresista en cualquier banco
de la zona). Por cierto, no admiten el pago en ternales, que ha
sido la tradicional moneda aragonesa, sino que es obligado
hacerlo en pesetas o en euros. No sé por qué.
Hace unos años la Casa de León en Madrid sopesaba la
posibilidad de recuperar las hablas leonesas rescatándolas,
poco menos, que de las tesis doctorales sobre dialectología
(la verdad es que no se pueden rescatar de otra parte). Cono­
cemos también la aventura del andalucismo, que viene de
atrás, pero con una Junta que sigue dando normativas sobre
la correcta aplicación de las modalidades lingüísticas andalu­
zas en la escuela. Y con periodistas de la tierra enfadados con
la Academia porque no incluye en el diccionario palabras
como aficionao, que es un flamenquismo muy de la tierra (ya
puestos, ¿por qué no afisionao?)5. Pero ni siquiera en Andalu­
cía hay unanimidad. Bajo el rotundo título “Almería no es
andaluza”, don José González, en carta remitida a la sección
“Opinión del lector” del diario El País-Andalucía (23 de agosto
de 1999), nos informa que son del todo vanos los propósitos
de la Junta por “homogeneizar una comunidad autónoma
compuesta por dos regiones antagónicas: Almería y Andalu­
cía”. Allí mismo nos da la siguiente lección: “Las hablas alme-
rienses son cercanas al dialecto panocho (habla de la huerta
de Murcia) y a la lengua valenciana, porque Almería ha ver­
tebrado siempre en el Levante español”. Tomamos nota.
Conocemos también otras aventuras, como la de la “jabla”
canaria, que consiste en decir “Mi paise mí” en vez de “me
5 El País-Andalucía, 9 de agosto de 1999, p. 6.

125
El p a r a íso p o l íg l o t a

parece a mí”, con otros refinamientos por el estilo. Pero la


“jabla” se ha quedado corta y sabe a poco: el Parlamento ca­
nario ha instado al gobierno del archipiélago para que, de for­
ma obligatoria en la Educación Primaria y optativa en la ESO
(¿no podrían haber buscado otra sigla?), se imparta la asigna­
tura “Silbo gomero”: el gobierno ha dicho que sí, que por su­
puesto6. ¿Qué es el silbo gomero? Pues bien, es una forma
muy curiosa que tienen —más bien, que tenían— de comu­
nicarse entre sí los paisanos rústicos del Valle del Gran Rey—
paisaje de La Gomera cuya visita les recomiendo—, curiosi­
dad comunicativa isleña que está entre el silbido y el grito
agudo, como de voz de tiple: medio silbando, medio atiplan­
do la voz, usted puede decir lo que le apetezca con tal de que
se le escuche de un barranco a otro. La decadencia del silbo
ha sido progresiva debido, entre otras circunstancias lamen­
tables, a la introducción por aquellos pagos de un invento
tan infernal como el teléfono, al que la gente se ha acostum­
brado a pesar de disponer de tan genuina telecomunicación
como era el silbo. Pero los parvulitos salvarán esta particula­
ridad etnográfica canaria. Mi personal impresión de viajero,
sin embargo, es que en La Gomera es mucho más útil el ale­
mán que el silbo.
Hay una Constitución del setenta y ocho puesta en caló, la
pretendida lengua de los gitanos, que me imagino que les
aclarará las dudas que les suscite la lectura del texto original
en español. También sabemos cosas del extremeñismo lin­
güístico, si bien el extremeño tendría dificultades para ser
oficial en toda la Autonomía: en su número del 4 de marzo
de 1992 el diario Hoy, de Badajoz, informaba que el habla
propia de San Martín de Trevejo es el mañego, aunque el idio­
ma oficial sea el español. También tienen habla propia los ve­
cinos de Almendralejo, se llama castúo. Nadie habla mañego,
ni castúo, por supuesto, pero eso no les quita propiedad.
Se dirá que todo son caricaturas, que es algo que no pue­
de fructificar, que no tiene sustancia. Pero la caricatura es lo
6 Escuela Española, 9 de septiembre de 1999, p. 5.

126
J u a n R a m ó n L o d a r es

de menos. Como opinaba Julián Marías: “La voluntad suele


ser la misma, lo que difiere son las posibilidades: allí donde
sólo una fracción de la sociedad —a veces mínima— conoce
la lengua particular, donde apenas se puede leer en ella, la
eliminación del español es menor, por la fuerza de las cosas,
no por la voluntad, como lo prueba el uso obsesivo y exclusi­
vo de la lengua particular en todo lo que cae bajo el poder de
lo oficial o de grupos activos y bien organizados”7.
Hay una lección general en todo este asunto: las volunta­
des políticas pueden hacer o deshacer las lenguas porque
pueden unir o separar a la gente. En qué se basen esas volun­
tades es harina de otro costal. Y el que la gente se deje sepa­
rar trae otra harina distinta. Pero también hay lecciones par­
ticulares: en la España actual la creación de neolenguas está
en el filo de la navaja y depende, más de lo que se cree, de tal
o cual partido regionalista, de tal pacto de gobierno, de la
demagogia populachera o de la intervención pública en esa
línea. El mismo tiempo y empeño son los que se pueden po­
ner en subrayar las características distintivas de esta o aquella
variante, que en asimilarlas al español común, aunque lo pri­
mero es mucho más caro. Y muchísimo más inútil. El mismo
tiempo, empeño y medios son los que se pueden poner en
dar la tabarra a los niños con algunas lenguas patrias y otras
particularidades etnográficas, que en enseñarles algún idio­
ma válido para andar por el mundo.
La presión política al respecto puede ser mayor o menor,
según y cómo, pero habitualmente es obstinada. El ejemplo
del parlamento aragonés resulta aclarador: se invita a profe­
sores de la Universidad de Zaragoza a que expresen su opi­
nión sobre la oportunidad de dar vida a las particularidades
lingüísticas de Aragón. Algunos universitarios opinan que
dónde, cómo, cuándo, para qué y —sobre todo— para quién
se va a reconstruir tal cosa como el neoaragonés. Algunos par­
lamentarios no se quedan convencidos, pues es notorio que
cierta gente de universidad propende al conocimiento gene­
7 “Estado de error”, Abe, 17 de marzo de 1994, p. 3.

127
El pa r a íso p o l íg l o t a

ral y abstracto. Se invita a los eruditos locales, gente más en


contacto con la realidad popular (y que, por cierto, también
dan clase en la universidad en algunos casos). Los eruditos
locales opinan que las fablas aragonesas son un patrimonio
cultural irrenunciable, aunque estén desprestigiadas entre
sus hablantes naturales. Incluso aunque algunos de sus ha­
blantes sean, más que hablantes en sí, residentes en la zona
donde en teoría se hablan (o se hablaron) las fablas. Resulta­
do del consejo: los eruditos locales ganan por goleada, falta­
ría más. Final: diputados regionalistas y socialistas firman un
acta de resurgimiento político, jtirídico, administrativo y esco­
lar del cheso, el ansotano, el fragolí, el benasqués, el ribagor-
zano... todo ello bajo el nombre común de aragonés. Asimismo
—templando las quejas de quienes se sienten ultrajados por
las pretensiones coloniales de los catalanes en la Franja ara­
gonesa— acogen en su seno un tipo de catalán que por allí
llaman chapurriau. Todo para que los ciudadanos puedan di­
rigirse a su administración autonómica en cualesquiera de
las lenguas de la Autonomía: el neoaragonés escrito, el cata-
lán-chapurriau y el español8. Así nadie quedará discrimina­
do por razón de lengua, como venía sucediendo hasta ahora.
Hay notables españoles en la cosa pública cuyas opiniones
lingüísticas, basadas en la ignorancia más grosera de cual­
quier rudimento filológico y en el peor de los consejos —pues
parece que se cierran en banda a escuchar a quien les acon­
seja bien— animarían a construir una España ejemplar don­
de se conserven las últimas tribus europeas. La prueba de
que no ya la ciencia y la sapiencia, sino el simple buen senti­
do tienen muy poco que hacer aquí es que las llamadas del
decano de la filología española, Rafael Lapesa, a la responsa­
bilidad de políticos e intelectuales respecto a las lenguas y ne-
olenguas, se han desoído habitualmente9. Las llamadas de
cualquier erudito o diputado patriótico suelen, sin embargo,
tener amplio eco en su medio. Quienes se apunten a los nue­
8 “Dictamen sobre política lingüística a l’Aragó”, 1998.
■'Rafael Lapesa, 1989, p. 19.
J u a n R a m ó n L o d a r es

vos planes del nacionalismo lingüístico, si éstos alcanzan todo


su esplendor, tienen ante sí un despejado horizonte: podrán
ir de La Coruña al Barco de Valdeorras sin cambiar de len­
gua, pero si lo que se quiere es ir de Valdeorras a Barcelona,
hará falta saber, además de gallego, neoasturiano, castellano-
viejo, éusquera batúa, neoaragonés y catalán. Difícil viaje. Ya
en tiempos de Mío Cid se iba de Burgos a Valencia con mu­
cha más comodidad.
Da el localismo, sin embargo, lecciones muy positivas. Una,
entre las muchas circunstancias, que ha hecho posible la
confluencia lingüística de los españoles ha sido la cortedad
comunicativa de las lenguas particulares, el no ser fácilmente
inteligibles entre sí. Cuando grupos de nacionalistas galle­
gos, vascos y catalanes exiliados tras la guerra civil se reunie­
ron en Buenos Aires y fundaron una revista donde expresar
las inquietudes políticas del momento, a la que llamaron Ga­
leuzca (Gafiza-Ewzkadi-Catalunya), sin necesidad de explicar
el porqué de la elección, las casi seiscientas páginas que su­
man los números publicados se redactaron en español. En
español fueron también las reuniones de parlamentarios socia­
listas de Galicia, Euskadi y Cataluña celebradas en Guernica en
1977, que terminaron con un “¡Viva Galeuzca!”. La lección
que da la lengua común a los fundadores de Galeuzca es muy
simple y, a su modo, constituye un curso de historia moderna
del español: éste nunca fue una amenaza, fue más bien una
opción. En su momento, la única posible para no quedarse
definitivamente aislados. Quizá la Galeuzca de mañana pue­
da ser algo en el mundo separada de España. Es más difícil que
sea algo separada del español.
VIII
G e n t e s y l e n g u a s d e V izcaya

E l viajero George Borrow, políglota, protestante y propa­


gandista bíblico por la España de mediados del xix, incluye
en el capítulo treinta y siete de su libro La Biblia en España un
erudito discurso sobre el vasco. Tras la materia filológica y
como colofón aclara: “Hay muy pocos alicientes para el estu­
dio de esta lengua. En primer lugar, su adquisición es comple­
tamente innecesaria, aun para los que residen en el territorio
donde se habla, porque la generalidad entiende el español
en las provincias vascas pertenecientes a España y el francés en
las pertenecientes a Francia. En segundo lugar, ninguno de
sus dialectos posee una literatura propia que recompense el
trabajo de aprenderlo. Existen algunos libros en vasco pero
son exclusivamente libros de devoción papista y en su mayo­
ría traducciones”. Sin embargo, Borrow, con esa facilidad
pasmosa que tenía para los idiomas, sí lo aprendió. Incluso
publicó en Madrid un Evangelio de San Lucas en vasco con el
fin de combatir, desde la versión protestante, los devociona­
rios papistas a que se refiere, que eran a su juicio origen de
todas las calamidades humanas habidas y por haber. No es,
pues, un testimonio despreciable el suyo.
Entre las historias que nos ocupan, la del contacto entre
vasco y español resulta muy curiosa porque, en sí misma, más
que de la historia de unas lenguas se trata de la historia de
unas ideas políticas volcadas en la lengua. Para empezar, qui­
zá no haya un caso como el del vasco de desproporción tan
131
El pa r a íso p o l íg l o t a

evidente entre la circunstancia real de una lengua y el interés


y las pasiones que ha suscitado en propios y extraños. Lengua
que respondía a las consideraciones de Borrow, que son muy
similares a las que había hecho algunos años antes Guiller­
mo Humboldt de viaje por España y, sin embrago, de la que
“no hay fábula ni absurdo que no hayan sido dichos a su pro­
pósito”, como advertía el barón Davillier, otro viajero más
por las provincias vascas decimonónicas, que coincidía a su
vez con el británico y el alemán en sus apreciaciones sobre el
éusquera.
La singularidad de las dispersas hablas vascas (que, para
mayor comodidad, se suelen agrupar bajo el denominador
común de vasco, éusquera o vascuence) pero, sobre todo, el
haberse conservado en sus valles y montes como restos de an­
tes de la romanización, aisladas, sin parentesco conocido con
ninguna lengua, ha hecho que desde el siglo xvi eruditos in­
teresados por las antigüedades de España las hayan conside­
rado testigos venerables de un tiempo remoto. No es cues­
tión de repasar toda la nómina de filólogos, historiadores,
eruditos y curiosos que han puesto su granito de arena en la
vascología1. Baste decir que para los más serios su valor radi­
caba en sus vínculos con la antigüedad remota y para los me­
nos serios en su infinito poder evocador: era la lengua del Pa­
raíso Terrenal, la que habló Adán, la que hablaba el primer
poblador de España y más opiniones así de fehacientes. Davi­
llier no hablaba a humo de pajas.
Entre las autoridades serias de ayer una era la Real Socie­
dad Vascongada de Amigos del País, fundada en 1764 por
FranciscoJavier María de Munibé, conde de Peñaflorida. Los
Amigos del País no usaban el vasco, pero se plantearon com­
poner un gran diccionario de dicha lengua siguiendo el mo­
delo del que había compuesto la Real Academia para el espa­
ñol. La motivación confesada por la Sociedad para aquel
diccionario no era otra que “el deseo de facilitar los conoci­
mientos de la Antigüedad Española, y de evitar la ignorancia
1Antonio Tovar, 1980.

132
J u a n R a m ó n L o d a r es

de un idioma que puede conducir mucho de nuestra geogra­


fía, y cosas antiguas de España”2. Era, pues, una afición casi
arqueológica. Otra autoridad seria fue el propio Humboldt,
que viajó por el país a finales del xvm. Luis Luciano Bonapar-
te, sobrino de Napoleón I, confeccionó en 1861 un mapa
con la delimitación de los ocho grandes dialectos del vasco
(don Luis Luciano, por cierto, delimitó con mucha pericia
casi todo lo lingüísticamente delimitable en Europa y aun
fuera de ella). Otra autoridad más: el filólogo alemán Hugo
Schuchardt, que empezó a interesarse por el vasco hacia 1885;
también lo hizo su contemporáneo Julien Vinson. Otro ale­
mán, Karl Hannemann, fundó en 1886 la revista Euskara, Or-
gan für (lie Interessen derBaskischen Gesellschaft. En fin, otros tan­
tos más pueden considerarse, como los hemos definido,
estudiosos cuya ocupación era la vertiente filológica e histó­
rica del vasco3.
Los viajeros y los filólogos se limitaban a escribir lo que ve­
ían. De haber sido sólo por ellos, el éusquera se habría que­
dado en lo que era: un conjunto de hablas locales, pues la cu­
riosidad y la filología solas no reaniman una lengua. Pero ese
peculiar idioma de “adquisición completamente innecesaria
aun para los que viven en el territorio donde se habla” al que
se refería Borrow, tenía en su defensa algo más que filólogos
decimonónicos: tenía apologistas, es decir, autores dedicados
a alabar las excelencias del vasco elevándolas a la enésima po­
tencia. Autores normalmente ligados a la iglesia, porque eran
sacerdotes o seglares que habían cursado estudios en semi­
narios, tradicionales reductos del vasco. Entre apologistas los
hay más y menos razonables, como en todas partes, pero en
general responden a la opinión que el filólogo alemán Hüb-
ner dio de uno de ellos: “Hombre de cierta instrucción pero
al que el desmedido amor por su patria ha vuelto necio del
todo”4. Resultaría poco piadoso ponerse a glosar las ideas
2 Ma Teresa Echenique, 1987, p. 103.
3 Ibídem, pp. 101-115.
4Antonio Tovar, 1980, p. 129.

133
El. PARAÍSO p o l í g l o t a

esenciales de estos hombres que son, claro está, ideas desca­


belladas y antiguas que ya casi no se llevan. Pero también hay
que considerar que son contemporáneos de Humboldt o Bo-
naparte cuyos trabajos, hechos al mismo tiempo y sobre el
mismo tema, tienen todavía algún valor.

E l tu éta n o de E spaña
Frente al filólogo o al viajero, el apologista es, por decirlo
así, un legionario del vasco. Le importa más la propaganda
que la verdad. Su guerra no es la ciencia sino la mitología. Gen­
tes como Esteban de Garibay, Juan Antonio Moguel, Pablo
Pedro de Astarloa o Juan Bautista de Erro, desde el siglo xvi
en adelante, dedican sus obras a demostrar que el vasco fue
la primera lengua que habló el ser humano, la que era más
pura, natural y perfecta. Dicho con palabras del mismo Erro:
“Madié ignora que en esta región tuvo origen el género hu­
mano, las ciudades, la religión, las leyes, las ciencias y las ar­
tes”5. No en vano Unamuno calificaba benévolamente esta li­
teratura vascófila como género carente de cualquier ciencia,
pero no exento de poesía.
Por tradición, los apologistas viejos estaban empeñados
en demostrar que lo eusquérico era la esencia de lo español.
Como los vascos habían sido los primeros pobladores de Es­
paña, todos veníamos detrás y el vínculo con nuestros más re­
motos abuelos era por fuerza un vínculo con los propios vas­
cos. Su lengua era, por derecho, de España, radicada aquí, y
resultaba muy digna de una nación tan sabia como la españo­
la. De esta línea apologética parte la curiosa noticia de que
Carlos I dominaba el éusquera. Salvada la simbologia políti­
ca del caso, y aunque el emperador era ciertamente políglo­
ta, la noticia es increíble.
Este apologismo mitológico, que hace de los vascos la raíz
de lo español y de la lengua española un latín o un castella­
5 Ibídem, p. 131.

134
J u a n R a m ó n L o d a r es

no eusquerizados, en realidad, no ha muerto para la filología


española. Puede decirse que constituye una de sus corrien­
tes, propia para animar las discusiones de los filólogos. Ra­
món Menéndez Pidal razonaba aproximadamente en esa lí­
nea (con mucha más ciencia y mucho más tino, claro está),
empeñado en ligar a la homogénea familia iberorrománica
el único hijo pródigo que le había salido en el norte peninsu­
lar: el vascuence. Tras Pidal han venido otros autores para
quienes el castellano antiguo sería una especie de habla vas-
corrománica. Se puede ir retrocediendo por toda esa línea
hasta llegar al Compendio Historial de Esteban de Garibay (e
incluso más allá), un libro publicado en 1571 que hacía de
Tubal (el nieto de Noé) el primer poblador de España, fun­
dador asimismo del pueblo vasco. De paso, demostraba que
los nombres de las ciudades y pueblos españoles venían to­
dos del éusquera6. Así que este género tiene una antigüedad
venerable, aunque su espíritu perviva7.
Casi todo en el apologismo viejo es imaginación, mito, más
que historia. Y, en esencia, entraña avisos políticos. El mismo
Erro, muy comprometido con la causa carlista, fue nombra­
do ministro Universal por don Carlos María Isidro en 1836.
La naturaleza de estos avisos se hará más evidente en la épo­
ca de la Constitución de 1837, con la liquidación de los fue­
ros particulares. Entonces se propagará la idea de que lo me­
jor que podía pasarle a España es que se extendieran a todas
sus provincias fueros al estilo de los vizcaínos. La idea del oasis
foral no era en absoluto exclusiva del carlismo militante. La
repiten políticos como Cánovas del Castillo o planificadores
económicos de aquellos años, como Fermín Caballero8. Pero
el fuerismo viejo iba cesando, los españoles pasaban a regirse
por una Constitución común, el mundo cambiaba y el edén
tradicional de los apologistas se iba poblando de hornos de
fundición, fraguas, talleres, inmigrantes, hoteles con ascen-
6Julio Caro Baroja, 1979, pp. 11-20.
7Ángel López García, 1985, pp. 37-56.
8Jon Juaristi, 1987, pp. 21-26.

135
El pa r a íso p o l íg l o t a

sor y hombres de negocios extranjeros. Cuando este proceso


se hacía más evidente e intenso, cuando los usos del capitalis­
mo industrial iban arrinconando a un mundo viejo poco me­
nos que de señores y siervos, la apología empezó a cambiar
de signo. La Iberia eusquérica de los viejos autores se fue des­
haciendo y quien mejor la deshizo fue un nuevo apologista y
político: Sabino Arana, otra vez en nuestras historias.

L as delicias de V asconia
La Vasconia de las leyes viejas, los usos ancestrales y los
paisajes románticos no era precisamente un edén. O lo era
sólo para los propietarios rurales. Sin embargo, para los cam­
pesinos, donde se concentraba la masa vascohablante, las le­
yes viejas eran más bien la consagración de un mundo inmó­
vil, poco menos que feudal, repartido entre propietarios y
desheredados. De modo que si un autor alaba las excelencias
de la vida campesina y de las tradiciones campesü'es se trata­
rá, probablemente, de alguien acomodado en la ciudad; pro­
bablemente, hablante de español; probablemente, interesa­
do de forma más o menos abierta en el mantenimiento de
ese tipo de relación social. Mientras que la literatura popular
de bersolaris vascohablantes lo que canta es un tipo de vida
muy difícil de casar con ningún idilio vasco9.
Ramiro de Maeztu denunció sin tapujos el tipo de rela­
ción deshumanizante, groseramente explotadora, que se
ocultaba bajo los buenos usos y costumbres vascos, junto al
papel que el conservadurismo lingüístico, la protección y
exaltación del éusquera, representaba en todo el asunto: “La
tierra de Vizcaya pertenece en el noventa y cinco por ciento
de su extensión a una minoría de capitalistas que vive ociosa
en las villas y ciudades de la provincia, con la única preocu­
pación de impedir a toda costa que se alteren los buenos usos
y costumbres del país. Para que este sistema perdure es ab­
9 Antonio Elorza, 1978, p. 72.

136
J u a n R a m ó n L o d a r es

solutamente indispensable que el casero vizcaíno no apren­


da castellano, ni salga del país, ni se roce con gentes que
puedan despertar en su espíritu un anhelo de bienestar, de
amor o de justicia”10.
Los beneficiarios de este sistema tenían gran interés en el
mantenimiento del vasco, pero muchos no a costa de hablar­
lo o aprenderlo ellos, ni sus hijos. Para mantener el orden
idiomático estaba una Iglesia donde se había entendido per­
fectamente que el inmovilismo social pasaba por el lingüísti­
co. De modo que los seminarios acabaron siendo auténticas
escuelas de administración de almas en vasco, dispuestas a
que se desviaran las menos posibles por la disolvente senda
del español (o del francés, según los casos).
En el capítulo sexto ya me he referido al clima donde sur­
ge el aranismo y su vertiente lingüística. Frente a los viejos
autores, las apologías de Arana traen algunas novedades: des­
vinculan a lo vasco no ya de España, sino de cualquier otra
parte del mundo: “Esta raza originalísima está aislada en el
universo de tal manera que no se encuentran datos para clasifi­
carla entre las demás razas de la Tierra”11. El éusquera vendrá a
ser el macizo de tal raza precisamente: “La raza euskeldun es
más antigua y más grande, según lo revela su lengua”12. Ade­
más, se exige lealtad al éusquera de modo que quien no lo
habla, o quien no lleva apellidos genuinos eusquéricos, no es
vasco de pura cepa. Llevó a tal extremo lo de los apellidos vas­
cos, que una de sus trabajos consistió en hacer recuento de
cuántos tenía su novia para ver si era digna de serlo: en la cuen­
ta salían más de cien. A todos estos delirios se les pueden
buscar antecedentes, pero es afínales del siglo xix, con Arturo
Campión, Arana, Arriaga (y el primer Unamuno, aunque se
parezca mucho más a los apologistas viejos con su idea de
que lo vasco es el germen de lo español), cuando los argumen­
tos heterófobos se extremen.
10 Ramiro de Maeztu, 1977, pp. 172-174.
11 Antonio Tovar, 1980, pp. 171-172.
12 Ibídem.

137
El pa r a íso p o l íg l o t a

Sería incorrecto tratar las ideas de Arana sobre la lengua


como si vinieran de un filólogo. El no es un filólogo, es un
hombre de partido; por lo tanto, no tiene ninguna necesi­
dad de justificar sus desaforados inventos como sí la tiene de
imponerlos. El desarrollo de las ideas, de las humanidades o
las ciencias modernas no existe para él y está encerrado en
un círculo vasquista lleno de fatalismos raciales y cuyo símbo­
lo diferenciador es la lengua (y los apellidos). Fernando Sa-
vater, en la cita con que encabezo este libro13, caracteriza teó­
ricamente lo que supone este determinismo cultural cuyos
efectos políticos no distan mucho del determinismo racista
pues, por lo menos en Arana, no se entienden el uno sin el
otro. En la mente de nuestro nuevo apologista el éusquera,
las costumbres patriarcales, lo tradicional, tienen un supre­
mo valor: diferenciar a vascos (propiamente a vizcaínos) de
españoles. Le da un vuelco al apologismo viejo. Los vascos
abandonan su papel de abuelos de España para representar
a un Ser colectivo genuino, único e inexplicable. Todo con
tal de justificar un “idilio vasco” que los nuevos usos econó­
micos estaban arrumbando... para descalabro de hidalgos de
pueblo, como los Arana, hablantes de español y beneficiarios
de renta rústica pagadera por caseros que hablaban vizcaíno.
La nueva generación apologética no era vascohablante.
No lo fue Campión , no lo fue Arriaga, no lo fue Arana, no lo
fue Unamuno. Aprendieron vasco tardíamente y con desi­
gual éxito. Por lo común era gente de ciudad, porque el cam­
pesino vascohablante no se movilizó políticamente, y mucho
menos iba a hacerlo por una lengua que nunca fue para él
motivo de identificación patria. Algunos, como Unamuno,
incluso contribuyeron a la creación de un dialecto bilbaíno
imaginario. Era una especie de esperanto entre eusquérico y
castellanoviejo, para darle una seña de identidad particular a
la gente de Bilbao (no tardó mucho don Miguel en recono­
cer que aquello había sido un pecadillo de juventud). De
aquel éusquera que ciertos jóvenes vasconavarros habían
13 Fernando Savater, 1995, p. 165.

138
J u a n R a m ó n L o d arf .s

adquirido con retraso y artificio opinaba así el propio Una­


muno, cuando ya había abjurado de los idilios vascuences:
“No se hace eso por amor al vascuence, sino por aversión,
una aversión ridicula al español. ¡Y el señor Campión, que
ha caído en esa ridicula puerilidad, es un excelentísimo es­
critor... en español! Como que es la lengua en que piensa y
siente”14.
Los nuevos políticos vasquistas se dedicaban, sobre todo,
al juego de crear jergas que, hipotéticamente, eran la lengua
vasca primigenia reconstruida. Sabino Arana se dedicó, ade­
más, al juego del insulto. A considerar asnos, delincuentes y
blasfemos a quienes hablaban español (que es lo que él ha­
blaba). También al juego de las etimologías denigrantes,
como la que inventó para Castilla, que provendría, según él,
de he asto illa, “(por el) humo asno muerto”. Se dedicaba a es­
cribir los mayores disparates filológicos que se le pueden ocu­
rrir a nadie y, de paso, a recogerlos en esas cartillas que com­
ponía al estilo del Umiaren lenengo aizkidea (Primer amigo de
los niños), de 1897, con lecturas cuyo colofón es un catecis­
mo nacionalista, racial y xenófobo para adoctrinamiento de
la infancia vasca. En fin, puerilidades con el idioma y perver­
siones políticas que satirizaba en su día Unamuno, pero que
el tiempo y el empeño nacionalista se han encargado en al­
gunos casos de consagrar, desmintiendo a la vez las risas de
don Miguel.
Quienes sí sabían vasco, como Resurrección Ma Azcue, no
eran propiamente apologistas ni escribían cartillas xenófo­
bas. Es una paradoja que se repetirá constantemente en la
historia del vasco moderno, se diría que le es consustancial, y
a la que Henrike Kncirr se ha referido como la “hipertrofia
política” de la lengua15: gentes de partido, políticos varios,
ciudadanos particulares que no hablan más que español, pero
empeñados reiteradamente en creer que la lengua definido­
14 “La unificación del vascuence”, La Nación, Buenos Aires, 16 de septiem­
bre de 1920.
15 Henrike Knórr, 1991, p. 147.

139
El pa r a íso p o l íg l o t a

ra de sus esencias es una que no conocen para nada, ni la co­


nocieron sus padres, ni sus abuelos, ni aun más allá, porque
no fueron nunca de zona vascohablante. A esta lengua ignora­
da se le da un reconocimiento simbólico superior (normal­
mente por quienes la ignoran). El éusquera estaba puesto allí
para defender otros intereses, paradójicamente, lesivos en
ocasiones para los genuinos vascohablantes del campo. Pues
bien, esa característica, llámese hipertrofia, llámese como se
llame, no va a abandonar al vasco desde entonces hasta hoy.
Unamuno ridiculizaba estas pretensiones de los naciona­
listas vascos de hablar o entender lo que no se habla ni se en­
tiende. Cuando el político catalán Cambó iba a visitar Bilbao
en 1917, don Miguel escribía en La Publicidad (Barcelona, 24
de enero de 1917): “Cambó hablará en Bilbao en castellano,
claro está. ¿En qué otra lengua iba a hablar allí? Y la razón
más poderosa para que Cambó no hable en Bilbao en vas­
cuence no es precisamente que él, Cambó, no lo sepa hablar,
no; es que si por arte de encantamiento lo supiera, y si lo ha­
blara, tampoco le entendería la inmensa mayoría de los vas­
cos que va allí a oírle. Mucho mejor si les hablara en catalán.
Porque en Bilbao la mayoría de los bizkaitarras o nacionalistas
entienden mejor, mucho mejor, el catalán que no el vascuen­
ce. Lo que no quiere decir, por supuesto, que entienden bien,
ni medio bien, el catalán, ni que lo entiendan siquiera”. La si­
tuación que pintaba don Miguel era estrictamente cierta.
Pero no sólo en Bilbao. Pablo Iglesias se fue un día a dar un
mitin en Eibar y allí lo presentó un correligionario en un éus­
quera tan puro, tan genuino, tan guipuzcoano, que don Pa­
blo se dio cuenta ese día de algo que no había advertido en
toda su vida: que él mismo, nacido gallego, también sabía vas­
co por ciencia infusa, pues lo entendía todo perfectamente.
La filología vasca seguía un camino distinto al del apolo-
gismo aranista. Sus grandes figuras dentro del país fueron
carlistas. Al fin y al cabo, otra rama de la tradición pero, al me­
nos en este caso, respetuosa con la ciencia filológica16. Julio
16JonJuaristi, 1989, p. 184.

140
J u a n R a m ó n L o d a r es

de Urquijo, precisamente, fundador en 1907 de la rigurosa Re­


vista Internacional de Estudios Vascos, ya se dio cuenta de ese di­
vorcio entre filología y política. Pero al rosario de muy duras
críticas que hacía sobre el desprecio en que los propios vascos
habían tenido su línea de cultura eusquérica —que la revista
de su fundación intentaba remediar— se le respondía desde
el círculo bizcaitarrista que allí se había metido un alemán, re­
firiéndose a Hugo Schuchardt, respetadísimo filólogo donde
los haya habido. Se entienden las críticas de Urquijo, pero
también hay que pensar que si el genuino vascohablante era,
en buena parte de los casos, alguien que pasaba dieciséis ho­
ras al día entregado a las labores del caserío, ¿qué curiosidad
podía tener por las disquisiciones eruditas de un profesor de
Oxford o de otro de alguna encopetada universidad alemana?
El hecho nos sitúa ante una circunstancia fundamental
para entender las dificultades que ha tenido el vasco moder­
no para llegar a ser lengua común y regularizarse moderna­
mente, desde hace unos treinta años, como éusquera batúa
(o vasco unificado): las guerras intestinas entre vasquistas, por­
que una lengua que se sostiene por una idea política no pue­
de quedar ajena al combate político. Si a éste se le añade el fi­
lológico, el asunto se complica un poco más.
Si había quien estaba por unificar el vasco, los aranistas
respondían que eso era matar la pureza de las lenguas y que
para vasco, vasco, ya estaba el vizcaíno. Si la Academia utiliza­
ba para sus trabajos el guipuzcoano, los nacionalistas les con­
testaban con la ortografía neovizcaína reformada por Sabino
Arana, a la que han estado dando vueltas hasta 1939 (en rea­
lidad, hasta más allá). Por un lado iban las inspiraciones de la
revista de Urquijo y por otro las accioñes del Euskeltzale Baz-
kuna, el organismo encargado de velar por la ortodoxia ara-
nista del éusquera y difundirla entre afiliados yjuventud bajo
la disciplina de Evaristo Bustinza y de Luis de Eleizalde. Y así
muchos más ejemplos de los que luego diré algo. No eran di­
ficultades insalvables, pero eran dificultades. A esta historia
sí se le podría aplicar aquello de “Ni contigo ni sin ti tienen
mis males remedio, contigo porque me matas y sin ti porque
141
E l. PARAÍSO POLÍGLOTA

me muero”, pues si los Campión, los Arana, los Aguirre, los


Meabe, los Bustinza, los Eleizalde y tantos y tantos otros, o ha­
bían aprendido el vasco tarde, o sabían vasco pero no eran
tan filológicamente finos como Julien Vinson, Llewelyn Tho-
mas o Hugo Schuchardt, sin la machacona insistencia de
aquéllos en juntar la raza con el éusquera, hacerlos exclusi­
vos de los vascos y asuntos de obligada lealtad para sentirse
patriotas genuinos —a pesar de sus pueriles juegos con el
idioma reconstruido de los que se reía Unamuno— el éus­
quera, sin tal corriente de pujanza política como la que se le
adosó, posiblemente no hubiera sobrevivido, por lo menos
como lo que ahora es.
La arqueología, la filología y asuntos así, serán muy inte­
resantes, pero no mueven a la gente. La Sociedad de Estudios
Vascos (Eusko Ikaskuntza), fundada en 1918 bajo patrocinio de
Alfonso XIII —que fue el primer miembro de la entidad, no
por nombramiento honorario, sino por ocurrencia espontá­
nea del propio monarca—, creada para dirigir los esfuerzos
en pro de la unificación de los dialectos vascos, tampoco hu­
biera conmovido grandemente al público. Sobre todo por­
que los fines de dicha fundación, como los de la Academia de
la Lengua Vasca (Euskaltzaindia) que llegó al año siguiente, no
se recibieron con entusiasmo general. Un historiador y filó­
logo, precisamente, calificó el vasco unificado que entonces
se proyectaba como “producto nuevo, desprovisto de interés
arqueológico y sin utilidad alguna para la cultura humana”.
Saludo poco amistoso, desde luego, este que les brindaba
don Ramón Menéndez Pidal a los propósitos de aquellas aso­
ciaciones recién fundadas17.

U n a reñida len g u a de g o b ier n o

El bautizo político del éusquera llegó con la Segunda Re­


pública. Para entonces, ni la Sociedad, ni la Academia, habían
17 Henrike Knórr, 1991, p. 152.
J u a n R a m ó n L o d a r es

logrado adelantos apreciables en el uso común del éusquera.


La labor de unificación para la lengua escrita era mucho más
ardua de lo que se había pensado en un principio. La diversi­
dad dialectal era recalcitrante. Sin embargo, el Estatuto ge­
neral del Estado Vasco (o Estatuto de Estella), aprobado el
catorce de junio de 1931 por la Asamblea de Municipios de
Alava, Guipúzcoa, Navarra y Vizcaya, incluía esta declaración
sobre la lengua: “La lengua nacional de los vascos es la euske­
ra. Ella será reconocida como oficial en iguales condiciones
que el castellano. En las escuelas de territorios de lengua vasca
se utilizará el euskera como idioma vehículo de enseñanza,
cursándose como asignatura en todos los grados el castellano;
mientras que en las escuelas de zonas de lengua castellana se
dará la enseñanza en ese idioma, cursándose el euskera como
asignatura en todos los grados”. No se sabría decir si ésta fue
una declaración por intereses populares, es decir, por una
auténtica necesidad de regularizar una lengua para que sus
hablantes puedan utilizarla en toda su dimensión pública, o
fue otra cosa.
Sin embargo, convendría advertir que en 1931 el vasco es
una lengua claramente minoritaria en el conjunto de las pro­
vincias donde se hace la declaración (en los casos de Alava y
Navarra con escasos hablantes); pero ni hay censo lingüístico
preciso ni localización clara de los territorios donde más se
hablara. El proceso de unificación de la lengua que llevaba a
cabo la Academia estaba poco menos que abandonado. Los
cuestionarios para saber qué modalidades de éusquera eran
las más regulares no daban soluciones apetecibles, y la pro­
puesta de su presidente, Resurrección Ma Azcue, a favor del
guipuzquera osotua o guipuzcoano completado “se plasmó en
una novelita y dos manuales”18. Existían, por tanto, dificulta­
des para su enseñanza reglada. Se trataba de una lengua sin
tradición administrativa alguna, en la que Unamuno no veía
la forma de escribir ministro de Hacienda “como no fuese azien-
dako ministría (cambio la ortografía para disfrazar algo la cosa)
18 Ibídem.
El pa r a íso p o l íg l o t a

o alguna invención lingüística sólo inteligible para su inven­


tor”19. Tenía, además, poquísima tradición literaria culta que
no fuera religiosa. Por aquellos años se cuentan, siendo ge­
neroso calificarlos así, doce escritores en éusquera. De ellos,
ocho son sacerdotes20. Aparte de todo esto, la mayoría de vas­
cohablantes era analfabeta. En suma, en 1931 había mucho
más entusiasmo nacionalista que lengua vasca propiamente
dicha. De modo que se declaró lengua de gobierno a lo que
era un proyecto filológico de incierto fin.
Estas características hicieron que a algunos la declaración
de oficialidad del vasco les pareciera otra cosa que amor por
la lengua. Enrique de Francisco, diputado socialista por Gui­
púzcoa, fue uno de ellos. Los argumentos que esgrimió en
las Cortes Constituyentes en 1931 resumen el sentir de los
restantes: “La enseñanza del éusquera en Vasconia es de un
perjuicio notorio. Sólo servirá para robustecer a las fuerzas
reaccionarias de la extrema derecha, que se acogerían al am­
paro del precepto constitucional para lograr sus fines. Es un
hecho gravísimo que a los párvulos no se les dé una instruc­
ción completa en castellano, porque con un mediano cono­
cimiento del castellano muchas gentes se han visto desarma­
das, así dentro de la península como allende los mares”21.
Para entender este juicio en su contexto y saber qué hacía
aquel vascuence disgregado en diversas variedades dialectales
pero elevado a lengua nacional, convendría recordar que el
Estatuto de Estella tuvo como punto de arranque un proble­
ma religioso: la República llevaba adelante una labor de sepa­
ración Iglesia-Estado muy a disgusto de los círculos católicos
vascos. Muy a su disgusto avanzaban tímidamente las líneas
de enseñanza laica, el matrimonio civil, el divorcio, la liber­
tad de cultos. Como no es exagerado decir que en la vida pú­
blica vasca dominaba lo confesional —incluso los sindicatos
vascos se consideraban poco menos que apéndices de orga-
19 Miguel de Unamuno, 1958, p. 789.
20 Ibón Sarasola, 1967, p. 342.
21 Fernando González Ollé, 1978, p. 272.

144
J u a n R a m ó n L o d a r es

nizaciones religiosas—,las intenciones republicanas suscita­


ban una especie de rebeldía espiritual que fue, poco a poco,
cuajando en fórmulas políticas. La más evidente, el propio
Estatuto. Un movimiento de este tipo, para enfrentarse al Es­
tado republicano, necesitaba símbolos que justificaran la di­
ferenciación y ¿cuál mejor, más visible, que la lengua? Aun­
que su realidad no era la que políticamente se definía, pues
malamente podía tener consideración de nacional lo que
sólo hablaba una parte, en ocasiones mínima, de la ciudada­
nía, el disgregado éusquera tenía en 1931 el estricto poder
evocador al que el apologismo aranista lo había destinado
políticamente hacía cuarenta años: separar a vascos de espa­
ñoles.
Pero las preocupaciones del diputado socialista en cuanto
a la enseñanza del vasco y del español apuntaban a otro pro­
blema: al menos en 1931 enseñar éusquera quería decir en­
señarlo bajo patrocinio de la Iglesia, auténtico reducto del
idioma. De modo que si en las zonas declarables como eus­
caldunas el vehículo de enseñanza había de ser la lengua vas­
ca, resultaría por fuerza una enseñanza rendida a la Iglesia
católica y, por tanto, con su presencia pública en aquellas zo­
nas agrandada. Una presencia mayor aún de la que ya le otor­
gaba su ministerio religioso.
Y ésa fue una de las claves de la aparición del éusquera en
el Estatuto de Estella: cerrar el círculo del nacionalismo, do­
minar ideológicamente a una parte de la ciudadanía a través
de la identificación entre lengua y pueblo. Cuando se repara
en ello, cobran todo su sentido las palabras que Unamuno le
dedicó a la lengua española dos años después: “Lenguaje de
blancos y de indios, y de negros, y de mestizos, y de mulatos;
lenguaje de cristianos católicos y no católicos, y de no cristia­
nos, y de ateos; lenguaje de hombres que viven bajo los más
diversos regímenes políticos”22.
En opinión de Antonio Tovar, Sabino Arana abrió la sen­
da fantástica del éusquera que en vano Humboldt, Bonapar-
22 Miguel de Unamuno, 1958, p. 947.

145
E l. p a ra ís o p o l í g l o t a

te o Schuchardt habían intentado orientar un poco por me­


dio de la ciencia23. Efectivamente, abrió una senda de idola­
trías, perdurables más allá de la seriedad de Humboldt: a mi
juicio, queda claro que sin el apoyo ideológico de este nuevo
frente apologista, por dislocado y absurdo que filológica­
mente fuera, la labor más modesta, pero mucho más riguro­
sa, de genuinos conocedores del vasco, de sociedades y aca­
demias, de interesados por la cultura eusquérica o de autores
vascohablantes, por sí misma, nunca hubiera llevado al vasco
hasta el debate parlamentario sobre la oficialidad de las len­
guas de España que se celebró en 1931. Pero esto nada debe
tener de extraño: a cada lengua le viene la vitalidad de donde
le viene. En la época republicana estaba claro que la filología
vasca iba mucho más despacio que los propósitos políticos
del nacionalismo. La lengua que no había podido regulari­
zar la primera, ya la habían hecho oficial los segundos. Por
eso mismo he dicho antes que la historia moderna del vasco
parecía más la de una idea —o la de un ídolo— que la de un
idioma.
Pero estos juegos con las lenguas eran peligrosos en aque­
llas fechas, porque estaban ligando la reanimación del vasco
no ya al campo estrictamente político (y de tensión temprana
con la República), sino a un credo muy concreto: el nacio­
nalista. Esto fue nocivo para el éusquera porque, al agitarse
como bandera política, así se le consideró. De modo que tras
la guerra civil la asociación eusquera^nacionalismo estaba can­
tada. Así lo entendieron muchos. Así lo entendían aquellos
gobernadores franquistas que en 1937 lo mismo permitían
oficiar las primeras misas de la mañana en vasco, que ordena­
ban suprimir de los rótulos, carteles y anuncios la k, tx, b, etc.,
con que, según la retórica de la época, habían violado los na­
cionalistas el glorioso idioma español. No es imposible que al
gobernador de turno, el neovasco que escribían algunos na­
cionalistas, le pareciera más bien español con mala ortogra­
fía, lleno de bes y kas donde debían ir uves y ces. Esos mismos
23 Antonio Tovar, 1980, p. 173.
J u a n R a m ó n L o d a r es

gobernadores permitían la inscripción en los registros civiles


de nombres tradicionales vascos, pero prohibían las peculia­
res creaciones de Sabino Arana al estilo de Josu, Kepa o Koldo-
liba. No porque fueran vascos —pues en realidad no eran
nombres vascos, sino inventos de una jerga neovizcaína—, se
prohibían porque eran sabinoaranistas. Tras la Guerra Civil,
algunos vencedores se refirieron a la “traición vasca” como
aquélla cometida por quienes, siendo de religión católica y
régimen burgués, habían buscado la salvación al marasmo
republicano por su cuenta y habían hecho de una lengua
particular, muchos de los cuales no la hablaban, un valor di­
ferencial más con que justificar sus pretensiones.
Quienes tengan lealtad al vasco deberían considerar hoy
qué hubiera ocurrido si muchos peneuvistas, carlistas, jaimis-
tas de antes de Estella, en vez de dedicarse a la agitación na­
cional y racial, apoyándose en la lingüística, se hubieran de­
dicado más a la unificación de la lengua, a fomentar su uso
en asuntos de peso, dignificándola y dando ejemplo, no pre­
mios literarios, como se daban, a quien mejor tradujera el
primer capítulo del Quijote. O se hubieran dedicado a ense­
ñarla decididamente en las escuelas desde 1931, e incluso
desde mucho antes, como se enseñaba en ocasiones (y como
se dejó de enseñar en otras muchas, simplemente por falta
de interés o por desorganización para alfabetizarse en ese
idioma). Pero, claro, hay que considerar que muchos de los
firmantes de Estella no sabían vasco, o lo hablaban con el ser­
vicio doméstico. Habían puesto allí la lengua por otros asun­
tos, que desataron prejuicios antieusquéricos entre los pro­
pios vecinos. Al final, estas frivolidades las pagaron otros.
Gente inocente. Como aquella casera que recordaba el escri­
tor Torres Murillo, a la que raparon por hablar vasco cuando
la pobre mujer no sabía hablar otra cosa.
También habría que considerar lo que podía importarle a
la gente del pueblo —la misma que invocaban los políticos
nacionalistas— la unificación de sus hablas para escribirlas.
Un ama vasconavarra se cruzó cierto día con una conocida
por la calle. No eran amistades asiduas, porque eran de dis­
147
El pa r a íso po l íg l o t a

tinto pueblo. Aun así se saludaban. Como sus hablas eran


también distintas, tenían alguna dificultad para entenderse
en éusquera, si bien no era insalvable. Así que estuvieron pla­
ticando un ratito. No mucho más. Fue una plática un poco
forzada, como solía serlo siempre que se veían y no podían
evitarse. Se separaron ambas algo apesadumbradas, ya para
el resto del día. No porque añoraran una lengua común que
les hiciera entenderse mejor; sino porque las dos considera­
ban, como consideraba otra gente del campo vasco, que ha­
blar distinto de uno era indicio claro de brujería.

R efu n d a ció n eu squ érica


El movimiento en pro de una lengua vasca escrita unifica­
da seguía sin logros apreciables todavía en 1936. No se había
resuelto el problema, básicamente, porque no era fácil de re­
solver. Cuando Resurrección Ma Azcue publica en 1905 un
Diccionario Vasco-Español-Francés (que es un monumental re­
gistro de léxico popular) cuenta en el prólogo que una de
sus equivocaciones enormes al escribir la Euskal-izkindea, o
gramática vasca, fue creer “que los diversos dialectos de nues­
tra lengua se podrían reunir y conglomerar tan fácilmente
como sustancias que se baten en redoma”. Durante los trein­
ta años siguientes persistían desacuerdos entre los encarga­
dos de reunirlos y batirlos. Los escollos filológicos eran nota­
bles pero, esencialmente, no había acuerdo porque en el
fondo no existía necesidad material de tal lengua escrita co­
mún para todo aquello que da entidad verdadera a una len­
gua, o sea, administración pública, gran comercio, comuni­
caciones, industria, transportes, finanzas, ciencia y técnica.
El proceso de unificación lingüística se vio frenado por la
guerra civil. La guerra civil, justo es recordarlo, también fre­
nó cosas mucho más importantes que dicho proceso. Sin em­
bargo, como el movimiento académico en torno al vasco no
se consideraba sospechoso en sí mismo, a comienzos de los
años cuarenta ya estaba otra vez en marcha. A pesar de que
148
J u a n R a m ó n L o d a r es

cesó la Revista Internacional de Estudios Vascos y de que la Aca­


demia quedó en estado precario (como la Española, por otra
parte, para qué negarlo), Azcue, su director de entonces, pro­
puso en 1945 reorganizar los trabajos académicos y de unifi­
cación de la lengua llevando a la institución a gente nueva.
Académico protagonista de la renovación fue un curioso
personaje, que encarna muchas de las contradicciones y pa­
radojas visibles en la historia del vasco moderno: Federico
Krutwig Sagredo24.
Por entonces, Krutwig estaba fuera de toda sospecha. Era
de familia rica, conservadora y afín al régimen de Franco. El
mismo despreciaba olímpicamente a los nacionalistas (tam­
bién a los franquistas, aunque esto no quedó patente enton­
ces) . No hablaba vasco de cuna, porque su cuna era la de una
aristocracia financiera netamente hispanohablante (cuando
no utilizaba el alemán, el francés o el inglés). Pero estudió vas­
co con ahínco. Desde su elección como académico, se dedicó
a granjearse las simpatías del régimen, a promover la variedad
labortana (vascofrancesa) como eje de la nueva unificación
del vasco, frente al antecedente académico guipuzcoano, y a
proyectar, en silencio y a largo plazo, una Gran Vasconia ba­
sada en la unidad lingüística y en esotéricas teorías racistas.
Proyecto al que quería ligar a las clases selectas atrayéndolas
a través de la Iglesia
Al poco de ingresar, Krutwig llevó a la Academia a gente
de confianza del régimen. En esos años estaban todos los
pronunciamientos para la feliz carrera del vasco culto. Pero
no pudo ser. En 1952 Krutwig pronunció un discurso en éus­
quera con motivo de la recepción de un nuevo académico. Sin
que se tratara de una soflama política, ni mucho menos, se
granjeó las iras de la Iglesia, a la que acusó de ser la desnacio-
nalizadora del pueblo vasco, la disgregadora del idioma y
otras lindezas. Craso error. El gobernador pidió el texto.
Krutwig lo entregó. Al punto aparecía su nombre en el Bole­
tín Oficial bajo la acusación de injurias al Estado. Antes de
24Jon Juaristi, 1989, p. 275.

149
El p a r a íso p o l íg l o t a

que el juez ejecutase la requisitoria, Krutwig había salido


para Francia.
En el exilio continuó sus disquisiciones patriótico-lingüís-
ticas, en la línea de autores como Guy Héraud o François
Fontan, inteligencias dedicadas a las alabanzas del racismo y
la xenofobia. Un género muy típico de mediados de los cin­
cuenta que es, a su modo, eco tardío de la ideología que sos­
tuvo al régimen hitleriano. Ramificaciones del género han
ido a inspirar a movimientos nacionalistas dentro de Europa,
en general, de poca monta y poco público (por ahora). La te­
sis etnolingüística de Krutwig podría resumirse en el siguien­
te párrafo: “Lo que no puede admitirse es que haya quien se
diga nacionalista vasco y no estudie la lengua vasca cuando la
desconoce, y no la emplee cuando la conoce. Nada ha sido
más desastroso como el creer que pueda existir un vasco, ver­
daderamente vasco, que no hable el euskera. El vasco es el
esukaldún y quien no habla euskera es un ‘euskaldún-motz’,
un vasco cortado, castrado, en esto no hay discusión posi­
ble”25.
Con las matizaciones que puedan hacerse, lo cierto es que
esta tesis no resulta radicalmente novedosa respecto a las de
Sabino Arana. Flay que reconocer, eso sí, que Federico Krut­
wig es un racista mucho más refinado, más científico, que su
antecesor. A su modo, forma el enlace entre las viejas tesis
del apologismo vasco-aranista y las nuevas que irán apare­
ciendo en los años sesenta, expresadas por el grupo Ekin—al
que enseguida me referiré— y que tienen sus ramificaciones
en la España actual. Krutwig, finalmente, se hizo maoísta y
acabó publicando libros donde defendía, como desarrollo
lógico de sus ideas, la existencia de la Atlántida, que había
sido en tiempos remotísimos la patria común de los euscal­
dunas. De todas sus tesis, una de las más exitosas ha sido, sin
duda alguna, la de la castración idiomàtica. No sólo en el País
Vasco, por cierto. Con tintes menos angustiosos y extremos
puede rastrearse en el catalanismo y el galleguismo, donde la
25 F. Sarrailh de Ihartza [Federico Krutwig], 1963, p. 28.

150
J u a n R a m ó n L o d a r es

idea para defender la lengua particular no es que a quien no


la hable le pueda interesar mucho, le sea necesaria o le resul­
te imprescindible para su vida cotidiana, sino que quien no
la hable no será catalán o gallego genuino y, al no cultivarla,
estará contribuyendo a que se pierda el gran patrimonio de
la identidad nacional gallega o catalana. Estará siendo un
traidor al Ser colectivo. A su modo, esto son especies racistas
también. Resulta difícil creer que estos argumentos tengan
tanto éxito en la España actual, y que se acepten como la cosa
más natural del mundo. Incluso que pasen por ser liberado­
res y modernos. Increíble, pero cierto.
A las horas de su exilio Krutwig no era imprescindible. Ya
había quien continuaba el movimiento en pro de la unifica­
ción de la lengua. Se percibía cierto renacimiento literario
aparte de la prosa religiosa. Estas historias son, por lo gene­
ral, bien conocidas, y basta con citar algunas muestras como
la de la Diputación guipuzcoana, que patrocinaba desde
1948 la Revista Egan, la voz de una nueva generación de escri­
tores nacionalistas. En 1952 se funda la editorial Kuliska Sarta
de Itzaropena, en Zarauz, para publicaciones en éusquera.
Otras diez más aparecerían enseguida; de esa fecha es tam­
bién la cátedra de éusquera Manuel de Larramendi, pues, se­
gún se lee en el Boletín Oficial (14 de febrero de 1952): “Es
deber inexcusable del Estado español atender, en la medida
más adecuada, al estudio, investigación y cuidado científico
de este rico aspecto de nuestro común patrimonio cultural”.
Por cierto, la incoherencia ministerial en este punto ha sido
grande, pues veinte años más tarde se ponían trabas a la fun­
dación de una cátedra de vasco, esta vez en la Universidad de
Deusto, en un caso —a mi juicio— de ignorancia insolente
de los funcionarios del Ministerio de Educación, más que de
manía persecutoria contra el éusquera. Muy al contrario de lo
que se ha escrito ocasionalmente, aquella cátedra de 1952 no
respondía a la consideración del vasco como una lengua muer­
ta y un vestigio venerable, propio para entretenimiento de
académicos. En absoluto. En medios de la más rancia tradi­
ción hispánica, siempre se le han otorgado unos valores al
El p a r a íso p o l íg l o t a

multilingüismo español —si se me permite esta opinión, es­


trictamente personal— muy superiores a los que realmente
tiene. Y no me refiero ya al terreno cultural, sino a otros: esa
cátedra surge en un momento en que cierto aperturismo ca­
tólico, presente en altas instancias del régimen, pensaba que
con iniciativas así se podía facilitar el entendimiento y la recon­
ciliación nacionales, apelando al valor de la tradición. Lo que
explica que algunas gentes que rodeaban a Alfonso XIII,
como otras que, treinta años después, rodeaban a Franco,
vieran en el vasco y en la hermandad de las lenguas patrias
unos valores que nunca acertaron a ver ni Unamuno, ni Sán­
chez Albornoz, ni Menéndez Pidal, entre otros muchos.
Quienes se iban incorporando al cultivo del vasco escrito
abogaban en diversos medios por la difusión de la lengua y
pedían el fin de la anarquía ortográfica, para lo que se reunió
la Academia vasca entre 1956 y 1959. Se dieron pasos decisi­
vos, se clausuró el estéril purismo reinante que obstaculizaba
una verdadera norma común; nueva reunión en Bayona, en
1964, con nuevas propuestas y, a sugerencia del escritor Ga­
briel Aresti, la Academia, para conmemorar su medio siglo
de existencia, celebra unas reuniones en el seminario fran­
ciscano de Aránzazu en 1968. Se nombró una comisión pre­
sidida por Luis Michelena. La orientación de la norma co­
mún escrita quedó en las mejores manos y la institución de la
Academia de la Lengua Vasca acabó reforzada como autori­
dad en el éusquera batúa, vasco común, hecho, al fin, sobre
la base del guipuzcoano de Beterri (el área de San Sebastián)
y el labortano. Todo el proceso de unificación ha sido difícil
y muy contestado entre los propios hablantes de éusquera,
para algunos de los cuales la nueva lengua era un vascuence-
gramático, liquidador de las variedades tradicionales. Hasta
cierto punto, no les faltaba razón. La nueva norma unificada,
pensada básicamente para ser escrita, daba en algunas ocasio­
nes productos ciertamente exóticos. La prosa del Boletín Ofi­
cial del gobierno vasco, sin ir más lejos, iba a ser uno de ellos.
En los últimos veinte años del franquismo se fundaron
ciento treinta y cinco icastolas. Probablemente en esos veinte
J u a n R a m ó n L o d a r es

años se hayan escolarizado en éusquera más alumnos que


desde la Edad Media hasta 1940. Autorizada la primera des­
de 1957 en Bilbao, habían tenido incluso antes el paraguas
protector de la Iglesia, ofreciéndoles no sólo su protección
jurídica, sino sus locales en muchos momentos26. En sí mis­
mas no son una novedad, su antecedente está en las Escuelas
Domésticas que venían funcionando desde mediados de los
cuarenta. La docena de escritores en vasco de los tiempos re­
publicanos eran ya sesenta y cinco. El porcentaje de literatos
laicos se había incrementado considerablemente. Es este un
proceso que, si bien no se fomentó con entusiasmo desde los
estamentos oficiales, tampoco se estorbó grandemente, pues
tenía el tácito respaldo de la todopoderosa Iglesia católica en
el País Vasco y en Navarra.
Sin embargo, las apologías al nuevo estilo de Krutwig que
ligaban totalitariamente la raza, el éusquera y la nación vas­
ca se mantuvieron casi intactas. La idea de que si se perdía
el vasco se perdía la razón de ser de la nacionalidad euscal­
duna quedó incólume también. Aunque por distintos cami­
nos de acción política, en la consideración del éusquera como
raíz de la nacionalidad vasca vinieron a confluir las nuevas
líneas de nacionalismo radical con las antiguas, ligadas al
nacionalismo ultracatólico. Los valores aglutinantes, uniti­
vos, que traía la vieja tradición hispánica, en los que creían
algunos intelectuales ligados al régimen franquista, no eran,
quizá, tantos.

D eseos yrealidades
En los años sesenta, la simiente de la Gran Vasconia, amal­
gamada en torno a la lengua, fue creando una nostalgia por
el vasco perdido en nuevas generaciones de lengua materna
española, pero que llegaban a sentir como cosa más propia el
anhelado vasco. De modo que ser vasco se identificaba en
26AnderGurrachaga, 1988, p. 282.
El pa r a íso p o l íg l o t a

muchos casos con la angustia por un idioma que no se cono­


cía. La idea del “euskaldún-motz”, el vasco castrado, cala en
el activismo nacionalista con mucha más facilidad que las
ideas reconciliadoras de la vieja tradición. Los documentos
del grupo libán, en los orígenes de ETA, la refunden así: “El
problema del euskera podrá ser considerado siempre, así lo
es, algo anecdótico y secundario por los españoles, por los
franceses, por los albaneses y por los traidores a Euskadi.
Pero para un vasco que aún merezca tal nombre, el proble­
ma de la supervivencia, o desaparición, de la única lengua
nacional vasca debe ser un problema vital”27. (Por cierto, no
logro aclarar la referencia a Albania en esa cita.) Sin embar­
go, por los años en que se escribían documentos como éste,
la realidad, no el deseo, era que la “única lengua nacional vas­
ca” la hablaban muy pocos nacionales y que el número de
traidores a Euskadi que no se interesaban lo más mínimo por
la lengua vasca debía ser grande.
El único censo lingüístico que, con cierta fidelidad, daba
idea de la situación del vasco en los años sesenta y setenta, el
de Pedro de Yrízar, ofrecía los siguientes porcentajes de gente
que sólo hablaba español en la Comunidad Autónoma: 88 por
100 para Vizcaya, 60 para Guipúzcoa, 99 para Alava y 93 para
Navarra. Pero tales porcentajes no silenciaron los ecos de
aquellas tesis totalitarias: la idea de que la identidad del pue­
blo vasco pasaba por el éusquera; la idea de que si se perdía la
lengua, se perdía la razón del Ser nacional; la idea de que no
podía haber vascos que sólo hablaran español. A su modo,
todo aquello había animado el capítulo lingüístico del Estatu­
to de Autonomía para el País Vasco en 1979 y las consiguientes
directrices sobre normalización, donde el éusquera aparecía
definido como única lengua propia y se hacía oficial incluso
en las zonas donde no se había hablado nunca. Se hacían am­
biguas declaraciones por las que el Estado español —como Es­
tado plurilingüe que era— facilitaría, asimismo, las medidas
diplomáticas para el cultivo y protección del éusquera ¿en
27 Ibídem, p. 394.

154
J u a n R a m ó n L o d a r es

Francia? (algo así cabría deducir, en mi opinión, de la lectura


de algunos párrafos ambiguos del estatuto).
Es posible que el gobierno vasco considerara una anor­
malidad los porcentajes abrtimadores de gente que sólo ha­
blaba español. Así que, pocos años después, publicaba a su
vez otra encuesta. Si Yrízar había considerado el concepto
“vascohablante” con alguna generosidad, la nueva encuesta
no le fue a la zaga. Para los encuestadores, “es comprensible
que un individuo que ha realizado quizá más intentos que
progresos por aprender euskera, tienda a declararse euskal-
dún”28. Pues bien, aun con tanta comprensión, el porcentaje
de hispanohablantes monolingües seguía siendo amplia­
mente mayoritario: casi un 78 por 100 de vascos sólo hablaba
español. En cuanto a los euscaldunas, se trataba de una po­
blación lingüísticamente irregular, pues no todos domina­
ban el idioma, ni muchísimo menos. Daba igual, la realidad
estaba equivocada, porque la encuesta desveló los deseos
ocultos de las familias vascas. Si sólo un veintidós por ciento
de encuestados se reconocía, con generosidad, vascohablan­
te, casi un setenta por ciento de la muestra aceptaba, en algu­
nos casos sin reserva ninguna, que era más importante ense­
ñar éusquera que francés o inglés en las escuelas. Porcentajes
similares consideraban natural que el gobierno vasco gastase
muchísimo dinero, más allá de una proporción generosa, en
promocionar el éusquera. Los mismos volvían a considerar
natural que el gobierno vasco introdujese el éusquera en
todo nivel de enseñanza, aunque se opusieran las familias de
los alumnos.
A la vista de esas opiniones, los partidos políticos vascos de
corte nacionalista consideraban como una situación desea­
ble para la Comunidad Autónoma que, a través de una “co­
rrecta” política educativa, no hubiera en ella para el futuro
más del 2 por 100 de hablantes monolingües de español (esto
los nacionalistas más generosos). Un año después, se aplica­
ban a la tarea con fervor. No quiero decir que los notables
28 Varios Autores, La lucha delEuskera, p. 26.

155
El pa r a íso p o l íg l o t a

predicaran con el ejemplo, pues el ejemplo de la mayoría de


notables no pasa de ponerse k y tx en el nombre (para algu­
nos ya no basta con ser vasco, hay que parecerlo), sino que el
gobierno dedicaba prácticamente la mitad de su presupues­
to a “edukazión y kultura” para las masas, en palabras del pe­
riodista José Luis Uruñuela. Se gastaba treinta veces más en
alfabetizar en vasco que en investigación universitaria, nor­
malmente escrita en español. De cada obra editada en éus­
quera el gobierno autónomo adquiría quinientos ejemplares,
a modo de particular ayuda a la edición en vasco, y el éusque­
ra era la prueba decisoria hasta en la adjudicación de plazas
de enterrador, la decisoria en el control de buena parte de
los dineros públicos. Era una administración de recursos sin­
gular con la que, por otra parte, muchos ciudadanos vascos
estaban, y deben seguir estando, encantados. Si se confía en
las cifras que da el informe del Centro de Investigaciones So­
ciológicas (Uso de lenguas en comunidades bilingües), que se pu­
blicó en octubre de 1998, la mitad de los vascos encuestados
opina que las clases a los niños deberían dárseles, mayoritaria
o únicamente, en éusquera. Incluso en Navarra, donde casi na­
die ha hablado vasco, todo un tercio de la población se incli­
na por la enseñanza bilingüe29. Las circunstancias indican
que los partidos nacionalistas vascos destinarán buena parte
de sus esfuerzos a sobrepasar, con creces, esas opiniones y de­
seos. No ya en la escuela, sino en cualquier ámbito de la ofi­
cialidad que puedan controlar.
Si estas cifras son fiables, habrá que rendirse a la eviden­
cia. Yo ya estoy rendido (literalmente, porque comparar más
encuestas sobre la situación sociolingüística española sería in­
sufrible, incluso para m í). Pero, una vez rendido, sigo sin ex­
plicarme qué encanto y buena prensa tiene entre las masas la
propaganda de un nacionalismo lingüístico que, aun brotan­
do de dudosas fuentes, muestra un éxito cierto y envidiable:
ha hecho que ciudadanos de un país donde el analfabetismo
y la falta de instrucción en la lengua común han sido mone­
29 ElPaís, 23 de marzo de 1999, p. 34.

156
J u a n R a m ó n L o d a r es

da corriente durante siglos (sin que tal circunstancia nos im­


portase gran cosa) estén dispuestos en el plazo de unos po­
cos años a dominar, correspondientemente, varios idiomas
minoritarios que nunca se han hablado en sus familias y con
los que podrán recorrer unos pocos kilómetros de mundo.
Encanto envidiable y espontáneo que, es forzoso reconocer­
lo, no ha sabido mostrar el español, lengua que parecería ha­
berse embuchado violentamente a estas masas que ahora se
redimen. ¿Será verdad que España es naturalmente plurilin­
güe? ¿Será verdad que, gracias a algunos adalides de la liber­
tad, está reencontrando, a principios del siglo xxi, un paraíso
políglota que empezó a perder a principios del siglo xv? Quién
lo sabe.
Se argumenta que, al ser el vasco la lengua más débil, es la
que más ayuda necesita. Principio en el que se fundamenta
ese paradójico concepto de “discriminación positiva”, por el
que en vez de solucionar los problemas a que forzosamente
se abocan las minorías, se trasladan los conflictos al conjunto
de la sociedad. Puede que así sea, puede que la gente admita
que la discriminación es positiva; puede que esté dispuesta a
emplearse con entusiasmo en la resolución de un conflicto
lingüístico que no lo es para la inmensa mayoría; puede que
esté dispuesta a someterse al examen de lealtad al éusquera
y a otros símbolos visibles del vasquismo, que con frecuencia
exigen los nacionalistas... y puede que yo esté equivocado de
medio a medio, y que el resurgir del vasco sea una corriente
espontánea, feliz, liberadora y que viene a saldar injusticias
pasadas. Pero incluso en el hipotético futuro, cuando todos
los ciudadanos del Edén Eusquérico hablen igual, o mejor, el
vasco que el español, se sientan plenamente euscaldunas por
el mero hecho de saber éusquera y hayan aligerado la carga
de la “lengua del Imperio”, cuando su lengua redimida no
sea un símbolo de la identidad colectiva, sino un idioma, sin
más, la competencia a la que se enfrentarán seguirá siendo
de úna naturaleza tal que no se frene ni con dinero, ni con
patriotismo, ni con discriminación positiva tampoco. Dada la
circunstancia geopolítica del éusquera, se habrán instalado
157
El pa r a íso p o l íg l o t a

en un idioma en situación de inestabilidad crónica. Es ver­


dad que el entusiasmo al que se asiste salvará estos escollos,
pero es de justicia dárselos a conocer a la gente cuando se le
hacen encuestas. Y, sobre todo, cuando se la embarca en una
singladura lingüística larga, costosa y de incierto éxito. Si, a
pesar de ello, todos quieren embarcarse... pasajeros a bordo
y feliz viaje.
IX
G entes y lenguas de C a ta lu ñ a

L ia introducción del español en la Cataluña moderna no


requiere muchas explicaciones. Es un proceso constante des­
de que en el siglo xv se unieron las coronas castellana y arago­
nesa. En Valencia el proceso es anterior incluso. El tradicional
Consejo de Aragón empezó a seguir a una corte itinerante
donde se hablaba español. Finalmente, se instaló con ella en
Madrid. Como consecuencia, entre los notables catalanes y
valencianos el español se hizo imprescindible. Expresivo es
el ejemplo de la familia barcelonesa de los Requesens, cuyo
hijo Luisito iba a ser con el tiempo gobernador de los Países
Bajos: “Lloyset està molt bonico, guardo Deu, y continua son
estudi i parla lo castellà molt bonico”, decía de él su madre
Estefanía en una carta escrita en 15341. De aquellas modas
opinaba don Cristòfor Despuig en 1557: “Lo escandol quejo
prenc en veure que per avui tan absolutament s’abraça la llen­
gua castellana, fins a dins en Barcelona, per los principals sen­
yors i altres cavallers de Catalunya, recordant-me que en altre
temps no donàvem lloc ad aquest abús los magnanims reis
d’Aragó; i no dic que la castellana no sia gentil llengua i per tal
tinguda, i també confesse que és necessari saber-la les perso­
nes principals perque es l’espenyola que en tota l’Europa se
coneix”2. Despuig sabía lo que decía. Pero lo decía tarde.
' John H. Elliott, 1990, p. 103.
2Alain Milhou, 1989, p. 14.

159
El pa r a íso p o l íg l o t a

Hacía más de sesenta años que Juan de Rosenbach había


llegado a Barcelona procedente de Heildeberg. Otros alema­
nes del mismo gremio, como Juan Luschner o Lamberto Pal-
mart, se habían establecido en la Ciudad Condal para hacer
negocios con un invento que revolucionaba las comunicacio­
nes: la imprenta. No era el barcelonés un medio tan florecien­
te como el sevillano, donde se imprimía el doble de libros.
Pero se podía hacer dinero con pliegos en latín, en español y,
sobre todo, en catalán e italiano. Por aquellos años, la litera­
tura culta venía de Italia. Pero, con la unión de reinos, y con
aquellas noticias de que las naves castellanas llegaban a las
Indias en la mitad de tiempo que las portuguesas, a los caba­
lleros y comerciantes catalanes les empezaba a interesar mu­
cho el español.
O eso le parecía ajuan Boscán Almogávar, vecino de Barce­
lona y perteneciente a la clase de “ciudadanos honrados”: gen­
te de alcurnia que hablaba catalán, que gustaba de la literatura
venida de Italia y que preveía la bonanza del español. El nego­
cio editorial estaba claro: escribir al modo italiano, pero en len­
gua española. Eso hizo Boscán. En 1534 tradujo del italiano un
prontuario de refinamiento social para su gente: El Cortesano,
original de Baltasar Castiglione. Tuvo mucho éxito. Quienes lo
leyeron se sintieron satisfechos: en Barcelona había alguien
que escribía con tanta gracia como los propios italianos, pero
en un idioma que se entendía mejor y con el que se cruzaba el
Atlántico. Boscán siguió escribiendo poesías en español he­
chas al modo itálico. Era un hombre sencillo. Pasó la vida feliz­
mente. Cuando la viuda publicó las poesías de su difunto mari­
do, en edición conjunta con las de Garcilaso de la Vega, fueron
un rotundo éxito: dieciséis ediciones de 1543 a 1560. No sé
cuántos poetas españoles han tenido lectores tan atentos.
Por aquellos años, los impresores catalanes ya habían
aprendido una lección: se imprimiría en latín, en catalán y
en cualquier lengua; pero el dinero pasaba por el español.
La adopción de ese idioma en las prensas fue irrefrenable3.
3 Manuel Peña, 1996, p. 307.
J u a n R a m ó n L o d a r es

A los herederos de los Rosenbach, los Luschner, los Palmart,


los Vendrell, la edición de libros en español les permitía aba­
ratar el producto, hacerlo más competitivo y venderlo en un
mercado de dimensiones inimaginables cuando iba en cata­
lán. Podían competir con Sevilla, con Valencia, con Toledo,
con Zaragoza, y llevar sus libros al Nuevo Mundo. Cinco si­
glos después, la puerta que abrió Juan de Rosenbach, impri­
miendo romances castellanoviejos en pliegos sueltos, junto a
misales que salían de las prensas de Monserrat con destino
a Castilla, no se ha cerrado. En aquel clima donde Nebrija,
Fernando de Rojas, Pedro Mejía, Garcilaso de la Vega y tan­
tos otros autores castellanos eran considerados como cosa
propia por los señores y caballeros honrados de Barcelona,
escribía Cristòfor Despuig su resignada queja. Echaba de me­
nos aquellos años en que los reyes de Aragón sólo hablaban
catalán.
Aunque Despuig no estuviera de moda, tenía razón en va­
rias cosas: una, a los principales de Cataluña les interesaba el
español, sobre todo si eran de ciudad; otra, el español tam­
bién estaba echando raíces, que al cronista le parecían abu­
sivas, donde antes sólo se oía catalán. A su modo, Despuig
acababa de profetizar la historia lingüística de Cataluña y Va­
lencia para los próximos cuatro siglos. En todo no medió
ninguna ley de lenguas. Mandaron las circunstancias. Es ver­
dad que un grupito de notables de los años de Carlos I no
son la masa de catalanohablantes. Pero habitualmente es el
grupo que más se oye, el que más escribe, el que más lee y el
que puede dar o quitar prestigio a una lengua. A los cincuen­
ta años de la observación de Despuig hacía esta otra el poeta
Francesc Calça: “Los catalans, ¿per qué dexam la llengua? ”.
Resume así las razones varias que da: “En castellá tot hom
que se dona escriure tenit per cert quels serà més profit”4. Se
escribía en español porque resultaba más provechoso. Nin­
guna ley había salido de la cancillería de Felipe II al respecto.
Es más, Felipe II acudía al monasterio de Monserrat (al Mon-
4 Fernando González Ollé, 1995, p. 46.
El pa r a íso p o l íg l o t a

serrate, como lo llamaba el propio rey, de cuya imagen era


muy devoto), oía el catalán entre su propio círculo de amista­
des, lo oía en boca de alguno de sus parientes y le daba exac­
tamente igual.
Para los reyes de entonces, que se aprendiera o no espa­
ñol en Cataluña era asunto inane. Quienes lo aprendían y lo
utilizaban lo hacían movidos por interés particular, según las
necesidades que tuvieran de contacto o tránsito por domi­
nios donde se hablara español. La tradicional foralidad de
reinos en España hacía perfectamente posible que Carlos I
recibiera informes en catalán, o valenciano, como se quiera,
sobre los avatares de la conversión de moriscos en tierras le­
vantinas; que su cuñado don Hernando de Cardona no ha­
blara más que catalán en la Corte; también hacía que Felipe II
considerara como a su segunda familia a los Requesens, cata-
lanohablantes de Barcelona, en cuya casa se alojaba de paso
por aquellas tierras; o que un embajador se dirigiera en por­
tugués al Conde Duque de Olivares, aunque el español andu­
viera entonces en boca de la gente portuguesa. Por paradóji­
co que a algunos les parezca, en plena España imperial, las
llamadas a la uniformación lingüística de algunos autores,
descontado el particularísimo caso del hispanoárabe, no
tienen mayor eco. Son más retóricas que prácticas. La ocu­
rrencia, encomendada al Conde de Barajas, hacia 1587, de
examinar a todos los maestros del reino según la misma carti­
lla, se quedó en poco más que ocurrencia, porque el gobier­
no estaba empleado en asuntos de mayor peso.

U n in terés creciente
No hacía falta darle mucho eco al español, por otra parte.
Entre los notables catalanes y valencianos quedaba claro que
conocerlo era un medio garantizado de ascenso social. Los
nobles castellanos solían ser gente muy encumbrada, pero
más guerrera que diplomática. Por lo mismo, no sabían idio­
mas. Casi no sabían latín, así que sacar textos cancillerescos en
162
J u a n R a m ó n L o d a r es

esa lengua era todo un éxito. Era todo un éxito poderse en­
tender con los holandeses, alemanes, checos. Un éxito que se
debía, en no pocas ocasiones, a gente catalanohablante que,
curtida en medios comerciales, sí dominaba lenguas. Cuando
Felipe II quiso nombrar un embajador para asuntos centroeu-
ropeos, no había Grande de Castilla capaz de hablar más que
español. Así que nombró al valenciano Juan de Boija, que no
era de la alta nobleza, pero sabía catalán, español y la lengua
que decidió el cargo: latín. Posiblemente, Juan de Borja había
aprendido latín con la gramática de Nebrija, la que se editaba
en español o la que se editaba en catalán, porque las dos reco­
rrían Levante. Hombre capaz, aprendió alemán y checo en
Viena. Así que se hizo un diplomático imprescindible. Años
después, un catalán, Luis de Requesens, partiría hacia los Paí­
ses Bajos como algo más que embajador. Juan de Borja y Luis
de Requesens no son casos únicos entre la gente principal de
la Valencia o la Cataluña de aquellos años.
El interés de señalados círculos de la sociedad catalana
por el español siguió creciendo. Cuando se tomaron, de Feli­
pe V a Carlos III, algunas medidas para la reafirmación del
español entre dichos grupos, llovía sobre mojado. De modo
que todos esos gobernadores que, según el erudito diecio­
chesco Juan Antonio Mayans, iban al Principado llevando
debajo del brazo instrucciones secretas para acabar con la
lengua de los naturales, no tenían que esforzarse mucho
para esa tarea pues, si hemos de creer al propio donjuán Anto­
nio, los naturales ya se encargaban de ello (se llevaban encar­
gando dos siglos). Si los naturales eran de Valencia, lo hacían
con entusiasmo. Incluso aquéllos, como el notario diecio­
chesco Caries Ros, que algunos presentan hoy como adalides
de la lengua valenciana, parecen más bien personas que, ra­
zonablemente, se preparaban para desarrollar sus funciones
en español, sin que nada —más allá de la necesidad y el inte­
rés de sus negocios— les hubiera obligado a renunciar a la
otra lengua.
El escándalo de Cristòfor Despuig hubiera sido mayor de
haber vivido en la Cataluña, o la Valencia, del siglo xvm. Ha­
El p a r a íso p o l íg l o t a

bría visto cómo al tradicional núcleo de principales y señores


de la tierra que les atraía el español, se unía entonces el mu­
cho más nutrido de comerciantes e industriales. De modo
que la generación mercantil de la Real Compañía de Comer­
cio, fundada en Barcelona en 1756, ya había decidido que el
español le iba a ser tan propio como el catalán. Acaso más
propio, como generación mercantil que era. Las promocio­
nes sucesivas, las que aparecen en el reinado de Carlos III, to­
davía iban a extremar esa preferencia por el español. En el
Diario de Barcelona, que se empieza a publicar en 1792 y que
durante decenios fue el breviario de todas esas generaciones,
se puede encontrar, de vez en cuando, algún poema escrito
en catalán. Pero casi todo se escribe en español.
En el capítulo cuarto he expuesto una idea que, en breve,
es ésta: la aparición del español en la Cataluña moderna res­
ponde, esencialmente, al interés del medio mercantil, indus­
trial y urbano por apropiarse de la moderna lengua de comer­
cio que era el español. Ese interés es el que fuerza las medidas
para la difusión de la lengua común. Esto no es que les entu­
siasmara a todos los catalanes, valencianos o baleares. Sin
embargo, a la mayoría no le importaba en absoluto; a unos
pocos les molestaba, y a los más activos les parecía una necesi­
dad interesante sobre la que no había discusión, ni queja, ni
agravios posibles que plantear. Esta idea que acabo de resu­
mir ni es novedosa, ni desconocida. Sólo que ha sido una
idea con poca publicidad.
Este concreto interés explica que el catalán no haya desa­
parecido, que se haya cultivado por las mismas clases que
aprendían español. El hecho de que uno quiera adoptar una
lengua que le resulta económicamente beneficiosa y le da
entrada a una estupenda red comercial no quiere decir que
tenga que perder otra, si la tiene, en el empeño. Sobre todo
si nadie le fuerza. Forzará la necesidad pero no la ley pues, si
se leen con la debida atención, como ya he dicho en otro ca­
pítulo, las leyes dieciochescas donde se apela a la uniformi­
dad lingüística son leyes de uniformidad comercial, jurídica
y administrativa: moneda fija, banco central, aranceles fijos,
164
J u a n R a m ó n L o d a r es

precios fijos, menos aduanas y más facilidad de trato para las


personas y mercancías. Cuando algunos catalanes se quejan
de las imposiciones borbónicas que han menguado su len­
gua desde antiguo, habría que explicarles que la única impo­
sición gennina fue la de haberles abierto a sus abuelos rutas
comerciales donde se negociaba en español. Lo que hicieran
sus abuelos al respecto con una y otra lengua, o si mengua­
ron el catalán para medrar con el español, ya no es responsa­
bilidad de ningún gobernador de hace dos siglos.
El interés por apropiarse del español explica también una
curiosa tendencia de aplicación exclusiva, en España, al caso
catalán y que a grandes rasgos podría formularse así: aque­
llos ciclos de bonanza lo han sido de afirmación del español y
aquellos ciclos de estancamiento económico, o incertidum-
bre política, lo han sido de exaltación del catalán, de desape­
go del español, sobre todo, a través del catalanismo político.
En suma: el monopolio del catalanismo, y la proyección
de la lengua catalana, los han ostentado estratos superiores de
la burguesía. Estos se han acercado al español, o al catalán,
según intereses anclados habitualmente en el inmovilismo
social5. Así que la suerte de la lengua catalana, desde hace casi
cinco siglos, es obra y gracia de los conflictos de aquellos des­
cendientes de señores, notables y caballeros catalanes de los
que hablaba Despuig. La intromisión castellana es muchísi­
mo menor de lo que se cree, pues la lengua española que ha
entrado en Cataluña ha sido en el fondo —descontando pe­
culiares ciclos como el franquismo, cuya naturaleza se expli­
ca en otro capítulo— la lengua española que estos señores,
notables y caballeros han querido, o necesitado, que entrara.

L \ LENGUA DE LOS NEGOCIOS

Desde mediados del siglo xvm se iba notando en Cataluña


una alegre subida de los indicadores económicos. Se hablaba
:>Francesc Vallverdú, 1972, p. 110.
El pa r a íso p o l íg l o t a

entonces de patriotismo, de grandeza, de esfuerzo por el


bien de la nación. Sentimientos altisonantes que despierta la
España histórica, una dueña de un imperio que se recorría
en español. Esa era la generación de Esteban Canals, cuyos
tejidos de algodón se repartían por España y por la América
colonial. Con ellos, un pequeño ejército de viajantes encar­
gados de venderlos. El mundo de los negocios había facilita­
do en Cataluña una movilidad desconocida en la rígida so­
ciedad estamental castellana. La efervescencia del puerto
barcelonés hacía posible que, en las empresas comerciales,
se aunaran los más variados protagonistas... y sus lenguas. La
botadura de un buque mercante para el tráfico americano
necesitaba: un aristócrata, o una sociedad comercial, para fi­
nanciarla, oficiales de la Marina Real que la supervisaran, car­
pinteros de ribera y herreros que pusieran a punto la embar­
cación, mercaderes que la armaran y un patrón que, tras
fondear en Cádiz, pusiera rumbo a América. En tal medio,
no es de extrañar el éxito de la única lengua que aseguraba
ese tráfico comercial. Y tampoco es de extrañar que los cata­
lanes dispusieran de métodos para la enseñanza de una len­
gua que garantizaba muy interesantes beneficios. Métodos, a
menudo, más efectivos de los que se disponían en Castilla.
Dado el paralizante inmovilismo social de la Castilla diecio­
chesca, se precisaban en ella pocas cartillas de español —las
castellanas que se publican al calor de la famosa ley de Car­
los III tardarían años en ver la luz—. Tampoco eran muy ne­
cesarias las cartillas de latín.
Pero las ventajas de una lengua internacional no sólo se
dejaban notar en el bullicioso puerto de Barcelona. El inglés
Richard Flecknoe, que medio siglo antes había estado viajan­
do durante doce años por Europa, Asia, África y América, ha­
bía llegado a una sencilla conclusión: de saber español, habría
aprovechado mucho mejor el viaje. Y no sólo le pasaba a Ri­
chard Flecknoe. Años antes habían desembarcado en las cos­
tas de Nueva Inglaterra los Pilgñms Fathers. Los fundadores
de EEUU, para entendernos. Cuando el barco que los llevó
allí retornaba a Gran Bretaña, dejaba en tierra a un peculiar
166
J u a n R a m ó n L o d a r es

grupo de cuarenta y cuatro personas. La mitad eran niños.


Eran la antítesis de cualquier avanzadilla de soldados, explo­
radores o colonos. El capitán que los guiaba debía de ser tan
imponente que lo apodaban la Gamba (esto por su corpulen­
cia). En aquel territorio nuevo y hostil, sobrevivir dependía
de entenderse con los esquivos indígenas. Por fin pudieron
contactar con dos de ellos: Tiscuanto y Samoset. Los Pilgrims
Fathers no hablaban algonquino —que es una lengua enreve­
sada, por otra parte—. Tuvieron suerte. Para su sorpresa, Tis­
cuanto y Samoset hablaban inglés. Esta feliz circunstancia fa­
cilitó el establecimiento de la colonia. La familiaridad trajo
otros descubrimientos: Tiscuanto había vivido unos años en
Málaga y también dominaba el español. Y descubrieron que
Tiscuanto no era ningún bicho raro, había más como él.
Nada extraño: quien vive en rutas que exploran gentes de
lengua española o inglesa, puede acabar aprendiendo la len­
gua de los exploradores. La que había aprendido Tiscuanto
en Andalucía, por cierto, había atravesado el Atlántico cien­
to treinta años antes que los Pilgrim Fathers-, recorría desde
entonces el Nuevo Mundo de Norte a Sur, se hablaba en las
universidades de los virreinatos —fundadas muchos años an­
tes que cualesquiera otras de América—, se hacía acompañar
por aquellas tierras del latín, escribía gramáticas de las len­
guas indígenas y flotaba regularmente a través del Pacífico.
En los años de Carlos III, esa misma lengua todavía conserva­
ba intactos aquellos viejos usos de viajera adquiridos hacía
tres siglos.
Ese es el medio lingüístico internacional en el que apare­
cen las célebres cédulas que firmaba el Conde de Aranda,
igualando monedas, abriendo aduanas y difundiendo la en­
señanza del latín y el español en las escuelas de la gente nota­
ble (gente notable que, tradicionalmente, no había sabido
latín y ahora podía serle necesario). Todo esto sin que ello su­
pusiera erradicar el catalán, para cuyo cultivo se destinaban
gramáticas, diccionarios o métodos de latín-catalán. Que este
cultivo de la lengua particular no entusiasmara realmente a
todos es otro asunto. En el empeño de difusión del español,
El pa r a íso p o l íg l o t a

autores e impresores de la tierra se emplean con celo, entre


las ocasionales quejas, más bien retóricas, a lo aferrados que
están los catalanes a su lengua. ¿Por qué no iban a estarlo?
Pero nadie hacía del catalán una enseña de patriotismo. Así
definía José Cadalso en sus Cartas Marruecas (Carta XLV)
aquella Cataluña de mediados del siglo xvm: “¡Gloriosa na­
ción, que produce nobles tan amantes de su rey! ¡Poderoso
rey, que manda a una nación cuyos nobles individuos no an­
helan más que a servirle, sin reparar en qué clase, ni con qué
premio!”. Sí había un premio: América. Un premio donde
hasta Tiscuanto y Samoset hablaban español. Cuando Juan
Antonio de Capmany, en sus Memorias Históricas (1779), se da
cuenta del estado de la lengua catalana, la describe como:
“un idioma antiguo y provincial, muerto hoy para la repúbli­
ca de las letras”. Visto el espíritu de la época, no era de extra­
ñar. Pero el español no sólo les va ser útil a los comerciantes
acomodados.
Por los años en que Olavide se ocupaba del plan de repo­
blación de Sierra Morena, para forjar allí una sociedad cam­
pestre ejemplar, se trajeron colonos de toda Europa. El plan
avanzaba sin mucho éxito y una dificultad no menor era la
diversidad lingüística. Vinieron gentes de Alemania guiadas
por un aventurero bávaro. No se aclimataron bien. Exigían
que les asistiera alguien que hablara su lengua y se recurrió a
frailes capuchinos alemanes. El superior de los capuchinos,
fray Romualdo, veía en Olavide a un librepensador que poseía
pinturas lascivas y coleccionaba libros prohibidos, un tipo
digno de toda desconfianza, dedicado a extraños planes de
reforma social en el campo. El Consejo de Castilla le sometió
a una inspección poco menos que inquisitorial. Sus proyec­
tos se complicaban. Para sacarlos adelante, a Olavide no se le
ocurrió otra cosa que traer colonos catalanes, que se adapta- (
ron sin ningún conflicto y con los que se entendía estupen­
damente. No sé hasta qué punto facilitaba estas idas y venidas
de agricultores catalanes donjuán Pablo Canals i Martí, pai­
sano suyo, que por aquellos años era inspector general de co­
mercio y agricultura del reino. El mismo estaba empeñado
168
J u a n R a m ó n L o d a r es

en unos proyectos de aclimatación de cultivos por la zona de


Valladolid. (Por cierto: fray Romualdo no cejó en su empeño y
Olavide pasó un par de años en las cárceles del Santo Oficio.)
Como los notables no prestaban cuidado ninguno por sus
valores históricos, encantados como estaban con el beneficio
de las colonias y el apogeo del mercado interior español, de­
ciden que la lengua para los asuntos graves va a ser el espa­
ñol. Ellos mismos trazan la división entre lenguas: el español
para la calle, lo público, los negocios y la ciudad; el catalán
en casa, en los pueblos y como asunto folclórico del que acor­
darse de vez en cuando. Pero en esos años lo rústico es poco
atractivo. El catalán es para el xarsonisme, lo chabacano. El mis­
mo autor que escribe un sainete a lo xarson, Robreño, se pasa
al español cuando quiere expresar asuntos elevados.
Es la generación a la quejóse Pau Ballot, el mismo autor
del método de enseñar español y latín que hemos citado en
páginas anteriores, dedicaba esta recomendación en su Gramá­
tica y apologia de la llengua catalana (1815): “Peraquè voler cul­
tivar la llengua catalana, si la de tota la nació es la castellana,
la qual debem parlar tots que nos preciam de verdaders es­
panyols? Gran estimació mereix la llengua catalana; mes
perçò no devem los catalans olvidar la castellana; no sois per­
qué es tan agraciada y tan magestuosa, que no té igual en las
dernés llenguas: sino perque es la llengua universal del reg­
ne, y se exten á totas parts del mon ahont el sol ¡Ilumina”. No
sé si el gramático lo hizo adrede, pero la última frase parece­
ría dedicada los comerciantes, artesanos, armadores y hom­
bres de negocios de toda clase y condición que, a dos siglos
de los Despuig y los Calça, seguían naturalizando el español
en Cataluña: ¡a ellos les iba a decir un gramático cuánto valía
una lengua que “se exten á totas parts del mon ahont el sol
¡Ilumina”!
Generaciones así se encuentran en las ciudades las autori­
dades francesas cuando, durante la Guerra de la Indepen­
dencia, hacen de Cataluña su protectorado. Los franceses se­
rían muy republicanos y muy civilizados, pero lo que podían
ofrecer no era muy interesante. Bien pensado, aquella Fran-
El pa r a íso p o l íg l o t a

cia surgida de la Revolución metía miedo. Entonces, y esa


moda de la geografía satírica seguiría después, se publicaban
mapas de España donde sobre el Mediterráneo se podía leer
Mar del Pasado y sobre el Atlántico Océano del Porvenir. ¿Qué
hacía Francia en ese océano? Casi nada. ¿Podrían, por otra
parte, los productos y los productores catalanes circular por
Francia con la comodidad que lo hacían por España? Todo
lo francés resultaba poco atractivo, aunque los franceses es­
cribieran en catalán el Código Civil y los periódicos. En las
ciudades no tenían eco. Cuando quisieron ganarse el campo
con el catalán, el eco fue menor todavía. No habrá que recor­
dar el ejemplo de la heroica Gerona. Defendida, por cierto,
por un general andaluz.
Nuevas generaciones no hicieron sino aumentar el peso
del español. Se podría seguir acumulando datos, nombres y
citas. Pero igual que una imagen vale más que mil palabras,
hay biografías que valen más que mil cursos de historia sobre
el contacto del catalán y el español: le toca el turno a don (Jas-
par Remisa6. De familia de origen holandés pero bien afinca­
da en Cataluña, don Gaspar nació en San Hipólito de Voltre­
gà, provincia de Barcelona, un mes de noviembre de 1784. A
los veinticinco años, sin que se sepa muy bien cómo, recala
con fortuna en el mundillo de los negocios en la Ciudad
Condal. Los efectos de la guerra contra el francés habían sido
devastadores, pero para un hombre de sus prendas y saga­
cidad comercial las públicas necesidades iban a ser un caudal
de magros beneficios. Formó parte del grupo de negociantes
que se encargaba del abastecimiento de las tropas y funcio­
narios franceses en la Barcelona ocupada. Con esa experien­
cia y con los buenos resultados económicos que logró, una
vez que se libera Barcelona, pasa al servicio del capitán gene­
ral Castaños como asentador de las tropas de Fernando VII.
Esto se llama oportunidad. En 1818 funda con un familiar la
empresa Remisa i Canals y se hace banquero. Se gana de tal
manera la confianza de la administración fernandista que sus
6 Enric Riera, 1994, p. 331.
J u a n R a m ó n L o d a r es

superiores lo encuentran a principios de los años veinte mo­


viéndose con absoluta soltura por los despachos del Ministe­
rio de Hacienda, así que el propio ministro, López Balleste­
ros, solicita sus consejos para un plan nacional de reformas
económicas. Se hace indispensable y en agosto de 1826 se le
nombra director del Tesoro Real.
Desde tan importante puesto, don Gaspar consigue para
sus empresas el arrendamiento de las minas de plata de Gua-
dalcanal y las de cobre de Riotinto. Obtiene rentas fabulosas,
aunque gran parte del mineral se pierda por el camino. Poco
después acapara el 70 por 100 de las acciones del Canal de
Castilla. Dimite del Tesoro, pero sigue codeándose con la
crema de la sociedad. La propia María Cristina le otorga el tí­
tulo honorífico de intendente de los Reales Palacios. No que­
da aquí, sin embargo, su carrera nobiliaria y en 1840 se le
concede el título de vizconde de Casa Sanz y Marqués de
Casa Remisa, que él dejaría luego en marqués de Remisa a se­
cas. Esa era, quién lo diría, la máxima ilusión de su vida. El
aristócrata catalán no paraba: tres años después financia la
construcción del Canal de Urgell y en 1847 funda el Banco
de Isabel II. El banco no va bien, pero no pasa nada: viene en
su auxilio una entidad estatal, el Banco de San Fernando, se
fusiona con la ruinosa entidad de Remisa y ambos constitu­
yen, muy poco después, el Banco de España que hoy conoce­
mos. Tantas emociones juntas le enflaquecieron la salud. Ese
mismo año fallece. En nn mes de noviembre, el que le vio na­
cer. Uno piensa si Remisa, Canals y otros muchos podrían ha­
ber actuado en catalán, o si sentían como una imposición de
los años de Felipe V y Carlos III la lengua con la que se movían
tranquilamente por las camarillas del gobierno, la nobleza,
la aristocracia financiera y las instituciones públicas mientras
se hacían ricos con los negocios prodigiosos que esos esta­
mentos les facilitaban.
Seguro que el marqués de Remisa, en sus últimos días, se
acordaría de aquella tarde vivida hacía catorce años, un día
de San Gaspar, cuando un grupo de amigos reunió en un ál­
bum un ramillete de poesías en su honor escritas en diversas
E l. PARAÍSO POLÍGLOTA

lenguas. Asunto muy de moda en la época. Toda la gente


bien tenía álbumes de ésos, no iba a ser menos el señor mar­
qués. Entre ellas había una escrita en catalán. Le había toca­
do escribirla a su paisano Bonaventura Carles Aribau. La poe­
sía ha pasado a la posteridad con el título Oda a la pàtria,
aunque en álbum se lea Oda a don Gaspar de Remisa nada más.
Como se sabe, la Oda está considerada —casi unánimemen­
te— como la piedra de toque de la recuperación cultural del
catalán moderno: la Renaixença. El catalán va a resurgir en un
poema de ocasión dedicado a quien había hecho su fabulosa
fortuna al amparo del gobierno español, Remisa, y compues­
to por quien había hecho la suya, mucho más modesta (todo
hay que decirlo), al amparo de la lengua española, Aribau.
Aribau, natural de Barcelona, salvo la Oda, siempre escri­
bió en español; incluso cuando le recomendaba a su paisano
Balmes en 1841 que se instalase en Madrid, porque seguir en
Cataluña no podía convenir a su tranquilidad ni a su gloria.
Como su amigo Remisa, ocupó un sinfín de cargos públicos
verdaderamente variopintos. Va a ser junto a otro barcelo­
nés, Manuel Rivadeneyra, el inventor de la famosa Biblioteca
de Autores Españoles, un repertorio amplísimo de literatura
donde, prácticamente, no se da cabida a ninguna manifesta­
ción literaria catalana. Después de dedicar su vida a la edición
en español, volvió a Barcelona. Para entonces Aribau había
ganado dinero, no con la edición de glorias literarias, sino
con la más lucrativa de folletos para la línea de ferrocarril
Madrid-Zaragoza-Alicante7. En todo caso, con la misma len­
gua. Murió en 1862. El retrato de Aribau, al que el catalán le
debe siete volúmenes de su Biblioteca y el español dos mil qui­
nientos, presidió con el del reyjoan II los JocsFiarais de 1863.
Sin embargo, la razonable sugerencia que, no hace mucho,
llevó la Academia al Ayuntamiento de Madrid para que se
pusiera el nombre de Aribau a la calle donde había escrito la
famosa oda, se desoyó. No sé por qué, Madrid recuerda en
' Fernando Lázaro Carreter, “La biblioteca en marcha”, La Razón, 7 de no­
viembre de 1998, p. 5.
J u a n R a m ó n L o d a r es

muchas de sus calles a gente catalana, por lo menos con los


mismos méritos que Aribau, si bien hay que reconocer que
Aribau no fue alcalde de Madrid pero Alberto Bosch i Fuste-
gueras, que tiene calle, sí lo fue. Ni Rivadeneyra ni Aribau
eran propiamente pioneros. Eran continuadores sobresa­
lientes de aquellos alemanes que, en el lejano año de 1490,
habían abierto tiendas de imprimir en Barcelona y ganaban
dinero estampando romances castellanoviejos en pliegos de
cordel. Esas mismas tiendas que fue a visitar el espejo, el fa­
rol, la estrella y el norte de toda la caballería andante —es de­
cir, un manchego excéntrico, con una bacía de barbero en la
cabeza— de paso por la Ciudad Condal, admirado del éxito
que por allí tenían sus aventuras. Se imprimían incluso las
apócrifas escritas por un tal Avellaneda, personaje enigmáti­
co que lo mismo podía ser aragonés, que valenciano, que ca­
talán.
Los negocios de Rivadeneyra, de Aribau o de Remisa,
como los de tantos otros industriales catalanes, pasaban oca­
sionalmente por América. Pero aquellos años del primer ter­
cio del siglo XIX eran tiempos muy difíciles para el negocio
trasatlántico: la vieja América virreinal estaba dando paso a
naciones soberanas. La reafirmación de su carácter indepen­
diente pasaba por una comprensible y justificada desconfian­
za hacia todo lo español. Y de España había venido la lengua.
Aquel fue un momento delicado en el que la unidad lingüís­
tica se puso en entredicho. Algunas voces se alzaron para
conjurar un peligro cierto de disgregación de la norma lin­
güística. No fue la menos notable la de un interesante perso­
naje: Antonio Puigblanch. Elabía sido catedrático de hebreo
en la Universidad de Alcalá, y de historia eclesiástica en la de
Madrid. Hombre de ideas liberales, tuvo que exiliarse en
Londres. Hasta allí llegaron los ecos de aquellas polémicas
lingüísticas. El erudito español aconsejó a los americanos en
términos muy claros: “Los españoles americanos, si dan todo
el valor que dar se debe a la uniformidad de nuestro lengua­
je en ambos hemisferios, han de hacer el sacrificio de atener­
se, como a centro de unidad, al de Castilla, que les dio el ser y
E l p a ra ís o p o l í g l o t a

el nombre”8. Si aquella idea hubiera venido de España, ha­


bría sido una auténtica provocación en un medio como el
del romanticismo americano y hubiese tenido un efecto con­
traproducente. Como venía de un español liberal exiliado en
Londres —por donde andaban otras cabezas de la indepen­
dencia americana que coincidían en esa opinión—, aquel
consejo no desentonó. Fue un simple consejo. Con su acep­
tación y con el tiempo iba a ser algo más: uno de los pilares
en los que se ha fraguado la unidad de la norma culta hispá­
nica. A mi juicio, la opinión de Antonio Puigblanch —y de
autores como él— tiene, entre otros, un trasfondo económi­
co: sin un medio de comunicación compartido, difícilmente
podían prosperar los negocios americanos de gentes como
Aribau, Rivadeneyra o Remisa. Paisanos todos de Antonio
Puigblanch, que había nacido en Mataró y había sido diputa­
do a Cortes por Cataluña. Pero sin ese medio compartido, di­
fícilmente hubieran podido prosperar asuntos que van más
allá de los negocios.
Remisa, Canals, Aribau, Rivadeneyra, Balmes, Puigblanch
son casos sobresalientes en el mundo de los negocios, de la
erudición o de las leñas. Sobresalientes, pero no exñaordi-
narios. Había muchos más como ellos. Con generaciones así,
no es extraño que por esta época los notables de Cataluña, y
oños menos notables, estuvieran dispuestos a abandonar cual­
quier particularismo cultural o folclórico, empezando por la
lengua, para integrarse en un proyecto común donde reali­
zar aspiraciones colectivas de progreso9. Al catalán popular
le quedaban pocos resquicios. La propaganda liberal de sai­
netes y obras de teatro satírico era uno de ellos. El gobierno
de Isabel II no tardó en censurarlo —como ya se ha dicho—
con la prohibición de representar obras de teatro escritas
“enteramente en dialecto regional”. Pero los dramaturgos to­
maron al pie de la letra la orden. No las escribieron entera­
mente en dialecto regional, sino que empezaron a incluir en
8 Guillermo L. Guitarte, 1991, p. 79.
9Josep Fontana, 1991, p. 245.

174
J u a n R a m ó n L o d a r es

sus obras, escritas en catalán, un personaje —a menudo mo­


nárquico, ridículo y antipático— que hablaba español10.
Buen ejemplo de que, a veces, es peor el remedio que la en­
fermedad.

T iem po s difíciles
Veinte años después la situación cambia. Se había inde­
pendizado la mayor parte del antiguo dominio colonial. La
guerra civil norteamericana limitaba seriamente el comercio
textil. Aunque la situación económica no sea preocupante,
hay malestar en los centros fabriles. Crisis que el Estado no
puede resolver. En un cambio de rumbo que se parece, aun­
que con actores distintos, a lo que iba a suceder pocos años
después en Vizcaya, los mismos que habían mostrado clara­
mente su tendencia unionista, abandonan la revuelta ciudad
y dirigen sus ojos al campo, a la Montaña: destapan la caja de
las tradiciones y del catalán. La situación cambia tanto que el
organizador de los Juegos Florales, Milá y Fontanals, se que­
da sorprendido, no sólo porque fueran un éxito de público,
sino porque se había hablado en catalán durante tres horas y
nadie se había reído. Las nuevas generaciones de notables
quieren un cambio y agitan los signos de su diferenciación
respecto al obsoleto gobierno central. Y los cambios empie­
zan a producirse. Acaso en un sentido indeseable para quie­
nes los habían animado.
Poco a poco, va surgiendo un movimiento de corte fede­
ralista, republicano, antimonárquico que, si muy al principio
no es visto con malos ojos por la burguesía catalana, no tarda
mucfio en tomar un cariz preocupante cuyo inicio es la Re­
volución de septiembre de 1868 y el destronamiento de Isa­
bel II. Las dos capitales españolas de hecho se dividen entre
la liberal centralista de Madrid y la federalista, abocada al
internacionalismo obrero, de Barcelona. Todos los datos in-
10Josep Meliá, 1970, p. 312.
E l. PARAÍSO POLÍGLOTA

dican que los criterios de ésta pueden triunfar: desde la pro­


clamación de la República la irrupción de los catalanes en el
gobierno y la administración españolas no cesa: un presi­
dente, dos ministros, treinta y dos gobernadores civiles, nu­
merosos diputados y altos cargos, sí pueden dar un vuelco a
la situación. Pero se empieza a dar en forma de juntas revo­
lucionarias y gobiernos provisionales. Es la generación de
Prim, Piy Margall, Figuerola y otros muchos quienes, salidos
de Cataluña para regir los destinos de toda España, no pare­
ce que lo hagan a gusto de quienes en un principio los ani­
maron en su patria chica. Para colmo, gracias a la industriali­
zación, la lengua catalana no está solamente en el campo, se
ha trasladado a las fábricas de la ciudad también. Los intere­
ses obreristas no son los mismos que los del bucólico payés.
En los mítines obreros, por los años de la Primera República,
había que oír a Nuet recitando extrañas odas a la patria que
acaban más o menos así: “¡ Armes als assalariats! ¡Autonomia
del municipi! ¡Menys hores de treball i més salari! ¡Salut i
emancipació social!”1'. Esto no eran juegos florales. Las tra­
diciones habían llegado demasiado lejos.
La gran burguesía catalana, que había contribuido al des­
tronamiento de Isabel II, se olvida del catalanismo que venía
destapando a la vista de que más allá del folclore era una
aventura. Se entusiasma con la restauración de la monarquía
y de la gente de orden en el gobierno. Se restauran muchas
más cosas: en unos pocos años, el proteccionismo, tan del gus­
to de la industria catalana y que un hijo suyo, Laureano Fi­
guerola, había puesto en peligro. Se restaura la primacía in­
dustrial del Norte peninsular. Se restaura cierta tranquilidad
para los próximos quince o veinte años. Y se restaura el espa­
ñol; mejor dicho: no hacía falta restaurarlo porque nunca^^
había dejado de estar allí, incluso se oirá más en algunos fo­
ros por los inmigrantes que vienen, sobre todo, de Aragón, al
calor de la “fiebre del oro” finisecular. Se restauran los viejos
modos de la generación de los Remisa, cuando los negocios
11 Manuel Tuñón de Lara, 1977, vol. I, p. 194.
J uan R a m ón L o d a r es

iban en español y las familias “bien” dejaban el catalán para


otras cosas. Pero incluso en las familias modestas, si hemos
de creer a Prat de la Riba, se consideraba insultante recibir
una carta escrita en catalán. Cuando Ramón y Cajal visita Bar­
celona se encuentra con que “las señoritas tenían a gala ha­
blar castellano y consideraban el catalán cual dialecto case­
ro”12. Atento a los gustos del público, un editor nacido en la
Pobla de Ciérvoles, en Lérida, que por aquellos años tenía ta­
ller en la barcelonesa calle Aribau, llevaba veinte años publi­
cando novelitas por entregas y había editado obras de poe­
tas de la tierra, diccionarios y gramáticas en catalán, inicia
una muy fructuosa aventura publicando en español libros de
lujo y —la verdadera clave de su éxito— manuales de medici­
na, que circularon como la pólvora por toda España y, poco
después, por América: éste fue don José Espasa, que había
formado sociedad con un pariente suyo apellidado Salvat.
Frutos de la Restauración, desde luego, pero con sus raíces
hundidas en un tiempo muy lejano.
Algunas voces se siguieron oyendo en pro del catalán en
las escuelas, de la dignificación de esa lengua en su propia
patria, del catalán como lengua de los oprimidos que obede­
cen y el español como lengua de los señores que mandan
(sin que eso quisiera decir que los señores viniesen de Castilla
expresamente a mandar, porque en general los que llegaban
de Castilla, Extremadura, Aragón o Andalucía eran obreros
que, aunque hablaban español, tenían poquísimo mando).
Son las voces de Valentí Almirall. Pero esas voces, ¿qué le podí­
an importar a la familia Villalonga, que retoma sus negocios
Iras la agitación de los años de Prim? ¿Qué les podían impor­
tar las ideas de Almirall a quienes iban a convertir las Antillas
y Filipinas en sus cotos comerciales privados a expensas de
los nuevos aranceles que se aprobaban en Madrid? ¿Qué les
podía importar en 1875 a los principales de Cataluña que en
los juzgados, ni en la administración, ni en las escuelas se ha­
blase catalán? ¿Qué les podía importar la fundación de una
12 Femando González Ollé, 1995, p. 51.
El pa r a íso p o l íg l o t a

Academia de la Lengua Catalana (proyecto que quedó en pro­


yecto)? ¿Para qué se iba echar leña al fuego del catalán?
¿Para que otros como Nuet les volvieran a meter el miedo en
el cuerpo? Si no se habían preocupado por enseñar en las es­
cuelas la lengua que les hacía ricos, ¿por qué se iban a preo­
cupar por ninguna otra?
Sin embargo, el rescoldo de aquel movimiento federalista
y republicano que animaba a la expresión pública en catalán
no se apagó y mantuvo sus principios —poco definidos en­
tonces— de antipatía a un régimen dinástico sin base repre­
sentativa. Pero sus seguidores eran pocos. La gente del Fo­
mento del Trabajo Empresarial había olvidado como por
arte de magia cualquier agravio centralista de los de la época
de Prim y se preparaba para monopolizar el parvo comercio
colonial que todavía le quedaba a España. Así estuvimos unos
quince años13.
Lo que pasó hace un siglo es más conocido para todos. Ya
he hablado de ello en el capítulo referido a la industria y a la
clase obrera. Cuando España perdía sus últimas colonias, Prat
de la Riba advertía a la generación de los Villalonga que aque­
llo “se trataba del castigo a que se ha hecho acreedor el in­
dustrialismo exagerado de nuestra gente y su desprecio por
todos los intereses que no son los exclusivamente materia­
les”14. Los fabricantes catalanes habían sostenido la intransi­
gencia más cerril contra mambises y tagalos; puesto que se
jugaban mucho en el empeño, eran más colonialistas que los
generales Weyler y García de Polavieja, a los que homenajea­
ban por aquí y por allá en actos de desagravio. Pero no pudo
ser. Se perdió la guerra. Naufragó el Imperio. Así que Fomen­
to del Trabajo buscó nuevos políticos. Todos hablaban cata­
lán. Fomento de Trabajo también volvió a hablarlo en pú­
blico.
Cuando Alfonso XIII visita Barcelona en 1904, la corpora­
ción municipal le da la bienvenida con un discurso en cata­
13Joan B. Culla i Clara, 1998, p. 246.
14Ibídem, p. 247.
J u a n R a m ón L o d a r es

lán. A partir de entonces su ascenso público será imparable


porque lo apoya un movimiento unívoco que había estado
disgregado por distintos intereses. Parece que el catalán ha
amalgamado una extraña mezcla de capital, iglesia, clases
medias, profesionales y obreros (muchos de los cuales no
han hablado corrientemente otra cosa). Mezcla de la que es­
tarían desconfiando, hasta la víspera de la Guerra Civil, algu­
nas organizaciones de trabajadores. Ese repentino interés
por el catalán entre quienes tradicionalmente habían hecho
del español la primera lengua pública de Cataluña era dig­
no de toda sospecha para algunos.
No se deja de oír el español, por supuesto, pero se oye y se
usa el catalán donde no se oía ni usaba antes. Son los años en
que Pompeu Fabra advierte la necesidad de una norma co­
mún pues, con tantas idas y venidas, el catalán había queda­
do en una situación tal de dialectalización que lo podía dejar
incapacitado como lengua de cultura escrita. Son años de
una intervención importante en la difusión pública del cata­
lán: administración, editoriales, manuales, diccionarios. Son
años en los que molesta lo que quizá no hubiera molestado
antes, como la orden de Romanones sobre la enseñanza del
catecismo en español, dictada en 1902. El mismo año, por
cierto, en que dictaba Combes una disposición similar para
la lengua francesa, aunque creo que sin catecismo de por me­
dio, basada en el principio de que “el desconocimiento del
francés produce aislamiento a los ciudadanos en Francia”
(imagino que Combes, si no lo era ya, se quedó calvo des­
pués de tan profunda conclusión). El método del catecismo,
por cierto, fue una novedad pedagógica para aprender a leer
y escribir en la España del siglo xm. Seguía en uso seis siglos
después.
Pero antes, ¿qué pasaba antes? Pasaba que nadie se había
preocupado institucionalmente de enseñar, ni español ni otra
ciencia, a quien no podía pagárselo. En cuanto a enseñar en
catalán, ¿cómo?, ¿a quién?, ¿para qué? En la Españay en la Ca­
taluña que construían los Ballot, los Piferrer, los Remisa, los
Canals, los Aribau, los Cerdá, los Monturiol, los Figuerola,
El pa r a íso p o l íg l o t a

los Villalonga y quienes daban homenajes a Polavieja y a Wey-


ler, ¿qué sitio le habían dejado al catalán quienes mejor podían
dignificarlo? Ninguno, prácticamente.

D e la guerra de C uba a la guerra civil

De 1900 en adelante cambian mucho las personas y las


circunstancias. Son momentos que expresa muy bien mosén
Antoni María Alcover —que fue vicario general de Mallorca
y coautor de un magno diccionario catalán-valenciano-ba­
lear publicado hace setenta años— cuando relata sus paseos
por Europa en el inigualable Dietari de l’exida deMs. Antoni M q
Alcover a Alemania y altres nacions l’any del Senyor 1907. Les
cuento una anécdota del viaje: mosén Antoni se ha ido a Ale­
mania vestido de paisano y con un diccionario de alemán
para entenderse por la calle. En su visita a la ciudad de Halle
conoce al Dr. Schaedel, profesor de filología románica, quien
lo invita una tarde a su casa a tomar té con pastas. Pero el Dr.
Schaedel ha invitado a alguien más: se trata de un profesor
de francés, el Dr. Counson, que a pesar de ser belga y ense­
ñar francés es un entusiasta del catalán. Habrá otro invitado
todavía: el Dr. Peropulos, profesor de griego. Mosén Alcover
llega puntual a la cita. La señora Schaedel lo sienta entre los
dos profesores de lenguas vivas y un tercer invitado, secreto
hasta entonces, muy circunspecto, vestido de negro, grave y
callado, del que le dicen que es el doctor de la Universidad.
De pronto, entre las pastas de té, el severo doctor descubre
por sorpresa, y frente a mosén Antoni, unos pedazos de pan
untados de sobrasada de Vich que le ofrece a la voz de: “¡Pren- \
ga aixó, si es servit! ¿Qui, no li agrada?”. ¡Albricias! El médico
de la universidad de Halle se apellida Villá y es de Granollers.
Al momento, en medio de Europa, sucede una tertulia
políglota donde están representados el alemán de los anfi­
triones, junto al francés, el griego y el catalán de los invita­
dos. Hablan de todo. Los invitados piden con insistencia a Al­
cover y a Villá que dialoguen familiarmente en catalán, a ver
180
J uan Ra m ón L odares

cómo les suena a los demás. Acceden a ello y a todos les resul­
ta muy armoniosa, suave y culta esa lengua. Ahora les piden
que hablen en español, a ver qué pasa. Hablan en español y
a todos les parece una lengua muy áspera, dura, seca, dema­
siado metálica y eso que, advierte Alcover, Villá y él la han
hablado con acento catalán, que dulcifica mucho la natural
severidad que hubieran demostrado, por ejemplo, dos tipos
de Valladolid.
Hay más: precisamente al profesor Peropulos, en boca de
dos catalanes como Alcover y Villá, el español le recuerda al
turco. Explico la indirecta que Alcover pone en boca del pro­
fesor griego para quien no la capte: Grecia fue una provincia
del Imperio turco desde mediados del siglo XV hasta 1829,
ese año, gracias a la intervención de Francia, Gran Bretaña y
Rusia, se declaró estado independiente. Pues sí, señor: Espa­
ña era como ese Imperio otomano caduco, que durante cua­
tro siglos había sometido a Cataluña, quiero decir a Grecia, a
ser mero apéndice provincial, y había acogotado al catalán,
quiero decir al griego, la refinadísima lengua de los padres
de la cultura universal, frente al bronco español, quiero de­
cir frente al bronco turco. Buena comparación. Sobre todo,
muy justa.
Por aquellos años, la aristocracia del dinero había recupe­
rado el catalán y se dignaba a expresarse en él, usos que los
estratos populares no habían abandonado nunca. El espa­
ñol, por su parte, mantiene su rango tradicional desde hacía
generaciones. Si en 1920 de cada diez catalanes sólo cuatro
hablan español en su familia, de veinte diarios trece se publi­
can en español, y son los de más tirada y lectores. El español
tiene, proporcionalmente, menos hablantes naturales pero,
por tradición, más público. Sin embargo, la normalización
del catalán sigue adelante sin obstáculos insalvables. Hacia
1930, los núcleos literarios más influyentes de Mallorca y Va­
lencia aceptan en la práctica las normas ortográficas y grama­
ticales del Institut d Estudis Catalans, fundado a tal efecto en
1907 por Prat de la Riba. Las mismas normas que algunos cír­
culos valencianos van a rechazar treinta años después.
181
El pa r a íso p o l íg l o t a

No se crea, sin embargo, que el catalán de la preguerra


era un bálsamo idiomático que curaba todas las heridas polí­
ticas. Ni mucho menos. Se ha dicho que durante la dictadura
de Primo de Rivera se tomaron medidas contra el catalán.
Efectivamente. Sobre todo, contra el catalán de los que mo-
lestaban a Primo de Rivera, <ya sus catalanes, donde había
f)& * 1

hasta alcaldes de Barcelona. Quienes no iban contra él podían


seguir escribiendo en catalán con toda tranquilidad. Pero es
mucha simpleza pensar que la sociedad de entonces estaba
amalgamada amistosamente en torno al catalán. No lo esta­
ba. El caso de Jesús Sánchez Diezma lo explica.
Catedrático de derecho en Barcelona, Sánchez era un se­
ñalado anticatalanista y no tenía mayores reparos en mani­
festarlo, más bien al contrario. En una de aquellas pugnas
políticas con idioma de por medio —como sigue ocurriendo
hoy, por otra parte— quienes entonces estaban en la Junta
de gobierno del Colegio de abogados barcelonés le plantea­
ron a los correligionarios de Sánchez —que optaban a la pre­
sidencia del Colegio— un problema entre lingüístico y polí­
tico: se negaron a publicar en español la lista de colegiados.
Aquello eran ganas de provocar, porque había colegiados
que no querían ver sus nombres en catalán, alegando la arbi­
traria razón de que se llamaban José y no Josep. Lo cierto es
que losjosés tenían más poder y, en vez de someterse a la exi­
gencia lingüística de losjosep, consiguieron que se disolviera
la Junta de gobierno. Al hacerse público el nombre de Sán­
chez Diezma como nuevo presidente, un titulado “Gobierno
provisional de Cataluña” le planteó otro problema. Esta vez
no era lingüístico: publicara los nombres en catalán o no, le
daban quince días para abandonar Cataluña bajo amenaza
de muerte. La amenaza era seria. Se le dio protección policial.
Se calmaron las aguas. Poco después, se organizaron nuevas
elecciones al Colegio. Losjosés seguían siendo más podero­
sos y las ganaron, jesús Sánchez Diezma siguió vivo y anticata­
lanista. Murió de viejo.
Desde su inicio, los años treinta son muy agitados en toda
España. En Cataluña, concretamente, la discusión del Estatu­
J u a n R a m ó n L o d a r es

to fue muy agria entre los mismos representantes de la so­


ciedad local, pero a la postre salió adelante el nueve de sep­
tiembre de 1932, con una Generalidad que se convertía en
el órgano de gobierno de la región, con amplias facultades
legislativas. Un año antes se había redactado el Estatuto de
Nuria, cuyo artículo quinto decía así: “La lengua catalana
será la lengua oficial de Cataluña, pero en las relaciones con
el Gobierno de la República será oficial la lengua castella­
na”. Como aquello no gustó entre los propios catalanes, se
modificaba poco después según siguiente texto definitivo:
“El idioma catalán es, como el castellano, lengua oficial en
Cataluña”. El Estatuto daba amplio margen al español en la
vida pública y en las escuelas, es decir, le reconocía lo que ya
tenía de antiguo. La novedad política es que por primera vez
se le daba al catalán lo que nunca se le había dado institu­
cionalmente. Con la Generalidad republicana, el catalán y el
español habían llegado al mismo sitio: una constitución.
Trayecto normal. Llevaban siglos juntos. Los editores del tra­
dicional Diario Mercantil, que se venía imprimiendo en espa­
ñol desde su fundación, lo empezaron a titular en 1932 Diari
Mercantil. Nadie les había obligado a poner ni un nombre ni
otro. Fueron las circunstancias, el interés de cada momento.
Un diario se debe a sus lectores.
La Cataluña republicana lo fue revuelta. Esos avalares se
resumirían en la vida de algunos de sus hijos que hoy están
en el olimpo patriótico, pero cuyos movimientos de enton­
ces no debían dejar tranquila a la “gente de orden”. Si para
ahorrarme historias, en general bien conocidas, me planto
en la desembocadura de la Generalidad, ya al final de la Re­
pública, el proceso de los hechos lleva a ver un gobierno muy
catalán, con todos sus ministros catalanes, que hablaban ca­
talán, que eran del POUM (Partido Obrero de Unificación
Marxista), de la CNT, del PSUC, de la Esquerra, de los sindi­
catos agrícolas, dispuestos a conducir una experiencia revo­
lucionaria en toda regla. Elay que considerar el hecho de que
la revolución a la que se abocaba Cataluña en 1936, como po­
pular que era, hizo que el catalán cobrase una representa-
El p a r a íso p o l íg l o t a J u a n R a m ó n L o d a r es

ción social como no había tenido desde la Primera Repúbli­ —entonces se llamaban así— detuvo a Rico. Lo encerró en la
ca. No hay más que leer los periódicos: desde 1935 todos los prisión de San Elias, es decir, en el convento de San Elias he­
nuevos lo son en catalán, la gran mayoría se dedica a propa­ cho prisión por aquellos meses. Lo llevaron a fusilar. Parece
ganda revolucionaria y acaba pasando al control de la CNT. que arengó en términos tales al piquete, que provocó dudas.
El renacimiento del catalán en aquel medio no causaba emo­ Algunos querían perdonarle. Los más duros alegaron que la
ción en los ciudadanos por el mero hecho de ver el catalán pluma de Estanislao Rico, o de Don Erre, o del CapitánJusticia
en la prensa. —que con esos seudónimos firmaba— se había empeñado
Quien recordaba bien aquellos años, y aquellos usos lin­ en unas campañas anticatalanistas y anturevolucionarias,
güísticos, era el escritor británico George Órwell, que fue siempre escritas en español. Tras un siniestro tira y afloja, a Es­
combatiente del POUM en la Barcelona revolucionaria. Al lle­ tanislao Rico no lo perdonaron. Como no se perdonó a otros
gar al Cuartel Lenin le sorprendió la manía general por el muchos en aquella Cataluña revolucionaria de 1936.
igualitarismo: no había fórmulas de tratamiento, el señor, el us­ ¿Qué o quién había puesto otra vez de moda las chaqueti­
ted, el buenos días, habían desaparecido. Todo era tú, salud y llas de camarero, el señor, el usted, el buenos días y había rebaja­
camarada. Nadie se distinguía en la ciudad, los camareros se do la efervescencia del catalán popular en 1937? Me voy a fi­
confundían con los clientes porque todos vestían monos de jar en otro caso, una anécdota sucedida cinco años antes, que
color azul. Todos creían sinceramente en la revolución. Or- el doctor Pere Gabarro contaba así: “Estaban reunidos cuatro
well traía su diccionario de bolsillo inglés-español, lo que en médicos, todos ellos catalanes y de buena cultura y hablaban,
el cuartel no le servía de mucho porque los soldados del des­ claro está, en catalán. De pronto se abrió la puerta y compa­
tacamento —y especialmente los oficiales— siempre habla­ reció otro colega, tan catalán como los demás, pero que siem­
ban entre ellos en catalán. En ese idioma se arengaba. En él pre se ha negado a hablar en su lengua, y como tocados por
se daban las consignas revolucionarias. Orwell se va al frente. un resorte todos abandonaron el catalán como medio de
Vuelve al cabo de un año. No ha terminado la guerra, no hay conversación para usar el castellano”15. Gabarro achacaba el
tropas franquistas en Barcelona, pero advierte que la ciudad suceso a la inercia. Lo cierto es que, al parecer, era lo normal
ha cambiado completamente: los camareros se distinguen entonces. Aunque a Gabarro le daba pena, congoja y hasta
en la ropa, el señor, el ustedy el buenos días se han recuperado, dolor. Se puede considerar qué efecto les podían producir a
el diccionario le sirve. La teoría del escritor británico para estos médicos catalanes y de buena cultura, especialmente al
explicar este sorprendente cambio es bien simple: miles de quinto, aquellas nuevas modas lingüísticas barcelonesas del
catalanes se pusieron el mono en los primeros meses de la re­ POUM, la CNT, la Esquerra y la “Unió de Rabassaires” que
volución, empezaron a gritar consignas revolucionarias y se colectivizaba las fincas de los terratenientes catalanes, esos
catalanizaron sólo para salvar el pellejo. que leían al Capitán Justicia en español. Qué efecto podían
Quizá el escritor británico estaba en lo cierto. Estanislao producirle a losjosés del Colegio de abogados.
Rico era un periodista barcelonés que en 1936 tenía la mis­ El paralelismo que se puede hacer entre la Primera y la
ma edad que George Orwell. Por los años en que al británico Segunda República respecto al uso del catalán y el español
le arengaban en catalán en el cuartel Lenin, Rico arengaba en en Cataluña es muy interesante. Xesús B. González, sindica­
español desde la prensa política. Si bien, unas arengas muy lista catalán, lo hace sin querer —me parece— en el siguien-
distintas a las que se oían en el Lenin. Una imprudencia, sin
duda. El 24 de noviembre de 1936, una patrulla de control 15 Pere Gabarro, 1933, p. 3.

184
El pa r a íso p o l íg l o t a

te párrafo, tomado de un artículo donde nos ilustra sobre lo


importante que es, para quien trabaje hoy en Cataluña, ad­
quirir compromisos patrióticos con aquella tierra16: “En un
succint telegrama historie, i a risc de ser poc rigorosos, podrí­
em afirmar que els vineles entre el sindicalisme i el catalanis­
me neixen el segle xix al voltant del federalisme i el republi­
canisme, es desenvolupen en determinades organitzacions o
sectors de caire marxista i anarquista fins a la guerra civil, i
perduren en el que en queda després de la desfeta”. Pues
bien, aquí se acaba de explicar por qué el catalán, que habi­
tualmente ha sido la joya del catalanismo, ha tenido tan desi­
gual suerte en la Cataluña moderna: porque asociado, como
se asoció en 1868, al federalismo y al republicanismo; asocia­
do, como se asoció en 1936, al marxismo y al anarquismo, no
es de extrañar que molestara a muchos catalanes poderosos
que sintieron —sin que nadie viniese de fuera a explicárse­
lo— que un vínculo de clase social, donde la única lengua
que ligaba era el español, es habitualmente mucho más fuerte
que otro de lengua y de patria particulares. Aunque el nacio­
nalismo actual venga pretendiendo disimular estos vínculos
desde hace treinta años, aunque las organizaciones obreras,
y quienes las dirigen, no se enteren absolutamente de nada,
esos vínculos persistirán. La catalanización a la que se asiste
hoy, probablemente, no los va a borrar del todo. La historia
no se repite, pero avisa.
Desde la viejísima Real Compañía de Comercio de Barce­
lona, que nació al calorcillo mercantil del español —y, en rea­
lidad, desde mucho antes—, en ciertos círculos de poder ca­
talanes no ha habido inconveniente en subrayar los símbolos
del catalanismo hasta donde conviene y, cuando no convie­
ne, dejar de subrayarlos. Se olvidaron casi por completo de
1750 a 1850. Se empezaron a subrayar en esta última fecha y
se volvieron a olvidar en 1874, a la vista de dónde habían lle­
gado en la Primera República. Se retomaron en 1900, porque
16 “Cornpromís sindical i drets nacionals”, El Temps, 18 de enero de 1999,
p. 17.

186
J u a n R a m ó n L o d a r es

no se daban soluciones en español. Fueron en paulatino as­


censo hasta 1937, cuando se empiezan a borrar otra vez con
la entusiasta ayuda de la dictadura franquista. Reaparecen a
mediados de los sesenta en una historia que se contará en
próximos capítulos.
Quienes recuperan u olvidan esos símbolos son, casi siem­
pre, los mismos: los que pueden hacer que la proyección públi­
ca del catalán sea un fenómeno consistente. Como las clases
acomodadas son, en general, más cultas y ostentan mayor po­
der político, si, por razones que sean de su interés, cultivan el
catalán, el catalán asciende; si por otras razones no lo cultivan,
el catalán mengua. Si deciden llevarlo al parlamento, legislar a
su favor, hacer que la sociedad se catalanice lingüísticamente,
irá apareciendo donde antes muchos hablantes de catalán no
habían podido llevarlo, no por nada en especial, sino porque
quienes verdaderamente lograban garantizar este proceso es­
taban ocupados en otros intereses que se expresaban en espa­
ñol. En mi opinión, no hay—en esencia— más responsabilida­
des en el asunto. En Cataluña, tradicionalmente, los hablantes
natos de español han tenido poco poder. Otra cosa es que cata-
lanohablantes poderosos hayan decidido pasarse al español, o
no, según hayan venido dadas las circunstancias17.
¿Qué había ocurrido en la Cataluña de 1936? Pues que la
autonomía o la independencia empezaban a transitar por el
camino de la nacionalización de la banca, el reparto de tie­
rras entre los sindicatos agrarios, el control obrero de las fá­
bricas, la colectivización de las empresas privadas y la propa­
ganda revolucionaria. Asuntos, en fin, poco atractivos para el
capitalismo catalán. ¿Iba a pasar éste por ellos sólo porque
los peones, obreros y soldados de la CNT, del POUM o de las
asociaciones campesinas hablaban fundamentalmente cata­
lán? No iba a pasar y no pasó.
Para la gente, las lenguas son una manera de entenderse,
un instrumento muy útil, pero en sí mismas, y aparte de los
17Amando de Miguel, “De Babel a Pentecostés”, Abe, 1 de octubre de 1993,
p.3.
El p a r a íso p o l íg l o t a

lazos prácticos, no crean más que un vínculo sentimental


que, por fuerte que sea, si no se acompaña de otros materia­
les, apenas tiene fuerza para unir nada. Muchas personas
pueden hablar la misma lengua y no entenderse en absoluto,
mientras que hablándolas distintas sí que se entienden en co­
sas de sustancia. En la revolución y la Guerra Civil españolas,
¿de qué sirvió el que la inmensa mayoría de combatientes ha­
blara la misma lengua? De nada. Ojalá hubiera servido de
algo.

188
X
G e n t e s y l e n g u a s d e G a l ic ia

L ias historias del español y el gallego han transcurrido así


de claras: el gallego en la aldea y para aldeanos, el español
para todo lo demás. Hace ciento veinte años que Evaristo Mar­
telo las resumió en verso:
Como ninguén fala agora gallego
sinón os labradores, xomaleiros
e toda xente ruda e non señora;
e en castellano solo os caballeiros
e a xente sabidora.
Esta ha sido una división tan aceptada, tan añeja, que pa­
rece cosa natural. Pero no lo es. La razón esencial estriba en
que Galicia no ha participado del desarrollo industrial, junto
a sus convulsiones, que sí se dieron en Vizcaya o en Barcelo­
na. Mientras en Cataluña había obreros y huelgas, en Galicia
había emigrantes y hambrunas. Como tampoco era zona
donde hubiera un distribución fabril similar a la vasca o a la
catalana, con talleres de artesanos, pequeñas empresas fami­
liares, manufacturas, en la Galicia vieja no había mucha gen­
te que pudiera sacar provecho de una lengua para los nego­
cios como la española. Salvadas las ciudades con un puerto
comercial —señaladamente La Coruña— o villas con alguna
actividad de ese tipo, el campo gallego hablaba gallego. Como
el campo gallego era pobre, esa lengua estaba mal considera-
189
E l. PARAÍSO POLÍGLOTA

da en las ciudades, donde se hacía honor a los versos de don


Evaristo. Sin embargo, consideradas ambas poblaciones pro­
porcionalmente, se ha hablado más gallego que catalán, por­
que el número de rústicos que no sabía hablar otra cosa ha
sido mucho mayor en Galicia que en Cataluña. Como los rús­
ticos lo eran de verdad y tenían poca relación de aldea a al­
dea, su gallego estaba muy dialectalizado. Para ir de Lubián a
Ponteareas era más práctico entenderse en español aun con
los propios aldeanos —que es lo que hacían los viajeros anti­
guos— porque lo que creían los aldeanos cuando alguien les
hablaba en español, era que su interlocutor hablaba más o
menos como ellos, sólo que con mejor acento. Y se esforza­
ban por parecerse a él.
Así se comprende que el regionalismo gallego decimonó­
nico, que surge al mismo tiempo que el catalán y el vasco, ape­
nas tenga peso. Cuando Alfredo Brañas o Vicente Risco se
sienten herederos de un celtismo compartido con bretones,
galeses, irlandeses y portugueses para diferenciarse de lo cas­
tellano, se quedan solos. Querían seguir el modelo catalán
pero no tenían clientela: no podían interesar al aldeano, que
era pobre, analfabeto y no estaba para políticas. Menos aún
podían interesar a un género urbano que se sentía muy bien
instalado en su lengua española y al que los celtismos, las se­
ñas de identidad galaicas y el gallego le parecían asuntos fol­
clóricos, de poco atractivo como para comprometerse a prac­
ticarlos. La consecuencia: el regionalismo gallego se quedó
en literatura, en filología, allí tiene interesantes logros.
Pero eso es muy poca cosa para una lengua. Sobre todo si sus
notables se cansan de ella. En 1881 Rosalía de Castro decidió
que no iba a escribir una línea más en gallego. Así se lo advertía
a su marido, que es quien la había animado a componer sus cé­
lebres versos: “Ni por tres, ni por seis, ni por nueve mil reales
volveré a escribir nada en nuestro dialecto. Ni acaso tampoco a
ocuparme de nada que a nuestro país concierne. Con lo cual
no perderá nada, pero yo perderé mucho menos todavía”1.
1 Constantino García, 1986, p. 61.
J u a n R a m ó n L o d a r es

Cumplió su promesa. Años antes, cuando Marcelo Valladares se


decidió a escribir una gramática del gallego, para hacer un ser­
vicio a su patria y rendir un tributo al habla de la tierra, recono­
cía también honradamente que los jóvenes de su generación
habían huido a toda prisa de ella. Y a algunos no les fue nada
mal, porque gracias a su huida coparon los puestos de la magis­
tratura española de entonces, donde fue a parar un número en
verdad sorprendente de gallegos. Hasta el punto de que, popu­
larmente, se creía que algunos gallegos estaban dotados por na­
turaleza para vestir la toga.
El regionalista gallego, el galleguista, como habitante de
ciudad que era, no hablaba gallego. Si lo sabía, no lo utiliza­
ba. Gente acomodada, funcionarios, comerciantes, rentistas,
todos habían renunciado al gallego incluso como lengua fa­
miliar. En cierto sentido, se parecían a los bizcaitarras, que se
entusiasmaban por una lengua que no les era propia. Pero
como su distanciamiento del gallego tampoco era absoluto
—se podía oír en las ciudades, o sin alejarse mucho de ellas,
en boca de gente modesta, incluso puede que se lo oyeran a
padres o a abuelos ocasionalmente— el galleguista estaba
dispuesto a rescatar usos populares de esa lengua idealizada
como columna vertebral del pueblo gallego. Y era verdad,
porque la hablaba, sobre todo, el pueblo. Así que recogía pa­
labras, canciones populares, hacía diccionarios o más rara­
mente gramáticas.
En general, las gramáticas serias del gallego venían de
fuera, de gente del Centro de Estudios Históricos que dirigía
Ramón Menéndez Pidal. Como la gramática histórica que es­
cribió Vicente García de Diego en 1909. Pero el galleguista, o
no se enteraba, o no hacía mucho caso de este tipo de traba­
jos. De modo que el mejor diccionario etimológico del galle­
go que se escribió en la época, obra muy por encima de lo
que filológicamente se había hecho hasta entonces en ese
campo, compuesto por el mismo don Vicente, imagino que
seguirá en la caja de cartón donde, después de traspapelarse,
lo guardó su hija Pilar. Por otra parte, cuando se trataba de
respaldar el galleguismo político con símbolos como la len-
191
El pa r a íso p o l íg l o t a

gua, no podía ser por lo que ya se ha dicho: ni había un nú­


mero notable de gente que siguiera esa enseña, ni había tam­
poco gente notable a la que captar. Galicia, en este sentido,
era un yermo político con una sociedad poco menos que de
patricios, que hablaban español, y plebeyos campestres que
hablaban gallego.
Los regeneracionistas, esos españoles que lo arreglaban
todo con escuelas y despensas, veían en las tierras gallegas,
asturianas y leonesas el ejemplo típico de la España redimi­
ble: masas rurales de gente analfabeta y pobre que se podría
recuperar e integrar en la vida nacional paso a paso, y el pri­
mero, aprendiendo español en las escuelas. Pero escuelas
dependientes de municipios —como eran entonces— y mu­
nicipios con necesidades mucho más perentorias que una es­
cuela, forman un círculo vicioso difícil de romper. Los méto­
dos de enseñanza eran los que eran. Nadie se podía imaginar
la práctica real de una enseñanza bilingüe al estilo de la que
se iba a plantear seriamente ochenta o noventa años después.
Se seguía, sobre todo, una especie de inmersión lingüística
en español que entre gente de aldea no daba buenos resulta­
dos. Hay que tener en cuenta lo que podía ser la escuela ga­
llega de entonces. Cuando don Nicolás Salmerón estuvo des­
terrado (lo digo sin ironía) en Lugo hacia 1872, le decía a
Giner de los Ríos en una carta: “La población, inculta, no hay
con quien hablar. Los profesores, salvo uno, momias o carlis­
tas. Esta biblioteca no tiene más que los libros de un conven­
to y las ediciones ilustradas de mamarrachos”2. Circunstan­
cias, ya se ve, poco propicias para logros escolares.
En el Congreso Pedagógico de Pontevedra, celebrado en 1894,
todos los maestros estaban obsesionados por la enseñanza
del español y dispuestos a extenderla como fuera. Incluso
aplicando métodos típicos de enseñanza de lenguas a ex­
tranjeros pues, “extranjero es también el niño donde domi­
na el dialecto”, como decía el congresista Segundo Amor
Ruibal. He aquí un maestro a la antigua usanza, que pensa­
2 Xesús Alonso Montero, 1977, p. 202.

192
J u a n R a m ó n L o d a r es

ba que a un niño gallego de aldea, a lo mejor, el español le


podía servir de algo en unos años en que el gallego no ser­
vía para nada. Para nada que no fuesen las inspiraciones po­
éticas de unas personas acomodadas en la ciudad que ha­
blaban español3.
Pero los congresistas tenían enfrente a los galleguistas. Y
ambos grupos hacen bueno el dicho “o no nos entendemos
o somos gallegos”. Las actitudes opuestas de unos y otros po­
drían resumirse así: los maestros se preocupaban por los ga­
llegos y creían, por tanto, que era urgente que aprendieran
español aun a costa de olvidar el gallego. Los galleguistas se
preocupaban por el gallego y, por tanto, se despreocupaban
de la integración lingüística de los aldeanos, porque la única
manera genuina de tener gallego en las aldeas de entonces
era tener gente rústica, analfabeta. Esta ha sido una actitud
clara del galleguismo por lo menos hasta los años de la Se­
gunda República. Unamuno calificaba así el galleguismo de
entonces: “Es como esos trajes regionales que cuando van de­
sapareciendo o cuando han desaparecido los visten los seño­
ritos en Carnavales”4.

USOS GALAICOS

El galleguismo se había empeñado en reanimar la lengua


gallega con diversas acciones. La lengua gallega era digna de
toda reverencia. La suerte de sus hablantes era asunto menor.
En 1853 Pintos creía que lo mejor era seleccionar el gallego
genuino conservado por las personas de cierta edad, cuanto
más aldeanas mejor; aunque la lengua rústica no tuviera la mí­
nima tradición escrita, daba igual, ya se podría hacer luego
una tradición renovada porque:

1 Crónica de la Asamblea de Maestros, 1894.


1Miguel de Unamuno, ‘Vascuence, gallego y catalán”, La Publicidad, 24 de
enero de 1917.

193
El pa r a íso p o l íg l o t a

¿ Qué gramática estudiaron


Moisés nin tampouco Homero ?
¿E non foron os escritores
Millores do mundo inteiro?
Lo que decía Hübner de los viejos apologistas del vasco,
que el amor por la patria ciega de verdad, podía aplicarse
igualmente a algunos patriotas gallegos: porque una cosa es
cultivar las lenguas del terruño y otra decir que son la len­
gua del Paraíso Terrenal, o comparar la lengua que andaba
en boca de aldeanos con el hebreo bíblico o el griego clásico.
Al parecer, algunos lo creían de buena fe. Coetáneo de Pin­
tos fue Juan Antonio Saco y Arce. También de la misma opi­
nión sobre lo bonito que era lo rústico. Saco observaba que
el gallego “viene sufriendo una lenta pero incesante destruc­
ción, merced al continuo roce con la lengua oficial y clásica
de los españoles” (el español no fue oficial, en realidad, hasta
medio siglo después). De modo que el gallego, gallego, ha­
bía que ir a buscarlo “tal y como lo hablan las únicas personas
que no se han dejado contagiar del castellano, esto es, los
rústicos”. Buena escuela, desde luego, para una lengua ejem­
plar. Saco estaba preocupadísimo porque veía cómo el galle­
go, si no era muy de aldea, iba confluyendo fatalmente con el
español; conque todo había de servir no ya con el fin de con­
servar el gallego, sino de hacerlo recóndito5. Esta ha sido
una actitud muy característica del galleguismo antiguo y nue­
vo: reconocer la confluencia de los hablantes de gallego ha­
cia el español... y dedicarse a entorpecerla con todo ahínco.
En la Galicia de entonces, un galleguista —hablante de
español pero enamorado de la lengua rústica— tenía eviden­
tes ventajas. Una de ellas: no era necesario peinar todas las al­
deas para recoger palabras. La lengua venía a menudo a la
ciudad. Pero no venía sola, como puede suponerse. Venía
acompañada de sus hablantes. Cuando las inundaciones de
1852 —con las cosechas arruinadas en el campo—, las ciuda­
5Juan A. Saco y Arce, 1876.
J u a n R a m ó n L o d a r es

des y villas gallegas se llenaron de mendigos procedentes de


las aldeas más remotas. Valladares, Saco y Arce, Pintos no de­
saprovecharon la ocasión dialectológica que se describe con
esta frialdad: “1853. Ano de fame. Pintos ampara ás probes
das xentes escorrentadas das aldeas polo mal e fai recadádi-
vas de vocabulario”6. Parece que este sistema de recogida de
datos era corriente. Es posible que alguien vea aquí el naci­
miento del gallego moderno. En mi modesta opinión, lo que
se ve es gente que mostraba tanto respeto a una lengua como
poco a sus hablantes. Porque, de otra manera, no se entien­
de que haya quien piense que la suerte de un idioma depen­
de de conservar un nutrido grupo de rústicos arruinado por
las malas cosechas y obligado a emigrar. Ya en la emigración,
para colmo de galleguistas, dedicado a difundir... el español.
(Tanta ba sido la emigración gallega —sólo en el año 1906
salieron para América doscientos mil gallegos— que en bue­
na parte de la América hispanohablante gallego significa “es­
pañol”, aunque se proceda de Almería.)
Al rústico no había que sacarlo de su estado. Porque sa­
carlo de su estado supondría borrar el gallego. Era un rústi­
co paradójico. En su miseria tenía una riqueza superior a
los ojos de un galleguista: un montón de palabras gallegas
que no se parecían a las rancias castellanoviejas ni por aso­
mo. El galleguismo tenía aquí una poderosa prueba que
aportar en pro del raquítico nacionalismo político: los ga­
llegos genuinos serían pobres, pero tenían una lengua muy
particular.
La asociación de la lengua gallega con la pobreza ha sido
tan aceptada, tan natural, que incluso se ha aprovechado líri­
camente por galleguistas viejos y nuevos. Ramón Otero Pe-
drayo escribía: “Sin intentar ninguna frase heroica, atendien­
do al mandato de la conciencia histórica, podemos asegurar
ser mejor una Galicia pobre hablando gallego que una Gali­
cia rica usando otra lengua”7. Los mendigos gallegos, por otra
6 Isidoro Millán, 1975, p. 19.
7 Ramón Otero Pedrayo, 1932.

195
El pa r a íso p o l íg l o t a

parte, eran bonitos, alegraban el paisaje humano, eran parte


de él. O eso le parecía a Joan Maragall —cabeza literaria del
catalanismo finisecular—, que cuando visitaba La Coruña en
1903, a la vista de tanto menesteroso suelto, dijo: “Ya se sabe
que, más o menos, en toda España se mendiga, pero creo
que el tipo más característico, más hermoso, es el mendigo
gallego. Hay tal invitación a la piedad en su mirada y en todas
sus facciones, una dulzura tan profunda en su voz y en su len­
guaje, una compostura tal en todo su gesto y en su traje de
mendigo, que lo convierten en irresistible porque parece que
ése es su ser, que ha nacido así y que la cara lastimera, la voz
suplicante, la mano tendida, fueron puestas por Dios para
despertar la caridad”8. Joan Maragall lo escribió sin ironía.
Le faltó añadir que el mendigo hablaba gallego.
Lo triste del caso es que los aldeanos, corrientemente, tra­
taban de pasarse al español. O de que se pasasen sus hijos.
No eran acérrimos del gallego, eran más bien sus víctimas.
Cuando en 1912 se formó la Liga de Acción Gallega, junto a
otros movimientos por el estilo, para fomentar la unión del
pueblo gallego, combatir el caciquismo y hacer oír la voz de
Galicia en Madrid, sus fundadores se plantearon el problema
de qué lengua emplear en los mítines. En teoría iba a ser el
gallego porque, como decía el galleguista Antón Vilar: “Para
hablar en el campo, para inspirar confianza en el campo,
para que se nos entienda bien en el campo, tenemos que ha­
blar, que sentir y pensar en gallego, ya que la mayoría de los
habitantes de Galicia no dominan otro idioma, no se expre­
san más que en el suyo propio”9. Si Antón Vilar hubiera co­
nocido realmente el campo gallego, habría dicho todo lo con­
trario. Prueba de que no lo conocía —como lo que le pasaba
a la mayoría de los nacionalistas o regionalistas de enton­
ces— es que dijo lo que dijo. Pero la prueba definitiva de su
ignorancia total es que acabó hablando en español, si alguna
vez había empezado hablando gallego.
8 Xesús Alonso Montero, 1977, p. 265.
9 Antón Vilar, 1971, p. 306.
J u a n R a m ó n L o d a r es

Vilar acabó así por poderosas razones: primera, era len­


gua suya; segunda, el gallego estaba tan dialectalizado que
¿qué gallego hablar?; tercera, ¿con qué palabras puras y rústi­
cas de la aldea se iban a explicar las abstracciones políticas de
la emancipación social?; cuarta y principal, en el campo si el
discurso no iba en español no era digno de atención. Lengua
española: eso es lo que quería el campo. Y si no se lo dieron
no se debe a que los galleguistas despertaran una lealtad a la
lengua gallega entre las masas sino, simplemente, a que mu­
chos agentes permanecieron dormidos: permaneció dormida
o inane la acción estatal y permanecían quietas las ciudades,
que volvían la espalda a la paletería campesina.

La azarosa búsqueda del gallego moderno


Para la gente común del pueblo, el gallego, más que una
lengua propia y genuina, era un español mal hablado. En­
tendía que la mejora de sus condiciones pasaba irremisible­
mente por hablar bien y no entendía, sin embargo, que gen­
te de ciudad le viniese a decir que aquello de hablar mal era
parte de sus señas de identidad. Sin embargo, desde fuera de
Galicia se comprendía mejor a los gallegos que a los galle­
guistas. Cuando Azaña visitó aquellas tierras en 1918 se que­
dó pasmado. Para él, los terratenientes no habían dejado más
que esclavos “y ahora que se habla en todas partes de la reno­
vación gallega, que sólo puede ser anticaciquismo y reforma
agraria, quiere ésta revestir formas pedantes y estériles y co­
mienza a reivindicarse el idioma.” (artículo del tonto Ribalta,
diciendo que el castellano no viene del latín, sino del galle­
go) 10. En general, visto el asunto desde fuera, no se com­
prendía que la acción reivindicativa civil fuera unida a la del
habla gallega; no lo comprendió Azaña, no lo comprendió
Unamuno, no lo comprendió, más tarde, Andrés Nin. Porque
en el caso preciso de la Galicia finisecular ambas reivindica­
10 Xesús Alonso Montero, 1973, p. 91.
El pa r a íso p o l íg l o t a

ciones era antagónicas: o se ayudaba a la gente, o se ayudaba


al idioma. Para las organizaciones obreras de la época que no
radicaban en Galicia, el caso gallego era verdaderamente sin­
gular, contradictorio y, en ocasiones, digno de toda descon­
fianza. No había para menos cuando un agitador de masas
como Basilio Alvarez empezaba alguno de sus mítines pre­
guntándose retóricamente si la verdadera fuerza del trabaja­
dor gallego residía en su pobreza... para contestar enseguida
que sí, que su fuerza residía precisamente en ser pobre, y que
era mejor alejarse del oro no fuera que su brillo convirtiese al
trabajador en villano. Peculiares formas de agitación, desde
luego.
Con todo, en 1918 la Asamblea Nacionalista Gallega ha­
bía publicado unas bases políticas federativas donde se exi­
gía la oficialidad del gallego, compartida con el español, y se
planteaba la galleguización de la escuela. Bases liberadoras,
sin duda alguna, donde las hipotéticas autoridades de la fu­
tura Galicia libre se reservaban también la facultad para ejer­
cer la censura en las comunicaciones telefónicas y telegráfi­
cas del Estado gallego, sin que en este punto im portara el
idioma.
Si bien a principios del siglo XX no había mucha lengua
gallega que hacer oficial, porque no la había común ni tam­
poco había para quién hacerla (porque la mayoría de ha­
blantes naturales de gallego estaba deseosa de pasarse al es­
pañol) , los cenáculos galleguistas, sin embargo, proseguían
su labor de dignificación de la lengua: en 1916 se fundan las
Irviandades da Fala en La Cor uña y en 1920 el grupo Nos.
Aquí se va a inventar el gallego moderno y aquí está el ger­
men de todas las polémicas filológicas que ha generado su
constitución. Los miembros de estos movimientos considera­
ban que el gallego debía alejarse del folclorismo literario
donde se había alojado y entrar por la puerta grande de las
lenguas de gobierno: entrar en la administración, justicia, ha­
cienda y en cualquier otro campo. Es la generación de los
hermanos Vilar Ponte y de Alfonso Rodríguez Castelao. Em­
pezaron, pues, los intentos de remozar el gallego.
J u a n R a m ón L o d a r es

En un principio les pareció que el gallego era como el


portugués y había que escribirlo igual, ya no valían las rustici­
dades de Pintos o de Saco y Arce. Ser gemelo del portugués
tenía una gran ventaja, decía Castelao, y es que el gallego se
hablaba en Portugal, en Brasil y en muchas colonias africa­
nas y asiáticas con lo que dejaba de ser una lengua aislada y
aislante11. Curiosa paradoja esta, por cierto: la instalación del
español en Galicia era para el galleguista una especie de co­
lonización de la que había que redimirse. Sin embargo, la
instalación del gallego-portugués en Mozambique, Angola,
Goa, Macao, no era una especie de colonialismo, era una
bendición para los indígenas africanos y asiáticos.
A este fin de casar portugués y gallego se dedicaron algu­
nos razonamientos y ensayos lingüísticos. No deja de ser una
posición de sentido común. Si un gallego tiene que alejarse
del español porque no es su lengua, por lo menos que hable
portugués: es una lengua románica, la hablan muchas perso­
nas, ¿por qué no contribuir a su engrandecimiento añadién­
dole algunos hablantes más a los muchos que ya tiene? Si
bien se considera, las grandes lenguas se han hecho por con­
fluencia de variantes lingüísticas particulares, pero más o
menos inteligibles entre sí, cuyas barreras se han ido desha­
ciendo por las necesidades de comunicación que tenía la
gente. La idea de confluir con el portugués era razonable.
Aunque, puestos a confluir, lo podrían haber hecho igual­
mente con el español, que era lo que ya estaba haciendo la
gente del campo por su cuenta, para escándalo de los galle­
guistas al estilo de Pintos, Valladares o Saco y Arce. (Por cier­
to, la confluencia, teórica, de español y portugués en una gran
lengua románica, comúnmente inteligible para lusohablan-
tes e hispanohablantes, ha sido propuesta hace poco12. Es
una idea tan bonita como improbable.)
Para un galleguista, que el gallego fuera como el portu­
gués no dejaba de representar una trampa política, porque si
11 Castelao, 1976, p. 241.
12 Ignacio Hernando de Larramendi, 1995.
El pa r a íso p o l íg l o t a

con el portugués se hablaba con mucha gente, con él también


se acababa el gran símbolo de la galleguidad: un idioma parti­
cular genuino. Así que no tardaron mucho en retractarse de
la lusofilia inicial y el gallego dejó de ser hermano del portu­
gués y pasó a ser su padre. En el cambio de parentesco estaba
la jugada maestra de la galleguidad: el gallego había estado
primero, allí, al norte del Miño. Un hijo se le fue emancipan­
do en el sur y llegó a ser el portugués pero, y esto es importan­
te, tal hijo se había corrompido con los influjos andalusíes de
los mozárabes, de la gente sureña, ergo, el gallego era el padre
beatífico, puro, incorrupto y el portugués un hijo algo desca­
rriado. Estas interpretaciones no dejan de ser como la paja,
que siempre hay algo de grano entre ella. Con ese grano filo­
lógico se resolvía el problema de la identidad galaica.
Pero este problema no acababa aquí. Este problema se pa­
recía a un cesto de cerezas, que nunca hay manera de sacar
una suelta: si el padre gallego se separaba del hijo portugués
le quedaba un hermano digno de toda desconfianza: el espa­
ñol. Para evitar los roces de tan conflictivo entorno familiar,
para sacar una cereza suelta al fin, la revista Nos anunciaba en
su número del quince de noviembre de 1926 que Luis Tobío
iba a impartir unos cursos de gramática histórica en el Semina­
rio de Estudios Gallegos, fundado tres años antes; a ellos acuden
los autores de esta generación. Allí aprenden temas de filolo­
gía comparada y unas reglas para derivar del latín al romance
con las que se puede evitar parecerse al portugués, al espa­
ñol... y se diría que incluso al gallego. Se produce entonces lo
que siempre se había producido en Galicia cuando se usaba
el gallego en estos cenáculos: interesantes ejemplos de litera­
tura culta, demasiado culta acaso para el medio donde se de­
sarrollaba, literatura de grupos cerrados, escrita por quien
no hablaba gallego en casa. De esas fechas data la siguiente
opinión de Valle Inclán: “El gallego nunca fue idioma ha­
blado. Así como el armenio fue la invención de algunos frai­
les, el gallego fue una creación de un grupo de poetas”13.
13 Xesús Alonso Montero, 1973, p. 175.

200
J u a n R a m ó n L o d a r es

Atendiendo a lo que hacía el grupo de Tobío, Valle Inclán te­


nía toda la razón.
Entre la lusofilia, entre decidir el parentesco del gallego,
entre aplicar la fonética histórica y entre desenredar las cere­
zas de tan conflictivo canasto, se pasaron unos veinte años, los
que van de 1916 a 1936. Es posible que incluso los mismísimos
galleguistas pensaran que estaban haciendo juegos malabares
con la lengua, porque cuando en las Cortes Constituyentes de
1931 los catalanes y los vascos discuten, sin complejos, cómo
va a quedar el español en sus territorios, después de haber de­
clarado oficial el catalán y el éusquera en sus estatutos, Caste­
lao es mucho más modesto y se limita a decir: “Los galleguistas
no queremos más que una cosa: que el gallego, si no en lo ofi­
cial, sea por lo menos tan español como el castellano”14. No
deja de ser una posición prudente si se considera que el galle­
go, como entonces el éusquera, tendría dificultades para es­
cribir ministro de Hacienda (dificultades de acuerdo entre la ca­
pilla galleguista sobre cómo escribirlo).
En el Estatuto de Galicia de 1936, con la unificación lin­
güistica a medio camino, sí se considera oficial a todos los efec­
tos el gallego. La Guerra Civil disolvió ese Estatuto que, como
quien dice, no llegó a nacer. Pero ello no afectó grandemen­
te al idioma: la discusión sobre qué gallego escribir se retoma
pronto. En 1945 Leandro Carré ingresaba en la Academia de
la Lengua Gallega y proponía incorporar al gallego moder­
no palabras sacadas de textos medievales para recuperar la
conciencia histórica de la lengua. Después de Carré, y con con­
tinuidad, la discusión normativa se sucede, aproximadamen­
te, en los mismos términos que antes de la guerra. Hasta fi­
nales de los setenta, con las propuestas del Instituto de la
Lengua Gallega y de la Real Academia Gallega, no puede de­
cirse que haya habido una lengua normativa comúnmente
aceptada y lista para enseñar en las escuelas. Aún así, no ha
dejado de haber desacuerdos. Pero esta es otra historia que
nos llevaría por derroteros distintos a los de este libro.
14 Fernando González Ollé, 1978, p. 267.

201
El p a r a íso p o l íg l o t a

CÓ M O PONER PUERTAS AL CAMPO

El proceso que ha llevado al gallego hasta la oficialidad en


el Estatuto de Autonomía de 1981 es muy moderno, aunque
se parezca algo a las viejas historias de esos pobres a los que
Pintos sacaba palabras. A principios de los cincuenta las actitu­
des hacia el gallego seguían siendo, más o menos, las mismas
de hacía un siglo. Manuel Rodríguez Lapa, por ejemplo, opi­
naba que “por muy extraño que parezca, esa vergüenza de la
civilización que constituye el analfabetismo ha ejercido al nor­
te del Miño un efecto realmente benéfico en la conservación
del idioma”15. Que haya alguien que piense que una vergüen­
za de la civilización no lo es para Galicia, por razón de que se
salva una particularidad lingüística conservada principalmen­
te entre analfabetos, demuestra hasta qué límites puede llevar
la mitología filológica. Para otros autores de aquellos años, el
uso del gallego tenía aspectos de aristocracia intelectual no
sólo de rusticidad. Pero, en realidad, el gallego seguía siendo
lo que había sido siempre: aristócrata, como lengua literaria
de poetas, y rústico, como mayoritaria de analfabetos. Todo al
tiempo.
Por oüa parte, las denuncias que se hacían ante la UNES­
CO, a principios de los cincuenta, sobre la persecución políti­
ca del gallego (y del catalán) son interesantes. Pero ingenuas.
Descubrían al mundo que a los gallegos, mayoritariamente,
no les interesaba hablar gallego —aunque fuera inimaginable
para los denunciantes— e informaban al mundo que España
pasaba por una dictadura. Daba la impresión de que no se per­
seguía a ningún hablante, ni medio de prensa, ni autor que se
expresaran en español. Pero a estos últimos también se les per­
seguía. Para mayor inri, el gran perseguidor era un gallego de
El Ferrol. Había además otros perseguidores que también ve­
15 Manuel Rodríguez Lapa, “A obra mais urgente da galeguidade”, Galicia,
n.° 466, Montevideo, 1952.
J u a n R a m ó n L o d a r es

nían de allí. Yno digo de Galicia en general, que ha dado algu­


nos, sino del mismo Ferrol, villa que, aparte de serlo de Fran­
co, fue cuna de otros siete notables del “glorioso alzamiento” y
sus secuelas. Incluidas las culturales y lingüísticas.
El gallego de los cincuenta seguía como siempre, dividirlo
entre el patriciado literario-fílológico y la plebe inculta. Le fal­
taba esa mesocracia que nunca tuvo: gente de clase media, de
ciudad, que se decidiera a cultivarlo y a darle uso cotidiano.
Llegó en los primeros sesenta de la mano de la universidad.
Esta es otra graciosa paradoja que dificulta un poco las tesis de
la persecución política del gallego en la posguerra, pues la
afluencia a las aulas universitarias, muy notable en toda Espa­
ña desde principios de los años sesenta, y encauzada por unas
condiciones socioeconómicas que desató el propio régimen
—acaso como a quien le sale el tiro por la culata— aportó un
público, una atención y una dignificación al gallego como no
había tenido nunca. El empujón universitario en el auge que
experimenta el gallego en aquellos años es algo en lo que coin­
ciden todos los autores. Pero ¿qué es la universidad española
de los años sesenta? No es la del campesino, desde luego, es so­
bre todo la de la clase media, la de la clase media en la que Car-
bailo Calero pensaba como redentora del gallego, sólo porque
las señoritas que iban a las facultades, sobre todo de Filosofía y
Letras, se encontrarían con el gallego en las clases de filología,
y cambiaría con ello su estimación por la lengua16.
Los años de las señoritas pasaron muy pronto y vino una
promoción más combativa, más contestataria, que marcaba
su lealtad al gallego por su condición de lengua proletaria,
lengua de los oprimidos, de los desheredados. Son los años
en que Celso Emilio Ferreiro escribía estos versos, tomados
del libro Longa noite de pedra (1962):
Lingua proletaria de vieu pobo
eufáloa porque sí, porque me gosta,
porque me peta e quero e dame a gaña.
16 Ricardo Carballo Calero, 1956, pp. 30-32.

203
El pa r a íso p o l íg l o t a

Honradamente en el mismo poema se reconocía que esa


lengua era la de los abuelos muertos, los marineros y los la­
briegos. Y de algunos más que no aparecen en el poema: se
convierte en la lengua de las asambleas universitarias, de al­
gunas tesinas, de algunos exámenes y, como los estudiantes
son jóvenes y expansivos, de la calle. Esta vez en boca de un
tipo ciudadano que tradicionalmente no usaba el gallego.
No hará falta extenderse sobre el clima de aquellos años, que
algunos habrán vivido. ¿Quienes eran, sin embargo, los más
vividores? En opinión de quien trató con ellos: “Muchos estu­
diantes —con frecuencia hijos de papá que detestan, a nivel
serio o a nivel esnob, las concepciones burguesas de la vida—
buscan o encuentran en el idioma gallego unas señas de
identidad, de su nueva identidad. Pronto esta conciencia-
ción llega a los Institutos y a los Centros de Grado Medio”17.
¿Se trata de un caso de mala conciencia colectiva? No sé, pero
por los años sesenta ciertas ideas marxistas (marxistoides ha­
bría que decir con más propiedad), ideas de solidaridad ter­
cermundista, de luchas para la descolonización, con la Iglesia
católica poniendo su granito de arena en uno de sus acos­
tumbrados cambios de rumbo, todo ello combinado, cala
mayoritariamente en esos hijos de papá que detestan las con­
cepciones burguesas de la vida.
Esos nuevos gallegohablantes de ciudad, en cuya familia
nunca se había hablado gallego, o se había hablado poquísi­
mo, repiten la historia de hacía cien años: los campesinos ga­
llegos, que hablen gallego, para eso es la lengua proletaria.
Habrá entonces gente de aldea que, con esfuerzo y esperanza,
mande a su hijo al instituto, a la universidad, para que se ins­
truya en un español que, en la mentalidad tradicional aldeana
—y en cualquier mentalidad española de aquellos años, para
qué ocultarlo— es donde estaba un futuro ahora más alcanza-
ble, y el chico les llega solidario, descolonizado y hablando ga­
llego. Para ese viaje no hacían falta alforjas.
17 Xesús Alonso Montero, 1973, p. 123.

204
J u a n R a m ó n L o d a r es

Había ingeniosos hidalgos del gallego aquellos años que,


en los molinos de la lengua española, veían gigantes. Gigan­
tes a los que acometer en feroz y desigual combate. He aquí
una opinión de entonces, bastante común por otra parte: “El
pueblo trabajador de Galicia, tanto en las zonas rurales como
en las urbanas, hace denodados esfuerzos por hablar caste­
llano, o por lo menos “castrapo”(español muy galleguizado),
si encuentran a un desconocido, aunque éste les hable en ga­
llego. Pero el peor síntoma es la tendencia que tienen las cla­
ses trabajadoras de Galicia a enseñarles a sus hijos a hablar
castellano; si los pequeños tornan inconscientemente al ga­
llego en el transcurso de la conversación, sus padres no disi­
mulan el enojo”18. ¡Qué ejemplo de padres! Por su culpa la
situación era dramática, en verdad, pero más que dramática
era rarísima, inexplicable, inaudita: gente española, trabaja­
dora, que... ¡quería aprender y dominar bien el español y que­
ría para colmo que lo dominaran sus hijos! ¡Gentes con la
viciosa tendencia de “enseñarles a sus hijos a hablar castella­
no”! ¿Dónde, cuándo se había visto una cosas así? Se re­
querían medidas urgentes, correctoras de tanta desviación:
“¿Qué hacer?”, se preguntaban nuestros hidalgos al punto de
derribar al gigante: “Primero habría que instaurar la ense­
ñanza del gallego en las escuelas, pero la enseñanza del idio­
ma propio no debería entenderse como una asignatura más
del plan de estudios, se debería declarar el gallego como ve­
hículo idiomático de enseñanza en las escuelas de Galicia.
Esto se refiere a todos los niveles educativos”19. He aquí un
ejemplo de opinión bien orientada, opinión de galleguistas de
pro, de conocedores de las necesidades del país: como la gen­
te pedía español con denuedo había que darle todo el galle­
go posible. La gente estaba equivocada, es más, llevaba equi­
vocada siglos y siglos.
Por su parte, el Ministerio de Educación y Ciencia de
aquellos años consideraba estos razonamientos aceptables,
18X. Cambre Mariño, 1972.
19 Ibídem.

205
El pa r a íso p o l íg l o t a

dignos de discusión. No tanto el hacer del gallego la única


lengua de la escuela, porque no se podía, no habría ni maes­
tros, ni alumnos, ni libros, ni siquiera lengua gallega para or­
ganizar tal sistema, pero sí en el sentido de que había que ha­
cer algo para que el gallego no feneciera y, con él, feneciera
de paso “una de las minorías étnico-culturales que constitu­
yen España, una minoría en peligro desde la Baja Edad Me­
dia, cuando la sociedad gallega quedó políticamente subor­
dinada a Castilla”, según la opinión del Sr. Cambre. Ese haca-
algo pasaba, curiosamente, por contravenir los deseos de la
inmensa mayoría de un pueblo gallego que, para algunos, vi­
vía preso del gigante que cada día le daba lecciones de gra­
mática española en la oscuridad de una caverna.
Pero si se piensa, en realidad, lo de contravenir los deseos
de la mayoría no era algo tan curioso entonces. Era más bien
una costumbre nacional: no en vano se estaba todavía en una
dictadura, moribunda, pero larga dictadura al fin. Era el epí­
logo de un sistema político rústico y anacrónico que, además
de dejar analfabetos y gente sin instrucción a su paso, conside­
raba gran modernidad educativa la reconstrucción lingüísti­
ca de la España del siglo xrv (y en esto se daba la mano con
los modernos y progresistas de entonces, ¡qué extraño país!).
Verdaderamente, los caminos de la tradición española son
inescrutables.
El hidalgo manchego cayó desarmado al pie de los moli­
nos. Sin embargo, como la realidad supera a la ficción, los hi­
dalgos de nuestras historias sí hirieron al gigante: muy pocos
años después, en un medio de exaltación del gallego apoya­
do por la oficialidad —y de desconfianza cazurra por quie­
nes veían en el español la vía de escape hacia algo mejor—,
llegó el idioma al Estatuto de 1981, declarado lengua propia
de Galicia. Inmediatamente se plasmó tal propiedad en una
Ley de Normalización Lingüística. Ya estábamos más cerca
de nuestra meta: la España medieval, pues, como explicaba
don Manuel Regueiro, Director Xeral de Política Lingüística en
1993, “es a partir del siglo xrv cuando comienza la progresiva
sustitución del gallego por el castellano”. Tal situación, que
206
J u a n R a m ó n L o d a r es

don Manuel consideraba anómala, venía a corregirse con la


Carta Magna de 1978, donde se proclamaba “la voluntad de
proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejer­
cicio de sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones, al
tiempo que sienta las bases de una nueva configuración políti­
ca: el Estado de las Autonomías”20. O sea, que en alguna parte
de España (en general, en casi todas las partes de España) la
Historia venía equivocándose reiteradamente desde el siglo
xiv, por lo menos. Esa equivocación de veintitantas generacio­
nes se podía saldar con una ley del idioma, una ley correctora
de las desviaciones históricas, también con dos o tres nuevas
generaciones dispuestas dócilmente a obedecer la ley.
Pero como quienes dignificaron el gallego de jóvenes—esos
Hijos de papá que, a pesar de serlo, despreciaban las con­
cepciones burguesas de la vida— han crecido sin dejar de
hablar español y, por su parte, los desconfiados del gallego
no han dejado de serlo por mucho que se dignificara su len­
gua como símbolo de identidad colectiva, Antón Costa, direc­
tor del Instituto de Ciencias de la Educación de la Universi­
dad de Santiago, reconocía hace pocos años que: “No se ha
llegado hasta el punto de que la parte mayoritaria de la socie­
dad se sienta reconciliada con su lengua original”21. Pues
bien, con una notable mayoría de gallegos fuera del paraíso
lingüístico original y vagando animosamente por el desierto
del español, Xosé M. Sarille, por las mismas fechas presiden­
te de la “Mesa pola Normalización”, apostaba por el gallego
como lengua oficial, común y general, reservándose para el
español el título de “lengua de relación” (que no se sabe exac­
tamente lo que significa)22. En esa línea avanza machacona­
mente buena parte de la familia política gallega.
Para colmo de paradojas, al coro de normalizadores de la
lengua propia vino a unirse Manuel Fraga. Quien hace años
20 Manuel Regeiro, 1993.
-1 El País, “Las lenguas en la escuela”, 8 de marzo de 1994, Suplemento de
Educación, p. 2.
22 Ibídem.

207
El pa r a íso p o l íg l o t a

“recomendaba” a la locutora Andurriña que no hablase en


gallego por Radio Exterior —Andurriña tenía un programa
inocuo dedicado a contarle a la emigración gallega asuntillos
inconsistentes del país— nos enseñaba en un folleto de su
programa electoral de 1989 lo que iba a hacer con la lengua
gallega: “Recupera-la e prestixiala promovéndoa nos diver­
sos ámbitos da sociedade galega. Precísa-se leva-lo galego en
primeiro lugar ás zonas do chamado ‘galego exterior’. Ta-
mén a Europa e a América. Todo iso contribuirá á difusión do
galego como patrimonio de cultura universal”. No se puede
negar que hay gallegos que aprecian su lengua y la llevarán
lejos: hoy la consideran patrimonio de la humanidad, como
hace un siglo Juan Manuel Pintos la veía comparable al he­
breo y al griego clásicos. Es curioso, Cervantes opinaba todo
lo contrario del español.
Es muy posible que este tipo de loas al gallego obedezcan
a simple oportunismo político. Oportunistas y todo como pa­
recen, obsérvese lo siguiente: están hechas por una figura
muy señalada del régimen franquista, y esas mismas autori­
dades que ayer censuraban a Andurriña por radio, se dedi­
can hoy a insuflar estatutariamente gallego a la gente: una ac­
titud autoritaria previsible, ayer sin gallego y hoy con él. En
cierto sentido opino, como Manuel Jardón, que la circuns­
tancia lingüística gallega durante el franquismo era más ra­
zonable que la actual, pues lo que entonces se hizo, o mejor,
se dejó de hacer con esa lengua, continuaba una línea asumi­
da, deseada incluso, por la mayor parte de los gallegos, cuya
actitud hacia el gallego oscilaba entre la indiferencia y el des­
precio. En la actualidad se contradice la línea de realismo lin­
güístico y la voluntad mayoritaria de la gente23.
Lo cierto es que tras veinte años de normalización lingüís­
tica (o anormalización, como se quiera), esa actitud de indi­
ferencia hacia el gallego persiste. Y todo parece indicar que
gana terreno. El diecisiete de mayo de 1999 se celebró el Día
das Letras Galegas. En el parque compostelano del Bonaval se
23 M anueljardón, 1993, p. 107.

208
J u a n R a m ó n L o d a r es

leyó un manifiesto —suscrito por la Mesa pola Normaliza­


ción, Esquerda de Galicia más los sindicatos CIG y CCOO—
con el título O galego, lingua viva en el que los firmantes reco­
nocían que el gallego era una lengua moribunda para la ju ­
ventud24. Efectivamente lo es. Los logros más evidentes del
gallego contemporáneo están donde siempre han estado: en
la literatura. Es difícil creer que puedan salir de ahí. El gallego
administrativo que se emplea no dejará de ser un pasatiempo
lingüístico sin eco entre los administrados. Como recuerdo,
siempre nos quedará A Coruña en los letreros de tráfico.
Pues bien, ése es el círculo vicioso por donde se orienta el
galleguismo desde hace un siglo por lo menos. Pero donde
antes había sólo cenáculos literarios ahora hay también una
normativa oficial por la que se imbuye a muchas familias una
lengua en la que desde hace veinte generaciones no ven fu­
turo. Si, como reconocen X. Cambre, Antón Costa, Xosé M.
Sarille, Concha Costas (actual presidenta de la Mesa), Es­
querda de Galicia y los sindicatos, el gallego sigue perdiendo
hablantes reacios a enterarse de cuál es su lengua original y
que viven muy a gusto en su lengua postiza, será por algo. Se­
guramente porque los gallegos encuentran mucho más
atractivo el español importado. Es comprensible. Cuál sea la
función del gallego en las escuelas, en la vida pública, en lo
oficial, el tiempo y los gallegos lo decidirán. El caso es que,
ciento veinte años después, la opción que tomó Rosalía de
no ocuparse de la lengua del país parece que es la de más
aprecio entre las nuevas generaciones. Y lo ha sido también
entre otra gente, no tan nueva, que ha considerado que “cuan­
do el dialecto gallego que pulula en jerigonza fea e imperfec­
ta se haya desraizado de las mentes, Galicia, ciertamente, ha­
brá adelantado un paso más”25.
En fin, los gallegos tendrán que ver si prefieren la aventu­
ra de educar a los niños para desenvolverse en una comuni­
dad lingüística diminuta e inestable, aprendiendo una len­
24 El País, 18 de mayo de 1999.
25 Cristina Amenedo, 1964.
El pa r a íso p o l íg l o t a

gua que les va a servir para poco —y enfrentada a la perma­


nente presencia de un español, cuyo atractivo no es previsible
que cese— o si prefieren algo distinto. Por fortuna, dadas las
actuales circunstancias políticas en que vivimos, lo que pase —
que el gallego perezca, mantenga su precaria situación de si­
glos o desborde al español entre el júbilo oficial, sindical y
progresista de izquierdas—, sea lo que sea, no podrá achacar­
se en el futuro a la centenaria represión castellana y otros tópi­
cos al uso. No es poco. Eso habrá ganado la historia lingüística
de España que se escriba en el futuro: claridad.
XI
H is t o r ia s p a r a d e s p u é s d e u n a g u e r r a

E l veintinueve de agosto de 1939 el gobernador civil de


Barcelona le puso a la casa comercial catalana La Soldadora
una multa de diez mil pesetas por no anunciarse en la “len­
gua nacional”, o sea, en español. Una cantidad muy conside­
rable. En 1998 el parlamento catalán aprobaba una normati­
va popularmente conocida como “ley del catalán” por la que
los herederos de La Soldadora podrían sufrir sanciones, se­
gún y cómo, por no darse publicidad en catalán. Ante un des­
propósito y otro, uno no puede sino simpatizar con la perple­
jidad de La Soldadora antigua o moderna, porque ¿quién
mejor que ella sabe en qué lengua le conviene anunciarse?
Hay algo que causa más perplejidad todavía: la multa de
1939 fue una alcaldada del gobernador de turno. Lo hizo
con absoluta arbitrariedad. Sin embargo, las multas que le
podrían venir a ese comercio a partir 1998 llevan el respaldo
del noventa por ciento de parlamentarios catalanes. Hay más
motivos de asombro: en 1939 se iniciaba una larga dictadura,
en 1998 se llevaban recorridos veinte años de democracia.
Cabe juzgar sólo por esto cuál de las dos sanciones resultaría
más incomprensible. Porque no se trata de que la multa de
hoy se pueda recurrir o tenga tales o cuales limitaciones, que
por fortuna las tiene; se trata de que a alguien, en la Cataluña
actual, se le ha ocurrido que, en determinados casos, se pue­
de poner una sanción a una empresa por no mostrar lealtad
al catalán, lo que le parece muy bien a la inmensa mayoría
211
El p a r a íso p o l íg l o t a

del Parlamento e imagino que, por lo mismo, a muchos cata­


lanes. Como a otros muchos les resultará indiferente. Como
a otros les molestará.
Sesenta años después, las multas a La Saldadora o a los al­
caldes de Teyá y de San Agustín de Llusanés, que los castiga­
ron idéntico día por idéntico motivo, parecen lo que son: un
atropello incalificable. Por lo demás, los españoles vivimos
ahora muy tranquilos con las vigentes leyes del catalán, como
consta por infinidad de datos que muchos vivieron tranqui­
los con aquellos gobernadores. El caso es que las multas lin­
güísticas en España —destinadas propiamente a controlar
con eficacia a la población— no son ninguna novedad. Sólo
que hace sesenta años eran ocurrencia arbitraria de un go­
bernador y ahora las aprueban parlamentarios democráti­
cos. No es poco avance.
Inicio así estas historias porque el hecho de que se pueda
multar o limitar derechos civiles por no mostrar lealtad al
idioma nacional, territorial, preferente, preferihle, fomenta-
ble, protegible, propio, etcétera, que a cada época se declare
por unos y por otros, incluso si a ese alguien la lealtad ni le va
ni le viene, ese hecho da una lección muy sencilla: quien no
entiende la libertad, no la entiende. Ni entre los que man­
dan, ni entre los que obedecen.
La España que empezaba en 1939 no iba a ser el oasis de
las libertades, desde luego. Considerados, sin embargo, los
hechos en su época y circunstancias, considerados sobre todo
entre sus gentes, que fueron quienes los protagonizaron,
pues nada cayó del cielo, es muy posible que la difundidísima
idea de que hubo una decidida política perseguidora de len­
guas minoritarias en la España franquista tenga algo de his­
toria mal orientada. Algo de historia que, sin poder negarse,
quizá no calibre la gravedad real que aquellos hechos pudie­
ron adquirir en la época. Lo digo porque los hechos graves
de la época fueron otros: en la España de la posguerra se ma­
taba a mansalva. Los fusilamientos eran públicos, la gente
acudía a ellos, los niños iban, ocasionalmente, acompañados
del párroco. Luego volvían a merendar o la catequesis. Mo­
J u a n R a m ó n L o d a r es

das de entonces. Modas que inauguraban una dictadura pro­


longadísima. Estas circunstancias —no menores— reducen el
resto de lo que se pueda relatar, casi, a anécdotas y cuentos.
Porque lo que vienen a descubrir muchas de estas histo­
rias sobre la persecución política de lenguas es la perogrulla­
da de que Franco era un dictador. Un dictador cuyo régimen
político se fraguó, no por cualquier circunstancia, sino tras
una guerra civil. No es difícil coincidir con ese juicio. Con
todo, habrá que admitir cosas tan elementales como que no
se puede perseguir lo que no es perseguible: en 1939, ni el
gallego, ni el éusquera, tenían mayor desarrollo, ni tenían lo
que la oficialidad republicana les habría permitido tener.
Tampoco estaban grandemente instalados en el uso común,
en publicaciones, medios de comunicación, escuelas, méto­
dos de enseñanza, en fin, en cosas sustantivas. Entre 1934 y
1935 se publicaron diecinueve libros en vasco, más de la cuar­
ta parte era de temas religiosos, porque en esos años casi to­
dos los escritores eran curas. Mientras que entre 1962 y 1963
se publicaron cuarenta y dos libros, con mucha menos reli­
gión por medio. No se puede hablar de persecución del ga­
llego pues, antes de 1940, ¿cuántos periódicos, revistas y li­
bros de categoría se publicaban en gallego? Muy pocos.
La inmediata posguerra fue un desierto, pero no sólo
para el negocio editorial en gallego. Nadie tiene la culpa, por
otra parte, de que talentos literarios, hasta entonces cultivado­
res del gallego culto, cambiaran levemente su apellido, pasa­
ran de Cunqueiro a Conqueiro, y escribieran poesías y prosas
para explicarnos a los españoles que necesitábamos desespe­
radamente un caudillo (paisano del autor, por cierto). Si la
literatura en gallego perdió algo con tales cambios, la escrita
en español no ganó nada. Pero la recuperación literaria es ya
notable desde que en 1951 se funda en Vigo la editorial Gala­
xia. Nunca había tenido el gallego nada parecido. En fin,
una cosa es que se persiga una lengua, y otra que no se fomen­
te desde la oficialidad por las circunstancias que sean. Y una
cosa es la decidida proscripción, como por motivos muy pre­
cisos ocurrió en Cataluña, y otra los abusos y caprichos, es­
El pa r a íso p o l íg l o t a

trictamente personales en muchas ocasiones, de alcaldes y


gobernadores. Asunto este más típico de Galicia y del País
Vasco.
No puede olvidarse, pues, que desde muchísimo antes de
la etapa franquista el gallego y el éusquera eran lenguas desa­
tendidas en aquellas clases sociales que podían darles digni­
dad, entidad y prestigio. Esas clases hablaban español con
naturalidad absoluta. El gallego, el éusquera, no les intere­
saban lo más mínimo y, si se piensa fríamente, ¿para qué les
iban a interesar? La realidad —considerada la época— pasa
más bien porque la representación que estas lenguas van to­
mando desde principios de los años sesenta, más que el
triunfo de una vieja reivindicación, es un fenómeno muy no­
vedoso.
El del catalán es un caso particular. Efectivamente, se le
persiguió con saña. Pero si alguien quiere considerar perse­
cución política del catalán las requisas de prensa republica­
na revolucionaria, que casi toda iba en esa lengua, pues... no
sé yo, porque igualmente desaparecieron periódicos que se
escribían en español (revolucionarios y no revolucionarios,
desaparecía todo). También hay un célebre reglamento
procesal para la tramitación de recursos ante el Tribunal de
Presas Marítimas, del veintiuno de diciembre de 1940, don­
de se ordena que “cualquier documento en lengua extranje­
ra se acompañe de una traducción autorizada al castellano”;
como dicho reglamento no dice nada sobre su traducción al
vasco... parece que hay quien piensa que es una medida, tí­
pica de los años de posguerra, contra esta lengua1. Cabría
preguntarse cuántos recursos fallaba ese tribunal en vasco,
en gallego y en catalán antes de dicha normativa. Cabría pre­
guntarse cuántos traductores jurados de alemán, inglés, por­
tugués, francés, italiano, sueco o ruso, que se manejaban
con aquellos documentos, sabían, a su vez, traducirlos al éus­
quera o al gallego. Y cabría preguntarse, finalmente, cuántos
armadores y gentes de la marina mercante —vascos y galle­
1Joan M. Torrealdai, 1998.
J ua n R a m ó n L o iia r e s

gos, que había muchos— hubieran preferido leer la versión


árabe-eusquera o sueco-gallego de las resoluciones del tribu­
nal, antes de leer la que iba en español. Quizá son demasia­
das preguntas.

Recuerdos y olvidos
Es evidente que hubo en estamentos oficiales la manía
de hacer del español la lengua de las esencias patrias. Esto
respondía muy bien a la retórica de la época: grandeza, im­
perio, unidad de destino, identidad colectiva. Con esto se
disminuía a las demás lenguas. De modo que muchos dicta­
dos oficiales van destinados a dar nombres en español a todo
y a borrar lo restante, a hacer del español, allí donde convi­
vía con otro idioma, la lengua de la escuela y de la comuni­
cación pública. Tampoco se puede negar la brutalidad in­
quisitorial de gobernadores civiles y militares empeñados
en proscribir todo los que no fuera dicho o escrito en espa­
ñol, en borrar incluso de la vida privada, en la comunicación
cotidiana, lo que ya es el colmo, cualquier atisbo de lo que
entonces se llamaba separatismo lingüístico. La indudable, y
muy visible, función de control social a la que iba destinada
la uniformación lingüística traspasaba con frecuencia la fron­
tera entre lo público y lo privado. Todo se conoce bien, espe­
cialmente en el caso del baqueteado catalán, y aparece en
unos documentos que, leídos hoy, causan vergüenza, risa y
pena, todo a la vez2.
Estas constataciones no admiten réplica. Pero, igual que
no admiten réplica, las descripciones del vejamen, las docu­
mentadísimas antologías de textos, opiniones, artículos y dic­
tados insultantes para las personas y para la actitud de lealtad
hacia su lengua, por sí mismas, no explican nada. Explican lo
que pasó, pero no porqué, ni mucho menos para qué pasó.
-’Josep Benet, 1979; Francesc Ferrer i Gironés, 1985; Josep María Solé i Sa­
baté yJoan Villaroya, 1994.

215
El pa r a íso p o l íg l o t a

En dichas historias apenas se plantea un delicado asunto:


al servicio de quién, o de qué, estaba ese estamento oficial
que ponía a todo nombres en español. Quiénes lo componían
más allá del gobernador de turno y, sobre todo, quiénes lo
respaldaban. Cuando se indaga, resulta que son asuntos, en
general, muy conocidos, pero sobre los que determinadas
maneras de contar la historia —específicamente hoy desde
posiciones nacionalistas— despliegan un tupido velo.
Las lenguas catalana o vasca, en mucho menor grado la
gallega, adquieren en dichas líneas de historia una impor­
tancia tan desmesurada, tan fuera de todo equilibrio, que da­
ría la impresión de que esas sociedades eran, de por sí, unas
sociedades homogéneas, amalgamadas alrededor de una
lengua a la que se persigue, se borra y, con ello, se veja a la so­
ciedad toda. Hasta parece más importante la lengua que las
personas. Daría la impresión que dos catalanes, dos vascos,
dos gallegos, por el hecho de poder entenderse en catalán,
gallego o vasco, ya tenían que llevarse bien. La realidad fue
mucho más cruda.
Me voy a detener en el caso catalán porque es el más inte­
resante e instructivo. El catalán era una lengua hablada co­
múnmente por la población, con un cultivo notable. A prin­
cipios de los años treinta se hallaba en una buena situación.
Para entonces prácticamente había resuelto los problemas
de disgregación lingüística, de los que no habían salido aún
el gallego y el vasco. Nada tiene de comparable a las historias
de estas dos últimas lenguas, historias mucho menos enjun-
diosas, ya que por los mismos años tenían menos hablantes,
menos cultivo, menos aprecio y ninguna norma común. Eran
lenguas, por qué no reconocerlo, de poca relevancia política
y de ningún peso económico. El catalán es caso aparte.
A mi juicio, las historias donde se narra la persecución po­
lítica de la lengua catalana, que es la que mejor contada está
—con infinidad de casos tan lamentables como curiosos—,
suelen olvidar, a pesar de todos los detalles con que se pre­
sentan, asuntos interesantes. Cito algunos olvidos: que la lla­
mada persecución política sucedió tras una guerra civil y no
J uan Ram ón L odares

procedió de una agresión exterior de fascistas que sólo ha­


blaban en español. Que en Cataluña se gestaba una genuina
revolución social. Que los movimientos sociales de aquella
Cataluña de la “juerga revolucionaria”, en palabras de Fede­
rica Montseny, conto de corte popular que era, se expresa­
ron en la lengua usual de las clases que más decididamente
empujaban esa transformación inminente para algunos: esa
lengua era el catalán, lo había sido siempre. Que esto no gus­
taba a muchos otros catalanes y no tuvieron reparo en mani­
festarlo, no acogiéndose a las nuevas modas políticas ni lin­
güísticas. Que quienes militarmente terminan por aplastar la
revolución catalana traían unas ideas contrarrevolucionarias
sobre la nueva patria unificada donde no cabía, públicamen­
te, nada que no fuese una lengua común sin connotaciones
revolucionarias, nada que no fuera un discurso controlado y
controlable. Finalmente, que a esta idea de patria nueva se
adhieren por simpatía, entusiasmo o interés, importantes gru­
pos de la sociedad catalana. Es más, estaban adheridos desde
antes de 1939.
Muchos gobernadores vendrían de fuera de Cataluña a
reprimir —como se cita a veces con insistencia— por lo mis­
mo que muchos catalanes estaban en la mismísima almen­
dra represiva de la dictadura. Organizaban la tela de araña
de los primeros servicios secretos y la primera policía política
franquistas; eran ministros de Franco; estaban inventándose
el nuevo orden económico del “glorioso movimiento”; forma­
ban una potente sección de la Falange o loaban en poesías y
prosas dignas de olvido a Mussolini, José Antonio, Franco y
otros héroes del momento.
Tras una guerra civil, que el represor sea o no catalán,
¿qué relevancia puede tener? A Cataluña irían gobernadores
nacidos en Baracaldo, Zamora o Santander, lo mismo que la
tela de araña del coronel barcelonés José Ungría atrapaba
rojos por todo el territorio nacional. Los generales catalanes
Andrés Saliquet y Enrique Uzquiano iniciaron el golpe mili­
tar en Valladolid. Controlaron la Castilla norteña, cerraron
sus pasos naturales y evitaron el avance hacia el Sur de los mi-
El p a r a íso p o l íg l o t a

ñeros de Asturias (esos mismos a los que, dos años antes, ha­
bía reprimido otro general catalán, Eduardo López de
Ochoa). Tras franquear el terreno a otro general barcelonés,
Fidel Dávila, que iba de paso a ocupar Vizcaya, Santander y
Asturias, Andrés Saliquet entró en Madrid. Allí saludó al ge­
neral Joaquín Ríos Capapé, natural de Figueras, que había
tomado la Ciudad Universitaria. Por Madrid se paseó, a la
vera de Franco, en el primer desfile de los vencedores.
En el capítulo lingüístico, que es el nuestro, estas historias
de horribles persecuciones olvidan en general un hecho sim­
plísimo: los catalanes hablan dos lenguas desde hace siglos, y
la manta de español que le cayó a Cataluña en la posguerra
no fue, en esencia, nada venido de fuera para tapar la otra
lengua de casa. En 1939 la relación de lenguas se estableció
de modo no absolutamente novedoso a como se había esta­
blecido en otras épocas anteriores, cuando muchos catalanes
dieron prelación al español. Aunque las circunstancias esta
vez sí fueran, por cierto, siniestras, graves e inauditas. De
modo que si hay autores que consideran que los efectos de la
represión cultural pesan todavía sobre la sociedad catalana,
tendrán que considerar también por qué parte representati­
va y numerosa de esa sociedad la promovió, la secundó, la ad­
mitió o permaneció indiferente ante ella.
No todos los autores catalanes, es de justicia decirlo,
cuentan la historia a modo de martirologio patrio. Para al­
gunos, seguir considerando como ejército de ocupación la
multitud de funcionarios que va a permitir el desarrollo del
nuevo régimen en Cataluña es lo mismo que esconder la ca­
beza debajo del ala, porque ninguna sociedad se adapta a
cambios tan drásticos sólo por la mera represión. Tienen
que darse unas condiciones favorables que la dejen prospe­
rar3. Para otros, quienes ajusticiaban a los catalanes republi­
canos “no eren vencedors arribats de lluny, sinó catalans de
tota la vida que volien practicar la venjança directa, sota la
mirada cómplice de les autoritats [...]. La repressió de post­
3Jaume Fabre, 1996, p. 15.
J uan R am ón L odares

guerra s’exerceix contra gente majoritàriament catalana i


en ella hi participa gent autóctona catalana, d ’idees contrà­
ries”4.
Estas venganzas directas por tan expeditivos métodos ve­
nían practicándose entre catalanes desde 1936. Si bien los fu­
silados de entonces eran los que fusilaban ahora. Como tam­
bién hay que reconocer que la represión del treinta y seis
afectó a muchos menos que la del treinta y nueve. Afectó en­
tonces, sobre todo, a periodistas, abogados, militares y algu­
nos notables que venían siendo públicamente hostiles a la
Cataluña soviética que algunos anunciaban, con esa denomi­
nación precisamente. En ciertos medios políticos se sabía
que uno de los fundamentos de la Cataluña independiente
pasaba por el pacto Stalin-Maciá. La venganza del treinta y
nueve fue descaradamente masiva, arbitraria y clasista: se en­
sañó con campesinos y obreros. A qué iba destinada la ven­
ganza del año treinta y nueve resulta, por otra parte, eviden­
te también. Se destinaba al “restabliment de les relacions
tradicionals de dominació entre propietaris i assalariats, en
unes condicions extremadament favorables als primers”5.
Este es un escueto resumen de la historia económica y huma­
na de la posguerra catalana. Para poderosos catalanes, la vic­
toria franquista, que consideraban como la suya propia, y esto
es innegable, aseguró ese restablecimiento del orden acos­
tumbrado.
Renovadas opiniones estas que han ido expresando auto­
res catalanes en los últimos años. Si prosiguen su investiga­
ción en tal terreno llegarán a una conclusión sencilla: que
aquello fueron resultas de una guerra civil en la que, como
ocurrió con el resto de españoles, también se ensañaron ca­
talanes contra catalanes. Todo esto, sin embargo, ya lo sabía
hace sesenta años Fernando Valls Taberner —que personali­
zó la pronta conversión a los principios del Movimiento Na­
cional de los hombres de la Higa, los de la dreta de l’Eixam-
4 Ignasi Riera, 1998, pp. 52-54.
5 Carme Molinero y Pere Ysás, 1989, p. 54.
El pa r a íso p o l íg l o t a

pía6— y lo contó en un librito de expresivo título, Reafirma­


ción espiritual de España (Barcelona, 1939) donde se podía
leer: “Cataluña ha seguido una falsa ruta y ha llegado en gran
parte a ser víctima de su propio extravío. Esta falsa ruta ha
sido el nacionalismo catalanista”. Catalanes notables y adine­
rados de entonces (como otros que ni eran tan notables ni
tan adinerados) pensaban así. Sin embargo, ahora se piensa
—podría decirse que en los mismos ambientes— que el na­
cionalismo catalanista no es una falsa ruta, sino todo lo con­
trario: es la ruta. Las cosas cambian. No tiene mayor impor­
tancia.
Pero que el nacionalismo catalán era una falsa ruta no se
tenía porque decir necesariamente en español. Algunos,
como el mallorquín Lorenç Villalonga, lo venían diciendo
desde principios de los años treinta en catalán. En la posgue­
rra, Villalonga se dedicó a dar charlas y conferencias sobre el
fascismo y las virtudes del nuevo régimen. Lo hacía en espa­
ñol o en catalán indistintamente. Los mandos de la Falange,
a instancias de los cuales se daban aquellas charlas (radiofó­
nicas en muchas ocasiones), consideraban que el catalán era
lo aconsejable para este tipo de adoctrinamiento, porque
para las masas populares resultaría más familiar. El que algu­
nos gobernadores, como el general Alvarez Arenas, anduvie­
ran a la gresca con los falangistas y los despojaran de su pro­
paganda escrita en catalán, no sé hasta qué punto ha de
considerarse persecución política de esa lengua.
Para entender lo que pasó creo que no hay que perder de
vista a la gente, sus actitudes, sus valores y sus reacciones.
Pero sí hay que perder de vista los prejuicios. Las lenguas,
sencillamente, son sus hablantes. De modo que lo que les pase
a aquéllas está en relación directa con las actitudes que sobre
ellas adopten quienes las hablan. Estas actitudes se deben a
circunstancias materiales variadas. En la Cataluña de aque
líos años, más que variadas, fueron variadísimas. Voy a repa­
sar sólo unas pocas.
6Amando de Miguel, 1975, p. 271.

220
J u a n R a m ó n L o d a r es

N O HAY PEOR DESPRECIO QUE EL NO HACER APRECIO

De mucho antes de la Guerra Civil data esa actitud que al


doctor Gabarro le dolía tanto entre catalanes cultos que, sa­
biendo catalán, se negaban en rotundo a hablarlo, por lo me­
nos en público. Con su negativa, obligaban por costumbre a
hablar en español a los demás (ver p. 187). Sería inercia,
como opinaba Gabarro, sería otra cosa, pero era una actitud
muy corriente y —por lo menos hasta los días revoluciona­
rios del treinta y seis— no tenía necesariamente que ver con
adscripción política alguna. De la preguerra es la actitud de
gentes al estilo de Jesús Sánchez Diezma, que querían ver sus
nombres escritos en español en los estadillos del Colegio de
abogados de Barcelona. Típico de la época republicana, y de
los primeros años de la guerra, es el vicentismo que tanto le
llamó la atención a Orwell —que hablaba poco español y
menos catalán—: de pronto la gente se ponía a hablar cata­
lán en masa y en público, era la lengua popular, la de identifi­
cación con una causa, a Orwell no le servía el diccionario in­
glés-español. Meses después, con Franco todavía lejos, la
oportunidad lingüística se invertía. He aquí una masa de in­
diferentes o, de acuerdo con las circunstancias (y de acuerdo
con Orwell), gente con simples ganas de sobrevivir.
La misma Barcelona que jaleó a los brigadistas que iban
para el Ebro en octubre de 1938, hasta el punto de sorpren­
derse muchos de ellos porque no se explicaban de dónde ha­
bía salido tanto rojo a esas alturas, es la que tres meses después
tributa un recibimiento entusiasta a las tropas de Franco. De
la inmediata posguerra son otras actitudes como la de quie­
nes se sienten vencedores, o liberados, y acatan los principios
del nuevo régimen con total naturalidad. Eran las gentes a
las que se refería El Correo Catalán el veintitrés de febrero de
1939 como “literalmente esclavizadas durante treinta meses
mortales, en que la autoridad o su caricatura estuvo en ma­
nos de los mediocres y de los malvados”. Están también quie­
221
El p a r a íso p o l íg l o t a

nes, sin motivación precisa, quieren lavar su pasado catala­


nista o sus simpatías con él, más o menos forzadas durante
los años republicanos: una especie de género converso, que
extrema los símbolos unitarios de la nueva época. Una pobla­
ción que abandona el catalán como por arte de magia. Final­
mente están quienes, por expresarlo pronto, cambian lengua
por dinero: “La burguesía catalana, que mai no retrobaría el
protagonisme d’abans de la guerra, toleraría la desaparició
dels seus senyals d’indentitat només amb l’objecüu de con­
servar el poder econòmic”7.
Esta última opinión quizá sea certera; pero si se admite
esa pérdida de identidad, es que la seña de identidad no era
tanta. O había más señas y de más valor. Dicho de otro modo:
¿cuál era la genuina seña de identidad de la burguesía catala­
na, la lengua (digo cualquier lengua) o el dinero? En la pos­
guerra, ¿perdió realmente sus señas de identidad o, simple­
mente, tomó una opción —una más— para conservarlas y
acrecentarlas? Para esta representativa clase social, la posgue­
rra se resumió en dos puntos: primero, recuperar la empre­
sa, la fábrica, como algo esencial; segundo, una vez acatado
el poder central, apoyarlo y, en los márgenes de maniobra
que se le permitían, dedicarse tranquilamente a ganar dine­
ro8. Dichas posiciones llevaban implícita una opción lingüís­
tica clara: el reconocimiento del español como lengua de ex­
presión pública, que era una forma como cualquier otra de
dar las gracias al “glorioso alzamiento nacional” que le había
librado de los rojos. En el fondo, la opción lingüística, ¿qué
importancia tenía?, ¿qué más daba? El español también era
su lengua. A efectos económicos, una lengua mucho más be­
neficiosa que el catalán. A efectos políticos, por aquellos años,
no digamos.
Por encima de toda esa maraña de intereses humanos,
mucho más complejos y serpenteantes de lo que parece a pri­
mera vista, se extendían los principios de un régimen que ha­
7 Ignasi Riera, 1998, p. 159.
8Albert Ribas i Massana, 1978.
J u a n R a m ó n L o d a r es

bía colocado a la lengua común donde siempre han coloca­


do las lenguas los amigos del tradicionalismo: en el olimpo
de la patria, en las esencias, en la identificación colectiva y en
la seña irrenunciable. También el español ha tenido aquí su
historia olímpica y ninguna falta le hacía tenerla, pero así
fue. No sólo esto, sino que, como lengua de un imperio his­
pánico emergente, ni podía admitir contacto con ninguna
lengua minoritaria de España, ni podía admitirlo como si tal
cosa con los idiomas que hablaban las potencias decadentes
del bloque aliado.
Sí podía codearse con el italiano y con el alemán, que se
enseñaba en algunos colegios privados, lengua esta última
de otro imperio emergente entonces que, al final, se hundió.
Bien puede decirse que, con estas gentes y estas ideas, la puer­
ta para desalojar el catalán estaba abierta de par en par. Mu­
chos catalanes contribuyeron a abrirla y a mantenerla abierta,
instalados en puestos de alta responsabilidad, hasta finales
de los años cincuenta de forma clara, y hasta después de for­
ma tácita. Fechas y personas que indican que la tónica repre­
sora ni fue exclusiva obra de hispanohablantes natos venidos
a perseguir el catalán, ni fue una medida coyuntural tomada
al calor de la posguerra9.
Hay un testimonio muy sincero, y muy elocuente, al res­
pecto. Lo da el escritor Carlos Barral en su libro de memo­
rias Años de penitencia. La familia Barral había hablado antes
de la guerra indistintamente catalán y español, sin que la op­
ción por uno u otro supusiera nada en concreto; estribaba
en las relaciones o procedencia de sus diversos miembros. Su
tío Gerardo, por ejemplo, hablaba catalán, pero en casa, ex­
cepto para chillar cuando estaba enfadado, hablaba español.
Su madre hablaba argentino, dice el autor; su tía Adelina, ca­
talán. Ambas lenguas familiares se entremezclaban en sus
recuerdos. Llegó la guerra y tras ella (me permito esta larga
exposición de citas extractadas de los capítulos “La calle re­
dimida” y “Retrato de familia”):
9 Ignasi Riera, 1989, p. 80.

223
El pa r a íso p o l íg l o t a

Todo el m undo, incluso las criadas, que anteayer gritaban


“No pasarán”, participaba de este entusiasmo por la nueva era
y se arropaba en los pliegues de una religiosidad delirante. Al­
gunos parientes y amigos de mi familia regresaron del frente
con uniformes de alféreces provisionales o lucían en el ojal
nuevos símbolos políticos. Es curioso, los que habían perm a­
necido en Barcelona durante la guerra no habían dudado en
prenderse de la chaqueta escarapelas rojas o los colores de la
confederación. Yo creo que las gentes que efectivamente se
sentían liberadas, la burguesía que había perm anecido en
zona republicana y para quienes las fuerzas nacionalistas habí­
an ganado la guerra, tenían la obsesión de enm endar el país.
Porque el país entero se puso a hacer penitencia y una trans­
formación que al cabo de los años parece inimaginable se ope­
ró a una velocidad vertiginosa. El m andar los niños a los jesuí­
tas debió ser para muchas familias burguesas e incluso de la
m enestralía uno de los ritos expiatorios con los que incons­
cientem ente pretendían saldar la culpa colectiva. Muchas fa­
milias, por otra parte, debieron pensar que la tradicional disci­
plina de los educadores ignacianos volvería a la razón a sus
crías mal educadas, disipadas en el libertinaje de los años de
guerra. No sé de dónde vendría aquella prim era oleada de pa­
dres y herm anos destinados a repoblar el colegio y a poner en
m archa sus sistemas de educación tan reputados entre las gen­
tes acomodadas. Hablaban todos ellos en castellano. El catalán
era ante todo la lengua de los veranos, la lengua de los pesca­
dores de Calafell, entre quienes la había realm ente aprendi­
do. El catalán resultaba, por otra parte, una lengua vinculada a
personas y situaciones poco simpáticas, estrecham ente ligada
a la grosera lógica mercantil y proclive a los discursos injurio­
sos. Y era la lengua que generalm ente se usaba para hablar con
chóferes y porteras, para entenderse con los escasos represen­
tantes del proletariado que tenían contacto con mi preservada
vida de\señorito.
J u a n R a m ó n L o d a r es

U na , grande ylibre ... pero menos


En este clima que narra Barral prosperó un repetidísimo
lema que iba a ser la clave del nuevo orden social: España
una. En 1938 Franco declaraba a un diario argentino: “Espa­
ña se organiza en un amplio concepto totalitario, por medio
de instituciones nacionales que aseguren su totalidad, su uni­
dad y continuidad. El carácter de cada región será respetado,
pero sin perjuicio para la unidad nacional, que la queremos
absoluta, con una sola lengua, el castellano, y una sola perso­
nalidad, la española”10. Toda la retórica sobre la unidad espa­
ñola es muy conocida. No hará falta acumular citas. Es más,
no hará falta acumular ni una.
Sorprende tanta manía unitaria ante atribuciones auto­
nómicas que entonces eran muy limitadas, si se comparan
con las actuales. Es evidente que el miedo a la diferencia no
era tal; primero porque no tenía sentido, en el fondo, no ha­
bía tanta diferencia; segundo, porque entre el conservadu­
rismo español a ultranza —donde hay que incluir a Franco—
lo del carácter regional, la ü adición, la variedad, el pintores­
quismo, lo autóctono, se apreciaba mucho, como se sigue
apreciando tópicamente, pues se supone que es una parte
esencial de lo español. De modo que todavía ahora se oyen
apelaciones a la unidad nacional añadiéndose, eso sí, la cole­
tilla de los particularismos enriquecedores e integradores.
Antes se utilizaba incluso como reclamo publicitario para atraer
turistas, con esos carteles llenos de colorines donde hoy salía
un caballista andaluz y mañana un baile de muñeiras.
Lo que por entonces se ocultaba tras la retórica de la uni­
dad no era conjurar el miedo a la diferencia, sino conjurar el
más palpable, agudo —y muy evidente en la propia Catalu­
ña— miedo a la revolución social. Asunto,éste, por otra par­
te, que no se oculta lo más mínimo en la prensa de la época,
ni en las frecuentísimas proclamas patrióticas, arengas y dis­
cursos. La adhesión a los nuevos principios de orden, de dis­
10 Fernando González Ollé, 1995, p. 55.

225
El pa r a íso p o l íg l o t a

ciplina, de acatamiento a la autoridad, a sus valores ideológi­


cos, se va a expresar, entre otros efectos, a través de la adhe­
sión sin reservas a la lengua común de la renovada España
una. Así, en el semanario vasco Domingo, del diecinueve de
septiembre de 1937, se podía leer: “Ni cerrar el puño, ni ha­
blar otro idioma que no sea el español. Una cosa y otra nos
han costado bastante sangre para que no las pongamos jun­
tas, como juntos iban los marxistas con la tribu cobarde y ab­
yecta de los separatistas vascos, y como van todavía en Catalu­
ña ambas tendencias antiespañolas”. Se da la circunstancia
de que la inmensa mayoría de los separatistas vascos no ha­
blaba más que español, y el puño levantado o el marxismo
no eran moneda disgregadora en el ultracatólico mundo del
nacionalismo vasco. El éusquera sí lo fue.
Por lo mismo, en Barcelona, el Ayuntamiento establecía
un plazo para que los rótulos y reclamos públicos fueran re­
dactados en español “dando con ello los comerciantes y anun­
ciantes una prueba de adhesión a lo que ha sido la base y mo­
tor del glorioso Movimiento”11. Glorioso Movimiento que a
muchos comerciantes les resultaba simpático, y no tenían ma­
yor empacho en mostrarle su adhesión a través del idioma
(que para ellos no era un idioma venido de fuera). Lo hacían
cambiando el nombre de los establecimientos, o poniéndose
una insignia en la solapa, o llevando sombrero, que era una
prenda que no usaban los rojos. Pero una prueba, entre otras,
de que la lengua no siempre era un salvoconducto es que, en
las depuraciones de profesores de la universidad de Barcelo­
na, a algunos no les sirvió de nada el serlo de español o de la­
tín. A otros, sus simpatías por el nuevo régimen sí les sirvieron
de algo: Joaquín Verdaguer, periodista palmesino que había
cultivado el catalán y el español, vio cómo su Método de inglés se
convertía en libro de texto oficial. Verdaguer también sabía
inglés, como puede suponerse, y desde 1936 venía traducien­
do al español obras tituladas Mallorca salvada, y otras tan ame­
nas como ésa, prosas de marinos de guerra británicos que na­
11Josep Benet, 1979, p. 94.

226
r

J uan R am ón L odares

rraban sus experiencias en la Royal Navy, y sus ocasionales es­


carceos tácticos con la flota republicana española.
Exactamente, no sé por qué se tiende a ver en las apela­
ciones franquistas a la unidad lingüística una monomanía
por atacar lenguas minoritarias, o por aplastar el régimen au­
tonomista republicano, que se supone que debía de ser la
Tierra de Jauja, el paraíso políglota donde todas las lenguas
de España tenían un aprecio y un cultivo dignos de admira­
ción. Son más visibles las intenciones por controlar la “hidra
revolucionaria”, como decían algunos entonces. En Catalu­
ña, señaladamente, muchos sintieron con alivio la victoria
franquista, por lo que ciertas clases y estamentos recupera­
ban con ella: las fábricas, las empresas, las tierras, los bancos,
los títulos de propiedad y el orden establecido de relaciones
de poder económico, todo eso, era infinitamente más impor­
tante que el catalán. Lo que se recuperaba con la contrarre­
volución bien valía el silencio público de una lengua que,
por otra parte, los vencedores tampoco estaban decididos a
liquidar. No por nada en especial, sino porque entre los ven­
cedores, entre quienes se sentían como tales, había muchos
catalanohablantes.
Quedaba, por tanto, libre el camino para esa infinidad de
dictados sobre el uso de la lengua, sobre la exclusividad del
español en tales o cuales situaciones, sobre la prohibición de
hablar o escribir en otro idioma que no fuera el que enton­
ces se declaró nacional. Muchos dictados son ocurrencias
verdaderamente absurdas, que sólo se explican por las espe­
ciales circunstancias de aquellos años, como la de prohibir
en la ciudad navarra de Estella el uso de la palabra agur, por
ser “planta exótica” en aquellas tierras. Aparte de que fuera
cierto, el caso era prohibir todo lo que no casara con la nue­
va ortodoxia política. Otras prohibiciones había que seguían
la misma línea. Quedaba también abierta la estigmatización
del catalán o del vasco, la del gallego se notó mucho menos.
Todo esto llegó hasta el punto de que gente catalana partida­
ria del régimen de Franco, gente libre de toda sospecha, exi­
liada de la Cataluña revolucionaria e instalada en zona firan-
227
El pa r a íso p o l íg l o t a

quista, era criticada por hablar en catalán en su tierra de aco­


gida. No se consideraba su lengua un signo de particularidad,
sino de clara desafección contra un “glorioso Movimiento”
que combatía en Cataluña una revolución, muchas de cuyas
voces se asociaron con el catalán.
Todas estas notas sobre la unidad lingüística y unidad po­
lítica quedan documentadas y no necesitan mucho comenta­
rio. Su contenido se puede resumir en las palabras del minis­
tro de Educación Ibáñez Martín: “La unidad lingüística se
requería así, como complemento de la unidad política. Una
patria grande y unida ha de poseer una lengua común y ello
por la necesidad imperiosa de que sea uniforme la voz de to­
dos los españoles, y esa voz pueda conservarse en el futuro”12.
Esta es la parte retórica del asunto. Había otros intereses de
mayor enjundia.
La idea de una uniformidad lingüística había arrancado
no para conjurar el separatismo en sí, ni para trasmitir nues­
tro mensaje a quien quisiera oírlo en el futuro; arrancó para
conjurar las “desviaciones” revolucionarias. La práctica de la
adhesión a ese principio unitario, como muestra de que no se
era hostil al régimen (y, por lo mismo políticamente desvia­
do), pasaba por hablar públicamente en español. Esa era la
única manera eficaz de controlar a la gente. Una eficacia ru­
dimentaria, si se quiere, pero una función del lenguaje que
no ha sido de uso exclusivo de la España de posguerra. Las
llamadas a la unidad lingüística llegaron mucho más allá del
catalán, del gallego o del vasco. Pío Zabala, rector de la Uni­
versidad de Madrid, pronunciaba estas palabras un diez de
junio de 1939: “Quien no piense en español, no ha de volver
a tener acomodo en las aulas”13. Es evidente que con la pala­
bra españolYío Zabala no se refería sólo a tina lengua. Con ar­
gumentos de esa sustancia se abrían expedientes a Antonio
Machado o a Miguel de Unamuno, por los que se les aparta­
ba de sus cátedras de francés y griego, respectivamente. Ya
12 Christine Bierbach, 1989.
13 Daniel Sueiro y Bernardo Díaz, 1977, vol. II, p. 196.
J u a n R a m ó n L o d a r es

daba igual. Habían muerto varios meses antes de que se inco­


ara el expediente. Pero servían de ejemplo aleccionador: la
limpieza lingüística era limpieza política e ideológica en rea­
lidad. Se buscaba un pretendido casticismo español cuyas
normas quedaban al arbitrio del nuevo régimen.
A tal respecto es clarísima una orden del dieciséis de
mayo de 1940 donde se dice: “No por un mezquino espíritu
de xenofobia, sino por exigencias del respeto que debemos a
lo que es entrañablemente nuestro, como el idioma, se preci­
sa desarraigar vicios de lenguaje que, trascendiendo del ám­
bito parcialmente incoercible de la vida privada permiten en
la vida pública la presencia de modas con apariencia de vasa­
llaje o subordinación colonial. Es deber del poder público,
en la medida en que ello sea posible, reprimir estos usos que
contribuyen a enturbiar la conciencia española desviándola
de la pura línea nacional, introduciendo en las costumbres de
nuestro pueblo elementos exóticos que importa eliminar”14,
(texto paradójico, qué duda cabe, destinado a corregir los vi­
cios de la lengua enfangándose en el vicio él mismo: no pue­
de estar peor escrito). Tales apelaciones a la pureza de la len­
gua enseñan que tras la España una andaba la España imperial.
Ambas eran las dos caras de la misma moneda política: adhe­
sión al régimen.
En el Catecismo patriótico español de Ignacio Méndez Reiga-
da, libro de texto oficial para las escuelas desde 1939, los ni­
ños aprendían lecciones como ésta: “La lengua castellana
será la lengua de la civilización del futuro porque el inglés y
el francés, que con ella pudieran compartir esta función, son
lenguas tan gastadas que van camino de una disolución com­
pleta”. De modo qne, si al gobernador de turno se le ocurría,
podía caerle una multa al establecimiento que se anunciara
como Palace, Coiffeur, Restaurant o Royal. Todos estos nom­
bres no estaban escritos en “idioma nacional”y, aveces, se in­
terpretan erróneamente las multas a ellos dirigidas —que
fueron algunas— como anticatalanismo o antivasquismo,
,4J. Urrutia, 1972, p. 162.

229
El p a r a íso p o l íg l o t a

pero no había tales. O sea, que entre la España una y la Espa­


ña imperial de la posguerra, con sus dobles exigencias idiomá-
ticas, muchos restaurants pasaron a casa de comidas-, los Hoyal a
Real-, algunos Palace'd Palacio y la Maison Daré pasó a ser el Café
España. Pero esto no tenía por qué ocurrir sólo en Barcelo­
na, ocurría también en Madrid, si bien en aquella ciudad se
notó más la España una y en ésta la imperial. Considerado el
caso desde el cinismo práctico, multar por desafección idio­
màtica era una manera fácil de sacar dinero en una época de
apreturas.
Respecto a la prohibición de nombres, ocurría un poco
de todo. Algunos se prohibían no porque fueran catalanes,
sino porque eran de “ciertos” catalanes. Por una orden del
21 de febrero de 1938, los institutos Bahnes, Maragall y Ausias
March conservaron sus nombres. Pero el Instituto Giner de los
Ríos pasó a denominarse Jacinto Verdaguer, como el Pi y Mar­
gal! pasó a Milá y Fontanals. El instituto Salmerón pasó a Menén-
dez y Pelayo. Salmerón era natural de Alahama, Almería. Qui­
zá a quien firmó la orden le parecía un apellido catalán. En
todo caso, había sido republicano de la primera hornada. Lo
sustituyó un sabio de Santander libre de sospechas. Como los
gobernadores cambiaban con más rapidez que los nombres,
un par de meses después, el instituto Verdaguer pasaba a de­
nominarse Avemaria. No sé si en referencia directa a lo que en­
tonces se enseñaba en los institutos.
Algunos llegaron a mostrar tal celo por el engrandeci­
miento español, de sus palabras, de sus nombres, que fueron
más papistas que el Papa. No limitaron el asunto a cualquier
lengua moderna, grande o pequeña, sino que recomendaron
vivamente cambiar la pronunciación incluso del latín. Esta
fue una ocurrencia particular del obispo de Barcelona, mon­
señor Díaz Gomara. El reverendo José María Borrás hacía
pública tal decisión en el Noticiero Universal de Barcelona, el
dos de octubre de 1939: “Con la misma autoridad que mis Ve­
nerables Predecesores aconsejaron la pronunciación roma­
na del latín, disponemos que desde hoy se pronuncie el latín
a la española”. Nadie obligaba al obispo a tamaña decisión.
230
J u a n R a m ó n L o d a r es

Es más, ese mismo mes partía del Ministerio de Gobernación


una circular asegurando las labores parroquiales en catalán y
en vasco (los obispos gallegos no habían solicitado al ministe­
rio ninguna aclaración al respecto. No hacía falta). Sin em­
bargo, tales iniciativas dejaban implícita la adhesión de una
Iglesia agradecida al unitarismo antirrevolucionario del nue­
vo régimen. Era la versión lingüística de los entronamientos
bajo palio que el abad Escarré le dispensaba al dictador en el
monasterio de Monserrat.
Tras la obligación, o junto a ella, venía la devoción propa­
gandística al español. En los locales públicos, aduanas, trans­
portes, se ponían carteles con lemas como “Los españoles
que hablen español”, “Sana y noble advertencia: hablad cas­
tellano” y otros por el estilo. Aparece otra figura recaudatoria
muy de la época, la Guardia ávica, una patrulla lingüística ves­
tida de paisano que se dedicaba a pasear por las calles a ver
qué decía la gente y cómo lo decía. Si oían a alguien hablan­
do en cualquier otro idioma que no fuese español —cual­
quier otro idioma— tenían mandato de llamar cortésmente
la atención al interlocutor invitándole a cambiar de lengua.
Si el aludido no lo hacía así, tras reiteradas advertencias, la
cortesía llegaba a su fin y se le podía denunciar a la autoridad
de turno. Al infractor le caía una multa encima. Otra más.

L engua y control social


Este realismo lingüístico obligado, por llamarlo así, cum­
plía varios fines mucho más allá de la persecución política de
lenguas. Aunque no sean explícitos, sin embargo, son fines
fáciles de ver si se leen con la debida atención los dictados al
respecto que iban saliendo de ministerios y gobernaciones.
Voy a destacar los cometidos que me parecen más interesan­
tes y los que mejor demuestran algo muy simple: que la len­
gua española sirvió no sólo para acallar otras lenguas sino que
sirvió, más eficazmente incluso, para acallar otras ideas que se
expresaban... en español. Quienes piensen que la lengua co-
E l, PARAÍSO POLÍGLOTA

mún se empleó entonces sólo como elemento de censura del


catalán, gallego o vasco, están viendo la corteza de un fenó­
meno de control social mucho más profundo y mucho más
grave que afectó a todos los españoles. Un fenómeno típico
de los regímenes totalitarios, una de cuyas ramificaciones
era la lingüística. Pero no era la única, ni la más grave posi­
blemente.
Había un cometido simbólico en el unitarismo lingüísti­
co, derivado del hecho de estar todos los españoles al uníso­
no contribuyendo a la España una y a la España imperial, li­
gándose a esa corriente. Una corriente totalitaria y xenófoba
recogida, por ejemplo, en el libro España Nuestra, que publi­
có en 1943 la Vicesecretaría de Educación Popular. Allí se
leen estos amables avisos: “¡Escuchad bien esto y para siem­
pre, niños españoles!: ¡El que de vosotros olvide su Lengua
española o la cambie por otra dejará de ser español y cristia­
no! ¡Por traición contra España y pecado contra Dios! ¡Yten­
drá que escapar de España! Y cuando muera, su alma traido­
ra irá al infierno”. En este párrafo la lengua española se había
aliado con la religión cristiana. Faltaba la raza, que también
anda por otros textos con los que no es hora de aburrirnos.
A la postre, esta función es la que más ha dañado el apre­
cio por el simple valor común de la lengua, porque aunque
parezca que éste se refuerza, la realidad es que se debilita
mucho por asociarse a un credo político concreto. En este te­
rreno, el español no le debe ningún favor a la etapa franquis­
ta, más bien al contrario. Eso es nocivo, no para el español en
sí, sino para todos los españoles, porque se siembra la duda,
el recelo, sobre un medio de relación útil para todos y tan ex­
tendido que no es propiedad de nadie. El franquismo fue tan
torpe en esto que les ha brindado argumentos a quienes ha­
blan del español como una lengua impuesta por la fuerza.
Pero no se le pueden pedir peras al olmo, y un régimen tota­
litario lo es por algo. Un régimen totalitario aprovecha todos
aquellos recursos de control social que quedan a su alcance.
En la España de la posguerra uno de aquellos recursos fue la
lengua común.
232
J u a n R a m ó n L o d a r es

La función principal del unitarismo lingüístico fue la de


controlar a la gente, la de controlar las ideas y la de asegurar
la eficacia en la cadena de mando. Creo que esto admite po­
cas dudas. El Catecismo patriótico español (no teman, les asegu­
ro que es la última vez que lo cito) era claro a este último res­
pecto: “En España no hay división de poderes, sino unidad
de mando y de dirección y, bajo ella, orden y jerarquía”.
¿Queda claro? El mando, el orden y la jerarquía monolin-
gües eran más prácticos, por supuesto. Además, el sentido de
las comunicaciones que fueran en otra lengua se podían es­
capar al control de la autoridad —en caso de que trasmitie­
sen algún mensaje subversivo o alguna indirecta—, mientras
que dichos en español no eran secretos. La Guardia cívica
cumple muy bien esa función, no se pasea por la calle discre­
tamente vestida de paisano para sólo recomendar que no se
hable en catalán, en gallego, en vasco o en francés. Se pasea
por algo más.
De la misma manera, la machacona insistencia en que todos
los carteles, nombres, anuncios, anagramas y marcas —proce­
dan de la lengua que procedan— “vayan obligatoriamente
acompañados de algunas palabras explicativas en el idioma
nacional”15y no con un nombre escueto, con una sigla, o con
un título de recónditas sugerencias, indica también con clari­
dad dicha función. Quien la dejó más clara fue el canónigo
barcelonés José Montagut i Roca: “Toda propaganda oral y
escrita debe pasar por el mismo tamiz. No se permitirán ni
alocuciones, ni mítines, ni conferencias, que no se pro­
nuncien en castellano, y quedará proscrita toda publicación,
libro, folleto, periódico, revista, diario que no se redacte en
el lenguaje oficial de España, que es el verbo de la raza y de
todos los hijos del orbe hispánico”16. (¿Lo han visto?, ya está
la raza.) Pues bien, ésta es una proscripción del catalán, ga­
llego y vasco, en la misma medida en que lo es del francés,
del inglés... incluso del español, según qué ideas se expresen
l5Josep Benet, 1979, p. 284.
16 Solidaridad Nacional, Barcelona, 6 de septiembre de 1939, p. 3.
El pa r a íso p o l íg l o t a

en él: es una proscripción de cualquier mensaje considerado


desafecto al régimen.
De todo el entramado se beneficiaba la censura, es más,
difícilmente hubiera podido ser muy eficaz entonces sin tales
procedimientos. Hasta hace relativamente poco los censores
seguían teniendo sus muletillas al respecto; (un informe del
censor principal de libros del Ministerio de Educación y Cien­
cia, que data de 1973, recomienda a la hora de revisar escri­
tos en vasco seguir esta práctica: si se encuentran lemas como
Gara Euzkadi o Gara Euskalerria, en el segundo caso no hay
cuidado pues significa “Viva España y Vasconia”, en el prime­
ro sí hay cuidado pues significa “Viva Vasconia y fuera Espa­
ña”. Según el censor, éste era un criterio que no fallaba). Con
una única lengua se controlaba mejor a la prensa y a los me­
dios de comunicación; se controlaba mejor a los ciudadanos
particulares; se controlaba mejor los medios públicos de ex­
presión y se hacían más efectivos los servicios secretos del ré­
gimen y su policía política. Se dominaba, en fin, cualquier lí­
nea de comunicación y se evitaban ruidos molestos.
Una de las grandes destinatarias de esta función controla­
dora fue la escuela. Durante el franquismo bien puede decir­
se que ha habido más adoctrinamiento que alfabetización, o
que ésta se ha ejecutado a través de aquél. No hay más que
ver los libros de texto de la época al estilo de La escuela y lapa-
tria, España es así, Espejo y gloria de España (no, no seleccionaré
citas esta vez). Obras de calidad inmarcesible que algunos
han tenido que sufrir, sobre todo si han asistido a colegios re­
ligiosos regidos por ciertas órdenes, en los que estas lecturas
se han utilizado hasta muy tarde. En la retórica del régimen,
los analfabetos, que debían su triste situación a la desidia y
molicie de la sociedad liberal, se iban a redimir en la nueva
sociedad jerárquica aprendiendo en las cartillas, de paso, los
valores patrióticos vigentes.
Que a través de las escuelas se pretendía controlar ideoló­
gicamente a las nuevas generaciones, antes que enseñarles
español, sin más, lo demuestra un dato que parece anecdóti­
co pero no lo es: la gramática de la Academia, como sus rami­
234
J u a n R a m ó n L o d a r es

ficaciones, no fue texto escolar (o lo serían muy irregular­


mente) . Los intentos que llevaron a cabo Vicente García de
Diego o Julio Casares, a principios de los años cuarenta, para
remozar gramáticas escolares hechas bajo tutela académica
hacía diez o quince años, no llegaron a ninguna parte. Los de­
sastres de la guerra desbarataron los fondos editoriales, asun­
to que no causó mayor quebranto en los planes escolares del
régimen, porque una gramática que sólo enseñaba gramática
—que era la que se había utilizado en la fenecida República—
posiblemente no resultaba práctica en los criterios educa­
tivos de la época. Sí lo eran todos esos catecismos patrióti­
cos que se publicaban con profusión de consignas al gusto
de los nuevos tiempos.
En resumen, si la represión de las lenguas minoritarias en
la posguerra es un hecho innegable que en su génesis va más
allá del mero arbitrio de un gobernador militar —un hecho
cuya carga cayó, por razones obvias, sobre el catalán de modo
mucho más violento que sobre el vasco o el gallego—, el ca­
pítulo todo de la relación de lenguas en la España de la épo­
ca hay que considerarlo como parte de una motivación mu­
chísimo más amplia, y por lo mismo más siniestra si cabe, de
control político de toda la población. Un tipo de control en
el que el código, la lengua española, era el propio mensaje.

P ropaganda, púlpito , academia


¿Quiénes quedaron, sin embargo, fuera del obligado con­
trol? Ajenos a él quedaban los correligionarios. Quedaban
quienes las nuevas autoridades consideraron leales, hablaran
la lengua que hablaran. Elay aquí un intento estratégico, en
general poco estudiado (tampoco debe ser apasionante ha­
cerlo, sinceramente), de incorporar las lenguas minoritarias
al medio cultural del nuevo régimen. Puede parecer extraño
a primera vista, pero un mensaje que se repite con insistencia
—incluso en los mismos dictados donde se proscriben tales o
cuales lenguas, o en los artículos destinados a ensalzar las vir­
El p a r a íso p o l íg l o t a

tudes unitarias del español— es el de que las otras lenguas de


España también son muy dignas. Lo son por muchos moti­
vos: para Montagut i Roca cualquier otra lengua de España
que no sea el español “es sagrada y respetable porque ha flo­
recido bajo nuestro cielo”; para Miguel Mateu i Pía, alcalde
de Barcelona en 1939, el catalán, el gallego y el vasco son “sa­
nos y nobles apegos a tradiciones sagradas y a usos y costum­
bres que fueron siempre la esencia misma del patriotismo es­
pañol”17, es decir, la doctrina del tradicionalismo español de
toda la vida, expresada con absoluta libertad en plena pos­
guerra, por alguien que se sentía vencedor y muy afín al fran­
quismo. En el Abe de Sevilla del 21 de octubre de 1937 se ha­
bla del “dialecto regional respetabilísimo y hasta encantador
en circunstancias normales” (no las aclara); y así se podrían
citar varios ejemplos más donde se vinculan estas lenguas a la
tradición, al abolengo y a la raigambre hispánica.
Opiniones particulares aparte, más claras resultaron las
palabras de Serrano Suñer al periodista del régimen Manuel
Aznar, semanas antes de la toma de Barcelona: “¿El lenguaje
catalán? ¿Por qué no? Si el catalán es un factor y un vehículo
de separatismo, lo combatiremos. Imagínese que el castella­
no —aunque esto no puede suceder— llegara alguna vez a
ser un factor contrario a la grandeza de España. ¿No estaría­
mos obligados a combatirlo? Si el catalán es un elemento de
la grandeza de la Patria, ¿por qué no respetarlo?”18. Así fue, a
veces se combatió al español por mucho menos que atentar
contra la grandeza de España y se abrasaba entre multas y
cierres a La Codorniz por los mismos años —ya entrados los
setenta— en que se permitía, sin estorbos, la celebración de
ferias del libro y del disco en éusquera y los manifiestos del
Alfabetatzen y el Euskalduntzen, donde se decía que ambos mo­
vimientos eran dos procesos de recuperación de la nacionali­
dad vasca ( buen apoyo para tal recuperación era la enseñan­
za del éusquera entre quienes nunca habían hablado dicha
17Josep Benet, 1979, p. 223.
18 Ibídem, p. 220.

236
J u a n R a m ó n L o d a r es

lengua); no me parece a mí que eso de La Codorniz sea una


persecución idiomàtica, precisamente.
Más claro, si cabe, que Serrano Suñer fue un oficio de la
Subsecretaría de Prensa y Propaganda del dieciséis de marzo
de 1939 donde se lee: “Los idiomas regionales deben prohi­
birse cuando no sirvan propiamente a un mayor ambiente o
a una particular y mejor esfera de divulgación de los Princi­
pios del Movimiento y de la Obra del Gobierno”. En un te­
rreno más práctico se desenvolvía el Nuevo Reglamento No­
tarial del dos de abril de 1944, obra del catalán Eduardo
Aunós, donde se lee: “Los instrumentos públicos deberán re­
dactarse necesariamente en Idioma español” (aparte de la
mayúscula en idioma, no encuentro yo en este decreto nada
raro: si toda la población española conoce el español ¿en qué
idioma —o Idioma— van a funcionar mejor y con más fre­
cuencia notarios y registradores? ¿Qué mejor fe pública podía
tener un documento que aquella que le otorgaba la única len­
gua de dominio público genuino?). Eduardo Aunós, sin em­
bargo, tenía todo previsto, así que a renglón seguido aclara
que: “Cuando el documento se otorgue en territorio español
en el que se hable una lengua o dialecto peculiar, el Notario,
a solicitud del interesado, redactará el Instrumento en Idio­
ma español y en la lengua o dialecto de que se trate, a doble
columna, para que simultáneamente puedan leerse y apre­
ciarse ambas redacciones que gráficamente se corresponde­
rán en cuanto sea posible”. Según la misma orden, no hacía
falta traducir al español las expresiones en latín. La ocurren­
cia del obispo de Barcelona, monseñor Díaz Gomara, se co­
noce que ya estaba pasada de moda.
Es tan común este tipo de opiniones entreveradas en los
más distintos medios o explícitas en oficios y leyes, que no
puede hablarse de simples usos retóricos. Entre los franquis­
tas no hubo ningún Barére, aquel comisario al que los revo­
lucionarios franceses encargaron un informe sobre las len­
guas bárbaras que se hablaban en el país y la mejor manera
de extinguirlas. Personaje, por otra parte, elegido para la oca­
sión, porque era un tipo que mostraba el más olímpico des­
237
El pa r a íso p o l íg l o t a

precio hacia todo lo que no fuera francés. Del vasco que tenían
los franceses al sur, lo más suave y diplomático que se le ocu­
rrió decir es que era la lengua del fanatismo. Y no dijo cosas
mucho más bonitas que ésas.
Pero la capilla de franquistas no era así. No eran revolu­
cionarios. Eran muy conservadores y en el fondo considera­
ban lo que Montagut, lo que Mateu i Pía, lo que el Abe de Se­
villa, lo que Serrano Suñer, lo que la Subsecretaría de Prensa
y Propaganda, lo que Eduardo Aunós y lo que la Iglesia cató­
lica: que las otras lenguas de España no dejaban de ser una
parte de la tradición. Eso sí, había que limpiarlas de conteni­
do y connotaciones revolucionarios —esto, sobre todo para
el catalán— o de una utilización equívoca y desviada de sus
verdaderos valores populares, folclóricos y tradicionales. Bien
encauzadas no representaban ninguna amenaza. Es más, se
podían injertar en el tronco patriótico y servir, como servía
el español, hasta de propaganda.
Quizá esto explique iniciativas como la reedición en cata­
lán, en 1942, de la obra de I. Casanovas Balmes. La seva vida.
El seu temps. Les serves obres. El filósofo católico y tradicionalista
Balmes (1810-1848) era catalán, había escrito en español y
parecía entonces más presentable, legible y digerible que
otros autores patrios de la misma línea, como el cardenal Ce-
ferino González o el Padre Urráburu. Aquí también se encua­
draría el proyecto de un gran centro de estudios occitanos, al­
gún otro de estudios mediterráneos, todo ello en Barcelona, y
otros asuntos de este tipo. La Diputación de Guipúzcoa finan­
ciaba una revista para nuevos escritores nacionalistas; la de Na­
varra facilitaba clases de éusquera para niños; se reeditaban las
poesías de Rosalía de Casü o, libros como el de J. Trapero Par­
do Non chores, Sabelina, dramas como O chupón, de J. Rodríguez
López. Entiendo que esto no era la Atenas de Pericles, por su­
puesto. Pero tampoco lo había sido antes.
La tolerancia en estos círculos se aprovechaba a modo de
fomento de la diversidad tradicional española. No se crea
que se trataba de inventos oficiales. Tenían cierta base popu­
lar. En Hospitalet se creó espontáneamente, a principios de
I
J u a n R a m ó n L o d a r es

los años cuarenta, el grupo cultural Alianza entre vecinos ca­


talanes, gente muy conservadora, fiel al franquismo, que a
través de la sardana y de otras manifestaciones de este tipo
pretendía crear un clima de concordia en un medio social muy
revuelto pocos años antes. A su modo, crearon círculos fra­
ternos y se demostró que el fomento del popularismo tradi­
cional, pero integrador y tranquilo, tenía sus valores. No quie­
ro decir con esto que la dictadura fuera a traer la felicidad
políglota. Pero, sinceramente, ¿qué otras felicidades trajo?
El círculo más respetado era el de la Iglesia. Prácticamen­
te toda estuvo con Franco y alguna hasta se ponía correaje y
estrellas de oficial en la camisa. Sí hubo tensiones entre el
clero vasco, enfrentado a su jerarquía desde 1950 a 1960, apro­
ximadamente, y dispuesto a denunciar los abusos políticos
del régimen y la persecución del éusquera. No deja de haber
alguna singularidad en estas denuncias que los obispos trata­
ban de ocultar. Para un conocedor del periodo, la reacción
radical del clero se debe, en suma: “A la industrialización y
urbanización del País Vasco —especialmente Vizcaya y Gui­
púzcoa—, la persistencia del sentimiento nacional reprimi­
do, la destrucción de la estructura tradicional campesina, la
creación de la plataforma cultural cuyo eje vertebrador es el
euskera, y la aparición del movimiento ETA y los cambios
económicos, políticos y sociales del Estado”19. Si lo que opina
este autor es cierto, podría decirse que el clero vasco no ha­
bía cambiado mucho en cien años, cosa que tampoco es de
exüañar. Igual que lo desconcertaron en su día los “nuevos
yanquis” de Vizcaya y los Altos Hornos, le molestaban ahora
la nueva industrialización, la emigración descontrolada que
atraía y los inevitables cambios, trastornos, innovaciones y
abusos que un proceso así lleva fatalmente aparejados. Pero
algo he dicho respecto a estas protestas en el capítulo quinto,
y creo que ya es bastante.
Salvo excepciones contadas, la Iglesia se sentía también
vencedora, acrecentó su presencia en la sociedad y casi mo­
19Ander Gurruchaga, 1985, p. 354.

239
El pa r a íso p o l íg l o t a

nopolizó la enseñanza. Como círculo fiel, sus usos apenas le­


vantaban sospecha, así que Serrano Suñer, ministro de Go­
bernación, mandaba esta circular el veintiocho de octubre
de 1939 a los obispos vascos y catalanes, ante las dudas lin­
güísticas que le habían expuesto: “La explicación del Evan­
gelio se haría en lenguaje regional durante las misas de los
días festivos a que, por la hora y la localidad, concurriese la
mayoría de fieles que se presumiese ignorasen el castellano.
También se daría en catalán o vascuence la enseñanza parro­
quial del Catecismo, en las Parroquias en que concurriese la
misma circunstancia; y otro tanto podría disponerse sobre el
rezo del Santo Rosario. En todos los demás actos religiosos se
utilizará el español”. El ministro disponía, aproximadamen­
te, lo que se había venido haciendo durante muchísimos
años, o sea, alternar lenguas según circunstancias. Hay que
reconocer que, como la arbitrariedad era muy grande enton­
ces y algunos conflictos se llevaban al terreno personal, esta
circular, en manos del gobernador civil o militar de turno,
podía ser papel mojado. Alguna vez lo fue.
Un caso, el de Luis Martínez Galingosa, es muy típico res­
pecto al uso del catalán en la Iglesia. Galingosa había mostra­
do desde antes de la guerra unas manías anticatalanas so­
bresalientes. En 1939 sustituyó a Manuel Aznar al frente del
periódico La Vanguardia. Iba a ser su director durante veinte
años. Era católico ferviente. Le disgustaba oír catalán en la
iglesia. Un veintiuno de julio de 1959 protestó ante Narcís
Saguer, párroco de San Ildefonso, por la predicación en cata­
lán. Como el párroco no le hizo mucho caso, dejó con ade­
mán desafiante su tarjeta en la mesa y se marchó gritando
“Todos los catalanes son una mierda”. Galingosa, aunque
fuera un tipo desorientado, no era ajeno al hecho de que
significativas líneas del nacionalismo catalán de posguerra
—no el revolucionario, por supuesto— se habían acogido a
un catolicismo que iba de lo evidente a lo extremo con absolu­
ta complacencia eclesiástica. En su mentalidad, se compren­
de el desconcierto de este hombre ante la actitud ambigua
de una Iglesia algunos de cuyos miembros contribuyeron a la
240
J u an R a m ó n L o d a r es

proscripción del catalán —y subrayaron los símbolos unita­


rios de la lengua española mucho más allá de lo que al fran­
quista más extremoso y delirante se le hubiera ocurrido,
como lo de españolizar el latín— y ahora andaba por otros
derroteros. El padre Saguer le pidió que se disculpase por
aquellos insultos pues, si al fin y al cabo el régimen le había
permitido predicar en catalán desde hacía veinte años, ¿quién
era el director de un periódico para decirle nada ahora? Ga-
lingosa le contestó con un escrito en su periódico donde acla­
raba que, de disculpas, nada de nada; ya había dicho todo lo
que tenía que decir. Aquello encrespó los ánimos de la feligre­
sía. Un grupo de ciudadanos ligados al nacionalismo católico
catalán (poco sospechoso en comparación con el prosoviético
de hacía veinte años) inició una campaña de boicoteo contra
el periódico, quemó ejemplares en público, rompió algunos
cristales y recomendó a suscriptores y empresas que se borra­
ran o dejaran de anunciarse en ese medio. La campaña tuvo
buena acogida y La Vanguardia empezó a perder dinero. Vis­
to que la tendencia no remitía, el consejo de ministros del
cinco de febrero de 1960 decidió el cese de Galingosa. Los
suscriptores volvieron, los anunciantes también. Cierta opi­
nión pública catalana había ganado una batalla doméstica.
Lo que le ocurrió a Galingosa demuestra que: pasadas las
angustias de la posguerra, había cambios en la estimación
del uso público del catalán; que Galingosa estaba desorienta­
do, porque su belicosidad quizá podría haber tenido curso
veinte años antes —supuesto que Galingosa hubiera querido
contravenir las normativas que partían del Ministerio de Go­
bernación, que ya es suponer— pero ahora el franquismo no
se iba a malquistar públicamente con dos de sus mantenedo­
res en Cataluña: la Iglesia, por una parte, junto a un entrama­
do empresarial muy comprometido y favorecido por el régi­
men, si bien más dependiente de él que rector de sus líneas
de actuación. A una de las ramas de ese entramado pertene­
cía La Vanguardia, donde el caso Galingosa estaba costando
dinero y nombre. ¿Merecía tanto crédito el director de un
periódico, con su trasnochada demanda de obediencia lin­
241
El pa r a íso p o l íg l o t a

güística al español en las iglesias catalanas, algo que ni siquie­


ra el propio Serrano Suñer había exigido en plena posgue­
rra? No lo merecía, así que el gobierno nombró a otro direc­
tor: retornó Manuel Aznar.
Respetar las lenguas minoritarias en círculos eclesiásticos
suponía permitirles un cultivo que la oficialidad de turno no
estaba dispuesta a darles abiertamente, pero tampoco a ne­
garles a cada paso. De modo que las congregaciones, obispa­
dos, seminarios, monasterios, parroquias y sacerdotes parti­
culares que han respaldado revistas, editoriales, congresos,
reuniones y cursos de mayor o menor especialización sobre
catalán y éusquera son numerosos, especialmente para esta
última lengua. Nada se hacía en secreto porque, en la mayo­
ría de los casos, eran iniciativas conocidas. La alfabetización
en vasco, por ejemplo, conoció cierto auge desde 1959 con el
empuje de seminaristas de las congregaciones Lateranense,
Sacramentina, Carmelita, Franciscana, Pasionista y alguna
más; pero desde antes, el padre Felipe Murrieta, bajo abierto
y directo patrocinio de la Institución Príncipe de Viana y de
la Diputación Foral de Navarra, se dedicaba a la alfabetiza­
ción infantil, para lo que fundó la revista UmeenDeia20. Como
ya se ha indicado en otro capítulo, el gallego no interesó tan­
to al clero.
Es posible que en la Iglesia, más que en cualquier otro esta­
mento, viera el franquismo una especie de tradición inmóvil,
tranquila, libre de toda sospecha y dispuesta a cooperar. Por
eso mismo las recomendaciones eclesiásticas saltan a cada
paso: cuando en mayo de 1963 un centenar de firmantes en­
vió una carta con reivindicaciones a favor del catalán a Muñoz
Grandes, vicepresidente del gobierno, uno de los párrafos de­
cía: “La lengua constituye un derecho inalienable de las per­
sonas y de los pueblos, recogido y sancionado por la doctrina
de la Iglesia católica, como así lo ha confirmado recientemen­
te en la encíclica Pacem in Terris el Santo Padre Juan XXIII”21.
20 Pauli Dávila, 1995, p. 68.
21 Antonio M. Badía, 1968, p. 425.

242
J u a n R a m ó n L o d a r es

Muñoz Grandes se debió de quedar impresionado. Menos so­


lemnes —pero igualmente reveladoras— son las declaracio­
nes que la cantante pop Cristina del Valle (ex-Amistades Peli­
grosas) hace al periodista Carlos Marcos: nos dice Cristina que
hace veinte años “iba de cantautora guerrillera en Asturias.
Reivindicábamos la autonomía, la lengua asturiana... Eramos
muy rojos. Todos los movimientos de la izquierda en Asturias
estaban organizados por ciertos sectores de la Iglesia. Me
acuerdo que me enamoré de mi cura hippy ”22. Habría que ver
al curita.
Otro círculo al que tampoco se le incordió demasiado fue
el académico. Desaparecen publicaciones valiosas, pero la
actividad de las Academias gallega y vasca se retomaba en
1945 y se orientaba hacia la construcción de una norma lin­
güística común, hacia la creación de un léxico culto y, en fin,
hacia todos aquellos usos idiomáticos modernos que habían
faltado siempre en dichas lenguas. También son historias co­
nocidas. Aparte de las tareas académicas en pro del vasco
unificado, en los años cuarenta se publican o reeditan obras
de autores plenamente independientes, como Julio Caro Ba-
roja o Rodney Gallop, sobre el folclore, tradición, usos o filo­
logía eusquérica. Rodney Gallop, por cierto, dedicaba intere­
santes comentarios a la situación del éusquera en su obra Los
vascos. Es una opinión la suya muy alejada del martirio de
lenguas. Entre las dificultades que cita para el aprendizaje
del idioma están “la falta de buenos diccionarios y gramáticas
sencillas”, aunque el mayor obstáculo lo encuentra en “la
asombrosa diversidad de dialectos [...]. La verdad es que el
idioma varía según los pueblos, según las casas, y casi debiera
uno decir, que según los individuos”23.
Poco después vendría la creación de cátedras y una activi­
dad editorial que se va recuperando cuando empieza gente
como el poeta catalán Salvador Espriu, que lo hace en 1946,
y termina gente como el poeta catalán López-Picó, que lo hace
22ElPaís Semanal, 12 de septiembre de 1999, p. 95.
23 Rodney Gallop, 1949, pp. 71-79.

243
El pa r a íso p o l íg l o t a

en 1948. No era mucho en cantidad, desde luego, no fue un


florecimiento de las artes filológicas y literarias —como no
fue un florecimiento de nada—, pero también el medio y el
interés eran muy pequeños y, por otra parte, el medio cultu­
ral español contemporáneo siempre ha sido pequeño, para
qué vamos a engañarnos. De modo que comparto en todo la
opinión de Carlos Barral de que la falta de vocaciones litera­
rias en catalán no se debió estrictamente a la situación políti­
ca y lingüística inmediata, sino a una suma de casualidades
bajo las que latía “una catástrofe nacional de dificilísimo
arreglo”24. Palabras muy justas; pues cuando se cuentan las
penalidades de la lengua gallega, la catalana y la vasca, y con
ellas las de las gentes que las cultivaban, a menudo se olvida
cuántos cultivadores, en España, de la española, enmudecie­
ron con la muerte o el exilio. Sin embargo, sale una lista con
muchos nombres. Afortunadamente, a los americanos no se
les olvidó escribir.
Por otra parte, la historia de la recuperación lingüística
en estos círculos está llena de mistificaciones. Nadie fuera
del medio vasquista es responsable de que Justo Mocoroa,
por divergencias de criterio, disuadiera a sus alumnos de asis­
tir a los cursos de vasco que impartía la Academia a mediados
de los años cincuenta. Ni de que el viejo nacionalista Eguile-
or publicara poco después la revista Enbor, en español, donde
ponía en solfa a los nuevos escritores eusquéricos, la mayoría
de los cuales se habían congregado años antes en torno a
una revista sufragada por la Diputación de Guipúzcoa. Ni de
que el padre Gallastegui dirigiera otra revista, Agur, esta vez
escrita en una especie de neovizcaíno, cuando la Academia
andaba por el guipuzcoano del área de San Sebastián, tras
haber rebajado los proyectos de Federico Krutwig en torno
al labortano. Sobre todo, nadie tiene la culpa de que éstas
fueran tormentas en un vaso de agua, ni de que la mayoría
de la gente, que no se angustiaba en absoluto con los plante­
amientos patriótico-lingüísticos, viera con absoluta indiferen­
24 Carlos Barral, 1976, p. 222.

244
J u a n R a m ó n L o d a r es

cia los esfuerzos en pro de la recuperación del éusquera.


Uno está tentado de pensar que de los años cuarenta hasta
iniciados los sesenta, dada la dispersión de criterios normati­
vos, junto al desorden en las líneas de enseñanza y alfabetiza­
ción —asuntos ambos muy anteriores a la posguerra— y en­
tre la frialdad de los propios vascohablantes, el éusquera se
cerraba las puertas solo, no hacía falta gobernadores fran­
quistas para tal. Honradamente lo ha reconocido así algún
que otro nacionalista.
En la misma línea está el caso de Federico Krutwig, de
quien ya se ha dicho algo. Su exilio forzado en 1952 le gran­
jeó entre algunos nacionalistas un halo de mártir de la len­
gua vasca. Pero no había tal, Krutwig era, en principio, un
hombre del que nada cabía sospechar para los franquistas,
para la Iglesia; sólo que se enfrentó a sus patrocinadores. Ya
se sabe que no hay peor cuña que la de la propia madera. El
mismo pensó siempre que había hecho una idiotez levantán­
dose contra la dictadura eclesial. Pero creer, como hicieron
algunos, que había salido de España un demócrata enfrenta­
do al totalitarismo de la época, es mucho creer. Krutwig era
un personaje muy poco recomendable políticamente, un ra­
cista convencido, dispuesto a crear la Gran Vasconia, de la
que era su ideólogo. Una Vasconia territorialmente mucho
más grande de lo que hoy la quieren los nacionalistas y, den­
tro de ella, gente de raza y habla vascas. Cómo se hubiera po­
dido llevar a cabo esto, no lo sé. (Sin embargo, el nacionalis­
mo vasco sigue anclado en ese frente, con su reclamación
territorial de Navarra o los territorios franceses, junto al an­
helo de que todos los allí reunidos sepan éusquera. La raza
pura quizá sea lo más difícil de conseguir a las horas que co­
rren.)
En cuanto al medio académico catalán, si no tuvo antes
de la de Antonio Badía o de la de Francisco B. Molí, catalanes
y filólogos, una gramática histórica según los cánones de la
moderna investigación —una y otra datan de 1951 y 1952—
fue porque no quiso tenerla. Durante años estuvo aparcada
en una imprenta barcelonesa otra gramática de Vicente Gar-
245
El pa r a íso p o l íg l o t a
J uan Ra m ón L odares

cía de Diego, soriano y miembro de la Real Academia. Era dad filológica y usadas preferentemente entre analfabetos,
una gramática histórica del catalán escrita hacia 1945. Un que constituían su vivero expresivo. En estos círculos propa­
año antes, el Ministerio de Educación Nacional había esta­ gandísticos, eclesiásticos o académicos, se dejaba hacer e in­
blecido como materia obligatoria la enseñanza de la asigna­ cluso se promovía alguna iniciativa. Y se hizo así porque el ré­
tura “Filología Catalana” en todas aquellas universidades gimen, fervores patrióticos aparte, era muy amigo de lo
donde existiera la especialidad de Filología Románica: se tradicional. Pensaba que las lenguas de España eran un rico
abría una oportunidad para modernizar los materiales uni­ patrimonio conservable dentro de los cauces de la tradición.
versitarios para el estudio de la lengua catalana. García de Que España era así y así había que conservarla.
Diego fue pionero en esto, pero su gramática se retrasaba, al
parecer, porque la única linotipia capaz para una obra de es­
tas características “estaba ocupada”, según consta en las car­ L a t ib ie z a d e l p u e b l o
tas del editor, Francisco Fortuny. El caso es que el editor iba
sacando libros y libros al tiempo que daba largas y largas a Sin embargo, el interés ciudadano por las lenguas minori­
don Vicente por los más diversos motivos: que si la linotipia, tarias, incluso entre quienes las hablaban, no eran tanto. No
que si las pruebas de imprenta, que si las correcciones. Pasó por presión dictatorial, sino por una fuerza que es muchísi­
el tiempo, aparecieron las gramáticas de Badía y de Molí. mo más potente que cualquier dictadura, muchísimo más
Don Vicente, que estaba entonces corrigiendo los últimos potente que cualquier prohibición de lenguas: el interés de
detalles de su aplazada obra —cuyo contrato de publicación la gente por un idioma mayor que, prácticamente todos los
estaba ya firmado— no la devolvió a la editorial. Tal vez con­ que hablaban otro, tenían en casa y lo consideraban irrenun-
sideró que tres gramáticas históricas del catalán en dos años, ciablemente propio. Pensar que ese interés lo promovió, lo
para un medio tan reducido, eran demasiadas gramáticas. encauzó, o lo facilitó el régimen franquista acallando las len­
Tal vez consideró otras cosas. Fo cierto es que su texto pione­ guas minoritarias es una soberana simpleza. La gran fuerza
ro quedó inédito y olvidado. espontánea de la lengua española en nuestros días queda de­
Dejar libre el mundo académico, o dejarlo bajo un control mostrada en que, a pesar de ser rehén de un régimen dicta­
relativo, significó dejar viva la raíz de las lenguas minoritarias, torial y totalitario que la utilizó como instrumento público
dejarla en manos más diestras que las del escritor, apologista o de control político, la inmensa mayoría de los españoles en
folclorista de turno. Más diestras pero no necesariamente áreas de contacto lingüístico ha seguido reconociendo sus
más razonables a la hora de distinguir entre filología, socie­ valores.
dad y política. Significó, sobre todo, asociar la norma a una Cuando el político nacionalista vasco Manuel de Irujo se pre­
guía autorizada frente a la dispersión de criterios tan típica guntaba en 1952 qué estaba pasando con el éusquera —se lo
del gallego y del vasco antes de 1940, y aún después. Esta dis­ preguntaba a propósito de la fundación de un Pen Club Vasco
persión fue cediendo ante el reconocimiento progresivo de a quien absolutamente nadie le había prestado la menor
unas Academias a las que nadie molestó en su tarea esencial: atención, salvo los fundadores, se entiende— hablaba de la
reconstruir y unificar lenguas minoritarias, que durante si­ “impura realidad” de esa lengua, concepto que concretaba
glos habían permanecido en estado precario, perfectamente así: “Mas en esa realidad, lo más impuro no es lo que va a car­
disgregadas, desprestigiadas entre su propio público y en su go de los gobernadores civiles de Franco. Para eso los envía
propio medio, sin cultivo escrito de peso, objeto de curiosi­ el dictador del Pardo a Euzkadi. Lo triste, lo lamentable, lo

246 247
E l. pa r a íso p o l íg l o t a

desesperante, es la actitud vasca en este orden. Hay muchos


hombres y mujeres que se dicen patriotas, euzkaldunes, cu­
yos hijos no saben hablar la lengua vasca. Y la responsabili­
dad de este hecho no es imputable al gobernador de Franco,
sino a los padres y madres que, conociendo el euzkera, no lo
enseñan a sus hijos. El idioma, la literatura, la poesía y la cul­
tura vascos encuentran pocos corazones emocionados y me­
nos voluntades puestas a su servicio. Esto es muy lamentable
y muy desconsolador; pero es la pura realidad”25.
A la gente común no le interesaba el vasco. Pero una vez
reconocido esto, no deja de haber una acusación durísima,
completamente injusta, contra esos padres vascohablantes
que para don Manuel de Irujo eran más tristes, lamentables y
desesperantes que los gobernadores franquistas, y cuyo gran
pecado familiar —parece que imperdonable para algunos
nacionalistas y neotradicionalistas— ha sido ver en el espa­
ñol las oportunidades que no les daba el éusquera. Puede
que ese sea un gran pecado, pero si tales oportunidades no
se ven, no se ofrecen y no se garantizan en una lengua hay que
comprender a los pecadores por pasarse a otra. Es más, si se
repasan las opiniones de Miguel de Unamuno o de Ramiro
de Maeztu acerca de la situación política y lingüística del País
Vasco en el primer tercio del siglo xx, se advertirá con facili­
dad cómo había muchos vascohablantes que hubieran peca­
do con gusto y, por tristes intereses de gente que tenía asegu­
rado el español, no pudieron hacerlo.
Por cierto, hablando del proverbial utilitarismo de la clase
media vasca, Julio Caro Baroja relataba en su libro de memo­
rias Los Baroja que un amigo le había recomendado a otro
que, puesto que el hijo mayor no servía para los negocios y pa­
recía muchacho poco práctico, le podía matricular en una Fa­
cultad de Filosofía y Letras, a lo que el aludido contestó: “¡Filo­
sofía y Letras! ¡Ni que el chico fuera tuerto o jorobado!”, pues
bien, como para ponerlo a estudiar éusquera. Un terreno so­
cial este, pues, poco abonado para el cultivo de la lengua pa­
25 Manuel de Irujo, 1981, p. 69.
J u a n R a m ó n L o d a r es

tria. Sin embargo, para algunos las familias españolas eran re­
calcitrantes: según el señor X. Cambre (ver pp. 207) la culpa
del decaimiento del gallego la tenían ellas, que en vez de ha­
blar gallego a los niños les hablaban en español. Según el se­
ñor Manuel de Irujo, lo mismo pasaba con los padres vascos.
Eran familias viciosas, sin duda, que fomentaban lazos de
unión entre niños españoles.
Pero, en realidad, no convendría acusar a nadie, ni ver ene­
migos interiores, ni familias perversas. El éusquera, el gallego y
el español conviven desde hace vatios siglos y, por razones tan
evidentes como el desproporcionado número de hablantes a fa­
vor del español y por el hecho de que los hispanohablantes no se
han quedado anclados en una cultura tradicional, campesina y
folclórica, sino que desde antiguo han marcado la pauta en el
desarrollo económico vasco y gallego, el español ocupa el lugar
que ocupa y el éusquera y el gallego ocupan el suyo. Es una cir­
cunstancia de historia material de lo más simple. No es menos­
precio, es que el éusquera y el gallego tenían, como tienen, un
ámbito de relación limitado y, por lo mismo, resultan poco atrac­
tivos para aquel tipo de asuntos que hacen grandes a las lenguas.
En cierto modo, al catalán le ha pasado algo parecido.

La n u e v a t r a d ic ió n , e n m a r c h a
Bien puede decirse que, hasta los años sesenta, el fran­
quismo se dedicó más que a hacer política lingüística a hacer
lingüística política. La diferencia que hay entre un campo y
otro es que en el primero se administran las lenguas para me­
jor convivencia de los hablantes. En el segundo, se manipu­
lan las conciencias por medio de las lenguas, sirviéndose de
éstas como si fueran un instrumento de control político más.
Pero desde mediados de esa década empezaron a cambiar las
cosas y a los acostumbrados círculos controlables de la propa­
ganda, la Iglesia y la academia se empezaron a juntar otros
donde la expresión en lenguas minoritarias era menos ma­
nejable para el régimen.
249
El p a r a íso p o l íg l o t a

Mi opinión es que estos círculos aparecieron no por un


fervor popular reprimido que finalmente explota, sino por­
que el franquismo, en el pecado, llevaba la penitencia. Fue
un sistema que generó bases económicas y de relación huma­
na imposibles de encauzar en tanta rusticidad política: una
notable industrialización, con ella, una obligada emigración
de trabajadores hacia núcleos industriales, un traspaso de la
gente del campo a los cinturones obreros de la ciudad, un
alineamiento diplomático mejor definido, cuando se olvida­
ron los viejos sermones autocráticos e imperiales, la afluen­
cia de muchos universitarios a las aulas, aspectos todos ellos
generadores de conflictos más allá de donde el régimen po­
día prever. Conflictos en los que fueron a reaparecer los te­
mas lingüísticos, considerados a menudo con menos carga
pintoresca.
Sin embargo, por los más diversos caminos, a veces con­
tradictorios, a veces llenos de graciosas paradojas, nuevas ge­
neraciones que ya no se sentían comprometidas con el clima
opresivo de la posguerra, que se sentían distintas, progresis­
tas, armadas incluso en algunos de sus cenáculos con un
marxismo muy pedestre, vinieron a confluir desde los usos
ideológicos a la moda con el tradicionalismo de siempre, el
que nunca había faltado en el propio régimen. Cómo pudo
reaparecer el tradicionalismo que postula la natural —por
heredada— separación de gentes según tradiciones, razas,
territorios y, sobre todo, lenguas, en quienes se sentían re­
presentantes de una teorías y modos nuevos, solidarios, libe­
radores, democráticos, comunicativos e igualitarios, no lo sé.
El caso es que reapareció. Con alguna fuerza, por otra parte.
Quienes se apuntan a las tesis de que el renacimiento de
las lenguas minoritarias de España, evidente en aquellos
años y que luego lo sería más, es fruto de una reacción frente
a la mano punitiva franquista, deberían explicar, por tener
que explicar un solo caso, qué hacían el gallego y el éusquera
en boca de generaciones que ni habían sufrido lo peor de esa
acción punitiva (que acaso no la habían sufrido para nada), ni
habían hablado gallego o vasco en la familia. Y esto no por
250
J u a n R a m ó n L o d a r es

empeño del régimen sino porque, por su situación social y


económica, el gallego y el vasco les eran ajenos. O bien les
eran ajenos porque sus padres habían decidido seguir con
naturalidad la muy mayoritaria corriente de realismo lingüís­
tico que pasaba por el español.
Es aceptable pensar que las lenguas minoritarias tuvieran
cierto aroma de contestación social. Como un símbolo más
entre otros muchos que lo tuvieron en esos concretos años.
Pensar, sin embargo, que fueron la expresión de un afán de­
mocrático secularmente reprimido por el centralismo y la
dictadura franquista como remate, no es aceptable. A las
pruebas me remito: treinta años después del renacimiento
lingüístico, creo que queda claro que los propósitos del na­
cionalismo en cuestión de lenguas chocan reiteradamente
con las necesidades, derechos y usos típicos de una sociedad
moderna. Lo que aparentemente pudo nacer contra la dicta­
dura no ha nacido, desde luego, para la democracia. Que
nos hayamos acostumbrado a ello no dice mucho a nuestro
favor: en España, los nacionalismos —sean de izquierdas o
de derechas— repiten con las lenguas minoritarias la misma
equivalencia que ayer estableció el franquismo con la lengua
española, o sea, lealtad lingüísticas lealtad nacional. Lo más in­
teresante del caso, es que la igualdad se aceptó mayoritaria-
mente ayer con el español como símbolo, así como se acepta
mayoritariamente hoy con nuevos ídolos lingüísticos. Extra­
ño círculo vicioso sin solución aparente.
A los nuevos tradicionalistas les había entrado la angustia
por la identidad parcelada y por la pérdida de algo tan inde­
finible como fogallego, /«vasco, lo catalán, lo peculiar en suma
(como a otros les entraba la angustia por lo español). Con
mucha facilidad se concentraba ese lo en las lenguas porque,
en España, subrayan la diferencia más que cualquier otra
particularidad. De modo que la nueva tradición se dispuso a
calmar las angustias filológicas de diversas maneras.
En los círculos universitarios de Galicia empezó extender­
se la especie de que el gallego era la lengua proletaria del
pueblo, la olvidada, la oprimida, y el español la lengua colo­
251
El p a r a íso p o l íg l o t a

nizadora. Se imponía, pues, terminar con esa situación anó­


mala e injusta, elevar la dignidad del gallego y extender su
aprecio y reconocimiento como lengua genuina del país. La
tarea era difícil porque la “colonización lingüística” ya había
desviado del gallego a la gente de la ciudad, a los profesiona­
les, a los intelectuales, a los obreros especializados, a los me­
nos especializados también, a los pequeños y medianos em­
presarios (los grandes no se habían desviado nunca del
español), a los comerciantes, a las clases medias, a los funcio­
narios, es decir, a casi todo el mundo. Se vivía en Galicia una si­
tuación colonial sin que la inmensa mayoría de gallegos se hu­
biera enterado de nada. Era preciso despertar la conciencias.
Tan preciso como difícil, porque resultaba imposible ha­
cer creer a los trabajadores gallegos que “renunciando al cas­
tellano se hace añicos la concepción burguesa, según la cual
las ideas de la clase dominante son, en todo momento, las
ideas dominantes”26. Sin embargo, esta famosa frase, tomada
del libro de Marx y Engels La ideología alemana, no tenía cur­
so en la Galicia de hace treinta y tantos años, en la que todas
las clases pensaban lo mismo respecto al superior valor de la
lengua española.
Es más, en la Galicia de los años sesenta sucedía exacta­
mente lo contrario de lo que dice la frase de marras. Resulta­
ba que las ideas de ciertos círculos de las clases dominantes
en torno a la necesidad de revitalizar el gallego no eran las
ideas dominantes para nada. Pero, efectivamente, acabaron
dominando porque en dichos círculos se ha tenido acceso a
unos instrumentos ejecutivos de oficialidad lingüística, im­
posibles de controlar por las clases dominadas que querían
español sin medias tintas. O sea, que al final Marx y Engels
tuvieron razón... justo por donde no querían tenerla.
El hecho de que algunos grupos hubieran pensado que
en el gallego estaba la redención popular no obstaba para
que quienes estaban llamados a redimirse prefiriesen la len­
gua “colonial”. Pues bien, por singular que parezca, las cabe­
26 Xesús Alonso Montero, 1973, p. 140.

252
J u a n R a m ó n L o d a r es

zas que se dedicaban a glosar y poner en práctica estas ideas


sobre la colonización lingüística de Galicia aparecen citadas
como las autoridades “más impuestas técnicamente en la
cuestión” en los informes oficiales del Gabinete de Planifica­
ción del Ministerio de Educación y Ciencia para 1970. El tra­
dicionalismo antiguo y el moderno, cada cual a su modo, se
empezaban a entender.
En el País Vasco la industrialización y los inmigrantes an­
claron a las nuevas generaciones en el paradigma de Krut­
wig, en la idea de que un País Vasco sin lengua vasca desapa­
recería del mapa y de que un vasco que no hablara éusquera
lo era a medias: así lo expresaba el grupo Ekin (ver p. 156),
un bastión del fundamentalismo y el ultranacionalismo vas­
cos. Realmente, todo se parecía mucho a lo ocurrido hacía
cien años, en tiempos de Arturo Campión. Como entonces,
el mundo rural y artesanal, más limitado todavía ahora, se
agotaba irremisiblemente y mandaba a los hijos a aprender
español, a manejarse en los medios de la sociedad industrial.
Así se perdía el éusquera y, con él, la raíz de la tradición vas­
ca. En estas circunstancias surgía la experiencia de las icasto-
las, como un intento de mantener el éusquera entre quienes
lo hablaban. Este objetivo se ampliará, cuando en el seno de
círculos intelectuales vascos se identifique, teóricamente,
lengua y nacionalidad, o sea, se acepte la tesis totalitaria de que
lo vasco pasa por el éusquera. Se empezó por la idea de man­
tener la lengua pero pronto se fue más allá. A partir de 1966
el grupo de teatro Jarrai propuso a la Academia de la Lengua
Vasca unas campañas de alfabetización, y euscaldunización
de la gente que no sabía vasco, en las que la Academia, según
su declaración expresa, se limitaría a aportar la parte técnica
sobre el éusquera unificado, la geografía de la lengua y datos
de este tipo, dejando el arranque político del asunto a otros
grupos. Todos ellos, en unión a los estamentos oficiales que
aparecerían pocos años después, han puesto su granito de
arena en la popularización de esas extrañas tesis totalitarias
por las que un vasco tiene que saber éusquera, independien­
temente de que en el País Vasco se pueda vivir sin él.
253
El p a r a íso p o l íg l o t a

En Cataluña la gran amenaza para las tradiciones venía de


los emigrantes: mano de obra barata, masiva, necesaria para
la producción industrial catalana, guiada hasta sus cinturo­
nes industriales y que, por supuesto, no hablaba más que es­
pañol. Para la tradición catalana de aquellos años, el grave
problema con esas gentes no es que se hacinaran en subur­
bios y realizaran trabajos de escaso precio, el grave problema
es que podían acabar con Cataluña. Todavía en 1976 se escri­
bía lo siguiente: “Este hombre anárquico y humilde que hace
centenares de años que pasa hambre y privaciones de todo
tipo y cuya ignorancia natural le lleva a la miseria mental y es­
piritual y cuyo desarraigo de una comunidad segura de sí
misma hace de él un ser insignificante, incapaz de domino,
de creación. Este tipo de hombre, a menudo de un gran fus­
te humano, si por la fuerza numérica pudiese llegar a domi­
nar alguna vez la demografía catalana sin antes haber supera­
do su propia perplejidad, destruiría Cataluña”27. Es posible
que para algunos nacionalistas los emigrantes de los años
cincuenta y sesenta se parecieran a ese simpático retrato más
que otra cosa. La tradición catalana se puso manos a la obra
asimiladora de tan extraños seres procedentes de la nebulosa
exterior.
Sin embargo, la idea muchas veces repetida de que la emi­
gración fue una maniobra de la dictadura para borrar a los
catalanes del mapa es el colmo del cinismo nacionalista28. Y
cabría preguntarse si lo que borró la emigración no fueron
las posibilidades de enriquecimiento de todas esas áreas que
en las estadísticas de los años cincuenta y sesenta aparecen
con unos índices de desarrollo irrisorios, comparados con
los de las provincias catalanas y vascas, que siempre están en­
tre las diez primeras. Alguna mano de obra las elevaría hasta
esa posición, me imagino. Es evidente que la emigración que
se desvió hacia Cataluña no podía saber catalán (aunque lue­
go lo haya aprendido). Pero también es evidente que se des­
27Jordi Pujol, 1976, p. 285.
28 Federicojiménez Losan tos, 1993, p. 182.

254
J u a n R a m ó n L o d arf .s

vió allí a instancias de un entramado empresarial al que la


lengua catalana y la cultura patria le importaban entonces
menos que los beneficios obtenibles de esa mano de obra.
La angustia en ciertos ambientes llegó a ser tanta que por
entonces había escritores catalanes en español preguntándo­
se por qué escribían en lo que escribían. Cualquier intento
de defender los derechos lingüísticos del inmigrante se con­
sideraba, en ámbitos de la izquierda, demagogia de la peor
especie. Los promotores de algo tan elemental como la libre
elección de en qué lengua educarse han tenido que sufrir
más de lo humana y moralmente soportable. Y algunos han
sido víctimas de una curiosa variante de terrorismo: el lin­
güístico.
A la postre, el balance de la emigración ha sido favorable
para los círculos tradicionalistas de derechas o de izquierdas,
tanto da. No sólo porque muchos emigrantes anárquicos y
humildes aprendían catalán sin que nadie se lo ordenara, en­
grosaban su número de hablantes y, a la vez, favorecían el
vínculo con el español de buena parte de catalanes, a los que
les ha venido muy bien practicar la lengua común viva y coti­
diana sin necesidad de tener que llevar a los niños de viaje de
estudios a Segovia, como ahora se acostumbra en algunas oca­
siones. No ya por todo esto, sino porque a menudo esos emi­
grantes ingresaban en las filas del catalanismo más acérrimo
y porque, fuera de él, ingresaban igualmente en las filas de
aquella masa trabajadora que estaba comprometiendo a los
medios empresariales catalanes, explicándoles que, puesto
que habían sido los más favorecidos con el franquismo, era
de justicia ser equitativos en momentos de aguda crisis econó­
mica. No se pedía gran cosa. Pero, claro está, a esos círculos se
les empezaba a identificar cada vez más, con total justicia,
como mantenedores decididos o beneficiarios del régimen
de Franco, y se les empezó a acusar de abandono —otra
vez— del catalanismo con el único fin de recuperar sus privi­
legios.
En dichos medios, como en los de una burguesía tranqui­
la hasta entonces a la que el régimen, por lo común, le “sem-
255
El pa r a íso p o l íg l o t a

biaba bé”, visto que aquello ya no daba más de sí y que el sis­


tema era completamente incapaz incluso de tomar la iniciati­
va en el golpe de Estado que prohombres de la industria ca­
talana pedían a gritos, entendieron que era mejor saldar
cuentas con esa antigualla política, inútil y demasiado com­
prometedora entonces, y entendieron que era mejor desem­
polvar el catalanismo. Con todo ello, empezaron de paso a
escribir algunas historias curiosas donde la dictadura fran­
quista aparecía como una agresión exterior usurpadora de las
tradiciones y el idioma catalanes. En todo o en buena parte de
eso estuvo la emigración. No eran seres tan insignificantes
como parecían en un principio. Ahora, además, son la masa
de la nueva catalanización lingüística en la escuela pública.

La m it a d d e l a UNESCO
A todas estas ramas de la tradición diferencial española,
más o menos controladas, más o menos toleradas por el régi­
men, más o menos contestatarias pero nunca amenazantes
para el sistema, vino a unirse otra por aquellos años: la UNES­
CO. Mejor dicho, la vinieron a unir algunos de una forma
particular. Desde principios de los cincuenta, este organismo
había promovido un debate en torno a la conveniencia de en­
señar a los niños de países con problemas de inmigración ma­
siva, de segregación social o en vías de descolonización (ca­
sos, salta a la vista, muy similares al de España) su lengua
materna en las escuelas, de modo que, desde ella, se pasaran
a otras lenguas de mayor relación con facilidad. La recomen­
dación, en principio pensada para el Tercer Mundo, se empe­
zó a aplicar en algunos países desarrollados con problemas
muy específicos. Los EEUU ya estaban practicando, ocasional­
mente, ese plan desde principios de los sesenta, en un mo­
mento en que contaban, debido a la emigración, con más de
cien grupos de lengua materna heterogéneos flotando entre
el inglés. Lo aplicaban, claro está, para que esos hablantes se
pasaran al inglés en un plazo razonable. El gobierno español
256
J uan R am ón L odares

quiso incorporar esta normativa a las nuevas leyes de educa­


ción. Probablemente hubiera sido el primer intento pedagó­
gico de asimilación a la lengua común de los niños que no la
hablaban, que no tenían ninguna posibilidad de escucharla
en casa, ni entre sus relaciones; si es que había casos así en­
tonces, cosa que dudo.
La realidad, sin embargo, era que ni España estaba en el
Tercer Mundo, ni el español era lengua colonial en España,
ni era tan desconocida entre quienes no la tenían como ma­
terna, ni nuestro país contaba —proporcionalmente a lo que
pasaba en EEUU— con unos quince grupos minoritarios, de
lenguas perfectamente distintas, sin posibilidad de enten­
derse entre sí. En realidad, la UNESCO, salvo la afirmación
muy general de que era recomendable enseñar en las escue­
las la lengua que los niños oyeran habitualmente en su casa,
no decía nada expresamente, directamente, aplicable al caso
español, donde había una lengua común y deseada para sus
hijos por la inmensa mayoría de padres en las áreas de con­
tacto lingüístico. Familias todas ellas, por otra parte, pertene­
cientes a un tipo de población con vidas, usos, costumbres y
valores muy homogéneos, comparado nuestro país con los
casos que consideraba la UNESCO.
El caso es que la nueva tradición española quiso ver, más o
menos, la mitad de lo que ofrecía la UNESCO entonces, es
decir, quiso ver la posibilidad de encajar a los niños en cual­
quier lengua minoritaria para reforzar su pertenencia a una
comunidad particular, y crear una masa hablante que salvara
las lenguas que se suponían moribundas por la presión colo­
nial del español. Se hacía esto como si tal cosa fuera una con­
quista de la modernidad (y como si fueran idénticos los casos
del gallego, el vasco y el catalán, el último de los cuales tiene
poco que ver con los dos anteriores). Pero no era una con­
quista de la modernidad: la realidad era que un régimen dic­
tatorial en proceso de “aggiornamento”, que había dejado
tras de sí una de las cifras más altas de analfabetismo en Euro­
pa, consideraba entonces interesante todo esto, toda la re­
construcción de etapas lingüísticas propias de la España me­
257
El p a r a íso p o l íg l o t a

dieval, eso sí, a través de la escuela moderna. Porque los téc­


nicos que asesoraban desde la UNESCO al gobierno español
quizá no se plantearon una pregunta, a mi juicio, elemental:
¿qué querían los padres españoles para sus hijos?
En los casos del tradicionalismo más extremo se tendía a
un país plurilingüe genuino, prácticamente sin lengua co­
mún. En otros supuestos menos severos se dejaba al español
como lengua franca, por si alguno salía de su comunidad de
origen. No juzgo si dichas visiones estaban bien o mal. Dadas
las circunstancias del momento, así tenían que ser y así fue­
ron. Lo que entonces se pensaba al respecto en las cabezas
rectoras de la política educativa (y en cierto sentido muchos
lo siguen pensando) puede resumirse en esta opinión del au­
tor gallego Xesús Alonso Montero: “Una lengua está tan ínti­
mamente ligada a la vida de los pueblos que la mera noticia
de su posible desaparición debe conmover profundamente
nuestra entraña moral y cultural”29. En fin, lo mismo que si
las lenguas fueran preciados organismos con vida e historia
propias y autónomas, ajenas a la suerte, deseos, intereses, ne­
cesidades y cambios de quienes las hablan.
Lo más curioso de todo es que muchas de estas opiniones
venían de gente que había estudiado Filología Románica, es­
pecialidad que debe su existencia a la muerte del latín. Como
se sabe, el latín ha sido lengua de muchísimo mayor conteni­
do cultural, y de muy superior alcance internacional, que el
brindado por la mayoría de sus hijas, muchas de las cuales se
fueron a su vez muriendo en inciertas fechas. Otras se acaba­
ron cuando se murió su último hablante, como el dalmático,
que cesó con el fallecimiento de Antonio Udina en 1898. El
señor Udina no podía hablar con nadie en dálmata porque
todo el vecindario se había pasado a otro idioma, incluso él.
Cuando ya era un anciano, un filólogo lo visitó, le tiró de la
lengua, le sacó el dalmático y escribió una gramática.
En fin, así han ido ocurriendo las cosas hasta dar paso a
las ocho hijas, nietas o biznietas, como se quiera, que le que­
29 Xesús Alonso Montero, 1973, p. 8.

258
J u a n R a m ó n L o d a r es

dan vivas a esa madre muerta (podrían ser más de ocho, la


cuenta y parentesco dependerán de la autoridad que se con­
sulte) . Esa madre generosa que le llevaba a uno de la mano,
desde Lisboa ajerusalén (o desde Olisipo a Hierosolyma, si pre­
fieren) , entendiéndose con casi todo el mundo que le saliera
al paso. Pero casi nadie llora su muerte, todos nos alegramos
de que para hacer ahora el mismo viaje, si no se acude al uni­
formador y empobrecedor inglés, habría que entenderse en
catorce o quince lenguas distintas. Nadie se ha castigado la
entraña moral por la madre muerta, es más, se la desaloja de
las escuelas jubilosamente, mientras se da entrada a hablas
locales limitadísimas, aunque consideradas “patrimonio cul­
tural digno de protección”. Hijas desagradecidas. Y todo esto
ha ocurrido en una parcela, la románica, del extensísimo cam­
po que forman las lenguas del mundo, campo donde suce­
den cosas parecidas, y aun peores. Dura lex, sed lex.
Volviendo a nuestro terreno: el Ministerio que entonces
dirigía Villar Palasí consideró muy autorizadas en la materia
todas estas opiniones en torno a la conservación, cultivo o
extensión, en su caso, de las lenguas minoritarias. Y actuó en
consecuencia. Años después, para evitar ese terremoto en las
entrañas morales y culturales que nos produce la muerte de
cualquier lengua, incluso se ha pensado que la recomenda­
ción de la UNESCO, interpretada otra vez a medias, podía
ser aplicable a las hablas aranesas, leonesas, aragonesas, astu­
rianas, al cheso, al ansotano y suma y sigue. Tener hablantes
en dichas variedades, en ocasiones meramente locales, es la
única manera de proteger algo que en los estatutos de auto­
nomía correspondientes se reconoce como un “elemento in­
tegrante del patrimonio cultural e histórico”, y hay que bus­
car a alguien que lo practique.
A finales de los años sesenta, todas las ramas tradiciona­
listas que flotaban en el ambiente habían llegado a donde
habían llegado con absoluta tranquilidad. Acaso pudieron
ser, a veces, formas de contestación perfectamente asimila­
bles por el régimen. En otras ocasiones se llegaban a consi­
derar por la oficialidad como autoridades en la materia pe-
259
El pa r a íso p o l íg l o t a J u a n R a m ó n L o d a r es

dagógica. Dadas las circunstancias del país, representaban dad”30. Las distintas líneas tradicionalistas se daban un abra­
en la mayoría de los casos una apuesta cultural perfectamen­ zo: habían mantenido una tradición española, en forma de
te inocua; no sólo no traían ecos revolucionarios sino que, al mucha gente ayuna de cualquier instrucción, o completa­
contrario, podían contribuir a la tranquilidad general y al fo­ mente analfabeta, en la lengua común, y se abrían las puer­
mento de nuestra tradicional diversidad. Sin embargo, cuan­ tas para recuperar otra, en forma de mapa lingüístico penin­
do se repasan las historias relatadas a modo de persecuciones sular remontable, quizá, a la Baja Edad Media. No en vano
políticas de voces reprimidas que contestan y contestan hasta eran hombres del dieciocho de julio. Si en 1936 estaban dis­
que el régimen cede frente a su impulso arrollador y demo­ puestos a molestar a la gente que en Cataluña, con toda na­
crático, siempre entra la duda de cómo el dictador, entre tan turalidad, optaba por llevar a sus hijos a aprender catalán en
prolongada contestación, se murió tranquilamente en su cama la escuela, treinta años después estaban dispuestos a trazar la
tras cuarenta años de mandato. O cómo, por poner un caso, senda legal con la que molestar a los padres que, con toda
habiendo liquidado todo un sistema político republicano naturalidad también, querían el español para sus hijos, sin
que desató el entusiasmo popular en su día, es hoy España tener que rendir honores patrios a otra lengua declarada
un reino igualmente entusiasmado, donde figuras del fran­ propia del territorio donde habitaban.
quismo ganan elecciones por mayoría absoluta. No sucedió la reconciliación sin su punta de ironía: cuan­
¿Será porque Franco se plegó a un país que era, como él, do estos hombres de aquel verano —que como tales no estu­
tradicionalista en lo esencial y, en términos culturales, más vieron, ni podían estar nunca, en ninguna avanzadilla cultu­
tradicionalista todavía? Quizá. El problema era que en 1936 ral— acababan de reconocer oficialmente la riqueza políglota
algunas tradiciones—señaladamente las catalanas— se habían española, nuevas líneas pedagógicas ya iban encontrando ar­
salido de madre y habían empezado a transitar por extrañísi­ gumentos en contra del tipo de enseñanza que se había predi­
mos caminos de novedad política imprevisible, incluso para cado unos años antes y que se preparaba en España. Empeza­
los propios catalanes. Pero vencida aquella turbulencia y he­ ron las dudas a la vista de que buena parte de esa instrucción
cho el control totalitario a través del único código de comu­ bilingüe feliz y equilibrada, que iba a ser la redención de toda
nicación con el que se podía controlar a todos los españoles, desigualdad social y la panacea para la convivencia fraterna,
la tradición cultural podía revivir. no es ya que resultara mucho más costosa —que era compren­
En un solemne discurso pronunciado ante las Cortes Es­ sible y asumible—, sino que también estaba creando entre las
pañolas, Antonio Rosón lo reconocía definitivamente así: clases populares a las que mayoritariamente iba destinada
“Para terminar, quiero recordar que, como hombre del die­ unos extraños hablantes que no dominaban ninguna lengua
ciocho de julio, como hombre perteneciente a esa tan cono­ en concreto. Gente destinada desde la escuela a ingresar en
cida y baqueteada generación de tan probado amor y lealtad los batallones de mano de obra barata, donde la lectura y la es­
a España, comprendo, entiendo y siento, como muchos más critura a menudo sobran. Pero la tradición en España acaba­
españoles, que a la altura del año 1970 el bilingüismo no es ba de reencontrar su unánime paraíso políglota y en él se po­
ninguna anomalía. Lo que es una anomalía constante es el dían cultivar plantas mucho más bonitas que las pedagógicas.
no reconocimiento del bilingüismo. El bilingüismo es una Aquella lejana recomendación de la UNESCO ha acaba­
riqueza, o expresándolo de otra manera quizá más correcta, do sirviendo en España para el propósito contrario al que iba
es un bien, y una Ley General de la Educación no puede ce­
rrar los ojos a la realidad, a esta entrañable y hermosa reali­ 30 Sesión de las Cortes del 16 de abril de 1970.

260 261
El pa r a íso p o l íg l o t a

destinada. En vez de para instalar inequívocamente a hablan­


tes de lenguas minoritarias en la lengua común, se ha ido uti­
lizado para imbuir a hablantes de español cualquier lengua
minoritaria de España, alegándose la horrible pérdida que
supondría para el patrimonio universal que desapareciera al­
guna de ellas (¿tan importantes somos?). A la postre, no se
ha tratado sólo de mantener y garantizar la muy comprensi­
ble lealtad lingüística de la gente hacia las lenguas minorita­
rias de España. Se ha tratado de acrecentar lenguas menores
con hablantes de español que no las habían tenido nunca en
su familia, acrecentarlas con quienes, acaso, no las necesita­
ban para nada. Con ellas no han tenido acceso a ningún ám­
bito cultural de primera magnitud, para qué vamos a enga­
ñarnos, pero sí se han ido ligando a unas líneas de acción
nacionalista, de indefinidas y nebulosas promesas, que pare­
cen exigir lealtad a lenguas, usos y costumbres patrimoniales.
Si no nos damos cuenta de que hemos generado unos instru­
mentos de control social, es que no queremos darnos cuenta
de ello.
En la España de 1978 no había, esencialmente, problemas
de lenguas. Había problemas con algunos españoles, que no
sabían qué hacer con ellas. Actuaron con un gran prejuicio:
se había hecho común una lengua, y se había trasplantado a
América, no por interés o necesidad de la gente, sino porque
unos reyes castellanos antiguos y unos dictadores modernos
se habían empeñado en ello y habían decidido prohibir cual­
quier lengua que no fuera el español. No faltó otro prejuicio
más: empeñarse en que España era un país naturalmente plu­
rilingüe, malogrado por el secular centralismo, en vez de re­
conocer que era un país de comunidad lingüística lograda
por lo que se logran tales comunidades: por el trato entre sus
naturales.
Así se fueron redactando leyes de “normalización” lin­
güística para corregir anormalidades que no lo eran. Leyes so­
bre las lenguas —con una floración inaudita y desconocida
en cualquier país europeo— con las que no sabe a ciencia
cierta lo que se persigue: si que determinados españoles do­
262
J u a n Ra m ó n L od ares

minen determinadas lenguas, o que resulten finalmente do­


minados por ellas, esto es, por quienes marcan las directrices
de la política lingüística. A menudo, fuerzas nacionalistas
empeñadas en identificar quién les es fiel y quién no. Pero
no sólo están ellas porque, una vez abierto el mecanismo de
identificación idiomàtica, éste tiene un indudable atractivo
para cualquier otra tendencia política, según el momento y
el lugar.
Si desde entonces no se ha provocado un genuino conflic­
to de lenguas en España, no es porque no lo hayamos inten­
tado “a modo”, sino porque la mayoría de la gente se parali­
zó, convencida de que los prejuicios eran artículos de fe y
verdades inapelables. Yporque muchos españoles se habían
acostumbrado a que quien mandaba, mandaba; ni se sabía
defender derechos, ni se sabía respetar a quienes sí querían
defenderlos. Finalmente, y sobre todo lo demás, porque la
lengua española era mucho más normal de lo que se pensa­
ba. Todavía lo sigue siendo.
XII
F il o s o f í a d e l o n o r m a l

E l nuevo tradicionalismo cultural y lingüístico español es


una fuente de casos tragicómicos. Muchos y muy sustancio­
sos ya están contados magistralmente, lo que me ahorra re­
petirlos1. De modo que sólo voy a fijarme en algunas costum­
bres a las que nos hemos adaptado con absoluta facilidad, tal
vez porque las naturales diferencias entre los españoles, he­
redadas de los tiempos de don Pelayo, van pesando lo suyo.
Tal vez porque las líneas de control social y policía lingüística
se aceptan ya como cosa natural.
Con toda naturalidad nos hemos acostumbrado al térmi­
no normalización lingüística, donde se implica que la situación
previa era anormal. Sin embargo, ¿qué ha tenido de anormal
que la lengua de ocho de cada diez españoles haya interesa­
do mucho a los dos restantes? ¿Qué ha tenido de anormal
que esos mismos hayan considerado el español como lengua
de mayor alcance y la hayan preferido a la suya particular?
¿Qué ha tenido de anormal que la gente abandonara el ga­
llego o las hablas eusquéricas cuando, por siglos, han tenido
escaso aprecio entre sus propios vecinos?
En el fondo, una lengua no es más que la necesidad de en­
tenderse. Por esa necesidad cambian las lenguas, se hacen
grandes unas, se hacen pequeñas otras, nacen unas, desapa­
recen otras... y no pasa nada. La realidad es que las leguas no
1 Gregorio Salvador, 1987 y 1992.

265
El pa r a íso p o l íg l o t a

se mueren —porque no son organismos vivos—, más bien las


dejan inútiles sus hablantes. Estos fluyen hacia otros idiomas
que les interesan más, o crean por su cuenta y riesgo usos ex­
presivos nuevos que encajen mejor con nuevas situaciones
materiales. Quienes llevan a cabo ese proceso suelen consi­
derarlo normal, porque lo anormal para ellos, lo indeseable,
sería quedarse encerrados en un círculo lingüístico ínfimo.
No es descabellado pensar que llevemos más de cien mil
años repitiendo ese negocio. Pero ninguna lengua de las que
hoy se usan puede trazar su historia con precisión más allá
del milenio. Los lingüistas odian hacer previsiones, pero yo
me atreveré a hacer una: durante los próximos cien mil años,
si seguimos aquí, seguiremos negociando con las lenguas
de parecida manera. No es previsible que el ser humano se
quede quieto. Ignoro por qué tienen tanto éxito las ideas
que identifican a la gente con la suerte de sus lenguas, a las
lenguas con las identidades patrióticas y cerradas, con las vi­
siones intransmisibles del mundo. La historia, como la reali­
dad de cada día, trae continuos ejemplos de todo lo contra­
rio. Y estos ejemplos son muy normales.
Sin embargo, no es normal que se combata abierta o sigilo­
samente el realismo lingüístico, es decir, el interés de los hablan­
tes por pasarse a la lengua que a su juicio les brinda más opor­
tunidades. En términos generales, la lengua que más atrae a
nuestros realistas es el español, a casi nadie le interesa perder­
lo o dejar de dominarlo. Por eso el combate del nuevo tradi­
cionalismo no es un combate contra el español en sí, que sería
un combate absurdo, porque incluso si todos los catalanes,
vascos, gallegos, valencianos, mallorquines, asturianos, arago­
neses de la Franja (o aragoneses todos), etcétera, etcétera, de­
cidieran abandonar el español, numéricamente no se notaría.
Se notaría en otras cosas: la gente en España quedaría más ais­
lada, la vida sería más incómoda y las comunicaciones mucho
más costosas y difíciles, pero la lengua española en sí perdería
un porcentaje ridículo de su población (recuperable por Mé­
xico en cuatro o cinco años). El combate es mucho más preo­
cupante, porque lo es contra el realismo lingüístico, es decir,
266
J u a n R a m ó n L o d a r es

contra personas que quieren elegir y se ven coartadas. En Es­


paña se combate el realismo de diversas maneras, pues se su­
pone que en las áreas de contacto lingüístico el realista ha de
ser forzosamente bilingüe en vez de ser tranquilamente hispa­
nohablante. Ha de hacerse bilingüe, además, según planes de
ingeniería social trazados por consejerías y comités de exper­
tos, que orientan “científicamente” el futuro de las masas.
He aquí un caso. En una conferencia dictada en la Uni­
versidad de Deusto el dieciséis de febrero de 1993, se mani­
festaba así la Secretaria de Política Lingüística vasca, Ma del
Carmen Garmendia: “Aspiramos a que en dos generaciones,
a lo sumo en tres, los ciudadanos del País Vasco puedan co­
municarse en ambas lenguas, aunque cada cual prefiera y
pueda hacerlo en la que más desee. Queremos que el niño
euskaldun conozca perfectamente el castellano. Queremos
que el castellanófono conozca también el euskera”2. Es decir,
la política lingüística vasca se orienta según el criterio de que
no debería haber ciudadanos que vivan en el País Vasco que
no conozcan el éusquera. Dicho de otra forma, que en el
País Vasco no debería haber monolingües en español. Puede
que sólo sea una idea. Pues bien, ésa era la misma idea del
mismo Federico Krutwig para su proyecto de la Gran Vasco­
nia. ¿Es normal que pueda haber llegado hasta la España de­
mocrática actual una tesis que hunde su raíz en el racismo y
que florece con él? ¿Es normal el que pueda alguien con re­
presentación oficial aceptarla, publicarla y considerarla como
una guía de actuación? El que se pueda hacer tranquilamente
esa manifestación indica hasta qué peligrosos extremos está
arraigado el nuevo tradicionalismo. Esto es lo peor: que no se
nota. Que parece hasta simpático, fraternal... y normal.
Se dirá que tampoco se persigue un tipo de monolingüe
en éusquera. No se persigue porque no tiene sentido, ya que
la realidad pasa porque un monolingüe hispanohablante se
defiende perfectamente en español dentro y fuera del País
Vasco. Pero un vascohablante monolingüe no podría defen-
- Varios Autores, Las lenguas de España, 1995, p. 180.

267
El pa r a íso p o l íg l o t a

derse hoy, ni dentro, ni fuera de él, a no ser que quisiera ais­


larse. El problema lingüístico lo tendría el niño vascohablan-
te que no tuviera fácil acceso al español. Ese es el problema
que hay que resolver (y que ya está resuelto desde hace mu­
chos años). Pero quien habla español no tiene ningún pro­
blema, ¿por qué creárselo entonces? El peligro de que estas
consejerías, con tales delirios en su norte, acaben enconan­
do los conflictos que pretenden resolver es real. Como hay
peligro de que acaben desviándose hasta convertirse en ofici­
nas de manipulación política. Todo dependerá de quién las
dirija y en qué momento.
Ya ha habido algunos ensayos en dicha línea: aquellos
funcionarios que donaron dinero para la campaña “Bai eus-
karari” (“Sí al euskera”) el año pasado, tuvieron que rellenar
unos impresos —facilitados por el propio gobierno vasco—
donde se solicitaba su nombre, lugar de trabajo y cantidad
donada. Para mayor control, el Director de Personal de la
Consejería de Educación, Jesús María Lakarra, envió una cir­
cular a los centros públicos en la que se indicaba dónde de­
bían entregarse las órdenes de pago a “Bai euskarari”. Haga lo
que haga con dicha información, el gobierno vasco podría
saber quiénes, entre sus funcionarios, permanecen indife­
rentes a las delicias del éusquera o colaboran en la tarea pa­
triótica de recuperarlo. Pero dado que en el País Vasco se ha
hecho del éusquera un índice de fidelidad política al nacio­
nalismo, las órdenes de pago podrían considerarse como
algo más que muestras de simpatía o indiferencia a un idio­
ma. Pues bien, según Xabier Mendiguren, uno de los pa­
dres de la idea recaudatoria: “Esta iniciativa cuenta con el
apoyo de la práctica totalidad de los agentes del mundo la­
boral”. El gobierno vasco calmó a los pocos funcionarios es­
camados asegurándoles que no iba a haber listas públicas
de donantes. ¡Qué tranquilidad!3. A ciertas líneas de la difu­
sión popular del éusquera hay que apuntarles un éxito cier­
to: están en el camino de ser el instrumento más eficaz para
3 El País, 16 y 17 de febrero de 1999.

268
J u an Ra m ón L odares

el control de la sociedad vasca en torno a los propósitos e in­


tereses del nacionalismo.

La f e l ic id a d es b il in g ü e

Las pretensiones de bilingüismo armonioso son inverosí­


miles en otro aspecto: en el de aspirar a que la gente aprenda
dos lenguas, y las mantenga, para hacer lo mismo que haría
de sobra con una sola. Son pretensiones que no circulan por
los cauces en que discurre el aprendizaje de idiomas. Estos
cauces son la necesidad, el interés y el beneficio comproba­
ble. Pero sin tales estímulos, no queda más remedio que re­
currir a la violencia cultural para sostener la pretensión. Y se
va de la violencia cómica que es poner rótulos en gallego por
donde nadie lo habla, pasando por otra menos graciosa como
la inmersión lingüística en Cataluña, hasta llegar a la violen­
cia pura y simple que llama analfabetos a los niños que no se
educan en éusquera4 (aunque algo se ha avanzado, en tiem­
pos de Sabino además de analfabetos serían blasfemos).
Resulta difícil de entender en las “normalizaciones” lin­
güísticas que hoy están de moda la necesidad que tienen
ciertos grupos de convertir a todos a su credo. Está bien que
a uno le dé por cultivar una lengua minoritaria, pero si otro
ni la tiene, ni la necesita y, a lo mejor, ni le ve el gusto o el be­
neficio a hablarla, ¿para qué va a convertirse a ella? Esta mili-
tancia en pro del paraíso políglota, con aromas evangélicos,
por lo que sé sólo tiene curso en España y en las extrañas le­
yes lingüísticas de las que se ha dotado. Extrañas y peculiares
por muchas razones.
Veamos una: ¿es normal o anormal la vertiente económi­
ca del caso? El bilingüismo popular, absoluto, amistoso, ho­
mogéneo y equilibrado, que en teoría se persigue, es una bo­
nita quimera. No existe en ninguna parte, más que nada por
su exorbitante precio. Si se consiguiera tan pacífica e ideal­
4El País, 16 de febrero de 1999, p. 19.

269
El pa r a íso p o l íg l o t a

mente como se nos dice, el bilingüismo feliz produciría una


organización lenta y muy costosa, pues obligaría a mantener
dos sistemas de comunicación, gestión y administración op­
cionales permanentemente abiertos, tanto públicos como
privados. Todo servicio tendría que multiplicarse por dos.
Esto último ya lo han previsto las normativas lingüísticas de
Cataluña, que tienden a concentrar toda la oficialidad lin­
güística en la lengua catalana siempre que se pueda. Un bo­
tón de muestra: desde Barcelona informa J. M. Martí Font
que, “si bien en la Universidad las dos lenguas se utilizan en­
tre profesores y alumnos, otra cosa es el ámbito administrati­
vo y de servicios, así como la rotulación, donde el catalán tiene
casi la exclusiva”5. No deja de ser una medida práctica, porque
la rotulación bilingüe cuesta el doble de dinero. Como hay
que ahorrarse una lengua, desaparece la que no está declara­
da como propia de Cataluña, según su Estatuto. Pero no se
pierda de vista que, en dinero contante y sonante, la rotula­
ción es el chocolate del loro de la sociedad bilingüe feliz.
No es tan normal como parece llegar a la homogeneidad
lingüística por donde, en teoría, se dice. En cierto sentido se­
ría como pretender que para una convivencia próspera to­
dos los ciudadanos de Los Angeles, San Francisco o Miami
supieran español además de inglés; todos los belgas, francés
y valón (con algo de holandés); todos los irlandeses, inglés e
irlandés (lo poco que queda); todos los galeses, inglés y galés
(con lo que le costó al Príncipe de Gales aprender un poqui-
tín de galés antes de coronarse en 1969). Y que en España to­
dos habláramos las cinco lenguas oficiales de que se dispone,
no por nada en especial, sólo por si se nos ocurría viajar de
Alcalá de Henares a Huelva pidiendo gasolina en catalán. En
las gasolineras habría empleados políglotas, que habrían es­
tudiado en la escuela todas las lenguas patrias posibles por si,
estando de servicio en Cáceres, pasaban por allí viajeros ha­
blándoles en éusquera, en valenciano, en gallego e incluso
en español, quién sabe si en neoaragonés o en algún bable.
5 El País, 23 de marzo de 1999, p. 41.
J u a n R a m ó n L o d a r es

No se ofendan, no estoy ridiculizando nada ni a nadie:


todo un director general de Cultura Popular de los últimos
años del franquismo tenía esta aspiración y se la tomaba en
serio6. Algún sociólogo la consideró, le dedicó tiempo (por­
que le dedicó un librito) y llegó a la conclusión de que la ofi­
cialidad en el ámbito nacional debería reservarse, en todo
caso, para el español y el catalán (curiosamente, las dos len­
guas que habla el sociólogo)7. Su propuesta ya ha cumplido
veinte años, pero como veinte años no son nada, en el verano
de 1998 la repetía el socialista catalán Joan Maragall. Los na­
cionalistas catalanes aspiraban al rey icliomático que diera la
mitad de sus discursos en catalán. Los vascos querían un prín­
cipe que pilotara aviones supersónicos comunicándose en
éusquera con la torre de control. El presidente del gobierno
habla, o por lo menos hablaba, catalán en la intimidad. La
presidenta del Senado da discursos cuatrilingües para un pú­
blico que, en su inmensa mayoría, lo único que entiende bien
es el español... Desde el proyectista amigo de José Cadalso,
inventor del Canal de San Andrés, a estos nuevos proyectos
que expresan los protagonistas de la opinión pública, han
transcurrido doscientos años. Quién lo diría.
Si todos siguiéramos estos ejemplos, hoy estaríamos en el
paraíso políglota. Se habrían acabado los problemas. Unos y
otros confiaríamos en que cualquier funcionario, cualquier
guardia de tráfico, cualquier camarero, cualquier vendedor
de periódicos, cualquier gasolinero y cualquier simpática an-
cianita nos iba a seguir la conversación, en cualquier ciudad,
en cualquier sitio y en cualesquiera de las lenguas de turno
con sólo apretar un botón. Alguna llamita de tales pretensio­
nes ha quedado: como Madrid es el rompeolas de todas las
Españas y debe dar ejemplo, ahora mismo aprietas un botón
en algunos cajeros automáticos de zonas turísticas y se te
ofrece la posibilidad de hacer tus operaciones en español, en
catalán, en gallego o en éusquera. No en alemán, ni en japo­
6 Diario Ya, 25 de abril de 1974.
7 Rafael Ninyoles, 1977.

271
El pa r a íso p o l íg l o t a

nés, ni en francés, ni en italiano, ni en inglés, porque no pasa


gente por la Villa y Corte que hable esas lenguas. Un cajero
para cosmopolitas, desde luego. Y muy útil en los aledaños
de la Puerta del Sol, área en territorio madrileño, aunque ha­
bitada por japoneses con videocámaras.
Pero estos paraísos políglotas que se prometen son decla­
raciones de Conflictos lingüísticos asegurados, si las preten­
siones de los fabricantes de cajeros, o los sueños de los direc­
tores de culturas populares, sociólogos, políticos y poetas, se
llevaran adelante. Porque tales pretensiones van contra el in­
terés espontáneo de las personas: “Es imposible ese bilingüis­
mo admirable y edénico, porque lo que mueve a las gentes a
cambiar su habla materna y hablar otra lengua ajena y apren­
dida es la necesidad y el beneficio inmediato”8.
Es de rigor respetar a la minoría lingüística, desde luego,
y animarla a que alcance las cotas de representación pública
de su lengua que considere necesarias para sentirse cómoda.
Animarla, incluso, a que se haga monolingüe en la lengua
que considere propia (¿para qué ha de ser bilingüe en masa?
Esta es una manía española que yo no acabo de entender: si
un niño catalanohablante, por citar un caso, no tiene necesi­
dad estricta de aprender español, ¿por qué ha de aprenderlo
por ley}). Sin embargo, cuando tal minoría no acaba de ente­
rarse de que lo es, no se hace responsable de su circunstan­
cia, no entiende que compite con una lengua —el español—
que pondrá hasta cien hablantes donde ella pone uno y,
como no entiende esto, se dedica a la celosa conversión de
almas descarriadas que viven en la oscuridad monolingüe
de la lengua española y viven razonablemente bien en las ti­
nieblas, que compartirán dentro de veinte años con quinien­
tos treinta y cinco millones de hablantes (que ya es tiniebla),
cincuenta de los cuales vivirán en EEUU9, la minoría empieza
a resultar un poquito pesada. Y hay que decírselo amistosa­
mente.
8 Emilio Marcos, 1995, p. 297.
9 Britannica World Data, “Comparative National Statistics”, Chicago, 1994.

272
J uan R am ón L odares

Las personas nunca se preguntan por qué hay que hablar


una lengua sino para qué hay que hablarla, qué ofrece y qué
utilidad se deriva de ella. Conque la primera lección que les
da el realismo a quienes lo combaten en España es que se
debe actuar con responsabilidad, no basta con hacer llamadas
al patriotismo o estorbar la corriente realista: hay que ofrecer
oportunidades materiales en esas lenguas por lo menos tan
espontáneas, necesarias e interesantes como las que la gente
ve en la común. Si no, en el futuro, por mucha independen­
cia política que haya, la independencia lingüística será poca.
Incluso en un caso como el del catalán, lengua que, por
su cultivo y extensión, cubriría las necesidades comunicativas
de sus hablantes (tiene aproximadamente los mismos que el
danés) sin necesidad de recurrir a ninguna otra... con los
planes tan a largo plazo como se marcan los “normalizado-
res” nunca se sabe lo que pueda pasar. Algo que parecen ig­
norar las diversas consejerías de lenguas que hoy funcionan
en España es que una política lingüística no sirve de nada si
no va acompañada de una política económica de largo alcan­
ce. Si cualesquiera de las lenguas minoritarias de España fuera
capaz de separarse de la corriente económica que discurre en
español, su instalación en la sociedad sería más fácil. Pero la
obra “normalizadora” lingüística de dos generaciones puede
venirse al traste, si la tercera advierte que en la apuesta no se ha
ganado gran cosa. Exigir lealtad lingüística en determinados
medios, sobre todo empresariales, requeriría unas prácticas
de control social demasiado evidentes, incluso para España.
Esas exigencias, por otra parte, pueden lograr el efecto con­
trario al que se desea: la “ley del catalán”, con sus ganas de
multar, estuvo a un tris de dejar a Cataluña sólo con películas
en versión original subtitulada. Por lo mismo, a punto de de­
jar en la ruina a muchas salas de exhibición. Parecerá una pa­
radoja, pero en este particular terreno, el catalán lesionaba
los intereses comerciales de ciertos catalanes... que ganaban
más dinero con el español. ¿Por qué no reconocerlo?
¿Yqué me dicen de esos productos que vienen de Barcelo­
na y que traen en la etiqueta, redactada toda en español, un
273
E l. PARAÍSO POLÍGLOTA

Fabricado en España que se lee casi mejor que la propia marca?


Me llamó la atención: yo estaba mucho más familiarizarlo con
el Made in Spain. Pues no: Fabricado en España (el lerna, entre
los colores de la bandera nacional). Vivir para ver. Consideran­
do que el catalán se entiende bien para un comprador que ha­
ble español, no sé qué harían los empresarios vascos si les obli­
garan a etiquetar en éusquera. Tampoco sé qué haría el Fútbol
Club Barcelona si mañana la Generalidad le exigiera partici­
par exclusivamente en una “Lliga Nacional de Catalunya”.

E l po rvenir de la escuela
Voy a detenerme ahora en otro ejemplo muy típico del
combate contra el realismo: la escuela, o sea, el vivero de esos
proyectos de bilingüismo masivo. Leo en un semanario un
reportaje titulado Caos a l'educació pública valenciana'ü: según
el informe, la educación pública valenciana está muy mal;
los dineros públicos se van para pagar los conciertos con co­
legios privados, que cada año tienen más alumnos. No es cues­
tión el aburrirnos con cifras y estadísticas pero la tendencia
parece imparable. El reportaje se interroga por las claves de
este proceso. He aquí una de ellas: cuando todos los centros
públicos ofrecen —a veces sin opción posible— líneas edu­
cativas en valenciano para los niveles de infantil y primaria,
sólo una parte insignificante de los privados hace lo propio.
Esta dejadez de la escuela privada por el valenciano le pare­
ce intolerable a algunos (al redactor de El Temps, por ejem­
plo)... pero no caen en la cuenta de que la enseñanza priva­
da es un negocio, tan digno y honroso como cualquier otro,
que ha sabido ver las necesidades de familias realistas que
huyen del valenciano y quieren que sus hijos se eduquen en
español sin ruidos regionales. Como esa opción no se la ga­
rantiza plenamente la escuela pública, estas familias la aban­
donan. No por nada en especial, sino porque en Valencia la
10El Temps, 25 de enero de 1999, pp. 40-45.

274
J u a n R a m ó n L o d a r es

lengua en que hace su vida una muy notable mayoría de fa­


milias es el español. Si los consejeros de educación no quie­
ren enterarse, peor para todos.
Lo que ocurre en Valencia podría trasladarse, en cierto
modo, a Cataluña, donde la educación pública para esos ni­
veles ya va toda en catalán. Josep Terol i Massarnau escribe la
siguiente carta al director con el título “No pasa nada” {Abe, 21
de marzo de 1994). Para tranquilidad de todos nos dice lo si­
guiente: “Soy de Hospitalet, vivo en San Andrés y vengo a Ma­
drid cada equis tiempo; no creo que sea tan grave la torpeza
de la Generalidad. A nivel de la calle no ocurre nada, la Ge­
neralidad sólo controla una parte de los colegios: los públi­
cos. Allí van los más pobres, no los emigrantes, porque están
en su tierra, en su nueva tierra. Los barcinoneses envían sus na­
nos a aprender en castellà, no volem analfabets funcionals”. Es po­
sible que al señor Terol le tranquilice que sólo “los más po­
bres” se eduquen en catalán. Pero si lo que dice el señor
Terol es verdad, el asunto no es para tranquilizar a nadie. El
bilingüismo popular, en poblaciones de bajo nivel cultural,
lo que suele producir son hablantes que no dominan ningu­
na lengua de las dos que se les pretende administrar. Ya hay
mucha experiencia sobre esto en todo el mundo. En reali­
dad, no sé que novedades queremos aportar. Enseguida diré
algo más sobre el modelo catalán.
Desde hace muchos años se sabe que la enseñanza bilin­
güe, ni es, ni deja de ser ventajosa en sí misma, sino que su
bondad depende casi exclusivamente de los factores sociales
y económicos de los alumnos inmersos en ella. Pero el plan
español de poner en peligro el dominio de una lengua común
y mayoritaria, una lengua que es la que puede ofrecer más
oportunidades potenciales de equiparación a quienes, por
su estrato social o económico, tienen menos y la que les pue­
de abrir las puertas de muchas casas si no encontraran aco­
modo en la propia, es un ejercicio de ingeniería social sin an­
tecedentes. Gracias a algunos planificadores lingüísticos, los
españoles de mañana serán más desiguales. Y no es improba­
ble que, entre los naturales del paraíso políglota, acaben te­
275
El pa r a íso p o l íg l o t a

niendo más ventajas quienes mejor dominen el español. Jus­


to lo que se quiso evitar hace doscientos cincuenta años. Para
algunos éste es el camino correcto y normal. El que corregirá
anormalidades de aquellos años oscuros en los que la gente
quería entenderse.
Todo indica que algunos planes educativos parecen pro­
gresar en esa línea: Naiara Galarraga nos informa desde Bil­
bao de que en la carrera de Magisterio “la presencia del cas­
tellano es residual; tanto en el País Vasco como en Navarra se
ha convertido en una carrera en euskera”11. Si esta noticia
es cierta, podrá decirse que suceden entre nosotros los casos
más raros que cabe imaginar: resulta que, en las escuelas don­
de se forman los futuros maestros vasconavarros, habrá pasado
a ser un residuo la lengua que desde generaciones han oído
(y siguen oyendo) en sus familias nueve de cada diez escola­
res... vasconavarros. Y eso que hablan nueve de cada diez per­
sonas habrá pasado a ser un residuo frente al éusquera ba-
túa, o sea, frente al vasco común terminado de unificar hace
treinta años y que, como tal lengua de refundición muy mo­
derna, no se ha hablado —porque tal lengua refundida no se
creó para hablarla, sino para escribirla— en ninguna familia
de ningún escolar de aquella zona. A mí me parece que,
como rareza pedagógica, no es poca.
Pero tanto da lo que a mí me parezca. Según nuestra co­
rresponsal, éstos son los cauces de la “normalización”. Esto
es lo que quieren las familias vascas en las escuelas. La de­
manda de enseñanza en éusquera crece curso a curso. Como
todo parece suceder de forma tranquila y el desplazamiento
del español se percibe casi unánimemente como un triun­
fo, un síntoma de paz escolar, un indicio de que la tradición
pervive, no nos queda sino animar a las familias a que sigan
jubilosas en esa línea, deseándoles rápido y próspero retor­
no a esa lengua que no han hablado nunca —pero que era
la suya propia— y ya están en el feliz trance de recuperar.
Es evidente que la recuperación popular del catalán tiene
11 ElPaís, 23 de marzo de 1999, p. 40.

276
J u a n R a m ó n L o d a r es

mucho camino ganado respecto a la del vasco. De modo que


su proyecto escolar será, previsiblemente, un éxito en cuanto
a la catalanización de la sociedad (sobre todo, de la sociedad
escolar) pero, previsiblemente también, un fracaso en cuanto
a modelo bilingüe. Expreso esta idea porque el modelo cata­
lán se parece al que se utilizó en Quebec para que la minoría
francohablante canadiense —radicada en dicha provincia—
supiera francés e inglés (tres de cada cuatro canadienses ha­
blan sólo inglés). Pero el resultado fue que los escolares de
Quebec reforzaron su francés. Tal refuerzo lo fue también
para su particularismo quebequeño. Con ello se dificultaba
la confluencia, por lo menos en el terreno lingüístico, con el
mayoritario Canadá anglohablante. No sé si esto es lo que
quiere la sociedad catalana, pero sus planes de normaliza­
ción lingüística siguen ese rum bo12. Que los planes recaigan
sobre los más pobres, como opinaba don Josep Terol, o no
recaigan sobre ellos, es otro asunto que tiene fácil resumen:
el señor Terol, probablemente, tenga razón.
Tras este repaso escolar me pregunto: ¿es normal que en
España la escuela pública esté dedicada a hacer lo contrario
de aquello para lo que se fundó? ¿Es normal que esté dedicada
a poner barreras entre los escolares españoles? Dirán que
exagero; sin embargo, el 41,5 por 100 de los libros de texto
que se editan en España no está escrito en español, sino repar­
tido entre el catalán, el gallego, el éusquera y el valenciano13
(aunque un 83 por 100 de españoles sólo habla español). La
escuela pública es la gran receptora de este desproporciona­
do porcentaje de material escolar plurilingüe. Consecuen­
cia: hace tres años, el Ministerio de Educación publicaba una
encuesta donde había un resultado llamativo: en aquellas au­
tonomías con procesos de “normalización” en curso, ya se po­
día contar con alumnos ejemplares que dominaban el espa­
ñol notablemente peor que sus colegas sin “normalizar”14.
12 Francisco Marcos Marín, 1999, p. 105.
13 ElPaís, 14 de septiembre de 1999, p. 25.
14Álex Grijelmo, 1989, p. 273.
El pa r a íso p o l íg l o t a

Algunos de aquéllos serán hijos de padres hispanohablantes


y la escuela española habrá hecho con ellos una labor admi­
rable: hurtándoles el dominio pleno de una de las grandes
lenguas del mundo, los habrá instalado en una de las peque­
ñas. Serán los pioneros de la promesa plurilingüe. Ellos nos
abrirán las puertas del paraíso políglota.

A lg u n o s a su n to s fundam entales

Ya se sabe que los políticos tienen la culpa de todo; pero en


este caso, por extraño que parezca, no tienen tanta. Vamos a
perdonarlos por una vez y sin que sirva de precedente. Nues­
tro caso es mucho más paradójico, porque algunos políticos
se deben y se dirigen a una clientela popular que quiere oír en
los mítines, y ver escritas en los programas electorales, las con­
sabidas alabanzas al carácter diverso de España, a sus muchas
culturas, a sus muchas lenguas y variedades dignas de protec­
ción, a sus muchas peculiaridades tradicionales tan enrique-
cedoras como irrenunciables, a su natural foralismo, y a esa
bestia negra de la centralización que salió a contraestilo de las
esencias españolas. Y si no arrimaran el hombro a la retórica
de las diferencias, al tópico de las tradiciones seculares y dig­
nas de culto, e incluso, en medios nacionalistas, al recurso de
la independencia (con la que se supone que debemos mos­
trarnos aterrorizados el resto de españoles, pues seguramente
no sabremos vivir mañana por nuestra cuenta y riesgo), sin
todo eso, no les votarían ni a izquierdas ni a derechas, ni ten­
drían los apoyos que necesitan, ni podrían gobernar serena­
mente, que ese es el arte de la política.
La clientela popular española es así y así crea a sus héroes.
De modo que cuando la confluencia europea —por no decir
la mundial— parece algo más que una bonita idea, en Espa­
ña se aplaude a rabiar a quien nos explica que entre gentes
de Pontevedra, Oviedo, San Sebastián, Sevilla, Cáceres, Ali­
cante, Burgos y Lérida hay diferencias radicales, cuando no
insalvables, siendo la más visible de todas los distintos idio­
278
J u a n R a m ó n L o d a r es

mas y variedades dialectales en que esas gentes se expresan.


Extrañas circunstancias, en fin, éstas que dan color a nuestro
particular negocio políglota.
Hace unos años le comentaban ajulio Caro Baroja en una
entrevista: “Parece que la gente con el autonomismo siente
una mayor impresión de libertad. Hablan de las libertades
ferales, de las leyes de cada reino antes de la Nueva Planta
impuesta por Felipe V”; a lo que don Julio respondía: “Sí, en
efecto, con todas esas leyes en Navarra, Aragón, Cataluña, se­
rían muy libres, pero en las cosas fundamentales desde el Re­
nacimiento, que son la libertad de conciencia del hombre, la
de expresión, la de elección, no sólo no lo eran, sino que vi­
vieron cientos de años con la Inquisición y no les importó.
Luego, este foralismo y las clamadas libertades colectivas no
comportaban las libertades que quiere y necesita el hombre
de hoy, las individuales”15.
Pues bien, eso que decía don Julio le ha ocurrido a la nue­
va tradición cuyo culto ahora disfrutamos: que piensa que
asuntos tan fundamentales como la opción, la elección per­
sonal, la conciencia, el realismo lingüístico se deben comba­
tir para bien del Ser colectivo; que piensa que un patrimonio
vale en sí mismo más que los intereses o necesidades de quie­
nes lo heredan; que piensa que las lenguas son cosa esencial
de ese patrimonio, que son una manera exclusiva de ver el
mundo, una empresa cultural de palabras irremplazables,
una amalgama social que disuelve cualquier conflicto, una
alcancía que guarda las esencias ancestrales, metafísicas, me-
tahistóricas, de quienes las hablan; un cofre donde se guarda
el oro de los antepasados. Que piensa que la gente tiene de­
beres con todas esas supersticiones y todas las supersticiones
mandan sobre la gente. Y que piensa que todos quienes caen
bajo el amparo de la tradición renovada, para sentirse parte
de una comunidad pura y natural, han de empeñarse en la
construcción de paraísos lingüísticos particulares. Todos han
de seguir la senda de las lenguas redimidas que señalan los
15 Baltasar Porcel, 1987, p. 75.
El pa r a íso p o l íg l o t a

guardianes de la tradición. Y todos han de prestarse a su con­


trol político e identificarse con el nuevo credo.
Pero la realidad es que nadie le debe obligación a una len­
gua si no le interesa debérsela. Quien redactó nuestra última
constitución y escribió que los españoles deben saber español,
podría haberse ahorrado ese mandato. A mí, particularmen­
te, me disgusta. Una lengua no se exige por ley: viviendo en
España, la gente aprenderá español por costumbre, por nece­
sidad, por interés, por facilidad, por gusto o porque sí. Bastará
con garantizar que cualquier motivación tenga curso libre.
Pero sin interés, sin necesidad, sin gusto, ¿qué sentido ten­
dría obligar? Ninguno.
Al contrario que los nacionalistas y que los modernos
amantes de la España tradicional e inmóvil, que no entien­
den que un ciudadano de Cataluña no sepa catalán, ni que
otro de Galicia no sepa gallego, ni que otro del País Vasco no
sepa éusquera, ni que otro de Valencia no sepa valenciano, ni
otro de Asturias bable, ni otro de Aragón fabla, y a quienes
tal hecho les parece una anormalidad que hay que explicar
con argumentaciones históricas caprichosas, una anormali­
dad que hay que corregir al precio que sea... por mi parte, sí
entendería sin ninguna angustia, como algo perfectamente
normal, que un ciudadano español no supiera español si sus
gustos, intereses, necesidades o beneficios no hubieran pasa­
do por esa lengua. Pero los dos últimos siglos de historia de
España enseñan, de manera más diáfana si cabe que los ante­
riores, todo lo contrario: si no se asimiló al español más gen­
te fue porque los españoles no nos ocupábamos en asuntos
que sí ocupaban a otros. Asuntos tan sencillos como enseñar
a leer y a escribir en las escuelas, como ilustrarnos, como ha­
cer que la gente se conociera, se comunicara, se tratara y se
pareciera entre sí, que es una forma de civilizarse.
Pero una vez llegados a este punto, igual que es fácil pre­
ver que el español será para los próximos años una opción
ventajosa, también es de razón comprender a quienes tales
previsiones les dejan fríos, y piensan que sus ventajas pasan
por dominar una lengua de pocos hablantes, de rango local
280
J u a n R a m ó n L o d a r es

pero suficiente y definitòria de una comunidad concreta que


les resulta más familiar y les emociona más. Se entiende que es­
tén dando su confianza a los que, desde las instituciones políti­
cas o educativas, les van a procurar ese dominio para las próxi­
mas generaciones y, con él, la identificación con sus patrias
recuperadas.
Eso sí, con el riesgo cierto de poner en peligro su compe­
tencia particular en la lengua española. Pues si lo que se per­
sigue realmente, sinceramente, es la difusión popular, masi­
va, eficaz y perdurable de las lenguas minoritarias, esa
difusión pasa por limitar con la mayor severidad las atribu­
ciones y la presencia del español y, por lo mismo, su dominio
efectivo entre la gente corriente. No hay otro camino. En
esto no conviene andarse con medias tintas, ni se debe con­
fundir anunciando el advenimiento del paraíso políglota (si
lo que se persigue en realidad son otros fines): el bilingüis­
mo equilibrado es asunto, más bien, de particulares, de gru­
pos concretos, pero en términos macrolingüísticos donde
entra un clavo no cabe otro. Que esa limitación del español,
una vez lograda, resulte un buen negocio para todos quienes
hayan invertido tiempo, ilusión y dinero en él —una inver­
sión en la que están empeñados cuatro de cada diez españo­
les— es asunto que, particularmente, me suscita muy razona­
bles dudas (para decirlo con franqueza, me parece una
inversión pésima). Pero hay un gran valor en la democracia:
permite hacer apuestas cuyo resultado será responsabilidad
exclusiva de quienes las hacen. Es un valor tan grande este,
tan radical, que hay que defenderlo al precio que sea. En mi
opinión, incluso si el derroche, la irresponsabilidad o la sim­
ple estupidez pasan por unos españoles que, en la búsqueda
de nuevos rumbos políticos o nuevas identidades nacionales,
quieren desvincularse de los nudos de una lengua común.
Pues, en sí misma, esta desvinculación no sería lo más preocu­
pante; sin embargo, sí resulta mucho más grave que se proyec­
te contando la historia como no ha sucedido y, amparándose
en ese cuento, se esté acostumbrando a la población a que son
legítimas prácticas de control social muy poco ejemplares.
281
El pa r a íso p o l íg l o t a

Lo que se agita entre las lenguas de España, entre sus ha­


blantes, no es nada nuevo: hace bueno el viejo proverbio de
que todo fluye y nadie se baña dos veces en el mismo río.
Pero ésta precisamente ha sido la ley que ha hecho grande al
español; es la misma ley que, hagamos lo que hagamos aquí,
lo va a engrandecer mucho más en las próximas generacio­
nes, como será la misma ley que en un incierto futuro desha­
ga su grandeza. Cuando el español agonice, no habrá sido la
suya una vida en vano y mantendrá un privilegio rarísimo: ha­
ber contribuido a facilitar el entendimiento entre personas de
las más distintas procedencias, costumbres, opiniones, colores y
credos; haber difuminado con ello su condición de gentes de
tales o cuales países, herencias o tradiciones, y haberles ayu­
dado, modestamente, a recuperar su genuina identidad de
personas. Personas normales y corrientes, que pretenden
entenderse mañana en un mundo sin fronteras. ¿Habrá me­
jor contribución que ésta al patrimonio de la cultura univer­
sal? Podrá haberla. Pero será muy difícil encontrarla.
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Este libro
se terminó de imprimir
en los Talleres Gráficos de Unigraf, S.L.
Móstoles, Madrid, España,
en el mes de enero del 2000
O t r o s t ít u lo s p u b li c a d o s
en esta colección:

J OSÉ M A R Í A B E N E Y T O
Tragedia y razón

JU A N B E N E T
La so m b ra de la guerra

M ARY NASH
Rojas

CAR LO G U A R N IE R I Y
PA T R IZ IA P E D E R Z O L I
Los jue ce s y la política

J O S É M A N U E L S Á N C H E Z RON
Cincel, m artillo y piedra

CAYETANO LÓPEZ
U niverso sin fin

CARLOS SERRANO
El n a cim ie nto de Carm en

M ANU EL CRUZ Y
G IA N N I VATTIM O
P en sa r en el siglo

J O H N ELLIO TT Y
LAURENCE BR O C K L ISS
El m u n d o de los validos

JO SEPRAMONEDA
D e sp u é s de la p a sió n política

ROMÁN GUBERN
El eros electrónico

I S A I A H B E R L IN
Las raíces del rom a nticism o
taurus

Juan R am ón Lodares

El paraíso políglota
ste es un libro de historias m ás que de historia. Re­

E corre en zigza g los d o s últim os sig lo s que nos han


tocado vivir: doscientos años de España, de sus ge n ­
tes y de sus lenguas. Va destinado a defender una evidencia:
la difusión de la lengua española en la España m oderna
no es obra de un os reyes con peluca, y de un os dictadores
con gorra de plato, em peñados en que to do s habláram os
igual. El fe n ó m e n o se debe, esencialm ente, a a lg o m ás
simple: la necesidad y el interés de los españoles por enten­
derse. Va destinado tam bién a hacer hum anas y, com o ta­
les, ridiculas y absurdas en ocasiones, las historias heroicas
de las lenguas de España. Esas historias llenas de hablantes
mártires, cuyas lenguas perseguían los lacayos de la peluca
y la go rra de plato; esas h istorias que no s h e m o s a cos­
tum brado a oír com o si fueran las únicas posibles.
Juan R am ó n Lo da re s se pre gu n ta si e so s pro ce so s que,
con am abilidad, se conocen ahora com o «norm alizaciones
lin gü ística s» — q u e directa o indirectam ente afectan a
algo m ás de dieciséis m illones de españoles— no son sino
sim ples u so s del poder político para controlar a la gente.
C u rio sa p ráctica esta, de v e n e ra b le tra d ic ió n entre
n o so tro s, q u e sie m b ra la d u d a so b re si para a lg u n o s
españoles doscientos a ñ o s de historia, y aún m uchos más,
no habrán p a sa d o en balde.

ISBN: 84-306-0375-1
9788430603756

9 788430 603756

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