Teología Sistemática Volumen 3 Cristología
Teología Sistemática Volumen 3 Cristología
Teología Sistemática Volumen 3 Cristología
DOGMÁTICA REFORMADA
VOLUMEN 3: CRISTOLOGÍA
CONTENIDO:
Prefacio
Capítulo 1
Introducción
Capítulo 2
Nombres
Capítulo 3
Persona y naturalezas
Capítulo 4
Oficios
Capítulo 5
Estados
PREFACIO
El corazón de cualquier buena teología sistemática o dogmática es su tratamiento de la
cristología. Cristo, como centro de toda la autorrevelación salvadora del Dios trino, encuentra
plena y rica expresión en el presente volumen. Aquí hay mucho que leer y reflexionar con
gran provecho.
En el prefacio al volumen 1, observé que con esta traducción los lectores podrían
comparar al primer Vos de la Dogmática Reformada (que se completó cuando tenía 30 años)
con su trabajo posterior en el campo de la teología bíblica. Mi afirmación entonces de que tal
comparación “confirmará la continuidad profunda, penetrante y cordial” desde luego está
demostrando ser cierta.
Aun así, hay algunas diferencias. Una diferencia notable es que en este volumen (como
ya hiciera en el volumen 1), cita Romanos 1:4 como texto de prueba de la deidad de Cristo.
Esto contrasta con la posición (expresada en 1912, en “El aspecto escatológico de la
concepción paulina del Espíritu”) de que Romanos 1:4 se refiere a la transformación del
Cristo encarnado por el Espíritu Santo en su resurrección. Además, todavía no parece tener
una comprensión clara de la estructura del “ya, pero todavía no” de la escatología bíblica,
con su superposición de las dos eras (eones) del mundo en el período entre la primera y la
segunda venida de Cristo. Más adelante proporcionaría lo que ahora es la expresión clásica
de esta interpretación en el capítulo uno de La escatología paulina, que informa el conjunto
de su labor dentro de la teología bíblica.
Por otro lado, en este volumen ya sostiene, tal como argumenta de manera convincente
en su posterior obra sobre teología bíblica, que en la descripción del Cristo resucitado en 1
Corintios 15:45 como “Espíritu vivificante”, la referencia es al Espíritu Santo.
R. Gaffin, Jr.
Mayo de 2014
CAPÍTULO 1
Introducción
El Fiador (Mediador) del pacto de gracia El nombre “Fiador” o “Mediador”
CAPÍTULO 2
Nombres
4. Además de Jesús y Cristo, ¿qué otro nombre para el Mediador aparece con
mayor frecuencia en los escritos del Nuevo Testamento?
El nombre κύριος, “señor”. Κύριος es la traducción de la Septuaginta del hebreo אֲדנִ ים,
אֲדנָׁי, tanto cuando se usa para los hombres como cuando se refiere en un sentido absoluto a
Dios (cf. Gn 18:12, Sara llama a Abraham su señor; 18:3, Abraham se dirige así a Jehová).
En la Septuaginta, κύριος también aparece allí donde el Antiguo Testamento utiliza יהוה, no
como traducción, sino simplemente porque ya se había convertido en costumbre no
pronunciar en voz alta el nombre יהוהy colocar Adonai en su lugar. En el Nuevo Testamento,
κύριος también se encuentra como referencia a Dios en general o a Dios el Padre = Jehová;
por ejemplo, ἄγγελος κυρίου, “un ángel del Señor” (Mt 1:20, 25; cf. v. 22, “lo que fue dicho
por el Señor”).
Cuando ahora vemos que en el Nuevo Testamento se llama al Mediador κύριος, “Señor”,
surge la pregunta de si esto debe entenderse en el mismo sentido en que se refiere a Dios, o
en un sentido diferente. ¿De dónde procede la relación en la que Él es nuestro Señor, de que
Él es uno en esencia con el Padre, en cuanto a la naturaleza divina, o de su valor como
Mediador, que Él posee en ambas naturalezas como Dios hombre? Cuando la pregunta se
plantea de esa manera, debemos responder: de este último. A Cristo se le llama Señor en
primer lugar no como segunda persona del Ser Divino, sino como Mediador. Esto queda
suficientemente claro a partir de la expresión ὁ θεὸς καὶ πατὴρ τοῦ κυρίου ἡμῶν Ἰησοῦ
Χριστοῦ, “el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” [Rom 15:6; 2 Cor 1:3; Ef 1:3; 1 Pe
1:3], donde a Dios el Padre se le llama el Dios de Cristo como Señor, y “Señor”, por tanto,
no puede significar su deidad sino tan sólo su valía como Mediador. Hay que interpretarlo en
el mismo sentido que cuando Pablo dice ἡμῖν εἷς θεὸς ὁ πατήρ … καὶ εἷς κύριος Ἰησοῦς
Χριστός, “Tenemos un Dios, el Padre … y un Señor, Jesucristo” (1 Cor 8:6), donde la
existencia como Dios y la existencia como Señor se distinguen claramente, sin que por eso
se niegue que en Él mismo Cristo es Dios y que el Padre es Señor.
Por lo tanto, Cristo es llamado nuestro Señor como Mediador:
a) Por el don del Padre en la elección.
b) Por su sufrimiento y muerte Él ha obtenido un derecho exclusivo de posesión para
los creyentes, ante el cual todos los demás derechos deben ceder.
Por consiguiente, el nombre “Señor” expresa aproximadamente lo mismo que
encontramos en el nombre “Cristo”, es decir, la idea de “autoridad” (potestas, que no debe
confundirse con potentia, “poderío”). Aun así, “Señor” no es completamente sinónimo de
“Cristo”. Este último recuerda el origen de la capacidad de poder del Mediador y nos recuerda
que se deriva de la soberanía del Padre; Cristo es el ungido de Dios. El primero, por el
contrario, pone el énfasis en la relación entre Cristo y sus siervos, sin que, al hacerlo, la idea
se centre tanto en el origen de esa relación. La importancia de los nombres se aprecia
claramente en los siguientes textos: Lucas 6:46 “¿Por qué me llamáis ‘¿Señor, Señor’ y no
hacéis lo que yo os digo?” Juan 13:13–14, “Me llamáis Maestro y Señor, y tenéis razón,
porque lo soy” (cf. 2 Cor 5:15; Rom 14:8).
Aunque el señorío de Cristo sobre nosotros es en primer lugar un señorío mediador y no
tiene presente su soberanía divina, aun así, por otro lado, también debe admitirse que
demuestra indirectamente la deidad del Mediador. Sería imposible para un simple hombre
ejercer esa soberanía y poseer ese derecho ilimitado de posesión sobre el alma y el cuerpo
que se le atribuye a Cristo como nuestro Señor. Estos son derechos que sólo Dios posee y
que no pueden ser transferidos a otro, a menos que ese otro sea Dios mismo. Solamente la
deidad de Cristo le capacita en este sentido para ser el Mediador.
6. ¿Cuál es la relevancia del nombre “¿Hijo del Hombre”, con el cual Cristo
se designó a sí mismo?
Este nombre también tiene su origen en el Antiguo Testamento, concretamente en Daniel
7. Tras la descripción de las cuatro monarquías mundiales, representadas por otros tantos
animales (un león con alas de águila, un oso, un leopardo y una bestia cuyo nombre no se
menciona), se hace referencia a uno “como un hijo de hombre”, a quien el “Anciano de días”
le da “dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su
dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido” [Dan
7:13–14]. No cabe ninguna duda de que aquí se hace referencia al Mesías, aunque no al
Mesías por sí mismo. Dado que el Hijo del Hombre viene a reemplazar a los reinos del mundo
anteriores, aquí debe ser tomado, junto con su reino y sus súbditos, como gobernante de Israel
que representa a su pueblo. Se le llama un hijo de hombre porque, a diferencia de los reinos
mundiales salvajes y animales, él representa a la humanidad verdadera tal como debe ser en
el reino de Dios.
Así que, en parte, ya se ha respondido a la pregunta de qué pudo haberle dado a Cristo la
oportunidad de usar este nombre para indicar su oficio. Al parecer, quería contrarrestar las
concepciones erróneas que la gente se había formado sobre el Mesías como un rey externo.
El reino en el cual Él es Mesías y Rey no se asemeja a los reinos de este mundo, que
encuentran su imagen en un tipo de animal, sino que tiene un rostro humano, es como un hijo
de hombre. Si Cristo se hubiera llamado a sí mismo repetidamente Mesías, habría apoyado
las expectativas carnales, empuñando un arco, de sus contemporáneos. Por lo tanto, podía
usar el título que permite que el énfasis recaiga en la naturaleza humana y menos guerrera de
su reino, y, además, la mayoría de la gente no lo entendía según su significado mesiánico
veterotestamentario, lo cual daba menos pie a sacar conclusiones erróneas de él.
Al mismo tiempo, hay en el nombre una indicación nada confusa de la deidad del Señor.
Él es el Hijo del hombre, ὁ υἱὸς τοῦ ἀνθρώπου, que se distingue así de todos los demás
hombres por algo especial, como se ve claramente en los predicados que se le atribuyen a Él
como tal: “Para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene poder en la tierra para perdonar
pecados” (Mt 9:6); “A partir de ahora, veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del
poder y viniendo sobre las nubes del cielo” (26:64); “Porque el Hijo del Hombre vendrá en
la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según sus obras” (16:27);
“Porque el Hijo del hombre es Señor, incluso del sábado [día de reposo]” (12:8). En cuanto
a la misteriosa naturaleza de este título, a consecuencia de la cual la multitud no lo
comprendió, véase la pregunta en Mateo 16:13, “¿Quién dicen los hombres que soy yo, el
Hijo del Hombre?”
7. ¿Se usa el nombre παῖς, “niño”, en referencia al Mesías? Y en caso
afirmativo, ¿cuál es su significado distintivo?
Παῖς expresa la relación del niño con el padre, y también, por inferencia, la relación de
uno que sirve con el que manda. En este sentido derivado, es sinónimo de δοῦλος, con la
diferencia de que este último pone más énfasis en la restricción y la servidumbre, mientras
παῖς simplemente indica subordinación sin coacción. En la Septuaginta, παῖς es la traducción
del hebreo עבד, “sirviente”, concretamente de יהוה- ֶעבֶ ד, “Siervo del SEÑOR”.
En el último sentido mencionado, aparece repetidamente en alusión a Cristo (Mt 12:18,
citando a Is 42:1); “El Dios de Abraham, Isaac y Jacob ha glorificado a su hijo (mejor,
‘siervo’) Jesús” (Hechos 3:13). En estos pasajes no debería tomarse el nombre “niño” en el
sentido de “Hijo”, como si la referencia fuera a la filiación eterna de Cristo. Aquí, “niño” es
exclusivamente el nombre del Mediador, que principalmente en la última parte del profeta
Isaías se atribuye de manera característica al Mediador, es decir, en la medida en que
representa al pueblo de Israel y cumple aquello a lo que la nación había sido llamada pero no
había sido capaz de lograr debido a sus pecados e imperfecciones. En el concepto de “siervo
del SEÑOR”, tal como se desarrolló en esta profecía, están presentes los siguientes elementos:
(1) El Mesías es posesión de Dios y, sobre la base de la confianza en Él, es como un siervo
de confianza de su señor. (2) Él lleva a cabo la obra de Dios en la tierra, como el siervo hace
la obra de su señor. (3) Es humilde y menesteroso en el desarrollo de esta labor de servicio y
aparece en forma de siervo. Que el Mesías aparezca aquí tan estrechamente ligado al Israel
espiritual tendrá su base en la naturaleza distintiva de la profecía que pretende retratar al
Mediador como profeta y sacerdote. Especialmente como sacerdote, el Mesías es cabeza y
representante de su pueblo, de modo que pueda identificarse fácilmente con ellos. Esto
también permite explicar el error de algunos que tratan el término “siervo del SEÑOR” como
si no fuera más que un término simbólico para el pueblo de Israel como un colectivum
[colectivo]. Puede que sea así en algunos lugares, pero en la mayoría de ellos, con diferencia,
se hace referencia a una persona en particular, que no puede ser otra que el Mediador.
8. ¿Hubo algún otro nombre por el cual Jesús fuera llamado frecuentemente y
que Él reconociera?
El nombre “Hijo de David”, por el cual se hacía alusión no sólo a su linaje según la carne
de David, sino sobre todo a su valor real como sucesor de este rey. Entre los judíos, “Hijo de
David” se había convertido en un título fijo del Mesías, como “Hijo de Dios” y “Ungido”
(Mt 9:27; Marcos 10:47). Cuando el Señor no protestó contra el uso de este nombre, lo hizo
por algo más que para adaptarse simplemente a las ideas de la gente. Sólo cuando los escribas
entendieron el término en un sentido tan limitado que el aspecto principal de su gloria
mesiánica quedaba excluido, fue cuando Jesús consideró necesario recordarles que este Hijo
de David era al mismo tiempo también el Señor de David, y que su reino era de un orden más
elevado que el de un sucesor ordinario y terrenal de David (Mt 12:35–37).
CAPÍTULO 3
Persona y naturalezas
10. ¿Qué concepto tenían los ebionitas con respecto a la persona del
Mediador?
Los ebionitas (al menos la línea más estricta designada con este nombre) consideraban a
Cristo como el hijo natural de José y María, como un ψιλὸς ἄνθρωπος, “un simple hombre”,
que fue dotado con el Espíritu Santo en su bautismo y en virtud de ello se convirtió en Cristo
(Mesías). El ebionismo expresa el elemento de verdad desarrollado parcialmente, y
específicamente judío, de que Dios es uno y no puede ser dos o tres. El Antiguo Testamento
también enseñó eso, pero también indicó que este Dios único no es una unidad abstracta y
que dentro de este ser divino hay lugar para la distinción. El ebionismo perdió de vista este
último y por tanto abandonó la deidad del Señor. Su error básico fue una concepción deísta
de la relación de Dios con el mundo. Y allí donde el ebionismo revive en tiempos modernos,
fluye de un deísmo similar, como en el caso de los socinianos. La línea menos estricta de
ebionitas (también llamados nazarenos) mantuvo el nacimiento sobrenatural de la humanidad
de Cristo, pero también negó su divinidad.
12. ¿Cuáles eran las opiniones de los alogi en relación con Cristo?
La doctrina de la preexistencia independiente de Cristo comenzó su desarrollo dogmático
con Ireneo y Tertuliano. Por lo tanto, las dos líneas heréticas mencionadas anteriormente
(representadas por el ebionismo y el gnosticismo) necesariamente entraron en una renovada
oposición a este desarrollo, ya que vieron amenazada la unidad de Dios. Esta oposición se
manifestó en la herejía deísta de los alogi y en los modalistas (sabelianos) de cariz más o
menos panteísta. El alogismo intentó mantener la unidad negando la divinidad de Cristo; el
sabelianismo, negando su existencia personal. Así que aquí nuevamente vemos que la
doctrina ortodoxa se mueve entre dos extremos.
Los alogi (alrededor del 170 A. D.) no negaron el nacimiento sobrenatural de Cristo, sino
que lo consideraron como un hombre que no tenía una existencia real antes de este nacimiento
y que se distinguía de otros hombres en que Él no tenía pecado; que en Él moraba un rayo
del Logos (es decir, la mente de Dios); o que poseía el Espíritu Santo en un grado
extraordinario. Se les llama alogi porque rechazaban el Cuarto Evangelio (y Apocalipsis), así
como el concepto de logos, mientras que en su nombre también está presente un juego de
palabras: alogi, es decir, “sin logos”, “carentes de razón”.
22. ¿En qué puntos desarrolló todavía más el dogma Juan Damasceno?
Él estableció que la naturaleza humana de Cristo (a) no es la naturaleza abstracta del
hombre en el sentido de los realistas, la que se dice que comparten todos los seres humanos,
(b) tampoco es una humanidad individual que en sí misma posee existencia personal, sino (c)
una naturaleza humana impersonal, asumida por el Logos en la unidad de la persona desde el
primer momento de su existencia, de modo que nunca ha existido por sí misma.
Al mismo tiempo, Juan Damasceno enseñó la penetración mutua de las dos naturalezas
(περιχώρησις) de la cual se desprendía una comunicación mutua de atributos (ἀντίδοσις)
Sobre este punto se desataría posteriormente un conflicto entre luteranos y reformados.
23. ¿Han seguido manteniendo todas las iglesias cristianas esta posición (de
Calcedonia) o también se ha manifestado alguna desviación posteriormente?
También se han producido desviaciones posteriormente, por parte de los siguientes
actores:
a) La herejía ebionita fue revivida por el socinianismo, que reconoce únicamente una
naturaleza humana en Cristo y habla de la deidad tan sólo en el sentido de
competencia transmitida para el oficio. La soteriología sociniana, como veremos, está
completamente de acuerdo con esta cristología sociniana.
b) La iglesia luterana dio un paso atrás con respecto a Calcedonia en dirección al
eutiquianismo, aunque sin abandonar formalmente el punto de vista del Credo de
Calcedonia y sin dejar que esta concepción se desarrollara sistemáticamente en la
soteriología.
c) La moderna cristología de los especulativos Vermittelungs teólogos [mediadores] en
principio ha abandonado el punto de vista de Calcedonia (la deidad y la humanidad
completas y, al mismo tiempo, una al lado de la otra) y han aceptado de diversas
maneras el cambio de la deidad en humanidad y el cambio inverso de la humanidad
en deidad. Esta es la doctrina de la kénosis.
d) Mientras (a) se equivoca por el lado judío-deísta y (b) y (c) se inclinan hacia el lado
pagano-panteísta, aquí y allá ha aparecido esporádicamente como una opinión
privada la postura de que la humanidad de Cristo no se originó primeramente en el
tiempo, sino que preexistió eternamente en el cielo; por lo tanto, una renovación de
la cristología de Orígenes en lo que se refiere a la humanidad. Podemos encontrar
esta opinión en Swedenborg e Isaac Watts.
Pasamos ahora a analizar la doctrina reformada, para luego regresar a estos errores.
24. Presenta las posturas más destacadas que debemos mantener con respecto
al Mediador después de su encarnación.
a) En el Mediador sólo hay una persona, un sujeto, aunque hay dos naturalezas. El
problema que nos encontramos aquí es, por lo tanto, el contrario de aquel al que nos
enfrentamos en la doctrina de la Trinidad. Allí tenía que ver con la posibilidad de una
naturaleza cuando el Ser Divino consistía en tres personas. Aquí, por el contrario, la
cuestión es cómo pueden existir dos naturalezas en una persona. Podemos recordar
que la definición teológica estándar de persona dice así: substantia individua
intelligens incommunicabilis non sustertata in alia natura neque paro alterius: “una
sustancia indivisible, racional, incomunicable, no sostenida por otra naturaleza y que
no forma parte de otra”. Esto, sin embargo, no es completamente aplicable a las
personas divinas en la Trinidad, ya que aquí, lo de “no sostenida por otra naturaleza”
no es correcto. Así pues, en el caso de la Trinidad debemos contentarnos con una
definición sencilla: “Una persona lo es a través de la sustancia divina en una
hipóstasis concreta, y a través de este modo específico de ser se distingue de esa
sustancia y de las personas restantes”. Una persona divina no es exactamente lo
mismo que una persona humana.
Si bien esto es cierto, por otro lado, no debemos dejar de sostener con la misma
convicción que debe existir una similitud en un sentido formal entre una persona
divina y una persona humana. Como veremos, esto ya se desprende del hecho de que
en el pacto la persona divina del Mediador representa legalmente a las personas de
los elegidos. Esta relación de representación legal que se da entre el Mediador y sus
miembros no puede existir entre dos entidades completamente distintas. La similitud
que existe entre la personalidad divina y la humana debe hallarse en el hecho de que
ninguna de ellas es sostenida por otra persona. Esto es verdad de ambos casos.
Aunque la persona del Hijo de Dios es un modo de existencia del ser de Dios y, por
tanto, en cierto sentido se mantiene a través del ser, a través de la naturaleza divina,
aun así, esta naturaleza divina, qua talis [como tal], no es personal, sino que alcanza
la personalidad en las tres hipóstasis. Sin embargo, no hay ninguna otra persona que
sustente la persona del Hijo, en quien Él subsista, en quien Él exista hipostáticamente.
Es cierto que desde la eternidad el Hijo es generado por el Padre y, en consecuencia,
recibe su modo de existencia continuamente del Padre, pero esto no significa nada
más que como hipóstasis Él existe en el Padre. Para los hombres, el hijo también
recibe su existencia personal del padre a través de la generación, pero las personas
del padre y del hijo permanecen separadas, y no se puede decir que el uno exista en
el otro. Si esto fuera así, entonces el que existe en el otro, simplemente por eso, ya
dejaría de existir como persona. Así pues, tenemos estos dos casos: (1) En el ser de
Dios común a las tres personas, la persona del Hijo existe eternamente por la persona
del Padre, pero no en la persona del Padre; Él es y sigue siendo una hipóstasis
independiente. (2) En la creación de un nuevo ser por parte de Dios, para el hombre
el niño existe como una persona a través de la generación de los padres, pero no en
los padres; es y sigue siendo una personalidad independiente.
Las personalidades divinas y humanas tienen en común que no existen en otra
persona. Son diferentes en los siguientes aspectos: (1) Una persona divina puede tener
en común con las demás personas divinas el mismo ser indiviso; Padre, Hijo y
Espíritu Santo son uno: el Dios trino. Una persona humana no puede tener en común
el mismo ser con otras personas humanas de esta manera. En el caso del hombre, el
ser llega a existir repetidamente por la mano creadora de Dios. Cuando decimos que
todos los seres humanos tienen una misma naturaleza, esto no significa que la tengan
en el mismo sentido que en la Trinidad. Para el hombre, significa similitud; para Dios,
identidad. Todos los seres humanos tienen la misma naturaleza en la medida en que
todos poseen por igual la suma de los atributos esenciales. Por ejemplo, todos tienen
una naturaleza pecaminosa o todos tienen una naturaleza pura. Entre Dios el Padre,
Dios el Hijo y Dios el Espíritu Santo, solamente existe una naturaleza que es, por
tanto, la misma. (2) Una persona divina recibe su existencia de la otra persona o de
las otras personas no sólo temporalmente, con un principio, sino también
eternamente, sin cesar. Así que, junto con la semejanza está la diferencia: en el Ser
Divino, el vínculo de la generación permanece incesante; para el hombre, no perdura.
Esta única persona, este único sujeto en Cristo, está investido de todas las relaciones
legales debidas al Mediador. Él, la persona del Mediador, ha sido establecido desde
la eternidad como Fiador, porque si bien todavía no había asumido la naturaleza
humana, Él—la misma persona que más tarde se haría carne, sufriría y moriría—ya
estaba presente entonces. A Él, a la persona, se le había imputado la culpa de los
elegidos, no a la naturaleza humana que poseía en abstracto. Él, la persona, que como
persona divina no estaba sujeta a ninguna ley, se sometió libremente a las demandas
de la ley y ganó la vida eterna. Él, la persona, fue exaltado tras haber cumplido con
toda justicia. Siempre que está implícita una relación legal, nos encontramos con la
persona del Mediador, el Hijo de Dios. Para cumplir sus funciones como Mediador
es indudable que son necesarias ambas naturalezas, tal como se ha demostrado
extensamente con anterioridad, pero la capacidad legal solamente la podía aportar la
existencia de estas naturalezas en la persona.
25. ¿Es este único sujeto, esta única persona en el Mediador, una persona
divina o humana?
b) Esta persona es divina, y no humana o divino-humana. Para estar inmediatamente
convencidos de esto, podemos tomar en consideración lo siguiente. En el Logos hay
una persona divina, que es inmutable, que está presente desde la eternidad. Por tanto,
si solamente puede haber una persona en el Mediador, y la persona divina no puede
ser erradicada o cambiada, entonces es evidente que esta persona es la persona divina
del Logos. Únicamente se puede sostener la inmutabilidad de Dios si mantenemos la
deidad de la persona en el Mediador. La elección está entre dos personas o una
persona divina.
27. ¿Está permitido, entonces, decir que la naturaleza humana del Mediador
era impersonal?
No, hacer eso crearía la apariencia de que faltaba algo en la naturaleza humana del Señor,
y de una manera cuestionable nos deslizaríamos hacia el docetismo, como si en Cristo hubiera
tan sólo una humanidad aparente y no una humanidad verdadera. Posteriormente, los mejores
maestros de la iglesia siempre han evitado la expresión “naturaleza humana impersonal”,
enseñando más bien que la humanidad del Mediador tiene su existencia personal en la
persona del Hijo de Dios, en virtud de la cual no es una abstracción, sino que está dotado de
personalidad. Esto no debe entenderse como si la persona del Hijo de Dios proporcionara la
humanidad impersonal con una persona humana, porque entonces eso sería caer de nuevo en
el nestorianismo. Significa, más bien, que la persona del Hijo de Dios sirve como persona
tanto para la humanidad como para la deidad, que le presta personalidad a ambas; o,
expresado de manera más precisa, que como persona divina, al asumir la naturaleza humana
en la unidad de la persona, Él también eleva esta naturaleza humana por encima del terreno
de la impersonalidad. Por y desde la encarnación, en el Mediador hay una naturaleza humana
que, sin ser personal en sí misma, tiene su existencia personal en la persona del Hijo de Dios.
En cierto sentido, la persona del Mediador, el Logos, es doble (no un compuesto), ya que
cumple dos funciones, a saber: sirve como persona tanto para la deidad como para la
humanidad.
Es mérito de Juan Damasceno que de forma tan clara enunciara esta “suplantación” de la
naturaleza humana por la persona divina, si podemos designarla así. Él formuló su idea de la
siguiente manera: la naturaleza humana del Mediador no era propia o inherentemente
personal (ἰδιοσύστατος), ni impersonal (ἀνυπόστατος), sino más bien “en la persona”
(ἐνυπόστατος).
Por lo tanto, debemos considerar inexacta la afirmación que hace Charles Hodge, en su
Teología Sistemática, volumen 2, página 391, cuando dice que “la naturaleza humana, por
consiguiente, … es impersonal en la persona de Cristo”. Debería decir: “no posee una
personalidad humana”. En Junius, Tesis 27:16, se formula bastante correctamente. Aquí se
ve de qué manera cada una de las dos naturalezas está involucrada en esta unión: la divina
asume, la humana es asumida, no porque a partir de estas dos se forje una especie de tercera
naturaleza, sino porque la naturaleza humana, que al principio era ἀνυπόστατος, fue asumida
por el Logos en la unidad de la persona, y convertida así en ἐνυπόστατος.
29. ¿Puede demostrarse también por las Escrituras que solamente había un
sujeto, una persona en Cristo, y que ésta era la persona divina, el Logos?
La prueba de ello, basándonos en las Escrituras, se puede proporcionar de la siguiente
manera:
a) La prueba más sólida se encuentra en la ausencia de cualquier rastro de una doble
personalidad en todo lo que se nos comunica sobre el Mediador. Además, se nos
revela acerca de Dios que Él es un solo Dios, igual que se nos dice que Cristo debe
ser llamado un solo Mediador (cf. 1 Tim 2:5). A pesar de la existencia de esta firme
presunción sobre la unicidad de Dios, nosotros y la iglesia hemos visto que es
necesario aceptar una trinidad de personas en este único Ser Divino, ya que
repetidamente se distingue apropiadamente entre una persona y la otra y se presenta
a una hablando con la otra.
Ahora bien, si existieran dos personas en el Mediador, esperaríamos algo similar.
Tendría que haber rastros de que la deidad le había hablado a la humanidad, y la
humanidad a la deidad, usando “tú” y “ti”, como ocurre entre el Padre y el Hijo. No
encontramos nada de esto en el Nuevo Testamento. Esto debe tener su razón, y la
razón no puede ser otra que la de que la personalidad humana no está presente en el
Mediador.
b) Una prueba positiva está presente en el hecho de que el Mediador siempre habla de
sí mismo como una sola persona, independientemente de si lo que se dice de Él se
refiere a su divinidad o a su existencia humana. Es el mismo e idéntico sujeto el que
habla en ambas relaciones, cuando se dice: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte”
[Mt 26:38], y cuando se afirma, “Antes de que Abraham fuera, yo soy” [Juan 8:38].
Así pues, el resultado que también encontramos aquí es el de la unidad de personas y
dualidad de naturalezas.
c) Donde más claramente se ve que la persona en Cristo es la persona divina, el Logos,
es en aquellos lugares en los que las Escrituras tratan expresamente de la encarnación,
como, por ejemplo, en Juan 1:1–4; 1 Juan 1:1–3; Filipenses 2:6–11; Hebreos 2:14. Es
de destacar que en todos estos pasajes la Escritura no parte de dos naturalezas en el
Mediador, para luego, dada esta coordinación, obtener mediante su fusión un tertium
quid, sino que siempre elige como su punto de partida la eternidad, la persona del
Hijo de Dios. La cristología moderna toma el camino opuesto. En todas sus
construcciones del Dios hombre, parte de las dos naturalezas como si estuvieran
coordinadas y las dos entremezcladas, o una transformándose en la otra. Así, Juan
habla primero de la Palabra que estaba con Dios, y que de hecho era Dios; Pablo, de
Aquel que era en forma de Dios y que era rico, para luego referirse a la humanidad
del Mediador. Y no es menos notable el hecho de que la Escritura, cuando habla de
la unión de la Persona divina con la naturaleza humana, siempre lo concibe como una
acción de la primera, donde el Logos no estaba pasivo sino activo. Él se hizo carne
(σὰρξ ἐγένετο); Él adoptó la semilla de Abraham; Él se humilló a sí mismo; Él se
hizo pobre, etc. En tercer lugar, no debe pasarse por alto que nunca se habla de la
humanidad del Mediador en términos personales, sino en términos de naturaleza. No
es un hombre lo que Él asumió sino la carne; Él fue enviado a semejanza de carne
pecaminosa [Rom 8:3]. Aquí, “carne” significa concretamente una naturaleza
humana completa, incluyendo el alma y el cuerpo, pero sin que deba incluirse la
personalidad.
30. ¿Por qué era necesario que el Mediador fuera sólo una persona o, dicho de
otro modo, que en Él la naturaleza humana (en sí misma) no poseyera
personalidad?
Por las siguientes razones:
a) Porque ya en el Logos había una persona divina que no podía cambiar, por lo que su
humanidad tenía que ser impersonal o habría habido dos sujetos existiendo.
b) Porque todos los seres humanos están incluidos en el pacto de obras. Si Cristo hubiera
sido una persona humana, entonces también habría poseído el pecado original y no
podría haber sido nuestro Fiador. Sin embargo, Él era una persona divina, que como
tal no podía ser contada en Adán, y tampoco podría haber nacido a través de la
generación ordinaria de Adán (a través de la voluntad del hombre).
c) En Cristo como Mediador, su naturaleza humana, como por una gracia milagrosa,
debe estar unida a Dios de la manera más estrecha posible. Esto debe ocurrir por más
de un solo propósito, tanto para que en el Mediador, como Cabeza de su cuerpo, el
pacto de gracia se realice no solo jurídicamente sino también en la práctica, como
también para que la revelación a través del Mediador sea una revelación directa de
Dios en la carne. Cuando la humanidad de Cristo habla, entonces en ella habla la
persona que es Dios, porque el sujeto es uno.
d) Su deidad debía ir unida a su naturaleza humana de modo que pudiera añadirle un
valor infinito a sus méritos. Aquí no era suficiente con una unión que no fuera
personal, ya que sólo esta unión es una unión judicial.
e) Sólo porque la persona divina es el sujeto en Cristo, su obra mediadora obtiene la
estabilidad requerida por un pacto de gracia eterno e inmutable. Sin duda alguna, la
naturaleza humana en Cristo era en sí misma débil y mutable. Ahora sabemos, sin
embargo, que esta naturaleza humana en sí misma es una abstracción que no existió
en ningún momento sin la subsistencia personal en el Logos. Así pues, la persona del
Logos con su personalidad proporciona a su naturaleza humana la firmeza e
inmutabilidad mediante las cuales el pacto de gracia se distingue del primer pacto, el
pacto de obras. La unidad y la deidad de la persona son importantes para la afirmación
de que Cristo no podía pecar.
32. ¿Qué cabe decir sobre la analogía de esta unión personal con la unidad
entre el alma y el cuerpo en el hombre?
Que en realidad en muchos aspectos arroja no poca luz sobre esta verdad que en abstracto
resulta tan difícil de entender para nuestra limitada comprensión humana. Desde muy pronto
ya se recurrió a esta analogía en busca de claridad. Podemos remitirnos a la confesión de fe
de Atanasio. Calvin todavía encontró esta analogía útil (Institución, 2.14.1).
Posteriormente se plantearon más objeciones contra ella, y sobre una base que apenas
parece satisfactoria. Alguien se opuso diciendo que la personalidad humana solamente se
crea mediante la unión del cuerpo y el alma, ya que tanto el cuerpo como el alma son partes
esenciales del hombre. Hay que admitir, sin embargo, que la personalidad del hombre tiene
su sede en el alma, como la de Cristo la tiene en su deidad, y que por lo tanto en ese aspecto
la analogía resulta totalmente apropiada. Es cierto que, para el hombre, la naturaleza
específicamente humana (no la persona) sólo existe a través de la unión del alma y el cuerpo,
pero también se puede decir que la naturaleza específicamente mediadora de Cristo (no su
persona) solamente llega a existir mediante la encarnación; por tanto, aquí también vemos
una similitud. La objeción se queda únicamente en esto: que la persona del Mediador existió
como perfecta y no se vio afectada antes y aparte de la encarnación, por lo que esta última
no pertenece a la idea del Logos, tal enseña la teología moderna, y que, por otra parte, un
alma humana, aunque sea personal, es un fragmento que no corresponde a su idea si la
consideramos aparte del cuerpo. El Logos tuvo su naturaleza divina perfecta desde la
eternidad, en la cual subsistió; las almas de aquellos que han muerto tienen una naturaleza
humana violada e incompleta, mientras no se reúnan con sus cuerpos. Así pues, no se debe
recurrir a la analogía en busca de ayuda para aclarar la relación del Logos ἀσαρκος con la
σάρξ asumida por Él, sino únicamente para arrojar luz sobre el Logos ἔνσαρκος en la σάρξ.
Los puntos sobre los que la analogía puede arrojar luz son los siguientes:
a) Hay dos sustancias: materia y espíritu, sustancia divina y humana. No importa que
con la humanidad del Mediador la sustancia humana consista tanto de materia como
de espíritu, porque aquí estos dos deben combinarse en una unidad y colocarse en una
línea, ya que ellos, como sustancia propia de las criaturas, llegan contrastar con la
deidad del Mediador como sustancia no creada.
b) En el hombre existe una unión entre el alma y el cuerpo, el espíritu y la materia, que
está muy cerca y, sin embargo, no lleva a la fusión de los dos. El espíritu no se
convierte en materia, y la materia no se convierte en espíritu; cada uno mantiene sus
cualidades específicas. Esta unión entre las dos sustancias no es una mera morada,
como si el alma simplemente residiera en el cuerpo como si de un tabernáculo se
tratara, sino una unión personal. Todo esto se puede aplicar a la unidad entre la
persona divina y la naturaleza humana en el Mediador.
c) En el caso del ser humano, el principio de unidad, el sujeto, la persona, no se produce
por una fusión de ambas naturalezas. El alma y el cuerpo no proporcionan cada uno
una parte, sino que ese sujeto reside en la única sustancia del alma, que ha adoptado
el cuerpo, o al menos desde el primer momento de vida y en adelante ha entrado en
el cuerpo como principio de unidad. En el cuerpo, puede haber una especie de unidad
orgánica aparte del alma; la verdadera unidad de la vida, la del sentimiento, solamente
entra a través del alma. Todo esto se puede trasladar sin dificultad. En Cristo, el
sujeto, la persona, es una persona divina; en su naturaleza humana existe una unidad
similar a la del cuerpo del hombre: una unidad de sentimiento, voluntad y conciencia
en general. Pero la unidad más elevada, la de la personalidad, no está presente en su
humanidad, o más bien debería faltar si permaneciera por sí misma.
d) Como a nosotros nos resulta imposible explicar la acción del espíritu sobre la materia
y de la materia sobre el espíritu, nos es igualmente imposible mostrar de qué forma
concreta la unidad orgánica del alma y el cuerpo, de la primera en el segundo, causa
la vida y las sensaciones. Del mismo modo, no sólo es inexplicable en general cómo
el infinito afecta lo finito, cómo lo divino afecta a lo humano, sino, más
específicamente, el más elevado de todos los misterios es cómo la persona del Hijo
de Dios pudo apropiarse de la naturaleza humana de tal manera que se dice que en
verdad existe en esta humanidad mientras, por el contrario, tiene su hipóstasis en él.
e) En el hombre, se produce una comunicación de las características de ambas
naturalezas o sustancias a la persona. La persona A o B comparte todo lo que se puede
decir sobre su alma o su cuerpo. No es su cuerpo el que está enfermo o su alma la que
está deprimida, sino que él está enfermo o abatido. Lo mismo ocurre también con la
persona del Mediador. A su persona pertenecen todos los predicados que están
asociados con las naturalezas divina y humana. Hay, por usar la terminología de los
teólogos, una κοινωνία ἰδιωμάτων, una comunicación de atributos, a la cual
deberemos referirnos con más detalle posteriormente.
f) De esta comunicación de atributos, se deduce que el sujeto a veces puede ser
designado de acuerdo con una naturaleza, mientras que, sin embargo, el predicado
con el que está asociado este sujeto pertenece al sujeto sólo según con la otra
naturaleza. Y así surgen declaraciones aparentemente absurdas y contradictorias en
las que el sujeto y el predicado parecen excluirse mutuamente. Cuando alguien dice
en inglés: “Everybody knows”, se designa a la persona según la naturaleza material
como “cuerpo” (body), mientras que, sin embargo, a esta persona se le atribuye un
predicado que es incompatible con la idea de “cuerpo”, es decir, el concepto de
“saber” (know). Por el contrario, en la afirmación: “Twenty souls perished”, se
designa al sujeto de acuerdo con la naturaleza espiritual (“alma”, soul) y el
correspondiente predicado (“murieron, perecieron”, perished) sólo es aplicable a la
naturaleza material. En las Escrituras encontramos declaraciones similares acerca de
Cristo, como cuando se dice que el Hijo del Hombre está en el cielo y que ellos han
crucificado al Señor de gloria [1 Cor 2:8], etc.
g) De la misma manera que el cuerpo, por su unidad orgánica con el alma, se eleva por
encima de la esfera de lo natural y material en cuanto a su estatus, aunque su sustancia
siempre sigue siendo material, así también la humanidad del Mediador se sitúa en un
estatus completamente único a través de la unión con el Hijo de Dios, a pesar de que
su sustancia sigue siendo siempre la propia de una criatura y que nunca puede
convertirse en esencia en aquello que no es creado. La naturaleza humana, tal como
la posee Cristo, comparte un honor que no posee en ninguna otra parte, así como en
nuestro caso el cuerpo comparte la gloria del alma y sirve como el órgano de su
revelación.
Todos estos son puntos en los que encontramos una correspondencia llamativa. Ahora
bien, siempre hemos sentido, y con razón, que la analogía era defectuosa y que no arroja luz
sobre el único punto misterioso que de otra manera también escapa a nuestro estudio. La
cuestión de cómo el alma y el cuerpo pueden ser uno incluye un problema, pero el problema
es diferente de la cuestión de cómo dos conciencias pueden ser un solo sujeto. El cuerpo
como materia, o también como un agregado orgánico, no tiene, de entrada, esa unidad en sí
mismo, lo que parecería convertirlo en inadecuado para ser tomado como una parte integral
dentro de otra unidad. Deja espacio para el alma como un principio formador de la unidad.
Ocurre lo contrario con el espíritu humano consciente, con la conciencia de la humanidad del
Señor. Esta parece poseer ya de antemano una unidad en sí misma, porque ¿qué es la
conciencia sino la suma de muchas percepciones dentro de una unidad? Y ahora nos resulta
inexplicable cómo esta unidad puede estar presente allí donde, sin embargo, la unidad más
profunda de la persona, que existe en una conciencia distinta, una conciencia divina, se une
a esta unidad. Dos conciencias parecen excluirse mutuamente. Es aquí donde la analogía no
nos proporciona la más mínima explicación, y debemos, como se nos recordó anteriormente,
asentir al misterio, creyendo que lo que no podemos comprender existe, no obstante, en
realidad.
33. ¿Cuáles son las consecuencias para el Mediador de esta unión personal?
a) Una communicatio gratianum sive charismatum in naturam, una comunicación de
los dones de gracia a la naturaleza humana.
b) Una communicatio proprietatum utrisque naturae cum persona, una comunicación
de los atributos de ambas naturalezas a la persona.
c) Una communicatio operationum o una communcatio ἀποτελεσμάτων, una comunidad
de las obras de redención, según la cual las acciones de ambas naturalezas son las de
la persona.
38. ¿Cuán diversa es la unión que han asumido las dos naturalezas en el
Mediador?
a) La unio immediata, la unión inmediata de la naturaleza humana con el Logos.
b) La unio mediata, la unión mediata de las dos naturalezas, que se produce a través del
Espíritu Santo y comunica todos los dones de gracia a la naturaleza humana, tal como
hemos visto anteriormente.
Sin embargo, hay objeciones a hablar de esta unión mediata de las dos naturalezas. Al
expresarlo así, da la impresión de que la unidad en el Mediador puede producirse a través de
un factor intermedio; en otras palabras, como si no se tratara de una unión personal, sino de
dos partes dispares que se colocan una al lado de la otra de manera imprecisa. Esto puede
abocar al nestorianismo, ya que fueron precisamente los nestorianos los que concibieron la
unión como una concordia moral. Por el contrario, hay que decir que la comunicación de
dones a la naturaleza humana tuvo un propósito totalmente distinto que el de provocar una
unidad entre las dos naturalezas. Sirvió únicamente para capacitar a la naturaleza humana
para su oficio. Sobre este punto, sin embargo, se aprecia una falta de claridad aquí y allá entre
los teólogos más antiguos, como también cabe concluir del hecho de que quisieran derivar
los dones de gracia directamente de la unión personal del Logos con la naturaleza humana.
39. ¿De qué procede la desviación de los luteranos de esta enseñanza bíblica y
ortodoxa antigua [reformada]?
No debe considerarse en absoluto como algo accidental, sino más bien como una
consecuencia inevitable de la manera característica de pensar del propio Lutero. Lutero tenía
en el fondo algo místico en su naturaleza, que, entre otras formas, se manifestó en su gran
estima por el misticismo alemán. Según este misticismo alemán, el propósito de toda religión
es la unión del hombre con Dios, no en un sentido ético o judicial, sino sustancialmente, de
modo que la diferencia entre Dios y el hombre desaparezca. Con esto se corresponde una
cristología que no tiene como principal interés la unidad de la persona, sino la comunicación
de la deidad a la humanidad. En consecuencia, vemos que Lutero considera posible que la
naturaleza humana contenga lo divino, que concibe que la una está dispuesta hacia lo otro.
Para expresar esto, incluso hace uso de proposiciones filosóficas (por ejemplo, el aristotélico
“materia appetit formam” [“la materia busca la forma”]); y luego, dándose cuenta de la
deficiencia de esto, dice: “se debe hablar de Cristo con nuevas lenguas y en un lenguaje
nuevo”. A veces incluso parece que Lutero quiso negar la impersonalidad de la naturaleza
humana en sí misma, como Calovius, por ejemplo, que enseña la comunicación de la
personalidad, junto con la de otros atributos, a la naturaleza humana.
No hay duda de que su doctrina de la Cena del Señor influyó en la cristología de Lutero.
Si Cristo, también según su humanidad, está presente en y con el pan y el vino, allí donde
estos se utilicen, entonces en cada caso debe comunicarse un poder a la humanidad que
comúnmente (fuera de Cristo) ésta no posee. La doctrina de la Cena del Señor presupone así
la comunicación de algo de parte de la deidad a la humanidad, y de hecho en su conflicto con
los suizos sobre la Cena del Señor, Lutero utilizó la doctrina de la communicatio idiomatum.
Más tarde abandonó este argumento no porque hubiera cambiado de opinión, sino
probablemente porque pensó que la argumentación resultaba menos adecuada para
convencer. Si Lutero tan sólo hubiera aclarado su cristología antes de su punto de vista sobre
la Cena del Señor, y si en la primera no hubiera estado presente un principio independiente,
entonces podría haberse conformado con atribuir atributos divinos a la humanidad del
Mediador después de su exaltación. Sin embargo, no lo dejó ahí, sino que comenzó con la
raíz del asunto, es decir, con la encarnación. La naturaleza humana primero recibió atributos
divinos no a través de la exaltación sino a través de la unión con la deidad. Esta es una clara
indicación de que un principio independiente se encuentra ciertamente en la base de la
cristología de Lutero.
48. ¿Cuáles son los postulados básicos de la cristología más teísta que
obviamente se ha desarrollado bajo la influencia de estos principios de
Schleiermacher?
Antes de abordar esta cuestión en detalle, hay que hacer notar que para estos teólogos se
debe establecer una distinción entre el contenido consciente y el ímpetu oculto de su
enseñanza. El primero es teísta; el último proviene del panteísmo. Ellos mismos son teístas,
es decir, explican a Dios como un ser personal y consciente y, sin embargo, enseñan cosas
sobre la encarnación que sólo encajan con un panteísmo sistemáticamente elaborado.
Los principios básicos de esta cristología son:
a) En Cristo hay una sola naturaleza, ya sea inmediatamente o al final de un cierto
desarrollo que se le atribuye.
b) Esto es posible porque la naturaleza divina y la naturaleza humana no están tan
claramente diferenciadas entre sí como se consideró necesario pensar en el pasado.
Por el contrario, están dispuestas la una a la otra de modo que una puede traspasarse
a la otra y pueden combinarse entre sí.
c) Si bien todos estos teólogos coinciden en la tesis de que la naturaleza humana puede
tomar lo divino en sí misma (humana natura capax naturae divinae), no todos
admiten que lo contrario sea cierto, esto es, que la naturaleza divina pueda devenir en
naturaleza humana. Como consecuencia de ello, existen dos tendencias. La de
aquellos que afirman esto último y la de quienes lo niegan. A los primeros se les
llaman kenoticistas; su enseñanza es la doctrina de la kénosis. El nombre se deriva de
Filipenses 2:7, donde Pablo dice, en referencia a Cristo, ἑαυτὸν ἐκένωσεν, “Él se
vació a sí mismo”. Muchos teólogos destacados forman parte de este grupo de
kenoticistas: por ejemplo, Liebner, Hasse, Thomasius, Gess, Ebrard y Edmund de
Pressensé, entre otros; entre los exegetas se encuentran Meyer (sobre Filipenses 2).
Entre aquellos que niegan el punto de vista en cuestión (es decir, que la naturaleza
divina puede transformarse en naturaleza humana), Dorner es el más destacado.
51. Haz una descripción más detallada de las ideas de la primera línea de
pensamiento (la de Thomasius).
El propio Thomasius ofrece esta descripción en las siguientes palabras:
Que Él, el eterno Hijo de Dios, la segunda persona de la Deidad, adoptó para sí la
forma de la limitación humana y con ella, dentro de los límites del espacio y el tiempo,
se sometió a las condiciones del desarrollo humano, a los confines de una existencia
histórica, con vistas a, sin dejar de ser Dios, experimentar con nosotros, en el sentido
más completo de la palabra, la vida de nuestra raza en nuestra naturaleza. Sólo de esta
manera se produce una entrada genuina en la humanidad, convirtiéndose
verdaderamente en uno con ella, una encarnación de Dios. Sólo de esta manera se
obtiene como resultado la persona histórica del Mediador, de quien sabemos que Él
es el Dios hombre. Como es obvio, la transición a este estado es una autolimitación
para el eterno Hijo de Dios, una deposición no de lo que es esencial para la Deidad
para ser Dios, sino una deposición del modus existenndi (modo de existencia) divino
y la asunción del modo de existencia de las criaturas humanas, así como eo ipso [de
sí mismo] un distanciamiento de la gloria divina que había tenido desde el principio
con el Padre y que había ejercido hacia el mundo al gobernarlo.
Para comprender esto bien, debemos prestar atención a la distinción que hace Thomasius
entre dos clases de atributos divinos: En Dios hay atributos inmanentes y relativos. Entre los
primeros cuenta el poder y la santidad absolutos, la verdad y el amor absolutos; entre los
atributos relativos incluye la omnipotencia, la omnipresencia y la omnisciencia. Dios no
puede abandonar la primera clase de atributos porque si lo hiciera perdería su esencia. Sin
embargo, sí puede abandonar el segundo tipo de atributos porque estos expresan su relación
con el mundo. Y estos no son necesarios para Él, ya que no se puede decir que el mundo sea
necesario para Dios.
De este modo, en el Mediador no sólo hay un sujeto, una persona: el Logos que dejó a un
lado su omnipotencia, omnipresencia y omnisciencia, sino también una sola conciencia, una
mente, una voluntad. En esta única conciencia, voluntad y mente, se encuentran el poder, la
verdad la santidad y el amor absolutos, tal como se encontraban previamente en el Logos
omnipotente, omnipresente y omnisciente. Y es mediante un acto de voluntad libre que el
Logos deja de lado estos atributos relativos. El vaciado de lo relativo se produce por medio
de uno de los atributos inmanentes, a saber, por el poder o la libertad absolutos.
52. ¿Qué observaciones deben hacerse constar contra esta kénosis tal como la
enseñó Thomasius?
Su principal error es la distorsión panteísta del concepto de Dios. Si le atribuyo a Dios
atributos inmanentes y relativos, estoy diciendo que los primeros son esenciales y los
segundos son no esenciales o accidentales. La esencia de Dios, entonces, consiste en esto:
que tiene amor, posee verdad y es poder. En otras palabras: en cuanto a su esencia, Él no es
diferente del hombre, porque el hombre puede poseer todos estos atributos. Así que aquí se
puede observar que Dios-humanidad como una sola naturaleza únicamente se puede alcanzar
colocando a Dios y al hombre en la misma línea y buscando la esencia de Dios en lo que es
común a Él y al hombre. Esto, sin embargo, es el error básico del panteísmo. Frente a ese
error, debemos mantener que incluso en relación con los atributos transmisibles, sigue
existiendo una diferencia inamovible entre Dios y el hombre. Dios es poderoso, santo y
verdadero, pero en un sentido completamente distinto a como lo es el hombre. Él es todo eso
absolutamente, y el hombre lo es dependiendo de Dios, y entre estos dos modos de existencia
hay un abismo tan grande como el que existe entre la eternidad de Dios y el ser del hombre
en el tiempo. Un Dios hombre, tal como lo interpreta Thomasius, es sólo un hombre en
apariencia, porque Él debe ser el único que es absolutamente poderoso, verdadero y santo,
atributos todos ellos que resultan incompatibles con la auténtica humanidad. Incluso en el
estado más perfecto e inalterable, el hombre sigue sin adquirir este carácter absoluto.
Además, la base sobre la cual Thomasius intenta demostrar la posibilidad de dejar de lado
los atributos relativos es inadecuada. Estos atributos no se limitan a expresar una relación
con el mundo, como si uno pudiera inferir su carácter accidental de la existencia accidental
del mundo. Esta relación con el mundo es sólo un aspecto de su concepción y, en la medida
en que el mundo es accidental, un aspecto accidental. El corazón de su idea es mucho más
profundo que esta relación y existe completamente al margen de ella. En la eternidad,
omnipresencia y omnipotencia de Dios radica mucho más que el hecho de no estar limitado
por el paso del tiempo, por el espacio del universo y por los poderes en el universo. Más allá
de eso hay un elemento positivo, y el Logos no puede de ninguna manera descartar este
elemento positivo sin erradicar su esencia, algo que queda completamente excluido por el
concepto de la inmutabilidad de Dios. Además de esto, como ya hemos visto, en Dios los
atributos metafísicos (Thomasius: los “relativos”) determinan los llamados atributos éticos.
Dios es eterno, infinito, verdadero, santo, etc. (algo que, nuevamente, no se puede decir de
ninguna criatura).
Examinándolo más de cerca, pues, es evidente que lo que debe constituir la unidad entre
la naturaleza divina y la humana en este sistema es diferente en Dios y en el hombre, y lo que
debería ser pospuesto o dejado de lado para producir la unidad exigida no se puede posponer
o apartar. Se ha señalado, y es totalmente cierto, que esta cristología kenótica es gnóstica y
docética; ni conserva la verdadera deidad ni alcanza la verdadera humanidad. Dios en Cristo
es un Dios que se ha despojado de todos sus atributos divinos absolutos: un Dios que se ha
vuelto impotente. El hombre, Cristo, es un hombre con amor y verdad absolutos; en otras
palabras, no es un hombre con una naturaleza como la nuestra.
57. ¿De qué otra manera intenta Dorner evitar esta discrepancia hasta cierto
punto?
En su obra Un sistema de doctrina cristiana ha tratado de superar la dificultad mediante
una transformación de la doctrina de la Trinidad. Si la persona humana de Cristo debe
mantenerse a cualquier precio y, sin embargo, no puede surgir ninguna discrepancia, y si,
además, el autovaciamiento del Logos es imposible, entonces no queda más remedio que
negar que antes de la encarnación el Logos fuera personalmente un sujeto. Es por esto que
Dorner habla de la deidad como existente en una sola persona, y junto con esta persona se
refiere a puntos de ego. Esto hace que esta construcción, ya densa de por sí, sea convierta en
algo mucho más antinatural e inaceptable y que, al propio tiempo, aparezca con mayor
claridad la cuestionable perspectiva panteísta de todas estas especulaciones. Dios mismo se
ve arrastrado, por así decirlo, en el proceso de desarrollo del mundo. De este modo, no
adquiere su personalidad en un sentido absoluto, sino que adquiere su personalidad absoluta
únicamente a través de la encarnación; en otras palabras, apareciendo junto con algo creado.
La Trinidad cambia, se completa. ¡Un hombre es llevado a Dios, y con eso el ser de Dios se
hizo aún más completo de lo que era anteriormente! Uno casi teme pronunciar semejantes
afirmaciones.
No solo cuánto más equilibrado y más moderado, sino también cuánto más sencillo es el
dogma eclesiástico consagrado por el tiempo sobre la dualidad de las naturalezas en la unidad
de la persona. En este aspecto la teología tampoco tiene por qué cambiar sus viejos tesoros
por los resultados de la sabiduría moderna.
58. Por último, ¿cómo se pueden comparar las enseñanzas reformada, luterana
y moderna de la kénosis entre sí?
El problema consistía en unir la deidad y la humanidad de tal forma que no estuvieran
separadas en ningún momento. Es totalmente comprensible que nosotros no fabricamos ese
problema. Sin embargo, cuando la antigua cristología luterana deifica la humanidad de
Cristo, provoca que haya una separación entre Él y nosotros. Cuando la teoría de la kénosis
humaniza la deidad del Logos, hace que esta separación entre la humanidad y Dios no
disminuya. Nosotros, en cambio, ponemos a la deidad y a la humanidad en contacto
inmediato entre sí a través de la unidad de la persona, y en esta persona no permitimos
ninguna separación, sino que dejamos que sea un misterio impenetrable.
CAPÍTULO 4
Oficios
5. ¿Qué es lo que nos hace pensar que estos oficios hay que concebirlos como
una estrecha unidad en la que cada uno se adentra en el terreno del otro?
El hecho de que los antiguos teólogos no sólo y no siempre hablaban de los oficios sino
también del oficio del Mediador, en singular (officium Jesu Christi Mediatorium).
9. ¿Qué relación guardan los tres oficios del Mediador entre sí?
Hay un aspecto en el que están subordinados entre sí y, al mismo tiempo, otro aspecto en
el que se ejercen de forma más independiente para completar la obra mediadora. En el primer
sentido, el oficio profético sirve al oficio sacerdotal, ya que da sentido al sacrificio del
Mediador y lo sitúa en el prisma adecuado. De manera similar, lo profético sirve al oficio
real, ya que proclama el reinado de Cristo y se lo hace ver a los hombres. Por el contrario, el
oficio sacerdotal, a su vez, subyace a los otros dos oficios; tanto el don de la iluminación,
que Cristo imparte como profeta, como los demás dones de gracia, que Él opera con poder
real en aquellos que le pertenecen, son adquiridos por su autosacrificio sacerdotal. El oficio
real sirve en no menor medida a los dos oficios restantes; por ejemplo, cuando Cristo
confirma su enseñanza con un poder milagroso o instituye los sacramentos con la autoridad
mediadora real.
En cuanto al segundo aspecto, cada uno de los oficios tiene un significado y un valor
permanente independientes, de modo que no basta con convertir uno de ellos en subordinado
o secundario. Cristo no actúa proféticamente simplemente de hacer posible su actividad
sacerdotal, o para otorgarles a las almas salvadas el conocimiento de la reconciliación. El
conocimiento del consejo de Dios comunicado por Él tiene una importancia independiente.
Además, su sacerdocio no tiene un carácter transitorio, ya que aunque la obra de satisfacción
haya terminado con su estancia en la tierra, aun así sabemos que Cristo permanece para
siempre en un sacerdocio permanente y que vive para interceder constantemente por nosotros
(Heb 7:24–25). Y su oficio real tampoco le será quitado por completo, aunque ahora
ciertamente lo ocupa en una forma que en algún momento cesará. Incluso entonces, cuando
se descubra que es innecesario para el ejercicio de los demás oficios, seguirá brillando sobre
Él con su propio esplendor proveniente de sí mismo.
10. ¿Cómo se relacionan los oficios entre sí con respecto al orden en el tiempo
y a los estados del Mediador?
a) Para Dios en su eternidad, la finalización de la obra mediadora se da eternamente, y
por la fianza del Hijo se establece desde la eternidad. Así que hay que rechazar
cualquier idea de que el Mediador ocupara sus oficios tan sólo tras la encarnación. Al
contrario, deberíamos afirmar que ha ocupado sus tres oficios durante dos
dispensaciones: durante las dispensaciones vaga y personificada del pacto de gracia.
Los creyentes que fueron salvos en tiempos antiguos no podrían haber sido salvos de
no ser por la actividad oficial del Mesías. Anteriormente ya se señaló que los profetas,
sacerdotes y reyes de Israel no sólo eran sombras o tipos sino también mensajeros y
representantes del gran antitipo. Derivaron su autoridad oficial de la persona misma
a quien ellos, como portadores de los oficios, proclamaban oscuramente.
Indudablemente en ese momento Cristo todavía no tenía una naturaleza humana. Pero
su persona todavía era la persona del ungido desde la eternidad. De acuerdo con el
consejo de paz de Dios y su propia esponsio (fianza) voluntaria, Él era el Logos
incarnandus (“el Logos que se haría carne”).
b) Tampoco se puede hacer una distinción en el estado de su humillación, como si en
este estado hubiera desempeñado tan sólo una parte de sus oficios y todavía no
hubiera participado en la plenitud del triple oficio. Compárese lo que se ha dicho
anteriormente con respecto a los socinianos. Es verdad que Cristo en su exaltación
recibió un reino que antes no poseía, pero la relevancia de su reino no se agota ahí.
Él ya era rey con anterioridad en un sentido en el que siempre lo fue desde su
nombramiento como Mediador. Tampoco queda excluido su oficio sacerdotal de su
estado de exaltación, porque Él ahora aparece ante Dios en beneficio nuestro. Se
puede decir que, en el estado de humillación, su poder real y su majestad
retrocedieron a un segundo plano, tal como cabía esperar. Pero él siempre ha tenido
los tres oficios y los poseerá para siempre.
c) Los teólogos señalan una cierta sucesión en el ejercicio público de los oficios por
parte del Mediador (no en la posesión, sino en el ejercicio de los oficios). Primero
apareció como Profeta, enseñando y predicando, luego, al final de su vida, ofreció su
sacrificio como Sacerdote para, después de la resurrección, recibir su recompensa y
reinar como Rey.
Este orden ciertamente no debe considerarse como accidental. Es el orden habitual
que Dios mantuvo en su trato con el hombre, que ya estaba prefigurado en la creación.
Primero deben sacarse a la luz la verdad de las cosas y su significado. Cuando esto se
ha conseguido satisfactoriamente, y siempre bajo esta luz, debe llevarse a cabo la
elaboración de las relaciones morales y legales; sólo entonces puede establecerse una
comunión duradera sobre esta base. Eso también es alto típico de la obra de Dios con
el pecador individual, por la cual lleva al pecador a tomar conciencia del pacto de
gracia. Al igual que en la obra de Cristo, aquí la iluminación profética, la justificación
sacerdotal y la santificación y glorificación real siguen la una a la otra.
17. ¿Existe algún otro punto de diferencia entre estos dos oficios?
Sí, porque Cristo también ha permitido que el oficio profético sea desempeñado por sus
representantes, los portadores del oficio, de manera indirecta. Sigue siendo cierto que la
fuente siempre está en Él y que toda profecía o proclamación del consejo de Dios ha fluido
de Él. Pero aun así se produce una mediación para otros. No se puede decir lo mismo sobre
el sacerdocio del Mediador. No hay verdaderos sacerdotes aparte de Él. Los sacerdotes del
Antiguo Testamento lo eran en un sentido tipológico y no en realidad (véase Heb 7:23–24).
Esto muestra cuán antibíblica es la noción romanista, como si los portadores del oficio del
Nuevo Testamento fueran sacerdotes. Esta concepción se basa en el error de la
transustanciación. Es verdad que Cristo dio a algunos para ser apóstoles, profetas,
evangelistas, pastores y maestros (Ef 4:11–12), pero no dio a nadie para ser sacerdote, ya que
Él mismo sigue siendo sacerdote para siempre.
18. ¿Por qué es importante tener bien presente esta diferencia desde el
principio?
Porque muestra la gran división que existe entre la visión moderna de la satisfacción y la
doctrina bíblica. Esa división sin duda tiene su base precisamente en una idea totalmente
diferente del sacerdocio. La Biblia dice que un sacerdote es nombrado en aquellos asuntos
que tienen que ver con Dios, es decir, existe por el amor de Dios, porque en Dios hay
demandas que deben cumplirse, porque Él debe ser reconciliado. Las teorías modernas
responden de una manera complicada: porque debe hacerse algo por la humanidad, porque
su bienestar exige que se cumplan ciertas condiciones, porque ella debe reconciliarse con
Dios. La pregunta, despojada de todas las preguntas secundarias, simplemente es esta: En la
obra de la satisfacción, ¿el hombre está ahí para Dios, y, en consecuencia, el sacrificio de
Cristo es una satisfacción hacia Dios y una reconciliación de Dios? ¿O está Dios ahí para el
hombre y, por consiguiente, todo el ministerio sacerdotal del Mediador es una medida
utilitaria por el bien de la humanidad?
Hebreos 5:1 responde a esta pregunta con absoluta rotundidad, enseñándonos dos cosas:
(a) se designa un sumo sacerdote en nombre de la humanidad; (b) en aquellos asuntos que
tienen que ver con Dios.
21. Ofrece una explicación del término hebreo כִ פֶרy de las palabras griegas
ἱλάσκομαι, ἱλασμός.
El verbo ἱλάσκομαι significa originalmente “hacer favorable, benevolente, bien
dispuesto”. En el uso griego pagano se usa para todas las transacciones, especialmente los
sacrificios a través de los cuales se buscaba hacer que la deidad estuviera favorablemente
dispuesta. Aquí el hombre es el sujeto de la acción, la deidad es el objeto al que va dirigida.
La idea fundamental en el modo de pensar pagano es que los dioses por sí mismos no se
mostraban favorables hacia los hombres (incluso dejando al margen la culpa) y primero
necesitaban ser persuadidos por todo tipo de medios para que mostrar favor. Esta
construcción del verbo con Dios como objeto también aparece ocasionalmente en las
Escrituras, por ejemplo en Zacarías 7:2, “implorar el rostro del Señor”.
En la inmensa mayoría de los casos bíblicos, la palabra se construye de otra manera; por
ejemplo, Levítico 5:18, “hacer expiación por alguien a causa de un error cometido por
ignorancia”, tanto si este “por” se expresa mediante peri o con un acusativo objetivo (Lv
16:33). También se expía la iniquidad (cf. 1 Sm 3:14).
¿De dónde viene esta distinción? ¿Por qué no se dice en las Escrituras “reconciliar a
Dios” y “Dios es reconciliado”? La respuesta es que ἱλάσκομαι es la traducción griega del
hebreo כִ פֶרy también ha adoptado las construcciones de este último. כִ פֶרsignifica “cubrir”,
bien sea al pecador o a su pecado, por medio de la sangre del sacrificio. De ahí que las
Escrituras digan que el pecado debe ser expiado; Hebreos 2:17, “un fiel sumo sacerdote en
lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo”.
El pecado o el pecador están cubiertos cuando algo se interpone entre Dios y ellos, de
modo que para Dios lo único visible es lo que se interpone. La expiación, por lo tanto, es el
pago mediante la sustitución, con lo que el culpable obtiene seguridad y perdón.
El sujeto que hace la expiación es el sacerdote. El objeto sobre el que efectúa la cobertura
es el pecador y el pecado. La razón por la cual esto es necesario es porque el ojo de Dios ve
algo en el hombre sobre lo que debería actuar su justicia punitiva en el caso de que no hubiera
una cubierta entre ellos. En otras palabras, la necesidad de la expiación radica en una
exigencia de la naturaleza de Dios; la obra sacerdotal se produce por el amor de Dios.
La diferencia entre καταλλάσσειν e ἱλάσκεσθαι consiste en que el primero se concibe
como un acto que tiene su origen en Dios y el último como un acto que realiza un hombre
culpable, no en persona sino a través de un sacerdote, ante Dios. Dios estaba en Cristo
reconciliando al mundo, pero Cristo como Sumo Sacerdote ha propiciado el pecado. Por lo
tanto, siempre se debe comparar cuidadosamente la palabra utilizada en el original, ya que
ambos verbos se traducen de la misma manera en nuestro idioma [verzoenen].
Ἱλασμός significa “propiciación”, “cubierta”, y así se designa a Cristo, ya que Él mismo
fue un sacrificio, y por tanto en Él se realizó una cobertura. Él es, al mismo tiempo, el acto
de cubrir y el medio empleado para cubrir; de ahí el sustantivo abstracto, “Y Él es la
propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 2:2).
23. Qué se puede concluir del uso de las preposiciones ὑπέρ y ἀντί con
referencia a la obra sacerdotal del Mediador?
El significado habitual de ὑπέρ con el genitivo es “para el beneficio de”. Ahora bien, si
en el Nuevo Testamento solamente se usara ὑπέρ para indicar la relación del sacerdocio de
Cristo con aquellos de los que Él es sacerdote, ciertamente daría la impresión de que no pagó
por su culpa ante Dios de una manera sustitutoria, sino que tan sólo hizo algo para su
beneficio. Pero ahora, además de ὑπέρ, también aparece ἀντί, que siempre significa “en el
lugar de” (Mt 20:28; Marcos 10:45). Obviamente, ἀντί no excluye en modo alguno a ὑπέρ.
Que Cristo se ofreciera a sí mismo como sustituto de los suyos no sólo es comprensible junto
con el hecho de que se dio a sí mismo en su beneficio, sino que también incluye directamente
la última consideración. Además de eso está el hecho de que en más de un pasaje ὑπέρ en sí
misma tiene toda la fuerza de ἀντί (cf. 2 Cor 5:20–21; Flm 13; 2 Cor 5:14). Aquí también
tenemos el mismo resultado: lo que hizo Cristo como sacerdote, lo hizo como fianza en
sustitución de los creyentes y, precisamente por eso, lo hizo ante Dios y no ante los hombres.
24. ¿Cuál es nuestro primer medio para determinar con mayor precisión en qué
consistió la obra sacerdotal oficial del Mediador?
Un estudio sobre la labor de los sacerdotes del Antiguo Testamento. Es verdad que sólo
mediante una consideración del cuerpo se aprende a distinguir qué es la sombra. Sin embargo,
si alguien piensa que concebimos erróneamente el cuerpo en sí, como afirman los socinianos
y otros, puede resultar útil volver a la sombra y mostrar cómo por medio de ella ya se evalúa
la concepción de estos oponentes.
29. ¿Puede demostrarse con el Nuevo Testamento que la obra de Cristo incluye
el sacrificio en este sentido veterotestamentario?
a) Toda la Epístola a los Hebreos está llena de este sentido. En ella, a Cristo se le llama
“sacerdote” en 6 ocasiones y “sumo sacerdote” en 12. Se dice de los sacerdotes y
sacrificios del Antiguo Testamento que eran “una sombra de los bienes por venir”
(10:1). La realidad, el cuerpo, está en Cristo. Él es un sacerdote según el orden de
Melquisedec, es decir, “no según la descendencia física, sino según el poder de una
vida indestructible” (7:16), siendo para siempre, conjuntamente, Sacerdote, Profeta y
Rey (Sal 110). El mismo Cristo que es Sumo Sacerdote es también el sacrificio, pues
Hebreos 10:10 habla de “la ofrenda del cuerpo de Cristo realizada una sola vez”.
Cristo puede ser sacerdote y sacrificio al mismo tiempo porque incluso cuando su
vida humana se adentra en la muerte, su vida divina aún continúa, porque se ofreció
a sí mismo a través del Espíritu eterno (9:14). El sacrificio de Cristo es un acto
definitivo, que no debe repetirse (7:27). Es comparable a la matanza del animal
sacrificial por el tipológico sumo sacerdote en el Día de la Expiación. Se presenta
ante Dios porque Cristo mismo entra en el cielo, igual que el sumo sacerdote entraba
en el lugar santísimo. Corresponde al sacrificio del pacto de Éxodo 24, por lo que
Cristo es llamado el Mediador del nuevo pacto (Heb 9:15). Que el rociamiento con la
sangre de Cristo era necesario delante de Dios se afirma en Hebreos 9:23, de modo
que las cosas celestiales tenían que ser purificadas. Es decir, su culpa está presente en
la morada de Dios, delante de su rostro, en su tabernáculo, y esa culpa debe ser
eliminada del cielo antes de que el pueblo de Dios pueda entrar en él. Las
transgresiones cometidas bajo el primer pacto exigían la expiación mediante la
muerte para alcanzar la promesa de la herencia eterna. Esto es, primero debe
desaparecer la culpa del pacto de obras antes de que se puedan impartir las
bendiciones del pacto. Donde no hay sacrificio por el pecado, hay una expectativa
temible de juicio y fuego ardiente (10:27). Durante su vida terrenal, Cristo apareció
con pecado—es decir, como un sacrificio sobre el cual se transfirió el pecado—, pero
Él aparecerá otra vez sin pecado (9:28). Finalmente, el resultado de la actividad
sacerdotal del Mediador es la eliminación de las manchas en la conciencia, o sea, la
eliminación de la culpa objetiva y de la conciencia de culpabilidad subjetiva (9:14;
10:22; 12:24).
Si resumimos brevemente todo esto, tenemos como resultado que, según la Epístola
a los Hebreos, Cristo es: el Sumo Sacerdote verdadero, único, eterno, real, abnegado,
que expía delante de Dios, que sustituye y realmente elimina la culpa.
b) En las cartas del apóstol Pablo, se nos enseña lo mismo como principio general,
aunque en ellas el sacerdocio del Mediador como tal no se menciona explícitamente.
Cristo se dio a sí mismo voluntariamente, por amor, y Dios dio a su Hijo
voluntariamente, por amor (Rom 8:32; Gal 2:20). Esto se hizo en beneficio del
hombre y en nombre del hombre (ὑπὲρ οὗ en Rom 14:15; διʼ ὃν en 1 Cor 8:11); a
causa de sus transgresiones (Rom 4:25, διὰ τὰ παραπτώματα ἡμῶν); por el pecado (1
Cor 15:3, ὑπὲρ τῶν ἁμαρτιῶν ἡμῶν). Sin embargo, esto se hizo nada menos que
mediante la sustitución, porque tratar al Cristo sin pecado como un pecador era el
medio por el cual se hizo posible tratar a los pecadores como si no tuvieran pecado
(2 Cor 5:21). Así pues, si la transmisión de la justicia de Cristo a nosotros es un acto
de imputación (algo que nadie puede dudar), entonces aquí la transmisión del pecado
al Mediador también debe ser un acto de imputación, ya que a ambos se los coloca a
la par y se los conecta directamente entre sí. Si uno murió por todos, entonces todos
han muerto (2 Cor 5:14–15). Con respecto al fundamento de esta sustitución o de la
necesidad del castigo, se nos enseña que se encuentra en la maldición de la ley (Gal
3:13). Cristo tuvo que morir para que hubiera justicia, porque si hubiera otra forma
de obtener justicia, habría que decir que su muerte fue en vano (Gal 2:21). Es decir,
su muerte como Fiador era el único medio para instituir a los pecadores como justos
delante de Dios. La maldición de la ley, sin embargo, es simplemente una paráfrasis
de la maldición pronunciada por Dios, y la maldición de Dios implica una
reclamación de culpabilidad por parte de la justicia punitiva de Dios. En vista de esto,
Gálatas 3:13 declara: “Cristo nos ha redimido de la maldición de la ley, habiéndose
convertido en maldición por nosotros”. Dicho de otro modo, lo que Cristo hizo como
Fiador fue pagarle un rescate a Dios como recompensa a fin de que pudiéramos
escapar de las consecuencias de la justicia divina. Compárese 1 Corintios 6:20; 7:23:
“Porque habéis sido comprados a un alto precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro
cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios”. Aquí se confirma, al mismo
tiempo, lo dicho anteriormente. Precisamente a través de la redención de Dios, los
creyentes se convierten en su posesión en el sentido más amplio de la palabra. Al
escapar de su justicia, se convierten en sus hijos amados, y sus cuerpos y espíritus
puede decirse que pertenecen a Dios. De hecho, a través de su redención (διὰ τῆς
ἀπολυτρώσεως [Rom 3:24]), que es en Cristo Jesús, han pasado, justificados, a un
estado de filiación.
En todo esto, es cierto que la idea de sacrificio no se menciona directamente. Aun así,
no está ausente en Pablo. En Romanos 3:25, se dice que la redención en Cristo Jesús
se efectúa porque Dios lo ha presentado abiertamente como un medio de propiciación
(ἱλαστήριον) en su sangre a través de la fe, y eso (en su sangre) como demostración
de la justicia de Dios. Una propiciación en la sangre no puede ser otra cosa que un
sacrificio expiatorio. Pablo dice que esto era necesario porque los pecados cometidos
anteriormente bajo el antiguo pacto habían sido tolerados sin que se hiciera una
verdadera satisfacción, y ahora podría parecer que Dios no era justo. La paciencia de
Dios fue el fundamento de esta tolerancia, pero no tuvo la menor intención de que
estos pecados quedaran sin propiciar. Por lo tanto, antes de que Dios pueda absolver
con justicia, tuvo que haber una exhibición pública de Cristo en la cruz como
propiciación. Otros lugares donde Pablo habla de Cristo como sacrificio son 1
Corintios 5:7—“Porque nuestro cordero pascual ha sido sacrificado por nosotros, esto
es, Cristo”—y 1 Corintios 11:25, donde la institución de la Cena del Señor muestra
cómo la sangre de Cristo es la base del nuevo pacto. La idea de preservar la vida del
primogénito estaba claramente presente en la Pascua, ya que el nombre significa
“pasar por alto”, “perdonar”. Según Efesios 1:7, tenemos redención y perdón de
pecados a través de la sangre de Cristo. Según Efesios 5:2, Cristo se dio a sí mismo
por nosotros como una ofrenda y sacrificio a Dios, como “un olor fragante”.
c) Lo mismo ocurre con los restantes libros del Nuevo Testamento. En el Evangelio de
Juan, Cristo aparece como el Cordero que quita el pecado del mundo, es decir,
primero lo toma sobre sí mismo y luego se lo lleva (1:29, en conexión con Is 53:11;
cf. también 1 Juan 3:5; 2:2; 4:10). Caifás profetiza el sufrimiento del Señor como
Fiador (11:50).
Especialmente claro es Juan 3:14, donde se compara a Cristo con la serpiente
levantada y donde toda la doctrina de la satisfacción como Fiador se resume en tan
sólo unas pocas palabras. (1) La serpiente representa el pecado como un animal
seductor, envenenador y maldito. (2) Del mismo modo que la mordedura de serpiente
en el desierto fue curada por la propia serpiente de cobre, así también el pecado, que
es una maldición y un abandono de Dios, se cura con la maldición y el abandono de
Dios que recayeron sobre Cristo. La culpabilidad solamente puede ser eliminada
cuando el principio que reside en ella se cumple en toda su extensión. (3) La serpiente
en el desierto tuvo que ser levantada; asimismo, el Hijo del Hombre tuvo que ser
levantado. Llevar sobre sí el pecado es necesario. La justicia de Dios así lo exige. (4)
La serpiente en el desierto no era una serpiente en sí misma, sino que fue hecha así
por orden de Dios y por su benévola determinación. Para demostrarlo, Moisés no
tomó una de las muchas serpientes vivientes que mordían a Israel, sino una serpiente
de metal puro, en la que la maldición de la serpiente como especie de hecho podía
verse, pero en la que no estaba presente su intenso veneno. Del mismo modo, en
Cristo está la semejanza y la maldición de la carne pecaminosa [Rom 8:3] pero no la
carne pecaminosa en sí. Es decir, el Mediador fue hecho pecado, no en un sentido
real, personal, sino en un sentido ideal, en el sentido de un Fiador; la culpa le fue
imputada a Él. (5) Después de que esta culpabilidad recayera sobre Él, tuvo que
soportarla. Tuvo que ser levantado en la cruz y exhibido como un sacrificio
expiatorio. (6) Para poder servir como sacrificio expiatorio, tenía que poseer una
naturaleza humana, porque era el Hijo del Hombre quien tenía que ser levantado.
Las epístolas de Pedro no enseñan nada distinto. 1 Pedro 3:18; 2:24; 1:19 son tres
textos clásicos. Cristo fue un Cordero sin mancha e inmaculado, completamente sin
pecado. Esto le dio a su sangre ese carácter por el cual podía contar como rescate y
por lo que se llama sangre preciosa. Fue un tipo de sacrificio completamente singular
que no podía repetirse. Cristo también ha sufrido una vez (ἅπαξ) por el pecado. Fue
un sufrimiento vicario: por el pecado, Él, el justo, por los injustos, llevó Él mismo
nuestro pecado en su cuerpo en el árbol. Aquí habría que observar el contraste entre
“Él mismo” y “nuestros pecados” (τὰς ἁμαρτίας ἡμῶν αὐτός, 2:24). Esos pecados han
sido llevados sobre el árbol maldito (la cruz) por Cristo en o con su cuerpo. El
objetivo al cargar esta culpa era llevarnos a Dios, es decir, abrir como sacerdote el
acceso a Dios por nosotros. Aquí, el acto de llevarnos a Dios debería tomarse
objetivamente en relación con la expiación, que es llevada a cabo por su sufrimiento
como Fiador.
Según 1 Pedro 1:2, los elegidos están predestinados a la obediencia y a ser rociados
con sangre. Esto se refiere al establecimiento del pacto (Ex 24:7–8). El sufrimiento
de Cristo es un sacrificio del pacto, y aquellos que entran en el pacto están obligados
a la obediencia y son rociados con la sangre para expiar su culpa.
Por último, estas cosas se nos enseñan, aunque no de manera tan explícita y clara,
pero sí con la suficiente claridad, mediante las palabras de Cristo mismo. Un hombre
que ha provocado una muerte no puede ofrecer nada para redimir su propia alma.
Pero el Hijo del hombre ha venido a dar su vida en rescate por muchos [Mt 20:28;
Marcos 10:45]. El hecho de que la importancia del sufrimiento de Cristo que expía la
culpa no aparezca de manera más destacada en los Evangelios Sinópticos cabe
atribuirlo a las limitaciones de los apóstoles y discípulos, a quienes incluso más
adelante se les tuvo que llamar ignorantes y tardos de corazón en este sentido [Lucas
24:25].
30. ¿Cómo hay que relacionar entre sí el hecho de que Cristo sea sacerdote
(sumo sacerdote) y sacrificio al mismo tiempo?
La distinción entre sacerdote y sacrificio no es original. Lo que el hombre debe traer a
Dios es su propia vida, y por supuesto que sólo puede hacerlo en su propia persona, así que
el sacerdote y el sacrificio verdaderamente coinciden. En un estado de rectitud, solamente
puede tratarse de un sacerdocio en el que cada uno se consagre a sí mismo como un sacrificio
vivo de acción de gracias a Dios, y en el mejor de los casos de un sacerdocio representativo
del progenitor de una familia. Esto no se ve alterado por el pecado en lo que se refiere al
sacerdocio en sí del Mediador. El Fiador, el Sacerdote, debe dedicarse a Dios como un
sacrificio expiatorio y del pacto. Ocurre lo contrario con el sacerdocio que se instituyó como
un tipo para prefigurar y presagiar el verdadero sacerdocio. Aquí el sacerdote y el sacrificio
tuvieron que separarse por las siguientes razones:
a) Un sacrificio consistente en un animal (o un objeto sin vida) no puede traerse a sí
mismo. Así pues, junto con lo que se trae debe haber alguien que lo traiga, ya que de
otro modo se perdería ese elemento que tiene de ofrenda como un sacrificio voluntario
de la vida.
b) Ahora bien, cabría preguntarse: ¿Por qué el mismo israelita culpable no trae su
sacrificio? En cierto sentido, como hemos visto, en realidad lo hace cuando mata al
animal, y al hacerlo reconoce que ha renunciado a su vida. Sin embargo, el culpable
es él y, por lo tanto, no es apto para traer su sacrificio. Para empezar, él es
precisamente la persona que debe ser cubierta por la sangre del sacrificio o la vida
del animal. Si, pues, viniera con esa sangre sacrificial a la presencia de Dios en
persona, eso implicaría una contradicción. Además, el sacrificio debe llevarse no sólo
voluntariamente, sino también en un estado de pureza. Por estos motivos es necesario
un sacerdote. El sacerdote es santo y ha sido apartado de entre los levitas. En todos
los aspectos de su vida tenía que conducirse de tal manera que en él se viera un
símbolo de la pureza que el oferente debía poseer. Y cuando aparece ante la presencia
de Dios con la sangre, sólo entonces efectúa la cobertura o expiación mediante la cual
es posible que la persona culpable también se acerque.
c) Un verdadero sacrificio debe ser eficaz; es decir, el sacerdote ideal, que al mismo
tiempo es un sacrificio, también debe aplicar los efectos de su servicio. Debe hacer
algo más que sacrificar, no sólo aparecer ante Dios sino también traer a la presencia
de Dios. Por lo tanto, ser sacerdote tiene un alcance más amplio que ser un sacrificio,
aunque de hecho coinciden en una persona. Ahora bien, huelga decir que para esta
última parte de la tarea del sacerdote (la presentación ante Dios, la aplicación de la
reconciliación sacerdotal), el sacrificio no podía servir para simbolizar. Porque este
sacrificio tipológico pierde su vida y por consiguiente se vuelve inadecuado para
representar algo más. En el caso de Cristo es lo contrario. En Él estaba el Espíritu
eterno; Él no dejó de ser un sacerdote ni se vio imposibilitado para serlo por el hecho
de ser un sacrificio. En Él, por tanto, lo que estaba separado en el ministerio
ceremonial del Antiguo Testamento vuelve a su unidad natural.
Por todo esto, parece que no deberíamos sorprendernos por la unión que se da en el
Mediador entre ser sacrificio y ser sacerdote. Esto sólo parece extraño porque nos hemos
acostumbrado a razonar a partir del sacerdocio habitual judío o del sacerdocio pagano, donde
el sacerdote y el sacrificio están separados. Esta separación, sin embargo, es un defecto
requerido por la debilidad humana. La unión ideal aparece en Cristo. Incluso con la
separación, el ministerio de las sombras todavía no podía representarlo todo fielmente.
Incluso un sumo sacerdote, sin importar lo limpio que estuviera ceremonialmente, seguía
siendo una persona moralmente culpable, de forma que tenía que hacer expiación por sí
mismo en el Día de la Expiación. Pero todos estos defectos y contradicciones internas no
están presentes en su antitipo. No importa lo inadecuada e imposible que pudiera haber sido
la sombra, cuando llegó el cuerpo no se vio nada más que una perfecta armonía.
33. ¿Qué nombre recibe este acto desde el punto de vista de Dios?
La imputación del pecado (Is 53:6). La Escritura habla de una imputación del pecado, de
convertir en pecado, de colocar el pecado sobre Cristo (2 Cor 5:21; Heb 9:28; 1 Pe 2:24).
Esto está relacionado con el hecho de que la propia palabra “pecado” tiene el significado
concreto de “culpa”, reatus [responsabilidad]. Hacer que alguien sea pecado, pues, no
significa convertirlo realmente en un ser pecaminoso o transmitirle las imperfecciones del
pecado, sino simplemente hacerlo personalmente responsable de las consecuencias penales
del pecado. Lo mismo significa el término “imputación”. Este término aparece tanto en
relación con la culpa penal que el pecador mismo ha acumulado como con la culpa que le es
transferida por otra persona. Las palabras bíblicas para este concepto se encuentran en el
hebreo, חָׁ ׁשבy en el griego, λογίζομαι; Lucas 22:37, “Porque os digo que es necesario que
se cumpla todavía en mí aquello que está escrito: Y fue contado con los inicuos”. Esta es una
cita de Isaías 53:12. En Romanos 4:3 se dice de Abraham: “Creyó a Dios, y le fue contado
por justicia”. En Salmos 32:2, tenemos un pasaje donde a responsabilizar a alguien por su
propia iniquidad se le llama imputar: “Bienaventurado el hombre a quien el Señor no imputa
iniquidad”.
37. Demuestra que esta justicia de Dios es compatible con su gracia y su amor
por los pecadores, de los cuales fluye esta gracia.
La dificultad para comprender la compatibilidad de estos dos radica en nuestra propia
experiencia psicológica. En nuestras mentes limitadas, las actitudes simultáneas de ira y amor
con respecto al mismo sujeto generalmente se excluyen mutuamente. Incluso en el caso más
favorable concebible, el de un padre amoroso con respecto a su hijo, no tenemos una
semejanza exacta con lo que está presente en Dios. Desde luego que un padre puede enojarse
y castigar a su hijo y, al mismo tiempo, amarlo. Su castigo, sin embargo, no es un ejercicio
de justicia en el mismo sentido que lo es para Dios el castigo de los pecadores. Se trata más
bien de un castigo que le administra al hijo precisamente porque lo ama en su corazón y busca
su bienestar, aunque en este castigo también se expresa una autoridad paternal dada por Dios.
Además, si imaginamos el caso de un juez que dicta sentencia sobre su hijo, a quien ama, no
es exactamente lo mismo, ya que el juez no se juzga a sí mismo como si tanto el amor por su
hijo como también el impulso de sentenciar y castigar procedieran de su propio corazón en
el mismo sentido. Se da más bien el caso de que su sentido de la justicia mana de su sentido
de una responsabilidad oficial para con Dios. Él dicta sentencia delante de Dios; se ama a sí
mismo.
Por el contrario, en el caso de Dios tanto el amor como el impulso de la rectitud fluyen
directamente de su propio ser y no de ninguna relación con otra cosa. Él ama, es
misericordioso, nuestra gracia y bondad, y al mismo tiempo, con la misma espontaneidad,
está enojado con el pecador y en su rectitud desea castigarlo. Que esto resulte tan
incomprensible para nosotros radica no sólo en el hecho de que no podemos encontrar un
paralelo perfecto en nuestra propia experiencia; deriva mucho más del hecho de que en
nuestra experiencia pecaminosa la evidencia contra esta concurrencia parece darse una y otra
vez. Cuando nos sentimos enojados con alguien, entonces no hay espacio en nosotros para
favorecerlo. La ira egocéntrica del ser humano no puede coexistir con eso. Nuestro enojo “no
obra la justicia de Dios” (Sant 1:20). Eso ocurre precisamente porque es una ira que ocupa
todo nuestro espíritu y con la niebla de la pasión nubla nuestra visión, de manera que ya no
podemos ver y juzgar imparcialmente. La ira del hombre tiene siempre tan poco de ira santa
que, una vez inflamada, saca nuevas fuerzas de la totalidad del objeto contra el que va
dirigida. Cada virtud que observamos en nuestro enemigo puede incitarnos a una nueva furia.
Esto fue lo que les pasó a los judíos con Cristo.
Por todas estas razones, debemos tener mucho cuidado de no pensar en la rectitud de Dios
de una manera mundana. En Él, no es algo que en algún sentido necesite excluir el amor y la
misericordia. Dios no necesitó que se le hiciera estar predispuesto a mostrarse misericordioso
y amoroso por el Fiador y la satisfacción del Mediador. Por lo que respecta a su pueblo, Él
ya estaba predispuesto a ello desde el principio. Donde más claramente puede verse esto es
en el hecho de que Él mismo ideó el plan de salvación. El Dios que está enojado con los
pecadores es también el Dios que ordena en primera persona una satisfacción para su ira.
Aquí hay que excluir cualquier noción de sed de sangre en un sentido equivocado. Es muy
cierto que Dios desea sangre, no en la loca pasión de la ira humana, sino más bien con la
energía resuelta de su santa voluntad. Él desea mantener ambas facetas de su ser: tanto su
rectitud como también su amor. Él tenía que mantener su rectitud; Él podía retener o
comunicar soberanamente su gracia a los pecadores a su antojo. La maravilla de la gracia no
es que Dios haya abandonado su rectitud, sino que, aun a costa de su propio Hijo, mantuvo
su rectitud para que no derribara al hombre. La Escritura misma nos enseña a enfatizar esta
verdad y considerar el asunto desde esta perspectiva: “Dios nos ha reconciliado consigo
mismo por medio de Jesucristo”; “Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo” (2
Cor 5:18–19). Al Padre le ha complacido reconciliar todas las cosas consigo mismo a través
de la sangre de la cruz de Cristo. En esta obra de reconciliación, Dios es, pues, sujeto y objeto
al mismo tiempo. Y ambos deben mantenerse. Esto último para que podamos evitar el error
de buscar el significado de la satisfacción en algo subjetivo; el sacrificio de Cristo afectó
sobre todo a Dios, no al hombre. Debemos mantener lo primero para que la gracia, que tanto
costó, pueda ser preservada para nosotros y pueda verse que la satisfacción procede de Dios.
38. ¿Hasta qué punto se puede decir que la transferencia de esta culpa a Cristo
corresponde a la asignación de una deuda en un sentido comercial, es decir, de
una deuda monetaria?
La propia Escritura nos lleva a establecer esta comparación. El análisis anterior del
término λύτρον desveló que el sufrimiento soportado por Cristo se considera como un rescate
mediante el cual los creyentes fueron redimidos de la servidumbre del castigo. Ahora sólo se
trata de encontrar el tertium comparationis [punto de comparación] en esta comparación,
enfatizarlo y evitar transferir otros rasgos que no tengan ninguna similitud. Lo básico de una
deuda pecuniaria es lo siguiente: (a) significa la obligación de una persona de pagar su valor
monetario a otra persona; (b) representa un valor monetario intrínseco, es decir, existe una
cierta proporción. El modo en que se incurrió en la deuda determina su tamaño y la forma de
pago.
En ambos aspectos, la culpa penal y la deuda pecuniaria concuerdan entre sí: (1) Donde
se ha cometido un pecado, existe la obligación por parte del pecador de pagarle algo al
legislador. Que aquí este pago consista en un valor monetario y allí en sufrimiento, no viene
al caso. En ambos casos, algo tiene que hacerse o darse. (2) La culpa penal, al igual que la
deuda pecuniaria, es proporcional. En la medida en que el pecado es más o menos severo,
existe la obligación de un sufrimiento más leve o más severo.
Sin embargo, además de estos puntos de acuerdo, también hay varios puntos de
discrepancia. Los más importantes son los siguientes:
a) En el caso de una deuda monetaria, lo que debe pagarse está originalmente en
posesión del acreedor, le ha sido transferido por él al deudor, y así se ha creado una
relación de deuda. Si A le debe 50 dólares a B, esto significa que B primero tenía 50
dólares o algo que representa el valor de 50 dólares, y que a través de una transacción
con A se le resta esta suma, de modo que ahora es A quien tiene la obligación de
devolverle esta misma suma a B.
En el caso de la culpa penal moral no es así. Cuando el pecador transgrede la ley de
Dios, eso no hace que Dios cambie. Él no pierde nada ni se empobrece en ningún
sentido. Simplemente significa que Dios se ve privado de la ocasión, mediante el
cumplimiento de la ley por parte del hombre, de expresar su santidad en un sentido
positivo, y que ahora, para compensarlo tendrá que llevarse a cabo la implementación
y realización de la santidad de Dios en un sentido negativo (esto es, de su justicia
retributiva punitiva). Dios no perdió algo, sino que se detiene una acción en una
determinada dirección que se origina con Dios y el equilibrio perdido ahora debe
restaurarse a medida que la misma acción se mueve en otra dirección. A pesar de esta
diferencia, sin embargo, aquí el punto de correspondencia sigue siendo igualmente
que ha aparecido un obstáculo. Esto, pues, es común a cómo se originan tanto la
culpabilidad penal como la deuda pecuniaria. La diferencia es que en el primer caso
el obstáculo se produjo con respecto a una actividad pasiva y receptiva; en el último
caso, con respecto a una actividad activa y transitiva.
b) En una deuda monetaria, es completamente indiferente quién paga la cantidad
adeudada, ya sea la persona A que contrajo la deuda o algún otro. Todo cuanto hay
que hacer es reembolsarle a B la suma que recibió de A. Aquí la deuda se relaciona
únicamente con lo que se recibe y de ninguna manera con la persona que lo recibe. Si
aparece un avalista que se ofrece a pagar la deuda en lugar del deudor, entonces el
acreedor no tiene derecho a rechazar a este fiador ni a insistir en que el deudor reúna
la cantidad requerida con su propio esfuerzo. Sus derechos se extienden a la
devolución de la suma y ni un centímetro más.
Una vez más, esto es completamente distinto a la culpabilidad penal. No se puede
separar de la persona de la misma manera. En cuestiones morales, cada individuo
guarda una relación personal con el legislador y, en consecuencia, tiene una
culpabilidad personal. Por lo tanto, aquí no se trata meramente de que “Dios debe
recibir una cierta cantidad sin importar si la recibe de mí o de otra persona”, sino que
“Dios debe recibir esta cantidad de mí, y yo personalmente soy responsable de ello”.
Deberíamos notar que con esto no estamos diciendo que Dios deba castigar a la propia
persona que ha pecado. Si esto fuera así, el sufrimiento de Cristo como Fiador sería
una imposibilidad. Lo que afirmamos es que Dios puede castigar al transgresor
mismo y no está obligado a aceptar un Fiador. La culpabilidad moral tiene un
significado personal, y Dios tiene todo el derecho a mantener estrictamente presente
este significado con respecto a la recaudación de la deuda. En consecuencia, sobre
este aspecto personal decimos que pertenece a la rectitud, pero no llegamos a sostener
que debe ser considerada como la esencia inmutable de la rectitud. Dios quizás puede
ejercitar su rectitud de tal manera que renuncia a este aspecto personal, y sabemos
por experiencia que Él realmente ha querido hacer esto. Él ha permitido que el
pecador, que debe pagar personalmente, lo haga a través de su Fiador. Sin embargo,
de lo que se ha dicho se deduce que este fue un acto de misericordia, que el deudor
no habría podido reclamar como su derecho. Además, hay otras dos cosas que se
desprenden de ello: (1) Si Dios puede dejar de lado el carácter personal de la
culpabilidad, entonces esto no puede suceder de manera arbitraria. Si consideramos
la posibilidad de que el deudor mismo estuviera en la posición moral de soportar su
propia culpabilidad penal y de satisfacer nuevamente las condiciones del pacto
impuestas a Adán, entonces difícilmente podría decirse que fuera justo que Dios,
pasando por alto esta posibilidad, simplemente transfiriera la culpa al Fiador. De
alguna manera sentimos que mientras exista la posibilidad de una satisfacción
personal, la culpabilidad también debe recaer en la persona. Sólo cuando esta
posibilidad no exista, como en el caso del hombre pecador que no puede en modo
alguno hacer satisfacción por sí mismo, se puede eliminar esta imputación personal
de la culpa. (2) Incluso cuando se permite la transferencia de la culpabilidad de una
persona a otra, deben cumplirse ciertas condiciones. Debe garantizarse que el origen
personal de la culpabilidad nunca desaparezca por completo de la conciencia de la
persona culpable. Así, nunca se le exige simplemente la culpa al Fiador y se deja a su
suerte a la persona originalmente culpable. A esta última se le hace saber que ella es
la culpable, que el Fiador sufre en su nombre, y que la transferencia de una persona a
otra es un acto de gracia. Asimismo, esta relación se comunica a la conciencia del
Fiador, de manera que sabe que está sufriendo como Fiador. Cristo era consciente de
que un mundo de iniquidad, no la suya propia, era el que había hecho recaer los
dolores del sufrimiento sobre Él. El castigo no lo golpeó como si se tratara de un
golpe ciego y destructivo del destino, sino que lo sobrellevó a la luz de la relación
real existente. Por lo tanto, aunque la culpa no es asumida por la persona que incurrió
en ella, aun así es soportada con esa persona en mente. El vínculo personal entre ella
y su culpa nunca se pierde por completo ni llega a olvidarse.
Esto es a lo que se referían los teólogos cuando hablaban de dos clases de culpa; a
saber, una reatus culpae [“responsabilidad por la culpa”] y una reatus poenae
[“responsabilidad del castigo”]. Por esta última se entiende la obligación a sufrir, en
la medida en que pueda separarse del deudor original y transferirse al Fiador; la
primera nos recuerda la obligación personal original al castigo, que nunca puede
perderse por completo. Por lo tanto, decían que la reatus culpae no podía transferirse
del pecador al Fiador, es decir, que no se puede deshacer el hecho de que el pecador
y no el Fiador cometiera el pecado y que, por consiguiente, tuviera que pagar la culpa
a Dios si el Señor hubiera querido exigírselo. La mancha de la culpabilidad original
en la que se había incurrido no podía transferirse al Fiador. No podría ser hecho
pecado en ese sentido, como si Dios, y Él mismo, y aquellos por quienes sufría, fueran
a olvidar que aquí era la gracia la que permitía la fianza y llegaran a creer que así ya
no tenían nada que ver con soportar esta culpa. En el cielo, un pecador, incluso
después de haber sido completamente purificado y glorificado, se dará cuenta de que
fue por sus pecados personales por los que Cristo sufrió como Fiador. Y lejos de
encontrar el recuerdo de esta obligación como algo doloroso, eso le hará recordar
continuamente la gracia de Dios. Del mismo modo, nunca puede borrarse de su
conciencia que fueron los méritos personales de Cristo los que ganaron la vida eterna
para él. Allí tampoco se puede anular el hecho de que fue el Fiador, no él mismo, la
persona que tuvo originalmente el mérito. La reatus poenae, por otro lado, es quitada
del pecador y transferida a Cristo, y con ella el derecho legal a la vida eterna es, a su
vez, transferido de Cristo a los elegidos.
c) Un tercer punto de discrepancia consiste en el hecho de que si la deuda monetaria se
recupera o no queda a expensas del acreedor. Si exige el pago de la deuda, entonces
está en su derecho; pero si renuncia al pago, no está haciendo nada malo. Esto se
desprende de lo que es específico de la noción de deuda monetaria, que representa
algo que el acreedor puede recibir: su propiedad. Una persona puede hacer lo que le
plazca con lo que posee.
Sin embargo, el tema de la culpabilidad penal es completamente diferente. El juez no
es libre de elegir si exige o no una reparación por la culpabilidad penal. Esta debe ser
compensada. La rectitud es un atributo transitivo que debe operar externamente y que
se hará valer sin importar lo que suceda. En relación con esto, la culpa representa un
efecto y no una posesión. Por lo tanto, es en vano preguntarse si Dios podía haber
redimido a los pecadores sin una satisfacción. La posibilidad de algo así presupone
que Dios puede dejar de lado o contener su rectitud. Si eso fuera así, entonces Cristo
habría muerto en vano y la gracia ya no sería gracia (Gal 2:21).
d) Otra diferencia más tiene que ver con la absolución que debe seguir al pago de una
deuda pecuniaria o una recompensa por la culpabilidad penal. En el primer caso es
algo incondicional e inmediato; en el segundo, es condicional y mediato. Si la
satisfacción de Cristo hubiera sido el pago comercial de una deuda monetaria,
entonces la absolución debería haber seguido inmediatamente en la conciencia de
todos los pecadores, ya que al pagar una suma de dinero se entrega inmediatamente
un recibo. En ese caso, el sacrificio del Señor habría tenido que aplicarse también a
todo el mundo, ya que alguien que paga la deuda por un grupo de personas, mediante
ese pago libera, ipso facto, a todo el grupo de la obligación de la deuda. Ahora vemos,
sin embargo, por la Palabra de Dios y por la experiencia, que no sucede ninguna de
estas dos cosas. El sacrificio de Cristo no libera de toda culpa al mundo entero, si bien
en cierto sentido puede decirse que su muerte mostró cómo Dios ejercía la rectitud
frente a la culpabilidad del mundo. Esta muerte tampoco elimina de inmediato de los
elegidos la acusación de la conciencia. Por el contrario, se dan cuenta de que, mientras
no hayan aceptado conscientemente el mérito de Cristo por la fe, Dios exige la
satisfacción de la culpa de sus manos. Por lo tanto, aquí la recompensa por la
culpabilidad por el Fiador era de tal naturaleza que bajo ciertas circunstancias no
excluía las demandas de culpabilidad del deudor inicial.
e) Como ya se ha señalado, cada deuda monetaria es proporcional, igual a la cantidad
recibida cuando se incurrió en la deuda, y en este sentido se corresponde con la
culpabilidad penal. Ahora bien, existe una diferencia en la forma en que se mide y
determina la proporcionalidad. Para la deuda monetaria, sólo se tiene en cuenta el
valor intrínseco del dinero y no se calcula mediante una consideración extrínseca. La
deuda monetaria se basa en el quid pro quo, tanto por tanto, y aunque no se paga con
las mismas monedas que se han recibido, aun así tiene que ser algo que represente
exactamente la misma cantidad. Ya sea un emperador o un jornalero quien paga la
suma, el valor intrínseco sigue siendo el mismo.
En el caso de la culpa penal, es diferente. Aquí el valor intrínseco es sólo uno de los
factores que se tienen en cuenta. También hay que considerar a la persona que realiza
la restitución de la culpa y la forma en que se realiza dicha restitución. Si el Fiador
que hace la expiación es el eterno Dios en persona, entonces eso le confiere un valor
infinito al sufrimiento punitivo, y la persona culpable no puede ni tiene por qué
soportar el mismo sufrimiento que todos los pecadores juntos por los que Él sufrió
habrían tenido que soportar. Este sufrimiento incluye elementos para los cuales no
hay lugar en un ser divino, como problemas de conciencia, desesperación
pecaminosa, etc. Por lo tanto, lo que Cristo pagó no es lo mismo, sino algo de igual
valor para la rectitud de Dios a lo que los pecadores mismos tendrían que haber
pagado. En su gracia, Dios no sólo permitió que el Fiador tomara el lugar de la
primera persona culpable. En relación con eso, también permitió que una única forma
de pago tomara el lugar para los demás. Sin embargo, en este sentido, debe
mantenerse que el valor ha seguido siendo el mismo. Lo que Cristo pagó fue el
equivalente exacto. La gracia consiste en eso, no en que Dios aceptara como exacto
lo que en sí mismo no era exacto. En la ejecución del castigo, y al determinar la forma
que adoptó el castigo para el Fiador, lo determinante no fue la gracia sino la rectitud.
Para nosotros no es posible medir esta rectitud y mostrar en detalle cómo el
sufrimiento de Cristo fue un equivalente perfecto. Esto solo fue posible para un Dios
omnisciente. Pero sabemos que independientemente de cuánto haya cambiado la
forma del sufrimiento, Dios ha provisto un equivalente exacto.
Por último, enseguida queda claro que la satisfacción de la culpa por parte de Cristo
no tuvo un carácter comercial si consideramos que de esta manera Dios se habría
pagado a sí mismo lo que se debía. En el caso de una deuda monetaria, esto habría
sido una exhibición sin sentido. Así pues, aquí se percibe claramente la distinción
entre deuda pecuniaria y culpabilidad penal. Que para los pecadores Cristo (es decir,
Dios) satisficiera la rectitud de Dios no era un mero espectáculo, sino una necesidad
si habían de ser salvos.
40. ¿En base a qué puede ser esto así si, como hemos visto, la culpabilidad tiene
un significado personal?
Al responder a esta pregunta deberíamos tener especialmente presente la crítica de
aquellos que rechazan la expiación mediante el Fiador. Ellos insisten en que el castigo, si es
necesario, es inseparable de la persona del transgresor. Es injusto y absurdo que una persona
inocente sea castigada por lo que otra persona haya cometido. Esto contradice todos los
principios de justicia y moralidad. Por otra parte, el culpable real no puede beneficiarse de lo
que otra persona ha sufrido por él. Debe ofrecer una satisfacción personal a Dios, no la de
alguien que sea un extraño para él. Esta objeción contra la doctrina ortodoxa de la satisfacción
se ha presentado de varias formas. Se encuentra entre unitarios y trinitarios, en Socino,
Crellius, Bushnell y muchos otros. Aunque aquí todavía no estamos ocupándonos de las
teorías desviadas, aun así esta objeción debe abordarse con un ojo puesto en ellas.
En contra de esta objeción pueden hacerse las siguientes observaciones:
a) La culpa es una relación que el pecador mantiene con respecto a Dios, algo que no se
separa del pecador, no es algo que el pecador lleva dentro, como una mancha, ni algo,
como en la concepción maniquea del pecado, que constituye su esencia. Si fuera
cualquiera de estas dos cosas, entonces ello implicaría inmediatamente que sólo se
podría castigar a la persona que lleva pegada la culpa o cuya esencia consiste en la
culpa. Así que la culpa sería completamente inseparable del transgresor. Sin embargo,
dado que la culpa es una relación con respecto a Dios, no se puede afirmar a priori
que sea intransferible, que Dios no puede transferir esta relación de una persona a
otra.
b) Si la justicia de Dios fuera como la ira humana, apasionada, si incluyera rencor y odio
hacia el pecador, entonces la expiación sustitutoria sería imposible. El elemento de la
pasión es siempre personal y pierde su relevancia tan pronto como se puede trasladar
de una persona a otra. Como ya hemos visto anteriormente, la justicia de Dios está
libre de todas esas pasiones y no es otra cosa que la energía tranquila y resuelta de su
santa voluntad para dirigirse personalmente al mal y mantenerse contra el mal.
¿Quién, pues, argumentará que tal expresión debe ir dirigida necesariamente a la
persona del propio transgresor, que es incompatible con la sustitución?
c) Con respecto a la primera parte de la objeción, que es muy injusto imputar un pecado
que no es propio a alguien que es castigado en el lugar de otro, se puede reconocer
que en circunstancias normales esto sería así. Castigar a una persona inocente en lugar
de a una persona culpable es, de hecho, contrario a todo sentido de la justicia. Ahora
bien, debería tenerse en cuenta que el caso es totalmente distinto si el sustituto padece
este sufrimiento no forzado sino voluntariamente, si lo asume de buena gana.
Entonces no cabe plantear ninguna cuestión de injusticia contra él. Esto es lo que
sucedió con Cristo. Estaba totalmente dispuesto a aceptar el papel de Fiador, a
ponerse en el lugar de los pecadores. No se comete ningún tipo de injusticia cuando
la rectitud de Dios lo hace sufrir por estos pecadores.
d) En abstracto, se puede admitir que cuando no existe ninguna clase de unidad entre
personas diferentes, no hay lugar para la sustitución en relación con el derecho penal.
Si a un ciudadano de Michigan, que ha infringido la ley cometiendo un asesinato y es
sentenciado a trabajos forzados de por vida, se le trae un salvaje del corazón de África
con el objeto de enviar a esa persona a prisión como su sustituto, todos consideramos
que sería algo absurdo. No existe la más mínima relación en común entre él y el
salvaje. Nadie podría considerar esta disposición como una satisfacción de la ley.
Cualquier tipo de unidad sobre la cual basar la sustitución está ausente.
Si, por otro lado, existe tal unidad, el asunto toma un cariz completamente diferente.
Esta unidad no está ausente entre Cristo y aquellos a quienes Él representa. Se basa
en el acuerdo eterno entre las personas divinas en el consejo de paz. Allí Cristo y los
creyentes se unieron como un solo cuerpo, no sólo legalmente con respecto al
sufrimiento expiatorio por la culpa sino también en relación con su destino para toda
la eternidad. En realidad, a partir de ese momento forman un solo organismo que,
mediante una unión mística, mantiene a todos sus miembros unidos entre sí, y en el
que un miembro no puede ser tratado con independencia del otro.
Esta unión mística, como se la llama debido a su naturaleza misteriosa que no puede
ser completamente aclarada por las analogías humanas, sale a relucir en todo lo que
sucede con el creyente. En las Escrituras, se representa con todo tipo de metáforas:
como un cimiento y aquello que se construye sobre él (1 Pe 2:4–6); como un árbol y
sus ramas (Juan 15:4–5); como un cuerpo y sus miembros (Rom 12:4–5; 1 Cor 12:12,
27; Ef 5:30, 32). Su resultado es que lo que tuvo lugar para ellos objetivamente en
Cristo se repite subjetivamente en los creyentes de una manera significativa como
una especie de simbolismo. Ellos son sepultados con Cristo en el bautismo (Col 2:11–
12), resucitados con Él a través del poder del Espíritu (Rom 6:4), están sentados con
Él en los lugares celestiales (Ef 2:5–6); de hecho, fueron escogidos en Él antes de la
fundación del mundo (Ef 1:3–5). Así que si alguien objeta a la satisfacción de Cristo
como Fiador, tendrá que atacar la cuestión de sus raíces y rechazar la unión mística,
que está enraizada en la eternidad. Habrá que decir que las personas divinas no tenían
el derecho de unir el destino de Cristo y de los creyentes para que Cristo pudiera hacer
satisfacción por ellos. Pero, ¿quién le dirá al Dios trino lo que es correcto y cómo
debería haber actuado en su consejo eterno?
e) Por lo que se ha dicho, se desprende que, aunque la satisfacción tiene lugar en Cristo,
esta satisfacción se aplica no obstante a las conciencias de aquellos a quienes está
destinada, de tal manera que se desvanece cualquier apariencia de injusticia. Los
creyentes no se quedan con la falsa ilusión de que personalmente siempre han estado
libres de culpa y que Cristo es realmente el pecador. En la cruz del Mediador, ven el
ejercicio de la justicia de Dios contra sus pecados y en sus mentes se identifican con
el Salvador crucificado. Contemplan en su perfecta obediencia el sacrificio que Dios
podría requerir de ellos. De este modo, mediante la unión mística se contempla que
se eviten todas las nociones falsas a las que podría conducir la sustitución. Es decir,
el orden de la salvación [ordo salutis] está dispuesto de tal manera que el creyente se
aplica a sí mismo personalmente lo que se hace por él en Cristo, su Fiador.
50. ¿En qué aspectos fue necesaria la obediencia activa para hacer que la
obediencia pasiva resultara aceptable para Dios?
a) La obediencia activa era en sí misma una humillación para el Hijo de Dios y, en ese
sentido, un sufrimiento. Para una persona humana, no es una humillación guardar la
ley de Dios, ya que la observancia de la ley corresponde a su condición de criatura.
En el caso de Cristo fue distinto. Aunque poseía una naturaleza humana, sin embargo
se encuentra en relación con la ley a través de la persona; y esta es la persona del Hijo
de Dios. El Hijo de Dios, como Dios mismo que es, no está sujeto a la ley, sino que
Él mismo es el fundamento eterno de toda ley y justicia. Por tanto, para el legislador
es una humillación convertirse en observante de la ley. Así pues, habría que
considerar que la encarnación de Cristo y su sumisión a la ley son dos actos
conceptualmente distintos. Su encarnación se puede concebir lógicamente sin que
esté vinculada a una sumisión a la ley. Porque incluso en su naturaleza humana, Él
siempre siguió siendo el Hijo de Dios. También vemos, pues, que el apóstol Pablo
distingue entre estos dos conceptos: “Dios ha enviado a su Hijo, nacido de mujer,
nacido bajo la ley, para que redimiera a aquellos que estaban bajo la ley, para que
pudiéramos recibir la adopción como niños” (Gal 4:4–5).
b) La obediencia activa era necesaria para permitir que Cristo hiciera satisfacción por
los demás en obediencia pasiva, tal como ya se ha demostrado anteriormente.
c) La obediencia activa también le prestó a la obediencia pasiva esa cualidad por la cual
se convirtió en un sacrificio muy agradable a Dios. Los que están perdidos también
son objeto de la justicia punitiva de Dios, pero, a diferencia de Cristo, no en el sentido
de que el beneplácito de Dios pueda descansar sobre ellos. Ellos sufren como
malhechores y no en total asentimiento a las demandas de la justicia de Dios. De ahí
que su sacrificio (si se le pudiera designar así, porque no puede llamarse propiamente
un sacrificio; Heb 10:26–27) no sea aceptado, y nunca escapen al castigo. En cambio,
la obediencia pasiva de Cristo es aceptada en su totalidad por Dios como un sacrificio
que le resulta muy agradable. Aquí hay un ejercicio de rectitud que, por consiguiente
y a pesar de todas las similitudes, se distingue, no obstante, en este punto de la rectitud
que derribará a aquel que es culpable en sí mismo.
51. ¿Han reconocido todos que la satisfacción del Mediador consta de estos
dos aspectos?
A pesar de que ya estaba presente en lo sustancial desde fecha muy temprana en la
conciencia de la fe de la iglesia, la distinción clara y teórica fue hecha por primera vez por
Tomás de Aquino. Fue él quien le dio a la obediencia pasiva el nombre de satisfactio,
“satisfacción” y a la obediencia activa el nombre de meritum, “mérito”. Se puede objetar al
uso de estas designaciones porque meritum es al mismo tiempo satisfactio. Sin embargo, esto
es exactamente lo que se pretendía decir cuando más adelante la teología protestante adoptó
esta distinción en sus confesiones.
Más tarde, sin embargo, se manifestaron algunas reservas aquí y allá. Del lado reformado
fue sobre todo Johannes Piscator (profesor en Herborn, 1546–1625), quien se opuso a la
obediencia activa del Mediador como sustitutoria. Entre los teólogos le siguieron Pareus,
Scultetus, Alting, Cameron, Blondel, Capellus y otros. En esta disputa, Piscator partió de la
proposición de que Cristo debía su obediencia activa por sí mismo y, por tanto, no pudo
lograrla por nosotros. Apeló a Filipenses 2:9–10. A partir de ahí, llegó a la conclusión de que
el hombre tampoco tiene necesidad de obediencia activa; o, dicho de otra manera, que Dios
solamente exige uno de los dos, o guardar la ley o el castigo, pero no los dos al mismo tiempo.
La teología reformada, sin embargo, no se ha dejado desviar por estas objeciones, sino que
ha mantenido esta distinción como legítima y necesaria.
55. Del hecho de que la satisfacción sea una obra sacerdotal, ¿se desprende
también alguna cosa sobre las personas para quienes se hace la satisfacción?
Sí. Un sacerdote no aboga en general por todos, sino que ofrece sacrificios para una
familia, tribu o pueblo específicos, a los que representa y para los cuales es designado. Esto
hace que esperemos que la satisfacción del Mediador como acto sacerdotal también se
aplique a un pueblo específico para el cual Dios lo ha hecho sacerdote. En otras palabras, se
nos lleva a presuponer que la satisfacción no es universal sino particular.
58. Además de la cuestión del valor intrínseco, ¿hay algo que impida que la
satisfacción del Mediador sea aplicable a cada pecador sin distinción?
No. No sólo el valor intrínseco es suficiente para salvar a todos, sino que el modo de
satisfacción no tenía por qué ser otro para hacerlo aplicable a todos. Si supusiéramos por un
momento que Dios pudiera cambiar su propósito con respecto a la elección, esto no implicaría
ningún tipo de cambio en la satisfacción. Además de la elección de Dios, desde su punto de
vista la satisfacción hace posible la salvación de todos los hombres. Ahora bien, no es posible
que Dios pudiera cambiar su voluntad.
59. ¿El asunto en cuestión tiene que ver con la universalidad o particularidad
de la oferta de gracia?
No, ya que como defensores de una satisfacción particular, reconocemos que esta oferta
se hace a todos y que se aplica a todos. Siempre que nos apropiemos de ella por fe, todos los
frutos de esta satisfacción son nuestros. De hecho, sostenemos que esta oferta universal de
gracia se pone en marcha no sólo con el propósito de llevarla a los elegidos, que están
escondidos entre las masas, sino también para demostrar a los incrédulos que es su
incredulidad y no la falta de un rescate suficiente la que les hace perderse. Si no se ofreciera
el evangelio, muchos podrían decir en su propia ceguera: “Sin duda nos habríamos
arrepentido y habríamos sido salvos si tan sólo nos hubiera llegado un mensaje de salvación”.
Ahora ningún pecador puede hablarle a Dios de esta manera. Si una persona no elegida
supiera cómo encontrar la manera de adquirir fe por sí misma, Dios sin duda cumpliría su
palabra, y ella no estaría perdida porque Cristo no hubiera muerto por ella. Pero toda esta
suposición naturalmente pertenece al terreno de las imposibilidades.
62. ¿Sobre qué bases es posible negar que la satisfacción de Cristo en el sentido
que acabamos de describir fuera particular?
a) Se puede negar esto porque se es un universalista coherente. Entonces se asume que
todos serán salvos o son salvos per se por la obra del Mediador, independientemente
de cualquier explicación adicional que se dé sobre esa obra.
b) Se puede negar esto porque se permite que la aplicación de la obra de Cristo dependa
en parte de la acción del Espíritu Santo y en parte de la actitud del hombre hacia ella.
Así, en su elección Dios no limitó soberanamente esta aplicación, sino que los mismos
hombres la limitan por su incredulidad y por no cooperar con la gracia. El propósito
de Dios cuando hizo que Cristo hiciera la satisfacción, y del propio Cristo cuando
hizo la satisfacción, era salvar a todos si tan sólo se mostraban dispuestos a aceptarla.
Dios tenía conocimiento previo de que sólo una parte la aceptaría, pero como mera
cognición esto no podía influir en su propósito activo. Esta es la posición adoptada
por los remonstrantes.
c) También se puede negar esto sobre la base de un universalismo hipotético, que ya
tratamos anteriormente. La doctrina de Saumur sostiene que la satisfacción objetiva
de Cristo proviene de una ordenación universal de la gracia de Dios que pertenece a
toda la humanidad. Sin embargo, este plan inicial fue en vano, ya que ni una sola
persona podía satisfacer el mandato de Dios de creer. Al ver esto, Dios diseñó
entonces un segundo plan. Por pura gracia decreta dar fe a algunos. Al postular dos
planes en Dios, se puede decir simultáneamente que, de acuerdo con el propósito de
Dios, Cristo ha muerto por todos sin distinción y que todavía depende de la decisión
libre de Dios en quién se aplica y se hace efectiva su satisfacción para la salvación.
La gracia objetiva es para todos, no sólo en cuanto a su oferta, sino también en cuanto
al propósito en sí de Dios. La gracia subjetiva es para algunos, no desde el principio,
sino sólo en el plan ideado más adelante.
65. ¿Cómo debe valorarse el primero de estos argumentos (la oferta universal
del evangelio)?
La objeción es que la presentación del evangelio se convierte en algo carente de sentido
para aquellos que no son partícipes de la satisfacción de Cristo. Si la analizamos más
detenidamente, esta objeción general incluye tres objeciones concretas que generalmente no
se distinguen claramente entre sí, aunque son esencialmente distintas.
a) Que Dios ofreciera el evangelio y los méritos de Cristo contenidos en él a aquellos
para quienes no lo tenía pensado es incompatible con la veracidad de Dios. Caso de
hacerlo, Dios daría la impresión de que quiere hacer algo que, en realidad, no quiere
hacer.
b) En nuestra posición, como ministros del evangelio, cabría suponer que perderíamos
el derecho a hacer una invitación general a las personas.
c) Los que escuchan el evangelio no podrían confiar en depender de la fianza y la
satisfacción de Cristo, por cuanto no han recibido la seguridad infalible de que
pertenecen personalmente a los elegidos. Mi confianza en creer solamente puede
descansar en el hecho de que Cristo ha sufrido por mí. Si Él no ha sufrido por todos,
entonces primero tendré que saber si pertenezco a aquellos por quienes Él ha sufrido
antes de poder tener tierra firme bajo mis pies.
66. ¿Qué puede decirse para contrarrestar la primera forma de esta objeción?
a) Que la oferta del evangelio no es y no se presenta como una revelación de la voluntad
secreta de Dios o de la voluntad de su decreto. Si esto fuera así, existiría de hecho una
contradicción que restaría valor al amor de Dios por la verdad. Si hubiera que concluir
que Dios tiene la firme intención de llevarlos personalmente a la salvación y que
ahora depende de A o B el que cumplamos el propósito de Dios o lo decepcionemos,
si este fuera el contenido del evangelio, entonces ciertamente quedarían excluidas la
elección y la satisfacción particulares. Sin embargo, este no es el contenido de nuestro
evangelio o del evangelio de la Escritura. Este evangelio no se manifiesta sobre la
voluntad secreta de Dios, sino que habla de su voluntad revelada. Entendemos que
esta voluntad revelada incluye el mandato de Dios que viene al hombre y en cada
caso particular está determinada por la relación concreta del hombre con Dios. Ahora
bien, no hay duda de que es obligación del hombre aceptar la posibilidad de la
redención que se le ofrece en el evangelio, con esperanza y gratitud. Dios puede hacer
esa demanda, y el evangelio viene con esa demanda a todos los hombres.
b) Que el contenido del evangelio, tal como se presenta a todos sin distinción, es una
declaración de la voluntad de Dios de que A y B, etc., pueden ser salvos
personalmente, pero que en ese sentido todavía debería considerarse en todo
momento una voluntad condicional. No es sólo que no estamos tratando con la
voluntad secreta de Dios; también estamos tratando con su voluntad revelada bajo
una condición determinada. En Dios no hay un deseo insatisfecho a la que su voluntad
secreta le haya impuesto el silencio. El deseo de Dios se puede entender de la
siguiente manera: si creyéramos, entonces el beneplácito de Dios reposaría sobre este
acto de fe. Así pues, este carácter condicional siempre debe mantenerse presente y en
primer plano.
c) Es cierto que en el sentido que acabamos de describir, el evangelio llega a muchos
por quienes Cristo no murió. Pero al mismo tiempo es verdad que estos son
precisamente los que voluntariamente desprecian el sacrificio de Cristo. Nunca puede
representarse como si incontables pecadores, ansiosos por salvarse, estuvieran
buscando un rescate [y] ahora se les denegara con la explicación de que “este rescate
no estaba pensado para vosotros”. Al hacer eso, estaríamos contemplando unas
posibilidades puramente abstractas que bajo las actuales circunstancias nunca podrían
convertirse en realidad. La verdad es que no puede producirse ni un solo caso de este
tipo. La ordenación de Dios es tal que todos aquellos por quienes Cristo en su
propósito no ha muerto son precisamente los mismos que rechazan a Cristo por su
incredulidad. Incluso si la satisfacción fuera universal, esto no cambiaría nada con
respecto a su actitud personal hacia ella. En realidad, no serían más partícipes de ella
de lo que lo son ahora.
d) Como se señaló anteriormente, el evangelio tiene la intención de privar al hombre de
cualquier excusa y dejar totalmente clara la magnitud de su corrupción. Es por eso
que Dios no permite que el evangelio sea proclamado solamente a los elegidos, sino
que también lo lleva indiscriminadamente a todos los hombres (en tanto que de hecho
los alcanza y, en principio, hasta donde podemos llevárselo). Ahora se produce un
cribado. Pero ahora, también, el pecado en su esencia interna llega a su máxima
expresión porque se convierte en incredulidad frente a la gracia. Pertenece a la justicia
de Dios hacia el pecado que también revele su verdadero carácter a los pecadores
mismos. La predicación del evangelio contribuye a esto. Esto salió a la luz con la
máxima claridad en el momento de la aparición del Mediador en la tierra en carne y
hueso. La incredulidad reaccionó contra Él, la encarnación de la gracia, de la manera
más decisiva. Naturalmente, la agravación de la culpa es inseparable de esta reacción
del pecado y su correspondiente desarrollo. Sin embargo, nadie puede disputar el
derecho de Dios de poner al hombre en contacto con el evangelio, incluso si con eso
su juicio se vuelve más severo. Quien discute este derecho toma un punto de vista
arminiano y asume tácitamente que Dios le debe la satisfacción al hombre. Es
obligación del hombre aceptar con fe todo lo que Dios le presenta. Y una vez que esta
obligación está presente, Dios no puede actuar injustamente cuando castiga el
incumplimiento de esta obligación, independientemente de si el hombre es capaz o
no de cumplir con su deber.
e) La predicación tiene como objetivo llamar a todos los que alcanza: “si quieres, toma
del agua de la vida gratuitamente” [Ap 22:17]; y “si vienes, en ningún caso Él te
echará fuera” [Juan 6:37]. Pero no tiene el llamamiento ni el derecho de hacer de este
“querer” algo distinto de lo que la Escritura quiere decir con ello. No se debe presentar
a la manera metodista, como un acto de la voluntad repentino y sin causa, una especie
de experimento que puede ser independiente de todas las condiciones precedentes. La
voluntad a la que se refieren las Escrituras es la voluntad de la fe, de la fe salvadora,
el acto más profundo que una persona puede realizar, en el que participa y asiente
todo su ser, un acto que se vuelve completamente imposible e incomprensible sin una
actitud previa de arrepentimiento, a la cual está vinculado y de lo que, en parte,
resulta. Por tanto, querer, junto con dejar de lado toda confianza en uno mismo, es
deleitarnos de tal manera en la obra de Cristo y tener tal convicción interna de su
suficiencia que nos asimos a ella con toda la fuerza que hay en nosotros.
Ahora, la predicación más libre del evangelio debe dejar en claro que tal voluntad es
el único medio por el cual podemos ser partícipes de Cristo. Si uno no es mentiroso,
entonces la importancia de la fe nunca desaparecerá. Y la prevención contra esta
dificultad es una predicación de la ley que acompaña a la predicación del evangelio.
Quienquiera que no lleve primero al pecador a tomar conciencia de su condición
perdida, tampoco suscitará una fe verdadera en su corazón con la predicación.
Simplemente no es verdad que todos aquellos que simplemente decidan creer a su
antojo tengan derecho a Cristo. La fe a la que incitan los métodos recientes de
evangelización es algo irracional. La fe de las Escrituras es una fe sobrenaturalmente
forjada por el Espíritu de Dios, pero aun así no es una fe antinatural.
67. ¿Qué debería decirse con respecto a la segunda objeción: que con la
satisfacción particular los ministros del evangelio no podrían tener la
confianza para llevar la oferta del evangelio a todos?
a) Que, como ministros ordenados, no tienen el encargo de llevarlo a cabo de acuerdo
con sus propios razonamientos y reflexiones. Es Dios quien se ocupa de reconciliar
su llamamiento y su decreto el uno con el otro. Ellos tan sólo deben seguir la comisión
que se les dio. Es eso, únicamente, lo que determina el alcance de su obra. Y esa es:
“Predicad el evangelio a toda criatura” [Mt 24:14].
b) El mensaje del evangelio no implica que uno deba asegurarles a todos, uno por uno
que Dios quiere su salvación personal con la voluntad de su decreto. En ese caso
estaría proclamando una mentira. Por el contrario, implica:
1. Exponer las demandas de Dios sobre cada pecador y la obra de Cristo como
intrínsecamente suficiente y adecuada para satisfacer a cada pecador.
2. Desvelar la naturaleza del arrepentimiento y la fe como lo auténticamente
necesario para obtener la aplicación personal de los méritos de Cristo.
3. Ofrecer cierta seguridad de que todo el que viene a Cristo consciente de la
culpa y con fe puede apropiarse de todos los beneficios del pacto de gracia
como su posesión personal.
c) En la medida en que Dios ha decidido que su evangelio sea ministrado por hombres
y no ha querido adelantarles una visión de su consejo secreto, es completamente
comprensible por qué el evangelio debe ser predicado a todos. Los elegidos están
escondidos entre todos estos. La predicación universal es también un medio para
alcanzar a los objetos concretos de la satisfacción.
d) Además, no debe olvidarse que el evangelio no pasa por alto a los incrédulos sin dejar
rastro. Para ellos se convierte en un aroma de muerte para la muerte [2 Cor 2:16]. Su
predicación es una crisis en la que toda la depravación del corazón se desarrolla y
alcanza su plenitud, y por la cual se completa la medida de la ira en el día de la
retribución de Dios.
La tercera objeción mencionada anteriormente ha sido suficientemente eliminada por lo
que se ha dicho.
74. ¿Qué se entiende por la teoría ética o moral en relación con la satisfacción
de Cristo?
Esa concepción según la cual se busca el propósito y la eficacia de la obra sacerdotal de
Cristo para causar una impresión moral en el hombre, más concretamente presentando a
Cristo como un ejemplo digno de imitación, o haciendo que aparezca como una prueba del
amor de Dios, quien desea sufrir con la criatura. El primer punto de vista es propio de los
socinianos. Estos conciben la muerte de Cristo como la muerte de un mártir que al morir ha
sellado su enseñanza, proporcionándonos una prueba poderosa de su verdad y dejándonos un
bello ejemplo de amor a la verdad, mientras que al mismo tiempo reconocen que la muerte
para él fue el punto de transición a su glorificación. El segundo punto de vista es el de
Bushnell (1876) en Estados Unidos; Robertson, Maurice (1872), Campbell (1872) y Young
en Inglaterra; y Ritschl y su escuela en Alemania. Todos estos asumen que Cristo sufrió para
convencer al hombre por medio de acciones que nada se interponía a su reconciliación con
Dios. Cuando se les pregunta más concretamente cómo puede ser válido como prueba del
amor de Dios el sufrimiento de Cristo, entonces encontramos diferentes respuestas. Algunos
dicen que el amor fue manifestado por Cristo cuando no rehuyó la miseria a la que estuvo
expuesto al entrar en un mundo pecaminoso. Otros responden que Dios deseaba recalcarle al
hombre que sentía simpatía por ellos y que podía entrar en su sufrimiento. De ese modo el
corazón se ablanda y se vuelve amoroso. También hay otros para los que la importancia de
la obra de Cristo consiste en sentir remordimiento por el pecado del hombre, un
remordimiento que fue totalmente suficiente para quitar la culpa.
75. ¿Qué objeciones hay que plantear contra la forma sociniana de esta teoría?
a) Se basa en el racionalismo sociniano, que explica la voluntad, el pecado, la rectitud
divina y todo lo relacionado con estos de una manera completamente superficial,
opuesta a todo el testimonio de la Escritura. Es falso que el hombre sólo necesite un
buen ejemplo para llegar a ser bueno en lugar de malo. Necesita ser recreado y por lo
tanto no puede cambiar su propia voluntad mediante la imitación. La justicia de Dios
es una realidad y no se puede contemplar, como quieren los socinianos, como una
forma de benevolencia. El pecado es culpa y no sólo error moral. En cada uno de
estos puntos, los socinianos piensen de una manera pelagiana.
b) Hay elementos del sufrimiento de Cristo que no se pueden explicar como martirio
imitativo. De un mártir cabe esperar que soporte su sufrimiento con buen ánimo y
heroicamente. En Cristo observamos justo lo contrario. Si bien soportó pacientemente
y puramente, no hay rastro del entusiasmo del mártir que trasciende al dolor. Tenía
que sumergirse en las penas y con gritos y gemidos ofrecer oraciones y súplicas con
lágrimas [cf. Heb 5:7]. Además, el hecho de ser desamparado por Dios no puede
explicarse con esta teoría. Se ha observado con razón que quien considera a Cristo
como un mártir debe buscar un ideal superior y, sin duda, podrá encontrar un ideal
superior en la historia de la ciencia o la religión.
c) Si se quiere buscar la relevancia de la obra de Cristo en que proporciona un ejemplo,
entonces queda completamente sin explicación por qué en la Escritura el énfasis recae
en su muerte en lugar de su vida. Decir que la muerte de Cristo se produce como una
validación de su vida no resuelve este problema, porque en todas partes la Biblia
presente como lo más importante el hecho de la propia muerte, y no este hecho en
relación con algo que lo precedió.
79. ¿Qué noción tiene la teoría mística de la obra de satisfacción del Señor?
Concuerda en un aspecto con la teoría moral ya discutida; a saber, en la medida en que
busca el propósito de la satisfacción en un cambio que debe tener lugar en la criatura, no en
el cumplimiento de un requerimiento de Dios. Sin embargo, mientras que la teoría moral
limita este cambio a la conciencia de la criatura y encuentra su esencia en un cambio del
estado subjetivo del hombre, la teoría mística concibe la situación más profundamente y
permite que se produzca una inversión en un cambio inconsciente. Cristo interviene en la
vida en la existencia orgánica del hombre, y lo que ocurrió durante y después de la
encarnación en sí mismo, en su naturaleza humana, fue el comienzo de una conversión de la
naturaleza humana. Sólo así, su sufrimiento tiene significado. El pecado debe concebirse no
como culpa sino como poder, como una corrupción interna que debe ser contrarrestada y
purgada. Si bien esta base es común a todas las formas de la teoría mística, estas difieren
entre sí en su elaboración posterior.
a) Los padres de la iglesia griegos, que tendían a la platonización, hablaron de una
deificación de la naturaleza humana a través de la encarnación del Logos. Hemos
visto cómo la doctrina ortodoxa de las dos naturalezas en una persona puede ser mal
utilizada de esta manera. La deificación significa, en primer lugar, la eliminación del
carácter perecedero, convertir en inmortal. Según este punto de vista, el elemento de
culpabilidad retrocede naturalmente a un segundo plano.
b) Otros, especialmente en tiempos más recientes, hacen más hincapié en el propio
pecado que en las consecuencias del pecado. El pecado es un poder que reside en la
carne del hombre, esto es, en su naturaleza corrupta. Cristo con su naturaleza humana,
con su carne, tuvo que tomar este poder en sí mismo, dejar que tuviera efecto sobre
él, y así abolirlo. Puede verse cómo esto hace que sea necesario pensar en Cristo como
pecaminoso, ya que sólo teniendo pecado dentro de sí podía expulsarlo. En lugar de
convertirse en un obstáculo que le impediría ser nuestro Redentor, para este punto de
vista el pecado se vuelve un requisito indispensable para que Cristo pueda convertirse
en ese Redentor. Esto también implica, sin embargo, que solamente está en cuestión
la superación y la expulsión del pecado como una mancha, y que el pecado como
culpabilidad no necesita tenerse en cuenta. No se pueden tener ambos presentes al
mismo tiempo, porque precisamente al asumir una naturaleza pecaminosa, la
posibilidad de que Cristo pague por la culpa de los pecados de los demás deja de
existir. Por lo tanto, la culpa simplemente se deja a un lado. El pecado es un veneno
que ha penetrado en el hombre aparte de su culpa. Lo que se necesita es simplemente
un antídoto consistente en que el veneno pierda su poder en alguien que lo deje remitir
dentro de sí mismo y al propio tiempo no sucumba a él. Esta es la teoría de Irving en
Inglaterra; de Meuken, Stier y Strok en Alemania. Según Irving, Cristo poseía el
pecado original pero no el pecado real. Por el poder del Espíritu Santo, suprimió la
carne y la purgó gradualmente, de modo que finalmente sólo quedó el espíritu.
c) La concepción de Schleiermacher. Según Schleiermacher, la obra de Cristo consiste
en llevar a los creyentes a la comunión de su vida, es decir, en parte a la comunión
con su poderosa conciencia de Dios y en parte al disfrute de su perfecta salvación. Lo
primero se llama redención, lo último reconciliación. El sufrimiento de Cristo no
consistió en nada más que en simpatía por la culpa humana y en soportar
pacientemente el mal que el mundo pecaminoso le infligió. Si bien por tanto sufrió
con los pecadores, al mismo tiempo estaba completamente en paz con Dios.
Aquellos que se convierten en miembros de la iglesia de Cristo reciben parte de esta
misma vida, que se sabe en paz con Dios; ellos son redimidos y reconciliados. La
culpa como una relación objetiva hacia Dios no se toma en cuenta en absoluto. Para
Schleiermacher, el pecado es meramente la ascendencia de la conciencia del mundo,
o la carne, sobre la conciencia de Dios, causada por el hecho de que la primera se
desarrolla antes, y si la conciencia de Dios se despierta, ya ha ganado una influencia
que impide que la última llegue a su plenitud. El castigo que va ligado al pecado no
es reconocido como tal por Schleiermacher. El castigo es tan sólo la consecuencia
natural del pecado. En el ejercicio de su obra como Mediador, Cristo se ha convertido
en partícipe de las consecuencias del pecado que no fue su propio pecado. Por lo
tanto, se ha familiarizado con el sufrimiento como separable del pecado personal.
Aquellos que son llevados a la comunión de su vida también se familiarizan con esto
como tal, con el resultado de que ya no sienten que sea algo que perturbe su salvación.
Su reconciliación consiste en esto. No es reconciliación con Dios sino una
reconciliación con el sufrimiento de esta vida.
80. ¿Qué objeciones deben hacerse contra estas teorías místicas?
a) Que invierten el orden escritural. Esta orden es que el hombre no puede ser liberado
del pecado como un poder si no es liberado primero de la culpa como una carga fuera
de sí mismo. Estas teorías sostienen que la culpa no puede eliminarse más que
rompiendo el poder del pecado dentro del hombre mismo.
b) Todo lo que pertenece al pasado pecaminoso del hombre que es liberado de esta
manera simplemente queda en el olvido, como si una demanda justa de Dios no fuera
ligada a ese pasado. Sin embargo, si la culpa sólo puede eliminarse quitando el
pecado, y los pecados del pasado ya no pueden ser quitados, entonces la culpa del
pasado debe continuar para siempre testificando contra nosotros. Solamente se puede
dejar atrás esta consideración dejando a un lado toda la noción bíblica de culpa.
c) Todas estas teorías limitan la eficacia de la satisfacción de Cristo (si es que su obra
puede seguir llamándose así) para el período posterior a su encarnación y sufrimiento.
La salvación se convierte en un proceso místico vinculado a la humanidad del
Salvador como realmente existente. La vida humana de Cristo no puede ser efectiva
antes de que realmente existiera. Teniendo esto en cuenta, cabe deducir que todas las
generaciones que vivieron antes de la encarnación de Cristo, tanto en Israel como
entre los paganos, murieron sin redención y sin reconciliación, lo cual va en contra
del testimonio expreso de la Escritura, que atribuye una verdadera salvación al pueblo
del pacto de Dios ya bajo la antigua dispensación basada en la fianza de Cristo.
d) La atribución de una naturaleza pecaminosa real a Cristo lo hace completamente
incapaz de poder ser nuestro Salvador. Este no es solamente así cuando se adopta
nuestro punto de vista legal, sino que también lo sería incluso desde el punto de vista
de Irving, Menken, et al. Por el poder del pecado en su naturaleza, la persona de Cristo
también debe volverse inevitablemente pecaminosa. Una persona pecaminosa, sin
embargo, no puede salvarse a sí misma. Afirmar esto equivale a pelagianismo.
Afirmar lo contrario, que la naturaleza humana de Cristo puede ser pecaminosa sin
que su persona participe en ese pecado, equivale a nestorianismo.
e) Todo este concepto de la obra del Mediador se inscribe dentro del panteísmo, como
puede verse con absoluta claridad en las creencias de Schleiermacher. Aquí el pecado,
el castigo y la culpa se convierten en condiciones inevitables. En lugar de ser una
expresión de la rectitud de un Dios personal y trascendente, el sufrimiento en el
mundo se convierte en un estado de cosas necesario en la naturaleza. Cuando el
hombre se reconcilia, esto no consiste en una absolución legal por la cual se le libera
de sufrir por sus pecados, sino en estimular una nueva consideración de este
sufrimiento para que el hombre aprenda a reconocer que el sufrimiento no es un
castigo. Así pues, esta terminología de Schleiermacher resulta completamente
engañosa. Lo que él llama reconciliación se podría haber llamado con mucha más
propiedad redención.
81. ¿En qué asunto importante se apartan muchos de aquellos que comparten
nuestra visión de la satisfacción de la doctrina ya consagrada?
En el apartado de la base de la imputación de nuestro pecado a Cristo. Hemos visto antes
cómo el realismo y el traducianismo, cuando se usan para explicar la transmisión de la culpa
y la corrupción hereditarias, nos abocan a problemas insuperables en el campo de la
cristología. Es algo sin duda ampliamente aceptado que Cristo asumió nuestra naturaleza de
la carne y la sangre de la Virgen María. Si el pecado original se transmite automáticamente
con esta naturaleza, también se transmitió a Cristo. En cuanto a la corrupción, se puede evitar
eso haciendo referencia a la purificación de esta naturaleza por el Espíritu Santo antes de ser
asumida. En el caso de la culpa, sin embargo, la situación es completamente diferente. Eso
no se puede suspender mediante algún acto poderoso, y si continúa existiendo, también hace
que la purificación de la naturaleza resulte imposible. Si Cristo ha pecado en Adán, entonces
Dios no puede purificar con justicia la naturaleza humana en su nombre. Porque si Él puede
hacer esto con Cristo, también podría hacerlo con cada pecador, y entonces la salvación
mediante el pago por la culpa sería innecesaria.
A pesar de estas sustanciales objeciones que pesan sobre el realismo y el traducianismo,
muchos no sólo mantienen estas posturas, sino que en tiempos más recientes más de un bando
afirma que aportan la clave para entender la solidaridad del Salvador con nosotros. Para poder
llevar nuestros pecados, se argumenta, no sólo tiene que poseer nuestra naturaleza humana
sino que, además, tiene que participar en el primer acto del pecado original, de manera que
pueda afirmarse con razón que no asume un pecado ajeno a Él, sino el de una raza de la que
participa personalmente. Como puede verse, esta visión es considerablemente distinta de la
de Irving y sus seguidores. Según Irving, el pecado habitual era algo inherente a Cristo; según
los defensores de este punto de vista, sólo existía una culpa adherida. El Espíritu Santo
purificó su naturaleza humana de tal manera que esta culpa hereditaria no resultó en
corrupción hereditaria. Así que Cristo podía sufrir por nosotros como sin pecado, y sin
embargo, se podía afirmar que no se le imputaba una culpa absolutamente ajena a él, ya que
en cierto momento, el momento de su propia culpa hereditaria, Él participó de esa culpa
personalmente.
87. ¿Sabemos mucho sobre la manera concreta en que se hace esta intercesión?
Nada de esto nos ha sido revelado, y también podemos decir muy poco acerca de ella
debido a nuestra concepción defectuosa de las cosas celestiales en general. En este sentido,
hay que mantenerse en guardia nuevamente frente a dos extremos. Por un lado, ha habido
quienes, ante la imposibilidad de darle un contenido concreto a la idea de la intercesión, han
llegado a la conclusión de que estaban tratando tan sólo con una abstracción. En
consecuencia, se dice que la frase “Cristo intercede por nosotros” es la expresión en forma
ceremonial judía de la idea de que los frutos de sus méritos nos benefician. Esto, sin embargo,
es un nominalismo indebido, ya que en las cosas de Dios sucede que las realidades se
corresponden con tales ideas. Dios no nos consuela con abstracciones; y cuando oramos sobre
la base de la intercesión de nuestro Mediador, no se trata de un autoengaño. Y Dios no se
adapta a nuestra limitada comprensión, sino que la realidad se corresponde con nuestra
concepción. Si alguien no reconoce una intercesión real, entonces todo lo que se nos enseña
acerca de la simpatía sumo sacerdotal del Mediador carece de sentido. Y una vez que nos
permitimos dejar que esta materia se evapore en una idea, entonces también cabe suponer
este mismo derecho en relación con otras muchas cosas de las que tampoco podemos
formarnos una idea concreta. Ciertamente alguien puede preguntarse por qué es necesario
que Cristo presente sus méritos y se los recuerde al Padre, dado que el Padre seguramente
sabe desde la eternidad cuáles son estos méritos y está dispuesto a otorgarles validez. Sin
embargo, con igual derecho, alguien podría preguntarse por qué es necesario que el Padre y
el Hijo negocien formalmente entre sí en el consejo de paz, ya que para ellos los pensamientos
de cada uno son claros y diáfanos desde la eternidad. Quien se entregue a tales preguntas y
consideraciones rápidamente verá su concepto de Dios endurecerse en la rigidez del
panteísmo. Se quedará con un Dios a través del cual y en el cual no ocurre nada más. Así
pues, nuestro primer pensamiento no debería ser “¿Qué es necesario para Dios?”. Al razonar
de ese modo, podríamos dejar de lado la intercesión junto con otras muchas cosas. Más bien,
deberíamos preguntarnos: “¿Qué es apropiado y adecuado para Dios?” Entonces, la Escritura
nos enseña que hay una existencia celestial de formas, en las cuales los pensamientos de Dios
están majestuosamente encarnados. El cielo es el lugar donde todo lo humanamente
defectuoso y falso está prohibido, pero del cual, sin embargo, de ninguna manera tiene por
qué excluirse lo verdadero y puramente sensorial de esas formas, que también prevalecen
entre nosotros los seres humanos. Por lo tanto, no debemos formarnos una idea demasiado
espiritual y sin sentido de las cosas de Dios.
Sin embargo, no decimos estas cosas para que caigamos en el otro extremo, donde han
acabado los luteranos. Ellos creen que tienen que insistir en que esta intercesión es vocalis,
verbalis, et oralis, es decir, con la voz, las palabras y la boca, respecto de la cual se asumen
muchas otras cosas. No tenemos derecho a ir tan lejos, no porque esas cosas sean imposibles
en sí mismas o indignas de Dios, sino simplemente porque las Escrituras no las mencionan.
En lo que se ha dicho anteriormente, creemos haber presentado el sentido de los datos
bíblicos correctamente. No sabemos exactamente cómo suceden estas cosas, y tiene
relativamente poca importancia siempre que nuestra concepción de las cosas celestiales
también permanezca vaga y nebulosa en otros aspectos.
91. ¿Puede alguien más que no sea Cristo interceder por nosotros?
No. Si su intercesión no es otra cosa que la continuación de su sacerdocio y su concepción
ideal, inmediatamente se deducirá que aquel que no es sacerdote tampoco puede interceder
de manera eficaz ante Dios. Sólo el que ha sacrificado puede entrar en el santuario. Dado que
ahora, sin embargo, la iglesia católica ha repristinado el sacerdocio y ha repetido el sacrificio
de Cristo, por analogía con eso también inventó una multitud de intercesores. Canoniza a
ciertos denominados santos, a quienes atribuye un grado de exceso de méritos y se refiere a
ellos como intermediarios capaces de influenciar a Dios. Con la base en la que se apoya esta
doctrina, el dogma de la opera supererogationis[obras de supererogación], también cae la
doctrina de la intercesión de los propios santos. Es cierto que la Escritura anima a los
creyentes a orar los unos por los otros y a interceder ante Dios (incluso la palabra hebrea para
“orar”, הִ ְתפלֵל, significa “interceder”), pero con esto no se hace referencia al acto oficial de
un cargo, sólo a una intercesión de hermanos, que son iguales, los unos por los otros. Se
puede pedir la intercesión de un hermano, pero nunca interponerlo como un mediador entre
Dios y nuestra propia alma. Esto sería la deificación del hombre. No hay más que un
Mediador, que puede llevar nuestras oraciones delante de Dios, y cualquier idea sobre la
existencia de otras personas que pudieran hacer algo así inevitablemente lleva a investirla
con atributos divinos. Los fieles católicorromanos realmente conciben a sus santos como
omniscientes, omnipresentes, etc.
Rey
97. ¿En cuántos sentidos usa la Escritura la expresión “reino de los cielos” o
“reino de Dios”?
Es bien sabido que la designación βασιλεία τῶν οὐρανῶν, “reino de los cielos”,
generalmente aparece en el Evangelio de Mateo. En Marcos y Lucas, solamente encontramos
βασιλεία τοῦ θεοῦ, “reino de Dios”. Esta última designación también aparece en Juan y
Pablo. La adición “de los cielos” sirve para indicar el origen y el carácter celestial de este
dominio. El Mediador, que fue ungido como Rey, estaba en el cielo desde la eternidad y ha
regresado al cielo, y el cielo es el centro de todas sus actividades. Esto se corresponde con el
hecho de que la venida del reino se equipara a la venida de Cristo. También poseía este
dominio antes, pero en secreto, y sólo lo dejaba representar mediante reyes (los descendientes
de David) como tipos. Sólo era conocido como el futuro Rey. Como el pacto de gracia, del
que puede decirse que ya existió hace mucho tiempo y que sin embargo fue instituido
mediante la venida y el sacrificio de Cristo, también en el caso del reino de los cielos, estas
cosas no se excluyen mutuamente. Del cielo, por así decirlo, el rey ha traído su valor real con
Él para revelarlo (cf. Gal 4:26, “Pero la Jerusalén de arriba es libre, la cual es madre de todos
nosotros”).
Además, la palabra βασιλεία puede tener tres significados:
a) Valor real o reinado. Compárese 1 Corintios 15:24, “cuando haya entregado el reino
a Dios y al Padre”, y Mateo 16:28, “hasta que hayan visto al Hijo del Hombre
viniendo en su reino” (es decir, “con su reinado”). “¡Venga tu reino (= reinado)!” [Mt
6:10; Lucas 11:2].
b) La esfera real en toda su extensión, por tanto el reino en el sentido propio del término.
Este es el sentido que tiene cuando se habla de entrar en el reino de los cielos o de ser
expulsado de él.
c) La suma de las obligaciones y privilegios que conlleva ser un súbdito en este reino.
Así, se dice que debemos buscar el reino de Dios, que puede ser poseído por nosotros,
que es un tesoro, una perla de gran valor, etc.
98. ¿Qué reino ha recibido Cristo además de este regnum spirituale [reino
espiritual]?
El regnum potentiae, el reino de poder. Este se extiende sobre todo el universo. Según
Mateo 28:18, a Él se le ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. El apóstol dice que
Dios ha sentado a Cristo a su diestra en el cielo, muy por encima de todo gobierno, autoridad,
poder y dominio, y que sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este mundo sino
también en el venidero (Ef 1:20; cf. además Flp 2:9–10; y Sal 8, con Heb 2:6–9). Con respecto
a este reino de poder, debemos tener en cuenta:
a) Que Cristo no siempre lo ha poseído sino que primero lo recibió después de su
ascensión, cuando fue a sentarse a la diestra de Dios. El reino espiritual siempre ha
existido desde el primer comienzo de la iglesia; este reino de poder comenzó con la
tercera etapa de la exaltación de Cristo. De esto se desprende, en segundo lugar:
b) Que cesará cuando se alcance su objetivo. Esto lo enseña el apóstol en 1 Corintios
15:24, 28. Al final, el Hijo entregará el reino al Padre cuando haya destruido todo
dominio, autoridad y poder, para luego también someterse a Aquel que ha sujetado a
él todas las cosas, para que Dios sea el todo en todo.
c) El propósito concreto de este reinado que todo lo abarca se encuentra en la realeza
espiritual que Cristo tiene sobre su Iglesia; Efesios 1:22, “y lo dio por cabeza sobre
todas las cosas a la iglesia”. Esto implica que (1) Cristo es la Cabeza de la Iglesia; (2)
como tal, Él está por encima de todas las cosas y ejerce un dominio ilimitado.
d) Más concretamente, este dominio ilimitado es necesario para proteger a la Iglesia de
sus enemigos. La Iglesia está en medio del mundo y todavía tiene el mal del mundo
en su propio seno. Así que, si quiere estar segura, su Cabeza debe tener dominio sobre
el mundo. Su historia está entrelazada con la historia del mundo. En consecuencia,
sólo quien gobierna a este último podrá liderar completamente a la primera. Por lo
tanto, Cristo ha asumido el dominio sobre el mundo en beneficio de su Iglesia. Él lo
ejerce en nombre de Dios, porque este reino de poder también es y sigue siendo un
reino oficial.
e) Que Cristo recibiera este reino de poder al mismo tiempo tuvo consecuencias para su
reino espiritual, ya que, como el Dios hombre exaltado, ahora puede, por su Espíritu,
actuar también en todas partes para afirmar incluso el poder de su humanidad
exaltada.
f) Además, para Cristo mismo, este poder real tiene el significado de una recompensa,
que recibió por su obra redentora. Las Escrituras lo llaman una herencia, que el
beneplácito del Padre le asignó a Él como Hijo (Heb 1:2). Fue la persona del
Mediador quien, de acuerdo con sus dos naturalezas, recibió esta majestad real: de
acuerdo con su naturaleza humana, porque fue perfectamente glorificado; de acuerdo
con su naturaleza divina, porque ahora puede irradiar todo su esplendor sin ser
obstaculizado por su humanidad, que previamente había sido la causa de su
ocultamiento.
CAPÍTULO 5
Estados
1. ¿Qué es un estado y qué debe entenderse concretamente por los estados del
Mediador?
Un estado es la relación con el poder judicial dentro del cual uno se encuentra. Es
necesario comprender este concepto con precisión y distinguirlo claramente de cualquier otro
concepto. Sin una relación con un juez que determina un estado, no se puede hablar de un
estado. Una condición pecaminosa siempre puede concebirse como una cualidad inherente,
incluso si no hubiera Dios en el mundo, aunque, por supuesto, el pecado como condición
asumiría entonces un carácter distinto. Pero la culpa es completamente inconcebible sin un
Dios ante el cual uno es culpable. La culpa, pues, es un estado. Así pues, en su significado
original, un estado no es otra cosa que una condición imputada. La condición afecta al estado
ya que repercute sobre nosotros en el juicio de Dios. Cuando Dios toma nota de nuestra
condición y determina en consecuencia nuestra relación con su justicia, nos asigna un estado.
Así, cuando Dios creó a Adán puro, éste estaba en un estado de rectitud, y cuando hubo
pecado, el juicio de Dios lo trasladó a un estado de culpa. En ambos casos, el estado no era
otra cosa que la objetivación de su condición.
Ahora, sin embargo, dado que la culpa es un estado, es decir, una relación objetiva, Dios,
por gracia, ha podido permitir la transferencia del estado de una persona a otra, que se
convierte en un Fiador para él. Cuando se produce esta transferencia, entonces sucede que el
estado no sólo se distingue de la condición sino que tampoco están en consonancia. Este fue
el caso de Cristo el Fiador. Su estado, al menos el estado de humillación, el estado de ser
culpable por la imputación efectiva de Dios, le fue transferido de aquellos de los cuales se
convirtió en Fiador. Con respecto a su condición, Él era completamente perfecto y sin
pecado; con respecto a su estado, era completamente culpable y maldito. Y a la inversa, el
estado de justicia al que entró por la satisfacción que hizo se transfiere de Él a los creyentes,
por lo que, aunque estén en una condición pecaminosa, aun así, con respecto a su estado, se
presentan ante Dios como aquellos que están plenamente justificado.
Sin embargo, debemos ir un paso más allá. Puesto que el estado se origina en la condición,
también produce una condición. Quien está en un estado de culpa ante Dios debe, a menos
que ese estado le sea quitado, entrar en una condición de miseria. Y quien está en un estado
de justificación ante Dios debe entrar en una condición de salvación y glorificación. Por lo
tanto, se da el caso de que el estado, aunque debe distinguirse claramente de la condición,
todavía se usa a veces en referencia a una condición, pero sólo en la medida en que es una
consecuencia directa del estado que se refleja en ella. Cristo no estaba limitado al estado de
obligación por la culpa o el estado de justicia. Cada uno de ellos iba acompañado de su
correspondiente condición.
9. ¿De qué manera pueden reconciliarse estas dos verdades entre sí?
En primer lugar, debemos distinguir adecuadamente entre la naturaleza humana en
abstracto y la naturaleza humana en una forma determinada. Aunque la naturaleza humana,
tal como Cristo la posee después de su exaltación, está completamente impregnada del
resplandor de su deidad y se transforma en un órgano apropiado de revelación, aun así no fue
de hecho la naturaleza humana que Él adoptó en la encarnación. Ahora, de esto
indudablemente se puede sacar la conclusión de que la asunción de la naturaleza humana en
sí misma o en abstracto no necesita incluir la humillación. Pero entonces jamás puede
olvidarse que la naturaleza abstracta sin una especificidad nunca existe. Lo que Cristo asumió
fue nuestra naturaleza en una forma concreta, la forma del servicio, pero no una que ya se
hubiera debilitado por el pecado. El acto de la asunción en sí se produjo con el objeto de
hacer de esa naturaleza un instrumento de servicio, y eso ya era una humillación. Por el
contrario, en su estado exaltado, la naturaleza humana del Mediador es elevado a un grado
de gloria que va mucho más allá de la gloria del primer Adán y excede con mucho a la que
van a recibir los redimidos.
13. ¿Cuáles son las etapas del estado de humillación del Mediador?
Se resumen de manera distinta según los autores, sin que haya diferencias en lo esencial.
No ocurre lo mismo con las diferencias que existen entre reformados y luteranos en esta
cuestión, y a las que volveremos luego. Podemos resumir las etapas del estado de humillación
en orden de la siguiente manera:
a) Encarnación, incluido el nacimiento
b) Sujeción a la ley
c) Padecimiento de la muerte
d) Entierro
e) Descenso al infierno
22. ¿Podemos decir con precisión en qué consistió esta muerte eterna para el
Mediador y con qué sensaciones se manifestó?
Esta muerte eterna pertenece al sufrimiento extraordinario que padeció Cristo, y por eso
obviamente resulta inexplicable. Puesto que la naturaleza humana existió en Él de una
manera completamente singular, este sufrimiento también debió adoptar una forma
completamente única que no podemos imaginar para nosotros mismos. Tan sólo podemos
hacer las siguientes observaciones:
a) Esta muerte eterna fue sin duda el equivalente exacto a lo que el pecador mismo
tendrá que pagarle a Dios si es castigado personalmente, pero en su naturaleza no es
lo mismo. Si, tal como hace Witsius, suponemos que hay cuatro elementos en el
castigo eterno de los perdidos: (1) privación del amor divino, (2) sentido de la ira
divina, (3) el gusano de la conciencia y (4) desesperación, entonces parece que al
menos los dos últimos no se le pueden atribuir a Cristo.
b) La muerte eterna tampoco consiste en que cesara la unión personal entre el Logos y
su naturaleza humana. Esta unión no se puede romper, y si se rompiera, habría hecho
que toda la obra de redención se desmoronara.
c) La muerte eterna tampoco puede consistir en que la deidad del Señor fuera
abandonada por el Padre. El vínculo entre las tres personas del Ser Divino no es
susceptible de ser roto o interrumpido.
d) Eso también significa que la muerte eterna no puede ser que el amor del Padre y su
divino beneplácito le fueran retirados a la persona del Mediador. Justo cuando bebió
el trago más amargo de esta muerte en obediencia y sufrimiento, fue por esa razón un
objeto del mayor beneplácito para Dios, un sacrificio de aroma fragante para el Señor.
Witsius dice al respecto: “Ser el Hijo amado de Dios y, al mismo tiempo, cargar con
la ira de Dios no son cosas tan contradictorias que no puedan coincidir. Porque como
Hijo, como el Santo, que obedeció al Padre en todas las cosas, siempre fue el amado;
sí, más que nunca, cuando fue obediente hasta la muerte de la cruz, porque esto fue
tan agradable al Padre que lo elevó al más alto grado de honor (Flp 2:9). Aunque
cargado con nuestros pecados, sintió que la ira de Dios ardía, no contra sí mismo, sino
contra nuestro pecado, que había tomado sobre sí mismo”. Dicho de otra manera,
incluso en el momento en que murió una muerte eterna, no se permitió que su
obediencia activa se separara de su obediencia pasiva, y por la primera Él todavía
seguía siendo el objeto del beneplácito de Dios.
e) Positivamente, se puede decir que la muerte eterna se manifestó para la conciencia
humana de Cristo en el sentimiento de ser abandonado por Dios. Dado que ahora, sin
embargo, la persona para la naturaleza humana era el Hijo de Dios, esta conciencia
no podía ser real si la humanidad no se hubiera visto privada momentáneamente del
consuelo consciente que había para ella en esta unidad personal con Dios. Así que
por un momento perdió la conciencia del amor divino, sintió la ira divina completa y
clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” [Mt 27:46]. Aun así, no
había un elemento de desesperación en esto, pues de haber sido así ya no podríamos
explicar el “Dios mío”. Alguien que estuviera perdido clamaría “¡Oh Dios!”. Además,
el “por qué” no puede tomarse como una indicación de ignorancia, ya que el valor del
sufrimiento reside precisamente en el hecho de que Cristo sabía por qué estaba
abandonado de esta manera. Owen dice: “Estas palabras expresan admiración, no
ignorancia, incredulidad o queja. Cristo sabía muy bien por qué era abandonado en
esta hora y tenía fe y confianza perfectas en su Padre … Pero quedó anonadado y
mudo en la experiencia de su indescriptible angustia”.
25. ¿La Escritura nos presenta también la cruz del Mediador bajo otros
prismas?
Sí. Aunque lo que se ha dicho es el punto principal, la cruz aparece aquí y allá bajo uno
u otro aspecto.
a) Ser subido a la cruz era el símbolo de elevación por encima de los límites estrechos
del particularismo judío. Mediante la cruz se pone fin a la dispensación de la ley
ceremonial. A partir de ahora, la salvación llega a judíos y gentiles por igual. La
ascensión del Señor tuvo el mismo significado, ya que, exaltado sobre todo, Él es el
salvador de todos los creyentes. Así que de forma muy significativa, la Sagrada
Escritura une a los dos —la crucifixión y la ascensión— para, bajo este punto de vista,
postularlos como en principio la misma exaltación; Juan 12:32–33, “Y yo, cuando
sea levantado de la tierra (en la cruz y por la ascensión), atraeré a todos los hombres
hacia mí (es decir, todo tipo de hombres)”. Habría que tener presente que esta
declaración fue pronunciada cuando ciertos griegos deseaban ver al Señor (vv. 20–
21). “Dijo esto dando a entender de qué manera iba a morir” [v. 33]. Un pensamiento
similar está presente en Hebreos 13:12–13, “Por lo cual Jesús también … ha sufrido
fuera de la puerta. Salgamos, pues, a Él fuera del campamento, llevando su vituperio”.
b) Ser clavado en la cruz también era una exhibición pública, no sólo como un castigo
divino (algo que ya se ha señalado antes) sino simultáneamente como un acto
liberador. El pecado enmascara su verdadero carácter. Dios lo muestra con todas sus
terribles consecuencias. Comienza su dominio con una mentira. Dios comienza su
triunfo sobre él manteniendo la verdad. Para esta visión de la cruz, compárese Juan
3:14–15; Romanos 3:25 (“A quien Dios ha mostrado”); Colosenses 2:15 (“Habiendo
desarmado a las autoridades y los poderes, los ha expuesto públicamente y al hacerlo,
ha triunfado sobre ellos”).
26. ¿Surgió de la conducta del propio Cristo que su muerte debía tener lugar
de esa manera?
Sí, porque Él explicó explícitamente que, mientras todas estas circunstancias no fueran
todavía un hecho y algo apropiado para los sacramentos, su hora aún no había llegado. Por
consiguiente, no era irrelevante cómo y cuándo muriera. Tenía un tiempo, una hora en
particular. La crucifixión fue predicha junto con lo que la precedió y pertenecía a ella. Así
ocurrió con la flagelación (Is 50:6; 53:5); que lo desvistieran (Sal 22:18); la crucifixión con
la perforación de manos y pies (cf. vv. 16–17).
28. ¿Cómo se compadece esta visión con el grito del Salvador desde la cruz:
τετέλεσται, “Consumado es”?
a) Se ha observado con razón que este grito no puede entenderse como si excluyera
estrictamente todo sufrimiento y toda humillación posteriores. Si esto fuera así,
llegaríamos a la absurda posición de que entregar el espíritu, morir realmente, no
formaba parte de su sufrimiento. Cuando el Salvador gritó como lo hizo, aún no había
muerto, ya que poco antes de su muerte todavía clamó a gran voz. El grito es, por
tanto, un grito de esperanza. Después de haber entregado su espíritu y haber cerrado
su boca, ya no podía hablar, así que habló de antemano, sin desear excluir el
sufrimiento de la muerte temporal y la deshonra del entierro.
b) Lo que se terminó no fue todo el sufrimiento de la humillación sino cargar
activamente con el activo. La palabra “consumado” ya incluye eso en sí mismo. Lo
que ocurrió después de esta consumación fue más algo que le sucedió al Mediador
que algo que Él mismo hizo. Él entregó su espíritu en manos del Padre, es decir,
renunció al control de su cuerpo. Pasara lo que pasara ahora con el cadáver inerte, el
alma ya no sentiría en y a través del cuerpo.
29. Con la muerte del Salvador, ¿hubo una separación entre su persona divina
y su cuerpo?
No; su deidad permanece unida tanto al alma separada como al cuerpo enterrado. Así que
lo que ocurrió con su cuerpo en la humillación se atribuye también a la persona del Mediador.
30. ¿Nos presenta la propia Escritura el entierro del Salvador bajo este prisma
(como una humillación)?
Sí. El Salvador mismo ha presentado su resurrección después de una estancia de tres días
y tres noches en el corazón de la tierra como un signo similar al de Jonás el profeta. Ahora,
en cuanto a Jonás hay que hacer consideraciones:
a) Una estadía en vida dentro del pez. Si bien fue tragado, no por ello pereció. Del mismo
modo, el Señor indudablemente fue tragado por la muerte, pero aun así no pereció a
causa de ello. No vio corrupción en la tumba [Hechos 2:27].
b) Al mismo tiempo, fue una liberación para Jonás y para el Mediador cuando fueron
liberados de su mazmorra. Si aquí no hubiera liberación, no habría señal.
Es cierto que, como en muchos otros casos, aquí también el tipo está por debajo del
antitipo; porque Jonás no estaba realmente muerto, sino sólo como si estuviera muerto y
enterrado, mientras que para el Salvador el entierro fue, de hecho, el sello sobre su muerte y
su realización.
35. ¿Cuántos puntos de vista hay en relación con el significado de este artículo
de fe?
Cinco (y algunos más):
a) El punto de vista católico romano. Cuando su alma fue separada del cuerpo, en esta
alma Cristo fue al limbus patrum, es decir, la región fronteriza de los Padres, el lugar
donde se encuentran las almas que habían muerto anteriormente. El propósito de su
aparición en este lugar era llevar estas almas al cielo. El lugar de gloria no podía estar
abierto para ellos anteriormente porque los verdaderos sacramentos cristianos, que en
realidad son los que comunican la gracia, no estaban presentes en el viejo orden. En
ese momento no había una salvación genuina y perfecta, y esa falta fue suplida por el
acto salvífico de Cristo.
b) El punto de vista luterano. En la Fórmula de Concordia, esto se describe de la
siguiente manera (artículo IX):
“Ha surgido una disputa entre aquellos que se han adherido a la Confesión de
Augsburgo con respecto a este artículo: ¿Cuándo y cómo descendió al infierno
nuestro Señor Jesucristo, tal como enseña nuestra fe católica? ¿Fue esto antes o
después de su muerte? Además, se ha preguntado si descendió sólo según su alma, o
sólo de acuerdo con su deidad, o si en realidad lo hizo en cuerpo y alma, y si esto
ocurrió espiritual o corporalmente. Además, se ha discutido si este artículo debería
reconocerse como perteneciente al sufrimiento o al glorioso triunfo de Cristo. Pero
ya que este artículo, al igual que el precedente, no puede ser comprendido por medio
de los sentidos y la razón, sino que tiene que ser aceptado por la fe, es nuestra opinión
unánime que no se le debe hacer objeto de discusiones, sino que sencillamente
debemos creerlo y enseñarlo de la manera más simple que podamos. En este sentido,
sigamos las enseñanzas piadosas del Dr. Lutero, quien en su sermón en Torgau en
1533 ha desarrollado este artículo de la manera más piadosa, cortando de raíz todas
las preguntas curiosas y despertando a todos los cristianos a la simplicidad piadosa
de la fe. Porque debería ser suficiente para nosotros saber que Cristo descendió al
infierno, destruyó el infierno para todos los creyentes, y que por Él somos arrebatados
del poder de la muerte y del diablo, de la condenación eterna e incluso de las fauces
del infierno. Pero de qué manera han sucedido estas cosas, no preguntemos sobre eso
con curiosidad, sino más bien esperemos al conocimiento de estas cosas en otro
mundo, donde no sólo se aclarará ese misterio sino también muchas otras cosas, cosas
que aquí simplemente debemos creer, cosas que están más allá del alcance de nuestra
razón ciega”.
Todo esto sigue sonando muy modesto. En realidad, sin embargo, a lo que se refiere
es a un “movimiento real y sobrenatural” de Cristo, “mediante el cual, habiéndose
liberado de los grilletes de la muerte y habiendo vuelto a estar vivo, fue con toda su
persona al inframundo para mostrarse a los espíritus malignos y a los seres humanos
condenados como vencedor sobre la muerte” (Hollaz). Cristo también predicó en el
infierno, pero no fue la predicación del evangelio de salvación, sino más bien una
predicación legalista de condenación.
c) El punto de vista de Aepinus (1499–1553) y otros. Según Aepinus, Cristo había
viajado al infierno real y localmente para soportar allí los castigos infernales en
nuestro lugar. Este descenso hacía referencia únicamente a su alma, ya que también,
en ese caso, los luteranos ortodoxos no parecen querer negar que el cuerpo de Cristo
permaneciera en la tumba. Con Aepinus, el descenso al infierno en el sentido más
estricto se incluye en la humillación.
d) El punto de vista de Ebrard, Schenkel y muchos teólogos recientes. Estos sostienen
que Cristo fue al Seol a predicar el evangelio allí, no en el sentido luterano de una
predicación de maldición, sino con el objetivo de convertir a los habitantes del Seol.
Seol ( ;ׁשאֹולgriego ᾅδης) no es el infierno como el lugar de la condenación final,
sino el mundo de los muertos en el que los creyentes del Antiguo Testamento se
reunieron con paganos e incrédulos de Israel tras su muerte y en el que ahora se
encuentran los paganos muertos junto con los incrédulos que mueren entre cristianos.
En la actualidad, la doctrina de la llamada probación después de la muerte se expresa
en esta explicación del descensus.
e) La opinión entre los reformados que explica el descensus como la infernal angustia
que Cristo ha sufrido en su alma, especialmente en Getsemaní y en la cruz, cuando se
sintió abandonado por el Padre. Así lo expresan nuestro Catecismo [de Heidelberg],
pregunta 44; Calvino, Institución, 2:16, 8–12; Wolleb, Bucanus, Wendelin, Burman,
Boecio, Picket y Polanus; más recientemente el Dr. Kuyper, quien también da su
propia explicación sobre el orden de los artículos en el credo. Que el descenso al
infierno se produce después de la muerte y el entierro tiene su base, según el Dr.
Kuyper, en que la muerte eterna sigue a la muerte temporal y el entierro de los
perdidos. Lo que Cristo ha hecho por nosotros se resume aquí en la misma secuencia
que habría tenido lugar si hubiéramos tenido que soportarlo personalmente.
f) La opinión entre los reformados que explica el descenso al infierno como una
expresión enérgica del hecho de que tanto en el cuerpo como en el alma Cristo se
encontró en el estado de muerte. Que descendió al infierno simplemente significa
afirmar que entró plenamente en el estado de muerte. El Catecismo Mayor de
Westminster, 50 pregunta: “¿En qué consistió la humillación de Cristo después de su
muerte?” Y responde: “La humillación de Cristo después de su muerte consistió en
ser enterrado y continuar en el estado de muerte y bajo el poder de la muerte hasta el
tercer día; lo que ha sido expresado otras veces en estas palabras: Descendió al
infierno”. Charles Hodge (Teología Sistemática, 2:616–17) defiende este punto de
vista apelando a la derivación de la palabra inglesa “hell” del griego ᾅδης, que
significa “lo que es invisible”, “lo que está cubierto”, así como también explicando
la inserción de este artículo en el credo a partir de un intento de arrojar más luz sobre
el artículo acerca del entierro. Según A. A. Hodge, el artículo no pretende decir nada
más que el hecho de que Cristo realmente murió: “Crucificado, muerto, sepultado,
¡muerto y bien muerto!”
g) En muchos teólogos reformados nos encontramos con una combinación de los puntos
de vista cinco y seis. Permiten que el descenso al infierno, que concierne a la persona
del Mediador, se aplique en parte al cuerpo y en parte al alma. Eso significa que en
su cuerpo el Mediador permaneció en el Seol de la tierra y en su alma sufrió dolores
infernales. Así lo piensan Olevianus, Witsius, Mastricht y muchos otros.
39. Entonces, si no hay motivos para creer en un descenso local, ¿hay también
objeciones de peso contra esta idea?
Sí.
a) Todos los actos mediadores son ejecutados por Cristo como Dios hombre, de modo
que ambas naturalezas actúan conjuntamente, cada una a su propia manera, y no
media naturaleza, sino la naturaleza humana según el cuerpo y el alma. Si decimos
que el entierro del Salvador fue una parte esencial de su humillación, entonces
incluimos en ella tanto el alma como el cuerpo. Estaban separados el uno del otro, y
la deshonra y la anormalidad de esa condición iban adosadas a ambos. Si
mantuviéramos lo contrario, que Cristo fue con su alma al Hades mientras su cuerpo
permanecía reposando en la tumba, entonces este sería un acto mediador en el cual
participaría sólo la mitad de la naturaleza humana, algo que no tendría parangón
alguno. No tenemos que ir tan lejos, como hacen algunos teólogos reformados, y
afirmar que en tal estado de separación, Cristo no era hombre (Burman, Wendelin, et
al.). Sin embargo, lo que sí podemos decir con seguridad es que en este estado de
separación, el alma no estaba capacitada para llevar a cabo el tipo de acto mediador
que debe ser este descensus.
b) Se ha señalado con razón que el tiempo en que Cristo todavía estaba bajo la atadura
de la muerte no era el momento apropiado para celebrar un triunfo sobre el infierno
y el diablo. El aguijón de la muerte y la victoria del infierno fueron eliminados por la
resurrección del Mediador, y sólo alguien que ha triunfado por completo celebra su
marcha de la victoria. Así pues, la Escritura también lo presenta de tal manera que la
resurrección del Señor fue su victoria sobre los poderes destructores. Mientras
permaneció tendido en la tumba, todavía parecía que el maligno realmente lo había
llevado a su oscuro lugar de residencia. Con la resurrección, la gloria de Dios
descendió con los ángeles a la tumba. Cristo ha llevado cautiva la cautividad cuando
ascendió a las alturas. Cuando resucitó de los muertos, era evidente que la tumba no
podía retenerlo.
c) Antes de su muerte, Cristo encomendó su espíritu en las manos del Padre. Eso es más
que una forma de decir que murió. Significaba que la condición de Su [cuerpo y alma]
se separaba como una condición de pasividad relativa. Allí donde previamente había
habido sufrimiento activo, ahora venía más bien un descanso y una resignación, en
las manos del Padre, en lo que todavía debía seguir de la humillación. El descenso al
infierno no concuerda con este carácter pasivo. El primero nos presenta al Mediador
activo y ocupado, triunfando sobre las profundidades del universo y alcanzando con
su poder a los abismos más lejanos del mundo. Cristo le prometió al asesino que
estaría con Él en el paraíso, y que eso ciertamente tendría lugar “hoy”. Si el alma de
Cristo pues …
40. ¿Hay suficientes razones para calificar el sufrimiento tan severo que
padeció Cristo con la designación de “descenso al infierno”?
Sí, la Escritura a veces habla de un sufrimiento extremadamente severo como un
sufrimiento propio del Seol, del estado de los muertos: Salmo 18:5, “Las ligaduras del
infierno me rodearon, me tendieron lazos de muerte”; Salmo 116:3, “Me rodearon las
ligaduras de muerte, me atraparon las angustias del infierno”; Salmo 88:6, “Me has puesto
en el hoyo profundo, en tinieblas, en lugares profundos”. Salmo 30:3, “SEÑOR, has sacado
mi alma del infierno”. La palabra ְׁשאול, traducida aquí como “infierno”, puede tener dos
significados en hebreo: (1) El estado de la muerte en general con lo que lleva aparejado; (2)
el lugar de tormento. Ahora bien, podría decirse que en los pasajes aquí citados, la palabra
tiene el primer sentido, que por lo tanto no se menciona el “infierno” en el sentido habitual,
y que a partir de él sólo podemos inferir el derecho a hablar de dolores severos como un
descenso a la muerte. Sin embargo, entonces pasaríamos por alto que las Escrituras, al elegir
la misma palabra para estos dos conceptos, ha tratado erróneamente de enseñar que la tumba
del pecador es una puerta del infierno. El estado de muerte y de tormento guardan una muy
estrecha relación entre sí. Ahora bien, dado que de hecho se dice de Cristo que fue afligido
hasta la muerte, no nos salimos en absoluto de los límites del uso bíblico si describimos los
dolores de la muerte eterna como un descenso al infierno. Y eso, finalmente, es también lo
que el apóstol quiere decir cuando habla de las “partes más bajas de la tierra” (Ef 4:9). El
“sepulcro” se toma allí como una imagen de la humillación más profunda. Coincidimos con
la opinión de los reformados que entienden el descenso al infierno como la angustia de la
muerte eterna. Aun así, no deseamos mantener que la expresión tiene originalmente este
sentido en el credo, ya que esto no puede demostrarse.
41. ¿Han considerado todos los teólogos dentro del campo reformado el
entierro y el hecho de estar sepultado como una parte del estado de
humillación?
No, algunos han vacilado en este punto. Bucanus, por ejemplo, dice que se puede atribuir
el estar enterrado tanto a la exaltación como a la humillación. El motivo de esta vacilación
radica en una concepción poco clara de lo que era la exaltación del Mediador. Si ésta se
concibe de manera totalmente negativa como una eliminación de la miseria que acompañó a
su humillación, entonces, de hecho, hay razones para afirmar que la tumba fue la entrada a
su exaltación. En cuanto a los creyentes, el estado de separación es una postergación del
estado de corrupción que aquí les aflige, así que para el Salvador el entierro de su cuerpo fue
una postergación del tabernáculo defectuoso en el que había morado aquí. No sabemos si la
recreación del cuerpo corruptible en uno incorruptible comenzó a existir en el momento de
la resurrección o ya existía antes.
La analogía nos hace esperar lo primero. Aun así, sobre la base del Salmo 16:10,
generalmente se supone que el cuerpo de Cristo no vio corrupción ni fue entregado a la
descomposición. Por lo tanto, debe haber habido un poder milagroso que lo preservara de la
descomposición y, de ese modo, también lo preparara para la glorificación de la hora de la
resurrección. Con esta preparación se liberó, en cierto sentido, de su inclinación natural a
descomponerse, y es ese pensamiento el que ha obligado a algunos a incluir el sepulcro con
la exaltación, o al menos a ubicarla entre los dos estados. Pero la eliminación de lo corruptible
aún no es exaltación; la liberación de la debilidad todavía no es ser dotado de gloria. Por lo
tanto, trazamos la línea entre la humillación y la exaltación con la resurrección del Señor.
42. ¿Qué diferencia a la noción luterana del estado de humillación de la de los
reformados?
a) Con respecto a este asunto, los luteranos sostienen que ésta debe buscarse en la
naturaleza humana. Los atributos divinos le fueron comunicados por la encarnación,
y por el acto de autohumillación se ha despojado de su uso (Chemnitz) o de su uso
público (los suabianos).
Los reformados sostienen que el sujeto del acto de humillación es la persona divina
como la persona del Mediador, aunque la humanidad naturalmente fue el medio para
eso, la naturaleza en la cual tuvo lugar la humillación. Hay que tener esto muy
presente, ya que los reformados tampoco negaron que la condición de miseria
relacionada con el estado de humillación sólo pudiera ocurrir en la naturaleza
humana, porque la naturaleza divina es inmutable. Lo que sí niegan los reformados,
por el contrario, es (1) que la humanidad pueda despojarse de algo que le pertenece
como un atributo divino comunicado; (2) que la encarnación en sí misma, dado que
habría ido acompañada de la comunicación de los atributos divinos a la naturaleza
humana, no habría sido una humillación sino una exaltación para el Mediador.
Según los luteranos, hay dos actos distintos, no solo lógicamente sino también en
realidad: la asunción de la naturaleza humana, de la cual el sujeto es el Hijo de Dios
y que no incluye la humillación, y la renuncia al uso o al uso público de los atributos
divinos, de los cuales la naturaleza humana es el sujeto y en lo que consiste la
humillación.
Según los reformados, estos son sólo dos caras del mismo acto, aunque se da el caso
de que es posible distinguirlos lógicamente. Para los luteranos, la humillación
comienza con la concepción. Por lo tanto, distinguen también entre asumir la
naturaleza humana y la concepción, y se acercan bastante a la enseñanza de la
preexistencia de la naturaleza humana. El Logos ya encarnado se sometió a la
concepción en el vientre de María. Ni que decir tiene que “la concepción de una
persona ya encarnada” es una contradictio in adjecto [una contradicción en términos].
b) Los luteranos también discrepan en el concepto de la humillación en sí. Al menos
algunos teólogos luteranos enseñan que la humillación fue una ocultación del uso y
no una abolición del uso. Aquí la humillación desaparece en una ocultación. Consiste
en una apariencia que no concuerda con la realidad.
c) El tercer punto de desencuentro tiene que ver con la duración de la humillación. Como
ya se ha visto, para los luteranos ésta se extiende sólo hasta el entierro, ya que esto en
sí mismo y el descenso al infierno, que tuvo lugar al momento de ser sepultado, están
incluidos en la exaltación.
Muchos teólogos luteranos han afirmado el descenso al infierno tanto en sentido
figurado como local.
46. ¿Estos dos elementos se acompañan mutuamente en todas las etapas del
estado de exaltación?
Sí; cada etapa tiene una importancia que se aplica tanto a un elemento como al otro.
Cuando Cristo resucitó de entre los muertos, esto fue a la vez un hecho que tuvo importancia
judicial y un acto de Dios que provocó una poderosa inversión en su naturaleza humana.
Cuando fue al cielo, también estuvo involucrada una declaración de Dios en la esfera judicial,
y al mismo tiempo debemos pensar que la ascensión del Señor supuso un cambio constante
para su humanidad como consecuencia. Además de su exaltación judicial, no se puede
suponer una verdadera glorificación para el Mediador, sólo para su regreso para juzgar y
ocupar su lugar a la diestra de Dios.
50. ¿Se nos enseña algo más acerca de la naturaleza del cuerpo resucitado del
Señor?
Sí. En general, podemos decir que tiene la naturaleza de todos los cuerpos resucitados,
que el apóstol describe en 1 Cor 15:42–49. Allí se enseña acerca del cuerpo de la resurrección
que es incorruptible (ἐν ἀφθαρσίᾳ), glorioso (ἐν δόξῃ), poderoso (ἐν δυνάμει), espiritual
(πνευματικόν). Aquí, en primer lugar, se habla del cuerpo resucitado de los creyentes, pero
éste será como el cuerpo glorificado de Cristo (cf. Flp 3:21). Los primeros tres predicados se
refieren a la antítesis del cuerpo en el entierro. En ese momento, se abandona a la disolución
(ἐν φθορᾷ); como cadáver es antiestético (ἐν ἀτιμίᾳ); al estar muerto es débil (ἐν ἀσθενείᾳ).
La cuarta antítesis se remonta más allá, a la vida anterior al entierro. En contraste con el
σῶμα πνευματικόν se encuentra el σῶμα ψυχικόν: “Hay un cuerpo natural y hay un cuerpo
espiritual”. Para entender correctamente esta antítesis, deberemos tomar en consideración
que aquí Pablo, frente a “espiritual” no habla de “carnal” sino de “natural”. Un cuerpo carnal
es un cuerpo que se convierte en pecado para quien lo posee; por su parte, un cuerpo natural
no es un cuerpo de pecado. Un cuerpo carnal lleva la semilla de la muerte dentro de sí; un
cuerpo natural todavía no es mortal en sí, así que debe morir. De acuerdo con esto está el
hecho de que el cuerpo natural no se origina con la entrada del pecado sino que tiene su
origen en la creación, “El primer hombre, Adán, se ha convertido en un alma viviente (εἰς
ψυκὴν ζῶσαν), el último Adán, en un Espíritu vivificante”. Con eso se hace referencia al
relato de la creación, Génesis 2:7, “Y sopló en su nariz aliento de vida, así que el hombre se
convirtió en un alma viviente”. Así que, aparentemente, tres cuerpos son posibles: un cuerpo
natural, otro carnal y otro espiritual. El natural, el cuerpo psíquico [psuchikov] se convierte
en un cuerpo carnal tan pronto como el hombre peca. El cuerpo carnal se convierte en un
cuerpo espiritual en la resurrección de los muertos.
Todavía no se ha respondido a la pregunta de por qué el apóstol distinguió entre el cuerpo
que poseía Adán y el cuerpo resucitado de Cristo específicamente con los términos “natural”
y “espiritual”. El cuerpo psíquico, natural, es así porque deriva su vida orgánica de la psuchē,
del alma del hombre, y por lo tanto ciertamente posee vida, pero no la vida inmutable e
irrevocable, que en última instancia siempre descansa en la morada del Espíritu de Dios como
el principio de la vida eterna. Ahora, en el estado de rectitud Adán poseía una vida eterna e
irrevocable tan pequeña en su alma como en su cuerpo. En eso consistía la naturaleza psíquica
de su cuerpo. Antes de su resurrección, Cristo poseía ese mismo cuerpo psíquico y en él,
además, llevaba la semilla de la muerte, por la que recibió una cierta semejanza con el cuerpo
carnal. En contraste, después de su resurrección, su naturaleza humana participó en la
vivificación completa del Espíritu, y no como un beneficio otorgado sino como su propia
posesión; el Espíritu le fue dado por completo y moró en él. En relación con eso, su cuerpo
también recibió una vida imperturbable e incorruptible. Estaba impregnado del poder del
Espíritu y, por lo tanto, el material del que se componía recibió una cualidad superior, de
modo que ya no puede llamarse carne y sangre, sin dejar de ser material. Un cuerpo inmaterial
es una contradictio in adjecto; un cuerpo espiritual es un concepto posible. Que el cuerpo
espiritual ya no es de carne y hueso se desprende de [1 Cor 15] versículo 50: “Pero yo digo
esto, hermanos, que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, y lo corruptible
no puede heredar lo incorruptible”. La carne y la sangre de las que estaba compuesto el
cuerpo de Adán eran vulnerables a la corrupción y la disolución, que todavía es algo
completamente distinto a afirmar que debe sufrir corrupción. Corruptible aquí es un contraste
contradictorio con ya no corruptible, completamente incorruptible. Además, el hecho de que
Él sea “Espíritu vivificante” (v. 45 es una consecuencia de esta existencia espiritual del
cuerpo de Cristo. A través de la posesión del poder de la vida eterna, Cristo también podía
dar vida a otros y garantizar la resurrección de los cuerpos de los creyentes. Adán solo podía
ser llamado alma viviente, pero no podía comunicar la vida a los demás; Cristo hace esto
último y, por tanto, es un Espíritu vivificante.
Que la explicación dada aquí es correcta puede verse en lo que el apóstol agrega como
explicación adicional: “Lo espiritual no es primero, sino lo natural, luego lo espiritual” (v.
46). En el orden de Dios, el cuerpo que aún podría ser corrompido viene primero y sólo en
segundo lugar el cuerpo que ya no es vulnerable a la corrupción. Desde el principio, Adán
no debe ser colocado en el estado de inmutabilidad y de vida eterna. Aunque fue creado bien
del todo, sin que hubiera nada malo o ningún principio de muerte en él, aún aguardaba la
confirmación y finalización de su bienaventuranza, que estaba vinculada a la condición de
mantener el pacto de obras. Si hubiera pasado la prueba, se habría convertido en el primer y
segundo Adán en una sola persona. Pero el principio aún habría sido válido: “Primero lo
natural, luego lo espiritual”. Ahora que él cae, Cristo entra como el segundo Adán, y además
de restaurar lo que Adán había arruinado, también lo lleva a cabo gloriosamente allí donde
Adán falló. Él se convirtió en el progenitor, en la Cabeza del pacto del orden espiritual más
elevado de las cosas que deben surgir sobre la base del orden natural. Los cristianos llevan
su imagen en su re-creación, igual que llevan la imagen del primer Adán en su creación. “El
primer hombre es de la tierra, terrenal (ἐκ γῆς χοϊκός); el segundo hombre es del cielo” [v.
47]. En la medida en que el cuerpo de Adán fue tomado de la tierra y todavía no había sido
convertido en un cuerpo espiritual por el Espíritu Santo, también compartía los atributos de
los materiales terrenales. Estos serían naturalmente susceptibles al cambio. El cuerpo de
Adán no era tal que las influencias perturbadoras externas, si estuvieran presentes, no
hubieran tenido ningún efecto. No es así con el cuerpo del Salvador resucitado, al menos en
su glorificación consumada. Es incorruptible, y eso ciertamente porque un poder celestial, el
poder del Espíritu, lo ha afectado. Por lo tanto, el segundo hombre es ἐκ οὐρανοῦ, porque el
cielo es la esfera de las cosas inmutables e inamovibles, mientras que aquí en la tierra todo
se mueve y es móvil.
No se debe intercambiar lo que se dice aquí sobre el contraste entre ψυχικός y
πνευματικός con el significado ético de que la palabra ψυχικός tiene en 1 Corintios 2:14: “El
hombre natural no comprende las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son
locura”. Allí, el concepto de lo que es natural incluye en sí mismo la característica de la
pecaminosidad, algo que no parecía ser el caso en la perícopa recién explicada.
51. ¿Los hechos que se nos narran en los Evangelios concuerdan con esto?
Muestran en parte que realmente se había producido un cambio total en el cuerpo del
Señor.
a) No fue reconocido inmediatamente por aquellos con quienes había estado
íntimamente relacionado con anterioridad (Juan 20:15; Lucas 24:31; Juan 21:7).
b) De manera inexplicable apareció y desapareció, recorrió grandes distancias, atravesó
puertas cerradas (Juan 20:19; Lucas 24:36).
c) No reanudó una relación cercana con sus discípulos otra vez, sino que los mantuvo a
una distancia reverencial. Todo lo que hacía estaba rodeado de un halo de majestad
superior, como si viviera en una esfera más elevada y ya no fuera apto para vivir
dentro de la percepción sensorial habitual de este mundo. Esto sale a relucir tan
enfáticamente en los Evangelios que ha llevado a algunos a la extraña suposición de
que inmediatamente después de la resurrección del Señor Él moraba en el cielo, y que
cada aparición debe considerarse como un descenso, seguido inmediatamente de una
nueva ascensión.
Por otro lado, el cuerpo que el Señor poseía no coincidía por completo con el cuerpo
resucitado que nos describe Pablo en 1 Corintios 15. Jesús declaró que era carne y
hueso (Lucas 24:39), mientras que Pablo afirma expresamente que la carne y la sangre
no heredarán el reino de Dios [1 Cor 15:50]. En consecuencia, parece que aquí
debemos pensar en un estado intermedio que formó la transición a su humanidad
plenamente glorificada, tal como la posee en el cielo. Durante estos 40 días podía
comer, aunque no se puede suponer que tenía necesidad de comida. Agustín ha dicho
al respecto: “de una manera absorbe el agua la tierra sedienta, y de otra el rayo
ardiente del sol; aquélla, por necesidad; éste, por su fuerza”.
52. ¿Es el cuerpo de Cristo un cuerpo material que, como tal, está sujeto al
espacio?
Sí; debe ser material si realmente ha de seguir siendo un cuerpo. Y como material,
también debe estar sujeto a las limitaciones de la materia, circunscritas en el espacio. Las
condiciones para su movimiento a través del espacio diferirán considerablemente de las que
se aplican a nosotros, pero en principio la relación es la misma. No creemos como los
luteranos en una ubicuidad de la naturaleza humana, ni del alma ni del cuerpo. Tampoco
despreciamos la materia, como si en esta acechara en sí mismo un principio profano que debe
ser eliminado y purgado. La materia se puede glorificar de manera que la gloria divina la
impregne en cada punto y el Espíritu de Dios la rija por completo. Eso se cumple en la
resurrección de Cristo. Que su cuerpo es verdaderamente materia se aprecia en:
a) La analogía de la siembra y la cosecha elaborada por el apóstol en 1 Corintios 15.
Uno no siembra el cuerpo que llegará a ser, pero todavía hay una conexión orgánica
entre lo que se siembra y lo que se cosecha. Lo nuevo está presente en principio en lo
viejo; hay un hilo de identidad que llega hasta la cosecha. Así ocurre, también, en la
resurrección de los muertos. Es una recreación de lo viejo, no una destrucción del
mismo. No habría una conexión orgánica entre el cuerpo sepultado y el cuerpo
resucitado si estuvieran separados el uno del otro como material y no material.
b) Todas las apariciones de Cristo se dieron en forma espacial, por extraordinarias que
fueran en otros aspectos. Lo que es visible en forma espacial es material. Y esto se
aplica no sólo al tiempo anterior a su ascensión; también se aplica al tiempo posterior.
Él se apareció a Esteban, a Pablo y a Juan como visible en el espacio.
c) Si se apela a Mateo 22:30 para probar la inmaterialidad del cuerpo de la resurrección,
se está buscando el punto de comparación allí donde no se encuentra. Los que han
sido levantados son comparados con los ángeles porque ya no se casarán ni
procrearán, y porque están inmutablemente confirmados en su estado para siempre.
63. ¿Es esta exaltación una obra que Dios ejecuta, o el Mediador se exalta a sí
mismo?
Se puede afirmar con propiedad ambas cosas. Era naturalmente del Padre que ocupara
este lugar. La plenitud de poder que le fue delegada a Él era oficial (cf. Hechos 5:31, “Dios
lo ha exaltado a su diestra como Príncipe”; Heb 2:7). El Mediador también asumió
activamente ese poder y honor, se sentó y ha tomado asiento a la diestra de Dios. Cristo podía
ex pacto, en virtud del pacto, reclamar también esta exaltación: Salmo 2:8, “Pídeme, y te daré
por herencia las naciones, los confines de la tierra como tu posesión”; Isaías 53:12, “Por
tanto, yo le daré parte con los grandes … por cuanto derramó su vida hasta la muerte”.
64. ¿Qué es lo que distingue el sentarse a la diestra de Dios como una etapa de
la exaltación distinta a la ascensión?
La ascensión tenía una doble relevancia. En parte tenía una importancia independiente
como transición del Mediador de la esfera de la tierra a la esfera del cielo según su naturaleza
humana, y simultáneamente, el cambio de esta naturaleza. En parte era preparatorio para
sentarse a la diestra de Dios. El señorío y la majestad relacionados con esta última sólo podían
ejercerse en el cielo. Por estos motivos, es imposible hablar de la ascensión y resaltar su
significado sin traer consigo el reino de poder. Sin embargo, como una etapa distinta de
exaltación, la ascensión debe separarse claramente de la recepción del poder del reino, y
reservar la segunda para sentarse a la diestra.
69. ¿Consideran las Escrituras este regreso para juzgar como un gran punto
de inflexión junto con los pasos restantes de la exaltación?
Sí; Hebreos 6:1–2 dice: “No poniendo nuevamente el fundamento del arrepentimiento de
las obras muertas … de la resurrección de los muertos y el juicio eterno (κρίματος αἰωνίου)”.
Aquí la doctrina del juicio final se cuenta entre los artículos fundamentales de la fe.
70. ¿Con qué palabras señalan las Escrituras esta exaltación final de Cristo?
a) Lo denomina παρουσία, de παρεῖναι, “estar presente”. Sin embargo, parousia no sólo
significa “presencia”, sino “aparición para seguir presente de ahora en adelante”. La
ausencia y el distanciamiento que ahora todavía existen, luego cesarán. Ahora, de
acuerdo con su naturaleza divina, Cristo nunca ha estado ausente de su iglesia, sino
que está con ella hasta el fin del mundo. Por el contrario, según su humanidad,
ciertamente se ha ido. Mientras dure esta dispensación, existe una división entre la
iglesia militante y la triunfante, y sólo de la última puede decirse que tiene a Cristo
presente con ella en toda su extensión. Los creyentes en la tierra viven separados del
Señor y anhelan vivir con él. Cristo está en ellos y aun así esperan su venida. La obra
de su salvación aguarda a su finalización. Tienen las primicias del Espíritu y todavía
suspiran dentro de sí, esperando la adopción como hijos, la redención de sus cuerpos
(Rom 8:23). Esta impregnación actual de sus cuerpos con el Espíritu de Cristo, para
que estén con el Señor de acuerdo con su naturaleza material, coincide con la
aparición corporal del propio Cristo. Por lo tanto, Pablo afirma de modo bastante
llamativo (Flp 3:20–21): “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también
esperamos al Salvador, es decir, al Señor Jesucristo, quien cambiará nuestro humilde
cuerpo para que sea conformado a su cuerpo glorioso, de acuerdo con el poder con el
cual puede sujetar a sí mismo todas las cosas”. El cuerpo que descansa en la tierra es
una parte esencial del creyente, y sin embargo, siempre está separado del Señor
mientras Él no haya venido. Habiendo vuelto al polvo, yace en la periferia, en la
circunferencia más alejada del círculo de acción de la acción de recreación que
procede del Mediador. Es el último en su turno para ser renovado. Pero el poder de
Cristo alcanza círculos cada vez más amplios, y cuando finalmente todos los
creyentes sean reunidos, la obra mediante la cual Cristo puede someter todas las cosas
a sí mismo estará completa. Este acto final, sin embargo, debe verse aquí no en su
significado para los creyentes, sino en su significado para el Mediador mismo.
Completa su cuerpo, coloca la corona sobre su obra salvífica, lo sitúa como vencedor
sobre el último baluarte del pecado, trae a la muerte bajo sus pies. Pablo dice muy
claramente: “El último enemigo que será destruido es la muerte” [1 Cor 15:24].
Así que sin duda es un error limitar la importancia de esta última etapa de exaltación
al juicio. Es igualmente erróneo eliminar lo local y lo corporal de esta concepción del
regreso del Señor. La parte más importante de su significado radica precisamente en
glorificar la naturaleza material eliminando la separación local.
b) Otro término para esta etapa de la exaltación es φανερωσθεῖναι, “aparecer,
manifestarse”; ἀποκαλυπτέσθαι, “ser divulgado, revelado”: 1 Juan 2:28, “para que
cuando aparezca, tengamos confianza y no nos avergoncemos de Él en su futura
venida”. Aquí “sea revelado (o manifestado)” y “la futura venida” del Señor se
presentan como conceptos paralelos, uno al lado del otro: 2 Tesalonicenses 1:6–7,
“Por lo tanto, es justo que Dios pague con opresión a aquellos que os oprimen, alivio
con nosotros en la revelación del Señor Jesús del cielo con los ángeles de su poder”,
y el versículo 10, “cuando Él venga a ser glorificado en sus santos y ser admirado en
todos los que creen” (cf. 1 Pe 1:7). Finalmente, el término ἡμέρα τοῦ κυρίου, “día del
Señor”, tiene el mismo significado. Este es un día, pues, que estará completamente
entregado al Señor, cuyo significado se concentrará por completo en Él, el día en que
su justicia aparecerá y su gloria se abrirá paso como nunca antes (2 Tes 2:1–2).
Con estos tres términos, el regreso para juzgar se señala como una reivindicación
gloriosa de Cristo y los suyos a la vista de sus enemigos. A pesar de su ilimitado
poder regio, hasta ese día se le permitirá a una porción de criaturas oponerse a él y
dejar de apreciarlo. Muchos negarán que Él es glorificado y exaltado como la iglesia
militante cree que Él es glorificado y exaltado. Pero al final, su gloria será revelada
en una forma visible en la tierra, en la misma esfera en la que soportó su humillación
y vergüenza. A su nombre se doblará toda rodilla de los que están en el cielo, en la
tierra y debajo de la tierra, para gloria de Dios Padre (Flp 2:10–11). Él, que una vez
fue condenado por el mundo, juzgará a su vez el mundo, y, como es evidente en 2
Tesalonicenses 1:6–7, esta aparición comprenderá en sí misma, tanto para Él mismo
como para los creyentes, una satisfacción de su más profundo sentido de la justicia.
1
Gaffin, R., Jr. (2018). Prefacio. En R. Gómez (Trad.), Cristología (Vol. 3). Bellingham, WA: Editorial
Tesoro Bíblico; Lexham Press.