Nacionalismo, Patriotismo y Cuarta T

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Nacionalismo,

patriotismo y cuarta
transformación*

* Ensayo.
Tla-Melaua, Revista de Ciencias Sociales. Facultad de Derecho y Ciencias Sociales.
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México / e-issn: 2594-0716 / Nueva Época,
año 13, núm. 46, abril-septiembre 2019, pp. 266-288.

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Humberto Morales Moreno1

El patriotismo como fundación del Estado soberano

Para Cornelius Castoriadis, la institucionalización de la identidad consiste en


la organización simbólica y material de procesos y nodos, para dar cohesión,
controlar, vigilar y castigar —diría Michel Foucault— a un grupo social, dentro
del marco de influencia del Estado. En este sentido, problematizar el naciona-
lismo —aprendizaje social de un universo simbólico, un lenguaje referencial
ontológico y la formación de hábitos— pasa por situarnos comprensivamente en
una estatuomanía y el culto cívicos a personajes, sea en el campo de batalla,
en el liderazgo político o en la república de las letras.2 Así, coyuntura y azar
ejercieron mayor feracidad en el campo de las letras que las planificaciones
estratégicas o teleologías metafísicas forzadas a posteriori por los historiadores.
De tal modo, se acota la trama de pasados posibles (Habermas) al modelo de
Estado-nación, por selección arbitraria del poder político.
Para Laclau, en su ya clásica La razón populista (2005), el concepto de
“pueblo”, en el populismo, es una catácresis, término nominativo que no
puede referirse a nada en concreto porque pierde su valor ritual. En otras
palabras, es una sinécdoque que expresa la totalidad en su ambigüedad. De tal
forma, la praxis política está delimitada por el continuo vacío de significados.
Desde el siglo xviii, con gran nitidez, la historia se erigió en depositaria
de símbolos, arquitecta de representaciones, procreadora de ciudadanía. Al
examinar las reformas que el gobierno francés trató de introducir en la ense-
ñanza, Paul Janet concluía: “luego que existen instituciones, que los súbditos
se han convertido en ciudadanos, la historia del país y la de sus vecinos es
una parte indispensable del patriotismo”. La historia acudía fatalmente al
llamado del destino, más contra el pasado que a partir de él. De tal suerte, se
entiende patriotismo como acción de defensa identitaria de una comunidad
territorial identificada con el Estado moderno, el cual se constituye como
soberano ante la Constitución fundante.
Detonante de identidades, la memoria es el campo cultural lúdico en el
que interactúan perennemente función y depósito; consciente e inconsciente;
manifiesto y latente; unidad y alteridad; ausencia y presencia. La civilización

1
Profesor investigador en el Instituto de Ciencias de Gobierno y Desarrollo Estratégico de la Benemérita
Universidad Autónoma de Puebla, México. ([email protected]) orcid.org/0000-0001-6565-7175
2
Agulhon, Maurice, Historia Vagabunda, México, Instituto Mora, 1994.

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construida por emisores y transistores culturales socialmente diferenciados, con


un impacto distribuido inequitativamente —como lo sugiere Guy Debord en
La Sociedad del Espectáculo—, se sostiene por la interpretación del pasado desde
la heterogeneidad de los recuerdos. Éstos, a su vez, se sustentan en los medios
materiales, instituciones sociales relacionales y transmisiones simbólicas, por
los encuadramientos de la memoria. De tal forma, la civilización parte de los
discursos organizados en el capital cultural, los cuales se comparten en la
cotidianidad, en la escuela —con la información historiográfica—, la industria
del entretenimiento, los museos, la vía pública y la literatura.3 El referente
histórico de la memoria ya no es el acontecimiento vivido o transmitido, sino
su representación. Ésta es una gran victoria del patriotismo engendrado en
el fin de la Ilustración.
Incluso, debido a la magnitud del museo como espacio de enunciación,
tecnología de persuasión, institución reguladora de las políticas de conservación
del pasado y mediadora del gusto social, Luis Gerardo Morales ha lanzado a
la comunidad académica la propuesta de una memoria museográfica como
el conjunto de “la rememoración de lo recordado [anamnesis]; el duelo; el
pasado repasado; la conservación de objetos-signo [sean objetos-monumento
de uso ritual conmemorativo u objetos-huella que sirven al conocimiento his-
tórico] y la palabra absuelta (como ética de la comprensión histórica)”. Éstos
fijan la reminiscencia en un espacio sacralizado de imaginarios, a través de
fragmentos, tropos museísticos de una historia efectual que contienen en su
inmanencia una voluntad de trascender, “ese eco, aquello que aspira a expresar
su proyección más allá de la enunciación”.4

Disputas de representaciones hegemónicas en el


nacimiento del nacionalismo revolucionario en México

Después de todo, cualquier gobierno que aspire a disputar la hegemonía


de un régimen debe ser sensible a la utilización de la memoria, que “tiene
la función de asegurar la continuidad de valores y tradiciones arraigados
en el pasado”, de representaciones simbólicas operativizadas en un sistema
comunicativo, “ y que esa conciencia del pasado es, de hecho, la conciencia
de la sociedad sobre su propia continuidad y sobrevivencia”.5 Por tanto, es
la prueba de consistencia de un sistema que se pretende estable.

3
Pollak, Michael, Memoria, olvido, silencio. La producción social de identidades frente a situaciones límite, Argentina,
Ediciones Al Margen, 2006.
4
Morales Moreno, Luis Gerardo, Tendencias de la Museología en América Latina, México, inah - Encrym, 2015,
p. 127.
5
Pollock, John, “The Origins of Study of the Past: A Comparative Approach”, Comparative Studies in Society
and History, núm. 4, pp. 209-246.

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Las conmemoraciones, rituales seculares sacralizadores del tiempo cívico


y el espacio anónimo suspenden la mundanidad e instauran un presente
metafísico; actualizan un nosotros político: los hijos de la Revolución, los
mexicanos, la nación. El nacionalismo cultural crea consensos y esferas de
opinión pública que se establecen en lo que el joven Hegel proponía como
mecanismos intersubjetivos, basados en la interacción social de reconocimiento
mutuo. No obstante, Federico Navarrete, en México racista, ha denunciado
que el nacionalismo posrevolucionario enquistó en los mexicanos un statu
quo racista, lo cual, con la embestida neoliberal, se conjugó con el clasismo
soterrado. Esto es el pavor mexicano a la lucha de clases.
Desde el mejor proyecto, el nacionalismo cultural, imbuido en la globali-
zación, debe hacer frente a la ontología empresarial; estimular la creatividad.
Esto último es el conatus humano que le permite transformarse en y con los
otros, así como con su entorno (naturaleza, mundo, realidad “objetiva”),
mientras se encamina hacia el desarrollo pleno de sus potencialidades; a la
acción colectiva, tal como la definió Talcott Parsons.
Siguiendo a O’Gorman, el nacionalismo cultural trata de exponer cómo
pasados ajenos son, sin embargo, propios, restituyéndole a la nación sus
diversos pretéritos contradictorios y yuxtapuestos en un discurso cohesivo y
optimista. Los espacios consagrados a la memoria compartida y a la historia
nacional deben permitir que cada persona —que se atreva a indagar sobre
las posibilidades de la dinámica cultural dentro de su misma sociedad— esté
consciente de pertenecer a un ámbito ontológico de encuentro. Sin embargo,
este ámbito debe constituir la transvitalidad en cada persona, para asumir
nuestra propia contingencia, en plena libertad y dirección. El nuevo naciona-
lismo cultural ya no es patrimonio de Estado, sino que, en múltiples facetas,
deviene de estos reconocimientos primigenios impulsados, patrimonializados,
mise en valeur, por el mismo Estado, pero administrados como “herencia” por
los ciudadanos.

El siglo xix mexicano. Una arqueología de la primera


transformación

El amanecer de México al concierto de las naciones fue cruento, crudo, des-


carnado incluso. Las debacles internacionales, entre las guerras napoleónicas y
la guerra franco-prusiana, aparejadas a los embriagadores optimismos, como
el cuarentaicho romántico, se reflejaban dentro de nuestras inestables fronteras.
Los juegos de poder geopolíticos ponían en riesgo la soberanía de la precoz
nación, recuperando una fórmula de John Lynch.
La anhelada desubstancialización de los renuentes conceptos heredados
de la cultura jurídica indiana en las embestidas liberales, desde 1824 a 1833
hasta el proceso reformista de 1855-1873, fueron más una larga transición

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que realidad. La disputa por los proyectos de nación se tradujo en batallas


por lo simbólico, debido a que, en la modernidad, lo político ha sido instancia
instituyente de lo social, desplazando a Dios por sus remedos seculares (la
nación, la historia, la revolución, la razón positivista).
En los primeros años de vida independiente, se realizó la búsqueda de
una nación mexicana. Ésta, como resultado de una larga historia que tras-
cendía al periodo virreinal, hundiendo sus raíces en los referentes indígenas.
El nacionalismo mexicano tuvo sustento inicial en el patriotismo criollo, el
cual surgió en el siglo xviii como respuesta a los ataques de los filósofos ilus-
trados del mundo anglosajón y gálico, como Raynal, De Pauw y Robertson,
pues éstos crearon una serie de argumentos que degradaban el mérito de
los españoles en la conquista del Nuevo Mundo, además de minusvalorar al
continente americano y sus habitantes.
Dentro de los exponentes del nacionalismo, destaca Francisco Xavier
Clavijero, con su obra Historia antigua de Mexico (1781), donde demuestra el
orgullo de haber nacido en un lugar colmado de riquezas naturales y ben-
decido por la aparición de la madre de Dios, la virgen de Guadalupe, como
arquetipo de la guerra de imágenes en el accidentado proceso de occidenta-
lización de la América indoeuropea.
Autores como Edmundo O’Gorman, con Destierro de sombras (1986); Jacques
Lafaye, con Quetzalcóatl y Guadalupe: de la concience nationale au Mexique (1977),
y Francisco de la Rosa, con El guadalupanismo mexicano (1953), analizaron la
permanencia del fervor guadalupano entre los siglos xvi a xix. Éste fue estimu-
lado por los jesuitas e hizo eclosión ideológica con los planteamientos del fraile
dominico Servando Teresa de Mier, en su célebre sermón del 12 de diciembre
de 1794, así como el uso de la virgen de Guadalupe a modo de estandarte
durante la lucha por la independencia.
Tras la conclusión de la guerra de Independencia, los políticos mexicanos
asumieron el reto de edificar una pedagogía política, con la intención de
integrar al país en la “normalización cultural” del siglo xix. Se consideraron
como parte de una empresa colectiva para formar una identidad nacional,
donde las artes liberales y su difusión les ayudarían a consolidar su visión de
México. Pudieron organizarse con base en nuevas formas de sociabilidad,
que se mantendrían a lo largo del siglo xix: las logias, las tertulias y veladas
literarias, las sociedades y academias.
La historización del proceso de modernidad mexicano, desde la aparición
de la opinión pública, revela relaciones hegemónicas, nuevas influencias
educativas y continuidades sociales. El sitio de las miradas, de las pláticas, de
los intercambios materiales, comerciales y simbólicos en el siglo xix, al decir
de Pilar Gonzalvo en ¿Qué hacemos con Pedro Ciprés? (2018), instituyó,
desde lo cotidiano, un intento de nacionalismo cultural. Sin embargo, éste
se cocinó fuera de los moldes deseados, al fuego del atropellado devenir de

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los espacios públicos, sazonado por la acción comunicativa, victoria de la


esfera de lo público, en el sentido habermasiano:
Los encuentros y las modalidades más intelectuales y etéreas de la comu-
nicación y del intercambio de opiniones se producen en el espacio compartido
de las relaciones personales, del vecindario, del parentesco y de la pertenencia
a las mismas instituciones. El abstracto espacio público moderno es todavía
uno más de los espacios —muy reducido en muchos casos— en los que se
congregan, comunican y actúan los hombres.6
Todas estas formas de sociabilidad modernas fueron importantes para
la difusión y reflexión de ideas, doctrinas políticas y corrientes literarias
que se plasmaron en su escritura. La historia que escribieron los intelec-
tuales fue inminentemente política, de corte testimonial, para defender una
causa o “esclarecer la verdad”, discutiendo los enfoques y los juicios de los
autores que les precedieron. Por ejemplo, Zavala, en su Ensayo histórico de la
Revoluciones (1831), y Mora, con su Méjico y sus revoluciones (1836), buscaban
rebatir los juicios e inexactitudes que Bustamante presentaba en su Cuadro
histórico (1822). Años más tarde, José María Bocanegra escribiría Memorias
para la historia de México independiente (1862), en busca de la imparcialidad
que, a su juicio, no alcanzaron los textos de Bustamante, Zavala, Mora,
Alamán, entre otros.
Además, existió una disputa por el momento fundacional de la nueva
nación. Por ejemplo, Zavala y Mora, al tratar de desmarcarse del pasado
colonial, señalaron que el país se fundó con la Independencia. Mientras,
Alamán trató de exaltar la utilidad de las instituciones virreinales y recu-
perar la historia de la época colonial, para demostrar su importancia en la
formación de México.
Por otra parte, los héroes fueron también materia de disputa. Bustamante
intuyó la necesidad que la nueva nación tenía de crear sus propios símbolos,
sus propios héroes y cultos. Así, se asignó la tarea de ser el incansable surtidor
de nuevos símbolos nacionalistas. En sus obras, Cuadro histórico de la Revolución
mexicana y Diario histórico de México, así como en sus numerosos libros y publi-
caciones periodísticas, estableció el modelo de los panegíricos, celebraciones,
aniversarios y monumentos que más tarde habrían de recordar las hazañas
de los héroes de la patria y celebrar los actos fundadores de la nación.
A la lista de héroes de la insurgencia que creó Bustamante (Morelos,
Hidalgo, Allende, Aldama), se agregaron los nombres míticos de Moctezuma,
Cuauhtémoc, Netzahualcóyotl, Quetzalcóatl y muchos más, y, con éstos, se
formó un panteón entreverado de héroes indígenas e insurgentes.

6
Guerra, François-Xavier, Los espacios públicos en Iberoamérica: Ambigüedades y problemas. Siglos xviii-xix, México,
Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 6.

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Además, Alamán exigió el reconocimiento a Iturbide, argumentando


como mérito el tránsito pacífico del orden colonial a la nación independiente
y el reconocimiento del 27 de septiembre como la fecha en que México pudo
librarse del yugo español. No obstante, esta iniciativa se fue relegando con
el transcurso del siglo xix. Fue hasta la conmemoración del Bicentenario de
la Independencia que se volvió a discutir en la esfera pública la relevancia
de Iturbide en la historia de México.
Por otra parte, en el mismo periodo que se inauguró la primera república
federal de 1824, se configuró una pluralidad de “espacios públicos”, donde
se continuaron las discusiones en torno a la nación. La mayor parte de estas
áreas son fáciles de ubicar: la calle y la plaza, el Congreso y el Palacio, el café
y la imprenta. No se puede olvidar que, en los primeros años de vida inde-
pendiente, existió una estrecha colaboración entre el Estado mexicano y la
Iglesia católica para alcanzar la consolidación del nuevo proyecto de nación.
Las constante asistencia de las autoridades a las iglesias, la presencia de
fiestas nacionales religiosas en el calendario cívico, las innumerables rogati-
vas por causas públicas, la definición de imágenes religiosas en nacionales y
la aportación económica de la Iglesia para sostener al Gobierno formaron
parte de los esfuerzos por lograr el apuntalamiento de la nación cívica, entre
múltiples rituales cargados de simbolismo religioso.
Entre las décadas de 1830 a 1840, surgieron las academias y sociedades que
tenían un doble propósito: animar el intercambio de ideas e instruir al gran
público. Así, tuvo un papel fundamental La Academia de Letrán, fundada
en 1836 por José María Lacunza, Juan Nepomuceno Lacunza, Guillermo
Prieto y José Bernardo Couto. Su objetivo era formar una literatura nacional,
en palabras de Prieto, “tendencia decidida a mexicanizar la cultura, eman-
cipándola de toda otra y dándole carácter peculiar”.7
La Academia de Letrán funcionó de una manera similar a lo que hoy
llamaríamos taller literario; ofreció conferencias sobre gramática, poesía y
sus miembros reflexionaban sobre el objeto de las artes liberales. Otra aca-
demia que persiguió el mismo objetivo fue El Ateneo Mexicano, fundado
en 1840. Éste tenía la intención de proporcionar cátedra a todos aquellos
interesados en la ciencia y el arte. En este grupo, colaboraron personalidades
muy importantes de la primera mitad del siglo xix, como Andrés Quintana
Roo, Mariano Otero y Lucas Alamán.
Por otra parte, la prensa fue un espacio privilegiado de debate sobre
los problemas nacionales, denuncia al gobierno y acción pedagógica. Se
desarrolló la polémica entre los grupos políticos, se divulgó la caricatura
política, se dieron las cátedras sobre nociones constitucionales. Además, ahí
se publicaban las novelas por entregas, los cuadros de costumbres y diversos

7
Campos, Marco Antonio, “La Academia de Letrán”, Literatura Mexicana, México, unam, 1997, p. 572.

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cuentos. Entre las publicaciones más destacadas están El Museo Mexicano,


dirigido por Guillermo Prieto y Manuel Payno, y El Liceo Mexicano, en el cual
participaron Agustín A. Franco, Luis Martínez de Castro, Joaquín Navarro
y Ramón Isaac Alcaraz.
En lo esencial, gracias a los miembros de la Academia de Letrán, los años
cuarenta fueron una magnífica década de ediciones periódicas. Ellas fueron
la base de las publicaciones literarias, e incluso de un diario como El Siglo
Diez y Nueve, que se fundó en 1841 y duró hasta 1896. No menos importante
fue el papel de El Universal, publicación que incitó a recuperar los valores
de la religión e impulsó otra forma de gobierno: un proyecto monárquico.
Todo ello, en el contexto de la segunda república, la de las siete leyes de 1836.
Este efímero experimento intentó consolidar un consejo de gobierno y una
democracia de respeto a los derechos del ciudadano.8
La derrota de la potencia mediana en la guerra de 1847 provocó una
gran conmoción en la clase política, que vio cómo el país estaba al borde de
la desintegración. En este panorama desolador, Mariano Otero afirmó: “En
México no hay, ni ha podio haber eso que se le llama espíritu nacional, porque
no hay nación”.9 Además, obligó a repensar cuál debía ser el rumbo político
que el país debía adoptar ante el temor de que México desapareciera como
nación independiente. Paulatinamente, se consolidó una opción monarquista,
que veía en la religión católica el único lazo que podría mantener unidos a los
mexicanos y que debía sacrificar a un régimen incongruente con la tradición
y ajeno a las circunstancias del país.
En ese ambiente pesimista de principios de 1850, vio la luz el himno nacio-
nal. Hasta entonces, sólo había un símbolo secular: la bandera, constituida
por los colores que Iturbide eligió para simbolizar las Tres Garantías, y que
se convirtió en emblema oficial a partir del 2 de noviembre de 1821. Además, se
le añadió el águila posada sobre el legendario nopal náhuatl como escudo,
expresión del deseo de fundamentar los orígenes del nuevo país en ese pasado
mítico. Para Florescano, la revalorización del escudo y la bandera “demues-
tra que los símbolos de las culturas mesoamericanas resistieron con éxito la
invasión de los símbolos europeos y, a la postre, se impusieron a ellos como
elementos de la identidad nacional”,10 de forma etnocéntrica, centralizadora
de los múltiples Méxicos que afloraban a lo largo del siglo.

8
En este contexto de efervescencia de la opinión pública en México, véase a Vicente Rocafuerte, Ideas
necesarias a todo pueblo americano independiente, que quiera ser libre. Editado en Puebla desde 1823, y mi ensayo
“Tolerancia y Libertad de cultos en México. Historia de la doctrina constitucional de los derechos humanos
fundamentales en México”, en Rafael Estrada y Pablo Hernández (eds.), Historia Jurídica. Estudios en Honor
al Profesor Francisco de Icaza, México, Tirant lo Blanch, 2013, pp. 433-455.
9
Otero, Mariano, “Consideraciones sobre la situación política y social de la república mexicana en el año
1847”, en Mariano Otero, Obras, vol. 1, México, Porrúa, 1995, p. 102.
10
Florescano, Enrique, La bandera mexicana: breve historia de su formación y simbolismo, México, Fondo de Cultura
Económica, 2014, p. 120.

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A pesar de varios intentos, fue hasta la segunda mitad del siglo xix cuando
se consolidó la iniciativa para crear un himno. En 1849, Henri Hers sugirió
la idea de hacer una convocatoria con tal objeto, aprovechando el despertar
del sentimiento patriótico con la invasión. El premio se otorgó a Andrés
Davis y al mismo Hers, quien compuso la música, pero curiosamente no
llegó a imponerse de manera oficial. Fue en el último gobierno de Santa
Anna cuando se realizó una nueva convocatoria, el 12 de noviembre de 1853:
“deseando [...] que haya un canto verdaderamente patriótico, que adoptado
por el Supremo Gobierno sea constantemente el Himno Nacional”.11 El 3 de
febrero de 1854 se declaró el nombre de los ganadores, Francisco González
Bocanegra y Jaime Nunó. De todas las iniciativas realizadas en el régimen
de Santa Anna, el himno nacional fue lo único que se salvó de ser relegado
por la historia patria y, con el trascurrir de los años, se consolidó como uno de
los símbolos patrios de nuestro país. ¡Ironías de la primera transformación!

El final del sueño. De la mediana potencia


a la segunda transformación

Desde 1848, con el inicio de la guerra de Castas, hasta la derrota de la inter-


vención francesa en 1867, México se transformó en un gran campo de batalla.
A lo largo de 19 años, las armas se convirtieron en elemento crucial para lograr
satisfacer las exigencias locales o regionales y luchar por la consolidación de la
forma de gobierno ideal para el país: la república o el imperio. En este marco,
se volvieron lugares comunes el pronunciamiento (Fowler) y la resistencia
en la cultura mexicana. Así lo indican Friedrizh Katz, en Revuelta, rebelión y
revolución; Guy Thompson y David La France, en Patriotism, Politics and Popular
Liberalism; Florencia Mallon, en Peasant and Nation; Antonio Annino, en El
águila bifronte, y Torcuato Di Tella, en Política nacional y popular en México. Estos
autores observaron la maleabilidad de la conducta política del siglo xix, pues
se establecían pactos con conservadores, moderados y liberales que competían
en la arena nacional,12 así como con los ejércitos estadounidenses y franceses
que invadieron territorios. Además, se realizaban negociaciones cotidianas
con los caciques y jefes políticos locales.
Tras la guerra de Reforma y la caída del Segundo Imperio, se consumó en
México la separación entre las instituciones estatales y las ceremonias, fiestas
e imágenes religiosas que ahora se convertían, por principio, en esfera de lo
privado. Esto alentó al Estado mexicano a consolidar los ritos, las celebracio-
nes y los símbolos patrios. Además, el triunfo político-militar del liberalismo

11
Vázquez de Knauth, Josefina, Nacionalismo y educación en México, México, El Colegio de México, 1970, p. 35.
12
Ya Will Fowler y Humberto Morales habían señalado la ambigüedad de la dicotomía falsa entre liberales
y conservadores en el México del siglo xix en Fowler, Will y Morales, Humberto, El conservadurismo mexicano
en el siglo xix (1810-1910), Puebla, buap, 1999.

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dio paso a una narración que exaltaba a los vencedores en su lucha por la
defensa de la legalidad, el constitucionalismo y, sobre todo, como los hijos
predilectos de la nación.
Para este fin, Ignacio Manuel Altamirano explicaba su inclinación por
“lograr en el espíritu popular la afirmación de una conciencia y un orgullo
nacional”13 a través de la literatura, la educación y el cultivo a las lenguas
indígenas. Consideró indispensable lograr que las letras se convirtieran en un
elemento de integración. Esta idea se vio plasmada en las principales novelas
de Altamirano: Clemencia (1868), Julia (1870) y La Navidad en las montañas (1871),
que actualmente son consideradas como pilares de la narrativa mexicana.
No menos importante fue la producción literaria de Vicente Riva Palacio,
por ejemplo, en Monja y casada, virgen y mártir, pues acude al pasado colonial
con el fin de borrar del imaginario popular las simpatías y los lazos que aún
se guardaban con el virreinato.
Pero los libros de historia tuvieron un papel fundamental en la búsqueda
de un relato unificador. En ese sentido, resulta representativo el texto de
Miguel Galindo y Galindo, La gran década nacional, 1857-1867 (1904), donde se
pueden ubicar dos ideas centrales. La primera, es demostrar cómo la guerra
de Reforma cambió radicalmente el modo de ser de la nación y emancipó
a México de la tutela que ejercía el clero. La segunda idea fue exponer las
acciones del gobierno liberal para conducir a la auténtica independencia del
país, liberándose del invasor francés. Así, propone que México pudo “entrar
desde luego al goce de los derechos y prerrogativas inherentes a todo pueblo
culto y civilizado”.14
El texto liberal más importante fue México a través de los siglos, en el cual se
fusionan la doctrina liberal sistematizada, el liberalismo como sinónimo de
nacionalismo, una escritura romántica, una historia concebida como maes-
tra de los tiempos y la legitimación del régimen. Dirigida por Vicente Riva
Palacio, estuvo compuesta de cinco volúmenes en los que colaboraron Juan
de Dios Arias, Alfredo Chavero, Julio Zárate y José María Vigil.
El valor de México a través de los siglos fue crear un relato coherente que dotó de
unidad a tres pasados hasta entonces irreconciliables: la época prehispánica, el
pasado colonial y la era republicana; concluía en el “próspero presente porfirista”.
Además, mostró a la historia mexicana como un proceso tan antiguo como el
de las viejas naciones de Europa. De este modo, el relato histórico “sembró
en el imaginario colectivo la idea de que los mexicanos estaban ligados a un
proyecto histórico cuyos orígenes se hundían en los tiempos más antiguos, y la
convicción de que, a pesar de sus notorias diferencias, formaban parte de una

Martínez, José Luis, La literatura nacional, México, Porrúa, 1949, p. 12.


13

Galindo y Galindo, Miguel, La gran década nacional, 1857-1867, México, Instituto Nacional de Estudios
14

Históricos de la Revolución Mexicana, 1987, p. 9.

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misma familia”.15 El mensaje uniformador que difundía el relato histórico se


extendió a otras áreas de la cultura. Como ejemplo, destaca el papel del Museo
Nacional, el cual, a partir de 1867, se caracterizó por albergar mejores y más
colecciones. Asimismo, la publicación de la primera revista de divulgación en
el año de 1882, con el nombre de Anales, y la inauguración de la museografía
arqueológica mexicana que postulaba a los grandes monolitos aztecas como
símbolos representativos de la cultura prehispánica. De esta manera, el Museo
Nacional se convirtió en una institución diseñada para salvaguardar la historia
patria. Como bien afirma Enrique Florescano:
Las obras históricas y los museos que entonces fueron creados se propu-
sieron unificar estos distintos pasados, integrar sus épocas más contradictorias
y afirmar una sola identidad. La historia patria se convirtió en el instrumento
idóneo para construir una nueva concepción de la identidad nacional, y el
museo en un santuario de la historia patria.16
La revaloración que hicieron los científicos europeos e historiadores mexi-
canos promovió un proceso de identidad con el mundo indígena. Esta idea
se puede apreciar en la imagen que el gobierno porfirista quiso proyectar en
el exterior. En la Feria Internacional de París de 1889 —ciudad que la élite
mexicana consideraba la capital de la cultura y el faro de la civilización—, el
gobierno de Porfirio Díaz decidió estar presente con un doble cometido: por
una parte, mostrar sus adelantos en materia agrícola, industrial y comercial;
por otra, la acelerada modernización ocurrida en las últimas décadas. Los
representantes del gobierno porfirista optaron por exhibir ese cúmulo de logros
bajo la fachada de un Palacio Azteca. El objetivo de atraer inversión y emi-
grantes extranjeros no se contradecía con el papel alegórico que cumplían las
exposiciones universales para el nacionalismo mexicano. “Se complementaban:
los objetivos económicos hubieran sido inconcebibles sin los unificadores mitos
de la nación y su nacionalidad, mientras que los deberes teatrales del Estado
no podían entenderse sin aún exigencias económicas.” 17
Hacia el fin de siglo, cuando la discusión se concentró en definir cuáles
eran los sectores sociales que representaban la nación, los escritores y políti-
cos coincidieron en ensalzar al contingente que había alcanzado una nueva
dimensión demográfica y política: los mestizos como la síntesis de lo mexi-
cano. Vigil, aunque criollo, fue el primer mexicano que percibió los valores
de la conciencia mestiza y los entendió y cultivó como programa nacional
para un futuro identitario. Él nos advirtió y puso en guardia contra el odio

15
Florescano, Enrique, Etnia, estado y nación: ensayo sobre las identidades colectivas en México, México, Taurus,
2001, p. 440.
16
Florescano, Enrique, Memoria Mexicana, México, Taurus, 2008, p. 563.
17
Tenorio-Trillo, Mauricio, Artilugio de la nación moderna: México en las exposiciones universales, 1880-1930, México,
Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 65.

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irracional que provocaba la etapa histórica de la Colonia; porque considera


indispensable el estudio de ese pasado para poder comprender bien el presente:
Aspira Vigil a una educación a la par universalista y mexicanista, integra-
dora de lo nacional, que nos equilibre y nos mantenga en nuestra fisonomía
espiritual propia, en nuestra característica personalidad, en nuestra balanceada
idiosincrasia nacional; es decir, en nuestro auténtico modo de ser que nos dis-
tingue, en tanto que mexicanos, de los demás pueblos y naciones.18
Para ello, la tarea educativa se había de orientar hacia el fortalecimiento
de la recién nacida conciencia nacional, la cual surgió a partir de la sobre-
vivencia al trauma de la invasión estadounidense y a la conciencia liberal
emanada de la revolución de Ayutla. La escuela, “cuna a donde se nace a la
Patria” es, como expresa Prieto en Lecciones de historia patria, “el embrión
de la nación entera”. El libro de historia sustituyó a la Biblia como surtidor de
valores y lecciones morales, el manual de historia se impuso al catecismo como
lectura obligatoria en la enseñanza básica. En el arte, las escenas bíblicas de
profetas y pasajes de Cristo cedieron terreno a una imagen cívica de batallas
patrióticas y gestas fundadoras de la nación republicana.
El Estado liberal porfiriano, de fines del siglo xix y primeras décadas
del xx, fue el encargado de venerar a los héroes insurgentes de 1810, en
particular al cura Hidalgo, en los altares patrios. Estos múltiples medios sim-
bólicos y culturales sirvieron para interpelar al pueblo mexicano y fortalecer
el proyecto nacional oficial. Sobresalen los rituales recurrentes del día de
la Independencia, el juramento a la bandera, las historias patrias, los libros
de texto para escolares, la pintura de historia y la edición de estampas con el
martirologio de los luchadores por la Independencia, además de la emisión de
medallas, las fotografías en los periódicos, las procesiones cívicas, los discursos,
cantos y loas. Esto también se extendió a todo el territorio y a las capitales de
los estados del país donde el espíritu patriótico festeja a los héroes locales.
De este modo, el calendario cívico que celebraba las batallas y los héroes que
fundaron la república remplazó al calendario religioso que por siglos había
regido el transcurso temporal: “los santos fueron desplazados por los héroes y
los mártires de la fe por los mártires de la patria”.19
De ese modo, la pintura histórica, los monumentos públicos y el calen-
dario cívico se convirtieron en los relatores de los orígenes y la identidad de
la nación. Gracias a estas estrategias, se constituyó la esencia de lo que Justo
Sierra llamaría la “religión de la patria”. El logro del régimen de Porfirio
Díaz no fue menor. Dotó al país de su primera historia oficial y de la mayor
parte de sus rituales cívicos que han sobrevivido hasta nuestros días. Esto le

18
Ortega y Medina, Juan, Polémicas y ensayos mexicanos en torno a la historia, México, unam, 2001, p. 311.
Pérez Vejo, Tomás, “Pintura de historia e imaginario nacional: el pasado en imágenes”, Historia y Grafía,
19

núm. 16, 2001, p. 87.

Nueva Época – año 13, núm. 46 – abril / septiembre 2019 277


| Nacionalismo, patriotismo y cuarta transformación

permitió presentarse como la punta de lanza del progreso ininterrumpido


de los mexicanos entre los siglos xix y xx. La conciencia histórica porfirista
creyó en el presente como suma de todo el pasado, y como su excepción
definitiva: el fin de las desgracias, de las revueltas, del desorden y del atraso.
Orden y progreso.

Sombras mexicanas y la tercera transformación

En el alba del siglo xx, el nacionalismo cultural se tejió con los hilos de
conceptos darwinianos de “atavismo” —cruce de variedades de una especie
en busca de reproducir el tipo específico ancestral; la de dos especies de un
género, el tipo genérico— y “correlación”. Desde autores como Ernst Renan
hasta Joseph de Maistre, y obras como las del boliviano Alcides Arguedas,
Pueblo enfermo (1909) o Enfermedades sociales (1905), del argentino Manuel Ugarte,
sustentaban “científicamente” sus teorías sobre el mestizaje.
Los estudios de Cesare Lombroso sobre etnología criminal y el Ensayo de
psicología social (1903), de Antonio Bunge, alimentaron el espíritu de Ricado
García Granados en México. Ello marcó la pauta discursiva de la primera
mitad del siglo xx en la región: el estudio de casos clínicos de la cultura,
la medicalización del saber social, la sociedad como organismo funcional
susceptible de patologías y tratamientos antidegenerativos. Con afán de un
espíritu de regeneración, la inmigración o la educación eran las propedéuticas
más socorridas por los intelectuales para sanear el cuerpo social y purificar
su verdadera esencia.20
La patria se encontraba en disputa, mientras sucedían el centenario del
natalicio de Juárez en 1906 y las suntuosas celebraciones previstas para el de
la Independencia. Entre tanto, las élites se hallaban en autopoiesis optimistas
sazonadas con el higienismo urbanista de Oswald Spengler. Así, en medio de
fisuras sociales, operó un cambio sustantivo en los discursos identitarios.21 De
la repulsa contra los resquicios de lo indio y su vindicación como elemento
figurativo del romanticismo decimonónico, se pasó a la terapéutica del mes-
tizaje y el fervoroso indigenismo posrevolucionario.
Por ejemplo, en 1921, Gerardo Murillo publicó un libro ricamente ilus-
trado con fotografías y pinturas, intitulado Artes populares en México. Este fue
el primer rescate de esa tradición, hasta ese momento poco valorada como
engranaje de la maquinaria nacionalista. Entre las décadas de 1920 y 1930,
se registra lo que Florescano llama “una explosión de tradiciones populares
que proponen canciones, bailes y atuendos como espejo de lo típicamente

20
Spíndola Zago, Octavio, Chipilo, entre la tierra y la sangre. Aproximaciones transmodernas al fascismo como fenómeno
transnacional y su recepción en la memoria de los chipileños, Tesis de licenciatura en Historia, México, buap, 2018.
21
Esto se puede observar claramente en la polémica entre Francisco Bulnes y Porfirio Parra, Ricardo García
Granados junto con Andrés Molina Enríquez.

278 Tla-melaua – revista de ciencias sociales


Humberto Morales Moreno |

mexicano”. La canción vernácula y el corrido alternan con la música clá-


sica en las fiestas patrias, en los festivales escolares o en las celebraciones de
acontecimientos nacionales.
El Departamento de Cultura Física de la sep adoptó el Jarabe Tapatío en
ese tiempo y lo enseñó con otras danzas regionales en las escuelas públicas.
“La consumación de estereotipos ocurrió durante la conmemoración de la
consumación de la Independencia en 1921.”22 Relata Florescano que esto fue
cuando, en la Gran Corrida y el festival musical y dancístico, ciento cincuenta
gallardos jinetes portaron el traje de mariachi, acompañados por hermosas
mujeres adornadas con el traje de la china poblana. Fue el descubrimiento de
los tesoros del pueblo, “verdadera catedral visible y presente [...] tesoro for-
jado por todos”, registraba Luis Cardoza y Aragón, cuando la sep convirtió
las artes populares en patrimonio cultural protegido por el Estado.
En este mismo sentido corrió el manifiesto muralista, la Declaración social,
política y estética del Sindicato de Obreros, Técnicos, Pintores y Escultores
en 1923, influidos por el populismo de Anatoli Lunarschasky en la urss, e
inspirados por las demandas de los campesinos y obreros de la Revolución
mexicana. En parte, podemos explicar esta transmutación por los lenguajes
políticos de la época debido al suicidio europeo acontecido en la Gran Guerra.
Así lo proclamó José Ingenieros, invitando a los latinoamericanos a revisar
el contenido semántico de la “civilización”, incluso a la inversa. En este
concierto, la pregunta respecto al mexicano retomó urgencia para Samuel
Ramos, Leopoldo Zea, Carlos Pereyra y Edmundo O’Gorman.
Entre sus colaboradores en la sep, José Vasconcelos tenía a Gabriela
Mistral,23 por lo cual proyectó a la raza cósmica mexicana como nueva apo-
teosis nacionalista que bien a bien podría coexistir con el llamado latinoa-
mericanista de Víctor Raúl Haya de la Torre o el Manifiesto liminar de los
estudiantes de Córdoba de 1918. Tanto así, que, el 22 de septiembre de 1927,
“el Senado mexicano aprobó un proyecto de ley para invitar a los gobiernos
de la región a establecer una ciudadanía latinoamericana”.24 Junto a su cru-
zada educativa, inyectaban potencia a este nuevo discurso la antropología
indigenista de Manuel Gamio, las tesis jurídicas de Andrés Molina Enríquez
y los bosquejos sociológicos de Vicente Lombardo Toledano.

22
Florescano, Enrique, Imágenes de la Patria a través de los siglos, México, Taurus, 2006, pp. 316 y ss.
23
Con José Vasconcelos llegaron a la Secretaría de Educación Pública pintores (Jean Charlot, Xavier
Guerrero, Fernando Leal, Ramón Alva de la Canal, Roberto Montenegro, Jorge Enciso, José Clemente
Orozco, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Fermín Revueltas, Carlos Mérida, Adolfo y Fernando Best
Maugard, Gabriel Fernández Ledesma, Manuel Rodríguez Galván), escultores (Ignacio Asúnculo), músicos
(Julián Carrillo, Joaquín Beristáin) y una pléyade de profesionistas que se avocaron a la confección del
nacionalismo cultural posrevolucionario (Eduardo Villaseñor, Ezequiel Chávez, Roberto Medellín, Eulalia
Guzmán, Agustín Loera y Chávez, Federico Méndez Rivas, Miguel Othón de Mendizábal), por mencionar
algunos. Véase Florescano, Enrique, Imágenes de la Patria a través de los siglos, México, Taurus, 2006, p. 311.
24
Funes, Patricia, Las ideas políticas en América Latina, México, Colmex, 2014, p. 102.

Nueva Época – año 13, núm. 46 – abril / septiembre 2019 279


| Nacionalismo, patriotismo y cuarta transformación

Tres grupos especialmente polemizaron desde cuarteles teóricos diversos.


Por una parte, se encontraba el Ateneo de la Juventud, harto del porfiriato
que daba síntomas de caducidad —mientras la paz proclamada por el
régimen también envejecía—. De acuerdo con Susana Quintanilla, en
Nosotros. La juventud del Ateneo de México, ésta fue una asociación civil que tenía
como propósito erradicar la vieja forma de ver y pensar la cultura desde el
positivismo de sus maestros Científicos, para verla como esencia de la edu-
cación y el desarrollo del país, desde un didactismo enciclopedista. Entre
sus miembros destacaron Antonio Caso, Isidro Fabela, Nemesio García
Naranjo, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Diego Rivera, Martín
Luis Guzmán y José Vasconcelos.
Paralelamente, se proyectaba el grupo de Los Contemporáneos, con Jorge
Cuesta, José Gorostiza, Roberto Montenegro, Salvador Novo, Carlos Pellicer,
Antonieta Rivas Mercado, Jaime Torres Bodet y Xavier Villaurrutia. Este
grupo se obsesionó con la idea de la vanguardia mediante la literatura, así
como el anterior con la de rupturismo con reflexión psicoanalítica.
La siguiente generación de intelectuales se agrupó en El Hiperión, inte-
grado por Emilio Uranga, Jorge Portilla, Luis Villoro, Ricardo Guerra, Joaquín
Sánchez McGregor, Salvador Reyes Nevares, Fausto Vega y Leopoldo Zea.
Este grupo se organizó como un equipo de investigación y no como un club
o tertulia de amigos con intereses comunes.
Sin embargo, la convocatoria a la Convención Constitutiva del Partido
Nacional Revolucionario, el 5 de enero de 1929, reiteraba la tesis liberal del
nacionalismo mexicano en una sutil línea: “La Revolución, en suma, fiel al
espíritu del pueblo que la inició, restablece en su pureza los procedimientos
democráticos de elección y de selección dentro de sí misma, constituyéndose
en partido nacional”. Esta fantasmagoría recorrería los pasillos del nacio-
nalismo cultural hasta el gran estadista Jesús Reyes Heroles.25 Este partido
reclamó monopólicamente la poética nacionalista dentro de sus instituciones,
y para las plumas de sus intelectuales orgánicos.
Paradójicamente, de acuerdo con François-Xavier Guerra, la Revolución
institucionalizada se ocupó más en construir la nación que en reconstruir
al Estado, y buscó proyectar sobre el futuro el pasado que había legitimado al
antiguo régimen derrocado. “Así, los historiadores revolucionarios hicieron
suya la trama del esforzado ascenso del liberalismo, limitándose a transformar

25
Morales, Humberto y Spíndola, Octavio, “Mariano Otero y la Soberanía Nacional: 1842-1850”, en Luis
Efrén Ríos Vega e Irene Spigno (dirs.), Mariano Otero, el diplomático: dos lecturas del derecho a la asistencia consular,
México, Universidad Autónoma de Coahuila - Tirant Lo Blanch, pp. 57-76.
Véase también el papel de la figura del general Zaragoza como arquetipo fundador del nuevo patriotismo
mexicano después de la “Gran Década Nacional” en Morales Moreno, Humberto y Castrillo, Fernando,
“Zaragoza y el nacimiento de la identidad nacional”, en Patricia Galeana (coord.), El Imperio Napoléonico y
la Monarquía en México, Siglo xxi, México, 2012.

280 Tla-melaua – revista de ciencias sociales


Humberto Morales Moreno |

en traición lo que los historiadores del Porfiriato habían descrito como la


consolidación del orden liberal”,26 excluyendo del panteón de los héroes
patrios a Porfirio Díaz:
En palabras de David Brading, la Reforma [mito unificador de la his-
toria patria, para Charles Hale] creó no sólo un Estado soberano, sino una
patria por la que valía la pena morir, una suerte de religión cívica, provista
de su propio panteón de santos, su calendario de fiestas y sus edificios cívicos
adornados de estatuas.27
El ser del mexicano era ahora una cuestión homóloga a la pregunta por
el ser de la Revolución que se pretendía fundadora: Ingenieros la definió como
socialista puramente mexicana; Haya de la Torre, como social-nacional
con un Estado integrado por el frente de clases, y Mariátegui la caracterizó
dentro de una revolución democrática-burguesa que socializara la riqueza
acumulada en la dictadura porfiriana.
No pasa desapercibida una sombra: ¿el mexicano es, por naturaleza y
mandato divino, adicto a la violencia autoritaria? Octavio Paz gustaba de
pensar en este sentido con su metáfora del trauma por la triple negación en
El laberinto de la soledad (de la herencia española, del pasado indígena y del cato-
licismo), y sobre esa misma línea ha construido su escritura Enrique Krauze.
Lo cierto es —y estará por verse en las conmemoraciones que se aproxi-
man— que los mexicanos no nos hemos reconciliado con nuestro pasado, no
hemos elaborado en nuestra subjetividad la conquista y el proceso colonial.
Esto se traduce en una escisión presente en las prácticas de racismo y xeno-
fobia, de odio al otro interno y al otro externo, que puede estirarse hasta el
miedo al migrante retornado, al chicano y a las caravanas de Centroamérica.
Otra vertiente desplegada de la matriz revolucionaria fue la subjetiva-
ción de la conciencia política nacionalista en la memoria compartida de los
mexicanos. Ésta es la Constitución de 1917, el patrimonialismo en el control
del suelo, subsuelo y aguas. Aunque Luis Cabrera, Molina Enríquez y Pastor
Rouaix retoman esta concepción de Ignacio Vallarta, en realidad Wistano
Luis Orozco fue quien la planteó por vez primera. En los cuarenta, Luis
Chávez Orozco le dio continuidad.
De cierta inspiración marxista, también se cuentan la laicidad y gratui-
dad de la educación obligatoria, la separación de la Iglesia y el Estado y los
derechos laborales para una vida digna. Más que principios rectores del
sistema jurídico mexicano, la mitopoyesis operada en la cultura mexicana
posrevolucionaria les hizo trascender hasta su impregnación en las relaciones
cotidianas de sometimiento, resistencia o negociación dentro de los procesos

26
Pani, Erika, “Cosas del siglo pasado”, en María Luna Argudín y María José Rhi Sausi (coords.), Repensar
el siglo xix, México, uam - fce, 2015, p. 35.
27
Mijangos y González, Pablo, “Tres momentos en la historiografía sobre el conflicto religioso de la Reforma”,
en María Luna Argudín y María José Rhi Sausi (coords.), Repensar el siglo xix, México, uam - fce, 2015, p. 66.

Nueva Época – año 13, núm. 46 – abril / septiembre 2019 281


| Nacionalismo, patriotismo y cuarta transformación

hegemónicos.28 “Primero la nación hecha Estado, después el individuo”, afir-


maba así Lombardo Toledano el impacto del constitucionalismo social en
nuestro nacionalismo, a diferencia del estadounidense. En la tónica paternalista
o que escapa al neoliberalismo, otro rasgo definidor de nuestra manera de
concebirnos como mexicanos se cifra en el discurso pronunciado por López
Mateos con motivo del Cincuentenario de la Revolución:
Bajo la vigencia de los principios revolucionarios, concebimos al Estado
como promotor de la justicia social. Por consiguiente, su acción se orienta a
favorecer a las clases populares y a procurar la elevación de sus niveles de vida
mediante la mejor distribución de la riqueza, las normas tutelares del trabajo,
la seguridad social y la enseñanza.29
Ésta fue una ratificación extrema del patrimonialismo estatal fundador
de los derechos sociales de los mexicanos. Con la segunda posguerra, la crisis
civilizatoria nuevamente presente y el malestar de la cultura generalizado, el
ambiente intelectual creyó que las propuestas liberales estaban agotadas y se
hizo posible airear otras miradas.
En términos de impacto en el nacionalismo cultural, no podemos dejar
pasar inadvertidas las interpretaciones conservadoras del “ser mexicano”,
de los jesuitas Mariano Cuevas y José Bravo Ugarte, del chihuahuense José
Fuentes Mares y de los católicos Celerino Salmerón y Salvador Abascal,
reivindicadores de los elementos católicos, hispánicos y monarquistas que
definían la esencia de los mexicanos y su forma de relacionarse en el día a día.
En el mediodía del siglo xx, antropólogos como Bonfil Batalla regresa-
ron a la cuestión indígena, pero matizando el indigenismo oficial sostenido
desde el Estado, para, más bien, operar un ejercicio de autocrítica. El pro-
blema de México no era el desconocimiento de la diversidad, sino la falta
de reconocimiento y su integración en una lógica distinta a la paternalista.
Al poner en diálogo al Enrique Florescano de Espejo Mexicano y a Elmy
Grisel Lemus Soriano, con su tesis doctoral intitulada Para institucionalizar la
Revolución mexicana (presentada en 2017) podemos aventurar una hipótesis. No
es casual que el proceso de profesionalización de la historiografía30 coincidiera
con el momento más candente del milagro mexicano.

28
Spíndola Zago, Octavio, “Derechos políticos, hegemonía y la arquitectura del constitucionalismo mexi-
cano desde 1917”, inédito, 2018. Este texto se puede leer acompañado por lo que E. P. Thompson llamó
“economía moral de las multitudes” junto con lo “político en lo local” que Peter Guardino describe. El
nacionalismo jurídico declarado por el pnr cambió con la incorporación del principio de convencionalidad
en la Constitución en 2011, como consecuencia de los efectos derivados de las sentencias que la Corte
Interamericana de Derechos Humanos dictó a México, ¿por antecedentes de la nueva república?
29
Carmona Dávila, Doralicia, “México 2013. Los vuelcos de la historia. Del nacionalismo revolucionario
al neoliberalismo”, Valenciana, vol. 7, núm. 13, 2014, p. 236.
30
Véase “El historiador en la historia. Entrevista a Juan Carlos Grosso, historiador argentino en la
Universidad Autónoma de Puebla. Realizada en abril de 1979 por Humberto Morales Moreno, Alfonso
Basaldua y Alejandro Marcovich, (Estudio crítico de Octavio Spíndola Zago) Buenos Aires, iis - Universidad
de Tandil, (en prensa) 2019.

282 Tla-melaua – revista de ciencias sociales


Humberto Morales Moreno |

La indagación histórica rescataba los antiguos vestigios de la destrucción


o el olvido para convertirlos en documentos de cultura, es decir, en huellas
imperecederas de un destino sagrado, testigos inmortales de una promesa
que no perderían su valor por el paso del tiempo. La condición fue que todas
se integraran al discurso de unidad nacional, inhibiendo toda manifestación
de singularidad regional o de historia local que desbordara los confines del
folclor. Andrés Lira, en “Letrados y analfabetas en los pueblos de indios” y
Timothy Anna, en Forging Mexico, afirman que la historiografía rectora del
nacionalismo escribió la biografía del Estado y del consenso indisputable,
considerando las demandas de las élites regionales como sinónimo de desin-
tegración. Nacionalismo que no es patriotismo.
La crisis del 68, como momento de ruptura social, desgaste político
y erosión discursiva, abrió las puertas para repensar la relación de cada
mexicano con el imaginario nacional en términos matrios —por recuperar
la fórmula de Luis González— o el concepto campesino de patria chica,
que articula un entramado festivo de celebraciones patronales con redes
de sociabilidad y ferias comerciales.31 Guillermo de la Peña lo apunta con
elocuencia: “fueron los antropólogos quienes mostraron empíricamente que el
concepto de espacio es socialmente creado porque es socialmente vivido”32
y no determina a la identidad en función de la fisiología del terreno, sino que
la operación cultural es inversa.
Pero el sesentaycho fue igualmente un punto de quiebre respecto a la forma
de hacer política —al menos imaginando una utopía que no gravitara en la
órbita del mito fundacional del régimen— y, en consecuencia, la semántica
identitaria comenzó una mutación. Por ejemplo, durante décadas, hablar
mal del gobierno o del presidente significó ser “antimexicano”, como acusó
Emilio Uranga a Daniel Cosío Villegas por su ensayo La crisis de México. Así
lo afirma Jorge Portilla Livingston en su quirúrgicamente crítica Fenomenología
del relajo (1966). Con el grito antiautoritario del 68, comenzó la historiografía
desacralizadora del régimen presidencial.
Desde este faro, los mares de males y desarreglos que acechaban las costas
mexicanas nada tenían que ver con sistemas políticos o modos de producción
y acceso a bienes y servicios, sino con traumas ontológicos. Uranga llegó a
afirmar que los problemas del mexicano se derivaban de su modo de ser.
La filosofía de lo mexicano confeccionada en la primera mitad del siglo xx,
especialmente durante el sexenio alemanista, transfirió la responsabilidad de
los problemas nacionales a su alma cercenada, “sentimental y quebradiza”.
El razonamiento deviene en una lógica maquiavélica: un ser así necesitaba

31
Giménez, Gilberto, Identidades sociales, México, Conaculta, 2009, p. 117.
32
De la Peña, Guillermo, “Los estudios regionales y la antropología social en México”, Relaciones, núm. 8,
1981, pp. 43-93.

Nueva Época – año 13, núm. 46 – abril / septiembre 2019 283


| Nacionalismo, patriotismo y cuarta transformación

una guía. Se le negaba al mexicano promedio su capacidad para el ejercicio de


la política, prescribiéndole sumisión a la voluntad transformadora del Estado,
refractado en la persona del presidente y en el partido de Estado.33

Nacionalismo cultural y ficción del ciudadano

En la nueva transformación republicana de lo político, valdría la pena


dejar de concebirnos como conquistados, sometidos, “hijos de la chingada”.
Resultará terapéutico que, a cinco siglos, pudiéramos reconciliarnos con la
violenta irrupción de los ibéricos en América, impulsada por una compleja
mezcla mercantilista de lucro con la ruta de la plata y por una herencia feudal
de honor, gloria y conversión: la llamada conquista espiritual. Esta es una
primera reconciliación historiográfica y cultural.
En cuanto al nacionalismo y el discurso pretendidamente homogéneo, se
dio forma al mito revolucionario. Como escribía Gómez Morín en 1926: “y
con optimista estupor nos dimos cuenta de insospechadas verdades. Existía
México. México como país con capacidades, con aspiración, con vida, con
problemas propios”. En la literatura, si bien recurriendo a hipérboles muchas
veces desfasadas, con Ramón López Velarde y Mariano Azuela, por ejemplo,
aconteció una toma de consciencia renovada respecto a México.
En esos tiempos emergió uno de los proyectos más ambiciosos: la peda-
gogía nacionalista y su desdoblamiento en los diferentes artefactos culturales
del Estado. Esto fue el alba de lo que Luis Gerardo Morales ha denominado
como “museopatria”, la operación del museo-templo donde se representa
la “escenificación del recinto mitológico, donde la veneración por la patria
enceguecía al ojo omnipotente de la objetividad”.34 Así, sobre las bases de la
sistematización del patrimonio clasificado por el flamante inah, se transmiten
las lecciones moralizantes, se reproducen las sociabilidades hegemónicas y las
reapropiaciones simbólicas de las memorias sociales dominantes, mientras
se imponen las visiones dominantes del indigenista, del liberalismo social y
del nacionalismo revolucionario.
Dicho proceso de institucionalización del nacionalismo cultural puede ser
rastreado arqueológicamente. La unam creó los cursos de invierno en 1920
como estrategia de extensión para traducir el conocimiento producido en los
espacios de investigación a la sociedad. Le siguieron los cursos de verano en
1922. A partir de 1941, a los cursos se añadió otro propósito. El rector Mario
de la Cueva lo expresó en términos de “presentar aspectos fundamentales de
la cultura universal y, además, estudiar nuestro país”. En 1921, la Federación

33
Santos Ruiz, Ana, Los hijos de los dioses. El Grupo Filosófico Hiperión y la filosofía de lo mexicano, México, Bonillas,
Artigas, 2015.
34
Morales Moreno, Luis Gerardo, “Museológicas. Problemas y vertientes de investigación en México”,
Relaciones. Estudios de historia y sociedad, vol. 27, núm. 111.

284 Tla-melaua – revista de ciencias sociales


Humberto Morales Moreno |

de Estudiantes de México, liderada por Cosío Villegas, con el apoyo de


Vasconcelos, organizó el Primer Congreso Internacional de Estudiantes. Hacia
1949, se dio un paso fundamental en la transnacionalización del debate sobre
la identidad mexicana con el Primer Congreso de Historiadores de México
y Estados Unidos.
Como dispositivo de habitus por antonomasia, la Universidad Nacional
creó parcelas de saber científico desde las cuales se problematizó la cuestión
de la mexicanidad y el ser mexicano: el Instituto de Investigaciones Sociales
en 1930. Cinco años después, el destacado historiador del arte mexicano,
Manuel Toussaint, fundó el Laboratorio de Arte, origen del Instituto de
Investigaciones Estéticas. Ese mismo año, Enrique González Aparicio logró
la creación de la Escuela Nacional de Economía, en cuyo seno Jesús Silva
Herzog constituyó, en 1940, el Instituto de Investigaciones Económicas. Para
1940, se fundó el Centro de Estudios Filosóficos, antecedente inmediato del
Instituto de Investigaciones Filosóficas. Once años después, aconteció la fun-
dación de la Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales. Hacia 1961,
se consolidó el Plan de Estudios en el Colegio de Historia, después de que la
Facultad de Filosofía y Letras fuera fundada en 1924.
Otros espacios de educación superior contribuyeron a difundir o decons-
truir el nacionalismo cultural mexicano posrevolucionario. Para 1958, la
Universidad Iberoamericana abrió la Licenciatura en Historia. En 1962, se
organizó la Maestría en Historia, en El Colegio de México, bajo la dirección de
Daniel Cosío Villegas. En 1974, inició actividades la Universidad Autónoma
Metropolitana con un interesante esquema departamental interdisciplinario,
similar al del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto
Politécnico Nacional (1961). No es despreciable atender que Jaime Torres
Bodet reformó los programas de estudio en 1946, incorporando ya el discurso
hegemónico de la Revolución mexicana.
En cuanto a los aparatos ideológicos del Estado, podemos apuntar aquellos
con una retórica más marcada: el proyecto nacionalista de Carlos Chávez.
Éste fue alumno predilecto del folclorismo de Manuel M. Ponce y colega de
Silvestre Revueltas. Estuvo al frente del Conservatorio Nacional de Música
(1928-1935), de la Orquesta Sinfónica de México (1928-1934) y de la presti-
giosa revista Música, así como del Museo Casa Estudio Diego Rivera y Frida
Kahlo (1931), el Fondo de Cultura Económica (1934), la Escuela Nacional
de Antropología e Historia (1938) y el Instituto Nacional de Antropología
e Historia (1939), la institución por decreto presidencial del Seminario de
Cultura Mexicana. También estuvo al frente de El Colegio Nacional (1942), el
Museo Nacional de Historia, coronando el Altépetl de la antigua Tenochtitlán,
desde el Castillo de Chapultepec (1944), el Instituto Nacional de Bellas Artes
y Literatura (1947).

Nueva Época – año 13, núm. 46 – abril / septiembre 2019 285


| Nacionalismo, patriotismo y cuarta transformación

En 1949, el pri constituyó el Instituto de Investigaciones Políticas,


Económicas y Sociales, que en 1972 fue rebajado a mero órgano de con-
sulta; en 1954, el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución
Mexicana, reformado en 2005 para dar cabida en sus salas al análisis de la
Independencia y la Reforma, además de consagrar la transición del 2000 al
altar de las epopeyas de la nación. Entonces, fue renombrado Instituto Nacional
de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (inehrm).
En 1960, el Cincuentenario de la Revolución Mexicana heredó la Galería
Museo del Caracol; cuatro años después, abrió sus puertas el Museo Nacional
de Antropología, en el corazón del Bosque de Chapultepec, con la Biblioteca
Nacional de Antropología e Historia “Doctor Eusebio Dávalos Hurtado”,
en uno de sus recintos. En esa misma fecha, se inauguró el Museo Nacional
del Virreinato, seguido por el Museo Nacional de las Culturas (1965); el
Museo Nacional de San Carlos (1968); la Fototeca Nacional (1976); el Museo
Nacional de las Intervenciones y el Tamayo de Arte Contemporáneo (1981);
el Museo Nacional de Arte y, por Guillermo Bonfil Batalla, el Nacional de
Culturas Populares (1982); el Museo Nacional de la Estampa (1986); el Museo
Nacional de los Ferrocarriles Mexicanos (1988); la Fonoteca Nacional (2008)
y, más recientemente, el Museo de las Constituciones (2011).
Si a ello sumamos la constitución del Centro de Estudios de Historia
de México (Condumex en 1965, hoy Carso); la creación por decreto pre-
sidencial del Instituto de Investigaciones Doctor José María Luis Mora,
en 1981; la reubicación del Archivo General de la Nación al Palacio de
Lecumberri, en 1982, y la integración de la Red Nacional de Archivos,
el Instituto Mexicano de Cinematografía, erigido en 1983,35 así como el
apoyo en financiamiento que el Gobierno federal destina a la asociación
civil Apoyo al Desarrollo de Archivos y Bibliotecas de México, desde su
fundación en 2003, resulta que México ha sido uno de los países que más
recursos destina a la producción material y reproducción simbólica de la
cultura nacional. Todo en detrimento del ciudadano como individuo libre,
como constructor victorioso de la democracia con adjetivos. En la tercera
transformación, el ciudadano se hizo casi invisible ante la fulgorosa estrella
del Estado nacionalista.

35
No obstante, con Sergei Eisenstein, Fernando de Fuentes, Salvador Toscano, Arcady Boytler, Gabriel
Figueroa, Juan Bustillo Oro, Gilberto Martínez Solares, Emilio “El Indio” Fernández y Luis Buñuel,
México ya registraba una producción sensiblemente fructífera en torno a la cotidianidad mexicana y su
cultura popular. Los mexicanos también eran vistos desde la lente de los hermanos Casasola, Hugo Brehme,
Guillermo Kahlo, Manuel Álvarez Bravo, Tina Modotti, Edward Weston, Dolores Álvarez Bravo, Juan
Rulfo e Ignacio López. Véase Pérez Montfort, Ricardo, Expresiones populares y estereotipos culturales en México.
Siglos xix y xx. Diez ensayos, México, ciesas, 2007.

286 Tla-melaua – revista de ciencias sociales


Humberto Morales Moreno |

El lado correcto de la Historia. Cuarta


transformación y el porvenir de México

Es el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de


México (inehrm) el organismo de Estado ideal para impulsar el camino a la
transformación del debate historiográfico del porvenir mexicano. La nueva
república que se antoja con la cuarta transformación implica dejar atrás
la tradición patrimonialista del Estado mexicano. Asimismo, implica dar
cabida al impulso generador de las nuevas miradas críticas, reconciliadoras
e integradoras del nuevo pasado mexicano, para permitir a las nuevas gene-
raciones de lectores, consumidores de productos culturales y ciudadanos que
se manifiestan libremente bajo el cobijo de las reformas constitucionales del
2011 —que ponen por primera vez a la persona humana en el centro de la
protección universal, pero también los derechos económicos, sociales y cul-
turales como fundamento de toda protección de Estado— encauzar nuevos
debates, nuevos discursos y nuevas identidades. Esto sin esconder que el eje
fundamental de la cuarta transformación radica en privilegiar la justicia, la
igualdad social y sustantiva, la mejor distribución del ingreso y seguridad,
estabilidad y bienestar de los ciudadanos y de todo aquel ser humano que
habite y transite por nuestro territorio, libre de opresión, esclavitud, perse-
cución, discriminación, injusticia y nacionalidad. ¿Son éstos los fundamentos
del lado correcto de la Historia?
El nuevo pasado mexicano tiene el reto de aportar a la memoria del
futuro las bondades y oscuridades de nuestro primer mestizaje, precolombino,
libre de monopolios simbólicos derivados del mito azteca. Este pasado debe
integrar a las naciones originarias, las cuales fusionaron lenguas y culturas
en el proceso de occidentalización por la conquista ibérica, en una guerra
permanente de imágenes.
Una nueva concepción del pasado mexicano implica redescubrir, en
Hernán Cortés y la leyenda negra, las bondades y oscuridades del virreinato
fundador de la nación territorial. Asimismo, debe redescubrir, en el largo siglo
xix, las inestabilidades, las propuestas de gobierno y Estado y los conflictos
que marcaron disputas de identidad.
La idea del pasado mexicano tiene el reto de redescubrir el entuerto de
un general victorioso, Porfirio Díaz, el dictador elegido, el héroe militar,
nuestro leviatán que anunciaba la pedagogía dolorosa del patriarcalismo
hecho Estado, para transitar a la democracia. Tiene el reto de redescubrir las
bondades y oscuridades de las revoluciones-rebeliones, pactadas y gradualistas
que —con Madero y su némesis, Ricardo Flores Magón— inauguraron el
dilema de la paz conciliadora y clientelista contra la de la guerra de extermi-
nio, violencia contra el adversario, y exclusión de los explotadores. También
será necesario redescubir las bondades y las oscuridades de la mea culpa de

Nueva Época – año 13, núm. 46 – abril / septiembre 2019 287


| Nacionalismo, patriotismo y cuarta transformación

la tercera transformación: el cardenismo hecho mito y fuente de todas las


transformaciones patrimonialistas posteriores.
¿Había muerto la Revolución mexicana entre los años 1942 y 1946? El
debate actual exige tanto que el inehrm como la Comisión de la Memoria
Histórica discutan si los saldos de la tercera transformación son traición, inte-
rrupción, abandono, incapacidad, corrupción, atavismo. Lo cierto es que las
vueltas de tuerca del reformismo salinista (1992-1994), del zedillismo (1995-
1998), así como las privatizaciones neoliberales del foxismo-calderonismo y
peñismo, profundizaron la brecha insultante que separa hoy a 50 millones de
mexicanos del resto. De ese resto, 1% se levanta como la nueva casta divina
que agudiza la desigualdad extrema, insultante y lacerante con la cual arranca
el nuevo gobierno, en la búsqueda de una nueva república y un nuevo pacto,
donde los silencios de nuestro pasado, esperamos, tendrán voz y fuerza para
catapultarnos en el porvenir.
En esta tesitura, la cuarta transformación alberga el nacimiento de una
quinta república, pues México, en esta nueva resignificación del pasado, ha
transitado de la Independencia al primer experimento centralista y departa-
mental de la Constitución de las Siete Leyes de 1836; de la restauración del
orden federalista de 1824, al reformismo republicano radical de la Constitución
de 1857; del liberalismo triunfante, al orden constitucional de la Revolución de
1917. Cuatro repúblicas constitucionales nos anteceden en el contexto de tres
grandes transformaciones. El dilema de la nueva Administración es caminar
hacia una nueva transformación, con un andamiaje constitucional heredado
de 1917 o con uno nuevo, a partir de las reformas de 2011 y acompañado de
una revolución cultural que, inevitablemente, deberá conducir a una nueva
ingeniería constitucional, a un nuevo pacto, a una nueva república.

San Andrés, Cholula, Puebla


Enero de 2019.

288 Tla-melaua – revista de ciencias sociales

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