Novelas Cortas. - Autores Mexicanos PDF

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BIBLIOTECA

DE

AUTORES MEXICANOS.
NOVELAS CORTAS.
54 1

ÍNDICE.

Noticia biográfica del autor V


María 1
Un Doctor 29
El Mineral de P l a t e r o s (tradición). . . . 47
La víspera y el día de tina boda 55
¡¡Loca!! 89
El Monte Virgen 120
Pepita 103
Alberto y Teresa 199
La Esposa del I n s u r g e n t e . 221
A v e n t u r a de un Veterano 255
El Castillo del Barón d'Artal 303
La L á m p a r a 323
El Lucero de Malaga 330
El Cura v la Opera 377
El Rosario de Concha Nácar 403
Amor Secreto 403
Trinidad de J u á r e z 477
APUNTES BIOGRÁFICOS
DEL AUTOR,

I.
í>. Manuel Payn© y Floros nació en la Ciudad
U/> México ol 21 do junio ño 1,810. Fueron sus
padres don Manuel Payno y Bustamante, an-
tiguo empleado del Virreinato, y dofta Josefa
Flores: <4 primero pertenecía ft una familia aco-
modada del Interior y ora primo hermano de
don Anastacio Bustamante que posteriormente
colaboró con el Libertador Itttrblde on la glorio-
sa obra de la Indfcpeftdeheia do México y fué
Varias veces Presidente de la República.
Payno entró muy joven, á poco do consuma-
da la emancipación del país, íi la Adriana de
México, con el cnrActer de meritorio, y no ha-
bían pasado muchos anos de su Ingreso á esa
oficina cuando fue enviado por el Gobierno, en
compañía <V don Guillermo Prieto y don Iía-
r,¡icr^tnr.i Mexicana,—Tomo II.—A
Vi

món Traiza Alcaraz, fl fundar la A d u a n a Ma-


rítima de Matamoros á orillas del Ufo B r a v o :
en ella ascendió por rigurosa escala desdo los
puestos m á s subalternos h a s t a el de Contador.
En 1,840, estuvo con el carácter de Secretario,
con el General don Mariano Arista, gefe del
Ejército del Norte, q u e d u r a n t e varios años tu-
vo su cuartel general en Matamoros. Con esc
empleo tuvo en ei ejército el grado do teniente
coronel, que conservó cuando pasó al Ministe-
rio de Guerra como p,efe de Sección.
T a m b i é n fué a d m i n i s t r a d o r general de la ren-
ta estancada del tabaco, empico en el cual t u v o
oportunidad de conocer los inconvenientes do
ese sistema y se propuso aludirlo como vere-
mos después; así mismo, su larga práctica en el
ramo de Hacienda, hizo que por difícil é intrin-
cado que era, lo llegara á estudiar perfectamen-
te y fuera en éi una autoridad como lo demues-
t r a n las diversas obras de la materia que es-
cribió y publicó.
El año do 1,842 fue nombrado Secretario de
la Legación enviada á la América del Sur y
con ese motivo tuvo ocasión de conocer aque-
llos países, así como ir por primera vez á. F r a n -
cia é Inglaterra; t e r m i n a d a su misión diplomáti-
ca, volvió á ocupar el puesto de contador de la
Fábrica Nacional de ± abacos. En 1,844, el Pre-
sidente Don .Antonio López de S a n t a A n u a lo
envió á Nueva York y Plladelfia a. estudiar el
sistema penitenciario.
E s t a n d o en ese primer puerto ¡1 principios del
año siguiente, presenció el e m b a r q u e de las
fuerzas del general Taylor que iban á dar prin-
cipio á la guerra, en t a n t o que el gabinete de
Washington pretendía afín seguir las negocia-
ciones diplomáticas. P a y n o , Indignado de esa
doblez é impulsado por su patriotismo, resolvió
poner en conocimiento del Gobierno mexicano
esa perfidia y al efecto fletó una goleta en la
que llegó á Veraeruz, subió á México y dio
Vil

al Presidente P a r e d e s oportunos y minuciosos


Un orines acerca de esa expedición.
E l año siguiente, que Scott llegó á Veracruz
con fuerzas de desembarco y ocupó al fin la pla-
za, P a y n o recibió orden de establecer un ser
vicio secreto de correos entre el puerto y la ca-
pital de la República; con no pocos riesgos lo
inspeccionó personalmente y a d e m á s de ese ser-
vicio A la causa nacional, prestó el de batirse
con los invasores, en las guerrillas qu-> en el
r u m b o de Puebla se organizaron, combatien-
do v a r i a s veces al lado del valiente guerrillero
don Eulalio Villaseñor.
No hemos podido ratificar la especie que en
a l g u n a p a r t e liemos visto de que formó Payno
p a r t e del Congreso de Querétaro en 1,S48, pues
en les papeles de la época se lee el apellido
P a y r ó e n t r e los d i p u t a d o s que votaron por la
paz, y aún no consultamos los documentos ofi-
ciales relativos íí esa Legislatura, Se nos ha
asegurado que en el año siguiente estuvo en
E u r o p a y en el Japón.
E n 1,850, d u r a n t e la Administración del Je-
neral don José Joaquín de H e r r e r a , desempeñó
la cartera de H a c i e n d a y procuró, secundado
por sus colegas y por el Presidente, introducir
ol orden y la economía en ose r a m o que hacía
diez años e s t a b a en un d e s b a r a j u s t e espantoso:
concluyó P a y n o con los acreedores d e Londres
un arreglo en 14 de Octubre de ese año, me-
diante el cual quedó reducido el interés de la
deuda al t r e s por ciento a n u a l sobre el capital
de 10.241,651) libras esterlinas (li único que la
nación reconocía entonces y se liquidó la cuen-
ta de réditos sin que hubiera necesidad de
Vlíí

agencias, ni de comisiones, ni de corretajes, ni


ile g r a v á m e n e s de ninguna especie, ni p a r a los
tenedores de bonos ni para .México, y sin que
el Gobierno de la lieyna Victoria se mezclase
en nada. De cuantos arreglos se habían hecho
h a s t a entonces, y se hicieron después, sin ex-
cluir el último ó sea la conversión de 1,899, nin-
guno ha sido tan provechoso para nuestro país
como «1 que hizo el señor Payno en 1,850: el
rédito se redujo de cinco al tres por ciento; el
pago de él y del dividendo se haría en Mé-
xico y no como a n t e s en Londres; se suprimían
los gastos de giro, comisión, etc., que importa-
ban m á s de trescientos mil pesos; y por último,
de diez millones de pesos que importaban los ré-
ditos insolutos, consiguió el Sr. P a y n o que los
acreedores se conformasen con t r e s millones y
medio de pesos en efectivo y con algunos per-
misos p a r a importación de algodón que no ne-
garon ¿1 s u m a r un millón. Razón, pues, te-
níamos p a r a decir que ese arreglo es el mejor
que ha hecho la República.
E n c a r g a d o del poder el General Arista, nues-
tro financiero siguió en el Ministerio y cuan-
do Santa A u n a fué Gobernante por última vez,
t u v o que salir n u e v a m e n t e del país íi causa de
las persecuciones de este P r e s i d e n t e por la par-
te que tomó P a y n o en un libro relativo á la
entonces reciente guerra con los Estados Uni-
dos. E u é partidario de la revolución de Ayu-
tla, t a n t o por esa causa como por la de la amis-
t a d que le unía con don Ignacio Comonfort,
gefe de esa revolución, y antiguo compañero de
oficina del señor Payno. Al e n c a r g a r s e del po-
der Comonfort el 11 de Noviembre de 1,85¿>, le
confió la cartera d e Hacienda y n u e v a m e n t e
dio m u e s t r a s de su actividad y talento; sin sa-
crificio p a r a el contribuyente, aprontó los re-
cursos necesarios p a r a el rápido equipo y ar-
m a m e n t o del ejército de dieciseis mil hombres
con que el Presidente salió á batir á los "pro-
IX

nunciados" de Zacapoaxtla, apoderados d; la


plaza de Puebla. Tan abundantes fueron los
recursos proporcionados a ese ejército, que se-
gún el mismo Payno refiere, "tomaba hasta
café con leche en el campamento," novedad
bastante agradable para los soldados, acostum-
brados antes á desayunarse con el tradicional
"atole." Decretó además la intervención de los
bienes de la diócesi de Puebla; expulió un nue-
vo arancel de aduanas que estuvo vigente más
de quince años; desestancó el tabaco y otros ra-
mos que eran aprovechamientos del gobierno
desde la época colonial y celebro un nuevo arre-
glo con la casa de Lizardi acerca de la deuda
de Londres.
Algunas diferencias de opinión con Comon-
fort acerca de las primeras leyes de Reforma
(pie se preparaban y con las que no estaba de
acuerdo, hicieron que en 1,830 saliera del Mi-
nisterio, entrando don Miguel Lerdo de Te-
jada; sin embargo, al inaugurarse la era cons-
titucional en Septiembre de 1,857, volvió á en-
cargarse de esa cartera. Estábase preparando
en esos días un movimiento formidable contra
la nueva Constitución y Payno, por su alta
posición política, no podía ser Indiferente ni ex-
traño á él; en un manifiesto que publicó el año
de 1,8<>0, trató de explicar en el lenguaje pin-
toresco y descuidado que usó en todos sus es-
critos, la parte que él tomó en et Golpe de Es-
tado y dice que su separación del Ministerio
en 11 de Noviembre de 1,857, obedeció á las
molestias que le causaba una aguda enfermedad
de ojos que padeció en esos días; sin embargo,
en un rapto de ingenuidad no raro en él, dice:
"Dos incidentes insignificantes y aislados die-
ron principio a la revolución: el uno fué la se-'
miración de dou .luán .losé Baz del gobierno
del Distrito, y el otro la renuncia que en esos
días hice del Ministerio de Hacienda." Tam-
bién ingenuamente dice que la Constitución
X

no era ni buena ni mala, añadiendo que su se-


g u n d a renuncia del Ministerio obedeció á la fal-
t a de recursos.
No obstante esto, volvió ti encargarse de la
c a r t e r a de Hacienda en los últimos días de
Noviembre y encontró m a n e r a de r e c a b a r los
fondv.8 que necesitaban lus agentes enviados
á diversos puntos para p r e p a r a r el golpe de Es-
tado: entre ellos uno fué á Morelia á h a b l a r
con- el General don Epitacio H u e r t a , llevando
una c a r t a de don Félix Zuloaga, la (pie l'ay-
110 dice que no leyó, y á. la que sin embargo de
esto, agregó una postdata. Esa carta fué en-
viada por H u e r t a á don Eligió Sierra, diputa-
do por Miehoacáu al Congreso general y sirvió
d e base íi la acusación por conspirador que Sie-
rra presentó contra el Ministro de H a c i e n d a (1).
Reunido el Oran J u r a d o , declaró que había mé-
ritos para proceder contra F a y n o y contra Zu-
loaga, pero ni uno ni otro se inquietaron gran
cosa, pues la conspiración iba tan adelantada,
que antes de (pie la Cámara pudiera hacer
algo, la revolución estallaría; ni siquiera se ocu-
pó don Manuel P a y n o de ir al Congreso por
m á s que se le llamaba con insistencia. Suce-
dió como lo había previsto: estalló el pronun-
ciamiento, el Congreso fué disuelto y el pro-
cesado Ministro siguió con la cari era de Ha-
cinda hasta el 1S de Enero de 1,858, que la re-
nunció á causa de que Comonfort. despojado
del c a r á c t e r de Presidente, resolvió salir del
país.
D e s v i r t u a d a la revolución de T a e u b a y a que,
promovida por los liberales aprovechó á los
conservadores, quedó olvidado del nuevo go-
bierno, con el que no simpatizaba, y mero ob-
servador de los sucesos políticos en la época
de la " G u e r r a de los tres años." D u r a n t e esa

(i) Don Ignacio M. Altamirano llegó á pedir las cabezas de Payno y de


Zuluojía, y al prímuru lu defendía en la tribuna Dun Manuel Maria de Za-
macona.
XI

época se ocupó de asuntos literarios y arregló


u n a nueva edición de su novela " E l Fistol del
Diablo." El triunfo del partido constitueiona-
lista no cambió la situación de Payno, pues
aun cuando el proceso empegado en 1,857 no
siguió ñ. causa de la multitud de sucesos que en
ese intervalo de tiempo se habían desarrollado,
y que hablan hecho olvidar íi los hombres del
Golpe de l i s t a d o ; sin embargo, el Ministro de
Hacienda de Oomonfort había ya muerto para
la polítií a, y á pesar de que sci e n c o n t r a b a en
plena edad viril, podía considerarse como un
nombre del pasado en medio de aquellos solda-
dos y políticos (pie r e p e n t i n a m e n t e habían bro-
t a d o de todas p a r t e s ; sin embargo, muchos co-
mo don .Tose Higinio Núíiez, le consultaban y
se dejaban guiar de sus consejos en materia de
Hacienda.
1.a intervención trance.-a y el s g a n d o impe-
rio lo encontraron e n t e r a m e n t e , olvidado le la
vida pública, y sin embargo de esto, fué objeto
de persecuciones de p a r t e de las nuevas auto-
ridades. El 21 de agosio de 1,803, se redujo á
prisión á P a y n o en unión del Coronal A u / a , de
don Agustín del líío. don Lucas del Palacio y
Magarola, don Renato Masson, periodista fran-
cés, don Florencio M. del Castillo y de l i s se-
ñores Morales P u e n t e y Goytia. Todos esta-
ban acusados de conspiradores, según declaró
la Regencia; llevados íl la prisión Militar de
Santiago, el 27 se les sacó di» ella para condu-
cirlos a Veracruz y TJlúa, donde estuvieron pre-
sos algún tiempo y fueron objeto de b a s t a n t e s
vejaciones. Sin embargo, cuando llegó Maximi-
liano, reconoció el Imperio y aun figuró entre
los regidores de la ciudad de Móxieo, a u n q u e por
muy pocos días, pues renunció el cargo.
R e s t a u r a d a la República, P a y n o resultó elec-
to diputado al IV Congreso de la Unión por el
Cantón Militar de Tepic, y consiguió ver apro-
bada su credencial; fue nombrado Profesor de
xu
Historia Pntrifi on la Escuela P r e p a r a t o r i a y
desempeñó otras comisiones que le confió el
gobierno; salió reelecto p a r a ol Y, VI y V I I
Congresos; la revolución de Tuxtepee en n a d a
alteró la situación que g u a r d a b a . En 1^882 fué
electo Sonador y on eso mismo año el Gobier-
no de Don Manuel González lo envió A P a r í s
como agente de colonización: residió algún tiem-
po en Europa y en 1,880 recibió el nombramien-
to ño Cónsul cotí residencia en S a n t a n d e r y pos*
teriormente fue trasladado con ese mismo ca-
rácter á Barcelona donde residió largas tem-
poradas, aprovechando sus vacaciones en ha-
cer excursiones por diversos países europeos,
pues era muy afeólo A viajar.
Anciano ya, octogenario y cansado del mun-
do, sólo deseaba ya Venir A morir A su p a r t í a ;
dejó el consulado y regresó A México, donde fue
elegido Sonador el ano de 1,8!)2; en octubre le
1,894 fué nombrado presidente uc. ese cuerpo,
lo que le daba el carácter do vicepresidente
de la República para el mes siguiente, según lo
prevenía la Constitución entonces. El 28 de
octubre enfermó de pulmonía a causa de ba-
bor bebido agua fr'a d u r a n t e la sesión do eso
día, y falleció de esa enfermedad el 4 de no-
viembre de ese ano en el inmediato pueblo de
San Ángel donde residía. No o b s t a n t e el alto
c a r á c t e r de que estaba investido en la época do
su muerte, su entierro en el P a n t e ó n de Dolores
fué b a s t a n t e sencillo,

ii

A peftar de los elevados puestos qtie ocupó


y de su larga carrera política, don Manuel
P a y n o os más conocido como escritor que como
e s t a d i s t a ; y si de su obra do economía queda
poco, su renombre como literato d u r a r á aún lar»
iros años.
XIII

Contemporáneo de Calderón, de Rodrigues!


Calvan, de Navarro, Carpió, Laeunza, Gonzá-
lez Bocanegra, Guillermo Prieto, y otros mu-
chos escritores que después de la Independen-
cia empezaron á publicar s u s composiciones,
siguió la m i s m a senda que ellos; perteneció &
la Academia d e L i t e r a t u r a ; compuso algunos
versos, publicados en "El Ateneo Mexicano,"
"El Museo Mexicano,*' y en algunos otros; es-
cribió uno ó dos d r a m a s , según afirma C E R O y
publicó varias novelitas cortas cuando llegó a\
la j u v e n t u d , según podrá colegirse por las fe-
chas p u e s t a s al calce de cada una de las com-
posiciones que contiene este tomo, primero de
sus obras.
Algunas de ellas las reunió en un pequeño
volumen que tiene el título de " T a r d e s Nu-
bladas," México, 1,870, donde también se en-
cuentra un entretenido y curioso viaje de Mé-
xico á, Veraeruz, que se presta admirablemen-
te p a r a estudiar las costumbres y la situación
del país de los comedios del pasado siglo.
Los periódicos de 1,838 en adelante, sobre to-
do los literarios, tienen muchos artículos y nove-
litas cortas de Payno, e n t r e bis que recordamos:
"María," Novela publicada en "El Año Nuevo,"
publicado por el editor Gal van p a r a el año de
1,839; "TTn Doctor," "¡Loca!" " L a víspera y el
día d e boda," "Alberto y Teresa," "Trinidad
J u á r e z , " "El Barón d'Artal," " P e p i t a , " " L a
L á m p a r a , " " L a Esposa del I n s u r g e n t e , " " E l
Monte Virgen," novelas y muchos artículos en
"El Museo Mexicano," correspondiente á. los
años d e 1,843 á 1,845; " E n t r e t e n i m i e n t o s de
amor," novela, en "El Ateneo Mexicano," 1,845;
"Artículos de Viaje" y " L e y e n d a s , " en la "Re-
vista Científica y Literaria," 1,845 y 1,84(>. En
1,848 publicó un a l m a n a q u e con el título de "El
Año Nuevo," donde insertó numerosos artícu-
los y la novelita "El Lucero de M á l a g a . "
P e r o la obra que le dio m á s notoriedad y que
Literatura Mexicana.—Tomo II. -II
XIV

popularizó su nombre, fué su novela "El Fistol


del Diablo," publicada por primera vez en los
años de 1,845 y 1,846, en el periódico titulado,
"Revista Científica y Literaria," durante los
años arriba citados. Después del "Periquillo"
y de "La Quijotita," de Lizardi, el "Fistol" era
la primera novela "larga" que se publicaba en
México, y retrataba, no las costumbres de la
época virreiynal, sino los tipos y personajes que
habitaban la capital de la nueva Nación; genui-
namente nacional esa novela, es un verdadero
archivo que guarda el recuerdo de los usos de la
antigua sociedad mexicana, su lenguaje, sus re-
franes, trajes, preocupaciones, tendencias, etc.
El estilo de esa obra no es muy correcto, la hi-
lación de la trama no muy completa, y el len-
guaje no muy elevado, sin que por esto se crea
que es del todo vulgar, y sin embargo, es ver-
daderamente agradable. "Tengo la creencia,
decía CERO á propósito del "Fistol," de que
Manuel no formó un plan para escribir esa no-
v e l a . . . . y de aquí es que ella creció por acu-
mulación, i>ero llegó & su término; aunque no
todos los suscritores tuvieron conocimiento de
eso."
Efectivamente, la segunda edición de "El Fis-
tol del Diablo," hecha en 1,859 y que en poco
tiempo se agotó, salió notablemente corregida
y aumentada, y otro tanto sucedió con la ter-
cera, hecha en Barcelona en 1,887; en ella los
aumentos fueron mucho mfts considerables y
el desenlace totalmente diverso del de las dos
ediciones anteriores.
Del mismo estilo que esa novela es la otra
que también publicó en Barcelona de 1,800 á
1,891, titulada "^os Bandidos de Río Frío:" un
crimen, célebre en los anales de nuestro foro,
forma el argumento de la obra, en la que sin
cesar se ven desfilar gentes y personajes cono-
cidos de nuestra sociedad ó que han dejado en
ella perdurable memoria, por su abolengo, sus
XV

extravagancias, sus riquezas ó por sus méritos.


Preparaba otra novela, continuación de "El
l'istol del Diablo;" pero ignoramos si la ter-
minó.
También publicó obras de otros géneros; pa-
ra sus alumnos de la Escuela Preparatoria,
escribió un "Compendio de la Historia de Mé-
xico," que en la forma de efemérides que tie-
ne, es bastante completo y alcanzó seis edicio-
nes (pie fueron aumentando su volumen. Hoy
está olvidado, no obstante que es preferible ¡1
muchos otros, escritos con más pretensiones,
pero con menor exactitud y concisión.
Colaboró con Don Vi< ente Riva Palacio en
"El Libro Ko.jo," obra de carácter histórico
que relata los más culminantes sucesos sinies-
tros que registra nuestra historia de tres si-
glos y medio; "Iturbide y Torán" y "México
en 1,848," son otras dos pequeñas obras de ca-
rácter histórico (pie escribió. Fué asimismo
uno de los principales colalK>radores en la obra
"Apuntes para la historia de la guerra entre Mé-
xico y los Estados Unidos," que le valió el
destierro ordenado por el General Santa Anua.
Acerca de sus via.ies publico unas curiosas
"impresiones de un viaje á Inglaterra." Si fue-
ra fácil reunir en una colección todas las obras
y los escritos de Payno, formaríase una de die-
ciocho ó veinte gruesos volúmenes, donde el
lector encontraría tratadas materias muy di-
versas de economía política, historia, arqueolo-
gía, literatura, viajes, política, geografía, etc.
En eíl "Boletín de la Sociedad Mexicana de
Geografía y Estadística," publico asimismo nu-
merosos artículos históricos, descriptivos y íi
lológicos; de los varios periódicos de carácter
político en que escribió, recordamos el sema-
nario burlesco titulado "Don Simplicio," y "El
Siglo XIX," entre todos, y en el (pie con di-
versos intervalos, durante más de un cuarto
de siglo, aparecieron sus producciones; fué Pay-
XVI

uo el fundador del diario llamado "El Fede-


ralista," que en un principio tuvo la particulari-
dad de dedicar sus números dominicales á la
juventud, la que casi exclusivamente llenaba
esos números; tarea larga sería siquiera señalar
los artículos debidos á su pluma en esos dia-
rios. El año de 1,860 publicó un opúsculo expli-
cando su conducta durante los sucesos que mo-
tivaron el golpe de Estado de 1,857.
Sus obras referentes á asuntos económicos
acreditan su laboriosidad y vastos conocimien-
tos en esas materias: además de las "Memorias
de Hacienda," que publicó cuando fué Ministro
de los Generales Arista y Herrera, y que die-
ron materia a don Juan Prim para suscitar eu
las Cortes españolas un animado debate sobre
la cuestión de México, Payno en 1,802 escribió
un grueso tomo titulado "México y sus cuestio-
nes financieras," donde hizo la historia y el aná-
lisis de las deudas que reportaba México: esa
obra la escribió por encargo del gobierno y para
ser presentada ¡i los comisionados de España,
Francia é Inglaterra que, en son de guerra aca-
baban de llegar con tropas á Veracruz. En
1,867, don Benito Juárez le encargó otra obra
por el estilo que se publicó con el título de
''Cuentas y gastos de la Intervención y del Im-
perio," en la que hacía la historia financiera
de esa época y el cálculo de lo que esos dos su-
cesos costaron á México.
Escribió otras obras, entre ellas "México y
Barcelona," que dejó inédita y que después de
su muerte empezó á publicar su hermano don
Joaquín Payno, que nos ha facilitado algunos
datos para esta "Noticia;" y sus "Memorias,"
que también están inéditas y que son curiosas
é interesantes.
Perteneció á numerosas asociaciones científi-
cas y literarias; además de á la "Acaoemia de
Literatura" que ya hemos mencionado, su nom-
bro y figura en las listas de la Sociedad Mexi-
XVII

cana de Geografía y Estadística en la que por


muchos años fungió como Secretario; fué Presi-
dente honorario de la Sociedad d e África, esta
Mecida en P a r í s ; el mismo honorífico cargo tu-
vo en la d e " A r t e s é I n d u s t r i a s " de Londres;
miembro del Instituto Cooper de Nueva York;
socio corresponsal tío la de Geografía y Estadís-
tica de la misma ciudad, etc.; ademas, fué de-
clarado ciudadano de varios E s t a d o s de la Re-
publica.
Sin ser una eminencia, P a y n o fué un hombre
notable en las letras y en la política de Mé
xica. Sus obras fundamentales ne Hacienda,
el arreglo de la deuda y el desestanco del taba-
co, produjeron, la primera, evitarnos dilieulta-
des diplomáticas y aplazar por doce años la
intervención europeo, y la segunda In prosperi-
dad de que hoy disfruta la industria tabaca-
lera; fué ndoniAs un hombre honrado, pues no
o b s t a n t e los puestos que desempeñó, nunca fué
rico; si en política cometió faltas, no son ellas
de las que m a n c h a n la reputación de un hombre
que A cambio prestó muchos servicios A su
país; no fué orador, y sin embargo, cuando su-
bía A la t r i b u n a sabía a t r a e r s e la atención del
Congreso; "piensa en voz alta, decía un escri-
tor, y jamfls orador alguno ha subido con tan-
ta tranquilidad ni ha t r a t a d o al auditorio con
m a s confianza. P o r muy g r a v e que sea el ne-
gocio, por muy acalorada que esté la discu-
sión, por muy exaltados qne se encuentren los
Ánimos, P a y n o se presenta impasible y habla
como podría hacerlo en su despacho ó en una
reunión de amigos a c o s t u m b r a d o s A escucharle;
no a n d a buscando ni las frasca pomposas ni
las figuras poéticas, ni los golpes de t e a t r o ; muy
pocas veces se exalto, y no hay peligro de que
m u e r a por Impetuosidad d e su carácter."

ALEJANDRO VILLASBÑOR Y VILLASEÑOH


MARÍA.
Que amor en el alma vive,
y si ella á olía viil.i pasa,
no muere el amor sin duda

CALDERÓN.

Un trono seriando vieron,


y un cadalso al despertar,
A. SAAVEUKA.

I.

LA MADRE Y LA HIJA.

El mar inquieto é irritado: una cadena


de ensenadas y lagunas solitarias: grupos
de rocas negras: multitud de médanos que
son transportados por el viento: tempesta-
des horribles:—un aspecto nulo, imponen-
te ; tal es la naturaleza de Soto la Marina.—
Algunas chozas miserables, habitadas por
>°s pobres pescadores, rv-spiran desolación
y abandono; parece que las ramas del árbol
protector nunca han alcanzado á dar su
1

sombra á aquel triste suelo. E m p e r o aque-


lla naturaleza salvaje no carece de atracti-
vos, porque es grandiosa y sublime:—el al-
ma de L o r d Bryon, la imaginación de Schi-
11er.
Se ve algunas veces un cielo hermoso
como el de ( )riente ; otras triste, cubierto de
nubes cenicientas, como el que se refleja
en las ondas del Tániesis.— Una tempestad
horrible, el mar agitado, formando un rui-
do que hiela la s a n g r e : al otro día, la luna
apacible en medio del cielo, el m a r quieto,
el mar hermoso, el mar de plata.—Es allí la
naturaleza sin duda el libro del alma, la
imagen perfecta de todas las alternativas y
contrastes de la existencia del h o m b r e .
Detrás de una colina formada de grandes
peñones, cuya base bañaban las aguas del
mar, estaba edificada con ladrillo y made-
ra una casa pequeña, que sin e m b a r g o po-
día reputarse como la mejor de todas las
del puerto, y desde poco antes que saliese
Tturbide de la república, habitaban en ella
dos personas.
La madre era alta, gruesa y v i g o r o s a :
cuarenta primaveras que habían r o d a d o por
su cabeza, no la habían despojado de aquel
semblante agradable y majestuoso, en que
se trasluce una belleza devastada por el
contacto de los años. D o t a d a de una al-
ma enérgica, de un esfuerzo varonil y de
una virtud del corazón, cumplió, como po-
5
cas, con los deberes de esposa; es decir,
participó en los combates de los peligros
de su esposo, le consoló en sus trabajos,
lloró con él sus desgracias; fué para él un
amigo, un ángel, porque su esposo, c o m o
todos los buenos mexicanos, voló á incor-
porarse con los primeros valientes que hi-
cieron resonar en M é x i c o los ecos sonoros
de Independencia y L i b e r t a d . — D o r o t e a era
veracruzana.
El fruto de un amor sin limites, la ter-
cera esencia de dos almas íntimamente uni-
das por todos los sentimientos, fué una hi-
ja.—Veinte años, talle airoso, faz rosada,
ojos negros, pie p u l i d o : virtud, sencillez,
inocencia: belleza en el c u e r p o ; belleza en
el a l m a : tal era la hija. María había naci-
do en el país de las llores, en el E d é n me-
xicano.—María era jalapeña.
L a m a d r e y la hija, después de haber re-
corrido todos los círculos dolorosos del
m u n d o , después de haber luchado con la
adversidad, parece que escogieron aquel si-
tio, al parecer más p r ó x i m o á la vida futura,
como la última posada que habían de habi-
tar en la peregrinación por el valle de mi-
serias y de dolor. E n efecto, aquella casa
era la misma en que el esposo y el padre ha-
bitó, aquella casa era querida p a r a la ma-
dre y la hija, lo mismo que las rocas y las
°las del mar, porque todos estos lugares
fueron testigos de la aurora de felicidad que
relució un istante sobre la p o b r e familia.
6

P o r otra parte, entre el tumulto y agitación


de una ciudad, ¿ q u é plaza podrían ocupar
la viuda y la hija de un soldado ? de un hom-
bre que dejó sus bienes, las delicias conyu-
gales, la paz doméstica, y ocupado única
y exclusivamente del a m o r de la patria, voló
á las filas de los valientes, y fué soldado.
Mas'el círculo en que el destino le colocara
n o era elevado; así es que fué valiente, ge-
neroso, bajó al sepulcro cubierto de hon-
rosas cicatrices, y murió peleando por su
país como un h é r o e ; pero murió soldado.
Los grandes señores, la clase media, el pue-
blo ¿se ocuparía de la suerte de la viuda
y la hija del soldado? Sin duda que no.—
Ellas vivieron segregadas de la sociedad ;
mas n o fué esto bastante para que escapa-
ran de las injusticias y estorsiones de la
misma sociedad, y se retiraron á un sitio
lejano y solitario. H a s t a donde es posible
eran felices, pues que la madre tenía á la
hija, la hija á la madre, y ambas á Dios.
S o p o r t a b a n lo presente con la resigna-
ción propia de la v i r t u d ; el porvenir no les
inquietaba, porque su porvenir era la muer-
te ; y exentas de crímenes y de remordi-
mientos, aguardaban la muerte con tran-
quilidad : solamente les habían quedado los
recuerdos de lo pasado, materia suficiente
de todas sus conversaciones. E s c u c h e m o s
una de ellas.
E r a una tarde. Corría una fresca brisa
que templaba los vapores de la ardiente are-
7

na, cuando salieron Dorotea y María á la


puerta de su casa á gozar de la frescura del
aire y de la vista del mar. Dorotea hilaba
algodón con un malacate, y María, cabizba-
ja y triste como de costumbre, guardaba
un profundo silencio: después de un rato,
Dorotea fué la primera que habló.
—Siempre triste, María; tienes empeño
en aumentar mis padecimientos. Si yo te
mirara como en otro tiempo alegre, bulli-
ciosa. Y a . . . . hasta los colores tan frescos
de tus mejillas van desapareciendo poco á
poco.
—Madre, vd. lo quiere creer así. Se en-
gaña vd.: no tengo nada; pero en esta
soledad es fuerza entristecerse.
—¡Ahí entonces iremos á México, ó á
otra parte; donde estés mejor.
—¿ A México ? . . . . ¡ Oh ; nunca!
-—¿Por qué?
•—Porque. . . . María suspiró, púsose un
dedo en la boca, y guardó un profundo si-
lencio.
•—Vaya, hija; recién venida á este puer-
to, todas las tardes salías á este mismo sitio
á tocar el harpa y á cantar, y á fe mía que
no te escuchaba yo sola, sino que todos los
pescadores se acercaban á oirte, porque
tienes, alma mía, una voz tan dulce. . . .
•—Pero ahora. .. . interrumpió María.
•—Ahora, prosiguió la madre, me agra-
daría infinito me cantases unos versos: la
música, hija mía, arrulla el alma de 1,)S
X

viejos, y les trae á la memoria los días ale-


gres de su juventud.
—Bien, madre mía, no tengo á quien
complacer en el mundo más que á vd.
Fué María á traer su harpa, mientras Do-
rotea, maquinalmente y sin dejar su ocupa-
ción,, murmuraba con su ronca voz alguna
canción popular del tiempo de sus prime-
ros años.
María hacía resonar con una dulzura y
una armonía celestial las cuerdas de su har-
pa, y tomaba tal expresión de ternura y me-
lancolía cuando cantaba, que causaba la
admiración de todos los pescadores y habi-
tantes de Soto la Marina.
Volvió con su harpa, con la compañera
de sus alegrías, la consoladora de sus tris-
tezas.
—Está ya templada: ¿qué quiere vd. que
cante ?
—Lo que tú quieras, Mariquita; todo me
agrada de tu voz.
—¿Lo que yo q u i e r a ? . . . . Meditó un
momento, y acompañada de su harpa ento-
nó esta canción.

¡ Oh qué dicha incomparable !


qué ventura, qué contento,
cuando vaga el pensamiento
en una hermosa mansión!
El alma vuela á otro mundo,
y en su rápida carrera
9

no hay término ni barrera


"que contenga esta ilusión."
Son de amor las ilusiones
sueños alegres, dorados,
palacios de oro encantados
do se enerva el corazón.
Mas estos ensueños vanos
como el humo desparecen,
y nuestros martirios crecen
"disipada la ilusión."
Vuelve, vuelve, grato sueño,
que tu bálsamo apetezco,
y mi existencia aborrezco
sin tu dulce agitación.
De placer inexplicable
tú mi espíritu inundaste:
dime ¿dónde te ausentaste,
"grata, risueña ilusión ?"
Concluyó María bajó el semblante, s~
desprendió de sus ojos una lágrima, que
cayó sobre su harpa, y comenzó con el de-
do á trazar algunas líneas que querían de-
cir algo de lo que pasaba en su alma.
—Y bien, María, ¿no sigues cantando?
¿en qué se ocupa tu pensamiento? Estás
sumergida en una profunda meditación.
—En verdad, contestó María, que recuer-
do ahora tiempos más felices. ¿Se acuerda
vd., madre, cuando entró en México el ejér-
cito ?
—Sí, y mucho que me acuerdo. ¡ Ohj
él entusiasmo, el regocijo tan natural que
l^iu-r;itufa Mexicana.—Tomo II.—3
iO

se veía en los semblantes de todos los me-


xicanos con dificultad volvere-
mos á ver otro día igual. Ya se ve, eran ne-
cesarios otros once años de muertes y de-
sastres, y otra victoria para q u e . . . .
—Mucha razón tenían los valientes, in-
terrumpió María, para estar contentos, co-
mo que después de lidiar por su patria y de
derramar su sangre en las batallas, llega-
ban á México á gozar del reposo con sus
familias.
—Yo, hija, no participé mucho de esa
alegría, porque no vi entrar á tu padre co-
ronado con los laureles del triunfo, buscan-
do su casa, y ansioso por arrojarse en los
brazos de su Dorotea y cubrir de besos el
rostro de su hija; el infeliz descendió antes
al sepulcro.
—I Mi padre !. . . Me amaba mucho: ¿ es
verdad ?
—Sí, y mucho que me acuerdo. ¡ O h !
ocasión que lo sacaban en Irapuato al patí-
bulo, volvía la cara, me miraba con ter-
nura y me decía: "No te aflijas, Dorotea,
muero por mi patria; pero el único encargo
que te hago, lo único* que te ruego no ol-
vides, es á mi hija, á mi pobre Mariquita.
—¡ Cómo te había de olvidar, hija, cuando
eras la única prenda que me quedaba en el
mundo!
•—Y después, preguntó María con la voz
trémula, ¿qué sucedió?
—No había llegado su última hora. Yo
I I

me arrojé á los pies del emperador, que en-


tonces m a n d a b a la tropa que había cogido
prisionero á tu p a d r e . . . . al fin se enterne-
ció con mis lágrimas y arrancó á tu padre
de la m u e r t e ; y aun nos dio dinero y caba-
llos para que en el silencio de la noche nos
escapáramos.
—¿ D e veras ? ¡ qué generoso !
—i O h ! desde entonces, siguió Dorotea,
no ha dejado de a m a r al emperador, y to
dos los días la primera súplica que dirijo al
cielo es porque aunque sea lejos de su pa-
tria, le conserve la vida muchos años.
— Y yo también, madre, siempre he he-
cho lo m i s m o . — E n Q u e r é t a r o , qué bien me
trató ; sin duda nos hizo algún favor: cuén-
teme vd., madre, ¿por qué estuvimos allí
con él?
—¡ O h ! ese servicio jamás lo olvidaré : tú
ibas á ser deshonrada, arrebatada de mi la-
do por un coronel p e r v e r s o ; pero la Provi-
dencia lo llevó allí, y te salvó de un peligra
horroroso que tú misma no conocías. Ya
ves, hija, lo q r e le debemos.
— M u c h o , m u c h o ; ,; pero por que lo des-
t e r r a r o n ? por qué tan p r m t o bajó del tro-
no?
— Q u i é n s a b e : ya te acordarás de su co-
ronación, fui la primera en ir.. . . ¿ E s ver-
dad? te llevé ¿ Q u i é n ha de creer qúft
tanta pompa, tantos vivaá y tanto entusías
rno habían de parar en un destierro?
12

—Sí, en un destierro: yo creo que es


una injusticia.—Una perfidia.
—Qué quieres, hija, esta es la condición
humana: ayer, un trono: hoy, lejos de su
patria.
—¡ Desgraciado ! pronunció María á me-
dia voz.
—.Ciertamente muy desgraciado: esto de
morir, tal vez lejos del país que lo vio na-
cer, es muy terrible; yo daría mi vida por
volverlo á ver como lo vi en la catedral.
María lloró; guardaron un rato un pro-
fundo silencio; pero como ya la noche co-
menzaba á caer sobre la tierra y soplaba un
norte algo fuerte, recogió Dorotea su ma-
lacate y su algodón; María su harpa y se
encerraron en su pobre habitación.
Tal vez podrá traslucirse por la conver-
sación antecedente, que María se interesaba
demasiado por la suerte del emperador. En
efecto, había sido para María un objeto de
adoración interior, de un culto puro: le
amaba desinteresadamente por uno de aque-
llos movimientos naturales del corazón, los
cuales están excluidos, por decirlo así, del
imperio de la razón.
No era extraño, la gratitud se equivoca
frecuentemente con el amor. Por otra par-
te, María, cuya vida desgraciada no le ha-
Día permitido disfrutar de los placeres y co-
nocer otros objetos que ocuparan su pen-
samiento, se había entregado, en medio de
la soledad, á unas ilusiones risueñas para
*3
su edad: aunque conocía al instante toda
la locura de su ideas, no podía separar-
se de ellas; de tal manera, que vinieron á
producirle aquel tedio continuo, aquella
calma fatal que experimenta el hombre
cuando le es imposible realizar sus más li-
sonjeras esperanzas. Esto sucedía á María
en la época de esta narración.—¡ Pobre Ma-
ría!

II
LA VUELTA A LA PATRIA.

La mañana era hermosa; el cielo azul,


salpicado de algunas nubéculas blancas, se
retrataba en el mar cuyas olas, al balancear-
se con blando movimiento, formaban ráfa-
gas brillantes. La brisa inflamaba las velas
de un bergantín inglés, que surcando las
olas espumosas del golfo, se dirigía á las
costas de México.
Luego que rayó la aurora, el primer cui-
dado de Iturbide fué subir á cubierta, desde
donde trataba con ansiedad de observar con
u
n anteojo. Pasó el momento mágico; el
momento en que el piloto grita: "Tierra."
Iturbide, después de la primera emoción,
saludó con palabras tiernas y elocuentes,
c
pn las lágrimas en los ojos, las costas que-
ridas del suelo donde vio la luz primera.
Sin embargo, puede asegurarse que su jú-
14

hilo era más g r a n d e , más vehemente que el


de otro cualquiera. R o d e a d o , poco tiempo
hacía, de toda la grandeza y esplendor ima-
ginables, fué el objeto de la adoración y res-
peto de una nación l i b r e ; y en medio de la
locura y entusiasmo que inspiraba á los me-
xicanos el aura de libertad que por prime-
ra vez respiraban después de tres siglos, le
habían señalado con el dedo, y elevado á
regir los destinos de u n a nación.
íturbide volvía á los lugares, testigos de
tantas escenas, ya de dolor, ya de c o n t e n t o ;
cada colina, cada monte, cada arroyuelo
bullían en su memoria un torrente de re-
cuerdos.
Estaba sentado en la popa del barco con
la vista clavada en las costas de México, y
le agitaban en aquel instante mil encontra-
dos pensamientos. Y a v a g a b a de nuevo en
los campos espaciosos de la fortuna y del
p o d e r ; ya pensaba entregarse á contemplar
en algún lugar solitario, la armoní? y be-
lleza naturales, y gozar en el último tercio
de su existencia, de la paz doméstica y de
la tranquilidad, que no se encuentra entre
la p ú r p u r a y entre los c o r t e s a n o s : ya se fi-
guraba que podía muy bien llegar el m o -
mento en que, e m p u ñ a n d o el acero, volara
otra vez á combatir contra los enemigos
de su p a t r i a : en fin, recorría su mente va-
n o s cuadros. P e r o ¿imaginaría, ni aun re-
motamente, que estaba muy p r o n t o el fatal
desenlace del drama de su vida? D e nin-
i5

guna suerte. Iturbide perseguido en Euro-


pa, se acogía á su patria: venía solo, sin
pompa, sin soldados y confiado en que los
mexicanos no habían olvidado al hombre
que los hizo libres.
Hallábase María sentada en una roca,
algo distante de la playa, divirtiendo su
tristeza con la multitud de canoas y botes
de los pescadores, cuando divisó un ber-
gantín que aproximándose ligeramente, an-
cló en la barra: una curiosidad natural la
hizo aproximarse. El bergantín arrojó un
bote al mar, y entraron en él hasta cuatro
personas. Aproximóse el bote á tierra, y
saltaron las cuatro personas. ¿Quién podrá
pintar la sorpresa de María cuando recono-
ció al emperador? Latió su corazón, cambió
su rostro mil colores, y fué la primera que
pronunció el nombre de Iturbide. Pocos
instantes después María estaba pálida, los
ojos desencajados y temblando, porque ba-
hía escuchado una sentencia de muerte
Encaminóse á su casa maquinalmente;
encontró á su madre en la puerta, que ya sa-
bía la fatal nueva, porque corren por des-
gracia en alas del viento.
—Madre mía, sabe v d . . . .
—Todo lo s é . . . . respondió Dorotea ; y
la madre y la hija se abrazaron y derramá-
r
°n abundantes lágrimas.
El corazón de la mujer es las más veces
Se
nsible y tierno: la mujer llora por su
an
iante, por su hijo, por su hermano, y aun
16

por su enemigo cuando es desgraciado; era,


pues, natural que la madre y la hija llora-
ran por la próxima muerte del hombre á
quien tanto debían.
Pasó mucho tiempo sin que hablasen una
palabra, hasta que Dorotea, acariciando el
rostro de su hija, exclamó:
—Huyamos, hija, huyamos para no pre-
senciar una escena de dolor.
—Sí, madre mía, como vd. quiera.
María no estaba en estado de obrar ni de
conocer nada. Iturbidc, el patíbulo, la muer-
te, el bergantín, todo se presentaba á su
imaginación al trasluz de una nube de ho-
rrorosos pensamientos. Creía un sueño todo
cuanto había presenciado; reía, lloraba,
cantaba.
La mañana que siguió á este suceso, la
madre, la hija y un anciano que las acom-
pañaba, iban caminando á Padilla, donde,
sin saberlo, iban á ser testigos del tunesto
espectáculo de que trataban de huir.

III
LA PRISIÓN.

Aunque eran las cuatro de la tarde, como


la claridad del sol estaba ofuscada por den-
sos nubarrones, sólo entraban por la alta
claraboya del estrecho y sucio aposento en
que estaba preso Iturbide, unos mortecinos
'7
rayos de luz que se ofuscaban y perdían en-
tre las sombras y suciedad de las paredes.
En un extremo de la pieza estaba Iturbi-
de sentado delante de una mesa, con una
mano en la frente, mientras que con la
otra sostenía una pluma, sumergido en un
abismo de meditaciones. Una golondrina se
paró en las ramas de unas flórecillas silves-
tres que habían nacido en la cornisa de la
claraboya. La golondrina pió alegre, y hu-
biera tal vez permanecido allí largo rato;
pero la débil rama sucumbió, y la golondri-
na se voló. El preso miró el pajarillo, ex-
haló un suspiro y continuó triste.
I Cuántas reflexiones despertaría en su
alma este incidente tan común, y que na-
die que no sea un desgraciado, puede ha-
cer alto en él ? Consideraría la rama tan dé-
bil como la existencia del hombre: envidia-
ría la libertad del ave, y querría, como
ella, respirar el aire puro. ¿El canto monó-
tono y silvestre del pájaro tendrá algún en-
canto para su alma? Quién sabe.
Iturbide en aquel momento sentía el pe-
so de la fatalidad, y todas las amargas re-
flexiones consiguientes á su desgracia se
agolpaban en su cabeza; todos los senti-
mientos de su corazón los confiaba á la plu-
ma, y procuraba sacar alguna consecuencia
Ppr la que dedujese el motivo que le preci-
pitaba en el último extremo de los males.
Dejó un momento la pluma y comenzó á
discurrir.
Literatura Mexicana. —Tomo 11.—3
r8

— Un alma grande, un corazón fuer-


te, jamás se abate ni tiembla por la próxima
aparición de la muerte. No obstante, quién
sabe qué pavor secreto se apodera del hom-
bre cuando considera atentamente que va
pronto, muy pronto, á concluir su vida.
Sacó el reloj é hizo una breve pausa.
—i Santo Dios, las cuatro y medía!. . . .
A las seis el suplicio ¡ Ah ! conti-
nuó, qué trabajo cuesta romper los esla-
bones de esta cadena que ata el cuerpo con
el alma, aun cuando no tenga el mortal
sobre la tierra sino desolación y martirios....
Yo sí tengo ligas fuertísimas que es im-
posible desatar sin llenarse de dolor: mi es-
posa, mis hijos. . . ¡ Dios mío!. . . .
Iturbide, después de haberse limpiado una
lágrima que le arrancó el recuerdo de su
infeliz familia, se sentó con tranquilidad á
continuar la representación que dirigía al
llamado congreso de Tamaulipas, que no
iba á servir más que de un monumento his-
tórico, que transmitiera á las generaciones
venideras el crimen de algunos y la desgra-
cia de un hombre digno de mejor suerte.
Paróse otra vez y exclamó : Sólo, abando-
nado ; nadie vendrá á dulcificar mis últimos
momentos; no oiré ya sino la voz de mis
verdugos. Una palabra de consuelo no di-
sipará esta carga insoportable de tristeza
que abruma mi alma y debilita hasta las
fu erzas de mi cuerpo. La luz va faltando
en este cuarto.
«9
Se acercó y abrió cuanto p u d o una puer-
ta vieja de la claraboya, y prosiguió :
— E l cielo está triste como mi alma, y
no t e n g o siquiera el placer de que el, sol de
mi patria envíe un rayo sobre mi belada
frente. Los últimos m o m e n t o s que mis
ojos verán la l u z : las estrellas brillarán esta
noclie en el cielo, y no alzaré mis ojos para
contemplarlas, porque esta noche reposaré
entre el polvo. . . . ¡ O h , Dios eterno, esto
es increíble! Si fuese un s u e ñ o . . . . Reali-
dad, todo es realidad: cúmplanse tus altos
decretos.
Oyese en esto un sordo murmullo, ruido
de armas, pisadas de caballos y eí redoble
de un tambor. Pocos m o m e n t o s después la
prisión estaba llena de soldados.

IV.

LA PLAZA.

L a plaza presentaba también u n c u a d r o


n o menos triste y sombrío. El cielo, cu-
bierto de nubes cenicientas, t o m a b a por
grados un tinte más obscuro, conforme el
sol se iba p o n i e n d o ; caía una lluvia m e n u d a
y soplaba á ratos un viento frío; a l g u n o s
aviones volaban graznando, y se coloca-
ban en las ramas de u n o que otro álamo
m a r c h i t o ; las pocas casas estaban cerra-
das; los habitantes vagaban inquietos y so-
bresaltados, y en la iglesia recitaban, en
voz baja, algunas buenas ancianas, los sal-
mos penitenciales.
Al toque de un tambor ronco, desfilaba
por un ángulo de la plaza un cuerpo de tro-
pa; en el centro el prisionero y á su lado
un sacerdote recitándole oraciones y ex-
hortándole con dulces palabras á ía con-
formidad; detrás el pueblo, que por un ins-
tinto de curiosidad se atropella por ir á una
función ó á una escena de horror. ¿ Pero
sabía el pueblo á quién iban á extraer para
siempre de su seno ? ¿ Sabía que el que es-
taba cercano á la muerte era el hombre que
le amaba, y que le veía como á su propia fa-
milia ? Tal vez lo sabía ; pero qué importa :
¿había agentes que le movieran, que le qui-
tasen la venda de los ojos, y le dijesen: "Mi-
ra, el hombre que llevan al suplicio es el
mismo que te quitó las cadenas: corre, lí-
brale de sus asesinos?" Por el contrario,
tenía las armas delante.
Sin embargo, dejábase escuchar por in-
tervalos un sordo murmullo, parecido al de
una lejana tempestad. Cada cual deseaba
dentro de su pecho que la ejecución no se
verificase; cada cual deseaba dar su vida
por salvar al prisionero; mas todo el mundo
silenció, y la ejecución no dilataba en veri-
ficarse.
Al redoble del tambor paró la comitiva
en el centro de la plaza; colocaron á Itur-
1\

bidé en la posición conveniente, y el silen-


cio que reinó por un momento, dio á en-
tender cuánto padecían la mayor parte de
los espectadores.
Entre tanto, habla Iturbide con el sacer-
dote, quizá algo relativo á su conciencia ó
á su familia. Procuremos echar una rá-
pida ojeada sobre el cuadro que en lo gene-
ral presentaba la plaza.
Multitud de cabezas apiñadas en un ex-
tremo, y cuyo movimiento era muy seme-
jante al de una oleada, no perdían uno sólo
de los de la víctima: de una parte un grupo
hablando en voz muy baja: un viejo solda-
do con su capote amarillo, y un rosario de
cuentas gordas en la mano, rezaba por la
última hora del héroe. Dos ó tres embebi-
dos en la puerta de una casa, y volviendo
aquí y allá la cabeza, significaban que algu-
na parte tenían en el suceso. Un militar,
cubierto de cicatrices, retorciéndose el bi-
gote, chispeando los ojos de cólera y que-
riendo por momentos arrojarse sobre la tro-
pa y salvar al desgraciado, ponía de repente
la mano sobre el puño de su espada; mas
luego la retiraba poco á poco, bajaba la ca-
beza y limpiaba con su callosa mano el agua
de sus ojos. Tres ó cuatro entes, cuyas al-
rnas viles no merecían pertenecer á la ra-
^a humana, esparcían la voz de que era muy
JUsto muriese el traidor eme nos quería en-
vegar á España. ¡ Miserables !!! Una ma-
^ e llorando; el niño que tenía en los bra-
22

zos llorando; un grupo llorando: más ade-


lante, tres ó cuatro inocentes jugaban, son-
reían delante de la muerte, y preguntaban:
¿ Qué sucede? En fin, había en la plaza llan-
to, risa, remordimientos.
Es preciso también introducirnos un mo-
mento en una casa demasiado pobre, pero
bastante limpia, colocada al sur de la pla-
za, y observar los movimientos de sus mo-
radores, y principalmente los de dos muje-
res que estuvieron rodeando, desde por la
mañana, la prisión de Iturbicle, y suplican-
do con lágrimas á los oficiales y centinelas,
que las dejasen entrar un sólo momento: no
lo consiguieron, y se conformaron con ir
siguiendo de cerca á Iturbide, hasta que la
tropa formó cuadro; y la anciana se enca-
minó á la casa referida, llevando, casi en
los brazos, á una linda joven. Allí rodea-
das de dos ó tres señoras, pasó la escena
siguiente:
—Es en vano llorar, doña Mariquita, dijo
una anciana con la faz surcada de años ; el
mal ya no tiene remedio: ahora lo que con-
viene es rogar á Dios por su alma.
—Sí, hija mía, es lo único que nos resta.
—En verdad, madre, que vd. y estas
señoras rogarán á Dios por la mía.
— ; T ú morir, hija de mis entrañas? in-
terrumpió Dorotea con un acento dolorido.
—¿Y por qué no? Ve vd. mi rostro páli-
do, mis ojos hundidos y mi frente fría;
¿una máquina tan descompuesta, cree vd.
que tardará mucho en aniquilarse?
23

—Que la curen: ahí está mi cama, dijo


doña Juana, la dueña de la casa.
—Que la curen, repitió María con iro-
nía : que me curen el alma, que pongan den-
tro de mi pecho otro corazón.
—Necesita descansar, dijo doña Juana.
—En el sepulcro, contestó María.
—Pobre niña, exclamaron todas al mis-
mo tiempo, mientras la madre, fijos los ojos
en su hija, le separaba los cabellos que le
caían en el rostro.
—Sí, por este momento pueden vdes. te-
nerme mucha lástima, porque sufro dema-
siado. Madre mía, exclamó sollozando y
arrojándose al cuello de Dorotea; este mo-
mento es horrible . ¿Qué, no ha muerto?
¿no lo han matado?
Nadie le respondió.
—Pero no d i l a t a r á n . . . . Mire vd., ma-
dre mía, soy muy feliz porque dentro de
poco yo también habré muerto; y morir
cuando la vida es tan amarga, es un con-
suelo.
—Me causa extrañeza el interés tan gran-
de que toma esta joven por el Sr. Iturbide,
dijo en voz baja una de las presentes á
doña Juana; bueno es afligirse, (bien sabe
-Dios que se me podía ahorcar con un ca-
bello) pero no hasta el grado de perder el
juicio como esta niña.
—Creo que es su pariente, respondió do-
ña Juana.
24

No abandona la vanidad á ciertas gen-


tes en ningún caso; así es que doña Jua-
na, aunque conocía muchísimo á María,
aprovechó la ocasión con la pregunta para
darse importancia con sus amigas. Siguie-
ron éstas cuchicheando hasta que habló otra
vez María.
—Madre, perdone vd.; pero no puedo ya
tener dentro de mi corazón este secreto.
—¿ Cuál, cuál ? exclamaron todas movi-
das de la curiosidad.
—Yo le amo, sí; ¿ y qué me importa que
lo sepa el mundo entero? ¿no va á morir?
¿ no va á santificar la muerte este amor ?
—Calle, dijo doña Juana: ¿con que le
amaba ?
—Sí ¿y qué tiene eso? dijo otra, al fin
su sangre: tiene razón de estar así.
—Señoras, siguió María: si yo les con-
tase á vdes. un sueño muy horrible que tu-
ve, ¡ ah! si yo se los refiriera, se estremece-
rían : no me a c u e r d o . . . . pero un n a v í o . . . .
qué se y o . . . , ¡la muerte!.. . . Pero todo
es mentira: un sueño al fin. . . . ¿No digo
bien, señoras?
Giraron desencajados sus ojos al derre-
dor del cuarto, y se escapó de sus labios
una amarga sonrisa.
—Hija, hija, no me atormentes, y no des-
troces el corazón de una madre.
—¿Vd. siente lo mismo que yo? contes-
tó María.
2
5
—Si, hija, lo m i s m o ; y enlazadas con los
brazos, lloraron la madre y la hija.
E n esta situación permanecieron un ra-
to, hasta que volvió María, desprendién-
dose de los brazos, á dirigirles la palabra.
— ¿ Q u é n o sallen, señoras, que el morir
es un descanso? ¿ N o ven vdes. en el m u n -
do un lago de sangre, donde se bullen ca-
dáveres y sombras que nos amenazan ? ¿ Y
no es gustoso salir de estos horrores A vivir
en otros m u n d o s m u y hermosos, muy tran-
quilos ?. . . . M a d r e mía, la tempestad es
muy furiosa, y va á destruir nuestra casa.
— E s t á loca la infeliz; exclamó doña
Juana.
— P o b r e niña, dijeron las otras.
María cerró los ojos y se reclinó en el
seno de su madre.
E n t r e tanto pasaba esta escena: Iturbi-
de concluyó su confesión con el sacerdote y
esperó la muerte. Describir los últimos
momentos de aquel desgraciado, y trasla-
dar al papel toda la solemnidad de un
hombre al pie del cadalso, en los umbrales
de ht tumba, es imposible. El h o m b r e , en
este último acto de su vida, es poeta, es fi-
lósofo, es o r a d o r ; porque habla con la poe-
sía del alma, con la sinceridad del que nada
hene que esperar en la tierra, y con la lógi-
ca del infortunio.
t Iturbide exhorté) al soldado á la obedien-
^ J al pueblo á la paz y á la unión y per-
donó á todos sus enemigos y recibió la
Literatura Mexicana.—Tomo 11.—A
26

muerte sin temblar. Quizá el fogón de la


cazoleta sacó las lágrimas de los soldados
que hicieron el vil oficio de verdugos.
Al trueno de las armas, y al sordo cla-
mor que se escuchó en la plaza, todas las
personas que estaban en la casa ya dicha
palidecieron y exclamaron : i Jesús !
María apenas entreabrió los ojos, sonrió,
y todo quedó en profundo silencio.

V.
EL SEPULCRO.

Un sepulcro siempre mueve al alma á


meditaciones tristes y profundas. El que
mira un lugar de esta clase, casi nunca deja
de considerar atentamente lo poco que vale
el hombre. El sepulcro es el último asilo
que la tierra le concede: la puerta coloca-
da al fin de la mísera existencia mundanal,
y en el principio del campo grandioso, in-
comprensible, infinito de ía vida futura: la
barrera donde se estrella la ambición y el
orgullo: la playa donde mueren los cálcu-
los avanzados y atrevidos del hombre políti-
co : el puerto donde el infeliz, después de
haber luchado á brazo partido en el mar
de la adversidad, arroja, triste y solitario,
el áncora de su frágil barco. El sepulcro es
la muerte y la vida, el fin del ser, el princi-
pio del ser; el todo, la nada; el olvido, los
recuerdos.
27

Pero el pequeño circuito del sepulcro nun-


ca encierra con el cuerpo del hombre la vir-
tud y la gloria ; porque la virtud es grande ;
la gloria es grande, y ambas no caben en
el sepulcro.
El de Iturbide despertaba melancólicas
reflexiones. El mármol, las inscripciones,
el oro, no indicaban el lugar donde yacían
los despojos de un hombre, como se fuere,
grande: ningún monumento ni estatua se-
ñalaba su sepulcro. En un pequeño espa-
cio de tierra, solitario, sombrío, se deposi-
taban los resto» del hombre de la libertad.
Una modesta cruz y el recuerdo indeleble,
grabado en el corazón de los buenos mexi-
canos, eran los monumentos consagrados
á su memoria: ninguno de los arteros cor-
tesanos que otra época le doblara la rodi-
lla, venía con un corazón sincero á dirigir
una súplica al Eterno.
Pasado algún tiempo, una muchacha ves-
tida de blanco, con el cabello suelto, y el
rostro marchito y pálido, venía todas las
tardes á derramar flores sobre esta tumba,
>r á regar con lágrimas el pie de una cruz,
hasta muy entrada la noche. Era María,
todos ignoraban dónde habitaba, y nadie
s
e atrevía á interrumpirla en sus largas me-
ditaciones. Los habitantes caritativos de
Padilla y los pescadores que venían de So-
to la Marina, tenían cuidado de ponerle por
allí algunas viandas para que se mantuviese.
Mucho tiempo vino María á orar sobre el
28

sepulcro de Iturbide: después se dijo que


se la había visto en Soto la Marina aparecer
por las rocas de la orilla del mar, y que una
ola había terminado la aciaga existencia de
la joven, y otros aseguran que se la veía
ya en las playas de Soto la Marina, ya en
el sepulcro de Padilla, aparecer en las no-
ches corno una luminosa visión.
Sólo puede asegurarse que la infeliz Do-
rotea sucumbió bajo el peso del dolor y de
los años, poco después que aconteció la ca-
tástrofe horrorosa del infortunado caudillo
de la libertad mexicana.
UN DOCTOR.
Habríais sentido latir de espanto
el corazón al ver cómo recoma el
cadáver, < 61110 se inclinaba sobre
él, cómo escuchaba con ansiedad
para desengañarse quien habla ga-
nado la terrible apuesta, si el mé-
dico ó la muerte,
T A D E U S l-.L R E S U C I T A D O

I.
Antes de partir para Durango—me dijo el
Doctor—pasé á despedirme de mi antiguo
amigo N.*** el cual tenía dos hijas. Una
de ellas era aún pequeñita, tierna y linda,
como los primeros botones de rosa que se
abren en la primavera. Después de las ex-
presiones de amistad, y ofrecimientos y pro-
testas que son consiguientes en tales casos,
toe retiré de la casa para montar en el ca-
rruaje que me aguardaba. Había bajado
tres escalones, cuando me acordé que no
toe había despedido de las dos niñas, que
como unas magas, frescas, juguetonas y
l e g r e s , llenaban de ventura la vida de mi
a
toigo. Retrocedí en efecto, y sólo encon-
tré á la más pequeñita, besé su frente rubo-
32

rosa é inocente, y estreché sus manecitas


torneadas. Tres días llevaba de camino y
aun se me presentaba en mis sueños esa ni-
ña, tan linda, tan risueña y tan inocente.—
Cuando llegué á Durango apenas tenia ya
un vago recuerdo; á los tres meses se me
había borrado enteramente.
Cuatro años después volvía á mi país, y
en una hacienda del camino se me presen-
tó mí amigo N*** y me dijo echándome
los brazos al cuello: Doctor, sin duda el
cielo envía á vd. para que salve á una de
mis hijas.
—¿ Qué tiene ? le interrumpí con agita-
ción.
—No lo sé, Doctor: no come, no duer-
me ; cada día se pone más extenuada y más
pálida.
—Vaya, veo que no es cosa de cuidado,
le interrumpí sonriendo: esa enfermedad es
amor; curaremos á esa niña casándola, si
el novio es bueno.
—Ni lo imagine vd.: ni ama, ni jamás ha
amado á nadie. Es una enfermedad física y
terrible la que padece.
—Bien, la veremos, y entonces le diré á
vd. mi opinión. ¿Y cuál de las niñas es?
—Cecilia, Doctor: pero vcl. ve con indi-
ferencia el asunto.
—¿La más joven? le interrumpí.
—Sí señor: Cecilia, la más joven.
Un calofrío extraño recorrió todo mi
cuerpo. La niña pequeñita, cuya casta fren-
53
te había yo besado hacía cuatro años, era la
misma que sufría.—La cosa era muy intere-
sante ya para mí; así es que continué di-
ciendo á N. :*** Se equivoca vd. en creer
que yo tengo poco interés en la curación
de la niña; al contrario, es menester que
la vea breve, que la asista, que ponga mis
cinco sentidos en volverle la salud.
—Gracias, Doctor, gracias: vd. volverá
también la vida á su padre. No sé por qué
causa tanto dolor el que las gentes mueran
en el Abril de su vida, sin haber gozado de
nada, s i n . . . . ya se ve, es mi hija, y yo de
todas maneras debo sentir que se muera.
—Tiene vd. razón, amigo; pero no hay
que desconsolarse.
—Cecilia está muy mala, Doctor, me con-
testó con la voz demudada.
—Haremos todos los esfuerzos posibles
por salvarla. N*** me estrechó la mano.

II.
Como Cecilia vivía en una hacienda con
una parienta, fué menester conducirla has-
ta e l lugar de mi residencia, y en efecto,
a
los dos días me avisaron que la enferma
fl^e aguardaba. Con toda precipitación me
Ve
&tí, y á los cinco minutos estaba ya junto
de Cecilia. Eran las facciones delicadas de
la. niña que yo había conocido; pero altera-
das por el sufrimiento; sus ojos negros y
literatura Mexicana. —Tomo II.—5
54

rasgados no brillaban con la alegría de la


niñez; sus mejillas estaban encarnadas; pe-
ro no era el color de la juventud, sino el
efecto de la calentura y agitación del cami-
no. Por lo demás, Cecilia extenuada, con
las mejillas hundidas, con los labios sin co-
llar, y con un tinte de melancolía indefini-
ble, era á mis ojos más interesante que lo
había sido en otro tiempo, en que no podía
*ener para ella más que una afección pasa-
jera.
—Cecilia, le dije con una voz dulce : ¿ Se
acuerda vd. cuando me despedí de vd. antes
de irme á Durango?
—Sí señor, me contestó con una voz lán-
guida.
—Entonces estaba vd. tan contenta, tan
llena de vida y de salud, y ahora. . . . dé-
me vd. el pulso. Cecilia me abandonó su
mano.
—Me acuerdo, continué, que me volví
de la mitad de la escalera sólo por abrazar
á vd.
Cecilia fijó en mí sus negros ojos, y se
puso más encendida: yo saqué mi reloj para
contar las pulsaciones, y evitar el que los
circunstantes conocieran la turbación que
me causó su mirada. Dos minutos pasa-
ron y no pude contarlas : por fin advertí con
desconsuelo que la calentura estaba muy al-
ta; pero con voz muy tranquila le dije:—
Vaya, Ceciiia, es menester valor: hay una
peca d* calentura, pero es efecto ád ca-
35
m i n o y del sol. ¿Tiene vd. apetencia de
comer?
— Ninguna.
— ¿ Y sed?
—Mucha.
— ¿ Y siente vd. dolor de cabeza?
— P o r las tardes.
— ¿ Q u é más le duele á vd. ?
— E l pecho.
Al oír esta palabra me puse p á l i d o ; fingí
tos, y me cubrí la mitad de ¡a cara con mi
mascada. Cecilia tosió también, se puso pá-
lida, y exclamó :—¡ Jesús m í o ! qué ardoi
tan terrible.
— ¿ A r d o r , Cecilia, y d ó n d e ?
— E n el pecho, Sr. D o c t o r ; parece que
tengo u n a llama. A g u a , por D i o s ; u n a g o -
ta de agua.
—Sí, a g u a es m e n e s t e r : pero le mezcla-
remos una poca de g o m a , le dije. N o ten-
ga vd. c u i d a d o : todo eso es á causa del ca-
mino y de la agitación.
•—¿ Y el corazón duele ?
-—Sí s e ñ o r ; y me late con tal violencia
^ e me ahoga. Doctor, agua. Cecilia en-
trecerró los ojos, y su respiración era traba-
josa.—Me acerqué y oí los latidos de su
°orazón, c o m o los sonidos de la péndola
c
le un reloj de sala.
Pedí papel y tinta, y escribí una receta.
Al retirarme, Cecilia me p r e g u n t ó con u n a
traste s o n r i s a : — ¿ D o c t o r , cree vd. que sa-
naré ?
36
—Le aseguro á vd. que sí, Cecilia; pero
es menester que se divague, y no piense
en que se ha de morir, porque todo lo que
yo trabaje lo echará vd. por tierra. Has-
ta mañana, Cecilia. Procure vd. dormir, y
con esto encontraré á vd. mejor Le to-
mé una mano, y sudaba frío.
Cabizbajo me retiré, contemplando que
tenía que luchar á brazo partido con la
muerte, para arrancar de sus manos á esta
flor casi marchita. Era un desafío formal,
era un lance en que mi reputación, mi
orgullo, y un afecto indefinible y oculto,
me obligaban á poner todo mi estudio, to-
do mi cuidado en volver la salud á Ce-
cilia : sin embargo, la enfermedad conoce-
rá vd. que es peligrosa, y además había
hecho ya muchos progresos.
Esa noche revolví mis libros, me senté
delante de una mesa, y cuando la luz de
la aurora se dejó ver, yo todavía estudia-
ba. Me arrojé medio vestido en la cama,
y á las diez que desperté, corrí en casa*
de Cecilia.—Con indecible satisfacción vi
que la calentura había disminuido; que el
latido del corazón era menos violento, y
que sus lindos ojos estaban más animados.
—He pasado una excelente noche, Doc-
tor, me dijo alargando la mano para que
le tomara el pulso. Hacía ocho días que
me acostaba yo á revolverme en la cama,
á contar minuto por minuto los golpes de
mi corazón, á esperar con ansia las horas
37
de la luz, para ver entrar un rayo del sol
por la rendija de la ventana, porque las
noches, Doctor, son una eternidad entera
para los pobres enfermos que sufren.
¡ Cuánto he padecido, Doctor 1 pero las
medicinas de vd. me han aliviado, y he
concebido la esperanza de vivir algunos
días más.
—Y también vivirá vd. años, Cecilia. Es
menester fe en el médico, porque es el ins-
trumento de que Dios se vale para miti-
gar los dolores de los enfermos, y además
vd. es joven, y el vigor de la edad triun-
fará del mal. Me dicen que no ha querido
vd. tomar con continuación, la bebida que
le ordené. Los médicos son, por lo general,
déspotas con los pacientes ; pero yo quie-
ro ser el amigo de vd., y como tal le rue-
go que se resigne á sufrir unos días, para
gozar en seguida de la salud. Con que, ¿me
promete vd. no separarse de mis órde-
nes? Se lo suplico á vd., por lo que
más ama en el mundo.
Cecilia suspiró, y yo me despedí de ella
asegurándole que su mal era pasagero y de
ningún riesgo. El médico debe con dulzura
V cariño atender á medicinar el espíritu con
la esperanza, y el cuerpo con las drogas de
'a botica. ¿Le parece á vd. bien?
—Excelente, Doctor. ¿Pero Cecilia se
alivió ?
—Cuatro días tuve de placer, porque el
m
al terrible del pecho que destruía á es-
.V*
ta criatura tan hermosa y tan resignada,
desaparecía rápidamente. Si viera vd. cuan
orgulloso y satisfecho salía yo después áe
haber observado que mi enferma estaba ale-
gre, que saboreaba con gusto su pequeña
porción de sopa de leche, y que dormía
tres ó cuatro horas de cada noche? Cecilia
me daba las gracias por todo esto, y yo en
ese momento no me cambiaba por el mo-
narca más poderoso del mundo. Estas son
las compensaciones que tiene nuestra pro-
fesión ; al menos dígoío por mí, que no he
podido acostumbrarme á ver con el sem-
blante sereno los sufrimientos y agonías
de la humanidad: así que, cuando un enfer-
mo vuelve á la vida, cuando el médico ha
corrido hasta el borde de la tumba para
arrebatar á la muerte su presa, con el po-
der de la ciencia, entonces es el momento
más delicioso que pueda tenerse en este
mundo.
—Pero vamos, Doctor, ¿en qué quedó
Cecilia ¿ Se murió, ó siguió adelante el ali-
vio?
—El quinto 'día, continuó el Doctor,
amaneció el cielo cubierto de nubes: un
viento frío del Norte comenzó á soplar, y
una ligera llovizna caía por intervalos. Abrí
la ventana de mi cuarto, y dije para mis
adentros: Estas malditas nubes y este ai-
re frío, van á destruir todo mi trabajo.
Cecilia no debe pasarla por hoy muy bien.
Tomé un libro y me puse á estudiar: pasé
39
ocho hojas sin comprender nada, porgue
no pensaba yo más que en el sol, no se
asombre vd., pensaba que si el sol no sa-
lía, Cecilia debería tener un ataque fuerte.
¿Vd. sabe lo funesto que son estos día»
fríos y nebulosos para los que padecen dei
pecho? En estas reflexiones estaba sumer-
gido, cuando tocaron fuertemente la puerta,
Abríla, y una criada me dijo asustada: Se?
ñor, la niña se muere. Cinco minuto* per-
manecí sin movimiento como una estatua
de mármol: después mis nervios se cris-
paron, y como por medio de un resorte, en
dos brincos me puse en casa de Cecilia.

III

La fuerza del mal la había hecho meter-


se en la cama. Su rostro estaba trasparente,
los labios sin color, los ojos negros y
ra
sgados que brillaban como dus luceros,
estaban opacos con el viento de la muerte,
y sombreados por una línea morada que
ca
si formaba un círculo con la ceja. Le tp-
*Wé la frente, y ardía como un volcán. L e
toqué los pies y las manos, y eran de nieve.
observé su respiración, y era trabajosa y
a
gitada, como que la llama de la vida aper
n
&s animaba ya el cuerpo tierno y virgen
^ C e c i l i a , y pocas horas le quedaban de
e
*istencia. Antes de que yo pudiera arti-
4o

eular palabra, Cecilia clavó en mí sus ojos,


y me dijo:
—Doctor, no debe vd. apurarse ya, porque
mi mal no tiene remedio: siento que muy
pronto va á volar mi alma quizá al cielo,
porque me he confesado antes de que vd.
viniera, y pronto vendrá el Santísimo. Es-
tas eran las únicas medicinas que me con-
venían.
Hubo un instante de silencio; luego pro-
siguió con una voz pausada y melancólica:
—Doctor, ¿y qué será posible que me
muera ? ¡ Oh qué terrible es morir tan jo-
ven y cuando contaba yo con tener mu-
chos años de vida! Mándeme vd. algún
remedio, es muy terrible la muerte. Doc-
tor, ¿qué no hay esperanza?
Una lágrima brillante y solitaria, rodó
por la mejilla pálida y hundida de Cecilia.
Yo estaba á punto de prorrumpir sollo-
zando ; pero recobré mi serenidad, acor-
dándome que de ella dependía la vida de
Cecilia, que en lo más florido de sus días,
en lo más risueño de sus esperanzas iba á
ser sumergida en la tumba. En un momen-
to puse á toda la casa en movimiento, y
apliqué á la enferma -medicinas tras de me-
dicinas. Eran las cuatro de la mañana y
el mal no cedía; á las cinco me retiré á mi
casa, y despechado me arrojé en mi lecho
sin concebir la menor esperanza. A las
diez volví, y la enferma hacía cinco minutos
que se había dormido. Este es buen sin-
-M

toma, dije para mí, y volvió á brillar en mi


alma un rayo de esperanza. A las once de
la noche todavía dormía Cecilia; esto me
causó alguna inquietud, pero me acerqué
de puntillas y me convencí que su respira-
ción era tranquila y natural. Con su ros-
tro apacible y descolorido, sus párpados ce-
rrados y su boca entreabierta, que dejaba
ver una hilera de dientes blancos y peque-
ños, parecía de esas santas vírgenes y már-
tires que duermen apaciblemente en las
urnas de plata y cristales de las iglesias de
Roma. ¡ Cuánto sufrí al considerar que tal
vez el sueño de Cecilia podía ser eterno!
A las cinco de la mañana despertó, tosió
suavemente, se incorporó en el lecho y pidió
agua. Le ministré una bebida mucilagi-
nosa, y habiéndola recomendado al cuida-
do de su familia, me dirigí á mi casa, y allí
tendido en mi lecho desahogué por medio
de las lágrimas el peso terrible que por
veinticuatro horas había oprimido mi cora-
zón. A la mañana siguiente me miré al
espejo, tenía canas, y creo que una arruga
más en la frente.
Mi enferma mejoraba visiblemente. Los
colores de la salud brotaban poco á poco
en sus mejillas, el apetito era excelente, y
sus hermosas formas iban de nuevo toman-
do su primitiva morbidez y tersura. La lu-
cha estaba decidida finalmente, y la muerte
había huido ante la magia de la ciencia.
Literatura Mexicana.—Tomo II.—6
42

IV.
Un mes después le dije á Cecilia:
—Es menester dar ahora unos paseos
cortos por el campo: el oxígeno de las plan-
tas y la fatiga del ejercicio deben completar
la obra que se comenzó con las bebidas y
sangrías.
Cecilia por toda respuesta me tomó el
brazo. Desgraciadamente ve vd, que no
hay por este rumbo de esos sitios amenos,
llenos de flores y de aromas que se encuen-
tran por las cercanías de México: así es que
nos dirigimos al llano, que ofrecía sin em-
bargo á nuestras plantas un tapiz verde y
aterciopelado.—Inútil será decir á vd. que
yo estaba loco de placer y de orgullo sin-
tiendo el ligero peso del brazo de Ceci-
lia. Quise por primera vez insinuarle, que
el que había sido su médico sería su espo-
so ; que el que la había puesto de nuevo en
el camino de la vida, sería también en lo de
adelante su guía y su compañero; pero te-
nía un nudo en la garganta y no encontraba
palabras con que comenzar mi declaración.
Como llevábamos cerca de media hora de
paseo sin que yo hubiese articulado una sí
laba, Cecilia fué la que habló.
—Doctor, ¡ si viera vd. con qué emoción
se ve el campo, y las calles, y las casas y
las gentes cuando se había perdido toda es-
peranza de vivir!
43
—Lo creo, Cecilia; pero ¿juzga vd. tam-
bién que el médico que contaba con asistir
á los últimos instantes de un enfermo, no
se llene de orgullo al ver que ya ha reco-
brado su primitiva salud y lozanía?. . . . Y
además, acaso me guiaba en la curación
de vd. un interés más tierno, v. g., el de un
amigo, el de un hermano, el d e . . . . Cecilia,
¿podría acaso con la constancia y con los
sacrificios dar á vd. un nombre más sig-
nificativo, más?. . . .
—Mi salvador, por ejemplo. . . . ¿no es
eso lo que vd. desea, Doctor ? Pues bien,
desde hoy en adelante confesaré que des-
pués de Dios, soy á vd. deudora de una vi-
da que, sin embargo, no es del todo feliz.
—Vd. no me ha querido comprender;
pero vamos, ¿por qué no es vd. feliz?
—Doctor, hay males que no se curan con
sangrías y bebidas; y el mío, aunque no es
grave, requiere otro género de medicina.
—Cecilia, Cecilia, exclamé, queriéndome
arrojar á sus pies, vd. puede ser feliz y. . . .
No acabé la alocución porque un pensa-
miento siniestro y lúgubre, como esas nu-
bes negras que aparecen en el horizonte del
ni
ar, cruzó por mi mente. ¿ Cecilia amará á
°tro? ¿Habré arrancado á esta niña del se-
pulcro para ponerla en brazos de un rival?
Esta idea me volvía loco. Después de un
r
ato de silencio, dije á Cecilia con una voz
bronca y áspera:
—Es menester volvernos á la casa de vd.
Porque tengo muchas ocupaciones.
44

—Como vd. guste, Doctor. Siento sólo


haber molestado á vd., y le agradezco que
me acompañe á mis paseos; tanto más que
las obligaciones de vd. como médico han
debido cesar ya.
—Es decir que vd. rehusará en lo de ade-
lante salir conmigo.
—No he dicho tal cosa, Doctor; antes
bien le reconoceré á vd. cada día más sus
atenciones y cuidados; pero vd. se moles-
ta
—Niña, vd. me ha de hacer perder el jui-
cio.
Ocho días seguidos salí con Cecilia; pe-
ro le hablé del campo, del aire, de las flo-
res, de la medicina, de todo menos de mi
amor, porque temía un desengaño, hasta
que por fin me decidí á escribirle una car-
ta, que relataré á vd., pues la conservo en
la memoria.
"Cecilia: el que fué médico de vd. y la
"libró de la muerte, ha tenido la locura de
"pensar que podría tal vez llegar á ser su
"esposo. ¿Consentiría vd., Cecilia mía?
"¿Aceptaría vd. mi pequeña fortuna y mi
"grande amor? ¿Aceptará vd. á un hom-
"bre lleno de defectos físicos, pero cuya al-
"ma entera la consagrará á la felicidad de
"vd. ?—Ruego á vd. que conteste á quien es
"su obediente servidor que b. ss. pp."
Al día siguiente recibí la respuesta:
"Doctor: si en pago de los sacrificios y cui-
"dado que tuvo vd. en mi enfermedad, re-
45

"clama vd. mi mano, desde luego puede vd.


"disponer de ella; pero si vd. quiere mi
"amor y mi ternura, le ruego que me conce-
"da un plazo para resolverme.—Si acaso
"amara yo á otro, si conservara una espe-
r a n z a alimentada desde mi niñez, si pro-
n u n c i a r a un si falso en el altar, ¿le parece-
r í a á vd., Doctor, que pagaba dignamente
"sus servicios ? A mi vez le ruego que no
"se enfade, y mande á su atenta servidora
"que le desea felicidades."
Cuatro días tuve de frenesí y delirio; pen-
sé suicidarme, pensé abandonar mi país y
echarme por el mundo como el judío erran-
te, pensé llenar de baldones é injurias á
Cecilia, pensé al fin lo mejor, que fué enca-
minarme á su casa y decirle que podía dis-
poner de su corazón y de su mano.
Era de noche: el balcón despedía mucha
luz y esto me sobresaltó. Abrí la puerta,
subí la escalera y oí que rezaban un su-
rio. El corazón me latió fuertemente y la
sangre se me heló. Empujé la puerta y vi
cuatro velas de cera y en el centro tendido
un c a d á v e r . . . .
—Acabe vd., Doctor, le interrumpí,
¿quién era el cadáver?
—Cecilia, amigo mío.
El Doctor sacó su pañuelo y se limpió los
ojos.
Diciembre da 1Í42.
EL MINERAL DE PLATEROS.

TRADICIÓN.
Este mineral se halla situado en el De-
partamento de Zacatecas y distrito de Fres-
nillo, y dista de este último punto p*co más
de una b'gua Su origen, según cuentan,
parece q ie fué el siguiente* Unos plateros
conduciendo en un cajón una imagen de
Cristo crucificado, para el rumbo de Du-
r
ango, se vieron asaltados de un recio agua-
cero, y Tuvieron por esta causa que pasar
la noche en unas pequeñas lomas inmedia-
tas al Fresnillo. La tormenta había cesado,
así es que nuestros impávidos artistas en-
cendieran una gran lumbrada, y colocando
en orden y seguridad así su divina carga
como el resto de su bagage, se sentaron al
rededor del fuego á saborear unas cuantas
gordas de maíz" y unos excelentes trozos
^ e ''cecina." Debe suponerse que amigos,
bajando y con los estómagos llenos, darían
Literatura Mexicana.—Tomo II.—7

libre curso á sus lenguas. En efecto, platica-
ron de ladrones, de tempestades, de ríos
crecidos; en fin, de todas esas maravillas
que sorprenden á los viajeros. La conversa-
ción recayó sobre cuestiones aritméticas, y
resultó naturalmente, el que hicieran un es-
crupuloso balance de sus haberes. Entre
todos, reunían apenas veinte pesos.
—Si Dios nos diera dinero. . . . exclamó
uno de ellos con tono melancólico.
—Nada es imposible para su Majestad,
contestó el otro.
—Ya se ve que no; pero no veo cómo po-
damos nosotros hacernos ricos.
—Vamos, estás fresco. Para Dios no hay
imposibles! "Si Dios lo quiere dar, por la
gatera se ha de entrar,"
—Pero es menester pedirlo.
—Pues pidámoselo.
Los plateros se arrodillaron delante del
cajón que contenía el Santo Cristo, le reza-
ron fervorosamente un Credo, y envol-
viéndose después en sus "mangas," se acer-
caron cerca de la lumbrada, y . . . . proba-
blemente se durmieron.
A la mañana siguiente, el viento había
disipado las cenizas de la lumbrada, y los
primeros rayos del sol reflejaron sobre un
nítido y brillante tejo de plata.
Los plateros no siguieron adelante con
la imagen, sino que comenzaron á trabajar
las minas, y á poco tiempo edificaron una
capilla al Señor de Plateros. No salgo res-

punsable de la verdad de esta narración: el
hecho es que las minas y la capilla existen
hoy.
Una tarde me invitó un amigo á dar un
paseo por el mismo mineral. Fuimos en
efecto. Nada hay más triste ni más melan-
cólico que este sitio: un arroyo seco: unas
cuantas casas de adobes grises esparcidas
al pié de una lomita: un horizonte de coli-
nas parduscas y sin vegetación,—tal es
Plateros; en cambio, dicen que es muy ri-
co, y que sus vetas de "plata verde" salen
hasta la superficie de la tierra. Como mis
conocimientos en mineralogia no me permi-
tían cerciorarme de esto, insté á mi com-
pañero para que nos dirigiéramos á ía igle-
sia. A propósito, ella es de una arquitectura
de buen gusto, y demasiado grande y am-
plia para los poquísimos fieles que tiene
hoy dicha población. Antes de entrar, me
dijo mi compañero, tengo que contarle á
y
d. una tradición.
m •—Es de Ud. la palabra, le respondí; pre-
cisamente si los botánicos andan á caza de
yerbas, y los mineros de vetas, yo me salgo
de misa por oir una tradición.
Una vez venía un pobre por el camino,
ar
riando un delgado y pequeño asno: el as-
n
Q estaba cargado de un cajoncito, y el ca-
J°ncito lleno de aretes, zoguillas, tumbagas,
espejos y otras chacharas de mercería. Mi
hambre era lo que puede llamarse un bu-
honero. Llegado que hubo á la grieta de
52
una loma, descargó al asno, y dejándolo
pacer libremente la yerba, se sentó sobre las
mantas del aparejo. A poco rato llegó otro
individuo, ambos platicaron, fumaron su
cigarro y se acostaron tranquilamente. Y a
se ve, eran hermanos, viajaban j u n t o s y
especulaban en compañía. El que conducía
el asno se durmió á poco m o m e n t o ; pero
el otro, á quien llamaremos Francisco, se
puso á discurrir, que si él fuera el dueño de1,
dinero y efectos de su h e r m a n o , tendría más
utilidades, sin necesidad de sujetarse á vo-
luntad ajena. Este pensamiento, que lo so-
pló Satanás en su alma, trató de llevarlo á
cabo. Observó la respiración de su herma-
no, y cerciorado de (pie dormía profunda-
mente, se levantó, y de puntillas, contenien-
do el aliento, con la boca entreabierta y los
ojos inquietos y extraviados, levantó un
g r a n pedrusco n e g r o , y colocándolo sobre
la cabeza de su h e r m a n o , que tan s e g u r o y
confiado dormía, lo dejó caer. U n traquido
sordo anunció que el cráneo se había hecho
trizas. A poco m o m e n t o un raudal de san-
gre brotó de debajo del peñasco. Apenas el
agresor vio humedecerse y correr por las
peñas el licor rojo, cuando, come otro Caín,
corrió frenético de una parte á otra, me-
sándose los cabellos y dándose de cabezasos
contra las p i e d r a s ; por fin, desolado se di-
rigió á la capilla del Señor de Plateros y
allí d e r r a m ó un torrente de lágrimas y pi-
dió al Señor misericordia.—El pobre día-
53
blo, á pesar de que la justicia de la tierra
mexicana no estaba de lo más expedita, te-
mía también verse en una horca.—El caso
es que lloraba mucho, que golpeaba su fren-
te pecadora contra las gradas del altar, y
que decía al Señor á voz en cuello, que era
un malvado criminal; pero que lo perdona-
ra y lo salvara
En esto una suave palmada que sintió en
el hombro, le hizo volver la cara.
—¡ ¡ ¡ Hermano ! ! ! . . . ¡ Piedad !. . . si eres
una sombra, si has venido de la otra vida,
perdóname.
—Buena socarra tienes en dejarme solo
y dormido, le contestó el hermano, sin cui-
dar del asno, ni del cajón.
•—Hermano, yo te he matado.
—¿ Matado ?. . . . replicó el otro, regis-
trándose maquinalmente el cuerpo con la
vista.
—Sí, te he arrojado una piedra en la ca-
beza, y he visto correr tu sangre y saltar
tus sesos.
El hermano recorrió su cabeza con la ma-
no, y aunque no halló herida, notó que ex-
perimentaba un leve dolor.
—Pero hermano, cuéntame. . . .
—Soy un malvado, un criminal ; te he
matado; pero el Señor ha visto mi arrepen-
timiento y te ha vuelto la vida. Recemos.
Eos dos hermanos cayeron de rodillas y
oraron largo rato; después fueron al sitio
donde acaeció el asesinato, y vieron, en
54
efecto, la piedra todavía con la sangre ca-
liente.
Al llegar aquí la narración, me dijo mi
amigo, viendo que yo abría tantos ojos:
—Entre Udí., verá la piedra. De facto, en-
tré, y en un rincón de la capilla vi y tenté
un pedrusco negro, capaz, no digo de de-
moler la cabeza de un hombre, sino la de
un elefante. Tampoco salgo responsable de
este milagro; es una tradición que cuento
al lector como á mí me la refirieron.
LA VÍSPERA
Y EL DÍA DE UNA BODA.
I

Capitán, el sol está como una ascua ar-


diendo, y el calor será insufrible dentro de
dos horas.—De poco se queja Ud. amigo,
me contestó el capitán. Si hubiera Ud. pa-
sado como yo meses enteros en llanuras
donde no había ni siquiera una rama ó ma-
torral de media vara de alto, donde som-
brearse !
—Es claro que me habría muerto.—Uds.
los soldados presidíales tienen un cuerpo
de fierro, y una alma no sé cómo, porque
esto de pasarse la vida siempre aislados,
siempre en los desiertos y en los bosques,
cazando bárbaros y búfalos, tiene algo de
sublimidad! salvaje.
—En efecto, contestó el capitán, nuestra
vida es semejante á la de los marinos. Ellos
navegan en un desierto de agua, nosotros
e
n un desierto de verdura; ello9 luchan con
las olas, nosotros con los espinos de los
l i t e r a t u r a Mexicana.—Toraci II.—3
5*
bosques y la aspereza de las sierras; su vi-
da está en perpetuo riesgo, lo mismo que
la nuestra; siempre solitarios, contempla-
mos con veneración y religiosidad, las ho-
ras en que nace y se pone el sol, nos dormi-
mos contemplando las estrellas, y arrulla-
dos con el ruido del viento que zumba en
las hendiduras de los árboles viejos, ó con
el fragor lejano de las encinas que rompe
y desgaja la caballada silvestre.—¡ Oh, es
hermosa la vida del desierto!
—Sí, capitán, hermosa, muy hermosa;
pero cuando no hace tanto calor como hoy.
—En efecto, el sol cae á plomo sobre
nuestras cabezas.
—Y dígame Ud., ¿nos faltará mucho pa-
ra llegar al Pueblito?
—Mire Ud., me respondió señalando á la
izquierda, luego que acabemos de salir de
este cañón tenemos que pasar esas lomas
blancas, y media legua después se halla e1
Pueblito.
En efecto, á poco rato dejamos el cañón
estrecho que habíamos transitado por más
de dos horas, y nos dirigimos á una loma
de poca elevación, desde donde se observa-
ba trazado el camino en una cadena de co-
linitas y semejante á un inmenso boa, ya
tendido, ya enroscado en un espacioso te-
rreno blanquecino y cuyo aspecto monóto-
no estaba variado por algunos matorrales
y palmeros silvestres. El sol reverberaba
de una manera terrible en las rocas calizas,
59
y las bocanadas ó ráfagas de viento eran í
cada instante más calientes. El capitán, á
pesar de su costumbre de caminar por cli-
mas tan recios, sufría alguna molestia; en
cuanto á mí estaba á punto de rabiar. Largo
trecho caminamos sin hablar una palabra,
hasta que el capitán me dijo: mire Ud., ca-
marada, allí delante está el Pueblito. Al-
cé la cara, y vi una alameda, un oasis, un
edén. Prendimos espuela á los caballos, y al
cabo de cinco minutos ya estábamos en una
calle de altos nogales y fresnos. No soplaba
allí un simún* abrasador, sino una brisa
llena de oxígeno y de vida: arroyos capri-
chosos y jueguetones corrían entre las raí-
ces de los árboles, llevando en su linfa tras-
parente los pétalos amarillos y nácares de
las rústicas y humildes flores que crecían
en las orillas: las casas, aseadas y pintadas
de blanco, parecían hundidas entre las ye-
dras y las cañas de maíz. Y luego agregúe-
se á esto algunos corderos que pacían la
yerba, algunas muchachas que bañaban sus
trenzas rubias en aquellas aguas de cristal,
algunos niños que se mecían en un colum-
pio. . . . i Qué imágenes tan puras de feli-
cidad ! ¡ Qué cuadros tan espléndidos de la
naturaleza! Era menester derramar una
lagrima de melancólico placer en ese oasis,
e
n ese verjel, en esa canasta de flores que
s
« llama el "Pueblito."

Viento del desierto.


6o

Antes de pasar adelante contaré á mis


lectores algo sobre su origen histórico, aun-
que no salgo garante de la verdad. Allá en
íos tiempos de la conquista, un puñado de
indios Tlaxcaltecas cansados de la guerra,
ostigados con las crueldades de la tropa de
Cortés, y resueltos á no dejarse dominar,
resolvieron emigrar de su país natal, y en
efecto peregrinaron muchos días sin que
durante ellos encontraran un sitio apropósi-
to para establecerse; caminaron más leguas,
y se internaron en una sierra altísima, deci-
didos á vivir entre las cavernas ; pero un día
al salir el sol divisó uno de ellos un bos-
que frondosísimo, y dio aviso á sus com-
pañeros, los cuales descendieron de la mon-
taña y hallaron el paraje de todo su gus-
to, porque era una tierra virgen donde los
cíbolos y los ciervos pacían tranquilos la
yerba y dormían á la sombra de los nogales
y manzanos. Los emigrados, pues, comen-
zaron á formar sus cabanas en cí bosque,
y como un recuerdo de su pasada y trágica
historia, le pusieron el nombre de Tlaxca-
la. Parece que en mucho tiempo no fueron
molestados por los españoles, y que aun las
tribus bárbaras del norte respetaron al pu-
ñado de valientes tlaxcaltecas. Después
como ha habido un furor de cambiar y re-
formar todas las cosas existentes, á Tíaxca-
la se bautizó con el nombre de "Bustaman-
te;" pero en el Departamento de N. León
de que forma parte, le llaman todos el Pue-
blito.
6i

Ya que poco más ó menos conocen Ion


lectores al Pueblito, lo cual no deja de ser
esencial para el objeto de mi narración, se-
guiré adelante con ella.
Llamó nuestra atención un fresno altí-
simo, que parecía convidarnos á reposar
en la sombra que proyectaba en el prado
su espeso y pomposo follaje, y en efecto lo
escogimos como un asilo, como un esplén-
dido salón para saborear nuestro frugal ali-
mento. ¡ Cuánto más hermosos son estos
artesones de verdura y estas mesas de fino
césped que los cortinajes de tisú y los mue-
bles de mármoles de los palacios! El capi-
tán desató unas "árganas" de los tientos de
la silla y tendiendo sus "mangas" en el
suelo, sacó á luz una botella de vino de Pa-
rras, unos trozos de queso, unos salchicho-
nes, galletas, almendras y finalmente un ex-
celente pedazo de dulce de membrillo.
Asombrado quedé de que pudiera cargar
en las ancas del caballo una despensa tan
abundante; pero sin argumentarle ni ha-
cerle necias observaciones, me limité á eje-
cutar lo que todo hijo de Adán habría he-
cho en mi caso, es decir, á saborear los sal-
chichones, queso y galletas y á echar gran-
des sorbos de vino. Concluida la comida
encendí un gran puro, me acosté cerca de
un arroyo y dejando pacer libremente la
yerba á mi caballo como lo hacía el buen
• Quijote de la Mancha, y respirando
aquella perfumada aura de las flores y es-
02

cuchando el soñoliento ruido del agua, se


apoderó un benéfico sueño de mis sentidos
y cerré mis párpados. El capitán hizo otro
tanto. Mi sueño fué tranquilo, dulce, ce-
lestial como el de nuestro padre primero
cuando dormía bajo de los plátanos y pal-
meras del paraíso.
Me disponía á levantarme y despertar al
capitán, cuando vi flotar entre el verde es-
meralda de los arbustos, los "zagalejos" ro-
jos de lana de dos jovencitas, que se apro-
ximaban lentamente y con precaución ha-
cia el lugar donde estábamos. De pronto
juzgué que soñaba, que no era cierto lo qu#
veía, sino una de esas visiones de la fan-
tasía, cuya realidad buscamos con ansia al
día siguiente. Las niñas seguían andando
de puntillas y á medida que se acercaban
podía distinguir sus rostros blancos, sus
trenzas negras flotando á impulsos de la
brisa, sus cuerpeeillos aéreos, flexibles, fan-
tásticos . . . . Las niñas se aproximaron más
y yo entonces cerré los ojos y fingí que dor-
mía profundamente, procurando sólo divi-
sar sus movimientos al abrigo de mi som-
brero, que tenía colocado sobre una parte
de mi cara. Un rato estuvieron en pie, des-
pués con mucho tiento colocáronme el som-
brero de manera que me cubriera un rayo
de sol que penetrando por entre las hojas
del fresno daba en la cabeza, y temiendo
sin duda ser sorprendidas en esta obra de
inocente y sencilla compasión, huyeron pre-
¿>3
eipitadamente. Necesité reflexionar mu-
cho tiempo y estregarme los ojos con fre-
cuencia para quedar cerciorado de que lo
que había visto no era una visión celes-
tial.
Al ponerse el sol fuimos á una casita si-
tuada frente del fresno á pedir permiso para
pasar la noche, protestando dar la menor
molestia posible.
—Pasen vds., señores, esta casa está á
su disposición, nos contestó una mujer co-
mo de cuarenta años, fresca y rubicunda to-
davía.
—Gracias, señora, gracias por esta ama-
ble sonrisa con que nos ha ofrecido su casa.
—Lo acostumbro hacer así con todos los
pasajeros y militares que transitan por este
lugar, y más cuando su aspecto indica que
fio a b u s a r á n . . . .
—-Ni por pienso, señora, le contesté; por
e
l contrario, si causamos á vd. incomodi-
dad, pasaremos la noche debajo de aquel
fresno donde ya hemos dormido una agra-
dable siesta.
^—En efecto los vi á vds. y mandé á mis
n
*nas á que cubrieran á vds. la cara, pues
le
s estaría molestando el sol.
—Eran esas niñas las hijas de vd., le in-
terrumpí
'—Criadas de vd., y cabalmente aquí vie-
ne
n con mi esposo.
Señores, tengan vds. buenas noches,
JJ°s dijo un anciano que entraba á ese
le
mpo acompañado de dos muchachas.
64
—Caballero... Señoritas... niñas, bal-
butimos yo y el capitán.
—Quietos, señores militares, siéntense
vds.—El anciano colocó en un rincón del
cuarto una pala y un azadón que traía en
la mano, y las muchachas, después de salu-
darnos con una afable é ingenua sonrisa,
regalaron á su buena madre un ramo de ro-
sas, campánulas y maravillas.
•—Hijas, les dijo la madre, es menester
disponer cena y camas para los señores,
que probablemente estarán cansados y ma-
ñana tendrán que madrugar. Las mucha-
chas volaron á ejecutar las órdenes de su
mamá, mientras que nosotros arreglába-
mos las maletas y monturas, y procurába-
mos acomodar lo mejor posible en un co-
rral á los caballos. Merced al esmero y
atenciones de esta familia, pasamos una ex-
celente noche: á la mañana siguiente mon-
tamos á caballo para seguir nuestro viaje.
Toda la familia salió á la puerta á vernos
partir; las muchachas nos regalaron una
rosa á cada uno y el anciano con mucha sin-
ceridad nos dijo:—¡ Eh ! Dios lleve á vds.
con bien; cuando vuelvan ya saben que
tienen una casa.
—Pronto, muy pronto nos veremos, D.
Juan, le contesté; quizá entonces podré
traer á estas niñas algunas frioleras en se-
ñal de mi gratitud.
—Si va vd. por Río-Grande, dijo el ca~
pitan, inclinándose á dar un abrazo á Don
"5
Juan, no deje vd. de verme; tendré mucho
gusto en que estemos juntos.
—Adiós, señores.
—Adiós niñas.—Adiós, Don Juan.
Un año después pasaba yo cerca de Tlax-
cala. El hermoso fresno debajo del cual
dormí una siesta: la amable familia que me
dio hospitalidad: aquellas muchachas puras
y hermosas que vi acercarse lentamente á
mí, como dos ángeles del cielo: el arroyo,
las flores, todo, todo, se me presentó de
nuevo como un cuento de las Mil y una no-
ches, así es que me resolví á extraviar mi
camino y visitar en Tlaxcala á las bondado-
sas gentes que habían dejado en mi alma
tan vivo recuerdo.
Atravesé la multitud de calles formadas
con las huertas y pequeñas casas, me in-
terné en la calzada de nogales y divisé el
fresno, fresco, verde, lleno de pompa y de
vida; pero la modesta casa y el pequeño jar-
dín de Don Juan no existían ya: un montón
de ruinas, una porción de palos quemados,
ksto era todo.
II.
Un horrible vértigo se apoderó de mí:
bájeme del caballo, recliné mi cabeza con-
tra el fuste de la montura, y permanecí de
es
.ta manera no sé cuánto tiempo, hasta que
ll
na voz un poco bronca me dijo:
—Amigo mío, si está vd. enfermo, puede
Vc
h pasar á mí casa y acostarse un r a t o , . . ,
Literatura Mexicana,--Tomo II.—-g
66

ó en fin, tomar una taza de café ó alguna


otra cosa que lo alivie.
— N o es nada, le respondí, me acometió
un ligero desvanecimiento; pero se ha pa-
sado. El que m e hablaba era un anciano
rollizo con un gran s o m b r e r o jarano, u n a
cotona y unos calzones de g a m u z a lipana,
y que picado de la frialdad con que yo lo
había tratado, me volvió las espaldas y se
dirigió á su casa, que estaba muy inmedia-
ta. Yo p o r mi parte puse el pie en el estri-
bo ; pero deseando indagar los p o r m e n o r e s
de la catástrofe de la familia de D o n J u a n ,
cambié de resolución y dejando mi caballo
al criado, m e dirigí en pos de mi h o m b r e .
—Bien le decía yo, me dijo al mirarme,
que tendría vd. necesidad de descansar un
rato. Pase vd. adentro, t o m a r á vd. algo.
— U n a poca de a g u a fresca, le contesté,
es lo único que deseo.
— ¿ Y dónde se dirige vd. a h o r a ? me dijo
presentándome un g r a n vaso de agua.
— A Monterrey, le contesté respirando
con trabajo, limpiándome los labios y po-
niendo en sus manos el vaso ya vacío.
— P u e s entonces podría vd. c ó m o d a m e n -
te quedarse á dormir aquí, y m a ñ a n a hace
vd. su j o r n a d a á Palo Blanco, ó á Salinas,
si los caballos son buenos.
— T e n í a yo intención de llegar ahora á Bo-
ca de Leones, pero como pasé cerca de es-
te lugar, quise saludar á u n a familia que
vivía aquí j u n t o y me hospedó hace un a ñ o ;
mas veo que la casa está q u e m a d a . . . .
w
—Sí, quemada, me interrumpió y toda la
familia murió á manos de los salvajes. . . .
—j Dios mío, qué catástrofe tan horri-
ble [—Horrible, sí, horrible por cierto, me
contestó cotí una voz conmovida, pero vd.
conoció desde luego á mi hermano Juan ?
—¿Era hermano de vd. D. Juan?
—¿ Y se acuerda vd. de Rita y de Paula,
mis sobrinas ?
—¡ O h ! mucho me acuerdo de toda la fa-
milia.—¡ Qué guapas y qué hermosas eran
las muchachitas! i Qué pies los de Paula
tan chiquitos! i Qué cintura la de Rita!
¡ Qué gracia al andar, qué sonrisa!. . . . Ya
se ve, las dos muchachas eran como dos lu-
ceros.
—Pobres niñas, murmuré á media voz.
—Pobres sobrinas mías, repitió D. Tadeo
(que este era el nombre de mi huésped), y
luego señor, si viera vd. las crueldades que
hicieron los bárbaros con toda la familia.
—-Cuénteme vd. los pormenores, pues
aunque sea muy doloroso escucharlos, de-
seo saber el martirio que sufrieron estos án-
geles.—¿ Vd. estaría aquí, por supuesto?
•—La víspera del casamiento de Paulita....
—¿Con que se iba á casar Paulita, le in-
terrumpí ?
—Sí señor, con un muchacho muy hom-
"fe de bien de-Boca de Leones, llamado Jo-
sé de Burgos; pero como decía yo á vd.,
^ víspera del casamiento, cosa de las ocho
r
^ la noche, entré á la casa de mi herman/
fui

Juan y me lo encontré sentado en compa-


ñía de sus hijas y de mi comadre Gertru-
dis, al derredor de una lumbre donde se asa-
ba un cabrito.
—Siéntate, hermano Tadeo, me dijo lue-
go que me vio entrar, cenarás con nosotros.
Estamos preparando este cabrito, porque
las muchachas esperan esta noche á José
ele Burgos.—Ya sabes que mañana se casa
con Paula.
—Lo sé, Juan, lo sé. ¿ Por fin esta pica-
ra muchacha nos quiere abandonar?
—No, tío, de ninguna manera, me queda-
ré con vds., contestó Paulíta.
—Sí, te quedarás, es una verdad ; pero
yo hubiera querido que fueses mi mujer.
—¡ Tío!
—No te asustes, sobrina mía; con una
dispensa del Sr. Provisor todo se hubiera
facilitado ; pero veo que el Sr. Provisor no
me hubiera quitado ni los años ni las canas,
ní las a r r u g a s . . . . José de Burgos es un ex-
celente muchacho, Paulita, y vas á ser muy
feliz con él; en cuanto á mí, esperaré á que
tu hermana tenga un año más, y entonces
verás cómo no es ingrata. ¿ Qué dices de
esto, Rita ? Las muchachas se pusieron
coloradas con estas chanzas, y yo como es-
taba sentado en medio de ellas, pude abra-
zarlas con un cariño de t í o . . . . qué de tío,
de padre, señor militar, pues las quería co-
mo á las niñas de mis ojos. ¿ Se acuerda vd.
de ellas ? ¿ Las vio vd. correr por entre es-
6g

tos arroyos con sus cabezas llenas de rosas,


sus zagalejos encarnados y sus zapatitos
blancos?—Tadeo García tenía, al concluir
estas palabras, los ojos llenos de lágrimas ;
pero sacó su pañuelo y ungiendo limpiarle
el sudor de la frente, enjugó aquel llanto
que le arrancaba el recuerdo de sus sobri-
nas.
—Vaya, señor militar, fume vd. un ciga-
rro, me dijo con una voz ya repuesta y en-
tera.
—Con mucho gusto, le contesté; mas es-
pero que no me dejará vd. en duda de lo que
deseo saber.
—No, por cierto, me respondió sacando
tic la bolsa una hoja de maíz y un pan de
tabaco aprensado, para hacer los cigarros.
Vd. que conoció á mi hermano Juan, vería
que su aspecto representaba un ranchero
rústico é ignorante como yo.
—No señor, representaba un hombre señ-
a l o y honrado, de los que á cada paso he
encontrado por la frontera.
—Sí, en efecto, mí hermano era muy hon-
rado, y como digo á vd., aunque rústico sa-
bía dar muy buenos consejos á sus hijas,
de manera que se habría vd. encantado al
°ir cómo esa noche amonestaba á Paula
Para que amara mucho á su marido, para
que fuese una mujer trabajadora, para que
en
fin llegara á ser una madre amante de su
c
^sa y de su familia, como lo había sido mi
e
°niadre Jacinta. En estos sermones es-

tábamos, cuando escuchamos pasos de ca-
ballos y á poco m o m e n t o se presentó en la
casa el m u c h a c h o J o s é de B u r g o s . T o d o
fué alegría entonces ; mi h e r m a n o y mi co-
madre lo abrazaron, y yo y las muchachas
lo llevamos casi en peso j u n t o al fogón don-
de el cabrito se estaba asando.
José de Burgos, antes de cenar, fué al
corral á colocar y dar pastura á sus bes-
tias, y cuando volvió á entrar, venía carga-
do con un cajoncito con indianas, castores,
aretes, soguillas, peinetas y . . . . q u é sé yo
qué cosas más que había comprado en M o n -
terrey. C o m o ya vd. conoce lo afectas que
son las mujeres á esas chucherías, no de-
be extrañar que mis sobrinas se volvieran
locas. ¡ Q u é bonitos zarcillos ! decían, ¡ qué
piedras verdes tan lindas! ¡ qué cas-
tores tan p r i m o r o s o s ! — Q u é casto-
res ni qué diablos, les dije yo, lo mejor se-
rá que vean n o se queme el cabro y cene-
mos, t a n t o más que este pobre J o s é n o ha-
brá comido nada desde esta m a ñ a n a ; y
apropósito, continué yo dirigiéndome á
J o s é de B u r g o s , ¿ de dónde saliste esta ma-
ñana ?
— D e l Palo Blanco, me contestó.
—¡ C a r a m b a ! pues has a n d a d o recio, y
¿ qué dicen de nuevo p o r M o n t e r r e y ?
— A n d a el r u m r u m de que han entrado
muchos indios por la Sierra de M o n c l o v a ;
pero yo creo que n o es cierto, pues el cami-
no está tranquilo.
V5
—No hay que fiarse de esos hijos de Sa-
tanás, le contesté, pues caminan más lige-
ros que un ciervo, y por lo que pueda su-
ceder, voy ahora mismo á recoger algunas
yeguas y caballos que andan desperdiga-
dos.
—Vaya, Tadeo, me dijo mi hermano
Juan, pareces un muchacho según el mie-
do que tienes.
—Deja, yo sé mi cuento; el caso es que
Vo quiero poner mis animales en lugar se-
guro, que en eso nada se pierde.
—Pero aun cuando sea cierto que los in-
dios han entrado, es imposible que lleguen
por acá, dijo mi comadre Jacinta.
—Siempre es buena la precaución, co-
madre.
—¿Pero qué, ahora mismo se va vd.,
compadre ?
—No precisamente ahora; pero sí muy
de madrugada.
Como el cabrito estaba ya bien asado,
cada cual fué cortando su trozo y mientras
platicaban unos, otros comían y o t r o s . . . .
figúrese vd. que Paula y José de Burgos no
Pensaban más que en su casamiento. ¡ Qué
feliz
era esa noche la familia!
-—Apropósito, señor militar, prosiguió
Tadeo levantándose del asiento, es menes-
ter
que procuremos comer, pues son ya las
dos de la tarde y que si se resuelve vd. á
Pasar la noche aquí, demos algún alimento
H
sus pobres andantes, que se están ya co-
7 2

miendo las traficas del corral, á falta de


maíz.
—Bien, me quedo, D. Tadeo, estoy re-
suelto.
—Pues manos á la obra. Hola, Francis-
co, desensilla los caballos del señor, dales
agua y un poco de zacate, y acuéstese mien-
tras de que voy yo á ver á unos arrieros que
deben salir mañana con unas cargas de
maíz.
D. Tadeo García se puso su sombrero y
salió.

III.
EPISODIO.

Luego que Tadeo García me dejó solo,


me puse en pie y comencé á recorrer con
la vista la habitación, que era una pieza
pequeña con muebles todos de madera de
fresno, pero aseados y puestos en orden. En
un rincón estaba una excelente cama de
caoba del norte y en ella recostado un mu-
chacho de pelo rubio, tez rosada y que ten-
dría como veinte años de edad.
—Amigo mío, le dije, dispense vd. que no
le haya saludado; pero entré tan agobiado
con el calor y el cansancio, que no advertí
estaba vd. en esta casa.
—Cuando vd. entró, dormía yo, me con-
testó, y aunque después desperté, no quise
73

interrumpir la conversación de D. Tadeo;


por esta causa tampoco le había yo saluda-
do á vd.
—¿Y vd. es pariente de D. Tadeo?
—No señor, únicamente su amigo, y des-
de que me escapé del poder de los bárbaro?,
estoy viviendo con él.
— ¿ C ó m o ? . . . . ¿También vd. se ha vis-
to asaltado por esos enemigos?
—Sí señor; he estado cautivo tres anos,
—] Cautivo tres años! repetí yo abriendo
tantos ojos. ¿Y dónde lo asaltaron á vd.?
—En las cercanías de Laredo una tar-
de (jue campeaba en el monte.
—¿ Y cómo es que no mataron á vd. ?
—Porque como era yo joven, y á ellos les
agrada mucho mezclar la raza, prefineron
llevarme cautivo y me asignaron cuatro in-
dias.
—¿Bonitas? le interrumpí yo maquinal-
rnente.
-—Feas, y llenas de grasa y de sebo.
•—¡ Oh ! tormentos crueles pasaría vd.
•—Figúrese vd. nada más. . . .
•—¿ Pero qué género de vida tenía vd.
con ellos ?
—-Vagar continuamente de un punto á
°tro, cazar, hacer guerra á los "táncahues"
y "upanes" y robar caballada en esta fronte-
ra
y la de Durango.
, —¿Y las tierras por donde vd. transita-
ba?
*—Eran las más veces hermosas, llenas
7!
.de árboles, de flores, de ojos de agua, ó
bien «llanos inmensos que formaban hori-
zonte lo mismo que el mar.
—Todo era desierto.
—Sí, desierto, desierto que sólo los in-
dios transitan.
—Y dígame vd.—¿antes de emprender
alguna campaña hacen los bárbaros algu-
nos ' preparativos ?
—Sí señor, celebran un consejo y cabal-
mente asistí al que tuvieron antes de ve-
nir á la frontera.
—Será muy curioso el ver una escena de
éstas.
—Figúrese vd. que el consejo se cele-
bró en un bosque frondosísimo de noga-
les, robles y encinas que está situado en
las cabeceras del río Rojo de Natchistochcs.
Debajo de un grupo de árboles había co-
mo veinte capitancillos coinanches sentados
en rueda delante de una gran hoguera. En
las cercanías había también veinte tiendas
de campaña formadas con pieles de cíbulo
y venado: delante de cada tienda una lum-
brada, y junto á la lumbrada un guerrero
con su rifle, su lanza y su arco. A lo lejos
y esparcidas entre aquel espeso monte, se
veían chisporrotear multitud de lumbres,
pertenecientes á las respectivas familias que
danzaban y daban de tiempo en tiempo ala-
ridos, semejantes á los de una manada de
panteras.
Uno de los capitancillos sentados al de-
75
rredor de la grande hoguera, se levantó, lle-
nó de tabaco una gran pipa de barro encar-
nado y así que cada uno de los de la rue-
da la fumó, el capitán Nakreptabays (i) y
con una voz ronca y tétrica dijo:
"Los hermanos del comanche lloran cau-
tivos entre los blancos como la tórtola fuera
de su nido porque los hermanos del coman-
che han perdido su nido.
—"Es menester libertarlos, respondie-
ron todos los miembros del consejo."
Los concurrentes, que eran muchos y
estaban pendientes de las palabras que pro-
nunciaban los capitancillos, aplaudieron á
esta determinación con un alarido, blan-
diendo sus lanzas y puñales y disparando
flechas al aire. El capitán Nakreptabays
prosiguió:
•—"El comanche necesita caballos para
ta guerra, porque el guerrero que va á la
mcha si no tiene caballo es tan inútil co-
n
io un río sin agua, y como un árbol sin
hojas."
—Pues vamos á quitarles los caballos á
l°s blancos, ya que ellos nos han usurpado
nuestras tierras.
Los circunstantes arrojaron otro alarido,
blandieron sus armas blancas y dispararon
sus flechas. El jefe continuó :
—Por cada cabellera que pierda el co-

Uei.j, Nakreptabays quiere decir en castellano Sabino. I.os indios salvajes


** "ármente adoptan por nombre el de algún objeto de la naturaleza.
76
manche, ¿cuántas deben perder los blan-
cos?
—Ciento, respondieron los del consejo.
-—Pues al capitán Naseka (i) lo hirieron
y mataron además cuatro guerreros cerca
del Río-Grande.
—Cuatrocientas cabelleras debemos traer
(2) á nuestra vuelta.
Uh alarido general se escuchó por todo
el bosque, y los indios comenzaron á agitar-
se y revolverse, dejando ver con la luz tem -
blorosa de las hogueras, sus rostros pinta-
dos de almagre y azarcón.
Nakreptabays alzó su pipa de barro en-
carnado, y aquella multitud frenética quedó
én un profundo silencio.
—Hijos míos, dijo el capitán Nakrepta-
bays, vamos á emprender una guerra á san-
gre y fuego; que ni un sólo blanco escape
de las flechas y lanzas de nuestros guerre-
ros : mujeres, caballos, muías, todo sea pa-
ra abastecer á nuestra tribu, y para vengar
la sangre de nuestros hermanos. El Capi-
tán Grande (3) nos ayude. Los capitancí-
llos se levantaron, y unas mujeres comenza-
ron á bailar al derredor de la lumbre, mien-
tras las demás entonaban un canto de gue-
rra tan triste, que nunca se me podrá ol-
vidar.
(1) Naseka quiere decir en castellano membrillo.
(2) lís sabido <|ne los hartaros como scflal de su triunfo acostumbran arrati'
car la piel de la cabeza con todo y pelo.
(J) L l a m a r í a Oíos el Capitán Grande.
77
-—Es decir, que vd. se acuerda de los ver-
sos ó estrofas de esa canción guerrera?
—No son versos, son una especie de
composición sentenciosa, como todo el idio-
ma de los salvajes. Poco más ó menos son
en nuestro idioma de la manera siguiente:
"Cuando hayan pasado cinco lunas, los
comanches encenderán las hogueras."
"Y bailarán al derredor del fuego que con-
suma á los cautivos."
''Hartos de sangre y de venganza volve-
remos á ver nuestros árboles y nuestros
nos, y las flores del desierto."
"Y enseñaremos á nuestros hijos las ca-
belleras de los blancos, como trofeos ad-
quiridos por el valor de los hijos de las sel-
vas."
"El Capitán Grande nos ayude."
—Figúrese vd. que este canto estaba
acompañado del son agudo de un pito de
carrizo, y que las cantoras hacían visajes,
>' arrancaban y desordenaban sus cabe-
llos.
—¿Y qué hacía vd. entre tanto?
—Estaba de centinela con mi rifle y mi
ar
co delante de la tienda del capitán Na-
kreptabays, deseando que la tal campaña que
decretaban en el consejo tuviera efecto, pa-
ra escaparme del poder de esos diablos en
' a primera oportunidad, como lo hice luego
que 11
egamos á la Sierra de Monclova.
7a

IV.
KL DÍA DE LA BODA

D. Tadeo entró cuando el cautivo acaba-


ba de pronunciar las palabras antecedentes,
é inmediatamente dispuso que nos sirvieran
de comer; nos sentamos al derredor de una
mesa de madera de fresno, y el honrado y
franco huésped saboreando sus tortillas y
asado prosiguió su narración.
—Muy de madrugada se puso en movi-
miento toda la familia de mi hermano Juan
para disponer el casamiento. Mi comadre
se ocupaba en concluir los vestidos que de-
bían estrenar sus hijas. Rita en preparar la
comida y Paula, como que era la novia, se
puso delante de un pequeño espejo á enga-
lanarse con todas las alhajas que le ha-
bía regalado la noche anterior su futuro es-
poso José de Burgos. Este y mi hermano
Juan, ensillaron sus caballos y ganaron el
monte á traer una vaca gorda, con el ob-
jeto de matarla y dar de comer á todo el
pueblo de Tlaxcala.
A las siete de la mañana Rita subió á una
troje, que se acordará vd. había en el patio
interior de la casa; y estaba el campo tan
79
hermoso, el aire tan fresco y el cielo tan
azul, que la muchacha, lejos de bajar con
sus mazorcas, se quedó observando u n a pol-
vareda que se levantaba por un costado de
la sierra. A poco m o m e n t o la polvareda
se a p r o x i m ó y Rita descubrió un n ú m e r o
de salvajes tan considerable, que sin pon-
deración, formaba horizonte. ¿ Cree vd. que
la muchacha se asustó ? Pues no señor, sin
perder el color, sin temblar, recogió sus ma-
zorcas y bajó á decir á su m a m á que los in-
dios estaban á la vista.
Mi comadre, al escuchar esta noticia, se
puso descolorida como una muerta, soltó la
aguja de la m a n o , y quiso g r i t a r ; pero le fué
imposible, pues tenía trabadas las quijadas.
E n cuanto á Paulita, dejó también caer el
espejo que tenía delante, y corrió de un la-
do á otro del cuarto profiriendo exclama
ciones dolorosas. Rita, sin hacer caso de
estos lamentos, fué á la cocina, recogió u n a
grande hacha destinada á partir leña, se
proveyó de algunos víveres, y volviendo al
cuarto donde estaba su madre y h e r m a n a ,
cerró las puertas, y comenzó á cubrirlas con
sacos de lana, colchones, huacales, y cuan-
tos muebles encontró á propósito. Con-
cluida esta operación, se sentó tranquila-
mente y dijo á mi c o m a d r e :
•—"Nada tenemos que temer, madre mía,
* a s puertas están perfectamente asegura-
cías. ¡ P o b r e n i ñ a ! E r a g u a p a y valiente
conio el soldado más aguerrido de la fron-
8o

tera; pero era muy poca cosa para los sal-


vajes el que unas puertas estuvieran cerra-
das.
—Muchacho, trae unas tortillas calientes
para el señor, y echa más agua en los vasos.
Coman, señores, bien, porque ahora hasta
la hora de la cena no volveremos á probar
bocado, á no ser que vd. acostumbre to-
mar café ó chocolate.
—Nada acostumbro comer después de
esta hora, D. Tadeo, y sobre todo, aunque
quisiera no podría, pues bastante. . . .
—Vaya, burla que quiere vd. hacer de
la mesa de un pobre ranchero. Pues se-
ñor. . . . ¿En qué quedamos?
—Cabal. Cerca de medía hora estuvie-
ron en silencio, y tan pensativas y asusta-
das, que sólo se oía el latido de sus cora-
zones ; pero los salvajes no se hicieron
aguardar, pues sin duda informados de que
había en el pueblo muchachas bonitas, des-
tacaron una partida de cincuenta guerreros
para que recogieran cuantas pudieran. Los
malvados, como si hubieran adivinado que
mis sobrinas eran las criaturas más lindas
de la tierra, rodearon la casa, comenzaron
á tirar balazos á las puertas, y á gritar y
charlar en su gerigonza diabólica.
—¡ Dios mío, ten misericordia de nos-
otras ! exclamaba mi infeliz comadre hinca-
da de rodillas y con las manos enclavi-
jadas. Paula, que tenía ante sus ojos la-
Jl

muerte en vez de la felicidad del matrimo-


nio, tuvo un momento de locura en que se
arrancó los cabellos, rompió los adornos
que se había puesto y desgarró sus vestidps ;
pero después se arrojó llorando en brazos
de mi comadre,
—Somos perdidas, madre mía.
•—Hija mía, perdidas, no hay remedio.
¡ Socorro! ¡ Socorro !
Los balazos menudeaban en las puertas,
y los salvajes arrojaban alaridos horren-
dos.
•—¡ Dios mío! j Santísima Virgen, libér-
a n o s por los dolores que padeciste al pie
de la Cruz!
Los balazos seguían.
—¡ Madre mía, madre mía, exclamaba
* aula retorciéndose sus brazos y su blanco
euello, esto es horrible; máteme vd. antes
de que entren los salvajes!
7~¡ Señor Crucificado, socorro, socorro!
fritaba mi comadre intentando maquinal-
niente
lQ
ocultarse en los rincones y debajo de
s muebles.
er
Los bárbaros formaban una algazara in-
nal, y las puertas estaban hechas un ar-
mero.
¿ Y Rita qué hacía ?
j Rita estaba con su formidable hacha en
a m
t a n o , observando las dos puertas, y con
XÚA s e r e n i d a d como si estuviera dispo-
1
K ? *a c o n u d a de D °da para su hermana.
W-ubo como diez minutos de silencio.
Uteratiwíi Mexicana,—Tomo II.— ti.
s-
—¡ Gracias, Dios mío, gracias, exclamó
la mamá llorando, los salvajes se han ido
sin duda.
—Si se han ido, interrumpió Paula; qui-
zá nos salvaremos.
—¡ Oh ! no, ahí están todavía, y ya en-
tran, ya entran ! gritó la madre aterrori-
zada, .y cayó sin sentido en el suelo.
En efecto, un alarido más fuerte se escu-
chó, y al mismo tiempo un golpe dado á la
puerta con una enorme viga, la hizo sucum-
bir. Los salvajes se precipitaron adentro;
pero los sacos de lana y trastos que había co-
locados en forma de muralla, no permitió
el que pasasen muchos á la vez.
Rita estaba detrás de un saco de lana con
su hacha levantada.
Un salvaje alto, robusto y fornido como
un león, entró apartando los obstáculos que
le impedían el paso; pero apenas había pa-
sado el umbral de la puerta, cuando Rita
le dejó caer el hacha en la cabeza. Un mo-
mento permaneció inmóvil: después le salió
un raudal de sangre por los ojos, boca y na-
rices, y cayó como una gruesa encina derri-
bada por el leñador.
El segundo indio que entró cayó también
al filo del hacha de Rita.
El tercero fué más feliz, pues Rita dio el
golpe en vago, y entonces el salvaje se aba-
lanzó á ella, y oprimiéndola con sus robus-
tos brazos, la sacó fuera del aposento. Otro
»3
indio se encargó de cargar con Paula, y de
dar á mi pobre comadre una lanzada.
Al retirarse ya con su presa, cercaron la
casa de rastrojo y le prendieron fuego. A
poco momento una llama inmensa se levan-
tó hasta las nubes, silbando como una ser-
piente, después se deslizó por el corral y
entró devoradora, ardiente, terrible, por la
puerta que los bárbaros habían roto. Ja-
cinta, que sólo estaba herida levemente en
la espalda, se levantó y quiso salir; pero los
sacos de lana y los muebles estaban ya en-
cendidos. Las vigas crugieron : una colum-
na de humo negro brotó por el techo y la
infeliz mujer, con la ropa ardiendo, los ca-
bellos erizados y los ojos descarriados, hi-
zo el último esfuerzo para libertarse de las
llamas, y apareció entre el incendio gritan-
do:
—¡ Hijas mías 1 ¡ hijas mías, salven á su
madre! y cayó sofocada y sin aliento, retor-
ciéndose en medio de un montón de brasas
encendidas!
Mientras pasaba esto en la casa de mi
hermano Juan, otras escenas más atroces se
repetían en el Pueblito. Los indios que en
grupo se habían esparcido por las calles, se
mtroducían en las casas rompiendo las
puertas y derribando con la hacha y el pu-
n
al, niños, ancianos, animales y cuanto es-
torbaba su paso. A las muchachas las en-
caban á su campo después de haber sacia-
do de una manera bárbara sus anetitos bru-
*4

tales, y los muebles y objetos que no roba-


ban, los destrozaban con una saña inau-
dita. Era una manada de tigres hambrien-
tos que sonreían y se gozaban al empapar
en sangre sus deformes rostros y sus ner-
vudos brazos. Era un espectáculo lastime-
ro ver en las calles los heridos revoleándose
en la sangre, los niños moribundos lloran-
do, las mujeres hermosas y blancas, casi
desnudas, retorciéndose y procurando unas
evitar los ultrajes de los bárbaros, y otras
dejándose conducir, anonadadas, humildes
y resignadas como los corderos que lle-
van al matadero. Entre tanto los bárbaros
arrojaban alaridos, iban, venían, corrían V
bailaban entonando canciones feroces V
riéndose al ver la sangre que empapaba sus
vestiduras de gamuza. Las gentes que pu-
dieron escaparse, se reunieron en la igte"
sía y el cura, así que ya no hubo más infe-
lices á quienes abrigar bajo el techo sagrado,
cerró las puertas, colocó algunos hombres
armados en la azotea para hacer cuanta re-
sistencia fuese posible y exhortó á todos *
que hicieran contrición de sus pecados^ *
se resignaran á morir como buenos cristia-
nos. Los salvajes, por una casualidad. °
tal vez por un temor religioso, no atacado11
la iglesia, sino que cargados de despo] oS
y cautivas se retiraron á su campo, situad 0
en toda la falda del cerro que tenemos á 1*
espalda. Entre tanto mi hermano y José ^
Burgos, que como dije á vd. fueron á bus
85
car su ganado por rumbo opuesto al cami-
no que habían recorrido los indios, estaban
muy distantes de creer en los desastres que
habían ocurrido; pero al regresar, los ala-
ridos, la confusa vocería y agitación del
Pueblito, las grandes polvaredas que se ele-
vaban y más que todo la vista de los salva-
jes, les inspiró vivas inquietudes sobre la
suerte de su familia. Como hombres re-
sueltos picaron sus caballos, y dejando la
res que conducían atada de un árbol, se di-
rigieron á escape á su casa, y hallaron que
las llamas la habían consumido y sólo que-
daban los escombros y las brazas que aún
despedían humo.
Sería imposible describir á vd. la rabia
que se apoderó de estos hombres, el ca-
so es que sacaron la espada y desatinados,
furiosos, y casi locos, tiraban tajos y reveses
al aire, hasta que un ranchero que iba de
correo enviado por el cura y pasaba en fuer-
za de carrera, les dijo :
— D. Juan, la familia no ha perecido, sino
que está cautiva en el campo de los bárba-
ros.
—Vamos, José, á libertarlas ó perecer
con ellas, dijo mi hermano.
—Vamos, padre, vamos ; y si han sido
víctimas, las vengaremos, respondió José
de Burgos.
Ambos partieron como un rayo al cam-
po de los indios.
Los individuos que estaban en la torre
86

les gritaban: "Conténganse, van á morir,


ya que pereció su familia sálvense vds. Por
Dios no vayan. ¡ Ohe, ohe! D. Juan, por
Cristo, conténgase vd!"
Sí, ya iban á escuchar semejantes voces.
—El uno era padre y el otro amante. Y
por supuesto le interrumpí yo que no conse-
guiría más que morir también.
—Los bárbaros, continuó D. Tadeo, con-
vinieron en devolver á las muchachas en
cambio de un par de caballos gordos y her-
mosos, así es que inmediatamente José de
Burgos y mi hermano Juan se dirigieron al
agostadero y al cabo de dos horas estaban
de vuelta con un par de alazanes robustos y
hermosos, pero de nada sirvió esto. Los
salvajes, después de apoderarse de los ca-
ballos, asesinaron á mi hermano y á José de
Burgos. Paula y Rita murieron también
martirizadas por la brutalidad de estas fie-
ras del desierto.

V.
LA CRUZ DEL MONTE.

Verdaderamente es una historia muy lú-


gubre la que me ha contado vd. y me ha
comprimido el corazón, tanto más cuanto
que no puedo apartar de mi memoria á las
niñas y á toda la virtuosa familia. Hace
poco tiempo la vi tan alegre y tan feliz >'
a h o r a . . . . nada existe, nada.
»7
•—Una cruz solamente, me contestó D.
Tadeo, y ya que la tarde está hermosa y
que hemos salido á refrescarnos, venga vd.
y verá el lugar donde tan desgraciadamen-
te murió mi familia. Llegamos á una lla-
nura donde crecían unos cuantos palmeros
y encinas. Al pie de uno de estos árboles
estaba una cruz de madera clavada en un
montón de piedras y en los brazos de la
cruz grabados unos renglones que de- :
cían: "Un Padre Nuestro y un Ave Ma-
ría por las almas de los que fueron asesi-
nados en este lugar por los bárbaros;" más
adelante se leían los nombres " D . Juan Gar-
cía, D. José de Burgos, Doña Rita y Doña
Paula García. En paz descansen."
Imposible me sería dar cuenta al lector
de las dolorosas sensaciones que oprimían
mi alma al contemplar aquella cruz colo-
cada al pie de la solitaria encina, Se pre-
sentó á mi imaginación la orgía infernal
e
n que los salvajes pintados de azarcón, cu-
biertos de sangre y de fragmentos de car-
ne humana, bailaban frenéticos al derredor
(
lc las hogueras, agitando sus adargas y pe-
nachos de pluma de águila, haciendo con-
torsiones y visajes diabólicos, lanzado ala-
ridos lúgubres como los de los reprobos, y
complaciéndose en los tormentos y agonías
c
'e los prisioneros.
Había en este festín satánico un padre
Ve cabello y barba blanca, que atado en un
árbol y vertiendo sangre de sus heridas,
ss
miraba profanar y magullar las blancas y
virginales formas de sus hijas. Había un
amante de veinte aííos, que atado, traspasa-
do con inumerables flechas, veía á su queri-
da casta y pura como los ángeles hecha pre-
sa del amor salvaje, ultrajada con brutales
caricias. . . . ¡ O h ! Había también dos mu-
chachas, lindas como las vírgenes de Ra-
fael, que veían á su padre atado á un árbol,
con su respetable cabello teñido de la san-
gre que destilaba de sus heridas, con un
semblante en que se pintaban las agonías
de su a l m a . . . .
Los salvajes aproximaban los tizones ar-
diendo á los prisioneros.
Las hijas se retorcían, clamaban á Dios,
lloraban, golpeaban sus frentes ruborosas
contra las p i e d r a s . . . .
Los salvajes reían y atizaban las hogue-
ras . . . .
Los infelices bramaban y crugían los
dientes.
Los salvajes reían, reían.
¡Infernal, horrible escena)
Mayo de 1843.
¡¡¡LOC A!!!
El amor es la historia
de la vida de las mujeres.
MAD. STABU.
I.

FELICIDAD DOMÉSTICA

Una. . . . d o s . . . . tres. . . . c u a t r o . . . . las


diez. ¿ Te acuerdas de esta hora, Clarencia ?
Precisamente hace dos años que te estrecha-
ba la mano, y que la bendición de un sacer-
dote unía para siempre nuestra existencia y
nuestros c o r a z o n e s . . . .
Clarencia suspiró tan levemente, que ni
aun lo percibió su esposo. ¿Cuánto que-
rría decir esa tenue y melancólica voz del
alma ?
•—Tu mano, continuó el caballero, tem-
blaba entre la mía, tus mejillas se cubrieron
de una ligera tinta azulada, tu voz fué tan
débil, tan imperceptible, que apenas se es-
cuchó ; y sin embargo, me amabas, ¿no es
verdad, Clarencia?
7-Si no te hubiera amado, ¿me habría
Unido contigo?
92

—Creo que n o ; pero mira, eras muy ni-


ña, tu padre te ordenaba que te :asaras;
tus parientes también lo apoyaban.... ¿quién
es capaz de expresar lo que sentí en el mo-
mento de nuestro enlace, cuando de pronto
se me vino la idea de que la obediencia y
no el amor te forzaban á recibirme por ma-
rido ?
—Era ciertamente una preocupación, Ri-
cardo; debías haber reflexionado que es
una transición terrible para una joven, el
pasar de una vida de niña á una vida de es-
posa. Y después, como el casamiento es un
acto que decide para siempre de la suerte de
nosotras, pobres m u j e r e s . . . .
—En cuanto á mí, Clarencia, siempre
consulté tu voluntad, espié los menores mo-
vimientos de tu alma, y quise por fin ob-
tener tu corazón, no tu mano.
—-Sí, es verdad, Ricardo, y con mi alma
te lo agradezco, pues hubiera sido insopor-
table pasar de repente al dominio de un
hombre sin concerlo, y sin haber quizá ni
escuchado el metal de su voz. Esto ha de
ser horrible, ¿no es verdad? y sin embar-
go, á cuántas jóvenes las casan así.
—Por lo demás, Clarencia, y aun cuan-
do tú no me hubieras conocido sino el día
de la boda, no tendrías de qué arrepentirte,
porque mi empeño ha sido satisfacer aun
tus más recónditos deseos, amenizarte la
vida, amarte.
—¡ Ricardo!
93
•—¡ Clarencia!
Ambos se estrecharon la mano; Claren-
cia se quitó un schall de gasa, y quedó des-
cubierto un cuello blanco como la pluma
del cisne, torneado como el de una esta-
tua de Canova, reluciente y terso como un
mármol pulido de Italia.
—En dos años, continuó Ricardo, no
hemos tenido ni un sólo disgusto.
—Es verdad, ni c e l o s , . . . . n i . . .
- N i mal humor.
—Mi voluntad ha sido la tuya.
—Mi ocupación el adorarte. Clarencia
se desató el peinado, y un cabello castaño
enlazado con laurel-rosa, cayó sutil, on-
deante, perfumado sobre su blanquísimo
cuello.
Ricardo tomó una de las trenzas, la acer-
có á sus labios, y continuó:
—i Cuan felices hemos sido 1 han volado
*os días para mi como si fueran instantes;
NÍ un momento de fastidio en mi alma, ni
una idea de amargura ó de tristeza; todos
han sido pensamientos de amor y de ilu-
sión.
Clarencia al descuido descubrió un pie
Pequeñito.
—Clarencia, ¡ qué hermosa eres, cuánto te
amo!
—-Ricardo, déjame reclinar en tu seno.
, " ¡Clarencia! ¡Clarencia! i Qué feliz se-
*a yo s i j a n m e r t e me sorprendiera en tus
br
azos; así, acariciando tu frente; así., mi-
91

rando mi ventura en esos ojos negros; así,


sintiendo el contacto de tu cabello; así, be-
sando tus labios de rosa! ¡ Oh, Clarencia !
sería pasar de un cielo á otro cielo, sería
acabar la vida abrazado con un ángel, sería
morir de placer y de amor.
Los ojos de Clarencia se humedecieron.
Esta escena pasaba en una de esas lindas
casas que se hallan por la ribera de San
Cosme, llenas de naranjos, de rosas, de cla-
veles y de mirtos. Ved á Clarencia de die-
ciseis años, blanca, de ojos negros, mejillas
de rosa y cabello castaño, reclinada en bra-
zos de su esposo, respirando la brisa em-
balsamada, mirando un cielo azul, melan-
cólicamente alumbrado por la luna, rodeada
de luciérnagas, que ya brillaban como dia-
mantes y esmeraldas, ya se ocultaban entre
las hojas de los naranjos y de las yedras
y luego una fuente que por allí cerca co-
rría. . . . un zenzontle que cantaba. . . . lo s
acentos de una harpa lejana., . . Ricardo
lloró de felicidad esa noche.
Ventura rara, rarísima en un matrimo-
nio.
95

II.

CONVITE

Ocho días después un lacayo tocó la


puerta de la casa de Clarencia y suplicó pu-
sieran en sus manos una pequeña cartita
color de rosa, cerrada con una curiosa "os-
tia en relievo." Clarencia leyó: "Mi que-
rida amiga. Esta noche tengo un baile de
máscara en mi casa. Las personas que
han de concurrir son todas conocidas y de
confianza, y cuento con que no faltarás. Mu-
cho tiempo hace que estás retirada del mun-
do, y es preciso que uno que otro día te
diviertas: cuento también con que vendrá
tu esposo. Te manda un beso tu tierna
amiga.—ANA."
Apenas acabó Clarencia de leer el billete,
cuando, llena de infantil alegría, se puso
de un brinco en la recámara, donde Ricardo
dormía un sueño tranquilo, medio recosta-
do en un sofá. Para despertarlo de una
m
anera más agradable, tomó el partido de
cantar una cavatina de la Sonámbula, y de
^ 9 t a r ligeramente los labios y la nariz de
Ricardo con una punta de su trenza.
~-¡ Ah! eras tú, traviesa, dijo el marido,
bregándose los ojos ; entre sueños estaba
96

yo escuchando tu voz. Sigue, sigue can-


tando, porque es m u y agradable dormirse ó
despertar con las harmonías de Bellini re-
producidas por tu garganta. Pero ¿qué
contiene ese papelito color de rosa que tie-
nes en la mano ?
—Una friolera, Ricardo: es un convite
que me hace Ana para un baile de más-
caras.
—¡ Baile de máscara! murmuró entre
dientes Ricardo. ¡ Diablo! esto suele ser
peligroso, puesto que no todos saben guar-
dar el decoro necesario ni usar del disfraz
con educación.
—Todas son gentes de confianza y co-
nocidas las que deben asistir.
—En ese c a s o . . . .
—Iremos, ¿no es verdad?
—Es menester, hija mía, que recuer-
des que el médico me ha prohibido salir en
estos días.
—Entonces valía más que no hubieras
—Dejaremos la diversión para otra vez.
El semblante de Clarencia se entriste-
ció.
—Nada de tristeza, ni de pesar, mucha-
cha; si tú lo quieres absolutamente, irás.
—Jamás deseo lo que á tí pueda des-
agraciarte. Era un capricho mujeril, «na
curiosidad de ver solamente lo que hace
tantos años que no veo; pero ¿empeño?
ninguno, ninguno tengo. Me quedaré gus-
tosa.
-)?

—Clarencia, esa resignación y esa con-


formidad te hacen encantadora. Es impo-
sible rehusarte nada. Ahora, por el con-
trario, te ruego que vayas y que te divier-
tas. Ya combinaremos el modo. Por lo
pronto, manda decir á tu amiga Ana, que
te envíe el coche y un dominó. Ve, ve,
hija mía.
Clarencia miró á Ricardo con una ex-
presión de reconocimiento, y por decirlo
así, sin imprimir sus huellas en la alfom-
bra, se lanzó fuera de la alcoba.
A las ocho de la noche Clarencia se pu-
so al tocador. Traje negro de terciopelo
bordado de oro. ¡ Qué bien le sentaba á
su hermosura! ¡ Cuánto realzaba la nieve
de sus hombros y pecho 1 Después pasó al
derredor del cuello una soga de perlas con
una cruz de diamantes y esmeraldas: des-
pués ciñó su frente con una cadena de oro
con un pequeño pájaro de rubíes: después
fué colocando en sus rosados dedos, anillos
de topacio, de ópalo y de brillantes. Claren-
cia estaba linda como un serafín. Clarencia
estaba risueña, fresca como la aurora de
Guido-Reni.
Ricardo la miraba extasiado.
, Luego que acabó de vestirse, Clarencia
m
Jo á su esposo, ¿estoy bien adornada así?
r —¡ Diablo de baile de máscaras ! murmtt-
r
° Ricardo entre dientes.
—¿Quién me acompaña al baile, Ri-
cardo ?
Literatura Mexicana..—Tomo II,—i;i.
98

—Nadie.
—¿Es posible? Con que tendré que ir
sola ?
—No tal, llevas un buen compañero.
-—¿ Cuál es ?
—Tu honor, hija mía, único galán que
debe reemplazar las ausencias del ma-
rido,
—Dices bien, si todos los esposos fueran
asi, jamás serían engañados. Adiós, Ki-
cardo.
Ricardo besó la frente de su mujer y la
acompañó hasta la puerta. En la calle es-
taba ya aguardándola el coche de Ana.

III.
BA L L E .

En cuanto paró el coche en la casa de


Ana, se revistió Clarencia de un dominó ne-
gro y rosa, se puso una careta, y bajando
del carruaje, atravesando el patio, subiendo
la escalera, tropezando y evitando algunos
máscaras que la querían detener, se encon-
tró por fin en una sala extensa, amueblada
con ricos sofás y sillones de cerda, y ador-
nada con espejos, cuadros, floreros y ara-
ñas de cristal. No sé qué cosa tiene de
espléndido, de sorprendente, de voluptuo-
so, un salón así dispuesto, é iluminado cofl
la blanca luz de la esperma. \ Cuánto b n -
99
Han los adornos de las señoras! ¡ Cuánta es
la ternura y morbidez de sus formas ! ¡ Cuan
bellas son, en fin, esas damas de baile, llenas
de aromas, cubiertas de perlas y topacios,
crujiendo la seda y el terciopelo de sus ves-
tidos, girando en un vals, rápidas como el
viento, fantásticas como unas süfides. Ved
cómo sus pequeños pies apenas tocan el
suelo: ved qué graciosos son los ondeantes
contornos de sus vestidos: ved sus cabezas
bellas como los bustos de la escultura grie-
ga : ved cómo sonríen, cómo sus mejillas
se encienden, sus lindos ojos se animan, sus
manos torneadas y suaves buscan un apo-
yo, una dulce presión: vedlo todo, si, vedlo,
porque las mujeres son lo más delicado de
la creación, lo que se admira con una es-
pecie de arrobamiento delicioso: ¡ oh, es
mejor que no veáis nada!
En cuanto á la pobre Clarencia, iba y
venia de un lado á otro. Si le hablaban, no
respondía; si le decían bromas, sentía su-
bírsele la sangre al rostro; si la conducían
a un extremo de la sala lo consentía, y con
la misma facilidad pasaba á otra parte. Mu-
chos tenían curiosidad de saber su nombre,
Porque sus manos blancas y delicadas anun-
ciaban una cara hermosa: algunas másca-
ras, viendo su obstinación en no hablar y

poca expedición para una sociedad se-
mejante, la tuvieron por una imbécil y la
llenaron de sarcasmos. Al fin Clarencia
quedó en medio de la sala, abandonada, ex-
IOO

traña á aquella reunión, y sufriendo los em-


pellones de los grupos de máscaras que bai-
laban con rapidez, sin hacer caso de los
que estaban en pie. La primera idea de
Clarencia fué separarse de aquella tertu-
lia, donde reinaba una especie de libertina
franqueza que se avenía mal con su genio
modesto y recatado; pero reflexionando
que tal vez una vuelta repentina á su casa
disgustaría á su esposo, tomó el partido de
buscar un asiento, donde confundida en-
tre la muchedumbre, nadie se ocupase de
ella, á la vez que pudiera divertirse ó en-
tregarse á sus reflexiones, que por el pron-
to eran melancólicas y como precursoras
de algún accidente desagradable. En efec-
to, se acomodó en un sillón que estaba jun-
to á la vidriera de un balcón y casi oculto
entre el cortinaje: allí Clarencia pensó por
la primera vez que su vida había sido quieta
é ignorada como las fuentes cristalinas que
corren en el desierto: que su hermosura
no había llegado á la vista del mundo; que
su juventud iba deslizándose, sin que los in-
ciensos de la adulación la embalsamaran
sin que los acentos lisonjeros del amor ha-
lagaran el tímpano de sus oídos; en una
palabra, Clarencia, aunque se reconocía
feliz en su estado, sentía que su belleza no
hubiese tenido admiradores, que su mano
no hubiese sido reclamada y codiciada por
muchos, y que su vida se perdiera entre el
torbellino del mundo, sin dejar un sólo re-
IO[

cuerdo, sin ser el objeto de la más ligera


memoria.—¿Y Ricardo no la amaba?—Si;
pero Ricardo era su marido, y los pensa-
mientos que asaltan á las jóvenes casadas,
son de tal manera, que ó las entristecen con
la imagen de una dicha que perdieron, ó
las deleitan con un porvenir fantástico é
irrealizable. Allá en el cúmulo ele esas me-
ditaciones generales, brotó de improviso en
el corazón de Clarencia un recuerdo tierno,
melancólico, recuerdo de los primeros años,
recuerdo coloreado con esa apacible y her-
niosa aurora que acompaña la vida de los
niños. Clarencia en aquel momento no oía
ni la armonía de la música que tocaba un
valse alemán, ni percibía la agitación y ruido
de los que bailaban y conversaban. Eran
armonías de otra edad, era la inocente agi-
tación de otra época, era el eco percepti-
ble de los tiempos de la inocencia y de las
ilusiones. Vióse de repente transportada
a
l jardín de una casa de San Ángel, donde
^yo por primera vez pronunciar á Antonio
la
palabra amor; donde con su vestido albo
corno la nieve y su frente ceñida de rosas,
CQ
t-ría por entre la verdura y el césped hu-
yendo de las caricias de Antonio; donde
sentada debajo de un árbol contemplaba
c
°n cierta envidia á las aves que reposaban
Juntas en un nido; donde, en fin, la brisa
^ b a l s a m a d a de las noches de verano, las
°res, las aves, el cielo azul, el arroyo tras-
Párente, murmuraban las dulces palabras
102

" a m o r , " "ilusión," "felicidad." Pasaron


esos d í a s ; A n t o n i o se apartó de Clarencia;
Clarencia creció, a m ó , si se quiere, á su
e s p o s o ; pero j a m á s , jamás p u d o olvidar en-
teramente esas escenas. ¿ Q u i é n es capaz de
borrar la primera afección tierna y sincera
que se graba en los corazones de los ni-
ños ?
U n máscara se acercó, y con voz de tiple
dijo á Clarencia:
—''Mascarita, estás muy triste."
Clarencia respondió m a q u i n a l m e n t e :
—Sí.
—¿ Quieres bailar ?
—-Estoy cansada.
— U n a sola contradanza y te sientas.
— E s t o y enferma de un pie.
— E n t o n c e s valía más que no hubieras
venido.
— E s u n a verdad.
— V a m o s : puesto que no quieres bailar,
platicaremos.
— C o m o quieras, máscara, todo es igual
para mí.
— T u s manitas son muy b o n i t a s ; tu p i e
debe ser pulido, y tu r o s t r o . . . . ¡ A h ! mas-
carita, dime en secreto quién eres.
— U n a mujer á quien no conocerías aun
cuando se quitara la careta.
— P u e s bien, levántala dos d e d o s : que
vea tu boca solamente. Al decir esto echo
m a n o á la careta de Clarencia.
—¡ Máscara, esa es m u c h a descortesía •
103

-—Perdón, mascarita; pero te adoro sin


conocerte, y no pude resistir á la idea de
ver tu linda faz, si, porque tú debes ser
muy linda.
-—Te suplico me dejes, máscara, y vayas
á entretenerte con otra, con otras mil de
esas que charlan y cruzan la sala en todas
direcciones.
—¿Que me vaya, cruel?. . . . ¿Que me
vaya cuando te amo?
-—¡ O h ! exclamó Clarencía, esto es in-
sufrible !
—Mascarita, dame tu mano, continuó
el interlocutor, ejecutando lo que decía.
—¡ Caballero, ya es demasiado! exclamó
Clarencía en su voz natural: digo á vd. que
se marche de aquí, ó grito á alguno otro
que venga en mi auxilio, y sea más bien
educado v caballero que vd.
El máscara quedó petrificado al escu-
char la voz de Clarencía; pero pasando un
estante, con una voz convulsa y mal disfra-
zada:
•—Señorita, pido á vd. mil excusas ; acaso
n
o habrá otro más caballero que yo en la
sala; fué en efecto una libertad la que me
tQ
m é . . . . pero la costumbre. Espero que
n
o se moverá vd. de este lugar, donde pare-
pe que está á gusto, sólo por causa de mi
^discreción.
Clarencía, que había intentado levantar-
se del asiento, volvió á quedar quieta con
'as seguridades y disculpas del máscara Es-
104

te, después de un rato de silencio, prosi-


guió con su voz de tiple.
—Parece que estás ya contenta, masca-
rita.
—Si moderas tu charla lo estaré.
—Bien, te voy á contar seriamente una
historia que te ha de divertir. Es cosa
formal.
—Di lo que quieras, contestó Clarencia
con desdén.
—Has de saber que habia un joven que
se l l a m a b a . . . . su nombre poco importa,
tanto más que no lo conocerás. Pero creo
que no me escuchas.
—Te escucho, prosigue, contestó Cla-
rencia con la misma frialdad.
—El tal joven, prosiguió el máscara, era
bien parecido; pero sus cualidades morales
eran todavía más bellas, y su corazón ar-
diente como el sol de México. El pobre
muchacho amó locamente á una niña, her-
mosa como tú lo eres, mascarita, y virtuosa
y amable también como tú, á pesar de ese
altivo desdén que manifiestas; pero esto no
es lo principal del cuento; prosigo con é\
para no cansarte. Dios concede á todos los
mortales una época, aunque corta, de ven-
tura en esta vida. Los inocentes mucha-
chos, que se amaban con toda la fuerza de
su alma, gozaron. . . . ¡ O h ! si los hubieras
visto, mascarita, correr y jugar como dos
corderillos por las praderas de césped y
T
°5
'°s bosqucciillos do manzanos de T i z a -
Pán!
—¿ Decías, máscara, que el joven se lla-
g a b a ? . . . . interrumpió Clarencia con agi-
tación.
— G o z a r o n mil delicias, mascarita; pero
digo delicias, p o r q u e precisamente u n jo-
yen ve á la primera mujer que a m a c o m o
a su ángel tutelar, como á u n a virgen sa-
c a d a á quien n o es lícito ofender ni con el
Pensamiento.
•—Es verdad, es verdad, contestó Clarencia.
. —-En cuanto á las mujeres, en su edad
berna también son sinceras, también a m a n
c
o t n o los ángeles, también su corazón es
Puro y limpio como el cristal. ¿ Parece que
te
agrada la historia?
—-Al menos no me molesta, contestó Cía-
re
n c i a con afectada frialdad, y puede ser
f
iue tuviera gusto en acabarla de oír.
"—;IJero el m u n d o , el m u n d o señora, con-
estó el máscara sin darse por entendido
'le la contestación de Clarencia, e m p a ñ a con
kSu
suplo c o r r o m p i d o ese cristal, y una vez
4Ue perdió su brillo, su pureza y su ter-
SUr
a, voló también el amor, volaron las di-
chas, voló para siempre lo que hay de más
£ r ato al h o m b r e , que es la esperanza.
Clarencia lanzó involuntariamente un
R o g a d o gemido, p o r q u e el máscara era un
e
uionio sin duda que había adivinado sus
e
j usamientos, que respondía de acuerdo á
as
Meditaciones de su alma.
ro6

— Y después, señora, cuando pasaron rá-


pidos como un meteoro los días de la ni-
ñ e z ; cuando se rasgó el velo que nos en-
cubría las miserias é inconsecuencias del
m u n d o ; cuando á la luz de la realidad se
desvaneció el prisma dorado de las ilusio-
nes de amor, entonces. . . .
— ¿ P e r o la historia? interrumpió Claren-
cia algo conmovida.
— E n t o n c e s , señora, cada h o m b r e tiene
que. contar u n a historia lastimosa que po-
cos comprenden, historia lúgubre, toda
compuesta de martirios, de lágrimas, de
sangre que destila el corazón, y que sólo
una mujer es capaz de adivinar. ¿ Parece
que me he explicado, Clarencia? Al decir
esto se quitó la careta.
—-¡ ¡ Antonio !! ¡ ¡ A n t o n i o !!
— Y a ves, Clarencia, que mi palidez, con-
tinuó A n t o n i o con la voz agitada, no deja
mentir á mí b o c a ; ya ves que estas meji-
llas hundidas y que esta frente amarilla in-
dican una cadena de sufrimientos mora-
les.
—¡ A n t o n i o , huye de aquí por piedad!
¿ D e q u é te servirá a r r a n c a r m e la felicidad
y la. paz del corazón ? D é j a m e , déjame ir,
sácame por Dios de esta reunión loca, don-
de la música y la alegría me martirizan-
—-Clarencia, es imposible; la noche está
tempestuosa, y por otra parte deseo tener
una explicación corta contigo. Después,
Clarencia, te conduciré donde quieras, me
rc>7

separaré de t í . . . . para s i e m p r e . . . . te d e -
jaré en el seno de la dicha.
E n efecto, la lluvia azotaba con fuerza las
vidrieras, y sólo se veía en la calle al po-
bre sereno sentado en una puerta delante
de su farol, arrebujado en su capote y pare-
cido á un ídolo antiguo.
Clarencia, sin e m b a r g o , se levantó de la
Kl
Ua; pero Antonio la t o m ó una mano, y la
obligó á que volviese á sentarse.
— ¿ Y te ibas, te apartabas sin p r e g u n t a r -
[]lv
qué ha sido de mi existencia en los
anos que he estado separado de tí? ¡ O h !
¡t'sto es a t r o z ! ¿ N i n g ú n interés te causa
Ul
i suerte?
—Antonio, toda explicación es excusada
>a entre nosotros. Si quieres envenenar mi
v,(
i a ; si intentas convertirme en una de
ai|
t a s mujeres p e r j u r a s ; si deseas despertar
11
mi corazón un recuerdo que debe ser-
. t l e a m a r g o como la hiél, entonces habla,
llat
>la, Antonio.
~~~i O h Clarencia! discurres tú como dis-
,V r r e quien n o ama, como discurre quien es
dich ° s a ; pero yo, Clarcncia, cuya vida está
^ v e n e n a r l a con un r e c u e r d o : yo que he
J
sto de u n golpe desaparecer violentamen-
-odas mis e s p e r a n z a s : yo que t e n g o un
r., C l ü horrible, eterno, en mi c o r a z ó n ; yo,
agencia, que te adoraba como á u n á n -
«ei de] cielo, ¿ p u e d o hablar como tú ? An-
t 0
^ lloró.
""-La sociedad, el honor, Dios m i s m o ha
io8

cavado un abismo profundo que nos separa


á tí y á mí, Antonio. Era menester des-
preciar la sociedad, abandonar el honor, re-
negar de Dios, y entonces unirnos para ex-
perimentar, no placeres, sino sinsabores,
oprobio, vergüenza. . . . ¡ Antonio, soy casa-
da ! ¡ Esto no tiene remedio 1 Clarencia sin-
tió que debajo de la careta de burla y de
farsa corrían dos gruesas lágrimas que ha-
bían brotado de lo más íntimo de su co-
razón.
—Clarencia, no deseo perturbar tu tran-
quilidad ; no deseo degradarte al rango de
mi q u e r i d a . . . . nada, nada que te ofenda,
Clarencia; pero al menos quiero tranquili-
zar mi corazón; quiero me digas que me
amas como una n i ñ a . . . . como una her-
mana . . . . Ya ves, Clarencia, cinco años
de fatigas, cinco años de una constancia
sostenida por tu amor; cinco años de pen-
sar día y noche en tí, merecen que pronun-
cies una palabra que haga de mi vida un
largo día, triste y sin sol; pero nc> una no-
che lóbrega y desesperada.
—Antonio, espero que no abusarás de
mí: te voy á hablar como hablaría á Dios..
Con ninguno hubiera sido más feliz que con-
tigo: mi juventud se hubiera deslizado sin
sentirlo por un camino de rosas, y en tn*
vejez partiría mi tiempo en acariciar a
nuestros hijos y en recordar los tiempos de
los primeros amores; pero Dios lo ha dis-
puesto de otra manera. Me casé creyendo
109

que me habías olvidado, y tenía razón: tres


años de silencio me persuadieron que aque-
llos amores habían sido un juego; procuré
ahogar, pues, unas memorias inútiles y va-
gas; separé totalmente mi niñez de mi ju-
ventud, y pensé una que otra vez en tí; pe-
ro lo mismo que se piensa en esos cuentos
fantásticos con que nos arrullan las nodri-
zas ; hoy, Antonio, un pensamiento que pa-
se de esta clase, es un crimen. Hoy, te lo
repito, tengo deberes y obligaciones que
cumplir, y nadie en el mundo me separará
de ellos. Las pasiones son terribles, im-
petuosas; pero es menester sobreponerse
a ellas y dominarlas. Te he dicho cuánto
podía, Antonio: bastante me ha perjudica-
do esta entrevista casual: en lo de adelante,
Antonio, si me amas, es necesario que me
prometas dos cosas: la primera no procu-
rar verme más, pues esto te perjudicaría;
la segunda, respetar á mi esposo, pues un
lance ruidoso me quitaría inútilmente el
honor.
—¡ Es verdad, Clarencia, es verdad! No
ha quedado para nosotros en el mundo ni
ung gota de consuelo; nuestros pobres co-
razones que se unieron en la niñez, ha sido
forzoso dividirlos en la juventud; pero lo
que te pido, Clarencia, es un cariño de her-
mano ; dime que no me olvidarás, que mi
nombre será grato á tus oídos, que te com-
placerás cuando veas ensalzadas mis proe-
zas en los diarios, y que si muero honrosa-
Io

mente en los campos de batalla, derrama-


rás una lágrima y elevarás á Dios un ruego.
—¡ Antonio ! interrumpió Clarencia con-
movida : es menester separarnos; esta con-
versación no debe prolongarse más.
—Sea como lo mandas, Clarencia.—
¡ Adiós ! ¡ Adiós !—Antonio tomó una mano
de Clarencia, y la iba á acercar á sus la-
bios, cuando un dominó negro que salió del
cortinaje, como si Lucifer lo evocara, arre-
bató del brazo á Clarencia. Antonio, sor-
prendido, permaneció un corto tiempo in-
móvil ; después se levantó del asiento, reco-
rrió la sala, pero en vano, pues los dos más-
caras habían desaparecido.

IV
GUERRA CIVIL

El dominó negro se abrió paso por entre


la multitud de gente que ocupaba la sala,
y oprimiendo convulsivamente el brazo a e
Clarencia, la condujo hasta su casa, sin dc"
cirle una sola palabra. Ella, por su parte,
se dejó guiar maquinalmente por el masca'
ra, ó más claro, por su esposo, que pre^"
sor ó suspicaz había seguido á su rijuie
al baile, sin que ella pudiese ni aun sosp ( "
charlo; pero luego que se halló sola en -",l
alcoba, se arrojó al lecho y virtió un torren"
te de lágrimas; después se puso en pie> j
11 I

mirándose por casualidad en un espejo, ex-


clamó:-—"i Funesta hermosura! ¿Desgra-
ciada juventud! ¡Vanos adornos! El mun-
do, la sociedad diría al mirarme, i qué feliz
y qué bella es esa mujer! ¡Mentira! Esa
mujer hermosa envuelta en terciopelo, bri-
llante como un lucero con los diamantes
que adornan su cuello y ciñen su sien, es
una infeliz, porque en una hora perdió la
paz de su corazón, llenó de acíbar la vida
de su esposo, j O h ! ¡ Maldecidos diaman-
tes, continuó arrancándose las joyas que la
adornaban, y arrojándolas con desdén so-
bre el tocador; fatales vestidos de seda y
oro, debajo de los cuales palpita un cora-
zón inquieto! ¡ Ricardo, Ricardo, ven, ha-
bíame, échame en cara mi ligereza, maldí-
ceme ! ¿ Por qué no cerré mis oídos á la
voz de Antonio ? ¿ Por qué fui á ese baile
infernal? ¿Por qué, Dios mío, me presen-
taste delante este hombre, que despertó de
un golpe todos mis recuerdos, todo mi
amor de niña? Y le tengo aún presente, y
quisiera que él fuera mi esposo, y le amo,
le amo; el corazón lo dice, y mi boca no lo
quiere pronunciar. ¿Y le amo cuando no
debo amar más que á mi esposo ? ¡ O h ! es
cruel, Dios mío, es cruel que dejes vivir á
los que sufren estos martirios. ¡ Perdón,
perdón, Virgen María!*' Clarencia cayó de
rodillas, y ocultó su rostro y sus hombros
ya desnudos entre las cortinas de su lecho,
i Pobres mujeres! Aisladas y sin tener quien
112

pueda comprenderlas, lloran sus cuitas de


amor ante la protectora de los desvalidos.
Clarencia pasó una noche agitada, llena de
ensueños y horribles visiones.
A la mañana siguiente entró Ricardo fu-
mando un puro, aparentando mucha tran-
quilidad y calma y se sentó en una silla. El
esposo de Clarencia no era uno de esos jó-
venes almibarados y petimetres, sino un co-
ronel de cuarenta y cinco años, de una fi-
sonomía severa, y podría decirse adusta:
entre las pobladas cejas tenía hundidos
unos pequeños ojos negros, y sus labios es-
taban casi ocultos por un poblado bigote:
no se le notaba señal en su vestido ó en su
rostro que indicara el largo combate qu e
había sufrido su alma. Clarencia sólo pudo
advertir que sus ojos estaban más hundí-
dos y reconcentrados en su órbita, y q u e
una ligera palidez cubría sus mejillas.
—Nada me dices del baile, Clarencia, di-
jo el marido arrojando una bocanada <je
humo y arrellanándose con una especie de
afectado abandono en el sillón.
—En efecto, nada tengo que decir su10
que no volveré á concurrir á otro. ?
—¿Con qué nada sucedió de particular-
¿ Bailaste mucho ?
—Ricardo, es inútil ese tono de burla y
de sarcasmo, si estás enterado de lo q « e P a
so; si sabes
—Sé, gritó el marido hiriendo el P a V
mentó con el pie, que es un necio él hot
ii3

bre que se fia en el honor de una mujer;


porque si las mujeres conocen el honor, es
sólo para hollarlo, para tirarlo en medio de
la primera orgía donde falte su esposo, su
padre, su tutor. . . . ¿Lo entiendes, Claren-
cia? Se necesita velar día y noche las mira-
das, las sonrisas, las más insignificantes ac-
ciones de ese bello sexo, que aprende desde
el vientre de su madre á disimular y á trai-
cionar los más sagrados sentimientos. Esto
es cruel, muy cruel para un marido.
Clarencia bajó los ojos y sus mejillas se
cubrieron de un tinte nácar.
—¿Callas, Clarencia? ¿Enmudeces? ¿Ni
una sola palabra dices para justificarte ?
—¡ Justificarme, señor! Responder á
insultos que se les dicen á las mujeres per-
didas ! No, ni una sílaba debe contestar
una mujer cuando su esposo le ha dicho á
gritos que no tiene honor. Y esto, señor,
repito, ha sido en voz alta, de maicera que
niañana los criados repetirán: "la señora no
tiene honor;" y después todas las gentes,
toda la sociedad gritará contra mí, y no ten-
dré honor mas que para Dios, señor, que ha
sido testigo que entre romper las fibras de
uii corazón, y faltar á mis juramentos, no
he vacilado.
—Bien, Clarencia, la lección estaba muy
estudiada; ¡pero vive Dios! que no seré
ue esos maridos que son el objeto de la
burla y el escarnio de los libertinos de los
eafés. No, Clarencia, te engañas; romperé
Literatura Mrxic.iiia.—Tomo II.—rq
ii4

yo también las fibras de mi corazón, olvida-


r é que has sido mi esposa y que te he ama-
do, y me resignaré á soportar esa vida
a m a r g a , aislada y solitaria, del que ha vis-
to perjura y traidora á la mujer á quien
adoraba.
— E s preciso acabar cuanto antes, señor.
Si Soy inocente, no merezco estar sufrien-
do insultos más crueles que la muerte mis-
ma ; y si soy culpada, n o debo ocupar más
vuestro lecho, ni ser la c o m p a ñ e r a de vues-
tra vida. E n todos casos, lo que conviene
es u n a Separación.
—Sí, una separación eterna, un odio eter-
no... .
— O d i o , Ricardo, jamás te lo tendré, re-
plicó Clarencia con una voz dulce, ¿ o d i o ? . •
ni p e n s a r l o : siempre conservaré en mi co-
razón u n a porción del a m o r que te he teni-
do ; siempre recordaré las atenciones y cui-
dados que me has p r o d i g a d o en los dos
años de nuestro m a t r i m o n i o . . .y en cuanto
á las injurias de hoy, las olvidaré; pero
cuando han pasado en un matrimonio esce-
nas c o m o ésta, hay m u y pocas p r o b a b i h '
dades de seguir viviendo con esa calma >'
tranquilidad indispensable en la vida do-
méstica; Las joyas, la ropa, t o d o quedara
en tu casa para pasar el resto de una
vida infeliz, me basta la pobre celda de vu1
convento. El tiempo, Ricardo, aclarará la*
cosas, te v o l v e r é ; la calma que ahora *e
falta, y me harás justicia.
i*5

i labia en la voz de Clarencia tanta dul-


zura, era su acento tan lleno de verdad y de
sencillez, que Ricardo conmovido excla-
mó :
—Clarencia, aun reconozco en tí la mis-
ma mujer sencilla y virtuosa que he ama-
do. D i m e solamente que te fueron indife-
rentes las palabras de ese joven, dime que....
lo que quieras una mentira, y esa
mentira la creeré corno el e v a n g e l i o ; todo
se olvidará y te amaré c o m o antes.
— A Dios gracias, Ricardo, jamás he
aprendido ese arte de disimular, ni u n a
mentira ha salido de mi b o c a ; te hablaré
ahora c o m o siempre, la verdad, y ésta ser-
virá de la más completa satisfacción. Dis-
gustada casi en él m o m e n t o de entrar en
el baile, y n o pudiendo ya volverme sola,
b u s q u é un sitio a p a r t a d o ; allí las memorias
de mis j u e g o s y placeres de niña, me ocu-
paron ; allí recordé las primeras palabras de
a m o r que sonaron en mis o í d d s ; y el jo-
ven que las pronunció, el joven que des-
pertó mis primeras ilusiones, estaba allí; lo
vi después de tres años de ausencia y . . . .
tú sabes lo d e m á s . . . T o d a s las mujeres he-
ñios tenido nuestro amor de niñas ; todas,
Ricardo, nos casamos después con otro
nombre á quien a m a m o s más ó m e n o s ; pe-
ro ninguna, ninguna, olvida completamen-
te al primero que se insinuó en su corazón,
'vhora bien, una mujer novelesca, inmo-
ral, perjura, olvida á su marido, remueve
n6
las cenizas de su primer amor, y se aven-
tura locamente en el camino del crimen.
Y o, Ricardo, no pude ni prever ni evitar
esa fatal coincidencia de mis pensamientos
con la presencia del joven; yo no pude re-
husarle sin haber causado un escándalo,
una explicación que me pedía con las lá-
grimas en los ojos
—¡ Es terrible, terrible lo que estás di-
ciendo, Clarencia!
—Yo no podía ultrajar á un corazón que
había latido por mí; yo no podía dejar en-
venenada la existencia entera de un hom-
bre que su delito había sido aspirar á mi
mano cuando podía hacerlo.
—¡Ah, Clarencia, tú no podías rehusar
nada á ese hombre, y has podido echar
acíbar en los días de tu esposo, que tampo-
co ha tenido más delito que amarte! i Esto
es injusto, esto es infame!. . . .
—Sí, será infame; pero esta es la natu-
raleza; será infame; pero esto lo hace el
corazón, sin quererlo la voluntad. Lo qu e
yo debo hacer y haré es, lo único que se
puede exigir de una mujer honrada; es de-
cir, no verlo, no hablarle, procurarlo olvi-
dar, y ser fiel á su esposo, para quien U*11"
camente debo estar consagrada. Esto de to-
das maneras lo haré, ya me aborrezcas, y a
me ames como antes. Esta es la verdad, R | -
cardo. ,?
—¿Con que lo amabas antes que á rru
—Ricardo, aun no te había conocido.
117

—¿ Y ahora ?
—Ahora no debo tener más amor que
el tuyo.
—Pero francamente, como si 1o dijeras
á Dios, ¿tienes en este momento alguna
afección en tu alma por él?
—Procuraré olvidarlo, contestó Claren-
cia en voz muy baja.
—; N"o necesitaba yo saber más, Cláren-
l a ! ¡ Clarencia, tengo celos! Te hubiera
querido adúltera, pero amante. Un crimen
te lo hubiera perdonado; ¡ pero que des
u
na parte del amor que debe ser todo, to-
do de tu esposo!. . . ¡ Maldición! ¡ Esto ja-
^ á s lo perdonaré! ¡ Para él la muerte: para
tl
un convento! Ricardo salió y cerró tras
Sl
la puerta con estrépito.

V
HESAFIO.

Si el amor es obra dé Dios ó del diablo,


es
cosa que nunca ha podido averiguar el
m
iserable autor de esta verídica historia;
e
l caso es que diariamente ve en este punto
cosas que, si se escribieran, tal vez nadie
las creería. El que esto lea, no podrá me-
n s
° que decir que Clarencia era una tonta,
Pue&to.que en lugar de acallar los celos del
Marido con mimos y coqueterías, y seguir
etl
sana y octaviana paz, le confesó de liso
u8

en llano los sentimientos de su corazón. Ca-


da cual es dueño de pensar ó decir lo que le
agrade ; pero yo no puedo más que contar
lo que p a s ó : y lo que pasó también en el
corazón del celoso marido ya pueden figu-
rárselo los curiosos, puesto que según re-
lieren los historiadores, salió ciego, frene-
tico, atrepellando á cuantos encontraba en
la calle, y corriendo aquí y acullá como un
verdadero loco, puesto que no sabía donde
era la habitación del capitán Antonio, ni
presumía tampoco en qué sitio lo podría
encontrar. Ya se ve, estaba celoso, ¿ l í a es-
tado celoso alguna vez el benévolo lector?
¡ O h ! es enfermedad cruel, diabólica, la
verdadera hidrofobia del alma.
La maldecida casualidad ó el destino, co-
mo diría un romántico, hizo que el marido
divisara de lejos al a m a n t e , el cual por su
parte, caminaba por la acera, indolente, des-
cuidado, meditabundo, s u m e r g i d o cu hon-
das cavilaciones, sobre la suerte que á con-
secuencia de su ligereza había cabido á su
querida niña Clarencia. El marido, con la
alegría y ligereza con que la pantera se lan-
za sobre su presa, se a p r o x i m ó al capitán,
y le dijo con voz b r o n c a :
—Caballero, t e n g o que hablar con us-
ted á solas.
-•—No r o m p i e n d o cuál será el asunto que
tenga usted que no pueda explicármelo
a q u í ; pero sea lo que fuere, sírvase usted
venir á mi cuarto, que está en la posada
americana.
—Donde usted quiera. Los dos antago-
nistas echaron á andar y en breve llega-
ron á la posada americana.
-—Lo que deseo, caballero, dijo el coro-
nel cerrando con llave la puerta, es volar-
le a usted la tapa de los sesos; pero le dejo
el recurso de que se defienda. El marido se
desembozó su capa, sacó de la bolsa un par
de pistolas, de las que una arrojó sobre la
niesa, y la otra la cazó y empuñó apuntando
e
n línea recta á la frente del capitán Anto-
nio.
—•Coronel, contestó Antonio con calma,
n
o puedo creer sino que esos arrebatos de
'Uror provienen de que tiene usted trastor-
nado el juicio, y en ese caso, lo más pru-
dente será, ó arrojar á usted por la ventana
0
llamar gente que lo ate y conduzca á la
casa de locos.
Digo á usted por la última vez que to-
m
e l a pistola y se defienda.
Ll capitán trató de dirigirse á la puerta y
"amar gente en su auxilio ; pero Ricardo le
n
npidió el paso, diciéndole: "¡Miserable!
',cobarde! ¿Tiene usted valor para seducir
fl l l
na dama en un estrado, y no se halla con
Uerza para arrostrar con la cólera de su ri-
al
•' ¡ La, defiéndase usted, le repito, ó lo
asesino!
me
kl capitán retrocedió y tomó maquinal-
nte la pistaia,
-—Veo, continuó el coronel,, que algo
lniere usted hacer en obsequio de su vida;
120

pues bien, tenga usted este panel ; si yo


m u e r o en su cuarto, tal vez le servirá para
librarse de la horca.
El coronel arrojó un papel á los pies de
Antonio.
—Coronel, doy á usted mi palabra de que
me batiré de la m a n e r a que usted q u i e r a ;
pero al m e n o s permítame preguntarle, ¿ qué
motivo lo obliga á obrar de esta suerte ? Y o
no he visto á usted j a m á s . . . . n o lo conoz-
co
—¡ j a m á s ! es verdad ; ¡ pero á ella sí la ha
visto usted y la c o n o c e ! ¡ O h ! ¡ T o d o s los
seductores conocen sin duda mejor á la
mujer que al m a r i d o !
— ¿ S e d u c t o r me llama u s t e d ? . . . Muchas
faltas h a b r é cometido en mi v i d a ; pero se-
ducir á u n a mujer, nunca, señor coronel,
ni sé q u e m u j e r . . . .
—¡ I n f a m e ! ¡ c o b a r d e ! ¡ No sabe cuál y la
ama! la a m a ! . . . Repito, es usted un
infame, que no merece llevar las insignias
de capitán en los h o m b r o s . El coronel
arrancó las divisas al capitán, y se las arro-
jó á la cara.
—¡ Vive Dios, coronel, que ha venido us-
ted á buscar la muerte á mi propia habita-
ción ! ¡ Tire usted, tire usted, ó yo soy el que
lo asesino! A n t o n i o fijó la boca de la pis-
tola en línea recta á la frente del coronel.
—i Gracias á Dios, exclamó éste con una
sonrisa convulsiva, que ha recobrado usted
su energía de h o m b r e , p o r q u e m e había
121

usted parecido una mujer un man-


dria !
—¡ Por Cristo, coronel, tire usted y no
hable más, ó le vuelo el cráneo.
—A eso he venido, señor capitán. Aho-
ra es probale que no sea usted el segundo
esposo de Clarencia.
—i Clarencia ! ¿ Usted es el esposo de
Clarencia?
—Si no lo fuera, si la vida no me abruma-
ba, ¿había yo de venir como un loco á de-
jarme matar por usted ó á matarlo yo?
—Coronel, interrumpió Antonio arro-
jando la pistola al suelo, usted es dueño de
asesinarme, porque yo no he de ofender á
usted.
—En ese caso, Dios tenga piedad de la
alma de usted, replicó el coronel fríamen-
te.
En esto tocaron la puerta. El coronel
°cultó la pistola, Antonio se paró á abrir,
y se encontró con que un criado le entregó
un papel, y se retiró al momento. Antonio
lo
, abrió, lo recorrió rápidamente con la
vista, y lo entregó al esposo, diciéndole:
Ya ve usted, coronel, no me ama Cla-
rencia: nie pide que le cumpla la palabra
^ue le di de alejarme para siempre. Así lo
v
°y á hacer; y francamente, sería mejor
^ Ue . ü sted me quitara la vida. Los ojos del
a
pitán se llenaron de lágrimas y no pudo
ecir más, porque la voz se le anudó en la
& ar ganta.
Literatura Mexicana.—Tomo II —16
122

El coronel tomó el papel y leyó: "Señor.


La conversación que, prevalido de las cir-
cunstancias, tuvo usted anoche conmigo,
ha causado un grave disgusto á mi esposo,
que nos sorprendió en ella, como usted fué
testigo. No amo á usted ni como amiga. . •
ni como hermana, y por lo tanto, es inútil
que con su presencia se turbe más la dicha
de un matrimonio. Así, le ruego que pro-
cure alejarse cuanto antes, y sobre todo,
evite cualquier encuentro con mi esposo.
Su servidora, etc."
—Coronel, mañana marcho á reunirme
con mi regimiento, dijo el capitán con la
voz ahogada por el llanto.
—Sea usted feliz, capitán, respondió el
maride estrechándole la mano, y quiera el
cielo volver á usted la paz del corazón.
—La paz de la tumba me conviene.
—Es una fatalidad amar, capitán; calcu-
lo por mis sufrimientos los de usted, y l e
agradezco este sacrificio.
—¿ Está usted satisfecho, coronel ?
—Es usted muy generoso, capitán. Gra-
cias, mil gracias. Sea usted feliz: adiós.
—Adiós, coronel, ame usted mucho a
Clarencia.
—Al menos, capitán, la veneraré como
una santa, y á usted lo respetaré como á ni*
caballero.
El coronel se embozó en la capa, y sah°
del cuarto de Antonio.
123

VI
CATAS I ROÍ'K

¿Cuál es la pareja humana que llama el


vulgo matrimonio que no ha tenido alguna
vez sus pequeños y acaso grandes distur-
bios? ¿Cuál es, en fin, el mortal que ha es-
capado del furor de esas grandes oscilacio-
nes, ó si puedo decirlo, cataclismos del al-
ma, que se conocen en la vida con el nom-
bre de amor, celos y venganza? ¡Triste y
niiserable condición la humana! ¡ Todas las
flores de sus ilusiones han de tener espinas,
y al agotar la copa del amor, ha de encon-
trar en el fondo amarga hiél! Pero cuando
e
l hombre ha pasado por todas esas alter-
nativas y contrastes, cuando la experiencia
Jp ha enseñado á vivir mejor, y cuando en
"fi, la filosofía le ha dado á conocer lo tran-
sitorio, inconstante y perecedero de las co-
sas humanas, entonces recorre la escala de
sus recuerdos con cierta melancólica con-
formidad ; entonces contempla tranquilo ese
^ a r tempestuoso y furibundo de las pasio-
nes, donde en otros tiempos vogaba sin
brújula ni timón. Esto sucedía ya á Ricar-
^°> un año después de la escena que refe-
rimos en el capítulo antecedente. Una pre-
n s a niña que dio á luz Clareucia borró
124

absolutamente las memorias de los pasados


disgustos, y la ventura matrimonial, si no
era tan cumplida como la pintamos en el
capítulo primero, al menos no era turbada
por ningún incidente desagradable. Los dos
adoraban á la niña, y éste era el eslabón
que los tenía unidos y felices. Clarencia
cuando estaba sola cubría de besos la fren-
te de su hijita, y la estrechaba contra su co-
razón. Clarencia siempre risueña, siempre
complaciente con su esposo, estaba devora-
da de una tristeza interior que la consumía ;
así es que poco á poco iba desapareciendo
el carmín de sus mejillas; día por día iba
marchitándose un pétalo de esta rosa tan
llena de vida y juventud. ¡ Pobres mujeres!
¡ Qué huellas tan profunndas deja el amor
en su sensible corazón! ¡ Pobres rosas que
se secan y marchitan en el momento en que
el sol de amor no vivifica su existencia!
En tal estado estaban las cosas el 30 de
Noviembre de 1828. A las diez de esa no-
che turbóse el silencio de los habitantes, de
la hermosa México por el estallido de un
cañón y al día siguiente los partidos divi-
didos en dos bandos, y posesionados res-
pectivamente de edificios fuertes, se dis-
putaban con las armas en la mano el ejer-
cicio del poder supremo. Es un episodio
bastante lúgubre de la historia mexicana;
pero para nuestro propósito basta sólo de-
cir que la habitación de Ricardo estaba si-
tuada en una de las calles interesantes para
I2 5

la defensa del gobierno de aquella época,


y que al día siguiente una compañía de in-
fantería se presentó con el fin de ocupar la
azotea de la casa. Entraron en efecto los
soldados sin hacer daño alguno; pero Ri-
cardo notó que el oficial que los manda-
ba se embozó en una luenga capa, caló has-
ta las cejas su cachucha, y sin hacer mas
que una ligera reverencia, se subió á la azo-
tea con su tropa. Todo el día el fuego de
fusil ería fué sostenido y vivo. Las balas
llovían en la azotehuela y corredores; dos
soldados que murieron fueron arrojados
de la azotea á la calle: tres que resultaron
heridos los colocaron en un cuarto de la
casa y Clarencia y sus criadas los asistían
con esmero. Así pasó el día: en la noche,
que cesó el fuego, envió Ricardo á suplicar
a
l capitán que pasara á cenar y á des-
cansar un rato. El capitán contestó que
s
u deber le imponía estarse en la azotea, y
n
o abandonar á la tropa ni un momento.
El segundo día la fusilería continuó tro-
cando. Cuatro muertos más fueron arro-
jados á la calle, y tres heridos delegados
•* las caritativas atenciones de Clarencia.
El capitán envió á pedir una venda y unas
n
uas. Clarencia y el marido con afectuosa
s
°licitud le mandaron decir que bajara sólo
lm
instante; que si estaba herido le cura-
ban como á un h e r m a n o . . . . como á un
amigo.
El capitán contestó que era un raspón
126

que le había dado una bala en los dedos,


que no parecía cosa de cuidado. Ricardo
quiso subir á la azotea á instar personal-
mente al capitán á que bajase; pero como
caía materialmente un aguacero de balas,
Clarencia se lo impidió.
El tercer día el fuego fué horrible. No
hubo.tiempo ni de bajar los heridos, ni de
arrojar los muertos á la calle. A las cin-
co de la tarde un sargento bajó á decir
que el capitán estaba gravemente herido.
—¡ Dios mío! ¡ Pobre capitán! exclamó
Clarencia. Haga vd. que lo bajen ir me-
diatamente, sargento; quizá podremos sal-
varlo.
—Sí, sargento, interumpió el corone!,
¡ pronto, pronto! Que lo bajen á nuestra
recámara, á nuestro lecho.
El sargento regresó á poco acompañado
de dos soldados que traían en los brazos
al capitán envuelto en su capa. Colocáron-
le en el mismo lecho de Clarencia.
—Vaya, hija mía, «lijo el marido, es me-
nester ver dónde tiene la herida.
Clarencia se acercó temblando, descu-
brió al capitán, y al verlo arrojó un lasti-
mero grito y cayó de espaldas.
El capitán era Antonio.
A poco rato Clarencia se levantó con los
ojos fijos y desencajados, desordenó y
arrancó sus rubias trenzas de pelo, corrió
de un lado á otro de la habitación, y por
fin se acercó al lecho y depositó un beso
T2 7

en los labios moribundos del capitán, el


cual pudo mirarla por la postrera vez con
unos ojos ya empañados con el soplo de
la muerte, y exhalar el último suspiro, co-
mo si el beso de la que amó desde niña hu-
biera sido el beso de un ángel que sorbió
su alma.
Clarencia, asi que lo vio muerto, golpeó
contra el lecho y las paredes su hermosa
frente, comenzó á articular palabras sin
coherencia alguna. ¡ Cuánto hubieran las
lágrimas aliviado el intenso dolor de Cla-
rencia. Pero no podía llorar, j Estaba
loca!
Ricardo se hubiera también vuelto loco,
Pues estaba inmóvil, silencioso y frío co-
mo una estatua de mármol; pero su hiji-
*a> á quien tenía una criada, le gritó con
?J* voz ingenua é infantil: i Papá! \ Papá 1
£sta voz fué la de un serafín. Ricardo
abrazó á su nina, y la cubrió de besos y de
^grimas, exclamando:
—¡Ya no tienes madre, hija mía! ¡Está
*°ca! i Loca!
Dos meses duraron los sufrimientos de
Clarencia. Una mañana se limpió los ojos,
ari
*egló s u peinado, y recorrió con la vis-
ja la alcoba como quien despierta de un le-
argo causado por una horrible pesadi-
a
' / \ poco rato tocó una campanilla y or-
uenó á una criada le trajeran á su hija, y
'amaran á su marido, luciéronlo así; y
a
Pcnas divisó á la niña con su rosada faz
128

y sus cabellos rubios, cuando la arrancó de


los brazos de la criada, la estrechó contra
su corazón y la cubrió de besos.
—Carmelita, hija mía, ¿no conoces á tu
mamá? La nina, asustada, pugnaba por
desasirse de los brazos de Clarencia.
—¡Hija, exclamaba ésta, un solo beso!
¡El último beso quiere tu madre!
La" niña aproximó sus pequeñitos labios
á los de Clarencia. Aquel beso fué solem-
ne ; la madre que se hundía en la tumba, y
la hija que salía á la vida, se despedían para
siempre.
El esposo, fijo é inmóvil en el marco de
la puerta, contemplaba esta escena: en
cuanto Clarencia lo percibió, le dijo:
—Ricardo, en nombre de la inocente que
tengo en mis brazos, ¿me perdonas?
—¿Perdón, hija mía? contestó el espo-
so: bendiciones, bendiciones á tu pureza;
lágrimas á Dios por tu salud.
—Gracias, gracias, Ricardo. Clarencia
cayó desfallecida en el lecho: á poco rato
la chiquilla se acercó gritándole :
—¡ Mamá, mamá! Ricardo también ex-
clamaba :
—¡ Clarencia, Clarencia, bien mío!
¡ Clarencia no existía ya!
Mayo de 1843-
EL MONTE VIRGEN.
I.

LOS EMBOZADOS.

—Alto ahí, ú os mato, vive Dios!


, —-Debería responder á vuestra descorte-
s a con una estocada; pero trazas tenéis,
«uen caballero, de estar demente, y os qute-
r
° perdónar la vida.
—Gracias por vuestra generosidad; pero
sabed que desde hoy, os mando que no pa-
séis más por esta calle, y ceséis con vuestras
o p o r t u n a s músicas.
7~¡Hola! ¿con que tenéis tantos bríos,
señor caballero, que así mandáis á quien de
Un
a mirada os puede hacer caer de miedo?
"—Miedo, ¡vive de Dios! contestó el an-
i32

tagonista, sacando á medias su espada. Os


cortaría la lengua; pero n o . . . quiero ha-
blaros en razón, caballero: acercaos y escu-
chadme.
—Decid.
—Leonor va á ser mi esposa dentro de
tres días.
—¡ Leonor!
—Sí, Leonor; sus padres me la han con-
cedido y
—¿Pero ella, ella?
—Ella se resigna, porque es una hija obe-
diente.
—¡ Os burláis, caballero!
—No, á fe mía; lo que os digo, es la ver-
dad: la razón es muy clara; vos no tenéis
ni blasones ni dinero, y yo tengo lo uno y
lo otro.
—Pero Leonor me ama.
—Será muy posible, pero jamás hubiera
sido vuestra. En cuanto á mí, me contento
simplemente con su mano, que su corazón
tarde ó temprano será mío; con que entera-
do de esto, os repito que nada tenéis que
hacer por esta calle, y que vuestras rondas
son inútiles, y vuestras músicas importu-
nas.
—¡ A h ! D. Diego, triunfáis de mí, y vais
á sacrificar una víctima inocente; pero no
os alegréis de vuestro triunfo: es necesario
que uno de los dos quede muerto.
—Sed feliz, caballero, y Dios os dé mas
calma: dijo D. Diego, volviendo con des-
dén las espaldas á su adversario.
133

—Sed vos más feliz, D. Diego: mañana


á estas horas nos veremos en este sitio.
—Si volvéis, os acuchillaré.
—-Traeré mi espada, como ahora.
—De nada os servirá.
—Veremos.
—j Loco!
—-; infame! murmuró D. Juan alejándo-
se.
Este diálogo pasaba en una callejuela
sombría de Sevilla, á cosa de las diez de la
noche: todas las puertas y ventanas estaban
carradas, excepto una, de donde salía una
cl
ébil claridad.
, D. Juan era un joven como de 24 años, y
^ la luz de un farol cercano, hubiera podido
^conocerse una fisonomía noble y varonil,
finque un poco desmejorada, quizá por los
Pasares.
IX Diego, que era el que iba á casarse
e n
2 Leonor, era ya un hombre de cuarenta
an
° s , de facciones duras, gran bigote, y
°JOs hundidos y pequeños. Luego que con-
cluyeron la conversación que acaba de re-
girse, se embozaron en sus capas, y cada
c
Ual se retiró por extremo opuesto.
134

II
EL DESAFÍO

D. Juan quiso tomar esa noche una reso-


lución violenta, por no comprometerse sin
éxito alguno; pero al otro dia tomó las si-
guientes medidas. En este tiempo, un ar-
mador de buques, próximo á hacerse á la
veía en Cádiz para el Nuevo Mundo, solici-
taba colonos ó depedientes, que dirigién-
dose á México, se emplearan en el trabajo
de las minas ó del campo. D. Juan se com-
prometió á embarcarse en calidad de depen-
diente de una hacienda del Cardonal; pero
añadió el armador que necesitaba llevar
consigo una parienta suya. Arregladas es-
tas condiciones, se procuró un criado y dos
caballos, y los apostó en una calle cercana
á la en que vivía Leonor. D. Juan, además,
tenía una llave falsa del zaguán de la casa
de su amada, merced á la cual había gozado
dulces ratos de conversación. Asegurado
ya cuanto era posible, se dirigió á las on-
ce de la noche, á la calle consabida. D. Die-
go no se hizo esperar.
—Aun andáis contra mis órdenes en es-
ta calle, desgraciado mancebo, dijo D. D j e "
go acercándose.
—Ya veis, he cumplido mi palabra.
!35
—Entonces, puesto que vos lo queréis,
cumpliré la mía, contestó D . Diego desem-
bozándose y sacando la espada.
—Asi os quería; no cobarde, ni traidor.
— D . Juan, vais á morir, gritó colérico
D. Diego.
—Rezad por vuestra alma, D. Diego; os
voy ú matar: defendeos.
Los aceros se cruzaban como dos ser-
pientes, los combatientes eran diestros, y el
triunfo no podía decidirse por ninguno.
Al fin, D. Diego exclamó con una voz
ahogada: ¡ Dios mío, piedad! soy muerto :
y cayó al suelo sin pronunciar una palabra
más.
•—D. Juan se quedó un momento en pie,
contemplando á su adversario; mas miran-
do que no daba señales de vida, lo tomó en
brazos y lo colocó en el umbral de una
Puerta, y dirigiéndose con mucho tiento á
^ de la casa de Leonor, la abrió con cuida-
do y se introdujo hasta su aposento.
El padre de Leonor dormía tranquila-
mente. La calle estaba envuelta entre las
«nieblas y el silencio. Leonor, arrodillada
delante de un Crucifiijo, rezaba y derrama-
ba amargas lágrimas.
136

III.
LA FUGA.

D. Juan se fué acercando silenciosamen-


te, sin atreverse á interrumpir la oración;
tanto así era solemne su recogimiento y su
hermosura.
—¡ Ah, Dios mío! decía Leonor, recibe
el sacrificio que voy á hacer; borra de mi
corazón la imagen adorada de D. Juan.
—¡ Leonor! ¡ Leonor! exclamó D. Juan
entusiasmado.
—j D, Juan! ¿ Y os habéis atrevido?
—Sí, á echarme á tus pies, á rogarte que
te resuelvas á huir conmigo, y viviremos fe-
lices: mira, iremos al Nuevo Mundo, allí
en medio de aquella naturaleza llena de vi-
da y de encanto.
— D . Juan, estáis pálido, interrumpí 0
Leonor; vuestras facciones están desenea-
jadas y esa fisonomía desmiente lo que dice
vuestra boca; ¡ Dios mío ! ¡ sangre ! estas
herido ó. . .
D. Juan, en efecto, tenía una fisonomía
que denunciaba su crimen: sus labios páli-
dos en vez de sonreír, tenían un movimien-
to convulsivo. ,. ?
—Decidme, por piedad, ¿qué tenéis-
continuó Leonor tomando una mano de V-
»37
Juan. Pues bien, Leonor, todo te lo diré:
he matado á D. Diego.
•—¡ Jesús me valga! exclamó Leonor
ocultando el rostro entre las manos.
—Silencio Leonor, silencio, porque de lo
contrario, podemos ser descubiertos. Va-
mos, Leonor, huyamos pronto de aquí, los
Caballos están preparados, y un criado fiel
n
os aguarda á la vuelta de esta calle.
—Yo huir, D. Juan, n o ; de ninguna suer-
te! dijo resueltamente la muchacha.
—Bien, Leonor, entonces ni yo tampo-
co : nuestras resoluciones son enérgicas y
s
e parecen. Si tú rehusas huir conmigo, me
entregaré á la justicia y
— ¡ O h ! de ninguna suerte, D. Juan, pri-
mero, primero. . . No me perdáis, D. Juan,
n
° me arrebatéis mi honor, mi virtud.
—-¿ Y tú me dices eso, Leonor ? Quiero
que seas mi esposa, no mi querida, porque
amo, te idolatro, te respeto como á un an-
8e! del cielo.
—L>. Juan, D. Juan, con esas palabras
me
hechizáis, siento que no puedo resistir
a
vuestra voluntad, y que por vos; abando-
*! aria cuanto tengo de más sagrado en la
, l e r r a - • • . ¡ Ah ! nunca, continuó variando
e t(
*mo y asustada, nunca abandñrar¿ á-mi
Padre para huir con el matador de D. Die-
go.
~~~¿El matador de D. Diego? repitió el
j^ancebo, sonriendo convulsamente y sen-
a
ndose con mucha sangre fría en un esca-
Literatura Mexicana.—Tomo II.—iS
i38

ñ o ; con que el matador de D. Die-


go, no tiene más arbitrio que entregarse á
la justicia, y morir en una horca.
—¡ D. Juan!
—Leonor, maté á D. Diego, porque te
amaba, porque iba á casarse contigo, por-
que se burlaba de mi pobreza y de mi ju-
ventud, porque tenía c^Ios de él, y porque,
además, me insultó y un caballero no debia
responder más que con la espada. Le maté,
^n fin en desafío, como bueno y leal caba-
llero . . Concluyamos, Leonor: ¿quieres
seguirme, ó me ahondólas á mi sierre
- - ¡ D. Juan!
— vma sola palabra, una sola, Leonor;
un "sí," y haremos todavía de nuestra vida
un paraíso: un "no," y grito á tu mismo pa-
dre, para que me entregue á la justicia.
—¡ D. Juan! por piedad huid, huid, vos
solo,
—No, Leonor, no: te he dicho mi últi-
ma resolución. Aguardo sólo el tiempo que
dilate en vaciarse la arena de esa ampoyeta.
Además, si no te resuelves, alguna patrulla
puede p a s a r . . . . Acaso ya será tarde
Leonor ocultó su rostro entre las ma-
nos, y después de un instante de pausa, mi--
ró fijamente-á.su amante: después se echo
en sus brazos y-le dijo:
—Don Juan, me entrego á vos, con todo
mi corazón, con la confianza con que me
echaría en los brazos del ángel de mi guar-
*39
—i Leonor mía! cuánto te amo.
Los dos amantes se estrecharon y se die-
ron un mutuo beso en la frente.
—No hay tiempo que perder, Leonor:
vamos.
—Vamos, D. Juan. Dios mío, perdonad-
me, dijo en voz baja.
D. Juan y Leonor atravesaron en silen-
cio algunas piezas y corredores, y llegaron
finalmente sin ser sentidos al zaguán; más
apenas había puesto el amante la mano en
la chapa, cuando una ronda pasó, y oyendo
los quejidos de D. Diego, que sólo estaba
herido, se acercó á él.
•—Estamos perdidos, Leonor: todo se h&
descubierto; D. Diego va á decir mi nom-
bre, y probablemente vendrán á buscarme
aquí.
•—Dejadme, D. Juan, nos salvaremos,
dadme la llave: D. Juan obedeció, y Leonor
abrió con resolución, persuadida que con
a confusión de las diversas voces de los de
a
tonda, no había de permitir que se escu-
chase el ruido. En efecto, asi sucedió, y
Leonor entreabrió entonces la puerta, y po-
l
endose atentanmente á escuchar, oyó po-
° más ó menos este diálogo:
Honda.—¿Quién os hirió?
Herido.—¿ No me conocéis, por Dios ?
fronda.—En A'erdad que no recuerdo.....
Herido.—SOY Don Diego de Mendoza.
Honda. —Perdonad, noble caballero,
* H"ien se atrevió á tocaros ?
140

Herido.—El traidor D. Juan de Zúñiga.


Riorída,—Todo lo comprendo. Doña Leo-
nor de Contreras, que iba á ser vuestra es-
posa. . . .
Herido.—Quería arrebatármela. . . pero
las fuerzas me faltan : conducidme á mi ca-
sa, y buscad al agresor, que debe estar aca-
so en la misma casa de Leonor. Ese infa-
me tenia en su poder una llave falsa. . .
La voz del herido se debilitó, y tres al-
guaciles se dirigieron á la casa de Leonor.
Ésta, en el momento que observó esto, sa-
lió á la Calle, seguida de D. Juan y cerró
la puerta tras sí, y ambos se fueron desli-
za-fidc* por junto al edificio, de suerte, que
cuando la ronda ; comenzó á tocar el za-
guán, los dos-amantes habían dado ya vuel-
ta á la esquina. En el sitio convenido, ha-^
liaron los caballos, en los cuales montaron.
y picando espuela, se alejaron de Sevilla
cdfi velocidad.

IV

E L NAUFRAGIO.

D. Jtian v Leonor llegaron sin obstáculo


alguno á Cádiz,-y como ya estaba ebbuqt* e
en disposición de hacerse á la vela para Mé-
xico, se embarcaron, y dos días después es-
taban ya en alta mar.
I41

—Ahora sí, Leonor, le dijo D. Juan á su


querida una noche que, sentados en íá¡ po-
pa del buque, contemplaban la mar quieta
y tranquila, retratando las estrellas que lu-
cían en el firmamennto; ahora sí que esta-
mos libres, como el viento que infla las ve-
las de este buque.
—Sí, D. Juan, libres en efecto; pero mi
pobre padre, mi honor. . .
—¿ Y qué te importa todo lo del mundo,
alma mía ? ¿ No me tienen á mí, que te amo
tanto? i No vas á ser mi esposar no vamos
á pasar una vida de placeres y de amor, le-
jos de nuestros enemigos, distantes de una
tierra, donde tantas lágrimas hemos derra-
mado ?
-—-Es verdad, D. Juan, es verdad; todos
estos son motivos de felicidad, dijo Leonor,
inclinando melancólicamente su cabeza en el
hombro de su amante.
—Mira, Leonor, no extrañarás á Sevilla:
también en México hay un cielo puro y
az
n l ; también allí se respira el aire embal-
samado. No lo dudes, Leonor; aquella tie-
rra virgen nos recibirá en sus brazos, y nos
ofrecerá un asilo de felicidad y de paz.
Luando ya nos unan unos lazos legítimos;
cuando tengamos como fruto de nuestro
am
o r un hijo, entonces escribiremos á nues-
r
o padre, y él nos perdonará. . .
«A esta grata conversación estaban, cuan-
° Bartolo d* Narváez, que era el capitán
el
buque, los interrumpió con su presen-
142

cía; bien que cas; sin hacer caso de ellos,


se puso á observar el horizonte con un an-
teojo de noche.
—¿Qué miráis, capitán? le dijo 1). Juan.
—Poca cosa, contestó el marino con in-
diferencia: una nubécula que se divisa allá
en el horizonte.
— ¿ Y qué ?
—¡ Una friolera! es anuncio de una pró-
xima tormenta. Si el viento no refresca un
poco más, tendremos trabajos.
—I Creéis la cosa muy seria, capitán ?
—No podrá pasar de un naufragio si ma-
ñana al amanacer no estamos en la altura
de la isla de Madera, y podemos ganar el
puerto.
—-D. Juan, dijo Leonor en voz baja V
oprimiéndole el brazo, mi corazón me
anuncia una gran desgracia.
—Calma tus temores, Leonor, quizá no
será nada.
—Quizá Dios quiere castigarnos, D.
Juan, y nuestras faltas alcanzarán á fos in-
felices que navegan con nosotros.
—¡ Hola ! gritó el marino con voz de
trueno, soltad todas las velas, no quede m
un solo pedazo de lienzo ocioso.
La maniobra se ejecutó al instante, y e l
buque recibió un impulso prodigioso.
Casi volaba como un alción sobre la mar.
La brisa refrescaba mucho. De cuando en
cuando se oía como el lejano estallido de
un cañón de artillería. La noche se pasó en-
tre la esperanza y el temor.
143

Al amanecer el día siguiente, el viento


calmó, y las velas, flojas, servían sólo para
aumentar la lentitud del buque.
El horizonte estaba nublado, y el sol apa-
reció entre unas nubes rojas y moradas. La
agua del mar tomó un color ceniciento, y
las olas, pesadas y espesas, azotándose con-
tra los costados de la nave, le imprimían
un terrible movimiento oscilatorio.
El capitán mandó aferrar las velas y to-
rnó todas las precauciones necesarias para
resistir al peligro inminente que amenaza-
ba.
El viento fué arreciando y la mar en-
gruesándose.
Leonor rezaba en su camarote.
, £). Juan, pálido, permanecía á su lado
Sl
n pronunciar una palabra.
La noche llegó, y con ella las ansias y las
congojas para los pasajeros del "San Caye-
tano," que así se llamaba el buque, pues ha-
Cl
a mucha agua, y la bomba no era suficien-
te ya.
A las nueve de la noche un ruido sordo
Se
escuchó. Las nubes de los puntos opues-
tos del horizonte se reunieron: y una es-
pantosa lucha de la electricidad se entabló
en el cielo, mientras tanto, la mar se enfu-
^C1a cada vez más, y el viento arrebataba
' buque aquí y acullá, como si fuera una
e e
X P a Ja arrastrada por un remolino.
Un rayo tronchó el palo.del trinquete, y
n
horrible grito de terror se exhaló por
144

todos los pasajeros. Los marinos ocurrieron


á la bodega, y sacando unas pipas de
aguardiente, llenaron sus vasos y bebieron
con la avidez de un enfermo que espera su
salud, de una bebida. El aguardiente es un
seguro remedio contra el terror de un nau-
fragio.
Cuatro ó cinco pasajeros rezaban, llora-
ban, se retorcían las manos y confesaban
sus pecados á gritos.
D. Juan permanecía junto á Leonor; pe-
ro ésta perdió todo sentido y conocimien-
to cuando el rayo cayó en el buque. D. Juan
se acercó á ella, examinó su respiración, y
ni un soplo de vida salía de su boca;
sus ojos, entreabiertos, estaban ya sin bri-
llo; sus manos yertas, su semblante duro y
helado como el mármol.
D, Juan la creyó muerta, y con una fría-
resolución salió de la cámara y se dirigió a
la cubierta para precipitarse al agua. En la
popa encontró al capitán sentado muy tran-
quilo, silbando una canción andaluza.
—¿Qué vais á hacer, camarada? le di-
jo á D. Juan.
—No lo sé, contestó éste casi fuera de
s í . . . . Leonor ha muerto, y yo no debo so-
brevivir.
—Bien, sentaos aquí, y agarrad bien es-
te cabo, porque una ola puede llevaros, -k1
cielo, el aire, el mar, todo se conjura con-
tra nosotros. ¿ No es esto bastante ? i ^ s
acaso necesario que nosotros pongamos al-
*45
go de nuestra parte? Tranquilizaos, que en
el resto de esta noche se acabará toda esta
faena y nos marcharemos á la mansión de
los pescados. El capitán siguió silbando su
canción, y D. Juan, obedeciendo maquinal-
mente se sentó, y se asió fuertemente de un
cable. En el resto de la noche el viento cal-
mó un poco: cuando amaneció, la mar es-
taba menos fuerte; pero la embarcación es-
taba tan destrozada, que era imposible es-
capar.
D. Juan bajó al camarote. Leonor estaba
muerta.
—Capitán, dijo D. Juan, estoy resuelto á
echarme al agua ; Leonor está muerta.
—¡ Eh ! ¿ estamos con esas tonteras to-
davía? Tomad una chalupa, y vos, que sois
más animoso, tratad de 'poner en salvo á
una parte de los pasajeros, que yo me en-
cargo de lo demás. El buque no puede tar-
dar en irse á pique. Leonor no estará muer-
ta acaso, y yo me encargo de salvar, aun-
que sea su cuerpo; os doy mi rmlabra que
s
erá sepultada en tierra firme ; pero obede-
cedme.
IX Juan prometió obediencia, arrastra-
do por el imperio y el valor imponente del
capitán, y en breve botaron al agua las dos
chalupas. D. Juan tomó el mando de la pri-
mera.
En cuanto al capitán, se dirigió al cama-
rote, tomó en brazos á Leonor, y se embar-
co en la segunda. Apenas se habían alejado
146

diez varas, cuando la embarcación desapa-


reció en un remolino de agua. Dos mari-
neros que estaban demasiado borrachos,
perecieron con el casco del buque.
Dos días caminaron las chalupas casi
juntas: al tercer día se desviaron hasta per-
derse de vista, y para no volverse á juntar
jamás.

EL ENCUENTRO.

Una tarde de esas puras y diáfanas, tan


comunes en México en los meses de Abril
y Mayo, se hallaban dos caballeros én un si-
tio algo pintoresco de los suburbios de M¿-
xic. Su paso mesurado indicaba que no te-
nían negocio alguno, y que solamente tra-
taban de distraerse.
—Prodigioso es lo q u e m e habéis conta-
do, D. Juan.
-—Ciertamente, amigo, mío, que parece
una novela de Lope de Vega; pero os ju-
ro que es la verdad. Hace hoy justamen-
te tres años que pasó el naufragio, y de
ahí proviene que os haya esta tarde promo-
vido conversación tan lúgubre.
—¿Y decís que no habéis vuelto á saber
de Leonor?
—Ni la más leve noticia. Supongo, q u e
t47

ó la chalupa en que se embarcó el capitán


naufragaría, ó que Leonor estaba muerta,
ó acaso que el capitán, prendado de su her-
mosura . . . . ¡ quién sabe! es cosa de per-
der el juicio, y cada vez que pienso en esto,
ganas me dan de regalar toda la fortuna que
he adquirido á los pobres, y retirarme á la
celda de un convento.
—Locuras, D. Juan, quizás con el tiem-
po tendréis alguna noticia; pero acabadme
de decir cómo os escapasteis. Quedamos
en que el capitán os confió á algunos pa-
sajeros, para que os salvarais.
—Dos días bogamos á la vista de la cha-
lupa donde el capitán se había colocado con
Leonor, á quien yo creía muerta: al ter-
cer día, el viento nos separó á mucha dis-
tancia, y en la noche nos fué imposible reu-
n
u*nos: el cuarto día perdimos enteramente
'a otra chalupa de vista; pero columbramos
una vela, hicimos señales, j al quinto día nos
recogió á bordo un bergantín de guerra,
^ue nos condujo con felicidad hasta Vera-
cruz. Esto me lo han contado, pues yo fui
acometido de una fiebre cerebral, desde el
testante en que perdí la esperanza de reu-
jurme con Leonor. Ya veis, la fortuna me
«* favorecido y soy rico; pero la vida me es
astidiosa é insoportable, y el recuerdo de
^ t a s desgraciadas aventuras, me comprime
y Martiriza eternamente.
—-Vamos, amigo mío, es menester una
P°ca de fortaleza. El tiempo y la reflexión
i4K

os sanarán, y sobre todo, es menester pro-


curarse dictracciones: mirad, allí viene una
dama tapada. Veamos si nos convertimos
en personajes de comedia de Calderón de
la Barca.
Los dos amigos se acercaron á la dama
tapada, y ésta, que lo notó, apresuró el
paso.
-—¿Creeríais, D. Antonio, que esta dama
ha despertado mi curiosidad?
™j Vaya ! mucho mejor, q u i z á . , . .
—No, nada de amor ni de aventura de-
seo: sólo p i e n s o . . . . vamos, si el talle, el
cuerpo, el modo de andar son iguales. . . •
Creería que era L e o n o r . . . . pero no, es-
to es imposible....
En esto los dos caballeros se acercaron
á la dama, y D. Juan ie tocó el hombro, y
le dijo con una voz dulce y meliflua.
—Bella incógnita, me habéis recordado
tan tristes, á la vez que dulces memorias,
que ya que tanto os parecéis en el talle
á. . . . desearía ver vuestro rostro.
Al oír estas palabras, la dama volvió la
cabeza, y dando un grito, cayó desmayada
en loe brazos de D. Antonio, que acudió
á sostenerla.
—i Ah ! ¡ es ella, es ella! exclamó D. Juan
fuera de sí, y arrojándose á quitar el velo
que cubría el rostro de la dama. . . . ¡ Ah •
¡Dios mío, es ella! ¡es ella! gritaba Don
Juan. ¡Me la habéis devuelto, Dios mío,
gracias, gracias! D. Juan cayó de rodillas,
y con los ojos bañados en llanto.
149

En efecto, aunque más pálida, aunque


más extenuada, era Leonor; la Leonor tan
bella y tan amada de D. Juan.
Don Antonio llevó á los dos amantes á.
una casita inmediata, á fin de que ambos se
repusieran de una tan violenta y tan súbita
emoción.
El lector calculará todo lo que dos aman-
tes, separados durante tres años y reunidos
de una manera tan milagrosa, se dirían.....
Omitimos por tanto esta parte, y sólo con*
taremos lo necesario para la aclaración de.
las maravillosas aventuras, que se refie-
ren en esta verídica historia.
—Cuando volví en sí, continuó Leonor
estrechando la mano de D. Juan, lo prime-
r
o que hice fué pronunciar tu nombre. El
buen* capitán me tranquilizó, asegurándome
(
lue! te habías salvado. A los seis días, y
cuando ya no teñíamos ni agua ni víveres,
quiso el Señor que llegásemos á la isla de
Madera. Allí me informé de todo lo acae-
cido, me persuadí que habías perecido. Un
me
s pasé llorando. . . .
—¡Leonor mía! exclamó D. Juan, en-
ternecido.
,-—Un buque, prosiguió Leonor, que ve
fiía. de Veracruz, trajo la noticia que un
bergantín de guerra, había recogido y sal-
Vado á los que iban en la chalupa. Desde
entonces no pensé más que en embarcarme
e
nuevo y reunirme contigo; pero Dios
ls
puso lo contrario, pues en mucho tiem-
i5°
po no se proporcionó embarcación. En es-
to se pasaron seis meses, durante los cua-
les, el capitán, que se había establecido en
la isla, me auxilió con la mayor delicade-
za, no permitiendo ni aun que vendiera las
alhajas que tenía consigo. Una noche que
me hallaba yo sola, en una modesta, casita
que habitaba, entraron dos hombres en-
mascarados, me taparon la boca, y me con-
dujeron al puerto, donde me embarcaron en
un buque. Ocho días después estábamos
en Cádiz, Allí estaba preparado un. coche ;
mis dos enmascarados me obligaron á en-
trar en él, y no paramos hasta el conven-
to de*** en Sevilla, donde me dejaron.
Después supe que mi padre, sabedor de to-
do, me había mandado buscar á la isla, y
había ordenado se me tuviera en el conven-
to por todo el resto de mis días. Tam-
bién supe que D. Diego, restablecido de su
herida, se había embarcado después para
México, con el fin de vengarse y perseguir-
nos.
Dos años y cuatro meses permanecí en
el convento, hasta que se me dijo que mi
padre había muerto en una de sus fincas
de campo. Entonces, ya libre, salí de tni
encierro, y tributé á su memoria los hono-
res fúnebres debidos, y protesté que, arre-
glados mis asuntos, volvería, al convento, >
profesaría. En vez de hacer esto, vendí se-
cretamente mis bienes, y el día menos pen-
sado me embarqué para venir á buscarte, o
iS1
al menos vivir en la tierra que escogimos
desde un principio para pasar algunos días
felices. Hace dos días que llegué á México,
y me informé al instante de tí en la posada,
y me dijeron cuanto yo necesitaba saber,
añadiendo que tus paseos, eran constantes
por este rumbo todas las tardes. Estoy ya
^n tus brazos, D. Juan, y ahora no temería
la muerte si me sorprendiera.
—~¡ Leonor ! ¡ Leonor mía! ¡ ángel ado-
rable ! dijo D. Juan abrazándola.
Las caricias mutuas se repitieron, y el
amigo D. Antonio fué testigo de una de.
las escenas que causan más envidia.

VI.

E L AMOK y EL CAMPO.

Nunca se desarrollan tanto los sentimitn-


°s de amor, como cuando se vive en la so-
..l'ad del campo. Parece que el sol ra-
pante, que se levanta diariamente entre ce-
a
ges de púrpura y de oro, rejuvenece nues-
r
° corazón; que el dulce gorgeo de los pá-
J ros, es una sentida melodía, cuyas vi-
s i o n e s van al fondo del alma. En una
5p i a, el murmullo de las aguas, el ruido
los
s^ árboles, el soplo aromático de la bri-
.» e l quejido de las palomas, esos paisajes
m
pre espléndidos, pero llenos de suavi-
i52

dad' y de dulzura; todo, en fin, tiene una in-


fluencia tan decidida en nuestra felicidad,
que es imposible dejar de preferir la soledad
y grato silencio de los campos, al bullicio y
corrupción de las ciudades.
D. Juan y Leonor se casaron, y casi in-
mediatamente se retiraron á una finca, si-
tuada en medio de un país fértil y hermoso,
por el rumbo donde hoy se halla situado
Toluca. D. Juan y Leonor fueron felices,
y esto era muy natural, después de tantos
sufrimientos y aventuras, y cuando se ha-
bían creído separados para siempre.
D. Juan estaba ocupado la mayor parte
del día, en las labores del campo y en me-
jorar su hacienda. Leonor estaba encar-
dada del gobierno doméstico de la casa:
así es que cuando se reunían para comer ó
descansar después de haber tenido muchas
horas de actividad y de trabajo, encontra-
ban siempre asuntos agradables de conver-
sación, ó motivos para hablar de su amor
y de su felicidad. Los dos jóvenes, bellos,
de idénticas inclinaciones, jamás tuvieron
ni el más leve motivo de querella.
Una noche que cenaban juntos, D. Juan
desvió la conversación que se había enta-
blado sobre el modo de establecer las col-
menas, y di i o á Leonor:
—Después de mucho tiempo, me acuer-
do ahora d e . . . .
—-¿De qué te acuerdas? dime.
—De D. Diego.
J
53
-—¿De D. Diego? preguntó Leonor, dan-
do.á su fisonomía un aire de tristeza.
—Si, de D. Diego, ¿no has oído hablar
de él, después de la noche?., . .
—;Ni una sola palabra;, ¿pero para qué
recuerdas ahora esos tiempos tan tristes y
tan fatales para nosotros ?
—Tranquilízate Leonor mía, no voíveré
á hablarte de eso; ¿mas qué tienes? Te has
puesto triste ?
—En verdad, D. Juan, no lo puedo disi-
mular. Al oír el nombre de D. Diep;o, un
calofrío ha recorrido mi cuerpo, y mí cora-
zón ha dado un vuelco.
—Son terrores vanos. Leonor, contestó
D. Juan, enlazando con su brazo la delga-
da cintura de Leonor.
•—Acuérdate de mis presentimientos
cuando íbamos á bordo del buque, en aque-
^ontecimiento natural; pero respecto á D.
—Bien, una tormenta en el mar, es un
fe noche tan serena, +an t r a n q u i l a . . . .
¡picgo. . . . ¡ Bah! quizas habrá muerto, nos
«abrá olvidado.
La conversación terminó, y en muchos
^cses.los esposos siguieron disfrutando de
fe
Hcidad.
Un domingo, D. Juan propuso á Leonor
un largo paseo á caballo. Leonor consin-
lo
> y muy temprano se hallaban en camino,
e
guidos de algunos criados. Después de
e
is o siete leguas de camino, entraron
11 u
n monte muy espeso é intrincado.
Literatura Mexicana.—Tomo II.—-so
»54
Nunca se había presentado á los ojos de
Leonor un lugar donde la naturaleza osten-
tase más gallardía, más vigor y más pompa.
Eran sabinos antiguos y altísimos, con sus
cabezas llenas de heno; eran fresnos, sauces
y ahuehuetes, entrelazando sus ramas, y
formando un espeso toldo de follaje. Al pie
de estos árboles crecían plantas, flores y ar-
bustos delicados, y para conservar la fertili-
dad, la frescura y la poesía de este monte
virgen, raudales de agua clarísima corrían y
se escapaban por todas direcciones, ser-
peando, jugueteando, escondiéndose por
entre las raíces de los árboles, ó bien sal-
tando atrevidos por las grietas de las rocas,
y formando pequeñas cascadas de blanca
espuma. Una brisa deliciosa movía dulce-
mente el ramaje de los árboles; y multitud
de primorosas y exquisitas aves poblaban
aquella soledad y formaban con sus gor-
geos un concierto delicioso. Se hubiera di-
cho que aquel monte, tan desordenado, tan
exuberante, y al mismo tiempo tan bello,
había sido la memoria de nuestros prime-
ros padres.
— D . Juan, dijo Leonor á su esposo, apre-
tándole dulcemente el brazo, qué hermoso
y qué magnífico es este monte virgen. Crée-
me; experimento hoy una felicidad desco-
nocida, unas sensaciones indefinibles.
Don Juan, enagenado con la perspectiva,
sólo contestó dando á Leonor un beso en
la mejilla.
155
Los criados y amos pasaron un río cris-
talino, y del otro extremo, en el centro de
un bosque de rosas y campánulas, dispu-
sieron las provisiones que habían llevado.
Al caer el sol, todos los viajeros regre-
saron á la hacienda.
—Sabes, esposo mío, dijo Leonor á D.
Juan, que desearía vivir ocho días en este
monte virgen. Me parece que en estos si-
tios tan pintorescos, nuestro amor se había
de avivar y nuestros placeres habían de ser
infinitos.
D. Juan no respondió una palabra; pero
al día siguiente mandó construir en el bos-
quecillo de rosas del monte virgen una mo-
desta casita, y algunos días después, segui-
do de algunos criados, se fué á instalar en
ella en compañía de Leonor.
Dejo á la consideración de los lectores las
Alicias que disfrutarían los dos esposos,
ar
nándose ardientemente y viviendo el uno
Para el otro. Los reyes más poderosos no
*}an sido nunca tan felices como lo fueron
*-*• Juan y Leonor, durante los quince días
Que vivieron en el monte virgen. Las muje-
^es tienen una delicadeza exquisita para
disfrutar del amor.
*s$

VII

LOS DOS RIVALES.

Dos meses después del suceso que aca-


bamos de referir, D. Juan, para asuntos de
su comercio, vino á México y dejó á Leo-
nor en la hacienda, prometiéndole regre-
sar pronto. Un día se encontró con sorpresa
en brazos de D. Diego,
— D . Juan, le dijo, ¿es posible que ya no
os acordéis de mí, y me guardéis rencor ?..
—¡ D. Diego!
—El mismo soy en cuerpo y alma. H e
venido de ministro de la audiencia. Sabía
oue estabais aquí, ya casado con Leonor, ri-
co, considerado feliz, y me alegro de encon-
trar un amigo.
—í Cómo, D. Diego! interrumpió Don
J u a n ; ¿me dais sinceramente el nombre de
amigo ?
—Toma, y por qué no, contestó D. Die-
go sonriendo. Fuisteis más diestro que yo,
y me disteis una ligera estocada. La mu-
chacha os quiso más que á mí, y se fugo
con vos: después de naufragios y aventuras
os habéis casado. E n cuanto á mí, sané, me
casé, se murió mi mujer, y yo, fastidiado
en España, solicité venir á México, y ya m e
tenéis aquí. Ningún rencor os conservo, 1°
juro, todo lo he olvidado: y no quiero mas
que vuestra amistad.
— D . Diego, exclamó D. Juan enagenado
*57
por la franqueza de su rival, sois muy gene-
roso, y de veras os doy mis brazos.
—Bien joven, bien; sois muy caballero.
—Y vos deHm excelente corazón.
—Dejad á un lado los cumplimientos, y
decidme dónde estáis establecido.
—A menos de veinte leguas de aquí. Es
una bonita hacienda de campo, y os la
ofrezco á vuestra disposición.
—Gracias, D. J u a n . . .
—Sin ceremonia; cuento con que ven-
dréis á pasar unos días con nosotros, cuan-
do vuestras ocupaciones lo permitan.
—Con efecto, lo desearía; pero me será
imposible. Con todo, tengo que excusar-
me ante la bella Leonor, y pedirle que me
perdone, como á vos os lo he suplicado.
Fui necio é injusto...
—D. Diego, callad, y no tratéis de aver-
gonzarme.
—Bien, no hablaremos más de e s o . . . .
—Con esa condición os admito en mi ha-
cienda, D. Diego.
—-Y deeidme, ¿tendréis por allí abundan-
te caza ?
—¡ O h ! muchísima, y un sitio delicioso
ei
\ el Monte virgen, veréis venid lo
^ á s pronto.
—Bien, os prometo estar dentro de quin-
ce días con vosotros. La caza es mi pasión
favorita. Haremos algunas expediciones.
—-Todo lo que queráis haré por compla-
ceros.
Los dos antiguos rivales se separaron
r
58
más amigos que nunca, y dándose mutuas
seguridades. D. Juan partió al día siguiente
para su hacienda á contar á su mujer lo
ocurrido, y hacer algunos preparativos pa-
ra la recepción de D. Diego.

VIII

LA VENGANZA.

D. Juan llegó lleno de gozo y de buena


fe, á anunciar á Leonor la reconciliación
con su antiguo rival; Leonor se llenó de
tristeza y de negros presentimientos; pero
D. Juan la tranquilizó, y no pensaron sino
en recibir dignamente al huésped.
El día fijado llegó en efecto, y fueron tan
lisonjeras y al parecer tan llenas de since-
ridad sus palabras, que Leonor se tranqui-
lizó, hasta el grado de avergonzarse de sus
sospechas „y temores.
Fijóse el día para la cacería del Monte
virgen, y muy de madrugada se pusieron
en camino los tres personajes de nuestra
historia, seguidos de multitud de sirvientes.
La comida se verificó en la casita del bos-
que de rosas, y en seguida D. Diego pro-
puso á D. Juan el que fueran á perseguir a
los venados.
D. Juan aceptó; y apenas se hubieron
separado, cuando un venado salió de unos
matorrales y se encumbró por las lomas.
i59
El venado contenía su carrera á cada mo-
mento, y los cazadores, con la esperanza
de poseer un buen tiro, lo seguían.
Los que conocen y tienen afición por la
caza, no creerán inverosímil que nuestros
cazadores gastarán en esta ocupación mu-
chas horas, seducidos por la esperanza y
el deseo de apoderarse del animal.
Eran las seis de la tarde cuando llegaron
á lo más alto de la serranía. De un lado
había enormes peñascos, y por el otro se
formaba una profunda barranca, en cuyo
fondo corría el arroyo que ya conocen nues-
tros lectores, pues ya hemos hablado de
él. No había más espacio en este estre-
cho, que el indispensable para que pasara
un hombre.
—Es imposible que aquí se escape el ve-
dado, dijo D. Diego, á no ser que se arroje
al precipicio.
•—Seguramente, dijo D. Juan. Nos pon-
dremos detrás de esta peña y estaremos
a
lerta. El venado, en efecto, pasó veloz-
mente cerca de nuestros cazadores; pero
encontrando el precipicio, dio un enorme
salto, y lo salvó con felicidad, pues el ba-
rranco era, si bien profundo, muy poco an-
cho.
Los dos cazadores dispararon sus escope-
tas, pero sin causar daño al venado.
, Astuto animal, dijo D . Diego; se nos
*Ja escapado. Veamos el precipicio por
d
°nde saltó.
Los dos cazadores se acercaron.
16o

—Es muy profundo, y da pavor el ver-


lo, contestó D. Juan, desviando la vista.
—¿Y qué diríais, D. Juan, interumpió
D. Diego, si acordándome aliora que me
habéis arrebatado á la mujer que amaba,
me habéis dejado agonizando en una ca-
lle, quisiera vengarme y os arrojara en este
abismo ?
D. Juan, sorprendido, miró fijamente á
D. Diego.
—Es una chanza, D. J u a n ; pero sería
muy gracioso que Leonor os viniera á con-
templar despedazado en el fondo de este
precipicio.
—I). Diego, no os burléis. . . .
—Es una chanza, D. Juan; no os asus-
téis.
D. Juan, fascinado, se quedó mirando el'
sol que se ocultaba detrás de los montes,
los pájaros que cantaban, la brisa que en-
viaba sus ráfagas perfumadas, los árboles
que, felices, balanceaban sus copas verdes
y pomposas. Luego bajó la vista á la pro-
fundidad, v un vértigo se apoderó de su
cabeza. El naufragio, la felicidad que ha-
bía gozado con Leonor, todo junto, inde-
finido, confuso, se agolpó en su mente, D-
Diego, con su mirada, lo había fascinado
cómo la serpiente á la paloma.
D. Diego entonces sonrió sardónicamen-
te, y con su escopeta impulsó ligeramente a
D. Juan por la espalda.
D. Juan vaciló un momento, quiso ast r "
I6I

se de Vinas ramas, pero no pudo, y cayó al


precipicio .
D. Diego inmediatamente rasgó sus ves-
tidos, se hirió el rostro con unas ramas, to-
có un cuerno de caza, y á grandes gritos co-
menzó íi pedir auxilio. A poco los criados
llegaron, y D. Diego les dijo, que á D.
Juan se le había deslizado el pie, y había
caído al abismo.

CONCLUSIÓN.

Cuatro años después, una monja, funda-


dora de las Capuchinas, murió en olor de
santidad. Era Leonor, cuyo cuerpo se en-
contró lleno de cilicios y lacerado por la
penitencia.
, D. Diego casi en ese tiempo regresaba
* España; pero naufragó en las costas de la
c
°ruña.

Literatura Mexicana.—Tomo II,—«i.


PEPITA.
I

EL CAPITÁN Y SU TENIENTE.

"—¿Qué hay de nuevo, mi capitán?


—•Poca cosa, teniente: una partida de
doscientos caballos debe acercarse dentro
^ e ocho días, con la intención dt entrar al
Pueblo y saquearlo.
"—¿ Y la batiremos, mi capitán ?
-—Es cosa de pensarse, teniente Dáva-
'°as i porque esos hijos de Satanás, según me
|¡ n dicho, están muv montados y arma-
dos, y
~~""Entonces tendremos que volver grupas,
¡~°ntestó el teniente sonriéndose sardónica-
tríente.
D>r*"«i Volver g r u p a s ? . . . Eso no, interrura-
v ° e l capitán algo colérico; una vez que
cn
«-emos en batalla....
166

—Esa es la dificultad.
—¿ Qué quiere decir eso, teniente ?
—Nada, mi capitán, nada; esos hijos de
Lucifer están bien armados y bien monta-
dos, y
—Y así pudiera ser una legión de fan-
tasmas q u e . . . .
—¿ Conque si se acercan, saldremos á su
encuentro ?
—Sin duda, respondió el capitán, arro-
jando una mirada al teniente Dávalos, en la
que se traslucía una de esas resoluciones
enérgicas, que sólo Dios tiene el poder de
cambiar.
El teniente bajó los ojos; una sonrisa
convulsiva pasó por sus labios, y sus me-
jillas aguardientosas se pusieron un poco
pálidas; mas haciendo un esfuerzo, contes-
tó:
-^-Bien, muy bien; esas fiestas son la de-
licia del teniente Dávalos: si los enemigos
están bien montados, tanto mejor, tendre-
mos cosecha de excelentes caballos para
los valientes muchachos; pero siempre se-
rá bueno, mi capitán, el indagar cómo an-
dan las cosas, porque si los realistas son
muchos, no sería prudencia el exponernos
á un lance. . .
-—Los militares siempre tienen necesidad
de exponerse; si no es usted de mi opinión,
teniente, entonces los conventos están
abiertos; abrirse una corona, vestir un sa-
yal, y buenas noches.
167

•—Mi capitán, respondió el teniente mor-


diéndose los labios, usted fué el que prime-
ro hizo esas reflexiones.
—Pues bien; ahora no reflexiono más,
y repito que si los rebeldes se acercan, los
batiremos.
-—Muy bien; yo estoy á las órdenes de
usted, y á la hora del peligro v e r e m o s . . . .
—Sí, á la hora del peligro v e r e m o s . . . .
Los dos interlocutores se hallaban en
Un cuarto amueblado con toscas sillas de
l a d e r a blanca, una pesada mesa con vina
c
arpeta de paño azul, y en un rincón un ca-
tre con fina sobrecama y aseados almoha-
dones. Era el aposento del capitán, el cual
er
a hombre de mediana estatura, sumamen-
te delgado y un tanto pálido, de manera que
a
primera vista se le podía creer débil, en-
le
rrno, é incapaz de llevar á cabo ninguna
e
napresa militar.
El teniente Dávalos, por el contrario,
er
a alto, de anchas espaldas y muñecas
«luesas. A su rostro, tostado y enrojecido
P° r el sol, daban sombra un espeso bigote
y
unas alborotadas patillas, y sus ojos algo
°i"yos y hundidos, completaban el aspecto
. s* feroz de su fisonomía. La luz vacilan-
. de una mecha de aceite chisporroteaba
Vez
t- en cuando, y entonces marcaba dis-
tarnente el contraste de las fisonomías
q e s t°s hombres, que durante el diálogo
do SC a S a D a °-e re ferir, habían permaneci-
en
pié uno enfrente de otro. La escena
168

pasaba en un pueblo del departamento de


Morelia, y es inútil decir que era la época
de la independencia. El capitán, que se lla-
maba Luis Castillo, era uno de tantos
hombres que armaba sus guerrillas y pelea-
ban por su cuenta contra el gobierno es-
pañol, y cuya memoria se ha extinguido
con su vida, como la de tantos otros, que á
pesar de verter su sangre por la libertad, la
fortuna no les permitió que conquistaran
un nombre en la historia.
El teniente, como se habrá conocido, no
creía que un hombre de un físico tan débil
como el.capitán, pudiera ser valiente en la
campaña. El capitán, que acababa de ajus-
tar á sueldo al teniente Dávalos, no había
formado juicio exacto de si su valor moral
estaría en armonía con su constitución fí-
sica, y así ambos sin haber tenido ocasión
de conocerse, se tenían en poco.
Mientras hemos hecho al lector estas
cortas y necesarias explicaciones, nuestros
dos personajes han permanecido en silen-
cio: por fin, el teniente lo rompió.
—¿Tiene mi capitán algo que ordenar?
dijo con voz hipócrita y tomando un ancho
sombrero jarano con forro de hule, que ha-
bía dejado sobre una silla.
—Nada, por ahora, teniente Dávalos:
mucho cuidado con la tropa; que los caba-
llos coman bien, y que la gente esté lista,
porque me temo que dentro de algu llOS
días tengamos mucho que trabajar.
169

—Muy bien, mi capitán.


—Si hay alguna novedad, que me avi-
sen.
—Sí, mi capitán: conque adiós.
—Hasta más ver, teniente; á la hora de
la diana estaré en el cuartel.
Los dos se dieron las manos.
—Este diablo de teniente es un "jayán,"
dijo el capitán cerrando la puerta; poco fal-
tó para que me hiciera astillas la mano.
Puf, qué bárbaro; mas temo que sea una
gallina en campaña: pronto lo hemos de
ver.
•—Este capitán, dijo el teniente al dar
vuelta por un callejón obscuro del pueblo,
e
s débil como un alfeñique: con un soplo
lo derribaba yo al suelo. Y parece algo
atrevido y baladrón: pronto lo hemos de
ver.

II
LA ENFERMA

.Preocupado el capitán con la conversa-


r o n q U e acababa de tener con el tenien-
,^' y meditando en toda la malicia que ha-
J* a p r e s a d o con su risa sardónica y sus
P^abras equívocas, resolvió no acostarse,
u
n q U e eran mas de las once de la noche,
K S e salió á dar unos paseos por la acera
e s
u casa, pues la noche era una de esas
Literatura Mexicana.—Tomo II.— ?a
170

tibias de la estación del verano, y los olores


de los árboles frutales que había en el pue-
blo venían de cuando en cuando con las
ráfagas de una brisa fresca y deliciosa.
De esta especie de meditación importu-
na y molesta, salió el capitán á causa de ha-
ber 0M0 primero gritos, y luego quejidos,
que parecía exhalar alguna persona enfer-
ma y dolorosa. Fijó su atención, y halló que
tal rumor salía de una casa de pobrísima
apariencia, situada frente á frente de la
suya. Movido por un impulso de curiosi-
dad llamó al asistente.
—¿Sabes, José, le dijo á su asistente,
quién vive en esa casa?
—¡Toma! ¿qué no sabe su merced, mi
capitán ?
—No s é . . . .
—Mi capitán que conoce á todas las mu-
chachas bonitas del pueblo, ¿cómo ha «e
haber dejado de mirar á Doña Pepita ?
—¡Dona Pepita! ¿y quién es esa Dona
Pepita ?
—¡ Toma! repuso José, es nada menos
que una de las muchachas más bonitas de
pueblo; no hay más sino que la madre,
Dios la perdone, es una mala cabeza; sue-
le beber vino, y entonces da terribles g°1'
pes á la niña.
—¿ Y serían por esta causa los gritos qU
he escuchado? •
— ¡ E h ! sin duda; ¿oyó su merced gf"
t a r ? . . . . pues seguro; era esa infernal VJ
*7i

ja Gregoria que martirizaba á su hija.


¡ Ojos de bruja! Con razón nunca la he po-
dido ver !. . . .
Los quejidos continuaban, en tanto que
José, el asistente, charlaba, y el capitán no
pudo evitar el ir á la casa, movido ya por
la compasión, ya por la curiosidad. Ape-
nas hizo un leve esfuerzo, cuando la puerta,
que sólo estaba detenida con una escoba,
cedió, y el capitán se encontró en un cuar-
to amplio, con las paredes de adobe ceni-
cientas y llenas de telarañas é insectos; el
suelo sin enladrillado, y los únicos mue-
bles que había era una gran caja pintada
de encarnado, algunas sillas pequeñas ama-
gadas con mecate, un tinajero con algunos
platos y una tinaja de agua, de barro ordi-
nario : una vela de sebo pegada á la pared
alumbraba débilmente esta estancia y le da-

* un aspecto más lúgubre, de suerte que el
capitán se asustó al contemplar tal habita-
ción. Una ojeada le hizo descubrir una
mu
jer acostada en un rincón del cuarto que
r
°ucaba como un lechón, y otra en el otro
ex
tretno que se quejaba dulcemente.
-El capitán tomó la vela y alumbró á
na de las mujeres: era de rostro grueso
uioratado, de sus labios aún destilaba el
cor, y s u s u e n o inquieto y sus ronquidos
Procedían de los espíritus que habían tras-
r
nado su cerebro. El capitán apartó la
lst
a disgustado.
a
otra mujer era una niña de dieciseis
1J2

años á lo más. Estaba acostada en un pe-


tate, tenía un banco y unos harapos de ca-
becera, y la cubría una tosca frazada. Su
rostro era bello, aunque encendido por la
calentura; sus pequeños labios amoratados,
y al derredor de sus ojos, sobre los cuales
estaba tendido su párpado, sombreado de
negras y rizadas pestañas, había una línea
cárdena. Se quejaba dulcemente y sus ma-
nos encrespadas y cadavéricas, como en ac-
titud de rogar al cielo, se habían quedado
enclavijadas sobre su pecho de alabastro:
un pequeño pie, aunque algo descarnado y
amarillento, sobresalía de las ropas y re-
posaba sobre la tierra fría del pavimento.
La niña hacía ocho días que en aquella si-
tuación sufría una fiebre nerviosa.
—Esta debe ser !a hija, y aquella infame
la madre, dijo el capitán limpiándose una
lágrima que le arrancó la contemplación de
la pobre criatura. Veamos; ó no hay jus-
ticia en el cielo, ó esta vieja la debe pasar
muy mal en la otra vida.
El capitán salió, y á poco regresó acom-
pañado de José, que traía un catre, ropas
limpias de cama, y almohadones. Con mu-
cho cuidado levantaron á la enferma, la co-
locaron en la cama, le aplicaron unos sina-
pismos en los pies, la abrigaron mucho»
conduciendo á la vieja á otro cuarto q u e
había en la casa. Retiróse el capitán ya m ^
tranquilo y resuelto á prestar á la moribun-
da en cuanto amaneciese el siguiente d1 >
todos los auxilios necesarios.
173

De hecho; en cuanto amaneció, el ca-


pitán envió á buscar un médico, y una mu-
jer que se encargase de asistir cuidadosa-
mente á Pepita. Luego que vinieron, el ca-
pitán se dirigió á la casa, y tuvo el gusto
de encontrar á la enferma un poco mejor.
La vieja, á quien se le habían disipado los
humos del licor, se hincó ante el capitán,
lloró, pidió perdón á Dios, y prometió asis-
tir á su hija con todo esmero. En efec-
to, vigilada por el capitán, cumplió su pa-
labra, y el médico, por su parte, se portó
bien, pues al cabo de diez días la enferme-
dad h izo crisis, y Pepita se vio fuera de pe-
"gro, aunque sí extremedamente débil y
atenuada.
Cuando la muchacha volvió al uso de sus
sentidos, su sorpresa fué grande. Recorda-
ba, aunque vagamente, que su único lecho
había sido una miserable estera, y desper-
a
t»a, por decirlo así, en una magnífica ca-
^ a , y se veía rodeada de cuidados y aten-
ciones. La cuidadora le hizo entender que
todo lo debía al capitán Castillo: así es
lUe la primera vez que éste fué á informar-
Se
de su salud, Pepita quiso manifestarle
^ u reconocimiento; pero no pudo, porque
a voz se le anudó en la garganta, y el
an
t o nubló sus grandes y negros ojos.
-—-No hay que hablar de esto, Pepita, le
°ntestó el capitán conmovido. Lo que he
do° \ C O n u s t e d 1° hana con todo el mun-
• ¡Voto á Dios! ¿había yo de acostarme
i74

tranquilo en mi mullido colchón, mientras


una linda muchacha se moría en el duro
suelo ? Guarde usted lo que le he dado,
pues su salud está delicada y necesita cui-
darse. ¡ E h ! y no hablar más de eso, ni llo-
rar, porque le hará á usted mal.
El capitán no omitió ningún gasto, nin-
gún género de cuidado para asegurar el
completo restablecimiento de la niña, y em-
pleó para esto tantas atenciones y cuida-
dos, que Pepita no tenía palabras con que
darle gracias, y sólo cuando lo veía se
le encendían sus mejillas de rubor.

III

OTRA INFAMIA.

Dos meses después de la fiebre, Pepita


era un serafín, la enfermedad bastante
cruel y peligrosa sirvió para que después
se desarrollaran sus proporciones físicas.
Creció y se puso erguida, ligera, esbelta
y flexible como una palma; sus mejillas
llenas de salud y de vida, eran redondas, y
de ese blanco trasparente y delicado que
se asemeja á las hojillas que están en el co-
razón de las rosas; sus ojos tomaron un
brillo y expresión indefinibles, y sus p* es
y manos pequeñitas se tornearon perfecta-
mente y llenaron de primorosos hoyitps»
que también se le formaban en los carrillos»
175
cuando abría para sonreírse sus labios
aterciopelados y dejaba ver dos hileras
de dientecitos blancos, incrustados en sus
frescas encías de nácar. Pepita, repito,
era más bella que los primeros lampos de
luz de la mañana, que los jardines de flo-
res, que el crepúsculo de la tarde q u e . . .
solamente un ángel del cielo podía ser
comparado á esa pura é inocente criatura.
De paso sea dicho, que el capitán tenía
mucha parte en esta alegría y belleza de
Pepita, pues no limitándose á cuidarla
cuando se hallaba enferma, le había conti-
nuado enviando ropa y dinero, y eso con
tal delicadeza, que en los dos meses ape-
nas la había saludado dos ocasiones desde
la puerta de su casa.
Una tarde de esas brillantes y diáfanas;
e
staban sentadas en la puerta Pepita y én-
trente la vieja Gregoria: calculó á todas sus
anchas lo hermosa que era su hija, y con-
cibió un proyecto infernal, que no deja de
ser frecuente en la clase baja de la socie-
dad, que no tiene ideas ningunas de moral,
f r e g o n a resolvió vender a su hija.
. Al día siguiente, muy de mañana, se di-
^ i ó Gregoria á casa de un rico hacenda-
do, viejo de esos inmorales y disolutos que
compran sus placeres con el oro.
Buenos días, Gregoria; ¿qué vientos
J e traen por acá? ¿Estás ya más humana?
c dijo el rico sátiro, soltando una carcaja-
da que dejó ver su boca con sólo dos dien-
tes negruscos y temblorosos.
176

—Venía yo á saber si su merced tiene


siempre cariño á mi hija Pepita.
—Ya sabes que la adora, mujer, y que
sus desdenes no han hecho más que en-
cender mi amor.
—Pues entonces su merced me dirá. . .
—Ya te he dicho: proporcióname una
entrevista, y estos doscientos pesos son
tuyos.
El viejo sacó una bolsita con oro, y la
sonó á los oídos de Gregoria.
Gregoria dejó ver en sus ojos colora-
dos una expresión de una avaricia infernal,
y luego dijo:
—Se conoce que su merced no tiene mal-
dito el cariño á mi hija.
—¿Por qué?
—Porque ese dinero es poco.
—Bien; doblaré la parada.
—Es poco.
Doblaré la parada.
—¡ Ochocientos pesos 1 contestó la vieja
después de un momento de reflexión.
—Ochocientos, vieja de Lucifer, contes-
tó el viejo animado de un gozo siniestro.
—Está concluido el trato, repuso Grego-
ria, inclinándose á la oreja del viejo. Maña-
na á las doce de la noche, hora en que el
capitán Castillo estará recogido, aguardo a
usted.
—¡ Y ese maldito capitán Castillo!
—Ha protegido á mi hija en su enfer-
medad, y aunque casi no la ve, tal vez
i77

—Convenido; á las doce.


—Uos palmadas muy suaves.
—Corriente.
—Ahora necesito algún dinero.
—Toma, miserable, toma, dijo el viejo
arrojándole en el seno una bolsita de seda
con oro. Si me engañas, te hago empare-
dar.
La vieja salió; y el sátiro, riéndose á sus
solas
s
y restregándose las manos de júbilo,
e dejó caer en una enorme butaca de cue-
ro.

IV
LA PROVIDENCIA.

El simple relato de la conducta de la


j^adre de Pepita, habrá hecho á los lec-
tores llenarse de cólera. Este es un género
^ e moral, expresado, por decirlo así, de un
^odo muevo y que se le debe al romanti-
Cls
rno. Basta presentar sencillamente una
Scena de esta clase para llenarse de in-
^nación contra esas almas pervertidas,
Hue chocando contra la moral universal,
°ntra las máximas de la religión cristia-
2 j y hasta contra las costumbres estable-
cías en la sociedad, labran la desgracia
^ a e í n a ^ e tas criaturas que tienen á su cui-
t e ^°- Gregoria, entregada á un vicio de-
table, trató de matar la existencia física
Literatura Mexicana.—Torno II.—vj
178

de su hija, y no habiendo podido hacerlo,


trataba de matar su existencia moral. Co-
mo queda dicho, por una desgracia estos
acontecimientos horrorosos son frecuentes
en el mundo, y mis lectores no encontrarán
nada de inverosímil. Gregoria era necia,
idiota, no tenía en el fondo de su alma
más que un resto de superstición, y un ins-
tinto para hacer el mal. Así, cuando salió
de la casa del viejo sátiro, ni un solo re-
mordimiento ni un solo pensamiento tris-
te le vino á la mente. Pensó simplemen-
te que encendiendo unas velas á la Virgen,
y mandando decir unas misas al cura, se
purificaba de su crimen; y por otra par-
te, pobre como era su hija, nadie se había
de casar con ella, y no se había de quedar
para "vestir santos;" palabra sacrilega y
profundamente horrible en boca de una
madre

Eran las doce de la noche; reinaba en el


pueblo un profundo silencio, y como las
calles estaban sin alumbrado, la obscuri-
dad era completa. Un hombre embozado
se deslizó entre las sombras, tocó suave-
mente una puerta. A la tercer palmada se
vio brillar por la abertura una luz; el hom-
bre entró, y la puerta se volvió á cerrar tras
él. Todo quedó de nuevo en silencio
«79
La perdición de Pepita estaba decreta-
da, y se hallaba entre dos verdugos, que no
le tendrían compasión.
El capitán, contra su costumbre, había
permanecido en el cuartel entretenido con
sus eternas disputas con su teniente Dáva-
los, y poco después de las doce de la noche
se retiraba á su casa, soñoliento, cansado
de tanta charla del valentón. Acaso un
presentimiento le hizo pasar por la puerta
de la casa de Pepita; oyó gemidos, sollozos
ahogados, blasfemias y juramentos profe-
ridos con una rabia concentrada por una
V
Q2 masculina. E m p u j a . . . . la puerta ce-
d e . . , Pepita en cuanto lo reconecc se
arroja á sus pies, y abraza sus rodillas.
,*—La Providencia, exclama llorando, en-
vió á usted la otra vez para salvarme la vi-
da; la Providencia también manda á usted
ahora para salvarme el honor. ¡ Capitán,
c
apitán, han querido hacer una infamia
c
onmigo!
El capitán comprendió al momento to-
do, y dijo á Pepita:
, —¿Te tías en mi honor y en mi probi-
dad ?
Sí, haced lo que queráis.
Pues bien; levántate y ven conmigo,
abandona esta casa donde se te ha querido
cubrir de vergüenza y de infamia; y vos,
mi
serable viejo, salid al momento de aquí:
í1, c uanto á usted, señora, continuó diri-
giéndose á la madre, olvide que ha tenido
im a hija.
18o

El viejo había permanecido petrificado


con la súbita aparición del capitán; más
recobrándose un poco le asaltó un rapto de
cólera, y sacando un puñal, de im salto se
puso al alcance del capitán. Este, prote-
giendo con un brazo á Pepita, con el otro
asió la muñeca del viejo y la apretó fuer-
temente, de manera que le hizo soltar el
arma, y hacer horribles gestos á causa del
dolor.
—¡ Infame seductor! le dijo, tened cuen-
ta con que esta criatura es ya mi hija; si
volvéis á maquinar contra su ihocencia, no
dejaré ni escombros de vuestras casa ni de
vuestra hacienda. Salid.
El capitán condujo al viejo hasta el um-
bral de la puerta, y allí lo empujó violenta-
mente, de suerte que fué á caer en medio
de la calle: luego tomó del brazo á Pepita,
y se dirigió á su casa con ella, dejando á la
madre encerrada con llave.

LA CENA.

El capitán Luis Castillo, á pesar de lo


que va expresado, no era hombre de la
mejor moral en punto á mujeres. Joven,
soldado y con algún dinero, siempre esta-
ba metido en aventuras y escenas amoro-
sas; pero la influencia que Pepita ejercía
sobre él, era increíble.
I8I

Es tan respetable la inocencia de una


mujer, é interesan de un modo tan vivo sus
desgracias, que ciertamente no inspiran
otro sentimiento que el del respeto. Casi
desde la enfermedad de Pepita, el capitán
la amaba apasionadamente; pero no que-
riendo abusar de la influencia que tenía so-
bre la muchacha á causa de los beneficios
que le había dispensado, jamás la había he-
cho la menor insinuación, y por el contra-
rio, la veía muy pocas veces.
Tres días habían corrido después de los
sucesos que van referidos, cuando el capi-
tán llamó á José el asistente.
•—Dime, José, le dijo, ¿cómo le ha ido
á Pepita?
—Ta, ta, no muy bien mi capitán; la
pobre niña ha llorado mucho.
—Eso es natural.
•—Sí es natural, mi capitán, porque como
e
Ha dice, es una huérfana que no tiene más
amparo que Dios y mi capitán; pero cuan-
do vuelva con su m a d r e . . . . Ya sabe us-
ted, mi capitán, esa maldita vieja bruja,
tiene el vicio de beber vino, y entonces ese
otro hipócrita de D. Diego. . . . y á propó-
Sl
to, mi capitán, no le parece á usted bue-
n
° que en desquite de lo que quería hacer
c
on la niña doña Pepita, le demos un gol-
pe a su hacienda ? ¡ Qué caballos tiene el
ni
Jo de su madre! Sobre.todo, hay en la
^ a palleriza un prieto y un ala¿án que ven-
d a n como de molde para la silla de mi ca~
PUan.
l82

—Más adelante pensaremos en eso, J o s é ;


por ahora, dime si has tratado bien á Pe-
pita.
—Como á mi propio capitán. Buena co-
mida, su botella de vino, el catre muy
aseado, y yo pendiente de sus labios para
servirla.
—Muy bien, José, muy bien; mereces
que te dé una gala para que bebas aguar-
diente.
El capitán tiró sobre la mesa una media
onza de oro: José la recogió y dio gracias
al capitán; éste continuó:
—¿Y has oído hablar algo de mí?
—¿A quién, mi capitán?
—A Pepita.
—Bueno fuera que rjiídiera hablar. Ape-
nas quiere mentar el nombre de usted,
cuando sus ojos son dos fuentes de agua...
El capitán sonrió primeramente, y des-
pués fingió que tosía, y se volteó á lim-
piar una lágrima.
—José, ve á decir á Pepita, que me daría
mucho placer en acompañarme á cenar; y
si accede, haz que pongan dos cubiertos
aquí en este cuarto. V e . . . .
El asistente salió, y el capitán se puso
á medir á grandes pasos el aposento. A
poco volvió José.
—La señorita, dijo, viene ya, y la ce-
na está en disposición.
—Bien, contestó el capitán, dispon I a
mesa, sirve la comida, y déjanos solos.
i*3

—Buenas noches, capitán, dijo Pepita


entrando al aposento, y echando sobre sus
hombros un rebozo de seda, con que tenía
la cabeza cubierta.
—Buenas noches, Pepita; mucho te agra-
deTco que te hayas dignado acompañarme
á cenar.
—Es vd. un poco cruel, capitán, tengo
una queja que darle.
—¿"fe habré ofendido en algo/
—Sí, y mucho.
—Veamos, explícate.
—Hace tres días que estoy en su casa de
vd. y no me ha visro.
—Era preciso dejarte sola, hija mía: tus
pesares han sido grandes, tendrías nece-
sidad de desahogarte, de llorar, de gritar
tal v e z . . . .
—Es verdad, mucho he llorado.
•—Ahora que te consideré más tranqui-
la te he convidado á cenar, y en lo de
adelante si tú consientes, comeremos jun-
tos . . . . José trae, según creo, un exce-
lente pollo asado, una fresca ensalada. . . .
i Eh ! no hay más que resignarse á pasar-
la mal, Pepita; en casa de un hombre solo,
la comida no puede ser muy agradable.
José llegó en efecto, puso un limpio man-
tel» cubiertos, platos, vasos de plata, y co-
locó sobre la mesa unos manjares aromá-
ticos, y que incitaban el apetito.
—-José es una alhaja, dijo Pepita; si fue-
ra vd. casado, capitán, no estaría mejor
servido,
184

—José es un buen muchacho, respondió


el capitán; y para mí tiene hoy una nue-
va recomendación.
—¿ Cuál es ?
—El haberte servido con esmero, y el te-
ner por tí particular cariño.
—¡ El pobre José! es verdad, ha estado
pendiente de mi voluntad para servirme, y
en todo esto no he visto mas que nuevas
finezas del capitán.
—No hablemos de eso, Pepita, y piensa
en otra nueva vida, en un porvenir más ha-
lagüeño.
Pepita suspiró.
—Veamos: te diré mis planes respecto
á tí, y puede ser te tranquilices con esto.
Yo no tengo ni madre ni mujer; mis pa-
rientes se han olvidado de mí, y yo de ellos :
soy solo, completamente solo. ¿Consien-
tes en ser mi hija? ¿Serás tan bondadosa
que reemplaces el vacío inmenso que la
soledad ha dejado en mi alma?
—Capitán, el corazón generoso de vd. lo
hace hablar así. Pero reflexione que va
á perder su independencia, su libertad; q^ e
en lo de adelante seré yo un obstáculo pa-
ra sus campañas, para todo: una mujer, ca-
pitán, es una carga muy pesada.
—Una mujer, sí, ¿pero un ángel como
tú, Pepita? Mas déjame concluir. D e '
cía que tú serás para mí cuanto hay en «
mundo. La maledicencia de las gentes, di-
rá que eres mi querida, que tú eres una mtt-
i85

jer ligera, y yo un seductor que he abusa-


do de tu desgracia. Poco importa todo es-
to, con tal que tu conciencia esté tran-
quila y yo satisfecho de haber obrado bien.
A. tu madre le daremos con que viva, ó
Por mejor decir, tú le darás, porque quie-
r
° que seas la dueña de cuanto tengo,
i Lloras, Pepita, y por qué ?
•—De gratitud, capitán.
•—i Aceptas ?
-—¿Podría hacer otra cosa?
—B„ien, muy bien; tú vivirás en los apo-
sentos retirados de la casa, y yo aquí.
Cuando estés de buen humor, cuando quie-
j"as> me harás compañía en la mesa. Por
j° demás eres dueña de tu voluntad, y me
a t a r á s como á un padre, como á un her-
mano, como á un amigo, porque yo soy tu
er
dadero amigo. Serás tú mi hija, mi
* le nnana.
Pepita tendió una mano al capitán, y és-
e
se la besó respetuosamente. En segui-
Lla
Hamo á José y le dijo:
---Pepita es la ama y la dueña de la casa;
^ ena a todos los criados que la obedez-
T a n ,como á mí propio. En cuanto á tí,
TG' - n ? t e i l £ ° ciue recomendarte,
do - ^ m c l m o I a cabeza y se retiró dicien-
l a '"T^Como hay Dios, que me alegro que
ma
taJ? I J epita sea nuestra ama. Al íiiii
Ó tem rano e
ber t - P l capitán había de na-
que ^ ° u n a c l° s u s comadres; vale más
Sea
esta niña, tan buena y tan amable.
Literatura Mexicana,—Tumo II 14.
186

Si ha chocado á los lectores el lenguaje


culto y la educación esmerada de Pepita,
que parece inverosímil cuando se ha dicho
quién era su madre, les haremos una cor-
ta explicación. Pepita desde muy niña se
había criado en una casa española y apren-
dido cuanto se enseñaba en aquel tiempo,
á la vez que su corazón se había nutrido
con las máximas de una sólida virtud. Cuan-
do estalló la guerra de independencia, la
familia dispersa y emigrada tuvo que aban-
donar á Pepita, así como á otras huérfanas
que por caridad educaba. Pepita volvió al
lado de su madre, mujer brutal y viciosa, y
el curso de esta historia ha dado á cono-
cer la clase de vida y de peligros á que
estaba expuesta.

VI.
LA FSCARAMUZA.

Una noche el capitán Castillo recibió un


parte en que se le noticiaba que una gavi-
lla de realistas estaba á cuatro leguas del
pueblo, en la falda de una loma. Inmedia-
tamente se dirigió al cuartel, dio todas las
órdenes convenientes para la marcha, dejó
la tropa al cuidado del teniente Dávalos,
mientras regresó á su casa á cenar con la
buena y amable Pepita, cuya dulzura y cu-
yo talento fascinaba cada vez más y mas
al capitán.
187

—Esta noche, le dijo, sentándose á la me-


sa, y procurando afectar alegría, será nece-
sario que yo me quede en el cuartel, así
tu y José cuidarán la casa: ambos son va-
lientes, continuó riéndose, y si vienen los
e
nernigos serán rechazados.
•—¿Y habrá inconveniente en que yo
acompañe á vd. al cuartel, capitán?
—Acaso tendremos que salir, y entonces
sería
—¿No decía yo á vd. bien, capitán, que
u
na mujer estorba?
—Lo que hay de cierto, hija mía, es que
^fites era un motivo de regocijo para mí
e
! batirme con los enemigos, y ahora tengo
c,
erta pesadez, cierta r e p u g n a n c i a . . . . ya
Sv
- ve, antes no tenía yo nada que me unie-
ra
con la vida, y ahora te tengo á tí, y
Por cierto que no querría yo dejarte aban-
tada.
t Por mi parte tengo también cierto sus-
°» cierto presentimiento. . . . ¿ Qué habrá
c
aso algunos enemigos ?
Sí, una partida muy corta; unos cuan-
toss . tiros los harán correr, y
todo se con-
Ulr
a en el momento.
A 7T} Pero, calle! son las d o c e . . . . .
s
u V^> Pepita, le dijo el capitán, dándole
beso en la frente. José, mucho cuidado
b a *¡! capitán se fué al cuartel, la tropa esta-
p 0 t o n t a d a , y sólo lo esperaban á él para
er
se en marcha, lo cual ejecutaron con
188

mucho silencio, desfilando en hileras por


las calíes, más solas del pueblo. Toda la
noche caminaron entre las tinieblas y los
precipicios; á la madrugada avistaron la
loma en cuya falda debía estar el enemigo.
Cuando la luz comenzó á salir, y el horizon-
te pintado de gualda y nácar despedía luz
bastante para distinguir los objetos, el ca-
pitán reconoció al enemigo formado en ba-
talla y dispuesto á resistir.—Eran como
doscientos caballos; pero después de la
conversación que se ha referido del tenien-
te Dávalos y del capitán, éste no hubiera
reculado un paso aunque hubieran sido
doscientos mil los enemigos. Dividió su
fuerza en dos trozos. Con uno de cincuen-
ta caballos determinó acometer el centro
del enemigo y desorganizarlo, y el otro al
mando del teniente Dávalos, serviría para
flanquearlo y cortarle la retirada por el la-
do derecho, pues en el izquierdo había un
barranco profundo; combinado así su plan*
lo puso en ejecución con la prontitud de
un relámpago. Antes de que el enemigo
pensase en nada, el capitán ya había aco-
metido su centro con los cincuenta caba-
llos, y los dragones repartían golpes á dies-
tro y siniestro como si fueran impulsados
por una máquina de vapor. El enemigo
desconcertado comenzó á dispersarse, y
unos se rendían é imploraban compasión,
otros dejaban su caballo y corrían á escon-
derse en la barranca; y otros más resueltos
189

se abrían paso y apelaban á la velocidad


de sus caballos. Todo esto pasó en momen-
tos. Cinco soldados muertos y algunos he-
ridos fué la pérdida que experimentaron
los insurgentes. Fl caballo del capitán ha-
bía recibido un balazo en el pecho y echa-
ba sangre á borbotones; pero éste no lo
había notado, hasta que el animal, vacilan-
te y moribundo, cayó al suelo con el ginete.
Él capitán quiso levantarse; pero unos
brazos que lo enlazaban lo detenían. Era
Pepita.
—¿Tú aquí, Pepita? ¿Tú aquí, hija mía?
exclamaba el capitán.
—Era una crueldad dejar á este valiente
José sin parte en la victoia; y por otra par-
te, ninguna mano más amorosa que la mía
te habría levantado del suelo, contestó Pe-
pita sonriéndose. Algo han de hacer las
mujeres por los valientes continuó miran-
do apasionadamente al capitán; y sobre to-
do, yo que te debo la vida, y t o d o . . . .
—Capitán, interrumpió una voz plañide-
ra, soy un villano, un cobarde, que me he
portado muy mal: perdóneme vd., ó má-
teme.
—¡ Quién diablos piensa en eso, teniente
l á v a l o s ! respondió el capitán lleno de ale-
gría, y teniendo enlazada con un brazo la
cintura de Pepita. Acuérdese vd. de fci
conversación que tuvimos una noche, y
basta. Levántese vd., acabe de amarrar á
los prisioneros, reúna la tropa y venga al
igo

pueblo, que yo me adelanto con este án-


gel, con este tesoro de amor y de hermo-
sura.

VIL
LA FUGA.

Algunos meses vivieron el capitán y Pe-


pita en la más completa armonía. Excu-
sado será decir que fueron felices. Se ama-
ban ambos con una pasión ardiente, y los
antecedentes que habían mediado y que ya.
conoce el lector, eran más que suficientes
para formar los elementos de una sólida
ventura. Pepita cada día se pone más lin-
da y más interesante, y el capitán renun-
ciando á sus devaneos y locos amores, pen-
saba seriamente en casarse con ella. Una
noche á la hora de la cena, pensó en dar-
le parte de sus proyectos, cuando José el
asistente entró despavorido.
—Mi capitán, el caballo está ensillado;
sálvese vd.
—¡ Cómo ! ¿ Qué quieres decir con eso»
José ?
—Que el teniente Dávalos ha vendido
á vd., y ha ofrecido entregarlo á los eS~
pañoles.
—¡ Imposible ! eso no puede ser. .
—Por Dios, mi capitán, prosiguió W
hincándose de rodillas, que se salve V«"
dentro de cinco minutos estarán aqui.
T9l

—Nos defenderemos.
l J epita se interpuso, y le dijo con un
acento tiernisimo:
—Sálvate, por Dios ; sálvate, y no expon-
gas á tu vida!
José, el asistente, llevó maquinalmente
al capitán y lo montó en el caballo.
—¿ Quiere mi capitán qiae lo siga, ó que
me quede?
—Quédate con Pepita, y adiós, i Ah 1 to-
ma esta llave, hija mia. Encontrarás en
el cajón de mi mesa algún dinero. Es pa-
ra que puedas vivir mientras que nos vol-
vemos á ver.
—Mi capitán, el tiempo se pasa, y des-
pués . . . .
—Adiós. El capitán salió, y al cuarto de
hora llegó el teniente Dávalos con un pi-
quete de tropa á ejecutar su traición.
•—¿Dónde está el capitán? preguntó Dá-
valos,
—Acaba de irse al cuartel, mi teniente,
r
espondió José con mucha calma.
El teniente se retiró; y ya se deja enten-
der que no pudo dar palmada al capitán.
192

VIII.
VERTE, Y MOKIR.

En una tarde nublada y triste del otoño,


se hallaba el capitán sentado detrás de una
vidriera de una casa situada por el rumbo
de Belén. Estaba más pálido que de cos-
tumbre, y sumergido en una honda cavi-
lación. Habían transcurrido catorce me-
ses, y durante ese tiempo los horrores de
la miseria y del destierro habían pesado so-
bre el. Fugitivo de pueblo en pueblo, y
sin esperanza de regresar al lado de su que-
rida Pepita, tomó el partido de entrar ocul-
tamente á México, y negociar por medio de
algunos amigos su indulto; mas estos pa-
sos no surtieron ningún efecto, y por con-
siguiente era necesario que permaneciera
incógnito entretanto se ponían nuevos ine-
dios en acción para conseguir su perdón-
Mientras, sus recursos se habían agotado
enteramente, y se hallaba en el caso de no
tener que comer al día siguiente.
De esta especie de vértigo doloroso, J
sacó una voz que con acento entrecortado
y conmovido, le dijo:
—¿Mi capitán, qué es eso? ¿qué le sU "
cede á vd. que está tan abatido y triste.
El capitán volvió la cara y se encontr
con el asistente José.
*93
—Buen José, le dijo arrojándose á sus
brazos.
—¡ Mi capitán !
—¿Y Pepita? le preguntó tímidamente
Luis, temiendo recibir una mala noticia.
—No hay por qué afligirse, mi capitán,
la señorita está aquí. La cosa es muy sen-
cilla ; hemos sabido por la carta última de
vd., la situación en que se hallaba, . . . en-
sillamos los caballos, y ya estamos
aquí. Todos buenos, la nina tan hermosa
como siempre. El alazán gordo, i qué
onoso! y yo. . . . aquí me tiene mi capitán;
pero la niña espera con ansia.
El capitán, como si acabara de salir de
un profundo letargo, se dejó conducir por
el asistente, bajó al patio, montó en su an-
ticuo caballo alazán, y al cabo de breve ra-
to se halló en brazos de Pepita, que lo
aguardaba en una de esas bonitas y modes-
tas casas de la Piedad.
—Vamos, no tengamos pesares, ahora
-lúe después de tanto tiempo nos volve-
rnos á ver, le dijo Pepita limpiándose los
ojos. Voy á enseñarte una alhaja que te
^aigo, y dirigiéndose á la cama tomó en
s
us brazos una niña de pelo blondo, ojos
azules y cutis fino y delicado. ¿Reconoces
a
,tu hija, Luis? Pobre Matilde, ya sabe de-
cir papá. Pepita mecía á la niña entre sus
-brazos, la aproximaba al capitán, y cuando
Í~J la quería tomar, la retiraba y sonreía,
loma, toma y besa, y haz cariños á Ma-
TJterritiirn Mexicana.—Tome II.—35
194

tilde, continuó entregando ía criatura á


Luis, mientras voy también á demostrarte
que soy una mujer económica.
Luis tomó en sus brazos á la niña, le be-
só la frente, los ojos, los pequeñitos y sua-
ves labios, la estrechó contra su corazón,
y corrió con ella por toda la pieza, brin-
cando y saltando como un loco, y repitien-
do : Pepita, Pepita, como si se le figura-
se que la criatura era un retrato, una mi-
niatura de la que adoraba.
—Pepita volvió entretanto y puso en las
manos del capitán unos cartuchos de on-
zas. Tú no debes estar muy rico ahora,
Luis, y esto nos servirá para vivir algunos
días con descanso.
—¿Pero este oro, Pepita? preguntó el
capitán alarmado.
—Este oro es el que me dejaste: he tra-
bajado para vivir, y sólo tomé alguna can-
tidad cuando esta buena alhaja salió a¿
mundo. ¡ Cómo sufrí sola, y con las ideas
que me asaltaron de que te habías muerto.
continuó apoyando su mórbida mejilla en
el hombro de Luis.
Como después de un año de ausen-
cia mucho tendrían que decirse los amantes,
dejémoslos platicar todavía tres horas rnas,
al cabo de las cuales el capitán, con el co-
razón lleno de placer y de esperanza, regr e "
só á su habitación acompañado de J o s e '.Q
no volvamos á verlos hasta pasadas ocn
días.
*95

CONCLUSIÓN-

Reinaba entonces en México una fuer-


te epidemia de fiebres. Pepita, de cons-
titución robusta por una parte, y predis-
puesta con la irritación y los trabajos de un
largo camino, fué atacada de la enferme-
dad; pero durante tres días lo disimuló
por no alarmar á Luis. El cuarto le fué
imposible levantarse, y considerando la co-
sa sériemente, envió á José en busca de
Luis. Este llegó en efecto á poco: en
cuanto lo vio Pepita, le dijo:
—Tenía yo desde que llegué, una triste-
za.secreta, un desasosiego inexplicable; na-
da te había dicho, porque creí que eran
preocupaciones, pero ahora conozco que
era el presentimiento de mi muerte.
—¿De tu muerte, Pepita? tú deliras, eso
"o es verdad, tú estás hermosa, robusta,
buena, completamente buena.
—i Luis!
•;—i A h ! eso no es posible; Dios no que-
r í a arrebatarte del mundo, no por mí, sino
Por esta inocente.
"7-Luis, es forzoso resignarse. En cuan-
toa mí, deseaba únicamente verte y mo-
*jr. f Dios ha cumplido mi deseo; en lo
m s
^ : fágase su santa voluntad.
Pepita cerró los ojos y Luis le tocó, la
trente y los pulsos, y tuvo el doloroso des-
i96

consuelo de cerciorarse que la devoraba la


calentura. Comenzó á pasearse á grandes
pasos por la estancia, á golpear las pare-
des con los puños y á proferir, ya maldi-
ciones, ya plegarias á Dios.
—No hay tiempo que perder, Luis, ex-
clamó Pepita con una voz débil. Mañana
no estaré ya con mis sentidos cabales y es
fuerza pensar en mi alma.
—Es verdad, es verdad, exclamó con des-
pecho Luis.
—Búscame un confesor.
—Un médico.
—El médico servirá de poco; un sacer-
dote : Luis, mañana ya no será tiempo.
Luis corrió por un confesor y José por
un médico; entretanto quedó Pepita al cui-
dado de unas buenas gentes que vivían
frente á su casa.
José llegó con el médico, el cual la pul"
só, la examinó minuciosamente y salió me-
neando la cabeza.
—¿Qué le parece á vd., señor doctor,
le preguntó José.
—Que se disponga, porque mañana se
declara una fiebre nerviosa y no tiene re-
medio.
El capitán llegó con el sacerdote al tiem-
po mismo que se acababa de marchar e
doctor. t
Luis se retiraba para dejar sola á Pepi
con el médico del alma; pero ésta dijo:
—Mi confesión está dicha en dos pal a '
i97
bras. H e amado mucho á Luis, y no ten-
go otro pecado.
—Y yo, padre, el no haber legalizado con
e
l matrimonio el amor de este ángel.
Pepita tendió su mano, Luis se la estre-
g ó , y el sacerdote bendijo esta unión,
después escuchó la confesión de Pepita, y
s
alió diciendo:
•—En efecto, esta niña era un modelo de
v
irtud.
A los tres días Pepita expiró, y su hija
^atilde, como había mamado la leche de
la enferma, murió también en el seno de
Su
madre.
Luis regaló á José los caballos y el dine-
«& y se encerró en el convento de San
Ule
g o de Tacubaya, de donde no salió si-
n
° al cabo de mucho tiempo.
ALBERTO Y TERESA.
I.

Agosto 14 de 184
Eran las diez cuando te vi por la últi-
ma vez. La mañana estaba hermosa. El
sol disipando unas ligeras nieblas que se
a t e n d í a n sobre las praderas como un cres-
pón flotante, se levantaba majestuoso y
espléndido por encima de las montañas. Los
Pájaros cantaban y revolaban gozosos, las
flores abrían sus cálices, y las gotas de
^ c í o fulguraban como diamantes en las ho-
jas de los naranjos. El cielo azul radiaba
^°n el oro de los rayos del sol; las flores
despedían aromas, y el viento traía á su pa-
^° los cánticos de los labradores, el balar
de
las ovejas, el bramar de los toros, y todos
^ o s mil sonidos halagüeños de la naturale-
**» cuando bulliciosa y festiva se a-parta de
°s brazos de la noche para bendecir con
^ voz sublime á los genios de la luz. Y
Literatura Mexicana.—Tomo II ><
202

tú estabas allí, Teresa, tú que con tu cabello


entrelazado con anémona y madreselva,
con tus mejillas teñidas por el carmín de la
juventud, y tu vestido blanco como la nie-
ve, parecías el ángel de la mañana, que con
su aliento da perfume á los campos, y con
sus pequeños dedos rosados abre las azuce-
nas y los jazmines. Tu aliento, Teresa mía,
es más suave que el aroma de las flores; tu
voz más melodiosa que el canto de los rui-
señores, y tus ojos más bellos que el cie-
lo azul de mi patria. ¿Tú me has oído de-
cir quién era Rafael? Pues bien, si Rafael
te hubiera conocido, habría pintado sus
vírgenes copiándote á ti. La mañana esta-
ba, espléndida, ¿te acuerdas, Teresa? Me
tomaste de la mano y ambos bendecimos
á la naturaleza; ambos respiramos el soplo
que, Dios envía al mundo todas las maña-
nas; ambos vimos á los colibríes, esas flo-
res con alas, chupar la miel de las rosas;
a m b o s . . . - Cuando el hombre es desgra-
ciado Teresa mía, vienen como genios ma-
léficos á atormentar su mente los recuerdos
de los instantes de ventura.
Me fué forzoso separarme de tí sin de-
cirte, adiós, sin recibir tu última mirada, sin
estrecharte contra mi corazón, sin encar-
garte á ti, ángel de pureza y de candor, q u e
rogaras á Dios mitigara las amarguras d£
mi akria¿ porque, créelo, desde el. momento
en que vi desaparecer ante mis ojos las to-
rres de la ciudad que te vio nacer, toa*-
203

idea de felicidad y de sosiego ha huido de


mí. He atravesado maquinalmente mu-
chas llanuras, muchos bosques, muchas
montañas; estoy nada más que á sesenta
leguas de tí, y sin embargo, parece que
una eternidad entera nos separa, que el ho-
rizonte que tú ves, no lo miraría yo en un
s
iglo de camino. Esta idea me oprimía el
corazón, el pecho me dolía, y un manantial
de lágrimas comprimidas me ahogaba.
Lloré como llora un niño, como llora una
m
ujer, ó más bien dicho, Teresa mía, como
sé Ilota cuando se ama. Las lágrimas me
" a n quitado un poco la horrible opresión
del corazón; pero después me he puesto á
Pensar, ¿qué haré yo con los días, con las
"oras, con los instantes de mi vida? Es--
Ja idea rite vuelve loco. Decididamente en
todas partes voy á encontrar fastidio, y este
deseo continuo, irresistible, de asir una fe-
acidad que huye como una sombra delan-
e de nosotros, va á consumir lentamente
11
? vida. Nb obstante, Teresa, la esperan-
a es
n el fanal de nuestra vida, y cuya luz
s
2 ° Compaña hasta la tumba. La esperan-
* roe dice que te volveré á ver pronto, que
ra
vez vibrará tu voz musical en mis oídos
, que aún podré dar un casto beso en tu
"»«* de ángel.
r
Ct^. 1° que más quieras en la tierra, es-
CrrtC
otr
s
" ^ e P a r e c e c l u e t e n a s rfiuerro*
« i ?la v e c e s c r e ó que te alegrarás de mi au-
> ó que el arnor de otro te hará ol-
204

vidarme. Esta idea es atroz. Perdóname-


la, ángel mío; pero qué quieres, el amor
es desconfiado y algunas veces hasta ridí-
culo.
Adiós, bien mío. Sé feliz, v recibe el co-
razón de t u — A L B E R T O .

II.
Agosto de 184
Teresa adorada: Ocho días he estado de-
vorado de una fiebre ardiente y delirando
con tu memoria, recordando en mis ago-
nías aquellas pequeneces de que los aman-
tes hacemos tanto caudal. Los cuidados
y atenciones de unas pobres gentes q l i e
me ofrecieron su choza, sus vigilias, sus
cuidados y sus oraciones, á mí, hombre
desoonocido, desesperado moribundo, m e
han reconciliado con la vida; he bendeci-
do la misericordia de Dios, de quien q^1"
zá había blasfemado. Perdón, Teresa i"ia*
Ésto te asustará á tí tan religiosa y t a I
pura. Mil veces perdón.
Habrás recibido probablemente mi Pr*
mer carta. Qué sé yo qué cosas te
cía en ella. Te hablaba de la luz, de las no
res, de los ángeles, de todo, porque mi
rebr© estaba en un estado de agitación
definible. ¡Qué disparates decimos
amantes en esos momentos! Tú los
mularás.
205

Ahora han pasado los instantes de deli-


rio ; pero me agobia una tristeza letal, una
desazón continua, un presentimiento vago
de desgracia que hace a cada momento sal-
tar á mi corazón. ¿ Qué será esto, Teresa ?
decididamente conozco que no podré vi-
vir si no es á tu lado, respirando el aire
que tú respiras, mirando lo que tú veas,
sintiendo lo que sientas. Mi mundo esta-
ba reducido al pequeño recinto de- limo-
Ues y naranjos donde nos paseábamos; mi
sociedad á tu compañía, y mis placeres en
agradarte, ¿Qué haré yo, Teresa, en este
tumulto, en esta vorágine que se llama so-
ciedad, donde es menester estudiar una
sonrisa y una caravana, poner una cara
festiva cuando el corazón está devorado de
Pesar; hablar, reír, murmurar, cuando no
quiere el alma otra cosa más que el silen-
C1
° y la meditación ? ¿ Creeré los elogios
que me tributen ? Juzgaré amigos á todos
los q U0 m e estrechen la mano? ¿Miraré
c
omo protectores á los que se sienten con-
migo en la mesa á tomar café? ¡ O h ! ¡qué
terrible es esta sociedad, donde hay un
c
°tttinuo cambio de sarcasmos é injurias!
i Qué atroz es lo que se llama poUtica,
cuando no enseña más que á cubrir con
Un
falso velo los sentimientos del cora-
on! XvTe he convencido que en esta vida
lo tres personas son capaces de amar des-
interesadamente: la madre, el padre, la
posa. A mí, pobre huérfano, no me ha
2o6

quedado más amor que el tuyo, Teresa. A


mí, hombre combatido por la suerte, no me
ha quedado en quien creer más que en tí.
El día que tú no me amaras, no creería ni
en el amor, ni en la amistad, ni en la patria,
ni en nada. Tú romperías la ilusión más
benéfica, la esperanza más halagüeña, e^
consuelo más dulce que tiene el hombre:
la religión. No lo harás, Teresa; estoy se-
guro de ello.
Ya más restablecido, me juzgo con fuer-
zas para continuar mañana mi camino. Un
camino lóbrego, desierto, solitario, en que
la tristeza me devora. Cada día de camino,
nueva atmósfera, nuevo horizonte, nuevas
montañas nos separan. Esto es terrible.
Sé feliz, Teresa, y consuela con una carta
al que te idolatra.—ALBERTO.

III.

Agosto de 184. . . •
Alberto mío: Te has separado de nú s l t l
decirme ¡adiós! Sin estrecharme la mano,
sin que siquiera nuestras miradas, quizá p ° r
la última vez, se cruzaran y se comprendie-
ran. ¡Oh ! Una separación' es horrible, mu-
cho más cuando había pensado que »°}°-
la muerte podría dividir nuestra existencia.
y ¿qué digo? La muerte la muer-
te nos habría abierto las puertas del cielo
207

para no separarnos allí nunca, para amarnos


en el seno de Dios. ¿Sabes, Alberto, que
cuando supe que te habías marchado es-
tuve á punto de volverme loca ? ¿ Sabes que
ese día no tuvo para mí ni el sol luz, ni las
flores aroma, ni los gorgeos de las aves
melodía ? ¡ Ah, Alberto 1 porque tú eres mi
sol, mi amor, mi ídolo, y todo me ha falta-
do desde el momento en que me abando-
naste. Si vieras cómo pesa la soledad en
e
l corazón de la mujer; si contemplaras
cuan amargas son nuestras horas; si te
persuadieras ele lo terrible que son esas
noches en que las lágrimas de nuestros
°jos empapan las almohadas, y la fiebre y
e
¡ delirio se apoderan de nuestros sentidos;
s
* reflexionaras cuánto es el sufrimiento de
esas vigilias, en que ni se vela ni se duer-
me, y mía fantasma inmóvil, fija, terrible,
re
posa en nuestra cabecera! Todo esto lo
sufrimos, lo sufrimos; pero no lo podemos
e
xplicar. ¿Lo comprederás tú, Alberto?
¿Participarás de mis sufrimientos? Sí, amor
talo, dime que entiendes mis quejas, porque
^ e lo contrario me moriría de pesar
Aquí llegaba yo, el llanto caía de mis ojos,
al
gunas lágrimas borraron las líneas ya es-
citas, y necesité reposar un momento para
Poder continuar. En esto, el Sr. B. entró
a m
, i cuarto y puso en mis manos tu amabi-
jsima carta. La abrí, recorrí ansiosa to-
a
s sus líneas, y cerciorada de que ningún
a
l te había acontecido, volví á leerla de
2o8

nuevo, y . . . . Alberto, la sé de memoria,


pues hace tres días que no hago otra cosa
más que leer tu carta, mojarla con mi llanto
y secarla con el fuego que devora á mi co-
razón. Me he visto tentada de ponerme en
camino y seguirte hasta el fin del mundo
si tuere necesario; pero ¿ dónde va una po-
bre mujer sola que no sabe los caminos, que
nunca ha pisado más que el umbral de su
casa y el de la iglesia?. . . . ¡ Oh, Alberto!
vuelve pronto, muy pronto, si no hallarás
mi frente pálida, mis mejillas hundidas, mis
labios secos, mi corazón sin fuerzas para
latir.. . . Hallarás tal vez un cadáver. Ver-
güenza me da decírtelo, porque vas á creer
que soy una mujer de novela; pero un vér-
tigo no me deja continuar esta carta, y aun
temo que no comprendas estas últimas lí-
neas.
Alberto, no abandones á tu amiga, á tu
hermana, á la que tú has llamado en tiem-
pos más felices tu amada y linda Teresa.
Dios te dé felicidades, y á mí el consuelo
de que tanto necesita mi alma.

IV.

Septiembre de 184
Gracias, ángel mío, gracias por tu ama-
ble cartita que he besado una y mil veces-
gracias porque me enviaste en ella las la-
209

grimas de tu amor, gracias porque me amas,


mucho más de lo que yo merezco.
Todas las desgracias, niña mía, tienen su
compensación en este mundo. Separar-
se cientos de leguas de una querida, es
atroz; pero recibir una carta suya llena de
ternura y de entusiasmo, es lo más dulce
que puede imaginarse. Vuelva el consuelo
á tu corazón, Teresa; reanime la esperan-
za á tu abatido espíritu, pues mi vuelta de-
be ser pronto, muy pronto; acaso cuando
menos lo pienses te tendré entre mis bra-
zos, y entonces nos uniremos para no se-
pararnos jamás. En la vida tendremos un
mismo lecho, en la muerte una misma tum-
ba, en el cielo un mismo asiento. . . . qué
s
é y o ! ; estas ideas tienen algo de lúgubre,
y como no quiero te entristezcas, te voy
a hablar de otra cosa. ¿De qué te habla-
r e . . . . ? Apropósito, ¿ si vieras qué espectá-
culo tan magnífico, tan sorprendente, es el
que se goza á la entrada de México ? Una
v
asta llanura verde se desarrolla á la mane-
ra de un lienzo en el panorama. En esta
uanura hay esparcidas, ya las casas de mag-
íricas haciendas, ya las chozas humildes
v
pintorescas de los labradores. Por don-
^ e quiera que se dirija la vista, se encuen-
da ó una graciosa y delgada torre que se
muja en las montañas azules, ó un puebli-
° que como una isla flotante, parece que
e
posa en la niebla; ó un grupo pintoresco
°nde hay árboles, corderos que pacen la
I.iteratiira'Mexicana.—Tomo II.—17
2IO

grama, bueyes que surcan la tierra con el


arado, flores silvestres que crecen á las ori-
llas de los arroyos ¡ Oh ! todo es lindo,
muy lindo. Acercándose más se percibe la
reverberación* de los lagos que como inmen-
sos espejos están tendidos á los pies de la
coqueta ciudad. Después se ve el grupo de
montañas del santuario de Guadalupe: des-
pués las sombrías y colosales torres de la
catedral: después, cúpulas de azulejos, y
torres encarnadas y miradores, y casas y al-
menas que parecen brotan de una canasta
de flores. ¿Sabes lo tínico que faltaba pa-
ra animar este cuadro ?. . . . ¡ Ah ! todo me
parecía triste, solitario, desierto, porque mi
Teresa no estaba á mi lado, porque el ángel
de mi amor no soplaba su aliento vivifica-
dor en esta escena. Si tú hubieras esta-
do conmigo, me habrías estrechado la ma-
no, habría tu corazón palpitado de júbi-
lo. . . . pero yo estaba solo, enteramente
solo. ¡ Qué suerte tan fatal!
Aún hay tiempo para que antes que me
ponga en camino me contestes esta curta.
Hazlo, Teresa, porque de lo contrario no
tiene momento de tranquilidad tu infortu-
nado—ALBERTO.
211

V.
Septiembre de 184. . . .
Esposo idolatrado: Cuando recibí tu se-
gunda carta, me hallaba en una hacienda
distante cinco leguas de esta población. Mi
excelente madre ha comprendido los mar-
tirios que sufre mi corazón, y trata de miti-
garlos haciéndome variar de objetos. ¡ Va-
no; esfuerzo! ¿ Qué me importa que haya
en la hacienda un hermoso y cristalino es-
tanque de agua ? ¿ Qué me importa que la
huerta esté llena de flores y de árboles fru-
tales?. . . . Tanto valdría habitar un desier-
to lleno de espinas y malezas. Para mi to-
do es igual hoy; todo lo veo con indiferen
Cl
a; sólo el recuerdo de Alberto vive eter-
n
°i fijo, inmutable en mi corazón. Vol-
yerte á ver y estrecharte en mis brazos es lo
tínico que deseo.
i Cuánto has padecido, mi pobre Alberto!
enfermo, solo, sin más auxilio que el de
•Lhos, has debido pasar terribles momentos,
Parecidos á los que yo he tenido que sopor-
tar
j al fin, la vista de tu patria, de tu fa-
iilia y de tus amigos, ha debido consolarte
al
gún tanto; pero yo, Alberto, nada tengo
4tie me consuele. Instantes de desespe-
aci
° n : un deseo de dejar de existir: lar-
sos días en que no tengo más ocupación
212

que llorar. Creo que ya te he dicho esto


mismo en otra carta; pero te lo repito, por-
que es la historia única de las mujeres, sus-
pirar, llorar, sufrir en silencio.
Me he atrevido á darte el título de esposo,
y no sé si habré hecho mal en esto. Re-
cordé los juramentos que me has hecho mil
veces, y como están de acuerdo con los sen-
timientos de mi corazón, no he vacilado en
llamarte esposo mío, y en considerarte ya
con todos los derechos de tal. ¿ Qué fal-
ta, Alberto, para que legítimamente nos
unamos para siempre ? Nada, más que la
bendición de un s a c e r d o t e . . . . Yo estoy lo-
ca, Alberto Falta todo, todo, puesto
que no somos felices, y estamos á tan in-
mensa distancia uno de otro. Todos los
días paso largas horas en la iglesia, arrodij
liada en las gradas 'del altar pidiéndole á
Dios que seas feliz, y que me dé valor pa-
ra soportar los contratiempos que temo nos
sobrevengan.
Recibe el tierno corazón de tu querida,
de tu amiga, de tu esposa que te idolatra.
—TERESA.

Omitimos las demás cartas que por espa


ció de seis meses continuaron escribían
dose los amantes, porque sería alargar
213

masiado esta historia. Todas ellas estaban


concebidas en el lenguaje melancólico y
apasionado de amantes separados á gran
distancia y cuyo único consuelo es la dulce
esperanza de reunirse otra vez para no se-
pararse nunca.
Pasaron después como tres meses sin que
Teresa recibiera una sola letra de Alberto.
Mil dudas asaltaron á la pobre niña; mil
tempestades levantaron los celos en su
inocente corazón, mil tormentos incom-
prensibles sufría en las horas de cavilacio-
nes y silencio en que se consideraba aban-
donada por su amante, y á éste gozando
de las delicias del amor, en brazos de otra
mujer.—i Qué infelices son los que aman!
Un día que ocurrió como de costumbre
en busca de cartas, recibió una con el sobre
de una letra desconocida. La abrió y leyó:
"Señorita, el que iba á ser esposo de vd.,
«a muerto traspasado de una bala, me en-
cargó en su agonía que noticiara á vd. esta
catástrofe. Su nombre de vd. fué el último
que vagó en sus labios. Era un excelente
Muchacho, y amaba á vd. mucho* Llóre-
lo vd. con las lágrimas de una querida. Yo
j 1 6 derramado sobre su tumba el llanto de
'a amistad.
Sea vd. feliz, si puede serlo después de
una pérdida tan dolorosa, y disponga de su
servidor, que le B. L. P."
Teresa sonrió tristemente al acabar de
214

leer esta carta y dijo á media voz: "Todo


se acabó para mí en el mundo."
El dolor de Teresa era de esos dolores
profundos que matan el alma y el cuerpo
al mismo tiempo. Esa sonrisa triste y He-
lada era como el último pétalo que el vien-
to arranca de la flor marchita. Todo se ha-
bía acabado efectivamente para la pobre ni-
ña, hasta las lágrimas de sus ojos y los ge-
midos de su corazón. Teresa desde ese día,
resignada y conforme, aguardó la muerte
con tranquilidad: la alegría no aparecía en
sus ojos; las rosas de la juventud pinta-
das en sus mejillas emblanquecieron poco
á poco; los contornos airosos de su cuerpo
perdieron su morbidez; su frente siempre
estaba bañada de un sudor helado, y sus
pulsos agitados y calenturientos; por últi-
mo, Teresa se consumía lentamente como
si un veneno de esos que matan por grados,
destruyera sus entrañas. Teresa era de
esas almas sencillas, virtuosas y ardientes,
que nacen para el amor; educada lejos de
la corrupción de las ciudades populosas, des-
conocía los artificios de la falsa política, y
no sabía más que amar; porque le parecía
que era el único sentimiento digno de ali-
mentar la existencia de una mujer. Cuan-
do muere la esperanza, es preciso que mue-
ra también -el cuerpo. Teresa moría de
amor.
Un día- Teresa se sentó al piano y modu-
2I
5
íó uno de esos preludios melancólicos como
las últimas vibraciones del harpa del poeta;
como los últimos gorgeos del ruiseñor de
Julieta. La pobre criatura sonreía triste-
mente, y las armonías de la música hicie-
ron correr dos lágrimas por sus mejillas:
las primeras que había derramado después
de la muerte de Alberto, y las últimas que
tenía su corazón. Se escuchó el galope de
un caballo, y á poco momento Alberto te-
nía á Teresa entre sus brazos; pero no era
un cuerpo virgen torneado y bello el que
estrechaba en su seno: era una imagen pá-
lida de la muerte; una sombra de esa her-
mosura celestial; una flor sin aroma, sin
color, que lentamente había marchitado el
viento de la desgracia.
•—Teresa, Teresa mía, estoy aquí para ha-
certe dichosa, para volverte la salud, la fe-
acidad, la vida.
leresa entreabrió sus ojos, tomó una
mano de Alberto, la llevó á sus labios, y di-
1° con una voz apagada:
—Has llegado muy tarde, Alberto mío:
1111
alma va a volar al seno de Dios, y sólo
all4 nos reuniremos.
. Teresa, bien mío, deja esas ideas me-
anc
°licas que me desesperan; alienta, re-
posa en mi seno, vive para que seas fe-

—-Estoy más tranquila, Alberto; tu pre-


P^cia es para mí, como la del ángel invi-
le
que guia nuestros pasos.
2l6

Teresa se puso al piano, y aun hizo reso-


nar algunas notas tiernas y sonoras, como
la voz del zenzontle; piañas y dulces como
el tímido canto del canario. Después Te-
resa inclinó en el respaldo del sillón su her-
moso busto pálido y todo quedó en silencio.
Teresa no existía ya: su alma voló en bra-
zos del ángel con las últimas vibraciones
de Ja música.
H e aquí la historia de un amor malogra-
d o : historia dolorosa de esas que en el si-
lencio del hogar doméstico se repiten dia-
riamente sin que nadie lo advierta. ¡ Cuán-
tas mujeres se enferman, se marchitan, y
se acaban lentamente devoradas por una
pasión oculta, que concluye por llevarlas á
la tumba! ¡ Cuántas existencias pomposas
y alegres acaban de repente, sin saberse la
causa de su mal!—Pero estas muertes sú-
bitas sólo tienen lugar en esas mujeres can-
didas, con una alma de niño, y un corazón
de paloma, que no conocen ni la sociedad,
ni la corrupción del mundo, para las cuales
el amor es un sentimiento puro y santo; que
forman una religión en su alma, y que quie-
ren anticipar en este mar de miserias y cfl~
menes que se llama mundo, uno de los go-
ces de los ángeles. La pobre Teresa era del
corto número de estas criaturas que van a
la tumba con el cendal de la inocencia; y
era preciso que cuando vio malogrado su
amor, que era el sol de su corazón y la luz
de su alma, muriera, y muriera de amor.
217

Réstanos ahora tratar la rápida, pero


también terrible y dolorosa historia del
"hombre solo."
El que sea huérfano, el que no tenga una
familia; el que tenga que llorar en silencio
en su humilde retiro los dolores de su co-
razón ; el que tenga un alma sensible y
vea á la mujer no como un ser capricho-
so y voluble, sino como un ángel enviado
Por Dios al mundo para dulcificar nuestra
miserable existencia, comprenderá lo que
es
un "hombre solo." Un hombre solo es
Un
árbol sin hojas, una flor sin aroma, un
arroyo sin agua, un campo sin verdura.
¿Qué son las diversiones y las orgías de la
sociedad para el hombre que tiene su cora-
zón seco, su alma enferma, su pensamien-
to sin objeto? ¿Qué es en fin el hombre,
c
^ando le falta una mujer á quien amar?
¿Qué es la vida, cuando se estingue el fue-
So que mantiene el alma? ¿De qué sirve
existencia cuando no hay unos ojos que
0s
hablen el mudo pero sublime idioma
el amor; ni una mano á quien estrechar en
desgracia, ni un corazón que compren-
a
el nuestro? Así, cuando se han apaga-
estas dulces ilusiones de la vida, cuan-
ciH S J n
disipado e s a s ' imágenes dé feb-
UC m i
le h ^ ^ e m P ° velaban en nuestro
no y n o s adormían con sus mentirosas
J.J.-LV 168 ^' vemos el mundo descarnado, ho-
e
: la traición, el vil interés, la ambi-
Literatura Mexicana.— Tomo II.—¿I
2l8

ción, la mala fe, la falsedad, dominan é im-


peran en la sociedad; los más santos lazos,
las más sagradas promesas se rompen, se
violan á cada instante, y en vano se busca
un destello de virtud que alumbre este
caos de vicios. Esto es lo que sucede al
hombre solo que pierde á la mujer á quien
amaba, y esto es lo que sucedió á Alberto.
Cuando se depositó en su postrera y fu-
neral habitación el cuerpo de Teresa, Alber-
to rezó sobre su tumba, la regó con lágri-
mas, y se separó de aquel lugar, dejando en
el sepulcro de la mujer que amaba, todas
las ilusiones, todas las esperanzas de su vi-
da. El sepulcro, pues, recibió los restos
de la querida y la dicha del amante.
Era para él lo mismo un lugar que otro;
en todas partes la indiferencia y el fasti-
dio lo seguían. Se resolvió, pues, á viajar \
y efectivamente se embarcó con dirección a
Nueva York. El mar, ese gran espejo de
Dios, apenas le causó admiración. Llef?°
á los Estados Unidos y vio un pueblo egoís-
ta, ocupado enteramente del mercantilismo
y la ambición. Esto no podía consolarle-
Se resolvió á embarcarse para Europa; Qut'
zá esa nación francesa, grande, inteligente»
pensadora, le proporcionaría algún alivio-
Se dio á la vela en el vapor Presidente-
A los seis días un banco de hielo choco
con el vapor, y la mayor parte de los Pa_
sajeros y tripulación perecieron. Alber
219

fué uno de los que encontró su tumba en


medio del Océano.
¡Felicidad grande, porque hombre so-
lo no debe vivir en el mundo!

Septiembre de 1843.
La Esposa del Insurgente.
L

Por los años de 1809 y 18-10, el virreinato


de la Nueva España presentaba un aspecto
de bienestar y tranquilidad tan grande, que
nadie en el mundo se hubiera atrevido á
Pronosticar que después de algunos meses,
^ s os pueblos pacíficos del Bajío, se habían
de
convertir en lizas y palenques, donde la
sangre correría á torrentes, y los hombres
Se
destrozarían como fieras, impulsados por
e
se ciego y doble fanatismo político y reli-
gioso.
El pueblo de Chamacttero, en el Depar-
a
mento, entonces provincia de Guanajuato,
Pueden figurárselo las lectoras poco más
Cienos como todos los pueblos que no son
exico y las capitales, es decir, con la ma-
parte de las casas maltratadas y sin
224

aseo, con unas calles empedradas y otras


no, y con su iglesia y su cura, que cada
ocho días enciende dos velas delgadas dé
cera á la hora de la misa, y con un reducido
número de personas cultas y civilizadas.
Chamacuero, no obstante, era menos feo, y
más civilizado que otros pueblos; y vivía
en él una jovencita con un talle delgado,
una sonrisa melancólica y unos ojos llenos
de ternura. Manuelita (que así se llama-
ba la joven) era además muy virtuosa, y
de un talento superior, tal vez á la edu-
cación que entonces se dalia á las mujeres,
y de. una alma apasionada: tenía entre los
mozos del pueblo algunos novios, á quienes
no había desdeñado, á causa de su natural
amabilidad; pero tampoco les había co-
rrespondido con muecas y coqueterías, a
causa de su natural virtud y juicio. Por fin
fijó su elección en uno, en quien recono-
ció más juicio y buenas cualidades, y 1°
amó también porque asi se lo ordenaba su
corazón., Ya verán, pues, mis hermosas
lectoras, que después de lo que va dicho,
nada tenía de extraño que procuraran los
dos amantes tener aquellos ratos de dulce
conversación, aquellos momentos en que en
la soledad y silencio de la noche, se comu-
nican dos jóvenes sus temores, sus celos,
su amor, su aliento, su vida, su alma en-
tera . . . ¡ O h ! esos suspiros que se pierden
con el soñoliento ruido de los árboles,
225

esas dulces palabras que van á morir con


el susurro de un arroyuelo; esos besos cas-
tos que apenas vibran, y se escuchan en el
augusto silencio de las altas horas de la
noche; esos temores y sustos de ser des-
cubiertos, por el padre ó el ama de la casa;
esos latidos del corazón, que explican la
dulce y desconocida sensación del amor, son
otros tantos placeres que circundaron los
primeros días de la juventud de Manuelita,
y que vosotras, mis amables lectoras, sen-
tiréis una sola vez en vuestra vida.
Una noche Manuelita estaba debajo de
un árbol del patio de su casa, y con una
voz suplicante y los ojos llenos de lágrimas,
le decía á un joven que permanecía á su
lado:
_•—En nombre del amor que me has te-
nido, dime: ¿qué motivo ha podido ha-
certe cambiar de resolución?
—Te he dicho, Manuelita, que es un se-
creto que sólo Dios y yo debemos saber.
•—Es decir, contestó, rechazando la ma-
no del joven, que yo no merezco tu amor,
ni
tu confianza; que has jugado con mi co-
razón, y con mis sentimientos, para aban-
donarme después, por la simple razón de
Que tienes un secreto. ¿Y es disculpa
nonrosa para un hombre, faltar á sus ju-
m e n t o s , sólo porque dice que tiene un
^ e creto? Dime que no me amas ya, que
e
has cansado de mi conversación, de mi
Literatura Mexicana.—Tomo II.—99
22Ó

trato, de mis modales, y que quieres esco-


ger otra joven de más talento, de más vive-
za, dé más hermosura. Sí, de más hermo-
sura, continuó con la voz ahogada por los
sollozos; pero que te ame más que yo, nin-
guna, ninguna encontrarás.
Manuelita lloraba como una niña; Alber-
to abrazaba su hermosa frente.
—Me has de volver loco con tu llanto,
y tus celos, Manuelita. Yo tengo mi se-
creto ; pero realmente es un secreto que no
está nada bien en poder de las mujeres;
pero en cuanto á otra novia, ni pensarlo;
¡ bah ! ¿ Había de querer á otra cuando te
tengo á tí tan tierna y tan amable ?
Manuela reclinó su cabeza en el hom-
bro de Alberto, y su pelo delgado ondeaba
con la brisa de la noche.
—Vaya, muchacha, continuó Alberto, le-
vanta ese rostro de virgen, tan apacible y
tan hermoso, y enjuga el llanto. No amo
á otra, á tí no más, á tí. . . . ¡ celosa!
—¡ Alberto! respondió Manuela, acari-
ciándole la mejilla, no seas injusto, dile ese
secreto á tu Manuela, qu^ te juro que no
saldrá de mi pecho: diciendo esto, echó el
brazo al cuello de Alberto.
—Manuela, eres capaz de quebrantar con
tus mimos el carácter más duro: bien, t e
voy á decir ese secreto, mas que nos lleve
el diablo á todos si lo descubres
chist cuidado con decirlo, ni al con-
fesor, ni á tu nodriza, ni á tu m a m á . . - •
227

•—Si desconfias de mí, no me lo digas, ni


me vuelvas á ver, interrumpió Manuela, qui-
tando con desdén el brazo del cuello del
mancebo.
—Es incomprensible esta criatura, excla-
mó Alberto; pero al fin ha de hacer de
mí cuanto q u i e r a . . . . Pues bien, Manueli-
ta, sabe que antes que el amor y que los
placeres, hay una sagrada obligación que
cumplir.
•—¿ Cuál ?
-—La de defender á la patria.
-—¿ La patria, Alberto ? . . . . interrumpió
Manuelita asombrada, ¿pues no tienes tu
c
asa, tus amigos, tu hacienda, tu familia,
s
m que nadie te moleste ni interrumpa tu
tranquilidad? ¿De qué patria hablas?
—-1 Niña, pobre niña 1 que no piensas
°}as que en el amor, no sabes que somos
Vl
ctimas de la codicia y de la tiranía de los
españoles. Sí, Manuelita, te repito que es
u
pa obligación librar á la patria de la escla-
vitud en que está, ó morir en la lucha.
~~i Morir! ¿ y por qué piensas en eso ?
¿"or qué me asustas con esa voz sepul-
cral? N 0 ) t u no te apartarás de mi lado,
n
ünca, ¡ nunca! y al decir esto, estreché al
Joven contra su pecho.
An~~^ Sta m u c n a c n a e s u n serafín, murmuró
merto á media voz, y después, alisando
* delgada cabellera de Manuelita, conti-
u
o : no quiero decir que sea preciso morir,
228

es una disyuntiva que pongo, y cabalmen-


te la parte de mi secreto consiste en decla-
rarte que voy á tomar partido en la revo-
lución que va á estallar, y que yo no puedo
casarme contigo para hacerte infeliz.
—No sé lo que quieres decir: y mujer
como soy, no puedo calcular la justicia que
tendrás para entrar en esa revolución; pero
como yo me fío en tí, lo mismo que en el
santo de mi nombre, que en el ángel de
mi guarda, cualquiera que sea tu suerte,
quiero participar de ella: ¿lo rehusarás?
—Mi vida va á ser llena de amargura,
contestó Alberto. Unas veces andaré pró-
fugo por los montes, otras dormiré en los
bosques, ó en el borde de los torrentes;
otras el silbido de la metralla, el rugir de
los cañones, y la luz del incendio, serán
mi única distracción. ¿ Quieres ser mi es-
posa?
—Sí.
—Una vida sin descanso, sin hora segura,
continuamente agitada, llena de alternati-
vas y penas, es lo que te puedo ofrecer.
—¿Y no hay remedio, preguntó Manue-
la, de evitar esas desgracias?
—No lo hay.
—¿Y las pasarás solo, si yo rehuso el
ser tu esposa?
—Sin duda alguna, contestó Alberto,
pues estoy resuelto á sacrificar mis bienes,
mi vida ¡ qué digo mi vida! mi amo*
229

por tí, Manuela, que eres mi vida, mi


mundo, mi Dios.
—Alberto, muy justa debe ser la causa
que tú vas á abrazar, puesto que te resuel-
ves á esos sacrificios.
—Es la causa de nuestra patria.
t—Pues entonces, aquí está mi mano, se-
ré tu compañera en todas las aventuras de
tu vida, y, quiera el cielo que lo sea tam-
bién en tu muerte. ¿ Cuándo nos casamos ?
t —Manuelita, eres un tesoro que no cono-
c e , un ángel á quien no había adorado.
—¿Cuándo nos casamos?
—Dentro de ocho días, contestó Alber-
to, estrechando á Manuela contra su cora-
zón.

II.

Hace una hora que aguardo las órde-


nes
^e V. E.
Muy exigente y un si es no es altanero,
• el maestro Cayetano. Los asuntos de Es-
a
do exigen más detención de la que te pa-
ec
e, maestro, y no es lo mismo matar un
°i*o en la plaza, que matar un hombre que
lei
*e alma que perder.
p Vea V. E. lo que yo creo, respondió
La
yetano.
ve7~ivaya, di lo que crees, y por primera
te oiré decir que crees en algo.
230

—Creo, en Nuestra Madre Santísima de


Guadalupe, y en la Virgen de Zapopan, y
en l a . . . .
—Omite tu relación, maestro, ya sé qu¿
crees en todas las V í r g e n e s . . . .
—Y creo también, señor cura ó señor ge-
neralísimo, en que más lástima da matar
un toro que un gachupín, y yo tengo mis
razones. El toro al fin se domestica, y sir-
ve para arar la tierra y estirar una carreta,
y los gachupines no se han de domesticar
en toda su vida. En cuanto á su alma, creo
que no tienen alma.
El cura sonrió, y Cayetano advirtiéndolo,
prosiguió:
—Tienen alma, puesto que manejan la es-
pada lindamente contra nosotros; pero se-
rá una alma de demonio. La verdad, y°
los veo hasta con cuernos, como los dia-
blos de las pastorelas; y creo que la Vir-
gen de Zapopan, me ha de agradecer lo
que hago en honra y gloria suya. Al aca-
bar de decir estas palabras, besó una meda-
lla que tenía colgada al cuello.
El cura dijo entre dientes: Estos hom-
bres son ignorantes é idiotas al extremo.
No obstante, con este fanatismo y estas
preocupaciones, se ha de hacer la inde-
pendencia.
—Cabalóle contestó Cayetano, que no ha-
bía oído más que la última frase; la ínje
pendencia se ha de hacer matando á todo
los prisioneros que se agarren.
231

•—i Eres un asesino, un malvado, maes-


tro! No estás contento, si tus manos, tu
rostro y tu cuerpo no están llenos de san-
gre.
—Soy patriota, señor, le interrumpió Ca-
yetano con tono resuelto y altanero.
•—¡ Hola, hola! baja esos ojos y modera
esa voz, maestro, pues á poco que lo pien-
se,^ te puedo mandar cortar la cabeza, por
rnás patriota que seas.
—V. E. hará lo que guste; pero por fa-
vor le pediría, que me dejase llevar por de-
lante una docena de esos perros, antes de
morir.
*—Ve, ve, maestro, en paz, y haz lo que te
de la gana con esos hombres.
—¿De veras? interrumpió Cayetano, lie-
n
o de alegría.
"—He dicho que te marches, repuso el cu-
ra con voz de trueno. Cayetano salió, y
el cura desde la puerta dijo: anda, buitre,
cébate en la sangre y la carnicería. En
uanto á mí, continuó dejándose caer en
" sillón, ésta es la suerte de la guerra.
^ ° y mando fusilar, mañana harán lo mis-
, v c °nmigo. La sangre de los mexicanos,
Q
ebe lavarse con sangre.
ano
Asi pasaban las cosas en Guadalajara el
de 1811.
2^2

III
Es preciso ahora trasladarnos á una ca-
sita, regularmente adornada, del pueblo de
San Pedro, distante más ó menos una le-
gua de Guadalajara. La sala de la casa
no estaba adornada con el lujo y esmero
tan común hoy en la República, sino sim-
plemente con unos sofaes toscos de cedro,
dos" rinconeras con sus nichos llenos de flo-
res artificiales y cuentas de cristal, y unas
piezas de indiana ordinaria clavadas en la
pared, formaban una especie de "rodastra-
do." En el frente de la pieza se veía un
cuadro lleno de toscas molduras doradas;
pero la imagen, que era de Nuestra Señora
dt los Dolores, tenía toda la expresión de
angustia, toda la melancólica hermosura
que tendría la Reina de los cielos, cuando
se hallaba al pie de la cruz del Redentor del
mundo. Una señora, joven aún, con un
vestido obscuro y un rebozo de seda, mira-
ba melancólicamente á la imagen unas-ye-
ees, y otras dirigía su vista inquieta á la
ventana y á la puerta. A poco momento
sonaron lentamente once campanadas: Jo s
centinelas gritaron el "alerta," y este grito,
lúgubre y pavoroso en tiempo de guerra,
se fué apagando y perdiendo por^ grados,
hasta que al fin se escuchó un último y
triste acento, como el postrer quejido d e
?33

un moribundo. Los perros ladraron: pasa-


do un momento, la señora abrió con tiento
la ventana: la noche estaba negra y amena-
zaba tempestad, y todo reposaba en el si-
lencio y en las sombras. La señora ce-
rró la ventana, encendió un cabo de cera
a l a santa Virgen de los Dolores, y po-
niéndose de rodillas, comenzó á rezar. Con
sü semblante, algo pálido y extenuado, sus
°J0s negros, humedecidos con el llanto, y
unos rizos negros que caían en desorden
Por su cuello blanco, parecía no un ser hu-
uiano, sino el ángel que rogaba en el mun-
do por los desgraciados. Acabada la ora-
ción que dirigió al cielo por su esposo, y
Por los infelices prisioneros de Guadaíaja-
ra
> se levantó con esa seguridad y valor
^ e da una conciencia pura, una fe ardien-
te
» y se sentó en la ventana. Pasado un
m
ornento, oyó pasos de caballerías, y des-
pués un relinchó.
• ; El es, él es, Dios mío! El leal "in-
^ U r gente" ha reconocido su casa. Se lanzó
ue donde estaba sentada, y tomando una
u
£, corrió al zaguán seguida de una cria-
a
- Apenas corrió el cerrojo, cuando el
a
ballo relinchó segunda vez, y un caballe-
° embozado- se apeó y se arrojó en brazos
de
la dama.
^-Muy tarde has venido, Alberto, estaba
ya
cuidadosa.

Literatura Mex\enna.—Tomo II.—30


234

—¿ Y qué ha hecho en mi ausencia mi no-


ble esposa?
—Rezar por ti.
—Bien, hija mía, mientras tenga yo un
ángel de guarda á mi lado, estoy seguro
que ni el plomo ni el acero, me harán
daño.
—Así lo creo yo, porque Dios y la San-
ta Virgen han de compadecerse de las
amarguras de mi corazón, y confiar en esa
fe ciega que tengo en que ningún mal te ha
de suceder; pero el pobre ''insurgente" es-
tá sudoroso y cubierto de espuma. ¿Qué,
has corrido mucho? Al decir esto, acari-
ciaba el cuello y la crin del caballo, que
por su parte hería impaciente las piedras
con las herraduras de los cascos. Da pron-
to de cenar al brioso "insurgente," que
parece ha sufrido mucho, dijo á un criado.
Y tú, hijo mío, entra, porque comienzan a
caer algunas gotas de agua. Los dos es-
posos entraron á la pieza que hemos ya
descrito, mientras el criado condujo á la ca-
balleriza al noble bruto.
Los lectores habrán tal vez reconocido
en estos personajes, á los mismos que tu-
vieron debajo de un árbol de la casa de
Chamacuero, una rápida y singular confe-
rencia. No obstante, una breve explica-
ción contribuirá á dar más claridad a la
historia. Pasaron los ocho días conveni-
dos en la entrevista, y el matrimonio no pu-
235
do verificarse, porque aun no se había
acabado de allanar todo ese cúmulo de in-
convenientes que sobrevienen en tales ca-
sos ; pero pasado un mes, el buen cura de
Chamacuero, interrumpió en el primer día
festivo su misa para dar lugar á la lectura
de unas amonestaciones. En efecto, el be-
del, con sus pantalones de pana morada,
s
u sotana raída y su sobrepelliz un poco su-
cio, leyó con voz ronca y pausada: "D. Al-
berto H***, hijo legítimo etc.,. . . . con Do-
n
a Manuela B***, natural de esta villa, de
diecinueve años de edad, etc., etc.:" el cura
concluyó su misa, y todas las gentes sa-
heron alegrísimas, presagiando mil ventu-
ras á los futuros esposos. A los ocho ó
diez días, Manuelita se puso un vestido
jjacar de seda china, arregló y entrelazó con
"ores sus negros cabellos, y convidó á to-
as sus amiguitas para su boda. Comida,
aile, cena, brindis, consejos, lágrimas de
a familia, todo hubo en la boda; pero al
^fifuiente día Doña Manuela B*** vivía ya
*} su amado y bravo esposo D. Alberto.
Un año después estalló la revolución, y
anuelita, fiel á su promesa, guardó re-
giosamente el secreto de los designios de
esposo, y éste, fiel también á su pala-
?» y sin que las delicias conyugales dis-
^ i ^ y e r a n un punto su entusiasmo patrió*
ble°' SC * n C o r P o r o en cuanto le fué pesi-
an las filas de los insurgentes. En
236

cuanto á Manuelita, delicada como un li-


rio, tímida como una gacela, no vaciló en
abandonar la dulce paz de su hogar, y se-
guir á su esposo en una campaña terrible y
sangrienta, y en donde, como habían pen-
sado, tenían que vagar muchas veces por
las espesuras de los montes, y por las fra-
gosidades de las sierras. Esta corta digre-
sión se aclara más en el diálogo que va á
seguir, pues mientras que hemos dicho lo
expuesto, los dos esposos han entrado á la
sala, y tomado asiento en aquellos 'toscos
y recamados camapés de cedro.
—¿Hay alguna cosa de nuevo? pregun-
tó Manuelita á su esposo con una voz tí-
mida.
—Dicen que Calleja se aproxima con
fuerzas muy considerables.
—En ese caso será menester nueva san-
gre y nuevos desastres.
—Es probable, hija mía. Una vez que
un pueblo ha dado la voz de libertad, me
atrevería á decir, si no fuera una blasfe-
mia, que ni Dios mismo puede sofocarla.
—¡ Alberto!!
—Es una suposición. Sé muy bien que
sólo la sombra del brazo de Dios, es bas-
tante para bacer desaparecer un pueblo de
la faz de la tierra; pero esa misma razón,
me hace concebir una íntima convicción,
de que la espada de los buenos patriotas es-
tá guiada por la mano de Dios. Los hom-
237

bres, Manuelita, viven en el mundo con


ciertas cargas, que Dios mismo les impuso;
pero en medio de su misma cólera, ja-
más dijo que el hombre se sujetara á su-
frir la esclavitud de sus semejantes. Dios
crió igualmente á los hombres, y él solo los
manda y los gobierna. Quizá estas serán
preocupaciones y errores; pero sea lo que
fuere, esto me ha obligado á dejar mis
bienes, la dulce tranquilidad que gozaba á
tu lado, y traerte á tí, débil y tímida cria-
tura, en medio de la sangre, de las balas y
del i n c e n d i o . . . .
Te había dicho, continuó Alberto, que
Dios guía la espada de los insurgentes:
pues me equivoqué; la guía algunas veces
el demonio más cruel y más sanguinario del
averno. Escucha: Se ha supuesto que hay
entre algunos españoles, inteligencias con
Calleja.
—¿Y qué?
~—;Inocentes ó culpados se han mandado
asesinar. H e visto salir á Cayetano, de la
casa de Hidalgo, con una espada, un par de
Petólas, y un puñal al cinto, y brillando en
s
us ojos una alegría indecible. A poco
e
ntranios Allende y yo á pedir á Hidalgo,
mandara suspender esas ejecuciones bárba-
as
> que desacreditaban con Dios y con el
m
undo nuestra causa
"-"-¿Y qué respondió?
- Q u e nunca acostumbraba revocar las
238

órdenes que daba. Que el pueblo quería


víctimas, y que era preciso darle sangre
hasta que se saciara.
—¡ Dios mío! ¡ tened misericordia de esos
desgraciados! dijo Manuela.
—En efecto, hija mía, sólo á Dios pue-
den pedir misericordia, porque los hom-
bres, ciegos con ese fanatismo político, han
cerrado su corazón á la piedad.
;—¿ Y no hay esperanza de salvarlos ?
—¡ Ninguna, ninguna! Allende y yo he-
mos tenido larga y acalorada conferencia
con Hidalgo, y no hemos conseguido mas
que reñir y dividirnos. Lo que siento, hi-
ja mía, que la sangre de los inocentes caerá
sobre nuestras cabezas.
—No, no caerá, porque Dios es más jus-
to que los hombres.
—Dices bien, hija mía, y si algún castigo
mereciera yo, estoy seguro que tus ruegos
y tu virtud me librarían de él. Sí, niña, tu
eres el ángel que me ha defendido de los
golpes de los enemigos, y la tierna y des-
interesada amiga que me ha seguido sin
'xhalar un queja, sin derramar una lagn-
na de despecho, al través de los barrancos
y breñales, en medio de los soles abrasado-
res y del frío de las noches del invierno.
Mientras estés á mi lado, podré desviar rm
vista de esos espectros ensangrentados, Pa~
ra contemplar tu rostro juvenil; podré ce-
rrar mis oídos un momento á esos doloro-
239
sos clamores de los heridos en el campo de
batalla, para escuchar tu dulce y consolado-
ra voz.
Dos lágrimas rodaron por las mejillas de
Manuela, y su esposo, besándole amorosa-
mente la frente, le dijo: Descansemos ya,
es muy tarde. Hija mía, estás muy fatiga-
da ; ven, y descansemos.

IV.

Se estaban disponiendo los dos esposos


á tomar el sueño y olvidar con él tantas
emociones y agitación, cuando un doloroso
gemido se escuchó en la calle. A poco to-
caron fuertemente la puerta y Alberto acu-
dió á abrirla: una mujer se arrojó hasta la
sala, gritando: ¡ Perdón! ¡ misericordia! y
eayó desmayada en el pavimento. Manue-
hta y las criadas, que habían acudido sobre-
saltadas, se apresuraron á socorrerla, y en
trazos la llevaron á la cama. Las esencias
y Unas gotas de agua con éter que la hicie-
ron tomar, la volvieron al uso de sus sen-
ados.
•Entonces separaron los cabellos rubios
^ue caían sobre su rostro, y con la luz de la
vela vieron sus grandes ojos azules fijos y
iln
movimiento como los de un demente,
SUs
mejillas pálidas y hundidas, sus labios
entreabiertos y temblorosos.
240

—Esta nina va á morir, exclamo JVlanue-


iita; ese rostro tan lindo y tan juvenil, pa-
rece ya el de un cadáver. ¿ Qué tienes, hi-
ja mía? le dijo con mucha dulzura, sentán-
dose junto de ella; habla, por Dios: si te
persiguen, aquí tienes un asilo seguro.
—Señora, quiero llorar y 110 puedo.
—Llora, llora, niña; también tengo yo
lágrimas en los ojos y penas en el corazón.
Manuelita colocó en su seno suavemente,
la rubia y linda cabeza de la muchacha, y
comenzó á acariciarla con la ternura de una
madre.
La niña lloró amargamente.
—Está bien, niña, le dijo Manuela, llora:
así aliviarás tu corazón, y tendrás fuerza
para decirnos lo que deseas, y por qué has
renido á estas horas de la noche sola y
abandonada á morir casi á nuestra vista.
—Señora, mi padre y m i . . . . no pudo
acabar, porque los sollozos la ahogaban.
—Ya comprendo, dijo Alberto en voz
baja: su padre, su esposo, su amante tal
vez, estarán prisioneros, y m a ñ a n a . . . -
—Mañana, señor, no existirán, si vd. no
los salva: exclamó la niña, desprendiéndose
del seno de Manuelita, y abrazando las ro-
dillas de Alberto.
—¿Salvarlos, n i ñ a ? . . . . A todos íos^hu-
biera salvado por mi voluntad. Cada infe-
liz tendrá una madre, una esposa, una
hija.
241

—i Piedad, señor! ¡piedad! sólo vd. pue-


de libertarlos: sólo vd. no tendrá el cora-
zón .de fiera. Todo el día y toda la noche
he corrido desolada gritando, llorando, im-
plorando la compasión, y en todas partes
me han dado con las puertas en la cara; en
todas partes he hallado asesinos, lobos, ti-
gres que se han complacido en mi agonía.
He ofrecido mi rostro joven y ruboroso.,
á los besos lúbricos de los malvados; mi
inocencia, en recompensa de dos vidas,
y
—Acaba, niña, interrumpió Alberto, con
agitación.
—Y he perdido mi honor, he mancillado
mi virginidad, y los infames, los cobardes.,
n
o me han vuelto ni á mi padre, ni á mi
amante.
—¡ Rayos del cielo! dijo Alberto, hirien-
do el suelo con el pie. Manuela, Manue-
la, la independencia no se hará, y estos crí-
menes y las lágrimas de la inocencia, caerán
como un veneno, sobre toda la generación
Mexicana.
é La niña quedó aterrorizada, y con los
°Jos fijos y secos, como si jamás hubiera
derramado una lágrima.
-—No te asustes, hija mía, le dijo Ma-
¡jjjielita volviéndola á tomar en los brazos.
p> esposo salvará á tu padre y á tu aman-
e
« ¿Cómo se llaman?
Literatura'Mexicana.—Toido II.—JI
242

—Don Pedro N***, y Don Eduardo

—Alberto, prosiguió Manuela, si es ne-


cesario tu vida y la mía, para volverle á
este ángel lo que reclama, en nombre de la
humanidad y de la justicia, no vaciles, que
más felices seremos los dos, durmiendo en
la tumba, que no viviendo entre hombres
tan perversos y tan criminales.
Alberto, el valiente Alberto, cuyo rostro
jamás se había demudado con las balas de
los cañones, y que sonriendo había visto
siempre delante de su pecho las lanzas y las
espadas enemigas, estuvo á punto de pro-
rrumpir llorando como un niño; así es que
se contentó con echar una mirada de com-
pasión sobre la infeliz niña, y besar suave-
mente la mejilla de la otra hermosa y san-
ta niña, que el cielo le había concedido por
esposa. En dos minutos el "insurgente
estaba ensillado, y su valiente ginete voló
á pedir la vida del padre y del amante.
La niña estuvo atenta é inmóvil, hasta
que las pisadas del caballo se dejaron de
escuchar: entonces volviéndose á Manue-
lita, le dijo con una expresión de ternura:
—¿Cree vd. que se salvarán, señora?
—Es muy probable, hija mía.
—¿Hija mía, ha dicho v d . ? . . . . ¡OhI
gracias, gracias, señora; gracias, madre
mía. Vd. ha reconciliado mi alma con Di° s -
Esa palabra sublime y dulce que ha pro-
243

nunciado vd., me indica que ese Dios á


quien he adorado, desde que mi madre en-
señó á pronunciar á mis labios inocentes é
infantiles su divino nombre, no me ha ne-
gado su piedad. Hace veinticuatro horas
que con mis cabellos desordenados, mi
pecho descubierto, me arrastro de íodillas
ante las mujeres, ante los soldados, ante los
niños, ante los ancianos; unos me han creí-
do loca, otros han juzgado que soy una ra-
mera ; y otros, señora, otros, me han quita-
do el honor, y no me han devuelto á mi
padre y á mi amante. Yo era pura; ni un
sólo pensamiento había turbado mi inocen-
cia, y Dios Jo ha visto, Dios que ve el al-
ma, ha sido testigo que los besos que re-
cibía me quemaban, que las caricias eran
martirios, y que el placer para mí, señora,
m é . . . . el infierno, porque parecía que mi
Padre ensangrentado y lívido, me reconve-
ni
a, me maldecía, me rechazaba, aun en
1°^ momentos de su muerte. Madre mía, sí,
rm madre, porque vd. es digna de reempla-
zarla : madre mía, ¿qué había yo de ha-
Cer
para salvar dos vidas ? ¿ Qué otro cami-
**Q había de tomar, pobre y débil mujer, si-
n
° hacer valer mi hermosura, y mi juven-
tud ?
~~^i Oh niña, niña, no me destroces el co-
az
on, no me digas más, cállate por piedad!
"~-«iSe salvarán, señora? preguntaba tris-
emente la muchacha.
244

—Sí, se salvarán; te lo prometo en nom-


bre de Dios. Se salvarán, porque tú has
hecho un sacrificio, y no un crimen, por-
que tú estás hoy inocente y pura, como el
día en que tu madre te mecía en la cuna.
Ruega á Dios, porque él es el dueño de los
corazones de los hombres; pero pídele la
misericordia para tu padre y tu esposo y
el perdón para los asesinos. Porque ellos,
hija mía, son más desgraciados que tú. Si
tu padre muere, yo te recibiré en mis bra-
zos y en mi amor, y tendrás una madre en
la tierra y un padre en el cielo; pero ellos,
niña, tendrán el juicio terrible del Señor.
Las dos niñas se arrodillaron delante de
la Virgen de los Dolores, y rezaron.
De repente, y como movida por un resor-
te se paró Manuela, é interrumpió su rezo.
—¿ Cómo te llamas ? dijo á la muchacha.
—Teresa, señora, respondió tímidamen-
te.
—Pues bien, Teresa, si quieres salvar a
las víctimas, es necesario que me sigas. Pe-
ro nada de llanto, ni de gemidos. Es me-
nester valor. ¿Lo tendrás?
Teresa se levantó y con una VOÍ firme,
le contestó:
—Vamos donde usted quiera, señora.
Estoy pronta.
Sus ojos a-ules estaban secos, y sólo en
sus mejillas brillaban como unos diamai>~
tes dos gruesas lágrimas.
245
Las dos jóvenes salieron de la casa se-
guidas de un soldado, y como unas fantas-
mas desaparecieron entre la niebla de la no-
che.

V
Aunque Hidalgo fué recibido con de-
mostraciones de júbilo en Guadalajara, la
ciudad, sea porque ese júbilo en tiempo de
revueltas y guerras es efímero y muchas
veces falso, sea porque la política había
olvidado encender los faroles, y el cielo cui-
dado de ocultar con las nubes las más pe-
queñas estrellas, ó sea, en fin, porque las
gentes estaban aterrorizadas por las ejecu-
ciones que se habían mandado hacer, la ciu-
dad estaba solitaria, triste y sombría. Ma-
nuela y Teresa deslizándose como una apa-
rición del otro mundo en medio de las ti-
nieblas de la noche, llegaron á un edificio
Ye buena apariencia, donde era la cárcel,
0
al menos donde estaban encerrados los
es
pañoles presos por causa de la conspira-
ción que se dijo iba á estallar. Al llegar
cerca de la puerta el centinela dio el
¡quién vive!" el asistente respondió
v
en seguida preguntó, por orden de Ma-
^uela, i uno de los soldados, dónde se ha-
daba Cayetano.
l] ^ l l y ocupado está, por cierto; se ha-
a
por las barrancas matando prisioneros.
246

Esta contestación, dada con mucha sen-


cillez por el soldado, llegó á los oídos de
Teresa, la que iba á dar un grito; pero Ma-
nuela le estrechó la mano, y le dijo:
—"Acuérdate que me has prometido te-
ner valor."
Teresa estuvo quieta, estrechando sola-
mente con una fuerza convulsiva la mano
de Manuela.
Manuela se dirigió al soldado, y le dijo:
—¿Quieres ganar una onza?
—Sí, señora.
—¿ En cuánto tiempo puedes ir i dónde
está Cayetano y decirle que dos mujeres
hermosas desean hablarle?
El soldado reflexionó, y contestó:
—En una hora.
—Pues como vayas y vuelvas en media
hora, tendrás dos onzas. Toma una, y
la
otra te la daré cuando vuelvas.
—Esto es cosa de morir ahogado de fa-
tiga ; pero no importa, voy.
El soldado echó á correr.
Las dos jóvenes se sentaron en el quicio
de una puerta, delante de un fogón, y p a ~
saron veinte minutos en una agonía mortal-
Antes de la media hora vieron voltear la
esquina dos hombres: uno era el soldado y
el otro Cayetano.
—Te prometo darte más de cien cuchi-
lladas si me has engañado, le decía Caye-
tano al soldado.
247

-—Señor, juro á usted que dos mujeres


me han mandado que lo busque, y estaban
aquí hace un rato.
Las dos muchachas, que oyeron esto, se
pusieron en pié, y el soldado alegrísimo,
dijo:
—¡ Eh ! ¿ ve usted cómo le decía la ver-
dad?
—¡ E h ! replicó Cayetano, parecen unas
fantasmas con esos túnicos y esos rebozos
negros. Con mil diablos, caigo en la cuenta
9 u e han de ser algunas lloronas que vienen
a
pedirme que perdone á esos gachupines.
i Eh ! ¡ errr!. . . . al diablo, mujeres, largo
^ e aquí, no vengan con lloros y gritos á in-
terrumpir la justicia. No hay perdón, ¡ fue-
ra
! y sobre todo, al generalísimo y no á mí,
tienen que llorarle.
Entre tanto, Cayetano se acercó á las
utnbres, que por intervalos dejaban asomar
lln
a llama amarillenta, y las jóvenes vieron
Un
hombre alto, nervudo, de rostro tostado,
On un ancho sombrero, un sable, y dos pis-
ólas en el cinto, y un largo puñal en la ma-
l0
- Hl puñal, la camisa, la cara, las ma-
?s> todo el cuerpo de Cayetano estaba sal-
Picado de sangre.
leresa cayó desvanecida, y Manuela se
Cetc
v ó con un paso firme. Cayetano le-
anto el puñal para amenazarla, y con una
VQz
de trueno dijo:
He dicho que no hay perdón: jatrás!
248

Manuela se descubrió, y Cayetano, asus-


tado, abrió la boca y dejó caer lentamente
el brazo que había levantado.
—Cayetano, le dijo Manuela, te vengo á
pedir un favor.
—¡ Señora generala! Su compasión ha
de perder á vd. Tonto de mí que iba á he-
rir á la más completa mujer que anda en las
tilas de los insurgentes. Pero, señora, dí-
game vd. ¿qué anda haciendo sola y á es-
tas horas de la noche ?
—Te buscaba, Cayetano, para pedirte un
lavór, que no me rehusarás.
—No, por cierto, señora generala. Si
exige vd. que me parta el corazón con es-
te puñal, lo haré al momento.
—Gracias. Sé cuánto me estimas, y de
ahí viene que yo tenga la idea de que me
entregues dos prisioneros.
—¿Dos prisioneros? ¿Y para qué?
—Para devolvérselos á una niña de dieci-
seis años, hermosa y pura, como la Virgen
de Zapopan.
—j Ta ta! murmuró el baladren. Eso es-
tá malo; pero si trae vd. una orden del ge-
neralísimo, se los entregaré.
—No traigo orden ninguna y sólo no
en tí.
—¡ E h ! ¡ E h ! Pues señora generala, yo no
puedo hacer lo que vd. me dice. Ya ^e
vd. que tengo orden, de matarlos á todos,
y además, yo digo á vd. que no puedo, por""
249
que he hecho voto á la Virgen de Zapo-
pan de no dejar uno de esos con hueso sa-
no, y la Virgen me castigará.
Manuela sonrió amargamente. Luego,
con una voz persuasiva y halagando la su-
perstición del verdugo, prosiguió:
—Es verdad que la Virgen podría enojar-
se contigo; pero antes de venir le he rezado,
y ella me inspiró la idea de que te viniera
á ver á tí, y no á otro, y en ese caso ves
que la Virgen, lejos de enfadarse, te lo
agradecerá.
—Vd., señora generala, es una santa, y
debo creerlo a s í . . . .
—Sí, créelo, y además yo te lo agrade-
ceré, y te lo recompensaré; al decir es-
to le puso en la mano una bolsa llena de
oro.
•—¿ Oro, señora generala ? Por la Virgen
que tengo bastante. No busco oro, sino
sangre, venganza.
—¡ Infame! ¡ asesino! murmuró Manuela
a
media voz.
—Señora generala, he dicho á vd. que
quiero sangre, y que no puedo dar á vd. á
•°s presos que me pide.
"—Mi esposo te castigará.
t —Poco me importa, respondió con des-
dén Cayetano, alejándose; Manueía corrió
* él, tomóle las manos sangrientas, dicién-
dole con la voz ahogada por el llanto:
Literatura Mexicana.—Tomo II.—31
250

—Piedad, concédeme el único favor que


te he pedido.
—Por la Virgen, señora generala, que
se levante vd. Todo lo que quiera vd. le
concederé, porque tendría miedo de atraer-
me la cólera y el enojo de una santa y va-
liente insurgenta.
—Dios te perdone tus culpas por esta
buena acción que haces, Cayetano.
Cayetano se santiguó.
—A una condición entrego á vd. á esos
hombres.
—La que tú quieras.
—Que le he de contar á vd. mi vida.
Probablemente si después de mi muerte se
acuerdan de un pobre diablo como yo, se-
rá para decir que fui un verdugo infame.
Poco me importa que lo crean; pero sí de-
seo que vd., señora generala, vea que algún
motivo he tenido para andar con el puñal
en la mano, y el rostro teñido de sangre.
¡Hola, una silla!
Un soldado trajo un banco, y Manuela,
sin decir palabra, se sentó en él: Cayeta-
no prosiguió.
•—Pues, señora generala, yo tenía una
muchachita de quince años, se llamaba Lu-
cesita, sus ojos eran negros corno un aza-
bache, su cabello delgado, sus labios en-
carnados, su rostro morenito, con unos co-
lores como la rosa de Castilla. La mucha-
cha era muy guapa, pues continuamente la
*5*
tenía vd. vestida con un castor lleno de ca-
nutillo y lentejuelas, un rebozo de seda y
unos zapatos blancos. Era preciosa, señora
generala, y si vd. la hubiera visto andar en
la calle con un salero natural, y dejando
ver un pie muy chico y una pierna redonda
y lustrosa, la habría llevado á su casa para
ponerla bajo un nicho, porque la mucha-
cha parecía de cera.—Yo la quería como
a las niñas de mis ojos, y por consiguiente,
Pensaba que casándome con ella tendría
unos hijitos tan bien plantados y guapos
como la madre, y que no pensaría más que
e
n trabajar, en ser hombre de bien, y en
a
dornar y requebrar á mi Lucesita. En
efecto, junté algún dinero, y dispuse mi ca-
samiento; pero la antevíspera, como iba
v
? tan precipitado á ver al señor cura, acer-
té á tropezar casualmente con un señor de
uniforme y bastón, y lo derribé en el suelo.
V-onociendo que esto me podría traer per-
Juicio, corrí; pero al fin de la calle los al-
guaciles me detuvieron, y dándome bofe-
tadas, palos y empellones, me llevaron á
a
cárcel, á pesar de que yo les manifesté que
n
° había yo tropezado sino por una casuali-
a
/?-—A los ocho días, fui condenado á re-
?. l r veinticinco azotes, y justamente el
la
en que debía yo haberme casado, fui
acado de la cárcel á la picota, seguido de
ua multitud de muchachos y de gente que
e
burlaba y escupía. Si hubiera tenido
2
52
un puñal, créalo vd.f señora generala, rne
lo habría metido en el corazón.—Repre-
senté al juez que era una contingencia la
que había sucedido; pero él, volviéndome
la espalda, dijo:
—Esta canalla insolente, está muy alzada,
y es necesario enseñarla á respetar á la
gente decente. Si habla este picaro una
palabra, que le den cincuenta azotes cu lu-
gar de veinticinco.
No hablé ya más palabra, y colgado de
las manos y casi desnudo, recibí veinticinco
azotes terribles delante de la casa de Lu-
cesita. Desmayado me condujeron al hos-
pital, y á los cuatro días que salí volé, in-
famado, ultrajado injustamente, como esta-
ba, á casa de Lucesita, porque no pensaba
más que en ella. La encontré pálida, con
los ojos saltándosele, la boca llena de es-
puma, y desgarrado todo el vestido.—Lu-
cesita estaba loca.
Entonces, yo también desgarré mi ves-
tido, golpee mi cabeza contra las pare-
des, arrojé maldiciones contra los hombres
y . . . . yo no estaba loco, tenía todo el in-
fierno dentro de mi corazón, y quería ven-
ganza.—Fué menester renunciar á la es-
peranza de vivir feliz con esa muchacha tan
linda, y que me amaba tanto: fué menester
renunciar á tener hijos, y á ser hombre de
bien.—Yo no tenía de esto la culpa.-—Me
metí á torero, porque la sangre tenía para
253
mí cierto atractivo, y me despertaba la es-
peranza de derramar así, la de los infames
que me habían quitado la felicidad.—Ca*
yetanó virtió una lágrima, que se mezcló
con las gotas de sangre que tenía en el ros-
tro, y dijo con una voz infernal: Señora ge-
nerala, he acabado. Saque vd. pronto á
esos hombres, porque puedo arrepentirme
dentro de un minuto.
Manuela entró á la prisión, y salió acom-
pañada de dos hombres, Teresa estaba en
el umbral de la puerta, yerta, y sin dar se-
ñales de vida. Uno de los hombres la to-
mó en sus brazos sin hablar palabra, y to-
dos tres se encaminaron fuera de la ciu-
dad. Detrás de una casa arruinada estaba
un criado con tres caballos, que Manuela
había mandado preparar antes de salir de
su casa: los dos hombres montaron, y uno
de ellos colocó á Teresa en la silla, y él
montó en la grupa. Antes de ponerse en
camino, dijo el que llevaba á Teresa: Se-
ñora, las bendiciones de un padre, hagan
a
vd. feliz en medio de estas escenas de
sangre. La obra que vd. acaba de hacer,
Sl
no dá á vd. fruto en la tierra, le reservará
u
n alto lugar en el cielo.—Manuela les
bizo seña de que partieran, y ellos, dando
J s puela á los caballos, desaparecieron en
breve.
Manuela llegó á su casa, y un momento
después Alberto, pálido y desalentado. Na-
254
da he conseguido, hija mía. Los prisio-
neros estarán ya muertos.—Y la niña,
¿dónde está?
—Los prisioneros, respondió Manuela,
van ya en el camino; pero la niña murió
de dolor, y sólo llevan su cadáver.
Aventura de un Veterano.
I.
Era una noche del mes de Diciembre de
I
8 . . . . el viento azotaba las ramas secas
de los árboles del monte, y el brillo de las
estrellas y la trasparencia de la atmósfe-
ra, anunciaban que estaba próxima á caer
Una de esas heladas frecuentes en México,
er
* la estación del invierno.
Un ginete montado en un caballo negro
eomo el azabache, con su ancho sombrero
Jarano calado hasta las cejas, y envuelto en
una manga, se paró en la puerta de una
fonda de un pueblito del Departamento de
Morelia, cuyo nombre poco importa saber,
y con voz entre regañona y meliflua, gritó:
i Hola, patrona! ¿ Habrá algo que dar-
;? fle cenar á un viajero hambriento y fa-
jado?
Literatura Mexicana.—Tomo II.—33
258

A esta interpelación salió á la puerta una


muchachona, rolliza y fresca, vestida con
unas enaguas de castor encarnado, y dejan-
do asomar por entre el rebozo un pecho
blanco y turgente, ligeramente cubierto con
una camisa finísima llena de bordados de
seda negra y chaquira.
—Decía, prenda mía, continuó el gine-
te, que esas lindas manecitas podrían pre-
parar algo con que alimentar su estóma-
go un hombre que ha corrido hoy veinte
leguas, y hace doce horas netas que no
prueba un bocado.
—Toda la comida se ha acabado, caballe-
ro, respondió la moza con voz expresiva;
sin embargo, ha quedado por ahí un cuarto
de pollo, y se buscarán unos huevos y unas
tortillas....
—Con setenta de á caballo, que es una
famosa c e n a . . . .
—Apéese vd. y pase á sentarse entre-
tanto . . . .
—Y apropósito, no olvide vd. hacer una
salsa picante como ese talle, patrona.
—¿Desea vd. cenar muy pronto?
—Tan breve como se pueda, contestó el
viajero desembozándose la manga y apeán-
dose del caballo que estaba sudoroso y ja-
deante.
—Pues voy al i n s t a n t e . . . .
—Escuche, patrona. ¿Y no habrá un
poco de grano y de «asttojo para obse-
quiar á Satanás ?
»59
A este nombre la fonderita hizo una mue-
ca, que quería significar su sorpresa, y co-
mo nuestro desconocido lo advirtió, pro-
curó tranquilizarla.
—No se asuste la perla, le dijo, Satanás
no es el diablo, sino mi caballo. Como es
prieto como el carbón, y además salta ba-
rrancos con ligereza, y corre tan veloz co-
mo un águila vuela, y es tan demonio, y
t a n . . . . por eso le he puesto ese nombre;
pero ¿tendremos un par de cuartillos de
^aíz siquiera?
—Está muy caro, contestó la muchacha.
—¡ Buenos estamos! ¿ Pregunto acaso el
precio? La bolsa está bien provista, y á
k disposición de vd., patrona.
Al decir esto, sonó con el dedo los pe-
s
,°s que contenía el bolsillo de su chaleco,
e
hho en seguida un cariño en la meji-
"*• de la mozuela.
f —¡ Atrevido! exclamó ésta dando una
ra
pida y armoniosa vuelta, que dejó ver
a
* viajero un pequeñito pie, calzado con
llJ
i zapato de raso blanco.
~—¡ Cascaras ! murmuró el viajero miran-
do alejarse á la muchacha: es una perla es-
ta fondera. ¿ Pero qué ? Soy un viejo
^vechucho, cubierto de cicatrices, que in-
undo espanto y no amor á las mujeres.
Veamos qué tal ha sudado Satanás
El maíz está aquí, dijo la fondera vol
l
endo seguida de un muchacho que con-
26©

ducía un costal con el grano; pero no hay


pesebre ni caballeriza.
—Dime, pedazo de alcornoque, le dijo el
viajero al muchacho, ¿ dónde daremos agua
á mi caballo?
—Aquí c e r c a . . . .
—•Pues deja el maíz y ven conmigo
Patrona: aquí queda mi silla y mis armas,
continuó el viajero introduciendo en el
cuarto los atavíos que había quitado al ca-
ballo ; vuelvo pronto, y que no se olvide
la salsa picante y las quesadillas....
La fondera se puso al brasero, y el gi-
nete tirando su caballo se encaminó á darle
agua, seguido del muchacho.
A poco rato volvieron : el viajero puso en
la boca del caballo un morral con maíz, y
tranquilizado ya con las dentelladas que
Satanás daba á la cena, se quitó las espue-
las, desciñó de su cintura un ancho mache-
te, y se introdujo en la fonda.
Era la fonda una pieza baja, en forma
de cuadrilongo: á los costados estaban unas
mesas toscas de madera con sus bancas
de lo mismo; en el fondo se veía en la pa-
red lo que se llama un "tinagero," es de-
cir, multitud de pequeñas ollas, vasos y j a ~
rros, colgados en unos clavitos, y en for*
mas simétricas y variadas; y en el otro ex-
tremo frente á la puerta, estaba un limpio
y reluciente brasero de piedra, enjarrado
con wna argamasa roja.
26l

Luego que el viajero entró y recorrió


con una ojeada el conjunto que se acaba
de describir, dijo sonriendo:
—Adivino, patroncita, que nació vd. en
San Miguel el Grande.
—¿Por qué lo dice vd.?
-Este tinagero tan curioso; estos man-
teles tan limpios, y luego ese zagalejo en-
carnado, y esa camisa bordada, y . . . . pero
n
ada de muecas, patrona; soy un hombre
que tengo un buen corazón y las efes, es
decir: feo, fuerte y formal.
Con efecto, el personaje era como de
cuarenta y cinco años; alto, de robustos
miembros, tez morena, ojos negros y chis-
peantes, y un largo bigote retorcido que le
l e
' gaba hasta las orejas, mientras una ci-
catriz surcaba su cara desde el ojo izquier-
do hasta la barba.
„ La fonderita, que vio á nuestro extra-
}p personaje, á la cercana luz de una bu-
j l a colocada en la mesa, no pudo menos de
, l a c er un gesto y sonreír con desdén, por
0
cual el huésped se apresuró á referirle
1
vulgarísimo refrán de las tres efes, acom-
pañando á este elocuente sermón, el re-
uitin de los pesos y onzas que tenía en
s bolsillos, lo cual, según él pensaba para
s
adentros, debería influir mucho en que
cena estuviese buena, y aun se le pro-
porcionase un lecho en que pasar la no-
262

—Vamos, señor capitán, porque vd. de-


be ser por lo menos capitán, dijo la mu-
chacha presentándole un plato; aquí tie-
ne vd. un pollo muy bien frito, que me ha-
bía reservado yo para cenar.
—Gracias, vida mía, por tanta genero-
sidad, y á fe de Pedro Celestino, que no
dejaré de recompensarte: toma á buena
cuenta.
Diciendo esto, arrojó un par de duros re-
lumbrantes.
—Con que ¿vd. se llama D. Pedro Ce-
lestino? contestó la muchacha tomando los
dos pesos y echándoselos en el seno.
- - P a r a servirte, hija mía.
—¿Y no es vd. capitán? porque en estos
tiempos que corren, no hay un sólo hom-
bre que no sea militar, bien sea indepen-
diente ó realista.
—Mira, tal cual este bigote, esta cica-
triz y ese lindo machete, te dirán que soy
soldado; pero en estos tiempos que corren,
es menester desconfiar hasta de las buenas
mozas como tú. Dime, ¿quieres tú al
rey ?. . . .
—¡ Bah 1 interrumpió la joven con ing e "
nuidad; ¿cómo puedo quererlo si sólo h e
visto un retrato? y es un viejo narigudo,
mái feo q u e . . . .
—Más feo que yo, ¿no es verdad? ¥&°
lo que quería decirte es, que si eras realista
ó insurgente.
263

—No soy por ahora más que fondera, que


doy de comer indistintamente á todo el que
paga; pero á decir á vd. verdad, como Pas-
cual dizque anda con el Sr. M o r e l o s . . . .
—Y ese Pascual ¿será tu querido?
•—Cabalito, señor capitán, y lo espero con
ansia para que se case conmigo, pues mi
madre, que está muy enferma y vieja, pue-
de morirse de un día á otro, y e n t o n c e s . . . .
•—Entonces te quedarás sola, y vendrás
conmigo, paloma. ¿ Cómo te llamas ?
—María de los Dolores, contestó la mu-
chacha haciendo una mueca y dirigiéndose
a
l brasero donde se estaban friendo en una
s
artén unos huevos.
—-Veo que no te agrada que haga yo el
t^apel de enamorado; pues bien, hablemos
^ e otra cosa. Trae ese platillo, y mándame
u
scar con tu muchacho un cuartillo de
guardiente refino, para empujar un poco

maldito pollo duro.
j-*a muchacha envió al criado con una bo-
e
IIa por el aguardiente.
D 7T"^ígQte, querida, que si has cenado este
Pollo, te habría sido muy mal; en cuanto á
i.1' carnes más duras está acostumbrado á
scnr rni estómago; pero volviendo á lo
Di ^ . ' i a n i o s > parece que tú eres una com-
msu
ía r g e n t e , y puedo, por tanto, satis-
tU cm
to^ "i° s idad, diciéndote que en efec-
tn&°J E " t a n insurgente, y mal que bien,
ca
n(J
o una partida de valientes, que no de-
264

jan de dar que hacer á las tropas del rey.


—Aquí está el aguardiente, señor capi-
tán.
—A tu salud, salero, dijo el veterano
echando el aguardiente en \m vaso y sor-
biéndose la mitad.
—Mil gracias, señor capitán.
—Puff, puff, no es malo el aguardiente;
pero mejor lo bebíamos en el sitio de Pu-
ntarán, dijo el veterano limpiando con los
labios su bigote.
—Uf, uf, dijo la muchacha haciendo un
gesto.
—Soldado viejo, hija mía, y como tal
no hago mayores gestos con el aguardien-
te ; pero apropósito y como parece que es-
ta tortilla con sal es lo único que podre
meter debajo de las narices, quería pregun-
tarte si no podías proporcionarme una cosa
como cama en qué dormir.
—Vd. es soldado viejo, y como tal, esta-
rá acostumbrado á dormir en el suelo, dijo
la fonderita con sonrisa sardónica.
—Veo que no comprendes lo que quiere
decir un soldado viejo. Cuando tenemos el
campo por cama y el cielo por pabellón, nos
acostamos riendo, y nos dormimos tranqui-
los ; pero cuando encontramos una linda
patrona como tú, y ésta nos proporciona un
colchón, una almohada y un par de sábanas
limpias, también nos acostamos riendo y
nos dormimos tranquilos. Con que ¿ q u e
265

me dices, me darás alojamiento por esta


noche?
•—Es imposible; le prestaré á vd., señor
capitán, sábanas y colchón; pero será me-
nester que busque vd. otra casa
—Esquiva estás, con mil diablos, inte-
rrumpió el veterano dando una palmada en
la mesa, y luego después de un rato de
pausa, continuó:
—¿Hay caballeriza en esta casa?
—Ya dije á vd. que no.
—Entonces decididamente no te molesto,
pues donde duermo yo, allí ha de dormir
nu caballo, y si no quieres darme un rincón
e
n tu casa, mucho menos querrás partir tu
techo con mi pobre Satanás. Me v o y . . . .
toma este otro par de duros, y Dios te pon-
ga más buena moza y te traiga á tu Pascual.
, y qué lástima es ser viejo y feo! murmu-
r
° «1 capitán entre dientes y tomando los
I n e s e s de su caballo para ensillarlo....
¡Qué generoso es este soldado! mur-
a!
muró también la fondera, y luego en voz
ta dijo:
Señor capitán, me dá lástima el que
**• vaya á pasar la noche en la calle.
^ t Cómo ha de ser! soy soldado viejo,
°ntestó el militar apretando las cinchas á
su
corcel.
T ^ n las orillas del pueblo hay una casa
aci
a ; pero espantan,
- i Espantan ! interrumpió el veterano.
í.iteralinn Mexicana.—Tomo II.—34
266

—Sí señor: noche con noche se oye un


ruido de cadenas terrible, y después diz-
que se aparece un muerto con hábito de
fraile franciscano... .
—Me gustaría ver eso, dijo el militar en-
trando y sentándose otra vez en la mesa.
—Y después el muerto muerde, y . . . .
—¿ No es más que eso ?
—Y luego del susto se mueren las gen-
tes que tienen el arrojo de hablar á esas al-
mas de la otra vida.
-¿No es más que eso?
—¡ Caramba! ¿ Y le parece á vd. poco ?
—Ya se ve que sí.
—¿ Y está vd. decidido á ir á esa casa ?
—Seguramente que iré. ¡Cascaras! L a
cosa no es de desperdiciar, pues dicen qu e
cuando los muertos hablan, es porque tie-
nen dinero e n t e r r a d o . . . . Con que haz qu e
me indiquen la casa, y si algo logro, te pro-
meto darte la mitad para que seas feliz con
tu Pascual.
—Señor capitán, se va vd. á exponer.
—Deja esos temores, chica. Bastante he
tenido que hacer con los vivos, para q u e
ahora tenga yo miedo á los muertos. Otra
vez á tu salud y á la del muerto vestido de
franciscano.
El capitán se sorbió el otro medio vaso
<ie aguardiente.
—Dios lleve á vd. con bien.
—El te guarde tan linda y tan salerosa.
267

contestó el capitán; pero dame esa botella


por si esas almas en pena desearen remojar
sus gaznates.
La muchacha se santiguó.
El capitán, que entretanto había acabado
de ensillar su caballo, montó en él y si-
guió al muchacho que debía guiarlo á la
casa donde espantaban.

11.

Dando el toque de ánimas llegó el vete-


rano á una casa situada á extramuros del
Pueblo, casa cuyas ruinas fantásticas pare-
cían al trémulo fulgor de las estrellas, ya
**p castillejo, ya un templo, ya un mesón.
**ra un molino de trigo espacioso y aban-
donado hace algún tiempo por sus dueños,
HUe como españoles, andaban prófugos qui-
Za
'J? a gregados á las filas de los realistas.
• hl guía se alejó corriendo cuando estuvo
. *a vista del edificio, y el veterano se acle-
JjUó impávido, hasta una gran puerta que
e
diendo á un leve impulso de la mano, dio
Paso al ginete á un patio espacioso, circun-
acl
° de una portaleña en partes arruinada
. en partes próxima á desplomarse, pues
c
t , °tomnas se veían torcidas, y sus capi-
b o ? y c o r n i s a s desportilladas: multitud de
est as> a ^ ^ e r t a s y obscuras circundaban
e
recinto, y en un ángulo de él había un
2 68

estrecho callejón que conducía á otros pa-


sadizos y galerías. Cuando el veterano se
encontró completamente solo en medio de
estas ruinas, y que las pisadas de su caba-
llo hacían eco en aquellas bóvedas obscu-
ras, en aquellas negruzcas paredes, no pu-
do menos de sentir que un calofrío reco-
rría rápidamente todo su cuerpo; pero de-
sechando este miedo pueril, recobró su
buen humor y sangre fría, y gritó con todas
sus fuerzas:
—Ea, ea, ¿ no hay un diablo en este moli-
no que pueda indicar á un soldado dónde
puede pasar la noche con comodidad?
Nadie contestó, y sólo el eco de la voz
ronca del capitán se fué apagando gradual-
mente.
—Veo, continuó Pedro Celestino, que es
menester que yo mismo busque mi aloja-
miento.
Diciendo esto se apeó del caballo, lo ato
á una columna; sacó sus trastos de lumbre
y encendió una de las velas que la patrona
había cuidado de proporcionarle. Armado
así con su luz en la mano izquierda, y u n »
pistola preparada en la derecha, comenzó a
visitar los cuartos y bodegas. Todos es-
taban cubiertos de polvo y de telarañas, y
los murciélagos asustados con la luz for-
maban círculos eternos y fantásticos al de-
rredor del veterano. ,
—Malditos vejestorios, exclamaba el sol-
269

dado espantando á los murciélagos; bue-


na la haremos si les dá gana de apagarme la
luz!
Visitó, por fin, multitud de cuartos y bo-
degas, y todas arruinadas y sucias, no le
ofrecieron comodidad para instalarse; en-
tonces, colocando la bujía en un rincón
abrigado del aire, se dirigió por el pasadizo,
resuelto á explorar todo el edificio. Inter-
nóse en efecto en una galería húmeda, y
de allí salió á otro patio tan espacioso co-
ftio el primero y lleno de montones de tierra
y estiércol, donde pudo notar algunas ca-
laveras y canillas de muerto.
—He aquí, dijo suspirando, las calave-
ras de muchos imbéciles que se han deja-
do acobardar por los muertos, y no han te-
ni
do valor para soplarles una bala en la
jftitad del casco; pero lo que importa es
hallar un sitio apropósito en que descansar;
de f r e n t e . . . . a v a n c e n . . . .
Siempre con la barba sobre el hombro,
9°nio suele decirse, se introdujo el capitán
a varias piezas, las registró con minuciosi-
dad, y s e retiraba ya desconsolado, pensan-
do que le sería necesario dormir á los pies
d e su caballo, cuando oyó una voz lángui-
da y prolongada, que decía:
"~~A la izquierda, en la tercera puerta.
~¡ Hola! veremos lo que hay á la iz-
H^ierda en la tercera puerta, dijo el vetera-
n
° dirigiéndose con calma hacia ella. En-
270

tro en efecto, y vio una pieza aseada, con un


cómodo lecho en un rincón; un par de si-
llas y una tosca mesa de cedro con un si-
llón, en el que estaba sentado gravemente
un esqueleto.
—Gracias, chico, por el aviso, dijo el ca-
pitán entrando: hace media hora que estoy
visitando estos malditos cuartos, que pare-
cen más bien bartolinas de la inquisición,
y había perdido la esperanza de encontrar
una cama.
El esqueleto inclinó la cabeza hacia ade-
lante.
Turbado quedó por un momento el vete-
rano; mas acercándose impávido y sacu-
diendo por un brazo al esqueleto, observo
que una rata enorme saltó del cráneo hueco.
—¡ Ah ! ¡ ya veo que soy un chiquillo de
la escuela! ¡ Bah, así serán todos los pro-
digios de este molino encantado!
Examinó la cama: las sábanas estaban
limpias y eran de lienzo fino, y además ha-
bía dos colchas nuevas de San Miguel, y
una sobrecama china de damasco.
—Por vida mía, que este lecho es digno
de un rey, y pasaré en él una excelente
noche. Desciñóse el machete y colocólo
en un rincón, y poniendo la vela en la me-
sa frente del esqueleto y las pistolas debajo
de la almohada, se echó en la cama; mas
casi al momento le ocurrió una idea.
—Miserable de mí, que he dejado a m»
27 I

caballo solo; voy por él, dormirá frente á


mi cama.
Fué, pues, al primer patio y encontró á
su corcel que impaciente trataba de comer
un manojo de maíz seco que había á poca
distancia.
—Vamos, mi querido Satanás, parece que
estos fantasmas no te han olvidado: esto
diciendo, desató su caballo, tomó el tercio
de rastrojo, y se dirigió a la recámara re-
ferida, donde alojó también al corcel.
Instalado así, se echó en el lecho y co-
mienzo á reflexionar sobre la extraña situa-
ción de este edificio, deseando que cuanto
antes se ofreciera la ocasión de descubrir
estos misterios y apariciones, que tenían
llenos de pavor á los habitantes del pueblo.
* ensando en estas y otras cosas análogas,
eerró los ojos y comenzó á dormitar.
Entre sueños creyó escuchar un ruido
Prolongado de cadenas, alternado con do-
centes y lastimeros quejidos: abrió y estre-
góse los ojos, y frente á su lecho miró
abierta una puerta que no había observado
1
entrar, y que comunicaba con una serie
Ue
piezas y galerías.
*& ruido de cadenas v los quejidos au-
mentaban.
Jil veterano se puso en pie; tomó una de
JJ*. P,stf>las que ocultó por detrás, y santi-
K andose con gran devoción, se preparó,
Or
ciendose el bisrote V con una sonrisa
272

que indicaba la serenidad de su alma, á re-


cibir á las misteriosas y nocturnas apari-
ciones.
No se hicieron éstas esperar mucho, pues
el veterano observó allá en lo más profundo
de las habitaciones, un fantasma con una
linterna sorda en la mano, que capitaneaba,
por decirlo así, multitud de bultos defor-
mes.
El capitán se santiguó de nuevo.
Los fantasmas se acercaban lentamente.
-—¡ Hola, camaradas ! gritó el capitán con
voz firme cuando estuvieron á corta distan-
cia : si os atrevéis á dar un paso más, os en-
viaré una bala que os haga ir segunda vez
al otro mundo.
Los fantasmas se acercaron; entonces el
capitán disparó la pistola; pero la ceba se
había caído y no dio fuego. Entonces, y
antes de que tuviese tiempo de tomar la
otra pistola ó la espada, se le echaron enci-
ma tres fantasmas y le sujetaron los brazos,
mientras otros se apoderaron de las ar-
mas.
—Veo, camaradas, dijo el capitán con
calma, que tenéis fuerzas sobrenaturales,
y me confieso rendido; pero también vetó
que no tiemblo como un muchacho a la
vista de calaveras y esqueletos. Nada toe
importa el motivo porque estáis aquí, n l
pretendo indagar si sois muertos ó vivos.
Un desafío con una muchacha buena moza,
273

y el deseo de tener una aventura ó pasar


la noche con comodidad, me han traído
aquí; por lo demás, creo que no ultrajaréis
cobardemente á un viejo guerrillero que no
trata de haceros mal.
Los fantasmas soltaron al capitán, y el
que tenía la linterna sorda que era un frai-
le franciscano con una calavera en vez de
«"ostro, contestó con voz sepulcral:
—Hermano: nosotros estamos ya juzga-
dos de Dios, y no queremos hacerte mal,
sino darte sólo una lección de que debes
respetar estos misterios del Altísimo.
•—Hermano, repuso el capitán imitando
la voz sepulcral del muerto: lo que yo sé
hace mucho tiempo es, que cuando los di-
stintos andan en pena, es porque en la vi-
da han cometido ciertas travesurillas que
*es impide entrar al cielo. Con que si tú y
tu
s compañeros tienen por estos rumbos
a
'gunos barriles de onzas ó de pesos ente-
cados, pueden conducirme á donde estén,
Se
guros fe q U e v o p a g a r é todas las man-
ü
as q u e deban, y mandaré decir misas por
el descanso de su alma,
., Somos muertos que tenemos otra nai-
lon en la vida, dijo el fraile franciscano.
~—0§ he dicho, interrumpió el veterano,
l Ue poco me importa que séais muertos ó
lv
os, y ni quiero indagarlo tampoco; lo
/ j l e deseo es que con una legión de dia-
055
os marchéis de aquí y me dejéis des-
TJteratura Mexicana.- Tomo II.—35
274

cansar, pues la noche debe estar muy en-


trada.
—Nos hemos propuesto acompañarte
hasta que suene la última campanada de las
doce, contestó el franciscano.
—¿Qué diablos de horas misteriosas tie-
nen vdes. los muertos, para aparecerse y
desaparecerse; pero sea lo que fuere, es
menester que entretanto suenan las doce,
estemos alegres, porque el guerrillero Pe-
dro Celestino, no conoce el mal humor. Ea,
muchachos, bebed un trago.
El capitán echó aguardiente en el vaso, y
lo ofreció á los fantasmas.
Los fantasmas bebieron silenciosamente,
y devolvieron el vaso al capitán.
—No os parece muy mal el aguardiente
á lo que creo, mis carísimos huéspedes, y
si hubiera media docena de botellas ¡ voto a
brios! pasaríamos la noche alegremente.
apenas acababa de decir esto el vetera-
no, cuando bajaron del techo, por medio
de unos alambres, las botellas que deseaba-
—i Bravo! ¡ Bravo! exclamó el capitán
frotándose las manos; son vds. unos g u a *
pos muchachos. ¿Y son tan aficionados a
la baraja como al licor?
—Juguemos, bebamos, gritaron los fan-
tasmas dando saltos y formando círculos y
evoluciones al derredor del capitán.
—í E a ! gritó éste con voz de trueno: «r*
den, y ponga cada uno su dinero. Esto
275

ciendo, metió mano á su bolsillo, sacó una


baraja y un puño de monedas de oro y
plata.
—-Sota y cuatro: ¿ á cuál van ?
—A la sota, guerrillero, á la sota.
—Se corre.
—Veamos.
—Cuatro viejo, á la segunda.
El capitán recogió multitud de monedas
y siguió barajando,
—Caballo y dos.
—Al caballo.
—~E1 dos, mozo.
•—Tenéis fortuna, capitán, exclamó el es-
pectro franciscano, dando una palmada en
la mesa.
—Una poca, y no sé si haré bien de guar-
dar un dinero que huele un poco á hume-
dad y á azufre; pero al fin no es falso.
—Cese el juego, dijo el muerto, y brin-
demos por este esqueleto, que es nada
^enos que el de un amigo vuestro.
—¿ Quién es ese amigo i
"-—Rascón Fernández.
„ -—Con setenta legiones de diablos, gri-
to
el capitán cerrando los puños y erizando
, bigote, que se me revuelven las entrañas
s
olo al escuchar ese nombre.
^ ~ i C ó m o ! ¿os ha hecho mucho daño ese
Gascón Fernández?
r*-¡ Friolera! incendió mi casa; asesinó á
mi
mujer, á mi virtuosa Teresa, y hubiera
276

Ilevádose al único tesoro que tengo en el


mundo, á mi hija Rosa, á no ser porque
llegué á tiempo con mi guerrilla, hice huir
cobardemente a los bandidos que lo se-
guían, y á él lo dejé muerto con mi propia
machete.
—No obstante, capitán, brindad por Ras-
cón Fernandez, dijo el espectro con voz
ronca.
—¡ Mala bomba! gritó el capitán estre-
llando el vaso que tenía en la mano, con-
tra el esqueleto que estaba sentado en la
mesa.
En esto sonaron en el reloj de la iglesia
del pueblo, las doce de la noche; el rui-
do de cadenas se hizo oír con fuerza, y los
fantasmas, silenciosos y graves, se alejaron
lentamente por donde habían venido, de-
jando al capitán confuso y como sí acabara
de despertar de una horrorosa pesadilla.
Pasado un momento se recostó en 'a ca-
ma; pero siéndole imposible conciliar e*
sueño se levantó, encendió un puro, y en-
volviéndose en su manga se salió al patio
á dar unos paseos y á respirar el aire h*
bre.
Cosa de las cinco de la mañana, y cuan-
do los primeros rayos del alba empezaban a
pintar el horizonte, entró á la recámara ,
vio una mujer vestida de blanco, cubíeft
el rostro con un velo, que ponía una h°J
seca de maíz debajo de su almohada.
277

Quiso hablarle; mas la mujer se alejó


rápida como una exhalación.
El capitán creyó reconocer en la visión
las formas esbeltas de su hija Rosa. Mi-
ró la hoja de maíz que estaba debajo de su
cania, y acercándose á la bujía, que aun es-
taba encendida, leyó estas palabras escritas
con carbón: "Salvadme, por Dios."
Mil pensamientos siniestros cruzaron en-
tonces por la mente del capitán; pero pro-
pinando desecharlos ensilló su caballo y sa-
lió del molino encantado.

III.

—Gracias á Dios que veo á vd. vivo, di-


*o la fonderita luego que vio llegar al ca-
pitán.
—Ya ves, hija mía, que vuelvo otra vez
en cuerpo y alma á tu casa, y algo más ha-
bilitado de dinero que anoche. Te ofrecí
«arte la mitad de lo que adquiriera, y hé
'dquí lo que he ganado á los muertos: dos,
cuatro, ocho, diez, doce onzas cabales.
-i Virgen de Atocha! exclamó la mu-
t a c l i a , ¿y cómo he de tomar ese dinero,
señor capitán?
• • Fresca estás, muchacha! Es dinero
Uetio y sonante, que te servirá para ca-
ar
te con ese mozo cuando regrese.
"~~-Pero, cuénteme vd., señor capitán, lo
4tie l e n a p a s a c j 0 anoche.
278

El capitán le contó en extracto lo que le


había ocurrido, mientras María de los Do-
lores le sirvió el desayuno.
—Estáis un poco triste, capitán, le dijo
la muchacha.
— Con efecto, Dolores, esroy impaciente
por ver á mi hija, y. . . . me voy; pronto
nos volveremos á ver, pues quizá habré
menester de tu auxilio: guarda ese dinero,
y acuérdate del capitán guerrillero Pedro
Celestino Castaños.
La muchacha tendió una mano al capi-
tán, mientras con la otra enjugaba una la-
grima que rodaba por su mejilla.
El capitán montó á caballo, y desapare-
ció como un relámpago.

IV.
El deseo de arrostrar una aventura, p° r "
que el veterano se preciaba de valeroso y
caballero como el buen Hidalgo de la Man-
cha, lo hizo pasar ía noche en el molino
encantado; pero ansioso por una parte de
llegar á su casa, é inquieto por demás con
la aparición de la blanca fantasma que.tanto
se semejaba á Rosa, devoraba el espacio,
y habría querido que su corcel hubiese te-
nido la rapidez de una águila.
Caminó todo el día y al caer la tarde se
internó por una calzada de árboles secos,
279
á la sazón, separada del tránsito que con-
ducía al pequeño y escondido rancho don-
de vivía su hija. Soltó la rienda á Satanás,
el cual, fatigado con la carrera, andaba len-
tamente. Cada paso que daba era un mar-
tirio para el capitán, pues el corazón se le
estrechaba y la cabeza le dolía. Por fin,
divisó la casa que estaba en un terreno un
poco hundido y casi cubierta entre los ár-
boles y matorrales; mas notó que no des-
collaba blanca y graciosa, como un corde-
ro que trisca en las lomas, sino que era
u
na masa negruzca y confusa que se con-
fundía con e.1 seco ramaje de los árboles.
Se acercó más-; su hija, á quien había
bandado con anticipación avisar el día ele
su llegada, no estaba como otras veces con
»os brazos abiertos, para estrechar en ellos
^ su padre, y esto le inquietó más. Pren-
d ó las espuelas al caballo, y de un brinco
lle
gó á la casa.
Hran ya unas ruinas; la casa estaba que-
dada, y todo yermo y solitario.
De una choza miserable salía una colum-
n
a delgada .le humo, que se perdía entre la
neblina del cielo. El capitán, temblando,
se
acercó á la choza.
La buena vieja María Teresa, nodriza de
u
hija, salió encorbada y temblorosa á la
Puerta: tan luego como vio al capitán, se
e
uenaron los ojos de agua, cruzó los bra-
0s
> inclinó la cabeza y guardó silencio.
28o

•—¿Dónde está mi hija? exclamó el capi-


tán con una voz hueca y comprimido por
el llanto.
La vieja alzó la mano y señaló al vetera-
no la casa quemada.
—I Mil rayos del cielo! ¿Han asesinado á
mi hija? ¿ H a perecido entre las llamas?
—No, capitán, n o : se la han robado.
—Cuéntamelo todo, anciana: los que co-
mo yo tienen el cuerpo y el alma llenos de
cicatrices que destilan sangre, no deben llo-
rar por estas pequeneces.
El capitán, sin embargo, se bebía las lá-
grimas y sus miembros temblaban.
—Hace un mes, capitán, que escucha-
mos las pisadas de muchos caballos y el
ruido de sables y armas de fuego, y á la
media luz del crepúsculo divisamos una par-
tida de hombres armados de lanzas con
banderolas encarnadas. Entrada la noche,
rodearon la c a s a . . . .
—Y esos miserables cobardes que tenia
yo en el rancho para cuidar de vds. ¿ q u e
hicieron?
—Murieron defendiendo á mi hija, a mi
linda Rosita.
—Bien, prosigue, interrumpió el capitán
apoyando sus manos en la cabeza de la si-
lla.
—Muy corta es la historia. Los enemi-
gos eran muchos, y los defensores aunQjí
valientes eran pocos. No obstante, des
28í

la azotea hicieron un fuego vivísimo, y ma-


taron á muchos de esos picaros bandidos:
pero éstos incendiaron las puertas, entra-
ron como unas fieras, mataron á dos ó tres
mozos que habían quedado con vida y se
r
obaron á Rosa, dejando la casa entregada
al fuego, > á mí con vida para que contara
a usted esta desgracia.
•—Eres insensible, anciana, gritó el capi-
tán, y me has contado ese suceso con una
l
ndiferencia que merecía castigarse. ¿iSlo
s
abes que Rosa era el único tesoro que te-
ftja en el mundo? ¿No sabes que era mi
" l ja, la hija de mis entrañas y de mi san-
&r^? ¡Ah, Dios eterno! ¿Por qué no me
envías un rayo?
"—Capitán: escenas como la que ha pa-
sado en este rancho, embargan el senti-
mie
n t o , y matan el cuerpo y alma. Hace
in m e s también que la calentura devora
Jotamente mi débil cuerpo, y si tres días
*"as tarde hubieseis venido, habríais en-
oritr a( j 0 s o ] 0 e i cadáver de María Teresa,
dios, capitán: buscad á vuestra hija, pues
s
he dicho que vive aún; en cuanto á mí,
,°y gustosa á salir de esta miserable vi-
?• • • • p e r o . . . . tonta de mí, que no os
jj r e z c o algo de comer. Tomad estas feorti-
s
» y en ese rincón hay maíz para darle
¿ ? l e n s ? <ü caballo.
p a i ! c a pitán se apeó del caballo sin hablar
bra
; le quitó el freno, le dio agua y un
Literatura Mexicana.—Tomo II.—j6
282

pienso de maíz, y envolviéndose en vSti


manga se sentó debajo de un mesquitr.
A cosa de la media noche ensilló su ca-
ballo y se dispuso á marchar al molino en-
cantado, donde no le quedaba ya la menor
duda que debería encontrar á su hija, aun
cuando le costase la vida libertarla. Antes
de marchar dio un vistazo á la choza.
La anciana estaba ya muerta, y la lumbre
apagándose.
El capitán encendió un puro, arrojó una
mirada profunda al cadáver, montó después
en su caballo, y desapareció entre las ti-
nieblas de la noche.

V
Dos noches permaneció el capitán en el
molino encantado, y la farsa no se repitió"
entonces registró con minuciosidad el edi-
ficio, y vio evidentes señales de que lo 9
que lo habitaban eran no muertos ni fan-
tasmas, sino una compañía de bandidos,
que impunemente cometían robos y ase-
sinatos inauditos. Convencido de que si da-
ba parte á la autoridad podría ser arresta-
do, se resolvió á vagar por todos los pue~
blos, haciendas y edificios arruinados hasta
encontrar á su hija, y tomar una venganza
digna de un crimen semejante.
Tres meses vagó sin fruto alguno, hasta
que se resolvió á reunirse con su guerrilla
y proseguir sus pesquisas.
283

VI
Entretanto, el capitán con una guerrilla
de doscientos bravos, recorre como un león
Us selvas, los montes, los edificios y los
Pueblos, no ya luchando por la libertad de
Uéx ico, sino por su linda hija Rosa, tras-
ladémonos al lugar donde pasaban otras
escenas, no menos importantes para el co-
nocimiento del lector.

VII
En los tiempos en que se ha colocado
^sta narración, es decir, cuando el gran
Morelos, favorecido por la fortuna, había
^uelto á levantar el estandarte de la liber-
ac
*, era muy frecuente que así mexicanos
orno españoles, perseguidos simultánea-
mente por sus enemigos, abandonaran sus
a
sas y parte de sus intereses. Resultaba de
,s*°> que muchas de las ricas posesiones
e
campo, quedaban yermas y solitarias, y
a
^nierced de las primeras tropas que
querían instalarse en ellas. También en
ta
época había no sólo ejércitos quereuni-
r n i C o n i batían P o r S1-1S opiniones, sino gue-
, Jeros que reunían más ó menos número
hor
Cü nbres, y hacían la guerra por su
e
nta, y cometían todo género de robos
284

y maldades, desacreditando y entorpecien-


do el progreso de la causa que defendían.
En este caso se hallaban los capitanes
Pedro Celestino Castaños y Rascón Fer-
nández, con la diferencia de qvie el primero
tenía á sus órdenes doscientos rancheros,
antiguos servidores suyos, que defendían
leal y valerosamente la causa de la inde-
pendencia, mientras el segundo, aunque
mexicano, había abjurado sus opiniones, y
la defensa de su patria, y reuniendo una co-
lección de hombres criminales y prostituí-
dos, recorría los pueblos y haciendas de la
Tierra-Adentro, cometiendo en nombre del
rey, lo.s más inauditos excesos y cruelda-
des.
Varías veces, como era natural, habían
venido á las manos las fuerzas de los das
guerrilleros, y siempre Rascón Fernández
había tenido que huir vergonzosamente;
así es que meditó vengarse de cualquiera
manera, como lo verificó la primera vez*
saqueando la hacienda del veterano y asesi-
nando á su mujer; y la segunda, incendian-
do la única posesión que le había queda-
do, y robándose á Rosa.
Rascón Fernández había concebido una
pasión vivísima por Rosa, que hasta cier-
to punto santificaba su vida pasada, pue
teniéndola en su poder, le había g lt . ar< ^.
todo género de consideraciones, si b 1
trayéndola cautiva, y oculta de l u g a r
285

lugar, hasta el día en que la casualidad con-


dujo al veterano al molino encantado, don-
de Rascón Fernández se había instalado,
fraguando las supercherías de duendes y
fantasmas, como un recurso seguro para
ponerse á cubierto de las pesquisas de sus
enemigos.
La noche que el capitán durmió en el
molino, hubiera podio muy bien haber si-
do la última de su vida, pues Rascón Fer-
nández ardía en deseos de vengar las heri-
das que recibió de mano de éste, y que lo
tuvieron mucho tiempo en las orillas del
sepulcro; pero la consideración de que Ro-
sa podría darse la muerte también, y el
grande amor que la tenía, lo hicieron con-
tenerse; así es, que sano y salvo dejó salir
a
l capitán, limitándose sólo á marcharse con
sus bandidos al día siguiente del molino,
P^ra establecerse en otra hacienda aban-
donada, y cuya posesión en la cima de una
Can
ada, la hacía muy ventajosa para la

VIII

-c-ii una sala de esta hacienda, amuebla-


a decentemente con grandes sillones de
nasco
a ~! > y decorada con los retratos de los
te
^, pasados del dueño, que era último
sta
g o de esos plebeyos conquistadores,
286

á quienes Carlos V hizo nobles vasallos,


había instalado su sitio real el intrépido
guerrillero Rascón Fernández, cuya fiso-
nomía expresiva y agradable, no anunciaba
que sus inclinaciones y corazón fuesen de
todo punto aepravados.
—¡ Hola, Ruiz! decía á un personaje se-
co y escuálido, vestido con un uniforme
azul, con vivos y guarniciones amarillas; es
menester que esta noche distribuyas centi-
nelas en la azotea, y mandes una patrulla á
que reconozca las avenidas de la calzada,
pues he tenido positivas noticias de que
una partida de independientes está acampa-
da por estas cercanías.
—En ese caso, contestó Ruiz, sería mu-
cho mejor reunir toda la gente útil, y mar-
char á atacarla.
—En otra época, repuso Rascón Fer-
nández, no me habrías dicho eso dos ve-
ces; pero ahora. . . . ahora es otra cosa, te-
mería perder la vida.
—¡ Vive Dios, capitán ! ¿ Dónde se ha
ido ese valor y ese arrojo que habéis mos-
trado en todas nuestras campañas ?
—¿ Qué quieres ? Ahora, repito, no soy
dueño de mi vida ni de mi corazón: ahora
tengo ctro género de ideas, y francamen-
te, si pudiera adoptar una v ; da tranquila
y pacífica...
El capitán suspiró profundamente.
—Bien lo decía, murmuró entre dientes
287

el viejo Ruiz, que esa mozuela había de


trastornarle á usted los cascos.
•—Te he prevenido, Ruiz, que no hables
una sílaba que pueda ofender á esa niík. en
lo más leve; y otra vez será menester divi-
dirte la cabeza con mi machete...
•—Yo, nada digo, capitán, sino que si
electivamente esos picaros insurgentes es-
tan cerca, es necesario escarmentarlos.
—Bien, toma cincuenta hombres escogi-
dos, y haz lo que te de la gana. . . . pero
n
o ; será mejor que tengamos vigilancia,
P^es me temo (pie será la guerrilla de ese
Vj
ejo testarudo cíe Pedro Celestino ; por una
Parte, esa es gente que no se deja jugar las
^rbas, y por o:ra, he ofrecido á Rosa no
atacar jamás á su padre: con que vete á
ejecutar las órdenes que te he dado, y de
Paso dile á Micaela que entre.
El viejo Ruiz salió gimiendo entre dien-
es
> y á poco entró Micaela, que era una
utilata mocetona y robusta, que había si-
^° primero sirvienta, luego concubina del
^P'tán Rascón, y finalmente una especie
e nodriza ó ciridadora de.Rosa.
t """"""¿Qué se ofrece?—dijo con aire al-
ne
r o 0Micaela, encarándose con el capitán.
«¡«"T^ dejas jamás ese tono soberbio, mi-
Ser
j*ble mulata.
Otras veces me ha llamado el capitán,
Su
_Perl a , su diosa y . . . .
•""Ahora ya sabes, Micaela, que no te
288

puedo decir estas palabras; pero en cambio,


te doy oro y diamantes á montones, y . . . .
—Y balas, y lanzadas y peligros á mon-
tones es necesario arrostrar, interrumpió
Micaela, y al fin de cuentas una prisión co-
mo ésta, ó una barranca en la sierra por asi-
lo
—No hablemos más de eso, Micaela, di-
jo el capitán con calma, pues sabes que
llegará tiempo en que te veas libre de mí,
y dueña de una fortuna considerable.
—Es verdad, es verdad, repuso Micaela
sonriendo con esta idea, y estoy dispuesta
a escuchar á mi dueño.
—Dime, Micaela, preguntó con voz en-
trecortada el capitán, ¿qué hace Rosa?
-—Rosa llora siempre, y se desespera.
—¿Y no está agradecida porque perdo-
né á su padre la vida, la noche que pudo
haber sido asesinado en el molino?
—Esto, señor capitán, ha disminuido un
poco el odio que había concebido por us-
ted ; pero no lo ama.
—Bien convencido estoy de ello, y s°y
un necio en alimentar esperanzas; pero al
menos, Micaela, quisiera una sola mirada
expresiva de Rosa. Esto me haría el mas
feliz de los hombres.
Micaela se mordió los labios.
—Bien sé que esto te atormenta, Micae-
la; pero ya te he dicho que cuando consi-
gas que Rosa sea más compasiva conmig 0 '
289

te pondré en el paraje que quieras, y te


colmaré de riquezas, con las cuales po-
drás pasar feliz, y quizá amada el resto de
tu vida.
—¡ Ah, capitán! ¿ Pensáis que una mujer
celosa puede contentarse con el oro? Vol-
ved esa muchacha á su padre, y amadme
como antes: con esto haréis dos buenas
acciones, que quizá os libertarán de mu-
chos males.
•—Te he dicho que mi resolución es in-
variable. No temo ni á la cólera del capi-
tán Celestino, ni á tus celos, ni á nadie,
Rosa ha de ser mía, á pesar de cuantos obs-
táculos puedan oponerse.
•—¿Y si ella se manifiesta inflexible y
°bstinada?
'—Entonces.... e n t o n c e s . . . . no será de
°tro, ni la verá su padre más: la mataré.
Los ojos de Micaela brillaron con una
ale
gría indefinible,
7~-Cuidado, Micaela, con manifestar tan
abiertamente tus sentimientos. ¿ Piensas
Vlue si yo atentara contra la vida de Ro-
?» te dejaría yo en el mundo para que te
^ras (le mi desgracia y de. mi locura ? ¡ A h !
l lrio
* rirías primero, Micaela.
Ese sería un bien para mí, capitár
**;ó tristemente la mulata.
s L*1 á Rosa, continuó el capitán, que de-
60
hablarle, que se lo ruego
Ijlteraram Mexicana, -Tumo II.—\
290

La mulata salió, y volvió acompañada de


Rosa.
—Buenas noches, Rosa, dijo el capitán
con voz dulce y expresiva.
Rosa inclinó ligeramente la cabeza.
—Déjanos solos, Micaela, prosiguió el
capitán; y luego volviéndose á Rosa le di-
jo con la misma voz expresiva:
—Toma asiento Rosa, y dime algo que
calme mi inquietud.
—No tengo que deciros, contestó Rosa,
sino lo mismo que os he dicho siempre,
qué no puedo amar al fcombre que después
de haber asesinado á mi madre y á mis
criados, incendió la casa de mi padre, y
muerta, agonizante, me sacó de entre las
llamas, y me ha traido cautiva por los mon-
tes y por las selvas.
—Eres muy cruel, Rosa.
—Restituidme á poder de mí padre: ju-
radme que no os vengaréis de él, y enton-
ces . . . . .
—¿Me amarás? Interrumpió el capitán
arrojándose á los pies de Rosa.
—Entonces os perdonaré, contestó ésta
secamente.
— ¡ A h í Rosa, Rosa, teme mi furor; el
infierno me inspira ideas terribles.
—Vamos, capitán, dijo Rosa con sonrisa
sardówica, poned en planta vuestra ven-
ganza: haréis á mí y á esa pabre mujer»
quien habéis abandonado, un beneficio
21JI

glande. Me fastidia y me abruma la vida,


desde que he perdido la esperanza de vol-
ver á ver á mi padre, á mi pobre padre, á
quien tal vez habréis también asesinado.
—¡ Rosa, Rosa, te juro que aun vive tu
padre, y que respetaré su vida!
—Gracias, capitán : esa seguridad que me
dais, y que yo trato de creer, disminuye la
aversión que os tengo.
•—Bien, Rosa, muy bien; te agradezco
lo que haces por mí, y mi conducta tal vez
hará que me ames, y que seas mía. ¿Deseas
descansar, Rosa?
—Lo necesito, capitán.
—¿ Me prometes que me amarás ?
•—No puedo prometer lo que no sé si
sucederá.
—¿Serás mía?
-—i Nunca!
Rosa se retiró á la alcoba que le habían
destinado en el castillejo, y el capitán que-
*}° sumergido en una profunda cavilación,
^ e la cual lo sacó Ruiz, que venía á avisar
^u* estaban ejecutadas sus órdenes.

entretanto pasaba el diálogo que acaba-


r a ? ^ e re*er*r> Micaela perfectamente ente-
a
e ^ e que la reunión de insurgentes que
a
ba en la cercanía era nada menos que
uyi

la guerrilla del capitán Pedio Celestino


Castaños, se dirigió por una puerta excu-
sada, y con el mayor silencio y precaución
se deslizó por una barranca, y llegó en bre-
ve á donde estaba acampada la guerrilla
de Pedro Celestino. Uno de los centinelas
avanzados le tendió el fusil, amagándola
con darle la muerte; mas Micaela sin aco-
bardarse, le dijo con voz firme y enérgi-
ca, que la llevase ante el capitán.
Cuando se halló frente de Celestino, le
tomó una mano, se apartó con él hacía
donde crecían entre las rocas unos espesos
matorrales, y con voz firme le dijo:
—Capitán, ¿quieres vengarte?
—¿De quién?
—Del asesino de tu mujer, y del raptar
de tu hija.
—Daría toda mi s a n g r e . . . . qué digo,
mi felicidad en la otra vida sacrificaría, pof
verme frente á frente de Rascón.
—Pues yo puedo proporcionarte ese pla-
cer.
—¿Y mi hija, mi Rosa? Interrumpió el
capitán con agitación.
—¿ Tu hija ? . . . .
—¡Si estará ya deshonrada!
— N o : aun está pura como salió del vien"
tre de su madre. m,
—Gracias, mujer, gracias, dijo el capitán»
tomando las manos de la mulata y llevándo-
las á sus labios con emoción.
¿93
—Ningún favor te hago.
—; Cómo! ¿ Quién eres tú entonces ?
¿ Quieres traicionarme ?
—'No, soy una mujer celosa: el capitán
ama á tu hija Rosa, y me humilla, me ul-
traja, á mí que otras veces he dominado esa
fiera, y he apagado su furor y su orgu-
llo con una mirada.
—¿Hablas con tu corazón, mujer, ó en-
gañarás las esperanzas de un padre ?
—Quiero como tú vengarme, y todo es-
tá dicho.
•—-Muy bien, haré lo que tú quieras.
—Toma estos vestidos de mujer y ven,
^ue yo te colocaré írente á frente de Ras-
cón Fernández. ¿Tendrás miedo?
El capitán por toda respuesta, se puso
ios vestidos, y ocultó bajo el rebozo sus
luengos bigotes,
-^-Perfectamente: ahora Hartad á vuestro
teniente y dadle estas escalas. Detrás del
edificio de la hacienda hay una claraboya,
y e sta claraboya dá precisamente á la pieza
^°nde veréis á Rascón Fernández y á Rosa.
Que vuestros soldados se deslicen con el si-
íe
ncio de una pantera, por estas rocas y
Matorrales, fijen la escala, y . . . . lo demás
^ e d a de su cuenta.
*-~¿ Y los centinelas ?
7~Los centinelas han bebido esta noche
as
aguardiente del necesario, y puede ser
^ue y a e s téti dormidos.
294

Con estas seguridades, el capitán dio sus


competentes ordenes á su tropa, y se di-
rigió en seguida al castillejo acompañado
de Micaela. Encontraron con efecto al-
gunos centinelas casi ebrios, que les dete-
nían el paso; mas luego que reconocían á
Micaela, la dejaban pasar.
Entraron, pues, al patio, y se internaron
en un callejón obscuro que conducía á la
escalera,
Al subir el primer escalón, se sintió asi-
do por dos brazos nervudos que le oprimían
el pecho, como si fueran tenazas de hierro.
—Traición, exclamó el capitán, procuran-
do desasirse; pero antes de que pudiera gri-
tar más, ó usar de algún movimiento, sintió
que lo liaban fuertemente con cuerdas, y
casi al mismo tiempo escuchó un gemido
agonizante.
—Jesús, Jesús mío, perdóname.
—Luces, gritó Ruiz.
Un soldado trajo una hacha encendida y
el capitán Celestino vio á Micaela revol-
cándose en el suelo cubierta de sangre, y
á un viejo alto y descolorido con un puñal
en la mano.
—¡Cobarde! dijo el capitán Celestino,
lanzando una mirada terrible á Ruiz.
—Era una mulata traidora á quien me
fué preciso quitar de enmedio. Esta no-
che la seguí y temiendo algo me propuse es-
perarla. Corno salió sola y volvió acompa-
2
9S
nada, fué preciso castigarla á ella y ama-
rrar á su buena compañera de bigotes.
—¡Malvado!
•—j Tira en el foso ese cadáver, Matías,
continuó Ruiz: en cuanto á vos, señor,
nuestro capitán Rascón se e n c a r g a r á . . . .
Subieron, pues, la escalera, y entraron en
la recámara de Rascón, el cual aun estaba
Sumergido en sus meditaciones. El ruido
que hicieron al entrar lo sacó de su éxtasis
y con voz bronca dijo:
—¿Quién va?
—El capitán Pecro Ce'estino, á quien la
desgracia ó una traición infame ha condu-
mio á tu presencia.
—-1 Pedro Celestino! exclamó Rascón so-
Resaltado, poniéndose en pie súbitamente
como si hubiese sido impulsado por un re-
corte.
El mismo que te ha batido mil veces
en e i campo ele batalla; el mismo que lu-
«o cuerpo á cuerpo más de una hora y te
e
JÓ tendido en el campo cocido á puñala-
clas
; el mismo cuya esposa asesinaste y
Cu
>'a hija robaste cobardemente. Mi vida
terna daría porque un cuarto de hora sol-
aran estos cordeles que me oprimen y me
lusieran con mi espada frente de ti y de
lls
mfames secuaces.
¡ silencio, viejo, gritó Rascón encarán-
^c con el capitán y amagando darle una
pll
»ada en el rostro?
296

—Eres muy despreciable y muy vil, Ras-


cón, y no hago caso de tus amenazas.
Al decir esto arrojó á la cara del capitán
una saliba, éste sacó su puñal y alzó el
brazo para herirlo; pero se contuvo, y ba-
jando lentamente la mano dijo con calma:
—Capitán Celestino, por última vez en
nuestra vida voy á proponerte un conve-
nio que nos ponga á ambos en paz.
Aguarda.
Rascón abrió una puerta, se introdujo
por ella y á poco salió acompañado de Ro-
sa, pálida, con unos ojos llenos de lágrimas
y su cabello blondo flotante por la espalda
como la Magdalena de Cario Dolci.
—¿Me das á tu hija por mujer, P e d r c
dijo Rascón.
—Jamás, contestó el veterano.
—Rosa, continuó Rascón, tomando una
pistola y apuntando al capitán, ó me pr°"
metes ser mía eternamente ó. . . .
—¡ Padre mío! exclamó Rosa cayendo
de rodillas. _,
—No, Rosa, no accedas, dijo el capitán
con voz firme: ese hombre es el asesino o
tu madre. . . .
—Silencio, capitán, gritó Rascón y . ' u e ^ e
dirigiéndose á Rosa á quien tenía asida o
un brazo, le dijo: .
—Diez minutos tienes para resolverte,
ó juras ser mi esposa y entonces seré
amigo de tu padre; ó si no, verás caer *
tus pies su cabeza.
297

•—¡ Dios mío, Dios mío, a m p a r a d m e ! . . . .


¡ Rascón s e r é . . . . perdonad á mi padre, re-
tirad esa arma con que amagáis su v i d a . . . .
tened p i e d a d . . . .
—¿La has tenido tú de mí, Rosa?
—Esperad: yo me resolveré, haré un sa-
crificio . . . .
—Jamás, Rosa, jamás, dijo el veterano
enérgicamente; recuerda que es el asesino
de tu madre y que si le prometes lo más
^ve, te arrojaré mi maldición.
-—Rosa, ¿qué dices? preguntó Rascón.
—Que jamás seré vuestra, contestó la
Muchacha enjugando las lágrimas con sus
Propios cabellos; que quiero obedecer á mi
Padre.
•—Gracias, hija mía: eres digna hija del
guerrillero de la independencia mexicana,
disparad, Rascón, y acabemos de una vez.
Rosa repentinamente arrebató el puñal
Hue pendía de la cintura de Rascón, y re-
arándose algunos pasos dijo sonriendo:
—Disparad ahora, capitán, no os temo,
Pues me iré á juntar á la tumba con mi
Padre y con mi pobre madre á quien habéis
datado cobardemente.
] Piedad, compasión, Rosa mía, excla-
Y10 Kascón desviando la pisto'.a de la fren-
te del veterano.
, ""-^Poned en libertad al momento á mí pa-
lre
> ó me daré la muerte.
Rosa, haré lo que quieras; pero seré-
Literatura Mexicana.—TomoU.—iH
298

nate: esas facciones, esos ojos indican que


has perdido la razón.—Rosa, Rosa •
Ruiz desata al capitán, ponió en liber-
tad
—A la otra vida lo despacharé, murmuró
el viejo sacando el sable.
En esto un tiro partió de la claraboya é
hizo saltar el cráneo del viejo Ruiz, el cual
cayó vertiendo torrentes de sangre por la
boca. Inmediatamente multitud de solda-
dos se dejaron caer por la claraboya y Ras-
cón se vio amenazado por Rosa que -le
puso el puñal á la garganta.
La tropa de Rascón ebria y dispersa
opuso muy poca resistencia, y pasada una
hora el veterano Pedro Celestino salía del
castillejo acompañado de su hija y llevan-
do preso á su antagonista Rascón Fernán-
dez.

IX.

A los dos meses de estos sucesos y til*3


mañana espléndida y diáfana, en que n°
empañaba el cíelo ni una sola nube y el so
enviaba á la tierra un agradable calor, s e
divisaba por una cuesta elevada que se h 3 "
lia entre los caminos de Guanajuato y San
Luis de Ta Paz una partida hasta de cifl*
cuenta soldados con sus lanzas con ba^
deroíárs negras y sus sombreros jaranos-
?99

la cabeza de esta guerrilla venía un viejo


robusto, de gran bigote y junto á él ca-
balgando en un lindo alazán dorado, una
Joven hermosa y fresca como las azucenas
de la selva. Cuando llegó la tropa á lo
más elevado de la cuesta se detuvo.
•—Traedme al prisionero, teniente Bus-
tos, exclamó el viejo de bigote.
El teniente Bustos se dirigió al centro
de la guerrilla, y condujo al prisionero an-
te el jefe.
•"-Os he dado tiempo, y os he suplicado
fucilo, Rascón, que arregléis vuestras
Cu
entas con Dios, y procuréis salvar vues-
tra alma.
Os he dicho que Dios me ha abando-
nado, capitán, y que no puede alcanzarme

perdón.
, -~-Os engañáis, Rascón: Dios perdona
°s más grandes crímenes, y los hombres
° podemos hacerlo. El asesinato de mi
, lu Jer os lo habría perdonado; pero la des-
0n
r a de mi h i j a . . . . jamás. Venid.
•kl capitán Castaños condujo el caballo
, que estaba liado Rascón, á la orilla de
la
cuesta.
r-Ved, le dijo,
su a s c o n apartó la vista exclamando:—Jc-
' ten misericordia de mí!
ProT " n P r e c ipi c i° de trescientas varas de
Undi
er - dad, y allá en el fondo hay un río
con > d e P e ñ a s c o s - ¿No e s verdad, Ras-
3°°
—Es verdad, conozco este sitio. ¿Y así
debo morir?
—No hay remedio.
—¿ No podré obtener piedad, capitán Ce-
lestino ?
—Ninguna, capitán Rascón.
—Entonces....
—Llamaré al capellán, y confesaos.
•—Estoy pronto.
Celestino llamó al capellán, el cual escu-
chó los pecados de Rascón, y habiéndolo
absuelto, se prosternó de rodillas ante el
veterano, pidiendo la gracia del reo.
—-Alzad, padre mió, alzad: este hombre
es asesino, incendiario, adúltero, raptor y
ladrón, y no debe vivir más entre la raza
humana.
El capellán se levantó, y cruzando los
brazos se retiró en silencio.
—Ven, Rosa, por entre estos árboles.
—¿Va á morir Rascón? preguntó Rosa»
asustada.
—No, hija mía: está enfermo y ha qu e "
rido confesarse: ahora se le va á dar otro
c a b a l l o . . . . Ven.
El capitán y su hija se apartaron del ca-
mino.
Entonces el teniente vendó los ojos a
Rascón, y lo condujo á la orilla del preci-
picio Después, con el cabo de una \alY
za le empujó por la espalda, y. . . - un ^ u 1 '
do sordo y prolongado, anunció que Ka*
3oi

con Fernández rodaba haciéndose el cráneo


pedazos, hasta el fondo del precipicio.
El capitán y Rosa volvieron adonde es-
taba la tropa: el teniente dijo á su jefe:
—Todo está concluido, mi capitán.
—¿Dónde está el prisionero? preguntó
Rosa sobresaltada.
—No es nada, hija mía, ha querido huir.
y se ha caído en ese precipicio.
—¡ Dios mío!
—¿Lloras, Rosa?
—Sí, padre mío: al fin me amó mucho,
y llevo á su hijo en mis entrañas.
r El capitán miró á su hija y derramó una
lagrima; mas recobrando su valor, dio las
v
oces de mando, y la cabalgata se puso en
Carcha y desapareció en breve en un rece-
bo de la montaña.
Noviembre ilc 1843.
El Castillo del Barón d'Artel.
Grandes fueron los honores, inmarcesi-
bles los laureles que conquistó el barón
^uy-d'Artal, en los famosos sitios de Nice
y -Dorüea, aunque como obscuro caballero
Combatiese de incógnito en las brillantes
hl
<i& de Godofredo.
. Las albas plumas de su penacho soberbio
^dicaban siempre el lugar más empañado
5 e los combates, y bravo entre los bravos,
atrevido y generoso, era uno de esos tipos
joules y singulares que engalanados can
° s atavíos más poéticos nos ha trasmití»
° *a romanesca historia de los siglos
& me-
dios.
era el y de Junio de 1099, cuando con un
Ce
nto fervoroso saludó la cumbre del Gól-
s°ta aquella cruzada que convocó la au-
aci
a inaudita de Pedro el ermitaño.
Literatura Mexicana.'—Torno II,—39
306

No es nuestro objeto describir los te-


rribles encuentros entre cristianos y mu-
sulmanes, en los treinta y tantos días que
duró el sitio; el 23 de Julio se desbordó por
las calles y plazas de Jerusalén el torren-
te impetuoso, que rugiendo amenazante
desde el seno de la Europa, había venido á
üerribar las murallas de la ciudad santa.
Guy-d'Artal se distinguió como siempre
en aquel día de memoria eterna, cuando
inmediato á la torre de David, donde ha-
bían perecido cerca de diez mil mahome-
tanos, perdió el caballo, y gravemente he-
rido, se defendía aún heroicamente de los
ataques desesperados de algunos sarrace-
nos.
Reducido al último extremo, fatigado de
herir su robusto brazo, hubiera sin duda al-
guna sucumbido, si la presencia de un ca-
ballero con la visera calada, sin divisa el es-
cudo, ni plumas el casco, ni signo alguno de
distinción, hubiera venido á su auxilio. No
es más veloz el tigre del desierto, que *'
caballero en sus movimientos; púsose al
lado de Guy-d'Artal, mezcló su sangre ge~
nerosa con la de su compañero, y rep e '
liendo á sus adversarios, le abandonó los
honores del vencimiento con una caballe~
rosidad llena de generosa delicadeza.
No limitó á esto sus atenciones el in-
cógnito guerrero: curó las heridas del ba-
rón, lo colmó de atenciones, lo traslac e B
3°7
sus brazos á su campo, y se mostró tan
cortesano y galante en sus cuidados, como
había sido ardiente y temerario en la ba-
talla.
Suplicó Guy-d'Artal dijese su nombre,
excusóse el caballero; pretendió con la fi-
nura más exquisita galardonarle, y rehu-
só el encubierto soldado, y únicamente por
signo de amistad cambiaron sus aceros en
Hiemoria de un-suceso que debería reunir-
á s con vínculos fraternales.
Después de proclamado Godofredo rey
de Jerusalén, regresaron á sus respectivos
Países cubiertos de gloria la mayor parte
de los que lo acompañaron en la reconquis-
te del Santo Sepulcro; Raúl, que este era el
hombre del valeroso libertador del barón
d Artal, permaneció entre los quinientos ca-
balleros que quedaron á las órdenes del fa-
moso Tancredo.
£n aquel tiempo Felipe I de este nombre,
b a r d a b a una posición embarazosa, y ape-
n
as podía libertarse de los frecuentes ata-
W s de la iglesia.
Favorecidos por su indolencia en el man-
d°, entre los vasallos había estallado una
°rrorosa anarquía, algunos se revelaron
°ntfa su rey, otros manifestaron hostil-
| c nte sus deseos de independerse, y los
r s
° entre sí decidían á mano armada sus
HU/rellas con sus vecinos.
•^e todos los puntos de la antigua Ga-
3 o8

Ha, el reino de Francia, en aquel tiempo,


sin duda alguna era el peor gobernado.
Aun no había reposado el caballero d'Ar-
tal de sus fatigas en Palestina, cuando re-
novó una antigua querella con un vecino
suyo, Rodolfo de Beauviers; asaltó su cas-
tillo, hizo prisioneros á sus habitantes y
condujo con violencia despótica á sus Es-
tados al propio Rodolfo y á sus dos hijas,
Leonor y Gabriela de Beauyiers.
Inútiles fueron las quejas por la perpe-
tración de tal escándalo: en Francia todo
enmudecía.
Las violencias de Guy-d'Artal no hubie-
ran conocido límite, si la profunda impre-
sión que le produjo la belleza extraordi-
naria de Leonor, no hubieran dado rumbo
diverso á sus pensamientos, elevando á la
noble prisionera al rango de señora de su
corazón.
Los desdenes de Leonor irritaron nías
y más la pasión y el orgullo del opulento
barón: en vano su padre encanecido le ha-
cía palpar las ventajas del enlace, la salva-
ción ie sus intereses, el nueve lustra <3U<
adquiría su nombre, y lo risueño que en-
tonces aparecería á sus ojos el porvenir.
Leonor, respetuosa sí, pero firmemefl*e
resuelta, mostraba á su padre la violencia
de tal matrimonio; pero concertada entr^
ambos señores la boda, se consultaba la v ° "
luntad de Leonor más bien para cubrir la
3°9
apariencias, que como requisito indispen-
sable para que tuviese verificativo el contra-
to nupcial.
Ya los halagos de una futura grandeza
con su séquito de ilusiones deslumbrado-
ras, ya las amenazas de la indignación pa-
terna, se empleaban diestramente para se-
ducir á la joven, que con el fanatismo su-
blime de una pasión desdichada ofrecía á su
cristiano ausente, la persecución y los sa-
crificios que padecía por su amor.
Exasperado por fin el sufrimiento del
barón, pone un término perentorio al señor
de Beattvicrs para la celebración de la bo-
da, con aire tan decidido y amenazante,
4Ue la menor demora hubiera sido el pre-
sagio de un rompimiento implacable, tra-
yendo consigo fatales consecuencias.
El padre de Leonor, que conocía los amo-
res de ésta con un joven que había partido
como aventurero á Palestina á ganar prez y
conquistar lauros para su señora, recono
cío el origen de resistencia tan obstina-
***> y resolvió á toda costa remover este
°bstáculo que obstruía la realización de sus
Proyectos de ventura.
, Cuando el caballero d'Artal le hizo reía-
Clon
de sus hazañas en la Tierra Santa, no
or
nitió la pintura del trance que pasó en la
°rr e de David, contándole con aire de mis-
e r o la intervención del apuesto caballero
quien debía la existencia, y mostrándole
3 lo

la espada que conservaba en memoria de su


valiente libertador.
El caballero de Eeauviers reconoció por
su mal aquel acero, se mostró indiferen-
te á las alabanzas apasionadas con que en-
carecía su arrojo el barón, y desvió la
plática de un asunto en que temía que su
viva conmoción le traicionase.
Como hemos dicho, deseaba el padre
alejar del corazón de ésta toda esperanza,
y urdió una trama con el mayor sigilo, pa-
ra que se persuadiese que Raúl había muer-
to combatiendo á los sarracenos.
No le fué difícil complicar en su intri-
ga á uno de los muchos peregrinos que
errantes por la Europa, ganaban su vida
contando sus hazañas, y revistiendo de ma-
ravillosas relaciones los sucesos más insig-
nificantes de la Cruzada.
Para darle más aspecto de verdad á su
farsa, se apoderó ocultamente de la espa-
da de Raúl, preparó un momento opor-
tuno, y con el carácter más romancesco hi-
zo á Leonor se persuadiese de la muerte de
Raúl, que palpase su espada, que uniese
sus lágrimas á las del hipócrita mensajero
que se decía hermano y compañero de
ídolo de su alma.
Después de esta revelación extraordina-
ria del peregrino, Leonor se entregó a *a
más profunda melancolía; la muerte misma
de su adorado Raúl, santificó en su alma
3ii

virginal un sentimiento que purificaba su


corazón, que la concentraba en su pasión,
que la hacía amar su dolor y su llanto, por-
que reconocía por origen al que era alma
de su memoria y objeto del culto de su co-
razón.
Las pardas almenas del castillo en que vi-
vía, sus elevadas torres, sus garitas y sus
ferradas ventanas, exaltaban su imagina-
ción : su libertad se la daría la muerte.
Como hiere el granizo los pétalos deli-
cados de una flor naciente, herían y mar-
chitaban su espíritu estos pensamientos, y
cuando paseaba sobre la extensa muralla
del parque del castillo, y veía más allá del
toanso río que le servía de foso, los valles
y los montes, las risueñas praderas y el ho-
rizonte inmenso detrás del cual había en-
contrado su tumba su amante, gemía deso-
í d a , como el ave presa en la red en me-
dio de los campos. ¡Pobre Leonor!
. En tanto, trascurrían los días; los agasa-
jos del barón eran su martirio; los aprestos
untuosos de su boda, los veía como con-
templa un reo los instrumentos crueles de
Un
atroz suplicio.
Su padre se había conjurado en su con-
ra
; su hermana era su sola confidente; pe-
ro su verdadero solaz lo hallaba en el tem-
plo del castillo, donde á los pies de la Vir-
? e n María derramaba su llanto y sus preces,
• la luz de una lámpara solitaria, al vis-
3'2
lumbre opaco de la luna, que penetraba pá-
lido por las altas ventanas de la capilla que
daba al río.
Una noche, que con más fervor elevaba
su plegaria á la Reina de los Angeles, con
su rostro candido inclinado, con sus me-
jillas empapadas en lágrimas, se levantó de
repente sobresaltada, fijó su atención, y só-
lo escuchó el murmurio apacible del tran-
quilo río, y el manso ruido de los árboles
que mecía el viento en el parque vecino.
Sin duda su imaginación había creído es-
cuchar el suspiro quejoso de un laúd que
conocía, de un laúd intérprete en otro tiem-
po de sus delirios de amor, de sus sueños
de oro, de ilusión; del laúd de su trovador.
Era una melodía que se había despren-
dido y llegado á su corazón, empapada en
el aroma de las flores, fresca con la brisa
que rizaba las ondas del río, radiante con
el vivo fulgor de la luna argentada.
¡Ay! no era ilusión, era la realidad su-
blime de un contento; era la resurrección
en su alma de la juventud, del amor, de la
felicidad suprema: la noche siguiente á la
misma hora, escuchó distintamente el con-
cento sonoro del laúd, y la voz de su Raúl»
que así se querellaba con ternura:
3'3

TROVA.

Conquisté en Salem divina


Timbres de eterna memoria,
Alivié mi sed de gloria
Con las aguas del Cedrón.
¿ Por qué combates, guerrero ?
Me preguntaba la fama;
Yo respondí: por mi dama
Y el sepulcro de mi Dios.
¡ Gloria, gloria ! enternecido
Miré fulgurar tu lumbre,
Sobre la sagrada cumbre
De la montaña de Sión.
La muerte sobre mi casco
Sus negras alas tendía,
Y yo ardiente combatía,
Que era tu amante, Leonor.
Entre los viles despojos
Del altivo mahometano,
Miré flotar del cristiano
El triunfante pabellón.
Yo decía al ver los lauros
De mis compañeros fieles:
Yo depondré los laureles
A los pies de mi Leonor.
Mas voluble cual la arena
Al simoun de Palestina,
Tú fuiste, Leonor divina,
* tu ingrato corazón.
Literatura Medicina.—Tomo II.—40
3*4

Es irrisión mi renombre,
Es un sarcasmo mi gloria,
Tú no guardas ni memoria
De tu tierno trovador.
Yo he proclamado tu nombre
En el campo, en el desierto,
En la orilla del mar Muerto,
Donde expiró el Redentor.
Volvi; mis sueños de gloria
Desbarató la falsía;
Palpa al menos la agonía
De tu amante trovador.
A la vista amenazante
Del terrible sarraceno,
Mi corcel tascaba el freno
Relinchando con valor.
¡ Corcel, alerta, al combate ;
Vuela, levanta la frente,
Quiero mostrarme valiente,
Soy amante de Leonor!
Y entretanto, tú, perjura,
Vendida á tirano dueño,
Sonreías en tu sueño
Con tu pérfida pasión.
Ve, te esperan los altares,
En ellos nuevo dominio;
Tu sí, será el exterminio
De tu amante trovador.
La vibración dolorosa de esta última ex-
presión de angustia, expiró entre los so-
llozos del trovador, como los clamores
3i5
la embarcación que naufraga entre las olas
del mar irritado.
La conmoción que sufría Leonor no es
para escrita: podría formar una ligera idea
de ella quien la hubiera visto levantándose
maquinalmente sobre las gradas del altar,
la expresión atónita, el pelo caído sobre su
espalda, y sucediéndose en su fisonomía los
afectos del asombro, de regocijo y de ter-
n
Ura que combatían su alma.
Con las manos tendidas hacia adelante,
los ojos desencajados en actitud de escu-
char ; los labios entreabiertos como para
responder; así escuchó la trova, así la
oyó morir entre los congojosos sollozos de
^aúl: no pudo contenerse; trémula, arreba-
t a , fuera de sí, quitó algunas flores del al-
ar
> las arrojó después de haberlas cubierto
^e besos, por una de las ventanas, y cayeron
j*un tibias por su aliento, sobre la lira del
f°vador, cuyas cuerdas se estremecieron
ñeramente, advirtiendo de su felicidad al
ei
*aniorado cantor.
•tiste fué el momento de unas explicacio-
.p s y una correspondencia, que cobraba de
j * a en día nuevos atractivos con los peli-
gros y c o n | a proximidad misma de la

da¡i ar,l '' l KJr s u P arte > estaba en imposibili-


ta , soluta de descubrirse, porque perte-
deC|u1C*0 * * o s s e n o r e s rebeldes del castillo
Monthleri, su familia entera era objeto
3T^

de la implacable persecución de ''Luis el


Grueso," que acababa de compartir con su
padre el mando del Estado, y dando rien-
da á su carácter belicoso, reprimía con se-
veridad extraordinaria las revueltas que le-
vantaban en contra del reino algunos au-
daces vasallos.
Por fin, aplazóse el día de la boda, pre-
vínose con pompa regia, y la animación del
castillo anticipaba la solemnidad del fes-
tín.
Leonor estaba en una posición verdade-
ramente crítica; por una parte temía que
su resistencia despertase sospechas sobre el
paradero de su amante, y entregarlo á ma-
nos de sus verdugos; por la otra no que-
daba pretexto para una nueva demora; y
por último, jamás había sentido con ma-
yor vehemencia su pasión á Raúl.
Este, por su parte, fingiendo una resig;
nación de que distaba mucho, pidió a
Leonor una última entrevista, el día de su
boda, en que toda sospecha debería estar
lejana, y que la religión ponía entre ambos
una barrera eterna.
Vio la luz de un hermoso día el castillo
del barón d'Artal en medio de esos rego-
cijos cortesanos y militares, galanes y aus
teros, con que se celebraban las bodas
los caballeros en aquellos tiempos.
En la noche debían celebrarse las »up^
cias en la capilla, que estaba
soberbiamen-
te engalanada.
3i7
Llegó el momento de la última entre-
vista.
En el salón del castillo se escuchaban
los gritos de regocijo y las músicas festi-
vas ; en la plaza de armas, iluminada sun-
tuosamente, veíanse los soldados y la servi-
dumbre bebiendo en medio del gusto y la
algazara.
El barón complaciente, acordó gracias,
derramó con profusión el oro, y llevaba á
todas partes el gozo y la satisfacción.
Leonor conferenciaba con su hermana
sobre la entrevista.
Fuera de la muralla del castillo, del lado
del parque, se veía en un dócil corcel de
crin guedejuda, cabeza descarnada, cuello
ancho y ojos vivos y audaces, á un man-
cebo que esperaba con impaciencia, y fijaba
la
atención más allá del muro, impaciente
de que no lo dejase escuchar con claridad
a corriente del río, que chocando con los
Pies de su caballo, redoblaba el ruido.
La luna brillaba llena, algunas nubes vo-
aban dispersas entre las estrellas rutilan-
^s: sobre las almenas del castillo se percí-
la
una franja de luz vivísima de su ilu-
"^""lación, ejue se perdía á poca distancia
í1 «1 espacio bañado de una apacible cla-
mad.
or
fin, el crujir de los vestidos de seda,
e
escuchó en el muro.
u
e una conversación de recuerdos, de
Si*

reconvenciones, de juramentos sin encade-


namiento, sin orden; pero tan apasionada,
tan enérgica, tan llena de tenura intensa,
de esa elocuencia íntima que el corazón
comprende y no pueden revelar los labios.
Mil veces sobresaltada Gabriela por algún
ruido, la interrumpía, y otras tantas reco-
braba su calor, su vehemencia, idealidad
angélica, su fuego inagotable.
La ausencia de la novia parecía dilatada
en el castillo, los convidados reclamaron
su presencia, el padre y el esposo fueron a
su aposento á llamarla ai altar, espiaron por
la cerradura, y no hallándola, fueron, sin
decir la causa, á los lugares más apartados
del castillo: repentinamente suspéndese el
regocijo, crece la inquietud, y todos se
agolpan al parque en seguimiento del ba-
rón.
El ruido, la luz de las hachas, y la vista
de la muchedumbre sorprende á Gabriela-
Raúl esperaba ese instante; como si fue"
se un ave, con la delicadeza que se toma ü"
niño temiéndolo despertar, transladó á su
caballo á Leonor, que muda de rubor,
apenas pudo extender su mano á su herma-
na, y atravesando el río, partió con la v C
locidad del viento en el corcel inteltgent-
y atreviejo.
Pero es'a operación no pudo ser tan rá-
pida que dejasen de notarla los que venían
en su persecución, y el barón, trémulo p°
3i9
la afrenta que se le infería, pidió su caballo
de batalla, requirió su acero, y seguido de
algunos caballeros, fué en pos del insolen-
te raptor.
L a claridad de la noche, lo extenso y
despejado del valle que circundaba el cas
tillo, y la distraída atención del caballero
Por la preciosa carga que conducía, entor-
pecieron su marcha, de manera que á po-
co les dio alcance el barón.
El caballero saltó rápido de su corcel,
o,ue quedó inmóvil y m a n s o como un cor-
dero, g u a r d a n d o el delicado depósito, y
P r o n t o la n u m e r o s a comitiva.
El barón c o n t u v o á los que lo seguían,
a
v a n z ó él solo, descendió de su caballo, y
comenzó una lucha mortal.
El barón era r o b u s t í s i m o : pocos podrían
competir con Raúl en destreza; sólo se
oía la respiración entrecortada de los com-
i t e n t e s , y el choque de los aceros que se
n
' a z a b a n c o m o serpientes, vibraban á la
andad de la luna, y describían en el aire
^ U r a s rapidísimas.
El combate se prolongaba, el barón hi?o,
« ultimo esfuerzo, creyéndose aprovechar
^.e Un instante de distracción de su adversa-
' los espectadores lanzaron un grito d?
l l ar ^o na n te°n' ' a s ^ o s P l i n t a s ^ e ' a s e s P a ¿ a s bri-
^ lo alto, los dos p u ñ o s estaban uni-
««. ', gavilanes trabados v los comba-
gentes rW~~A.,,i
füZ"- ^ evor
á n d o s e con sus " miradas „.:_J_ jde.
e
go.
320

En aquellos instantes, una nube lóbrega


que envolvía á la luna se desprendió, de-
jándola brillar, y la luz reflejó sobre el pu-
ño de los aceros.
El barón se retiró sorprendido; había
reconocido su acero dado á su libertador.
Raúl no sabía á qué atribuir la suspen-
sión súbita del combate.
El barón limpió el sudor que bañaba su
frente, y después de un instante de vaci-
lación, exclamó:
—Conducidlos al castillo.
La multitud se arrojé) á los prófugos, y
Raúl fué conducido al lugar del interrum-
pido festín.
El barón mandó á la música que conti-
nuase, ordeno que los preparativos de la
boda siguiesen, y se dirigió con todos a
la capilla.
Cuando el sacerdote llamó á los novios
al altar, el barón, con un aire de majestad
y dulzura extraordinaria, tomó á Raúl de la
mano y le dijo:
—Tomadla, es vuestra esposa.
Eos circunstantes guardaron silenc ]0 -
Leonor besa como insensata la frente de
"Raúl.
—Yo tenía con \ os una deuda: sois va-
liente, sois leal, y habéis combatido corno
guerreador diestro: y que n quien me <H^
la vida, le usttrpara yo la dama, fuera v
llanía; y el barón d'Artal es noble.
321

Entonces refirió las acciones de Raúl,


prometió su influjo para alejar de él el eno-
jo del rey, y dio por terminadas sus hosti-
lidades con el barón de Beauviers: las lá-
grimas de gratitud de los esposos contes-
taron al generoso barón.
Durante la ceremonia permaneció tran-
quilo ; algunos dicen, que al pronunciar los
novios el solemne "sí/' su vista se obscu-
reció por un momento; pero esa lágrima
nadie la vio correr por sus mejillas.

LitetHura \ [ ; x i c a n \ . — T . H I M II.—M
LA LAMPARA.
El fonddo de esla leyenda es histórico. Veftse la nhra A. Thierry
titulada "N.irrat iunts de los tiempos Merovingianos.
I.
Una tarde á la hora del crepúsculo salió
Galeswinta á pasearse con su nodriza por
los alrededores de Toledo. Toledo no era
entonces como ahora, una gran ciudad, sino
una especie de cortijo donde estaban plan-
tadas las tiendas de campaña de los gue-
rreros subditos de los reyes godos.
Galeswinta era una niña hermosa; pero
«o tenía la hermosura delicada de las damas
üe
hoy; hermosura que se marchita como
las flores con sólo el soplo del viento, ó el
c
*lor del sol.
Galeswinta tenia unos ojos azules, tina
te
* blanca y trasparente y una alta y er-
guida estatura, que indicaba procedía de
es
as razas del Norte, que se establecieron
en
el Mediodía de la Europa.
326

Galeswinta, como Diana la cazadora, co


rría con su arco y sus flechas tras de los
venados, perseguía á los jabalíes en los bos-
ques, lanzaba piedras á las águilas, y trepa-
ba á las rocas y á los precipicios ligera
como una gamuza de los Alpes. El alma-
de Galeswinta era como su físico, hermo-
sa y dotada de una sinceridad salvaje que
estaba retratada en su frente bruñida de ala-
bastro.
En esa tarde la nodriza se quedó senta-
da debajo de un árbol, admirando el espec-
táculo que presentaba el sol al ponerse, lan-
zando sus rayos de oro y carmín al través
del espeso follaje de las encinas y de las
hayas. La joven siguió maquinalmente la
orilla de un arroyo, absorbida en esa es-
pecie de melancolía que nos asalta algu-
ñas veces, sin que sepamos la causa. Ga-
leswinta siguió la corriente del arroyo, don-
de arrojaba las florecillas silvestres, y mi-
raba suspirando como arrebatadas por &•
agua, y conducidas velozmente, corrían qui-
zás al mar. ¡ Oh, sí! como esas flores, de-
cía Galeswinta contemplando su blanco
rostro, que se retrataba en los cristales de
las aguas, seré algún día arrebatada de
seno de mis padres y llevada á lejanas tie-
rras, donde no tenga ni estos solitarios bos-
ques, ni estos deliciosos arroyos.
Galeswinta se recostó á la sombra de tí
álamo, y en breve el sueño descendió a sil
ojos.
327

—Galeswinta, azucena de las selvas, rosa


de los prados, diosa de estas soledades! di-
jo una voz grave, pausada, ¿por qué te ale-
jas tanto de tu hogar? ¿por qué tan con-
fiada duermes en estas soledades?
Galeswinta entreabrió sus grandes ojos
azules, separó de su frente las rubias tren-
zas de su cabello que, como los rayos de!
sol, ocultaban á medias su faz de nieve, y
poniéndose de rodillas, exclamó sobresal-
tada ;
—¿ Qué voz misteriosa ha escuchado mi
corazón ?
•—Soy yo, Atar Gull, el solitario de las
selvas: no temas nada, hermosa doncella,
que antes bien he velado siempre por tu
seguridad. ¿Te acuerdas cuando próxima
a caer en el fondo de un precipicio, una
ruano se apoderó de tu túnica de lana y te
salvó? ¿Te acuerdas cuando la corriente
^ e un río te iba á arrebatar, que encon-
gaste una cuerda de qué asirte ? ¿ Te acuer-
das cuando una serpiente te iba á ahogar
cutre sus anillos, que una hacha trozó al
Monstruo.
—Sí, padre mío; me acuerdo muy bien.
Pues esa mano era la de Atar Gull:
es
a cuerda era la de la túnica de Atar Gull;
es
a hacha era la que sirve á Atar Gull pa-
a
cortar su leña y calentar su gruta en el
ivierno.
t af T" ac * as > padre mío; gracias, mi líber-
328

—:¿ Quieres venir á visitar la gruta de


Atar Gull?
—Venía con intención de buscaros; no
os conocía, pero sabía que erais tan bue-
no y tan docto, q u e . . . .
—Ven, azucena de las selvas; ven, y si-
gúeme.
Atar Gull era un anciano que tendría se-
tenta años, de rostro venerable, de cabeza
calva y de una barba de nieve que le lle-
gaba hasta cerca de la cintura. Vestía una
gruesa y luenga túnica de lana; calzaba
unas sandalias á usanza de los monjes cris-
tianos.
Atar Gull tomó de la mano á Galeswinta
y la condujo por las orillas del arroyo has-
ta una gruta, cuyas paredes estaban ta-
pizadas de campánulas y madreselvas, y en
cuyo suelo de delicado musgo brotaba un
manantial de agua purísima que daba ori-
gen al arroyo. Era la habitación del soli-
tario.
Padre mío, le dijo la doncella luego
que hubieron entrado: venía á consultaros;
pero no me a t r e v o . . . .
—Te evitaré el trabajo de hablar: sé 1°
que tienes. Tú amas.
—Sí, amo; amo con todo mi corazón;
pero no es eso.
—Entonces....
—Una tristeza secreta atormenta mi &'
ma, y un presentimiento vago de desgi"a~
329

cia hace latir violentamente mi corazón;


asi, querría. . . .
—¿Querrías que te dijera yo tu porvenir,
infeliz ?
-—Estoy resuelta á saberlo, ó de lo con-
trario no saldré de esta gruta, esta gruta tan
fresca y tan hermosa, donde mi corazón se
ha ensanchado, y donde he respirado más
libremente.
Conque asi, padre mío, continuó hincán-
dose de rodillas, y presentando al anciano
fes palmas de las manos; decidme, decidme
e
l porvenir sin temor, que la hija de las
selvas tiene tanto valor para seguir un ve-
nado entre los precipicios, como para so-
Portar con valor su destino; lo que no
quiero es la duda.
~— Los arcanos del porvenir de las cria-
turas, sólo puede saberlos aquel Ser sabio
J2Ue habita arriba de nosotros. Los hom-
bres que como yo se han dedicado á la
Cl
encia y observado el curso de los astros,
a
penas podemos
"~7"Sé, venerable anciano, que sois muy
sabio, y q U e ningún secreto se os oculta, in-
er
n.impió Galeswinta: así, d e c i d m e . . . .
lu Pues tú lo quieres, hija mía, cumpliré
volUntad
Atar Gull examinó cuidadosamente las
n
eas ^ e l a s manos de la doncella, y des-
PUes de un momento de meditación, ex-

Literatnra Mexicana.—Tomo lí.—4a


33°
—Galeswinta, tu belleza te proporcionará
un alto rango.
—Galeswinta, renuncia á esos amores,
porque tú serás dentro de breve la esposa
de un rey.
—Galeswinta, reina llena de pompa de-
rramará lágrimas por su familia y por su
país, porque irá á otra ciudad lejana.
---Galeswinta, tu vida será feliz; pero
cuando una lámpara de alabastro se rompa
delante de tí, el día de tu exterminio no
estará lejos.
—Este es tu destino, Galeswinta, y debe-
rá cumplirse.
En cuanto la joven acabó de oír estas pa-
labras, se levantó, besó la mano del viejo,
sa 1 'ó de la gruta y se encaminó á su casa.

II.

Un año después llegó á Toledo Hiíperico»


rey de Neustria, y deseando aliarse con l° s
guerreros godos, pidió una mujer para ca-
sarte.
El primer día se presentaron á Hilpe rlC
cien muchachas hermosas. Hilperíco n 0
escogió á ninguna.
El segundo día otras ciento de rostro
blanco, de labios rojos, de cabelleras blon*
das, vestidas de ricas túnicas de lana y ado
nadas con esmero: Hiíperico no escogió
ninguna.
33*

El tercer día le presentaron una joven ves-


tida sencillamente, Hilperico la escogió in-
mediatamente por esposa. Era Galeswinta,
la ninfa del desierto, la azucena de las sel-
vas.
Todos los godos, jefes y vasallos, ancia-
nos y jóvenes sintieron amargamente que
aquella flor pomposa, que aquella planta
magnífica de Toledo fuera á ostentar su
hermosura á otros climas lejanos; pero el
destino había querido hacer de Galeswinta
u
na reina, y las predicciones del anciano
de la gruta debían cumplirse.
Hilperico dispuso un séquito numeroso
de guerreros y doncellas, y partió acom-
pañado de su futura esposa, á la corte de
Neustria, donde debería celebrarse el ma-
trimonio.
La madre de Galeswinta acompañó á su
ni
ja una jornada, después otra y otra, pues
en
el momento que trataban de separarse
Se
abrazaban estrechamente, y no había po-
üer
humano que pudiese separarlas. La
^adre tenía tal vez un secreto presentimien-
0:
en cuanto á la hija, además de haber
enunciado al amor que tenía por un jo-
en guerrero de su reino, se acordaba de
las
'palabras de Atar Gull.
i-a madre y la hija se separaron al fin. La
jma regresó á Toledo, y la otra llegó á
Corte
a , de INeustria, donde fué recibida con
a
P uso universal de todos los vasallos fran-
332

eos, porque su belleza cautivaba los coia-


zones de cuanto.- la miraban.
El casamiento ue Hilperico se verificó;
pero á pocos días tuvo que salir á una cam-
paña contra los francos de Austrasia, y de-
jó á su esposa en uno de los palacios rea-
les,
Galeswinta, divertida con las suntuosas
fiestas que á causa de su casamiento se ha-
bían celebrado en la corte de Neustria, y
contenta con las caricias y atenciones del
rey sil esposo y señor, había olvidado las
predicciones del anciano, y su tristeza se
había disipado un tanto.
Galeswinta vivía sola en un magnífico pa-
lacio, custodiada por algunos soldados, pues
expresamente pidió al rey que así la dejara,
no teniendo todavía ningunas gentes de su
confianza para elegirías por compañeras
El día lo ocupaba en bordar algunas piezas
de ropa para regalarlas á su esposo cuando
regresara, y en la noche se retiraba á una
rica estancia de mármoles donde estaba su
lecho.
Una vez, á la hora de acostarse, toda su
antigua melancolía, todos sus negros p*"e"
sentimientos se agolparon á su frente, co-
mo suelen las negras y tempestuosas nu~
bes cubrir de improviso el azul purísima
del cielo.
Galeswinta tuvo que poner la mano SO'
bre su corazón para contener sus latidos,
333
se acostó en su lecho, y le pareció una
tumba; quiso gritar, pero la voz expiró en
ja garganta; ocultó su rostro entre los co-
jines rojos de seda, y sus ojos permanecie-
ron secos. Galeswinta, después de retor-
cerse en el lecho á impulsos de un dolor
s<
prdo, desconocido, inaudito, logró con-
ciliar, no el sueño, sino permanecer en esa
e
specie de sopor con el cual sentimos nues-
tras potencias físicas, torpes y adormecidas;
P e ro el espíritu vigilante, despierto y pre-
Sa
de dolores y martirios intensos.
Una hermosa lámpara de alabastro col-
gada de la techumbre, alumbraba débilmen-
te la estancia, y sus débiles rayos iban á mo-
rir
en el lecho de Galeswinta, dejando ver
c
°mo al través de un velo de gasa, ó como
cubiertas con la niebla de la mañana, sus
0r
^iias torneadas y blanquísimas, su rostro
*as interesante por el sufrimiento, y su ca-
era
( , blonda y delgada, cayendo en des-
penados rizos por los hombros y la es-
palda.
^*e repente la luz de la lámpara arrojó
n
^ a vivísima claridad, crujió el vaso de ala-
s e ^ 0 y , *a lámpara rota cayó al suelo y
a a
a P &ó. Galeswinta levantó la cabeza,
e °J° un doloroso grito, y ocultó su rostro
n
£ e las ropas.
dos 0 D s c u r i d a d y el silencio eran profun-
t » solo se oían los latidos del corazón de
a r
eina.
334
A poco una mujer de formas colosales,
vestida de una túnica obscura, un candil
en una mano, y un puñal en la otra, penetró
en la estancia, y dirigiéndose al lecho de la
reina, gritó con voz ronca:
—Galeswinta, Galeswinta, te tengo entre
mis manos, y no te escaparás ahora.
—Qué queréis de mí, señora? dijo Ga-
leswinta levantando un poco su linda ca-
beza de los almohadones.
—¿Qué quiero? ¿y lo preguntas? Soy
Fredegunda, la querida del rey.
—¡ Fredegunda! ¡ Fredegunda!
—Sí, Fredegunda, á quien le has arreba-
tado el corazón de Hilperico; Fredegunda
á quien querías que se desterrase de la cor-
te ; Fredegunda, á quien has tratado con
el desprecio de una esclava.
-—Fredegunda: he oído tu nombre con
horror, porque me han referido tus críme-
nes, porque sé que tienes el corazón de una
hiena, y que por satisfacer tus pasiones y
saciar tu venganza, no has perdonado ni a
tu padre ni á tus hermanos, ni á tus ami-
gos, ni á tus fieles servidores; y que con
el veneno y el puñal has hecho bajar á la
tumba muchas víctimas.
— ¡ J a ! ¡ja! interrumpió Fredegunda
lanzando una carcajada infernal: ¿conque
ya me conocías? ¿con que sabías quién era-
tanto mejor; entonces sabrás que nada ****"
nes que esperar de mí. Reina de un día bel
335
z
a altanera, mujer hermosa de la estirpe
goda, arrodillaos, si tenéis algo que pedirle
a
l cielo, porque vais á morir.
—¡ A morir! exclamó Galeswinta, cu-
briéndose el rostro con las manos ; ¡ á morir,
cuando tengo dieciseis años! ¡ Ah, señora!
Perdonadme, no me matéis, no me hagáis
^ a l ! Yo era una muchacha inocente; el
re
y me buscó, el rey me sacó del lado de
^} madre; el rey me trajo á su corte, y os
^ § 0 con verdad que habría dado diez
anos de mi vida por quedarme en mis bos-
^ e s de Toledo, al lado de mi madre, en
c
ompañía del que yo amaba.
Fredegunda sonreía.
. ,"~—Mirad, señora; esta misma noche me
J"e del palacio, aunque sea sola y a pie;
u
r $caré el camino de mi país, y cuando el
. v venga le diréis que me he muerto, y
Jam
ás }< jamás
r -. Bien, muy bien, exclamó Fredegunda
ro i ° S e e s t r e P Í t ° s a m e n t e > quería yo ve-
p s .. n a de-miedo, temblando, anonadada,
. irme perdón, y humillaros ante mi po-
y r* Reina de los francos, arrodillaos, que
bé' 0 b I o m a n d o . Vais á morir; y como ha-
no s
Ran- ' ° y l i n a hiena que deseo ven-
irla " ^ ° o s P e r c lonaré, reina cobarde é
a

qVl l l e 5 n o os perdonaré, aun cuando sepa


co n m - v j j a debo pagar la vuestra.
p r o t - U e s bien, miserable esclava, infame
rtuta, dijo la reina, animada de un va-
336
lor sobrenatural, no me veréis temblar ni
os pediré gracia: haced lo que queráis.
—Arrodillaos, y besadme los pies.
—Salid de aquí, Fredegunda, yo os lo
mando, la reina ordena á la mujer vil que
se quite de su presencia: ¡ guardias, guar-
dias, socorro!
Fredegunda, veloz como un tigre, dejó
la luz sobre una mesa, saltó al lecho de
Galeswinta y la tomó por la garganta. Ga-
léswinta, que era robusta, luchó valerosa-
mente ; pero la fuerza hercúlea de Frede-
gunda triunfó. Las dos mujeres se revol-
vían en el lecho, como unas panteras que
luchan; se escuchaba la respiración traba-
josa de ambas; los gemidos de rabia aho-
gados por las fatigas, y los miembros blan-
cos de las dos atletas se enroscaban unos
con otros, se torcían, desaparecían un mo-
mento entre las ropas, reaparecían de nuevo
aquellos dos bustos de alabastro, agitándose
en una lucha mortal. Por fin, Fredegunda
logró enlazar con sus trenzas el cuello d£
la reina, y haciendo un esfuerzo desespe-
rado . . . . ..
La lucha cesó, Galeswinta quedó inmoví
en el lecho, Fredegunda arrojó sobre e\cf'
dáver una mirada de satisfacción, tomo j
lámpara y el puñal, y se salió, dejando
estancia entre las tinieblas. rt
c a x
Cuando Hilperico volvió de la ^ ?f f¿i
se le dijo que Galeswinta se había suicida
337
ahogándose con sus propias trenzas. El
r
ey estuvo muchos días inconsolable: Fre-
degunda lloraba también con el rey la pre-
l a t u r a muerte de su esposa.

La madre de Galeswinta desde que par-


bó su hija había caído en una melancolía
Profunda que le causó una enfermedad; esta
•enfermedad la tenía en las puertas del se-
pulcro ; un día mandó llamar al anciano de
la
gruta y le dijo:
"—Anciano, he soñado que la lámpara qivv
alumbraba mi estancia, se había caído, y
faciéndose pedazos con estrépito me había
^ j a d o en una profunda obscuridad, á pesar
Qe
^a cual distinguí un esqueleto pálido que
Sc
asemeja á mi hija. Explicadme, anciano,
est
e sueño.
" Madre d¿ la reina, vuestra hija no exis-
e
ya, contestó el anciano de la gruta.
Al oír estas palabras la madre, volvió la
c
abez a y expiró.
Agosto 16 de 1844.

Literatura Mexicana.—Tomo II.—4-?


El Lucero de Málaga.
I.

Si los lectores no lo saben, es menester


que lo sepan. Málaga es un puerto de Es-
Paña, situado en la costa del Mediterráneo,
y el puerto más bonito, más concurrido,
filas alegre de la Península, excepto Cádiz.
Málaga tiene fama por sus buenos vinos,
P°r sus pescados, por mil cosas; peno
filas que todo, por las muchachas que pro-
duce su suelo, más hermosas que las flores,
rtla
s gallardas que las palmas, más sabro-
as
- • . . que el mismo vino de Málaga, qi
es
cuanto hay que decir.
-kntre las lindas hijas de Málaga, ha-
* Una más linda que todas; y no era, sin
ibargo, un prodigio, como podrá juz-
garse de su retrato. Ojos pícamelos y ne-
34*

gros, que cuando miraban despedían rayos;


boquita con sus labios encarnados y sua-
ves ; nariz . . . su nariz era como todas las
narices, que no son corcovadas, ni sumamen-
te agudas, ni defectuosamente chatas. Las
mejillas de Paquita, que así se llamaba la
malagueña, eran primorosas. La salud,
la frescura, la juventud, estaban rebosando
en ella, sin hacer mérito de lo más gra-
cioso, es decir, de dos hoyuelos donde uu
poeta clásico habría albergado un nido de
Cupidos. Si á estas facciones del rostro de
Paquita se añade un pelo negro, lustroso,
delgado y abundante, y una tez apiñonada,
tendremos un conjunto muy agradable.
Paquita, como además de todo esto tenia
diez y seis años, un talle de abeja, un aire
garboso, un aquello un "no sé qué
en su voz, en sus movimientos, en la expre-
sión de su rostro Paquita no era des-
preciable; y examinándola con más deten-
ción, se hubiera podido también admirar en
ella un pie de niña y una pantorrilla tor-
neada. ¿ Qué autor de romance pinta á su
heroína con un pie inglés ?

II

La historia de Paquita puede contarse en


dos palabras. Su padre era un atrevido ma-
rinero, y su madre una honrada paisana-
343

ambos idolatraban en Paquita y procura-


ron darle una educación esmerada. Le en-
señaron de niña á rezar, á coser, á bordar
y á.leer; pero cabalmente lo que no ense-
ñaron á Paquita fué lo que mejor aprendió;
más claro, Paquita bailaba primorosamen-
te á los doce años, y día por día aumenta-
ba en este ramo su talento, hasta el grado
de que muchas gentes honradas aconseja-
ban al padre y á la madre que llevara á
Paquita al teatro de Cádiz ó de Madrid, y
que haría una gran fortuna, ó se transfor-
maría en una duquesa ó marquesa, porque
los duques y marqueses de Europa siem-
pre han gustado del baile muchísimo. Ya
Se
deja entender que á tos quince años Pa-
quita era un primor; tanto, que todos los
mancebos más guapos del puerto la llama-
ban el Lucero de Málaga, y todos aspira-
ban á ser, no sólo sus adoradores, sino sus
Maridos. ¡ Pobre Paquita! Si á veces suele
s
alir malo un marido, ¿qué será cuando
^ e trate de muchos? Desde que nació has-
a
los dieciseis años, Paquita había pa-
ado una vida completamente feliz; pero
a
vida, como el mar, tienen sus variacio-
p e s continuas; y además, si la historia de
^ a quita no tuviera más incidentes, aquí aca-
ar,
a mi penosa tarea.
344

III
La noche del cumpleaños de Paquita,
que era nada menos que el día de Santa
Genoveva, pues se llamaba María Josefa
Genoveva, hubo en casa del viejo marinero
un lucido baile, y á él concurrió lo mejor
de la juventud marinera de Málaga. Figú-
rese el lector á Paquita vestida de curra,
con su corpino de seda entallado perfecta-
mente, y que dejaba lucir á las mil maravi-
llas su cintura de abeja: su traje apenas le
llegaba al tobillo, y sus pies ligeros apenas
tocaban el pavimento, y luego bailó boleras
y fandango.. . ¡ Jesús 1 Quien hubiera asis-
tido al baile y contemplado despacio tanto
hechizo y tanta perfección, habría confesa-
do que había mucha razón en llamar á tan
primorosa criatura el Lucero de Málaga.
El baile estuvo magnífico: la pompa regia
de un trono era nada junto á la casa del
marinero. No había diamantes ni gran-
deza real; pero los ojos, la sonrisa, las gra-
cias de Paquita valían un mundo entero.
Se cantó, se bailó, se bebió alegremente
todo en celebridad del cumpleaños de la
muchacha.
315

IV

Paquita esa noche era completamente


feliz. Estaba bailando, y esto basta para
formar la felicidad de una mujer; pero el
diablo, que en todas las cosas se mezcla,
quiso dar otro giro á la vida de Paquita.
Como decíamos, el diablo metió tan terri-
bles celos en el corazón de dos de los man-
cebos que asistían al baile, que en el discur-
so de la noche buscaron mutuamente la
ocasión para entrar en una riña. Como los
dos eran robustos, y jóvenes, y vigorosos,
y les hervía la sangre en las venas, encon-
traron fácilmente ocasión de venir á las
tóanos; y los acentos dulces de las guita-
rr
as fueron interrumpidos repentinamente
Por furiosos gritos y maldiciones. Todo se
Puso en movimiento, y la confusión más
horrenda siguió inmediatamente. Varios
e
los concurrentes procuraron ayudar á
eparar á los contendientes ; pero ¡ ah ! bue-
a
empresa es querer tranquilizar la sangre
fpañola. Algunos de los contendientes te-
la
n armas, y la sangre corría por el patio
Ia
a_ casa. En medio de esta confusión
rec
: ^ i ó un hombre de talento, un varón
c o t 0 q U e s e l l a m a b a Pablo. Confesaba y
] 0 mit . I Saba cada ocho días, no levantaba
°J°s del suelo, y Paquita solía darle al-
Literatura Mexicana,—Tomo]I.—44
34Ó
gimas veces una palmadita en el hombro,
llamándole con voz meliflua, Luisito Gon-
zaga. Ese varón justo, que vio que todos
se herían y se mataban, que ninguno se en-
tendía, que la madre clamaba á los sanios
del cielo, que el padre procuraba con to-
dos sus esfuerzos aplacar la tormenta, y que
Paquita, pálida y casi sin vida, yacía des-
mayada en el suelo, tomó el mejor partido
para cortar disputas y poner en paz á to-
dos. ¡Oh varón sabio! y cuánto te aser^e-
jas á nuestros hombres públicos, que cuan-
do menos se piensa dan un golpe de alta
política.

Los lectores tendrán curiosidad de saber


lo que hizo Pablo. Pues les diremos en un«
palabra, que el golpe de alta política q u c
dio Pablo, fué robarse á la muchacha, en-
volvióla en el primer lienzo que enconi"r°>
echó sobre stis fuertes hombros su preciosa
carga y con la mayor calma del mundo salió
de la casa y se encaminó al puerto. P Q1 j*
extremo opuesto venía ya ahogándose »*
justicia á poner fin á la tragedia. I*a Kf!
ticia, que es en los casos graves inex"»^ 0 .,
sentenció que todos debían ir á la caree *
y buenos y sanos, y lastimados, que cíü
los más, en el mejor orden fueron (>lSP
347

niéndose á obedecer. Entonces la madre,


con voz dolorida y echándose de rodillas
ante los alguaciles, exclamaba:
—Mi hija Paquita no, el Lucero de Ma-
la no va á la cárcel.
—Pero ¿quién es Paquita? adonde está?
respondieron los ministros de justicia. En-
tonces comenzaron á buscar por todos los
rincones, por todos los lugares imagina-
bles, hasta en los agujeros de las cerra-
duras. Paquita, debe suponerse que no pa-
reció, y nadie, nadie se atrevió á pensar
uial del virtuoso Pablo. El padre furioso
quería estrellarse la cabeza contra las pa-
redes. La madre cayó sin sentido, excla-
mando: mí hija, mi pobre hija, ¿dónde es-
tas?—U n a madre es tan buena y tan amo-
r
osa con sus hijos

VI.
Pablo, que parece que tenía meditado el
^nce, y c m e e r a hombre de expedientes in-
tuitos, consideró que el desmayo de Pa-
quita podría pasar pronto. Así, para pro-
On
garlo, sacó un pomito de la bolsa, é hi-
jo tragar á Paquita algunas gotas: después
e
positó su carga á bordo de un buque fran-
?? que iba á darse á la vela para el Archi-
leiago ¡ y m U y tranquilo con el buen éxito
su empresa, se retiró á su camarote á
34«

A la mañana siguiente despertó Paquita,


se restregó los ojos, miró como espantada á
todas partes, tentó con sus manitas tornea-
das el camarote y la débil tabla de madera
que la separaba de las ondas; después, ex-
halando un suspiro se alzó el cabello negro,
que en graciosas ondas caía sobre su frente
y mejillas, y lanzando un profundo gemido,
cayó de nuevo en la tosca almohada, cu-
briendo con sus manos sus negros ojos que
se cerraron paulatinamente. A poco, Pa-
quita se levantó de nuevo; pero con un vi-
gor desusado en una muchacha, gritó:
¿ dónde estoy ? ¿ qué infamia se ha cometido
conmigo ? ¿ dónde está mi padre y mi maj
dre ? . . . . ¡ Oh ! pronto, pronto volvedme a
mi casa. El virtuoso Pablo estaba de rodi-
llas delante de Paquita, confuso, atemoriza-
do, y temblando como el reo ante su juez.
—Vamos, Pablo, dime por qué estoy
aquí, repitió la muchacha con voz Ímpe~
riosa.
—Estás aquí, Paquita, porque te he sal-
vado la vida por un milagro de la Provi-
dencia : sí, te he arrancado de las manos de
los asesinos. Si por esta buena acción quie-
res maldecirme, todo lo sufriré con resigna-
ción; pero jamás, jamás me arrepentiré "
haber obrado bien. Esto le decía el mance-
bo con un acento de verdad tan grande, q u ^
Paquita lo creyó por un momento. *j*
bía también la circunstancia de qu e *•
349

blo no era un joven del todo despreciable.


H-ollizo, con unas mejillas encarnadas, unos
ojos melancólicos y rasgados, una dentadu-
ra de marfil, parecía una de esas buenas pin-
turas con que los maestros españoles han
inmortalizado su nombre.
Paquita algo más tranquila, pudo pre-
guntar á Pablo, adonde iban.
—Al archipiélago, contestó éste.
—1 Al Archipiélago ! repuso Paquita suso-
ra
d a ; ¡ oh ! no. Ese debe ser un lugar ho-
rrible : yo quiero volver á mi casa á vivir
G
°n mi padre, con mi buena madre.
—Tus padres están muy seguros, Paquita
hermosa, y pronto A olveras á verlos; mas
P°r ahora es preciso ir al Archipiélago. Es
11
n pais muy hermoso, que pertenece á los
griegos, y también puede ser que veas á los
^rcos.
,,Paquita no, muy satisfecha con las ex-
P ^aciones geográficas de Pablo, perma-
ecia silenciosa, y éste con la más dulce
°2 procuraba persuadirla que el Archi-
piélago era un jardín. ¡ O h ! yo no quiero
er
, á los turcos ni á los griegos; quiero ir á
11
casa, á mi puerto de Málaga, mis espa-
cies queridos.' Paquita se puso á llorar co-
m
? una niña.
n °^° el día se pasó en estas explicacio-
s a
c " la tarde, como el viento estaba fres-
' la mar tranquila y el cielo despejado
Zl
Uj Paquita consintió en subir sobre cu-
35°
bierta. El capitán, el piloto, hasta los mu-
chachos grumetes se encantaron con ella
y se disputaban la hcnra de adivinar sus
pensamientos El virtuoso Pablo estaba de-
vorado interiormente de fuertes celos.

VII
La "Cornelia", que así se llamaba la
fragata francesa en que navegaba la linda
malagueña, además de tener un nombre
histórico, era muy velera, y cuando el vien-
to refrescaba un poco, la "Cornelia" exten-
día sus alas y volaba sobre la superficie de
las aguas como un pájaro fantástico. Paqui-
ta, triste unas ocasiones, alegre otras, llo-
rando cada vez que se acordaba de su p a "
tria y de sus parientes, iba pasando los días
y ningún incidente digno de atención ocu-
rrió. En la isla de Malta se detuvo dos chas
la "Cornelia" para hacer agua y provisio-
nes frescas, y siguió su viaje sin que Paqui-
ta por nada de este mundo hubiese conseU'
tido en bajar á la tierra de los famosos y
renombrados caballeros. , .
El capitán de la "Cornelia," por miedo
de los piratas, turcos y griegos, no enCl f
rezó la proa al mar jónico, sino que s
guiendo el Mediterráneo costeó la isla
Candía, dobló el cabo de Salomón, y ^n
al Archipiélago por entre las islas de Sea
35'
pando y de Rodas. Mas todas estas islitas,
bahías y puertecillos de la costa del Asia,
Son otros tantos nidos de piratas, y la "Cor-
nelia" se vio impensadamente rodeada de
enemigos. Apeló á sus alas y logró salvar-
se por aquel momento y ponerse fuera del
alcance de sus perseguidores. Pablo co-
menzó á pensar seriamente que su situa-
ción era bastante crítica, y que en un mo-
mento de desgracia podía un desalmado pi-
rata robarle á su preciosa alhaja. Como
hombre de resolución, resolvió declararse
e
n la noche misma, y de grado ó por fuer-
2
a hacer que Paquita uniese su destino al
suyo.
La noche que escogió para poner en plan-
ta su determinación, era una de esas no-
Cn
es claras, limpias y hermosas, en que las
estrellas del cielo se retratan en las aguas
. ^ la mar.—El viento perfumado de las
Jlas griegas venía de vez en cuando á ba-
ñar el rostro de la muchacha; y Pablo, sin
bordarse ya del riesgo de ios piratas, respi-
aba el aliento de la malagueña y bebía en
p lls °jos un mundo de ardientes ilusiones.
ablo rio era un mozo vulgar; había recibi-
° esmerada educación; y sea dicho de pa-
< tenía el dinero necesario para sufra-
**U los costos de un rapto, y además la pi-
al
^ de erudito.
j Mira, Paquita, con la luz del día verás
"erras más poéticas del mundo. Por es-
35 2
tas islas anduvieron largos años los dioses,
y Venus, y Vulcano, y Psiquis y Hebe, y
otra porción de muchachas alegres tuvieron
sus aventuras amorosas. Después verás a
Atenas y á Tebas, y el paso de las Termopi-
las, donde los griegos se portaron como nos^
otros en el sitio de Zaragoza.
—-1 Pero qué se han hecho esas diosas y
esos dioses, que ahora por rareza los oigo
nombrar? preguntaba Paquita con mucho
candor.
—Se murieron todos, Paquita, respondió
Pablo: sólo Dios y la Virgen de Atocha
son inmortales, contestaba Pablo con tono
sentencioso.
La conversación concluyó, como todo lo
de este mundo concluye, y Paquita se re-
tín') á su camarote y Pablo al suyo.

VIH.
Hasta ahora, querido lector, he sido tan
clásico que te abré c a n s a d o . . . . Perdón
me; mas las cosas exigen que comience y
en el estilo romántico... . Perdóname tarn
bien. i0
Eran las altas horas de la noche: t? |f
estaba en silencio á bordo de la "Cornelia^
y aun el timonel y el vigía de cuarto,
empeñaba con el mayor silencio sus
paciones. Pablo, que observó este es a
353
oe tranquilidad, se levantó, y de puntillas
se dirigió al camarote de P a q u i t a . . . . ¡ Oh 1
los momentos en que un amante pone en
planta sus proyectos, son indescriptibles...

•—Eres un miserable, un hipócrita, un in-


fame, Pablo, exclamó Paquita, cuando des-
pertando vio al mancebo junto á su lecho.
Ahora conozco tu infamia y tu maldad, y
te voy á castigar arrojándome al m a r . , . .
¡Oh! madre mía, madre mía, ¿dónde es-
tas ?—Todo este pleito amoroso, quién sa-
be dónde hubiera ido á parar, si un es-
duendo, gritería y alarma espantosa, no se
hubiesen notado en el buque.
"—¡ Aquí, aquí mis muchachos !; gritaba
con voz estentórea el capitán.
Los marineros obedecieron al momen-
°> y el capitán se halló rodeado de sus mu-
chachos.
-Bien: ahora arriba, violentos, y echen
as
ta las alas y las arrastraderas; les pro-
|««to que estaremos en la isla de Milo an-
s
de que estos picaros nos puedan alcan-

-L-os marineros obedecieron la orden, y


s o h m ° m e n t o después I a ''Cornelia" volaba
k r e l°s mares. Pablo, interrumpido tan
. f e a m e n t e en su tentativa, subió asusta-
a
°_a cubierta.
""^¿Qué hay, capitán, qué h a y . . . ?
Literatura Mexú ana.—Tome 11.-45
354

— B u c r . . . . le respondió el capitán se-


ñalándole dos buques con el velamen ne-
gro, que se acercaban con rapidez
Pablo cayó anonadado en un banco.
—Capitán, capitán, le gritó Paquita:
¿qué es? qué es, por todos los santos del
cielo ?
—Nada, hija mía, nada. Te prometo que
antes que estos perros pongan un dedo so-
bre uno solo de tus cabellos, yo y toda la
tripulación habremos desaparecido
S a c r . . . . un marino francés jamás deja
que impunemente le roben una carga tan
preciosa....
Los dos buques de velamen negro se
acercaban más á la "Cornelia."

IX

La "Cornelia" era una buena fragata


mercante; pero no pasaba de ahí, y todo
su armamento consistía en un par de ca-
rroñadas y unas cuantas docenas de picas
de abordaje y sables marinos. El capita n
francés, perdiendo toda esperanza de es~
caparse, mandó aferrar las velas y se dis-
puso á resistir. Los piratas eran dos bu*
quecillos ligeros como las gaviotas, y
diez cañones por banda. El combate s
trabó á pocos momentos. p
Un combate en la mar es horroroso. "
355
quita no lo vio: sumergida en el fondo de
su camarote oyó las detonaciones de la ar-
tillería, el choque de las armas, las maldi-
ciones de los combatientes, y los ayes de
dolor de los heridos. A tanto estrépito,
gritería y confusión, sucedió un profundo
silencio, y á poco esos turcos y esos grie-
gos que tanto temía ver Paquita, entra-
fon á saquear y á registrar basta la cala del
hiume. Entre los efectos que tomaron^ de
n
iás valía, puede enumerarse al Lucero de
Málaga. A Pablo lo encontraron en una
hodega poniendo una mecha á un barril de
Pólvora. Cuando subió Paquita á cubierta,
v
olvió en sí del sopor en que había estado
durante el combate; y al recorrer sus ojos
Ia
cubierta del buque llena de cadáveres
Y de heridos, no pudo menos que derramar
lln
a lágrima por el valiente capitán iran-
í s , que yacía cubierto de heridas. Al vir-
tuoso Pablo le pusieron una soga al cuello,
ydo izaron hasta la punta del más alto palo
Ce
la "Cornelia." Embarcaron en una lan-
Cn
a a los cautivos, y un capitán pirata
griego cuidó de llevarse á Paquita.

{odo el cjtte lea esta fiel y verídica his-


*a, creerá que Paquita se desmayó. Pues
a
de esto. La muchacha conservó ca-
35 6
bales sus cinco sentidos, porque la misma
naturaleza da en estas ocasiones fuerzas
casi milagrosas. La gole-ta pirata puso la
proa al interior del Archipiélago, des-
plegó sus velas, y antes de seis horas de
navegación, avistaron la isla de Polican-
dro. Allí era la mansión del pirata. En el
declive de una colina cubierta de césped
había una casa, en cuya construcción se po-
día notar la pura y sencilla arquitectura de
la Grecia. Frente de la casa había un es
tanque de agua cristalina, poblado de los
peces de escamas de oro, plata, y esmal-
te del mar de Mármara; y casa y estanque
estaban rodeados de bosquecillos de sicó-
moros, de acacias y de laurel-rosa. Cual-
quiera que hubiese visto esta mansión tan
bella, tan tranquila, tan feliz, hubiera creí-
do que pertenecía á uno de esos filósofos
de la antigüedad, y no á un hombre cuya
vida era el combate y el peligro. Apenas
observaron del mirador de la casa que se
acercaba la "Epaminondas," que era e l
nombre de la temible goleta, y que recor-
daba la memoria de uno de los mejores y
más valientes guerreros, cuando la farniji*
toda del capitán salió á la playa á recibirlo»
Los esclavos y marineros se ocuparon
descargar la goleta, y la familia de abraza^
tiernamente al pirata. La familia se c o n ?"
ponía de un joven como de veinte años_ <J
tez fresca, y de esa bellísima y varonil
357
sonomía que distingue á los hijos de la
Grecia. Se llamaba Apolodoro: Eufora, su
hermana, tenía dieciseis años, y su her-
mosura podía compararse á la de las nin-
fas que salían del fondo argentino de las
aguas, para asistir á los banquetes de los
dioses y alegrar sus amores y festines. Sus
ojos eran rasgados, su nariz de esa forma
griega, su tez suavísima, sus formas to-
das delicadas, redondas y de simétricas
Proporciones. Eufora tenía en sus miradas
una cierta expresión de tristeza, en su
sonrisa una dulce melancolía, y en su andu*
u
n abandono encantador.
Luego que el pirata puso el pie en tierra,
sus dos hijos se le colgaron del cuello
besando su frente lo condujeron á su ha-
bitación, donde á pocos momentos fué pre-
sentada Paquita.

XI
, La luz, el clima, el cielo de la Jonia, hi-
cieron nacer en Paquita una sensación que
o había conocido: el amor. Al cabo de los
, ° s años de habitar la isla de Policandro,
e
haber aprendido la música, el idioma
J ¡3- historia de la Grecia, Paquita estaba
R a í d a m e n t e enamorada de Apolodoro, y
j ^ ^ n ardía igualmente en una devora-
a
pasión. Eufora quería á Paquita como
35*
á su hermana, y el viejo piíata la contaba
ya entre su familia; así,-á la primera indi*
cación, el enlace fué determinado, asi como
el de Eufora con otro joven de la isla
de Milo.

XII

El día fijado para el enlace de las dos


muchachas, todo era júbilo y regocijo. Mul-
titud de doncellas de las islas vecinas ha-
bían venido á asistir á las bodas. La casa
estaba regada y adornada con guirnaldas
de flores: las ovejuelas peinadas, y con sus
vellones más blancos que la nieve, trisca-
ban por la colina, y hasta los peces de la
fuente parecía que tomaban parte en el go-
zo de su señor. Iban á renovarse en esta
ceremonia las escenas llenas de poesía )r
de sencillez tic los tiempos antiguos. L a
mañana se pasó en los preparativos, y l a
hora de la caída del sol era la destinad*1
para la celebración de la ceremonia. 4 a
quita estaba encantadora: había reeinpjaza"
do sus vestidos malagueños por el traje
las griegas, y los dos años de amor y de eS
inefable bienestar que produce el clima ^
la Jonia, habían desarrollado sus forma '
dado á su tez un color rosado primoros^j
y á sus fogosos ojos un brillo mágico e
definible; pero ese día justamente en Q
359
iba á tocar la felicidad, el recuerdo de sus
padres que tanto la amaban, vino punzan-
te y terrible á oprimir su corazón. Ocultó
su tristeza al novio; pero al tiempo de
adornarse ella y Eufora, regaron con lágri-
mas las adelfas y las azucenas que embal-
samaban el tocador.—El sol iba declinan-
do, sus rayos de fuego encendían las aguas
del mar, y la brisa de la noche que co-
menzaba á soplar, traía los perfumes de la
isla de Chipre, de Samos y de Cos, como
si aun hoy, tiempos de desgracia y de due-
lo, los dioses tuvieran fijada la mansión en
la patria de Homero.
En la morada del pirata se encendían las
luces de los pebeteros de plata, se eleva-
ban débiles columnas de humo, la música
comenzaba á preludiar sus armonías, y las
psas de placer se escuchaban en aquellos
bosques floridos de acacias y de mirtos,
^ n criado entra, habla en silencio con el
Pirata, que estaba recostado en un rico di-
ván de damasco. Las facciones del pirata
Se
desencajan: una amarga sonrisa vaga
P°r sus labios: se levanta y sale precipitado
eri
unión del criado. Los que observaron
esta escena, quedaron helados de pavor,
Pues conocían que alguna cosa terrible iba
P a sar. El pirata y el esclavo se dirigieron
n
f Venció á una roca escarpada, situada en
d
orilla de la playa, y allí con la vista pe-
arante de marineros registraron el hori-
zonte.
360

—No cabe duda, ellos son, dijo el pira-


ta, y dentro de una hora habrán llegado
aquí.—Con paso firme bajó de la roca, se
dirigió á sus cuarteles, dio sus órdenes, y
con una fría calma se sentó otra vez en el
diván, murmurando entre dientes: arrui-
nado, arruinado; mis gentes no están aquí!
Lf goleta "Epaminondas" había salido p<"
eos días antes con lo mejor de la gente
de la isla de Policandro.

XIII

En efecto, pasada una hora el aspecto


de la isla había cambiado enteramente, 1*
música había cesado, las luces se apagaron,
y sólo turbaba el silencio triste uno qü e
otro sollozo ahogado que salía probable-
mente del pecho de Eufora y de Paquita.
Seis galeras turcas abordaron á la isla,
y de ellas brotaron multitud de hombres
armados y del aspecto más feroz. Comen-
zaron á desembarcar en la playa sin op°"
sición alguna; mas apenas una mitad 1°
había verificado, cuando de las alturas ve-
cinas recibieron un fuego horroroso de fu'
silería.
—¡ Fuego,fuego!repitiéronlospiratas'tur-
cos, y acabando de desembarcar contesta^
ron con otra descarga, avanzando rápi d a
361

mente con espada en mano hacia la casa si-


tuada en la falda de la colina, y la cual co-
nocen ya los lectores.
—-¡ Mis hijas, mis hijas!—gritó una voz
de trueno, y descendiendo de las alturas,
en unión de la gente que guarnecía, corrió
el pirata griego al alcance de sus enemigos.
En una altura suave y tapizada de cés-
ped, que conducía al pórtico de la casa, se
trabó la más horrible y encarnizada lucha
que pueda imaginarse. Los griegos defen-
dían su vida con desesperación: los tur-
cos atacaban, resueltos á morir ó vencer,
Porque no tenían ya más arbitrio.
Pasaron veinte m i n u t o s . . . . veinte minu-
tos horribles en que los aceros se choca-
ban c o n estrépito, arrojando chispas : en que
Ja
s maldiciones de rabia y los ayes de dolor
Se
confundían : en que la luz del fogón de
J*n fusil ó de una pistola disparada, alum-
braba los cadáveres mutilados, las cabezas
Palpitantes, los arroyos de sangre que des-
cendían enrojeciendo el verdor de aquel ri-
sueño césped, donde por la tarde se habían
j m preso las huellas delicadas de Eufora y de
a
linda hija de Málaga. La gente del grie-
go era valiente y decidida, pero muy poca,
otn 0 se ha dicho; así, después de veinte
l
nutos, casi todos habían sucumbido ó
^ S c a Q , ° su salvación en los botes amarra-
, s en el otro extremo de la isla. Cuatro
cinco griegos, fieles y adictos á la fami~
Literatura Mexicana.—Tomo 11.—46
362

lia, á cuya cabeza estaba Apolodoro, aun


defendían como unos leones la puerta de la
entrada.
—¡ Paquita, Paquita! gritó una voz
que hizo erizar los cabellos de la mu-
chacha. Paquita, ya me ves, te ven-
go á libertar: no temas, aquí estoy
contigo, á tu lado para 110 separarme ja-
más ; y al mismo tiempo un hombre con
traje turco y cubierto de sangre, rompien-
do las vidrieras del gabinete y derribando
los vasos de porcelana de China, que con-
tenían las azucenas y jazmines de que tan-
to gustaba Eufora, se presentó, con una tea
en la mano, delante de las muchachas, qu e
sobrecogidas de terror y espanto, permane-
cían abrazadas estrechamente. Ese hom-
bre, era Pablo el ahorcado.
—En una palabra, continuó Pablo, antes
de que partamos, te diré mi historia. Ha-
ce dos años que iba yo á prender un barril
de pólvora á bordo de la "Cornelia," P a r a
que nadie pudiese arrebatarte, y los dos»
los dos tuviésemos una misma suerte.—^- a
fortuna no me ayudó, y tú me viste q u
me izaron hasta el palo más alto de la »a
gata. Aquí están las señales, dijo Pabl 0 '
mostrando á Paquita una señal cárdena q l
tenía al derredor del cuello.
Paquita, obedeciendo involuntarianic 11 '
miró al cuello de Pablo, y retrocediera L
cubrió su rostió con sus manos, y l a s
363
muchachas se estrecharon una contra otra
fuertemente.
—Un marinero compasivo de la otra go-
leta negra, en el mismo instante, prosiguió
Pablo, me descolgó, y moribundo me lle-
vó á la cámara de su buque en el momento
que la "Cornelia" se hundía en el abismo
de la mar.
-¿ Y el capitán ? preguntó Paquita como
si estuviera magnetizada.
—El c a p i t á n . . . . el capitán, respondió
-Pablo con risa sardónica, se ahogó pro-
bablemente.
—Fin llevado á la costa de Asia: allí el
^ísmo marinero que me salvó la vida me
djó la libertad; y como yo sabía que tú ha-
bitabas el Archipiélago, quise buscarte,
quise ser hombre, quise ser más fuerte,
^ a s poderoso que los que habían asalta-
do la "Cornelia."
El ruido de las armas de los que se de-
et
*dían en la puerta de la casa, terminó
°u un profundo gemido que penetró hasta
° uitinio del corazón de las muchachas.
7~i Apolodoro, Apolodoro mío! gritó Pa-
TV11ta- desprendiéndose de los brazos de
üfora, y corriendo hacia la puerta donde
1
efecto el muchacho había caído exá-
mie y cubierto de heridas.
¡ y h ! n o : tú no perteneces más que á
n ' ^ n t ° Pablo: venid, venid, y veréis que
1a
>' ya más esperanza ni más auxilio,
364
Pablo, en los dos años que habían trans-
currido, había aprendido la lengua árabe:
había atravesado los desiertos con las ca-
ravanas ; había luchado en diversos en-
cuentros con las tribus errantes; en una
palabra, tanto en la tierra como en el
mar, había dado pruebas de un valor, de
una destreza y de una fuerza física admira-
ble. Pablo, decimos, con un impeno irre-
sistible, arrebató con una mano los bra-
zos de las muchachas, y con la tea en la
otra y un alfanje turco chorreand • san-
gre, colgado en el brazo, las condujo afue-
ra de la habitación, y alumbró el espec-
táculo horroroso que producía la vista de
tanto cadáver ensangrentado y deforme.
Apolodoro, bello como el Adonis de 1» fa"
bula, yacía tendido en el césped, dond e
arrastrándose había ido á expirar. El P1"
rata griego también había sucumbido, j u -
chando hasta el último instante de la vid*-
Eufora con los cabellos erizados, los ojos
desencajados, la boca entreabierta, y todas
sus facciones crispadas y descompuestas,
paseaba la vista como una loca por »os ca-
dáveres sangrientos, que Pablo ce" 1,n ^
feroz complacencia mostraba á U* ,TlU
chachas.
¡ O h ! maldito seas, maldito seas, **£
sino de mi padre, gritó Eufora, saca
do repentinamente un puñal de su s e n ° ¿
hundiéndolo en el corazón de Pablo, el 4
365
arrojando una maldición, cayó á plomo en
el suelo, extinguiéndose la tea y la vida del
aventurero, que sus compañeros llamaban
Abdalla el ahorcado. Las tinieblas dura-
ron por un momento; pues pocos minu-
tos después, una llama rojiza brotó por el
techo de la linda habitación griega, á la
que los piratas habían prendido fuego. Eu-
fora y Paquita, con el instinto que da la
P r opia conservación, huyeron; pero como
Multitud de piratas andaban aún saquean-
do las habitaciones, cayeron en sus manos
y fueron conducidas á bordo de .las gale*
r
as, que acabado el destrozo y el pillaje, y
c
argadas de todas las riquezas que ence-
l a b a la isla de Policandro, dieron á U ve-
la
para Constantinopla.

XIV.

p Fácil es adivinar la suerte de Enfnrí» y


aquita: ambas fueron llevadas al mercado
e
Constantinopla, y vendidas como escla-
as
- Comprólas un viejo traficante en cau-
as
> y que las llevaba á revender á los ricos
n
e j °res de la Romelia y de la Bulgaria,
eu
s - 1 al las condujo inmediatamente á lp-
to k nc ^ c había un turco riquísimo y afec-
S a
c-a j ^ P o r demás á tener gran abundan-
c mu eres
al* 1 J '• s m examinar siquiera la
a(
l de muchachas que compraba, pagó
3 66

el dinero que el comerciante pidió y las


mandó encerrar en el Harem.
El turco se llamaba Osman, y era, en ia
extensión de la palabra, un dandy parisien-
se. Había viajado no sólo por el Asia, si-
no también por la Europa: sabía inglés,
francés, griego, y algo de italiano; tenía los
mejores caballos de la Turquía y bebía los
más ricos y añejos vinos, sin cuidarse abso-
lutamente del precepto del profeta. Habi-
taba una suntuosa casa en la orilla de un
ancho y trasparente río: tenía entre jardi-
nes primorosos, llenos de flores y de frutas,
la más bonita colección de muchachas qu e
pueda imaginarse; y su placer era reunir
las de todas las naciones. Le faltaba una
española, y por esta razón dio por Paquita¿1
dinero que quiso el comerciante.
En la noche, luego que llegó de las corre-
rías que todas las tardes acostumbraba ha-
cer á caballo, quiso ver á sus nuevas es-
clavas. Tuvo el disgusto de encontrar a
Paquita presa de una fiebre y á Euíoramuda
y con unos accesos de furor que rayaban en
demencia.—Buena compra he hecho y°»
¡ por Alá! dijo entre dientes: esc picaro ni
ha vendido á una loca y á una moribunda.
y será menester mandarlo degollar lueg
que se presente otra vez en mi casa.—kn*
gritó á sus esclavas, cuidad de esas nuev
sultanas, y llamad al médico, el cual me rÉLj
pondera con su cabeza si se mueren.—'
3^7
turco se dirigió al aposento de Gradesca,
que era la favorita, y por cierto que lo me-
recía. Era una gran muchacha, alta, gallar-
da, de ojos de gacela, de aspecto orgulloso,
de formas peregrinas, y de cutis de seda.
Gradesca había nacido en una ciudad de la
Romelía, del mismo nombre. Osman la
vio una tarde y resolvió robársela, lo que
c
jecutó dejando muertos en el campo á los
dos hermanos de la muchacha. Gradesca,
^ los primeros días, aborrecía de muerte
a
su raptor; mas al cabo de un año le ha-
bía concedido sus favores y lo amaba perdi-
damente. Osman pasó una parte de la no-
che satisfaciendo á Gradesca por la venida
de la española; y al fin salió mohíno y re-
suelto á no volverla á ver, lo que ejecutó,
Pues en mas de un mes no volvió ni á pre-
guntar por la sultana. Esta le juró una ven-
Sanza horrible.

XV
n cotr
v i » io si fuera un amante de no-
re t,nta
Ralll1 P 6 b a á cada momento por la
c ? d de la española, y todos los días le ha-
una visita de dos horas, tratándola con
ti* a t e n c i o n e s . Al cabo de un mes Paqui-
estaba ya convaleciendo, y Eufora mucho
aiin C a ^ n ? a c ^ a ^ e s u s arrebatos de locura,
c ll
l e siempre muda, porque Ja última
3 68

palabra que salió de su boca, fué la maldi-


ción que lanzó contra Pablo el ahorcado.
Paquita, pálida y extenuada con la fie-
bre, tenía cierto atractivo indefinible: era
de esas lindas caras que no inspiran al ver-
las sino compasión. El turco acabó por ena-
morarse de Paquita, aun antes de que aca-
bara de sanar. La favorita había, por una
especie de venganza contra Osman, hecho
mil agasajos á la pobre Eufora, y pasados
algunos días había concluido por tenerle un
verdadero cariño: tenía razón. Eufora,
trascurridos los primeros impulsos de lo-
cura producida por la catástrofe que he-
mos descrito, se había convertido en una
criatura dócil y apacible. Todas las esclavas
y queridas de Osman la compadecían y
amaban. Cuando alguna la trataba mal, sus
grandes ojos negros se llenaban de lágr*"
mas, y al momento iba á echarse á llorar en
el seno de Gradesca, la cual, celosa, des-
preciada y envilecida, lloraba también,
abrazando la frente pálida de la infel¡z
griega.

XVI

Una mañana, cuando Paquita sé l e v a I \


taba y se disponía para dar un paseo P ° r ,
jardín, entró Eufora, con el cabello eriza '
en el mismo estado de agitación que se ap
3%
deró de ella cuando hundió el puñal en el
corazón de Pablo. Paquita retrocedió ho-
rrorizada, porque conocía que alguna cosa
terrible pasaba en el alma de la muchacha.
¿Qué tienes, qué tienes hermana mía? le
dijo, procurando atraerla suavemente á sus
brazos. Eufora quería hablar, hacía esfuer-
zos prodigiosos, y sus gestos y contorsiones
Manifestaban que deseaba decir á Paqui-
ta alguna cosa de mucho interés.
—Eufora, Eufora, le dijo Paquita con
*a mayor dulzura, no hagas un esfuerzo
que vaya á reventar alguna de tus venas,
P°rque sí tú mueres también moriré yo,
hermana mía.
Eufora, sin poderse contener, seguía su
P e nosa gesticulación, hasta que haciendo
Ur
* esfuerzo sobrehumano, dijo: "¡sangre!
Vf an gre!" y puso un dedo en la boca de
a
quita en señal de silencio, y salió lenta-
mente para los jardines.
( A poco entró Osman: encontró á Pa-
lmita triste y pensativa.
, ¿Qué tienes, españolita mía, estás
au
* enferma?
n r *r*°» triste, muy triste, y mi corazón
Ü ! \ í Í eer ?asn a desgracia.
QüeH ^ > quimeras de que la mente
ya ^ e n a después de una enfermedad.
jj^os, cuéntame tu historia.
dec'K?l 11 1
e * "^
Con u n a s e n c e z
^ Y t e r n u r a in-
s, contó al turco sus desgracias.
Literatura Mexicana.—Tomo II.— 4?
37°
Este, con voz grave y como enternecido
del infortunio que había perseguido á tan
interesante criatura, le dijo:
—Y qué deseas para ser feliz?
—Volver á mi patria.
— O h ! eso n o ; jamás, dijo Osman con
mal humor, levantándose y saliendo de la
estancia de la española.
Paquita volvió á caer en ese éxtasis tris-
te en que la había sorprendido Osman.
A la noche vino Eufora, tomó de la ma-
no á la española, la condujo al jardín, y
ambas se ocultaron detrás de un grupo de
naranjos.
Pasada media hora, vino Gradesca e n
unión de dos eunucos y el mayordomo de
Osman.
•—¿A qué horas? dijo Gradesca.
—A las diez, cuando salga del cuarto o e
la española, respondió el mayordomo.
—Y el tesoro?
—Todo está en mi poder.
—Y los caballos? , fl
—Están listos, y llegando á la costa esta
preparados los buques para la isla de "
mos. _ ,n?
—Quién es el encargado de la ejecucí
—Yo, señora, respondió el eunuco. ^
—Y yo, señora, me encargaré de ma
la española, dijo el otro eunuco. ntó
—Pero los demás esclavos? P r C £ l
el mayordomo.
37*
•—Todos deben morir, excepto Eufora
que marchará con nosotros.
—Cuidado con no cumplir con mis órde-
nes, Abenazar, dijo Gradesca.
•—Todas serán cumplidas, señora.—Los
eunucos se retiraron, y Gradesca y Abena-
zar siguieron hablando. Eufora tiró suave-
mente á Paquita y la condujo hasta su habi-
tación, sin que Gradesca pensase que la
habían escuchado.
Paquita inmediatamente mandó llamar
a
Osman, el que á poco se presentó en la
estancia.
-—Os voy á hacer un servicio; no pido
tnas recompensa sino la que vuestra gene-
r
°sidad me conceda.
—Todo lo que quieras, excepto irte de
°*i lado.
—-Y si estando á vuestro lado me debié-
ra
*s perder? le preguntó Paquita.
" -Entonces, respondió vacilando el tur-
Co
» no sé lo que haría.
^ M u y bien, interrumpió Paquita: mi
«latitud me dicta que debo deciros lo que
Pasa; no importa el porvenir, y á todo me
esi
gnaré después de haber hecho esta bue-
na
J*cción. ¿Qué horas son?
s# Eas nueve y media, contestó Osman
Canelo un hermoso reloj inglés.
baT~ * as diez debéis ser asesinado y ro-
^° por las gentes de vuestra casa.
-*1 turco dio un salto, como un león he-
372

rido por una bala, y tomando su rostro una


expresión de enojo terrible, tomó la ma-
no de Paquita, v le dijo: ¿ Me dices la ver-
dad?
—Lo juro por el Dios que adoro, contesto
la muchacha, haciendo con la mano la señal
de la cruz.
—Muy bien, prosiguió el turco calmado
completamente, y como si nada hubiese pa-
sado en su alma: toma este puñal y cierra
tu habitación; no abras sino á mí, ó á la
griega. El que rompa tu puerta dale la
muerte. Ahora, cuéntame lo más que sepas.
Paquita le refirió minuciosamente todo lo
que había pasado.
El turco salió, y Paquita con una reso-
lución digna de la situación en que se ha-
llaba, prometió á Osman ejecutar al pie " e
la letra lo que se le encargaba.
Osman se dirigió á su habitación, vistió
á un esclavo con su ropaje, y le ordenó q u e
en punto de las diez saliese de la estancia
de la española y atravesase un pasadi?-0
de naranjos, por donde acostumbraba tran-
sitar todas las noches á esa hora. En se-
guida llamó á su criado maltes, en Q111^.
tenía mucha confianza; y ambos, envue ^
tos en unos "burnuces" rojos, se c 0 /° c « e
ron en el pasadizo de naranjos, detras
unas estatuas de alabastro. , el
A las diez, el fingido Osman atravc""1
pasadizo, dándose el aire y la importan
373
de su señor. Al salir del pasadizo, el eunu-
co pagado por Gradesca lo asaltó y le dio
una puñalada en la garganta. Entonces
Osman salió de su escondite, y de un tajo
c
clió al suelo la cabeza del asesino.
—Esta era la prueba que yo aguardaba,
Lib ori. Esta noche he de hacer una justi-
cia ejemplar. Venid.
En primer lugar se dirigieron al cuarto
de Abenazar; luego que éste vio entrar á
Osman, pálido y sin voz, cayó de rodillas.
' Cortadle la cabeza, Libori.
Libori sacó un alfanje, y de un tajo echó
a
rodar por el suelo la cabeza del traidor.
En seguida fueron al cuarto de Gra-
desca, la (pie sonriéndose tendió los bra-
z
°s á Osman.
—-Haced vuestro deber, Libori.
Libori alzó su alfanje ensangrentado, y
antes de que Gradesca tuviese lugar de pe-
dir misericordia, el maltes había dividido en
0s
partes el hermoso cráneo de la sultana.
-Ahora, Libori, carga de cadenas y da
Qrmento al otro eunuco; y á todos los que
pnfiese que tienen parte en esta conspira-
l0
n, los degüellas. Los cadáveres de es-
os perros que los echen al río, dijo, arro-
jando al salir una mirada al cuerpo de Gra-
c
sca, q U e estaba tendida en el pavimento,
ocla esta escena de horror pasaba en me-
del lujo, de las flores, de los perfumes.
m
a n cambió sus vestidos, se lavó, se per-
374
fumó, y con el rostro tranquilo y alegre se
dirigió al cuarto de Paquita.
—Todo está terminado, le dijo, tendién-
dole la mano; ahora tú serás la Hurí de este
Edén y yo tu esclavo.
—Terminado! interrumpió con alegría
Paquita: y ¿cómo?
—Todos han muerto, dijo el turco con
calma.
Paquita horrorizada se estremeció.
—Ahora mi libertadora, mi Hurí, mi de-
licia, dijo Osman con amor, ¿qué quieres?
—Volver á mi patria, dijo tímidamente
la muchacha.
Osman se levantó, besó, la frente de Pa-
quita y se retiró á su estancia; se metió en
su lecho y durmió con la tranquilidad de
un inocente.—Paquita mandó buscar á Eu-
fora, la que encontraron en su lecho narco-
tizada.
Ocho días después de pasada esta escena,
entró Osman á la habitación de Paquita,
Hija, mía, he sido justiciero y quiero tam-
bién ser generoso. Tú no serás nunca fehz
sino en tu patria, y yo seré desgraciado mi-
rándote morir de tristeza. Mañana partir» 9
para Constantinopla en unión de Eufora, y
mi fiel criado LiDori te acompañará hasta
Malta. Toma para que en tu país puedas ser
completamente feliz. Osman sacó unos bol"
sillos y los puso en manos de Paquita. Lo^
bolsillos contenían oro, diamantes, t°P a
375
cios, esmeraldas y otras piedras preciosas.
Paquita, llorando de gratitud, se echó á
los pies del turco, el cual cariñosamente la
levantó, diciéndole: Sé feliz, hija mía; la fe-
licidad es el mayor tesoro. Ni los caballos,
*ú las mujeres, ni el oro, me han hecho á
rní feliz. Mañana me voy á viajar por la Ru-
S1
a, y probablemente no nos volveremos á
ver.

,En el año de hubo una gran solem-


nidad en el monasterio de las Salesas de
Madrid, Era la toma de hábitos de dos her-
bosas y ricas jóvenes que se decía eran viu-
das de dos comerciantes del Oriente. To-
^°s sus bienes los dejaron á los pobres.—
j ^ n a de las señoras dejó una fundación de
be
üeficencia en Málaga, y la otra la
°tra no era española, hablaba con mucho
iabajo; y se decía que había sufrido ínu-
l a s aventuras y considerables desgracias.
El Cura y la Opera.
En una de esas mañanas frescas, nubla-
das y melancólicas del fin del mes de Ma-
5J°» se paseaban dos personajes por las ori-
nas del Támcsis, frente al pintoresco pue-
bI(
\ d e Richmond.
El uno era un hombre de estatura media-
jía> grueso da los hombros al estómago, y
ligado de los muslos al tobillo; pero su fi-
°noniía era extremadamente amable, mo-
esta y regular, y su tez tersa y encarnada,
Pesar de los cincuenta años que represen-
cl )a
- Vestía una levita negra, que abotona-
^ a desde el cuello, le bajaba hasta los taló-
os, formando una especie de sotana. U n
ba?* 8 ^ 11 estrecho, también negro, una cor-
a
blanca, y un alto sombrero opaco, un
a u
b £ a s de género de algodón debajo del
r
ad Z ° lzclu*eTdo> y un libro con cantos do-
eQi-S e n *a m a n o derecha, formaban el
¡
Po completo de nuestro personaje.
3 8o

El otro era un joven como de veinticua-


tro años, robusto, de grandes ojos azules,
de labios gruesos y encarnados, que siem-
pre dejaban ver dos hileras de dientes blan-
cos. Su fino cabello castaño le caía detrás de
las orejas, y le cubría casi enteramente el
cuello de un saco gris que le bajaba has-
ta la rodilla. El resto de su vestido era co-
mo el de la mayor parte de los ingleses de
la clase media, es decir, de color obscuro de
-una hechura pésima y de un aseo infinito.
El anciano era el pastor, ó como diría-
mos nosotros, el cura de una pequeña feli-
gresía inmediata á Liverpool. Se llamaba el
doctor Parson.
El otro era organista de la capilla, y se
llamaba Tomás.
—Siempre que el cardenal Wiseman me
llama á Londres para encargarme algtf"
na comisión, se lo agradezco en el fondo
del alma, dijo el cura.
—Lo creo, contestó Tomás, porque eso
de visitar esta gran ciudad, y pasear por las
calles del Regente, y .
—No, no es por eso, sino por gozar de
espectáculo encantador, y siempre nuevo
é interesante, que presenta Richmond. Ade-
más, yo viví en mi infancia a l l í . . - - * e
aquella calle, y todas las tardes venía co
mi aya á estas orillas...la diferencia q u 0
encuentro de entonces á ahora, es que el rj
me parece más cristalino y más pobla
38i
de cisnes, el césped más fino y más espeso,
3' los árboles más copados y frondosos : tam-
'X> había esta casa de campo, ni aquel hotel,
ni ese castillo que se divisa entre las copas
de los castaños, ni el puente. . . ¡ oh! tam-
bién hace veinticuatro años (pie no venía

En efecto, el río Támesis, turbio y cena-


goso por enfrente de Londres, acaricia con
•tas dulces olas de sus aguas claras y tras-
parentes, las orillas vanadas del pueblo que,
e
n la época en que vamos hablando, había
ya cubierto la primavera de una alfombra
ue un verde espléndido. Los grupos de ár-
boles formaban esparcidos, á ciertas distan-
cias, unos pabellones donde circulaba un
a
|nbiente fresco y perfumado, y las vidrieras
^ e las ventanas góticas é italianas, y las
almenas de los castillos y casas de campo,
se desprendían por encima de las copas de
Qs arboles, blancas y resplandecientes, con
j^ffunos rayos del sol que hendían las nii-
es
que volaban sobre la campiña.
.' Tiene Vd. razón, respondió el orga-
nsta, esto es muy hermoso; pero hay toda-
» la otras cosas más dignas de verse en
;°ndres, que el parque dé Richmond; por
g e mplo, el castillo de Windsor, el Museo
* c al, la ópera
& Y*' s ' ' *a música es muy hermosa. En el
n
iplo mismo, la música predispone y ayu-
a
la meditación; pero en cuanto á la
382

ópera, eso ya es otra cosa, dijo el cura me-


neando la cabeza.
—Es decir, señor cura, le dijo el organis-
ta, que nunca ha oído Vd, una ópera?
—Y cómo que sí, contestó el cura: hace
cosa de veinte años que oí á la Catalani. Se
llamaba Angélica, y por cierto que tenia
una voz de ángel. Todavía tengo aquí en
los oídos los dulces gorgeos de esa mujer,
más suaves que los de los pajarillos que nos
cantan en la capilla cuando digo misa, á la
hora del alba.
—Pues, señor cura, si Vd. me da licencia,
me quedaré dos ó tres días en Londres, re-
suelto á gastar en la galería del teatro de la
Reina, mis diez chelines cada noche, po r
oír á Madama Sontag y á Mademoiselle
Cruvelli, y á Lablache y á Ronconi. Una
vez gastados mis veinte chelines, tomo el
camino de fierro, y el domingo me tietie
vd. muy temprano delante del órgano, p r 0 ~
curando recordar á lo divino, algo de lo q t i e
haya oído.
—Dicen los periódicos tanto de la Sofl'
tag y de la Cruvelli, repuso el cura, que ^ n
duda el diablo me ha puesto la tentación de
hacer un disparate, y . . . . p e r o no, repitp
que no pasa de tentación. En cuanto a *&
como sé que eres idólatra de la música, P u e
des quedarte toda la semana en Lon^ r e j
asistir á cuantas óperas quieras, con
que estés en la capilla el domingo á la n
3*3

ra del servicio divino. ¡ E h ! justamente va


á dar la hora, continuó sacando el reloj, y
será bueno acercarnos á la estación del ca-
mino de fierro, ó al despacho de los ómni-
bus, A medio día salgo de Londres, y á la
tarde estaré ya descansando en el curato.
—Precisamente, señor cura, quería yo
pedir á Vd. un gran favor.
—No asistir el domingo á la iglesia, no
es verdad ? Pues bien; eso no puede ser. Yo
no estoy autorizado para proteger la ocio-
sidad á costa del c u l t o . . . .
—No era eso, señor cura.
•—Pues, entonces?
•—Lo que yo quería, era que me acom-
pañase Vd. una noche á la ópera.
-—Estás loco? dijo el cura, encarándose
c
on el organista y arrugando el ceño.
7~Era por cariño á Vd. respondió Tomás
bajando los ojos.
—Bien, bien, yo te lo agradezco hijo mío,
repuso el cura con una voz suave; pero
n
o puede ser
^~¿ Por qué ? preguntó tímidamente To-
más.
• -Voy á explicarte. En primer lugar, las
p-s ó tres libras esterlinas que yo gaste en
a
diversión, las defraudo á los pobres. En
e
&Undo, desatiendo mis obligaciones. En
rcer
o , la ópera, al fin es una diversión
Profana. Si se tratara de música solamente,
se
yo adoro la música, comh ado-
3*4

ro todas las maravillas de la naturaleza, que


son obras de Dios; pero luego las bailarinas
hacen tales gestos, tales ademanes, tales
contorsiones, que en verdad, Tomás, eso no
conviene á un pastor que tiene necesidad de
dar ejemplo á sus ovejas.
—Voy en un momento á allanar todos
los obstáculos, si no son más que eso señor
cura, dijo el organista muy contento. En
cuanto al dinero, no hay que apurarse: yo
pagaré la entrada.
El cura miró á Tomás, dándole las gra-
cias más expresivas con los ojos.
—En cuanto á la falta en el curato, un
día, dos días, tres días, no son nada, conti-
nuó el organista. Respecto al baile, la cosa
más fácil es salirse al pórtico á fumar, y
volver á entiar cuando se haya acabado.
Así, el señor cura no hará mas que oír la
música, y nada más que la música.
En esta conversación nuestros dos per-
sonajes atravesaron algunas calles de
Richmond, y llegaron á una esquina donde
estaba el despacho de la línea de ómnibus.
Uno de estos carruajes acababa de salir, y
otro estaba tan próximo á llegar, que se
oía el ruido que hacían sus ruedas en eí
empedrado de las calles.
Cinco minutos después, el ómnibus s e
presentó en la calle principal, lleno de g c l 1 '
te, tanto dentro, como en el techo. ,
El cura y el organista se dispusieron <
3*5

tomar, para el regreso á L o n d r e s , los me-


jores asientos, y para es.o se colocaron en
la portezuela del carruaje, d a n d o atenta-
mente la m a n o , como es costumbre en I n -
glaterra, á todas las señoras que bajaban.
El cura maquinalmente tendía su m a n o
a las hermosas viajeras, y ni levantaba
los ojos p a r a mirarlas. E r a un h o m b r e an-
ciano, y además virtuoso y casto. El o r g a -
nista, al disimulo, <lió un tirón á la leyíta del
p á r r o c o : este volvió la cara.
•—La señora á quién va Vd. á dar la ma-
no, es M a d a m a S o n t a g , le dijo el organis-
ta en eí oído.
El cura retrocedió medio p a s o ; mas por
n
° parecer desatento, volvió á su puesto.
U n a señora, con un gracioso y pequeño
s
o m b r e r o de paja de Italia, a d o r n a d o con
u
nos ramitos de verbena, un chai tibio y vo-
luptuoso de cachemira, y un vestido de
moirée" n e g r o , se levantó del asiento que
Cll
paba en el ó m n i b u s , y recogiendo y le-
^ntando su vestido con la m a n o izquierda,
e
adelantó en dos pequeños y graciosos pa-
j s nacia la portezuela, y presentó al cura
mano derecha, pequeña, pulida y blan-
s i ' i^ a f ° r t u n a d a m e n t e en ese m o m e n t o ,
friaH ? t e r n a cubierta de cabritilla que la
to J| ^ a moda ha inventado para t o r m e n -
ta- e o s Q u e saben dar valor y mérito á
rw. i /toditos redondos y á unas uñas de
narfi
l y rosa.
Literatura M xicam.—Tcuo 11.-49
3 86

El cura tomó aquella mano que se le pre-


sentaba, y por no caer en la tentación de
ver un pie pequeño, y calzado con un botín
de raso café, levantó la vista, y se encon-
tró con unos ojos azules y apacibles, y una
boca que se entreabrió graciosamente, pa-
ra decir en un buen inglés: "mil gracias,
caballero."
Esta amable y graciosa dama, era En-
riqueta Sontag. Detrás de ella bajaron dos
ó tres caballeros. Uno de ellos la tomó del
brazo, y echaron todos á andar, dirigién-
dose á las orillas del rio.
En cuanto al cura, tomó el mejor lugar
del ómnibus, y á cabo de dos horas es aba
en la estación del camino de fierro, y en
la tarde cosa de las seis entraba á su cu-
rato.
El organista se quedó en Londres, se pa~
seo por la calle del Regente toda la tarde,
y. en la noche, indeciso entre Mario y Tam~
berlick ; entre Julia Grissi y Enriqueta Son-
tag, entre el teatro de la Reina y el de Co-
vent Carden,se encontró con un antiguo ca-
marada de colegio, y convi ieron en torna
boletos para los dos teatros, y asistir c¡*
da uno á la mitad de la representación- A
cabo de tres días, el organista regreso P e
rectamente tranquilo á su pueblo, decidí ^
á tocar en la primera oportunidad, ía P ia .
cha del Profeta ó la cavatina de la L i n
de Chamounix.
387
N o sucedió igual cosa al cura. La voz
amable y fina con que le había dado las g r a -
cias Enriqueta, sonaba todavía en sus oí-
dos, y su fisonomía expresiva y dulce se
le presentaba en la imaginación, ya cla-
ra y distinta, ya confusa y borrada, c o m o
sucede siempre que se ha visto rápidamen-
te u n a sola vez á algún personaje intere-
sante.
El cura, á pesar de ser inglés, era u n
hombre entusiasta por la música. Sus eco-
nomías las había dedicado á la compra de
ll
n magnífico c r g a n o , y la primera partida
del presupuesto de los gastos del curato,
er
a la del sueldo del hábil T o m á s , con quien
hemos h e c h o ya c o n o c i m i e n t o : así, desde
c
lue se despertó en su alma el deseo de oír
l
|na ópera, después de veinte años de sole-
dad y de retiro completo de todas las diver-
Sl
ones, desde que por una inesperada ca-
sualidad dio la mano p a r a bajar del coche
?• Enriqueta, que entonces volvía llena de
a
nia al m u n d o artístico, perdió aquella
r
anquilidad y calma de que habitualmente
nabía disfrutado.
•iodos los días, así que concluía sus ocu-
paciones religiosas y que se encerraba en
habitación á leer ó á descansar, el pen-
jniento de la ópera venía á lijarse en su
, 3 e z a con tal tenacidad, q u e necesitaba
toda la energía de su voluntad para des-
darlo. T o m á s , c o m o un diablillo filar-
388

mónico, venía de vez en cuando á renovar


la atención, y á excitar al buen anciano á
que prevaricara, y se dejase arrastrar de esa
inclinación irresistible á la música.
I'asaron así algunas semanas, y se acer-
caba el fin de la temporada de la ópera, que
en Londres comienza en principios de Ma-
yo, y concluye en Julio, ó cuando más tar-
de en fines de Agosto,
El cura no pudo resistir, y celebró con
su conciencia una capitulación, por la cual
quedó arreglado: primero, que para no dis-
traer una suma considerable de los ob-
jetos de caridad y del culto (en los cua-
les hemos dicho empleaba todos los pro-
ductos de la parroquia,) los gastos se ha-
Han con la mayor economía; segundo,
que solamente asistiría á tres óperas, pro-
curando oir en una á Enriqueta Sontag,
en otra á Sofía Cruvelli, y en la última a
Julia Grissi y á Mario; tercero, que busca-
ría'un asiento cercano á la puerta, para sa-
lirse á la hora del baile, pues su intención
era oir la música, y nada más que la mú-
sica, y se supone, los trinos y gorjeos y
"florituri" de las "primas donnas;" cuar-
to y último, que á su regreso al curato, es-
tablecería nuevas economías, hasta rep°~
ner los gastos que erogase en esta exp e "
dición filarmónica.
Firme ya en su resolución, dispuso st[s
cosas, de manera que su presencia no h1"
3«9
cíese falta en el curato durante cinco días;
comunicó su resolución bajo el más estric-
to sigilo al organista Tomás, el cual es-
tuvo á punto de saltar de alegría y abra-
zar al eclesiástico.
El diablo de la filarmonía había triun-
fado. Nuestro doctor tomó su asiento en
el camino de fierro á medio día, calculan-
do llegar á Londres antes de las seis de la
tarde, evitando con esto el gasto de la co-
mida en la metrópoli.
En efecto, con la puntualidad y exacti-
tud acostumbrada en los ferrocarriles, el
tren llegó á la estación del Puente de Lon-
dres á las seis menos veinte minutos. El
cura salió inmediatamente del coche con
s
u pequeño saco de viaje en la mano, al-
2
° la cara para ver en el reloj del despacho
J
a hora que tra, y llevando adelante su sis-
tenia de economía pensó que podía horrar
Perfectamente los dos ó tres chelines del
cab" (i) con sólo andar un poco api isa.
De la estación del Puente de Londres
*' teatro Real, habia cosa de seis ó sie-
e
millas: así, el cura tenía que correr por
9 ,r>enos dos leguas antes de que diesen las
tete de la noche, hora en que comienza la
Pera; mas como era hombre fuerte y
eostiurbrado al ejercicio, en un momento
r
aveaó las espaciosas y eternas calles de

P<>Ches
" Pequeño* ,L- alquiler d e dos ..cuatro a^-nt..*.
39°
altísimas casas de ladrillo que están del otro
lado del Támesis, y en breve pasó el mag-
nífico puente, y se halló en el laberinto de
ia antigua "City." Allí, algo fatigado, le
pareció prudente tomar un asiento en un
ómnibus, y \ o: seis peniques (un real), an-
tes de las siete se encontró salvo y sano en
el Circo del Regente.
Dirigióse á un hotel pequeño y bara-
to, donde había parado en el viaje anterior,
dejó su equipaje, se quitó el polvo del ca-
mino, y se dirigió al teatro de la Reina al-
borotado y ufano como un niño.
En la puerta leyó el anuncio. Se repre-
sentaba esa noche el "Barbero de Sevilla:
en seguida un acto de Hernani, y un baile'
titulado: "El Diablo á cuatro." El precio
de cada luneta era de una libra esterlina
(cinco pesos.)
El cura hizo un gesto.
—Mejor sería, dijo, que el precio fuera
de media libra, y suprimieran ese horrible
baile, que con razón lleva el nombre cu3"
triplicado de Satanás.
Mas como había venido expresamente a
la ópera, y quería asistir á la representa-
ción en un lugar cómodo y cercano, no n a "
bía medio de retroceder. Dirigióse á la c a
silla.
—Caballero, dijo metiendo con los ^^
una libra esterlina por el boquete del de
pacho, hágame vd. favor de darme un
39*
Hete de patio, lo más cercano que sea po-
sible á la orquesta.
—No hay ya lunetas, se han acabado, pe-
ro podrá vd. encontrar billete en algunas
de las librerías de la calle del Regente,
—Pues entonces déme vd. un billete de
palco.
f El encargado del despacho de boletos sol-
tó un carcajada.
•—i Por qué se ríe vd ? preguntó el cura
algo amostazado; yo pago mi dinero y ten-
go ''derecho" de pedir el lugar que me
agrade.
Es sabido que los ingleses, aun en las co-
sas más insignificantes, apelan al mote de
s
us armas "Dios y mi derecho."
—-Es que todos los palcos están tomados
Ppr la nobleza durante la estación, contes-
to el hombre del despacho, pero, en fin, si
quiere vd. "pit seats" (i) le daré un boleto,
P e ro como el teatro está lleno de gente, ten-
clr
a vd. que estar en pie toda la noche.
El cura, que estaba muy cansado, no
acabó de escuchar la proposición, y se di-
n
gió á una librería.
. ¿Me hace vd. favor de un boleto de
u
neta? dijo al librero, volviendo á tomar
Su
libra esterlina en los dos dedos.
---Con mucho gusto, respondió el libre-
ulr
cali
"sen 1-'t S l ! n t s ' e s "na especie «le mosquete, donde unos están i|e pie y
'iail l, erlsl,e s';llti s" 1 i tiininuiente estrechos é Incómodos. Sin embargo, c i d * lo-
valr cosa de veinte reales.
39 2

ro. Aquí tiene vd. el mejor asiento del tea-


tro, pero vale tres libras.
—¡ Tres libras! dijo el cura abriendo los
ojos.
—Tres libras caballero. Esta noche canta
la Sontag las variaciones de Rhode, y los
asientos son muy caros.
El cura se tocó ligeramente el sombre-
ro, y salió de la librería para entrar en.
otra.
—No, decía, de ninguna suerte daré yo
tres libras; eso sí sería un verdadero pe-
cado mortal. En fin, veremos si algún otro
librero es más racional.
El cura recorrió tres librerías, y en todas
el precio de los billetes era el mismo. Por
fin, hubo un librero más humano, que te-
vendió un billete por dos libras (diez pe-
sos.) El cura dio con una repugnancia vi-
sible sus dos monedas de oro, pero he~
mos dicho que todo esto era una tentación
del diablo, y el eclesiástico caminaba, •'
menos así lo creía él, por una pendiente rá-
pida á su perdición.
Entre alegre y reflexivo, se dirigió u c
nuevo al teatro de la Reina. Habían ya ¿ a '
do las siete, y tenía el sentimiento de pe*1/
sar, que después de haber pagado dos »'
bras por el asiento, sólo gozaría de las cua
tro quintas partes de la representación- ^ __
consecuencia de esto, apresuró el paso, e
tro en el vestíbulo, atravesó dos salones, i
393
por fin se vio delante de dos graves per-
sonajes vestidos de negro, que estaban en
la puerta del patio encargados de recoger
los boletos.
Rl cura entregó el suyo con una especie
de orgullo. Le había costado dos libras, y
el eclesiástic'o se figuraba que esto había
de ser un motivo de consideración.
Uno de los dependientes tomó en efecto
el bilkte, le hizo señal de que entrase, pero
apenas había avanzado tres pasos, y comen-
zaba á divisar, con el arrobamiento de un
Miquillo, el foro espléndidamente ilumina-
do, y lleno de majos andaluces, cuando fué
detenido por el hombro.
—Caballero, si á vd. le agrada, me hará
tevor de salir, le dijo uno de los dependien-
tes.
—¿Salir yo? dijo el cura sin quitar la
Vl
sta del foro.
"—Sí, salir inmediatamente.
—¿Y por q u i ?
. " Porque se ha puesto vd. una levita, sin
^•da por equivocación.
No, caballero, no me he equivocado,
s mi traje habitual, pero no me importune
"•» y déjeme ver si consigo llegar á mi
Sle
nto, porque parece que. . . .
Formalmente, caballero, vd. no puede
n
trar interrumpió el dependiente.
i Cómo que no puedo ? contestó el cura
danzando.
Literatura Mexicana.— T e t i i o II.
394
—Que no puedo permitirlo, dijo el de-
pendiente poniéndose delante del cura é
interrumpiéndole el paso.
—I Querrá vd. explicarse ? dijo el ecle-
siástico algo molestado.
—Lo he dicho va, caballero, vd. viene
con levita y al teatro de la Reina nadie entra
sino de frac.
El cura comenzó á comprender la exten-
sión de su falta, y más que todo los incon-
venientes á que están expuestos los foras-
teros que vienen á la corte.
—Caballero, dijo el cura enteramente cal-
mado y con la voz más dulce que pudo,
reflexione vd. que yo vengo desde Liver-
pool, con el único objeto de asistir una o
dos noches á la ópera; no tengo ni eqtli-
je, ni conocimiento en L o n d r e s . . . .
—Lo siento mucho, dijo el cobrador se-
camente, pero la etiqueta es muy rigurosa.
Busque vd. un frac. .,
Al decir estas últimas palabras, volvió
la espaMa, y continuó ocupándose, no solo
en recoger los boletos de los que entraban»
sino en echar una mirada inteligente y e S '
crutadora sobre los trajes de los concurre*1"
tes.
El cura dio la vuelta, y con la v c r g ü c n ^
en el rostro y el duelo en el corazón, se retí
ró lentamente; dio dos ó tres paseos P
el pórtico, reflexionando en la gravedad
su situación, y después se dirigió á l<i " n
395
ria donde había pagado las dos libras ester-
linas por su billete.
—Caballero, dijo, yo no puedo entrar á
la ópera.
•—¿Por qué razón? preguntó el librero.
—Porque tengo levita.
—¡ Ah ! precisamente es motivo muy po-
deroso.
•—¿ Entonces ?. . . .
-—La cosa es muy s.ncüla, póngase vd.
ün frac.
•—No es eso, sino que no necesito del bi-
" G te, porque he venido desde Liverpool sin
^Quipaje, y no tengo frac.
'—El caso es muy desagradable, inte-
rrumpió el librero.
-—Pero vd. tendrá la bondad de volverme
ni
is dos libras, y tomar su boleto.
¡ Impc s'blc ! La ópera ha comenzado,
y l°s b'l eiics á estas horas no valdrán más
HUe tres ó cuatro chelines (un peso.)
Buenas noches, dijo el cura saliendo
tl
- l'i librería lleno de enfado.
"—Piñenas noches, contestó el librero,
0n
tinuando tranquilamente la lectura de
Un
gran volumen.
. ¡ O h ! esta gente de Londres, exclamó
cura al salir, esta gente de Londres no
onoce mas que el interés y el egoísmo. Co-
lenzo
á comprender que en efecto he co-
e
r . «do una grave falta, y que estas contra-
(
>ades, pequeñas en circunstancias ordi-
39 6
narias, en mi caso debo reconocer que son
lecciones de la Providencia. ¡ E h ! no pen-
semos más en la ópera: compraré algunas
frioleras que necesito, me acostaré á bue-
na hora, dormiré tranquilamente, y maña-
na, en el tren de las seis, marcharé á mí
curato, curado ya, á Dios gracias, de este
deseo inmoderado de espectáculos y diver-
sioncs.
_ Dirigióse a una tienda donde vendían ca-
Jitas de cerillos y d; obleas, papel, lacre,
plumas y otros pbjetos de que tenía nece-
sidad: el despacho de la tienda estal a con-
nado a dos guapas muchachas, llenas de
amabilidad y cíe atenciones para con los pa-
rroquianos.
Luego que entró nuestro personaje, é in-
dico lo que deseaba, pusieron delante del
mostrador la mitad del almacén. El cura to-
mo lo que necesitaba, y al srlir quiso pro-
bar fortuna, y hacer el último esfuerzo para
recobrar una parte siquiera de sus dos li-
bras empleadas en el boleto.
, —Señoritas, les dijo como esta tienda es-
ta muy cerca del teatro de la Reina, y to-
davía no irá muy adelantada la represen-
tación, creo que les sería á vdes. muy fad»
encargarse de la venta de un billete de la
opera.
a.
Con mucho gusto, caballero contesto
una dede las muchachas, pero advertiré á yd-
que u na vez comenzada la representación»
397
ios boletos bajan enormemente de precio.
Además, como los libreros son los que ha-
cen el monopolio de las entradas de los tea-
tros, será muy aventurado que se venda es-
te noche. Sin embargo, tendremos un pla-
cer en encargarnos de esta comisión.
-—Caballero, interrumpió la otra mucha-
cha, ¿ me disimulará vd. que le haga una
Pregunta ?
—Puede vd. preguntarme cuanto guste,
Se
ñorita.
*—¿No le gusta á vd. la música?
El cura suspiró profundamente.
Entonces, ¿ por qué quiere vd. vender
Su
billete?
""""-Diré á vd. la verdad : precisamente por-
lue la música es quizá la única pasión que
j eil go, al cabo de mis años he venido á
°ndres, pero tuve la indiscreción ó el olvi-
c>> de no traer un frac, y esas gentes no
^'han dejado entrar, ó más claro, me han
n
ado fuera después de haber entrado.
"*"%! Y no es más que eso ?
r "~"~~En verdad, es el único motivo porque
*° h e asistido á la ópera.
c 0 ~ r * e ocurre una idea, caballero, y si vd.
t P o- S l e n t e e n ella, no perdeiá su libra es-
pina.
^ ¡ Dos libras ! contestó el cura.
s
li¿lT¡ Imras! repitió la muchacha. ¡ Dos
a ester
r) ec A. linas gastadas, y no ir á la ópera!
g a * l a m e n t e 1.0 permitiremos eso. Ten-
"• la bondad f |e pasar caballero.
39 8
El cura no adivinaba el plan que pensa-
ban seguir las muchachas, pero como una
de ellas abrió la puerta del mostrador, y
le hizo una graciosa cortesía, entró ma-
quinalmente á una pequeña trastienda.
Las dos muchachas se hablaron en secre-
to una de ellas se quedó en el despacho, y la
otra abrió una vidriera, sacó una cajita, y
se metió á la trastienda,
—Tendrá vd. la complacencia de desa-
botonarse la levita?
El cura vacilaba.
—Se lo suplico á vd., insistió la mucha-
cha.
El cura obedeció.
Durante cinco ó seis minutos, la mucha-
cha, ya en pie, ya de rodillas, estuvo arre -
glando la levita; concluida la operación,
tomó en la mano una luz y llevó á nuestro
personaje delante de un espejo. ¿Que tal-
le preguntó.
—¡ Soberbio ! ¡ magnífico ! exclamó el cura-
Jamás había creído que vdes. iban á hacer
tal cosa. Gracias, muchachas, gracias
El cura, en efecto, se veía y se volví- <
ver, y cada vez parecía más satisfecho.
La muchacha, con el único auxilio de a
gunos alfileres, había convertido en un mo
mentó la levita en un elegante frac, Q1
podría haber servido de modelo al mis*11
"Frecman," sastre del príncipe Alberto.
—Ahora, caballero, no hay q i i e P e r
tiempo, dijeron las muchachas.
399
El cura les dio de nuevo las gracias, y
marchó al teatro de la Reina, con la cabe-
za alta y el paso majestuoso, para impo-
ner á los cobradores de boletos, pero mor-
tificado en el fondo, de haber recurrido á
una inocente superchería.
— H e aquí, decía, c ó m o de una falta se
va insensiblemente á otra, y de esta á exce-
sos mayores.
L l e g ó á la puerta, entregó su boleto, y
notó que los dos cobradores le fijaron mu-
cho la atención.
P r o c u r ó disimular, y continuó avanzan-
do en el tránsito.
—Caballero, vd. no puede entrar á la ópe-
ra
> le dijo u n o de los cobradores.
— Q u e no puedo entrar, ¿y por q u é ?
— P o r q u e trae vd. levita.
, ^ ¿ Y o levita? dijo el cura recorriéndose
ra
pidaniente con la vista para ver si por
Ca
sualidad se le habían caído los alfilere.'
Sí, insisto en que trae vd. levita, y si
v
0 . m e permite
k n un abrir y cerrar de ojos, el cobra-
f r
° quitó c u a t r o ó cinco alfileres, y caye-
°n majestuosamente los dos grandes fal-
u n e s de la levita.
^1 cura creyó que lo ahogaba la sangre,
^.que el pavimento se hundía debajo de sus
s
c .^ - Pasado un m o m e n t o retrocedió, di-
rfjtev í l l°s cobradores con un acento de-
sdido :
400

—Aseguro á vds. que buscaré por todo


Londres un frac y volveré á la ópera.
—Muy bien, contestaron secamente los
cobradores, volviendo á colocarse en su
puesto, uno enfrente del otro, como unas
estatuas.
El cura formó un verdadero capricho in-
glés en domar la inflexible severidad y sus-
picacia de los cobradores del teatro, y se di-
rigió otra vez á la tienda.
—Señoritas, les dijo, esos hombres tienen
verdaderamente una suspicacia y una ma-
licia de Satanás,
—¿ Cómo ? ¿ qué ha sucedido ?
—Ya lo veis, contestó mostrando la le-
vita. Luego que entré, conocieron todo
lo que había, como si lo hubieran visto;
desprendieron los alfileres, y todo esta cu-
cho. Me veis aquí de vuelta.
—Y ahora, ¿qué hacer caballero?
—Necesito á toda costa un frac: es u n
punto de amor propio. No quiero ver va
ópera ni nada, sino vencer á esa canalla de
porteros insolentes é intolerantes.
Las dos muchachas se miraron un P]
mentó, y una de ellas subió al primer p l S ^
de la tienda, y bajó con dos fracs neg*"0
en la mano.
—¿Si vd. quiere probar, caballero?
—Con mucho gusto. r^
—Son de nuestros hermanos, y e s
casi nuevos.
4ot

•—Entonces no me podrán vender uno.


—No, caballero; pero lo usará vd. esla
noche y mañana lo devolverá,
—Eso de ninguna manera. . . . En fia
veremos si alguno me viene, y nos arre-
glaremos.
El cura pasó de nuevo á la trastienda.
Uno de los fracs, que era sin duda el her-
mano riienor, estaba tan chico que ei cu-
ra no pudo meterse ni una de las niangis.
£1 otro, aunque con trabajo y esfuerzos,
*o encajó en su cuerpo, ajusfándolo defini-
tivamente en el precio de dos libras y me-
dia, y dejando su levita para recogerla en
la
mañana siguiente.
Hecha esta operación, se dirigió de nue-
v
° al teatro y presentó su boleto. Notó
^ue los cobradores lo miraban con más cu-
ri
°sidad que antes.
" Ahora tengo frac, les dijo, tomando
ln
° de los faldones, y enseñándoselos.
~-Es verdad, dijeron ellos, y puede vd.
mtrar, porque está en su ''derecho," pero
lr
ernos á vd. que el frac está casi destruido
Por
la espalda.
" ¿ C ó m o ? dijo el cura.
""TÜeme v d. su mano, dijo el cobrador.
co CUr-ü' ^ e J° c i u e *e & u 'aran *a mano, y se
venció de que tenía el frac una rotura
bk' C ° S a ^ e o c n o dedos, que dejaba descu-
r t o el forro blanco del chaleco.
Repetimos, dijo uno de los cobradores,
Literatura Mcxi. M I . - T u m o II, —jr
Jo2

que supuesto que viene vd. de frac, está en


su "derecho" y puede entrar.
El cura inclinó la cabeza, dio la vuelta y
salió de) teatro lleno de vergüenza y con-
fusión, y dando gracias a la Providencia,
porque le había demostrado patentemente el
peligro de desviarse de sus deberes. A»
día siguiente recogió su levita por medio de
un criado, y se marchó á su pueblo. E n
cuanto llegó, llamó á Tomás el organista.
—Tomás, le dijo, he gastado ocho libras
esterlinas y no he visto la ópera, y lo único
que traigo de Londres es el alma llena de
remordimientos por las faltas que he come-
tido, y este frac usado y roto.
—Señor cura, expliqúese vd. por el amor
de Dios.
—Te ordeno, Tomás, que jamás me vuel-
vas á mentar ni la palabra ópera. El " i a
que quebrantes este precepto, te das P° r
despedido. Retírate.
Tomás se retiró; pero el cura, pasados »''
gunos días, para evitar que el organista
cavilase indiscreta é inútilmente, le coíMj '
con el candor de su alma buena y señenl»>
todo lo que le había ocurrido en su vial
KL ROSARIO
DE

CONCHA NÁCAR.
J.

Figuraos, si podéis, amabilísimos lecto-


re
s , un inmenso edificio colocado en unas
ar
nenas montañas. Figuraos que entráis
este edificio y que veis patios espaciosos,
untuosas arquerías, sostenidas por colum-
nas delgadas y esbeltas como el tallo de un
"Osai, cornisas caladas y pulidas como una
obra de platería de Benvenuto Celini, faen-
es de mármol, surtidores blancos por don-
^ corre una agua cristalina, naranjos co-
pados de sus dorados frutos, dahalias, jaz-
mines, yedras, pasionarias y claveles. Fi-
sUfaos también que una tarde de verano es-
j t l l s s e ntados en ese sitio, que le nombran
. s españoles la Alhambra de Granada, res-
p
<- do los aromas del campo, y adorme-
os con el voluptuoso ambiente andaluz,
nto
fu y compasado murmullo de las
ntes
> y que de repente veis salir de en-
406

tre las floras una mucliachita de quince


años, con un rostro expresivo y halagüeño,
una cintura de abeja, y un gracioso y natu-
ral garbo que ha^e ondear su túnico blan-
co, y la vista busca con avidez unos
pies pequeños que giran veloces, de los que
podría decirse:

"Flores nacen donde pisan."

Naturalmente la primera idea que ten-


dríais es, que esta figurilla fantástica que
ha venido á turbar vuestra voluptuosa so-
ñolencia en los patios de la Alhambra, es
una mora encantadora, una odalisca que aún
recorre sus palacios y jardines, y aguar-
da las trovas delicadas de algún enamora-
do árabe. Pues no, la visión peregrina y
bizarra que habéis visto pasar rápida y no-
tante como una maga, no es otra sino Ja
niña María Paquita. Mas adelante sabréis
su historia; por ahora basta con lo expues-
to para que no dudéis cómo es la heroína
de una novela romántica.

II.
111
Ni otomanas, ni sofaes de Damasco, • tV
cortinajes de tisú, ni soberbios espejos,
candelabros, ni nada de lo que puede r
crear la vista y predisponer el ánimo a £ r
4°7
tas sensaciones, habia en la casa de Paqui-
ta. Unas cuantas sillas ordinarias, una me-
sa de madera blanca, un lecho aseado, pero
pobrísimo; una tinaja en un rincón, la es-
coba, el plumero y algunos trastos en una
tabla: éstos eran les muebles que habia co-
locados en r,n aseado cuarto de una calle
de Granada; pero la figura esbelta de Pa-
quita daba ser y alegría á esta modesta ha-
bitad ,n. Nunca son más hermosas las flo-
res que cuando nacen entre los zarzales y
malezas. Lo mismo es una mujer: cuando
s
e la ve entre la caoba, el oro y el mármol,
»a atención se divaga, y muchas veces se ad-
mira más el tisú de un sofá que la hermosa
que está muellemente reclinada en él.
Paquita, pues, estaba sentada una tarde,
delante de una ventana, arreglando una til-
fícela de terciopelo, bordada de oro y len-
tejuelas, cuando entró un joven de ojos pe-
queños y hundidos entre las cejas, bigote
y perilla negros como el azabache, y cabello
ln|
poco más claro, largo y rizado en las
extremidades. Vestía un traje negro, qm
uescubrió al desembozarse la magnífica ca
Pa de paño azul con cuello de nutria que
J! a,a puesta, i ácil era, pues, reconocer en
• Fernando Garcés (que así se llamaba)
uio de estos jóvenes elegantes que concu-
J"ei1 día por día en Madrid á la puerta- del
OI
> y noche á noche al teatro del Prínci-
• D. Fernando, por entonces, por los
4 oS

motivos que pronto se sabrán, había aban-


donado por aigún tiempo la corte, y resi-
día en Granada, habitando una de las más
elegantes posadas de la morisca ciudad.
Apenas María vio al personaje eme aca-
bamos de describir, cuando arrojando ja
costura que la tenía ocupada, se puso en pie
con visible intento de arrojarse en brazos
del joven ; mas arrepentida quizá, se detuvo
á mitad de su camino, y bajando los ojos,
exclamó:
—Fernando, ¿es posible que seas tan
cruel? Tres días han pasado sin que hayas
venido á verme.
—Es verdad, María, tres días hace que
no te veo; pero también tres días hace qu e
no vivo. Y bien, María, ¿ por qué no nie
abrazas? ¿Por qué te arrepientes do ejecu-
tar lo que te dictaba el corazón?
—Dices bien, Fernando, contestó Ma~
ría tendiéndole la mano, mi primer movi-
miento cuando te vi entrar fué echarme en
tus brazes; pero eres tan ingrato.
—Amante hasta la idolatría deberías de-
cir, replicó Fernando, estampando un beso
en la rosada mano de María; pero ¿ciüe
quieres ? Me encargaron en mi casa f[u
visitara en su quinta de campo á la condes^
de Peña Negra, y me hn sido imposible de
prenderme, sin dar motivo á sospechas <\l
no quiero por ningún título conciba
familia.
409
—Siempre en visitas en casa de las mar-
quesas y condes, exclamó María con mar-r
cada cólera; ya se ve, esas visitas se pue-
den hacer á la luz del día; no así k:s que
de tarde en tarde se hacen á una pobre
huérfana á una bailarina.
—Siempre estás celosa y preocupada,
María. Las visitas de ía gente de alto ran-
go me fastidian, me incomodan; no así
cuando te veo, cuando gozo las dulces ho-
ras que me proporciona tu genio vivo y
alegre.
—Palabras vanas, que voy dejando de
creer, pues me las repites todos los días y
n
u n c a . . . . nunca me has dicho que piensas
seriamente e n . . . . porque un hombre hon-
rado, ó mejor dicho, un hombre que ama,
trata de asegurar para siempre la felicidad
^e su querida.
—María, esas son quejas infundadas. Tú
sabes que he abandonado los placeres de
|a corte por venir en pos de tí: sabes que
Jamas he arrancado por la violencia una so-
ld
caricia tuya.
, ¡ Ah, Fernando! dijo la muchacha sus-
Pirando; pero las has arrancado por el
amor>
""""¿Me amas? ¿Me amas, María?
~~~¿No te lo he dicho?
" ,'» es verdad; pero es tan grato oírlo
'petir por tu boca infantil; es tan agrada-
L
escuchar unas palabras tan dulces de
Literatura Mexicana.—Tomoll.—5*
4io

una criatura inocente; porque tú eres ino-


cente aún, María.
María se sonrojó, y una lágrima asomó a
sus párpados.
—Siempre triste, siempre llorando y ocul-
tando en tu alma un pesar que te devora.
Díme'o, María; díme1©, te lo he suplicado
mil vece; y siempre te has obstinado en
guardar ese secreto.
—Me aborrecerías en el momento qu e
supieras mi historia.
—De ninguna suerte, María, cualquiera
eme sean las cosas que me cuentes, jamas
.e aborreceré. vSi has tenido alguna falta.. -
—Falta, Fernando! exclamó colérica w
muchacha.
•—Perdón, María. Sé que eres pura, in-
capaz de cometer una acción mala por vo-
luntad, y sólo quería yo hablar de esas p e "
quenas faltas de niña.
—Es forzoso al fin, que sepas cuánto he
sufrido en mi corta vida. Después, si &
place, puedes aborrecerme ó amarme mas«
pero no quiero ocultarte nada de lo <lu,
te importe saber. Las bailarinas somos
veces más ingenuas que las condesas.
Fernando se mordió los labios al ese.*
cliar este sarcasmo; p?ro disimulando, dij
á María: . >
—Habla, habla, hija mía, que nada p ° d r
hacer que varíe mi amor.
4ii

III.

Durante esta conversación, los interlocu-


tores habían permanecido en pie; pero an-
tes de comenzar María su historia aproximó
una silla, y habiéndose sentado, hizo seña
a
Fernando para que hiciese lo mismo. Des-
pués de un rato de silencio, María comen-
*ó así:
-|-La historia de una huérfana es una his-
toria llena de lágrimas. ¿Qué otra cosa
Puede contar una pobre criatura que no co-
noce á su madre, que ha vagado de puer-
a
en puerta pidiendo un pedazo de pan y
ün
rincón en que albergarse ?
\ i^obre María! exclamó Fernando to-
á n d o l e una mano, ¿con que no sabes
quién te dio el ser?
No lo sé, Fernando, ni lo quiero saber,
Porque estoy segura que no amaría á mi

L, T ^ ^ e s a Dorotea ú.2 quien me has ha-


^o> no era tu madre ?
c- *~a quería yo como á tal. La pobre an-
a me
ta , meció en la cuna, compró á cos-
cri C SU * r a D a J ° u n a cabra para que me
Se
re > y me enseñó á leer, á coser y á
1
taba * vieras con qué ternura me sen-
bell SS ° k ruee s eru s rodillas, y alisando mis ca-
tana
atl0s
' ^ >tonccs eran delgados v cas-
> me decía:
412

—Hija mía, eres muy niña; pero el día


que crezcas y que te encuentres sola, los
hombres te dirán que eres muy hermo-
sa, que te adoran, que te harán feliz. ¡ A.h •
María! no los creas, porque te engañarán,
y te harán desgraciada. Tú no estás en
la edad de comprender lo que es honor; pe~
ro cuando tengas quince años, acuérdate
de las palabras de tu madre y cuídate del
mundo. Después, Dorotea me besaba, se
separaba de raí, y oía yo que en voz baja
y con una ternura indefinible, decía:
—¡ Pobre inocente! ¡ qué será de su suer-
te cuando yo le falte!
No sé qué tenían de amargo y de terri-
bles para mí estas palabras; el caso es que
hacían estremecer mi corazón infantil, qu e
hacían llenar de lágrimas mis ojos de nina-
Pasado un momento todo lo olvidaba y°>
y reía y jugaba alegremente.
Se aproximó por fin el lance que taflt°
temía Dorotea. Una tarde llegó á casa, pa*
lida, con los ojos desencajados, y el alien1
trabajoso. En cuanto la vi en ese estada:
me arrojé á sus brazos diciéndole : ?
—¿Qué tienes, madre mía? ¿ Sun e
¿Estás enferma?
—Muy pronto voy á dejarte para s i e
pre, Mariquita, porque presiento que e^
ta enfermedad me llevará al sepulcro, y j
quedarás so'a, absolutamente sola c n , ¡ e ,
mundo. Dios velará por tí, puesto q u e
4»3
ne cuidado de sustentar al pájaro que está
en el nido; mas sin embargo, moriría en-
teramente tranquila si no te dejara á ti, mi
pobre niña, hija mía.
Había tanta melancolía en estos razo-
namientos, que me puse á sollozar; y mien-
tras, Dorotea aplicaba sus labios calentu-
rientos á mis ojos y secaba mis lágrimas
c
on sus besos ardientes. Comprendí en el
estante lo terrible de la soledad, y el mun-
do alegre y brillante hasta entonces para
nu, se me presentó como un inmenso caos.
<Qué haría yo sola?¿A qué techo me aco-
r r í a ? ¿Cómo ganaría para comer? ¿A
^úen amaría cuando dejara de existir Do-
rotea? ¿Quién enjugaría mi llanto? ¿Quién
te
ndría piedad de mí ? Un pensamiento dq
SUl
cidio vino á mi cabeza. Era inocente y
j a meditaba un crimen; porque el mundo y
a
soledad me aterrorizaban.
La noche que siguió á esta tarde, Doro-
ea
ta pasó delirando con su hija María, y
j U hija María acostada junto del lecho de
enferma sollozaba y envolvía su cabe-
a
entre las ropas de la cama, sobrecogi-
óle un terror y calofrío terribles,
g. ^Comprendes, Fernando, cuan amar-
h a n e s u n a situación semejante, cuando no
C r
? r ^ ° m*s que quince años de vidn ?
rg ¡ Mi pobre María 1 Si entonces te hubie-
Pad ° n o c i ^ ° ' te habría servido primero de
p e r e ' . y de protector, y luego de esposo;
s,
gue, sigue tu historia.
4'4
—Cuando amaneció el día, Dorotea dor-
mitaba, aunque con a'guna agitación, y yo»
que había pasado en vela toda la noche,
me levanté de puntillas, y traté de implo-
rar el favor y la ayuda de una señora qu^
vivía cerca de nuestra casa, con quien nu
madre adoptiva tenía amistad. Conclui-
do esto, y habiendo nc hecho prometer de
la vecina que iría á mi casa luego que sus
ocupaciones se lo permitieran, volé al la-
do de Dorotea.
Luego que me vio se incorporó en el le~
cho y con una voz dulce me dijo:
—Mariquita, estoy mucho mejor que ano-
che, quizá Dios me dará vida.
—Así lo espero, madre mía.
—Sin embargo, temo que el delirio $c
apodere otra vez de mí, y entonces no p°"
dré decirte cosas que te interesan. Toma
esta llave, abre mi cofre y dentro de él ha-
llarás una pequeña cajita, sácala y traela.
Hice lo que Dorotea me ordenaba, y e ^
abrió la cajita y sacó de ella un rosario 4
oro y concha nácar, y me lo puso al cuel
diciéndome: x
—Esta es la única alhaja que tienes, W-
riquita; consérvala por mi memoria, y P
que algún día te puede servir. - e
—Con efecto, madre, servirá á la P°
huérfana, para comprar un pedazo de y
el día que no tenga que comer, ni t e
que la acoja.
4<5
—Tal vez te será útil para alguna cosa
más. Merced á ella podrás conocer á una
persona que te amparará, y te pondrá tal
vez en el rango en que debes estar.
Maquinalmentc tomé la cruz del rosa-
rio y la besé, instando á mi madre para
que me explicara de qué manera podría
serme de tanta utilidad, y ella, acomodán-
dose en el lecho, continuó así:
—Una noche, me acuerdo como si acaba-
ra de pasar, en que tronaba la tempestad,
la lluvia caía á torrentes, y los relámpagos
se introducían por las hendiduras de la ven-
tana, tocaron fuertemente la puerta; no me
asombré, pues á consecuencia del ejerci-
cio que hace muchos años tengo de re-
vendedora de ropa, era muy frecuente que
a todas horas del día y de la noche, viniesen
a
rni casa multitud de personas. Con esta
c
°nfianza, pregunté quién llamaba á la
Puerta, y habiéndome respondido una voz
suave y agradable, abrí sin dificultad al-
guna. LJna mujer encubierta se precipito
«asta el fondo de mi cuarto, y dejó sobre la
cama una criatura, diciéndome:
t Señora Dorotea, conozco el buen cora-
ron de vd., y le dejo esta criatura. Es fru-
0
de los amores ilícitos de una joven prin-
l
Pal, condesa nada* menos : vd. salva el ho-
°r de la madre, y da vd. la vida á una in-
. hz inocente. Dios le recompensará este
n
cncio. Al decir esto salió precipitada-
4t6
mente, dejándome espantada y confusa.
Cuando volví de mi asombro, mi primer
idea fué tomar á la niña y ponerla en la ca-
lle ó en la puerta de otra casa. ¡ Dios me
lo perdone, pues ccn ese intento corrí á la
cama y la cogí en mis brazos; pero la vi
tan linda, con su pequeña faz rosada, sus
ojos negros abiertos. . . . y luego el ange-
lito s o n r i ó . . . . en lugar de llorar, pues es-
taba empapado y temblando de. frío.
Esa noche acudí á las vecinas que te-
nían chiquitos, para que le dieran de ma-
mar; y al día siguiente, reuniendo mis
ahorros, compré una cabra para que cria-
se á mi niña, y desde entonces cada día se
ponía más hermosa, más risueña, más ama-
ble, y yo la adoraba como si fuese mi hija.
Ahora tiene quince años, y la voy á de-
jar abandonada para siempre.
Dorotea reclinó su cabeza en mis hom-
bros y lloró, á la vez que yo exclamaba:
—¿ Con que no eres mi madre ? ¿ Con q^ e
yo soy huérfana ? ¡ O h ! yo quiero que sea»
mi madre, porque á tí sola te amo, y tú sola
me has educado.
—Sí, tú eres mí niña, mi hija; pero voy
morir, y este rosario puede darte á cono-
cer algún día á tu verdadera madre.
¿Ya ves, Fernando, lo que hacen 1*
condesas? Gozan, aman, y arrojan á 9
hijos á la orfandad, sin volverse á acore
jamás de ellos.
-M7

—Esto es infame, murmuró Fernando.


—Sin embargo, si yo encontrara á mi
madre, todo se lo perdonaría, y la amaría
como amé á Dorotea.
—jPero, al fin, María, ¿qué sucedió?
—Desde el momento que Dorotea me ti i
*o esta revelación, doblé mis atenciones por
ella, velé día y noche á su cabecera, y pedí
•4 la Virgen con fervor que ó conservara
los días de mi infeliz madre adoptiva, ó
;,
1 menos le pagara con un alto lugar en el
c
íeIo, la caridad que había hecho de reco-
ger á la desvalida criatura á quien sus pa-
dres arrojaron de su casa.
—¿Y al fin?
—Al fin, murió Dorotea. La sexta noche
(
Je su enfermedad, apenas pudo hacerme se-
n
al de que me acercara; lo hice así, y to-
pando mi mano con la suya sudorosa v
:paJ comenzó á boquear. Yo caí de rodi-
"*s* y llorando pedía al Señor recibiese el
alma de la única compañera que tenía
ty
} el mundo. A las once de la noche ex-
P |r o Dorotea, y yo niña de quince años,
Sl
tt experiencia, sin apoyo, sin amparo, me
rr
>contré sola, frente á frente de un cadáver
4üe se llevaba á la tumba toda mi dicha y
° < T? s _ trns esperanzas.
Doña Petra Cisneros, asi se llamaba la
^ mi ga. á quien te dije le di aviso luego que
" enfermó Dorotea, se presentó á la ma-
an
a siguiente, dispuso el entierro, vendió
4iS

los pocos muebles que había, y me llevó á


su casa.
A los pocos días, cuando aún mis lágri-
mas no cesaban de correr, y el corazón me
dolía de pena, me llamó Doña Petra, y me
dijo:
—María, eres huérfana y pobre, y es me-
nester que ganes el pan con tu trabajo.
—Muy bien, señora, le contesté; díg :l "
me vd. en qué puedo ocuparme, y no sólo
tendré gusto en ganar para mi subsistencia,
sino en ayudar á vd, á vivir.
—Sabes, replicó, que soy una pobre, que
como lo hacía tu madre Dorotea, gano nu
vida vendiendo ropa usada, así es que voy
á despedir á la criada y te haré la caridad
de darte la comida, y la casa porque me
sirvas.
Estas son, Fernando, las caridades y tos
beneficios que hacen las gentes del mun-
do con sus semejantes. Mis padres »1lC
lanzaron como una sabandija de su casa
en cuanto nací, y una mujer me hacia ' a
candad de tenerme por esclava.
Acostumbrada á los cariñosos mimos o{
Dorotea, se me hizo dura, humillante, ho-
rrible, la condición á que tenía que sotn
terme. Acepté porque no había otro r
medio. ^
Ün año entero pasé trabajando & <„
una verdadera esclava. A las cinco de ^
mañana tenía que acarrear agua, desp1
4^9

que asear la casa, guisar, coser, y aguar


dar en la puerta como un perro á Doña
Petra, que nunca entraba antes de la una
de la noche. Bebia en silencio mis lágri-
mas, no tenía á quien quejarme; estaba
desesperada: una mañana Doña Petra me
suplicó con tono afable, lo que era en ella
^ u y raro, que le prestra mi rosario; díjele
(
iue mi madre me había encargado que
uunca me separase de él. Ella con tono
áspero insistió, yo rehusé, ella quiso arran-
cármelo por fuerza, yo me defendí; enton-
ces hirió mi frente con una llave, y me arro-
jo de su casa. Esta fué la caridad de Doña
* e tra. Después la he encontrado misera-
"' c , pidiendo limosna y no le he rehusado
,l!
un asilo, ni un pedazo de pan, ni una
camisa con que cubrir su desnude/:.
~~i Noble criatura! exclamó Fernando,
f * qué hiciste, mi linda María, cuando esa
lníani
e te arrojó de su casa tan cruel-
mente?
T^No puedes imaginar el tormento que
u
ífi al verme abandonada en una calle.
j , e s y pedirle que no me arrojase tan in-
mianamente de su casa, prometerle ser
la e s c ' a v a > ciarle mi rosario, y mi vida si
rri ^ j e r ' a | P e r o tenté la sangre que co-
la
de mi frente; el orgullo me dio valor,
c e
c]a . " ¿ andar resueltamente por la ciu-
cis;'*"*"* n]uy t a rde Fernando, y tengo pre-
n
de concluir mi vestido para bailar es-
4.20

ta noche en el teatro: por otra parte, lo


que falta que contarte es lo más terrible
ele mi pequeña historia, y tantos recuerdos,
sin tener donde ir, ni donde pasar la no-
che. Mi primera idea fué entrar de nue-
vo á la casa de Doña Petra, echarme á sus
tantas emociones de una vez me matarían.
—Ve, Fernando, ve por la casa de tu con-
desa de Peña-Negra y déjame: necesito
estar sola.
Antes de que Fernando pudiera articular
una silaba, María entró en una pequeña al-
coba, y cerro tras sí la puerta con llave.
Fernando se retiró cabizbajo y pensativo

IV.
Por la noche se representó en el teatro la
tragedia de D. Manuel José Quintana, ti*'1"
lada: El Pelayo. Aquel amor terrible d^
Ormesinda, aquel valor y caballerosidad de
Pelayo, aquellas concepciones sublimes de
venerable poeta clásico, arrancaron lasr**1
mas á los espectadores y los dejaron h c
chos presa de profunda melancolía: n1J;s
después se levantó el telón y apareció Mar'"
Paquita con un justillo de terciopelo n e
gro bordado de oro, una tunicela de oj**"-'
pon Manco, y un* Sombrerillo nácar $** .^
nado con flores, y que dejaba déscubií'*'1^
dos delicados rizos de su cabello. I- a °
42 1

qtiesta comenzó á modular esas notas vo-


luptuosas, alegres y vivas, en quví abun-
dan las sonatas y canciones españolas. Ma
ría hizo al público u n a graciosa cortesía,
y comenzó á bailar, cun mesura y d i g n i d a d :
después la música vibraba con una a r m o -
nía celestial; el octavino y el Hageolet en-
viaban sus harmonías de gilguero hasta e¡
fondo del alma, y María movía los pies ve-
loces, su figura esbelta se animaba, su tuni
cela flotaba graciosamente despidiendo
oleadas de luz. Va se percibía en el fon
do obscuro del proscenio c o m o una sil
fide llena de claridad, ya se acercaba eje
eutando rápidos movimientos y mudan
z
a s . Un pincel, el pincel de Miguel An-
ecio, para pintar esa cintura flexible y <K'-
J*cada, esos pies pequeños, ligeros y cas
divisibles, esas ondas graciosas y relum-
brantes de la tunicela, ese rostro en fin de
atigel expresivo, a n i m a d o , e n c a n t a d o r . . . .
^J> un pincel, p o r q u e la p l u m a . . . . la plu-
**)* es menester botarla y pisarla con ra-
"¡i*. c u a n d o no tiene poder bastante i ara
juntar un cuadro voluptuoso, espléndido,
'leño de J a \nz c\c j o s m ¡ | quinqués que
all
'ii)bran un t e a t r o . . . . L o s espectadores
aplaudieron con furor: el baile se repitió,
y se repitieron los aplausos. El g r a n in-
F e i l I ° , c le Q u i n t a n a quedó nulificado, ante
f p a & t c a belleza é incomprensible agili
a*l de Alaría P a q u i t a . F e r n a n d o loco, de-
423

liraiite, ebrio de amor y de ilusión, corno


al cuarto de Paquita; pero la puerta es-
taba cerrada y la criada le dijo que su ama
no lo podría recibir, sino en su modesta ca-
sa á las cinco de la tarde del siguiente
día.
Como es de suponerse, el galán no se hi-
zo esperar mucho. A las cuatro y media
de la tarde se dirigió á la casa de Pa-
quita, y la encontró lo mismo que en la
visita anterior, es decir, sentada delante de
la ventana, ocupada en su costura.
—María, has estado anoche, le dijo Fer-
nando al entrar, hermosa, encantadora, su-
blime. No sé qué sentí cuando la concu-
rrencia entusiasmada aplaudía con estrépi
to. Todos esos aplausos, toda esa gloria
es mía, reflexionaba yo, porque esta criatura
que arrebata, que enagena á lo más n°"
ble, á lo más escogido de la población d e
Granada, es mía. absolutamente mía. ^
yo le mando que llore, llora ; si le orden*'
que ría, ríe; si estoy melancólico, también
ella participa y siente mis pesares.—"f^
r; no es verdad, María, que nunca he tenida
contigo estos caprichos ? ¿ No es verda*
que siempre te he amado sin oprimirte"
—Tal vez será verdad, Fernando* r*p*|s
Paquita, alzando una faz melancólica n a
cia su amigo; mas lo que yo veo, es q u
la pobre bailarina no sirve más que P a
divertir los ocios de esa gente rica, noble ,
425

s-electa de quien hablas; gente que concibe


una ilusión momentánea, pero que en el
fondo del corazón desprecia y odia á los
juglares que la entretienen. Si la pobre
bailarina se mirase mañana tullida, enfer-
ma, abatida, nadie se acercarla á sus puer-
tas para consolarla y socorrerla. ¿ Qué im-
porta á las condesas, allá en el fondo de sus
alcobas de oro y terciopelo, la suerte de una
huérfana, de una cómica, de una aventure-
ra ? ¿ Qué joven pensaría en una flor mar-
chita y ajada? Esto es terrible, Fernan-
do, y perdona si te descubro este hondo pe-
s
ar que oprime mi alma noche y día. ¡ Oh !
*Vo quiero teatro, no quiero servir de espec-
táculo ni de juguete á esa ociosa y vana
multitud.
—¡ i María !!
—Pero soy huérfana, infeliz, y no tengo
de qué vivir, continuó María con marcado
^batimiento.
"—María, yo te haré dichosa.
-j-Días hace que el joven noble, rico y
Salan, repite á la bailarina que la hará
'eliz, y nunca llega ese caso, porque le fal-
la
valor para arrostrar las preocupaciones
• diales. Ya se ve, Fernando, he sido una
°ca en creer que podría aspirar á ser tu
e
*po s a . '
~~"Basta> María, te juro que no pasa-án
«•no d' ias s m ^ u e v e a s cumplidas m i s p r o
esas. Todo lo voy á disponer, y aunque
4*4

mis padres, mis amigos, el m u n d o entere


repruebe este enlace, Lo verificaré y vi-
viremos solos, aislados, pero en el seno del
a m o r y de la felicidad. Dices bien, niña.
la sociedad es una odiosa multitud llena de
vicios y de quimeras, que jamás puede dar-
nos la dicha, y sin e m b a r g o , nos arrebata
con su influjo la que podemos disfrutar en
e! silencio y el retiro.— r ; Lo entiendes, Ma-
ría? D e n t r o de ocho dias serás mi esposa. >'
no te presentarás al teatro, sino que llevaras
mi n o m b r e con la frente erguida é inocente.
—Gracias, Fernando, g r a c i a s ; eres bas-
tante generoso, y tu a m o r es la única es-
peranza de mi vida; pero es forzoso q u e
concluya mi historia. Este va á ser el lance
s u p r e m o que me indique si debo aguardar
un porvenir tranquilo, ó soportar toda u , i a
existencia de orfandad y de lágrimas.
— H a b l a , hermosa, habla. Te escucho,
porque la relación de tus infortunios f n i '
interesa demasiado, y deseo conservarla.
María continuó a s í :
— L u e g o qiií" perdí la esperanza de en-
trar de nuevo á la casa de D o ñ a Petra. P1"0'
curé alejarme á toda prisa del barrio don" 1
podía ser conocida cíe las vecinas, y " c ,
atinada, con los ojos llenos de lágrimas, >'
corazón c o m p r i m i d o y doliente, v a g n e
mayor parte del día, hasta (pie pasé a'1
la puerta de u n a iglesia, y entré á pedir * .
xilio y abrigo á la V i r g e n ; ya cnie me
425
contraba completamente desamparada \
perdida en el m u n d o . ¡ A h ! F e r n a n d o , las
palabras no tienen poder para expresar es
tas agonías, estos t o r m e n t o s a g u d o s que
rompen fibra á fibra, todas las esperanzas
de nuestro corazón. L a r g o rato recé y llo-
ré ante una Dolorosa á quien Velázquez
supo dar toda la expresión de a m a r g u r a
que tendría la madre de Dios c u a n d o gemía
al pie de la cruz de su H i j o ; al fin me le-
vanté de las g r a d a s del altar, donde habían
goteado las lágrimas que a r r a n c a b a n los pe-
sares á unos ojos de quince años, y salí del
templo, si no tranquila, al menos resignada.
En la puerta encontré á una anciana que
tocándome afectuosamente el h o m b r o , me
rtijo con dulzura :
"—¿^ué tienes, hija mía, que estás tan pa
''fia y llorosa ?
-—Nada, señora, nada, le respondí.
, ¿ N a d a ? es imposible, ese r o s t r o expre-
sivo y gracioso está muy d e m u d a d o , y algu-
na desgracia te ha acontecido. ; ' ! > lia re-
n
«*o tu m a d r e ?
~ - N o t e n g o madre, señora.
Bren, pues tu padre, tu tía, tu madras
tra ?
—Ningún pariente t e n g o en la tierra.
' i Cespita 1 exclamó la anciana ; pues en
lo
»iees ¿iU'mde vives?
"-En n i n g u n a parte.
'~~<t Es posible?
Literatura .vichearía.— l o m o 11.—54
4á 6

—Sí, señora. Servia yo en una casa don-


de por caridad me r e c o g i e r o n ; mas me
h a n arrojado de ella, y n o t e n g o ni doiuW*
reclinar mi cabeza.
— E s prodigiosa tu historia, y necesito
que me la cuentes. Ven c o n m i g o , niña, yo
te daré c a s a : te vestiré, te a m a r é c o m o a
mi hija.—¿Quieres?
—i S e ñ o r a ! . . . .
—Decídete, no tendrás de qué quejarte,
ívres muy hermosa y podré proporcionarte
u n a buena s u e r t e
Yo no comprendí el sentido de estas pa-
labras y seguí á la anciana.
U n a ñ o permanecí en su compañía» Y
en t o d o ese tiempo (pié de atenciones y cui-
dados n o tuvo para c o n m i g o . N o h u b o (,í4
seo q u e no indicase, q u e n o fuera satisfecho
al m o m e n t o ; no h u b o cosa que yo pidiese,
que n o me la presentara en el acto. Ni tra-
bajaba, ni sufría n i n g ú n g é n e r o de moles-
tias. La costura, el bordado, el baile, e s ^
eran mis únicas ocupaciones. Y o amaba 3
D o ñ a Sil vería t a n t o como á mi infeliz ' 1 , a
dre D o r o t e a .
— D i o s bendiga á esa mujer que tan b i e I 1
se p o r t ó contigo, María. Si la conociera-
recompensaría lo que hizo por tí, con lT1
vida, si fuese necesario.
— ¡ A h ! F e r n a n d o , prosiguió María í*>
despecho, Dios la habrá perdonado, pp r£ *
es c l e m e n t e ; pero ¿sabes lo que q u e n a (
4*7
eir esa generosidad? lisa mujer fué á arran-
ear á la huérfana de un lugar sagrado para
especular con ella, para venderla por oro,
como una mercancía.
—-¡ Oh ! infamia, infamia atroz, interrum
pió t-ernando colérico v revolviéndose en
la silla.
—Observaba, continuó María, que entra-
ban multitud de hombres embozados á
nuestra casa, desde la oración de la noche
en adelante; pero niña inocente como era,
e
reía que también Doña Silveria tenía co-
mercio de ropa, y por otra parte siempre
me encargaba que no saliese de mi cuarto á
e
üas horas. Sólo dos veces me llamó cuan-
do estaba de visita un general viejo y taci-
turno. La última vez que aconteció esto,
a
l retirarme de la presencia del general, o»
(
|ue. le dijo á Doña Silveria, "es celestial es-
ta muchacha, y juzgo que me quitará esta
melancolía v este mal humor que me con-
sumen/'
• Dios quiera sanar con esto á Y. E., le
es
pon<iió Doña Silveria. Yo me encerré
J1 nii recámara y si bien satisfecha con los
el£
>gios del personaje, no volví á pensar
«ils en semejante ocurrencia.
* asado algún tiempo me ordenó Doña
L V f5 i a n i e pusiese los mejores vestidos.
. hice así, salimos á la calle y nos diri-
*j mos a u n a magnífica casa. Un criado
s
mtrodujo á una sala adornada con ex •
12*

traordinario lujo, en la cual me dijo Do-


ña Silveria que me quedara, entretanto ella
iba á avisar á las señoras que querían cono
cerme. No sé qué temor repentino me pro-
dujeron aquellos grandes espejos, aquellos
muebles de mármol, aquellos sillones de se-
da y oro ; temblando y sin atrever á sen-
tarme, y estoy por decir eme ni á respirar,
permanecí como un cuarto de hora, á cabo
del cual se abrió una puerta y apareció el
mismo general á quien me había presenta-
do Doña Silveria en nuestra casa.
—Por fin, Paquita, me dijo echándome
los brazos al cuello, te resolviste á venir a
mi casa, y á amenizar la soledad de un vie-
jo soídadi).
Rápido como una exhalación cruzó p í>r
mi mente un siniestro pensamiento: conocí
de improviso la infamia de Doña Silveria.
y repuesta algún tanto de mi primer ason1'
bro, quité de mi cuello los nervudos bra-
zos del general, y me arrojé á sus pies ex-
clamando :
—¡ Piedad, señor, piedad!
—,: Piedad, Paquita? ¿Y por (pié es^
llanto, esas lágrimas, esa conmoción, eua'
do todos estos muebles, todas mis rfafUe7'
y todo mi amor van á estar á tus or
nes? '
—Señor, os han engañado vilmente,
mí me han vendido. . e.
El general reflexionó un momento, y
429

go, con voz pausada, dijo: Engañado. . . .


vendida. . . . ¿con que no sabias á qué ve-
nías á esta casa? ¿Con que no te han di-
cho lacla ? ¿Con que han sorprendido tu
ino encía ?
-a voz suave, y el mirar honrado del ge-
" ral, me volvieron el ánimo, y brevemen-
* le conté mi historia, ocultándole lo que
j
udiera obligarle á instarme para que me
quedase.
Escuchóme con paciencia, y asi que con-
fuí, me dijo:
—¡ Pobre criatura ; me ha destrozado el
corazón ! ¿ Quieres tener carrozas, muebles,
cr
iados, opulencia, y ser la señora de mi
'Ortüna y de mi corazón ?
"—Quiero, señor general, le contesté re-
su
eltamente, que me permitáis salir de
aquí.
- r -Muy bien: tu franqueza me agrada,
loma esta bolsa, y la puerta está abierta.
° nie retiro, porque me expondría á co-
meter un crimen. Cuando sepas que el
* e 'ieral es viudo, no olvides que te ha res-
petado. Págale entonces esta acción con tu
m
«no, y hazlo feliz. ¿ L o harás?
~~Lo juro, señor general.
arJT".'^ 1 ' gracias, niña, gracias. La buena
^^•cion que acabo de hacer, y la esperan-
c UtJ
V j, l has arrojado en la obscuridad de mi
ralt o3 l (,mfÁ hacen por ahora feliz; pero ju-
" tra vez
43°
— L o juro, por la memoria de mi madre.
—Basta. A h o r a es fuerza separarnos. Si
Dios quiere, volverá á j u n t a r á la preciosa
María, con el antiguo soldado español.
El general se dirigió á la otra pieza, >
cerró la puerta tras s i ; yo atravesé rápi-
d a m e n t e el corredor, bajé las escaleras Y
me encontré en la puerta de la calle tan sola
y aislada, como el dia en que mi madre me
arrojó al m u n d o .
E r a yo entonces joven, muy j o v e n . . . -
—-Lo mismo que ahora, Maria, y ade-
más muy hermosa.
— N o me toca á mí, contestó candida-
mente María, calificarme en este p u n t o , y
así, prosigo. A pesar de mis pocos años, l-1
dura escuela que había soportado, me en-
señó que todas las acciones que hacen las
gentes en la vida, pueden calificarse con es-
ta sola palabra " e g o í s m o ;" asi es que p°
pensé en dirigirme á buscar abrigo en nitt"
g u n a casa, sino á p r e g u n t a r por el hotel o c
postas, pasar allí la noche y marchantía fl
V r alencia, á Córdoba, á Sevilla, á eualqü lí>f
parte que n o fuese Granada. Con efecto»
al día siguiente á las tres de la maña**»,
que oí el ruido de las cadenas y los gW*°
de los cocheros, bajé de mi cuarto y m .
coloqué en la rotonda. ¿ A dónde me »J*
r
' ^ ' a ¿ Q u é 't>a 3 h a c e r ? ¿Guales eran tv.*
designios? ¿ Q u é porvenir-se me presen
ba? Tinieblas, confusión indefinible
43*

mi espíritu, tristeza letal que desgarraba mi


corazón, esto era lo que sentía mi alma en
aquellos m o m e n t o s que tendré siempre pre-
sentes, en que calenturienta y desolada, me
hallaba y o en la obscuridad del carruaje.
E n la primera j o r n a d a m a n d é solicitar un
Rorro, un velo, y un capota para abrigarme
(
Iel frío de las m a ñ a n a s , y evitar, cubrién-
dome el rostro, la curiosidad que era na-
Jura! inspirase á los c o m p a ñ e r o s de. via-
l e y transeúntes. El s e g u n d o día, lo mis-
mo que el anterior, n o me tocó ningún
c
° m p a ñ e r o en la rotonda. El tercero, un
Par de ancianos traficantes fueron mis
c
onipañeros. los que naturalmente me a g o -
l a r o n á fuerza de p r e g u n t a s ; pero yo les
contesté que me dirigía á Sevilla, á reu-
mrrne con una tia, pues había m u e r t o mi
madre en Granada, dejándome huérfana,
crecieron satisfechos de mi respuesta, y si-
guieron hablando de sus paños y lanas.
-negó que llegamos á la posada c o m o lo
. l a hecho en los dias anteriores, me me-
e
n mi cuarto, á meditar sobre el partido
11
> ^ podría escoger. En estas hondas cavi-
cíones llegó la noche, mis párpados se
err
a r o n , pues desde mi salida de Grana-
a J ° , n a D ' a podido d o r m i r ; un sopor se
POcleró de todos mis m i e m b r o s la
PU
* * H estaba abierta y
Acaba, acaba, por Dios, María, excla-
nf F<
' miando.
43 2

—Ya debes comprender lo que pasó. . •


—Esto es terrible, atroz!. . . .
—Y sin embargo, era inocente. La for-
tuna, la fatalidad, el infierno mismo cons-
piró á perder á la pobre huérfana. Vienen
los hombres, y con la misma facilidad que
arrancan una flor, la deshojan, la pisan y se
olvidan de ella, arrojan á la desgracia y á la
perdición á una mujer que nunca los ha
visto, que nunca los ha amado. El seduc-
tor se marchó, jamás lo conocí, porque el
cuarto de 3a posada estaba obscuro, por-
que mi cuerpo y mi alma, rendidos al enor-
me peso de tantos contratiempos, no tu-
vieron fuerza para defenderse y para luchar
contra la perversidad de un capricho mo-
mentáneo. ¡Dios mió! ¡Dios mío! daw e
tuerzas para- soportar este pesar, cuyo solo
recuerdo me sofoca y me mata.
Al día siguiente continué mi camino, sifl
cubrirme el rostro, sin ocultar mi orfandad
ni mi desamparo. Mis compañeros de vía'
je eran unos cómicos que se dirigían á ScW
lia. Dijeles que sabía bailar, y en la no-
che, después de haber hecho prueba de t&
habilidad, quedé ajustada, y desde e n t 0 V '
ees acá he tenido una vida errante, llena
triunfos y llena de adoradores. Atortu n a
damente mi corazón estaba seco y mi ^
indiferente, y esto me ha servido para c °
servar mi honor hasta hoy, en que una I
ca pasión me ha hecho confiarlo á la »
+33
radez de un joven noble y de la alta so-
ciedad. Esta es mi historia; tú sabes si
abandonas ó te enlazas con la bailarina.
Fernando había estado sumergido en la
más profunda cavilación, hasta que salien-
do de ella dijo á Paquita:
—¿Tenías túnico blanco la noche que
aconteció esa aventura ?
—Sí.
—¿ Y estaba junto á la cabecera un go-
rro color de rosa y una capota gris.
—Sí.
-—¿Te acuerdas qué día fué esto?
—-El 23 de Mayo de 182
— ¡ O h ! perdón, perdón, María, dijo Fer~
uando cayendo de rodillas.
—¿ Qué haces, Fernando ?
—¡ Perdón, María, perdón !
~~¿Qué significa eso? ; Conoces al se-
ductor ?
—El seductor está á tus pies. . . .
. ~~~Sr. I). Fernando Carees, interrumpió
alaría; ahí tennis la puerta, salid. En lo
' Ucpsivo podéis entrar como esposo cuando
lacráis, como amante nunca.

V.
«s lectores me permitirán que aliándo-
te P o r u n momento á nuestros aman-
con e
' l fin de darles á conocer un per-
Literatura Mexicana.—Tomo II.—«
434

sonaje, cuyo nombre han visto estampa-


do en las páginas antecedentes.
Luisa Eleonora de Viveros, condesa de
Peña-Negra, era la poseedora de cuantiosos
bienes que como á hija única le había de-
jado su padre, el cual hacia como quince
años que había muerto, según se dijo, a
consecuencia del pesar que le causó una
gran desgracia doméstica. En un prit1;
cipio el vulgo murmurador se atrevió a
herir la reputación de su hija, que enton-
ces era una niña candida como una pa-
loma, tímida como una cervatilla, y hernio-
sa y fresca como un jardín de Andalucía;
pero después la conducta ejemplar de la
huérfana, su recogimiento, y puede decir-
se su habitual seriedad, pusieron freno á los
lenguaraces, y olvidadas enteramente la s
primeras especies, voló por toda Granada
la buena fama de Eleonora, tanto que nui-
chos la juzgaban una santa. A la época de
esta narración ya era una matrona de trein-
ta y cinco años; pero de esas matrona
hermosas á quienes parece que respetan 1°
años, y en vez de robarles los atractivos si-
los aumentan y renuevan de una man e r
palpable.
Eleonora tenía unos ojos extremadarnfi ^
te negros, un poco hundidos, y sombrea
dos, con unas rizadas pestañas. Su tez e
sumamente tersa, de un blanco brilla* 1aS^
con Unas ligerísimas tintas de nácar en l
4-35
mejillas. El resto de las facciones de su ros-
tro, examinándolas con atención, nada te-
nían de delicado; pero en conjunto presen-
taban una figura sorprendente, capaz de
arrebatar la admiración del h o m b r e más he-
lado é indiferente. E n cuanto á su cuer-
po, era también e l e g a n t e : talla alta, for-
mas robustas, cuya morbidez se adivinaba
al menor descuido del t r a j e ; andar mesura-
do y airoso, movimientos pausados, pero
" o b l e s ; miradas de relámpago, y una sonri-
sa equívoca que se deslizaba de tiempo en
tiempo de unos labios por donde salía el so-
n
i d o de u n a voz armoniosa y expresiva.
Eleonora, desde la muerte de su padre,
c
lne acaeció en Madrid, se había retirado á
Un
a quinta que poseía en las cercanías de
g r a n a d a , sin recibir á más visitas que á la
Emilia de Garcés, y una que otra vez á un
general que había sido a m i g o del difunto
'-'onde.
*'os días después de la escena que pasó
^ntre María y D . Fernando, la condesa
, eonora s e hallaba en una magnífica alco-
a
» adornada con esplendor y lujo orien-
4 » reclinada en una o t o m a n a de d a m a s c o
£^~ n i e s b y s u m e r g i d a en una especie de
IS
he ^ U e *a t e n * a con
l ° s °J o s ^Í o s en un
m S canasto de
jad ° ° flores que estaba dibu-
hor° e n •*? a ^ o n i ^ r a - Pasado un cuarto de
d *t s a h ó de su e n a g e n a m e i n t o , y cubrién-
- e l s.eno y los h o m b r o s , de donde poco
4 3 c>

á poco había ido desprendiéndose la suelta


y trasparente bata de musolina blanca que
los cubría, tocó u n a campanilla de plata.
Al instante se destacó del marco de u n a vi-
driera azul, u n a muchachuela risueña, es-
belta y ligera, que poniéndose en pie de-
lante de la condesa, le. d i j o :
— ¿ Q u é mandáis, mi buena señora?
— E s menester que trences mis cabellos,
que dispongas el mejor vestido, q u e . . - -
V a m o s , Isabela, a p r e s ú r a t e . . . . es tan tar-
de, sí muy t a r d e ; y tú permaneces inmóvil
c o m o u n a estatua, c u a n d o te he mandado
que me adornes.
— M i h e r m o s a señora está hoy de peor
h u m o r que otros días, á lo que parece, con-
testó Isabela t o m a n d o en sus manos el ca-
bello n e g r o de la condesa, y comenzando
ú peinarlo y á esparcir a r o m a s en él. . • • •
— M i h u m o r es triste toda la vida; p e r °
á fe de Eleonora, que hace días tengo ¡>o~
lirados motivos para estar disgustada. ¿ *e.
parecen buenos presagios de felicidad, c
que en diez días sólo se haya presenta"
u n a sola vez en mi casa el que debe *L
mi esposo ?
— M i buena señora, le respondió Isabel »
deberá considerar que Don F e r n a n d o "
estado o c u p a d o en asuntos urgentes 1
o c u r r e n en casos semejantes. , fí
—¡ A s u n t o s !. . . . ¿Y q u é asuntos P u e 0 ,
ocurrirle, c u a n d o n o tiene mi futuro esp
437

so más que entrar á esta quinta y hallar


cuanto es necesario para la vida, hasta una
mujer herniosa que lo ame?
—Pero hoy debe venir, ¿no es verdad,
señora?
—Sí, dentro de mi momento. Apresú-
rate á concluir mi peinado.
—Al instante, señora condesa. ¿ ü s gus-
tan los rizos ? ¿ O queréis que os haga del
fleco unas trenzas anchas, que pasemos
por detrás de las orejas?
•—Lo que te agrade, Isabela ; tú tienes ex-
celente gusto para el peinado,
—Muchas gracias, señora; pero apropó-
sito, ¿qué vestido os ponéis el día de la
boda ?
—-\ Ah! Isabela, piensas tú como una ni-
ña que no ha sufrido la amargura de la vi-
( a
' - ¿Crees que pueda enlazarme con un
hombre que ama á o t r a ? . . . .
'—'¿Ama á otra Don Fernando?
—-Tengo vehementes sospechas de ello,
gabela. La soledad y los infortunios me
han dado mucha calma aparente; pero en
lo
interior sufro mucho, m u c h o , . . . Qui-
siera decir mil cosas á 1). Fernando; ma.<*
ern
° que la explosión de mi orgullo la in-
er
préte como una pasión tierna, y. . . . en
&e. caso prefiero encerrar los celos dentro
e
mi pecho. Una sonrisa sardónica asomó
a
los Jabios de la condesa.
* ftS imposible, señora condesa, que un
43*
hombre que os ve una vez, deje de pensar
un momento en vos y ame á otra. Por mi
parte, si fuera hombre, os amaría con de-
lirio.
—Gracias, mi riel muchacha, interrum-
pió la condesa haciendo un cariño á Isabe-
la : tu corazón es noble y tierno; pero el
de los hombres en lo general es corrompido
é indiferente. Si te dijera yo que la conde-
sa, llena de riquezas, de fausto y de hermo-
sura, es despreciada por una aventurera,
por una mujer del pueblo.
—Eso es imposible, señora.
— Debería serlo, si los caballeros uo
abandonaran ¡a senda del honor, y se ba-
jaran hasta ias mujeres del pueblo, hasta
la escoria de la sociedad, hasta lo más vil
y más despreciable que tiene el mundo.
—¿Pues á quién ama el señorito D. Fer-
nando?
—Te lo he dicho: á una vil mujer, á Ma-
ría la bailarina.
—¡A María! interumpió asombrada Isa-
bela.
—Sí, á María.
—Eso es imposible, señora. La pobr c
muchacha tiene el suficiente talento paríJ
conocer su posición y no aspirar hasta e
rango de esposa de un noble caballero.
—Eres demasiado candida, I s a b e l a / 1
amiga María no aspira á la mano de reí"
nando; pero eso no lu impedirá ser su M"
rida.
439

--¡ ( ) h ! 110 digáis.eso, mi herniosa seño-


ra. María es u n a muchacha honrada, y no
es capaz de esas locuras. E s pobre, y baila
en el teatro como yo os sirvo á vos, por te-
ner un arbitrio con qué subsistir.
Isabela se puso algún t a n t o colérica y en-
cendida al decir esto, y c o m o la condesa
lo notara, procuró calmarla.
—Tienes excelente corazón, Isabela, y
n
ie agrada que tomes la defensa de tus ami-
gas con tanto e n t u s i a s m o ; p e r o y o he vivi-
do más que tú y conozco el m u n d o .
E n esto se escuchó el ruido de una carro-
sa, y la condesa, poniéndose en pie, con-
tinuo :
•—Breve, Isabela, concluye. . . . recoge
c
l pelo, solamente, y dame la red de oro y el
vestido celeste, que. D o n F e r n a n d o llega.
Isabela colocó cu la cabeza de Eleonora
UÜP. graciosa red de oro. le puso un vestido
«zul b o r d a d o , y un calzado blanco, y encen-
<l,
endo unos pebeteros de plata que estaban
sobre el tocador, salió de la alcoba.
, A pocos m o m e n t o s volvió á entrar y dijo
,l
la condesa :
-—El general Bernardos desea hablar á mi
n
° b l e señora.
"^•El general Bernardes, ¿ q u é quiere
' (Pii • Siempre el general Bernardes en mi
sa. Díle, Isabela, que no estoy visible.
Isabela iba á salir; pero Eleonora, deján-
08(1
caer con impaciencia en la o t o m a n a , le
44°
ordenó que introdujese á la visita anun-
ciada.

VI.

—Señora condesa, á vuestros pies.


—¿Puedo saber, señor general, qué moti-
vo me proporciona el honor de veros hoy
por mi casa? dijo Eleonora, sin moverse
de la postura voluptuosa en que se había co-
locado.
—Siempre tengo algún motivo para ve-
ros, Eleonora, respondió el general toman-
do una silla y sentándose frente de la con-
desa; en primer lugar, admirar vuestra her-
mosura, que es mayor ahora que cuando I»
cedisteis al soldado que venia cubierto de
gloria del sitio de Zaragoza ; y en segundo,
preguntaros si habéis podido indagar de 13
suerte de esa pobre criatura que arrojasteis
al mundo.
—Siempre destilan acíbar y vengan?*
vuestras palabras, general. ¿ No os hab^ lS
cansado de martirizarme? Catorce años ha-
ce que nos volvimos á ver después de
época fatal de nuestros amores, y día f&
día con pocas interrupciones, me habéis n e
cho esa misma pregunta. Y
—Con efecto, tiene algo de extraño. *
soldado, rudo, criado entre los combate^
y la pólvora, debía haber olvidado 0 , t t c r rl
mente á mi hija; mientras que vos, da'
44i

hermosa, reclinada en vuestras otomanas de


tisú, y respirando los aromas de los naran-
jos y pebetes, debierais haber tenido pre-
sente á todas horas, que la pobre criatura
que arrojasteis de vuestra casa, acaso men-
diga ahora un pedazo de pan; acaso su mi-
seria la ha puesto en la carrera de la prosti-
tución. Ved los fenómenos que nos pre-
senta el mundo. Al través del corazón en-
callecido del soldado, penetra un sentimien-
to tierno y sublime de amor paternal, y el
corazón delicado y suave de una gran seño-
ra» no tiene un lugar para el recuerdo de su
hija. Esto es muy criminal, señora, y la
^diferencia con que escucháis mis pregun-
tas, y Jas ningunas diligencias que practi-
cáis para averiguar la suerte de esa inocen-
te, nie exaltan hasta el grado de que el día
'Henos pensado os arrancaré esa máscara de
santidad con que aparecéis á la vista del
'alindo, y proclamaré no sólo que habéis te-
indo una hija, sino que
Piedad, liernardes, piedad. ¿Por qué
^ f l p e ñ a r s e e n acibarar mi vida? ¿Por qué
jnnamar tina llaga dolorosa y siempre abier-
a en mi corazón ? Soy madre, y daría mis
sorps, mis joyas, mis castillos, por encon-
ar
a mi pobre niña, besar una vez su fren-
i y morir en seguida; pero vos tuvisteis la
la1 ^ hubierais ocurrido aquella noche á
ri~C ' a l m K 1 estaría hoy en vuestro po-
Literatura Mexicana.— 1 u|iiu I!. —yr,
442

—A la hora de la cita estaba yo tendido,


nadando en sangre, casi-moribundo. . . .
—¿ Es posible ? y no me lo habíais con-
tado.
—Vuestro padre me desafió, yo no admi-
tí, me llenó de insultos, y los sufrí; saco la
espada y la hundió en mi costado, y yo no
exhalé una queja, poique prefería la muerte
antes que ofender al padre de Eleonora.
Mientras esto pasaba, Eleonora, mujer sin
valor, sin energía, sin sentimientos de ma-
dre, enviaba á la hija que acababa de dar a
luz, á. . . . sépalo Dios. Es menester olvi-
dar estos acontecimientos. Hablemos de
otra cosa, señora condesa.
—Como gustéis, respondió en voz baja
Eleonora.
—Será bueno que os diga, condesa, qllC
una vez perdida la esperanza de encontrar
á mi hija, ha necesitado mi corazón amar.
distraerme, gozar, aunque sean placeres ilí-
citos, porque quiero aún, á costa de mi fen*
eidad eterna, sacudir este peso que agobia
mi vida, arrojar de mi corazón un dolor
sordo que hace verter lágrimas á mis ojos»
á todas las horas del día. Ya sabéis lo q u e
es esto, Eleonora : un amor malogrado; vina
hija perdida.
—Por piedad, general.
—Vamos, condesa, os hablaré de cosa
más alegres, puesto que tanto os contristo
esos recuerdos. Sabed, pues, que hace día-
443

que tengo la idea de llevarme á vivir a una


de mis casas de campo, á esa pequeña baila-
rina tan graciosa que llaman María Pa-
quita.
— Y bien, general. ¿ q u é t e n g o yo que
ver con esos caprichos? Haced lo que que-
ráis.
-—Allá vamos. Necesito que vos me en
freguéis á esa joven.
— ¡ Y o ! exclamó colérica Eleonora.
-—-Vos, condesa, y de una manera muy
sencilla. Salid vos un día de vuestra casa,
.v decid á vuestra doncella Isabela, que cotí
v
'de á su amiguita María á pasar el día con
e
' í a ; entonces yo vendré y todo se liará.
— E s o es una infamia, g e n e r a l ; y ya que
tentó me habéis a t o r m e n t a d o , n o me aíren-
o s con tanta desvergüenza. Salid de mi
Ca
sa, general.
—•^Calina, Eleonora, calma. Aprended \
s
ufrir de mí, que dieciseis años llevo de
SUardar nuestro secreto, y merced á él apa
e
^eis casta, pura v santa á los ojos del
Jámelo. A p r e n d e d ' <le mi, que n o os par-
1
el corazón c u a n d o lo entregasteis á o t r o
-Ml&nte, . . . O s digo, que m a n d o que ha-
* a i s lo que llevo dicho, continuó el general
°!!JTOZ *:llérgica' ó cle l o
contrario. .. .
J a m á s lo haré. O b r a d como os pa-
e
[A^~ ° ( l l u ' es necesario desistir de mi
U )l1vSO e
tabl ^ ^ general, y estáis hoy intra-
c>
Apropósito, j cuándo os casáis?
444

—Dentro de ocho días, contestó seca-


mente la condesa.
— M e t e m o que no sea así.
—¿ P o r qué lo decís ?
—¡ F r i o l e r a ! V u e s t r o futuro esposo esta
e n a m o r a d o como un O r l a n d o , de esa minia-
tura de María, y á fe que tiene razón.
—¡ E n a m o r a d o ! . . . . E s o es mentira, re-
plicó Eleonora dejando ver en sus labios sU
a m a r g a sonrisa.
— P o d r á s e r ; pero yo lo he visto salir
tres días consecutivos de la casa de Marta.
—I D e veras ?
— F i g u r a o s si un a m a n t e como yo, no ex-
piará los pasos de su rival. O s digo que
tres días consecutivos lo he visto salir de
la casa.
—¡ O h ! mi orgullo se ofende m u c h o u e
esa preferencia, general.
— ¡ O h ! Y el mío también, condesa.
— E s una vergüenza que una condesa s«
vea despreciada y olvidada por u n a aventU'
rera, por una cómica.
— E s u n a vergüenza que un general q« ,e
cayó bajo los escombros de Zaragoza. s
vea suplantado por un Marica barbi-lai*1"
piño.
— V e r d a d e r a m e n t e estoy por decir <3UC
t e n g o celos, genera'..
—¡ O h ! yo rabio, condesa ; también té't'S
celos.
>— ftsa mujer me humilla, dijo la conde*'
445

—Ese hombre me pone fuera de sí, repli-


có el general.
—Es una infame esa mujer.
—Es un malvado ese hombre.
Hubo un rato de silencio
El general tomó su sombrero y dijo á la
condesa:
—¿ Conque no aceptáis lo que os pro-
pongo ?
—Todo estará dispuesto, respondió Eleo-
nora. Venid mañana á medio día.
—Adiós, condesa.
—Adiós, general, contestó Eleonora, de-
jando asomar su amarga sonrisa.

VIL
\—Vamos, Fernando, levanta esos, ojos,
alégrate y rít*, v canta como lo hace tu
amigo.
"Suona la tromba, etc.
¡Hola! tráigannos una botella de Mála-
£«W unos salchichones, unos buenos trozos
e
queso, cualquier cosa. ¡Canario! llevo
atorce horas de correr á todo galope sin
P r obar bocado, sólo por anunciarte que en
* * tarde llega tu familia, v que pasado
Janana serás el esposo de la hermosa Eleo-
nora.
4.46
Fernando levantó la cabeza que tenia
apoyada en una mano, y miró al interlocu-
tor, que era un joven de regular figura,
y que vestia traje de camino.
—Y bien, Fernando, ¿qué dices de esto:
—Precisamente me recuerdas un asunto
que tenía olvidado.
—¡Olvidado! ;Y por qué?
—Porque no puedo absolutamente casar-
me con Eleonora.
—¿Fias hecho algún voto monástico, . • •
ó el romanticismo y la locura te han asal-
tado?
—Ni lo uno, ni lo otro.
—Entonces
—Es un asunto muy sencillo. Caminan-
do una vez de. Granada á Sevilla, paré en
un mesón donde lo bacía también la din*
gencia.
—¡Vamos! aventura tenemos, asunto
sentimental para que García Gutiérrez ha*
ga otra Magdalena (i) ; pero es menester
remojarnos la boca, y el vino ba llegado a
tiempo.
Un criado se presentó con un par de bo-
tellas de vino, unas copas, y algunos sí»F
chichones y fiambres.
—A la salud de tu futura, Fernando-
A liora prosigue.
—Eres un loco de atar, Miguel, y te p e f
dono tus sarcasmos, porque sé que no tra
tas de ufen den ne
447
—Te oiré con seriedad, prosigue.
—Traté de informarme por curiosidad
cuántos pasajeros conducía el carruaje; se
nie dijo que un par de viejos y una joven
que caminaba sola, y sola también se había
alojado en un cuarto cuyo número se me
indicó. Por la tarde crucé varias veces por
delante de la puerta, y sólo pude distinguir-
la con un velo verde y una capota, senta-
da en el fondo cle'l cuarto, cabizbaja y tris-
te. Me retiré decidido á dormir para le-
v
antarme temprano y llegar á la quinta de
"li tío. Eran las nueve cuando había for-
j a d o esa resolución ; pero el diablo sin du-
da nie inspiró la idea de pasar por última
Vt
'z delante del cuarto. Ño había luz ya:
empujé la puerta y encontréla abierta : entré
a
tientas conteniendo la respiración, dando
a
pausa pequeños pasos. Oí una ligera res-
piración ; el enajenamiento me dio valoi. . .
¡ Infeliz joven ! suspiraba, lloraba, la aho-
gaban los sollozos. . . . Hoy he encontrado
,l e
sa joven, la amo, y deseo por'otra parte
r
Jparar mi falta y hacerla feliz. He aquí
el
motivo porque he desistido de la idea
(,
c casarme con Eleonora.
¿ Y quién es la tal joven ?
,, María Paquita, bailarina del teatro de
lanada.
," }a» ta, ta. ., esa sí es locura gorda, cx-
V
arnó Miguel, empinándose un vaso de
Ulü ' > .- ' • 1
"• -«-ea^reciar a una mujer hermosa, con
448

más de treinta mil duros de renta, por una


miserable comedianta, que sabe Dios cuál
habrá sido su vida! ¿Y es posible
que seas tan candido, Fernando? Todas
esas mujeres del mundo tienen una his-
toria sentimental que contar; todas están
en mala carrera por la perfidia de un se-
ductor, ó la traición de un amante. Men-
tiras solemnes. Embustes que tienden co-
mo un anzuelo, para pescar á los crédulo:'
ó imbéciles.
—Dejo correr tu lengua porque no tiene
remedio; pero te advierto, que además d-i
que yo estoy persuadido de la buena te
de esta muchacha, la amo, y con esto que-
da dicho todo.
—Allá arreglarás esas cuentas con tu
padre. Cabalmente diviso un coche. Mi-
guel se asomó al balcón y exclamó:. •••
justo. . . . él es. . . .
A poco rato un coche pan'» .en la posada,
y se apeó de él D. Saturnino Nemesio Gai'-
cés, padre de nuestro iiéroe.

VIII.
Era D. Nemesio Carees un hombre coM°
de cincuenta y cinco años, delgado, de c a
beza cana, cutis rugado y rojo. Su cara^
ter era agrio, y sus ideas estaban enteí%*
mente ajustadas al molde antiguo, de St*e
440
te que en el fondo del alma era un carlista
hecho y derecho, aunque en lo aparente*
había adoptado por cálculo y conveniencia
la opinión del partido liberal. Apenas des-
cendió del carruaje, cuando se arrojó á los
brazos de su hijo con afectada jovialidad, y
ambos subieron la escalera y entraron al
cuarto, en cuya puerta quedó aguardándo-
los nuestro nuevo conocido Miguel,
—¿Os ha ido bien en el camino, padre
mío?
—Regularmente. Lo único que sucedió
fué, que creía ahogarme en fuerza de la vio-
lencia con que he andado.
—¿Y por qué tanta precipitación?
, —Porque era forzoso llegar á tiempo de
lr
npedir una locura.
—Señor, tengo una deuda de honor que
Pagar.
•7-I Chitón! no quiero oír referir esas his-
torias que me tienen fastidiado. Todo lo
s
<-\
Entonces cumpliré con los deberes de
caballero.
, ~~7¡ Lindo propósito! ¿ Qué fuera de vds.
s jóvenes, si se debieran casar con cuan-
«* nuijerzuelas encontraran en sus or-
gias y locuras? ¡Graciosa cosa! El l»om-
e
se extravía por un momento; pero lue-
go vuelve á la senda del honor. Hablemos
r :
° si tú te casaras con esa bailarina, era
e
nester que te ausentaras de España; y
Literatura Mexicana,—Tomo II.—5»
45°
eso no lo podrías hacer, porque merced á
tus buenas disposiciones no sabes ganar
un centavo por tu cuenta.
¡ Linda felicidad conyugal! Figúrate, ca-
sado con una mujer sin educación, sin mo-
ral, sin nada, v a m o s . . . . y luego pobre y
obligado á llevarla á los teatros, para que
vendiendo su pudor á la vista licenciosa del
público, mantuviera al ilustre cuanto imbé-
cil marido. Conoces mi carácter, Fernan-
do; sabes que no retrocedo, que tomaría
una pistola y te volaría el cráneo antes que
faltar al compromiso que hemos contraído
con la condesa Eleonora. . . . Por una par-
te tienes una mujer virtuosa, noble, rica,
v4ue te proporcione mejor posición y am-
plias comodidades en el mundo; por otra
la miseria, el aislamiento, el disgusto amar-
go que trae consigo el tener que vivir con
una mujer de condición tan desigual; c;'
anatema que arrojará la sociedad sobre ti,
y lo que es más, la maldición y el enojo eter-
no de tu padre. En tu arbitrio está el es-
coger. Mañana debemos ir á concluir co^
la condesa el asunto del casamiento, y t!f"
nes cerca de 24 horas para pensar. Te dej
solo y me retiro á mi cuarto. r ,
El viejo se salió, y Miguel, después
echar los últimos tragos de vino, salió tar»
bien riéndose de lo que él llamaba tonterr
inaudita de Fernando.—Este, por su p3/* j
cerró la puerta de su cuarto y se arroj
lecho.
45i

Al cabo de cinco horas que volvió en sí


de este vértigo, de esta dolorosa soño-
lencia en que lo había sumergido la difí-
cil posición en que se encontraba, se di-
rigió maquinalmente á la caja donde esta-
ban sus pistolas. Entre la lucha del amor
y del egoísmo, el diablo quería poner por
arbitrio al suicidio.
—Perder para siempre, decía Fernando, ú
tan noble, tan hermosa y tan desgraciada
criatura, abandonarla en su camino de la-
grimas después de haber arrancado el velo
a
su virginidad. ¡ O h ! jamás; iré esta mis-
"la noche, hablaré á María, la obligaré á
huir, y abandonaremos á mi padre, á la con-
desa, á mi familia, á mi patria.
—¿ Huir ? ¡ Condenación ! ¿ y con qué re -
cursos cuento, cuando no tendría ni aun pa-
ra pagar la diligencia ?—Ella tendrá.—; Alt!
u
°j tampoco viviré á expensas de una huér-
ail
a, de una pobre, esto sería infame v ver-
gonzoso.
Fernando entre tanto reconocía y voltea-
ba de todos lados las pistolas.
yespues quedaba sumergido en un ex-
3 S l s «Je avaricia, en que se encontraba dt.e-
° ^Q relucientes carrozas, de soberbios
astl
" o s , de magníficas casas de campo, y
rnado por una mujer si no joven, sí bas-
nte
_ hermosa y llena de esos atractivos
H *e fácilmente adivina la mente de un jo-
en
- Entonces juzgaba que María era una
4S Z
muchacha falaz, que trataba de. seducirlo
con embustes y fingidas historias. Se figu-
raba escarnecido y desechado del círculo dé
esa sociedad en que había vivido, teniendo
que subsistir á expensas del trabajo de su
mujer, y abatido hasta el grado de consen-
tir que sirviera de pasto y espectáculo á la
lubricidad de los espectadores. La balanza
se inclinaba por la condesa.
Pero luego, la voz angélica y persuasiva
de María, aquella historia profundamente
trágica y dolorosa de dieciseis años de or-
fandad, aquel acento tan candido y tan puro
de la criatura casta, aunque no virgen, en
que le había exigido una reparación de ca-
ballero, venían á la presencia de Fernando.
Veía sonreír la pequeña boca de María, veía
nublarse sus negros ojos con el llanto, sen-
tía los rizos de pelo flotante que pasaban ro-
zando su frente, sentía el contacto eléctri-
co de una mano, oía repetir á este serafín la?
dulces palabras: Fernan'do mío, yo te amp-
eres la única esperanza fie mi vida. ¡Oh-
Corría de un lado á otro, se reclinaba en el
lecho, se ponía de nuevo en pie, los lai-
dos del corazón lo ahogaban, y la calentura
enardecía su frente.
La balanza estaba inclinada por María.
Luego venía el recuerdo del acento átífO
del padre, las palabras enérgicas y l&c0~
nicas, brotadas, por decirlo así, de un jPc"
cho de acero. La pobreza, la imposibilida-
453
de fugarse con María, el remordimiento de
un crimen no reparado, las ilusiones de
amor desvanecidas, el vasallaje humillan-
te á una condesa o r g u l l o s a . . . . Aquí el dia-
blo ganaba, y el suicidio dejaba á la balan-
za incierta.
Horrible, atroz, encarnizada lucha la que
emprende el amor con las conveniencias so-
ciales.
Asomó la luz, y Fernando aún permane-
cía con el enagenamiento é insomnio que
hemos procurado describir. Abrió la ven-
tana, y el aire fresco de la mañana calmó
algún tanto la fiebre que devoraba su san-
gre. Se acostó en seguida y durmió dos
horas, al cabo de las cuales se levantó un
poco convulso, pálido, y con unas líneas
moradas al derredor de los ojos.
La lucha había terminado. El egoísmo
niató al amor, y Fernando se puso al to-
cador, mientras de que venía su padre, re-
suelto á casarse con Luisa Eleonora, con-
desa de Peña-Negra.

IX.
Mucha destreza y maña tuvo Eleonora
para persuadir á su doncella Isabela, para
f
iue convidara é hiciese que María fuese á
pasar á la quinta el día, la eual consintió
•m dificultad, y antes bien tenía la esperan-
za de desahogar en el seno de su amiga,
4 54
los pesares amorosos que la agobiaban. Se
dispusieron, por fin, las cosas de tal manera,
que cuando llegó el general, la condesa,
que había fingido salir, pero que en rea-
lidad permaneció oculta en las habitaciones
lejanas de la quinta, le dijo con su amarga
sonrisa:
—Bernardes, tenéis ya á vuestra víctima
dispuesta; pero sabed que esto lo he he-
cho por vengarme, y no por obedeceros.
—Está bien, Eleonora, para mí todo es
igual, repuso el general en tono irónico; y
puesto que me habéis servido como yo os
mandé, poco me importa el motivo.
La condesa iba á contestar el insulto, pe-
ro el general no le dio tiempo, pues vol-
teándole la espalda se dirigió á la parte de
la quinta que le había indicado la condesa.
—Por fin te volví á ver, niña hermosa, ex-
clamó el general, introduciéndose en la re-
cámara donde estaba María, y cerrando la
puerta con llave.
— i ; Señor general!! gritó asombrada la
muchacha.
—Gracias á Dios que no me has olvi-
dado.
—Era imposible, señor general, que ol-
vidara al que tuvo compasión de mis la-
grimas, y me socorrió en mi desventura-
Pero ¿por qué habéis cerrado esa puerta-
Isabela vendrá, y la señora condesa pW^e
llegar á saber. . . ,
455
—No hay cuidado, María, nada nos in-
terrumpirá, y en cuanta á la condesa, bas-
tante ocupada está en el asunto de su boda,
para que pueda ocuparse de nosotros.
—¡ Se casa la condesa! interrumpió
María.
—Y con I). Fernando Garcés nada me-
nos.
María se puso pálida, hasta el grado de
que sus hermosos labios de coral, quedaron
blancos como la azucena.
—Te he dicho la verdad, María.
—Eso es falso, Fernando no puede ca-
sarse, contestó la joven con mucha agita-
ción ; vos me queréis engañar, vos queréis
matarme, vois sois muy cruel, señor. D.
Fernando es honrado, y tiene que devol-
ver el honor á una mujer á quien se lo
arrancó infamemente en medio de las ti-
ni
cblas, en el silencio de la noche, como lo
hace un cobarde, un traidor. Perdonadme,
Se
ñor, si profiero estas palabras.
—'Tienes razón: sé que te ha engañado,
^ e te ha burlado, y que no tienes otro re-
curso sino olvidar á un miserable que no es
digno de tu amor.
María reflexionó un momento, y con to-
n
° resuleto dijo al general:
~-¿Habéis enviudado ya?
~~-No, María; pero te amo, te amo con
Sa
pasión frenética de anciano que no co-
n
°ce límites. Si hubiera enviudado, desde
45 6
la primera nuche que te vi bailar, te habría
hecho mi esposa.
—Pues entonces, señor general, dejadme
ir con mi desesperación y mis martirios, co-
mo me dejáasteis salir la otra vez de vues-
tra casa con mi orfandad y mis lágrimas.
—¿Abandonarte ahora, María? Eso es
imposible. Te hablaré francamente. La
vez que te vi en mi casa, eras un ángel
inocente, á quien no quise arrancar su úni-
co patrimonio, que era el candor y la pu-
reza ; hoy son otras las circunstancias, co-
noces ya .el mundo, y ningún remordimien-
to me causará el obligarte á que seas mta>
cuando lo has sido ya de otro infame que
prefiere las riquezas y la avaricia á tu
amor.
—Ese acento me espanta, señor general;
Abrid la puerta, dejadme salir, matadme si
queréis. ¡ Oh ! ¡ piedal, piedad !
—La vez primera, María, me conmovie-
ron esas dos palabras que acabas de pro-
nunciar ; pero hoy mis sensaciones son de
amor, de delirio. . . . M a r í a . . . . María, &
forzoso que me ames, es necesario que dul-
cifiques mi vida, es fuerza que calmes esta
fiebre que quema mi alma, que rompe mis
sienes, que destroza mi, cqrazón.
Al decir esto, los ojos del general esta-
ban ardientes, sus labios espumosos, »
nariz hinchada, su respiración dolorosa ,
entrecortada.
457
Maria se armó de valor, y desencadenán-
dose de los brazos del general, le dijo:
—Señor genera!, esos arrebatos os ha-
cen aborrecible á mis ojos: calmaos por
piedad, ú os juro que me mataréis, me ho-
llaréis á los pies, antes que consentir una
sola de esas c a r i c i a s . . . .
—¡Compasión, María, compasión! ex-
clamó el general cay.endo de rodillas, y
asiéndose fuertemente de las manos de Ma-
ria.
María se retiraba, diciendo:—Soltadme,
s
eñor, soltadme.
El general arrastrándose de rodillas no
cesaba de gritar:—¡Compasión, piedad!
Escena era esta que participaba de lo trá-
gico y de lo cómico. Ridículo sería ver al
general, anciano y valiente, arrastrándose,
con el cabello blanco en desorden, los ojos
centellantes y las manos crispadas ante una
Muchacha. Sublime sería contemplar á
es
ta muchacha más hermosa, con los colo-
nes encendidos que la cólera hacía brotar
^ n su rostro, rechazando heroicamente los
halagos del amante.
Duró largo rato esta escena, hasta que el
general colérico se levantó, y dijo á Ma-
la:—. Me obligas á ser cruel y brutal. . J a
fuerza
María corrió asustada al otro estremo del
Harto; el general la siguió. Ella se esca-
c h a , se ocultaba tras de los muebles, lío-
l r it>:ratur3 Mexicana. — T u m o l l -Jí
45S
raba, gritaba no hubo remedio: el
general la tomó entre sus brazos, y lo pri-
mero que hizo fué desgarrar la pelerina de
seda que cubría su albo seno. . . Retrocedió
espantado, desencajó los ojos, abrió la bo-
ca, y un temblor sobrecogió todos sus
miembros; después cayó de rodillas con las
manos enclavijadas, exclamando con emo-
ción :—Gracias, Dios mío, gracias; tu infi-
nita bondad me ha evitado un crimen, V
devuelto á mi hija.
María oía con asombro estas exclamacio-
nes del general, y juzgaba que había perdi-
do el juicio.
—Dime, María, repuso el general con
una voz dulce, ¿eres huérfana?
—Ya lo he dicho, señor.
—¿Y cómo has adquirido este rosario d e
concha nácar, que llevas pendiente en tu
cuello?
—Señor, la pobre mujer que me crió co-
mo á su hija, me lo dio cuando estaba
próxima á morir, díciéndome que alg u n
día podría yo saber merced á él quién er
mi madre.
—Y has sufrido mucho en tu vida, ¿ n
es verdad, hija mía?
—Mucho, señor general, mucho, conté
tó María enjugando su llanto y cubriend
se el seno que aún tenía desnudo.^
—Y dime, María, ¿ me perdonarás la ^
cura que acabo de hacer? Te quería m
459
jar, te quería ofender; pero. . . no sabía lo
que hacía, María. ¿ Me perdonas ?
•—Señor
—¿Y si yo quisiera adoptarte por hija?
¿Si mi frenesí se cambiara en un amor san-
to y puro ? ¿ Si te indemnizara con mis aten-
ciones paternales, de tanta humillación, de
tantos pesares como has sufrido tú, mi po-
bre niña?
•—¡ Ah! sois muy generoso, señor gene-
ral : todo lo olvido por mi parte, y no veo
ya sino al hombre leal y franco que no qui-
so mancillar mi inocencia.
-—Pero sabes, María que.. . .que. . .quie-
ro abrazarte, porque ese rosario fué un re-
Ralo que yo hice á tu madre, porque
Perdóname, María.
~—\ Señor! ¡Señor!
/—¡ Ah! Si vieras cuánto sufro, si vieras
c
°mo temo que me aborrezcas. . .
, ¿Sabéis quién es mi madre, señor? De-
fámelo, decídmelo al momento para pos-
t a r m e á sus pies, para bañar su rostro con
m
* llanto. ¡ Ah ! ¡ Madre mía ! ¡ Madre mía !
"—María María dijo .el general
sollozando, ¡tú eres mi hija!. . . .¿Me quic-
res
abrazar?
, ~~"*i Ah !. . . . Señor! Padre mío! ex-
o r n ó María, arrojándose en brazos del an-
ciano.
on ( ^ OS M ° r a r o n - ¡Dulces lágrimas las
se derraman en una ocasión semejante*
460

Mientras esto pasaba, Eleonora que ha-


bía estado platicando con Fernando, procu-
ró mañosamente indagar hasta qué punto
llegaba el amor que éste profesaba á María-
Fernando, disculpándose, dijo:—Que era
un amor frivolo y sin consecuencias, nacido
más bien de la compasión hacia una pobi"c
huérfana, á quien sus padres abandonaron
poco tiempo después de nacida.
La condesa, interesada vivamente, quis J
saber todos los pormenores, y cuando Fer-
nando le refirió que la única prenda qllC
tenia la huérfana para ser conocida de sus
padres, era un rosario de concha nácar, co-
rrió desolada á la habitación donde esta-
ban el general Bernaldes y María.
—¡ Ah, general! ¿ Qué habéis hecho? ex-
clamó la condesa mirando á María sentada
en las rodillas de Bernaldes. .,
—i Qué he hecho, condesa ? Encontrar *
mi hija.
—¡ Gracias, Dios mío! exclamó la c ° n
desa.
—Abraza y perdona á tu madre, Man 1
dijo el general. Todos hemos si do desgfg
ciados; pero este momento de felicidad *9
es comparable á los que se gozarán en
cielos. f .g
María trató de arrodillarse á Jos P*
de la condesa; pero ésta la levantó en s
brazos, la besó la frente, las mejillas»
ojos, lloraba, reía estaba á punto de
verse loca,
461
—¡Ah! hija mía! ¡Hija tnia! Tú me has
vtitltb la dicha y la paz de la vida. Tú has
Quitado de mi corazón un peso terrible que
hacía dieciseis años que lo oprimía: tú
eres el ángel del cielo que va á acompañar-
me en mi soledad. Vida mía, ¿olvidas que
te abandoné recién nacida? ¿Olvidas que
durante tu juventud no he sido tu madre?
¿Olvidas que por mí has sufrido el hambre*
la vergüenza y la desnudez ?
t -—Señora y madre mía: no me acuerdo
Sino de que os tengo entre mis brazos; que
confundo mis lágrimas con las vuestras;
que soy feliz en poder pronunciar ese nom-
bre sublime y dulcísimo de madre.
Ahora, dijo el general, es menester pen-
sar ,en la suerte de María. Haced que ven-
&a D. Fernando aquí, condesa. La conde-
Sa
salió y regresó en breve, acompañada
de Fernando.
--Señor Garcés, le dijo el general, vues-
tro amor y vuestros votos se ven hoy cum-
phdos. Aquí tenéis á María: no es una mu-
jer del pueblo; no es una bailarina; .es la
l
Ja de un valiente soldado v de una noble
Se
ñora.
" ¿ Cómo ? explicadme.
.T~E.s nuestra hija, Fernando, interrum-
a
v'° ' condesa, y si vos lo queréis, será
u
e s t r a esposa y llevará un noble apellido,
Q
^.c\ m i l Veso's de renta. ¿ Qué decís ?
Wue la admito por esposa, porque la
462

adoro, señora, y porque un caballero debe


satisfacer lo que debe al honor. En cuanto
al dote, lo renuncio: trabajaré para ella,
pues ya tengo á quien dedicar mi existen-
cia y mis pensamientos.
—Abandonad esas locuras, Fernando, in-
terrumpió el general; la condesa y yo so-
mos ricos.y todo, todo es para la felicidad de
nuestra hija. Esta noche os casareis, y ma-
ñana partiréis á Ñapóles: dentro de pocos
días, la condesa y yo nos reuniremos con
vosotros, y en esa tierra de cielo azul, de
brisas perfumadas, como la de Granada, pa-
saremos felices y tranquilos el resto d~
nuestra vida.
Con efecto, en la noche se casaron Ma-
ría y Femado, y al dia siguiente tomaron el
camino de Ñapóles. A los dos meses, I a
condesa de Peña-Negra y el general Ber~
naldes, se casaron también y partieron &
reunirse con sus hijos.
Dios hizo desde entonces á toda la fami-
lia, la más feliz de la tierra.
Agosto tle i843-
AMOR SECRETO.
Mucho tiempo hacia que Alfredo no me
visitaba, hasta que el dia menos pensad©
s
e presentó en mi cuarto. Su palidez, s.u
largo cabello que caía en desorden sobre
R
us carrillos hundidos, sus ojos lánguidos
y tristes, y por último, los marcados sín^
tomas que le advertía de una grave enfer-*
rrie
dad, me alarmaron sobremanera, tanto
que no pude evitar el preguntarle la cau-
sa del mal, ó mejor dicho, el mal que pa-
decía.
'—Es una tontería, un capricho, una qui-
e r a lo que me ha puesto en este estado;
e
n una palabra, es un amor secreto.
-—¿ Es posible ?
Eá una historia, prosiguió, insignia.-
carite- para el común de las gentes; pero
quizá tú la comprenderás: historia, te pe*
Pltr>) de esas que dejan huellas tan profun-
466

das en la existencia áe\ hombre, que ni el


tiempo tiene poder para borrar.
El tono sentimental, á la vez que solem-
ne y lúgubre de Alfredo, me conmovió al
extremo; asi es que le rogué me contase ésa
historia de su amor secreto, y é»l continuó:
—¿ Conociste á Carolina ?
— C a r o l i n a ! . . . . ¿Aquella jovencita de
rostro expresivo y tierno, de delgada cin-
tura, pie breve ?. . . .
—La misma.
—Pues en verdad la conocí y me intereso
sobremanera. . . . pero. . .
—A esa joven, prosiguió Alfredo, la ame
con el amor tierno y sublime con que se
ama á una madre, á un ángel; pero parece
que la fatalidad se interpuso en mi cami-
no, y no permitió que nunca le revelara es-
ta pasión ardiente, pura y santa, que habría
hecho su felicidad y la mia.
La primera noche que la vi fué en u" ba¡-
le; ligera, aerea y fantástica como las sil-
fides, con su hermoso y blanco rostro Ue-
no de alegría y de entusiasmo. La amé en
el mismo momento, y procuré abrirme paso
entre la multitud para llegar cerca de es a
mujer celestial, cuya existencia me parecí''
de^de aquel momento que no pertenecía a
mundo, sino á una región superior: rnL
acerqué temblando, con la respiración tra-
bajosa, la frente bañada de un sudor frío- •
¡ Ah! el amor, el amor verdadero es u n í l
467

enfermedad bien cruel. Decía, pues, que


me acerqué y procuré articular algunas pa-
labras, y yo no sé lo que dije; pero el caso
es que ella con una afabilidad indefinible
me invitó á que me senatse á su lado: lo
hice, y abriendo sus pequeños labios pro-
nunció algunas palabras indiferentes sobre
el calor, el viento etc., pero á mí me pare-
ció su voz musical, y esas palabras insig-
nificantes sonaron de una manera tan má-
gica á mis oídos, que aún las escucho e¡\
este momento. Si esa mujer en aquel acto,
rne hubiera dicho: yo te amo, Alfredo,"
s
i hubiera tomado mi mano helada entre
sus pequeños dedos de alabastro, y me la
hubiera estrachado; si me hubiera sido
permitido depositar un beso en su blanca
frente. . . . ¡ O h ! habría llorado de gratitud,
^ e habría vuelto loco, me habría muerto
tal vez de pla«er.
A poco momento un elegante invitó á
bailar á Carolina. El cruel, arrebató de mi
fado á mi querida, á mi tesoro, á mi ángel.
•kl resto de la noche Carolina bailó, platicó
c
°n sus amigas, sonrió con los libertinos
pisaverdes ; y para mí que la adorada, no tu-
Vo
ya ni una sonrisa, ni una mirada, ni una
Palabra. Me retiré cabizbajo, celoso, rnal-
iciendo el baile. Cuando llegué á mi casa
, arrojé en mi lecho, v me puse á llorar
de
rabia.
A- la mañana siguiente, lo primero que
+68
hice fué indagar dónde vivía Carolina, pe-
ro mis pesquisas por algún tiempo fueron
inútiles. Una noche la vi en el teatro, her-
mosa y engalanada como siempre, con su
sonrisa de ángel en los labios, con sus ojos
negros y brillantes de alegría. Carolina se
rió unas veces con las gracias de los acto-
res, y se enterneció otras con las escenas
patéticas; en los entreactos paseaba su vis-
ta por todo el patio y palcos, examinaba
las casacas de moda, las relumbrantes cade-
nas y fistoles de los elegantes, saludaba gra-
ciosamente con su abanico á sus conocidos,
sonreía, platicaba. . . .y para mí, nada. • • •
ni una sola vez dirigió la vista por donde
estaba mi luneta, á pesar de que mis ojos
ardientes y empapados en lágrimas, seguían
sus más insignificantes movimientos. Tam-
bién esa noche fué de insomnio, de delirio;
noche de esas en que el lecho quema, en
que la fiebre hace latir fuertemente las ar-
terias, en que una imagen fantástica esta
fija é inmóvil en la orilla de nuestro le-
che."
Era menester tomar una resolución. fcn
efecto, supe por fin dónde vivía Carohna,
quiénes componían su familia, y el gene'
ro de vida que tenía. ¿Pero cómo p e n e p
trar hasta esas casas opulentas de los ricos -^
¿Cómo insinuarme en el corazón de u n * ' - ' j c
ven del alto tono, que dedicaba la mita«l »-
su tiempo á descansar en las miilVínJas o
4<>9

iñanas de seda, y la otra mitad en adornar-


se y concurrir en su expléndida carroza á
los paseos y á los teatros ? ¡ A h ! si las mu-
jeres ricas y orgullosas, conociesen cuán-
to vale ese amor ardiente y puro, que se
enciende en nuestros corazones, si miraran
el interior de nuestra organización, toda
ocupada, por decirlo así, en amar; si re-
flexionaran que para nosotros, pobres hom-
bres á quienes la fortuna no prodigó rique-
zas, pero que la naturaleza nos dio un co-
razón franco y leal, las mujeres son un te-
soro inestimable, y las guardamos con el
delicado esmero que ellas conservan en
un vaso de nácar las azucenas blancas y
aromáticas, sin duda nos amarían mucho;
p e r o . . .las mujeres no son capaces de amar
el alma jamás. Su carácter frivolo las in-
clina á prendarse más de un chaleco, que
de un honrado corazón ; de una cadena de
°ro ó de una corbata, que de un cerebro
bien organizado.
He aquí mi tormento. Seguir lánguido,
triste y cabizbajo devorado con mi pasión
°culta, á una mujer que corría loca y des-
cuidada entre el mágico y continuado fes-
ton de que goza la oíase opulenta de Mé-
xico. Carolina iba á los teatros, allí la se-
guía y o : Carolina en su brillante carroza
daba vueltas por las frondosas calles de ár-
boles de la Alameda; también allí me halla-
ba yo sentado en el rincón oscuro de una
47 ó

banca. En todas partes, ella estaba rebo-


sando alegría y dicha, y yo mustio, con ei
alma llena de acíbar y el corazón destilan-
do sangre.
Me resolví á escribirle. Di al lacayo lina
carta, y en la noche me fui al teatro lleno
de esperanzas. Esa noche acaso me mira-
ría Carolina, acaso fijaría su atención en mi
rostro pálido, y me tendría lástima era
mucho esto: tras de la lástima vendría el
amor, y entonces sería yo el más feliz de
los hombres. ¡ Vana esperanza! En toda la
noche logré que Carolina fijase su atención
en mi persona. Al cabo de ocho días me
desengañé que el lacayo no le había entre-
gado mi carta. Redoblé mis instancias y
conseguí por nn, que una amiga suya pu-
siese en sus manos un billete, escrito con
todo el sentimentalismo y candor de un
hombre que ama de veras; pero, i Dios
mío! Carolina recibía diariamente tantos
billetes iguales; escuchaba tantas declara-
ciones de amor; la prodigaban desde sus
padres hasta los criados tantas lisonjas»
que no se dignó abrir mi carta, y la devolvió
sin preguntar ni aun por curiosidad quien
se la escribía.
¿Has experimentado alguna vez el tor-
mento atroz que se siente, cuando nos des-
precia una mujer á quien amamos con to-
da la fuerza de nuestra alma? ¿Compre*1"
des el martirio horrible de correr día >'
47 r
noche, loco, delirante de amor tras de una
mujer que ríe, que no siente, que no ama,
que ni aun conoce al que la adora?
Cinco meses duraron estas penas, y yo
constante, resignado, no cesaba de seguir
sus pasos y observar sus acciones. El con-
traste era siempre el mismo: ella loca, llena
de contento reia y miraba al drama que
se llama mundo, al través de un prisma
de ilusiones; y yo triste, desesperado, con
un amor secreto que nadie podía compren-
der, miraba á todas las gentes tras la me-
dia luz de un velo infernal.
Pasaban ante mi vista mil mujeres; las
unas de rostro pálido é interesante; las
otras llenas de robustez, y brotándolas el
nácar por sus redondas mejillas. Veía unas
de cuerpo flexible, cintura brevt' y pie pe-
queño ; otras robustas, de formas abéticas;
aquellas de semblante tétrico y romántico;
las otras con una cara de risa y alegría clá-
sica ; y ninguna, ninguna de estas flores que
se deslizaban ante mis ojos, cuyo aroma
percibía, cuya belleza palpaba, hacía latir
mi corazón, ni brotar en mi mente una so-
m idea de felicidad. Todas me eran absolu-
tamente indiferentes; sólo amaba á Caro-
l a , y C a r o l i n a . . . . ¡ Ah í el corazón (U* las
mujeres se enternece, como dice Antony,
cuando ven un mendigo ó un herido; pero
son insensibles cuando un hombre les dice:
te amo, te adoro, y tu amor es tan ne~
472

cesario á mi existencia cuino el sol á las


flores, como el viento á las aves, como el
agua á los peces." ¡ Qué locura! Carolina
ignoraba mi amor, como te he repetido,
y esto era peor para mí que si me hubiese
aborrecido.
La última noche que la vi fué en un bai-
le de máscara. Su disfraz consistía en un
dominó de raso negro; pero el instinto del
amor me hizo adivinar que era ella. La
seguí en el salón del teatro, en los palcos,
en la cantina, en todas partes donde la di-
versión la caducía. El ángel puro de mi
amor, la casta virgen con quien había yo
soñado una existencia entera de ventura
doméstica, verla entre el bullicio de un car-
naval, sedienta de baile, llena de entusias-
mo, embriagada con las lisonjas y los amo-
res que la decían. ¡ O h ! si yo tuviera de-
rechos sobre su corazón, la hubiera llama-
do, y con una voz dulce y persuasiva la
habría dicho: "Carolina mía, corres por
una senda de perdición: los hombres sen-
satos nunca escogen para esposas á las mu-
jeres que se encuentran en medio de las es-
cenas de prostitución y voluptuosidad: se-
párate ¡ por piedad! de esta reunión cuyo
aliento empaña tu hermosura, cuyos place-
res marchitan la blanca flor de tu inocen-
cia ; ámame sólo á mí Carolina, y encontra-
rás un corazón sincero, donde vacies cuan-
tos sentimientos tengas en el tuyo: ámame,
473
porque yo no te perderé ni te dejaré morir
entre el llanto y los tormentos de una pa-
sión desgraciada/' Mil cosas más la hubie-
ra dicho; pero Carolina no quiso escuchar-
me : huía de mí y risueña daba el brazo á
los que la prodigaban esas palabras vanas
y engañadoras, que la sociedad llama í; ga-
lantería." ¡ Pobre Carolina! La amaba tan-
to, que hubiera querido tener el poder de
un Dios, para arrebatarla del peligroso
camino en que se hallaba.
Observé que un petrimetre de estos almi-
barados, insustanciales, destituidos de mo-
ral y de talento, que por una de tantas ano-
malías aprecia y puede decirse venera la
sociedad; platicaba con grande interés con
Carolina. En la primera oportunidad lo
saqué fuera de la sala, lo insulté, lo desa-
fié, y me hubiera batido á muerte; pero él
riendo me dijo: ¿qué derechos tiene vd. so-
bre esta mujer? Reflexioné j n momento,
>' con voz ahogada por el dolor, le respon-
dí * ningunos." Pues bien, prosiguió rién-
dose mi antagonista, yo sí los tengo, y lo
Va
vd. á ver. El infame sacó de su bolsa
una liga, un rizo de pelo, un retrato, unas
c
artas, en que Carolina le llamaba su te-
soro, su único dueño. Ya ve, vd. pobre
nombre, me dijo alejándose, Carolina me
a
ma, y con todo la voy á dejar esta no-
9 n e misma, porque colecciones amorosas
guales á las que ha visto vd. y que tengo
Literatura Mexicaaa—Tomo II.—6o
171

en mi cómoda, reclaman mi atención: son


de mujeres inocentes y sencillas, y Caroli-
na ha mudado ya ocho amantes.
Sentí al escuchar estas palabras, que el al-
ma abandonada á mi cuerpo, que mi cora-
zón se estrechaba, que el llanto me oprimía
la garganta. Caí en una silla desmayado, >
á poco no vi á mi lado más que un amig°
que procuraba humedecer mis labios con
un poco de vino.
A los tres días supe que Carolina estaba
atacada de una violenta fiebre, y que los
médicos desesperaban de su vida. Entonces
no hubo consideraciones que me detuvie-
ran, me introduje en su casa decidido á de-
clararle mi amor, á hacerle saber que si
había pasado su .existencia juvenil entre
frivolos y pasajeros placeres, que si su co-
razón moría con el desconsuelo y vacío ho-
rrible de no haber hallado un hombre que
la amase de veras, yo estaba allí para aseg'U-
rarle que lloraría sobre su tumba, que e l
santo amor que la había tenido lo conser-
varía vivo en mi corazón. ¡ Oh ! estas pro-
mesas habrían tranquilizado á la pobre ni-
ña, que moria en la aurora de su vida, .
habría pensado en Dios y , muerto con *•
paz de una santa.
Pero era un delirio hablar de amor a u
mujer en los últimos instantes de la v* '
cuando los sacerdotes rezaban los saín
en su cabecera; cuando la familia H° r
475
alumbraba con velas benditas de cera, \aa
facciones marchitas y pálidas de Carolina,
i O h ! yo estaba loco; agonizaba también,
tenía fiebre en ?I alma. ¡ Imbéciles y locos
que somos los hombres!
Alfredo se envolvió en su capa y quedó
sumergido en la más profunda meditación.
Pasado un momento le dije:
l Y qué sucedió al fin ?
Al fin murió Carolina, me contestó; y yo
constante la seguí á la tumba, como la ha-
bía seguido á los teatros y á las máscaras.
Al cubrir la fría tierra los últimos restos
de una criatura poco antes tan hermosa,
tan alegre y tan contenta, desaparecieron
también mis más risueñas esperanzas, las
s
olas ilusiones de mi vida. Alfredo salió de
nii cuarto sin despedida.
T r i n i d a d de J u á r e z .
LEYENDA DEL AÑO DE 1648.
Dos objeciones podrían hacer allá á sus
solas los pacientes y benévoles lectores áz
cuentos y novelas al leer el título de la pre-
sente : á saber, por qué escogí el nombre
de Trinidad, teniendo el calendario nove-
lesco tan abundante acopio de Clorindas,
gorilas, Clotildes, etc., y por qué esta Tri-
l l a d se llama de Juárez. En cuanto á lo
Pnmero, diré ¿me Trinidad sería un nonb
" r e - si se quiere algo raro cuando la heroí-
*Ja que lo llevara fuera una vieja de tez
e
cacao, regañona, llena de canas, picada
re
yiruelas y plagada de resabios y mala*
parias; pero cuando el nombre que he eli-
gido ( q u e e s p 0 r o t r a p a r t e verídico) lo
ev
e una jovencita de hermosa figura y de
4&0

hermoso corazón (porque ya os digo, lec-


tores, mi heroína os la pintaré tan bella co-
mo pueda, tanto en sus cualidades físicas
como morales) nada tendréis que echarme
en cara. Trinidad es un lindo nombre pa-
ra mí, lleno de encanto y de poesía, bien
que los encantos y la poesía suelan desa-
parecer á veces como el celaje de nácar al
impulso del viento, como la nieve con el ca-
lor del sol, como la flor que deshoja la ma-
no destructora de un niño, como la esperan-
za del amor ante las realidades de la vida,
como la espuma de las ondas con el paso
de la nave, como la. . . . pero ¡Dios eter-
no! ¿dónde voy con tanta y tanta compa-
ración, la mayor parte necias é inexac-
t a s ? . . . . Baste decir que todas las cosas
de .este mundo son pasajeras como la vida
de la mosca, deslumbradoras como la luí
de una aurora boreal, y mentirosas como
las patrañas que estampamos en el pap^
los que por oficio tenemos el muy honroso
de divertir al público queriéndole hacer
creer que conocemos el corazón humano y
las pasiones amorosas y los entusiasmos p°;
Uticos y al fin de toda esta farsa, ¿q l i e
queda en el mundo del mísero escritor?-• •
un poco de polvo encerrado bajo de la n e
lada tumba
Pero volvamos á la historia que $*&\
perece tiene trazas de haber comeflífi»0 ^
y de seT estupenda y maravillosa.
i&i

Trinidad tenía madre y padre, cosa que


fto sería hoy muy del caso referir, pues apu-
radamente abundan hijos sin padres, cuyo
fenómeno lo explican satisfactoriamente los
nuevos autores de geología que pretenden
que por medio del fuego ó del agua se for-
man las gentes.
Su madre de Trinidad era una santa y
amable señora con cuarenta primaveras
encima; pero ni el otoño había rugado su
semblante, ni el estío quitado su color á
las mejillas, ni el invierno derramado nieve
en su cabeza: en una palabra, Doña Gua-
dalupe (que éste era su nombre) estaba fres-
ca y rozagante, con su cabello negro, sus
dientes blancos y cabales, y su fisonomía
toda anunciaba que había tenido una vida
tranquila, sobria y arreglada.
He dicho quién era la madre de Trini-
dad; ahora diré que su padre era un honra-
do gallego llamado D. Claudio de Avila,
que emigró en su juventud á estos reinos.
y a costa de largos años de trabajo y sufri-
miento, hizo un corto capital; casóse en
Seguida con Doña Guadalupe, y siguió
faciendo sus negocios de comercio con al-
gún éxito, como se deja suponer, porque
^s colonias eran entonces una verdadera
l
erra de promisión.
Propúsole un amigo en una vez, hiciese
Un v a
' je á las islas Filipinas, y él, animado
on
la perspectiva de una ganancia segura,
Literatura Mcyir.ítn.a— Tomo \\.—61
4§2

se decidió á tal viaje, y de hecho se embar-


có en el puerto de Acapulco, llevando con-
sigo casi todo su capital, pues sólo dejó á
su familia una moderada cantidad para que
viviese mientras él viajaba.
Pasó un mes, otro y otro, y finalmente
un año, sin tenerse noticia de D, Claudio
de Avila, á pesar de que la nao de China
había llegado con regularidad al puerto.
A cabo de dieciocho meses Doña Guadalu-
pe recibió una carta en que un D. Antonio
de Cimbrón, compañero de viaje de su ma-
rido, le anunciaba que éste había intenta-
do penetrar al Japón y allí había naufraga-
do su buque, y él caído en poder de aque-
llos malditos infieles, los cuales lo quisieron
obligar á que se hiciera japonés y adorara
á ciertos ídolos de madera, que maldita la
veneración y respeto que inspiraban. D-
Claudio se estuvo firme en los estribos, y
no quiso abjurar la religión católica, á 1°
cual los japoneses le contestaron con un
buen machetazo que hizo rodar al suelo
la cabeza del honrado gallego. En rigor
D. Claudio era ya después de muerto San
Claudio; pero como se ha dicho que en
el naufragio perdió su fortuna, fué imp°~
síble hacer diligencias para su canoniza-
ción.
Como entonces no se usaban ni cirineo^
que ayudasen á los maridos á llevar la p ^
sada carga del matrimonio, ni tampoco e
4*3

taba en boga el nial de nervios en las mu-


jeres, Doña Guadalupe sintió de todo co-
razón la muerte de su esposo y sin recurrir
á ficciones ni escándalos, derramó día y
noche abundantes lágrimas, por él, rezó
fervientes plegarias á Dios por el descanso
de su alma, y se redujo á una vida retira-
da, y á cultivar las virtudes en el tierno
corazón de su hija, como un homenaje á
la memoria del infortunado padre que no
había tenido el placer de volver á estre-
char en sus brazos á su linda Trinidad.
Trinidad acababa de cumplir quince
años. La naturaleza en esta edad de las
mujeres desplega todas sus gracias, todos
sus atractivos, todos sus magníficos colores
como el sol en las primeras horas del día.
La juventud es la mañana de la vida; así
por esa razón los poetas han comparado
las hermosas con la aurora y con la primave-
ra. En cuanto á Trinidad, había sido li-
beral la naturaleza en prodigarle atracti-
vos á manos llenas. Tenía un cabello del-
gado y sutil, que sin exageración ni men-
tira, brillaba con los rayos del sol, como
una madeja de oro. Sobre sus ojos ex-
presivos y azules caían unas pestañas ar-
queadas, y detrás de sus labios encarnados
y frescos, siempre dispuestos á sonreír con
e
sos pensamientos de inocencia y candor
c
iue vuelan en torno de la juventud, resal-
taban dos hileras de perlas. Su cutis era
4H
áe esos tersos como la seda y trasparente^
y pulidos como el mármol; de esos cutis
donde se ve circular la sangre, donde pue-
den contarse una á una las venas y las
arterias; de esos cutis delicados que cree
uno pueden empañarse con el soplo del
viento, con el calor de la primavera, con
el contacto de. una mano cuando no está
guiada por ese amor tan santo que el mun-
do corrompido llama con ironía "platóni
co." Trinidad no era ni alta ni de baja
estatura; ni gruesa ni delgada; ni rosad?
ni blanca: era en su color, en las propor-
cionadas formas de su cuello, en la pe-
quenez de sus manos y pies, en lo redondd
cíe sus contornos, en la expresión toda de
su fisonomía, y en los colores de rosa de
sus mejillas que revelaban la salud, la vi-
da y la inocencia, un tipo excepcional cl<*
belleza que más bien pertenecía al cielo"
que al mundo, que tenía más de ángel que
de mujer, más de ideal que de positivo, mas
de fantástico que de mundano.
En la época de eme vamos hablando, Tri-
nidad no sonreía, ni sus ojos expresaban el
placer y alegría del alma, sino que por el
contrario, vertían cepiosas lágrimas. Lue-
go que la. madre leyó con voz ahogada ?
convulsiva la carta en que se le noticiaba
la muerte de su esposo, la criatura cayó di
rodillas, enclavijó sus manos y alzando su!
lindos ojos anegados en lágrimas, preg« n "
485

tó á Dios por qué le había arrebatado á


su padre sin que ella hubiera podido darle
en la frente un último beso, y recibir de
rodillas su postrera y santa bendición pa-
ternal.
Dios, que podría haberse enfadado con
una reconvención semejante de boca de un
pecador endurecido, sonrió sin duda con el
candoroso enojo de la niña y le concedió
que estuviese tan bella y tan interesante en
su dolor, que la madre se quedó contem-
plándola en un profundo éxtasis, y. . . . un
poeta hubiera creído que era uno de los
afligidos ángeles que lloraban en el Huerto
cuando oraba el Señor del Mundo.
No necesitaba D. Claudio para haber vo-
lado á la gloria eterna, de que los inciviles
japoneses le hubiesen cortado la cabeza, si-
no sólo de la oración de su hija Trinidad.
Dos personas tomaron también una parte
activa en el sentimiento que causó á la fami-
lia de D. Claudio, y fueron un joven llama-
do Arturo Almazán y un anciano llamado
D. Pedro de Juárez. El joven era huérfa-
no de un español que murió de vómito á su
cegada á la Veracruz, y se había educado
e
" la casa de D. Claudio al lado de Trini-
dad, y á la sazón estaba concluyendo sus"
estudios en un colegio; y el anciano era un
intimo amigo del difunto, que había visto
crecer casi en sus rodillas y bajo sus ca-
n i a s á los dos chímelos.
486

Cuando D. Pedro vio impensadamente


que aquellas formas pequeñitas y delicadas
de la niña Trinidad se habían desarrollado;
cuando ya la nina era una hermosa joven,
el anciano indiferente ysolterón hasta enton-
ces, sintió latir con fuerza su corazón y le
pareció que la sangre circulaba más veloz
y más expedita en sus venas y. . . . no se
qué cosa de fuego, hoguera y ceniza dicen
los poetas; yo para mí juzgo que D. Pe-
dro tenia amor y que cuando vio á la familia
huérfana, abatida y sin tener recursos para
subsistir, se le paseó por la imaginación el
hacer á Trinidad su esposa. El público
al menos lo dijo así, con todo y que es me-
nester advertir que era entonces menos
murmurador y maldiciente que ahora.
No sé á punto fijo por qué causas no se
verificó en mucho tiempo tal matrimonio,
sería acaso porque la pequeña Trinidad
no estaría muy anuente, ó porque D. Pedro,
como hombre de juicio, reflexionaría qu e
no es posible la felicidad matrimonial, cuan-
do hay tres ó cuatro decenas de diferen-
cia en la edad de los novios.
Don Pedro,no obstante.se portó compun
caballero. La familia no careció de auxilios
pecuniarios, que es menester advertir, eran
ministrados con la mayor liberalidad y de-"
licadeza, puesto que jamás D. Pedro mo-
lestaba á la criatura con su viejo amor, n^
pasaba los límites de una amistad respetuo-
4s7
sa y sincera. Todas las noches á la ora-
ción concurría D. Pedro á la casa, tomaba
su amplia taza de chocolate, cuidando de
rezar antes el "benedicite,' 'y después de ha-
ber dado gracias Dios porque le había da^
do de comer sin merecerlo, fumaba su ciga-
rro, platicaba un rato de los sermones de
los misioneros, de los milagros que hacía
la inquisición, convirtiendo á los herejes,
etc., y al primer toque de las ocho se re-
tiraba, permitiéndose sólo hacer un hones-
to cariño en la cabeza á Trinidad, y desear-
le que para honra y gloria de Dios fuese
tan hermosa y tan modesta. Nunca pasó
de estos límites el amor respetuoso de D.
Pedro.
Habían transcurrido ya algunos meses,
el pesar se iba amortiguando con el tiem-
po, como sucede con los dolores más gran-
des y que uno juzga que han de ser eternos.
Doña Guadalupe se tranquilizaba algún
tanto, Trinidad iba volviendo á ponerse tan
linda y tan encarnada como antes: Arturo
continuaba sus estudios en el colegio, y
D. Pedro Juárez tomando su chocolate, y
dando á Trinidad su afectuosa y suave pal-
nadita en la cabeza, ó cuando más en la
mejilla, pero era una que otra vez, y para-
e
sto casi temblaban la mano y el corazón del
pobre viejo.
Una noche dio la oración, las siete, las
^cho, y finalmente las nueve, sin que D.
48S

Pedro llamase á la puerta. La familia en-


tró en cuidado, y Trinidad misma experi-
mentó una especie de disgusto (tal es U
fuerza de la costumbre), A las nueve y me-
dia tocaron fuertemente la puerta, Doña
Guadalupe abrió asustada, y recibió á un
criado que despavorido anunciaba, que T>,
Pedro se estaba muriendo de un fuerte có-
lico, y que suplicaba como un favor espe-
cial á Doña Guadalupe, fuese con su hija,
pues de otra suerte ni se confesaría, ni mo-
riría en gracia de Dios.
Doña Guadalupe no podía escusarse á tan
urgente invitación, y como por otra parte la
carroza de D. Pedro estaba en la puerta, no
tuvo más remedio eme colarse su basquina,
y correr á presenciar la dolorosa catástrofe
que debía concluir con la vida de su pro-
tector.
Doña Guadalupe y Trinidad fueron intro-
ducidas á la recámara del paciente, el cual
verdaderamente estaba en las orillas del se-
pulcro. Sus facciones estaban desencajadas,
sus ojos vidriados, su voz trabajosa, y s u
vientre elevado, y además, había otros sig-
nos evidentes que anuncian que un enfermo
tiene ya poco tiempo que vivir sobre la tie-
rra, y son un médico que recetaba, un es-
cribano que se calaba los anteojos y corta-
ba la pluma, y un padre franciscano con
un Cristo y un breviario en la mano. To-
dos estos personajes estaban en la recama-
ra de D. Pedrp.
4 89

Luego que el paciente vio frente á su


lecho á las dos señoras, procuró incorporar-
se, y con voz solemne, como es naturalmen-
te toda voz que va á apagarse para siem-
pre, y que no ha de tener ya eco en el co-
razón de las gentes, dijo: Señora, ¿sabéis
que he amado con ternura á vuestra hija?
—Sé, 13. Pedro, que habéis sido nuestro
amparo en la tierra, y que tenemos una deu-
da inmensa de gratitud que p i a r o s . Ha-
blad,
—Poca cosa deseo
—Mandad, D. Pedro, vuestra voluntad es
sagrada para mí.
—Deseo, pues, que Trinidad sea mi es-
posa.
Trinidad se estremeció ligeramente, y el
enfermo prosiguió:
—Voy á desaparecer para siempre del
mundo, y quiero que Trinidad lleve mi
nombre, y un legado de treinta mil pesos
que le bastará para vivir, y que está im-
puesto en una hacienda de mi hermano, á
quien encargo que venga á establecerse á
México, para que cuide de una familia que
me ha sido, tan querida,
—i D. Pedro! exclamó la madre tomán-
dole de la mano, sois muy generoso.
( -— Hubiera podido antes haber solicitado
a Trinidad por esposa, pero ella era joven
y Hnda, y yo viejo y. . . .hubiera sido sa-
lificar á la pobre inocente. Por otra par-
1 n.i.itiir.i McüK-aiin.—Totn» U,—b¿
49°
te, había un inconveniente que sabe el
señor escribano. He sido joven, y he te-
nido faltas y deslices que he procurado re-
parar con buenas acciones, é implorando el
perdón y clemencia de Dios.
D. Pedro tenía dos chiquillos como unas
perlas.
El escribano tomó de la mano á Trini-
dad, y la aproximó al lecho de D. Pedro:
el padre se acercó y le dijo al oído: Es
preciso que vd. condescienda: su salvación
está en peligro, y este es el modo de pagar
los favores de un bienhechor.
No fué menester más. Trinidad casi llo-
rando y llena de gratitud, tomó la mano de
D. Pedro. El capellán bendijo esta unión,
y á poco D. Pedro entregó su alma al
Eterno.
He aquí el motivo por qué Trinidad a
pesar de ser hija de D. Claudio de Avila?
se llamaba Trinidad de Juárez.

II

La muerte de D. Pedro fué para la farru-


lia un golpe tan fuerte como lo había sid°
el fin trágico de D. Claudio. Aquel viejo
tan estremadamente caballero y delicado
que las cuidó como un ángel de gualda en
su desamparo, y orfandad, estaba profun-
damente grabado en la memoria de Pona
49i

Guadalupe, y aun debemos decirlo franca-


mente, en la de Trinidad, porque por lo
mismo que su alma era inocente y pura sa-
bía agradecer los beneficios generosos v
expontáneos del anciano, y sobre todo la
tumba había solemnizado su amor: Trini-
dad, aunque virgen y sin la menor idea del
matrimonio, era nada menos que la viuda
de D. Pedro Juárez.
Un año ó poco menos corrió sin que hu-
biese incidente alguno que turbara la paz
de que disfrutaba la familia. Arturo había
concluido sus estudios, y las horas que le
dejaban libres sus ocupaciones en casa de
Un oidor, las consagraba á estar al lado de
Trinidad y ésta por su parte disfrutaba en
unión de su buena madre, de una caima
deliciosa como la de un lago cristalino cuya
superficie no enturbia el más ligero viento.
D. Hernando de Juárez, hermano de D.
Pedro, que había puntualmente enviado á
la familia el importe del rédito del legado,
anunció en una carta que habiendo con-
cluido definitivamente sus negocios, se dis-
ponía á emprender su viaje á la capital,
donde, según la última voluntad del her-
mano pensaba establecerse.
Fué motivo de grande alegría para toda
la familia. Se trataba nada menos que de
r
ecibir al hermano del generoso D. Pedro,
y este era un título sagrado para las pobres
Rentes que después del amor y respeto que
492

profesaban á Dios, no tenían otro senti-


miento que el de la gratitud y veneración
por todo !o que pertenecía al difunto bien-
hechor.
El día menos pensado un coche, y un
numeroso convoy de criados paró en la
puerta de la casa de Doña Guadalupe. D-
Hernando se apeó y saludó con cierta su-
perioridad que podía llamarse insultante.
No era un viejo de fisonomía fresca y can-
dida como su hermano, sino por el con-
trario, unas mejillas hundidas y arrugada?,
una frente amarillenta, unos ojos pequeño»
hundidos en sus órbitas, y casi cubiertos
por unas cejas cerdosas y blancas, y una
boca con sólo un diente amarillo, anuncia-
ban, además, de una avanzada edad, un ca-
rácter duro y un genio agrio y suspicaz.
La madre que había formado otra id e a
del nuevo protector, casi se arrepintió e11
el fondo de su corazón de haberlo recibí"
do en su casa. Trinidad sintió correr p ° r
su cuerpo un ligero calofrío, y ni aun se
atrevió á alzar los ojos: en cuanto al jovC-n
Arturo, experimentó tal movimiento de
impaciencia, que le dieron vehementes d^
seos de aplicarle un mogicón y echarle me~
ra el lúgubre diente que tenía en su desier
ta boca. No obstante esto, todos saluda-
ron con respeto al recién venido, y c ?
delicadas muestras de cortesía, lo conduj ^
ron á la habitación que le estaba prepara*
493
na y donde se improvisó un ligero re-
fresco.
Sentóse D. Hernando á la mesa y ru-
miando unos bizcochos, y remojando el
gaznate con unos tragos de vino, contes-
tó á Doña Guadalupe las preguntas que
le hacía con relación á su viaje, no des-
cuidando de echar á Trinidad frecuentes
e indagadoras miradas y de revisar de pies
á cabeza al joven Arturo.
—¿Con que, esta es la niña de vd. ? dijo,-
dirigiéndose á Doña Guadalupe.
—Una criada de vd., Sr. T). Hernando.
•—¿Qué edad tiene?
—Va á cumplir dieciseis años.
—Es hermosa, y por mi parte tengo mu-
c
ho placer de ser su protector.
Trinidad inclinó la cabeza y se puso en-
carnada.
—No hay que ruborizarse, muchacha,
Prosiguió D. Hernando, los pimpollos co-
n
"io tú necesitan de la sombra de las vie-
jas encinas. Tenía yo noticias de tí, y he
ÍQ
nnado graneles proyectos para la felicidad
de la casa.
^"-^Gracias, Sr. D. Hernando, contestó
í^oña Guadalupe. En medio de mis in-
tc,
rtunios bendigo la mano del Señor, por-
gue me ha concedido generosos protecto-
res
y á medida que los ha llevado á su reino,
m,e n a
dejado siempre
Espero, contestó D. Hernando, que
494
si, Dios no dispone otra cosa, la felicidad
d e ' vdes. se asegurará. Soy rico, tengo
valimiento y hasta unos títulos de nobleza
se conseguirán para Trinidad y será mar-
quesa ó. . . .
—Mi hermana es bastante noble con sus
virtudes, dijo Arturo, y yo espero que el
Sr. D. Hernando
—Vd. no tiene nada que esperar, sino
que obedecer, murmuró con voz ronca D-
Hernando. Vd., caballero, es un huérfano
de la casa y ya pensaremos en darle á vd.
carrera y proporcionarle una buena suerte:
entretanto será muy conveniente que os
advierta que cuando personas respetables
hablan, un ímuchacho no tiene derecho ni
debe ingerirse en la conversación.
—Señor
—Os toca callar y os prohibo que ha-
bléis sin mi permiso. Desearía descansar*
Doña Guadalupe, porque estoy algo fati-
gado. Más despacio arreglaremos todos
los asuntos.
—Como gustéis, Sr. D. Hernando y sólo
os ruego que perdonéis á mi pobre Arturo,
es irreflexivo, pero en el fondo es un buen
muchacho.
—Arturo es mi hermano, murmuró Tri-
nidad y cualquier falta suya, seré yo i a
que güira
—Tienes más interés del que sería nece-
sario en tu edad por ese joven, pero repit-
495
C[tte lio teiíg'o otra idea sino el que adelante
en su carrera y para eso d a r é mis disposi-
siones; mas basta por h o y : buenas noches.
— B u e n a s noches, repitieron los tres per-
sonajes, saliendo de la alcoba y dejando al
viejo apoderado de un grueso breviario,
donde sin duda iba á rezar los salmos.
— ¿ Q u é planes tendrá respecto á n o s o -
tros este D . H e r n a n d o ? dijo Trinidad á
su madre luego que estuvieron á solas.
— N o sé, hija mía, n o sé, y lo único que
puedo decirte es, que su aspecto me ha cati"
sado miedo y su genio dominante y alta-
nero me pone en cuidado.
— C r e o , madre mía, que este h o m b r e tra-
ta de convertirse en un tirano, dijo A r t u r o ,
y u n a simple recomendación de D . P e d r o
lio le dá ese derecho. Si lo hace por el
legado, es cosa muy fácil, renunciaremos á
e
l> y viviremos pobres, p e r o con libertad.
Así, pues, mi opinión es que le digas q u e
s
e marche y ¿ q u é dices madre m í a ?
•—Eres muy joven, y por consiguiente
niuy loco. Piensas, A r t u r o , que es m u y
fácil despedir así á un h o m b r e del r a n g o de
P - H e r n a n d o v por otra parte sería una
^ g r a t i t u d . E s menester, pues, sufrir, al
IT
»enos mientras no pase de ciertos límites.
~~~¿ Y qué querrá hacer c o n m i g o este
h o m b r e ? replicó A r t u r o . O s advierto, m a -
cl
**e mía, que y o n o he d e sujetarme á sus ca-
prichos. T e n g o veinte años, he hecho mi
4t)6
catrera con honor y aplicación y por mi íe
que no necesito de protectores altaneros.
Y luego ¿para qué quiere que '.trinidad
sea condesa ? ¡ Oh ! Si Trinidad con-
siente, abandanoré la casa y jamás la vol-
veré á ver.
La madre procuró calmar la inquietud
de ios dos jóvenes y todos se retiraron á
sus aposentos á descansar. Por la primera
vez en su vida, Arturo no pudo conciliar
el sueño. Y en cuanto á Trinidad tuvo una
horrible pesadilla, y lloró tanto con ese in-
flujo mágico de la imaginación, que al día
siguiente la almohada estaba empapada con
sus lágrimas.
Respecto á D. Hernando, luego que que-
dó solo en su recámara, tomó, según hemos
dicho, su breviario y quiso leer algunos sal-
mos, pero le fué imposible, ^porque su ima-
ginación estaba ocupada en cosas muy di-
ferentes ; así es que botó con impaciencia el
libro sobre la mesa y comenzó á desnudar-
se. Frente de la cama había una gran pan-
talla con un espejo de cuerpo entero, y
D. Hernando creyó observar en él alguna
cosa como un esqueleto, como un muerto
que se levantaba del ataúd. Un temblor
repentino le asaltó, pero sacando fuerzas
tomó la bugía y alumbró el espejo. •••
La imagen que se retrataba no era otra sino
la del mismo D. Hernando, pero tenía unos
brazos tan largos y secos, un pecho tan en-
497
juto y unas costillas tan marcadas, que él
mismo se engañó de pronto. Un gran rato
estuvo contemplando su triste armazón,
que pertenecía ya legítimamente al sepul-
turero y mientras tanto la imagen de Ar-
turo con sus ojos negros, sus mejillas re-
dondas y encarnadas y sus formas bellas y
mórbidas como las de Adonis, se presen-
taba en su mente, así como el rostro an-
gélico de Trinidad, con sus ojos azules y
expresivos y sus delgados cabellos de oro.
Puso con impaciencia la vela en la mesa,
cubrió la pantalla con un lienzo para no
verse y se metió en la cama.
—Estos muchachos deben amarse forzo-
samente. Se han criado juntos, son hermo-
sos ¡ O h ! esto es terrible. Es menes-
ter que Arturo marche muy lejos, donde ja-
más vuelva á ver á Trinidad. Arrullado
con esta idea, y con la esperanza de ser el
esposo de la encantadora muchacha, se dur-
mió nuestro católico y respetable amigo
D. Hernando de Juárez.
En quince días D. Hernando no pudo
hablar un instante con Doña Guadalupe,
Porque las visitas se lo impidieron. Luego
que en México se supo la llegada del ilus-
tre
personaje de que nos ocupamos, los oi-
dores, los inquisidores, el secretario del vi-
p i n a t o , los alcaldes ordinarios, el alférez
i*eal, y algunos títulos de Castilla, se apre-
suraron á visitarlo, y él por su parK tuvo
Literatura M e r i i í m a . - - T u m r > l l . ~ L.\
498

que corresponder cumplidamente á estas vi"


sitas. D . H e r n a n d o era rico hasta el gra-
do de tener en su casa el dinero á granel,
como si fuera m a í z ; era a b o g a d o , era vie-
jo, y era hipócrita y fanático: esto, eu los
tiempos en que hemos colocado esta verí-
dica historia, eran títulos más que suficien-
tes para granjearse la estimación de la aris-
tocracia mexicana.
D . H e r n a n d o , desembarazado de sus vi-
sitas, se dedicó á obsequiar á la familia
con un esmero decidido. C o m p r ó explén-
• di dos coches (si en aquel tiempo podían
esas informes cajas ser expléndidas) y joyas
de m u c h o valor (que sea dicho de paso, Tri-
nidad advertida por Arturo, jamás quiso ad-
m i t i r ) . . . . y empleó cuantos medios le fue-
ron posibles para concillarse el cariño d?
sus huéspedes, hasta el de poner u n a cara
risueña y afable, sacrificio terrible para un
h o m b r e de h u m o r bilioso y a l t a n e r o ; cuan-
do había pasado un mes v que creyó que
encontraría más docilidad, reunió una no-
che á la familia y comenzó por hablar d e j a
b o n d a d de Dios y de los favores que le dis-
pensaba sin merecerlo, y acabó por decir
que había conseguido para A r t u r o u n a va-
liosa sul delegación en la Intendencia de
Oaxaca.
—Sr. D. H e r n a n d o , contestó A r t u r o , os
doy mil g r a c i a s ; pero n o admito vuestro
favor: deseo concluir mi carrera, y n o píen'
4-99

so separarme jamas de la que es mi madre 1


adoptiva.
—i Hola, s e ñ o r i t o ! ¿ c o n q u e rehusáis los
favores ?
— L o s agradezco simplemente y no I o í
admito, señor.
— P e r o ¿sitjxjngo, eaballerito, que obede-
ceréis las órdenes?
:—No reconozco nadie que pueda impor-
me órdenes más que mi madre.
—¿ Y si vuestra madre os lo manda ?
—Obedeceré.
— H a c e d vuestro deber, señora- dijo el
viejo r u g a n d o la frente.
— P e r m i t i d m e que os diga, i). H e r n a n d o ,
que c u a n d o mi pobre Arturo me da u n a
prueba de su cariño, yo no debo obligarlo á
que se separe de mi laclo.
> — Y a preveia yo que había de haber re-
sistencia de parte del señorito consentido y
rnal e d u c a d o ; p e r o ya p o n d r e m o s remedio
tornad, joven, y leed.
IX H e r n a n d o sacó un papel (le la bolsa
y lo dio á A r t u r o ; éste lo levó y se puso
Pálido.
•—¿Qué tienes, hijo mío? le dijo la madre
C e r c á n d o s e á él.
•—Es una orden del virrey que me manda
C a r c h a r al instante á
"—Los caballos y los criados esún dis-
Puesto?, interrumpió Juárez.
• Bien pueden estar d i s p u e s t o s ; pero yo
5°°
no iré; no iré, contestó Arturo con resolu-
ción, intentando romper la o r d e n . . . .
—¡Atrevido! ¿qué haces? exclamo Juá
rez conteniéndolo. ¡ Romper una orden,
que es como si fuera del rey!
A esta palabra Arturo se contuvo é in-
clinó la cabeza. 1..'). Hernando se acercó á
su oído y le dijo: "Arturo, acabas de co-
meter un desacato y sabes ya poco más ó
menos mi poder; así escoge, ó la cárcel es-
ta noche, ó el empleo que te he conse-
guido."
Arturo se mordió los labios y dirigién-
dose con serenidad á su madre, le dijo: me
voy, madre mía; dadme vuestra bendición-
La madre lo bendijo y D. Hernando,
procurando dar á su voz un tono suave, le
tiempo estarás ausente y volverás sobre to-
do hecho un hombre.
Arturo salió del aposento y bajó la esca-
lera ; en el patio lo esperaban dos criados
dijo: Ve, Arturo, hijo mío; muy poco
con caballos.
En cuanto á Trinidad, á quien Arturo
-sr> riqüq anb A nptuuu BJOS "eun oiSuip °ü
tado presente á toda esta escena, 'la encon-
traron pálida y desvanecida en un sillón.
5()|

11L

H o y sin duda, querido lector, A r t u n o no


se habría m a r c h a d o por sólo la voluntad
de un viejo testarudo y ¡a orden de un man-
darín ; mas es menester pensar en las cos-
tumbres timoratas y muchas veces ridiculas
de aquellos tiempos, para calcular que nada
violento h u b o en que el joven se resolvie-
ra á partir como en efecto lo ejecutó. Se-
guido íle sus ríos criados atravesó rápida-
mente las calles de la ciudad, salió por 3a
garita de San Lázaro, y siguió un largo
trecho sin dar descanso á su corcel. Al fin
tiró un poco de las riendas y volvió la ca-
beza. Se percibían con la claridad de las
•estrellas las masas negruzcas y confusas de
las torres y cúpulas ; por intervalos relu-
cían algunas luces como unos fanales ; pero
poco á poco se iba perdiendo todo esto
entre las sombras, y sólo escuchaba Artu
ro el viento que z u m b a b a en las copas de
lo
s sauces y los ladridos lejanos de algunos
Perros que parecían venir del océano de
sombras que presentaban las llanuras que-
hay por esa parte de la ciudad. E m b e b e -
cido en una especie de letargo, contempló
gran rato A r t u r o esa lúgubre é imponente
Perspectiva; después sintió necesidad ó de
Platicar, ó de llorar, ó de comunicar su al-
5 02

ma á alguien que pudiese eutenderle»; pero


por primera vez de su vida se vio solo en
la tierra, el pecho se le oprimió y un n u d o
vino á su g a r g a n t a ; así es que como no po-
día llorar, puso espuelas al caballo y echó á
correr p e n s a n d o que esto disiparía sus pe-
nas.
A n t e s de amanecer había llegado á un
pequeño p u e b l o ; mas no se detuvo, sino
que siguió velozmente su camino hasta eme
los primeros rayos de la luz vinieron á di-
sipar las tinieblas de la noche. Es una
hora religiosa y sublime, y m u c h o más en
el c a m p o que se miran por g r a d o s desapare-
cer las estrellas, pintarse los horizontes de
gualda y nácar, dorarse las cimas de los
volcanes y ostentar su delicado verdor U
yerbecilla del c a m p o y los árboles del mon-
te. A r t u r o sintió que ese dolor sordo que
había oprimido su pecho se le disminuía)
q u e sus ojos se llenaban de lágrimas y que
al bendecir á Dios que había criado tantas y
,tan encantadoras cosas sobre la tierra, p°~
,día exhalar algunos suspiros, d e r r a m a r al-
g ú n llanto y c o n s a g r a r unas memorias a
su querida y amable Trinidad. A r t u r o dejo
ir á paso lento á su caballo é hizo todo 1°
tque va dicho, sintiéndose un sí es n o es
aliviado.
E n su tierna edad A r t u r o se había criado
con T r i n i d a d ; c u a n d o tuvo mas anos
le puso en el colegio v s«- le dijo que n<?
5°3
era hijo .sino adoptivo, pero sin privarle
por esto que pasase los domingos y las
vacaciones en compañía de su Jhermanita.
Así Arturo había hecho una costumbre
tal ele ver á Trinidad y de darlo un candido
abrazo y á veces un beso en la mejilla de
nácar, que cuando por algún accidente no
podía verificarlo, se ponía de un humor tris-
te.
Después Arturo vivía diariamente en la
casa, y este cariño de'la juventud, esta amis-
tad de veinte años, esta vida ignorada de
amores se estrechó más y más, de forma
que ni un sólo día podían dejarse de ver
nuestros jóvenes; pero allá en el fondo de
su corazón inocente jamás se figuraron que
eso era amor, ni se persuadieron nunca que
nadie en el mundo tuviese poder para tur-
bar esa vida tranquila y dichosa como l.i
del olmo y la yedra en medio-de una sel-
va solitaria. La madre estaba muy bien
persuadida que los muchachos se amaban;
pero lejos de encontrar en esto inconve-
niente, sólo esperaba que Arturo fuera li-
cenciado para casarlo con Trinidad.
Una vez relatados estos antecedentes,
fuerza es seguir al viajero. Detúvose en
una choza del camino, tomó un corto re-
frigerio y siguió adelante; cada legua que
caminaba le parecía un nuevo obstáculo
<4ue ponía entre él y su querida, y cuando
Perdió de vista el valle de México y vio
5°4
otros cerros, otros árboles, otros horizon-
tes, su valor le abandonó, y soltando las
riendas al caballo exclamó: ¡ qué desgra-
ciado soy! Después clavó las espuelas en
los hijares del animal y prorrumpiendo en
mil imprecaciones contra D. Hernando, se
internó por el bosque. La idea de vivir
solo lo ponía fuera 'de juicio. ¡ Qué días
tan monótonos y tan insípidos iba á pasar!
No tendría todas las mañanas la mirada
amorosa de los dulces ojos de Trinidad;
las noches serían eternas; ¿ con quién ha-
bía de platicar de sus trabajos; á quién ha-
bía de dar cuenta de sus adelantos, de sus
esperanzas para el porvenir ? Además, pen-
só que las intenciones del viejo eran tal
vez las de sacrificar á Trinidad, y que U
familia quedaba entregada á la voluntad
de un tirano. ,; Pero cómo impedirlo? ¿Có-
mo un joven sin relaciones y sin valimien-
to podría emprender una lucha terrib'le con-
tra un hombre del poder é influencia de
Juárez ? Después de revolver mil proyec-
tos en su cabeza, se fijó en volver á Mé-
xico otra vez, implorar la protección de al-
gunas personas y aun la del virrey mismo
caso que circunstancias le obligasen á ello.
Regocijado sobre esto y pensando halla1""
se dentro de breve tiempo en brazos de su
madre y de Trinidad, volvió las riendas a
s-u caballo y comenzó á caminar en direc-
ción opuesta. A pocos pasos se encontró
5°5
con dos criados uno de ellos le impidió
el paso dioiéndole:
—Señorito: tenemos orden dé nuestro
amo el Sr. 1). Hernando, de no permitir
que os revolváis.
—¡ Cómo! bribón, te atreves. .. .
—A todo, hasta amanar á vuestra mer-
ced y obligarlo á que por la fuerza vaya
á donde nos dirigimos.
Arturo quiso arremter con el criado, pero
éste le significó que tenia una orden para
que 'las justicias le dieran auxilio, > que
asi no había otro remedio sino seguir ade-
lante.
Arturo se mordió los labios y sin decir
palabra siguió de nuevo el camino, aunque
con más lentitud. Ya cerca de las oraciones
de la noche llegaron á una venía.
Arturo tomó un ligero alimento y se re-
tiró á descansar á su cuarto, pensando que
puesto que el viejo había tomado todas sus
medidas, él tomaría las suyas, para esca-
parse tan luego como le fuera posible. En
e
sto estaba cuando entró el otro criado, que
había permanecido indiferente en la cues-
tión.
—Parece, señorito, que vuestra merced
no va muy contento, le dijo.
—Es la verdad, Pedro. Deseaba volver-
me para arreglar ciertos asuntos con mi
madre y emprender mi viaje con traqui-
nad.
Lirer.-mirrt Mexicana.—Tonuí II.—í*
«5 © 6

— -¿ V n o tendría acaso el señorito otro


interés ?
— N i n g u n o otro, P e d r o .
— E s decir, que el señorito quedaría muy
contento si á su regreso encontrara que la
niña Trinidad era esposa del señor i). Her-
nando?
— ¡ C ó m o ! .eso sería Imposible, exclamo
A r t u r o con vehemencia levantándose del
lecho.
— N a d a tiene de ¡imposible, contestó Pe-
dro con calma. El señor I). H e r n a n d o de-
berá casarse pasando mañana, ó de lo con-
trario la niña Trinidad será encerrada err
un c o n v e n t o , y la m a d r e en un calabozo de
la Inquisición.
— P e d r o , P e d r o , tú me haces delirai >'
si tratas de burlarte de mí, si tienes en-
c a r g o de tu a m o de a t o r m e n t a r m e , te rue-
g o q u e te vayas si (puer.es conservar tu
vida.
— L o que digo á vuestra merced, señori-
to, es m u c h a verdad ; y si fuera posible que
volviera, vería con sus propios ojos todas
estas cosas.
— P e d r o , ¿habría algún modo de q u e m e
escapara ahora m i s m o ?
— N i n g u n o ; el taimado de Marcos esta
m u y bien p a g a d o por el señor D . H e l
nando, y primero se 'dejaría m a t a r q u e . - • •
— P e d r o , m e parece que tú eres meflO-
cruel que Marcos, y un tí p o n g o toda n
5°7
esperanza. Mira: aquí tienes la mitad de
esta bolsa para que discurras el modo de
volvernos, y la otra mitad la tendrás luego
que hayamos pasado la garita.
-—Bien,señorito, muy bien; voy á dar
mis 'disposiciones; descansad un poco y
estad tranquilo, que á la media noche os
vendré á buscar para que montéis á ca-
ballo.
Pedro se retiró y Arturo entre gozoso
y meditabundo, se recostó en su lecho pre-
sa del insomnio y la fiebre.
Pedro cumplió su palabra, pues á cosa de
las once entró al aposento.
—Señorito, todo está arreglado, ceñios
esta espada, tomad estas pistolas y apresu-
raos, pues será menester matar los caballos
para llegar mañana á buena hora á la ga-
rita.
•—Bien, Pedro, muy bien, contestó Ar-
turo levantándose y ciñéndose la espada;
¿cómo has podido engañar á ese bribón?
•—De 'la manera más sencilla. Lo he con-
vidado á cenar, le he hecho tomar vino
mezclado con ciertos polvos.
•—¿ Lo habrás asesinado ?
—Buenas ganas tenía; pero no he hecho
te'l: esos polvos lo harán dormir treinta ho-
ras seguidas; mientras tanto vd. acaso lle-
gará á tiempo de impedir el casamiento, y
yo tomaré ¡las de viJla-diego.
Encajóse Arturo las pistolas en el cinto,
5 o8

y montó á caballo. Pedro dio á la rozilia


ventera un expresivo abrazo y una buena
propina, y amo y criado partieron rápidos
como si caminaran en alas del viento.

IV.
Mientras los dos personajes caminan por
esas cuestas y montes, con la rapidez que
dos fantasmas infernales, demos un vistaso
en la casa de Doña Guadalupe, cuya tran-
quilidad se turbó desde el fatal instante en
que D. Hernando puso los píes en los um-
brales.
Cuando Trinidad volvió en si de su des-
vanecimiento, se encontró en brazos de su
madre, que á fuerza de caricias quería vol-
verla á la vida. Todo cuanto había pasa-
do á la muchacha le parecía un sueño. Por
su parte lo mismo que Arturo, descuidada
y tranquila con su propia felicidad, no creía
que el mundo tiene reservados crueles do-
lores para el corazón, y mortales angus-
tias para el alma. En lo de adelante ¿que
haría ella de las horas de su vida? ¿&
quién haría participante de su inocente ale-
gría ? ¿ Qué voz tan sonora y tan agrada-
ble como la de Arturo, alabaría sus bor-
dados y sus costuras y quién como Arturo,
se había de hincar de rodillas todas las no-
ches para dirigir á Dios sus plegarias Vo
5°9
el descanso de su padre y por la conserva-
ción de los días de su madre? Decidida-
mente iba a morir de tristeza, aislada en-
tre las paredes de su casa, sin tener, ex-
cepto su mamá, quien se doliera de sus pe-
sares. Y luego ¿ cuánto tiempo duraría es-
ta separación? ¿Cuáles serían las inten
ciones de D. Hernando? ¿Cómo podrían
sustraerse del poder de un hombre que tra-
taba de subyugarlas con su influencia y sus
riquezas? Estas ideas volvían loca á la
muchacha.
—Desde que vi por primera vez á ese
hombre, dijo Doña Guadalupe, me dio un
vuelco el corazón, y senil no sé qué cosa tan
desagradable que ni aun quiero recordarla.
Ahora veo que van confirmándose mis pre-
sentimientos, y decididamente lo aborrezco
tanto, como quería á su hermano.
—Casi otro tanto me ha sucedido á mí.
He visto arrancar de mi lado á nuestro po-
bre Arturo,y esto me. . . .
—¡ Ah! ¡Arturo! ¡Aladre mía! exclamó
la muchacha con voz tenue.
•—Dime, Trinidad, ¿querías á Arturo?
t—Me preguntáis si le q u e r í a . . . . ¡ Ah !
Sí, y mucho; era tan bueno, nos amaba
tanto....
—Nunca Le podré olvidar ¿qué digo?
no .podré vivir sin él.
—-¿Sabéis lo que hará ese D. Hernando?
decidme, madre mía, ¿por qué lo separó
tan precipitadamente de nuestro lado?
5™
—Nada sé sino lo que tú, hija mía; pero
sospecho que tal vez le tendrá aversión y
querrá tenerlo siempre lejos de aquí.
—En ese caso nos iremos á reunir con
Arturo, él pertenece á nuestra familia, mien-
tras D. Hernando es un hombre extraño.
En esto, una criada entró diciendo que
el Sr. D. Hernando pedía permiso para
entrar.
Trinidad contestó que su salud no le per-
mitía recibirlo, y que seria otra vez. Dos
días obtuvo el viejo la misma respuesta. La
tercera noche I). Hernando, sin hacerse
anunciar, abrió la mampara y se presentó
en el aposento de Trinidad,
—Me tenía inquieto el estado de tu sa-
lud, Trinidad, y esta noche me decidí á
verte.
Trinidad no respondió una sílaba, y sólo
Doña Guadalupe aproximó una silla para
que se sentara el recién llegado.
—Aunque algo pálida, veo que estás re-
puesta, y asi te hablaré de un asunto (pie te
importa.
—¿De Arturo?—interrumpió la mucha-
cha alborozada.
—No se trata de Arturo, r.epuso Juárez
frunciendo el ceño, sino de otra cosa mas
seria. El rey, que Dios guarde muchos
a.ños, me ha enviado el título de marques
de la Casa Encarnada. < m ,
—Mucho me alegro, contestó Trinidad
secamente..
5r*
— Y ese título lo quiero poner á tu dis-
posición, y que seas dueña ele él.
—Gracias. Sr. í ) . H e r n a n d o , gracias. Y
ya que tan ¡generoso sois, le dijo Trinidad,
no os ruego más sino que traigáis á A r t u -
ro al lado de su familia; ó de lo contrario,
nos obligareis a que vayamos á buscarle.
D. H e r n a n d o sonrió a m a r g a m e n t e , por-
que el n o m b r e de A r t u r o en boca de la mu-
chacha le causaba una sensación terrible
de c ó l e r a ; mas disimulando su emoción,
prosiguió con voz tan dulce como le fué
posible :
-—Es menester que A r t u r o haga su suer-
te y que Jabr.e su carrera. C u a n d o haya da-
do pruebas de. su juicio en el empleo que
<xi rey. le lia concedido, entonces será p r o -
movido á otro.
— E n t o n c e s os daré de veras las gracias,
Sr. I ) . H e r n a n d o .
— B i e n ; déjame proseguir, Trinidad. D e -
C]
a y o que mi voluntad es hacerte d u e ñ a
de mis títulos y de mis inmensas riquezas.
i Aceptas ?
— N o os entiendo, señor.
"—Me explicaré más claro. Deseo que
seas mi e s p o s a . . . .
•**%; En qué pensáis, por. Dios, señor ca-
ballero? y G pobre, huérfana, que vive
^ la caridad de vuestro h e r m a n o , ¿ser es-
Posa de un m a r q u é s , de un noble c o m o vos?
*Q penséis en e s o : dejadnos en nuestro
etlro
v obscuridad, v n o pretendáis. . . .
Si2

—No os entiendo, Trinidad.


—Entonces, si mi madre me dá permiso,
os hablaré con franqueza. Yo no sé pre-
cisamente lo que es el matrimonio, ni los
deberes que contrae una mujer, habéis, se-
ñor, que me case con vuestro hermano por-
que era nuestro bienhechor, y porque ago-
nizando me decía el infeliz, que necesitaba
para salvarse el que yo fuera su esposa.
En cuanto á vos, siento que no podré vi-
vir á vuestra lado contenta; que no os obe-
deceré con gusto, y que lloraré noche y día
al verme separada de mi madre y de Ar-
turo.
—Cualquiera diría que habías con una
criatura de tu edad, replicó D. Flernando
con voz bronca, y que no estabas delante
de tu madre. ¿ Por qué habéis educado t a l
mal á esta niña? ¿ Por qué no reprendéis
esa audacia y altanería con que habla?
Trinidad miró con rabia al viejo, y lue-
go se puso pálida como la muerte. La ma-
dre, que vio el efecto que había causado
en su hija la reprimenda, se apresuró a
responder.
—Trinidad jamás ha mentido, y puesto
que le habéis preguntado sobre un asun-
to tan delicado, os ha contestado la ver-
dad, y os ha dicho lo que siente su corazón-
Hace días, señor, que yo también qu«n*
hablaros francamente. Desde que pisas-
teis mi casa, la paz y h tranquilidad nat1
5*3
desaparecido. Ese tono de autoridad que
tomáis, ese dominio que queréis tener, ata-
can enteramente nuestra libertad y nuestro
modo de vivir. Así, con tiempo cortare-
mos este mal. Volvednos á Arturo, y os
firmaremos un papel, renunciando en vues-
tro favor el legado de treinta mil pesos, y
concluido esto, quedaremos tan absoluta-
mente estraños el uno para el otro, como
si jamás nos hubiéramos visto. ¿Acep-
táis?
—Lo que os digo es, que todos vosotros
sois plebeyos, replicó Juárez casi aho-
gándose de la cólera, y no conocéis la gra-
titud. ¿ Por quién habéis vivido con abun •
dancia, si no es por mi hermano?
—Por eso repito, contestó Doña Guada-
lupe colérica, que renuncio el legado, y
que no quiero sufrir más á un hombre tan
altanero como vos.
—Os engañáis, señora mía. Estáis abso-
lutamente en mi poder, y jamás, jamás, ha-
réis otra cosa sino lo que yo quiera.
Vos, Trinidad, seréis mi mujer dentro de
dos días.
—¿Yo, señor marqués? Os engañáis.
Cuando el sacerdote me pregunte si os quie-
ro por esposo, le diré que NO.
^—¿Es un desafío el que me proponéis,
r>iña? Lo acepto, y te repito, que dentro
4e dos días serás mi mujer. En cuanto á
v
os, señora, calmad ese genio violento, ó
tendréis mucho de que arrepentiros.
Literatura Mexicana.—Tomo 11 - C;
5'4
D . H e r n a n d o se levantó del asiento y sa-
lió, cerrando con violencia la m a m p a r a .
L u e g o que la madre y la hija quedaron so-
las, se miraron un gran rato de hito en hito,
y después, echándose en brazos una de otra,
Moraron a m a r g a m e n t e . No les quedaba otro
r e m e d i o ; el destino les había echado en
el centro de su hogar un tigre que quería
devorarlas.
U n personaje abrió la mampara, y de
puntillas se introdujo hasta donde estaban
la m a d r e y la hija, y las abrazó con ter-
nura. Ellas, sorprendidas, volvieron la «ra-
ra y exclamaron á un tiempo :—¡ ¡ A r t u r o !!
—Silencio, dijo éste, poniéndoles el dedo
en la b o c a ; me resolví á no seguir el ca-
mino, p o r q u e n o podía estar separado d¿
vosotras, y p o r q u é me habría muerto, si
un mes siquiera hubiera transcurrido sitf
ver á Trinidad. Trinidad, madre, ¡ qué feliz
soy en volveros á ver!
— ¡ A r t u r o , nuestro querido A r t u r o ! ex-
clamaron estrechándole entre sus brazos,
y j u n t a n d o sus mejillas con las suyas.
Pasados estos primeros instantes de ale-
gría, A r t u r o contó lia manera como se ha-
bía escapado, y ellas refirieron todo lo cjUe
había ocurrido, y que el lector sabe ya. ?x~
nalmente, después de discurrir m u c h o s ° "
bre la m a n e r a de libertarse cíe tan p e l i g r o ^
huésped, quedó resuelto que A r t u r o se val-
dría de las relaciones fine lo ligaban COTÍ
5*5
algunos abogados, para que le proporcio-
naran el hablarle al virrey, al cual espondría
detenidamente c u a n t o pasaba, y le pediría
su protección.

V.

D . H e r n a n d o no dio lugar á que el p r o -


yecto se pusiera en planta, pues á los dos
días entró en la habitación de la familia,
y con un semblante halagüeño las saludó
y t o m ó asiento.
— Y a sé que el bribonzuelo de A r t u r o
está aquí, dijo con voz chancera, y que ju-
gó á uno de los criados una b u e n a p a s a d a ;
pero he reflexionado que esta es obra <\c
su juventud y del a m o r que tiene á vds.
L a madre y la hija, asombradas de ver
u n lenguaje tan diferente del que hasta en-
tonces había usado D . H e r n a n d o , se apre-
suraron á manifestarle su gratitud y á dar-
le las gracias en los términos más expre-
sivos.
— N o solamente quiero que A r t u r o viva
con vds., continuó D . H e r n a n d o , sino que
aún deseo que se case lo más p r o n t o posi-
ble con Trinidad. Creía yo que haciéndo-
la mi esposa sería feliz; pero puesto que n o
es su voluntad, repito que no t e n g o otra
idea, sino que sea dichosa. E s menester
olvidar lo pasado, y que en lo ríe adelante
S'6
vean vds. en mí al hermano de su protector.
En la vejez, los hombres tenemos nuestros
caprichos; pero la reflexión nos cura. Con-
que, ¿olvidarás mis imprudencias, Trini-
dad?
Trinidad estaba fuera de sí de placer, de
manera que sin responder, se metió á las
piezas interiores, y salió á poco acompaña-
da de Arturo.
—Da gracias á nuestro protector, Arturo;
te perdona, y quiere además que nos case-
mos.
Los dos muchachos, un poco pálidos por
los sufrimientos, pero bdllísimos é intere-
santes, se arrodillaron ante D. Hernando.
Parecían dos estatuas salidas de la mano de
Fidias: tanto así eran regulares y bdlas sus
proporciones.
—Levantaos, hijos míos, levantaos y
abrazadme; desde hoy abjuro mis impru-
dencias y creo que seréis bastante nobles y
generosos para perdonarme.
Arturo abrazó á D. Hernando. En se-
guida tendió los brazos á Trinidad, y ella
se arrojó á ellos. Fué un abrazo largo,
estrecho; abrazo que animaban á un tiem-
po, el amor, el despecho y la cólera. Tri-
nidad escuchó latir violentamente el cora-
zón del viejo. Trinidad sintió el contacto
de unas mejillas ardientes y rugadas, q^ e
se rozaban con la tez fresca de alabastro
de sv* rostro. Trinidad sintió oprimido
5*7
su seno por dos brazos nervudos y secos,
que parecían cinchos de fierro. Trinidad
tuvo miedo de este terrible y prolongado
abrazo; pero bastante avisada ya, para dar
á conocer su emoción, dejó los brazos del
viejo con una ligera sonrisa, y sólo se ad-
vertía que estaba un poco más pálida.
—Es menester confesar que tiene vd. una
hija adorable; es generosa hasta el extre-
mo. Juzgo que me ha perdonado sincera-
mente, y que aun ha concebido por mí al-
guna afección.
—Me habéis hecho bien, señor, y os es-
toy agradecida. Arturo era mi vida, mi
único pensamiento. Cuando me lo quitas-
teis os aborrecí; ahora que me lo devolvéis
para siempre, ya os quiero.
Trinidad abrazó á Arturo, y le hizo una
inocente caricia en la mejilla. Una tinta
amarillenta recorrió el semblante de Juá-
rez ; pero bastante diestro para ocultar su
agitación, sonrió y dijo á Doña Guadalupe :
¡ cómo se aman estas criaturas !
—Los habéis hecho felices, señor, y á
mí también; permitidme que os dé las gra-
cias y que os abrace.
—Venid, Doña Guadalupe; mucho mere-
céis, porque sois una buena madre. Pronto
casaremos á los muchachos; pero será de-
coroso que Trinidad entre mientras en un
convento. Todo se hará en cosa de un
ni es.
5i8
Trinidad convino en entrar á u n conven-
to, y A r t u r o en sufrir la soledad de esos
días. El mes pasó en las disposiciones ne-
cesarias, y por fin D . H e r n a n d o fijó el tan
suspirado día del casamiento. Trinidad sa-
lió la víspera de su encierro, y A r t u r o dz
un convento, donde unos reverendos padres
de la P r o p a g a n d a le dieron sabias leccio-
nes d-e moral, y abundantes consejos para
la nueva vida que iba á emprender.
L a boda se verificó al día siguiente á las
cinco de la mañana. A medio día se sirvió
una mesa espléndida á multitud de convi-
dados, y se obsequió con arroz, gallinas
asadas y vino catalán, á todos los pobres
que ocurrieron en tropel á la festividad.
E n la noche, contra la costumbre, se dis-
puso un g r a n baile, al que concurrieron
multitud de personas notables á quienes D .
H e r n a n d o había convidado. Los novios
estaban brillantes: su juventud, su belleza
y su alegría, encantaron á los concurren-
tes. A r t u r o , vestido de terciopelo n e g r o ,
con su golilla de p u n t o blanco finísimo.
Trinidad con un traje blanco de s.eda y pla-
ta, una corona de rosas de oro en la cabeza,
y u n a cruz de brillantes en el pecho. Los
colores habían vuelto á sus mejillas; sus
ojos azules y lindos, estaban animados con
la dulzura de la inocencia, y el placer de
1111 porvenir d i c h o s o : sus labios delicados
como las hojas de la rosa, se abrían para
5*9
sonreír de júbilo y de contento ; los rizos
de sus cabellos que caían en confusión so-
bre su cuello de cisne, brillaban como las
alas de oro de las mariposas con la luz. de
las bujías de esperma. Trinidad era, sin
exageración, u n o de esos ángeles que en
forma de mujer suele Dios enviar á esta
tierra de maldición y de lágrimas. .Todas
las bocas se abrían para alabar á Trinidad ;
todos los ojos se fijaban en su angélico sem-
blante ; todas las lisonjas y alabanzas eran
por la criatura celestial q u e había vivido
oculta é ignorada hasta entonces, y que sa-
lía llena de poesía y de hermosura, c o m o
la mariposa que r o m p e su capullo y tiende
sus alas de venturina sobre las rosas y los
claveles de un jardin. A r t u r o estaba sa-
tisfecho y orgulloso, y si hay delirios con la
felicidad, A r t u r o lo tenía ardiente, infinito,
de esos delirios de placer que gastan en un
día diez años de existencia.
Se bailaron todos los sones que estaban
en uso. Trinidad cantó dos ó tres cancio-
nes, con una voz clara y armoniosa. A las
cuatro de la mañana se habían m a r c h a d o
la mayor parte de los concurrentes, las ve-
las que estaban acabándose, despedían una
luz vacilante y opaca.
P r e g u n t a r á el lector lo que había hecho
•X H e r n a n d o en todo este tiempo.—Se lo
diré.—Había estado sentado en u n a buta-
ca de cuero, siguiendo con ios ojos todos
52o

los movimientos de la niña. Era un mila-


no que acechaba á la paloma.
A las cuatro y media, la sala estaba va-
cía. Entonces un criado se acercó á Artu-
ro y le dijo, que unos caballeros deseaban
hablarle Arturo bajó al zaguán. Tres
hombres enmascarados y vestidos de negro,
lo asaltaron con unos puñales, y lo obli-
garon á que entrara al coche de D. Her-
nando que estaba en la puerta.
Eran los ministros de la Inquisición.
Cuando D. Hernando oyó rodar éi coche,
soltó una carcajada horrible que hizo ex-
tremecer á Trinidad, y tomando una luz S2
dirigió á su dormitorio.

VI
Los ministros de la Inquisición vendaren
los ojos á Arturo, pusiéronle una morda-
za en la boca y unas esposas en las manos,
y así caminaron en silencio un gran rato
hasta que paró .el coche. Bajáronlo y del
brazo lo hicieron subir algunas escaleras y
atravesar pasadizos hasta que finalmente
oyó abrir unos cerrojos y rechinar una
puerta. Entonces le desvendaron los ojos,
le quitaron la mordaza y lo empujaron den-
tro del calabozo, cuya puerta cerraron con
dobles cerrojos y llaves. Arturo se con-
venció entonces de que no sólo estaba
521
preso, sino que estaba preso en la In-
quisición. En el primer momento Ar-
turo quiso estrellarse la cabeza contra
las murallas del calabozo ó tener á
da mano una arma con que darse la muerte.
Así como su calabozo era una especie de
tubo que no tenía más de una vara de diá-
metro, golpeó las paredes con los puños
hasta el grado Ge escurrirle la sangre; mas
reconociendo cuan inútil é impotente era
su furor, se sentó sobre una piedra redon-
da que bacía veces de asiento y apoyando
su cabeza en sus manos derramó un torren-
te de lágrimas.
Quién sabe cuánto tiempo permaneció en
este estado, lo cierto es, que reclinándose
contra la pared consiguió un momento de
sueño. Durante él, vio una visión aérea,
flotante y llena de luz; solamente en la co-
rona de rosas de oro y el semblante apaci-
ble se asemejaba á la forma humana de Tri-
nidad, 'lo demás era de serafín, de arcángel.
Arturo tendió sus manos doloridas y lle-
nas de sangre hacia la visión. Esta le di-
rigió sus ojos tranquillos y azules y con
una voz armoniosa, como con la que cantó
las sonatas, le dijo: "Arturo mío, la trai-
ción más negra te tiene en este calabozo,
pero confía en la justicia de Dios y en que
tu esposa morirá antes que dejar de ser dig-
na de tí." Por grados fué disipándose la
blanca aparición, y Arturo sobresaltado
Literatura Mexl<an,a— Tomo II.—6o
522

despertó y recorriendo con ojos espantados


el calabozo, no vio más que una línea de
luz y un pequeño fragmento del cielo azul,
que se percibía por una estrecha tronera.
Arturo pensó en Trinidad, en su madre,
en el aire, en la libertad, en el campo, en
el cielo azul, en los pájaros que vuelan en
el viento, en las flores que exhalan sus per-
fumes ; en una palabra, en todo lo que pien-
sa naturalmente un prisionero. Arturo llo-
ró de nuevo.
Sin embargo, no había cometido ningu-
na falta, y la tranquilidad de su concien-
cia y el sueño en que había visto á Tri-
nidad, lo consolaron un tanto. A poco des-
colgaron por la tronera una cestilla: con-
tenía solamente un mendrugo de pan ne-
gro y una cantarilla con agua. Arturo no
tenía hambre y aunque tenía sed no quiso
ni comer ni beber, y así botó la agua y el
pan al suelo. Todo lo más del día lo pasó
sentado en la piedra apoyada la frente en las
manos. El hombre parecía una estatua:
á las veinticuatro horas justas la canasti-
ta descendió de nuevo; Arturo en esta vez
devoró el pan y sorbió ávidamente la canta-
rilla de agua. Hacía cuarenta y ocho ho-
ras que no tomaba ni una gota.
A los cuatro días un hombre enmascara-
do y vestido con un saco y una capucha ne-
gra, abrió el calabozo, vendó los ojos á Ar-
turo y tomándolo por la mano lo sacó fue-
S23
ra. Cuando le desvendaron los ojos, se
bailó en una sala entapizada de negro con
galones de oro. En el fondo estaba un
dosel también negro con un Crucifijo y las
armas de la Inquisición bordadas de seda
y oro. Debajo del dosel había una mesa,
y á su derredor sentados los inquisidores y
el escribano.
Después del juramento y fórmula de es-
tilo, el escribano leyó:
—''Arturo, joven plebeyo de veinte años
de edad, está acusado primero de llamarse
Arturo, nombre indudablemente usado por
los ingleses herejes, y que no se halla en
el calendario; segundo, de tener tratos ilí-
citos con una hermana; y tercero, de azo-
tar todas las noches á la santa imagen de
Cristo."
—¿ Qué decís á todo esto, joven ?
—Que ignoro por qué mis padres me pu-
sieron así; que la joven no es mi hermana,
sino mi esposa; que yo siempre he reveren-
ciado la imagen de Jesucristo y de sus san-
tos y que me hallo ante este tribunal por
las infernales maquinaciones de D. Hernan-
do, marqués cíe la Casa Encarnada;
-—Este joven se halla impenitente, dijo eí
jnquisidor mayor con voz tranquila. Qt'ie
le apliquen el tormento de la garrucha, y
asiente vd. además, señor escribano, que es
11,1
calumniador de la intachable virtud del
Marqués.
524
Los alguaciles condujeron á Arturo al
cuarto del tormento. Al cabo de un cuar-
to de hora lo sacaron casi arrastrando, pá-
lido como una imagen de cera, descoyunta-
do y casi moribundo.
—¿Ha confesado? preguntó el inquisi-
dor?
—Todo absolutamente, todo.
—¿Qué decís de esto, joven?
—Que es cierto cuanto se me ha pregun-
tado, contestó con voz apagada.
—Oid, pues, dijo el escribano. El santo
y piadoso tribunal os condena á un año de
reclusión en uno de sus calabozos, para que
tengáis tiempo de pedir perdón á Dios, y
arrepentiros de vuestros pecados, los cua*
les purgaréis saliendo en el auto de fe con
sambenito y vela verde.
Arturo nada contestó, y los alguaciles
lo volvieron á su calabozo.
Los dolores físicos y morales ocasiona-
ron una fiebre á Arturo, que lo tuvo vein-
te días sin conocimiento. Es menester de-
cir, en obsequio de la justicia, que el tribu-
nal mandó transladar al supuesto reo á un
calabozo más amplio, y le prodigó todas las
medicinas y auxilios necesarios. Aun en
esto había envuelta cierta maldad y miseria.
El tribunal no quería que la naturaleza ma-
tase á sus presos, sino el tormento y la pri-
sión.
Restablecido de su enfermedad, lo vol-
S*5
vieron á su cubo. Allí pasó todo el tiempo
dicho, hasta que se aproximó el auto de
fe.
Os diré lo que hizo en once meses. Du-
rante esa larga noche de martirios, lo con-
soló una sola idea. La venganza; pero
una venganza inaudita y terrible.

VIL

A pesar de la infernal risa de D. Her-


nando, no estrañó de pronto Trinidad la
falta de Arturo, y fué en busca de su ma-
dre, la cual oyendo llamar á misa en una
iglesia cercana, se puso su basquina y salió
á la calle. D. Hernando había tomado bien
sus medidas. En la esquina la asaltaron
dos hombres, y vendándola los ojos, la con-
dujeron á un monasterio. D. Hernando
había dicho al arzobispo que quería ence-
rrar en un convento á una señora de mu-
cho respeto que había perdido el juicio. El
prelado no tuvo inconveniente, y D. Her-
nando quedó dueño absoluto de Trinidad.
Esta, fatigada con tanta emoción, se rebi-
nó en su lecho, y concilio el sueño. Al día
siguiente se levantó, tocó la campanilla y
acudió una esclava negra.
—-¿Dónde está mi madre, dónde está
Arturo? Llamadlos, decidles que por qué
no han ocurrido á verme?
$26

La esclava no respondió nada, y salió del


aposento.
Como había pasado un cuarto de hora, v
nadie volvía,-Trinidad quiso .salir; pero la
puerta estaba cerrada. Entonces tocó de
nuevo la campanilla, y se presentó otra ne
gra.
Trinidad hizo la misma presuma; pero
tampoco obtuvo ninguna contestación.
Trinidad quiso salir; pero la esclava s-
lo impidió, y cerró tras sí la puerta.
Esto era de desesperarse: llamó reme-
tidas veces con la campana, pero nadie se
presentó hasta las doce, en que cuatro es-
clavos negros y Cuatro esclavas, entraron
con una mesa cubierta con los más exquisi-
tos manjares. Le parecía á Trinidad una
cosa como los cuentos que le había referi-
do su nodriza en la infancia, y dudaba si
estaba despierta ó soñaba.
Los esclavos le hicieron señal para qu e
comiera; pero ella impaciente, y verdade-
ramente colérica, les botó la comida en
la cara y se retiró á un rincón de su si-
coba.
Los esclavos, sin decir una sílaba, reco-
gieron la comida y se marcharon, A la ora-
ción, una de las dos negras entró con Ia
luz, y una mancerina de chocolate.
—¿Dónde está mi madre, dónde está Ar-
turo ? Eso es lo que quiero: decidme quién
os ha traído á mi casa? ¿Quién es vuestro
amo?
S*7
La negra, mirando que la niña no que-
ría tomar el chocolate, dejó la vela en una
mesa y se retiró en silencio.
En la noche se acostó Trinidad. Los
latidos de su corazón no la dejaban repo-
sar, y una opresión terrible de pecho la so-
focaba. Un instinto le hacía comprender
que era víctima de las maquinaciones de
Juárez; pero estaba muy lejos de figurarse
que su madre estuviese encerrada en la cel-
da de un convento, declarada loca, y Ar-
turo gimiendo por herege en un calabozo
de la Inquisición. Sin embargo, esa noche
fué de insomnio y de delirio; cada rato la
asaltaban horribles pesadillas, y desperta-
ba con un calosfrío y un dolor agudo en
las sienes. Resolvió» pues, para aclarar
el misterio, valerse de un expediente.
Luego que la negra entró con el choco-
late, Trinidad le dijo:—líaz entender á tu
señor, al que sea tu amo, que me dejare
morir de hambie si no vienen mi madre ó
Arturo, ó se me esplica por qué estoy pri-
sionera en esta pieza.
La negra salió sin decir una palabra ; pe-
ro á poco entró D. Hernando de Juárez.
Trinidad en esta ocasión estaba frenéti-
ca; así es que cuando el viejo se aproxi-
mó, ella se puso de pie, cruzó los brazos y
lo miró de hito en hito.
c
—Trinidad, estás más hermosa que nun-
a, y
528

—Y ¿qué venís á hacer aquí, señor de


J uárez ?
—Me habéis mandado buscar.
—Es verdad ; sentaos.
D. Hernando, que temblaba de pies á
cabeza, se sentó sin atreverse á levantar
los ojos.
—Decidme, señor de Juárez, ¿cuáles son
vuestros designios, y hasta cuándo debemos
vernos libres de los caprichos que os su-
giere vuestro histérico? Ayer me habéis
casado, y hoy hacéis desaparecer á mi ma-
dre y á mi esposo, y me .encerráis en una
habitación, como si hubiera cometido al-
gún crimen. Os asombrará el oírme ha-
blar así; pero estoy verdaderamente deses-
perada ; este yugo de hierro que habéis
impuesto á mi familia, me pesa más que
ia muerte. En una palabra, señor, decid-
me qué habéis hecho de mi madre y de
Arturo; át lo contrario, os aseguro que
me dejaré morir de hambre.
—Trinidad, estás hoy muy severa.
Tu
madre y Arturo se han ido á una de mis
haciendas,
—Es una impostura: mi madre y mi Ar-
turo no podían abandonarme así. Idos de
aquí, señor de Juárez; vuestra presencia me
es insufrible.
—¡ Trinidad!
—Idos, y sabed mi resolución.
Trinidad volvió la espalda á Juárez y se
529
ocultó entre las colgaduras de su lecho.
Juárez, pasmado al ver la resolución de
la joven, salió lleno de cólera y de ver-
güenza.
Llegó la hora de comer, y Trinidad
devolvió intactos todos los manjares. Con
el chocolate hizo lo mismo. Durante
tres días sólo había tomado unos tra-
gos de agua, y estaba ya pálida y casi sin
fuerzas; pero resuelta á dejarse morir si
el viejo no le daba una razón satisfactoria
de su madre y de Arturo.
Al tercer día en la noche, D. Hernando,
que como debe suponerse vigilaba la con-
ducta de la muchacha, entró despavorid J
al cuarto.
—Trinidad, hija mía, ¿ por qué quieres
cometer un crimen? ¿por qué quieres sui-
cidarte?
—¿ Dónde está mi madre, dónde está Ar-
turo?
—Todo, hija mía, todo lo sabrán; ¿ero á
condición de que tomes alguna cosa.
Un esclavo presentó una copa d.1 buen
vino de Jerez y algunos bizcochos.
Trinidad tomó la copa, y mirando á D.
Hernando, le dijo: ¿estará envenenado, no
es verdad?
~~\ \ Trinidad !!
•—No importa, á nada tengo miedo.
m Trinidad sorbió la mitad de la copa de
vino, y tomó algunos bizcochos; y con una
Literatura Mexicana.—Tomo 11.-6?
53°
calma inpasible, dijo á J u á r e z : O s he dado
gusto, ahora decidme. . . .
—Trinidad, tu m a d r e está en un conven-
to, y A r t u r o . . . . A r t u r o , según sé, la In-
quisición se ha apoderado de él.
— ¡ D i o s mío, la Inquisición! exclamo
Trinidad ocultando su rostro con sus ma-
nos.
— E s t o es lo que he podido averiguar.
—¿ Y qué ha hecho A r t u r o ? ¡ Mi pobre
A r t u r o , tan religioso, tan b u e n o ! . . . . Vos,
señor Juárez, vos, sois un malvado
— T e j u r o por lo más s a g r a d o que no he
tenido parte alguna, y antes bien, luego
que lo supe, he p r o c u r a d o salvarlo.
—¡ Ah Dios mío ! ¿ Y lo salvaréis ? E n -
tonces os q u e r r é otra vez m u c h o .
Trinidad era inocente, y n o era capaz de
c o m p r e n d e r la extensión de la perversidad
humana.
—Sí, lo salvaré, hija m í a ; pero es me-
nester que seas más llevada de razón. Sí
me prometes comer y estar alegre, antes
d e pocos días estarás a! lado de tu ma-
rido,
— T o d o cuanto queráis haré.
D . H e r n a n d o se retiró, y Trinidad, con
la esperanza de que p r o n t o estaría libre
A r t u r o , t o m ó los manjares que le llevaron
las esclavas, y aun se rió como una loca.
Al día siguiente las esclavas abrieron la
puerta, y dijeron á Trinidad que podía &ft~
53i
lir y transitar por todas las habitaciones.
Resolvióse á salir, y se sorprendió de la
súbita trasformaeión de la casa. D . H e r -
n a n d o había reunido las cosas más exqui-
sitas de la Asia, de la E u r o p a , y de la A m é -
rica, y colocádolas allí.
E r a n p r i m o r o s o s canarios y cardenales.
encerrados en jaulas de cristal; eran colga-
duras' de tisú y terciopelo de C h i n a ; eran
grandes tibores de p o r c e l a n a ; eran arañas
cié plata y aparadores con vajillas de China
y oro.
Trinidad se alarmó de todo esto, mas D .
H e r n a n d o le explicó con una voz meliflua,
>* con la más refinada hipocresía, que la
había tenido encerrada, tanto por n o verse
obligado á darle la noticia de A r t u r o , como
para prepararle una sorpresa. Q u e la falta
de A r t u r o era ligera, según se había in-
formado ; que dos meses de detenimiento
bastarían, y que además nada le faltaba;
ni aun una selecta mesa. Trinidad insistió
en ver á su madre, y D. H e r n a n d o le pro-
nietió que la vería.
El carácter de Trinidad era varonil v
arrojado en el fondo, y a u n q u e n o le sa-
tisfacían enteramente las respuestas de 10.
H e r n a n d o , n o encontraba medio de sacar
ventaja de este h o m b r e malvado y suspi-
caz. Consideraba que era inútil el aturdir
*a casa con sollozos, porque nadie la había
íle oír ni consolar; y así de día aparentaba
532

serenidad, y de noche se entregaba á las


a m a r g a s reflexiones que le hacían derra-
m a r muchas lágrimas. J a m á s se separaron
ni un instante de la mente áe Trinidad, ni su
adorado A r t u r o , ni su excelente madre.
D . H e r n a n d o observaba una conducta
verdaderamente respetuosa con Trinidad.
L a veía una sola vez en el día, y le habla-
ba con mucha dulzura, sin mezclar nada
que tocase á su amor. Así entre promesas
y esperanzas, pasó un mes.
U n a noche, á las nueve, se recogió Tri-
nidad, como lo tenía de costumbre, después
de rezar sus oraciones ; y como lo tenía tam-
bién de costumbre, se puso á pensar en su
situación y llorar en esa especie de insom-
nio, en que ni se vela ni se duerme.
Sucesivamente oyó las diez, las once, las
d o c e ; á la una miró dibujarse en la pared
inmediata con la débil luz de la veladora,
u n a figura colosal; creyó que era su ima-
ginación acalorada la que le presentaba
esas q u i m e r a s ; pero m i r a n d o más atenta-
mente, observó que poco á poco el t a m a ñ o
de la fantasma disminuía en la sombra.
Trinidad, sobrecogida de miedo, se envolví >
la cabeza entre las ropas de la cama.
A poco sintió que un peso terrible opri-
mía su c u e r p o ; á poco dos brazos de hie-
r r o que estrechaban sus h o m b r o s , y procu-
raban separar las ropas ; después una boca
ardiente que se posaba en sus mejillas, y
u n a voz a h o g a d a que decía:
533
—Trinidad, Trini-ciad !!
Apenas Trinidad h u b o reconocido la voz
de D . H e r n a n d o , cuantío todo el temor que
le había sobrecogido, se cambió en cólera:
desasióse de los brazos de D. H e r n a n d o
y cubriéndose con las ropas brincó del otru
lado del lecho.
D . H e r n a n d o que lo había arriesgado to-
cio, fortuna, reputación y conciencia, nada
temía. Trinidad en su interior clamaba á
la Virgen, á todos los Santos, que viniesen
en su ayuda. D e repente, y casi maquinal •
mente, llevó su m a n o á una fuente de agua
bendita de plata y nácar, que estaba en la
cabecera de su lecho. D . H e r n a n d o , ciego
se arrojó sobre Trinidad, y ésta dejó caer
sobre su cabeza el trasto que había descol-
gado.
T o d o cesó en el a c t o ; D . H e r n a n d o rodo
sin sentido por el pavimento. Trinidad que-
dó inmóvil por un instante, pero luego mi-
rando el cadáver de un h o m b r e tendido á
sus pies, se llenó de terror, y vistiéndose
con precipitación, salió de su alcoba, tomó
la luz, y buscó por donde escaparse. Inten-
to v a n o ; todas las puertas estaban cerradas
V reinaba un silencio profundo.
Trinidad regresaba resuelta á dejarse
caer por la ventana de su alcoba, cuando
encontró á I ) . H e r n a n d o , que vacilante y
a g a r r á n d o s e la cabeza, se dirigía á su apo-
sento.
534
El golpe había sólo privado de sentido
por un momento al viejo.
AI día siguiente casi á fuerza, introduje-
ron á Trinidad al cuarto de D. Hernando.
El golpe había sido fuerte y ocasionádole
calentura.
—Trinidad, por última vez te propongo
una reconciliación. Olvidaré todo lo pasa-
do, ó caerá sobre tí mi venganza. En una
palabra, ó te resuelves á ser mía, ó la tor-
tura y los calabozos de la Inquisición serán
tu porvenir.
Trinidad, al oir esta sentencia, palideció
y tuvo que apoyarse en la pared para no
caer; mas repuesta de esta primera emo-
ción, contestó con calma:
—Acepto la tortura y los calabozos, co-
mo vos aceptareis á la hora de vuestra
muerte el infierno y los tormentos eternos
En la noche introdujeron en un calabozo
de la Inquisición á una joven acusada de
practicar la ley de Moisén.

VIII
En el año de 1648 celebró la Inquisición
de México su tercer auto de fe con toda
la pompa religiosa con que se pretendían
canonizar esos actos públicos de barbarie
y de iniquidad. Por mi parte bendigo á
Dios de todo corazón porque me arrojó al
535
inundo en nn tiempo en que la religión se
aprende en las ciencias, en la naturaleza y
tn la poesía, y no en las mazmorras y cala-
bozos. ¡ Quiera el Señor que tan benigno
.ha sido con mi pobre patria, hacer que la
justicia y la libertad tengan un seguro asilo
en este hermoso suelo!
Los herejes que la Inquisición sacó á pa-
sear por las calles de México, eran viejo.-;
y viejas inermesy pacíficos, tal vez algunos
imbuidos inocentemente en algunas ideas
supersticiosas ; eran jóvenes á quienes la in-
justicia habría arrancado del hogar domés-
tico, y, cosa inaudita, eran niñas de trece
de quince, de dieciseis años, inocentes palo-
mas que probablemente no habrían perdido
ni el candor, ni la inocencia de los primeros
años de la infancia.
Entre los supuestos herejes, se encontra-
ban vestidos de un infame saco, nuestros jó-
venes Arturo y Trinidad.
Los dos estaban inconocibles. Algunos
meses de prisión y de eterna noche y sole-
dad los habían envejecido. Arturo estaba
pálido, la barba y el cabello le habían cre-
cido. Trinidad, ¡ oh! daba compasión la
pobre Trinidad. Ni alegría en sus ojos, ni
vida en sus mejillas, ni color -en sus labios
m brillo en sus cabellos. Los dos mucha-
chos se reconocieron mezclados entre tanto
miserable, entre tanto fanático, entre tanti
pueblo imbécil, que silencioso y devoto mi-
53 6
i aba esta farsa infame que ultrajaba á la
religión y á los hombres. Los dos mucha-
chos se reconocieron después de un año de
separación, después de un año de tormentos
f sicos y morales, después de un año de in-
íicrno que vaha por un siglo.
Arturo no lloró, sino que sus ojos se ani-
maron por un momento con un fuego si-
niestro, y dirigiéndolos á Trinidad, le hizo
comprender que había un volcán dentro de
su corazón. Trinidad bajó la vista de do-
.lor y de vergüenza, y las lágrimas roda-
ron hilo á hilo por sus mejillas. Los es-
pectadores creyeron que era una nueva
Magdalena que lloraba sus pecados.
D. Hernando sonriendo vio pasar desde
un balcón el auto de fe.

IX
D. Hernando pensó muy bien que si Ar-
turo se quedaba en México habría de ven-
garse, a-sí es que por apéndice consiguió
que la Inquisición lo sentenciase á él y a
Trinidad, á destierro por tres anos, en las
Filipinas.
Al día siguiente de celebrado el auto los
alguaciles se apoderaron de los supuestos
reos y los condujeron al puerto de Ácapul •
co, á bordo de uno de los buques qvue com-
ponían la ilota, con orden expresa de no
dejarlos reunir.
537
La ilota se hizo á la vela y el capitán mo-
vido de la juventud y "de la inocencia de los
jóvenes, no sólo consintió que estuvieran
juntos sino que les dio un trato magnífico.
En esos largos y eternos días que se pa-
san en medio del Océano, Arturo contó al
capitán sus desgracias, el capitán que era
LUÍ viejo y valiente catalán, educado entre
los peligros y los azares de la mar, se con-
movió y echando al diablo la orden de la
Inquisición y del virrey desembarcó á los
dos esposos en Manila.

Cuatro años habían pasado de estos suce-


sos; Arturo, joven y emprendedor.comenzó
á trabajar en el comercio y auxiliado p°x
las relaciones del capitán logró hacer una
fortuna regular. Trinidad había vuelto á
ponerse hermosa, y además tenía dos niñas
lindas como dos blancas azucenas. Por
esos días se esparció la noticia por un bu-
que llegado de Acapulco, que el marqués
ele Casa Encarnada, no dilataría en llegar
á radicarse á la isla. Esto alarmó á Tri-
nidad, pero regocijó á Arturo, consideran-
do que no podría ser descubierto ñor D.
H ernando, tanto por haber mudado much^
en su figura, como por ser conocido en Ma-
Litcratura Mexicana—Tomo II.—68
53*
üda bajo el nombre de D. Lucas de Padilla
y su- mujer por Doña Inés de Zaragoza.
El marqués llegó efectivamente á pocq
tiempo. Arturo dispuso sus negocios, en-
vió dos naves para América, reservándose
una bastante velera que había comprado
embarcó á su mujer y á sus hijos y él que-
dó en tierra bajo el pretexto de arreglar sus
negocios.
Quince días estuvo la nave anclada, es-
perando solamente el que Arturo se embar-
case para hacerse á la vela.
Arturo aguardaba una oportunidad, y
veamos cómo se le presentó. Una tarde se
paseaba D. Hernando por el puerto. Acer-
cóse á ver un bonito bote, que coquetamen-
te se balanceaba á impulso de las ondas. Un
joven delgado sumamente descolorido y
barbicerrado estaba dentro del bote, y al ver
acercarse á D. Hernando se puso en pie, «¿
quitó el sombrero \ le dijo :
—Parece que ha gustado á vuestra seño-
lía mi bote.
—En efecto, es uno de los más bonitos
que hay en el puerto.
—SÍ su señoría quisiese dar un paseo. El
mar está tranquilo, y justamente arreglaba
vo mi vela para hacer una visita á las em-
barcaciones recién venidas de Lima.
D. Hernando aceptó y se embarcó con el
joven. Este tendió su pequeña vela, y ayu-
dándose con los remos, logró en breve an-
dar una distancia considerable.
539
D. Hernando parecía distraído en la con-
templación del mar, el sol iba descendiendo
al horizonte, y el espectáculo era bellísimo.
El joven parecía ocupado en la maniobra,
De repente saltó al agua y empujando el
bote comenzó á nadar dirigiéndose á un bu-
que que había por allí. Luego que el ma-
rinero de guardia vio un hombre nadando
echó a! agua una chalupa, la cual recogió
al nadador, que venia aún fresco y capaz de
caminar dos millas.
El joven era Arturo.
—¿ Qué os sucedió, patrón, exclamó el
capitán, que os veo tan mojado?
—Aposté con un maldito limeño, á que
á nado llegaba á mi buque, y estos marine-
ro? que me echaron la chalupa me han he-
cho perder; era poco, una botella de jerez
solamente.
Arturo dio órdenes para que el buque sa
hiciese á la vela, y dirigiéndose á la popa
donde se hallaba Trinidad le dijo:
—¿Ves, hija mía, aquel punto blanco que
se aleja hacia el Sur?
—Sí ¿y qué es?
•—Un bote á toda vela.
—¡ Qué ligero va !
•—De aquí á una hora estará muy lejos
f
le la tierra.
—Sí, ¿ y por qué me lo has enseñado ?
—Porque dentro va un hombre que sólo
la Providencia de Dios puede salvar.
54°
—¿"Quién es ese hombre, Arturo?
—D. Hernando de Juárez. Vino todavía
á perseguirnos, y ha encontrado su muerte
El bote nada como un pájaro marino, sin
embargo, si Dios quiere puede salvarlo.
—Arturo, ¿qué has hecho?
—Quitar del mundo á un malvarlo; Dios
que es justo, le perdonará; yo me hubiera
muerto sin perdonarle.
Trinidad cayó de rodillas y pidió á Dios
la salvación de su perseguidor.
A h r ü 20 d e 18.14.
54 1

ÍNDICE.

Noticia biográfica del autor V


María 1
Un Doctor 29
El Mineral de P l a t e r o s (tradición). . . . 47
La víspera y el día de tina boda 55
¡¡Loca!! 89
El Monte Virgen 120
Pepita 103
Alberto y Teresa 199
La Esposa del I n s u r g e n t e . 221
A v e n t u r a de un Veterano 255
El Castillo del Barón d'Artal 303
La L á m p a r a 323
El Lucero de Malaga 330
El Cura v la Opera 377
El Rosario de Concha Nácar 403
Amor Secreto 403
Trinidad de J u á r e z 477

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