Novelas Cortas. - Autores Mexicanos PDF
Novelas Cortas. - Autores Mexicanos PDF
Novelas Cortas. - Autores Mexicanos PDF
DE
AUTORES MEXICANOS.
NOVELAS CORTAS.
54 1
ÍNDICE.
I.
í>. Manuel Payn© y Floros nació en la Ciudad
U/> México ol 21 do junio ño 1,810. Fueron sus
padres don Manuel Payno y Bustamante, an-
tiguo empleado del Virreinato, y dofta Josefa
Flores: <4 primero pertenecía ft una familia aco-
modada del Interior y ora primo hermano de
don Anastacio Bustamante que posteriormente
colaboró con el Libertador Itttrblde on la glorio-
sa obra de la Indfcpeftdeheia do México y fué
Varias veces Presidente de la República.
Payno entró muy joven, á poco do consuma-
da la emancipación del país, íi la Adriana de
México, con el cnrActer de meritorio, y no ha-
bían pasado muchos anos de su Ingreso á esa
oficina cuando fue enviado por el Gobierno, en
compañía <V don Guillermo Prieto y don Iía-
r,¡icr^tnr.i Mexicana,—Tomo II.—A
Vi
ii
CALDERÓN.
I.
LA MADRE Y LA HIJA.
II
LA VUELTA A LA PATRIA.
III
LA PRISIÓN.
IV.
LA PLAZA.
V.
EL SEPULCRO.
I.
Antes de partir para Durango—me dijo el
Doctor—pasé á despedirme de mi antiguo
amigo N.*** el cual tenía dos hijas. Una
de ellas era aún pequeñita, tierna y linda,
como los primeros botones de rosa que se
abren en la primavera. Después de las ex-
presiones de amistad, y ofrecimientos y pro-
testas que son consiguientes en tales casos,
toe retiré de la casa para montar en el ca-
rruaje que me aguardaba. Había bajado
tres escalones, cuando me acordé que no
toe había despedido de las dos niñas, que
como unas magas, frescas, juguetonas y
l e g r e s , llenaban de ventura la vida de mi
a
toigo. Retrocedí en efecto, y sólo encon-
tré á la más pequeñita, besé su frente rubo-
32
II.
Como Cecilia vivía en una hacienda con
una parienta, fué menester conducirla has-
ta e l lugar de mi residencia, y en efecto,
a
los dos días me avisaron que la enferma
fl^e aguardaba. Con toda precipitación me
Ve
&tí, y á los cinco minutos estaba ya junto
de Cecilia. Eran las facciones delicadas de
la. niña que yo había conocido; pero altera-
das por el sufrimiento; sus ojos negros y
literatura Mexicana. —Tomo II.—5
54
III
IV.
Un mes después le dije á Cecilia:
—Es menester dar ahora unos paseos
cortos por el campo: el oxígeno de las plan-
tas y la fatiga del ejercicio deben completar
la obra que se comenzó con las bebidas y
sangrías.
Cecilia por toda respuesta me tomó el
brazo. Desgraciadamente ve vd, que no
hay por este rumbo de esos sitios amenos,
llenos de flores y de aromas que se encuen-
tran por las cercanías de México: así es que
nos dirigimos al llano, que ofrecía sin em-
bargo á nuestras plantas un tapiz verde y
aterciopelado.—Inútil será decir á vd. que
yo estaba loco de placer y de orgullo sin-
tiendo el ligero peso del brazo de Ceci-
lia. Quise por primera vez insinuarle, que
el que había sido su médico sería su espo-
so ; que el que la había puesto de nuevo en
el camino de la vida, sería también en lo de
adelante su guía y su compañero; pero te-
nía un nudo en la garganta y no encontraba
palabras con que comenzar mi declaración.
Como llevábamos cerca de media hora de
paseo sin que yo hubiese articulado una sí
laba, Cecilia fué la que habló.
—Doctor, ¡ si viera vd. con qué emoción
se ve el campo, y las calles, y las casas y
las gentes cuando se había perdido toda es-
peranza de vivir!
43
—Lo creo, Cecilia; pero ¿juzga vd. tam-
bién que el médico que contaba con asistir
á los últimos instantes de un enfermo, no
se llene de orgullo al ver que ya ha reco-
brado su primitiva salud y lozanía?. . . . Y
además, acaso me guiaba en la curación
de vd. un interés más tierno, v. g., el de un
amigo, el de un hermano, el d e . . . . Cecilia,
¿podría acaso con la constancia y con los
sacrificios dar á vd. un nombre más sig-
nificativo, más?. . . .
—Mi salvador, por ejemplo. . . . ¿no es
eso lo que vd. desea, Doctor ? Pues bien,
desde hoy en adelante confesaré que des-
pués de Dios, soy á vd. deudora de una vi-
da que, sin embargo, no es del todo feliz.
—Vd. no me ha querido comprender;
pero vamos, ¿por qué no es vd. feliz?
—Doctor, hay males que no se curan con
sangrías y bebidas; y el mío, aunque no es
grave, requiere otro género de medicina.
—Cecilia, Cecilia, exclamé, queriéndome
arrojar á sus pies, vd. puede ser feliz y. . . .
No acabé la alocución porque un pensa-
miento siniestro y lúgubre, como esas nu-
bes negras que aparecen en el horizonte del
ni
ar, cruzó por mi mente. ¿ Cecilia amará á
°tro? ¿Habré arrancado á esta niña del se-
pulcro para ponerla en brazos de un rival?
Esta idea me volvía loco. Después de un
r
ato de silencio, dije á Cecilia con una voz
bronca y áspera:
—Es menester volvernos á la casa de vd.
Porque tengo muchas ocupaciones.
44
TRADICIÓN.
Este mineral se halla situado en el De-
partamento de Zacatecas y distrito de Fres-
nillo, y dista de este último punto p*co más
de una b'gua Su origen, según cuentan,
parece q ie fué el siguiente* Unos plateros
conduciendo en un cajón una imagen de
Cristo crucificado, para el rumbo de Du-
r
ango, se vieron asaltados de un recio agua-
cero, y Tuvieron por esta causa que pasar
la noche en unas pequeñas lomas inmedia-
tas al Fresnillo. La tormenta había cesado,
así es que nuestros impávidos artistas en-
cendieran una gran lumbrada, y colocando
en orden y seguridad así su divina carga
como el resto de su bagage, se sentaron al
rededor del fuego á saborear unas cuantas
gordas de maíz" y unos excelentes trozos
^ e ''cecina." Debe suponerse que amigos,
bajando y con los estómagos llenos, darían
Literatura Mexicana.—Tomo II.—7
5°
libre curso á sus lenguas. En efecto, platica-
ron de ladrones, de tempestades, de ríos
crecidos; en fin, de todas esas maravillas
que sorprenden á los viajeros. La conversa-
ción recayó sobre cuestiones aritméticas, y
resultó naturalmente, el que hicieran un es-
crupuloso balance de sus haberes. Entre
todos, reunían apenas veinte pesos.
—Si Dios nos diera dinero. . . . exclamó
uno de ellos con tono melancólico.
—Nada es imposible para su Majestad,
contestó el otro.
—Ya se ve que no; pero no veo cómo po-
damos nosotros hacernos ricos.
—Vamos, estás fresco. Para Dios no hay
imposibles! "Si Dios lo quiere dar, por la
gatera se ha de entrar,"
—Pero es menester pedirlo.
—Pues pidámoselo.
Los plateros se arrodillaron delante del
cajón que contenía el Santo Cristo, le reza-
ron fervorosamente un Credo, y envol-
viéndose después en sus "mangas," se acer-
caron cerca de la lumbrada, y . . . . proba-
blemente se durmieron.
A la mañana siguiente, el viento había
disipado las cenizas de la lumbrada, y los
primeros rayos del sol reflejaron sobre un
nítido y brillante tejo de plata.
Los plateros no siguieron adelante con
la imagen, sino que comenzaron á trabajar
las minas, y á poco tiempo edificaron una
capilla al Señor de Plateros. No salgo res-
5»
punsable de la verdad de esta narración: el
hecho es que las minas y la capilla existen
hoy.
Una tarde me invitó un amigo á dar un
paseo por el mismo mineral. Fuimos en
efecto. Nada hay más triste ni más melan-
cólico que este sitio: un arroyo seco: unas
cuantas casas de adobes grises esparcidas
al pié de una lomita: un horizonte de coli-
nas parduscas y sin vegetación,—tal es
Plateros; en cambio, dicen que es muy ri-
co, y que sus vetas de "plata verde" salen
hasta la superficie de la tierra. Como mis
conocimientos en mineralogia no me permi-
tían cerciorarme de esto, insté á mi com-
pañero para que nos dirigiéramos á ía igle-
sia. A propósito, ella es de una arquitectura
de buen gusto, y demasiado grande y am-
plia para los poquísimos fieles que tiene
hoy dicha población. Antes de entrar, me
dijo mi compañero, tengo que contarle á
y
d. una tradición.
m •—Es de Ud. la palabra, le respondí; pre-
cisamente si los botánicos andan á caza de
yerbas, y los mineros de vetas, yo me salgo
de misa por oir una tradición.
Una vez venía un pobre por el camino,
ar
riando un delgado y pequeño asno: el as-
n
Q estaba cargado de un cajoncito, y el ca-
J°ncito lleno de aretes, zoguillas, tumbagas,
espejos y otras chacharas de mercería. Mi
hambre era lo que puede llamarse un bu-
honero. Llegado que hubo á la grieta de
52
una loma, descargó al asno, y dejándolo
pacer libremente la yerba, se sentó sobre las
mantas del aparejo. A poco rato llegó otro
individuo, ambos platicaron, fumaron su
cigarro y se acostaron tranquilamente. Y a
se ve, eran hermanos, viajaban j u n t o s y
especulaban en compañía. El que conducía
el asno se durmió á poco m o m e n t o ; pero
el otro, á quien llamaremos Francisco, se
puso á discurrir, que si él fuera el dueño de1,
dinero y efectos de su h e r m a n o , tendría más
utilidades, sin necesidad de sujetarse á vo-
luntad ajena. Este pensamiento, que lo so-
pló Satanás en su alma, trató de llevarlo á
cabo. Observó la respiración de su herma-
no, y cerciorado de (pie dormía profunda-
mente, se levantó, y de puntillas, contenien-
do el aliento, con la boca entreabierta y los
ojos inquietos y extraviados, levantó un
g r a n pedrusco n e g r o , y colocándolo sobre
la cabeza de su h e r m a n o , que tan s e g u r o y
confiado dormía, lo dejó caer. U n traquido
sordo anunció que el cráneo se había hecho
trizas. A poco m o m e n t o un raudal de san-
gre brotó de debajo del peñasco. Apenas el
agresor vio humedecerse y correr por las
peñas el licor rojo, cuando, come otro Caín,
corrió frenético de una parte á otra, me-
sándose los cabellos y dándose de cabezasos
contra las p i e d r a s ; por fin, desolado se di-
rigió á la capilla del Señor de Plateros y
allí d e r r a m ó un torrente de lágrimas y pi-
dió al Señor misericordia.—El pobre día-
53
blo, á pesar de que la justicia de la tierra
mexicana no estaba de lo más expedita, te-
mía también verse en una horca.—El caso
es que lloraba mucho, que golpeaba su fren-
te pecadora contra las gradas del altar, y
que decía al Señor á voz en cuello, que era
un malvado criminal; pero que lo perdona-
ra y lo salvara
En esto una suave palmada que sintió en
el hombro, le hizo volver la cara.
—¡ ¡ ¡ Hermano ! ! ! . . . ¡ Piedad !. . . si eres
una sombra, si has venido de la otra vida,
perdóname.
—Buena socarra tienes en dejarme solo
y dormido, le contestó el hermano, sin cui-
dar del asno, ni del cajón.
•—Hermano, yo te he matado.
—¿ Matado ?. . . . replicó el otro, regis-
trándose maquinalmente el cuerpo con la
vista.
—Sí, te he arrojado una piedra en la ca-
beza, y he visto correr tu sangre y saltar
tus sesos.
El hermano recorrió su cabeza con la ma-
no, y aunque no halló herida, notó que ex-
perimentaba un leve dolor.
—Pero hermano, cuéntame. . . .
—Soy un malvado, un criminal ; te he
matado; pero el Señor ha visto mi arrepen-
timiento y te ha vuelto la vida. Recemos.
Eos dos hermanos cayeron de rodillas y
oraron largo rato; después fueron al sitio
donde acaeció el asesinato, y vieron, en
54
efecto, la piedra todavía con la sangre ca-
liente.
Al llegar aquí la narración, me dijo mi
amigo, viendo que yo abría tantos ojos:
—Entre Udí., verá la piedra. De facto, en-
tré, y en un rincón de la capilla vi y tenté
un pedrusco negro, capaz, no digo de de-
moler la cabeza de un hombre, sino la de
un elefante. Tampoco salgo responsable de
este milagro; es una tradición que cuento
al lector como á mí me la refirieron.
LA VÍSPERA
Y EL DÍA DE UNA BODA.
I
III.
EPISODIO.
IV.
KL DÍA DE LA BODA
V.
LA CRUZ DEL MONTE.
FELICIDAD DOMÉSTICA
II.
CONVITE
—Nadie.
—¿Es posible? Con que tendré que ir
sola ?
—No tal, llevas un buen compañero.
-—¿ Cuál es ?
—Tu honor, hija mía, único galán que
debe reemplazar las ausencias del ma-
rido,
—Dices bien, si todos los esposos fueran
asi, jamás serían engañados. Adiós, Ki-
cardo.
Ricardo besó la frente de su mujer y la
acompañó hasta la puerta. En la calle es-
taba ya aguardándola el coche de Ana.
III.
BA L L E .
separaré de t í . . . . para s i e m p r e . . . . te d e -
jaré en el seno de la dicha.
E n efecto, la lluvia azotaba con fuerza las
vidrieras, y sólo se veía en la calle al po-
bre sereno sentado en una puerta delante
de su farol, arrebujado en su capote y pare-
cido á un ídolo antiguo.
Clarencia, sin e m b a r g o , se levantó de la
Kl
Ua; pero Antonio la t o m ó una mano, y la
obligó á que volviese á sentarse.
— ¿ Y te ibas, te apartabas sin p r e g u n t a r -
[]lv
qué ha sido de mi existencia en los
anos que he estado separado de tí? ¡ O h !
¡t'sto es a t r o z ! ¿ N i n g ú n interés te causa
Ul
i suerte?
—Antonio, toda explicación es excusada
>a entre nosotros. Si quieres envenenar mi
v,(
i a ; si intentas convertirme en una de
ai|
t a s mujeres p e r j u r a s ; si deseas despertar
11
mi corazón un recuerdo que debe ser-
. t l e a m a r g o como la hiél, entonces habla,
llat
>la, Antonio.
~~~i O h Clarencia! discurres tú como dis-
,V r r e quien n o ama, como discurre quien es
dich ° s a ; pero yo, Clarcncia, cuya vida está
^ v e n e n a r l a con un r e c u e r d o : yo que he
J
sto de u n golpe desaparecer violentamen-
-odas mis e s p e r a n z a s : yo que t e n g o un
r., C l ü horrible, eterno, en mi c o r a z ó n ; yo,
agencia, que te adoraba como á u n á n -
«ei de] cielo, ¿ p u e d o hablar como tú ? An-
t 0
^ lloró.
""-La sociedad, el honor, Dios m i s m o ha
io8
IV
GUERRA CIVIL
—¿ Y ahora ?
—Ahora no debo tener más amor que
el tuyo.
—Pero francamente, como si 1o dijeras
á Dios, ¿tienes en este momento alguna
afección en tu alma por él?
—Procuraré olvidarlo, contestó Claren-
cia en voz muy baja.
—; N"o necesitaba yo saber más, Cláren-
l a ! ¡ Clarencia, tengo celos! Te hubiera
querido adúltera, pero amante. Un crimen
te lo hubiera perdonado; ¡ pero que des
u
na parte del amor que debe ser todo, to-
do de tu esposo!. . . ¡ Maldición! ¡ Esto ja-
^ á s lo perdonaré! ¡ Para él la muerte: para
tl
un convento! Ricardo salió y cerró tras
Sl
la puerta con estrépito.
V
HESAFIO.
VI
CATAS I ROÍ'K
LOS EMBOZADOS.
II
EL DESAFÍO
III.
LA FUGA.
IV
E L NAUFRAGIO.
EL ENCUENTRO.
VI.
E L AMOK y EL CAMPO.
VII
VIII
LA VENGANZA.
CONCLUSIÓN.
EL CAPITÁN Y SU TENIENTE.
—Esa es la dificultad.
—¿ Qué quiere decir eso, teniente ?
—Nada, mi capitán, nada; esos hijos de
Lucifer están bien armados y bien monta-
dos, y
—Y así pudiera ser una legión de fan-
tasmas q u e . . . .
—¿ Conque si se acercan, saldremos á su
encuentro ?
—Sin duda, respondió el capitán, arro-
jando una mirada al teniente Dávalos, en la
que se traslucía una de esas resoluciones
enérgicas, que sólo Dios tiene el poder de
cambiar.
El teniente bajó los ojos; una sonrisa
convulsiva pasó por sus labios, y sus me-
jillas aguardientosas se pusieron un poco
pálidas; mas haciendo un esfuerzo, contes-
tó:
-^-Bien, muy bien; esas fiestas son la de-
licia del teniente Dávalos: si los enemigos
están bien montados, tanto mejor, tendre-
mos cosecha de excelentes caballos para
los valientes muchachos; pero siempre se-
rá bueno, mi capitán, el indagar cómo an-
dan las cosas, porque si los realistas son
muchos, no sería prudencia el exponernos
á un lance. . .
-—Los militares siempre tienen necesidad
de exponerse; si no es usted de mi opinión,
teniente, entonces los conventos están
abiertos; abrirse una corona, vestir un sa-
yal, y buenas noches.
167
II
LA ENFERMA
III
OTRA INFAMIA.
IV
LA PROVIDENCIA.
LA CENA.
VI.
LA FSCARAMUZA.
VIL
LA FUGA.
—Nos defenderemos.
l J epita se interpuso, y le dijo con un
acento tiernisimo:
—Sálvate, por Dios ; sálvate, y no expon-
gas á tu vida!
José, el asistente, llevó maquinalmente
al capitán y lo montó en el caballo.
—¿ Quiere mi capitán qiae lo siga, ó que
me quede?
—Quédate con Pepita, y adiós, i Ah 1 to-
ma esta llave, hija mia. Encontrarás en
el cajón de mi mesa algún dinero. Es pa-
ra que puedas vivir mientras que nos vol-
vemos á ver.
—Mi capitán, el tiempo se pasa, y des-
pués . . . .
—Adiós. El capitán salió, y al cuarto de
hora llegó el teniente Dávalos con un pi-
quete de tropa á ejecutar su traición.
•—¿Dónde está el capitán? preguntó Dá-
valos,
—Acaba de irse al cuartel, mi teniente,
r
espondió José con mucha calma.
El teniente se retiró; y ya se deja enten-
der que no pudo dar palmada al capitán.
192
VIII.
VERTE, Y MOKIR.
CONCLUSIÓN-
Agosto 14 de 184
Eran las diez cuando te vi por la últi-
ma vez. La mañana estaba hermosa. El
sol disipando unas ligeras nieblas que se
a t e n d í a n sobre las praderas como un cres-
pón flotante, se levantaba majestuoso y
espléndido por encima de las montañas. Los
Pájaros cantaban y revolaban gozosos, las
flores abrían sus cálices, y las gotas de
^ c í o fulguraban como diamantes en las ho-
jas de los naranjos. El cielo azul radiaba
^°n el oro de los rayos del sol; las flores
despedían aromas, y el viento traía á su pa-
^° los cánticos de los labradores, el balar
de
las ovejas, el bramar de los toros, y todos
^ o s mil sonidos halagüeños de la naturale-
**» cuando bulliciosa y festiva se a-parta de
°s brazos de la noche para bendecir con
^ voz sublime á los genios de la luz. Y
Literatura Mexicana.—Tomo II ><
202
II.
Agosto de 184
Teresa adorada: Ocho días he estado de-
vorado de una fiebre ardiente y delirando
con tu memoria, recordando en mis ago-
nías aquellas pequeneces de que los aman-
tes hacemos tanto caudal. Los cuidados
y atenciones de unas pobres gentes q l i e
me ofrecieron su choza, sus vigilias, sus
cuidados y sus oraciones, á mí, hombre
desoonocido, desesperado moribundo, m e
han reconciliado con la vida; he bendeci-
do la misericordia de Dios, de quien q^1"
zá había blasfemado. Perdón, Teresa i"ia*
Ésto te asustará á tí tan religiosa y t a I
pura. Mil veces perdón.
Habrás recibido probablemente mi Pr*
mer carta. Qué sé yo qué cosas te
cía en ella. Te hablaba de la luz, de las no
res, de los ángeles, de todo, porque mi
rebr© estaba en un estado de agitación
definible. ¡Qué disparates decimos
amantes en esos momentos! Tú los
mularás.
205
III.
Agosto de 184. . . •
Alberto mío: Te has separado de nú s l t l
decirme ¡adiós! Sin estrecharme la mano,
sin que siquiera nuestras miradas, quizá p ° r
la última vez, se cruzaran y se comprendie-
ran. ¡Oh ! Una separación' es horrible, mu-
cho más cuando había pensado que »°}°-
la muerte podría dividir nuestra existencia.
y ¿qué digo? La muerte la muer-
te nos habría abierto las puertas del cielo
207
IV.
Septiembre de 184
Gracias, ángel mío, gracias por tu ama-
ble cartita que he besado una y mil veces-
gracias porque me enviaste en ella las la-
209
V.
Septiembre de 184. . . .
Esposo idolatrado: Cuando recibí tu se-
gunda carta, me hallaba en una hacienda
distante cinco leguas de esta población. Mi
excelente madre ha comprendido los mar-
tirios que sufre mi corazón, y trata de miti-
garlos haciéndome variar de objetos. ¡ Va-
no; esfuerzo! ¿ Qué me importa que haya
en la hacienda un hermoso y cristalino es-
tanque de agua ? ¿ Qué me importa que la
huerta esté llena de flores y de árboles fru-
tales?. . . . Tanto valdría habitar un desier-
to lleno de espinas y malezas. Para mi to-
do es igual hoy; todo lo veo con indiferen
Cl
a; sólo el recuerdo de Alberto vive eter-
n
°i fijo, inmutable en mi corazón. Vol-
yerte á ver y estrecharte en mis brazos es lo
tínico que deseo.
i Cuánto has padecido, mi pobre Alberto!
enfermo, solo, sin más auxilio que el de
•Lhos, has debido pasar terribles momentos,
Parecidos á los que yo he tenido que sopor-
tar
j al fin, la vista de tu patria, de tu fa-
iilia y de tus amigos, ha debido consolarte
al
gún tanto; pero yo, Alberto, nada tengo
4tie me consuele. Instantes de desespe-
aci
° n : un deseo de dejar de existir: lar-
sos días en que no tengo más ocupación
212
Septiembre de 1843.
La Esposa del Insurgente.
L
II.
III
Es preciso ahora trasladarnos á una ca-
sita, regularmente adornada, del pueblo de
San Pedro, distante más ó menos una le-
gua de Guadalajara. La sala de la casa
no estaba adornada con el lujo y esmero
tan común hoy en la República, sino sim-
plemente con unos sofaes toscos de cedro,
dos" rinconeras con sus nichos llenos de flo-
res artificiales y cuentas de cristal, y unas
piezas de indiana ordinaria clavadas en la
pared, formaban una especie de "rodastra-
do." En el frente de la pieza se veía un
cuadro lleno de toscas molduras doradas;
pero la imagen, que era de Nuestra Señora
dt los Dolores, tenía toda la expresión de
angustia, toda la melancólica hermosura
que tendría la Reina de los cielos, cuando
se hallaba al pie de la cruz del Redentor del
mundo. Una señora, joven aún, con un
vestido obscuro y un rebozo de seda, mira-
ba melancólicamente á la imagen unas-ye-
ees, y otras dirigía su vista inquieta á la
ventana y á la puerta. A poco momento
sonaron lentamente once campanadas: Jo s
centinelas gritaron el "alerta," y este grito,
lúgubre y pavoroso en tiempo de guerra,
se fué apagando y perdiendo por^ grados,
hasta que al fin se escuchó un último y
triste acento, como el postrer quejido d e
?33
IV.
V
Aunque Hidalgo fué recibido con de-
mostraciones de júbilo en Guadalajara, la
ciudad, sea porque ese júbilo en tiempo de
revueltas y guerras es efímero y muchas
veces falso, sea porque la política había
olvidado encender los faroles, y el cielo cui-
dado de ocultar con las nubes las más pe-
queñas estrellas, ó sea, en fin, porque las
gentes estaban aterrorizadas por las ejecu-
ciones que se habían mandado hacer, la ciu-
dad estaba solitaria, triste y sombría. Ma-
nuela y Teresa deslizándose como una apa-
rición del otro mundo en medio de las ti-
nieblas de la noche, llegaron á un edificio
Ye buena apariencia, donde era la cárcel,
0
al menos donde estaban encerrados los
es
pañoles presos por causa de la conspira-
ción que se dijo iba á estallar. Al llegar
cerca de la puerta el centinela dio el
¡quién vive!" el asistente respondió
v
en seguida preguntó, por orden de Ma-
^uela, i uno de los soldados, dónde se ha-
daba Cayetano.
l] ^ l l y ocupado está, por cierto; se ha-
a
por las barrancas matando prisioneros.
246
11.
III.
IV.
El deseo de arrostrar una aventura, p° r "
que el veterano se preciaba de valeroso y
caballero como el buen Hidalgo de la Man-
cha, lo hizo pasar ía noche en el molino
encantado; pero ansioso por una parte de
llegar á su casa, é inquieto por demás con
la aparición de la blanca fantasma que.tanto
se semejaba á Rosa, devoraba el espacio,
y habría querido que su corcel hubiese te-
nido la rapidez de una águila.
Caminó todo el día y al caer la tarde se
internó por una calzada de árboles secos,
279
á la sazón, separada del tránsito que con-
ducía al pequeño y escondido rancho don-
de vivía su hija. Soltó la rienda á Satanás,
el cual, fatigado con la carrera, andaba len-
tamente. Cada paso que daba era un mar-
tirio para el capitán, pues el corazón se le
estrechaba y la cabeza le dolía. Por fin,
divisó la casa que estaba en un terreno un
poco hundido y casi cubierta entre los ár-
boles y matorrales; mas notó que no des-
collaba blanca y graciosa, como un corde-
ro que trisca en las lomas, sino que era
u
na masa negruzca y confusa que se con-
fundía con e.1 seco ramaje de los árboles.
Se acercó más-; su hija, á quien había
bandado con anticipación avisar el día ele
su llegada, no estaba como otras veces con
»os brazos abiertos, para estrechar en ellos
^ su padre, y esto le inquietó más. Pren-
d ó las espuelas al caballo, y de un brinco
lle
gó á la casa.
Hran ya unas ruinas; la casa estaba que-
dada, y todo yermo y solitario.
De una choza miserable salía una colum-
n
a delgada .le humo, que se perdía entre la
neblina del cielo. El capitán, temblando,
se
acercó á la choza.
La buena vieja María Teresa, nodriza de
u
hija, salió encorbada y temblorosa á la
Puerta: tan luego como vio al capitán, se
e
uenaron los ojos de agua, cruzó los bra-
0s
> inclinó la cabeza y guardó silencio.
28o
V
Dos noches permaneció el capitán en el
molino encantado, y la farsa no se repitió"
entonces registró con minuciosidad el edi-
ficio, y vio evidentes señales de que lo 9
que lo habitaban eran no muertos ni fan-
tasmas, sino una compañía de bandidos,
que impunemente cometían robos y ase-
sinatos inauditos. Convencido de que si da-
ba parte á la autoridad podría ser arresta-
do, se resolvió á vagar por todos los pue~
blos, haciendas y edificios arruinados hasta
encontrar á su hija, y tomar una venganza
digna de un crimen semejante.
Tres meses vagó sin fruto alguno, hasta
que se resolvió á reunirse con su guerrilla
y proseguir sus pesquisas.
283
VI
Entretanto, el capitán con una guerrilla
de doscientos bravos, recorre como un león
Us selvas, los montes, los edificios y los
Pueblos, no ya luchando por la libertad de
Uéx ico, sino por su linda hija Rosa, tras-
ladémonos al lugar donde pasaban otras
escenas, no menos importantes para el co-
nocimiento del lector.
VII
En los tiempos en que se ha colocado
^sta narración, es decir, cuando el gran
Morelos, favorecido por la fortuna, había
^uelto á levantar el estandarte de la liber-
ac
*, era muy frecuente que así mexicanos
orno españoles, perseguidos simultánea-
mente por sus enemigos, abandonaran sus
a
sas y parte de sus intereses. Resultaba de
,s*°> que muchas de las ricas posesiones
e
campo, quedaban yermas y solitarias, y
a
^nierced de las primeras tropas que
querían instalarse en ellas. También en
ta
época había no sólo ejércitos quereuni-
r n i C o n i batían P o r S1-1S opiniones, sino gue-
, Jeros que reunían más ó menos número
hor
Cü nbres, y hacían la guerra por su
e
nta, y cometían todo género de robos
284
VIII
IX.
TROVA.
Es irrisión mi renombre,
Es un sarcasmo mi gloria,
Tú no guardas ni memoria
De tu tierno trovador.
Yo he proclamado tu nombre
En el campo, en el desierto,
En la orilla del mar Muerto,
Donde expiró el Redentor.
Volvi; mis sueños de gloria
Desbarató la falsía;
Palpa al menos la agonía
De tu amante trovador.
A la vista amenazante
Del terrible sarraceno,
Mi corcel tascaba el freno
Relinchando con valor.
¡ Corcel, alerta, al combate ;
Vuela, levanta la frente,
Quiero mostrarme valiente,
Soy amante de Leonor!
Y entretanto, tú, perjura,
Vendida á tirano dueño,
Sonreías en tu sueño
Con tu pérfida pasión.
Ve, te esperan los altares,
En ellos nuevo dominio;
Tu sí, será el exterminio
De tu amante trovador.
La vibración dolorosa de esta última ex-
presión de angustia, expiró entre los so-
llozos del trovador, como los clamores
3i5
la embarcación que naufraga entre las olas
del mar irritado.
La conmoción que sufría Leonor no es
para escrita: podría formar una ligera idea
de ella quien la hubiera visto levantándose
maquinalmente sobre las gradas del altar,
la expresión atónita, el pelo caído sobre su
espalda, y sucediéndose en su fisonomía los
afectos del asombro, de regocijo y de ter-
n
Ura que combatían su alma.
Con las manos tendidas hacia adelante,
los ojos desencajados en actitud de escu-
char ; los labios entreabiertos como para
responder; así escuchó la trova, así la
oyó morir entre los congojosos sollozos de
^aúl: no pudo contenerse; trémula, arreba-
t a , fuera de sí, quitó algunas flores del al-
ar
> las arrojó después de haberlas cubierto
^e besos, por una de las ventanas, y cayeron
j*un tibias por su aliento, sobre la lira del
f°vador, cuyas cuerdas se estremecieron
ñeramente, advirtiendo de su felicidad al
ei
*aniorado cantor.
•tiste fué el momento de unas explicacio-
.p s y una correspondencia, que cobraba de
j * a en día nuevos atractivos con los peli-
gros y c o n | a proximidad misma de la
LitetHura \ [ ; x i c a n \ . — T . H I M II.—M
LA LAMPARA.
El fonddo de esla leyenda es histórico. Veftse la nhra A. Thierry
titulada "N.irrat iunts de los tiempos Merovingianos.
I.
Una tarde á la hora del crepúsculo salió
Galeswinta á pasearse con su nodriza por
los alrededores de Toledo. Toledo no era
entonces como ahora, una gran ciudad, sino
una especie de cortijo donde estaban plan-
tadas las tiendas de campaña de los gue-
rreros subditos de los reyes godos.
Galeswinta era una niña hermosa; pero
«o tenía la hermosura delicada de las damas
üe
hoy; hermosura que se marchita como
las flores con sólo el soplo del viento, ó el
c
*lor del sol.
Galeswinta tenia unos ojos azules, tina
te
* blanca y trasparente y una alta y er-
guida estatura, que indicaba procedía de
es
as razas del Norte, que se establecieron
en
el Mediodía de la Europa.
326
II.
II
III
La noche del cumpleaños de Paquita,
que era nada menos que el día de Santa
Genoveva, pues se llamaba María Josefa
Genoveva, hubo en casa del viejo marinero
un lucido baile, y á él concurrió lo mejor
de la juventud marinera de Málaga. Figú-
rese el lector á Paquita vestida de curra,
con su corpino de seda entallado perfecta-
mente, y que dejaba lucir á las mil maravi-
llas su cintura de abeja: su traje apenas le
llegaba al tobillo, y sus pies ligeros apenas
tocaban el pavimento, y luego bailó boleras
y fandango.. . ¡ Jesús 1 Quien hubiera asis-
tido al baile y contemplado despacio tanto
hechizo y tanta perfección, habría confesa-
do que había mucha razón en llamar á tan
primorosa criatura el Lucero de Málaga.
El baile estuvo magnífico: la pompa regia
de un trono era nada junto á la casa del
marinero. No había diamantes ni gran-
deza real; pero los ojos, la sonrisa, las gra-
cias de Paquita valían un mundo entero.
Se cantó, se bailó, se bebió alegremente
todo en celebridad del cumpleaños de la
muchacha.
315
IV
VI.
Pablo, que parece que tenía meditado el
^nce, y c m e e r a hombre de expedientes in-
tuitos, consideró que el desmayo de Pa-
quita podría pasar pronto. Así, para pro-
On
garlo, sacó un pomito de la bolsa, é hi-
jo tragar á Paquita algunas gotas: después
e
positó su carga á bordo de un buque fran-
?? que iba á darse á la vela para el Archi-
leiago ¡ y m U y tranquilo con el buen éxito
su empresa, se retiró á su camarote á
34«
VII
La "Cornelia", que así se llamaba la
fragata francesa en que navegaba la linda
malagueña, además de tener un nombre
histórico, era muy velera, y cuando el vien-
to refrescaba un poco, la "Cornelia" exten-
día sus alas y volaba sobre la superficie de
las aguas como un pájaro fantástico. Paqui-
ta, triste unas ocasiones, alegre otras, llo-
rando cada vez que se acordaba de su p a "
tria y de sus parientes, iba pasando los días
y ningún incidente digno de atención ocu-
rrió. En la isla de Malta se detuvo dos chas
la "Cornelia" para hacer agua y provisio-
nes frescas, y siguió su viaje sin que Paqui-
ta por nada de este mundo hubiese conseU'
tido en bajar á la tierra de los famosos y
renombrados caballeros. , .
El capitán de la "Cornelia," por miedo
de los piratas, turcos y griegos, no enCl f
rezó la proa al mar jónico, sino que s
guiendo el Mediterráneo costeó la isla
Candía, dobló el cabo de Salomón, y ^n
al Archipiélago por entre las islas de Sea
35'
pando y de Rodas. Mas todas estas islitas,
bahías y puertecillos de la costa del Asia,
Son otros tantos nidos de piratas, y la "Cor-
nelia" se vio impensadamente rodeada de
enemigos. Apeló á sus alas y logró salvar-
se por aquel momento y ponerse fuera del
alcance de sus perseguidores. Pablo co-
menzó á pensar seriamente que su situa-
ción era bastante crítica, y que en un mo-
mento de desgracia podía un desalmado pi-
rata robarle á su preciosa alhaja. Como
hombre de resolución, resolvió declararse
e
n la noche misma, y de grado ó por fuer-
2
a hacer que Paquita uniese su destino al
suyo.
La noche que escogió para poner en plan-
ta su determinación, era una de esas no-
Cn
es claras, limpias y hermosas, en que las
estrellas del cielo se retratan en las aguas
. ^ la mar.—El viento perfumado de las
Jlas griegas venía de vez en cuando á ba-
ñar el rostro de la muchacha; y Pablo, sin
bordarse ya del riesgo de ios piratas, respi-
aba el aliento de la malagueña y bebía en
p lls °jos un mundo de ardientes ilusiones.
ablo rio era un mozo vulgar; había recibi-
° esmerada educación; y sea dicho de pa-
< tenía el dinero necesario para sufra-
**U los costos de un rapto, y además la pi-
al
^ de erudito.
j Mira, Paquita, con la luz del día verás
"erras más poéticas del mundo. Por es-
35 2
tas islas anduvieron largos años los dioses,
y Venus, y Vulcano, y Psiquis y Hebe, y
otra porción de muchachas alegres tuvieron
sus aventuras amorosas. Después verás a
Atenas y á Tebas, y el paso de las Termopi-
las, donde los griegos se portaron como nos^
otros en el sitio de Zaragoza.
—-1 Pero qué se han hecho esas diosas y
esos dioses, que ahora por rareza los oigo
nombrar? preguntaba Paquita con mucho
candor.
—Se murieron todos, Paquita, respondió
Pablo: sólo Dios y la Virgen de Atocha
son inmortales, contestaba Pablo con tono
sentencioso.
La conversación concluyó, como todo lo
de este mundo concluye, y Paquita se re-
tín') á su camarote y Pablo al suyo.
VIH.
Hasta ahora, querido lector, he sido tan
clásico que te abré c a n s a d o . . . . Perdón
me; mas las cosas exigen que comience y
en el estilo romántico... . Perdóname tarn
bien. i0
Eran las altas horas de la noche: t? |f
estaba en silencio á bordo de la "Cornelia^
y aun el timonel y el vigía de cuarto,
empeñaba con el mayor silencio sus
paciones. Pablo, que observó este es a
353
oe tranquilidad, se levantó, y de puntillas
se dirigió al camarote de P a q u i t a . . . . ¡ Oh 1
los momentos en que un amante pone en
planta sus proyectos, son indescriptibles...
IX
XI
, La luz, el clima, el cielo de la Jonia, hi-
cieron nacer en Paquita una sensación que
o había conocido: el amor. Al cabo de los
, ° s años de habitar la isla de Policandro,
e
haber aprendido la música, el idioma
J ¡3- historia de la Grecia, Paquita estaba
R a í d a m e n t e enamorada de Apolodoro, y
j ^ ^ n ardía igualmente en una devora-
a
pasión. Eufora quería á Paquita como
35*
á su hermana, y el viejo piíata la contaba
ya entre su familia; así,-á la primera indi*
cación, el enlace fué determinado, asi como
el de Eufora con otro joven de la isla
de Milo.
XII
XIII
XIV.
XV
n cotr
v i » io si fuera un amante de no-
re t,nta
Ralll1 P 6 b a á cada momento por la
c ? d de la española, y todos los días le ha-
una visita de dos horas, tratándola con
ti* a t e n c i o n e s . Al cabo de un mes Paqui-
estaba ya convaleciendo, y Eufora mucho
aiin C a ^ n ? a c ^ a ^ e s u s arrebatos de locura,
c ll
l e siempre muda, porque Ja última
3 68
XVI
P<>Ches
" Pequeño* ,L- alquiler d e dos ..cuatro a^-nt..*.
39°
altísimas casas de ladrillo que están del otro
lado del Támesis, y en breve pasó el mag-
nífico puente, y se halló en el laberinto de
ia antigua "City." Allí, algo fatigado, le
pareció prudente tomar un asiento en un
ómnibus, y \ o: seis peniques (un real), an-
tes de las siete se encontró salvo y sano en
el Circo del Regente.
Dirigióse á un hotel pequeño y bara-
to, donde había parado en el viaje anterior,
dejó su equipaje, se quitó el polvo del ca-
mino, y se dirigió al teatro de la Reina al-
borotado y ufano como un niño.
En la puerta leyó el anuncio. Se repre-
sentaba esa noche el "Barbero de Sevilla:
en seguida un acto de Hernani, y un baile'
titulado: "El Diablo á cuatro." El precio
de cada luneta era de una libra esterlina
(cinco pesos.)
El cura hizo un gesto.
—Mejor sería, dijo, que el precio fuera
de media libra, y suprimieran ese horrible
baile, que con razón lleva el nombre cu3"
triplicado de Satanás.
Mas como había venido expresamente a
la ópera, y quería asistir á la representa-
ción en un lugar cómodo y cercano, no n a "
bía medio de retroceder. Dirigióse á la c a
silla.
—Caballero, dijo metiendo con los ^^
una libra esterlina por el boquete del de
pacho, hágame vd. favor de darme un
39*
Hete de patio, lo más cercano que sea po-
sible á la orquesta.
—No hay ya lunetas, se han acabado, pe-
ro podrá vd. encontrar billete en algunas
de las librerías de la calle del Regente,
—Pues entonces déme vd. un billete de
palco.
f El encargado del despacho de boletos sol-
tó un carcajada.
•—i Por qué se ríe vd ? preguntó el cura
algo amostazado; yo pago mi dinero y ten-
go ''derecho" de pedir el lugar que me
agrade.
Es sabido que los ingleses, aun en las co-
sas más insignificantes, apelan al mote de
s
us armas "Dios y mi derecho."
—-Es que todos los palcos están tomados
Ppr la nobleza durante la estación, contes-
to el hombre del despacho, pero, en fin, si
quiere vd. "pit seats" (i) le daré un boleto,
P e ro como el teatro está lleno de gente, ten-
clr
a vd. que estar en pie toda la noche.
El cura, que estaba muy cansado, no
acabó de escuchar la proposición, y se di-
n
gió á una librería.
. ¿Me hace vd. favor de un boleto de
u
neta? dijo al librero, volviendo á tomar
Su
libra esterlina en los dos dedos.
---Con mucho gusto, respondió el libre-
ulr
cali
"sen 1-'t S l ! n t s ' e s "na especie «le mosquete, donde unos están i|e pie y
'iail l, erlsl,e s';llti s" 1 i tiininuiente estrechos é Incómodos. Sin embargo, c i d * lo-
valr cosa de veinte reales.
39 2
CONCHA NÁCAR.
J.
II.
111
Ni otomanas, ni sofaes de Damasco, • tV
cortinajes de tisú, ni soberbios espejos,
candelabros, ni nada de lo que puede r
crear la vista y predisponer el ánimo a £ r
4°7
tas sensaciones, habia en la casa de Paqui-
ta. Unas cuantas sillas ordinarias, una me-
sa de madera blanca, un lecho aseado, pero
pobrísimo; una tinaja en un rincón, la es-
coba, el plumero y algunos trastos en una
tabla: éstos eran les muebles que habia co-
locados en r,n aseado cuarto de una calle
de Granada; pero la figura esbelta de Pa-
quita daba ser y alegría á esta modesta ha-
bitad ,n. Nunca son más hermosas las flo-
res que cuando nacen entre los zarzales y
malezas. Lo mismo es una mujer: cuando
s
e la ve entre la caoba, el oro y el mármol,
»a atención se divaga, y muchas veces se ad-
mira más el tisú de un sofá que la hermosa
que está muellemente reclinada en él.
Paquita, pues, estaba sentada una tarde,
delante de una ventana, arreglando una til-
fícela de terciopelo, bordada de oro y len-
tejuelas, cuando entró un joven de ojos pe-
queños y hundidos entre las cejas, bigote
y perilla negros como el azabache, y cabello
ln|
poco más claro, largo y rizado en las
extremidades. Vestía un traje negro, qm
uescubrió al desembozarse la magnífica ca
Pa de paño azul con cuello de nutria que
J! a,a puesta, i ácil era, pues, reconocer en
• Fernando Garcés (que así se llamaba)
uio de estos jóvenes elegantes que concu-
J"ei1 día por día en Madrid á la puerta- del
OI
> y noche á noche al teatro del Prínci-
• D. Fernando, por entonces, por los
4 oS
III.
IV.
Por la noche se representó en el teatro la
tragedia de D. Manuel José Quintana, ti*'1"
lada: El Pelayo. Aquel amor terrible d^
Ormesinda, aquel valor y caballerosidad de
Pelayo, aquellas concepciones sublimes de
venerable poeta clásico, arrancaron lasr**1
mas á los espectadores y los dejaron h c
chos presa de profunda melancolía: n1J;s
después se levantó el telón y apareció Mar'"
Paquita con un justillo de terciopelo n e
gro bordado de oro, una tunicela de oj**"-'
pon Manco, y un* Sombrerillo nácar $** .^
nado con flores, y que dejaba déscubií'*'1^
dos delicados rizos de su cabello. I- a °
42 1
V.
«s lectores me permitirán que aliándo-
te P o r u n momento á nuestros aman-
con e
' l fin de darles á conocer un per-
Literatura Mexicana.—Tomo II.—«
434
VI.
VIL
\—Vamos, Fernando, levanta esos, ojos,
alégrate y rít*, v canta como lo hace tu
amigo.
"Suona la tromba, etc.
¡Hola! tráigannos una botella de Mála-
£«W unos salchichones, unos buenos trozos
e
queso, cualquier cosa. ¡Canario! llevo
atorce horas de correr á todo galope sin
P r obar bocado, sólo por anunciarte que en
* * tarde llega tu familia, v que pasado
Janana serás el esposo de la hermosa Eleo-
nora.
4.46
Fernando levantó la cabeza que tenia
apoyada en una mano, y miró al interlocu-
tor, que era un joven de regular figura,
y que vestia traje de camino.
—Y bien, Fernando, ¿qué dices de esto:
—Precisamente me recuerdas un asunto
que tenía olvidado.
—¡Olvidado! ;Y por qué?
—Porque no puedo absolutamente casar-
me con Eleonora.
—¿Fias hecho algún voto monástico, . • •
ó el romanticismo y la locura te han asal-
tado?
—Ni lo uno, ni lo otro.
—Entonces
—Es un asunto muy sencillo. Caminan-
do una vez de. Granada á Sevilla, paré en
un mesón donde lo bacía también la din*
gencia.
—¡Vamos! aventura tenemos, asunto
sentimental para que García Gutiérrez ha*
ga otra Magdalena (i) ; pero es menester
remojarnos la boca, y el vino ba llegado a
tiempo.
Un criado se presentó con un par de bo-
tellas de vino, unas copas, y algunos sí»F
chichones y fiambres.
—A la salud de tu futura, Fernando-
A liora prosigue.
—Eres un loco de atar, Miguel, y te p e f
dono tus sarcasmos, porque sé que no tra
tas de ufen den ne
447
—Te oiré con seriedad, prosigue.
—Traté de informarme por curiosidad
cuántos pasajeros conducía el carruaje; se
nie dijo que un par de viejos y una joven
que caminaba sola, y sola también se había
alojado en un cuarto cuyo número se me
indicó. Por la tarde crucé varias veces por
delante de la puerta, y sólo pude distinguir-
la con un velo verde y una capota, senta-
da en el fondo cle'l cuarto, cabizbaja y tris-
te. Me retiré decidido á dormir para le-
v
antarme temprano y llegar á la quinta de
"li tío. Eran las nueve cuando había for-
j a d o esa resolución ; pero el diablo sin du-
da nie inspiró la idea de pasar por última
Vt
'z delante del cuarto. Ño había luz ya:
empujé la puerta y encontréla abierta : entré
a
tientas conteniendo la respiración, dando
a
pausa pequeños pasos. Oí una ligera res-
piración ; el enajenamiento me dio valoi. . .
¡ Infeliz joven ! suspiraba, lloraba, la aho-
gaban los sollozos. . . . Hoy he encontrado
,l e
sa joven, la amo, y deseo por'otra parte
r
Jparar mi falta y hacerla feliz. He aquí
el
motivo porque he desistido de la idea
(,
c casarme con Eleonora.
¿ Y quién es la tal joven ?
,, María Paquita, bailarina del teatro de
lanada.
," }a» ta, ta. ., esa sí es locura gorda, cx-
V
arnó Miguel, empinándose un vaso de
Ulü ' > .- ' • 1
"• -«-ea^reciar a una mujer hermosa, con
448
VIII.
Era D. Nemesio Carees un hombre coM°
de cincuenta y cinco años, delgado, de c a
beza cana, cutis rugado y rojo. Su cara^
ter era agrio, y sus ideas estaban enteí%*
mente ajustadas al molde antiguo, de St*e
440
te que en el fondo del alma era un carlista
hecho y derecho, aunque en lo aparente*
había adoptado por cálculo y conveniencia
la opinión del partido liberal. Apenas des-
cendió del carruaje, cuando se arrojó á los
brazos de su hijo con afectada jovialidad, y
ambos subieron la escalera y entraron al
cuarto, en cuya puerta quedó aguardándo-
los nuestro nuevo conocido Miguel,
—¿Os ha ido bien en el camino, padre
mío?
—Regularmente. Lo único que sucedió
fué, que creía ahogarme en fuerza de la vio-
lencia con que he andado.
—¿Y por qué tanta precipitación?
, —Porque era forzoso llegar á tiempo de
lr
npedir una locura.
—Señor, tengo una deuda de honor que
Pagar.
•7-I Chitón! no quiero oír referir esas his-
torias que me tienen fastidiado. Todo lo
s
<-\
Entonces cumpliré con los deberes de
caballero.
, ~~7¡ Lindo propósito! ¿ Qué fuera de vds.
s jóvenes, si se debieran casar con cuan-
«* nuijerzuelas encontraran en sus or-
gias y locuras? ¡Graciosa cosa! El l»om-
e
se extravía por un momento; pero lue-
go vuelve á la senda del honor. Hablemos
r :
° si tú te casaras con esa bailarina, era
e
nester que te ausentaras de España; y
Literatura Mexicana,—Tomo II.—5»
45°
eso no lo podrías hacer, porque merced á
tus buenas disposiciones no sabes ganar
un centavo por tu cuenta.
¡ Linda felicidad conyugal! Figúrate, ca-
sado con una mujer sin educación, sin mo-
ral, sin nada, v a m o s . . . . y luego pobre y
obligado á llevarla á los teatros, para que
vendiendo su pudor á la vista licenciosa del
público, mantuviera al ilustre cuanto imbé-
cil marido. Conoces mi carácter, Fernan-
do; sabes que no retrocedo, que tomaría
una pistola y te volaría el cráneo antes que
faltar al compromiso que hemos contraído
con la condesa Eleonora. . . . Por una par-
te tienes una mujer virtuosa, noble, rica,
v4ue te proporcione mejor posición y am-
plias comodidades en el mundo; por otra
la miseria, el aislamiento, el disgusto amar-
go que trae consigo el tener que vivir con
una mujer de condición tan desigual; c;'
anatema que arrojará la sociedad sobre ti,
y lo que es más, la maldición y el enojo eter-
no de tu padre. En tu arbitrio está el es-
coger. Mañana debemos ir á concluir co^
la condesa el asunto del casamiento, y t!f"
nes cerca de 24 horas para pensar. Te dej
solo y me retiro á mi cuarto. r ,
El viejo se salió, y Miguel, después
echar los últimos tragos de vino, salió tar»
bien riéndose de lo que él llamaba tonterr
inaudita de Fernando.—Este, por su p3/* j
cerró la puerta de su cuarto y se arroj
lecho.
45i
IX.
Mucha destreza y maña tuvo Eleonora
para persuadir á su doncella Isabela, para
f
iue convidara é hiciese que María fuese á
pasar á la quinta el día, la eual consintió
•m dificultad, y antes bien tenía la esperan-
za de desahogar en el seno de su amiga,
4 54
los pesares amorosos que la agobiaban. Se
dispusieron, por fin, las cosas de tal manera,
que cuando llegó el general, la condesa,
que había fingido salir, pero que en rea-
lidad permaneció oculta en las habitaciones
lejanas de la quinta, le dijo con su amarga
sonrisa:
—Bernardes, tenéis ya á vuestra víctima
dispuesta; pero sabed que esto lo he he-
cho por vengarme, y no por obedeceros.
—Está bien, Eleonora, para mí todo es
igual, repuso el general en tono irónico; y
puesto que me habéis servido como yo os
mandé, poco me importa el motivo.
La condesa iba á contestar el insulto, pe-
ro el general no le dio tiempo, pues vol-
teándole la espalda se dirigió á la parte de
la quinta que le había indicado la condesa.
—Por fin te volví á ver, niña hermosa, ex-
clamó el general, introduciéndose en la re-
cámara donde estaba María, y cerrando la
puerta con llave.
— i ; Señor general!! gritó asombrada la
muchacha.
—Gracias á Dios que no me has olvi-
dado.
—Era imposible, señor general, que ol-
vidara al que tuvo compasión de mis la-
grimas, y me socorrió en mi desventura-
Pero ¿por qué habéis cerrado esa puerta-
Isabela vendrá, y la señora condesa pW^e
llegar á saber. . . ,
455
—No hay cuidado, María, nada nos in-
terrumpirá, y en cuanta á la condesa, bas-
tante ocupada está en el asunto de su boda,
para que pueda ocuparse de nosotros.
—¡ Se casa la condesa! interrumpió
María.
—Y con I). Fernando Garcés nada me-
nos.
María se puso pálida, hasta el grado de
que sus hermosos labios de coral, quedaron
blancos como la azucena.
—Te he dicho la verdad, María.
—Eso es falso, Fernando no puede ca-
sarse, contestó la joven con mucha agita-
ción ; vos me queréis engañar, vos queréis
matarme, vois sois muy cruel, señor. D.
Fernando es honrado, y tiene que devol-
ver el honor á una mujer á quien se lo
arrancó infamemente en medio de las ti-
ni
cblas, en el silencio de la noche, como lo
hace un cobarde, un traidor. Perdonadme,
Se
ñor, si profiero estas palabras.
—'Tienes razón: sé que te ha engañado,
^ e te ha burlado, y que no tienes otro re-
curso sino olvidar á un miserable que no es
digno de tu amor.
María reflexionó un momento, y con to-
n
° resuleto dijo al general:
~-¿Habéis enviudado ya?
~~-No, María; pero te amo, te amo con
Sa
pasión frenética de anciano que no co-
n
°ce límites. Si hubiera enviudado, desde
45 6
la primera nuche que te vi bailar, te habría
hecho mi esposa.
—Pues entonces, señor general, dejadme
ir con mi desesperación y mis martirios, co-
mo me dejáasteis salir la otra vez de vues-
tra casa con mi orfandad y mis lágrimas.
—¿Abandonarte ahora, María? Eso es
imposible. Te hablaré francamente. La
vez que te vi en mi casa, eras un ángel
inocente, á quien no quise arrancar su úni-
co patrimonio, que era el candor y la pu-
reza ; hoy son otras las circunstancias, co-
noces ya .el mundo, y ningún remordimien-
to me causará el obligarte á que seas mta>
cuando lo has sido ya de otro infame que
prefiere las riquezas y la avaricia á tu
amor.
—Ese acento me espanta, señor general;
Abrid la puerta, dejadme salir, matadme si
queréis. ¡ Oh ! ¡ piedal, piedad !
—La vez primera, María, me conmovie-
ron esas dos palabras que acabas de pro-
nunciar ; pero hoy mis sensaciones son de
amor, de delirio. . . . M a r í a . . . . María, &
forzoso que me ames, es necesario que dul-
cifiques mi vida, es fuerza que calmes esta
fiebre que quema mi alma, que rompe mis
sienes, que destroza mi, cqrazón.
Al decir esto, los ojos del general esta-
ban ardientes, sus labios espumosos, »
nariz hinchada, su respiración dolorosa ,
entrecortada.
457
Maria se armó de valor, y desencadenán-
dose de los brazos del general, le dijo:
—Señor genera!, esos arrebatos os ha-
cen aborrecible á mis ojos: calmaos por
piedad, ú os juro que me mataréis, me ho-
llaréis á los pies, antes que consentir una
sola de esas c a r i c i a s . . . .
—¡Compasión, María, compasión! ex-
clamó el general cay.endo de rodillas, y
asiéndose fuertemente de las manos de Ma-
ria.
María se retiraba, diciendo:—Soltadme,
s
eñor, soltadme.
El general arrastrándose de rodillas no
cesaba de gritar:—¡Compasión, piedad!
Escena era esta que participaba de lo trá-
gico y de lo cómico. Ridículo sería ver al
general, anciano y valiente, arrastrándose,
con el cabello blanco en desorden, los ojos
centellantes y las manos crispadas ante una
Muchacha. Sublime sería contemplar á
es
ta muchacha más hermosa, con los colo-
nes encendidos que la cólera hacía brotar
^ n su rostro, rechazando heroicamente los
halagos del amante.
Duró largo rato esta escena, hasta que el
general colérico se levantó, y dijo á Ma-
la:—. Me obligas á ser cruel y brutal. . J a
fuerza
María corrió asustada al otro estremo del
Harto; el general la siguió. Ella se esca-
c h a , se ocultaba tras de los muebles, lío-
l r it>:ratur3 Mexicana. — T u m o l l -Jí
45S
raba, gritaba no hubo remedio: el
general la tomó entre sus brazos, y lo pri-
mero que hizo fué desgarrar la pelerina de
seda que cubría su albo seno. . . Retrocedió
espantado, desencajó los ojos, abrió la bo-
ca, y un temblor sobrecogió todos sus
miembros; después cayó de rodillas con las
manos enclavijadas, exclamando con emo-
ción :—Gracias, Dios mío, gracias; tu infi-
nita bondad me ha evitado un crimen, V
devuelto á mi hija.
María oía con asombro estas exclamacio-
nes del general, y juzgaba que había perdi-
do el juicio.
—Dime, María, repuso el general con
una voz dulce, ¿eres huérfana?
—Ya lo he dicho, señor.
—¿Y cómo has adquirido este rosario d e
concha nácar, que llevas pendiente en tu
cuello?
—Señor, la pobre mujer que me crió co-
mo á su hija, me lo dio cuando estaba
próxima á morir, díciéndome que alg u n
día podría yo saber merced á él quién er
mi madre.
—Y has sufrido mucho en tu vida, ¿ n
es verdad, hija mía?
—Mucho, señor general, mucho, conté
tó María enjugando su llanto y cubriend
se el seno que aún tenía desnudo.^
—Y dime, María, ¿ me perdonarás la ^
cura que acabo de hacer? Te quería m
459
jar, te quería ofender; pero. . . no sabía lo
que hacía, María. ¿ Me perdonas ?
•—Señor
—¿Y si yo quisiera adoptarte por hija?
¿Si mi frenesí se cambiara en un amor san-
to y puro ? ¿ Si te indemnizara con mis aten-
ciones paternales, de tanta humillación, de
tantos pesares como has sufrido tú, mi po-
bre niña?
•—¡ Ah! sois muy generoso, señor gene-
ral : todo lo olvido por mi parte, y no veo
ya sino al hombre leal y franco que no qui-
so mancillar mi inocencia.
-—Pero sabes, María que.. . .que. . .quie-
ro abrazarte, porque ese rosario fué un re-
Ralo que yo hice á tu madre, porque
Perdóname, María.
~—\ Señor! ¡Señor!
/—¡ Ah! Si vieras cuánto sufro, si vieras
c
°mo temo que me aborrezcas. . .
, ¿Sabéis quién es mi madre, señor? De-
fámelo, decídmelo al momento para pos-
t a r m e á sus pies, para bañar su rostro con
m
* llanto. ¡ Ah ! ¡ Madre mía ! ¡ Madre mía !
"—María María dijo .el general
sollozando, ¡tú eres mi hija!. . . .¿Me quic-
res
abrazar?
, ~~"*i Ah !. . . . Señor! Padre mío! ex-
o r n ó María, arrojándose en brazos del an-
ciano.
on ( ^ OS M ° r a r o n - ¡Dulces lágrimas las
se derraman en una ocasión semejante*
460
II
11L
IV.
Mientras los dos personajes caminan por
esas cuestas y montes, con la rapidez que
dos fantasmas infernales, demos un vistaso
en la casa de Doña Guadalupe, cuya tran-
quilidad se turbó desde el fatal instante en
que D. Hernando puso los píes en los um-
brales.
Cuando Trinidad volvió en si de su des-
vanecimiento, se encontró en brazos de su
madre, que á fuerza de caricias quería vol-
verla á la vida. Todo cuanto había pasa-
do á la muchacha le parecía un sueño. Por
su parte lo mismo que Arturo, descuidada
y tranquila con su propia felicidad, no creía
que el mundo tiene reservados crueles do-
lores para el corazón, y mortales angus-
tias para el alma. En lo de adelante ¿que
haría ella de las horas de su vida? ¿&
quién haría participante de su inocente ale-
gría ? ¿ Qué voz tan sonora y tan agrada-
ble como la de Arturo, alabaría sus bor-
dados y sus costuras y quién como Arturo,
se había de hincar de rodillas todas las no-
ches para dirigir á Dios sus plegarias Vo
5°9
el descanso de su padre y por la conserva-
ción de los días de su madre? Decidida-
mente iba a morir de tristeza, aislada en-
tre las paredes de su casa, sin tener, ex-
cepto su mamá, quien se doliera de sus pe-
sares. Y luego ¿ cuánto tiempo duraría es-
ta separación? ¿Cuáles serían las inten
ciones de D. Hernando? ¿Cómo podrían
sustraerse del poder de un hombre que tra-
taba de subyugarlas con su influencia y sus
riquezas? Estas ideas volvían loca á la
muchacha.
—Desde que vi por primera vez á ese
hombre, dijo Doña Guadalupe, me dio un
vuelco el corazón, y senil no sé qué cosa tan
desagradable que ni aun quiero recordarla.
Ahora veo que van confirmándose mis pre-
sentimientos, y decididamente lo aborrezco
tanto, como quería á su hermano.
—Casi otro tanto me ha sucedido á mí.
He visto arrancar de mi lado á nuestro po-
bre Arturo,y esto me. . . .
—¡ Ah! ¡Arturo! ¡Aladre mía! exclamó
la muchacha con voz tenue.
•—Dime, Trinidad, ¿querías á Arturo?
t—Me preguntáis si le q u e r í a . . . . ¡ Ah !
Sí, y mucho; era tan bueno, nos amaba
tanto....
—Nunca Le podré olvidar ¿qué digo?
no .podré vivir sin él.
—-¿Sabéis lo que hará ese D. Hernando?
decidme, madre mía, ¿por qué lo separó
tan precipitadamente de nuestro lado?
5™
—Nada sé sino lo que tú, hija mía; pero
sospecho que tal vez le tendrá aversión y
querrá tenerlo siempre lejos de aquí.
—En ese caso nos iremos á reunir con
Arturo, él pertenece á nuestra familia, mien-
tras D. Hernando es un hombre extraño.
En esto, una criada entró diciendo que
el Sr. D. Hernando pedía permiso para
entrar.
Trinidad contestó que su salud no le per-
mitía recibirlo, y que seria otra vez. Dos
días obtuvo el viejo la misma respuesta. La
tercera noche I). Hernando, sin hacerse
anunciar, abrió la mampara y se presentó
en el aposento de Trinidad,
—Me tenía inquieto el estado de tu sa-
lud, Trinidad, y esta noche me decidí á
verte.
Trinidad no respondió una sílaba, y sólo
Doña Guadalupe aproximó una silla para
que se sentara el recién llegado.
—Aunque algo pálida, veo que estás re-
puesta, y asi te hablaré de un asunto (pie te
importa.
—¿De Arturo?—interrumpió la mucha-
cha alborozada.
—No se trata de Arturo, r.epuso Juárez
frunciendo el ceño, sino de otra cosa mas
seria. El rey, que Dios guarde muchos
a.ños, me ha enviado el título de marques
de la Casa Encarnada. < m ,
—Mucho me alegro, contestó Trinidad
secamente..
5r*
— Y ese título lo quiero poner á tu dis-
posición, y que seas dueña ele él.
—Gracias. Sr. í ) . H e r n a n d o , gracias. Y
ya que tan ¡generoso sois, le dijo Trinidad,
no os ruego más sino que traigáis á A r t u -
ro al lado de su familia; ó de lo contrario,
nos obligareis a que vayamos á buscarle.
D. H e r n a n d o sonrió a m a r g a m e n t e , por-
que el n o m b r e de A r t u r o en boca de la mu-
chacha le causaba una sensación terrible
de c ó l e r a ; mas disimulando su emoción,
prosiguió con voz tan dulce como le fué
posible :
-—Es menester que A r t u r o haga su suer-
te y que Jabr.e su carrera. C u a n d o haya da-
do pruebas de. su juicio en el empleo que
<xi rey. le lia concedido, entonces será p r o -
movido á otro.
— E n t o n c e s os daré de veras las gracias,
Sr. I ) . H e r n a n d o .
— B i e n ; déjame proseguir, Trinidad. D e -
C]
a y o que mi voluntad es hacerte d u e ñ a
de mis títulos y de mis inmensas riquezas.
i Aceptas ?
— N o os entiendo, señor.
"—Me explicaré más claro. Deseo que
seas mi e s p o s a . . . .
•**%; En qué pensáis, por. Dios, señor ca-
ballero? y G pobre, huérfana, que vive
^ la caridad de vuestro h e r m a n o , ¿ser es-
Posa de un m a r q u é s , de un noble c o m o vos?
*Q penséis en e s o : dejadnos en nuestro
etlro
v obscuridad, v n o pretendáis. . . .
Si2
V.
VI
Los ministros de la Inquisición vendaren
los ojos á Arturo, pusiéronle una morda-
za en la boca y unas esposas en las manos,
y así caminaron en silencio un gran rato
hasta que paró .el coche. Bajáronlo y del
brazo lo hicieron subir algunas escaleras y
atravesar pasadizos hasta que finalmente
oyó abrir unos cerrojos y rechinar una
puerta. Entonces le desvendaron los ojos,
le quitaron la mordaza y lo empujaron den-
tro del calabozo, cuya puerta cerraron con
dobles cerrojos y llaves. Arturo se con-
venció entonces de que no sólo estaba
521
preso, sino que estaba preso en la In-
quisición. En el primer momento Ar-
turo quiso estrellarse la cabeza contra
las murallas del calabozo ó tener á
da mano una arma con que darse la muerte.
Así como su calabozo era una especie de
tubo que no tenía más de una vara de diá-
metro, golpeó las paredes con los puños
hasta el grado Ge escurrirle la sangre; mas
reconociendo cuan inútil é impotente era
su furor, se sentó sobre una piedra redon-
da que bacía veces de asiento y apoyando
su cabeza en sus manos derramó un torren-
te de lágrimas.
Quién sabe cuánto tiempo permaneció en
este estado, lo cierto es, que reclinándose
contra la pared consiguió un momento de
sueño. Durante él, vio una visión aérea,
flotante y llena de luz; solamente en la co-
rona de rosas de oro y el semblante apaci-
ble se asemejaba á la forma humana de Tri-
nidad, 'lo demás era de serafín, de arcángel.
Arturo tendió sus manos doloridas y lle-
nas de sangre hacia la visión. Esta le di-
rigió sus ojos tranquillos y azules y con
una voz armoniosa, como con la que cantó
las sonatas, le dijo: "Arturo mío, la trai-
ción más negra te tiene en este calabozo,
pero confía en la justicia de Dios y en que
tu esposa morirá antes que dejar de ser dig-
na de tí." Por grados fué disipándose la
blanca aparición, y Arturo sobresaltado
Literatura Mexl<an,a— Tomo II.—6o
522
VIL
VIII
En el año de 1648 celebró la Inquisición
de México su tercer auto de fe con toda
la pompa religiosa con que se pretendían
canonizar esos actos públicos de barbarie
y de iniquidad. Por mi parte bendigo á
Dios de todo corazón porque me arrojó al
535
inundo en nn tiempo en que la religión se
aprende en las ciencias, en la naturaleza y
tn la poesía, y no en las mazmorras y cala-
bozos. ¡ Quiera el Señor que tan benigno
.ha sido con mi pobre patria, hacer que la
justicia y la libertad tengan un seguro asilo
en este hermoso suelo!
Los herejes que la Inquisición sacó á pa-
sear por las calles de México, eran viejo.-;
y viejas inermesy pacíficos, tal vez algunos
imbuidos inocentemente en algunas ideas
supersticiosas ; eran jóvenes á quienes la in-
justicia habría arrancado del hogar domés-
tico, y, cosa inaudita, eran niñas de trece
de quince, de dieciseis años, inocentes palo-
mas que probablemente no habrían perdido
ni el candor, ni la inocencia de los primeros
años de la infancia.
Entre los supuestos herejes, se encontra-
ban vestidos de un infame saco, nuestros jó-
venes Arturo y Trinidad.
Los dos estaban inconocibles. Algunos
meses de prisión y de eterna noche y sole-
dad los habían envejecido. Arturo estaba
pálido, la barba y el cabello le habían cre-
cido. Trinidad, ¡ oh! daba compasión la
pobre Trinidad. Ni alegría en sus ojos, ni
vida en sus mejillas, ni color -en sus labios
m brillo en sus cabellos. Los dos mucha-
chos se reconocieron mezclados entre tanto
miserable, entre tanto fanático, entre tanti
pueblo imbécil, que silencioso y devoto mi-
53 6
i aba esta farsa infame que ultrajaba á la
religión y á los hombres. Los dos mucha-
chos se reconocieron después de un año de
separación, después de un año de tormentos
f sicos y morales, después de un año de in-
íicrno que vaha por un siglo.
Arturo no lloró, sino que sus ojos se ani-
maron por un momento con un fuego si-
niestro, y dirigiéndolos á Trinidad, le hizo
comprender que había un volcán dentro de
su corazón. Trinidad bajó la vista de do-
.lor y de vergüenza, y las lágrimas roda-
ron hilo á hilo por sus mejillas. Los es-
pectadores creyeron que era una nueva
Magdalena que lloraba sus pecados.
D. Hernando sonriendo vio pasar desde
un balcón el auto de fe.
IX
D. Hernando pensó muy bien que si Ar-
turo se quedaba en México habría de ven-
garse, a-sí es que por apéndice consiguió
que la Inquisición lo sentenciase á él y a
Trinidad, á destierro por tres anos, en las
Filipinas.
Al día siguiente de celebrado el auto los
alguaciles se apoderaron de los supuestos
reos y los condujeron al puerto de Ácapul •
co, á bordo de uno de los buques qvue com-
ponían la ilota, con orden expresa de no
dejarlos reunir.
537
La ilota se hizo á la vela y el capitán mo-
vido de la juventud y "de la inocencia de los
jóvenes, no sólo consintió que estuvieran
juntos sino que les dio un trato magnífico.
En esos largos y eternos días que se pa-
san en medio del Océano, Arturo contó al
capitán sus desgracias, el capitán que era
LUÍ viejo y valiente catalán, educado entre
los peligros y los azares de la mar, se con-
movió y echando al diablo la orden de la
Inquisición y del virrey desembarcó á los
dos esposos en Manila.
ÍNDICE.