Congar. Un Creador Del Cambio en La Iglesia

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YVES CONGAR

“Un creador de cambio en la Iglesia”

Nació en Sedan Francia, el 8 de abril de 1904, en las Ardenas francesas, uno de


los centros del protestantismo francés durante los siglos XVI-XVII. El decía “He
conocido en mi infancia una sociedad severa, fría… Somos serios. Aplaudimos
difícilmente, y reímos poco.
En 1914, año del comienzo de la Primera Guerra Mundial, por sugerencias de su
madre, comienza a redactar un diario, mismo que se inicia con estas palabras:
“Aquí comienza una historia trágica. Una historia triste y sombría escrita por un
niño que tiene en su corazón el amor y respeto por su patria, y el odio, justo y
enorme, contra un pueblo cruel e injusto”
A los diez años de edad había deseado ser médico, pero después había sentido
la vocación sacerdotal. Siendo un muchacho de 13 o 14 años sintió la llamada a
ser predicador. “El sacerdocio me apareció una forma de predicación, (ignoraba
totalmente entonces que existiese Santo Domingo, y que existiese una orden de
Frailes Predicadores), de ahí que mi vocación dominicana no pudiese aflorar; pero
hoy tengo la convicción de que ya desde entonces se estaba preparando”
Yves Congar realizó sus estudios en el seminario diocesano de París. Durante los
cursos filosóficos tuvo como maestros a dos tomistas importantes, Jacques
Maritain y F. Blanche, los cuales, antes que la doctrina, le hicieron apreciar y amar
la persona de Santo Tomás de Aquino.

Congar recuerda perfectamente cuándo ocurrió la llamada a la vida religiosa; fue


el 5 de agosto de 1919. El sacerdote Daniel Lallement, de gran influjo en aquel
Adolescente, le había invitado a pasar unos días en la abadía Benedictina de
Conques (Bélgica), donde quedó prendado de la vida religiosa en la forma
monástica. Sin embargo, aún deberá pasar un tiempo para decidir por una orden
religiosa en concreto. Entre 1921-1924 vive en el Seminario mayor parisiense,
llamado del Carmen, y estudia filosofía en el Instituto Católico. Ahí serán
profesores suyos: J. Maritain, D. Lallement, y los dominicos Sertillanges, Gillet y
Blanche. Ahí comienza a tener contacto con el mundo Dominicano.
Una pregunta le rondaba en aquellos momentos: ¿monje benedictino o fraile
dominico? Un cierto instinto le impulsó hacia la orden de Sto. Domingo, y en parte
también porque le resultaba atrayente Sto. Tomás de Aquino. Finalmente, en
noviembre de 1925 deja el seminario para entrar en la Orden de Predicadores,
entra en el noviciado, y el 7 de diciembre toma el hábito de Sto. Domingo en el
convento de Amiens.
Pero volviendo a su decisión religiosa, después del noviciado, reanuda los
estudios en el célebre convento de Le Saulchoir. Allí aprende Congar a integrar el
método especulativo con el método histórico en el estudio de la Teología. Se
ordena sacerdote en 1930. Después consigue el lectorado en teología, es
nombrado profesor de eclesiología en Le Saulchoir.
Desde entonces, es decir, durante el liceo, es admitido a formar parte de los
“Cercles Saint Thomas” (“Círculos de Santo Tomás”), fundados por Maritain y por
Garrigou-Lagrange para la profundización del pensamiento de Tomás de Aquino y
para la asimilación de su espiritualidad.
Al hablar de sus oraciones hay que hacer referencia a la figura de Juan Bautista,
objeto de especial predilección para Congar. El joven estudiante dominico nos
dice: “Cada mañana, en Laudes, recitaba el Benedictus, pero uno de los
versículos de este cántico, más que dicho por mí, me era dicho por Otro dentro de
mí: Et tu, puer, propheta Altissimi vocaberis. «Y tú, niño, serás llamado profeta del
Altísimo, pues tú irás delante del Señor para preparar sus caminos» (Lc 1, 76).
Consideraba que cada uno de nosotros es llamado a ofrecerse y a abrirse cada
día para ser fiel en su puesto, por modesto y oscuro que sea, para la realización
del designio que el Dios de gracia quiere cumplir en la historia de los hombres”.
Decía además: “Creo que por una lógica profunda, cuyos hilos proceden de todo
cuanto acabo de citar, mi vocación ha sido, desde el principio, a la vez sacerdotal
y religiosa, dominicana y tomista, ecuménica y eclesiológica”. Por lo tanto el
hombre puede ser llamado. Y mi primer llamado es al sacerdocio”.
Como comentario de su vida hay que mencionar, que entre 1924-1925 realiza el
servicio militar para su país, y al estallar la segunda guerra mundial, Congar es
llamado a las armas. Casi inmediatamente es hecho prisionero y permanecerá
durante cinco años en manos de los alemanes, que lo tratan duramente por sus
principios antinazis.
SU VOCACION ECUMENICA
La vocación ecuménica de Congar era, a la vez una vocación eclesiológica:
“Descubrí mi vocación ecuménica en 1929, cuando ya había orientado mi labor
hacia la eclesiología (el tema elegido para la tesis de «lectorado», en el verano de
1928, fue: «La unidad de la Iglesia»” ). Todo surge de estar meditando el capítulo
17 del Evangelio de S. Juan, donde dice: “para que cuantos creen en Cristo fueran
uno”. Esto fue para él, una llamada a trabajar en el tema. En su vida el trató de
responder a esto como una vocación. En realidad había semillas muy lejanas e
iniciales en esa vocación ecuménica.
Es un hecho que el haber tenido por amigos y compañeros desde la infancia a
protestantes o judíos, había en ello una forma natural de ver las diferencias. A los
13 y 14 años, Yves discutía con el hijo del pastor protestante acerca de la misa.
Quizá fueron los primeros diálogos ecuménicos del futuro teólogo. Recuerda
también cómo los católicos habían compartido con los calvinistas la capilla que el
pastor había puesto a disposición del cura católico, tras la destrucción de la Iglesia
por los ulanos en 1914. Aquella llamada de raíces infantiles había sido también
alimentada durante los años de formación como dominico.
En 1930, pasa los meses de agosto y septiembre en Düsseldorf para conocer
mejor el mundo del luteranismo. A partir de su ordenación, dice haber celebrado la
misa votiva por la unidad de los cristianos, predicó numerosas semanas de la
unidad y ha empleado el tiempo de sus vacaciones en visitar lugares que le han
permitido conocer mejor el mundo de los “otros” cristianos.
En París sigue el curso de E. Gilson sobre Lutero (1932) y frecuenta durante un
semestre la Facultad de Teología Protestante. También allí en París, entra en
contacto con el círculo franco-ruso, en el que se daban cita protestantes, católicos
y ortodoxos (N. Berdiaev, S. Boulgakov, L. Gillet). Visita el monasterio de
Chevetogne, donde entra en contacto con Clément Lialine y al P. Paul Couturier,
el pionero del ecumenismo espiritual. “Fue gracias a los amigos ortodoxos,
protestantes y anglicanos, más que a los libros, como fui introduciéndome en el
movimiento de las realidades del ecumenismo”.
La llamada intelectual tomista:
El tomismo era el fundamento de la formación intelectual de los estudiantes
dominicos, y la Summa, era el manual de estudio teológico. De aquel tiempo de
estudio en Le Saulchoir (entonces, en Bélgica), recuerda el influjo del Maestro:
“Santo Tomás ha puesto la claridad en mi espíritu. (…) Me encanta la manera
cómo Santo Tomás aborda las cuestiones. Busca siempre percibir en todas las
cosas, el principio y la conclusión, la causa y el efecto. (…) El tomismo —el
auténtico— es el triunfo de la claridad”. Del Aquinate ha aprendido otra cosa: “Me
ha enseñado a buscar el aspecto formal de la cuestión. La mayoría de las
discusiones dan y dan vueltas para llegar casi siempre a un callejón sin salida, y
es que determinadas personas al abordar un tema, no hablan siempre bajo el
mismo aspecto”.
Tras su examen de lectorado en Teología (7 de junio de 1931), Congar comienza
a enseñar en la escuela de Teología de Le Saulchoir las materias de apologética,
la introducción a la teología y el tratado De ecclesia. En su ánimo, “se trataba de
emprender una renovación de la eclesiología, unida a una participación en la
actividad por la unidad”. El ecumenismo, decía, no era una especialidad, sino que
se halla en profunda solidaridad con el movimiento eclesiológico, pastoral, bíblico
y litúrgico.
Ahora bien, sabía de sobra que todos los que se habían dedicado al ecumenismo,
desde la Iglesia católica-romana, como Portal, Gratieux, Beauduin, habían abierto
nuevas rutas, pero habían tropezado con serias dificultades. En su caso los
problemas se produjeron en torno a su primer libro, “Cristianos desunidos”. Al
cabo del tiempo escribirá: “Yo he recibido quizás — ¡con muchos otros!—la carga
de un servicio doctrinal del ecumenismo”
En 1937 funda la colección de eclesilogía y ecumenismo, titulada “UNAM
SANCTAM”, en la editorial Du Cerf, de París, y la inaugura con una de sus
célebres obras maestras, el famoso “Les chrétiens désunis” (Los Cristianos
Desunidos), una obra clásica del ecumenismo.
Las dificultades en los caminos: el tiempo de la paciencia
En noviembre de 1939 fue movilizado como oficial del ejército francés. Poco
después fue hecho prisionero, pasando por varios campos de concentración
(Mainz, Berlín, Colditz y Lübeck) hasta el final de la guerra en 1945. El filósofo
Jean Guitton, el primer auditor laico en el Concilio, ha dedicado uno de los
capítulos de su libro Diálogo con los precursores a “la unión cristiana en los
campos de concentración”, convertidos en lugar de la plegaria común de católicos
y protestantes, y donde aflora la figura de Yves Congar: “Una buena mañana
apareció el P. Congar en la barraca vecina a la mía. Nos trajo el apoyo de su
fervor, de su erudición, de su violento y tranquilo coraje, de su competencia
inigualable en los problemas ecuménicos, que ya lo habían hecho uno de los
grandes teólogos de nuestro tiempo”. Casi 6 años alejado del mundo.
Pero Congar también ha conocido otro tipo de cautiverio, el cautiverio de
naturaleza doctrinal: “Desde los primeros días de 1947 hasta finales de 1956, fui
objeto o sujeto de una serie ininterrumpida de denuncias, avisos, medidas
restrictivas o discriminatorias, de intervenciones cargadas de desconfianza”.
Con cuarenta y dos años de edad el P. Congar viaja por primera vez a Roma con
su amigo dominico Féret. Los sucesos de aquellos días los ha narrado en un
fragmento de su diario que va desde el 8 hasta el 31 de mayo de 1946. “En la
Ciudad eterna no era ningún desconocido el fundador de la colección eclesiológica
«Unam sanctam», en donde Congar había publicado dos libros, Chrétiens désunis
(1937) y Esquisses du
mystère del’Église (1941),
mismos que habían
encontrado dificultades en
los censores romanos”.
Desde 1939 venía siendo
sospechoso de
heterodoxia. En Roma
visita a su cofrade
Mariano Cordovani,
maestro del Sacro
Palacio, que había
firmado en L’Osservatore
Romano, con fecha del 24
de marzo de 1940, una
valoración crítica sobre su
libro “Cristianos desunidos”. Obra que resultaba sospechosa por su ideal
ecuménico.
En mayo de 1946, el alumno del P. Chenu en Le Saulchoir, en el centro teológico
de los dominicos en la provincia de París, ya es un autor asentado, con varias
publicaciones, pero sigue llamando la atención ese libro sobre el drama de la
división entre los cristianos, Cristianos desunidos (1937), que ha tenido tan buen
eco, incluso más allá de los confines franceses.
Esta obra empezó a proporcionar a su autor nuevos quebraderos de cabeza, a
partir de 1946. Se le reprocha haber escrito que las divisiones cristianas, tanto las
de Oriente como las de Oriente, han empobrecido la catolicidad de la Iglesia. La
segunda edición de Cristianos desunidos, al cabo de una década, será objeto de
varias censuras previas, que le obligará a nuevos aplazamientos.
En 1946 no ha estallado todavía el temporal que llevará a la condena de la
llamada théologie nouvelle (la nueva teología), de la cual Congar es un exponente
destacado (con Chenu y con los teólogos jesuitas Henri de Lubac y Jean
Daniélou), pero ya se concentran las primeras nubes y se tienen las primeras
escaramuzas de la crisis.
En Roma el teólogo intenta comprender cuál es la razón del endurecimiento y de
las cerrazones doctrinales, pero siempre recibe la misma respuesta: «Alto: secreto
del Santo Oficio». «Por todas partes es su desconsolada conclusión, uno se
enfrenta contra este secreto tenebroso, contra natura, instrumento de una
opresión que atenta contra la vida de las personas y el respeto al pensamiento».
Sin embargo, Pío XII, lo recibe en audiencia, y le deja una impresión positiva. No
así de algunos” estrechos” colaboradores del Papa, como el cardenal Giuseppe
Pizzardo, de quien subraya la mediocridad, o del cardenal Eugène Tisserant,
mucho más sutil, «feliz de explicar, como un estudioso de valor, su punto de vista
y sus argumentos», pero poco «deseoso de informarse del pensamiento de los
demás».
Otro doloroso incidente tuvo lugar en 1948 con ocasión de la asamblea
constituyente del Consejo Ecuménico de las Iglesias celebrada en Amsterdam.
Congar había sido invitado por su trabajo en cuestiones ecuménicas, pero Roma
vetó de forma rotunda su participación en aquel acontecimiento histórico sin
precedentes. La publicación en 1950 de la encíclica Humani generis de Pío XII
representaba un ataque a lo que se dio en llamar “nouvelle Théologie”.
Roma no estaba dispuesta a tolerar ningún tipo de desviación con respecto al
tomismo de escuela. El documento aparece cuando Congar estaba a punto de
publicar Vraie et fausse réforme dan l’Église. Se prohibirán sus reediciones y las
traducciones a otros idiomas ya en marcha. Con todo, el editor español consiguió
sacarla adelante. Desde aquel momento, Congar debía someter a la aprobación
romana cuanto publicara. Poco después, en 1954, tras la reciente publicación
de su obra “Jalones para una teología del laicado” (1953), fue destituido de su
cátedra, junto a otros colegas (Chénu, Féret, Boisselot) y comienza un tiempo de
destierro y de exilio que le lleva a Jerusalén (1954), a Roma (en 1955) y a
Cambridge (1956); finalmente, regresa del exilio a primeros de diciembre de 1956,
residiendo en el convento de los dominicos de Estrasburgo.
Congar participa en la obra de renovación espiritual de su país y de la Iglesia.
Escribe “Verdadera y falsa reforma en la Iglesia” (1950). El libro sale durante la
fase más aguda de la lucha contra la Nouvelle Théologie y es acogido con críticas,
algunas veces violentas, de los teólogos tradicionalistas. Así Congar también se
ve implicado, junto con Henri De Lubac y Chenu, en la condena de la Nouvelle
Théologie, y por un decenio sufre las más duras consecuencias, como cesación
de cualquier actividad ecuménica y, sobre todo, alejamiento de la enseñanza.
Además, es alejado de Le Saulchoir y enviado a Tierra Santa.
Se desencadenan las críticas contra «las nuevas tendencias que se mueven en
las ciencias sagradas». La
encíclica Humani generis,
del 12 de agosto de 1950
por Pío XII. En el mismo
año que el libro Falsas y
verdaderas reformas en la
Iglesia, donde Congar
defiende el retorno a
fuentes bíblicas y
patrísticas de la
eclesiología y denuncia los
peligros del integrismo,
esto lo pone en la mira del
Santo Oficio.
Pero las pruebas más duras están todavía por llegar. En 1954, Roma condena la
experiencia de los curas obreros. El maestro general de los dominicos, Emanuel
Suárez, remueve de sus cargos a los superiores de las provincias francesas
(París, Toulouse y Lyon), acusados de ser demasiado flexibles y de «cubrir» a los
teólogos progresistas. Para Congar. «Lo que me hiere más, escribe en su diario,–
es la estupidez, la inverosímil pobreza de inteligencia y de carácter. El sistema ha
fabricado servidores a su imagen». Pasarán muchos años antes de la total
rehabilitación: serán años de soledad, de desierto, de torturas morales.
Su completa rehabilitación tiene lugar hasta las vísperas del Concilio Vaticano II,
del que llega a ser, como hemos visto, uno de los principales artífices. En 1964 es
nombrado por su Orden “maestro de Sagrada Teología”, coronamiento tradicional
de la carrera de un profesor en la Orden Dominica.

Y. Congar, testigo del Concilio Vaticano II (1962-1965).


Llamado por Juan XXIII para ser miembro consultor de la Comisión preparatoria
del concilio Vaticano II (1959-1962), Congar, el teólogo sospechoso de tantos
años, se convierte en uno de los teólogos más destacados del Concilio. Ahí
despliega una importante tarea, como asesor del episcopado francés y belga, en
contacto con otros teólogos, y como interlocutor para los observadores no
católicos. Mons. Pellegrino, en una intervención conciliar que tuvo lugar en la
última sesión del Vaticano II, comentó:
“Hace sólo algunos años, he encontrado a un religioso que vivía en ‘exilio’ no
voluntario porque había expresado opiniones que hoy nos gozamos de leer en los
documentos pontificios y conciliares. Todo el mundo sabe que su caso no es el
único”. Aquel día, 1 de octubre de 1965, Congar no estaba en el aula, pero alguien
le ha referido la anécdota, y la ha anotado en su Diario.
En el Concilio, durante la primera sesión se había comenzado a trabajar en el
esquema sobre la liturgia y el texto sobre la revelación. A principios de diciembre
de 1962 entró el esquema sobre la Iglesia. Los documentos sobre la revelación y
la Iglesia fueron sometidos a una profunda revisión tras un intenso debate. Sus
esfuerzos se concentran en la relación Escritura-tradición; por otro lado, colabora
en el nuevo proyecto del texto eclesiológico auspiciado por el cardenal Suenens,
bajo la supervisión de G. Philips. A su juicio, el logro fundamental de aquel primer
periodo conciliar, en el que no se había aprobado ningún documento, fue
conseguir de un verdadero clima pastoral, de libertad y de apertura; en una
palabra: la Iglesia en Concilio, esto es, en estado de diálogo.
En a segunda sesión tomó las riendas del Concilio el nuevo Papa, Pablo VI. En su
discurso programático, del 29 de septiembre de 1963, relanzó la línea pastoral de
Juan XXIII marcando al Concilio cuatro orientaciones muy concretas:
a) precisar la noción de Iglesia;
b) promover su renovación interna;
c) trabajar por el restablecimiento de la unidad de los cristianos;
d) reabrir el diálogo con el mundo moderno.
Congar reside ahora en el Colegio belga, donde estrecha lazos con el grupo de
Lovaina, en particular, con Philips. Al final de esta segunda sesión se iba a
proclamar solemnemente la constitución sobre la liturgia, Sacrosanctum
Concilium; en su desarrollo interno se trabajaron una serie de temas importantes
sobre la noción de Iglesia y su estructura, sobre la colegialidad episcopal, sobre el
ecumenismo, sobre el apostolado seglar. Ives podía caracterizar el esfuerzo de
aquel segundo período de trabajos con este lema: «no hay ressourcement sin
diálogo ecuménico». El teólogo dominico considera que la doctrina sobre la
colegialidad episcopal debe ponerse al lado de otras grandes decisiones
conciliares históricas (consustancialidad, primado, infalibilidad).
A su juicio, el Concilio se orientaba hacia una eclesiología de comunión, donde la
Iglesia aparece como una comunión de Iglesias. Por tanto, ni mera federación ni
pura organización monolítica. Aquel año Congar había publicado el segundo
volumen de ensayos sobre La tradición y las tradiciones. Ensayo teológico; Sainte
Église. Études et aproches ecclésiologiques; Pour une Église servante et pauvre.

La tercera sesión, durante el otoño de 1964, se van produciendo los primeros


frutos maduros: el 21 de noviembre se promulga la constitución dogmática sobre
la Iglesia, Lumen gentium, y los decretos sobre el ecumenismo, Unitatis
redintegratio, y sobre las Iglesias orientales católicas, Orientalium Ecclesiarum.
En su Diario, Congar ha dejado constancia de cuál ha sido el caballo de batalla de
los debates eclesiológicos, la cuestión de la colegialidad, así como de las
presiones que la minoría anti-colegial ejerce sobre Pablo VI, respecto a los temas
de la libertad religiosa o el ecumenismo. Ese mismo año ha visto la luz su libro
Cristianos en diálogo. Contribuciones católicas al ecumenismo. Por otro lado, se
sigue trabajando en el esquema XIII que dio lugar finalmente a Gaudium et spes
La cuarta y última sesión conciliar se puede describir bajo el lema de la relación
Iglesia-mundo. El 26 de octubre de 1965, escribe en su Diario: “Poco a poco, se
sale de Pío IX y de Pío XII (yo los tomo aquí solamente por el lado de su rechazo
del mundo tal cual es).
Ahora todo es coherente: la obra del Concilio, aunque sea tan poco premeditada y
conducida (humanamente), es coherente. Se pasa la página del agustinismo y de
la Edad Media. Se renuncia a pretensiones de poder temporal. Se ponen en su
lugar nuevas estructuras de relación con el mundo, desde el Evangelio y a partir
de Jesucristo”. El Concilio entro en su fase final y queda muchos textos pendientes
de aprobar. Se ha trabajado intensamente para sacar adelante las otras dos
grandes constituciones: Dei Verbum, sobre la revelación, y Gaudium et spes,
sobre la Iglesia en el mundo de hoy. En el corazón de esta relación, se inscribe la
declaración Dignitatis humanae, sobre libertad religiosa, y más específica, de cara
al encuentro de la Iglesia con las religiones no cristianas, la declaración Nostra
aetate. Se ha trabajado en la redacción de varios documentos: sobre el apostolado
seglar (Apostolicam actuositatem), sobre la renovación de la vida religiosa
(Perfectae caritatis), sobre la tarea pastoral de los obispos (Christus Dominus),
sobre educación cristiana (Gravissimum educationis), y la formación de los
presbíteros (Optatam totius).
El 7 de diciembre de 1965 recibirán aprobación solemne el decreto sobre las
misiones (Ad gentes), el decreto para la renovación de la vida de los presbíteros
(Presbyterorum ordinis), junto con la constitución pastoral, Gaudium et spes.
Por propia confesión, conocemos algunas de las aportaciones de Congar a la
obra conciliar: Trabajó en la redacción de los capítulos primero y segundo de
Lumen gentium, sobre el misterio de la Iglesia y el Pueblo de Dios; Trabajó en el
capítulo segundo de Dei Verbum, sobre la relación entre Escritura, Tradición y
Magisterio; también en el decreto sobre el ecumenismo, Unitatis redintegratio, y el
decreto sobre la tarea misionera de la Iglesia, Ad gentes.
También intervino en la elaboración de la declaración sobre la libertad religiosa,
Dignitatis humanae, y en el decreto relativo a la renovación de la vida y
espiritualidad de los presbíteros, Presbyterorum ordinis. El autor de “Falsa y
verdadera reforma en la Iglesia” piensa que la renovación de la Iglesia exige un
movimiento de ritmo mesurado.
Y anota en su Diario el 7 de diciembre de 1965, cuando el Concilio está a punto de
concluir, la impresión de infinito cansancio al final de aquellas jornadas, al ir
abandonando el aula: “Salgo, lenta y difícilmente, apenas me sostengo en pie.
Muchísimos obispos me felicitan, me dan las gracias. Me dicen que en una buena
parte es mi obra. Al ver las cosas objetivamente, he hecho mucho trabajo para
preparar el Concilio, elaborar, subrayar las ideas que se han consagrado. En el
Concilio mismo he trabajado mucho. Casi podría decir plus omnibus laboravi (cf. 1
Cor 15, 10), pero no sería verdad sin duda; basta pensar en Philips, por ejemplo.
Al comienzo, he sido tímido. Salía de un largo período de sospechas y de
dificultades. Incluso mi espiritualidad ha actuado sobre mí, en el sentido de una
cierta timidez. En efecto, yo he llevado toda mi vida en la línea y en el espíritu de
Juan Bautista, amicus sponsi”.
El P. Congar nos deja un «testimonio», quedan al margen datos personales. Su
Diario del concilio no revela secretos; más bien, en él, han quedado sedimentadas
todas sus fidelidades: fidelidad al Concilio como momento de verdadera reforma
de la Iglesia; fidelidad a su propia posición teológica; fidelidad a su confesión,
fidelidad a su sacerdocio, fidelidad a su orden. El 7 de noviembre de 1965: “Se
habla del concilio y del postconcilio, muchos están preocupados. ¿Cómo se harán
las cosas, qué estructuras, qué comisiones se pondrán en marcha? ¿Cómo se
mantendrá el espíritu del Concilio en la cima y en los episcopados? El concilio ha
sido realizado ampliamente por la aportación de los teólogos. El post-concilio no
guardará el espíritu del Concilio más que si asume el trabajo de los teólogos”
La teología al servicio del pueblo de Dios.
Repasemos algunos puntos fundamentales de la obra de Congar: no es seguro
que el P. Congar haya re- leído todo lo que ha escrito. Suele hablarse de un
Congar, hasta la celebración del Vaticano II, y un segundo Congar Post-Concilio,
indicando no una ruptura sino reajustes, reequilibrios, nuevas articulaciones, en
medio de una profunda continuidad por parte de él, no así desde el Vaticano. De
esa segunda etapa, tras el reconocimiento oficial de Juan XXIII, Pablo VI y el
Concilio Vaticano II, se ha dicho que Congar vive una segunda juventud.
Hablamos primero de la teología elaborada hasta finales de los cincuenta.
Asociada a tres grandes obras: cristianos desunidos, Verdadera y falsa reforma en
la Iglesia, Jalones para una teología del laicado.

Reforma, Unidad de la Iglesia, El proyecto de una eclesiología total


Estas tres obras, son un gran testimonio de un capítulo de la historia entre 1937 y
la celebración del Vaticano II. De ellas se puede decir que son “pierres d’attente”
para un tratado de Iglesia, «Pueblo de Dios y cuerpo de Cristo», que nunca se
imprimió. En la Introducción a “Verdaderas y falsas reformas en la Iglesia” escribe:
“El presente trabajo forma parte de un conjunto de ensayos sobre la comunión
católica”. Agrega “Nacieron estos ensayos de un viejo proyecto que realice hace
más de veinte años: escribir un tratado de la Iglesia, que en mi mente se titula “La
Iglesia. Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo”. Por desgracia, mil obstáculos
impidieron y siguen impidiendo la realización de mi proyecto: el volumen de los
problemas que es preciso abordar en él, mis obligaciones docentes y de
apostolado oral y escrito, (…), el servicio difícil y en auge de la unidad cristiana, el
peso de una revista científica y de una colección y los acontecimientos… seis
años de guerra y de cautividad”.
Unidad y reforma son dos términos que presiden la reflexión de Congar siempre.
Algo altamente problemático. Antes, «unidad» equivalía a conversión, al retorno
de los herejes y de los cismáticos al seno de la única verdadera Iglesia, la Iglesia
católica-romana, lejos de un movimiento ecuménico. El modelo eclesiológico, de
corte belarminiano, era de la “societas perfecta”. La postura católica sobre la
unidad había sido formulada oficialmente por la encíclica Mortalium animos de
1927, que estipulaba que el «retorno» era la única vía hacia la unidad de los
cristianos.
Congar había inaugurado una reflexión nueva y libre, enraizada en Sto. Tomás,
empeñada en hacer el tránsito del «unionismo» al ecumenismo. El ecumenismo
como conocimiento y construcción teológica, se va a revestir de eclesiología. Sus
lecturas de J. A. Möhler y de Lutero han sido decisivas. Está en marcha una
incontestable renovación de la idea de Iglesia.
En cuanto a textos había puesto una colección teológica que apunta hacia la
búsqueda de la unidad: «Unam sanctam». Ahí su primera obra ecumenica,
Chrétiens désunis. Principes d’un «oecuménisme» catholique. Eso fue en 1937

Las obras que vinieron después, serán aplicaciones progresivas del programa
eclesiológico esbozado en “Cristianos desunidos”, “Verdadera y falsa reforma en
la Iglesia”, “Jalones para una teología del laicado”, “La tradición y las tradiciones”.
En Cristianos desunidos pone en primer plano, temas centrales de su reflexión, va
más allá de la noción de Iglesia-sociedad; es el reconocimiento del compromiso
de la Iglesia en el mundo, más allá de lo sagrado-profano; es revalorización del
laicado por el redescubrimiento de la fecundidad del bautismo para el compromiso
en el apostolado; es recuperar la dimensión dinámica de Iglesia y de la tradición.
El corazón de aquel libro, tras recorrer la tradición eclesiológica anglicana, rusa y
eslavófila, se concentra en los «fundamentos eclesiológicos del ecumenismo». Por
aquella época estaba preparando “Esquisses du mystère de l’Église”, que no
saldrá hasta 1941. En otras palabras: Congar ha captado que el nudo del progreso
ecuménico se sitúa en la concepción de Iglesia. Por otro lado, como escribe doce
años más tarde, el único tratamiento adecuado del laicado sería una eclesiología
remodelada globalmente, que dé lugar a la participación activa de todos. “Jalones
para una teología del laicado” documenta y organiza la convicción de Congar
acerca de la composición laica de la realidad eclesial al servicio del mundo. “En el
fondo sólo hay una teología del laicado válida: una eclesiología total”. La
afirmación de su teología del laicado, parte del texto de Rom 12, 1, —donde Pablo
habla de la ofrenda de la propia vida como culto razonable a Dios—, suena así:
“cada uno es el sacerdote de su propia existencia”.

En el prólogo a “Vraie et fausse réforme dans l’Église” (1950) introduce la noción


de una necesaria «reforma» en la Iglesia, a la distinción entre estructura
(constitutiva, institucional, jerárquica) y vida de realidad histórica, dinámica, y vida
comunitaria de los fieles. Esa dimensión de la «vida» de la realidad eclesial, le
permitió hacer un hueco a los laicos, concediéndoles un espacio amplio en el
interior y en la misión de la Iglesia como sujeto religioso.
Una “teología de la vida”, toma en consideración el desarrollo histórico de la
Iglesia. Con un notable sentido histórico. Congar propone revisar la vida de la
Iglesia, a la luz del Evangelio. Para él, la divisa de la orden fundada por Domingo
de Guzmán, buscar la Verdad, es inseparable de la perspectiva histórica, es decir,
una verdad «historizada»: “la historia tiene un lugar eminente en mi reflexión
teológica”. Esta sensibilidad histórica es característica de la obra teológica de
Congar, incluso muchos le consideran un historiador de la teología. Ahora
bien, para su reflexión personal, el argumento histórico es el arma principal contra
la teología barroca dominante, contra la eclesiología post-tridentina, escolástica y
jerarcológica, en el statu quo jurídico.

Sobre la base de la vida y la historia de la Iglesia como «lugar teológico» se sitúa


la gran aportación de sus estudios. En ello ha tocado diversos temas: la
importancia histórico-teológica de los concilios, sobre todo, los cuatro primeros de
la Iglesia indivisa; las relaciones entre Oriente y Occidente a la luz de las
estructuras eclesiales; el cisma de 1054; la evolución histórica de la eclesiología
antigua de la comunión y la emergencia de una eclesiología universalista; el
análisis histórico del término “magisterio”; la síntesis histórica sobre las cuatro
propiedades esenciales de la Iglesia confesadas en el Símbolo de fe; el significado
de la “recepción” como realidad eclesial. En este contexto hay que mencionar dos
obras mayores que se orientan a una renovación de la eclesiología: L’ecclésiologie
du haut Moyen âge, de 1968, y, dos años más tarde, L’Église. De saint Augustin à
l’époque moderne. Estos dos volúmenes son el resultado de muchos de estudios
que, bajo la guía del método histórico, han abierto el acceso a la verdad,
despojando de mucha escoria los elementos sustanciales, separando el trigo de la
paja, es decir, de lo que no eran sino adherencias sedimentadas al paso de los
siglos. Para el cristianismo, que no es un sistema de verdades abstractas e
intemporales, sino el desarrollo en el tiempo de la salvación inaugurada por
Jesucristo en la cruz, la dimensión de la historia es una referencia central.

El núcleo de la teología, son tres ideas de Iglesia que propone para explicar la
unidad: Ecclesia de Trinitate, Ecclesia in Christo, Ecclesia ex hominibus. “el Dios
de Jesucristo proclamado desde la Iglesia”.Es “La vida que ebulle eternamente en
el seno del Padre, después de comunicarse en Dios mismo para constituir la
sociedad divina, la de las Tres personas de la Santísima Trinidad, y se comunica
por gracia, a las criaturas espirituales, a los ángeles en primer lugar, y luego a
nosotros. Esto es la Iglesia: la extensión de la vida divina a una multitud de
criaturas”. Congar cree y reza al Dios vivo, aquel al que puede llamar “mi Dios”.

A través de la Iglesia, el hombre ha tenido conocimiento de Dios y de Jesucristo.


La Iglesia, la cuestión teológica a la que Congar dedicó sus mejores esfuerzos,
está entretejida de su amor a la Iglesia y de su experiencia —a veces,
terriblemente dolorosa— de Iglesia. Y de ahí sus puntos de vista sobre el misterio
de la Iglesia, como esa compleja realidad humana y divina: Entre la comunidad
humana de los amigos de Dios y el cuerpo místico que es la sociedad eclesiástica
se da un acoplamiento orgánico semejante al que existe entre el cuerpo y el alma,
o, mejor dicho, entre la naturaleza humana y la naturaleza divina de Cristo.

Esta es la Iglesia que amo, dice Congar, la Iglesia, el laicado y el sacerdocio, en


torno a la común referencia de la misión. En los tres primeros capítulos repasa tres
títulos eclesiológicos fundamentales: Pueblo de Dios y cuerpo de Cristo,
Sacramento universal de salvación, Pueblo mesiánico. Ahí recuerda la opción del
Vaticano II, la llamada “revolución copernicana” en la gestación de Lumen
gentium, porque podía haberse seguido la secuencia misterio de la Iglesia-
jerarquía-pueblo de Dios; pero no fue así, sino que se prefirió exponer
primeramente la cualidad común de todos los miembros del pueblo de Dios, antes
de aquello que les diferencia, en razón del ministerio, de la función, o del estado
de vida. La opción eclesiológica fue tratar primeramente del pueblo de Dos, y
después, de la organización jerárquica. En una palabra, el capitulario de la
constitución sobre la Iglesia sigue este orden lógico: misterio de la Iglesia-pueblo
de Dios-jerarquía. Para Congar, la eclesiología total implica que la categoría de
Pueblo de Dios se complete con la noción de Cuerpo de Cristo. Como ya dijimos,
el proyecto de tratado eclesiológico que nunca llegó a escribir pivoteaba sobre
estas dos metáforas paulinas.

El pensamiento de Congar ha estado siempre en marcha y ha vuelto sobre


algunos temas, conforme han ido cambiando los tiempos como se ve en el
recorrido entre su primera obra de alcance ecuménico, Cristianos desunidos, y
Cristianos en diálogo, publicada en medio del Concilio Vaticano II, y en cuyo
prólogo reconoce los límites de su primera obra, con esa recapitulación de su
itinerario que ofrecía una década después en Une passion: l’unité (de 1974).
Todavía la obra de 1937 portaba como subtítulo “principios de un ecumenismo
católico”. Esta reflexión dio lugar a algunas «retractaciones», es decir, un ejercicio
de retrospección y de humildad revisando posturas anteriores. Significa saber
dudar, saber rectificar. Así ocurre, por ejemplo, con su estudio sobre la figura de
Lutero en el capítulo que dedica al Reformador de Wittenbergen Vraie et fausse
réforme de l´Église, y sobre la que ha vuelto en una monografía de 1983, Martin
Luther, sa foi, sa réforme. Sin renegar de su valoración anterior, intensifica
conscientemente la comprensión de la voluntad real y el lenguaje de Lutero,
resaltando, que aún tenemos necesidad de sentirnos interpelados por Lutero, o,
en términos más radicales: ¿qué lugar ocupa la Reforma en el plan de Dios?

La retractación más famosa es la que afecta a su teología del laicado y de


los ministerios, y tiene que ver seguramente tanto con el contacto con laicos
activos en la Iglesia como con su aspiración a una verdadera renovación
eclesiológica. Si en Jalones para una teología del laicado hay una valoración
positiva de los seglares por su participación, sin embargo, allí se afirmaba la
anterioridad y superioridad de los ministros instituidos desde el esquema
descendente Cristo-jerarquía-comunidad. Congar repiensa y autocritica aquella
postura en estos términos: el esquema es excesivamente escolástico, sitúa al
presbítero como anterior y exterior a la comunidad, sin tomar en cuenta la idea de
Iglesia como comunión. Ello equivale a reconocer que en Jalones para
una teología del laicado (1953) seguía excesivamente prisionero del binomio
clérigo-laico. Congar había definido al laico por relación al clérigo. El laico es
sencillamente el miembro del pueblo de Dios animado por el Espíritu. Aquel
esquema tampoco tomaba en consideración la acción continua del Espíritu Santo
que no cesa de construir la Iglesia, suscitando una variedad de carismas, servicios
y ministerios. Habría que sustituir la pareja clérigo-laico por el binomio comunidad-
ministerios (o servicios).

Esta reflexión, formulada en esa recopilación que obedece al título de Ministères


et communion ecclésiale (1971), ha servido de punto de partida para una reflexión
postconciliar en la teología del laicado. “Veo, efectivamente, muchas cosas de
otra manera y, espero, mejor hoy que hace cuarenta años. No he dejado y no dejo
de aprender cada día algo nuevo, de comenzar a entrever o a comprender cosas
muy elementales: sí, cada día”. Los años posteriores a la clausura del Vaticano II
representan una segunda juventud en la producción teológica de Congar. En su
fecundo camino o encaminamiento teológico postconciliar, dando muestras de
apertura y de inteligencia, de diversas maneras: buscando una mejor articulación
de los ministerios y de la comunión eclesial; dando lugar a una concepción en la
clave del servicio, haciendo del Espíritu Santo el co-instituyente de la Iglesia
instituida por el Verbo encarnado”.

Se trata de cambios dentro de la continuidad. Sólo así es posible, en medio de una


búsqueda permanente, una vida al servicio de la verdad, guiada por un ideal
espiritual formulado. Para cada uno de nosotros, nada hay más hermoso que lo
que le ha tocado en suerte; y es cumpliéndolo fielmente como un día llegará a ser
grande, fecundo, y finalmente feliz”.
Congar fue nombrado cardenal por Juan Pablo II, en reconocimiento de la
importancia de su trabajo teológico. Muere en junio de 1995.De pocas personas se
puede decir que haya tenido un conocimiento tan profundo de la historia de la
Iglesia y haya sido al mismo tiempo, un testigo tan excepcional de la Iglesia de su
tiempo y, muy en particular, del desarrollo interno del Concilio Vaticano II.

Y. Congar es una figura recuperada por el Concilio, tras un período de silencio, de


exilio, de sospecha y prueba. Ya allí obtuvo un reconocimiento notable que aflora,
por ejemplo, en las líneas escritas por el, con fecha del 31 de octubre de 1962:
“Estoy confundido por el crédito insensato que tengo por todas partes. No dejan de
abordarme, incluso en S. Pedro. Apenas me atrevo a decir mi nombre, porque
esto suscita inmediatas manifestaciones de afecto y de admiración”

En otras palabras: la valoración de Y. Congar como uno de los teólogos clásicos


del siglo XX reposa sobre el doble hecho de ser el gran eclesiólogo y ecumenista
católico y de haber jugado un papel fundamental en el Concilio Vaticano II, la
última gran asamblea ecuménica de la Iglesia católica, cuyo significado él mismo
resumió en esta sentencia: “Por primera vez en su historia secular, la Iglesia se
definió a sí misma (o, en todo caso, ella se describió) en la constitución dogmática
Lumen gentium y en otras constituciones, decretos o declaraciones

Congar fue sometido a la prueba del exilio en el silencio impuesto por el Vaticano
y al destierro por sus convicciones y el solo dijo: “Únicamente el que ha sufrido
por sus convicciones, alcanza, en éstas, una cierta cualidad de irrecusable, y el
derecho a ser respectado y escuchado”. Nos ponemos, pues, a la escucha del
Cardenal Congar

Principales aportaciones de Yves Marie Congar a la teología


La aportación del P. Congar a la renovación de la teología católica ha sido de tal
calibre que numerosos estudiosos lo colocan como uno de los más importantes
teólogos del siglo XX. Las principales aportaciones de Congar deben ubicarse en
el campo de la eclesiología, del ecumenismo, de la teología ministerial y de la
historia de las ideas teológicas.

Su dedicación a la eclesiología se había iniciado con su tesina La unidad de la


iglesia y su inmediata incorporación al claustro de profesores enseñando el tratado
De Ecclesia. Tanto sus numerosas publicaciones sobre el tema, como la creación
de la famosa colección «Unam Sanctam» que tanta influencia tendría en la
renovación eclesiológica, han hecho de Congar el más grande eclesiólogo del XX.

En el fondo trató de renovar la visión que la Iglesia tenía de sí misma, superando


tantas presentaciones demasiado jurídicas que parecían ser «tradicionales»
cuando en realidad eran producto de una estrecha visión barroca y postridentina.

Para superar estas presentaciones, Congar trató de «volver a las fuentes más
profundas de la tradición de la Iglesia», fuentes bíblicas, patrísticas y las mejores
medievales. Y en su necesaria reforma intentó presentar el rostro de la imagen del
misterio de la Santa y Única Iglesia de Jesucristo. En los años más duros de su
postergación decía: «No gusta mi visión de la Iglesia, pues pone en entredicho el
sistema piramidal, jerarquizado, jurídico, puesto en marcha por la Contrarreforma.
Mi eclesiología es la del ‘pueblo de Dios’... Roma no aprecia que preconice la
vuelta a las fuentes...».

El campo del ecumenismo es quizá el que ha dado a Congar mayor singularidad.


Supo unir desde el principio la experiencia ecuménica —se acercó a los grandes
reformadores, principalmente a Lutero, a los grandes maestros del XX,
especialmente a K. Barth, visitó numerosas veces Alemania e Inglaterra para
conocer «desde dentro» el humus protestante y anglicano—, con la espiritualidad
ecuménica —predicó en numerosas Semanas de la Unidad, oró fervientemente
por la unidad cristiana, glosó a los maestros espirituales del ecumenismo—, y con
el trabajo propiamente intelectual en el terreno ecuménico.

Su libro Cristianos desunidos (1937) fue calificado como «el primer intento de
definir teológicamente el ecumenismo». Obras como Verdaderas y falsas reformas
en la Iglesia, Cristianos en diálogo, Martín Lutero. Su fe, su obra, sus conferencias
a los Obispos católicos en diferentes colegios romanos durante el Concilio
Vaticano II y su actuación comotrabajos de Congar sobre el sacerdocio ministerial
se remontan al menos a 1946 y durante el Concilio ayudará eficazmente a la
elaboración del decreto PO. El laicado, sin embargo, sería una de sus grandes
preocupaciones.
En obras anteriores a 1953 había distinguido entre «estructura» y «vida» de la
Iglesia lo que le permitió el análisis de las relaciones entre lo institucional y
carismático en la Iglesia. Si la Iglesia es una comunión y no simplemente una
institución, se hace necesario estudiar el estatuto teológico de quienes —desde
hacía siglos— habían sido marginados de la Iglesia: los seglares.

La publicación de su Jalones para una teología del laicado (1953) fue decisiva
para que la Iglesia toda tomase buena nota de un vacío teológico y existencial que
arrastraba desde mucho tiempo atrás. Jalones no pretendió ser un tratado
completo de eclesiología pero ofreció el lugar adecuado para clarificar las
relaciones entre «vida» y «estructura» de la Iglesia. Relación que le permitió sacar
del principio general: la Iglesia como Pueblo de Dios, las aplicaciones particulares
necesarias: los derechos del laicado a partir del hecho fundamental del
«sacerdocio de los fieles».

Cabría hablar de muchas otras aportaciones de Congar a la teología. ¿Cómo no


recordar su contribución a la cristología con su libro Jesucristo; a la historia de
tratados teológicos con su Eclesiología. Desde San Agustín hasta nuestros días; a
la pneumatología con una de sus últimas obras Creo en el Espíritu Santo. Valgan
estos breves trazos para recordar la fuerte huella teológica que ha dejado este
dominico en el siglo XX. Teólogo que pasó por la cruz de la incomprensión
romana, pero cuya gloria fue el servicio teológico al Pueblo de Dios.
“Jalones para una teología del laicado”
Congar ha puesto las bases de la teología del laicado, precisando la condición del
laico en la Iglesia y determinando sus funciones específicas. Congar no define la
condición del laico contraponiéndola a la del monje o a la del eclesiástico (si así lo
hiciera, obtendría una definición puramente negativa), sino indicando las tareas
que son propias del laicado: tareas que no se refieren directamente a los otros
miembros de la Iglesia (como en el caso del clérigo), ni que se refieren
directamente a Dios (como en el caso del monje), sino al mundo: tarea específica
del laico es la consecratio mundi (la consagración del mundo). “Los laicos no
existen exclusivamente para las realidades sobrenaturales, como, en cambio, lo
hacen los monjes, en la medida en que la situación actual lo permite.

Las notas de la Iglesia


Para obtener una mejor comprensión del misterio de la Iglesia, Congar ha buscado
determinar el sentido de las cuatro notas que la caracterizan: santidad, unidad,
catolicidad y apostolicidad. La santidad es la nota más propia de la Iglesia. En
efecto, ella es el lugar de la presencia de Dios en este mundo. Ahora bien, Dios es
el Santo y la fuente de toda santidad. También la unidad, como la santidad, tiene
en Dios su fundamento último. En efecto, “la unidad de la iglesia es una comunión
y una extensión de la unidad misma de Dios. La vida, que está eternamente en el
seno del Padre, después de haber sido comunicada en Dios mismo para
constituir la sociedad divina, la de las Tres Personas de la Trinidad, es
comunicada, a través de la gracia, a las creaturas espirituales, ante todo a los
ángeles y después a nosotros.

Es esto la Iglesia: extensión de la vida divina a una multitud de creaturas”.


“La razón por la que existe la Iglesia es la comunicación a muchos (a las
creaturas) de la vida del Padre. Porque hay un solo Dios hay una sola Iglesia, con
la unidad misma de Dios, fuera de la cual aquella no existe. Y porque nosotros
somos partícipes de la misma vida, que es la vida de Dios, somos toda una cosa
sola con Dios y entre nosotros (en Cristo). Se dirá, en términos escolásticos,
que la vida gloriosa y beatificante de Dios llega a ser, a través de la gracia, un bien
común a Dios y a todos aquellos que él llama a participar de la misma: bien común
que define una sociedad de una especie absolutamente única, que es la Iglesia”.

Respecto a la catolicidad, es mérito de Congar el haber dado a esta nota de la


Iglesia un sentido y un valor cualitativo antes aún que cuantitativo, como se solía
decir en la eclesiología tradicional, que hacía consistir la catolicidad en la
extensión temporal y espacial de la Iglesia entre todos los hombres de todos los
tiempos y de todos los lugares.

Obviamente Congar no pone en duda que la catolicidad también tenga este


alcance cuantitativo, pero observa que ésta consiste sobre todo en la capacidad
que la Iglesia tiene, gracias a sus principios de santidad y de unidad, de recuperar,
recapitular, asimilar, hacer propios y desarrollar todos los valores auténticos
presentes en las otras iglesias, en las religiones no cristianas, en las varias
expresiones de la cultura laica. “Tal capacidad implica que cualquier valor humano
puede, conservando la propia realidad de valor diferenciado y la propia
especificidad, ser “recapitulado” en Cristo, es decir, ser reanimado con su Espíritu
y asumido en la unidad de su cuerpo que es la Iglesia (...). Cristo no será completo
sino cuando haya incorporado a todo el hombre en cada uno de nosotros y todos
los valores de humanidad esparcidos y multiplicados en el mundo. De hecho él
posee la capacidad, y la Iglesia, siendo su Cuerpo, también la posee– de
reconducir todo esto a Dios”. Para ilustrarla nota de la apostolicidad, Congar
recurre a la bella imagen del depósito de agua. Éste puede ser alimentado por una
fuente interna invisible: es cuanto sucede en la Iglesia celeste.

En cambio, en la Iglesia terrestre la alimentación es producida desde el exterior,


es decir, por la gracia de Dios ganada para nosotros por Jesucristo. Sin embargo,
la alimentación desde el exterior puede tener lugar de dos maneras: se puede
pensar que el agua de la redención se haya evaporado completamente en
dirección al cielo y que vuelva a caer sucesivamente al depósito: es la tesis radical
protestante según la cual la Iglesia es alimentada por una especie de lluvia
vertical; pero se puede pensar también que el depósito sea alimentado con un
sistema de canales, que llevan allí el agua desde la fuente: es la concepción
católica según la cual los canales están garantizados por la apostolicidad. El
protestantismo –observa Congar–, infravalora la necesidad de la contribución
humana en la transmisión de la gracia divina, la cual, en un determinado
momento, ha llegado a ser una realidad histórica, por lo cual “se convierte
necesariamente en un canal ininterrumpido
para garantizar la transmisión de los sacramentos, la sucesión sacerdotal”

Sólo por el servicio de esta mediación los hombres pueden recibir la gracia
salvífica de Dios. En el volumen Un peuple messianique (“Un pueblo mesiánico”).
Congar vuelve a tratar y perfeccionar su reflexión sobre las tareas “políticas” de la
Iglesia y del laicado, y sugiere algunos criterios importantes para poner por obra la
consecratio mundi (“la consagración del mundo”), aprovechando los principios
generales establecidos al tratar de la catolicidad de la Iglesia.

La consecratio mundi es la inserción del mundo en el plan de salvación que Dios


ha querido para la humanidad y para el mundo entero. Los criterios que hemos de
seguir en la actuación de tal inserción, según Congar, son los siguientes:

1. “La salvación cristiana se presenta como totalidad y plenitud por encima de


todas las liberaciones parciales”. Aquella actúa en la historia, pero es
esencialmente escatológica.

2. La salvación cristiana no excluye las liberaciones humanas, más aún, las asume
y las engloba. “Los movimientos de auténtica liberación humana entran en el plan
de Dios: forman parte del mismo. Sin embargo, el designio de Dios del cual Jesús
y el Espíritu Santo son autores, y que tiende al Reino, supera las liberaciones
humanas, las juzga y radicaliza sus perspectivas
3. “Los cristianos deben hacerse cargo, juntamente con los demás hombres, de la
propia parte en las liberaciones de las que el mundo tiene conocimiento y que
entran dentro de las posibilidades humanas; ellos traicionarían el don de Dios si no
se comprometieran a liberar el mundo de todo aquello que ellos crean
que ha de ser salvado –incluso si el mundo no tiene conciencia de
eso–, de modo particular del pecado, y no llevasen la esperanza
del porvenir absoluta en el Reino”.

4. Las doctrinas, los proyectos, los movimientos, los compromisos de orden


político que el cristiano elabora inspirándose en su fe no poseen carácter
dogmático, absoluto, inmutable, sino simplemente histórico, opinable, falible y
cambiable. En efecto, “la fe está constituida en sí misma en su orden, pero de ella
no se pueden deducir sino orientaciones e imperativos muy generales.

Ella no puede llevar a una opción y a un compromiso precisos sino


a través de la mediación de informaciones y de análisis propiamente
políticos...”.

5. La auténtica liberación humana forma parte de la misión de la Iglesia, pero no


se puede definir esta misión partiendo de la liberación humana. “No se puede
identificar historia del mundo y salvación. Construcción del mundo y liberación no
se prolongan en el evento del Reino como una fase en otra, según un proceso
homogéneo. El progreso humano no es indiferente al cumplimiento escatológico
de la humanidad, pero esto es algo muy distinto de la desembocadura natural de
aquél”.

Como ya hemos observado anteriormente, Congar, en su inexhaurible


reflexión eclesiológica no se preocupó en modo alguno de realizar un imponente
sistema teológico, como lo hicieron, por ejemplo Rahner y Hans Urs von Balthasar,
y ni siquiera buscó elaborar una eclesiología sistemática completa, como lo hizo
Charles Journet. Su preocupación constante fue, en cambio, la de hacer avanzar
la eclesiología en aquellos puntos en que todavía estaba incompleta o incierta: por
ejemplo, en las relaciones entre Iglesia y mundo, entre Iglesia y Tradición, entre
episcopado y laicado, en el papel de los laicos en la Iglesia, en la catolicidad de la
Iglesia. Y lo ha hecho siempre con espíritu genuinamente católico y con una gran
fidelidad a la tradición. Esto le permitió llegar a ser el principal artífice de la “Lumen
Gentium”, el texto conciliar que ha delineado en manera definitiva y oficial la
doctrina eclesiológica de la Iglesia católica.

LA TEOLOGÍA DEL ESPÍRITU SANTO


Hasta el Vaticano II se hablaba del Espíritu Santo como del “divino desconocido”;
este juicio valía no sólo para la vida de fe, que estaba toda centrada sobre el
Padre y sobre el Hijo encarnado, Jesucristo, sino también para la reflexión
teológica que había estudiado los misterios del Padre y del Hijo Unigénito, pero
había descuidado la teología del Espíritu Santo.
Después del Concilio la situación ha cambiado profundamente. Hoy el Espíritu
Santo hace hablar mucho de sí: se habla, de hecho, del movimiento carismático,
de “nuevo Pentecostés”. Por lo que se refiere a la reflexión teológica, muchos
autores eminentes (Hans Urs von Balthasar, Bulgakov, Evdokimov, Muehlen,
Bouyer, Moltmnn, Lambiasi, etc.), han escrito estudios importantes sobre el
Espíritu Santo, pero indudablemente la obra más completa y exahustiva sobre la
tercera Persona Divina es Creo en el Espíritu Santo, de Yves Congar (1978).

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