Prueba - El Verdugo
Prueba - El Verdugo
Prueba - El Verdugo
Honoré de Balzac
Título original: El verdugo (Le Bourreau)
Para Martinez de la Rosa
E l campanario del pequeño pueblo de Menda acababa de dar las doce de la noche. En
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de sus hijas observó al oficial con un interés impregnado de tanta tristeza,
que el sentimiento de compasión expresado por la española bien
podría ser causa de la fantasía del francés. Clara era hermosa, y aunque
tuviera tres hermanos y una hermana, los bienes del marqués de Leganés
parecían lo bastante considerables como para que Víctor Marchand
creyera que la joven tendría una rica dote. ¡Pero cómo atreverse a pensar
que la hija del anciano más creído por su grandeza que haya existido en
España, podría serle entregada al hijo de un tendero de París! Además,
los franceses eran odiados. El general G..t..r, que gobernaba la provincia,
sospechaba que el marqués preparaba un levantamiento a favor de
Fernando VII; el batallón comandado por Víctor Marchand había estado
situado en el pequeño pueblo de Menda para controlar las regiones
cercanas, que obedecían al marqués de Leganés. Un reciente comunicado
del mariscal Ney amenazaba con que los ingleses desembarcaran
muy pronto en la costa, y mencionaba al marqués como a un hombre
que mantenía comunicación con el gabinete de Londres. Asimismo,
a pesar del buen recibimiento que le había dado este español a Víctor
Marchand y a sus soldados, el joven oficial permanecía constantemente
alerta. Conforme se dirigía a esa terraza de donde acababa de examinar
el estado del pueblo y de los territorios vecinos que confiaron a su vigilancia,
se preguntaba cómo debía interpretar la amistad que el marqués
nunca dejó de demostrarle, y cómo reconciliar la tranquilidad de la región
con las inquietudes de su general; pero en un solo momento, sus
pensamientos habían sido expulsados de la mente del joven comandante
por un sentimiento de prudencia y una curiosidad bastante legítima.
Acababa de distinguir en el pueblo una gran cantidad de luces. A pesar
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de ser esa noche la fiesta de Santiago, esa misma mañana había ordenado
que se apagaran las luces a la hora dispuesta por su reglamento. El
castillo era la única excepción a esta medida. Aquí y allá vio brillar las
bayonetas de sus soldados, en sus puestos acostumbrados; pero el silencio
era solemne, y nada anunciaba que los españoles fueran presa de la
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embriaguez de una fiesta. Después de intentar explicarse la infracción de
la que los habitantes eran culpables, encontró en ese delito un misterio
incluso más incomprensible, porque había dejado a sus oficiales a cargo
de la policía nocturna y de las rondas. Con la viveza de la juventud, estaba
por precipitarse por una brecha para bajar rápidamente el peñasco
y así llegar más rápido que por el camino habitual, hasta un pequeño
puesto a la entrada del pueblo, del lado del castillo, cuando un ligero
ruido detuvo su carrera. Creyó escuchar la arena de los senderos crujir
bajo el paso ligero de una mujer. Se volvió y no vio nada; pero sus ojos
quedaron cautivados por el extraordinario brillo del océano. De pronto,
percibió un espectáculo tan desafortunado que lo dejó frío de asombro,
y culpó a sus sentidos del error. Los pálidos rayos de la luna le permitieron
distinguir las velas de un barco a gran distancia. Tembló y trató
de convencerse de que esta visión era un engaño óptico que le ofrecían
las fantasías de las sensaciones y de la luna. En ese momento, una voz
ronca pronunció el nombre del oficial; éste miró hacia la brecha y vio
cómo, lentamente, se elevaba la cabeza del soldado que lo acompañaba
al castillo.
—¿Es usted, comandante?
—Sí, ¿qué pasa? —respondió en voz baja el joven, a quien una
suerte de presentimiento le advertía que debía actuar con discreción.
—Esos sinvergüenzas se mueven como gusanos, y me urge, si me
lo permite, comunicarle mis observaciones.
—Hable —respondió Víctor Marchand.
—Acabo de seguir a un hombre del castillo que se dirigía hacia
aquí con una lámpara en la mano. ¡Levar una luz es tremendamente
sospechoso!; no creo que ese cristiano tenga necesidad de iluminar
velas a esta hora. ¡Nos quieren devorar!, me dije, y me dirigí tras sus
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de 1808 a 1813 [N. del T.]
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la que aún se puede notar un aire infantil.
Víctor no pudo evitar un lamento. Miró, uno a uno, a los tres
hermanos y a Clara. El mayor tenía treinta años; era bajo, mal formado,
con un aire orgulloso y despectivo al que no le faltaba cierta
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encontró de buen humor, en medio de un festín, bebiendo con sus
oficiales que hablaban alegremente.
Una hora después, cien de los habitantes más notables de Menda
fueron llevados a la terraza para, según las órdenes del general, ser
testigos de la ejecución de la familia Leganés.
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