Sermon de Las Siete Palabras
Sermon de Las Siete Palabras
Sermon de Las Siete Palabras
Introducción
«La tarea prioritaria de la Iglesia es alimentarse de la Palabra de Dios, para hacer eficaz
el compromiso de la nueva evangelización, del anuncio en nuestro tiempo…»
(Benedicto XVI, Homilía de la Misa de clausura de la XII Asamblea del Sínodo de los
Obispos, 26-10-2008).
Hoy es Viernes Santo. Hoy la Iglesia católica, respetando una antiquísima práctica, no
celebra la Eucaristía, aunque se distribuye la sagrada Comunión. Por este motivo
convoca a todos los fieles a una celebración denominada Misa de los presantificados,
consistente en una liturgia de la Palabra de Dios centrada en la proclamación de la
Pasión según san Juan, a la que siguen la plegaria universal, la adoración de la Cruz
mostrada solemnemente a los fieles, y la comunión. La acción litúrgica comienza, de
suyo, a la hora de Nona, las tres de la tarde, momento de la muerte del Señor, la hora de
la Divina Misericordia: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único» (Jn
3,16; cf. Ef 2,4). Pero también la hora de la fe confesada por el centurión: «Realmente
este era Hijo de Dios» (Mt 27,54).
Viernes Santo, día primero del Triduo Pascual, momento privilegiado para meditar la
Pasión del Señor y escuchar en el silencio la voz de Dios, contemplando estremecidos la
Cruz desde la que habla el Hijo de Dios. Comenta san Juan de la Cruz en la Subida al
Monte Carmelo: «Porque en darnos, como nos dio, a su Hijo —que es una Palabra suya,
que no tiene otra—, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene
más que hablar» (1).
Viernes Santo, tiempo para escuchar, para ver y hasta para tocar con sumo respeto a
quien, como consecuencia de su encarnación, no sólo está presente en sus sacramentos,
singularmente en la Eucaristía, sino que se deja incluso representar en las imágenes
sagradas como las que presiden este acto cumbre de la Semana Santa de Valladolid.
Queridos hermanos: Hemos venido a la Plaza Mayor, representativa de todas las plazas
de las ciudades y pueblos de estas viejas tierras de León y de Castilla en las que se
conmemora el acontecimiento del Calvario, para escuchar al Verbo/Palabra de Dios.
Obedecemos así el mandato del Padre cuando, desde la nube de gloria que envolvía a
Jesús en el Monte Tabor, anunció: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9,7).
Abramos, pues, los oídos del alma, porque Dios habla realmente en Jesucristo. «Todo
tiene su tiempo y sazón», decía el sabio Qohelet (cf. Qo 3,1.7). Ahora es tiempo de
escuchar. Atendamos el consejo de san Juan de la Cruz: «Una palabra habló el Padre,
que fue su Hijo, y este habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del
alma» (2). «Por lo cual, mejor es aprender a poner las potencias —del alma— en
silencio y callando para que hable Dios» (3).
Esta palabra es la respuesta del Hijo Jesucristo a la voz que resonó sobre las aguas del
bautismo en el Jordán: «Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto» (Lc 3,22; cf. Mc
1,11).
Pero el Hijo está ahora clavado en una cruz. Esto hace aún más desconcertante este
diálogo, que evoca la conversación, llena de ternura, de Abrahán con su único hijo Isaac
camino del sacrificio: «Los dos caminaban juntos. Isaac dijo a Abrahán…: “Padre”. Él
respondió: “Aquí estoy, hijo mío”. El muchacho dijo: “Tenemos fuego y leña, pero,
¿dónde está el cordero para el sacrificio?” Abrahán contestó: “Dios proveerá el cordero
para el sacrificio, hijo mío”» (Gn 22,7-8; cf. Hb 11,17-19). Efectivamente, Isaac se
salvó de la muerte en el último momento (cf. Gn 22,13), mientras que con Jesús Dios
«no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rm 8,32).
¿Cómo se explica esto? ¿Quién puede aclararnos este misterio?
Porque Jesús ha invocado a su Padre, pero no para que lo libre de la muerte. Como dijo
en una ocasión el papa Juan Pablo II: «Cristo no se bajó de la cruz». Antes de la fiesta
de la Pascua, leemos en el Evangelio de san Juan, «sabiendo Jesús que había llegado la
hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).
A Jesús le parece poco interceder por sus verdugos que quiere también excusarlos en su
ignorancia. Eliminada esta, se abre paso el perdón, que es el auténtico camino de la
misericordia, porque la misericordia es hija del amor.
«Padre, perdónalos». Jesús pide perdón también para todos los pecadores, también por
nosotros, porque han sido nuestros pecados los que le han llevado a la cruz. A todos
perdona y por todos intercede, como afirma el Apóstol san Juan: «Si alguno peca,
tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de
propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del
mundo entero» (1Jn 2,1-2).
Su respuesta no pudo ser más alentadora: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el
paraíso» (Lc 23,43). Esta es la palabra definitiva, una palabra de absolución por parte de
quien ha recibido del Padre todo poder en el cielo y en la tierra (cf. Mt 28,18) para
perdonar los pecados (cf. Lc 5,24) y que confiará al ministerio de la Iglesia en el
sacramento de la Penitencia (cf. Jn 20,23).
El perdón otorgado al buen ladrón le abría las puertas del paraíso. Esto demuestra que
todos pueden obtener el perdón de sus culpas incluso en el último instante de su vida, si
se dejan ganar por la gracia de Jesucristo que los convierte y redime.
El tiempo parece haberse detenido. El griterío de la gente ha ido cediendo ante las
palabras de los crucificados. Los soldados se entretienen en repartirse la ropa de Jesús.
La túnica, en cambio, es objeto de un sorteo. La tradición cristiana ha considerado la
túnica sagrada un símbolo de la unidad de la Iglesia(6). La referencia a la túnica
inconsútil nos prepara para meditar en la tercera palabra del Señor en la Cruz.
Era su Hijo el que moría sobre la cruz. El sufrimiento de María había sido anunciado
por el anciano Simeón cuando, sosteniendo en sus brazos a Jesús recién nacido, dijo:
«Este Niño será como una bandera discutida, y a ti una espada te traspasará el alma»
(Lc 2,34-35). El dolor de la Santísima Virgen junto a la Cruz la hizo colaboradora del
Redentor, como proclamó el Concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 61). Lo canta el
himno universalmente conocido del Stabat Mater, invitando a contemplarla, reverentes
y compasivos:
«De pie estaba la Madre / llorando junto a la cruz / de la que pendía el Hijo».
La liturgia ha puesto en labios de la Santísima Virgen las palabras del profeta Jeremías:
«Vosotros, que pasáis por el camino, mirad, fijaos: ¿Hay dolor como mi dolor?» (Lm
1,12). El pueblo cristiano contempla conmovido a María de pie junto a la cruz o
sosteniendo en sus brazos a su Hijo muerto y la llama «Virgen de los Dolores», «de las
Angustias», «de la Soledad» y «del Camino». O la invoca como «Amparo de la fe»,
«Esperanza nuestra», «Madre de la misericordia».
María es la Mujer, la nueva Eva, que en las Bodas de Caná hizo que Jesús adelantara su
hora para sacar de apuros a unos recién casados dando ocasión para que los discípulos
creyeran en Jesús (cf. Jn 2,1-11). En efecto, «Jesús, al ver a su madre y cerca al
discípulo que tanto quería, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”». En una sola
mirada el Señor ha abarcado a María y al Apóstol Juan que en ese momento representa a
los discípulos de todos los tiempos. María y Juan son el germen de la Iglesia que está a
punto de nacer. María y el Apóstol, dos presencias necesarias para la vida de toda
comunidad cristiana y para cada uno de nosotros.
María, Madre del que es cabeza de la Iglesia, recibe la misión de ser también la Madre
de los que somos miembros del cuerpo de Cristo. Con toda razón, el papa Pablo VI, el
21-10-1964, el mismo día en que promulgaba la Constitución dogmática sobre la
Iglesia, proclamaba a «María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el
pueblo cristiano, tanto de los fieles como de los pastores»(7).
A continuación, Jesús «dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora,
el discípulo la recibió en su casa». Y el discípulo la acogió en su corazón, es decir, en el
espacio interior de su alma constituido por su relación con Jesús. Desde aquella hora,
efectivamente, María ocupó en Juan el lugar de Jesús. Juan recibió a María como su
madre en la fe, en la que iba a encontrar el mismo amor que lo había convertido en el
discípulo preferido de Jesús. Y así debemos acogerla también todos nosotros, viendo en
María no sólo una Madre fiel a su función y amantísima en sus dones sino también la
figura ideal, el icono radiante y la representación perfecta de la Iglesia, de la Santa
Madre Iglesia, prolongación de Cristo y mediación necesaria por la que nos llegan la
Palabra de Dios y los sacramentos de la salvación.
Al contemplar a Nuestra Señora, acompañada por san Juan, ante la Cruz de Jesús, el
Cristo de las Batallas, invoquémosla como «Madre de la Iglesia» diciéndole la plegaria,
insuperable en su letra y en su música, sobre todo cuando la canta masivamente nuestro
pueblo: «Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura, esperanza
nuestra…»
«Señor, / Tú has querido que la Madre / compartiera los dolores de tu Hijo al pie de la
cruz; / haz que la Iglesia, asociándose a con María a la pasión de Cristo, / merezca
participar de su resurrección. / Por Jesucristo nuestro Señor» (Misal Romano, colecta
del 15 de septiembre).
«Desde el mediodía hasta la media tarde vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A
media tarde, Jesús gritó: “Elí, Elí, lamá sabaktaní” (es decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?”). Al oírlo algunos de los que estaban por allí dijeron: “A Elías
llama éste”» (Mt 27,45-47).
El grito de Jesús, proferido en su lengua materna, reproduce las primeras palabras del
salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Al escucharlas no
podemos refugiarnos en la idea de sean un recurso del evangelista para expresar el
estado de ánimo del hombre inocente y justo que se ve abandonado incluso por Dios.
No cabe este subterfugio, porque sabemos que Jesús oraba con los salmos como todo
israelita piadoso.
Tampoco podemos olvidar que su situación anímica constituye la cumbre del drama
espiritual que empezó días antes de la pasión: «Mi alma está agitada y, ¿qué diré?:
Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica
tu nombre» (Jn 12,27-28; Mt 26,39). ¿Acaso no es esto mismo lo que afirma la Carta a
los Hebreos al señalar que Cristo «en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas,
presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia
fue escuchado» (Hb 5,7-8)? Pero, ¿no podía haber escogido Dios para redimirnos otro
camino menos doloroso y humillante? La respuesta nos la ofrece la misma Carta:
«Tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel
en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha pasado por
la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella» (Hb 2,17-18).
En efecto, en aquella pregunta «por qué me has abandonado» Jesús expresaba una
forma de identificación con la humanidad doliente. No en vano Él soportaba nuestras
flaquezas y cargó con todas nuestras debilidades (cf. Is 53,4-6). La voz de Cristo en la
cruz es el grito de los inocentes en la soledad de los sentenciados a muerte, de los
secuestrados en las noches interminables, de los refugiados en el hacinamiento de los
campos, de las muchedumbres que huyen de la guerra y del hambre, de las víctimas del
terrorismo, de los contagiados por virus mortíferos, de los afectados por desastres
naturales, de las mujeres maltratadas, de los niños a los que se impide nacer y de los
enfermos terminales a los que se procura intencionadamente la muerte. Con su grito,
Jesús se hizo solidario de todos los humillados y ofendidos, el primero de todas las
víctimas inocentes, sea cual sea la causa de su dolor.
Cuántas veces los creyentes han clamado a Dios ante una enfermedad, una injusticia, un
deshonor, una tribulación, y les parece que no son oídos. Y fue en esa actitud paciente
cuando nuestro Redentor Jesucristo obtuvo el Sumo Sacerdocio que abría para siempre
las puertas del santuario celeste para toda la humanidad.
5. Tengo sed
«Después de esto, sabiendo Jesús que todo había llegado a su término, para que se
cumpliera la Escritura dijo: “Tengo sed”. Había allí un jarro lleno de vinagre. Y,
sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la
boca» (Jn 19,28-29).
El ambiente estaba cargado. Han cesado de repente las burlas y los insultos de la
muchedumbre. A medida que el tiempo pasa, crecen la expectación y el silencio ante los
estertores de una agonía que empieza ser insufrible incluso para los que la contemplan
de lejos (cf. Mc 15,40). En ese ambiente tenso, entre el jadear del moribundo, Jesús
bisbisea: «Tengo sed».
Es natural. Lleva ya casi tres horas colgado de la cruz bajo un sol abrasador, desde la
noche anterior no ha dejado de padecer golpes, injurias e incluso la terrible pena de la
flagelación. La deshidratación es evidente y su respiración se ha hecho más fatigosa.
Necesita, como un moribundo cualquiera, una mano piadosa que le humedezca la boca.
Uno de los que estaban allí le mojó los labios con una esponja empapada en vinagre (cf.
Mt 27,34). Algunos salmos hablan, efectivamente, de que al Mesías le darían a beber
vinagre (cf. Sal 21,16; 68,22).
Pero la sed de Jesús, con ser verídica, no es sólo material. Es una sed más profunda y
significativa. El evangelista comenta que Jesús dijo «Tengo sed» para que se cumpliera
la Escritura, porque «todo había llegado a su término». Esta sed parece el ansia
incontenible de que, por fin, se consume y complete la obra para la que salió del Padre y
vino a este mundo (cf. Jn 16,28). El que había dicho tan claramente: «Mi alimento es
hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra» (Jn 4,34) cuando,
fatigado del camino se sentó al borde del pozo de Jacob esperando a los discípulos que
había ido a la aldea cercana a buscar comida (cf. Jn 4,6 ss.), manifiesta nuevamente
tener sed. Entonces se había acercado una mujer samaritana con su cántaro a buscar
agua, y Jesús le había pedido que le diera de beber, porque tenía sed de la fe de aquella
mujer, como comenta san Agustín(8).
Ahora en la cruz, Jesús ha vuelto a tener sed, pero de un modo aún más intenso y más
vivo, porque ha llegado la hora de dar a conocer hasta qué extremo amó Dios al mundo
(cf. Jn 3,16-17). Jesús tiene sed de nuestra fe, de la fe de los hombres y mujeres que
apenas le conocen y no pueden decirle como la mujer samaritana: «Señor, dame esa
agua…» (Jn 4,15). Ojalá los que pasan por la vida fracasados y rendidos, los abatidos y
los desesperados, hubieran podido escuchar aquella invitación de Jesús en la fiesta de
los Tabernáculos, cuando se traía el agua al templo: «El que tenga sed, que venga a mí,
y que beba el que cree en mí» (Jn 7,37).
«Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en Él» (Jn 7,39). Jesús,
desde la cruz, está viendo a la humanidad desorientada, engañada, sedienta de la verdad
y de la belleza, de la paz y de la justicia, de la libertad y del bien, expuesta al peligro de
beber en fuentes contaminadas o en cisternas agrietadas (cf. Jr 2,13), en vez de
acercarse a las corrientes de agua viva (cf. Sal 43, 2). Y quisiera gritar nuevamente:
«Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28).
Al ver el paso «Sed tengo» con esa algarabía de personajes en torno a Jesús, quiero
recordar esta frase del siervo de Dios Juan Pablo II: «La cruz es como un toque del
amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre…, es la
revelación del amor misericordioso a los pobres, los que sufren, los prisioneros, los
ciegos, los oprimidos y los pecadores»(9). Acerquémonos todos a esta fuente inagotable
del agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4,14).
6. Está cumplido
El vencedor ha llegado a la meta. Como tantos atletas valientes y tenaces que, después
de una larga carrera o de una dura competición, abren los brazos en un supremo
esfuerzo por alcanzar finalmente la línea de meta y lograr el triunfo soñado, así también
nuestro Redentor, sacando fuerzas del agotamiento, acaba de decir que lo ha
conseguido. La suya es la voz del triunfador, el grito victorioso de quien ha superado la
más terrible de las pruebas, la del rebajamiento y la obediencia hasta la muerte y una
muerte de cruz (cf. Flp 2,7-8). En la plegaria sacerdotal, al final de la Cena, Jesús había
dicho dirigiéndose al Padre: «Te he glorificado en la tierra; he coronado la obra que me
encomendaste» (Jn 17,4).
A Jesús ya sólo le queda morir. Ha visto a sus pies a la Iglesia en germen, representada
por María, la Mujer convertida en Madre de la humanidad redimida, y por el discípulo
amado, Juan, que la recibe con amorosa fe en su corazón. Ha probado también el
vinagre que le ofrecieron para que se cumplieran las Escrituras, «sabiendo que todo
había llegado a su término» (Jn 19,28).
«Esta cumplido». Nuestro Sumo Sacerdote, al entrar en el mundo, había dicho al Padre:
«Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas
holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije…: “Aquí estoy, oh Dios, para
hacer tu voluntad”» (Hb 10,5-7; cf. Sal 40,7-9). El culto antiguo con sus sacrificios ha
quedado abolido, el viejo templo dará paso al nuevo (cf. Jn 2,19-22). La vida entera de
Jesús culmina en el sacrificio de la nueva y eterna Alianza para el perdón de los pecados
que en la tarde anterior había instituido y promulgado bajo los signos sacramentales del
pan y del vino tomados de la mesa de la última Cena y entregados como alimento.
Ante el paso de la Sexta Palabra, con el Señor en la cruz inclinando la cabeza a punto de
entregar el Espíritu, nos sentimos conmovidos y extasiados ante el «amor más grande»
(cf. Jn 15,13), el amor que Dios nos tiene (cf. 1Jn 4,8-10.16). Deteniendo la mirada en
nuestro Sumo Sacerdote, misericordioso y fiel, vienen a nuestra mente las palabras de
amor puestas por Pascal en boca de Jesús: «Pensaba en ti en mi agonía, derramé por ti
algunas gotas de mi sangre»(10). El problema religioso de nuestra época, empeñada en
vivir como si Dios no existiese, es haber invertido los papeles del gran teatro del
mundo: el hombre, tratando de suplantar al Creador, que para devolver a su criatura más
amada la dignidad perdida no dudó en entregarnos a su propio Hijo, «probado en todo
exactamente como nosotros, menos en el pecado» (Hb 4,15).
«Señor Dios nuestro, / cuyo amor sin medida nos enriquece / con toda bendición, / haz
que, abandonando la corrupción del hombre viejo, / nos preparemos, como hombres
nuevos, / a tomar parte en la gloria de tu reino. / Por nuestro Señor Jesucristo» (Misal
Romano, colecta del Lunes V de Cuaresma).
7. Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu
«Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”.
Y, dicho esto, expiró. El centurión, al ver lo que pasaba, daba gloria a Dios, diciendo:
“Realmente, este hombre era justo”. Toda la muchedumbre que había acudido a este
espectáculo, habiendo visto lo que ocurría, se volvía dándose golpes de pecho» (Lc
23,46-48).
Ha sido el último suspiro del Crucificado, pero de su boca reseca ha salido un grito
similar al de la cuarta palabra, llamando de nuevo al Padre.
«Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado / sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,
/ y muerto se ha quedado asido dellos / el pecho del amor muy lastimado»(11).
Terminó el duro combate. San Lucas dice también que «se oscureció el sol» y que «el
velo del templo se rasgó por medio» (Lc 23,45) como señal de que lo antiguo ha dado
paso a lo nuevo (cf. 2Co 5,17; Ap 21,5).
Jesús no había dejado de orar «sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos,
que venía de Dios y a Dios volvía» (Jn 13,13). La última palabra en la Cruz ha sido para
confiar en las manos del Padre su vida, su ser, su obra. Nuevamente fue un salmo lo que
afloró a sus labios: «A tus manos encomiendo mi espíritu: tú, el Dios leal, me librarás»
(Sal 32, 6). La Iglesia repite diariamente esta invocación en la oración de Completas,
para que sus hijos fatigados se entreguen al descanso nocturno, imagen de la muerte, en
la confianza de que el Señor alejará las insidias del enemigo y los hará levantarse
alegres, al clarear un nuevo día. En el misterio de la noche germinan las semillas del
Reino de Dios, sembradas con nuestro trabajo (cf. Mc 4,26-27).
Jesús se ha dormido como un niño en brazos de su madre. Al morir de este modo, nos
enseña que es necesario dejar a Dios ser Dios en cada uno de nosotros, en nuestras
vidas, en nuestras cosas, afanes e ilusiones. Lo dice la Escritura: «Como un padre siente
ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles» (Sal 103,13; cf. Is
49,15). Por eso Dios no dejará que ninguno de sus hijos perezca, del mismo modo que
no consintió que Jesucristo, el Hijo fiel, «conociese la corrupción» (cf. Hch 2,27; cf. Sal
16,10).
Este fue el gran argumento del Apóstol Pedro para convencer a sus oyentes el día de
Pentecostés que Jesús Nazareno, el Mesías Hijo de Dios, muerto en una cruz por mano
de paganos, resucitó al tercer día, rotas las ataduras de la muerte (cf. Hch 2,22-24). La
muerte no podía retenerlo en el sepulcro. El paso temporal de Jesús por el sepulcro y,
sobre todo, su gloriosa resurrección nos muestran que la muerte no es final del camino
para nadie, menos aún para quienes mueran con el nombre de Jesús en los labios o en el
corazón, acogiéndose a la misericordia divina. Porque, más allá de ese umbral, están las
manos abiertas, tiernas y acogedoras de Dios, que nos espera para darnos una felicidad
sin fin junto a Él y con aquellos a los que más hemos amado en esta vida mortal, si a lo
largo de ella, pero sobre todo en la hora de la muerte, nos dejamos perdonar y salvar por
Jesucristo.
Un inolvidable sacerdote vallisoletano, José Luis Martín Descalzo, que ocupó tres veces
este púlpito, lo expresó con palabras cargadas de esperanza:
«Y entonces vio la luz. / La luz que entraba / por todas las ventanas de su vida. / Vio que
el dolor precipitó la huida / y entendió que la muerte ya no estaba».
Mientras tanto es a nosotros, los discípulos del Crucificado y Resucitado, a los que nos
toca continuar su obra, evangelizar, celebrar la Eucaristía y poner en práctica la caridad
como un servicio concreto, abierto a toda la humanidad pero especialmente hacia los
pobres, los enfermos, los que sufren. Robustecidos por la fuerza del Espíritu Santo, el
don de la Pascua del Señor, que nos empuja a la misión, es ahora cuando debemos bajar
nuevamente del monte (cf. Mt 17,7-9) para salir a las calles y a los cruces de los
caminos por donde transitan los hombres y las mujeres e invitarles a participar de
nuestra esperanza (cf. Mt 22,9-10).
Por grandes que sean las dificultades de la hora presente, desde el laicismo radical,
empeñado en confinar la religión a la vida privada, hasta la secularización en el interior
de las comunidades eclesiales, permanece vivo el mandato del Señor en la última Cena:
«Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34; 15,12.17). Este amor es
gratuito y nos compromete a todos los discípulos de Cristo, tanto como el anuncio
explícito del Evangelio. Porque hemos de ser conscientes también de que el amor
cristiano es siempre «el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa
a amar»(12).
«Afianza, Señor, el corazón de tus fieles / y fortalécelo con tu gracia / para que se
entreguen con fervor a la plegaria / y se amen con sincero amor fraterno. / Por Jesucristo
nuestro Señor. Amén» (Misal Romano, oración sobre el pueblo).
__________
Notas:
[1] S. Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, l. 2, c. 22, n. 3, en Obras Completas M. Herráiz, ed.), Salamanca
1992, 278.
[2] S. Juan de la Cruz, Dichos de luz y amor, n. 99, en Obras Completas, o.c., 92.
[3] S. Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, l. 3, c. 3, n. 4, en Obras Completas, o.c., 328.
[5] Ibíd., 6.
[6] S. Cipriano, De unitate Ecclesiae, 7: CSEL 3, p. 215. El mismo Padre de la Iglesia escribió también esta frase
lapidaria: «Es imposible tener a Dios por Padre si no se tiene a la Iglesia por Madre» (ibíd., 6: CSEL 3, p. 214). Por
esto es de capital importancia permanecer dentro de la Iglesia. «No es cristiano el que no está en la Iglesia de Cristo»:
Epist. 55, 24.
[7] Pablo VI, Discurso en la sesión de clausura de la tercera etapa conciliar, 27.
[13] Ibíd.