Sermon de Las Siete Palabras

Descargar como doc, pdf o txt
Descargar como doc, pdf o txt
Está en la página 1de 14

Sermón de las Siete Palabras

(Excmo. Señor Julián López Martín, obispo de León)

Introducción

«En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros


padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha
nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del
mundo» (Hb 1,1-2).

«La tarea prioritaria de la Iglesia es alimentarse de la Palabra de Dios, para hacer eficaz
el compromiso de la nueva evangelización, del anuncio en nuestro tiempo…»
(Benedicto XVI, Homilía de la Misa de clausura de la XII Asamblea del Sínodo de los
Obispos, 26-10-2008).

Hoy es Viernes Santo. Hoy la Iglesia católica, respetando una antiquísima práctica, no
celebra la Eucaristía, aunque se distribuye la sagrada Comunión. Por este motivo
convoca a todos los fieles a una celebración denominada Misa de los presantificados,
consistente en una liturgia de la Palabra de Dios centrada en la proclamación de la
Pasión según san Juan, a la que siguen la plegaria universal, la adoración de la Cruz
mostrada solemnemente a los fieles, y la comunión. La acción litúrgica comienza, de
suyo, a la hora de Nona, las tres de la tarde, momento de la muerte del Señor, la hora de
la Divina Misericordia: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único» (Jn
3,16; cf. Ef 2,4). Pero también la hora de la fe confesada por el centurión: «Realmente
este era Hijo de Dios» (Mt 27,54).

Viernes Santo, día primero del Triduo Pascual, momento privilegiado para meditar la
Pasión del Señor y escuchar en el silencio la voz de Dios, contemplando estremecidos la
Cruz desde la que habla el Hijo de Dios. Comenta san Juan de la Cruz en la Subida al
Monte Carmelo: «Porque en darnos, como nos dio, a su Hijo —que es una Palabra suya,
que no tiene otra—, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene
más que hablar» (1).

Viernes Santo, tiempo para escuchar, para ver y hasta para tocar con sumo respeto a
quien, como consecuencia de su encarnación, no sólo está presente en sus sacramentos,
singularmente en la Eucaristía, sino que se deja incluso representar en las imágenes
sagradas como las que presiden este acto cumbre de la Semana Santa de Valladolid.

Queridos hermanos: Hemos venido a la Plaza Mayor, representativa de todas las plazas
de las ciudades y pueblos de estas viejas tierras de León y de Castilla en las que se
conmemora el acontecimiento del Calvario, para escuchar al Verbo/Palabra de Dios.
Obedecemos así el mandato del Padre cuando, desde la nube de gloria que envolvía a
Jesús en el Monte Tabor, anunció: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9,7).

Abramos, pues, los oídos del alma, porque Dios habla realmente en Jesucristo. «Todo
tiene su tiempo y sazón», decía el sabio Qohelet (cf. Qo 3,1.7). Ahora es tiempo de
escuchar. Atendamos el consejo de san Juan de la Cruz: «Una palabra habló el Padre,
que fue su Hijo, y este habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del
alma» (2). «Por lo cual, mejor es aprender a poner las potencias —del alma— en
silencio y callando para que hable Dios» (3).

1. Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen


«Cuando llegaron al lugar llamado La Calavera, lo crucificaron allí, a él y a los
malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: “Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen”» (Lc 23,33-34).

La primera palabra de Jesús en la Cruz es la llamada, llena de confianza, de un niño a su


papá. Era su invocación habitual cuando oraba, revelando así una relación filial a título
único con Él: -«Padre mío». Por deseo de Jesús, esta palabra será también la invocación
por excelencia de la oración cristiana: -«Padre nuestro». Pero ahora es una exclamación
emocionante. Será también la última de las Siete Palabras de Cristo en la cruz. Antes de
Jesús nadie había osado llamar a Dios «Padre».

Esta palabra es la respuesta del Hijo Jesucristo a la voz que resonó sobre las aguas del
bautismo en el Jordán: «Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto» (Lc 3,22; cf. Mc
1,11).

Pero el Hijo está ahora clavado en una cruz. Esto hace aún más desconcertante este
diálogo, que evoca la conversación, llena de ternura, de Abrahán con su único hijo Isaac
camino del sacrificio: «Los dos caminaban juntos. Isaac dijo a Abrahán…: “Padre”. Él
respondió: “Aquí estoy, hijo mío”. El muchacho dijo: “Tenemos fuego y leña, pero,
¿dónde está el cordero para el sacrificio?” Abrahán contestó: “Dios proveerá el cordero
para el sacrificio, hijo mío”» (Gn 22,7-8; cf. Hb 11,17-19). Efectivamente, Isaac se
salvó de la muerte en el último momento (cf. Gn 22,13), mientras que con Jesús Dios
«no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rm 8,32).
¿Cómo se explica esto? ¿Quién puede aclararnos este misterio?

Porque Jesús ha invocado a su Padre, pero no para que lo libre de la muerte. Como dijo
en una ocasión el papa Juan Pablo II: «Cristo no se bajó de la cruz». Antes de la fiesta
de la Pascua, leemos en el Evangelio de san Juan, «sabiendo Jesús que había llegado la
hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).

El amor, he aquí la explicación de lo que está pasando. Empezamos a comprender si


recordamos una frase atribuida al beato Juan XXIII en los días que precedieron a su
muerte: «Sufro con dolor pero con amor». La muerte de Jesús en la cruz, aunque es un
misterio de dolor, es sobre todo un misterio de amor, de un amor que purifica, restaña y
cura, a la vez que elimina el obstáculo del pecado, un amor de misericordia y de perdón.
Dicho de otro modo, un amor que no es sólo condolencia desde arriba para con los
indigentes sino restablecimiento de la dignidad para quien la ha perdido, situándose lo
más cerca posible del que necesita ser rehabilitado. Nosotros comprendemos más
fácilmente la compasión hacia los que sufren que la misericordia para con los
pecadores. Jesús veía las cosas de otro modo, porque sabía que el pecado, cualquier
delito, degrada al ser humano y lo aparta de Dios y de los demás hombres. Por eso, Él
«se despojó de su rango tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los
hombres» (Flp 2,7) y pasó su vida poniendo de manifiesto que Dios es «compasivo y
misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad, misericordioso hasta la
milésima generación, que perdona culpa, delito y pecado» (Ex 34,6-7).

Era necesario un indulto, un acto de generosidad incalculable que eliminase de raíz el


pecado y situase de nuevo al hombre en la amistad con Dios. Y eso es justamente lo que
está sucediendo en la cruz cuando Jesucristo nuestro «Sumo Sacerdote, misericordioso
(para con sus hermanos) y fiel en lo que a Dios se refiere» (Hb 2,17; cf. 5, 1), desde el
altar del Calvario invoca al «Dios, rico en misericordia» (Ef 2,4) diciéndole: «Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen». Lo había anunciado el profeta Isaías:
«Expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, y él tomó el pecado de
muchos e intercedió por los pecadores» (Is 53,12).

A Jesús le parece poco interceder por sus verdugos que quiere también excusarlos en su
ignorancia. Eliminada esta, se abre paso el perdón, que es el auténtico camino de la
misericordia, porque la misericordia es hija del amor.

«Padre, perdónalos». Jesús pide perdón también para todos los pecadores, también por
nosotros, porque han sido nuestros pecados los que le han llevado a la cruz. A todos
perdona y por todos intercede, como afirma el Apóstol san Juan: «Si alguno peca,
tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de
propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del
mundo entero» (1Jn 2,1-2).

No perdamos tiempo, «acerquémonos con seguridad al trono de la gracia, para alcanzar


misericordia» (Hb 4,16). No dejemos que otras preocupaciones se apoderen de nosotros,
de modo que nos distraigan del asunto fundamental de nuestra vida. Porque es un
consuelo saber que nuestro Sumo Sacerdote misericordioso y fiel, permanece siempre
intercediendo en favor de los pecadores que se acercan a Dios a través de Él (cf. Hb
7,25). Cristo ha pagado por todos, Cristo ha sufrido por todos, el Cristo de los Trabajos
o de los Desprecios nos invita a unirnos a su oración al Padre diciendo como nos
enseñó: «perdónanos nuestras ofensas, pues nosotros hemos perdonado a los que nos
han ofendido» (Mt 6,12).

«Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder / con el perdón y la misericordia, /


derrama incesantemente sobre nosotros tu gracia, / para que, deseando lo que nos
prometes, / consigamos los bienes del cielo. / Por Jesucristo nuestro Señor» (Misal
Romano, colecta del Domingo XXVI del T. O.).

2. Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso

«Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: “¿No eres tú el Mesías?


Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro le increpaba: “¿Ni siquiera temes tú a
Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de
lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí
cuando llegues a tu reino”. Jesús le respondió: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en
el paraíso”» (Lc 23,39-43).

«Nunca es tarde si la dicha es buena», asegura la sabiduría popular. En efecto, nunca es


tarde para volver al buen camino y alcanzar la salvación, aunque sea en los últimos
instantes de la vida. El perdón de Dios, invocado por Jesús en la primera palabra,
encuentra eco en uno de los dos malhechores crucificados junto al Señor, mientras el
otro se pone a insultarle: «¿No eres tú el Mesías?, sálvate a ti mismo y a nosotros».
Quizás el reproche respondía a la frustración de quienes habían creído que el Mesías
debía liberar al pueblo de la ocupación de los romanos (cf. Lc 24,21). Ignoraban que el
elegido de Dios tenía que cumplir su función mesiánica como un «hombre de dolores…,
traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes…» (Is 52,5-7). Por
eso difícilmente podían reconocer en Jesús al Mesías esperado. Hoy son muchos
también los que tienen de Jesús una imagen incompleta o distorsionada, desconociendo
al verdadero Jesús, el de los Evangelios y que se da a conocer en el ámbito de la
comunidad cristiana. En esta segunda palabra Jesús va a colmar los deseos de un pobre
condenado a muerte.

La piedad popular lo ha llamado el buen ladrón. En efecto, se puso a increpar al que


insultaba a Jesús: «¿Ni siquiera temes tú a Dios…? Y lo nuestro es justo…; en cambio,
éste no ha faltado en nada» (Lc 23,40-41). E inmediatamente, vuelto al Señor, le dijo:
«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42; cf. Mt 16,28). Este
hombre aceptaba el castigo por el mal que había realizado, pero sobre todo ponía toda
su confianza en Cristo. Por eso nunca es tarde para pedir a Dios el perdón de los
pecados, petición implícita en la sincera confesión: «lo nuestro es justo».

El reconocimiento de culpabilidad del buen ladrón es semejante a la palabra de


arrepentimiento del hijo pródigo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no
merezco llamarme hijo tuyo» (Lc 15,21). El buen ladrón había tomado conciencia de lo
que merecía a causa de sus culpas, según las normas de la justicia de aquel tiempo.
Pero, como en la parábola del hijo pródigo, la justicia va ser sobrepasada también por la
misericordia. Nuevamente, por la fuerza misteriosa del perdón divino invocado por
Jesús, se van a encontrar juntas «la misericordia y la fidelidad» y se van a besar «la
justicia y la paz» (cf. Sal 85,11).

«Justicia y paz» unidas por el vínculo de «la misericordia». La justicia no es atropellada


ni relegada. Lo que sucede es que el amor de Dios, manifestado en la misericordia, llega
mucho más allá de lo que sería la estricta justicia restituyendo al hombre pecador su
dignidad perdida, es decir, su condición de hijo como en la parábola del hijo pródigo(4).
Porque Dios, no solamente es «compasivo y misericordioso», sino que revela también
ser «fiel a su paternidad, fiel al amor que desde siempre sentía por su hijo»(5).
Misericordia y fidelidad son también rasgos característicos por los que Jesús se hace
conocer (cf. Hb 2,17).

Su respuesta no pudo ser más alentadora: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el
paraíso» (Lc 23,43). Esta es la palabra definitiva, una palabra de absolución por parte de
quien ha recibido del Padre todo poder en el cielo y en la tierra (cf. Mt 28,18) para
perdonar los pecados (cf. Lc 5,24) y que confiará al ministerio de la Iglesia en el
sacramento de la Penitencia (cf. Jn 20,23).

El perdón otorgado al buen ladrón le abría las puertas del paraíso. Esto demuestra que
todos pueden obtener el perdón de sus culpas incluso en el último instante de su vida, si
se dejan ganar por la gracia de Jesucristo que los convierte y redime.

Contemplando la imagen de Cristo profiriendo la segunda palabra, pidamos al Señor


que la muerte no nos sorprenda en pecado. Busquemos el perdón mientras tenemos
tiempo. La Iglesia nos lo recuerda constantemente: «Os lo pedimos por Cristo: dejaos
reconciliar con Dios» (2Co 5,20).
«Señor Jesucristo, / que, colgado en la cruz, / diste al ladrón arrepentido el reino
eterno, / míranos a nosotros que, como él, / confesamos nuestras culpas, / y concédenos
poder entrar también, como él, / después de la muerte, en el paraíso. / Tú que vives y
reinas por los siglos de los siglos. / Amén» (Liturgia de las Horas, oración conclusiva de
las Vísperas del viernes I).

3. Mujer, ahí tienes a tu hijo; Ahí tienes a tu madre.

«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de


Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto
quería, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego, dijo al discípulo: “Ahí
tienes a tu madre”. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19,25-
27).

El tiempo parece haberse detenido. El griterío de la gente ha ido cediendo ante las
palabras de los crucificados. Los soldados se entretienen en repartirse la ropa de Jesús.
La túnica, en cambio, es objeto de un sorteo. La tradición cristiana ha considerado la
túnica sagrada un símbolo de la unidad de la Iglesia(6). La referencia a la túnica
inconsútil nos prepara para meditar en la tercera palabra del Señor en la Cruz.

En efecto, «junto a la cruz de Jesús estaba su Madre». María, íntimamente unida a su


Hijo y a su obra de la salvación humana, aparece en los momentos más importantes de
la vida del Señor y de los comienzos de la Iglesia. Ahora está presente cuando Jesús está
a punto de volver al Padre (cf. Jn 13,1) y va a nacer la Iglesia del costado de Cristo (cf.
Jn 19,34).

Era su Hijo el que moría sobre la cruz. El sufrimiento de María había sido anunciado
por el anciano Simeón cuando, sosteniendo en sus brazos a Jesús recién nacido, dijo:
«Este Niño será como una bandera discutida, y a ti una espada te traspasará el alma»
(Lc 2,34-35). El dolor de la Santísima Virgen junto a la Cruz la hizo colaboradora del
Redentor, como proclamó el Concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 61). Lo canta el
himno universalmente conocido del Stabat Mater, invitando a contemplarla, reverentes
y compasivos:

«De pie estaba la Madre / llorando junto a la cruz / de la que pendía el Hijo».

La liturgia ha puesto en labios de la Santísima Virgen las palabras del profeta Jeremías:
«Vosotros, que pasáis por el camino, mirad, fijaos: ¿Hay dolor como mi dolor?» (Lm
1,12). El pueblo cristiano contempla conmovido a María de pie junto a la cruz o
sosteniendo en sus brazos a su Hijo muerto y la llama «Virgen de los Dolores», «de las
Angustias», «de la Soledad» y «del Camino». O la invoca como «Amparo de la fe»,
«Esperanza nuestra», «Madre de la misericordia».

María es la Mujer, la nueva Eva, que en las Bodas de Caná hizo que Jesús adelantara su
hora para sacar de apuros a unos recién casados dando ocasión para que los discípulos
creyeran en Jesús (cf. Jn 2,1-11). En efecto, «Jesús, al ver a su madre y cerca al
discípulo que tanto quería, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”». En una sola
mirada el Señor ha abarcado a María y al Apóstol Juan que en ese momento representa a
los discípulos de todos los tiempos. María y Juan son el germen de la Iglesia que está a
punto de nacer. María y el Apóstol, dos presencias necesarias para la vida de toda
comunidad cristiana y para cada uno de nosotros.

María, Madre del que es cabeza de la Iglesia, recibe la misión de ser también la Madre
de los que somos miembros del cuerpo de Cristo. Con toda razón, el papa Pablo VI, el
21-10-1964, el mismo día en que promulgaba la Constitución dogmática sobre la
Iglesia, proclamaba a «María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el
pueblo cristiano, tanto de los fieles como de los pastores»(7).

A continuación, Jesús «dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora,
el discípulo la recibió en su casa». Y el discípulo la acogió en su corazón, es decir, en el
espacio interior de su alma constituido por su relación con Jesús. Desde aquella hora,
efectivamente, María ocupó en Juan el lugar de Jesús. Juan recibió a María como su
madre en la fe, en la que iba a encontrar el mismo amor que lo había convertido en el
discípulo preferido de Jesús. Y así debemos acogerla también todos nosotros, viendo en
María no sólo una Madre fiel a su función y amantísima en sus dones sino también la
figura ideal, el icono radiante y la representación perfecta de la Iglesia, de la Santa
Madre Iglesia, prolongación de Cristo y mediación necesaria por la que nos llegan la
Palabra de Dios y los sacramentos de la salvación.

Al contemplar a Nuestra Señora, acompañada por san Juan, ante la Cruz de Jesús, el
Cristo de las Batallas, invoquémosla como «Madre de la Iglesia» diciéndole la plegaria,
insuperable en su letra y en su música, sobre todo cuando la canta masivamente nuestro
pueblo: «Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura, esperanza
nuestra…»

«Señor, / Tú has querido que la Madre / compartiera los dolores de tu Hijo al pie de la
cruz; / haz que la Iglesia, asociándose a con María a la pasión de Cristo, / merezca
participar de su resurrección. / Por Jesucristo nuestro Señor» (Misal Romano, colecta
del 15 de septiembre).

4. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

«Desde el mediodía hasta la media tarde vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A
media tarde, Jesús gritó: “Elí, Elí, lamá sabaktaní” (es decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?”). Al oírlo algunos de los que estaban por allí dijeron: “A Elías
llama éste”» (Mt 27,45-47).

Los tres evangelistas sinópticos coinciden en el dato. En pleno día se ha formado de


pronto una densa niebla que envuelve la escena del Calvario. El fenómeno, sin duda
sobrecogedor (cf. Ex 10,22; Am 7,9), ¿representa el duelo de la naturaleza o es la
expresión de lo que está sucediendo en el alma de Jesús, que apura el cáliz del
sufrimiento? Es posible que sean ambas cosas, porque la naturaleza tiene también su
propia forma de gemir aguardando la plena liberación de los hijos de Dios (cf. Rm 8,19-
22).
En el interior de Jesús se está produciendo también la oscuridad propia de la muerte, no
como un dulce sueño que elimina el dolor sino sumergiendo su mente y su corazón en la
insufrible angustia y soledad de quien se ve hundir en un abismo sin fondo. Como
hombre verdadero, Cristo experimenta en toda su crudeza la realidad implacable de la
muerte en lo que tiene de desgarro y de separación.

El grito de Jesús, proferido en su lengua materna, reproduce las primeras palabras del
salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Al escucharlas no
podemos refugiarnos en la idea de sean un recurso del evangelista para expresar el
estado de ánimo del hombre inocente y justo que se ve abandonado incluso por Dios.
No cabe este subterfugio, porque sabemos que Jesús oraba con los salmos como todo
israelita piadoso.

Tampoco podemos olvidar que su situación anímica constituye la cumbre del drama
espiritual que empezó días antes de la pasión: «Mi alma está agitada y, ¿qué diré?:
Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica
tu nombre» (Jn 12,27-28; Mt 26,39). ¿Acaso no es esto mismo lo que afirma la Carta a
los Hebreos al señalar que Cristo «en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas,
presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia
fue escuchado» (Hb 5,7-8)? Pero, ¿no podía haber escogido Dios para redimirnos otro
camino menos doloroso y humillante? La respuesta nos la ofrece la misma Carta:
«Tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel
en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha pasado por
la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella» (Hb 2,17-18).

En efecto, en aquella pregunta «por qué me has abandonado» Jesús expresaba una
forma de identificación con la humanidad doliente. No en vano Él soportaba nuestras
flaquezas y cargó con todas nuestras debilidades (cf. Is 53,4-6). La voz de Cristo en la
cruz es el grito de los inocentes en la soledad de los sentenciados a muerte, de los
secuestrados en las noches interminables, de los refugiados en el hacinamiento de los
campos, de las muchedumbres que huyen de la guerra y del hambre, de las víctimas del
terrorismo, de los contagiados por virus mortíferos, de los afectados por desastres
naturales, de las mujeres maltratadas, de los niños a los que se impide nacer y de los
enfermos terminales a los que se procura intencionadamente la muerte. Con su grito,
Jesús se hizo solidario de todos los humillados y ofendidos, el primero de todas las
víctimas inocentes, sea cual sea la causa de su dolor.

Cuántas veces los creyentes han clamado a Dios ante una enfermedad, una injusticia, un
deshonor, una tribulación, y les parece que no son oídos. Y fue en esa actitud paciente
cuando nuestro Redentor Jesucristo obtuvo el Sumo Sacerdocio que abría para siempre
las puertas del santuario celeste para toda la humanidad.

Estamos, pues, nuevamente ante el inmenso misterio de amor y de misericordia que ya


meditábamos en la primera palabra. Jesús está orando como al principio. Sus palabras
manifiestan, ciertamente, su gran confianza en el Padre. Su grito no fue de
desesperación, como creyeron los que estaban allí. En la última Cena Jesús había dicho
refiriéndose a lo que iba a suceder: «No estoy solo, porque está conmigo el Padre» (Jn
16,32; cf. 8, 29).
Al contemplar al Cristo de las Lauras, solitario pero con la mirada levantada hacia el
Padre, ofreciendo su vida —«sufro con dolor pero con amor»—, y enseñándonos a
confiar en el poder de Dios que triunfa por encima de las limitaciones y miserias de
nuestra condición pecadora, podemos percibir en su rostro sereno cómo empieza ya a
despuntar, pese a las tinieblas que nos envuelven, un destello creciente de luz y de
esperanza que preludia la resurrección.

«Dios todopoderoso y eterno, / tú quisiste que nuestro Salvador se anonadase /


haciéndose hombre y muriendo en la cruz / para que todos nosotros sigamos su ejemplo;
/ concédenos que las enseñanzas de su pasión / nos sirvan de testimonio, / y que un día
participemos en su resurrección gloriosa. / Por Jesucristo nuestro Señor». (Misal
Romano, colecta del Domingo de Ramos).

5. Tengo sed

«Después de esto, sabiendo Jesús que todo había llegado a su término, para que se
cumpliera la Escritura dijo: “Tengo sed”. Había allí un jarro lleno de vinagre. Y,
sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la
boca» (Jn 19,28-29).

El ambiente estaba cargado. Han cesado de repente las burlas y los insultos de la
muchedumbre. A medida que el tiempo pasa, crecen la expectación y el silencio ante los
estertores de una agonía que empieza ser insufrible incluso para los que la contemplan
de lejos (cf. Mc 15,40). En ese ambiente tenso, entre el jadear del moribundo, Jesús
bisbisea: «Tengo sed».

Es natural. Lleva ya casi tres horas colgado de la cruz bajo un sol abrasador, desde la
noche anterior no ha dejado de padecer golpes, injurias e incluso la terrible pena de la
flagelación. La deshidratación es evidente y su respiración se ha hecho más fatigosa.
Necesita, como un moribundo cualquiera, una mano piadosa que le humedezca la boca.
Uno de los que estaban allí le mojó los labios con una esponja empapada en vinagre (cf.
Mt 27,34). Algunos salmos hablan, efectivamente, de que al Mesías le darían a beber
vinagre (cf. Sal 21,16; 68,22).

Pero la sed de Jesús, con ser verídica, no es sólo material. Es una sed más profunda y
significativa. El evangelista comenta que Jesús dijo «Tengo sed» para que se cumpliera
la Escritura, porque «todo había llegado a su término». Esta sed parece el ansia
incontenible de que, por fin, se consume y complete la obra para la que salió del Padre y
vino a este mundo (cf. Jn 16,28). El que había dicho tan claramente: «Mi alimento es
hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra» (Jn 4,34) cuando,
fatigado del camino se sentó al borde del pozo de Jacob esperando a los discípulos que
había ido a la aldea cercana a buscar comida (cf. Jn 4,6 ss.), manifiesta nuevamente
tener sed. Entonces se había acercado una mujer samaritana con su cántaro a buscar
agua, y Jesús le había pedido que le diera de beber, porque tenía sed de la fe de aquella
mujer, como comenta san Agustín(8).

Ahora en la cruz, Jesús ha vuelto a tener sed, pero de un modo aún más intenso y más
vivo, porque ha llegado la hora de dar a conocer hasta qué extremo amó Dios al mundo
(cf. Jn 3,16-17). Jesús tiene sed de nuestra fe, de la fe de los hombres y mujeres que
apenas le conocen y no pueden decirle como la mujer samaritana: «Señor, dame esa
agua…» (Jn 4,15). Ojalá los que pasan por la vida fracasados y rendidos, los abatidos y
los desesperados, hubieran podido escuchar aquella invitación de Jesús en la fiesta de
los Tabernáculos, cuando se traía el agua al templo: «El que tenga sed, que venga a mí,
y que beba el que cree en mí» (Jn 7,37).

«Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en Él» (Jn 7,39). Jesús,
desde la cruz, está viendo a la humanidad desorientada, engañada, sedienta de la verdad
y de la belleza, de la paz y de la justicia, de la libertad y del bien, expuesta al peligro de
beber en fuentes contaminadas o en cisternas agrietadas (cf. Jr 2,13), en vez de
acercarse a las corrientes de agua viva (cf. Sal 43, 2). Y quisiera gritar nuevamente:
«Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28).

Está a punto de consumarse el extraordinario portento de que el que muere consumido


por la sed se convierte, Él mismo, en un manantial inagotable (cf. Jn 7,38) en el que
podrán beber de balde todos los sedientos (cf. Is 55,1). La sed de Jesús en la cruz es su
deseo incontenible de que, finalmente, se abra la fuente del agua viva, que será su
propio costado traspasado por la lanza de un soldado y del que fluirá agua y sangre, es
decir, el Espíritu Santo (cf. Jn 19,34; 1Jn 5,8), el don de Dios prometido por Jesús a la
samaritana (cf. Jn 4,10). También lo había anunciado el profeta Isaías: “Sacaréis aguas
con gozo de las fuentes del Salvador» (Is 12,3). Esta promesa está íntimamente ligada a
la devoción al Corazón de Cristo, que quiso servirse del próximo beato, el P. Bernardo
de Hoyos, precisamente aquí, en Valladolid, para dar a conocer su reinado de amor.

Al ver el paso «Sed tengo» con esa algarabía de personajes en torno a Jesús, quiero
recordar esta frase del siervo de Dios Juan Pablo II: «La cruz es como un toque del
amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre…, es la
revelación del amor misericordioso a los pobres, los que sufren, los prisioneros, los
ciegos, los oprimidos y los pecadores»(9). Acerquémonos todos a esta fuente inagotable
del agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4,14).

«Dios todopoderoso, / que en el corazón de tu Hijo / has depositado infinitos tesoros de


caridad; / concédenos recibir de esta fuente divina / una inagotable abundancia de
gracia. / Por Jesucristo nuestro Señor» (Misal Romano, colecta de la solemnidad del
Sagrado Corazón de Jesús).

6. Está cumplido

«Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: “Está cumplido”» (Jn 19,30).

El vencedor ha llegado a la meta. Como tantos atletas valientes y tenaces que, después
de una larga carrera o de una dura competición, abren los brazos en un supremo
esfuerzo por alcanzar finalmente la línea de meta y lograr el triunfo soñado, así también
nuestro Redentor, sacando fuerzas del agotamiento, acaba de decir que lo ha
conseguido. La suya es la voz del triunfador, el grito victorioso de quien ha superado la
más terrible de las pruebas, la del rebajamiento y la obediencia hasta la muerte y una
muerte de cruz (cf. Flp 2,7-8). En la plegaria sacerdotal, al final de la Cena, Jesús había
dicho dirigiéndose al Padre: «Te he glorificado en la tierra; he coronado la obra que me
encomendaste» (Jn 17,4).

A Jesús ya sólo le queda morir. Ha visto a sus pies a la Iglesia en germen, representada
por María, la Mujer convertida en Madre de la humanidad redimida, y por el discípulo
amado, Juan, que la recibe con amorosa fe en su corazón. Ha probado también el
vinagre que le ofrecieron para que se cumplieran las Escrituras, «sabiendo que todo
había llegado a su término» (Jn 19,28).

«Esta cumplido». Se ha realizado ya todo lo que Dios había dispuesto en su designio


eterno para salvar al hombre: el anuncio del Evangelio a los pobres, la libertad a los
cautivos, a los ciegos la vista, y a todos el año de gracia del Señor (cf. Lc 4,18; cf. Is
61,1-2). Jesús «pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo» (Hch
10,38). Ahora está a punto de morir como el grano de trigo, para dar mucho fruto (cf. Jn
12,24), para que la vida brote de nuevo, aún más vigorosa, en la resurrección.

«Esta cumplido». Nuestro Sumo Sacerdote, al entrar en el mundo, había dicho al Padre:
«Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas
holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije…: “Aquí estoy, oh Dios, para
hacer tu voluntad”» (Hb 10,5-7; cf. Sal 40,7-9). El culto antiguo con sus sacrificios ha
quedado abolido, el viejo templo dará paso al nuevo (cf. Jn 2,19-22). La vida entera de
Jesús culmina en el sacrificio de la nueva y eterna Alianza para el perdón de los pecados
que en la tarde anterior había instituido y promulgado bajo los signos sacramentales del
pan y del vino tomados de la mesa de la última Cena y entregados como alimento.

El Cuerpo inmolado y la Sangre derramada son la expresión palpable de un amor


inmenso para con el Padre y de una disponibilidad total para darse en favor de los
hombres. Jesús se ha hecho Eucaristía perfecta, porque reunía en sí el sacerdote y el
sacrificio, el templo y el culto, el altar y la víctima, Dios y el hombre. Nunca, hasta ese
momento, Dios había recibido en la tierra un culto digno de Él. Nunca, hasta entonces,
se había realizado tampoco una oblación que santificara de una vez al santificador y a
los santificados (cf. Hb 2,11), removiendo para siempre el obstáculo que se interponía
entre Dios y la humanidad (cf. Hb 10,10).

Ante el paso de la Sexta Palabra, con el Señor en la cruz inclinando la cabeza a punto de
entregar el Espíritu, nos sentimos conmovidos y extasiados ante el «amor más grande»
(cf. Jn 15,13), el amor que Dios nos tiene (cf. 1Jn 4,8-10.16). Deteniendo la mirada en
nuestro Sumo Sacerdote, misericordioso y fiel, vienen a nuestra mente las palabras de
amor puestas por Pascal en boca de Jesús: «Pensaba en ti en mi agonía, derramé por ti
algunas gotas de mi sangre»(10). El problema religioso de nuestra época, empeñada en
vivir como si Dios no existiese, es haber invertido los papeles del gran teatro del
mundo: el hombre, tratando de suplantar al Creador, que para devolver a su criatura más
amada la dignidad perdida no dudó en entregarnos a su propio Hijo, «probado en todo
exactamente como nosotros, menos en el pecado» (Hb 4,15).

«Señor Dios nuestro, / cuyo amor sin medida nos enriquece / con toda bendición, / haz
que, abandonando la corrupción del hombre viejo, / nos preparemos, como hombres
nuevos, / a tomar parte en la gloria de tu reino. / Por nuestro Señor Jesucristo» (Misal
Romano, colecta del Lunes V de Cuaresma).
7. Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu

«Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”.
Y, dicho esto, expiró. El centurión, al ver lo que pasaba, daba gloria a Dios, diciendo:
“Realmente, este hombre era justo”. Toda la muchedumbre que había acudido a este
espectáculo, habiendo visto lo que ocurría, se volvía dándose golpes de pecho» (Lc
23,46-48).

Ha sido el último suspiro del Crucificado, pero de su boca reseca ha salido un grito
similar al de la cuarta palabra, llamando de nuevo al Padre.

«Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado / sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,
/ y muerto se ha quedado asido dellos / el pecho del amor muy lastimado»(11).

Terminó el duro combate. San Lucas dice también que «se oscureció el sol» y que «el
velo del templo se rasgó por medio» (Lc 23,45) como señal de que lo antiguo ha dado
paso a lo nuevo (cf. 2Co 5,17; Ap 21,5).

Jesús no había dejado de orar «sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos,
que venía de Dios y a Dios volvía» (Jn 13,13). La última palabra en la Cruz ha sido para
confiar en las manos del Padre su vida, su ser, su obra. Nuevamente fue un salmo lo que
afloró a sus labios: «A tus manos encomiendo mi espíritu: tú, el Dios leal, me librarás»
(Sal 32, 6). La Iglesia repite diariamente esta invocación en la oración de Completas,
para que sus hijos fatigados se entreguen al descanso nocturno, imagen de la muerte, en
la confianza de que el Señor alejará las insidias del enemigo y los hará levantarse
alegres, al clarear un nuevo día. En el misterio de la noche germinan las semillas del
Reino de Dios, sembradas con nuestro trabajo (cf. Mc 4,26-27).

Jesús se ha dormido como un niño en brazos de su madre. Al morir de este modo, nos
enseña que es necesario dejar a Dios ser Dios en cada uno de nosotros, en nuestras
vidas, en nuestras cosas, afanes e ilusiones. Lo dice la Escritura: «Como un padre siente
ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles» (Sal 103,13; cf. Is
49,15). Por eso Dios no dejará que ninguno de sus hijos perezca, del mismo modo que
no consintió que Jesucristo, el Hijo fiel, «conociese la corrupción» (cf. Hch 2,27; cf. Sal
16,10).

Este fue el gran argumento del Apóstol Pedro para convencer a sus oyentes el día de
Pentecostés que Jesús Nazareno, el Mesías Hijo de Dios, muerto en una cruz por mano
de paganos, resucitó al tercer día, rotas las ataduras de la muerte (cf. Hch 2,22-24). La
muerte no podía retenerlo en el sepulcro. El paso temporal de Jesús por el sepulcro y,
sobre todo, su gloriosa resurrección nos muestran que la muerte no es final del camino
para nadie, menos aún para quienes mueran con el nombre de Jesús en los labios o en el
corazón, acogiéndose a la misericordia divina. Porque, más allá de ese umbral, están las
manos abiertas, tiernas y acogedoras de Dios, que nos espera para darnos una felicidad
sin fin junto a Él y con aquellos a los que más hemos amado en esta vida mortal, si a lo
largo de ella, pero sobre todo en la hora de la muerte, nos dejamos perdonar y salvar por
Jesucristo.
Un inolvidable sacerdote vallisoletano, José Luis Martín Descalzo, que ocupó tres veces
este púlpito, lo expresó con palabras cargadas de esperanza:

«Y entonces vio la luz. / La luz que entraba / por todas las ventanas de su vida. / Vio que
el dolor precipitó la huida / y entendió que la muerte ya no estaba».

Mientras tanto es a nosotros, los discípulos del Crucificado y Resucitado, a los que nos
toca continuar su obra, evangelizar, celebrar la Eucaristía y poner en práctica la caridad
como un servicio concreto, abierto a toda la humanidad pero especialmente hacia los
pobres, los enfermos, los que sufren. Robustecidos por la fuerza del Espíritu Santo, el
don de la Pascua del Señor, que nos empuja a la misión, es ahora cuando debemos bajar
nuevamente del monte (cf. Mt 17,7-9) para salir a las calles y a los cruces de los
caminos por donde transitan los hombres y las mujeres e invitarles a participar de
nuestra esperanza (cf. Mt 22,9-10).

Por grandes que sean las dificultades de la hora presente, desde el laicismo radical,
empeñado en confinar la religión a la vida privada, hasta la secularización en el interior
de las comunidades eclesiales, permanece vivo el mandato del Señor en la última Cena:
«Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34; 15,12.17). Este amor es
gratuito y nos compromete a todos los discípulos de Cristo, tanto como el anuncio
explícito del Evangelio. Porque hemos de ser conscientes también de que el amor
cristiano es siempre «el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa
a amar»(12).

Queridos hermanos: Ante el Cristo llamado de las Mercedes, de la Misericordia y de la


Luz, que preside esta plaza, comencé este sermón aludiendo al silencio con el que es
preciso escuchar al Dios que nos ha hablado en su Hijo Jesucristo. Deseo terminar
refiriéndome nuevamente al silencio. Lo hago citando al papa Benedicto XVI: «El
cristiano sabe cuando es tiempo de hablar de Dios y cuando es oportuno callar sobre Él,
dejando que hable sólo el amor. Sabe que Dios es amor (1Jn 4,8) y que se hace presente
justo en los momentos en que no se hace más que amar. Y sabe que el desprecio del
amor es vilipendio de Dios y del hombre, es el intento de prescindir de Dios. En
consecuencia, la mejor defensa de Dios y del hombre consiste precisamente en el
amor»(13). El amor nos hará siempre testigos creíbles de Cristo.

«Afianza, Señor, el corazón de tus fieles / y fortalécelo con tu gracia / para que se
entreguen con fervor a la plegaria / y se amen con sincero amor fraterno. / Por Jesucristo
nuestro Señor. Amén» (Misal Romano, oración sobre el pueblo).

† Julián López Martín

__________

Notas:

[1] S. Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, l. 2, c. 22, n. 3, en Obras Completas M. Herráiz, ed.), Salamanca
1992, 278.

[2] S. Juan de la Cruz, Dichos de luz y amor, n. 99, en Obras Completas, o.c., 92.
[3] S. Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, l. 3, c. 3, n. 4, en Obras Completas, o.c., 328.

4] Cf. Juan Pablo II, Encíclica Dives in misericordia (30-11-1980), 5.

[5] Ibíd., 6.

[6] S. Cipriano, De unitate Ecclesiae, 7: CSEL 3, p. 215. El mismo Padre de la Iglesia escribió también esta frase
lapidaria: «Es imposible tener a Dios por Padre si no se tiene a la Iglesia por Madre» (ibíd., 6: CSEL 3, p. 214). Por
esto es de capital importancia permanecer dentro de la Iglesia. «No es cristiano el que no está en la Iglesia de Cristo»:
Epist. 55, 24.

[7] Pablo VI, Discurso en la sesión de clausura de la tercera etapa conciliar, 27.

[8] San Agustín, In Ev. Ioannem, 10-12: CCL 36, 154.

[9] Dives in misericordia, 8.

[10] Blaise Pascal, Pensieri, Cinisello Balsamo 1992, n. 553.

[11] S. Juan de la Cruz, Poema “Un pastorcito solo”.

[12] Benedicto XVI, Encíclica Deus caritas est (25-12-2005), 31.

[13] Ibíd.

También podría gustarte