El Extasis de Fleur - Rene Charvin

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René Charvin es un autor cuyas

novelas exploran los rincones más


morbosos de la sexualidad humana,
y Fleur es uno de sus personajes
más logrados y representativos.
Casada con un libertino
empedernido, que desahoga su
lascivia con su secretaria y una
enfermera de su clínica, Fleur busca
consuelo en los brazos de su amiga
lesbiana Lya, quien, a su vez, le
presenta a un maduro don Juan. La
tentativa de adulterio no tarda en
degenerar en una orgía que escapa
al control de sus inexpertos
organizadores y los transporta al
clímax del frenesí orgásmico.
René Charvin

El éxtasis de
Fleur
Selecciones eróticas Sileno -
00
ePub r1.0
Titivillus 02.07.17
Título original: Fleur et l’amour fou
René Charvin, 1986
Traducción: Pomertex
Diseño de cubierta: Rosa María Sanmartí

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
1
FLEUR Re Dentec despertó lentamente
de su profundo sueño, quizá por culpa
del ruido que había producido el cerrojo
de la verja al cerrarse, o bien debido al
ronroneo un tanto agresivo del motor de
un coche que rompía la tranquilidad de
la mañana.
Después de desperezarse, se giró
con lentitud hacia la mesita de noche
para comprobar la hora en el radio-
despertador, y le sorprendió que ya
fueran las nueve.
Con suavidad tanteó el otro lado de
la cama y comprobó que estaba vacío.
Todavía permanecía tibio. Había pasado
la noche con un hombre. Y ese hombre
era su marido a los ojos de la ley y de la
Iglesia. Nadie podía decir lo contrario.
Ella tenía la suerte de tener un marido
que era también su amante, lo cual
simplificaba las cosas y evitaba las
tentaciones, los compromisos, las
mentiras e hipocresías. Muchas de sus
amigas no tenían esa suerte, y a veces,
por necesidad sexual o por el simple
placer del riesgo que provocaba una
aventura, se veían obligadas a mentir y
llevar una doble vida.
Fleur prefería tener su propia
aventura en casa, y vivirla sin correr
ningún peligro. Todo hay que decirlo,
apenas hacía un año que se había
casado, y su matrimonio todavía era una
balsa de aceite.
—Todo por ser feliz —murmuró
sonriendo satisfecha.
Su sonrisa iba degenerando a
medida que examinaba su pasado
conyugal e imaginaba su futuro. Ella
imaginaba un futuro sin adulterio, ya que
eso no era para ella.
Si un día dejara de amar a Fabrice,
se lo diría. No se veía capaz de fingir
ante él.
Pero no hace falta decir que ella
estaba convencida de que nunca dejaría
de amar a su marido y que, del mismo
modo, él seguiría amándola siempre con
la misma intensidad. Hay muchos tipos
de amor, y el de ellos era puro y
resistente como el acero más duro. No
se podía mejorar.
Volvió a sonreír, pero del mismo
modo que antes, su sonrisa no duró
mucho tiempo. Se encogió de hombros
para alejar de su mente esos
pensamientos que le mostraban un futuro
incierto y amenazaban su idilio.
—No estoy nada a tono —
diagnosticó—, debe de ser porque tengo
el estómago vacío.
Habitualmente, ella se despertaba
más temprano; es decir, antes de que su
marido se marchara, debido a menudo a
las veleidades sexuales que se
concretaban en su verga apretada contra
su trasero, con la dureza bruta y
deliciosa de un obelisco. Tras haber
hecho el amor, él se levantaba y le traía
el desayuno a la cama. Seguramente, esa
era una manera de recompensarla por
haberla despertado o, simplemente, de
demostrarle su amor.
Fabrice era una persona generosa,
tanto en la vida cotidiana como cuando
hacía el amor. Y según Fleur había oído
decir a sus amigas, la generosidad no
era una cualidad muy común en los
hombres, sobre todo cuando se trataba
de asuntos de cama.
Hoy, quizás porque tenía prisa o por
tener la libido dormida por completo,
Fabrice no sacó a su tierna esposa del
nirvana de su dulce sueño. Se levantó de
la cama con precaución, y de puntillas
se dirigió primero al cuarto de baño y
luego a la cocina.
Fleur se sentía ligeramente resentida
con Fabrice por haber ofendido a su
sexualidad al querer preservar su
descanso. Su hombre no se había
comportado como tal. Las mujeres son
así, exigentes e inconsecuentes. Se
podría decir que se le había quedado
atragantado el desayuno que no había
tomado.
Al final, acabó por decidirse y se
levantó para prepararse el desayuno. Lo
hizo sin ningún entusiasmo, más bien
malhumorada. Pero como el objeto de su
resentimiento se encontraba fuera de su
alcance no le quedó otro remedio que
resignarse.
Veinte minutos más tarde, con un
suspiro de bienestar, se volvió a instalar
en la tibia cama y colocó en equilibrio
un plato apetitoso entre sus piernas.
Después de un zumo repleto de
vitaminas, saboreó con apetito los
croissants untándolos con mantequilla,
miel y confitura. Tras el desayuno se
sintió mucho mejor. Encendió un Peter
Stuyvessant mientras degustaba su
tercera taza de café. El olor demasiado
fuerte del café desapareció gracias al
cigarrillo mentolado, que tenía fama de
refrescar el aliento. Lástima que no
hubiera nadie allí para sacar provecho
de dicha circunstancia.
Fleur apartó el plato ya vacío, y se
levantó de la cama. Todavía no se sentía
del todo animada, pero aun así, pensó
que debería hacer un cuarto de hora de
gimnasia y tomar un baño de caliente.
Acabó por encender el radio-
despertador con la intención de escuchar
un poco de música, pero no prestaba
verdadera atención al fondo musical, ya
que estaba ensimismada en sus
pensamientos.
—¿Qué es lo que no funciona?
No era la primera vez que se hacía
esa pregunta. De hecho, últimamente se
la había muchas veces sin conseguir ni
una sola vez la más mínima respuesta.
Como si hubiera tenido una súbita
inspiración, saltó de la cama quitándose
el camisón y se dirigió hacia el espejo,
un poco rococó, que Fabrice había
conseguido unos días antes en un
anticuario de la ciudad.
—Antaño —le explicó— lo
utilizaban la modistas para que la
clientela pudiera verse de arriba a abajo
cuando se probaban las piezas deseadas.
Al principio no entendió por qué en
el momento de hacer el amor, él la
colocaba cuidadosamente en un ángulo
de la cama. Luego, comprendió que lo
hacía para poder ver por el espejo cómo
la poseía. Le sorprendió mucho
descubrir en él esa perversión que
violaba, en cierta da, su intimidad. Su
hombre no se contentaba con lo que ella
le daba, quería también descubrir cómo
lo hacía, conocer sus movimientos. Al
final acabó por no darle importancia;
pensó que todos los hombres debían de
ser así. Y desde hacía poco tiempo, ella
también disfrutaba viendo a través del
espejo cómo hacían el amor. De este
modo, cuando él la poseía de la manera
más clásica, podía percibir por entre sus
propias piernas abiertas los riñones
musculosos del hombre que se agitaba
con un ritmo cada vez más frenético y
con convulsiones controladas. Esto
conseguía excitarla todavía más y
aportaba a la relación una cierta
perversión que conseguía suprimir
cualquier brizna de banalidad.
El espejo le enviaba la larga imagen
de su desnudez. Una imagen que no
conocía en profundidad; porque, a pesar
de tener motivos para estar orgullosa de
su cuerpo, su deslumbrante belleza le
asustaba. Seguramente por culpa de una
educación demasiado rigurosa. Hoy en
día, era un sentimiento ridículo y ella no
le habría confesado a nadie su exceso de
pudor.
Fabrice, cuando se mostraba de buen
humor, le decía entre sonrisas que ya se
le pasaría. Pero a veces sentía que lo
sacaba de quicio por su forma de
entregarse a medias, nunca por
completo. Ella, sin embargo, no era así,
y seguía pensando que no había que dar
demasiadas facilidades en la práctica
del amor.
Al estar segura de estar sola ante su
imagen, se miró sin reservas. En el
fondo era un poco hipócrita, pero todo
el mundo lo es.
Fleur era una mujer más bien alta,
con piernas largas y elegantes. Tanto el
trasero como los pechos eran redondos y
duros. Su cintura era extremadamente
estrecha, y el cuello alargado como las
modelos favoritas de Jean Claude
Domergue. Una cara alegre y armoniosa
en la que destacaban los profundos ojos
azules, los gruesos labios, que parecían
hechos para besar, y su cabello moreno.
La melena caía sobre sus hombros y
hacía destacar la blancura de su piel,
que le confería un aspecto delicado.
Su cabello era tan largo que a veces
Fleur jugaba a esconder sus senos con
él. Fabrice, a pesar de encontrar la
escena estética, decía que era una pena
no poder contemplar sus bellos senos.
Ella era muy consciente de que ésa era
una de las mejores partes de su cuerpo,
las miradas de los hombres se lo habían
confirmado en numerosas ocasiones,
incluso a veces se había dedicado a
provocarlos desabrochando
«casualmente» algún botón que dejara
entrever sus tentadores senos. Pero
Fabrice sabía que sólo él tenía permiso
para tocarlos, besarlos y a veces
colocar su pene entre ellos.
Mirándose al espejo, Fleur se
deleitaba ante esa idea. Tanto la idea en
sí, como el hecho de mirarse
completamente desnuda en el espejo,
conseguían hacerle hervir la sangre.
Su marido decía que con el pelo
negro, su mirada casta, la gravedad
armoniosa de sus rasgos y el destello
luminoso de su piel, le recordaba a la
virgen de Rafael.
Pero a menudo él no la trataba como
tal.
«¿Muy a menudo?» se preguntó
quedándose inmóvil, fija en un
movimiento que había iniciado, como si
de repente hubiera puesto el dedo sobre
una llaga secreta.
Quizás allí estaba la razón de su
inquietud y la causa del ligero malestar
que había últimamente en la pareja.
Después de tan sólo dieciocho meses de
matrimonio, Fabrice había obtenido todo
lo que ella era capaz de darle. Y no era
mucho más de lo que cualquier mujer
pudiera ofrecer, sino bastante menos, ya
que ella era una mujer inexperta y
bastante mojigata.
Se le encogió el corazón. ¿Y si se
trataba de eso? ¿Si su marido se había
cansado de ella y ya no la amaba?
Fabrice ya no la deseaba. Ya que
ella sabía que provocaba el deseo en los
hombres. Además, también sabía que se
puede hacer el amor sin amar a la otra
persona o amándola menos que antes.
No era tan tonta, y el cálculo era bien
sencillo. Habían pasado tres días desde
la última vez que lo hicieron. Y el
recuerdo que guardaba de esa vez, no
era del todo grato. Fue un fracaso. Tres
días. Por mucho que hurgara en su
memoria, no recordaba un ejemplo de
castidad tan largo. Una vez más, esa
mañana Fabrice se marchó sin intentar
despertarla de esa forma tan maravillosa
que, por medio del sexo, la conectaba
directamente con la vida. ¿Lo había
hecho por delicadeza? O bien, porque
guardaba sus fuerzas para otra mujer.
Fleur no las tenía todas consigo.
La joven se volvió a meter en la
cama, pero sus movimientos se
ralentizaron de repente. Le asaltó una
imagen. Lina cara de mujer, sobre todo,
un cuerpo. Sin duda mucho menos
seductor que el de ella, y en todo caso
menos joven, pero mucho más experto.
Maldijo a la amante que había
imaginado, ya que la reconoció
perfectamente. Se trataba de Lea Noblet,
la secretaria de su marido, y que
también fue de su suegro antes de que
éste se jubilara y dejara paso a su hijo.
Lea Noblet tenía unos cuarenta años.
Pero se podía decir que los llevaba
francamente muy bien, se conservaba
fresca como una rosa.
«A la fuerza —pensó Fleur haciendo
justicia—. Ha hecho mucho el amor, y
todo el mundo sabe que una entrepierna
bien mantenida y regada con frecuencia
preserva el cuerpo de la mujer de las
huellas que deja el paso de los años.»
Con algo menos de fervor, acabo
reconociendo que la secretaria
particular de su marido era una mujer
apetecible y debía provocar más de una
erección a su paso, sin ni siquiera
proponérselo.
Fabrice siempre se mostró discreto
en lo concerniente a sus relaciones con
la secretaria. A las preguntas, cada vez
más precisas de su joven mujer torturada
por los celos, contestaba siempre de
forma evasiva. Pero sin negarlo por
completo. «Es una vieja historia» o
«Lea es parte del mobiliario.» No
precisaba de qué tipo de mueble se
trataba. ¿No es la cama el mueble más
importante para un hombre y una mujer?
También afirmaba que «una secretaria
con la calidad de Lea Noblet es
irreemplazable». Fleur se ponía
histérica. Todo el mundo sabía que Lea
perdió su virginidad con el padre de
Fabrice, el señor Simón Le Dentec y
que, en justa contrapartida, ella desvirgo
en plena pubertad a Fabrice.
Había algo evidente: cuando Fabrice
relevó a su padre en la dirección de la
clínica Beau Rivage, hacía ya cinco
años de eso, la particular secretaria
conservó todos sus privilegios. Algunos
sugirieron que sabía demasiadas cosas.
Ante esa aserción gratuita o
malintencionada, Fleur ni siquiera se
inmutó. Sin embargo, para las otras
acusaciones, a pesar de que fingiera por
orgullo no hacerles ningún caso,
prestaba mucha más atención, y sus
celos permanecían despiertos. Pero ¿qué
es lo que podía hacer? Si llegaba al
límite de la situación, una buena
secretaria era mucho más difícil de
reemplazar que una esposa, y ella sentía
debilidad por su marido, aunque
últimamente la tuviera un poco
abandonada.
—¿Fabrice me ha dejado de lado?
—Se preguntaba esa mañana haciendo
un esfuerzo por ser sincera y llegar hasta
el final de las cosas.
—No —llegó a esa conclusión
después de haber contabilizado con
cuidado él debe y el haber.
Fabrice siempre se mostraba muy
atento, aunque estuviera menos tiempo
con ella. Después de todo, quizás su
vida profesional le acarreaba
problemas. Dirigir una clínica como la
Beau Rivage no era ninguna nimiedad.
Tenía que mantener buena relación con
la colectividad, tratar con las Cajas
sociales, ocuparse del mantenimiento
del inmueble, y conseguir un cierto
equilibrio como negocio. La
administración de la clínica era bastante
compleja. Las relaciones con el
personal médico no resultaban nada
sencillas, sobre todo si se tiene en
cuenta que abundaban los celos debido a
las prerrogativas que cada categoría
traía consigo. Sin duda, se trataba de una
ardua tarea que podía explicar el
comportamiento un tanto distanciado de
un marido agobiado por las
preocupaciones.
Fleur se prometió a sí misma
cambiar desde ese mismo instante. A
partir de ahora, sería una mujer que se
preocuparía por los asuntos de su
marido, discutirían las cuestiones
profesionales y puede que incluso ella
pudiera darle algunas soluciones. Se dio
cuenta de que había que huir de la
monotonía que, como si fuera un ácido
insidioso, atacaba hasta al mejor de los
aceros. Puede que dieciocho meses de
matrimonio no fueran suficientes para
templar de manera sólida el acero de su
pareja. El hastío, la torpeza, su
inexperiencia o su indolencia, la
imposibilitaban a menudo a tomar la
iniciativa. Ya se sabe que a los hombres,
en cuestiones sexuales, les gusta
intercambiar los papeles. No siempre
quieren llevar las riendas, a veces
prefieren que sea la mujer quien las
lleve como si se tratase de un juego de
alternancia.
Fleur era consciente de que ella era
la culpable de que muchas veces sus
encuentros sexuales no fueran del todo
satisfactorios.
En este sentido, después de haber
realizado una introspectiva profunda y
sincera, decidió cambiar profundamente.
Y quedó convencida que Fabrice no la
había engañado en absoluto. Engañar, lo
que se dice engañar realmente, es decir,
con una amante, estaba convencida de
que no lo había hecho. SÍ llevado por
una necesidad urgente, su marido había
empujado algunas veces a Lea contra la
pared de su despacho para descargarse
sexualmente, eso no podía considerarse
como engaño. Dando muestras de cierta
magnanimidad, Fleur pensaba que Lea
era una secretaria que estaba disponible
para satisfacer sus órdenes. Ella tenía
que dejarse hacer en el momento en el
que al patrón le venía en gana.
En lugar de estar resentida con Lea,
Fleur estaba contenta de que ésta
estuviera tan a mano, o mejor a verga,
de su patrón. En suma, ella era el mal
menor y la solución más fácil. Menos
fresca que la esposa, menos bella, no
representaba ningún peligro. Si tenía que
haber una, era mejor que fuese así.
Orgullosa de su cuerpo, y consciente
de su belleza, Fleur no imaginaba que
Lea Noblet llegase a ser nunca una seria
competidora. Como máximo un
complemento, una vulva complaciente, y
nada más. Su orgullo como esposa le
impedía comparar y sentirse engañada
por una secretaria mucho mayor que
ella.
El sonido del teléfono puso punto y
final a su meditación. Antes de
descolgar, ya sabía que Fabrice estaría
al otro lado del hilo telefónico.
Acostumbraba a llamarla todos los días
durante la mañana.
—¿Has dormido bien, querida?
Su voz era la de un hombre que
parecía sentirse seguro de sí mismo.
—No, no del todo. ¿Hace buen
tiempo?
Él miró por la ventana. Fabrice
nunca prestaba mucha atención a las
pequeñas cosas de la existencia.
—Pues… un día gris, fresco, nuboso
pero sin lluvia. ¿Quieres que nos
encontremos más tarde en el
«Provenzal»? ¿Te parece bien?
—Sí, de acuerdo.
—A las doce y media. Te ruego que
seas puntual, porque a las dos tengo que
estar en la clínica para recibir a la
Comisión del departamento de Sanidad.
—No te preocupes, seré puntual.
Al consultar la hora comprobó que
ya eran las diez y media.
—Un beso, cariño.
—Me lo podrías haber dado esta
mañana —le reprochó ella
maliciosamente—. Me siento como una
esposa abandonada.
—Lo siento, no quería despertarte.
Dormías como una niña adorable…
—¡Adórame un poco menos, y
ámame un poco más! Sabes que soy una
mujer a la que no le gustan los amores
platónicos.
—En ese caso… ¿Quieres que
reserve una habitación para después de
comer?
Él lo veía como algo normal, en
realidad, cuando poseía a Lea Noblet no
sólo lo hacía entre dos puertas, a veces
también entre dos citas.
—No. Sabes que no me gusta ir con
prisas en ese tipo de cosas. Además «el
Provenzal» no es un hotel y deberíamos
atravesar la plaza de Beaune. Si alguien
nos viera entrar en el hotel, iríamos de
boca en boca por toda la ciudad.
Decididamente no, lo siento por ti,
mejor esta noche, después del cine.
—¿Vamos al cine esta noche?
—Sí, en el Axel echan «Beau père»
de Blier, tengo muchas ganas de verla.
—De acuerdo.
Fabrice no mostraba mucho
entusiasmo. Ella se quedó satisfecha. Si
él tenía ganas de hacer el amor con ella,
como daba a entender, debería esperar.
Y la espera siempre es exaltante en el
amor. Quizás, si se sintiera cansada, en
baja forma, o simplemente caprichosa,
le haría esperar hasta el día siguiente.
Imaginar la bella verga insatisfecha y
dolorosamente erecta le entusiasmaba.
Pero no sabía si jugar así con su marido
no traería peores consecuencias. Con
ese hombre una no sabía a qué atenerse.
Colgaron el teléfono. Fleur fue a
llenar la bañera de agua bien caliente.
Para ella empezaba el día en ese
momento. Por supuesto podría haberse
permitido emplear a una asistenta que la
ayudara en las tareas de la casa, pero no
hubiera soportado tener a su servicio a
un vejestorio, y una mujer joven y fresca
hubiera podido resultar peligrosa. Quién
sabe si su marido la hubiera utilizado
como recambio de Lea Noblet. Pues
tener una empleada en la propia casa
podía resultar más arriesgado que seguir
con la servil secretaria. El derecho de
pernada todavía existe para algunos
hombres. Y ella temía que Fabrice, muy
viril, fuera uno de esos.
Fleur se estiró deliciosamente en el
baño caliente, espumoso y perfumado,
relajándose. En el fondo, pensó, tener
una asistenta no hubiera estado del todo
mal. En primer lugar para ocuparse de
las tareas de la casa, pero también para
preparar las comidas. Podrían comer en
casa con mucha mayor comodidad.
También le iría muy bien para cuando
tuviera que recibir a sus amigas. La
esposa del director de la clínica
principal de la ciudad tenía una cierta
consideración social. Por el momento, la
burguesía de Chalón perdonaba a la
pareja su aislamiento porque hacía poco
que se habían casado, pero eso no
duraría mucho tiempo.
Con los ojos cerrados imaginó las
manos expertas de una excitante
sirvienta dándole un masaje sobre su
cuerpo desnudo. Sería algo agradable,
realmente agradable. ¿Acaso era un
poco homosexual? Se dice que todo ser
humano lo es, en mayor o menor medida,
en un momento de su existencia. En
cualquier caso, ella nunca lo había
intentado. Al igual que nunca había
experimentado el masaje camboyano.
Pero todavía no sabía que un día ambas
cosas cambiarían después de un viaje a
Camboya.
Fleur rechazaba la idea de tener una
«empleada de hogar», como se dice hoy
en día con el fin de no herir
susceptibilidades, cosa que me parece
realmente ridícula. Y si hasta ahora no
había querido contratar a ninguna, era
más bien porque pretendía, de este
modo, preservar ferozmente la intimidad
de la pareja. Eso, sin embargo, le
parecía ahora algo casi tan ridículo
como lo anterior.
Fabrice y ella empezaban a aburrirse
juntos. Después de dieciocho meses, los
lazos del matrimonio se estiraban sin
romperse del todo, pero ya no eran tan
seguros. ¿Por qué se le llamarían
«lazos»? Esta palabra evocaba más bien
la prisión, la esclavitud, o algo que nos
ataba sin dejarnos aflorar nuestros
sentimientos y abortando cualquier
muestra de libertad.
Un día Fabrice le explicó que para
dos seres que se amaban esos lazos no
podían amarrar con fuerza, que la pareja
tenía que ser un poco más elástica e
intentar que esos lazos no fueran un
impedimento para la felicidad de ambos.
Pero eso sólo eran palabras. ¿Acaso no
eran los dos jóvenes y bellos? ¿Acaso
no se amaban? Y aunque no se tratara
del mismo amor de los primeros días o
de las primeras noches, Fleur era lo
suficientemente inteligente como para
comprender que no se puede estar todo
el tiempo en la cima. Su romanticismo
no llegaba a cegarla, y esa mañana
admitía incluso que su amor se
encontraba en la cresta de la ola, pero
que eso podría ser pasajero. Con veinte
años uno tiende a ser optimista. Aunque
si uno no lo es a esa edad, ¿cuándo lo va
a ser?
La carne de la joven mujer,
ablandada por el calor del baño, se
conmovía al conocer las premisas y las
promesas del placer. Pues del sexo que
titila de ganas, a la mente que crea los
fantasmas que pasan por el bajo vientre,
los riñones y la columna vertebral, sólo
hay un paso. La libido de Fleur creaba
imágenes precisas. Y la principal, como
cada vez que su mecanismo de deseo
solitario se despertaba, era un pene
extremadamente erecto. Un pene que
parecía esculpido en piedra. Como si
fuera el obelisco que hay en el centro de
la plaza de Chalón. Pero la piedra que
ella imaginaba estaba viva, ya que la
sangre lo irrigaba. Sus venas hinchadas
subían al acecho del glande, descubierto
hasta el límite del prepucio. Un glande
pesado, lleno de vigor, casi amenazador,
deliciosamente amenazador.
La joven mujer se centró en esa
obsesión que serviría para llenar a la
mayor de las ninfómanas. Aunque por
suerte para ella, Fleur no pertenecía a
este estereotipo.
El pene con el que Fleur soñaba,
frotándose las bellas piernas, era el de
su marido. Era el más grande, el más
fuerte, el más bonito, el más rígido, el
único capaz de llenarla por completo.
Conviene puntualizar que, aunque no
se equivocara del todo, no había
conocido ni visto ningún otro, al menos
de adulto.
Con mucha fuerza de voluntad
consiguió alejar esa imagen obscena, ya
que estaba enrojeciendo de vergüenza.
Ella pensaba que este tipo de obsesiones
no era propio de su edad. Si no ¿qué
crearía su imaginación cuando tuviera la
edad de Lea Noblet?
Luego pensó, sin demasiada
indulgencia, que era demasiado púdica,
y que eso era un defecto vergonzante (su
amiga Lya diría, todavía más
vergonzante que el puterío). Ella quería
corregir eso, ya que su instinto de mujer
enamorada, más incluso que su
inteligencia, le advertía de que ese
comportamiento ponía en peligro su
matrimonio. A pesar de que condenaba,
en el fondo de ella misma, los
desbordamientos sexuales de su marido,
tenía que admitirlos, tomarlos en cuenta,
y mostrar un poco de comprensión… su
felicidad estaba en juego.
A pesar de lo que se hubiera podido
creer y de lo que ella misma hubiera
pensado la víspera, la hipótesis no la
perturbaba en absoluto.
Ella se imaginaba consagrada a los
placeres sexuales y pensaba emocionada
que no sería tan desagradable. Algo en
su interior, en las tinieblas y el misterio,
o en el fondo de su mente, le susurraba
palabras tentadoras. Y ella las acogía
sin oponer resistencia. Después de todo,
iba a cumplir veinte años, y con esa
edad ya se pueden experimentar este
tipo de cosas. Ella quería que su marido
la descara y la convirtiera en su ardiente
amante, y si fuera posible, en la única.
Para conseguir su objetivo estaba
dispuesta a cambiar y a emplear todas
sus fuerzas en ello. AI fin y al cabo, ella
era hija de Eva, por lo tanto curiosa, y,
sin ni siquiera ser consciente, tenía
muchas ganas de descubrir algo nuevo.
En realidad, tampoco era tan
mojigata. Lo fue en el momento de
casarse, pero Fabrice se dedicó, con
cierto agrado, a enseñarle todo lo que
debía aprender. Le mostró las caricias.
Sobre todo a recibirlas, ya que su pudor
le impedía a menudo devolver sin
complejos el placer que le daban. Ella
se sentía torpe y, antes de que él se riera
de ella por su torpeza, prefería tomar
una actitud pasiva.
Llevada por la pasión, alguna vez
había hecho lo que su esposo le pedía. A
veces le acariciaba el pene con la
lengua. En parte porque le agradecía los
orgasmos que él sabía provocarle. Un
día la introdujo en su boca. Sabía lo que
era una felación, y a pesar de no ser
demasiado experta se entregaba con
voluntad a la tarea. Ella no veía la
felación como algo sucio. Fabrice ya se
lo decía: «Nada es sucio o está
prohibido en el amor, no se debe tener
vergüenza».
Fleur se sorprendió riendo. Pensaba
en lo que habría llamado, no hace mucho
tiempo, guarradas. Ahora no enrojecía,
las veía como algo natural. Después de
todo, ellos eran marido y mujer. Si
hubiera sido con otro hombre se
entenderían tantos remilgos. Pero no
había ningún otro. Nunca habría otro
hombre.
Promesas inútiles que siempre
hacemos sin saber por qué. Quizás por
la embriaguez del momento que no nos
deja ser nada objetivos. Para una mujer
guapa con un cuerpo sano y unos senos
normales, hay elixires que embriagan
mucho más que el alcohol.
A propósito de elixires… A pesar de
que ella se mostró al principio reticente
a chupar el pene de su marido, desde el
primer día le encantó que éste le lamiera
el clítoris y que bebiera sus jugos. Era
algo delicioso. Había veces que el
placer era tan intenso cuando su marido
hurgaba con la lengua en el interior, que
explotaba en gemidos. La lengua de
Fabrice seguía una actividad febril e
incansable.
Fabrice chupaba muy bien. Por
supuesto ella no podía compararlo con
nadie, pero si juzgaba por la rapidez con
la que él conseguía provocar el estallido
de sus más íntimos líquidos, era
evidente que era un amante perfecto.
Ella se sentía culpable por no poder
corresponderle al mismo nivel, ya que
ella no le lamía hasta el final, porque
creía que sería como perder su rango,
que le daría vergüenza y seguramente
algo de asco. Su marido, aunque no se
atrevía a preguntárselo, debía de pensar
lo mismo que ella, y que esta habilidad
estaba reservada para las mujeres de
mala vida. Incluso en el más violento de
sus desenfrenos, Fabrice y ella seguían
siendo seres humanos. Y el hombre
acababa, gracias a la sabiduría de su
instinto natural, siguiendo el camino
adecuado, buscando con insistencia la
joya aterciopelada que ella tenía entre
las piernas y que lo acogía siempre con
agrado y con el máximo confort.
Ese día, dentro de la bañera, se
prometió a sí misma mostrarse mucho
más provocadora. Al pensarlo sintió una
cierta excitación. Pensó que había
llegado el momento de tomar cartas en
el asunto. Aunque lo que ella evocaba
no eran precisamente cartas, sino la
verga dura y larga que ya creía sentir
incrustada en su interior. Se sentía capaz
de ser más liberal en esos asuntos,
aunque no sabía si todas las imágenes
que la habían sacudido de forma
deliciosa, serían fruto de su desbordante
imaginación y no de un análisis objetivo
de la situación. Quizás se tratara
simplemente de algunos fantasmas más
precisos que otras veces. Ella sabía que
era perezosa, o por lo menos, indolente.
La mujer estaba hecha para ser amada.
Fleur no se sentía nada feminista en ese
aspecto. Tenía todo lo que quería. Su
marido no le rechazaba nada, aunque
ella tampoco pasaba los límites
razonables.
Tornar cartas en el asunto, sin duda;
pero era mejor que lo hiciera Fabrice.
Ella intentaría explicárselo. Se lo
sugeriría o se lo haría comprender.
Después, todo sería mucho más fácil y
ella sólo tendría que abrirse a él,
dejarse llevar gimiendo dulcemente al
ritmo del placer que iría en aumento.
Eso era el amor: hacerlo y sentirlo.
Todo lo demás sólo era literatura…
literatura pornográfica.
Fleur salió de la bañera mucho más
sosegada y se secó con tranquilidad.
Armada con sus nuevas y buenas
resoluciones se vistió pensando en
Fabrice, en lo que Fabrice le haría.
Pensaba que la mujer tiene que estar
siempre dispuesta a besar y a hacer el
amor. Estar siempre preparada para que,
en cualquier momento del día, el hombre
de su vida pueda disfrutar con ella. Que
nunca pueda sorprenderla. Éste era el
secreto del entendimiento físico en una
pareja.
El vestido que ella se iba a poner
era lo menos importante en sus
preocupaciones de seductora. Ya había
decidido que utilizaría el azul pálido
que le daba un aspecto recto y estricto.
Lo que tenía que hacer era romper, de
alguna manera, el aspecto rígido que le
confería el vestido, de ese modo tendría
un aspecto mucho más excitante. Fleur
pensó con mucha astucia que lo mejor
era abrir más la parte de abajo, de forma
que se pudieran ver sin esfuerzo los
muslos. Esto contrastaría con el vestido
que era demasiado formal y chocaría al
feliz beneficiario de sus tesoros. Y ella
esperaba sacar provecho de la situación.
En primer lugar, se colocó las
medias con cierto refinamiento y
erotismo. Para la ocasión había elegido
unas medias grises, casi austeras, pero
lo suficiente transparentes como para
perder esa brizna de austeridad. Se fijó
en los leotardos que había junto a las
medias. Desde luego no era la ocasión
propicia para utilizarlos. En realidad,
los había usado muy pocas veces. Su
marido tampoco era muy partidario de
esa prenda, y un día, cuando vio que
Fleur los llevaba puestos, le aconsejó
que se los quitase porque la hacían
demasiado infantil. Lo cierto es que a
casi ningún hombre le gustan, ya que hay
pocas cosas menos eróticas que una
mujer con vestido y leotardos. Es
evidente que todos los hombres tienen
algo de mirones. Todos son algo
fetichistas. Además, para hacer el amor
las medias son mucho más prácticas.
Resultan ser un ayudante nada
despreciable para la pareja. Con los
leotardos pasaba lo mismo que con los
téjanos: formaban parte de una época sin
imaginación ni elegancia. Sin embargo,
Fleur era una mujer distinguida y tenía la
intención de seguir siéndolo. Mientras
se colocaba un sugestivo liguero de
color negro, contemplaba en el viejo
espejo la larga imagen desnuda de una
mujer fatal vistiéndose o quizás
desvistiéndose para el hombre. Así, tal
como estaba frente al espejo, resultaba
francamente provocadora.
Enrojeció al imaginar la imprevista
llegada de su marido. AI entrar en la
habitación la vería por detrás, con las
piernas en alto y ligeramente arqueadas,
y su parte trasera todavía superaba a la
delantera.
Dudó un momento antes de colocarse
el sujetador. Le costaba atreverse a ir
sin él, hubiera sido la primera vez. Y la
primera vez siempre es la más difícil.
Quizás otro día… hoy no se veía
capaz.
—Hay que evitar las precipitaciones
—se dijo a sí misma con la intención de
disculparse—. Hay tiempo para todo, no
hay que correr demasiado.
Eran demasiados cambios para un
solo día, y no quería arriesgarse a que
su comportamiento chocara demasiado
con respecto al que había tenido hasta
ese momento. Era mejor ir poco a poco.
No quiso ponerse el vestido todavía,
por miedo a arrugarlo. Sonrió al ver que
estaba haciendo todo lo que podía para
seducir al macho, y que con ello
disfrutaba de una manera sutil y
perversa.
Acabó de maquillarse y decidió
dejar las tarcas domésticas para más
tarde. Al darse cuenta de que ya estaba
lista y todavía faltaba bastante rato para
su cita, decidió llamar a su amiga Lyane.
Lo que, en cierto modo, significaba
rebelarse contra todos los cuidados que
acababa de tomar para que su marido la
deseara. A él no le gustaba mucho la
complicidad que existía entre las dos
amigas. Fabrice siempre le decía que su
atractiva amiga la influía de forma
negativa. Pero Fleur no quería perder el
contacto con sus amigas.
—El hecho de que estemos casados,
no tendría por qué cambiar nada en
nuestras costumbres — murmuró Fleur
con suavidad—. Tú consideras a tu
secretaria imprescindible, y yo necesito
la amistad de Lya.
Fabrice no dijo nada y se limitó a
encogerse de hombros con actitud de
resignación. En realidad, si no le
gustaba la relación que mantenían las
dos mujeres, era porque en el fondo se
sentía celoso de esa complicidad.
Lyane Branson era una mujer
realmente bella, atractiva y complicada.
Fabrice le había hecho la corte, pero sin
mucho éxito. En el fondo, seguramente le
guardaba algo de rencor, y afirmaba que
era una lesbiana, lo cual no quedaba
probado, ni tampoco del todo
desmentido.
Con Fleur, sin embargo, se
comportaba como una simple amiga.
Cierto que algunas veces se había
excedido quizás un poco en sus caricias,
pero eso no era prueba de lesbianismo.
Para Fleur, su amiga Lyane era una
maravillosa flor exótica, venenosa y
quizás carnívora. En todo caso, Fleur no
estaba dispuesta a dejarse comer. Tenía
bastante con su marido, y no necesitaba
a nadie más. Fabrice conseguía llenarla
por completo sexualmente. O al menos,
es lo que le repetía constantemente a
Lyane, quizás con la intención
inconsciente de escudarse.
¿Intentaría Lyane abusar algún día de
su amiga? Era poco probable, ya que
había vivido demasiadas cosas para no
poder calibrar el candor de Fleur. Su
sonrisa teñida de ironía y sus labios
sangrientos afirmaban que ella no era
ninguna mojigata, sino que consentía,
con la intención de no herir el orgullo de
su amiga, el parecerlo. En realidad, era
probable —según pensaba Fleur— que
lo único que estuviera haciendo era
esperar su momento, convencida de que
tarde o temprano éste llegaría. Era como
una fiera que se encontraba al acecho en
el camino de Fleur, con los músculos en
tensión, y dispuesta a abalanzarse en
cualquier momento. Una magnífica y
temible pantera. Así era, en todo caso,
como Fabrice la calificaba. Fleur no
protestaba demasiado porque la
comparación le parecía bastante
apropiada. Sólo se decía a sí misma que
caer en las garras de semejante fiera
tenía que ser una experiencia
enriquecedora. A veces soñaba con ello,
pero lo guardaba en secreto. Al igual
que guardaba en secreto muchos más
pensamientos y fantasías que pertenecían
a su mundo interior y estaba dispuesta a
conservarlos de ese modo. Estaría
dispuesta a defenderlos contra
cualquiera, aunque fuera contra el
mismísimo Fabrice.
Lyane Branson tardó un momento en
coger el teléfono. Cuando al fin
descolgó, Fleur notó que la voz sonaba
como si acabara de despertarla.
—Soy Fleur —le dijo con suavidad
—. Tenía ganas de hablar contigo.
Perdona si te he despertado.
—No te preocupes —contestó su
amiga con voz ronca—, para ti siempre
estoy disponible. De hecho, sólo estaba
entre sueños, pensando en cosas
agradables.
—Me habría gustado formar parte de
esas cosas.
—¿Quién te dice que tú no eras la
principal heroína de mi fantasía?
Sin saber muy bien el porqué, se
emocionó al escuchar esas palabras que
parecían recorrerle todo el cuerpo hasta
depositarse en el monte de Venus. Su
cuerpo se estremeció ligeramente. A
veces creía que su amiga la influía
demasiado. Lo sentía como un atentado
contra su intimidad, contra su persona o
su libertad, pero tampoco hacía nada por
evitarlo. Después de todo Lyane era su
mejor amiga.
Mientras seguían con la
conversación que parecía no tener otro
propósito que el de marcar los
verdaderos sentimientos de ambas, Fleur
se preguntó si era sincera.
Nunca había pasado nada entre ellas,
pero sería mejor que admitiera la
atracción que sentía por Fleur, que
reconociera que no podía hacer nada por
evitarlo y que no intentara luchar contra
ese hecho. ¡Tanto luchar contra el
placer!
Fleur era consciente que estaba
jugando con fuego y que su marido no se
equivocaba al acusarla de lesbiana.
Además, salvo algunas caricias en la
época de colegiala con las compañeras,
ella era mucho más novata en esa clase
de amor que en la que, tontamente,
llamamos normal entre hombre y mujer.
Lya era la primera persona de su sexo
que despertaba en ella deseos confusos,
de los que huía, no por estar vedados,
sino por una reacción física de rechazo y
quizás de dignidad. Aunque ese tipo de
dignidad no estaba muy clara para Fleur
cuando se trataba de su amiga.
¿Su amiga?… Sí, sin duda era la
mejor que tenía. Pero ¿la conocía
realmente? Lya nunca se entregaba del
todo. Era fría y superficial en sus
charlas. Con ella sólo mantenía
conversaciones banales. En realidad, la
verdadera personalidad de su amiga se
quedaba en la sombra, al acecho. Era
como una pantera. Y esa reserva la hacía
todavía más atrayente. Temible, ya que a
pesar de ser enormemente seductora,
todavía nunca lo había intentado con
Fleur.
Con cieno estremecimiento, se
preguntaba cómo reaccionaría si Lya
intentase seducirla. Y si esto ocurría, ¿se
lo diría a su marido? De pronto se sintió
cobarde y prefirió no contestar a ninguna
de las cuestiones.
Pegó sus labios al auricular del
teléfono. La voz de Lya le parecía tierna,
lejana, y sin embargo tan tibia y viva
que se sentía penetrada. Hablaban de
cosas sin importancia, de nada en
particular, sólo galanteaban. Sin
embargo, Fleur se encontró de repente
insegura, se sentó en la cama, y cruzó las
piernas bajo ella para cerrarlas con
fuerza, una contra la otra, con la
intención de apagar ese fuego insidioso
que ocupaba el centro palpitante de su
cuerpo.
Colocó la cara sobre la almohada.
Apretó el teléfono entre ésta y la
mejilla, liberando de esta forma sus
manos. Así, la voz grave de Lya le
llegaba como si se hablara a sí misma.
Lo que la voz murmuraba a los oídos
complacientes de Fleur era
sorprendente. Nunca antes Lya la había
llevado a tal striptease mental y
solitario. Y eso con el único sortilegio
de la voz.
Escuchaba cómo Lya le hablaba
dulcemente de amor. Cómo si tuviera un
sueño erótico. Su tensión se hacía cada
vez más irreal, como irreal resultaba la
inquisición de la voz.
Lya le decía que era hermosa y
cálida, y que debía dar gusto besarla y
morderla. Que su marido tenía mucha
suerte. Pero ¿sabía él sacarle provecho?
A pesar de hallarse demasiado
desamparada para estar segura de
cualquier cosa, Fleur contestó que sí,
con voz de niña.
—¿Te ha hecho el amor esta
mañana?
—N… no. Dormía y no quiso
despertarme.
—Ahora tienes ganas, ¿no es cierto?
—Pero…
—No sólo hablo de hacer el amor
con tu marido, sino de hacerlo con
cualquiera. Estás caliente y nerviosa,
¿echas de menos algo?
—Lya…, te juro…
La mejilla de Fleur, la que estaba
contra la almohada, ardía. Tenía que
haber cortado de raíz la conversación,
no ceder más tiempo a sus sortilegios.
Pero no lo conseguía. Con su amiga no
tenía nada que hacer, ella siempre la
ganaría.
—¿Me vas a decir que en este
preciso momento no tienes una mano
entre las piernas?
Fleur sólo consiguió responder con
un gemido. En efecto, su mano derecha
se encontraba ahí, acurrucada en esa
parte sensible de su cuerpo que no le dio
tiempo de proteger con cualquier
braguita. Su fruta se encontraba
indefensa contra su mano que la
estrujaba enfebrecida, sin defensa contra
la terrible voz ronca de Lya que parecía
verlo todo, incluso lo que estaba en el
fondo de su mente.
Su respiración acelerada no pasó
desapercibida para Lya.
—¿Acaso me equivoco? ¿No lo
estás haciendo? ¿Me vas a decir que no
te gusta?
No se lo dijo, porque no hubiera
sido cierto. Su respiración entrecortada
cada vez era más ruidosa y respondía
por ella. A Fleur no le extrañó conseguir
un placer más sutil en ese momento que
cuando estaba en compañía de su
esposo.
—Lya, por favor, no sigas.
Al otro lado del hilo telefónico sólo
se oyó un beso. Quizás su amiga se
había contentado con poner los labios en
el auricular. Ese beso reemplazaba todas
las palabras que ya no necesitaba
pronunciar para que Fleur la deseara.
Un gran escalofrío atravesó a la
joven Fleur. La voz tentadora había
conseguido provocar en su carne una
cantidad incontrolada de deseo que se
dirigía hacia su vulva entreabierta, y que
su diálogo… y más todavía, lo que
quedaba sobreentendido en el él…
confería el sabor de un dulce néctar.
Apretó con nerviosismo la fruta
untuosa. Con un movimiento preciso la
abrió y la separó en dos. Su dedo pulgar
se deslizó por la profunda depresión sin
llegar al fondo. Volvió a salir, y de
nuevo se introdujo hasta provocar un
estallido feroz de líquido que le
sorprendió gratamente.
Se sentía feliz. Su mano actuaba
como sustituía. Su grado de excitación
era tan grande que podía imaginar que se
trataba de la mano de Lya… Lya la
maravillosa, Lya la maléfica. La sin
duda inolvidable Lya, que la poseía con
una voluntad de hierro, pero con una
ternura verdaderamente encomiable.
Dejó de preocuparse por la hora,
para preocuparse por el instante. No
importaba si llegaba tarde a la cita con
su marido. Fabrice tendría que esperar.
Los hombres tienen que esperar a las
mujeres. Es una de las reglas de
cortesía. Sin embargo, su sexo no podía
demorar ni un instante más. Tenía que
disfrutar ahora, no era algo que se
pudiera aplazar. Se sentía inundada por
Lya: su boca obsesiva como una herida
poco corriente, su ojos de color verde
salvaje.
—¿Me estaré volviendo lesbiana?
—Se preguntó a sí misma—, ¿Acaso lo
era ya sin saberlo?
Se encogió de hombros. No tenía
mucha importancia. Quería conocerlo
todo. Por el momento, sólo tenía su
propia mano mientras soñaba con Lya.
Un dedo, luego dos… pero era entrar en
otro mundo, hacer cosas que nunca antes
había hecho, ni se hubiera atrevido a
hacer.
Ante ella, aparecía todo un futuro de
placeres y descubrimientos. Se sentía
feliz. Quizás ese era el mejor sistema
para arreglar su relación con Fabrice.
Rio con cinismo. El fin justificaba
los medios. Hacer que Fabrice sintiera
celos de Lya no era una idea tan mala.
Tenía que conseguir que estuviera tan
celoso como ella lo había estado de Lea
Noblet.
—Ahora le toca a él —pensó.
Fleur se sentía injusta y violenta.
Dos sensaciones deliciosas. Como
igualmente deliciosa resultaba la
investigación que hacía el dedo pulgar
en su gruta íntima.
Por supuesto, está masturbación, en
la que la explosión de placer parecía
garantizada, no era un descubrimiento
para ella. La conocía desde los nueve
años. Lo recordaba perfectamente.
Estaba aprendiendo a ir en bicicleta. El
sillín frotaba entre sus piernas, el
esfuerzo se transforma en excitación, la
lenta y obsesiva ascensión del placer.
Un placer al que había acudido a
menudo, Y el matrimonio y la
conjunción de su sexo con el del hombre
no habían conseguido eliminarlo.
Disfrutaba muchísimo con Fabrice, pero
también disfrutaba a solas. Además,
mientras que el orgasmo nunca estaba
garantizado con una verga, sí que lo
estaba con su mano, ya que hasta ese
momento, nunca le había fallado.
Algunas veces, aunque no muchas,
había tenido que terminar en solitario
después de un coito que no había
conseguido proporcionarle una
satisfacción sexual total, a la cual
consideraba tener pleno derecho.
No le daba en absoluto vergüenza.
Se aislaba en el cuarto de baño con la
excusa de limpiarse el esperma. Con
movimientos febriles, su mano
encontraba el ritmo adecuado mientras
se enjabonaba. Conseguía llegar a tal
extremo de placer que para evitar el
gemido, tenía que morderse el labio
inferior. Varias veces había vuelto al
lecho conyugal con el labio
ensangrentado.
Alguna vez, no había podido
aguantar el grito de placer
sorprendiéndose ella misma y
sorprendiendo, por supuesto, a Fabrice.
—¿Estás bien, cariño?
—Sí, querido. Me he equivocado de
grifo y me he quemado un poco.
El macho inconsciente quedaba
convencido.
—Ten cuidado, no vaya a ser que no
podamos seguir disfrutando.
Fabrice no se daba cuenta que la voz
de Fleur aparecía entrecortada.
Confiaba demasiado en su poder, en su
sabiduría, en su superioridad.
Fleur esperaba, sentada sobre el
bidé, a que su respiración se
tranquilizara para poder volver a la
cama, y ofrecer a su marido su más
tierna sonrisa que demostraba
satisfacción y agradecimiento.
Sin embargo, el punto culminante de
su placer solitario, lo encontró durante
la adolescencia. Por aquel entonces no
disponía de otra cosa, y su necesidad de
disfrutar era tan grande como la de una
mujer adulta. Para calmar una naturaleza
tan exigente, tenía que masturbarse
varias veces por día.
Ahora, estaba hablando con su amiga
Lya. Bueno, lo que en realidad estaba
haciendo, era separar con dos dedos de
su mano izquierda los labios vaginales,
descubriendo en el seno de la oscura
selva el fondo rosa de un arroyo que
pocas veces estaba seco. Con sus dedos
intentaba hacer manar el líquido que era
el centro de todo: tanto de su cuerpo,
como de sus alegrías.
Sin preocuparse por el tiempo que
pasaba, dejó de acariciarse. Ese era el
secreto del verdadero placer, mantener
con su propia voluntad la esperanza del
obsesivo orgasmo. De este modo,
conseguía que el éxtasis subiera
lentamente. Cuando soltaba las riendas
de la pasión, todo se desbordaba. Era
como si cediera una presa que sujetaba
la presión impetuosa del agua. Fleur
seguía con la imagen del pene erecto de
Fabrice y la cara provocadora de Lya, y
en ese momento no pudo contenerse.
Jadeó mientras una vigorosa serpiente
de fuego se extendía por todos sus
órganos sensibles. Al fin, estalló la
alegría de su vientre, mientras fuegos
artificiales explotaban en su cabeza, y
acababan con su fantasma.
Era realmente muy tarde cuando
consiguió quitarse, con mucha voluntad,
el aturdimiento que la experiencia le
había producido. Se sentía cansada y
satisfecha. Se hubiera dormido en ese
momento, pero no podía dejar a Fabrice
esperándola.
Al salir de la cama, se miró en el
espejo. Era otra mujer. Una mujer muy
diferente. Sus ligeras ojeras malva le
conferían un aspecto de sensualidad
patética. En tan sólo unos instantes había
envejecido, pero se sentía más atractiva.
En ese momento recordó que su amiga
Lya siempre tenía los párpados
hinchados, y eso era lo que la hacía tan
seductora. Afirmaban su magnífica
mirada, y demostraban que adoraba el
placer.
La mirada de Lyane, además de
mostrarse siempre desafiante, mostraba
que ella podía sacar más placer en
solitario que con cualquier pareja. Esa
era una afirmación orgullosa que Fleur
empezaba a comprender. Fleur también
conocía la complicidad entre su cuerpo
y ella. Con su mano le bastaba. Y si lo
hacía a escondidas, no era porque
sintiera vergüenza o fuera algo
prohibido. Lo hacía a solas, porque se
trataba de algo secreto, algo que sólo le
pertenecía a ella, no tenía que
compartirlo y lo guiaba a su voluntad.
Para ella, la masturbación era un placer
total.
Se volvió a mirar a través del espejo
y se sonrió. Su sonrisa era como un
guiño que se hacía a sí misma. Cuando
Fabrice instaló el espejo, no imaginó
que también tendría ese uso.
2
FABRICE, hombre rubio y apuesto, se
echó a un lado para dejar pasar a su
mujer.
Fleur tenía mucho apetito, aunque
era un tanto sibarita y siempre degustaba
los platos más exquisitos. Acabaron de
comer bastante pronto, de forma que
todavía les quedaba algo de tiempo. No
«todo el tiempo del mundo», como dice
la frase hecha, pero el suficiente para
amarse. Antes de que terminaran de
comerse el postre, Fabrice ya había
pagado.
—¿No vamos a tomar café? —
preguntó Fleur sorprendida.
No le gustaba que le dieran prisas, y
menos hoy, que su cuerpo se sentía
repleto de languideces inolvidables.
—No tenemos tiempo.
Subieron al majestuoso Mercedes
blanco que estaba aparcado frente a la
puerta. A velocidad de crucero giró a la
derecha en la plaza del Obelisco y subió
la avenida de París al límite de la
velocidad permitida por la ciudad.
—¿Vamos a casa? —preguntó Fleur
—. Había creído que tu cita con la
Comisión era importante? Además,
quería ir de compras.
—Te volveré a dejar en la ciudad —
propuso Fabrice.
—De acuerdo.
Fleur no entendía nada. Su marido la
había invitado al restaurante para no
perder ni un minuto. Durante la comida,
a pesar de que ella había conseguido ser
puntual, cosa que no había sido nada
sencilla y había necesitado toda su
fuerza de voluntad, su marido había
comido con prisas y había hecho que el
servicio fuera rápido. Era evidente que
había algo que le impulsaba a correr de
esa manera. Pero lo sorprendente era
que en lugar de dejarla a ella en la
ciudad y volver a la clínica Beau Rivage
para comprobar que todo estaba en
orden para cuando la Comisión se
presentara, él volvía a su casa, y sin
intención de dejarla allí.
—Quizás haya olvidado algunos
papeles en casa —pensó Fleur.
Sin embargo, si ella hubiera sido
más perspicaz, habría recordado un
detalle que la habría sorprendido.
En el restaurante, después de elegir
el menú subieron los dos a los lavabos,
él para lavarse las manos, y ella con la
intención de retocar su maquillaje. Antes
de que se separaran para dirigirse a los
distintos lavabos, Fabrice la atrajo
suavemente hacia sí.
—¿Sabes que estás más guapa que
nunca?
—¿Hasta hoy no te habías dado
cuenta de que soy guapa? —inquirió ella
con tono irónico.
—Hoy tu belleza es diferente. Es
como si acabaras de hacer el amor, o
tuvieras muchas ganas de hacerlo.
Fleur escondió su confusión riendo.
¿Se le veía tanto? Por pura provocación
no quiso camuflar las ojeras que hacían
destacar sus ojos. Aun así, le sorprendía
la perspicacia de su marido. Aunque,
tras esa muestra de deseo, estaba
dispuesta a perdonarle hasta las cuarenta
y ocho horas de abstinencia carnal.
Cuando su marido la besó, se
abandonó para saborear más el
momento. Se dejó hacer sin oponer
resistencia. Pubis contra pubis, pudo
constatar que su marido estaba muy
excitado. Fabrice colocó una mano en
una pierna de Fleur y la fue subiendo
lentamente. Llegó a los muslos
redondeados y cálidos, y detuvo su
escalada para centrarse en esa parte.
Después de acariciarla durante unos
segundos siguió subiendo y se encontró
con el monte de Venus sin nada que lo
tapara. Se sorprendió tanto, que en lugar
de precisar sus caricias en ese lugar,
quitó la mano de golpe como si se
hubiera quemado al tocar ese brasero
delicioso que ella llevaba entre las
piernas y que no estaba protegido por
ningún extintor.
—Se me ha ocurrido. ¿No te gusta?
Fabrice se sentía feliz, pues ella
conocía sus gustos y había sabido
adelantarse. Seguro de sí mismo, siendo
un hombre ligeramente imbuido de su
importancia y de su poder, Fabrice no se
preguntó si ese detalle estaba destinado
para él.
En realidad no se trataba de un
hecho voluntario. Al darse cuenta de que
si no se daba prisa llegaría tarde a su
cita con Fabrice, Fleur se bajó la falda
sin recordar que estaba sin bragas.
Este excitante descubrimiento hizo
que la sangre de Fabrice hirviera. Ardía
en deseo.
Hay que decir que Fabrice le Dentec
solía acusar a su mujer de ser
demasiado pudorosa, y no estaba
acostumbrado a este tipo de sorpresas.
Por otro lado, Fleur no tenía que
emplearse demasiado para excitar a
Fabrice, ya que éste reaccionaba a gran
velocidad cuando ella hacía el más
mínimo intento. Y hoy era uno de esos
días. Era maravilloso, y él no podía
dejar escapar esa ocasión. La Comisión
tendría que esperar, había cosas más
importantes.
Durante la comida, Fabrice ya tenía
muy claro lo que quería hacer. Pretendía
acabar pronto con la comida para poder
ir a casa y hacer el amor con su mujer.
Desde que Fleur entró en el restaurante,
la verga de Fabrice reaccionó como mi
resorte y había permanecido en
constante erección. Ahora parecía estar
a punto de estallar en mil pedazos.
Con el típico egoísmo machista, ni
siquiera se preguntó si Fleur estaba
igualmente dispuesta. Un ariete como el
que llevaba en el pantalón estaba
dispuesto a salvar cualquier obstáculo.
Además, el hecho de que la entrepierna
de su mujer no estuviera protegida, era
un claro síntoma de que ella también
quería lo mismo.
Los pensamientos de Fleur iban por
otros derroteros. En realidad la cabeza
le daba vueltas, pero prefería dejar que
los acontecimientos siguieran su curso.
En el fondo seguía convencida de que la
mujer tiene que cumplir un papel pasivo.
Lo que le sucedía le parecía una
locura… una locura apasionante. Una
esposa sólo puede sentirse alagada
cuando su Señor y Dueño decide
convertirse en su amante. Y las
apariencias conducían a esta
interpretación.
Al cerrar la puerta, Fabrice la cogió
en brazos, acabando de este modo con
las dudas que atormentaban a su esposa.
—Cariño —dijo él—. Te deseo.
Ella se entregó de forma apasionada.
Los labios de ambos se unieron
febrilmente. Se comportaban como si
fueran dos amantes fogosos durante un
breve encuentro. Fleur estaba encantada.
—¿De verdad que lo quieres? —
suspiró cuando recuperó el aliento.
La pregunta era idiota, ya que ya
mano de Fabrice respondía por él. Sin
dejar de abrazarlo, Fleur se fue
tumbando con lentitud, dejándose caer
de espaldas. La temperatura corporal
iba en aumento. Los orgullosos senos
chocaban, con un ritmo acelerado,
contra el pecho de su marido. El corazón
de Fleur se aceleraba.
La verga de Fabrice, dura como el
acero, se precipitaba con fuerza contra
el pubis de la bella mujer. Un pubis más
desnudo que de costumbre, pero sobre
todo más vulnerable.
La presión de la verga de Fabrice
había conseguido que Fleur se excitara
más todavía. Su sexo húmedo estaba
dispuesto a acoger a aquel duro
miembro brindándole todos los honores
que se merecía.
Fabrice deslizó con destreza su
mano por los muslos de Fleur. Ella le
dejaba hacer, confiada y feliz.
Fabrice fue subiendo el vestido con
su caricia, hasta llegar por encima de la
cintura.
—Sujeta aquí —ordenó él.
Ella obedeció y mantuvo levantado
el vestido sobre su palpitante feminidad
que resaltaba gracias a las medias.
Fabrice admiró el triángulo negro,
perfecto, tupido, pero con los bordes
bien delimitados.
Tuvo ganas de arrodillarse y
perderse a besos en la espesura de ese
bosquecillo, de separar los labios que
permanecían doblados para encontrar el
manantial que le saciara la sed. Era el
lugar propicio para poder jugar con su
lengua. Pero no se dejó llevar por sus
deseos. Se dio cuenta de que si se
perdía en esas deliciosas bagatelas,
llegaría demasiado tarde.
Se sentía contrariado. Su tensión era
tan consecuente que la sentía como una
coacción intolerable. Su pene se
mostraba con aires conquistadores. Lo
dirigió hacia el centro de su mujer, y
esta se abrió de piernas para acogerlo.
El poderoso glande, que aparecía rojo
como si la sangre fuera a salirse en
cualquier momento, separó los grandes
labios, y demoró frente a los pequeños
que los encontraba húmedos y
absorbentes.
Resistió el impulso brutal que le
incitaba a introducir el pene de golpe
hasta el fondo de la mujer, y hacer que
gritara de dolor en lugar de placer.
No se atrevió. Se trataba de su
mujer, no de una puta cualquiera que
aceptaría calmar la irritación con un
billete suplementario.
Algunos dicen que el respeto no
tiene lugar en el amor sensual. Pero
Fabrice no pensaba así. Para él, al
menos un poco de respeto sí que había
que mantener.
Fue introduciendo lentamente la
verga en el interior de la húmeda gruta.
Encontró el sexo de la mujer muy
grande, y una sospecha fugaz, pero
intensa, le atravesó. Se apartó sin perder
del todo el contacto de la extremidad del
falo con el sexo de Fleur. Ella movió las
caderas para introducir el miembro de
Fabrice en mayores profundidades. Sin
darse cuenta, con este movimiento
acentuó las sospechas de su marido.
Sujetándola fie los hombros para
verla mejor, remarcó las ojeras de Fleur.
Éstas conferían una cierta lasitud a la
finura de sus rasgos.
—Por lo visto, alguien te ha
acariciado esta mañana —constató él.
Fleur enrojeció. La acusación le
parecía injusta y al mismo tiempo la
turbaba por todo lo que ella implicaba,
pero no quiso negarla para defenderse.
—Estás loco —balbuceó—. Nunca
podría estar con otro hombre.
Algo más tranquilo, Fabrice
preguntó irónico.
—¿Ha sido una mujer?
Fleur bajó la cabeza demostrando su
culpabilidad, y la escondió en el cuello
de Fabrice, intentando que él no pudiera
leer su confusión.
—Lya —susurró con cierta
resignación y ternura.
Fabrice se mostró sorprendido, pero
satisfecho por su triunfo. Tras sus
preguntas se escondía una idea perversa
de este tipo. Pero hasta ese momento
nunca había querido creerlo, y le echaba
las culpas a su fantasía. Lya y Fleur
unidas, amándose. Desde luego debía de
ser una estampa muy bella, y lo que más
le molestaba era verse excluido de ella.
Ni siquiera pensaba en hacer el
amor los tres juntos, sino en presenciar
la escena y formar parte, por medio de
la complicidad, del placer que juntas
conseguían. En lo más profundo de sí
mismo, se sentía algo frustrado.
—¿Te lo hace bien? —preguntó con
una voz temblorosa que le costaba
disimular.
Como si Fleur acabara de recibir un
golpe doloroso que la indignaba, levantó
su cara y se mostró malhumorada.
—Ella no me hace nada —dijo
visiblemente enojada.
De pronto, Fabrice sintió que sus
fuerzas flaqueaban. Su sexo
conquistador dejó de serlo y se apartó
por completo. Fleur entendió ese gesto
como un insulto a su feminidad.
—Mal vamos si empiezas a
mentirme —suspiró su esposo dando a
entender que la profunda decepción que
había sentido le había quitado por
completo las ganas de hacer cualquier
cosa.
—Pero ¡te lo juro! Lya sólo me ha
llamado por teléfono, cariño. Me ha
murmurado un montón de obscenidades.
Ya sabes que ella es así, no tiene
complejos para estas cosas. Su voz
ronca conseguía ponerme la carne de
gallina. Hacía dos días que me tenías un
poco abandonada. De repente me
entraron muchas ganas. Y como no
estabas tú aquí…
Miraba a Fabrice fijamente a los
ojos. Hay ciertas confidencias que
resultan difíciles de anunciar. Sobre
todo a un marido. Con un amante, sin
duda sería distinto. Pero para un marido
este tipo de cosas tienen más
importancia y no se sabe cómo va a
reaccionar.
—He vuelto a encontrar una caricia
solitaria que descubrí cuando era
pequeña —susurró al oído de su marido
con tanta suavidad, que Fabrice tuvo que
prestar mucha atención para escuchar las
palabras que los bellos labios de la
dulce mujer liberaban.
Era tan evidente que Fleur se sentía
molesta y avergonzada, que Fabrice no
dudó ni un solo instante de la sinceridad
de sus palabras. Además, esta confesión
conseguía arreglar el orgullo del macho,
y confería una nueva claridad al
problema, conviniéndolo más picante
sin que su honor viril resultase dañado.
(Si uno reflexiona, los hombres sitúan a
veces su honor en un lugar bastante
curioso). Pero en este caso, su «honor»
volvió a erguirse, y se dirigió de nuevo
contra el monte de Venus que seguía
situado frente a él. Se introdujo de
nuevo en ese lugar cálido y húmedo del
que no tenía que haber marchado.
Arqueándose por instinto, Fleur
favoreció la empresa, comprendiendo
que ya estaba casi del todo absuelta. La
blanda fruta quedó aplastada contra el
duro miembro. Fleur se estremeció.
Fabrice la apretó, con ternura y
excitación, contra él. Se sentía invadido
por una llamarada de deseo que le
calentaba todo el cuerpo. La tumbó en el
suelo. Ella no protestó. La dureza del
suelo sobre su espalda era el castigo que
había merecido al suplantar la ausencia
de su marido por la presencia activa de
sus dedos.
—¿Lo haces a menudo? —preguntó
Fabrice.
Había vuelto a acariciarla,
apretando el nido cálido, palpándolo,
masajeándolo suavemente, sin querer
abrirlo.
Ella negó con la cabeza. Lo que su
marido le estaba haciendo era muy
agradable, pero estaba llegando al límite
de una excitación que parecía sujetada
por algo tan frágil como un hilo de seda.
Parecía estar notando. Su cabeza se
movía dulcemente, y su respiración
empezaba a acelerarse.
—No —murmuró Fleur—, Antes sí.
Ahora… sólo se trata de un juego de
niña pequeña. ¿Entiendes? Desde que tú
me…
—Jodes —dijo él—. Desde que te
jodo, desde que te follo.
Fleur se mordió el labio y cerró los
ojos. No se atrevió a protestar. Cada uno
de las palabras que él había dicho
tomaban vida en su imaginación. Se
convertían en una enorme verga que la
penetraba. Se sentía atormentada por
haber perdido su orgullo, pero la
sensación no era del todo desagradable.
—Desde que me jodes —reconoció
con voz de colegiala aplicada— no
practico este placer demasiado solitario
para ser perfecto.
Una de sus voces interiores se ocupó
de demostrarle que mentía.
—Bueno —reconoció de inmediato
—. A veces me toco un poco cuando
siento mucho deseo. Más o menos como
tú lo estás haciendo ahora. Pero no llego
hasta el final.
—Hazlo —ordenó él de repente con
voz autoritaria—, Esta vez no tendrás
excusas, ya que el placer que tú te darás
no será solitario, yo lo compartiré
contigo.
—¿Que lo haga aquí? ¿Ahora? —
preguntó sorprendida.
—Sí, aquí y ahora mismo. No debes
esconderme nada, y quiero asistir al
espectáculo de ver cómo te produces
placer, ver cómo se masturba la mujer
que amo.
—No —gimió ella—. Cariño, no me
pidas eso. No puedo hacerlo.
Fabrice estaba decidido a eliminar,
de una vez por todas, el sentido del
pudor de su mujer.
Le cogió una mano y la dirigió al
mismo lugar donde él la tenía antes.
Al principio, la bonita y larga mano
con dedos de artista permaneció
inmóvil. Luego, bajo la mirada atenta y
exigente de Fabrice, decidió cumplir
con lo que le pedía. Pero ahora, ese
gesto, que normalmente había resultado
cómodo y natural, aparecía torpe ante su
marido.
En su estado de excitación era fácil
descubrir el clítoris. Abrió bien las
piernas, y echó la cabeza hacia atrás
para no ver lo que sus dedos hacían.
Pero los dedos de Fleur se
mostraban torpes. Fabrice le cogió la
mano para ayudarla, y guio uno de los
dedos hacía el preciado tesoro.
Como la mayoría de los hombres, no
poseía una técnica apurada en lo
concerniente a la masturbación
femenina, y sus movimientos eran un
poco bruscos. Sólo era capaz de
desencadenar orgasmos vigorosos pero
secos, orgasmos parecidos a una breve y
violenta tormenta de verano.
Todavía con la cabeza hacía atrás,
Fleur prosiguió un momento, corrigiendo
el movimiento indicado, haciéndolo más
armonioso, conforme a sus propios
gustos y a su técnica en la masturbación.
Con un dedo se frotó de izquierda a
derecha y viceversa desplegando los
labios vaginales.
Pero su ardor pronto se enfrió.
Todos los intentos parecían en vano, ya
que sentía la mirada de su marido sobre
todos sus movimientos. Ella sólo
concebía ese placer en solitario. Era
algo que le pertenecía a ella sola. Nunca
conseguiría tener placer con alguien más
mirándola.
Dejó de acariciarse lentamente, y el
clítoris, tras el abandono, pareció
acurrucarse de repente.
—¡Oh, no! —exclamó Fabrice
decepcionado cuando la mano se dio por
vencida, y se dejó caer deslizándose por
su larga pierna.
—Perdóname querido —suplicó ella
—, pero de este modo nunca lo
conseguiré. Me bloqueo al ser
consciente de que me estás mirando.
Seguramente soy una estúpida…, quizás
más tarde…, poco a poco conseguiré
vencer mis inhibiciones.
Fabrice se encogió de hombros.
Pero el simple gesto que ella hizo para
abandonar su placer había bastado para
que su propia erección se hiriera dura
como el acero. En el estado en el que se
encontraba habría sido capaz de hacer el
amor hasta con una cabra. Su mujer…
con ese sentimiento de culpabilidad que
la hacía dócil, y esa postura que no
había abandonado, esperando
inconscientemente seducirlo y hacerle
olvidar sus exigencias perversas, y que
sólo pensara en ella, en su mujer, en su
hembra, tan maravillosamente bella. Ya
que la decepción que sentía hacia ella
no tenía nada que ver con el hecho de
que ella era bella y seductora.
Fabrice se abalanzó sobre Fleur con
un gruñido salvaje que era al mismo
tiempo de ira y de deseo, forzándola sin
ninguna precaución, sin mucho tino,
provocando el dolor de mujer violada,
abriendo con fuerza las carnes sensibles,
enfundándose en el sexo de ella, que al
final acabó engulléndolo.
La sensación deliciosa que Fabrice
sintió al deslizarse en el interior de la
vulva lubrificada que le pertenecía,
amplificó su violencia. Se aferró a las
caderas y la embistió con dureza.
Con las rodillas replegadas y los
riñones arqueados, Fleur no le oponía
ninguna resistencia, pero tampoco se
mostraba muy participativa. Recibía este
coito como un castigo, quejándose sin
embargo con dulzura, ya que las mujeres
sueñan, más o menos inconscientemente,
en la violación, y les gusta que las traten
con violencia cuando el hombre les
conviene y no les supone demasiado
riesgo.
El coito no podía durar mucho, ya
que la poseía en el suelo con increíble
rabia y violencia. Y ya se sabe que
cuanto más vigor hay en la posesión,
menos dura ésta. Es una de las leyes del
amor físico. La cogía con tal fuerza que
dejaba marcados sus dedos en su piel
suave. Con una última sacudida, Fabrice
sacó un pequeño grito de su esposa. La
verga de Fabrice se descargó sin parar.
Un líquido espeso y cálido inundó a la
bella mujer.
Fleur lo aceptó todo. Sintió en su
interior la violencia de las sacudidas de
esperma. Tenía la piel de gallina de
tanto que le había impresionado esa
acción breve pero violenta.
No abrió los ojos, después de una
espera indeterminada, hasta que oyó
como se cerraba la puerta. Se sentía
ligeramente avergonzada, sucia,
magullada, obscena. Con las piernas
totalmente abiertas entre las cuales caía
una gran cantidad de líquido viril.
Fabrice se había ido sin decir ni una
sola palabra. Estuvo un rato en el cuarto
de baño, y luego salió inmediatamente.
Fleur se preguntaba si se habría
marchado tranquilo o enfadado. Ella se
sentía fría. Sin ánimo para buscarse el
orgasmo con la mano, sin ánimo para
acabar la tarea iniciada por su marido.
Sólo tenía ganas de tomar un baño
caliente, y de acostarse a dormir un rato.
Dormir para olvidar, apartar el recuerdo
de lo que acababa de ocurrir como se
borra un sueño desagradable.
Se quedó muy sorprendida al darse
cuenta de que tenía las mejillas
húmedas.
3
LEA Noblet pasaba los vasos al
ayudante que los recogía en una cesta.
Cuando la cesta se llenó por completo,
la mujer de la limpieza acudió a echar
una mano para transportarla al Dos
Caballos camioneta que estaba aparcado
detrás de las cocinas.
Fabrice Le Dentec permanecía en la
entrada de la cantina de las enfermeras
que había sido transformada para la
ocasión en sala de recepción. Los
cadáveres de las botellas vacías de la
marca Moët et Chandon cordon rouge se
alineaban dispuestas para ser
transportadas.
El director se frotaba las manos con
nerviosismo, traicionando de este modo
su habitual estado eufórico. La Comisión
de Sanidad había parecido marchar
satisfecha, y el que la presidía se mostró
gratamente impresionado con el nuevo
scanner, e hizo que le explicaran su
funcionamiento con todo detalle. Por
suerte, el doctor Cottin conocía su oficio
y llenó la cabeza del viejo funcionario
de palabras sabias. Tan sabias que su
interlocutor, a pesar de no entender
nada, quedó maravillado. El champán se
había encargado de los restantes
miembros de la Comisión. Fabrice se
mostró generoso con la bebida, porque
sabía que el dinero que gastara en ello
estaba bien empleado, ya que
conseguiría evitarle posibles
dificultades. Todos se sentían eufóricos
debido al exceso de alcohol.
—¿Cómo va, Lea?
—Muy bien, señor.
Lea Noblet era una secretaria que
valía su peso en oro. Se mantenía en su
puesto sin utilizar un lenguaje
demasiado familiar, ni abusar de todo lo
que ella sabía, a pesar de que no hubiera
nadie en toda la clínica Beau Rivage que
conociera mejor que ella el
funcionamiento del centro. En ella había
trabajado veinticuatro años, y había
conocido las debilidades, lagunas y
perversiones de sus dos directores. Lea
prefería utilizar un lenguaje menos
formal cuando se encontraba en absoluta
intimidad. Una vez que el cuerpo del
hombre se unía al de la mujer, y el sexo
pasaba a ocupar el primer plano, esos
formalismos no tenían lugar.
—Cuando acabe, haga el favor de
venir a mi despacho. Tenemos que
terminar el planning de la semana que
viene.
—Por supuesto, señor. Además,
todavía no son las seis.
Fabrice dio media vuelta. Una
sonrisa se dibujaba en sus labios. Lea
era formidable. Poseía un cronómetro en
la cabeza, al mismo tiempo que un
pequeño pulpo caliente y armado de
ventosas en el interior de las lisas
paredes de su bajo vientre.
—Irremplazable —pensó Fabrice
cuando se instaló en su despacho.
Nunca aceptaría desprenderse de su
secretaria, a pesar de que Fleur
estuviera celosa. En realidad, era bueno
que se sintiera un poco celosa, de ese
modo no se dormiría en la ridícula
certeza de que su marido le pertenecía
para siempre.
Después de lo que había sucedido
sobre la alfombra de la habitación de su
casa, sentía un poco de hostilidad hacia
su mujer. Le costaba bastante creer que
con la excitante Lyane Branson sólo
hubiera tenido un contacto telefónico.
Las mujeres, incluso hasta las más
inocentes, mienten a la perfección.
En realidad, no sabía si su mujer se
mostraba tan inocente con la pantera Lya
como lo era con él. Fleur se había
defendido de forma vigorosa. Pero si
realmente no había pasado nada entre
ellas, ¿por qué mostró tanto pudor
cuando su señor y dueño le pidió que le
mostrara el delicado espectáculo de la
masturbación?
¿Por qué sentía vergüenza al
ofrecerle a su hombre lo que le había
concedido sin tantos remilgos a esa
mujer?
Esa mujer había pasado a
convertirse en su amante. Y aunque la
palabra sonara demasiado fuerte, sabía
que estando por medio la feroz y
tenebrosa Lya, todo era posible. Estaba
convencido de que ella era quien
dominaba en la relación. En cuanto a
Fleur, sabía de sobras que en un
momento dado podía mostrarse muy
dócil. Este tipo de mujer que llegan al
matrimonio vírgenes o con muy poca
experiencia adora que las traten con
dureza. Fleur necesitaba un verdadero
amo. Quizás él no había sabido estar a
la altura de las circunstancias.
A pesar de que Fabrice no dudaba
de su virilidad, no estaba muy
convencido de sacarle el máximo
provecho.
Él había mantenido relaciones con
algunas mujeres. Menos, sin embargo,
de lo que se podía pensar. Pocas
enfermeras y menos aún ayudantes que
tenían contrato eventual en la clínica se
hubieran resistido a las exigencias de un
jefe guapo y atento que les podría
mejorar la situación laboral. Pero nunca
se aprovechó de tal circunstancia porque
le repugnaba hacerlo de esa manera, y
tampoco le interesaba demasiado. Tenía
a su querida Lea. Ella era una amante
ideal. Lo sabía hacer todo. Lo conocía
todo de él, y con ella tuvo su primera
experiencia. Además, le comprendía,
compartía sus preocupaciones, daba
buenos consejos, un tanto maternales, lo
que cualquier hombre, por muy macho y
orgulloso que sea, aprecia siempre,
aunque se niegue a reconocerlo.
Su mujer era como un objeto
artístico de lujo que se deja adorar…, y
algunas veces amar. Pero, comparada
con Lea, tenía mucha menos
personalidad. Podría llegar incluso a
decir que no estaba a la altura, pero eso
no sería justo porque hoy se sentía
resentido por lo que su mujer había
hecho.
«Sin embargo la amo —pensó
Fabrice con lealtad—. Pero eso no tiene
nada que ver. La amo, pero la amaría
más si supiera estar a la altura de Lea o
de Lyane.»
No estaba seguro de ser sincero.
Puede que emitiera este juicio
influenciado por los acontecimientos
ocurridos.
Recordó la sorpresa que se llevó
cuando notó que su mujer no llevaba
braguita. Pensaba que ella lo había
hecho para provocarlo y para
satisfacerle en cierta medida, sin
embargo ahora sospechaba, después de
saber que su mujer se había estado
masturbando incitada por Lyane, que lo
de la braguita no había sido
intencionado, sino un simple descuido
debido a las prisas por acudir a la cita.
Seguramente por culpa de su estado de
aturdimiento y excitación, ella ni
siquiera se dio cuenta hasta el mismo
momento en el que Fabrice le acarició el
sexo.
Fuera como fuese, se sentía dolido y
engañado. Sin embargo, era lo bastante
leal como para reconocer que Lyane
tenía mucha culpa en ese asunto. Y que
sin miedo a equivocarse, podía acusar a
esa mujer de todos los vicios habidos y
por haber. Desde el mismo día en que la
conoció, supo que se trataba del
mismísimo diablo.
Fabrice no comprendía que a su
mujer le molestase masturbarse ante él,
e imaginaba que era porque lo había
hecho demasiado con Lyane y estaba
agotada. Sin embargo, no se le ocurría
pensar que su esposa le había hecho un
regalo extraordinario al vencer su
timidez natural confesándole su placer
solitario. Que las medias transparentes
se las había puesto para él, y que al
venir sin braguita cometía una
provocación poco común en una mujer
como ella. Era casi como una
obscenidad. Y su marido tenía que
reconocer que para ella, todo eso
representaba un gran esfuerzo.
Pero desgraciadamente la mayoría
de los hombres son así, pusilánimes y
duros de mollera. Imbuidos en su fuerza
les cuesta discernir y con demasiada
frecuencia se muestran con muy poca
delicadeza.
Cuantío Lea entró en el despacho,
Fabrico se dio cuenta de que estaba
excitado. Esto resultaba sorprendente si
se tenía en cuenta que al principio de la
tarde ya había quedado saciado
sexualmente. Pero era un hombre joven,
y unas pocas horas le bastaban para
recuperar su fuerza viril. Además, sus
pensamientos tenían también mucho que
ver en el asunto. Pensaba con tanta
intensidad en el comportamiento sexual
de su esposa (tanto en el que conocía
como en el que imaginaba) que, sin
darse cuenta, su verga estaba en
completa erección y parecía mantener
una dura pelea contra el pantalón por
liberarse.
Lea no remarcó el increíble bulto en
la bragueta de su jefe, ya que a pesar de
ser una mujer relativamente fácil, no era
de ese tipo de mujeres que se pasa el día
mirando la bragueta de los hombres.
Cuando Lea fue a sentarse frente a la
mesa de su jefe, Fabrice tuvo una
repentina idea al verla moverse ante él.
Después de la tensión nerviosa,
como los grandes cirujanos cuando
acababan de efectuar una operación
delicada, necesitaba urgentemente un
exutorio. Además, el coito brutal y
rápido que le había hecho a su mujer no
era de los que solían eliminar sus
deseos de placer.
—Venga aquí Lea, tengo que
enseñarle algo.
La secretaria dio media vuelta
sonriente (siempre tenía una sonrisa a
punto, ésta era una de sus principales
cualidades) y se dirigió hacia su jefe.
—¿Qué quiere enseñarme, señor?
Lea era una mujer muy atractiva que
se conservaba fresca como una rosa.
Daban ganas de morderle los grandes
senos y sus piernas rollizas. Su jugosa
fruta era deliciosa. Su cara era un poco
redondeada. La boca tenía unos labios
seductores y grandes. Con sus ojos
podía expresar voluntariamente la más
absoluta reserva (ojos de secretaria
competente) o la peor de las
lubricidades, ojos que reservaba para
sus amantes, más que para su marido.
—Esto.
El pantalón de Fabrice estaba tan
hinchado en la bragueta que se podía
temer por la solidez de ésta. Lea no se
mostró sorprendida, ni quiso preguntarse
qué es lo que había puesto a su jefe en
ese estado. Suponía que era debido a sus
encantos, ya que acababa de llegar. Pero
era una mujer práctica, de las que no
suelen hacer muchas preguntas y siempre
se muestran disponibles, sin plantear
demasiados problemas ni
complicaciones.
Su hermoso rostro, carente de
arrugas, se iluminó con una sonrisa de
admiración o simplemente apreciadora.
Fue hacia la puerta para cerrarla con
cerrojo. Una vez seguros, apretó el
botón del interfono.
—El señor director —anunció con
voz tranquila y armoniosa— se
encuentra reunido y no quiere que se le
moleste.
Volvió hacia Fabrice que
permanecía erguido mostrando el objeto
del delito. Sin dudarlo, Lea Noblet se
arrodilló en el suelo y miró con ternura
al hombre que quizás amaba, y que
satisfacía desde hacía diecisiete años.
Su mirada estaba llena de complicidad y
de comprensión.
Fabrice Le Dentec interpretó esa
mirada a su modo. Pensó que quería
decir: «¡Qué pene tan grande que tienes!
¡Lo adoro! ¡Tengo ganas de comérmelo».
En realidad, no le importaba lo que su
secretaria pensara en ese momento. Se
había acostumbrado a disfrutar de ella
cuando a él le venía en gana, y para él
era como una mujer orquesta que no sólo
tocaba muy bien el instrumento, sino que
era capaz de dominar cualquier
instrumento que se le brindase. Fijando
su mirada sobre el enorme montículo
que debía manipular, Lea Noblet abrió
la bragueta con suavidad pero con mano
firme, separó el elástico del calzoncillo,
y sujetó con ternura el miembro que
estaba caliente y palpitaba como si se
tratase de un pajarillo que acabaran de
sacar del nido.
El feliz propietario de esa obra de
arte exhaló un suspiro de bienestar
cuando, gracias a los buenos cuidarlos
de la secretaria, su miembro pudo
desplegarse al aire libre con toda su
robusta amplitud.
Lea Noblet admiró la verga y la
adoró durante un instante. La conocía
desde hacía mucho tiempo, pero la
seguía encontrando hermosa. De hecho,
casi la mayoría de los penes la
excitaban. Aunque prefería los gruesos.
Había tenido suerte, ya que tanto el
padre como el hijo estaban muy bien
dotados, y conseguían penetrarla hasta
los rincones más recónditos.
Lea pasó la lengua por el pene de su
jefe como si se tratara de un delicioso
helado. Pero este estaba caliente y no se
fundía. A pesar de estar acostumbrado a
las caricias de su secretaria, Fabrice se
estremeció al sentir la lengua aplicada
sobre el palpitante falo.
Lea cogió el duro miembro con la
mano para poder hostigarlo mejor. Sus
dedos un poco cortos, pero
extremadamente finos, le rodearon desde
la base, tirando de la fina piel con el fin
de despejar la gloriosa punta de esa
arma tan temible. La verga parecía
hacerle un guiño indicándole que
continuase con la felación. La acarició
con la punta de la lengua que reunía las
dos cualidades principales: ser larga y
ágil.
Fabrice, sacudido por una nueva
descarga, echó la cabeza hacia atrás,
contra el respaldo del sillón, y cerró los
ojos. Actitud muy perversa si uno se
detiene a pensarlo, ya que permite
trabajar la imaginación a sus anchas.
Se le escapó un ligero gemido. Lea
acababa de llevarse a la boca el pene
con enorme precisión, determinación y
maestría. De un solo golpe, la verga
feliz hizo el gran viaje, atravesó la
húmeda boca, y llegó hasta la garganta.
Lea lo lamió largamente con una
aplicación que oscilaba entre la avidez y
la compunción. Experimentada en
felaciones, hizo una demostración de sus
cualidades bucales que su jefe recibió
con agrado. El falo conquistador flotaba
en la saliva y se introducía en la dulce
funda acariciado por la lengua. Los
labios se adaptaban a la perfección al
calibre del visitante, y lo mimaban con
alegría. Fabrice consiguió un placer
enorme, un placer que a pesar de no ser
nuevo para él, se renovaba sin cesar,
llevando a los sentidos lo que en materia
de sentimientos se llama felicidad. La
felicidad pura, siempre perceptible,
incluso cuando ya ha tocado la
perfección que provoca el delirio.
Fabrice gimió y alabó a la deliciosa
tragona que se lo hacía como nadie.
Entre dos quejidos de placer le dijo con
ternura que era la peor de todas las
putas, y que no había ninguna tan puta
como ella. Pero en su boca, y con el
tono que las decía, esas palabras
sonaban a cumplidos sinceros, de ello
no había ninguna duda.
Fabrice empezó a perder su
autocontrol debido a la escalada de
placer que experimentaba. Quería
cambiar de postura. Deseaba
descargarse, pero prefería hacerlo en el
receptáculo natural. Lea iba a ser quien
desencadenara y acogiera lo que Fleur
no había sido capaz de ofrecer con su
majestuosidad suntuosa y orgasmática.
El placer que sentía con Lea era para él
como un desquite por la debilidad de
Fleur, o al menos por su incapacidad de
dar y de recibir después de que Lya la
hubiera utilizado, o de que ella hubiera
fantaseado sobre las capacidades de su
demoníaca amiga. Pero por suerte Lea
estaba allí para calmarlo, para ceder
ante sus deseos, para hacerle sentir
como un verdadero hombre. Con su
lengua, su sexo, y su incomparable
experiencia siempre se mostraba
dispuesta y servicial.
Debido a los movimientos
espasmódicos de Fabrice, Lea
comprendió que éste no se controlaría
durante mucho tiempo y estaba a punto
de descargarse en ella. Fabrice le
agarraba la cabeza e intentaba introducir
su pene cada vez con mayor profundidad
hasta casi llegar a ahogarla. En ese
momento se dio cuenta de que lo que en
realidad deseaba era vaciarse en su
vientre femenino.
La servicial secretaria se levantó y
agarró el falo que había dejado
reluciente. Aparecía alzado, glorioso,
empapado de saliva. Lea necesitó hacer
uso de su fuerza de voluntad para
contentar a su jefe, ya que a ella le
encantaba beber la semilla del hombre,
beber todo el esperma sin dejar ni una
gota. Pero poseía un perfecto
conocimiento de los mecanismos de su
amante, y siempre sabía, según el
instante, lo que él deseaba y esperaba de
ella.
Le lamió por última vez con su boca
enfebrecida y se sintió orgullosa cuando
Fabrice, juzgándose abandonado, emitió
un sonido de protesta ininteligible
parecido al gruñido de un animal.
Pero la secretaria no sentía el menor
deseo de hacer esperar a su jefe,
además, ella también tenía ganas de
notarlo moverse en el interior de su
vientre.
Con gran destreza, Lea se liberó de
su braguita de color rosa que voló ligera
como si fuera una mariposa y acabó
cayendo al suelo. Luego, ella se puso de
pie frente a él y se levantó la ropa
siguiendo un movimiento sensual que
conmovió a su amante. A pesar de
conocer su cuerpo a la perfección,
Fabrice nunca se saciaba, ya que éste
siempre parecía inventar cosas nuevas
para excitarle.
Se sentó sobre sus rodillas con
lentitud como si montase a caballo, y
con mano experta guio el falo de su jefe
por entre los hermosos muslos que
habían quedado al descubierto.
Fabrice emitió un gemido de placer
cuando su enorme glande exacerbado
entró en contacto con el sexo húmedo de
la bella y eficiente empleada. Luego,
con un movimiento seco introdujo su
verga hasta lo más profundo de esa
cueva que, a pesar de ya no ser del todo
misteriosa, siempre era apetecible. El
interior caliente y untuoso permitió que
su potente falo se deslizara con
suavidad. La penetró hasta rozarle las
entrañas. Lea no pudo evitar que se le
escapara un pequeño grito. Su sonrisa
reflejaba con claridad que no se trataba
de un quejido, sino más bien de una
exhalación de placer.
Empezó a moverse para recibir el
líquido que había estado a punto de salir
durante su prestación bucal. Al principio
los movimientos eran lentos, como si
fuera al trote, pero luego se sujetó al
cuerpo viril que montaba y se movió con
mucho más ímpetu, al galope en ese
caballo estático en busca del orgasmo
deseado. El movimiento parecía cada
vez más enloquecido. Subía y bajaba sin
cesar, produciendo un sonido parecido
al de la ropa mojada cuando es golpeada
por el aire. Mientras, el olor a amor que
nacía del acoplamiento les embriagaba.
Los dientes de Fabrice rechinaron.
Lea era consciente que su amante estaba
a punto de inundarla de esperma. El falo
de Fabrice la penetraba con increíble
violencia.
Se vació por completo en esa gruta
cálida y húmeda que hacía sombra a
cualquier boca, por muy carnosa y
excitante que fuera.
Lea participó con intensidad en el
orgasmo, hasta el punto de sentir cómo
la cabeza le daba vueltas.
Aunque pueda parecer curioso, a
pesar de que estos encuentros íntimos
eran algo habitual desde hacía años, Lea
Noblet evitaba cualquier familiaridad
con su jefe, evitando incluso mostrarse
demasiado cariñosa con él. Ella amaba
a su jefe sin tener ninguna esperanza de
conseguir algo más de lo que éste le
daba, mientras que Fabrice, sólo se
sentía atado a ella sexualmente porque
era una mujer fácil y dócil. Siempre
dispuesta a satisfacer sus más íntimas
necesidades. La boda de Fabrice Le
Dentec no había cambiado nada la
relación que ellos mantenían. Lea le
proporcionaba todo lo que su mujer le
negaba con su irritante pudor. Sin
embargo, ahora hacían el amor menos a
menudo que cuando Fabrice era soltero.
Él la trataba como si fuera una prostituta
que servía para vaciar el depósito
cuando estaba demasiado lleno. La
secretaria se contentaba con representar
su papel y se espabilaba para conseguir
su propio placer, aunque sólo fuera
efímero.
Ya hacía rato que habían dejado de
amarse. Se encontraban los dos
trabajando en silencio. De repente, Lea
levantó la cabeza.
—¿Su mujer tiene alguna aventura?
La pregunta sorprendió a Fabrice.
Miró a su secretaria fijamente. Pensó
que ella era capaz de entenderlo todo.
Además, a veces un hombre, por muy
fuerte que se crea, necesita desahogarse
en un seno que lo acoja como lo haría el
seno materno. Y Lea Noblet poseía unos
grandes y acogedores senos que
cumplían esa función perfectamente.
—Es joven y torpe —murmuró al fin
—. Le molesta la más mínima audacia.
La quiero, pero tengo que reconocer que
para hacer el amor es demasiado fría y
pudorosa.
A pesar de que Lea tuvo ganas de
hacer un comentario irónico sobre el
torpe comportamiento de Fleur, supo
mantenerse con la lengua cerrada, ya que
era una mujer que no tenía nada de
maldad.
—No todas las jóvenes son torpes
—dijo un poco más tarde—. ¿Conoces a
la nueva enfermera del servicio de
cardiología? No, no la conoces. Empezó
a trabajar a las dos de la tarde, y tú
todavía no habías llegado.
Ni siquiera se dio cuenta de que le
estaba tuteando. Era algo habitual entre
ellos. Cuando hablaban del trabajo
solían hablar de usted, y cuando lo
hacían de otra cosa perdían ese
formulismo. Aunque a los ojos de
cualquiera resultase bastante raro, ellos
se habían acostumbrado a hacerlo de
este modo y les salía de forma
involuntaria.
—La nueva parece que es una
hermosa pieza —susurró Lea—, Tu
mujer no está a la altura sexualmente.
Tendrías que conseguir una amante más
avispada.
—Ya te tengo a ti. ¿O acaso dudas
de tu capacidad de hacerme gozar?
Lea lo negó con la cabeza al tiempo
que sonreía con ternura.
—Lo nuestro es otra cosa. Nada
cambiaría por el momento. Pero ya va
siendo hora de que pensemos en mi
futura sustituta.
Fabrice hizo un ademán de ternura
inhabitual entre ellos: le acarició con
mimo el sedoso pelo moreno que le
llegaba hasta los hombros.
Lea rechazó la muestra de ternura, y
se separó dulcemente.
—¿Quieres que la haga venir?
Levantó los hombros como si lo
hiciera con resignación para contentarla,
pero en el fondo lo estaba deseando,
aunque no quería parecer ingrato ante su
valiosa secretaria.
Lea, hembra inteligente donde las
haya, pensó que todos los hombres, y
sobre todo éste que creía conocer bien,
se sienten tentados por la novedad y la
carne fresca. Un cuarto de hora después,
cuando Carine Mouthe se presentó, la
secretaria interceptó la mirada que su
jefe enviaba a la larga silueta que
aparecía elegante y agresiva, el cabello
dorado, la cara traviesa, y los ojos
grises chispeantes. Y aunque sabía que
le gustaría, le sorprendió la admiración
incondicional que creyó leer en sus ojos.
Todo estaba saliendo como había
planeado. Y a pesar de darle un vuelco
el corazón, se sintió satisfecha.
Fatalista, se dijo que esto tenía que
pasar un día u otro, y era mejor que
pasase de este modo, llevando ella el
control de la situación.
4
—¡AH! ¡Eres tú!
La exclamación no mostraba ni
extrañeza ni triunfalismo, simplemente
satisfacción. En el momento en el que
Lyane Branson abrió la puerta y
descubrió la silueta elegante de Fleur,
supo que había ganado, y que lo que
planeaba desde hacía dos años, mucho
antes de que Fleur se casara, se estaba
realizando como si desde siempre Fleur
estuviera predestinada a ser su amante.
Esto ya lo supo Lyane desde el primer
día que la conoció, y fue desplegando
sus redes con tranquilidad y una
voluntad de hierro, teniendo en todo
momento la certeza de que Fleur
acabaría cayendo en ellas.
En la caza hay dos posibilidades:
contar con la suerte, o construir una
trampa con sabiduría de manera que la
pieza no tenga ninguna posibilidad de
escapar.
Era innegable que esta pieza era de
calidad y merecía plena dedicación, al
mismo tiempo que armarse de una gran
paciencia.
En este momento se sentía feliz.
Fleur se brindaba a sí misma en bandeja
y ella podía sacar todo el jugo de su
presa. ¿Debía destruirla metódicamente
para que cuando se cansara de ella no
quedara ni rastro de la mujer que fue?
—Entra, querida.
Fleur se estremeció al sentir el brazo
de Lya bajo el suyo. Tenía la sensación
que el calor de su amiga penetraba en
ella y se extendía por todo su cuerpo.
Sin saber muy bien cómo, se encontró
pegada a ella, dos cuerpos fundidos en
uno solo, perfumes y deseos mezclados.
—He venido —balbuceó Fleur
tontamente.
Los labios de Lya se estrellaron
contra los de Fleur. La lengua de su
amiga se introdujo en su boca e,
imperiosa, buscó la suya. Se estrecharon
en un beso feroz. Después de un instante
se separaron levemente, y quedaron tan
juntas que los enfebrecidos labios se
rozaban.
—Va lo sabía —murmuró la mujer
de cabellos de color caoba.
Sus magníficos ojos verdes se
sumergían en los de su visitante. Fleur
nunca antes se había sentido como ese
día. Había venido hacia Lyane porque
tenía la certeza de que no podía hacer
otra cosa. Se sentía hechizada. Ignoraba
lo que su amiga le exigiría hacer, pero
estaba dispuesta a aceptar cualquier
cosa, fuera lo que fuera.
La historia con Fabrice era otra
cosa. Su inmediato futuro le parecía
igual que una vía férrea. Su marido y una
existencia normal o tranquila se
encontraban al final de un raíl. Al final
del otro se encontraba Lya. Su amiga la
esperaba y llamaba con una tal fuerza de
atracción, que se le hacía imposible
resistirse. Desde luego, algo era seguro:
los dos raíles nunca se juntarían, pero
iban paralelos hacia el mismo destino,
hacia el futuro de Fleur.
Parecía extraño que pudiera ser la
esposa sexualmente tímida de Fabrice
Le Dentec al mismo tiempo que esa otra
mujer que estaba dispuesta a todo por
conocer las maravillas que prometían
las manos de Lya, los labios de Lya… y
quizás el sexo de Lya. Fleur no se sentía
segura de nada. No sabía lo que
esperaba de su amiga ni lo que ella
podía ofrecerle. En el fondo, sólo
respondía a su instinto ciego y en
materia de safismo era incluso más
cándida que como la amante de un
hombre.
Fleur sentía que podía confiarse a su
amiga. Tenía la absoluta certeza que lo
aprendería todo dentro de sus dulces y
fuertes brazos. Todo lo que estaba
deseando aprender.
Lya cogió de la delgada cintura a su
amiga. Se dirigieron a la habitación
como si fueran una pareja de
impacientes enamorados.
La habitación, como en las casas de
las prostitutas de alto copete, era la
pieza principal del apartamento. En el
centro, la cama aparecía omnipresente,
inmensa, confortable, lujosamente
engalanada y rodeada de espejos.
Lo que veían los ojos de Fleur, y que
predecía un ardiente erotismo, tenía que
haberla estremecido. Sin embargo ella
no quiso darle mayor importancia. Lo
que demostraba que dentro de la
apariencia había un ser nuevo que
estalla saliendo al exterior. Sólo su
belleza permanecía como antes, sólo que
más viva y calurosa. Con deseo de
entregarse.
Cuando se encontraba cerca de la
cama, Lyane la cogió de nuevo y volvió
a verse pegada a su cuerpo que parecía
desplegar tentáculos. Pero esta vez lo
que apretaba con fuerza era su pubis
contra las piernas de Fleur. El pubis de
Lyane parecía tan duro que a Fleur le
producía la misma impresión que el
sexo erecto de un hombre.
Sin cambiar de posición, las manos
de la mujer de cabellos de color caoba
acariciaron por delante el cuerpo de
Fleur, permanecieron largo rato en el
vientre y subieron con lentitud.
Cuando las manos se cerraron en los
dos senos al mismo tiempo y los
apretaron con deseo, un quejido suave
brotó de los labios de la novata. Fleur
se dejó hacer sin que su cuerpo tierno y
manejable opusiera resistencia alguna a
la robusta mujer que la abrazaba. Su
espalda aplastó los gloriosos pechos de
su amante. Mientras, el bajo vientre de
Lyane parecía penetrar las piernas de
Fleur hasta soldarse a ellas.
Permanecieron varios minutos de
este modo, dejando que un suave
bienestar las invadiera.
«¿Por qué razón —pensó Fleur—
este simple contacto, que no es tan
diferente del que teníamos como amigas,
me excita de este modo, me produce esta
felicidad, y me hace desear conocer
todavía más?»
Mientras, Lya triunfaba en silencio,
pero sin vanidad. Su carne, su sangre, y
sobre todo sus nervios decían: «Al fin».
Había conseguido llegar al final de ese
largo camino sinuoso, pero sólo tenía
una meta. Durante todo ese tiempo había
tenido otros amantes, tanto hombres
como mujeres, y también había
disfrutado mucho a solas con su mano y
su imaginación. Pero cuando buscaba el
placer solitario, lo hacía pensando en
Fleur. Esa pequeña esposa de cuerpo
perfecto la excitaba enormemente.
Es bastante normal que cuando se
consigue cazar una pieza buscada
durante mucho tiempo, en la boca queda
un pequeño sabor de lasitud. Pero esta
presa, que sentía palpitar contra ella, era
como el obsequio por su persistencia.
Se sentía maravillada ante la
luminosidad que esta joven desprendía
con el simple contacto, y creía empezar
a amarla. Bueno… a su manera. Primero
iba a pervertirla. Esta era su manera
posesiva y voluntaria de amar. Lya daba
para recoger algo mejor.
Una de sus manos se desplazó y
liberó un seno. La otra mano se deslizó
veloz hasta el monte de Venus.
Fleur hizo un movimiento adorable
para separar un poco sus piernas y
despegar sus muslos de modo que la
mano pudiera coger su fruta por
completo, y apretarla como la mano del
campesino que mira el grado de madurez
de un melocotón.
A Lya le encantó ese contacto. Su
piel era tan fina y receptiva que sintió el
ansioso palpitar de su amiga.
Permaneció inmóvil por un instante.
Lya tuvo su primer orgasmo con ese
simple contacto que imponía a su amiga
y que la llenaba de felicidad, porque
tenía la certeza de que, después de haber
aceptado esto, su víctima lo aceptaría
todo, ya que no había sido una simple
caricia sino una toma de posesión.
Luego fue Fleur quien se estremeció
tras el sabio movimiento de los dedos
de sil amante. Esa mano le quemaba
hasta lo más profundo de su interior, y
producía una gran lubricidad dentro de
ella. Todavía no había llegado al
orgasmo. Estaba demasiado
concentrada, pendiente únicamente de lo
que Lya le estaba haciendo, y lo
delicioso que era. Escuchaba su propio
cuerpo extrañada de recibir tanto placer
y no sentir nada de vergüenza, lo que
seguramente habría ocurrido si hubiera
estado en esos momentos en compañía
de un hombre que no fuera su esposo.
Entre las piernas tenía una flor
maravillosa, una flor jugosa que
prometía una fruta dulce. Ella imaginaba
que los pétalos se separaban húmedos
de escarcha y el pistilo se preparaba
para convertirse en pasillo que la
llevaría a su meta. El clítoris, plantado
en el bajo vientre, era como una espina
dolorosamente exacerbada que
acrecentaba su deseo impaciente, con
una voz dulce y desgarrada, una voz de
sirena, una voz de delirio. Con la cabeza
inclinada, la nuca pegada contra Lya que
le había levantado el pelo y
mordisqueaba con dulzura la secreta y
cálida piel sobre la que los labios
dejaban huellas húmedas, Fleur se
sobresaltó cuando Lya la mordió. Y esa
sorpresa se esparció por iodo su cuerpo
produciéndole una sensación de
bienestar.
—Te quiero, Lya —murmuró.
Casi eran lo primero que decían en
mucho rato. En todo caso, era la primera
confesión que significaba también que
entre ellas ya nada sería igual que antes.
Fleur cerró los ojos y se dejó
dulcemente adormecer. Lya dejó de
acariciarle el monte de Venus, y con
dedos ágiles le desabrochó el vestido.
La prenda de ropa calló al suelo
descubriendo que envolvía una carne
preciosa.
Fleur no estudió mucho su
vestimenta antes de venir a casa de su
amiga. Sabía que la mujer a la que se
libraba buscaría con más rapidez que un
hombre el contacto con la piel desnuda.
Lya pasó una mano por la espalda de
Fleur y le quitó el sujetador azul. Los
senos brotaron frente a ella y dudó en
morderlos. Al final se contuvo y admiró
el cuerpo espléndido de su amiga que ya
casi estaba como había venido al
mundo. Sin esperar demasiado, Lyane
fue sacando con suavidad la mini
braguita, bajándola por las caderas que
no podían ser calificadas de opulentas,
pero que eran agresivas y provocadoras.
Le costó un poco bajar la minúscula
prenda interior, pero ese tipo de
dificultades se pueden superar. Sobre
todo cuando una se llama Lyane
Branson. Sin embargo hay que reconocer
que la braguita era demasiado estrecha,
y las capacidades de extensión habían
llegado al límite.
Fleur se dejaba hacer esperando el
placer. Saboreaba cada segundo
preliminar del éxtasis. Era agradable
sentirse como una muñeca sometida
entre las manos audaces de su temible y
maravillosa amiga.
Al fin, quedó desnuda por completo,
ya que Lya le sacó hasta los zapatos de
tacón alto para que sintiese bajo sus pies
desnudos su total desnudez.
La ardiente mujer miró en silencio a
su joven amiga. ¡Era realmente bella!
Nadie podía negar la calidad del cuerpo
de Fleur. Su piel, su finura, al mismo
tiempo que la agresividad de sus
pechos, deslumbraban a la apasionada
Lya dejándola inmóvil.
—Te quiero —murmuró.
Su confesión tenía un sentido
diferente que la que Fleur había hecho
unos minutos antes. El amor que
proclamaba se dirigía a la boca de su
amiga que parecía hecha para besarla, a
su cuello elegante, a su delgada cintura,
a sus senos, a su vientre, a su profunda
ranura invisible, a sus caderas de estatua
griega, a sus largas piernas, en fin, a
todo su cuerpo. Todo salvo su alma y su
corazón. Ella concebía el amor sin
ninguna circunvolución etérea, y se
mantenía con los pies en el suelo. Más
sexual que sentimental, sólo deseaba el
placer apasionado.
Cogió en brazos a Fleur. Es decir,
puso una mano bajo su omoplatos, y la
otra entre las nacaradas piernas. Fleur
gimió con fuerza al sentir cómo las
manos de Lya se deslizaban por entre
sus piernas.
La echó sobre la cama sin hacer
demasiado esfuerzo. Fleur quedó
desparramada sobre el lecho,
ofreciéndose como si fuese una
odalisca. Sin embargo su instinto le dijo
que era mejor que cambiara de actitud
antes de que su amiga se cansase de
tanta pasividad. Abrió los brazos para
envolver a su seductora. Lya la apartó
con suavidad y le puso un dedo en los
labios como para imponerle silencio.
Pero era a los cuerpos a los que
aconsejaba esperar. Sólo el tiempo
suficiente para desnudarse. Fleur le
hubiera quitado la ropa con mucho
gusto, pero su amiga no se lo pidió. A
pesar de que antes había dominado
perfectamente sus impulsos, ahora se
sentía demasiado impaciente. Al fin
desnuda, Fleur la encontraba todavía
más bella que en su imaginación. Lya se
echó sobre ella, pero sin violencia, casi
se podría decir sin peso. Era muy
diferente que con el macho, que
normalmente aplasta con sus músculos,
hace sentir su peso, imaginando que de
ese modo consigue imponerse. Lya no
necesitaba hacer ese tipo de
demostración.
—Nunca creí —dijo Fleur— que
ese fantasma que me obsesionaba
pudiera hacerse realidad. Te ruego que
no corras demasiado, y me des tiempo
para que saboree esta felicidad.
Complaciente, Lya no se movió, sólo
se enroscó ligeramente contra el cuerpo
de su amiga. Sentía el perfume que subía
por la cálida piel de Fleur. Sus senos
con los pezones endurecidos rozaban los
de su amante. Lya hervía por dentro de
tal forma que se preguntó con deliciosa
angustia si todavía gozaría sin tocar a su
compañera más íntimamente.
Al final no pudo contenerse y
empezó a besar todo el cuerpo de Fleur.
Empezó besando por detrás de las
orejas, el mismo lugar que antes ya
había mordisqueado, bajó el
interminable cuello, lamió la axila y por
último los pezones, que permanecían
endurecidos desde hacía bastante rato.
Infatigable, presurosa pero delicada,
los labios de Lya rodearon el adorable
ombligo que aparecía profundamente
marcado, antes de deslizar por la dulce
depresión en espiral la punta de la
lengua. Mordisqueando con dulzura bajó
hacia el monte de Venus, luego, ya que
sus agudos dientes agredían la carne
elástica e hinchada de Fleur,
provocando los suspiros acelerados de
esta, Lya abrió por completo las piernas
de su amiga y colocó la cabeza
amorrada al sexo de Fleur. Con ágiles
movimientos de lengua lamió el clítoris
que se brindaba complaciente a los
lametones de la ardiente mujer. Posaba
los labios, agitaba la lengua, atraía el
cuerpo de su amiga para frotar la cara
con fuerza sobre su sexo. Fleur estaba a
punto de estallar. Cogida con las dos
manos a los barrotes del cabezal de la
cama, movía las caderas con violencia,
y gemía cada vez que Lya la lamía.
Al sentir que su amiga estaba
entrando en trance, Lya dejó
bruscamente de acariciarla con su
diabólica lengua. Esto consiguió que
Fleur enloqueciese todavía más.
Estiraba su cuerpo mostrando su sexo, e
implorando los besos que se resistían de
su amiga.
Con un movimiento impulsivo, Fleur
consiguió coger el pelo de Lya, y la
atrajo hacia sí para seguir disfrutando
del placer divino que le proporcionaba
esa boca ventosa que tenía una lengua
extraordinaria.
Lya se resistió ante la atracción de
los brazos y las ondulaciones
desesperadas del vientre. Esperaba que
su amiga le suplicara. Fleur, que estaba
al borde del delirio, no tardó en hacerlo.
Lya abrió las piernas mientras
soltaba las de Fleur. Se inclinó frente a
ella, y la cogió tiernamente de las
caderas para atraerla hacia sí. Las
piernas de su amiga le parecieron
increíblemente suaves. No recordaba
esa suavidad en ninguna de sus
anteriores amigas. Se situó sobre ella y
con suaves lametones le lamió los
pezones. Saltaba de uno a otro con
ímpetu, sin dar tiempo a que su joven y
bella amiga reaccionara. Deslizó la
mano por los muslos, las nalgas, y al fin
acarició con el pulgar el clítoris de
Fleur. Notó el sexo de su amante
empapado, dispuesto y deseoso. Sus
lametones se fueron deslizando
lentamente por el cuerpo de Fleur hasta
llegar al pubis. Una vez en ese lugar su
lengua pareció tomar dimensiones
extraordinarias y una viveza fuera de lo
normal. Se introducía por el interior del
sexo de Fleur provocando los gritos de
placer de ésta. Subía y bajaba, salía y
entraba, todo a tal velocidad y con tanta
destreza que Fleur creía perder la razón
debido al inmenso placer que sentía.
Fleur quiso dejar de lado su
pasividad, y acercó las piernas de Lya
para intentar provocarle con sus dedos
los orgasmos que su amiga le estaba
procurando con su deliciosa lengua. El
sexo de Lya aceptó con agrado los dedos
de Fleur. A los pocos instantes, los
gemidos se sucedían dando paso a
tormentosos orgasmos que conseguían
cada vez mayor violencia.
Sus caricias eran febriles. Sus
cuerpos se entrelazaban
apasionadamente. Los gritos de placer
entrecortados, los suspiros, el jadeo y el
íntimo olor de ambas inundaban la
habitación. En los espejos aparecían los
jóvenes cuerpos sudorosos que
demostraban belleza, deseo y una
entrega desenfrenada.
Al final, Fleur cayó exhausta. Sentía
el corazón batir con violencia. Notaba
como la sangre fluía por entre sus venas
como si de pronto necesitara más
espacio y quisiera salirse de ellas.
Lya se quedó sobre Fleur y besó con
ternura los hinchados labios de su
amiga. Al sentir la saliva de Lya, Fleur
experimentó una agradable sensación.
Descubría otro nuevo néctar que la
embriagaba por completo.
De repente, Lya se sentó sobre el
pubis de Fleur. Cogió con las manos los
duros senos de su amante, y mientras los
masajeaba con fuerza, frotó su sexo
contra el de Fleur. El movimiento era
cada vez más frenético. Fleur nunca
hubiera creído que una mujer le haría el
amor de esa manera y disfrutaría tanto
con ello.
Se frotaban apasionadamente, y
cuando por el movimiento tan estrecho
las vulvas se pegaron como si fueran
bocas ávidas de un beso, Fleur percibió
con claridad contra su sexo y en forma
de perla preciosa, la vigorosa agresión
del clítoris de su amante.
Bastó apenas un rato de este feroz
cuerpo a cuerpo para que Fleur sintiera
que la cabeza le daba vueltas como si
estuviese en una noria. Sus riñones, su
vientre y el sexo eran toda su
personalidad, todo su presente, lo único
que tenía importancia, y le daba la
impresión de flotar al mismo tiempo que
su monte de Venus la mantenía pegada al
lecho.
Lya, que llevaba la iniciativa como
un hombre, y que ante todo lo que
buscaba era la felicidad de su amante, se
autorizó al fin a sí misma a liberar el
enorme espasmo retenido con mucho
esfuerzo.
Permanecieron abrazadas y con los
miembros entremezclados. Debido al
roce, aparecieron innumerables
escalofríos. Les siguieron dulces
palabras de felicidad, mientras tas
jóvenes amantes esperaban recuperar el
aire.
Al rato, cuando Lya se movió, se
despertó Fleur.
—Oh —murmuró Fleur—, nos
hemos dormido. Es muy tarde.
Pensaba en su marido, en las excusas
que debería darle si él volvía a casa
antes que ella. Luego recordó que había
quedado con él para ir a cenar. También
tenía que venir un director de
laboratorio que era el principal
proveedor de la clínica «Beau Rivage».
Esto le daba un tiempo suplementario. Y
aunque Fabrice se hubiera acercado a
casa para darse un baño y cambiarse,
seguramente éste no se habría extrañado
ante la ausencia de su mujer. Habría
pensado que su esposa estaba en la
ciudad efectuando algunas compras.
Fleur dirigió a su amiga una sincera
sonrisa. Lya estaba inclinada sobre ella
y la contemplaba con amor. La una
contemplaba la inmensa belleza de la
otra, y viceversa.
—No sabía —dijo Fleur— que
pudiera existir una felicidad como ésta.
Y te lo debo a ti.
Una sonrisa orgullosa y tierna a la
vez cruzó el rostro de Lya. También se
sentía feliz. Se sentía orgullosa de haber
conseguido franquear ese delicioso
bastión. Orgullosa de ser la amante de
esa belleza delicada que deseaba desde
hacía años. Pero no quiso demostrar sus
sentimientos. No era propio de los
conquistadores demostrar sus
debilidades. Sabía que con Fleur Le
Dentec tenía que actuar con astucia para
poder conservarla, para ser
irreemplazable, ya que deseaba
fervientemente conservarla. Para Lya no
era posible encontrar otra mujer como
Fleur. Jamás encontraría una amante
como ella.
Lyane Branson besó con ternura a su
amiga, su boca tenía gusto de frambuesa.
—Eres como imaginaba —murmuró
Lya—. Vamos a ser muy felices juntas,
pero como personas adultas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó
Fleur mientras se vestía.
—Lo que quiero decir es que tú no
eres una verdadera lesbiana. O mejor
dicho, las dos somos lesbianas, lo que
ocurre es que tú lo eres menos de lo
normal, o de lo que la gente suele llamar
normal, mientras que yo soy algo más
lesbiana que tú. Y está muy bien que
esto sea así, porque de este modo
podemos ser felices mucho tiempo
juntas sin que nuestras aventuras
respectivas se interpongan en nuestra
relación. Tú, provisionalmente con tu
marido, y yo con un amante.
—¿Por qué dices provisionalmente?
—preguntó Fleur sorprendida.
—Porque no eres el tipo de mujer
que se contenta con un solo hombre.
Quizá con una sola mujer te baste, y
confío ser yo esa mujer, pero un hombre
no es suficiente para ti.
—Quiero a mi marido. No podría…
—Ya lo sé. ¿A mí también me
quieres?
—Por supuesto, ¿acaso no te lo he
demostrado ya?
Lya se encogió de hombros haciendo
un claro ademán de despreocupación.
—Lo propio de una mujer bonita es
que puede demostrarlo a varias
personas, y a veces incluso a muchas.
—¿Cómo puedes decir eso? —
inquirió Fleur ofendida.
—Por experiencia y porque estoy
empezando a conocerte. Ahora estás
debutando sexualmente, y es fácil darse
cuenta que en materia de seducción vas
a causar estragos cuando te lo
propongas. Pero bueno, lo que te estaba
diciendo es que en realidad no eres una
verdadera lesbiana, que es mejor de este
modo, y que necesitas a otro para
asegurar tu equilibrio.
Consultó su reloj para con ese
ademán quitar importancia a sus
palabras. Lya nunca hacía las cosas
porque sí, siempre detrás de lo que
parecía improvisado se escondía una
idea a veces misteriosa, pero siempre
perversa.
—¿Otro? —preguntó Fleur
frunciendo el entrecejo.
Sentía la superioridad de su amiga,
sabía que la superaba ampliamente en
experiencia. Pero no quería avanzar en
sus descubrimientos demasiado rápido,
quería ir con prudencia.
—Otro hombre —precisó la
enigmática mujer.
Fleur no sabía cómo reaccionar.
Dudaba si su amiga estaba bromeando o
no. Amaba a su marido, y ahora sentía
que en cierto modo también amaba a
Lyane, pero ni siquiera se planteaba la
posibilidad de tener más relaciones.
En ese momento sonó el timbre de la
puerta. Lya parecía tranquila.
—Sólo es un amigo —dijo—. Me
pidió que os presentara. La ocasión es
buena.
Se colocó un camisón que debido a
su transparencia dejaba entrever el
cuerpo desnudo bajo la tela. Fleur
estaba ya vestida por completo.
—No tengo ganas de conocer a tus
amigos. Ya tengo bastante contigo. Si es
una emboscada…
Lyane Branson esgrimió una sonrisa
que fue casi cándida.
—Se llama David Wilnaseim. Pero
le llamamos Wil, es mucho más fácil. Si
quiere verte, es porque le he hablado
mucho de tu belleza y de las ganas que
tenía de hacerte el amor.
—¿Le has dicho eso?
—Sí, se lo he dicho todo menos lo
de esta noche, pero también se lo diré, y
le diré que eres una excelente amante.
Lya fue a abrir la puerta. El hombre
que apareció por la puerta del salón
rococó era de estatura mediana. Vestía
un sobrio traje gris. Parecía bastante
musculoso. Su cara era casi cuadrada
ron un mentón enérgico, y unos ojos
negros penetrantes. El pelo era corto y
blanco. Debía tener cerca de los sesenta
años de edad, pero manaba tal energía
de su persona que podía aparentar
cuarenta. Lya le besó en la mejilla y le
hizo sentarse.
—Está aquí la sorpresa que te había
prometido. Te la voy a enseñar, pero
aunque tengas ganas de abalanzarte
sobre ella en cuanto la veas, debes
contenerte. Es una mujer fácil, pero ella
todavía no lo sabe.
David prometió hacer absolutamente
todo lo que se le pidiera, ya que estaba
muy expectante, y la boca se le hacía
agua después de aquel breve preámbulo.
Lya sólo se ausentó durante un
instante. Al poco rato regresó
acompañada por Fleur, a la que llevaba
cogida de la mano. La empujaba como si
se tratase de una condenada.
—Aquí tienes a Fleur —anunció con
una sonrisa—, Y éste es David
Wilnaseim… Es guapa, ¿verdad? ¿Es de
tu agrado?
David cogió con galantería la mano
de Fleur, que temblaba ligeramente, y se
la llevó a los labios, besándola con
suavidad.
—Mucho —contestó.
Su mirada era oscura como la noche.
A Fleur le pareció un hombre
extremadamente atractivo. Era como la
fuerza en estado puro. Y muy seductor.
Después de lo que acababa de hacer, la
única reacción que podía tener al
encontrarse ante un hombre como éste
era la huida, sobre todo sabiendo, como
sabía, cuáles eran las intenciones de
Lya.
De hecho, y desde hacía una hora,
ella ya no amaba a los hombres…
excepto a Fabrice, por supuesto.
A primera vista, Wil le parecía un
hombre bastante agradable, pero todavía
no se sentía preparada para este tipo de
aventuras. Lo de Lya, en cambio, era
diferente. Tanto a Lya como a Fabrice
los tenía que colocar aparte del resto de
los humanos. Al menos en lo que se
refería a sus preferencias sexuales.
5
TODAVÍA tenía suficiente tiempo para ir
a casa con la intención de borrar el
cansancio de sus músculos. Necesitaba
una ducha rápida. Y además no podía ir
a la cena con esa ropa.
Mientras realizaba presurosa estas
dos tareas, constató que Fabrice había
estado en la casa antes que ella. Como
de costumbre, había dejado la ropa que
acababa de quitarse sobre una silla. En
el momento en el que ella la tomó para
ponerla en el cesto de la ropa sucia,
constató que en el cuello de la camisa
aparecía una mancha inequívoca de
carmín.
Palideció. Ante sus ojos tenía la
prueba de que su marido la engañaba, A
pesar de que siempre supo que Lea era
algo más que una secretaria, al verlo con
certeza ante sus ojos, era como si se
encontrase con un fantasma cara a cara.
Pero nada probaba que el carmín
acusador fuera el de Lea. Y el enemigo
desconocido es mucho más temible.
Se sentía rabiosa, con ganas de
vengarse. Se sentía tan perfectamente
inocente que ni siquiera recordó que
hacía poco rato que ya se había vengado
entre las piernas de Lya.
Al llegar al Terminus, el camarero la
condujo hacia la mesa que ya ocupaban
tres personas. Se levantaron al verla
llegar.
El deseo de venganza quedó
paralizado por completo. El corazón le
dio un vuelco.
El hombre de pelo blanco y corto, el
invitado de su marido, era el mismo
hombre que había visto hacía un poco
más de una hora. Se llamaba David o
Wil. Para Fabrice se trataba del señor
David Wilnaseim, el presidente y
director general de uno de los más
grandes laboratorios franceses. Pero
para Fleur, David sólo era un hombre
que la deseaba fervientemente porque
ella era una mujer joven y atractiva.
Detestaba que su marido se humillara
ante ese hombre. Eso la irritaba y la
violentaba de forma especial.
David, mucho más dueño de sí
mismo, sonreía visiblemente encantado.
Fleur se preguntó si era algo planeado o
bien simple fruto de la casualidad. Al
final se quedó convencida de que era
imposible que estuviera planeado y que
se trataba de una simple coincidencia.
El laboratorio Wilnaseim, al menos
la sede principal, se encontraba en
Dijon, a unos cuarenta minutos de
Chalón por la autopista. Wil era un
amigo de Lyane… aunque es probable
que fuera más que un simple amigo. En
todo caso parecía que entre ambos había
mucha intimidad. La posible relación
íntima de Lya con ese hombre no le
molestaba en absoluto. Le inquietaba
mucho más la forma en la que Lya la
había tirado en los brazos del ejecutivo.
Wil aprovechó el viaje a Chalón, donde
debía encontrarse con el director de una
clínica a la que abastecía, para visitar a
Lya Branson, vieja amiga, cómplice o
amante. Fleur se encontraba allí en ese
momento. Eso era todo lo que había
pasado.
—La casualidad —murmuró con
suavidad David— a veces nos
sorprende con lo bien que hace las
cosas.
—No se trata de la casualidad —
corrigió Fleur alzando la voz para que
todos pudieran oírla.
En la mesa también se encontraba
una joven que debía de rondar los
dieciocho años de edad. Poseía una
belleza endiablada. Era la única hija de
Wilnaseim.
—Tiene usted mucha razón —dijo
sonriendo David, como si aquello no
fuera más que una simple cortesía—. Es
usted tan parecida a lo que yo siempre
he considerado como la mujer ideal, que
incluso tengo la sensación de conocerla
desde siempre.
Esta galantería no impresionó a
Fleur, pero a los ojos de Fabrice, fue
una clara respuesta a la coquetería de su
esposa. Por supuesto que su misión era
en cierta medida conquistar al gran
Wilnaseim, pero no tenía por qué
comportarse como una cualquiera.
En ese preciso instante, la joven
Audrey Wilnaseim puso su mano sobre
el brazo de Fabrice, lo cual sirvió para
que éste se sintiera a la vez celoso y
ridículo, dos sentimientos que suelen ir
unidos. Aunque tenía que reconocer que
la sonrisa de esa chiquilla armada como
una mujer, le excitaba a más no poder.

La cena elegida con acierto por


Fabrice le Dentec respondió a las
expectativas que se podían tener de un
local de esa categoría.
De repente, Fleur sintió como, por
debajo de la mesa, la rodilla de Wil, que
estaba sentado a su derecha, buscaba
tocarla. Al notar el contacto, Fleur abrió
las piernas sin premeditación.
No obstante, sí que hubo
premeditación cuando él apoyó su
pierna contra la de Fleur.
Si le reprimía su acción, el ambiente
en la mesa se habría enrarecido sin
conseguir nada positivo. Además no
quería darle demasiada importancia a
algo que seguramente no la tenía.
Permitió el contacto de David
repitiéndose a sí misma que esa
situación no la inquietaba en absoluto.
Después de tomar varios vasos de vino
de Borgoña, Fleur se encontraba mucho
mejor. La rodilla de David permanecía
en el mismo sitio, pero ya no le
molestaba. Ella podía imaginar que se
trataba de otra rodilla. La de su marido,
por ejemplo, o la de Lya.
En ese preciso instante se le cayó la
servilleta al suelo. Al agacharse para
recogerla, se dio cuenta de que Audrey
tenía colocada una pierna sobre las
rodillas de Fabrice.
David percibió el desconcierto de
Fleur cuando esta se subió de nuevo.
Dejó caer una mano sobre los muslos de
su compañera de mesa, y le acarició las
piernas con gran familiaridad.
Fleur se sentía desconcertada,
incluso a pesar de que el vino atenuaba
de forma considerable el desasosiego
que la embargaba. ¿Qué podía hacer?
No podía llamar la atención en un lugar
público. Además no le gustaba ser
tratada como una mujer frágil. Pero, aun
así, podía exigir a un eventual
pretendiente un poco más de delicadeza,
por no decir de consideración. Porque
¿qué mujer moderna no espera que un
hombre se muestre considerado cuando
intenta seducirla?
Y Fleur era una mujer moderna, o al
menos, pretendía serlo.
Durante los postres, la conversación
giraba en torno al tabaco. Audrey
acababa de encender un Peter
Stuyvessant. Ante los reproches de su
padre, la joven dijo que ahora, a partir
de los dieciocho años, los jóvenes
tenían plena autonomía. Y ya que ella
había cumplido recientemente los
dieciocho, podía hacer lo que le viniera
en gana sin autorización paterna. Wil,
que parecía dejarle hacer todo a su hija,
se contentó con encogerse de hombros y
afirmar que las chicas de hoy en día no
se parecían en nada a las de antes. Fleur,
volviendo con el tabaco, dijo que ella
consideraba el hecho de fumar como
admitir una debilidad, y por lo tanto
reconocer la existencia de un problema.
Ella sólo fumaba en contadas ocasiones,
y no lo hacía por necesidad. Pero su
esposo se puso esta vez del lado de
Audrey (el muy cerdo, el traidor) y dijo
que seguramente éste no era el caso de
Audrey, y que a un cuerpo sano como el
de ella no le podían perjudicar unos
pocos cigarrillos.
—Pero la perjudicarán más adelante
—pronosticó su esposa secamente.
—No necesariamente —añadió
Fabrice—. Yo lo he sabido dejar a
tiempo, y no ha dañado mi salud en
absoluto. Además, por qué criticas tú
ahora eso, si tú misma fumas algún
cigarrillo de vez en cuando.
—Pero yo —proclamó la acusada
mientras lanzaba hacia el techo el humo
del cigarrillo— no pienso dejarlo.
Vosotros, los que tenéis más de treinta
años multiplicáis las precauciones y
vigiláis siempre lo que hacéis. Nosotros
los jóvenes no tenemos esta… iba a
decir «cobardía», pero por educación
seré un poco más prudente. En realidad,
lo que os pasa a vosotros es que teméis
demasiado a la muerte.
—Hablas de este modo —intervino
su padre — porque sólo tienes
dieciocho años, y porque desde la
muerte de tu madre te he estado
mimando demasiado.
Naturalmente, la opinión de Audrey
no tenía mucha importancia para los
otros tres comensales. Pero su padre la
adoraba, Fabrice empezaba a desearla, y
Fleur la detestaba. Todos tenían por lo
tanto una buena razón para tratarla como
a una persona adulta. Ella lo percibía y
se aprovechaba de ello hasta llegar
incluso a abusar.
—Sólo tengo dos años más que tú —
reveló Fleur—. Colocarme en la
treintena es todavía un poco prematuro.
Pero confieso no sentirme de tu
generación. El sesenta y ocho sólo fue
para mí algo de folklore.
Audrey se limitó a reír. Se sentía
mucho más joven y mucho más vieja de
lo que ellos pensaban. Creía pertenecer
a una generación que poseía la sabiduría
infusa. En el fondo los despreciaba. Sus
risas rozaban el límite del insulto.
Al conocer mejor que nadie a su
hija, David comprendió que había
llegado el momento de marcharse.
—Es tarde —dijo—. Nosotros
tenemos…
—Que aceptar nuestra invitación, y
venir a tomar una copa de champaña a
casa —completó Fabrice Le Dentec.
La velada, debido a la agresividad
de Fleur, podía convertirse en un
auténtico desastre. Vanidoso y parcial
como todos los hombres, Fabrice no se
atrevía a cuestionar el carácter de
Audrey Wilnaseim. Porque la chiquilla,
que ahora le estaba masajeando la
entrepierna con la rodilla, lo excitaba.
Ella se daba cuenta, ya que su víctima
no oponía resistencia alguna.

Fleur estaba de mal humor, quizás


por culpa del cansancio. El día había
sido agotador y particularmente
emotivo.
Con la burda excusa de enseñarle la
biblioteca, Fabrice se llevó a Audrey al
piso de arriba. Fabrice se había dejado
llevar por los encantos de la jovencita.
Y después de todo, Fleur prefería no ver
como la descarada chiquilla se
insinuaba a su marido. Lo malo era que
las habitaciones estaban al lado de la
biblioteca.
—Aunque a Fabrice —pensó Fleur
— le debe dar igual en una habitación
que en un despacho. Debía de ser un
experto en hacerlo en ese tipo de
lugares, ya que seguro que con Lea hacía
el amor en el despacho de la clínica.
David estaba encantado con que las
circunstancias permitieran que al fin se
encontrasen solos. David no disimulaba,
y le hacía la corte de forma descarada,
aunque con palabras de otro siglo.
A ella no le disgustaba, y era
precisamente eso lo que más le
molestaba de sí misma. Se sentía
demasiado fácil y manejable. Después
de todo lo que había pasado en casa de
Lyane se sentía diferente. Pero no quería
convertirse en la pequeña burguesa que
por despecho o por aburrimiento
mantiene relaciones con otros hombres
en hoteles de tres estrellas, o en algún
piso de soltero amueblado con
refinamiento.
Todo eso era ridículo. Ella amaba a
su marido. Y después de dieciocho
meses de casada… no. Lya era otra
cosa. Era como una distracción perversa
que no podía perjudicar a su relación
con Fabrice. Lo único que podía darle
era un poco de emoción a su
matrimonio.
Ella era sincera, al menos por el
momento, pero su cuerpo se había
mostrado mucho más sincero con las
caricias de Lya. No sabía que creer.
¿Era el amor que sentía por su esposo lo
que la hacía estar celosa? O bien ¿era la
humillación la que hería su orgullo?
De todos modos ella estaba celosa.
Llegó al restaurante con la firme
decisión de vengarse, por las manchas
de carmín que había descubierto en la
camisa de Fabrice. Ahora eso se unía a
la descarada Audrey. Que sin duda era
la gota de agua que hacía colmar el
vaso.
Con Wil sólo tenía que dejarse
llevar. Estaba sentado junto a ella y no
ocultaba sus intenciones. Ejecutivo
realista no se andaba por las ramas.
Todo parecía ponerse a favor para que
se echara a los brazos de un hombre muy
seductor, pero que habría podido ser su
padre…, o incluso su abuelo. Lo cual
para la joven mujer, era algo que la
seducía. Lya le dijo que fuera su amante.
Fabrice, que se mostrara atenta con su
proveedor, y hasta la hija de David
entraba en el juego porque le divertía.
En el fondo, Audrey debía de
despreciarla, Fabrice iba a lo suyo, y
David la deseaba con fervor. Era más
fácil dejarse hacer. Después del
champán, ya no tenía ganas de luchar
contra las manos de David que hurgaban
por el interior de la falda. Pero sobre
todo, no tenía ganas de seguir luchando
contra sí misma.
Su cuerpo se abandonó sobre el
sofá.
Wil comprendió que había llegado el
momento propicio. No era hombre que
dejara pasar las buenas ocasiones.
La mano de David recorrió los
delicados senos presionando
ligeramente los pezones. La suavidad y
dulzura de la joven mujer le sorprendió
de forma considerable. Por primera vez
desde que enviudara, pensó que podía
enamorarse. Con esa criatura no deseaba
una simple aventura. Deseaba poder
volver a amar de nuevo. Se inclinó
sobre ella, le abrió el escote, y besó uno
de los pezones.
Fleur se dejaba hacer. Tenía los ojos
cerrados. David admiraba las largas y
oscuras pestañas. Era como un
personaje de cuento de hadas para
adultos avispados. La adoró con la
lengua y los labios, consiguiendo un
profundo suspiro de Fleur. Al palpar el
otro pecho sintió el corazón acelerado
de la joven y atractiva mujer.
David deseaba ponerse de rodillas e
introducir su cara por debajo del
vestido. Amorrarse contra el dulce
vientre que debía quemar y abandonarse
saboreando el dulce néctar de Fleur.
Pero no se atrevió por miedo a hacer el
ridículo. Sin embargo, fueron sus manos
las que abandonaron los senos, y se
dirigieron a través de las piernas hada el
sexo de la esposa de su cliente.
Las piernas de Fleur permanecieron
cerradas. Ella pensó que ya había ido
demasiado lejos. Había sido demasiado
permisiva.
—No.
En la boca de una de sus habituales
conquistas esa palabra no quería decir
nada en absoluto. De hecho, la mayoría
de las veces quería decir: «sí». David
no solía parar cuando escuchaba esa
negación que normalmente era casi una
afirmación. Pero presentía que si esa
noche insistía, podía echarlo todo a
perder.
Para conquistar a Fleur, a pesar de
que la perversa Lya dispuso el encuentro
de ambos, David no había preparado
ningún plan en concreto. Pero sabía que
si quería tener una mínima posibilidad
de poseerla algún día, tenía que ser
prudente y armarse de paciencia. Era lo
bastante frío y calculador como para
saber controlar sus emociones y deseos
en los peores momentos. Siempre que
esta muestra de dominio personal
pudiera serle útil. Además Fleur no era
una de esas mujeres que uno posee a
toda prisa. De hecho a Wil tampoco le
hubiera gustado que fuera de ese tipo de
féminas.
Besó con ternura una pierna de
Fleur, y se levantó sonriendo.
Fleur se sentía desconcertada. Si él
hubiera insistido, ella se habría dejado
hacer. La dejaba completamente
perpleja el hecho de que él no hubiera
intentado seguir, demostrado un control
personal fuera de lo común. Bastante
sincera con ella misma, reconoció que si
no fue más allá, fue porque él no quiso.
Un poco después Fabrice y Audrey
bajaron hacia ellos. Fleur y David que
bebían para contenerse, los recibieron
como si su ausencia no hubiera sido de
media hora.
La joven mujer examinó a su marido
con cierto resentimiento. Fabrice no
parecía estar en muy buena forma a
pesar de su aspecto jovial y el brillo de
sus ojos. Audrey reía tontamente. Fleur
pensó que era evidente que estaba de
acuerdo con su padre para provocar esa
situación.
Fleur se fijó en el enorme bulto que
hacía su aparición en la bragueta de su
marido.
Púdicamente, apartó de ese lugar la
mirada que estaba cargada de rabia, y
bostezó ostensiblemente con la intención
evidente de mostrarse descortés.
—Lo siento, pero tengo mucho
sueño. Me voy a ir a la cama.
—Nosotros nos vamos a marchar —
reaccionó inmediatamente David—. Es
muy tarde, tiene que disculparnos. Sin
embargo, el tiempo pasa tan rápido en su
agradable compañía.
Fleur movió la cabeza. Ya era tarde
para hacer cumplidos.
—La telefonearé —consiguió
murmurar cuando le daba un beso en la
mano para despedirse—, ¿Quiere que la
telefonee?
Ella no respondió. Sólo veía el
enorme y asqueroso bulto que
deformaba el pantalón de su marido.
6
FLEUR se encontraba fatal esa mañana.
No era por la resaca, sino por la
sensación de amargura que le había
procurado la velada con David
Wilnaseim y su hija Audrey. Esa
detestable chiquilla que seguramente era
la que más había disfrutado. En cuanto
al padre de ese demonio, a pesar de que
parecía haber preparado todo para ver a
Fleur y poder seducirla, al final se echó
atrás de sus ideas sin duda
preconcebidas, y se comportó como
todo un gentleman. Guardaba una
impresión agradable y halagadora de él.
Cuando le besó los labios, le lamió los
pezones o le sobó las piernas antes de
abrazarla con fervor, ella disfrutó, pero
le gustó todavía más que supiera
dominar su violencia y pararse a tiempo.
Ese día ya había tenido demasiadas
emociones como para ser poseída otra
vez sin miramientos, como hiciera su
marido esa misma tarde después de
comer.
Dirigió una mirada hostil a Fabrice,
éste todavía dormía profundamente. No
llegaba a roncar del todo pero su
respiración era bastante profunda. Era
domingo, y cómo no tenía que ir a la
clínica tenía todo el día para él. Por lo
visto tenía la intención de aprovecharlo
para recuperarse.
Ella se preguntaba si habría tenido
tiempo de fornicar con la hija de Wil
sobre la mesa o contra la pared. Quizás
no hubieran llegado a tanto, pero seguro
que se habían metido mano y besado
profundamente. Audrey, ya a sus
dieciocho años era una zorra que no
desperdiciaba una oportunidad. Además,
era evidente que a su marido le gustaba.
De hecho era una joven muy atractiva
que debía de gustar a la mayoría de los
hombres, y ella no se quedaba a medias,
como hizo Fleur con su padre, sino que
iba hasta el final gustosa. Esa asquerosa
perrita en celo se hacía la puta con una
tremenda naturalidad. Conseguir a un
hombre casado debía de excitarla
muchísimo.
Cuando Fleur se levantó de la cama,
la cabeza le daba vueltas. Se dirigió con
esfuerzo hasta el cuarto de baño, y se
preparó un analgésico. Sólo pretendía
volverse a acostar y dormir el resto del
día.
De nuevo en la cama, no conseguía
dormirse. Se imaginaba un sinfín de
situaciones irreales. Fabrice le
acariciaba la cabeza. Ella lo encontraba
guapo. Se le podía perdonar cualquier
cosa por ser como era. Aunque ella no
lo perdonaba todo. Ayer, él tuvo una
conducta innoble. Ella no juzgaba la
conducta que ella misma había tenido.
Lya era otra cosa, algo delicioso
perfumado y que se fundía como un
caramelo inglés. No se trataba en
realidad de un pecado, a no ser el
pecado de la gula.
Enumeró una por una en su cabeza
las quejas que tenía para su marido: la
primera era la forma en la que le hizo el
amor esa tarde. La segunda, la mancha
de carmín en el cuello de la camisa. La
tercera, Audrey Wilnaseim, con la cual
había tenido por lo menos un
considerable flirteo. Tres buenas
razones para no perdonar a su marido
durante bastante tiempo.
—La fuerza tranquila —dijo Fleur
en voz alta.
Pensaba en David, y era exactamente
eso lo que representaba para ella.
Cuando Fabrice despertó con el
estómago revuelto, la sorprendió
llorando, y como no tenía la conciencia
muy limpia se sintió culpable. Los
hombres, a menos que sean
particularmente sádicos, detestan ver
llorar a las mujeres. O se emocionan, o
se culpabilizan. Fabrice pensó que
quizás sería mejor simular que dormía,
para esperar una ocasión más propicia.
De todas maneras el domingo parecía
que iba a ser sombrío.
Evocó a Audrey con la intención de
aclarar un poco las ideas. Una
encantadora cerdita. Estaba claro que
como todos los grandes hombres había
venido demasiado pronto a un mundo
demasiado viejo.
Las chicas de la nueva generación,
armadas con la caja de la pastilla
anticonceptiva y con las
reivindicaciones para la igualdad de los
sexos, no tienen complejos. No se
sobrecogen ni ante Dios ni ante el
diablo. Lo hacen todo a marchas
forzadas. Se afean voluntariamente
dentro de un pantalón tejano que llevan
como un uniforme unisex y fornican
cuando les viene en gana, antes, durante
y después de casarse, ya que se
divorcian una o varias veces. A menos
que vivan solas o con alguno de sus
amantes, desplegando de este modo el
comportamiento egoísta típicamente
masculino.
Fabrice pensaba que las chicas de
ahora fornicaban con demasiada
facilidad, y que eran un poco
imprudentes.
Con los ojos cerrados pensó en lo
que había pasado la noche anterior en su
despacho-biblioteca. La cena en el
restaurante. Las preciosas piernas de
Audrey jugueteando entre las suyas. El
masaje que le dio con la rodilla en la
entrepierna. Al fin la tonta excusa de
subir a la biblioteca que escondía el
claro fin de estar a solas. No pudo
resistirse a los deseos de la joven
zorrita, ya que el mismo se moría de
ganas.
Una vez se encontraron a solas,
Audrey se pegó a él como si fuera un
pulpo. Se besaron «como en el cine», y
ella pudo comprobar que los adultos
besan mejor que los niños de su edad.
Por supuesto, ella quiso completar su
información sobre la precedente
generación. Saber, por ejemplo, como
era la erección en los hombres de esa
generación, era también una información
primordial. Sin complejos su mano
agarró el pene de Fabrice, mientras que
un nuevo beso mezclaba sus salivas.
Fabrice no aguantó mucho tiempo en
ese estado. Su erección adquirió
dimensiones extraordinarias.
La mano de Fabrice se deslizó bajo
la falda de la muchacha hasta encontrar
el sexo de ésta. La acarició, y
aprovechando que no oponía resistencia,
introdujo dos dedos en el interior de la
braguita y la penetró a la vez en la vulva
y en el ano. Audrey gimió y aceleró el
ritmo del masaje en el pene de Fabrice
hasta que éste inundó de esperma sus
propios calzoncillos.
Entre tanto, Audrey se estremecía.
Su mirada se hacía opaca, mientras
ahogaba con sus jugos los dedos
indiscretos que la penetraban de manera
tan deliciosa.
Antes de que se unieran a la pareja
que permanecía en el salón, la joven
muchacha se arrodilló a los pies del
hombre, que contemplaba con sorpresa
cómo le extraía el pene con una
delicadeza y habilidad que daban
muestras de una cierta experiencia en la
materia. El falo todavía permanecía en
ligera erección, pero mucho menos que
antes de que descargara el semen que
contenía. Audrey lo introdujo en su boca
y lo lamió como una prostituta.
Con unos elegantes movimientos de
cabeza la niña prodigio consiguió
limpiar el pene y devolverle su
majestuosidad.
Fabrice se encontraba de nuevo
dispuesto a eyacular por segunda vez.
—Ya basta por hoy. Sólo quería
demostrarle que cuando se tiene una
amante que sepa estar a la altura, un
orgasmo maravilloso puede venir
después de otro excelente.
¡Le hablaba de usted después de lo
que acababa de hacer!… Luego se secó
con delicadeza los labios con el pañuelo
que él le dejó. Por fin ella dijo que
había que regresar al salón.
No sabía si Fleur se había dado
cuenta de algo. Era probable. Las
mujeres celosas a veces parece que
tengan antenas. Pensó que tenía que tirar
el pañuelo que había utilizado la
muchacha, para que su mujer no
descubriese las marcas.
Pero en ese momento otros cuidados
reclamaban su atención. Se giró hacia
Fleur con la intención de abrazarla, pero
ella lo apartó.
—¿Qué te pasa cariño? ¿Por qué
lloras?
El medicamento que había tomado le
había conseguido atenuar su migraña,
ahora podría decirle todo lo que estaba
guardando dentro. Se secó las lágrimas
con furia y se giró hacia él.
—Lloro por ti y por mí. Por nuestro
matrimonio que se está yendo al traste.
Fabrice sintió como un escalofrío le
recorría la espalda. La explicación
empezaba mal. Inquieto, esperaba que
Fleur continuase hablando.
—No te he sido fiel —confesó su
esposa con una voz tan tranquila como si
estuviera explicando el menú del día de
su primera comunión.
Esta vez el escalofrío fue mucho más
intenso en la espalda de Fabrice.
—Es por tu culpa —prosiguió ella
—. Supe que me engañabas con otra.
Los hombres nunca tenéis cuidado con
las marcas de carmín que dejan vuestras
amantes.
Por lo visto, la cosa iba de mal en
peor. Fabrice pensaba en el pañuelo con
el que limpió su esperma de la boca de
Audrey. Ahora, se sentía culpable por
ello.
Fleur parecía no tener ninguna duda
al respecto.
—Hice el amor después de saberlo
—comentó con voz sorda.
Fabrice se inclinó con inusitada
violencia hacia su mujer.
—¿Quién? —Le preguntó
cogiéndola por los hombros. Se
mostraba colérico—. ¿Quién ha sido?
¡Le romperé la cara!
Sin conmoverse Fleur esgrimió una
sonrisa que desarmó al agresor.
—Estás muy bien educado, no te
atreverías. Se trata de Lyane Branson.
—¡Ah! Bueno…
Los hombres cuando son conscientes
de los daños causados contra su
estúpida vanidad machista son capaces
de mostrarse extraordinariamente
estúpidos. Fabrice se sentía aliviado.
Los celos, que tan sólo un instante antes
parecían tener el tamaño de un océano,
disminuían como si a pasos agigantados
bajara la marea. Cómo no le había hecho
cuernos con un hombre, el pecado era
mucho más benigno, convirtiéndose
incluso en excitante. Se le escapó una
sonrisa. Después de la tormenta hacía su
aparición el sol.
—¡La cerda! —refunfuñó sin sentir
demasiada furia.
Fabrice imaginaba las posibles
escenas entre las dos mujeres. Le
excitaba imaginarse los cuerpos
desnudos de las dos bellas mujeres.
—¡Oh! ¡No! Protestó Fleur
terriblemente avergonzada.
Fleur protestó ante la visión del
poderoso pene en erección que blandía
el hombre de su vida. El miembro de
carne se transformaba en obelisco y
provocaba la sorpresa de Fleur.
Después de todo lo que le había
confesado, no sería capaz de…
Sin embargo, esa parecía la
intención de su marido. Fabrice la abrió
de piernas, y colocó los finos tobillos de
su mujer sobre sus hombros. Fleur, que
todavía se sentía culpable, se dejó hacer
como si fuera una preciosa muñeca
resignada. Se decía a sí misma que
después de todo, las reconciliaciones de
las parejas que estaban unidas siempre
acababan de ese modo.
Al contrario de lo que ella esperaba,
su marido se mostró bastante delicado.
Aunque no la preparó con caricias y
besos como a ella le gustaba que lo
hiciera.
Afortunadamente, la evocación de
Lya conseguía que Fleur se sintiera más
dispuesta. Gracias a la imagen de su
amiga Lya, Fleur logró humedecerse lo
suficiente como para que el pene de su
marido se introdujera dentro de ella con
gran facilidad.
Cuando al final se vació y se quedó
satisfecho, se echó sobre ella y
permaneció durante unos instantes
inmóvil.
—Explícamelo —ordenó—. Puedo
entenderlo todo.
Fleur fue la primera sorprendida al
darse cuenta que le estaba respondiendo
sin ni siquiera haber protestado por la
forma en la que se lo había dicho.
Habló y explicó todo mientras él
empezaba a moverse sobre ella,
conteniendo cada vez con mayor
dificultad los furiosos movimientos de
cadera.
Fleur habló con voz desencarnada.
Los sonidos cosquilleaban
agradablemente las extremidades
nerviosas de su marido. Como él había
exigido, lo contó todo con una
sinceridad que excitaba a Fabrice.
Le explicó con detalle cada caricia,
cada beso de Lya. La precisión era casi
anatómica y llegó incluso a describir sus
sensaciones y la subida enloquecida de
un placer que hasta ese día no había
conocido.
A medida que ella expresaba los
maravillosos horrores, Fabrice la poseía
con mayor violencia. A ella le gustaba.
La violencia sexual le llevó hasta tal
punto que terminó un poco antes de que
ella acabara de describir sus
experiencias sáficas. De todos modos, el
orgasmo les llegó a la vez. Un orgasmo
que contenía las reminiscencias de Fleur
y los encantadores recuerdos de Lya.
Agotados, descansaron felices y
entrelazados.
Un poco más tarde Fabrice pidió a
su perversa esposa que precisara
algunos detalles y que terminara su
relato erótico. Luego, el segundo
orgasmo supero al primero.
De este modo tuvieron tres orgasmos
seguidos. El tercero más largo y
refinado que los otros dos. Después, se
quedaron dormidos felices.
7
FABRICE se levantó de la cama con
mucho cuidado. No quería despertar a su
mujer. Así no tendría que explicarle a
donde iba. No podía contarle el
verdadero motivo por el que dejaba la
cama.
Se vistió con rapidez después de
lavarse y procurarse un apurado
afeitado.
Eran las tres de la tarde cuando se
encontraba en la avenida de París. Con
un poco de suerte descubriría al pájaro
en su nido. Un pájaro de plumaje
rutilante que probablemente detestaba
los domingos, ya que todas sus víctimas
potenciales se encontraban en familia, es
decir, fuera de sus afiladas garras.
Dejó el coche en casa, y se dirigió a
pie al centro de la ciudad. Le gustaba
caminar.
La persona que quería ver vivía en
un precioso apartamento situado en el
primer piso de un edificio del siglo
dieciocho restaurado recientemente.
Estaba en la plaza del Obelisco, justo al
final de la avenida de la República.
Llamó a la puerta con insistencia. Al
principio temió que no hubiera nadie en
el apartamento. Luego sintió como lo
observaban por la mirilla de la puerta.
Corría el riesgo de que no le abriera la
puerta al reconocerle. O que
simplemente, no quisiera ser molestada.
Pero sabía que acusar a esa mujer de
pusilánime no era del todo justo.
La puerta se abrió. Lyane Branson
quitó la cadena de seguridad y no se
molestó en fingir sorpresa.
—Entra Fabrice. ¿No te acompaña tu
encantadora esposa?
—Ya vino ayer. ¿No querrás que eso
se convierta en una costumbre?
—Hay costumbres mucho peores.
—Gracias a ti.
Durante la conversación que
pretendía ser violenta, ambos sonreían
levemente con una sonrisa ambigua. La
de Fabrice aparecía como una amenaza
imprecisa, mientras que la de Lya tenía
todo el aspecto de un desafío.
La joven mujer llevaba un vestido de
color verde oscuro que revalorizaba su
cabello resplandeciente que caía sobre
los hombros. Su pecho, erguido,
confería al vestido una indecencia
especial, ya que el vestido le llegaba
hasta casi los tobillos.
—¿Te gusto?
—Sí, me gustas. Pero parece ser que
a mi mujer le gustas todavía más.
Lyane no respondió. Permanecía
impasible sin mostrar la más mínima
emoción. Le condujo al salón rococó, y
le mostró una silla para que se sentara.
Ella permaneció de pie.
—¿Qué puedo hacer por ti?
—Nada. Lo que he venido a hacer,
lo haré aunque sea sin tu consentimiento.
Su voz contenía sin ninguna duda una
amenaza, pero la bella criatura no se
conmovió. Su impasividad hizo que
Fabrice reaccionara.
—¿Sabes para qué he venido?
Durante unos instantes Lya
permaneció sin decir nada. Sostenía
fijamente la mirada de Fabrice en
silencio.
—Creo saberlo, pero estoy
esperando que me lo expliques.
Fabrice cruzó los brazos, y adoptó
una expresión severa.
—Fleur me lo ha contado… todo.
Tenías que haber sido más prudente.
Nosotros no tenemos secretos. Siempre
nos lo contamos todo.
La sonrisa enigmática de la joven
mujer expresaba una duda que molestó a
su interlocutor.
—Nunca he pretendido ser prudente
—reveló ella con tranquilidad—. En
cuanto a lo que Fleur te ha contado…
—Todo. Me lo ha contado todo. Me
ha explicado que hizo el amor contigo, y
que había sido la primera vez.
—¿Te ha descrito también cómo ha
gozado? ¿Qué ha tenido tres orgasmos?
¿Y que casi se queda inconsciente?
—Sí, ya me lo ha dicho —respondió
Fabrice.
Su ira aumentaba gradualmente ante
ese extraño muro que se le oponía. Un
muro que no era del todo duro, sino
elástico, bello y perfumado. En cierto
modo irreal como la expresión de la
cara que le desafiaba. Era una expresión
irritante que buscaba, a todas luces,
sacarlo de sus casillas.
El comportamiento de Lyane parecía
querer decir: «¿te atreverás?»
Lyane pensó en Fleur, y se dio cuenta
que ahora sólo le faltaba hacer el amor
con su marido para formar un perfecto
triángulo.
Ella era bisexual, y sentía la misma
atracción por los hombres que por las
mujeres. Además, Fabrice Le Dentec, en
su papel de marido ultrajado, no le daba
ningún miedo.
La bella Lya Branson tenía miedo de
muy pocas cosas, y menos de un hombre.
—¿Supongo que te imaginas por qué
estoy aquí?
Ella negó con la cabeza. Sus labios
hinchados esbozaron una sonrisa.
—Nunca he sido buena para
adivinar los acertijos. Son juegos de
niños, y yo prefiero los juegos de
adultos.
—Está bien. ¡Vamos a jugar, si eso
es lo que quieres! He venido para
vengarme. Has utilizado a mi esposa sin
mi permiso, y estoy dispuesto a
castigarte por ello.
Lya no le creía. ¿Qué podía hacerle
Fabrice Le Dentec?
Se lo demostró inmediatamente al
abalanzarse sobre ella. Creyó que iba a
violarla e intentó defenderse. Pero el
marido de su amiga era mucho más
fuerte de lo que parecía. Su silueta, sin
un gramo de grasa, escondía unos
músculos de acero. Fabrice practicaba
tenis con regularidad, hacía gimnasia en
el F. C. Chalón, y frecuentaba la piscina
varias veces por semana.
Consiguió agarrarla, y cuando tuvo
el cuerpo de Lya contra el suyo, sintió
como se embriagaba ante la sensualidad
que irradiaba de esa bella carne
orgullosa.
La mantuvo durante un instante
crucificada en el suelo. Lya, que
pensaba que quería violarla, consiguió
darse la vuelta. Esta vez, Fabrice tenía
ante sus ojos el precioso trasero que se
marcaba bajo el vestido, ahora subido
hasta las pantorrillas. Todos esos
argumentos, incontestablemente
femeninos, consiguieron exacerbar la
violencia que fermentaba en Fabrice.
Había venido con la intención de
vengarse. No para tomarla y
aprovecharse de ese modo que ella
temía, sino para corregirla. Para él todo
castigo requería algunos golpes.
—¡No! ¡Estás loco! ¡Suéltame!
—Vigila abajo —refunfuñó entre
dientes.
Bajo el vestido sólo había una
minúscula braguita de color verde
manzana. Demasiado pequeña para
cubrir la voluptuosa gruta.
Lya intentaba soltarse. Sentía la
mirada de Fabrice sobre su trasero. La
minúscula braguita hizo un ruido de
desgarro al partirse en dos. Fabrice
acabó de arrancarla. Su mano temblaba
cuando la pasó por el bello trasero.
—Y ahora hermosa zorrita voy a
proporcionarte la corrección que te he
prometido. Vas a recibir los mejores
cachetes que hayas recibido en tu vida.
Comprendiendo al fin las
intenciones de Fabrice, y alocada ante la
idea de que Fabrice hiciera lo que nunca
antes había hecho nadie sobre su trasero,
Lya se contorsionó para escapar de las
garras del enfurecido marido de su
amiga. Consiguió morderle en la mano,
pero ese dolor sólo aumentó la violencia
de Fabrice.
Le propinó dos cachetes que le
quitaron la respiración.
Se sentó sobre la espalda de su
víctima, haciendo inútil cualquier
intento de liberación.
Mientras ella le insultaba, levantó el
brazo derecho. El cachete fue tremendo.
Lya gritó de rabia y dolor.
Volvió a golpearla. Fabrice
propinaba los golpes en el trasero de
Lya con todas sus fuerzas, maravillado
de ver cómo las nalgas reaccionaban
ante los golpes. Se retorcían, adquirían
un rojo cada vez más ardiente. Cuando
la corrección consiguió un ritmo de
crucero, el trasero parecía tener vida
propia, independiente de su propietaria.
Se separaba de ella para hacer el amor
con esa terrible mano que,
deliciosamente, la maltrataba.
Lya se contenía, por orgullo,
clavando los agudos dientes en el
hinchado labio inferior, para evitar los
gritos. Pero pronto, su voluntad fue
menos fuerte que el fuego infernal que la
devoraba. Se abandonó por completo.
Al principio sus gritos eran de protesta,
de dolor. Luego pasaron a ser gemidos.
Y después, se convirtieron en súplicas.
La ira del hombre había llegado
hasta tal punto desde que sentía a la
hembra dominada, que la insultaba
mientras él seguía golpeándola sin
piedad.
Al contemplar el sexo abierto de la
sumisa mujer, introdujo con violencia su
mano. Lya lanzó un grito. Fabrice sintió
el interior húmedo y ardiente. Al sacar
la mano, se la acercó a la nariz y
constató que sus dedos desprendían un
aroma íntimo de mujer.
Se levantó haciendo un esfuerzo. Lya
se retorcía dulcemente. Todavía se
quejaba en voz baja, pero sus quejidos
eran más bien los de una gatita
voluptuosa y no dejaba de abrirse de
piernas como si esperara ansiosamente
una nueva embestida.
Fabrice contemplaba absorto cómo
ella se le ofrecía por completo. Sentía
verdaderas ganas de poseerla en ese
mismo instante, pero sabía que si se
rebajaba a tomar lo que ella le ofrecía,
ya no sería él quien ocuparía la posición
del ganador, y perdería de este modo
toda la ventaja que acababa de obtener.
Decidido, la dejó por un momento y
entró en el cuarto de baño. Una vez a
solas, se sacó el pene, que mostraba
unas dimensiones temibles, y lo puso
durante un rato bajo el chorro del agua
fría.
Esta pequeña ducha le pareció
helada y bastante desagradable. A pesar
de todo, resistió, y no cerró el grifo
hasta que el pene redujo su tamaño.
Al acabar, pasó ante la mujer que
seguía todavía tumbada. Ya no se
quejaba, pero su bello rostro estaba
cubierto de lágrimas.
Fabrice se fue del apartamento
silbando. Se sentía de buen humor.
8
FLEUR se desperezaba. Acababa de
despertarse. Apartó la sábana con la que
su marido la había cubierto antes de
marcharse, y se levantó de la cama.
Sonrió al darse cuenta de que un
líquido blanquecino salía de su gruta
vaginal todavía entreabierta y se
deslizaba por la pierna con una lentitud
untuosa.
Se sentía muy afortunada, ya que la
amaban al mismo tiempo un hombre y
una mujer. Ella también sentía amor por
ambos. Pero se inquietaba, porque no
sabía lo que podía ocurrir a
continuación. Se preguntaba si acaso
Fabrice cambiaría su obsesión sexual
por los celos. Si era eso lo que ocurría,
ella no se quejaría. Si su marido le
pidiese que cortase su relación con Lya,
ella lo haría. Pero en su interior
permanecería una herida irreparable.
—Ya veremos —se dijo a sí misma
con optimismo.
Se sentía satisfecha, no sólo por
haber hecho el amor con su marido, sino
porque la relación entre ambos, desde la
noche anterior, parecía haber entrado en
una nueva fase. Se trataba ahora de una
cierta perversión que quizá les podía
llevar más lejos. Sobre un camino que
ella desconocía, que su marido
dominaba mejor que ella, y en el cual la
astuta y querida Lya se sentía a sus
anchas.
—La quiero —pronunció en voz
alta.
Fleur se sentía totalmente cambiada.
Ahora se preguntaba si algún día tendría
necesidad de descubrir otros penes que
no fueran el de su marido. Apenas unos
días antes ni siquiera se hubiera
atrevido a pensar algo así. Lya, sin
embargo, había conseguido que en su
interior cambiaran muchas cosas.
Alzó los hombros negándose a que
sus pensamientos fueran por esos
derroteros. Prefería dejarse llevar por la
euforia del momento. El amor con Lya
vino de este modo casi inesperado, y así
estaba muy bien.
Su marido se había portado bien con
ella. En ese momento tuvo una idea.
Dudó ante su realización, ya que ella era
Libra y a pesar de saber construir
magníficos proyectos, éstos se iban al
traste a menudo porque su entusiasmo no
duraba, su energía se hacía menos
intensa, y acababa renunciando por
indolencia. Pero a pesar de todo, ya que
ella todavía sentía la semilla del hombre
que amaba en su interior, decidió
hacerlo.
Sería el regalo para el hombre que
había sabido colmarla de ese modo.
Al levantarse situó una mano bajo su
vulva, con la intención de no perder ni
una gota del esperma de Fabrice.
Luego, instaló bajo la almohada el
magnetófono que había ido a buscar.
Verificó que la cinta estaba bien
colocada y que el aparato funcionaba
perfectamente. Después empezó a hacer
lo que había planeado.

Fabrice intentó no hacer ruido


cuando cerró la puerta de la entrada de
su casa. Escuchó atentamente por si
escuchaba algún ruido. Al constatar que
todo permanecía en silencio, sonrió
satisfecho. Por lo visto, Fleur seguía
durmiendo. De ese modo, no tendría que
explicar qué era lo que había estado
haciendo. Se guardaría lo de Lyane
Branson para otra ocasión, ya que
dudaba mucho que la amiga de su mujer
quisiera contarle nada a Fleur.
Se sirvió un Chivas. Se dirigió hacia
la cocina para buscar hielo. Luego
degustó lentamente el perfumado
alcohol.
Se sentía muy satisfecho, y creía que
tenía el derecho de estarlo. Lya
recordaría durante mucho tiempo el
precio que había que pagar para poder
meter la mano, la lengua, y todo lo
demás, en algo que era de su exclusiva
propiedad, y que había sido adquirido
como tal legalmente y por contrato.
Se preguntaba si Fleur querría
volver con ella. Y si su mujer le pediría
su autorización para ir a encontrarse con
su hermosa amiga. ¿Sería capaz de
dársela? ¿Y si organizara un encuentro
entre los tres? Fabrice se moría de ganas
por ver a su mujer hacer el amor con
Lya. El relato de Fleur había conseguido
motivarlo ardientemente. Pero no estaba
muy seguro de que Lya fuera capaz de
perdonarlo después de lo que acababa
de hacerle.
«Quizás sí me perdone», pensó
Fabrice. Los cachetes le habían
provocado un deseo incontenible, y
cabía la posibilidad de que Lya deseara
juntar ahora a la mujer y al marido en el
mismo acto de amor.
Se sentía feliz. Pero de repente, una
sospecha le atravesó el espíritu.
Recordó que Fleur había evocado la
marca de carmín que había descubierto
en su ropa, y que eso le había provocado
celos y deseos de venganza. En realidad,
ella pretendía que si se había echado en
los brazos de Lya, había sido…
En el mismo instante en el que ella
pronunció esta excusa, Fabrice se sintió
tan culpable por haber cedido ante los
atractivos encantos de la joven Audrey,
que ni siquiera se había percatado de
que ella se secaba los labios después de
la felación, y eso había tenido lugar
durante la velada. No podía por lo tanto
tratarse de marcas dejadas por la joven
Audrey, ya que ella se había «vengado»
antes.
No quiso seguir pensando en ello, ya
que el teléfono sonaba de forma
insistente y podía despertar a Fleur.
Corrió hacia él.
La sorpresa que se llevó fue
mayúscula cuando lo que escuchó por el
auricular fue la voz de la propia Fleur.
—Sí, querido. Soy yo…, no me he
quedado durmiendo. He salido un poco
después que tú. Quería darte una
sorpresa.
—¿Una sorpresa? —balbuceó
Fabrice sin saber qué pensar.
—Te ruego que vayas ahora mismo a
la habitación —le aconsejó su
interlocutora con un acento burlón—.
Encontrarás un magnetofón. Ponlo en
marcha y escucha con atención el
mensaje que te he dejado.
Después de estas palabras soltó una
carcajada y colgó.
Fabrice no entendía nada. Sentía
verdadera curiosidad, pero también una
ligera inquietud. Se apresuró a subir al
piso de arriba, y en la cama, sobre la
almohada de su lado, se encontraba el
magnetofón.
Cuando puso el aparato en
funcionamiento, quedó muy sorprendido
al escuchar la suave voz de Fleur que
decía cosas increíbles, y que parecía
imposible que pudieran salir de su
preciosa boca aristocrática: —Cariño,
no estás aquí conmigo, y todavía deseo
tu pene en mi interior. Me has hecho
gozar muchísimo, cariño. Ahora mismo,
mientras te estoy hablando, todavía
siento cómo tu esperma se mueve en mi
interior. No me quejo. Al contrario, lo
guardo todo el tiempo que puedo en mi
vagina, porque representa una parte de
la felicidad que te debo.
Fabrice escuchaba con atención.
—Con Lya fue fabuloso e irreal,
pero yo haré con ella lo que tú quieras.
Tú eres mi dueño y el único juez.
Nuestra locura lúbrica, pero dulce, de
algunas horas, puede convertirse en una
relación continuada si tú lo deseas, y tú
serás el testigo de ello. Nuestro
«voyeur». O si prefieres, no la volveré a
ver nunca más. O incluso, pero eso es
mucho más delicado, y me da mucho
más miedo…, porque ella es tan
seductora…, podríamos formar un trío.
Tú fornicarás con ella y conmigo al
mismo tiempo, mientras ella me hace el
amor. Siempre que tú lo quieras, claro.
Fabrice estaba muy sorprendido.
—Te quiero, cariño. Así me es más
fácil decírtelo. También te lo podría
decir por teléfono, pero no es lo mismo
porque por el auricular oiría tu
respiración, sabría qué estás ahí, y que
podrías colgar en cuanto quisieras.
Tendría demasiada vergüenza para
decirte esto: ahora me voy a masturbar
pensando en ti.
Su voz era cada vez más grave. Se
trataba de una ceremonia. Ella se dirigía
a él confidencialmente, comunicándole
ese tipo de confidencias que no pueden
ser escuchadas por unos oídos más
castos que los suyos.
—De hecho, si he cogido el
magnetofón sólo ha sido para eso.
Quería ofrecerte los sonidos de mi
placer solitario, sabiendo que lo hago
pensando en ti. No me atreví… cuando
tú me lo pediste. Lo siento, querido. Es
muy difícil para una mujer masturbarse
por primera vez ante su hombre. Fie
recibido una educación demasiado
estricta. Tendrás que ser paciente.
Fabrice asintió con la cabeza.
—Escucha cómo disfruto. Goza
conmigo si así lo quieres. Deseo que tu
precioso pene esté completamente
erecto. Quiero sentirte en comunión con
el placer que voy a proporcionarme…
Tendré que estar sola frente a mis
fantasmas, pero espero que seamos dos
para el estallido del orgasmo. Te deseo,
Fabrice. Me gustaría tener tu bello
miembro entre mis manos. Te lo cuento
para que me resulte más fácil: estoy
tumbada en la cama con las piernas bien
abiertas para ver por el espejo, sin
perder el más mínimo detalle, lo que tú
llamas tu chochete cuando juegas a que
me tratas con vulgaridad. Mi dedo
pulgar acaba de introducirse por entre
los grandes labios vaginales. Lo tengo
dentro del todo. Los riñones están
inclinados para poder sentir mejor bajo
la yema de mi dedo esa misteriosa
dureza del útero. ¿Oyes cómo se mueve?
Para que puedas escucharlo mejor, me
he colocado el micrófono entre las
piernas.
Al escuchar el ruido, Fabrice veía la
situación como si se hubiera encontrado
allí en el momento de la grabación.
Escuchaba el lento deslizar del pulgar
de su mujer. Fleur gemía, su voz había
cambiado de tonalidad.
—¡Oh, amor mío! ¡Ya está subiendo!
Creo que todavía puedo contenerlo
durante un momento más, pero no creo
que pueda seguir así por mucho tiempo.
La voz de Fleur parecía sonar cada
vez más entrecortada.
El dedo índice había venido a
ayudar al pulgar. Los dos dedos entraban
y salían del interior de la gruta
provocando el éxtasis de Fleur, que
poco a poco se iba acercando al
orgasmo. Fleur anunciaba los
acontecimientos con increíble
sensualidad. Esos dedos de ensueño
cada vez iban más rápidos. Fleur ya no
podía seguir mirando por el espejo.
Todo ocurría en su cabeza y entre sus
piernas. Su respiración cada vez era más
acelerada.
Fabrice liberó su pene. El enorme
falo intentaba romper los pantalones
para buscar algo de aire. Pero lo
mantuvo fuera sin tocarlo mientras su
mujer se extasiaba y emitía
onomatopeyas. Hubiera sido muy fácil,
pero deseaba aguantar hasta que su
mujer volviera. Su dignidad de macho y
su orgullo bien merecían ese precio. Era
tal la erección, que a cada uno de los
gemidos de Fleur, el pene de Fabrice
reaccionaba con una pequeña sacudida,
como si fuera él mismo el que recibiera
la masturbación.
Fleur le anunció que ya estaba a
punto, que el orgasmo iba a llegar. Su
voz era irreconocible. Al fin llegó. Fleur
dijo que era fantástico.
Fabrice al ver su pene y su estado de
excitación, creyó que eyacularía incluso
sin tocarse.
No llegó a percibir con claridad el
orgasmo de su mujer, ya que sus oídos le
zumbaban con gran intensidad.
Comprendió, sin embargo, que había
sido un precioso orgasmo, y que se lo
dedicaba a él.
Luego un inmenso silencio lleno la
casa. El magnetófono seguía girando,
pero ya no se escuchaba nada. El falo de
Fabrice estaba erecto como si fuera una
barra de hierro. Fabrice pensó que no
podría aguantar mucho tiempo en ese
estado.
La puerta de la calle se abrió en ese
momento. Fleur entró, tan hermosa como
una reina. Comprendió inmediatamente
la situación al ver que el magnetofón
seguía girando, y su marido estaba
tumbado con el pene al descubierto y en
perfecta erección. La erección era
enorme. Fleur no perdió el tiempo. Era
evidente que el sexo de su hombre pedía
asistencia.
Se arrodilló junto a la cama. Sin
dudar y con movimiento presto, alargó
su cuello hasta el pene de su marido. Lo
hizo deslizarse entre sus labios, sobre la
lengua, y hasta lo más profundo de la
garganta.
A pesar de que ya le había hecho
algunas felaciones, nunca había
introducido el miembro de Fabrice hasta
esas profundidades. Lo lamió con
verdadero amor y con un saber hacer
innato que, ante su propia sorpresa,
descubría en ese mismo momento.
Fabrice no necesitó mucho tiempo
para empezar a gemir de placer. De
pronto, un violento espasmo le sacudió
eléctricamente todo su cuerpo, y su
semilla llenó por completo la boca de su
mujer.
Fleur hizo lo que nunca antes se
había atrevido a hacer. Lo chupó
completamente y se lo tragó todo. No le
sorprendió encontrar en ello un
exquisito placer muy sutil que no sólo
era de orden gustativo.
Un poco más tarde, cuando ya se
encontraban tumbados, el uno apretado
contra el otro, ella le dijo que la
experiencia no le había parecido
suficiente, y que por eso había invitado
a su amiga para que se reuniera con los
dos esa misma noche.
—¿Y ella ha aceptado?
—Por supuesto, inmediatamente —
contestó Fleur con una sonrisa.
Fleur pareció sorprenderse de que
su marido dudara del amor, o al menos
deseo, que existía entre las dos mujeres,
y del hecho de que Lya estuviera
dispuesta a consentir todos sus
caprichos para conservar su amor.
Fabrice se lo agradeció con un beso.
Pero quería proponerle algo mucho más
delicado. Aunque tenía miedo de
echarlo todo a perder.
—Lo que estaría bien es que
invitáramos a alguien más —dijo
Fabrice, decidido a aprovechar aquella
situación tan propicia.
Fleur no reaccionó. Pensó en David,
pero no se atrevió a decirlo. Sin
embargo, si venía alguien más, mejor
que fuera un hombre para que hubiera
así un cierto equilibrio. Por supuesto, su
marido no opinaba del mismo modo. Ya
que Lya era homosexual, ella ocupaba el
papel de un hombre. Por lo tanto, lo que
faltaba allí era otra mujer.
—Fie pensado en una pequeña
enfermera que trabaja en la clínica. Es
una chica nueva. Entró ayer mismo en
cardiología. No está mal físicamente,
aunque, desde luego, tampoco es nada
del otro mundo.
Prudente, quitaba cualidades a
Carine Mouthe para que su mujer no se
opusiera. Como toda mujer, ella quería
siempre ser la reina, la protagonista
principal.
A pesar de sentirse bastante
sorprendida por la facilidad con la que
su esposo se adaptaba a una situación
tan ambigua, que, además, aceptaba
incluso con entusiasmo, no quería
impedir esa nueva experiencia.
—¿El carmín era de ella? —
interrogó Fleur con voz impersonal.
—Te juro que no. Sólo hemos
intercambiado un apretón de manos que
puede considerarse de lo más
convencional.
—En ese caso, de acuerdo.
9
LA velada no se desarrollaba tan
placenteramente como se había previsto.
Fleur no se sentía del todo bien. Su
marido presentía que aquello terminaría
por convertirse en un verdadero
desastre. Resulta difícil improvisar ese
tipo de veladas.
Las intenciones de Fabrice eran
perversas, pero sus cualidades para
hacer una puesta en escena eran
realmente nulas, debido, sobre todo, a la
falta de experiencia.
Fleur consideraba que era su marido
quien tenía que espabilarse por
conseguir un buen ambiente. Además,
ella era más inexperta que él, y le
costaba contrariar su pudor natural, del
cual aún no se había librado.
Sin embargo la que parecía estar
más tensa era la joven enfermera. Carine
se sentía atraída por su jefe. Si éste la
hubiera llevado a la sala donde se
guardaban las sábanas de la clínica, ella
no habría opuesto la menor resistencia.
Ese lugar era muy frecuentado por los
jefes y los internos, que lo aprovechaban
para hacer el amor con alguna
enfermera, alguna secretaria o alguna
ayudante sustituía. El personal de la
clínica había apodado esa habitación
con el nombre de «El picadero».
Pero lo que esa noche Fabrice exigía
de su empleada era mucho más difícil.
Ella no pertenecía al mismo mundo que
los Dentec o que la suntuosa Lyane
Branson. Por lo tanto, hacer el amor con
uno ante la mirada de los otros era algo
que la cohibía.
Cuando recibió la invitación del
director, no se atrevió a rechazarla.
Después de todo, se trataba de su jefe.
Sin embargo, ahora se arrepentía de
encontrarse allí, y temía tomar cualquier
iniciativa. Por eso, prefería permanecer
a la expectativa.
La única que se sentía bien a sus
anchas era Lya. A Lyane le encantaba
ese tipo de situaciones un tanto
complicadas. Pero gracias a un
refinamiento muy perverso de su
carácter, procuraba ocultarlo.
Sólo ella se divertía mirando las
contradicciones de los seres que se
encontraban allí. De este modo se
vengaba de los cachetes recibidos por
Fabrice, de aquel amago de violación, y
del hecho de que su amiga se lo hubiera
contado todo a Fabrice.
Ella no estaba del todo en contra de
ese encuentro a tres, o mejor dicho, a
cuatro. La pequeña enfermera era en
verdad agradable. Tenía un cuerpo
precioso. Gracias a ella, podría hacer
que Fleur Le Dentec se sintiera celosa.
En cuanto a Fabrice, todavía sería
mucho más fácil. Sin embargo, se
mantenía a la expectativa esperando que
las cosas se decantaran hacia un lado u
otro. Sonreía, como tenía por costumbre,
y permanecía con su habitual actitud un
tanto misteriosa. Le encantaba dar esa
imagen de sí misma.
Durante los postres, el alcohol
empezó a subir el tono de la reunión, a
suavizar la atmósfera, y a provocar las
risas. Poco a poco, las miradas
encendidas fueron dejando el paso a los
primeros comentarios osados.
Fabrice puso algo de música y
sugirió que bailaran. Invitó a Carine, y
de este modo, Fleur se encontró
bailando con Lya. Ésta decidió que ya
habían jugado lo suficiente, y que ya
había llegado el momento de ocuparse
de un placer mucho más inmediato y
personal.
Fleur, de temperamento pasivo, se
sintió feliz. Sabía que se encontraba en
buenas manos. Los dos cuerpos se
unieron como si pretendieran fundirse.
Los senos se apretaban los unos contra
los otros, y los pubis intercambiaban su
calor gracias al roce continuo.
Fleur se sentía muy bien debido a la
lenta excitación. Mordisqueó el cuello
de su amiga, con lentitud, en el momento
en el que se sintió sacudida por un
ligero orgasmo.
Miró al otro lado del salón para ver
lo que hacía su marido con su joven
empleada. Fabrice besaba con fervor a
Carine, mientras con una mano le
acariciaba los redondos senos. Ese
espectáculo le pareció bastante
desagradable. Que fornicara con ella, de
acuerdo. Pero que la besara, eso era otra
cosa. Por lo que tenía entendido, hasta
las mismísimas putas rechazan los
labios de sus clientes.
Aun así, no se atrevió a montar un
escándalo. Una vez que la pareja se
hubo tranquilizado un tanto, Fleur
aprovechó la ocasión para fusilar a su
esposo con una mirada intensa y cargada
de recriminación.
Poco después se reía por su ridículo
comportamiento.
Lyane casi pareció fundirse contra el
cuerpo de Fleur, apretándola con
suavidad para que ésta se relajara un
poco. Acercó una mano hacia los muslos
de su amiga y empezó a acariciarlos. En
esta ocasión fue Fabrice quien
sorprendió el osado movimiento.
Fabrice se había mostrado muy
nervioso durante toda la velada. Carine,
bonita y sensual, conseguía excitarlo
ligeramente, pero lo que hizo que su
verga se endureciera como el acero, fue,
sorprendentemente, la visión de Lya que
seguía acariciando a su mujer.
La joven enfermera, que no era
ninguna novata en asunto de hombres, se
dio cuenta inmediatamente del cambio
que había experimentado su jefe. La
respiración de Fabrice era más
acelerada, su mirada desbordaba lujuria,
y hasta parecía sentirse bastante menos
inhibido que antes. Carine juntó su
cuerpo al de su jefe. Ambos sexos se
juntaban y rozaban con los movimientos
del baile.
Antes de que se acabara la canción,
él deseaba descubrir la anatomía de su
pareja de baile. Se dio cuenta de que no
le había hecho demasiado caso durante
la velada, pero estaba dispuesto a
enmendar ese error.
No hay error que no se pueda
corregir con un poco de buena voluntad.
Después de un ligero manoseo, llevó a
su pareja hasta un rincón oscuro, donde
estaba uno de los sofás más confortables
de la casa.
Fatalista y diciéndose a sí misma
que al fin y al cabo para eso había
venido esa noche, Carine no opuso la
menor resistencia a los deseos del
hombre. Lo sentía demasiado excitado.
Además, ella misma empezaba a sentir
algo húmedo su sexo y rígidos sus
pezones.
Una vez en el sofá, se abrió de
piernas mientras una mano masculina
subía por entre sus muslos. Se había
puesto medias, porque Lea le había
dicho que a su jefe le gustaban las
mujeres con las piernas envueltas en
seda.
A pesar de sus treinta años, Fabrice
hacía uso de bastantes perversiones para
excitarse. De seguir de ese modo, ¿qué
tipo de perversiones necesitaría para
excitarse cuando ya hubiera cumplido
los sesenta años? De todos modos, no
tenía por qué preocuparse, ya que para
eso todavía faltaba bastante.
Al sentir la tibia pierna cubierta de
seda, la erección de Fabrice se hizo
todavía más firme. Carine se estremeció
gracias al contacto. La mano de Fabrice
no tardó en llegar hasta la diminuta
braguita que apenas si conseguía cubrir
el sexo de la joven enfermera.
Fabrice retiró la pequeña braguita
con las dos manos, deslizándola hacia
abajo con movimientos suaves. La
muchacha no hizo nada por impedírselo.
Abrió las piernas al notar la cabeza
de Fabrice entre sus muslos. Su director
pronto bebería de sus jugos más íntimos.
Su conquistadora lengua se introducía en
el sexo ardiente de su empleada, que la
recibía con placer. Lamió
profundamente y consiguió que la joven
se estremeciera. La sujetaba con firmeza
por las caderas. Carine disfrutaba como
una loca. Con mano precisa, Fabrice la
conducía lentamente hacia el orgasmo.
Su estallido fue tan violento que no pudo
contener los gritos de placer.
Lya y Fleur la miraron gozar desde
el otro lado del salón.
—¡Menudo orgasmo! —constató la
mujer pantera—. No me habías dicho
nada sobre el talento de tu esposo.
—Sí —reconoció la hermosa Fleur
—. La verdad es que lo sabe hacer muy
bien.
Se sentía contrariada por el hecho de
que una extraña hubiera gozado gracias
a la boca de su marido, pero prefería
eso, a que él le hubiera introducido su
potente verga. En realidad, ya no sabía
muy bien lo que quería. Sentía
demasiado calor. Al mismo tiempo, la
atmósfera erótica empezaba a incidir en
sus nervios. Estaba muy excitada, y las
caricias de Lya, que se hallaba situada
entre sus piernas, aumentaban aún más el
éxtasis que la embargaba.
—Quítate la ropa, cariño —le
ordenó entonces su amiga—. Quiero
verte desnuda por completo.
Fleur ni siquiera reflexionó en el
hecho de que sería la primera en dar el
pernicioso ejemplo, ya que Carine
todavía seguía parcialmente vestida. Lya
no se había quitado ni una sola prenda.
Lyane Branson le había dado esa orden
expresamente a su amiga con el fin de
que la orgullosa ama de casa, la casta y
púdica señora Le Dentec, se sintiera
totalmente humillada y que aceptara esa
humillación porque se lo ordenaba su
amante, Lya.
Cuando Fabrice alzó la vista con los
labios todavía húmedos, relucientes por
causa del licor de Carine, la primera
visión que tuvo fue la de las nalgas de su
mujer. Admiró su redondez. Al mismo
tiempo, le gustó que su mujer se
atreviera a desvestirse en aquella
situación. La fiesta empezaba a
animarse. Descubría, no sin cierta
sorpresa por su parte, que era un mirón,
como lo son la mayoría de los hombres.
El placer cerebral siempre contribuye a
aumentar el físico.
Pensó que su mujer estaba
cambiando mucho en muy poco tiempo,
y que pronto abdicaría de cualquier tipo
de pudor. De este modo, estaba seguro
de que no tardaría en abandonarse por
completo y eso significaría que ambos
disfrutarían mucho más.
Al pensar esto, Fabrice se pasó la
lengua por los labios… y encontró en
ellos el íntimo perfume de Carine.
Ahora, Fleur se había quedado
completamente desnuda.
—Es muy hermosa —murmuró la
enfermera con sinceridad.
Fabrice la miró. Se sentía cada vez
más excitado.
Lya y Carine admiraron el enorme
pene de Fabrice. Éste se pegó al trasero
de Fleur. Al sentir el contacto, su mujer
arqueó lo riñones para que el pene
entrara con facilidad.
Lya, que parecía una fiera
defendiendo su presa, interceptó el duro
falo y lo apartó, consiguiendo una
protesta de su dueño.
—¡Ya tendrás tiempo de hacerlo más
tarde! —le gritó Lya—, Ahora me toca a
mí.
Fabrice obedeció. Reconocía los
derechos de Lya sobre su mujer. Se echó
hacia atrás. Carine acudió a su
encuentro. Una vez junto a él, empezó a
acariciarle la verga, que todavía estaba
completamente erecta. Tenía la mano
seca y no parecía muy experta en la
materia, pero a pesar de todo la
sensación que le producía era fabulosa.
Gracias a esta ayuda desinteresada,
Fabrice pudo asistir a la entrega de su
mujer sin sentirse demasiado frustrado
por ello.
—Sólo para mí. ¿No es cierto
querida? —preguntó Lya.
—Sólo para ti —respondió su amiga
con obediencia.
—Tu marido es un pillín. Ha
aceptado invitarme porque creía que
estaría menos celoso de mí que de un
hombre. Quiere que nos acariciemos,
pero con la condición de verlo todo. No
creo que fuera capaz de soportar que te
ofrecieras a otro hombre.
Una risa ronca y cruel atacó los
nervios de Fabrice.
Lya invitó a su amiga a que se
tumbara y se acostó contra ella. El beso
que le dio fue de una sensualidad
inigualable. Lya besaba de maravilla, y
Fleur respondía con entusiasmo.
Sin interrumpir el apasionado beso,
las manos de Lya descendieron
lentamente a lo largo del cuerpo de su
amiga como si lo estuviera masajeando.
—¡Qué bella que es! —suspiró
Carine.
Ella también estaba descubriendo el
safismo, aunque sólo fuera a través de la
mirada. Lo encontraba tentador, o en
todo caso, perfectamente armonioso.
Carine seguía acariciando el pene de
Fabrice, pero ahora lo hacía con menos
concentración. El espectáculo al que
estaba asistiendo la cautivaba
demasiado, y había dejado de prestar
atención a lo que hacía.
Lya acababa de introducir dos dedos
en el sexo de Fleur.
Fabrice retiró el pene de la mano de
Carine, al ver que la joven se hallaba
ensimismada en su contemplación de las
caricias que intercambiaban las dos
mujeres y que ya no le hacía a él el
menor caso.
Carine Mouthe empezó a
masturbarse con un frenesí cada vez
mayor, mientras seguía sin perderse
detalle de los movimientos de las dos
hermosas amantes.
Lya utilizaba sus dedos como si
fueran un pene. Y sin duda eran mejor,
ya que sus dedos tenían unas uñas
bastante largas, y al introducirse en la
gruta de Fleur conseguían herirla en
cada embestida. Fleur gritó, ya que su
torturadora la obligaba a aceptar sus
dedos cada vez más abiertos.
Los gritos de placer y dolor de Fleur
se sucedían sin control ante la mirada de
su marido. Fabrice se ausentó durante
unos instantes y regresó con la propuesta
de realizar un juego mejor que el
sencillo strip-poker. Quería que jugaran
un strip-poker del alma.
Las tres mujeres prestaron poca
atención a su propuesta. Fleur disfrutaba
plenamente de su orgasmo. Carine se
masturbaba con increíble violencia,
cercana también a correrse. Lya fue la
única que se mostró receptiva. La
propuesta le parecía interesante.
Constató que a veces Fabrice tenía
buenas ideas para incrementar la
sensualidad. Sus nalgas ya habían tenido
buena prueba de ello.
Mostró atención mientras que Fleur,
entre sus brazos, acababa de emitir unos
suspiros cada vez más espaciados.
Fabrice puso en marcha el
magnetofón ante el asombro de su
esposa.
Fabrice pretendía herir a su mujer de
esa manera. Todos podrían escuchar sus
confidencias apasionadas ante el
micrófono. Pero en el fondo también
abrigaba la secreta esperanza de que el
sufrimiento que le imponía terminara por
liberarla de sus inhibiciones.
La voz grabada en el magnetofón se
escuchó con claridad y potencia.
—Querido, no estás aquí y todavía
te deseo…
Fleur se separó bruscamente de Lya.
Comprendió que en eso consistía la
venganza de su marido. Se trataba de un
striptease del alma. De su alma.
Aquello no era más que otra forma de
humillarla. A partir de ese momento,
todo el mundo sabría que ella se había
masturbado ante un magnetofón. Lya se
lo podría echar en cara.
La otra chica seguramente se lo
contaría a toda la clínica. Todas sus
amistades lo sabrían. Sería terrible.
Lya sonreía con perversión mientras
escuchaba atentamente.
Su marido la miraba con una sonrisa
irónica. Por un momento, ella pensó que
había maldad en su acción. Arrodillada
frente a Fabrice, Carine Mouthe era la
que parecía prestar menos atención
ahora. Tenía cogido el falo de su jefe e
intentaba transformarlo en obelisco,
chupándolo ávidamente, con grandes
lametones.
Fleur se sentía avergonzada. Tenía
ganas de huir de allí. Salió corriendo
del salón, cogió un abrigo y se lo colocó
sobre el cuerpo desnudo antes de salir a
la calle. El frío aire de la noche le secó
el sudor que recubría su frente.
10
FABRICE vio salir a su mujer. Su instinto
le advirtió que si no intervenía
inmediatamente, podía ocurrir un drama.
Se sentía al mismo tiempo
arrepentido y un tanto furioso. Tenía la
sensación de ser el verdadero
responsable de aquella reacción de niña
pequeña y caprichosa que acababa de
experimentar su mujer.
Salió corriendo tras ella, decidido a
alcanzarla. Cuando llegó a su lado, ya en
el lindero del parque, no supo bien qué
debía hacer, si tomarla en sus brazos
para acunarla, o golpearla por la
estupidez que había demostrado de una
forma tan imprevisible.
Al cogerla del abrigo se quedó con
esta pieza entre las manos. Poco
después, desnuda entre sus brazos, Fleur
intentaba liberarse con el frenesí del
desespero.
—¡Déjame! —le gritó ella con
exasperación—. ¿Cómo has podido
hacerlo?
—¡Pues te aseguro que voy a
atreverme a hacer otra cosa si continúas
comportándote como una estúpida!
Fleur no estaba acostumbrada a oír
hablar con ese tono a su marido. Fabrice
se transformaba bajo el imperio de la
sexualidad. Era más salvaje, más macho
de lo que ella estaba acostumbrada a
verle.
Fleur flaqueó al sentir la fuerza del
hombre apretar su cuerpo desnudo.
Fabrice la dejó caer suavemente
sobre el suelo. Luego, con una mano le
abrió las piernas y guio su verga erecta
y conquistadora hacia el interior húmedo
de las profundidades femeninas que tan
bien conocía.
La blancura de las desnudas nalgas
de Fleur resplandecía entre la penumbra.
Eso le excitó. La poseyó con fuerza y sin
el menor miramiento ni consideración.
Fleur lanzó un gemido y tuvo la
sensación de que para su marido no era
más que una esclava que acababa de ser
brutalmente dominada.
Cuando explotó en ella con
violencia, inundándola, ella no gozó,
pero sintió una calma extraña. Sin
fuerzas ya para seguir rebelándose, se
dio cuenta de que había sido vencida, y
se resignó a ello. Fabrice la acercó
hacia él, y la besó con suavidad sobre su
fría cara.
Luego, después de ayudarla a
ponerse el abrigo, le dijo con voz tierna
que estaba loca, que había que disfrutar
de todo el placer que pudiera
proporcionar la sexualidad en todas sus
manifestaciones.
—¿Qué importa si nos amamos?
Quiero que seas feliz. Y sería un necio
si yo pretendiera poder reemplazar a
todos los hombres y darte todos los
placeres. Quiero que goces sin
compromisos y de todas las maneras.
Cuando otra mano, otra boca, otra…
verga te conduzcan al orgasmo, yo seré
feliz, ya que gracias a mí habrás podido
disfrutar con otro, y ese placer me lo
deberás a mí. Tu cuerpo está hecho para
el amor, y no quiero monopolizarte,
privándote así del placer que tanto te
mereces.
—Pero ¿y tú? Yo te quiero, y no me
gustaría que sufrieras.
—Es muy probable que sufra y que
esté celoso, pero lo haré por ti, y
encontraré una cierta felicidad cuando
en contrapartida tú conozcas profundos
orgasmos. Habré sacrificado mi sucia
vanidad para que tú te dejes hacer el
amor por otras personas. Y si yo puedo
estar presente, todavía será mejor.
—No sigas —balbuceó Fleur.
Aquellas descripciones estaban
consiguiendo ponerla nuevamente a
tono.
—Quiero convencerte del todo —
insistió Fabrice—. Gracias a esto, el
amor y el equilibrio se restablecerá en
nuestro hogar. Somos adultos y tenemos
que reaccionar como adultos.
Sintió cómo se apretaba anhelante
contra su cuerpo. Ahora, Fabrice estaba
completamente seguro de haber
triunfado.
—Vamos, Lya te espera. Luego
probaremos otros amantes si quieres.
Por el momento, tu amiga es un buen
aperitivo.
—¿Quieres de verdad que
volvamos?
—¿Me vas a decir que acaso no
tienes ganas de ofrecer tu cuerpo a las
caricias de Lya?
Ella le contestó con un beso.
—Ves querida, ahora mismo voy yo.
Ella echó a caminar hacia la casa,
lentamente. Fabrice la miró mientras
desaparecía en la noche.
Algo nuevo acababa de aparecer en
la existencia de ambos. Fleur había
resultado ser dócil, sin duda curiosa, y
quizás, tentada. Él se mostraba
vagamente masoquista y con certeza,
perverso.

Fleur se dirigía como en un sueño


erótico o como si fuera una sonámbula
hacia el salón. Sabía que sentiría
vergüenza al ver a Lya. Pero Fabrice
tenía razón, ella tenía muchas ganas de
estar con su amiga. Deseaba repetir la
experiencia y conocer otras nuevas.
Sentía curiosidad, y no oponía ninguna
resistencia contra este sentimiento, ya
que lo único que hacía era ceder ante la
voluntad del hombre que amaba.
La espesa moqueta ahogaba el ruido
de sus pasos. Fue a abrir la puerta del
salón, cuando de pronto escuchó algo
extraño.
Una armoniosa y bella voz de mujer.
—¡Oh! Sigue así…, qué bueno…,
sigue, sigue por favor…
Fleur retiró la mano del pomo de la
puerta como si éste le quemara. La voz
era la de Carine Mouthe.
Carine, gracias a las caricias de Lya,
estaba a punto de llegar al orgasmo.
Fleur retrocedió de puntillas, para no
hacer ningún ruido que pudiera molestar
a las dos mujeres. No se sentía ni
siquiera celosa. Sólo un poco
decepcionada, porque su amiga no la
había esperado.
Su amiga era una resplandeciente
zorra para quien los placeres primaban
ante todo. Fleur, de todos modos, no se
sentía traicionada. Después de lo que le
había dicho su marido, podía admitirlo
todo. Y hubiera sido estúpido tener
celos en una situación como ésta.
Fleur tuvo la sensación de que Lya la
atraía como si fuera un imán. Volvió
sobre sus pasos, y se quedó a escuchar
junto a la puerta.
Se colocó una mano entre las
piernas. Percibía el placer de las dos
mujeres, y la excitación afectaba a sus
sentidos, incitándola a participar. No
había nada mejor que hacer. Hubiera
podido entrar y reclamar su parte, pero
todavía le costaba desprenderse por
completo de su pudor. El placer de las
dos mujeres era sagrado, y molestarlas
en el momento en el que los sentidos
sobrevolaban las cimas del orgasmo era
una auténtica pena.
Fleur prefirió dedicarse a escuchar a
hurtadillas, tras la puerta, dedicada a
masturbarse mientras las escuchaba
repartir alegría entre sus cuerpos. Tenía
muchas ganas de conseguir un orgasmo
que fuera tan embriagador como el que
se imaginaba que estarían
experimentando las dos mujeres.
Ese orgasmo no tardó en llegar,
voluptuosamente, gracias a los hábiles
dedos que acariciaban el clítoris.

Fabrice, por su parte, se sentía algo


contrariado. Debería haberse sentido
feliz por el giro que había tomado su
matrimonio, o incluso por la obediencia
que le mostraba Fleur, pero a pesar de
todo no experimentaba la satisfacción
que había esperado.
Le costaba hacerse a la idea de que
Lya iba a sustituirlo, en cierto modo,
para proporcionarle placer a su mujer.
Se tranquilizó diciéndose que al fin y al
cabo sólo se trataba de una mujer. Pero
en eso se equivocaba por completo. Una
mujer como Lyane Branson podía
resultar más peligrosa para su futura
tranquilidad que la mayoría de los
hombres.
Para ahogar esa tensión que sentía,
volvió a la casa. Había estado casi una
hora meditando. Carine debía de estar
sola y caliente. Imaginaba que la joven
enfermera lo esperaba, desnuda, dócil,
abierta. Imaginaba las caricias que le
daría y cómo al final la poseería. Dentro
del vientre de Carine podría olvidar las
caricias que se intercambiarían las dos
mujeres.
El deseo que sentía hacía la joven
enfermera le pareció de repente indigno.
Prefería pensar sólo en Fleur, pensar
con todo su fervor. De hecho, su pene
había vuelto a ponerse rígido. Y eso se
debía precisamente al hecho de que sus
pensamientos volvían a centrarse en su
propia esposa.
Se imaginaba a su mujer haciendo el
amor con otra persona. Las imaginaba
con tal realismo que casi creía verlas en
la realidad, con los cuerpos
ardorosamente entrelazados.
Estimulado por todas estas ardientes
imágenes, se sacó la verga del pantalón
y empezó a masturbarse con
movimientos rápidos, casi frenéticos. Y
cuando eyaculó, fue el nombre de Fleur
el que pronunció. A ella le dedicó el
pesado líquido que esta vez,
desgraciadamente, se perdió en el vacío.
Por muy extraño que pueda parecer,
Fleur no podía dejar de reír mientras
bajaba lentamente a la planta baja,
ensimismada en sus propios
pensamientos. Había visto a su marido
dirigirse presuroso hacia su habitación.
Hubiera podido ir con él, pero no quería
reconocer su fracaso, no tenía intención
de destruir el preciado fantasma de su
esposo.
Se tumbó lánguidamente en el sofá,
abandonada por completo a sus
reflexiones. Tenía la sensación de haber
conseguido una brillante victoria, y
quería que eso permaneciera en secreto,
que nadie llegara a saberlo nunca. Al
amanecer acudiría a la habitación para
encontrarse con Fabrice. Lina vez que su
marido estuviera completamente
convencido de que ella acababa de
abandonar los brazos de Lya,
seguramente eso mismo lo estimularía a
poseerla varias veces. Sería una
maravilla.
Se durmió abrigada por estos
pensamientos. Tenía una mano entre las
piernas y una sonrisa de niña dibujada
sobre sus hermosos y sensuales labios.

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