Burgess Anthony - Ernest Hemingway Y Su Mundo
Burgess Anthony - Ernest Hemingway Y Su Mundo
Burgess Anthony - Ernest Hemingway Y Su Mundo
Y SU MUNDO
Anthony Burgess
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PREFACIO
La reputación literaria de Ernest Hemingway apenas ha disminuido en los años
que han transcurrido desde su muerte. Todavía parece capaz de causar los shocks
estéticos que, en unos tiempos de innovación artística, sacudieron a sus primeros
lectores. Convirtió la narración en prosa en un medio físico limpio de todo lo que fuera
cerebral o fantástico, apto para el héroe hemingwayano: duro, estoico, resistente,
exhibiendo esa clase de valor hemingwayano que hemos aprendido a denominar
«elegancia en el sufrimiento». Ya establecido como uno de los más grandes escritores
americanos de su tiempo, fue muy imitado y resultó ser fácil de imitar. El mismo no
estuvo por encima de imitarse a sí mismo en los días malos. Pero esa verbosa
mecanografía que llaman prosa hemingwayana tiene poco que ver con el estilo terso de
sus mejores libros, un medio que dominó a la perfección a lo largo de años de pobreza
y dedicación ascética.
Hemingway, el hombre, era, al igual que sus libros, una creación, y una creación
muy inferior. Que difería de la mayoría de sus compañeros de profesión al ser un
hombre de acción, fuerte y atractivo, es un hecho verificable, pero Hemingway no
estaba satisfecho con la simple excelencia como cazador, pescador, boxeador y jefe
guerrillero. Tenía que convertirse a sí mismo en un mito homérico, lo cual significaba
posar y mentir, tratar la vida como si fuera una ficción, y, aun cuando algunas de sus
mentiras son transparentes (como la de irse a la cama con Mata-Hari), es difícil
deslindar su autofabricada leyenda, de una realidad menos deslumbrante, aun cuando
deslumbre bastante todavía. Conocemos a Hemingway, el hombre, no a través de
cartas o diarios, sino de historias contadas por sí mismo en bares, a bordo de barcos, de
safaris, historias recontadas a su vez por otros, reminiscencias que sirven para
alimentar la leyenda y que —haciéndose cada vez menos fiables según su personaje
queda atrás en el tiempo— aún continúan apareciendo.
Deseo también rendir tributo a un libro escrito por otro antiguo colega mío: el
profesor Arthur Waldhorn, del City College de New York. Su Reader's Guide to Ernest
Hemingway (Guía del lector de Ernest Hemingway) es el estudio crítico breve más útil
de la obra de Hemingway que yo conozco, y ha influido de forma saludable en la
visión un tanto ingenua de Hemingway que yo llevaba conmigo desde la adolescencia
hasta el momento de acometer esta corta biografía. Hay otros muchos libros sobre
Hemingway, hombre, obra o ambos, y doy las gracias debidamente ahora a todos
aquellos que he leído y encontrado de valor. Pero sería injusto si no diera voz, aquí y
ahora, a mi agradecimiento hacia estos dos genuinos hombres de letras, de uno no
genuino, aunque ostentara las plumas de Visiting Sénior Fellow en Princeton y, en
Nueva York, de Distinguished Professor.
Monaco
ERNEST HEMINGWAY Y SU MUNDO
Si el autor de The Sun Also Rises (Fiesta), A Farewell to Arms (Adiós a las
armas) y The Old Man and the Sea (El viejo y el mar) y de las historias de Nicks Adams
hubiera sido un yerbajo raquítico, asmático o tísico, vivenciando fantasías de hombre
fuerte en la literatura que producía, seguiría siendo uno de los grandes escritores
americanos. Pero no era un yerbajo. Medía un metro ochenta, tenía el pecho ancho, era
atractivo, vital, soldado, cazador, pescador, bebedor. Esta fusión de artista sensitivo y
original y hombre de acción musculoso ha convertido a Ernest Hemingway en uno de
los grandes mitos internacionales del siglo veinte. El mito se vuelve intrigante y
misterioso por la presencia, tanto en su arte como, en su personalidad, de una actitud
ambigua hacia la vida y la muerte, de un dudar de sí mismo que parece contradecir las
actitudes positivas asumidas en la guerra y de safari, de una genuina morbosidad
cuyas raíces son retorcidas y se resisten a quien quiera excavarlas. Pero los dos aspectos
más importantes del Hemingway público, el Hemingway de las anécdotas, anuncios de
cerveza en lata, lista de best-sellers *, segundo curso de literatura americana,
representan el entronque de genes y temperamentos paternos.
Rechazaba el interés de su padre por la ciencia y, hasta cierto punto, resistió los
intentos que hizo su madre para convertirle en músico. Quería que Ernest llegara a ser
violoncelista profesional, y de hecho llegó a tocar al violoncello piezas fáciles de
partituras de opereta y comedia musical con la orquesta de su escuela superior.
También cantó en el coro de la Third Congregational Church, pero, al igual que su
padre, nunca fue capaz de llevar una línea melódica. Posteriormente alardeaba de un
buen conocimiento musical e incluso acostumbraba a discursear (con cuánta autoridad
no lo sabemos) sobre el contrapunto. En París iba a causar ofensa al decir de la música
de George Antheil que él prefería a Stravinsky sin soda, un juicio de muy buen oído
sobre el «chico malo de la música», protegido de Ezra Pound, conocido hoy día
principalmente por sus triviales partituras para cine. En La Habana hizo una canción
para voz y acompañamiento de guitarra de su bar favorito y la tocaban sin fallo cada
vez que él entraba. Lo que probablemente heredó de su madre fue la preocupación por
el tono y el ritmo, que le iba a convertir en un estilista literario importante. No se puede
leer Ulises o Adiós a las armas sin darse cuenta de una preocupación por las palabras
en tanto que sonido, como también una capacidad estructural análoga a la de un
compositor musical. La madre de Ernest también tenía buen ojo para la pintura y, en su
edad madura, llegó a ser una pintora de fama regional. El gusto pictórico del hijo iba a
ser superior al de la madre y, mientras él hablaba de intentar hacer en novela lo que
Cézanne hacía en tela, los críticos invocaban a Goya en relación con algunas de sus más
negras pinturas en palabras.
El Oak Park de Hemingway era mucho más inocente que el Dublín de Joyce, y
tampoco podemos imaginarnos al joven Hemingway de noche, por las calles, gimiendo
como una bestia, deseando desesperadamente una mujer. Por supuesto que había
deseado vivamente algunas chicas y más tarde alardearía de que nunca había dejado
de conseguir una mujer si se le antojaba, pero es evidente que guardó su virginidad
bastante más tiempo que Joyce. La religiosidad de la ciudad mantenía a los niños
ignorantes de los hechos de h vida. Incluso un profesional de la Medicina como Ed
Hemingway estaba dispuesto a afirmar que la masturbación era un camino seguro a la
locura. Oak Park era proverbialmente el límite en que los bares acababan y empezaban
las iglesias. No había mujeres ligeras por allí, y las chicas de la escuela superior eran
respetables. El cuerpo de Ernest, de cualquier modo, estaba dedicado al atletismo
durante el curso y a los grandes espacios abiertos de Michigan en las vacaciones de
verano. Era una buena vida, sana y muy ruda, pero, inevitablemente, llegó un
momento en que el joven Hemingway quiso algo más que la llamada de las ardillas y
las limitaciones del feliz pero sofocante Oak Park.
Kansas City son dos ciudades. Hay una en el estado de Kansas, con una
población de cerca de 130.000 personas, y otra en el estado de Missouri, con casi medio
millón de ciudadanos. Es de esta última de la que normalmente se trata cuando se
habla o se canta acerca de Kansas City, y fue en esta última donde Ernest Hemingway
empezó como escritor profesional o asalariado. Hoy día Kansas City es un elegante
centro de comercio y cultura, con amplios bulevares, mucha arquitectura de estilo
español, hermosas villas, restaurantes donde mientras elegantes modelos exhiben alta
costura sirven los mejores filetes de buey del mundo, un enorme colegio de los jesuítas
y un suntuoso hotel que incluye toda una colina, con árboles y un riachuelo, en su
decoración. En 1917 era una ciudad en crecimiento, cuyo status de dura ciudad
fronteriza era aún memoria viviente, llena de pecado y crimen y una actitud cínica
hacia la ley, incluso entre los magistrados, y su Twelfth Street tenía tantas prostitutas
que la apodaban Woodrow Wilson Avenue (un artículo para cualquier bolsillo). Ernest
no se comprometió en alborotos ni en conquistas compradas; era un mero observador
del mundo de acciones violentas. Le pagaban quince dólares a la semana y un ejemplar
del manual de estilo del Star, el cual, en sustancia, le enseñó a escribir con el estilo del
Hemingway maduro. Brevedad, una reconciliación del vigor con la suavidad, un
enfoque positivo (decir lo que hay más que lo que no hay), ésas eran las reglas del Star.
Su tarea posterior fue adaptarlas a la creación literaria.
Kansas City le mostró la vida, pero pronto empezó a anhelar la vida más amplia
de la Europa en guerra, vida con peligro y muerte en ella. Ted Brumback, un
compañero aprendiz, no sólo tenía un ojo débil, sino que era de cristal y, con todo,
había pasado cuatro meses en el American Field Service, conduciendo ambulancias en
Francia. Estimulado por este precedente, Ernest cobró su última paga del Star el último
día de abril de 1918, y en mayo se paseaba a lo largo de Broadway, Manhattan,
fanfarroneando con su uniforme de subteniente honorífico. Estuvo en la Cruz Roja y
nunca combatiría oficialmente en ninguna guerra, pero el mito del Hemingway
soldado no tardaría en nacer. Escribía resonantes mentiras a sus amigos en Kansas
City, alardeando de que estaba teniendo un asunto amoroso con Mae Marsh, estrella
de El nacimiento de una nación, y se había pateado los 150 machacantes que su papi le
había dado como despedida en un anillo de compromiso.
Fue transportado, vía Bordeaux y París, y por el túnel del Monte Cenis, hasta
Milán. En el mismo día de su llegada, él y sus compañeros en la ambulancia se vieron
arrojados al horror de la guerra cuando una fábrica de municiones explotó y tuvieron
que recoger cuerpos y trozos de ellos, la mayoría de mujeres. Fue un profundo golpe
para un joven inocente que había matado un número mayor de lo normal de animalitos
inofensivos pero que nunca se había enfrentado a la muerte humana, y menos aún
muerte a tal escala y de una obscenidad tan gratuita. Al tercer día le enviaron, en un
grupo de veinticinco, a Schio, en los Dolomitas. La guerra continuaba en las colinas y
había muchos italianos heridos esperando ser evacuados. En Dolo, Hemingway
conoció a John Dos Passos, otro hombre de Chicago trabajando en ambulancias y
destinado, en opinión de Jean Paul Sartre, a ser el más grande de todos los novelistas
americanos. Ninguno de los dos, parece, retuvo el nombre del otro en ese encuentro,
primero de muchos. Los austríacos atacaban a lo largo del Piave, al norte de Venecia, y
los italianos estaban atrincherados en la ribera oeste. Se pidieron voluntarios para ir a
las cantinas de la Cruz Roja, en las pequeñas ciudades tras las líneas, y Ernest —quien,
como decían en Kansas City, siempre quería ir donde había acción— hizo que le
enviaran a Fossalta, un pueblo fuertemente castigado, río arriba.
Una noche calurosa y sin luna fue en bicicleta hasta un puesto de vanguardia y,
con casco y agachándose bajo el fuego cruzado, llevó cigarrillos y chocolate a los
hombres en las trincheras. Poco después de media noche los austríacos lanzaron un
proyectil a través del río —un bote de metralla de cinco galones relleno de fragmentos
de metal— y muchos italianos fueron alcanzados. Ernest recogió a un hombre que
gritaba de agonía y, en un arnés de bombero, intentó llevarle hasta el puesto de mando.
A unas cincuenta yardas una ametralladora austríaca le alcanzó en la pierna izquierda.
Cayó, se recuperó e hizo las últimas cien yardas con su carga aún viva. Entonces perdió
el conocimiento. Su casaca estaba tan empapada en sangre —la del hombre que había
salvado— que los camilleros pensaron en principio que estaba herido en el pecho. Le
llevaron a un cobertizo en donde había tantos hombres muertos o agonizando que,
como diría más tarde, le parecía más natural morirse que seguir viviendo. Al cabo de
dos horas le llevaron a un puesto médico de emergencia en Fornaci, donde le
extrajeron veintiocho de los cientos de fragmentos alojados en su pierna. Finalmente le
evacuaron al lugar de donde había salido seis semanas antes, el Ospedale Croce Rossa
Americana, en la via Alessandro Manzoni en Milán. Había dieciocho enfermeras para
sólo cuatro pacientes. La guerra se había acabado para Hemingway, aunque expresara
sus ardientes deseos de volver a ella tan pronto como su pierna estuviera bien. Era un
héroe. Había sido recomendado para la medalla italiana al valor. Era joven y atractivo;
exhalaba la poderosa sexualidad de los heridos de guerra. Tenía dieciocho enfermeras
de quienes enamorarse y se enamoró desesperadamente de la enfermera jefe, Agnes
Hannah von Kurowsky, una belleza de cabello oscuro, de Washington D. C.
Ella le correspondió con cauto afecto, pero como tenía casi treinta años quiso
evitar una relación demasiado profunda con un hombre joven que aún no había
cumplido los veinte. Hay testimonios de que le encontraba atractivo, y no era la única.
Aparte de su bien construido atractivo había una cierta madurez, una especie de
vitalidad autoritaria, nacida del peligro. Había sido puesto a prueba bajo el fuego y no
había fallado; estaba aprendiendo lo que era el amor; estaba incluso desarrollando una
filosofía sobre la muerte. Pensaba mucho en el canoso soldado de cincuenta y cinco
años que había conocido en el puesto de primeros auxilios, quien, cuando Ernest dijo
«usted es troppo vecchio (demasiado viejo) para esta guerra, papi», replicó: «Puedo
morir tan bien como cualquier hombre.» Conoció a Eric Dorman-Smith, oficial al
mando de las tropas británicas en Milán, quien le citó un fragmento de Henry IV, parte
segunda, que iba desde entonces a convertirse en una especie de amuleto para
Hemingway. Es Feeble, el «sastre de mujeres», quien, resignándose a ser reclutado para
la guerra por Falstaff, dice: «Por mi honor que no me importa; un hombre sólo puede
morir una vez; le debemos a Dios una muerte... y que vaya por el camino que quiera; el
que muere este año se libra el próximo.»
Exaltación, entusiasmo romántico.
La experiencia de la guerra en Italia, el amor por una enfermera de la Cruz Roja,
«elegancia en el sufrimiento», el contacto con una fe más vieja que la que había
conocido en la Third Congregational Church de sus padres en Illinois, el vino y la
sangre, la antigüedad de Europa, tales descubrimientos se tomaron su tiempo hasta
alcanzar la Gestalt (forma) de Adiós a las anuas, pero convirtieron a Ernest en una
especie de europeo. Nunca iba a escribir mucho sobre América, donde, decía, nada
sucedía en realidad; regresó a Oak Park insatisfecho, aunque festejado como héroe.
Deambuló por allí con su capa militar italiana, bebió vino, cantó viejas canciones del
Piave y no hizo nada para encontrar trabajo. Incluso su manera de hablar había
cambiado. Había adoptado, siguiendo a Dorman-Smith, una forma de hablar cortante
que iba bien con su lambdacismo crónico (una incapacidad para pronunciar la
consonante lateral, de forma que lilas en su boca se convertía en ninas). Soñaba con
Agnes y le escribía cada día, pero pronto se hizo evidente que ella se había enamorado
de un joven y atractivo napolitano. Ernest cayó en una ira sorda durante un tiempo. Sin
embargo, nada se había perdido en realidad. No era fácil que confundiera en adelante
el amor con el simple Schwarmerei "; un libro saldría de ello algún día. Mientras tanto,
expulsado de casa por su madre, que se quejaba de su costumbre de haraganear, se
alojó en Chicago. Allí se puso a escribir para la revista del Toronto Star y buscó en vano
un mercado para sus relatos cortos.
Gertrude Stein era uno de los exiliados americanos que intentaban depurar el
inglés, administrar shocks estéticos (que significaba forzar al lector a mirar al mundo
exterior como si fuera la primera vez) a través de una, tal vez, excesiva simplificación
del lenguaje. Hemingway, lo bastante joven como para ser su hijo, le mostró
humildemente su trabajo, un fragmento de novela, verso libre en el estilo «imagístico»
de Ezra Pound. Demasiada descripción porque sí, objeto ella, demasiados adornos:
comprime, concentra. James Joyce ya había resuelto, empezando en Trieste y acabando
aquí en París, su propia salvación estilística en Ulysses —un «libro jodidamente
bueno», dijo Hemingway cuando apareció en 1922—, en el cual la vieja retórica se ve
destrozada a través de la burla, la mente habla directamente en monólogo interior y los
fenómenos del mundo exterior son apresados con una aguzada percepción entonces no
aparente para todo el mundo. Ezra Pound, que había fundado el nuevo dialecto de la
poesía angloamericana en 1917 con su Homage to Sextus Propertius (Homenaje a
Sextus Propertius) y había dado a conocer a Joyce al mundo literario internacional (esto
es: parisiense), vio el talento del joven Hemingway. Le dio aliento y recibió a cambio
lecciones de boxeo.
Hemingway fuera a escribir, pero tosca por su explícita parcialidad política. Dos
Passos se inclinaba hacia el comunismo; Hemingway, pese a The Fifth Column (La
Quinta Columna) y For Whom The Bell Tolls (Por quién doblan las campanas), que
pertenecen al período de la guerra civil española, cuando todos los hombres de buena
voluntad se inclinaron por los republicanos, nunca se convirtió en escritor político, un
aspecto de su fuerza creativa. Pese a sufrir después los ataques de la izquierda
norteamericana por su hedonismo neutral, se mantuvo firme en el único derecho y
deber del escritor: mostrar las cosas y las gentes como son, no coloreadas por
ideologías. Con todo, los análisis políticos de la situación europea que cablegrafiaba al
Star eran harto sofisticados, también proféticos a veces. Toda su vida iba a ir por
delante de los comprometidos políticamente en su habilidad para ver las nacientes
formas de la política y los regímenes.
Hadley tenía tantas ansias de ir como él. Estaba harta de lo escuálido de su piso
en París, estaba inquieta; estaba embarazada. Ernest hablaba de la influencia
vigorizante de los toros en los niños aún no nacidos. Fueron a Pamplona, se sintieron
fascinados, quedaron encornados. Había barrocas procesiones religiosas, se bebía hasta
la borrachera, se bailaba el riau-riau, estaba el matutino correr de los toros de Villar con
cuernos de daga, a través de las empedradas calles, con los rientes y temerarios jóvenes
pamplónicas corriendo delante de los astados. Hemingway se convirtió en aficionado
in excelsis. Idolatró al torero Nicanor Villalta; si tenían un hijo lo iban a bautizar con el
nombre de Nicanor Villalta Hemingway. Escribió breves apuntes de las corridas,
vigorosos, sangrientos, imparciales más que brutales. Iban a quedar incluidos en In
Our Tune.
Por entonces empezaron a aparecer algunos libros, pero eran materiales de poca
monta, seudoartísticos, pienso para las tertulias: la dignidad y el provecho de un gran
libro publicado por una gran casa norteamericana parecía lejano e inalcanzable. El
volumen publicado por McAlmon era, desde luego, algo que llevarse de regreso a
América, a donde Ernest y Hadley tenían que volver ahora para que su hijo no naciera
en tierra extranjera. No a los Estados Unidos, sino al dominio de Canadá, con
Hemingway arruinado, trabajando de reportero en el Toronto Star, sufriendo
vejaciones y hostigamientos, considerado un engreído (había mostrado el libro de
McAlmon en la oficina) y, como castigo del nuevo y rudo editor, despojado de firma.
John Hadley Nicanor Hemingway nació a su debido tiempo (tal vez, después de todo,
lo de Villalta hubiera sido ir demasiado lejos). Edmund Wilson —aún no reconocido
como el máximo crítico literario de América— apreció el valor de la austera prosa de
Hemingway; Bird publicó In Our Time. El padre, esposo, esforzado periodista y
antiguo redactor de plantilla del Star, que, en enero de 1924, partió de nuevo hacia
París, tenía buen número de problemas por delante, pero ya no se podía decir que
fuera un literato bisoño.
John Hadley Nicanor fue apodado Bumby. Cuando aprendió a hablar ésta era la
dirección que tenía que dar si alguna vez se perdía:
«There Times»
Así es como me cantó la canción alguien que dijo que la había cantado. La
melodía, exacta o no, servirá.
Esa iba a ser, veinte años más tarde, la canción de marcha de los irregulares de
Hemingway cuando ayudaron o se anticiparon a la liberación de París. El París que
Hemingway recordaba era la ciudad de su idilio y matrimonio feliz, de la integridad
artística y la juventud optimista, que nunca recobraría. Era una libération nostalgique.
Porque ahora el trabajo era duro y el dinero escaso: Ernest volvió incluso a ser
sparring de boxeo. Estaba haciendo sombra un día en el estudio de Ezra Pound,
amagando golpes a un jarrón chino, cuando conoció a Ford Madox Ford. Ford era
probablemente el mayor novelista británico de su generación. Escribía demasiado,
como se ven obligados a hacer todos los escritores profesionales a menos que sean
autores de éxito e idolatrados como Hemingway. La mayor parte de su trabajo ya no se
imprime y puede ser olvidado (exceptuando la poesía, que tiene un alto nivel), pero
The Good Soldier (El buen soldado) y Parade's End (El final del desfile) son obras
maestras reconocidas. Fue también uno de los grandes editores de su tiempo, o de
todos los tiempos, y estaba iniciando una nueva revista en París, la transatlantic review
(este huir de las mayúsculas en letra impresa estaba de moda). Pound le dijo a Ford,
con su típica generosidad e indiscreción, que Hemingway era el mejor estilista en prosa
del mundo y, por tanto, debía ser un ayudante de editor natural para un estilista en
prosa menos fino, aunque también fino. Hemingway ayudó a Ford sin cobrar. Su
permanencia en la transatlantic, que finalizó con aspereza, es notable por un éxito
considerable: su triunfo en llegar a un acuerdo para la serialización de The Making of
Americans (Lo que hace a un norteamericano), de Gertrude Stein, y por el extraño
capricho de que Joyce y Hemingway publicaran bajo un título común Work in Progress
(Trabajo en progreso). De esto Joyce se iba a apropiar por completo para las
publicaciones fragmentarias en folletón del naciente Finnegans Wake (nombre sagrado
que no debía ser divulgado hasta que el libro estuviera acabado). Hemingway y Joyce
mantuvieron una generosidad mutua a lo largo de sus vidas, cosa rara en ambos. Joyce
diría más tarde:
«Es un buen escritor, Hemingway. Escribe tal como es. Nos gusta. Es un
campesino grande y poderoso, tan fuerte como un búfalo. Un deportista. Y listo para
vivir la vida sobre la que escribe. Nunca la hubiera escrito si su cuerpo no le hubiera
permitido vivirla. Pero los gigantes de esta clase son verdaderamente modestos; hay
mucho más detrás de la forma de Hemingway de lo que la gente cree.»
Hay que subrayar esta amistad, puesto que durante el tiempo de su trabajo para
la transatlantic review Hemingway estaba revelando rasgos muy poco amistosos. Sus
humores e irascibilidad eran comprensibles en un tiempo de esfuerzos y pobreza, pero
una amiga de Hadley notó agudamente algo más fundamentalmente peligroso: una
capacidad para revolverse contra los que le ayudaban, rencor, egoísmo, malignidad,
crueldad. Esta aguda observadora era Kitty Cannell, novia de Harold Loeb, expatriado
judío, cuyo máximo mérito era el haber sido el campeón de boxeo de los pesos medios
en Princeton. Loeb quería a Hemingway y Hemingway parecía querer a Loeb, pero
Kitty Cannel dio la alarma de una traición que pronto se vería realizada. Kitty también
avisó a Hadley, a quien consideraba un ángel por lo que aguantaba y sufría, de que su
esposo no era de fiar. Sus profecías tenían una base sólida y se realizaron tanto en la
literatura como en la vida.
In Our Time era un volumen de buen tamaño, con dieciséis relatos intercalados
con las viñetas que ya habían aparecido en (y puedo decir ahora que Hemingway
detestaba la recatada tipografía en minúsculas, pero dejó que Bird se saliera con la
suya) in our time. Nick Adams, uno de los personajes de Hemingway, aparece en
aquellos relatos basados en reminiscencias de la niñez, tales como Indian Camp
(Campamento indio) y Big Two-Hearted River (Gran río de dos corazones), hermosas
narraciones que sirven para confirmar donde residía, o reside, el talento de
Hemingway. Rara vez se puso a escribir deliberadamente una novela larga. Su método
era empezar con un relato corto y, si mostraba señales de querer expansionarse, dejarlo
llegar a término. Tal vez era esencialmente un miniaturista. Las viñetas se inspiraban
en observaciones más recientes que las de los bosques de Michigan:
Los Murphy -—Gerald y Sara—, «gente estupenda» de los años veinte, cuyo
estudio en París se convirtió en el hogar de los Hemingway mientras trabajaba en Men
Without Women. Aquí aparecen con Hadley y el novelista John Dos Pasos, en
Schuruns, Austria, el invierno de 1925 desnudo, objetivo, «no-literario». Era una
música nueva y como tal fue reconocida. Los críticos respondieron, pero el público, en
general, no, todavía no. Por lo que se refiere a The Torrents of Spring es puro
Hemingway por la ineptitud de su parodia. Sherwood Anderson dijo que un parodista
auténtico, como Max Beerbohm, podía haber dicho todo aquello en un par de páginas.
Él, el más bondadoso de los hombres, fue demasiado benévolo. El criterio general de la
época se anticipó al de la posteridad. El único autor al que Hemingway fue capaz de
parodiar fue a él mismo.
Había otro amigo, bien capaz de urdir su propia inmortalidad, y era Scott
Fitzgerald, autor de gran habilidad y delicadeza, laureado de la Era del Jazz, a la que
bautizó si no inventó de hecho, con el éxito, ya tras él, de The Great Gatsby (El gran
Gatsby), que algunos han llamado la única novela americana perfecta. Tanto él como su
mujer, Zelda, eran desenfrenados, derrochadores y bebían mucho. Eran ultrajantes,
pero nunca soeces; disolutos, pero siempre elegantes. Iban almacenando ya los
materiales para su posterior, trágica y espectacular caída. A Hemingway no le gustó en
absoluto Zelda, que le parecía dura y depredadora y (lo que sí era) celosa del talento de
su marido, Fitzgerald, que si era responsable en su arte, era irresponsable en casi todo
lo demás. Por ejemplo, la vez en que Morley Callaghan, a quien Hemingway había
conocido en el Toronto Star y que iba a conseguir renombre como el mejor escritor de
ficción de Canadá, visitó París y boxeó con Hemingway. Aunque era diez centímetros
más bajo, menos pesado y estaba mal preparado, Callaghan se defendió bien con el
peso pesado de metro ochenta de alto. Fitzgerald controlaba el tiempo. Hemingway se
lanzó contra Callaghan. Callaghan le alcanzó de lleno en la mandíbula y le tiró al suelo.
Entonces Fitzgerald dijo: « ¡Oh, Dios mío!, he dejado que el asalto durara cuatro
minutos de más.» Nunca se perdonó la negligencia y, por supuesto, no fue el único.
The Sun Also Rises fue creada básicamente con los sucesos de la fiesta de
Pamplona en 1925, cuando Hemingway y Hadley estaban allí con lady Duff, Harold
Loeb, Pat Guthrie (un alto y sediento escocés que era amigo más que amante de su
señoría), Bill Smith (viejo amigo de Hemingway de los tiempos de Oak Park).
Hemingway pontificaba sobre el arte del toreo mientras bebía vino, pero durante una
de las sesiones de aficionados, Loeb agarró a uno de los toros por los cuernos y realizó
una carrera acrobática cruzando el ruedo. Esto puso celoso a Hemingway. Además,
desarrolló una actitud posesiva hacia lady Duff, que se manifestaba no en un deseo de
hacer el amor con ella —aunque ella estaba harto deseosa—, sino en un fuerte
resentimiento por el aparente éxito de Loeb con ella al principio del verano. Su actitud
era como la del perro del hortelano y debía de tener algo que ver con el cercano
rechazo de Hadley. El campo amoroso no estaba exactamente abierto de par en par
para Hemingway, pero él era una especie de guardián de la entrada. Lo que parece que
le impulsó a escribir esta primera novela fue un amasijo de emociones que tenían que
encontrar su catarsis, en las cuales la culpabilidad, la animosidad y la veleidad se
codeaban. Así Harold Loeb se convierte en Robert Cohn, el «amigo tenista» del héroe,
un personaje tal vez pensado para ser detestable, pero que —como el arte es más
compasivo que las personas— de hecho es simple y conmovedoramente cómico. Lady
Duff se convierte en lady Brett. Hemingway se convierte en Jake Barnes (en los
primeros borradores Hem o Ernie), un periodista con una herida de guerra que le hace
físicamente incapaz de amar, enamorado sin esperanza de Brett. La ficticia asunción de
impotencia es interesante; la herida de guerra dramatiza una deficiencia sexual o
bloqueo sicológico que es la otra cara de la moneda del rudo e hirsuto hombre de
acción.
Los personajes de Hemingway llevan una vacía vida alcohólica en París; luego,
en Pamplona, se ven envueltos en el ritual regenerativo y purificante de la corrida. Hay
algo del The Waste Land (La tierra yerma), de Eliot, en el libro, pese a que Hemingway
—que lo leyó cuando apareció por primera vez en 1922— nunca profesó al poeta
ninguna admiración ni siquiera comprensión. Jake es una especie de Fischer King,
consciente de la aridez de la vida sin amor, pero herido, separado de la realización de
su deseo como cualquier Prufrock. La salvación depende del sacrificio, no el de la misa
(Jake es católico, como Hemingway, que alegaba haberse convertido en Italia, lo era de
nombre), sino el de un ritual en el que corre sangre de verdad. Bastante sangre corrió
en la guerra, pero el conflicto del hombre y el toro elige la confrontación con la muerte
y, en cierto modo, controla a la muerte. Todo esto es, desde luego, una simplificación
grosera.
«Antes de que llegaran estos ricos ya se nos habían infiltrado otra clase de ricos,
utilizando el más viejo truco que hay. Una mujer joven, soltera, se convierte
temporalmente en la mejor amiga de otra mujer joven, casada; va a vivir con el marido
y la mujer y, entonces, como quien no quiere la cosa, inocentemente y sin tregua, se
dedica a conseguir casarse con el marido... El marido tiene dos mujeres atractivas a su
alrede dor cuando acaba el trabajo. Una es nueva y extraña y, si tiene mala suerte, llega
a amarlas a las dos...
«Cuando volví a ver a mi mujer, en pie al lado de las vías, al entrar el tren en la
estación entre las pilas de madera, deseé haberme muerto antes que amar a otra mujer.
Sonreía el sol sobre su bella cara bronceada por la nieve y el sol, sus rasgos tan
hermosos, su cabello de cobre brillante, dejado crecer en libertad durante todo el
invierno, salvaje y hermoso, y míster Bumby, en pie a su lado, rubio y regordete con
mejillas de invierno... Yo la amaba a ella y sólo a ella y pasábamos un maravilloso
tiempo mágico cuando estábamos solos. Trabajaba bien y hacíamos largas excursiones,
y yo pensaba que éramos invulnerables de nuevo... Este fue el final de nuestro primer
período en París. París no iba a ser nunca el mismo otra vez...»
Empezó a sentir añoranza por América, no por un sitio concreto como Oak Park,
al cual no tenía ningún deseo de regresar, sino por sus amplios, vastos espacios verdes,
y animales y ríos. La añoranza llegó en el momento justo: Pauline estaba embarazada y,
como Hadley años atrás, necesitaba tener a su hijo en tierra patria. Antes había sido
Canadá, ahora iba a ser la punta opuesta del continente. John Dos Passos les envió allí,
locamente enamorado de la belleza de los cayos de Florida, especialmente de Key
West. Key West se convirtió en el primer hogar norteamericano del Hemingway
maduro.
En París había profesado, con reticencia, una devoción al arte, sin parangón
entre los estetas de café, pero su actitud había sido la de un rudo y sudoroso filisteo. En
Key West su objetivo fue no aparecer como un gran escritor entre los marineros y
pescadores, sino mostrarse como un misterioso y peligroso hombre del Norte, un gran
traficante de alcohol o jefe de distribuidores de droga. Musculoso, tosco, con la cicatriz
del tragaluz en la sien, de lenguaje blasfemo, le entusiasmaba que le tomaran por
cualquier cosa excepto por un escritor. Este repudio de una gran vocación se encuentra
frecuentemente entre artistas anglosajones, aunque es raro entre los franceses. Sir
Edward Elgar, en la cúspide de su poder y fama, parecía incluso avergonzado de haber
escrito música grande: se exhibía desafiante en las carreras, un hombre del mundo de
los caballos, mientras The Dream of Gerontius estaba siendo representada en el
Queen's Hall. Los libros de Hemingway iban a conseguirle la comodidad para ser un
hombre de acción a plena dedicación, convirtiendo toda su madurez en una especie de
hinchado verano infantil en los bosques de Michigan. Pero en Key West encontró algo
más grande que aquellos bosques: el ancho y profundo mar, atestado de tarpones,
castañetas rojas, caballas y barracudas. Se convirtió en un apasionado pescador.
El parto de Pauline fue penosísimo. Un niño que se llamaría Patrick fue extraído
por operación cesárea en 1928, mientras Hemingway escribía sin pasión la muerte de
parto de la heroína de su novela.
Sus rizos de oro, el tiempo había vuelto de plata; Oh tiempo tan rápido, oh
rapidez que nunca cesa; Su juventud, contra tiempo y edad, había mostrado su
desprecio,
Adiós al amor...
Diez años después del final de la Primera Guerra Mundial, las novelas
referentes a la guerra comenzaron a aparecer —Her Privates We, de Frederic Manning;
All Quiet of the Western (Sin novedad en el frente), de Erich Maria von Remarque;
Deat of a Hero (Muerte de un héroe), de Richard Aldington—, junto con memorias de
guerra como la de Robert Graves, Goodbye to All That (Adiós a todo eso) (otra canción
popular saldría de ésta: «Acostumbrada a soñar, acostumbrada a hacer planes... adiós a
todo esto...»). La larga gestación había sido tan necesaria para Adiós a las armas como
para las otras, pero Hemingway tenía que depurar su sistema no sólo de la guerra en el
frente italiano, sino también de su no consumada pasión por Agnes von Kurowsky.
Agnes queda transformada en la enfermera británica Catherine Barkley y corresponde
al amor de Frederic Henry, un Hemingway que ha combatido de verdad e incluso
vivido la retirada de Caporetto. Ella muere de parto, reforzando así uno de los temas
centrales del libro, la unidad de la vida y la muerte (soldados en retirada, con cajas de
cartuchos bajo los capotes, marchan «como si estuvieran preñados de seis meses»).
Tenemos, en la superficie, una muy romántica historia de amor que acaba como todas
estas historias deben acabar, con la muerte de uno de los amantes; pero tenemos
también, en prosa muy hermosa, una compleja afirmación sobre la naturaleza del
compromiso humano, presentado contra un fondo de guerra vívidamente captado.
Con esta novela Hemingway alcanzó lo mejor de ambos mundos: consiguió una
calidad artística tal vez superior a Fiesta, y se convirtió en un escritor muy popular.
De hecho, sólo a los tres años de la publicación del libro empezó a llegar a un
público en absoluto aficionado a leer, pero muy a punto para una ficción romántica
más directa. Adiós a las armas fue llevada al cine por primera vez en 1932, con Gary
Cooper como Frederic, Helen Hayes como Catherine y Adolphe Menjou como el
capitán italiano Rinaldi. En tributo al gusto popular, el film acababa con una Catherine
viva, para disgusto de Hemingway, e iniciaba toda una insatisfactoria saga de malas
películas de Hemingway. En 1958 hubo una adaptación más hábil y menos transigente
de Adiós a las armas, con Rock Hudson, Jennifer Jones y Vittorio de Sica (dirigidos por
Charles Vidor), pero no podían igualar en lenguaje visual la claridad de la prosa de
Hemingway. No se necesitaba mejor prueba de la naturaleza esencialmente «literaria»
del trabajo de Hemingway que una larga sucesión de mediocridades cinematográficas
basadas en su obra. Lo que, en una lectura superficial, parece ser un argumento
desnudo, con terso diálogo cinematográfico, resulta ser un muy trabajado artefacto
verbal en el cual el significado reside totalmente en los ritmos del lenguaje. The Killers
(Los asesinos) es el único film de Hemingway con categoría y era el único que
Hemingway quería ver: lo hacía regularmente en Cuba en el proyector de su casa,
aunque normalmente se dormía durante la segunda bobina.
Hemingway tenía ahora treinta años, y los tristes años treinta del mundo
estaban empezando, con el cacofónico preludio de la quiebra de Wall Street (él se
preocupaba del efecto que la quiebra pudiera tener en la venta de sus libros, pero a
partir de estos años sus novelas iban a ser siempre grandes best-sellers). Había
consumido mucho de su pasado en novelas y relatos, y de ahora en adelante iba a tener
que permanecer en el presente. Los años veinte habían sido una época extraordinaria
para todas las artes, y una ciudad por encima de todas las demás parecía haberla
nutrido: el París del cual regresaban los americanos a casa había sido la Meca de la
creación, diversa y brillante. Incluso los aficionados adinerados y los fracasados
pretenciosos habían prestado sabor al tiempo y el lugar. ¿Qué hubiera sido París sin
hombres como Harry Crosby, fundador de la Black Sun Press, seductor, borracho, mal
poeta, suicidado sensacionalmente en New York en 1929, o de los escritores y pintores
sin nombre que hablaban como genios y excretaban basura polícroma? París no poseía
una magia que proporcionara talento a los que no lo tenían: había simplemente
proporcionado un ambiente en el cual el arte se tomaba en serio, una tradición de
hermandad entre los artistas, y, no menos importante, un favorable número de francos
por cada dólar. París había presidido el Movimiento Moderno que se expresaba como
un rechazo de la doctrina del Hombre Liberal, el hombre progresando, dominando su
medio, encontrando la salvación en la ciencia y la organización racional de la sociedad.
El optimismo de la Europa liberal se había ido a pique con la guerra. Los instintos
humanos iban a ser ahora más importantes que la razón: el Hombre Natural o Animal
o Inconsciente reemplazaba el Uebermensch de H. G. Wells y la abierta conspiración
del intelecto planificados Los hombres que salieron de la guerra estaban hastiados,
pero sólo de lemas gastados; tenían energía suficiente para construir un arte nuevo
basado en el rechazo de la herencia de antes de la guerra. Todo tenía que ser hecho de
nuevo: el lenguaje de la literatura, las sonoridades de la música, la fenomenografía de
las artes visuales. En literatura, James Joyce (exiliado crónico, no simple expatriado) iba
a permanecer en París hasta su caída en 1940 y empujar el modernismo hasta el límite.
Finnegans Wake se publicó en 1939 y significa una conclusión muy adecuada a la era
de entre deux guerres. Pero Hemingway, que encontró su lenguaje en París y ya estaba
satisfecho con él, estaba destinado al éxito en un ambiente en el cual sólo pudiera
representar una cierta corrupción moral o estética. Escribió cosas de calidad después de
Adiós a las armas, pero, al revés de Joyce, no deseaba descubrir nuevos caminos.
Key West se convirtió en el hogar. Era una isla calurosa y húmeda, refrescada
por los alisios del Atlántico, con bares baratos para los marineros, restaurantes
españoles, cocoteros y viejas casas blancas de una cierta elegancia decadente. Era un
antiguo territorio de piratas, pero las aguas estaban ahora llenas de tráfico legítimo.
Había un bar sinónimo del más conocido en La Habana (a sólo cien millas de distancia)
—Sloppy Joe's—. Carmen Miranda le iba a dedicar una canción, Bing Crosby iba a
cantar sentimentalmente «Nos veremos en C.U.B.A.». Cuba era zona de recreo
norteamericano en aquellos días; pronto iba a parecerle más simpático a Hemingway,
más echt que Key West. Pero, mientras tanto, Key West y la vieja casa de piedra que el
tío de Pauline les dio como tardío regalo de boda, era un buen lugar al que regresar
después de pescar tarpones en las aguas de las Tortugas o de cazar osos en Wyoming.
El libro que estaba intentando escribir por entonces era Death in the Afternoon
(Muerte en la tarde), un extenso estudio sobre la metafísica de la corrida, publicado en
1932. Efectuaba frecuentes viajes a España, donde una revolución estaba en marcha,
aunque no se le permitía que interfiriera con las corridas. El clero que Hemingway
encontraba en voy age —curas españoles exiliados de México, donde habían tenido su
propia revolución— temían que las turbas republicanas estuvieran violando monjas y
quemando iglesias. Pero Madrid, aunque ciento por ciento republicana, parecía en
orden aunque ruidosa. Como católico de nombre, Hemingway hubiera debido estar del
lado de los carlistas que hacían rugir Pamplona con el grito de ¡Viva Cristo Rey!, pero
su nominalismo no le impedía estar (del todo apolíticamente) del lado del pueblo,
largo tiempo tiranizado, ahora exultante en lo que iba a demostrarse era una libertad
muy transitoria. Para los verdaderos católicos y los católicos anglicanos de
convicciones liberales era un tiempo muy conflictivo. La Iglesia española nunca había
estado separada de la grave desigualdad secular y corrupción gubernamental; uno
tenía que odiar a los curas y obispos junto con la monarquía depuesta. Algunos
católicos anglosajones, como el poeta sudafricano Roy Campbell, iban a ser lógicos,
luchando por Franco cuando llegó el momento. Otros, como Evelyn Waugh, iban a
exhibir una prudente reticencia durante el conflicto. Hemingway iba a apoyar al
pueblo español sin beligerancia activa, la máquina de escribir Remington era más
potente que el fusil Remington. Su catolicismo, siendo nominal, podía dejarse en
suspenso temporalmente o incluso definitivamente sin excesiva ansiedad espiritual. Iba
a ser lúcido sobre toda la situación española, viendo en el breve paraíso republicano
poco más que una proliferación de burocracia y no demasiada mejora para la mayoría
del pueblo común. Entre tanto, el culto al toro corría más profundo que la política.
Con todo, hay en Muerte en la tarde una buena dosis de información sólida
sobre el arte del toreo, junto con las disquisiciones, un tanto divagantes, del autor sobre
la naturaleza de la vida y la muerte. Sostenía que conocía la actitud de los españoles,
especialmente los castellanos, hacia estos dos compañeros de cama, la interminable
oscuridad o vacío o nada que sigue al breve espacio de sol. En un relato corto,
magistral, llamado «A Clean Well-Lighted Place» (Un lugar limpio y bien iluminado),
presenta muy vívidamente este evitar la nada en la imagen del camarero que se
regocija en el limpio y bien iluminado restaurante en el que trabaja y no quiere salir
filosofía en palabras. La vida es demasiado corta para todo, excepto para la única cosa
que puede desafiar a la muerte: la dignidad humana. Pero también es posible sacar el
máximo partido de la muerte convirtiéndola en un sirviente, haciéndola realizar su
trabajo cuando la llamemos, aprendiendo el arte de matar para poder cantar a la
muerte en la forma en que se canta una canción. Este matar no debe ser en un campo
de batalla o en un matadero. El toro es escogido como víctima porque es grande y
fuerte y dotado de libre albedrío como todo aquello de mayor importancia que Dios
creó. Hay incluso en él una divinidad que se eleva hasta el Mithraísmo. Puede decidir
matar y el matador corteja deliberadamente la posibilidad de su propia muerte en un
gesto de orgullo humano y divinidad y desafío. Triunfo y tragedia están unidos en el
ritual, que tiene sus raíces en antiguas doctrinas paganas de valor y virtud humanas.
Hemingway va a veces demasiado lejos. No parece ver que, para la mayoría de los que
se amontonen en la arena, los toros son satisfactorios por la certeza de heridas graves y
a menudo la muerte, que los espectadores aúllan pidiendo sangre tan innoblemente
como cualquier turba romana mirando con ojos desorbitados cómo los leones
hambrientos despedazaban a los cristianos. Cuando el toro le saca las tripas al caballo
del picador, es, dice Hemingway, un simple entreacto cómico en la tragedia púrpura
que lleva hasta el momento de la verdad. Antropomorfiza al toro bravo convirtiéndolo
en un héroe imposible que no se rebaja a gemir o rugir. Hemingway hace que la
corrida exteriorice algunos movimientos de su propia alma. La obsesión por la muerte
y el matar parece nacer de la culpabilidad, y adivinamos que aún no ha superado su
abandono de una esposa amada. Hay una cierta historia, expresada en una escritura
vaga y repetitiva, poco característica, así como en un desfile gratuito de imágenes de
destrucción goyescas. Parece que quiera que el lector se sienta sucio e incómodo
porque es así como él mismo se siente.
No podía ofrecerse para sacar las tripas a bofetadas a Gertrude Stein, que decía
cosas desagradables de él en sus memorias, The Autobiography of Alice B. Toklas
(Autobiografía de Alice B. Toklas) (miss Toklas era la amiga y compañera de miss
Stein). La autora señalaba que Hemingway había tomado su estilo de ella misma y de
Sherwood Anderson, y decía también que ese vástago un tanto escandaloso era
«amarillo». Hemingway replicó que ella era «homosexual y sólo le gustaban los
homosexuales», y en lo que respecta a él, él no era «homosexual», él tenía cojones, y,
además, sabía escribir, iba a sacar una gran colección de nuevos relatos, Winner Take
Nothing (Ganador no lleva nada), para demostrarlo, y que Dios les maldijera a todos
juntos. Para demostrar su capacidad sexual empezó a colaborar con rudos y escabrosos
artículos para una nueva revista para hombres, una con pelo en pecho de verdad y
cojones auténticos, aunque su título fuera lamentablemente edulcorado y gentil por no
hablar de su viscoso esnobismo: Esquire. Ya les enseñaría a los bastardos. Durante todo
este tiempo Pauline siguió siendo una buena esposa y fiel camarada y le dio otro hijo
que añadir a los dos existentes de dos esposas distintas. Desgraciadamente existía una
vieja superstición sobre que un hombre que no podía engendrar hijas era algo menos
hombre, pero dejemos eso a un lado; había tiempo de sobra para tener hijas. La
primera esposa, Nadler, disminuyó el sentido de culpabilidad de Ernest por haberla
abandonado, casándose con Paul Scott Mowrer, el nuevo editor del Chicago Daily
News. El camino pronto quedaría libre para la segunda deserción de Hemingway,
cualificada, como la primera, por una especie de fidelidad, ya que la tercera esposa
también iba a ser una mujer de St. Louis.
Por el momento, Pauline era la esposa adecuada, porque estaba bien dispuesta a
acompañarle a Africa a matar animales salvajes.
Hemingway había tenido el costoso safari metido en la cabeza desde hacía más
o menos un año. No era sólo una cuestión de curiosidad por el oscuro continente; había
empezado a desarrollar una especie de filosofía del heroísmo y ésta tenía que ponerse a
prueba en la acción. Todas las fronteras americanas estaban ya ganadas, la era de Matty
Bumppo había terminado. No siempre se podía disponer de una guerra importante
para poner a prueba la entereza y el dedo rápido. Los toros eran una actividad
indudablemente heroica, pero había que ser torero y, a poder ser, español para
dedicarse a ella. Hemingway había hecho lo que había podido por la corrida (afirmaba
el haber visto matar a más de mil toros antes de escribir Muerte en la tarde\ pero que
siempre había estado en los tendidos, nunca en la arena. En Africa podría actuar
directamente, no por intermediario. Cierto, había desafiado las aguas profundas y los
grandes peces, pero los peces no eran carne de la propia carne, como los toros. Los
leones eran, proverbialmente, incluso más nobles y más peligrosos que los toros. Por
tanto, tenía que ir a Africa y matar algunos.
Ernest y Pauline aterrizaron en Mombasa hacia finales del otoño de 1932, luego
hicieron el largo viaje en tren hasta Nairobi. Desde allí se dirigieron a Machakos, en las
Mua Hills, donde el gran cazador blanco Philip Percival estaría pronto preparado para
acompañarles en el safari. Los dos hombres se cayeron bien. Percival era cortés,
valiente y contaba estupendas anécdotas sobre la caza. Hemingway tenía que llevar
lentes para disparar, pero era rápido y estaba deseoso de aprender, también
encantador, también humilde. La humildad iba a desaparecer, naturalmente, según
desarrollaba su habilidad para matar kongonis, impalas, pintadas y gacelas. El
ayudante, M'Cola, no se sentía impresionado por Hemingway ni en realidad por
ninguno de los hombres que participaban en el viaje, pero tenía una gran opinión de
Pauline, que tenía más o menos su talla y a quien llamaba mama. Pauline fue la
primera que disparó a un león, pero Ernest, tirando con su «Springfield»
inmediatamente después de ella, lo derribó, mientras ella sólo lo había tocado. M'Cora
o M'Cola y el resto de los porteadores juraron que el león era de Pauline: Mama piga
simba. Cantaron la canción del león y la llevaron a hombros por todo el campamento.
A Hemingway esto no le gustó demasiado: los otros no tenían que hacer trampas.
Pero consiguió lo que, sin ninguna duda, era su propio león un poco más tarde,
alcanzándolo justo en el cuello. Sintió orgullo por la hazaña, pero también vergüenza.
Las moscas descendieron sobre la copiosa sangre de la bestia; la hermosa, soberana
criatura con su oscura melena y los músculos aún crispándose bajo la piel tostada había
sido profanada; su herida era un nido obsceno de escandalosas moscas. Y él,
Hemingway, era el responsable de su degradación. Tenía que ser castigado. Por tanto,
le atacó la disentería amibiana. Luego se le desarrolló un prolapso del intestino
delgado. Tuvieron que llevarle en avión, con sufrimiento y dificultad, a un hospital en
Nairobi para que le inyectaran emetina. Pronto se encontró mejor y aún mejor cuando
supo que su libro de relatos Winner Take Nothing se estaba vendiendo bien. Hay que
estar siempre a las duras y a las maduras.
Había que aceptar las moscas tsé-tsé y las serpientes y las malditas y cobardes
hienas (con todas sus réplicas en el mundo de las letras) junto con la excitación de
derribar rinocerontes y búfalos (que era como la excitación al acabar un libro, sólo que
más fácil de conseguir). Y también había que aceptar el desengaño de no matar un
kudu tan grande como el del vecino. Con todo, cuando llegaron las lluvias y todo
acabó, tuvo que admitir que lo había hecho bastante bien. También había conseguido,
aunque eso estaba por venir, un libro aceptable de toda aquella aventura y tal vez sus
dos mejores relatos cortos.
En el film «Las nieves del Kilimanjaro» (1952, dirigido por Henry King, con
Gregory Peck, Susan Hayward y Ava Gardner) el irónico final feliz de la visión
agonizante de Harry —la conquista de la montaña—, «ancha como todo el mundo,
grande, alta e increíblemente blanca bajo el sol», queda suavizado en un rescate, una
operación quirúrgica con éxito y Harry listo para el «nuevo comienzo». Pero el final tal
como fue escrito es inmensamente más poderoso, aunque no hay esperanza de
regeneración, Harry se enfrenta a su fracaso para servir a la vez al arte y a la vida sin
autocompasión, con comprensión, sometiéndose al destino, habiendo por fin
«quemado la grasa que envolvía su alma». Harry puede ser interpretado como una
especie de Fitzgerald que hubiera sido dotado con la percepción estoica de un
Hemingway, pero también puede entenderse como una especie de Hemingway
corrompido por los atractivos del papel de hombre de acción, descuidando su
verdadera vocación mientras los buitres y hienas del tiempo devorador se acercan.
De cualquier modo se sintió forzado a publicar algo que llevaba el aroma de una
declaración política después del Gran Huracán en agosto de 1935. Fue un desastre que
simplemente rozó Key West, dejando al «Pilar» encabritado pero a salvo en aguas
revueltas; la devastación real fue causada en Key Largo, Islamorada, y Upper y Lower
Matecumbe Keys. Hemingway estaba ansioso por llegar hasta la escena del desastre y
ayudar en lo que pudiera, y en el bote de un marinero llamado Bra Saunders alcanzó
Lower Matecumbe. Lo que encontró era horroroso. Siguiendo la política de «cebar la
bomba» 1 del presidente Roosevelt estaban en curso trabajos públicos para veteranos
de guerra en la península de Florida y los obreros vivían en campamentos. El huracán
mató alrededor de mil de estos obreros, así como gran número de pescadores y
habitantes de Florida, empleados en el negocio turístico. El horror quedó resumido
para Hemingway en una visión en particular: dos chicas que habían llevado una
estación de gasolina, ahora muertas, «desnudas, tiradas entre los árboles por el agua,
hinchadas y malolientes, los pechos tan grandes como globos, con moscas entre las
piernas». Pero la prensa de izquierdas vio en la simple abstracción del número de
trabajadores muertos, amontonados en un campamento sin protección adecuada contra
la ira de los elementos, un argumento poderoso contra la falta de sensibilidad y la
ineficacia del gobierno. La revista New Masses telegrafió a Hemingway pidiéndole un
artículo sobre el desastre y él respondió con un amargo ataque contra los burócratas de
Washington.
Este artículo —«Who Murdered the Vets?» («¿Quién asesinó a los veteranos?»)
— les pareció a muchos un signo de la conversión de Hemingway a la causa
revolucionaria, pero él se apresuró a decir en privado que su buena voluntad al escribir
para New Masses no indicaba ningún cambio de opinión hacia un rebaño de rojos o
medio rojos que habían condenado continuamente su trabajo por «ignorante de lo
social», pero que no habían perdido un minuto en acudir a él, que había tenido el valor
de ir a ver el desastre del huracán por sí mismo, cuando habían necesitado un pedazo
de verdad palpitante. En cuanto a uno de los editores, un tal Robert Forsythe, que
había tratado sus escritos con ejemplar desdén, estaba completamente dispuesto a
partirle la mandíbula en pedazos al bastardo la próxima vez que se encontraran. Por
otro lado, un joven y honrado izquierdista envió una impulsiva carta a Ernest,
rogándole que escribiera sobre la justicia y la verdad y que abandonara su bronco y
solitario estoicismo, y recibió una amable respuesta diciendo que el autor lo pensaría.
Y, de hecho, si que pensó sobre ello. Fue más allá: produjo una novela con cierta
medida de «conciencia social» en ella. Fue To Have and Have Not (Tener y no tener)
(1937), la única de sus novelas con escenario norteamericano, cuyo mismo título
proclama que el autor era consciente de la injusticia y desigualdad en el mundo. Pero
no ha habido trabajo más inadecuado para ser adoptado por la izquierda como
herramienta de propaganda para una acción reformista colectiva. El héroe es Harry un
curtido lobo solitario y cuyos rasgos serán, para los cinéfilos, eternamente los de
Humphrey Bogart, del mismo modo que la señora Morgan será por siempre más
Lauren Bacall (o señora Bogart). Harry Morgan, pese a su nombre, no es un pirata, pero
nos lo presentan como un hombre decente y sin escrúpulos con un bote para alquilar,
tan dispuesto a dar acomodo a una expedición de pesca como a asesinar a un
contrabandista chino. Es un hombre solitario y también un hombre que ha sido
engañado y tal vez lo uno tiene algo que ver con lo otro. El gran tema del primer
Hemingway era la posibilidad de que el hombre se labrara su salvación solo, firmando
una «paz por separado», pero el Hemingway de finales de los años treinta no parece
estar tan seguro de esta filosofía. Morgan dice en un momento: «No tengo barco, ni
dinero, no tuve educación... Todo lo que tengo son mis cojones para ofrecer», pero sus
últimas palabras, muy citadas, son: «Un hombre solo no tiene una maldita jodida
posibilidad.» Esto se convirtió en una especie de eslogan para aquellos miembros de la
izquierda norteamericana que, aunque sólo fuera por prestigio, querían que
Hemingway estuviera de su parte.
Desgraciadamente, Morgan carece totalmente de «conciencia social» de la clase
ortodoxa. Sólo puede abrirse camino en el mundo utilizando la violencia (que la
izquierda creía inocentemente era el monopolio de la derecha); como cualquier
capitalista todo lo que hace es por el beneficio. Cuando el joven revolucionario cubano
Emilio vocifera contra la tiranía del capitalismo imperialista, él le grita: «Al infierno
con sus revoluciones. Todo lo que tengo que hacer es ganarme la vida para mi familia y
no puedo conseguirlo. Luego va y me habla de su revolución. Al diablo con su
revolución.» La gente que le impide ganarse la vida es diversa y, en términos de
izquierdas, mal seleccionada: el rico que le engaña, el revolucionario que le traiciona, el
aduanero de los Estados Unidos que le mata... Si Morgan tuviera dinero haría su paz
por separado de inmediato. Pero es de presumir que muchos izquierdistas llenos de
buenos deseos tenían una cómoda imagen de un Harry lo bastante descontento y
frustrado como para escuchar una homilía marxista o leer un panfleto sobre los
principios del materialismo dialéctico. Y, ciertamente, está rodeado de suficientes
náufragos de la sociedad capitalista como para justificar la creencia de que Hemingway
estaba dando rienda suelta a una protesta tan política como la de «¿Quién asesinó a los
veteranos?»
Su máximo era muy limitado. Hablar en pública fue la única actividad ante la
que expresó terror. Pero dijo unas palabras en París, en la librería de Sylvia Beach
(Joyce estaba allí, silencioso, apolítico, librando su propia guerra interior) y en Nueva
York se dirigió al Congreso de Escritores, asegurando que el fascismo era intolerable
para cualquier hombre de letras que se negara a mentir. The Spanish Earth se exhibió,
con el conciso comentario de Hemingway, en lugares influyentes. Incluso se pasó en la
Casa Blanca, que, en opinión de Hemingway, estaba presidida por un hombre sin
cojones. Hemingway, con e. suficiente alcohol dentro, vociferaba en favor de los
republicanos en las fiestas de Hollywood y luego pasaba el sombrero. Miles de dólares
cinematográficos se vertieron en el fondo proambulancia, muy útil y discretamente no
beligerante. Luego, Hemingway regresó a España.
De nuevo en Madrid pudo estar también de nuevo con Martha. Aún no se había
producido una ruptura abierta con Pauline, que quería salvar el matrimonio. España
estaba dos tercios bajo la bota de Franco, pero los republicanos luchaban intensamente
y habían tomado Belchite; el arduo viaje realizado por Ernest y Martha al sector de
Belchite (eran los primeros corresponsales norteamericanos en la zona) no era lo más
favorable para el juego del amor. Martha demostró ser una buena camarada y una
mujer valiente. La admiración de Ernest crecía constantemente. Madrid estaba más en
calma que en su anterior visita y encontró tiempo para rememorar el tiempo, el lugar y
la joven alta, rubia y hermosa, en su obra de teatro, primera y última, llamada Fifth
Column (La Quinta Columna). La corresponsal de la obra, Dorothy Bridges, es
claramente Martha Gellhorn, aunque a veces hable como lady Brett. Philip Rawlings —
macizo, valiente, aficionado a la bebida y a las cebollas crudas, trabajando de espía
mientras hace ver que es un corresponsal— es un típico ejemplo de autoproyección de
Hemingway. El autor fija el momento y lugar de la producción en su introducción al
texto publicado:
«Cada día nos bombardeaban desde la artillería más allá de Leganés y detrás de
los pliegues de la colina de Garabitas, y mientras escribía la obra, el hotel Florida,
donde vivíamos y trabajábamos, fue alcanzado por más de treinta bombas altamente
explosivas. Por tanto, si no es una buena obra tal vez es que se resiente de lo ocurrido.
Si es una buena obra, tal vez aquellas treinta y algunas bombas más ayudaron a
escribirla... Cuando regresabas y encontrabas la habitación y la obra intactas siempre te
sentías complacido. Estuvo acabada y copiada y enviada fuera del país justo antes de la
toma de Teruel.»
Hemingway siguió a los republicanos a Teruel y fue debidamente besado y
abrazado y empapa do en vino como si fuera un auténtico vencedor. No le tomaron
por un escritor norteamericano con vagas tendencias progresistas; le tomaron por un
oficial militar ruso y fue halagado al máximo. El y Martha pasaron las Navidades en
Cataluña, mientras Pauline, aún intentando salvar su matrimonio, y dejándose crecer el
pelo hasta los hombros como parte de su armamento, estaba en París intentando
conseguir un visado para España. Hemingway mismo llegaba a París poco después,
con problemas de hígado. Los doctores le recomendaron que dejara la bebida. El
matrimonio se peleó varias veces de modo desagradable y Ernest amenazó con tirarse
por la ventana del hotel. Hemingway se sentía lleno de remordimientos anticipados,
sabiendo que su segundo matrimonio iba a seguir el camino del primero,
refunfuñando por la manera en que sus despachos para la NANA habían sido
recortados o incluso suprimidos (¿enemigos católicos?), torturado por su hígado,
queriendo escribir en Key West, queriendo regresar a España, queriendo a Martha.
Buscó consuelo en lo que llamaba su fe, pero la Iglesia había tomado partido por los
malditos fascistas. Permaneció brevemente en Florida, luego regresó a España, para ver
con amargura cómo los republicanos retrocedían en todos los frentes, para darle
vueltas a su embarullada vida, para enviar lo que según los bastardos de la NANA
eran despachos muy fútiles.
Por quién doblan las campanas, publicada hacia el final de 1940, fue un enorme
éxito comercial, incluso en Inglaterra, donde una guerra más grande que la de España
ocupaba los pensamientos del público. En América fue un libro del mes, lo que
significaba una edición club de 200.000 ejemplares, emparejada con una edición normal
de 160.000. Hollywood entró pronto en el juego y le ofrecieron a Hemingway 136.000
dólares por los derechos cinematográficos. Edmund Wilson, cuyo largo ensayo
«Hemingway: Medida de moral» aún puede leerse en la colección The Wound and the
Bow (La herida y el arco), vio en la nueva novela «una revelación de parte del material,
una infusión de lo operesco, que lleva muy fácilmente al cine». En otras palabras,
parecía que Hemingway hubiera hecho concesiones. Era verdad que la novela
«popular» de los treinta en América había absorbido ciertos elementos de hemingway:
lo que había sido experimental en un tiempo, ahora formaba parte del inventario
técnico de cualquier novelista de segundo orden. Pero Hemingway no se había
superado, ni sus imitadores tampoco: si sus primeras novelas aún podían sorprender al
lector con una sensación de frescura y fuerza totalmente original, Por quién doblan las
campanas no contenía ninguna sorpresa de estilo y apenas los esperados hallazgos
estilísticos. El tema era atrayente y la historia podía separarse de las palabras en que
estaba contada. Hemingway notó esto sin desconfianza. Guando se encontró por
primera vez con Gary Cooper en Sun Valley, donde ambos estaban cazando, vio en él
al actor que podía encarnar al héroe de la novela, Robert Jordán. Del mismo modo,
poco después, se preocupó mucho por la forma de las orejas de Ingrid Bergman, ya que
quería que fuera María, y María es rapada a cero por los fascistas. Encontró sus orejas
tan perfectas como el resto de su persona. La realidad literaria, en otras palabras, se
podía hallar en el mismo grado en un film bien realizado que en el artilugio verbal
original. Hemingway, el literato, había sido sutilmente corrompido, tal vez menos por
el dinero que por devoción a los republicanos.
Y, con todo, el artilugio verbal tiene una fuerza considerable, mientras que el
film de Sam Wood, realizado en 1943, es casi tan trivial como casi cualquier otro film
de Hemingway. Algunas escenas y símbolos tienen un aroma clásico hoy, casi cuarenta
años después de la primera aparición del libro: la noche de amor de María y Jordán, la
«alianza contra la muerte», cuando toda la tierra parece que se mueve debajo de ellos,
la «solida y alada gracia metálica» del puente, que e< el único lazo entre las fuerzas
opuestas, y también, en una visión más amplia, el medio por el cual la nueva era de
dominio oficial de lo me- cínico superará el viejo mundo pastoral de necesidades y
lealtades sencillas. Robert Jordán no es del todo plausible —intelectual, profesor
norteamericano de Español, luchando por los republicanos, pero tan ignorante de la
ideología comunista como Harry Morgan.
Ella, una mujer casada con un esposo muy famoso, bien establecido aunque
pagando unos impuestos atroces, mantenía su independencia y estaba dispuesta a'
ganar su propio dinero en misiones periodísticas. Hemingway tenía la sensación de
que ella le arrastraba a China (no muy parecido a una luna de miel, diría), pero generó
sus propias respuestas, adecuadas a la nueva situación. Bebió vino de serpiente (vino
de arroz con pequeñas serpientes enrolladas en el fondo de la botella) y vino de pájaro
(cucús muertos en el fondo). Sobre Hong-Kong dijo que el elemento estabilizador en
cualquier colonia británica eran las mujeres británicas, que mantenían la corrección de
las formas de vida. Las mujeres habían sido evacuadas de Hong-Kong y, en
consecuencia, la moral era baja. Vio todo lo que pudo del ejército del Kuomintang.
Observó la devastación japonesa de Kunming y la evidencia de aquella serenidad china
que procedía de la conciencia de una antigua civilización y una vasta población.
Conoció a Chiang Kai-Shek y a su esposa en Chung- king y quedó, ya que ambos
querían encantarle, encantado. Pero no se sintió inclinado a celebrar esta enorme
escena de lucha y cambio en un trabajo literario. Era un escritor exótico, pero no tanto.
El 6 de junio de 1944 una flota invasora de más de 4.000 navíos partió de los
puertos del sur de Gran Bretaña hacia la costa de Normandía. Hemingway
desembarcó, pero como era de esperar, Martha desembarcó antes. De regreso en
Inglaterra voló con la R.A.F. para ver cómo interceptaban las bombas «V-l», que habían
empezado a ser lanzadas el 12 de junio. El 18 de junio la península de Cherburgo fue
cortada por los norteamericanos. La batalla por Europa estaba en marcha. El 18 de
julio, Hemingway se unió a una de las divisiones acorazadas del general Patton, pero
no gustándole demasiado, pronto se cambió a la 4.a división de Infantería del general
Barton. No pasó mucho tiempo antes de que se estuviera metiendo en la guerra mucho
más activamente de lo que se consideraba adecuado para un corresponsal. En Ville-
dieu-les-Poéles desafió la Contención de Ginebra al lanzar tres granadas en un sótano
donde se decía que había hombres de las SS escondidos. Envió despachos a Collier's
que eran terriblemente inexactos, pero que estaban llenos de vida. Su misión real,
según él, era conseguir información sobre la disposición de las fuerzas enemigas y
pasarla a los verdaderos combatientes oficiales. Era una unidad de inteligencia, de un
sólo hombre, autoelegido y sin paga.
Mary Welsh fue una de las primeras. Que se amaban uno a otro era ahora de
conocimiento común y uno de los frutos de la victoria. André Malraux entró
desfilando, todo un coronel con lustrosas botas de caballería. Hemingway y él se
conocían desde los días de España y Hemingway nunca había podido perdonarle que
se marchara de la guerra civil en 1937, desertando de los republicanos para escribir
enormes «marterpisses» 4 como L'Espoir. Malraux ahora alardeaba de haber mandado
dos mil hombres mientras su amigo Ernest había tenido sólo un manojo de
desharrapados. «Qué pena —se supone que dijo Hemingway— que no tuviéramos la
ayuda de tus fuerzas cuando tomamos esta pequeña ciudad de París.» Uno de los
partisanos murmuró al oído de Hemingway: «Papa, on peut fusiller ce con?» («Papá,
¿podemos fusilar a este imbécil?) La generación post-Hemingway de escritores
americanos estaba representada por el sargento J. D. Salinger, a cuyo trabajo
Hemingway ofreció echarle una mirada. Pero, por encima de todo, la habitación 31 en
el Ritz estaba consagrada a las alegrías del amor premarital con Mary, breve pero
apasionado, estimulado por el Lanson Brut.
Breve, porque la guerra aún no había acabado para Hemingway. Se unió a la 4.a
división una vez más y marchó con sus viejos camaradas a Bélgica, observando y, a su
manera, ayudando en la dura destrucción de la Westwall. Pero entonces fue llamado al
cuartel general de la American Expeditionary Forcé, en Nancy.
Un tal coronel Park le informó que graves acusaciones habían sido presentadas
contra él por sus compañeros corresponsales: a saber, que había luchado activamente al
lado de la resistencia, había dirigido todo un cuartel general con ayudante y sala de
mapas, había ocultado deliberadamente su insignia de no combatiente, había (y éste
era el más amargo y malicioso de todos los cargos) impedido el avance organizado de
las fuerzas oficiales al actuar como uno de los personajes de sus propias novelas. El
negó los cargos, negando así su propia iniciativa y casi heroísmo. Su declaración fue
hecha bajo juramento, pero estaba dispuesto a mantener el escandaloso perjurio,
aunque estuvo preocupado por ello durante muchos años. Si los cargos contra él
hubieran sido demostrados, el castigo hubiera sido la inmediata repatriación y la
pérdida de su acreditación como corresponsal de guerra, un castigo no muy severo,
excepto por la pérdida de imagen y la exclusión del avance final dentro de Alemania.
Fue absuelto y, un tanto hundido, se retiró al Ritz. Martha, como era típico, estaba
ahora más cerca de la línea de fuego que él, su hermoso cabello brillando en el cuartel
general de la división de vanguardia de la 82 Aerotransportada en Nijmegen. Pero
Martha podía seguir su propio camino ahora.
Finca Vigía, o Lockout Farm, era un enclave de riqueza y orden en una ciudad
cubana empobrecida y deteriorada. Había trece acres de jardines y huertos, pastos para
vacas, frutales y un enorme árbol ceiba cuyas raíces amenazaban con partir el suelo de
la casa principal. Había una casa de huéspedes de madera blanca y una torre cuadrada
pensada como retiro para trabajar, aunque era principalmente el hogar de los treinta
gatos de la finca. Había tres jardineros, un criado, un chófer, un cocinero chino, un
carpintero, dos doncellas y un hombre que cuidaba los gallos de pelea. Había tres
perros, incluyendo uno llamado «Black Dog», que se echaba a los pies de su amo
mientras escribía.
La siguiente revolución cubana no estaba aún, al final de los cuarenta, lista del
todo para fermentar. Ernest era feliz allí, con «Miss Mary», como la llamaba de forma
anómala. Decía: «Una persona como yo, con todo el mundo para escoger, extraña que
haya escogido este lugar, y naturalmente quieren saber por qué estoy aquí. En general,
no intento explicarlo. Demasiado complicado. Las claras, frescas mañanas, cuando se
puede trabajar bien con sólo "Black Dog" despierto y los gallos de pelea enviando sus
primeros boletines... ¿En qué otro lugar se puede entrenar gallos y hacer que luchen y
apostar por aquellos en los que crees y ser legal? Alguna gente condena las peleas de
gallos por crueles. Pero ¿qué otra cosa le gusta hacer a un gallo de pelea?... Quieres ir a
la ciudad, te calzas un par de mocasines y ya está, siempre una buena ciudad para
escapar de uno mismo, esas chicas cubanas, miras dentro de sus ojos negros, tienen sol
caliente dentro... A media hora de la finca tienes tu barco aparejado de manera que
estás en las aguas azul oscuro en la corriente del golfo con cuatro sedales listos a los
quince minutos de haber subido a bordo.»
Era feliz, pero, para sus admiradores, una fuerza literaria agotada. No había
producido nada sustancioso desde Por quién doblan las campanas. Había escrito un
buen trozo de una novela bastante mala y luego, de repente, consciente de lo mala que
era, la había abandonado. No había conseguido poner ninguna clase de orden en la
masa de experiencias de la guerra que había acumulado en notas y memoria. Se
acercaba a los cincuenta, pero no estaba aún dispuesto al silencio. Fue por la necesidad
de estimular su imaginación creativa y ponerla en acción por lo que dejó sus gallos de
pelea y sus daiquiris en el bar Floridita y regresó a Europa, madre de todo arte. Venecia
se convirtió en su nueva amante, aunque estaba convencido de que, habiendo
derramado su sangre en el norte de Italia tantos años antes, tenía un antiguo derecho
de propiedad sobre ella. El y Mary se establecieron felizmente en el invierno veneciano
de la isla de Torcello y más tarde en Cortina. Cazó patos y perdices; intentó escribir.
Necesitaba, aunque él aún no lo sabía, la chispa rejuvenecedora de una relación con
una hija en funciones, una relación otoñal caduca, mínimamente coloreada por lo
erótico, penosamente deliciosa. La encontró en una joven de diecinueve años llamada
Adriana Ivancich, de voz suave, católica devota, femenina, con una femineidad que
estaba desapareciendo rápidamente de América. Su actitud hacia ella le parecía
totalmente paternal, pero la convirtió en la heroína de una novela en la cual lo erótico
incestuoso, oculto en su interior, crece en la amplia cama de la imaginación. La novela
es Across the River and Into the Trees (A través del río y entre los árboles).
Por otro lado, no conozco ninguna otra novela moderna —con las posibles
excepciones de Brideshead Revisited (Brideshead revisitada), de Waugh, y Seven
Against Reeves (Siete contra Reeves), de Aldington— que rinda tan elocuente
homenaje a Venecia. Hemingway raramente falla cuando evoca la piedra y las aguas,
las vistas de Torcello y Murano desde la laguna, las frías mañanas, las tiendas y el
mercado, la sensualidad de la ciudad. Si se dejan los sentidos de Hemingway en
libertad, funcionarán con fina animalidad, registrando olores y visiones y sonidos con
una justeza verbal que es una auténtica maravilla. Una vez se ha dejado penetrar el
pensamiento —lo que significa filosofía vulgar y, peor que nada, la autonoción de sí
mismo como héroe sufriente—, la prosa vacila, las imágenes se hunden, el lector se
sonroja, incómodo o por el esfuerzo por contener su irrisión.
Finales de 1950 era un tiempo malo. Los críticos sacudieron la cabeza frente A
través del río y entre los árboles y dijeron que Hemingway estaba acabado. Pero su
reacción, aparte de los acostumbrados sarcasmos, ofendidos y ofrecimientos para partir
cabezas, fue trabajar duro en un esfuerzo por mostrar que estaba lejos de estar acabado.
Estaba escribiendo una larga «novela del mar» (que sería publicada, como sabemos,
póstumamente ante la displicencia general de los críticos, como Islands in the Stream
[Islas en el Golfo]) y exultando con una habilidad para verter palabras que, así se lo
dijo a Adriana, se lo debía todo a ella. Esto era de regreso a la Finca, donde Adriana y
su madre estaban de visita. Había transformado a la hija y amante en sueños en una
musa, proceso clásico y saludable. La novela del mar iba a tener cuatro largas
secciones, tres de las cuales ya tenían títulos provisionales: The Sea when Young, The
Sea when Absent, The Sea in Being (El mar joven... El mar ausente... El mar en esencia).
Hacia el otoño de 1951 había conseguido recortar la vasta masa de palabras hasta lo
que aún era una novela de tamaño respetable.
Es fácil comprender por qué la novela fue, y sigue siendo, tan universalmente
popular. Trata del valor mantenido frente al fracaso. Un viejo sale en su bote y avista
un gran pez-espada. Como el matador con el toro, se siente atraído por la magnífica
criatura, de manera que, aunque uno tenga que matar al otro, no importa quién mate a
quién. Con una humildad casi religiosa, el viejo Santiago dice: «Nunca he visto una
cosa más grande, o más bella, o más serena, o más noble que tú, hermano. Ven y
mátame.» Su ofrecimiento de morir en un acto de veneración le gana una recompensa:
él mata al pez, aunque se ve inmediatamente torturado por el remordimiento: «Tú le
mataste por orgullo y porque eres un pescador.» Según arrastraba el gran pez hacia la
casa, los tiburones le atacan: está siendo castigado por su arrogancia. Llega a tierra
remolcando un enorme cadáver mutilado. Pero Santiago, en su fracaso, no ha fracasado
realmente. Ha mostrado un justo orgullo y una justa humildad; se ha atrevido y ha
tocado la grandeza. «El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser
destrozado pero no derrotado.» Este sencillo relato está cargado, aunque sin
ostentación, con significados alegóricos que hicieron la delicia de los predicadores
dominicales. Como ejercicio de simple prosa «declarativa» no ha sido superado en la
obra de Hemingway. Cada palabra es significativa y no sobra ninguna palabra; las
largas horas aprendiendo el arte del pescador de peces-espada —horas desperdiciadas,
escapistas, reaccionarias, en opinión de aquellas voces de la izquierda, tiempo ha
silenciadas— habían dado su fruto. Los escritores deben saber de las cosas tanto como
de las palabras.
Un Hemingway satisfecho y realizado partió para Africa, tras una primera visita
a Pamplona. No se había vanagloriado, pero la vida empezó a comportarse como si lo
hubiera hecho. Disparó bien, y también Mary. Le nombraron, con gran satisfacción
suya, «Honorary Game Warden» (Guardián Honorario de Casa) en el territorio Kimana
Swamp, de Kenia. El 21 de enero de 1954 despegaron del aeropuerto de Nairobi Oeste,
en un pequeño aeroplano pilotado por un hombre joven llamado Roy Marsh. Su
objetivo era hacer un viaje al Congo Belga. Por encima de las Murchinos Falls, en el
Victoria Mils, una bandada de ibis cruzó la ruta del avión. Marsh picó para evitarlos y
golpeó un alambre telegráfico abandonado que se extendía sobre la garganta. La hélice
fue dañada. Perdió altura velozmente y se estrelló contra una espesura espinosa tres
millas al sur de la cascada. Ernest se dislocó el hombro derecho y Mary sufrió un shock
profundo. Por lo demás, nadie se hizo daño. La radio no funcionaba, parecía que no
había esperanzas de un rescate por tierra. Después de una noche en una colina,
dormitando al lado del fuego, vieron un bote blanco llamado Murchison amarrado a
un embarcadero en el gran río. Hicieron señales, gritaron y descendieron. Un astuto
indio estaba a cargo del navío, un tipo acostumbrado a los norteamericanos ricos.
Había alquilado su bote a John Houston durante el rodaje de The African Queen (La
Reina de Africa). Pidió una tarifa de cien chelines por pasajero. Como dice un personaje
de Len Deighton, no hay negocio como el negocio del espectáculo. Llevó a los tres
hasta Butiaba, en la costa este del Lago Albert, donde supieron que ya corrían noticias
de la muerte de Ernest Hemingway (e incidentalmente, desde luego, de su esposa y
piloto). Un «Argonaut» de la B.O.A.C. había localizado los restos del avión, pero
ninguna señal de supervivencia.
«Nos contó a un grupo bastante borracho que no la conoció muy bien, ya que él
era un simple subteniente y ella acompañaba a generales y ministros, "pero una noche
la jodí bien, aunque la encontré muy pesada de caderas y que tenía más deseo por lo
que hicieras por ella que por lo que ella daba al hombre".»
Hemingway, como es sabido, fue a Europa por primera vez en 1918. Mata Hari
había sido fusilada por espionaje un año antes.
No tuvo que mentir sobre su fama presente. Cuando conducía a través del
Piamonte, en la segunda etapa del viaje a Madrid (la primera etapa le había llevado a
Milán, donde había visitado de nuevo a Ingrid Bergman y expresado su despreció por
su marido por derecho consuetudinario, el gran director de cine Roberto Rossellini) fue
atropellado por sus admiradores en la ciudad de Cuneo. Casi aplastado por su
entusiasmo, agitado y enfermo, hizo que le afeitaran la barba en Niza. Luego siguió
hasta Madrid y asistió a las corridas y a una reunión afectuosa con Ava Gardner, que
estaba enamorada del torero Luis Miguel Dominguín. Pero se encontraba cansado y
enfermo y tuvo que regresar a casa, en Cuba.
Lo que le dio más placer que el Premio Nobel —cuyas consecuencias fueron
entrevistas sin número y visitantes no invitados— fue el tributo espontáneo de afecto y
admiración que le tributó la muchedumbre en una corrida en Zaragoza. Se le
brindaron dos toros, cientos de personas compraron entradas para que las autografiara.
Su Muerte en la tarde era conocida de los aficionados españoles y considerada como el
testamento de un enamorado, homenaje al pueblo español tanto como a su más
importante rito secular; su Por quién doblan las campanas estaba prohibido por el
régimen falangista, pero los españoles habían oído hablar de ella y sabían de qué lado
estaba el corazón de Hemingway. Le veían como enemigo de Franco, demasiado
poderoso para no permitírsele la entrada en el país que amaba. Tenía un aspecto
poderoso; en verdad estaba muy enfermo.
De vuelta a Cuba, la situación política se estaba haciendo tensa, muy tensa para
un escritor norteamericano expatriado cuyo estatus de huésped le impedía decir lo que
pensaba. Una patrulla del Gobierno penetró al acecho en los terrenos de la Finca, en
busca de un fugitivo rebelde. Mataron a uno de los perros de Hemingway, pero el
ultrajado dueño no se atrevió a decir palabra. Se exilió, o repatrió, a Ketchum, Idaho, y
siguió ansiosamente las noticias de La Habana. El 1 de enero de 1959 supo que Fidel
Castro había tomado la capital y que Batista había huido a Ciudad Trujillo. Se alegró:
«El pueblo cubano tiene ahora por primera vez una posibilidad decente.» No sabía
nada de Castro, pero afirmó que nadie podía ser peor que Batista. Vio claramente que
los intereses financieros de Estados Unidos se opondrían al nuevo régimen, que, como
norteamericano, sería, por tanto, persona non grata en su país de adopción. Se
preocupó por la Finca, pero un oficial del nuevo Gobierno, Jaime Bofill, le telefoneó
para decirle que hacía de la protección de la propiedad una responsabilidad personal.
El sargento de Batista que había matado al perro de Hemingway había sido colgado y
su cadáver mutilado, aunque no por aquel crimen particular. Con todo, las cosas en la
Finca no podían ser lo que habían sido. Antes de partir para pasar el verano en España,
Hemingway compró una casa en Ketchum. También podía tener Key West de nuevo, si
quería. Pauline estaba ahora muerta. «Ella murió como cualquiera», dijo Hemingway,
en respuesta a la pregunta de Tennessee Williams sobre cómo murió. «Y después de
eso estuvo muerta.»
¿Por qué elegía un vuelo que no era jet, con catorce horas contra siete del jet?
Porque había menos posibilidades de que hubiera enemigos buscándole en un aparato
que no fuera jet. Porque prefería un descenso razonablemente lento a la bebida que
todo lo consume, encontrar la muerte con comodidad. A sus amigos les pareció que
Hemingway caminaba hacia la demencia, y ni siquiera con comodidad. De regreso en
Ketchum se preocupó porque su coche había rozado ligeramente otro coche: el sheriff
le metería en la cárcel, los propietarios de aquel coche no hablaban en serio cuando
dijeron que no valía la pena discutir los desperfectos. Decía, pese a la tranquilizante
evidencia del estado de su cuenta bancaria, que él y Mary no podían permitirse
mantener la casa de Ketchum. Los «feds» (agentes federales) iban tras él, decía. Había
importado a Estados Unidos aquella joven de Glasgow que conoció en España y
pagaba su curso en arte dramático: e! F.B.I. interpretaría aquello como una cobertura
para la más grosera inmoralidad. Aquellos dos hombres que trabajaban en el banco
hasta tarde eran «feds» comprobando su cuenta bancaria, buscando irregularidades.
Los del bar, allí al fondo, que tenían aspecto de viajantes de comercio, eran «feds»
también; escapemos de aquí.
Por Año Nuevo, en 1961, Hemingway, un hombre viejo y frágil, con cabello
blanco, pálido, de miembros enflaquecidos pero aparentemente mucho mejor, fue
autorizado para regresar a su casa en Ketchum. Se le pidió que contribuyera con una
frase a un volumen que iba a ser entregado al recientemente investido Presidente John
F. Kennedy, pero todo un día de trabajo no produjo nada. «Ya no quiere salir, nunca
más.» Lloró. Llegó la primavera y Hemingway, preocupado en alguna visión interior o
con la cercana revelación de nada, parecía no verla en absoluto. Cogió una escopeta de
caza y dos cartuchos. Mary, que sufría mucho y mostraba un raro coraje, le estuvo
hablando hasta que el doctor llegó para tomarle, como cada día, la presión sanguínea.
El doctor persuadió a Hemingway para que le entregara la escopeta.
París era una fiesta, los apuntes de París creados que, después de un montón de
paciente moldear y limar, emergieron como una especie de autobiografía de los años
de aprendizaje literario, aparecieron en 1964. La connotación religiosa del título es tan
apta como la de The Sun Also Rises. El joven Hemingway y sus amigos están
hambrientos y son lo bastante pobres como para ver cualquier comida como un
sacramento; la fiesta de fe y esperanza (aunque no mucha caridad) que es la vie de
Bohéme de los años veinte pasó de verdad y, conservada en la memoria, puede volver
a suceder una y otra vez como una potente liturgia, revivificadora de un presente que,
paradójicamente, está bien alimentado, pero vacío de elementos nutritivos.
Hemingway no envuelve aquellos días con un indiscriminado velo de afecto: recuerda
ciertos personajes con un desagrado sin paliativos y una cruel expresión verbal: los ojos
de Wyndham Lewis son los de un «violador fracasado» (Lewis escribió un ensayo
sarcástico sobre Hemingway, haciéndole aparecer como un «buey estúpido»), Ford
Madox Ford es un «bien vestido tonel ambulante puesto en pie», Gertrude Stein «era
endiabladamente encantadora hasta que se volvió ambiciosa». Scott Fitzgerald aparece
para recibir la mayor censura y el tratamiento más detallista —incluso el tamaño de su
pene se convierte en el tema de un breve pasaje— y finalmente es borrado del mapa sin
piedad:
«Muchos años más tarde, en el bar del Ritz, mucho después del final de la
segunda guerra mundial, Georges, que es el barman principal ahora y que era el
chasseur cuando Scott vivía en París, me preguntó: "Papá, ¿quién era ese monsieur
Fitzgerald por el que todo el mundo me pregunta?..."
«"Escribió dos libros muy buenos y otros que no acabó, y los que conocen mejor
su obra literaria dicen que hubiera sido muy bueno..."
«Cuando regresamos a París estaba claro y hacía frío y era hermoso. La ciudad
se había acomodado para el invierno, había buena leña en venta en la tienda de leña y
carbón al otro lado de la calle, y había braseros fuera en muchos de los buenos cafés
para que pudieras estar caliente en las terrazas. Nuestro propio apartamento era cálido
y alegre. Quemamos boulets, que eran terrones de carbón en polvo, moldeados en
forma de huevo, sobre el fuego de leña, y en las calles la luz del invierno era bella.
Ahora ya estabas acostumbrado a ver los árboles desnudos contra el cielo y paseabas
sobre los senderos de grava recién lavada a través de los jardines de Luxemburgo bajo
el viento limpio y penetrante. Los árboles sin sus hojas eran pura escultura cuando te
reconciliabas con ellos, y los vientos del invierno soplaban a través de la superficie de
los estanques y las fuentes se henchían en la brillante luz. Todas las distancias eran
cortas ahora, desde que habíamos estado en las montañas.»
«París no tiene fin y el recuerdo de cada persona que ha vivido allí difiere del de
todas las demás. Siempre regresábamos a París; no importa quiénes fuéramos ni lo que
hubiera cambiado ni cuán difícil, o fácil, fuera llegar. París siempre valía la pena y
siempre te daba algo a cambio de lo que tú le dieras. Pero París era así en los viejos
tiempos, cuando éramos jóvenes y pobres y muy felices.»
Pese a que las carencias del hombre mutilaron su trabajo, el mejor Hemingway
es una fuerza seminal tan considerable como Joyce, o Faulkner, o Scott Fitzgerald.
Incluso el peor Hemingway nos recuerda que para comprometerse en la literatura uno
tiene primero que comprometerse en la vida.
CRONOLOGIA
1899. 21 de julio. Nace en Oak Park, cerca de Chicago, segundo hijo del doctor
Clarence E. Hemingway y de Grace Hall.
1919. Regresa a Oak Park, siendo festejado como héroe de guerra. Inquieto,
criticado por su madre por indolente, empieza a escribir en serio, pero sin éxito
comercial.
1920. Se incorpora al Toronto Star. Más tarde es redactor jefe en una publicación
periódica en Chicago. Se casa con Hadley Richardson y en diciembre marcha con ella a
París como corresponsal en Europa del Toronto Star.
1923. Nace su primer hijo. Se publica Three Stories and Ten Poems en París.
1926 Publica The Torrents of Spring, sátira malintencionada del estilo literario
de su amigo Sherwood Anderson. En octubre, The Sun Also Rises (Fiesta, en Gran
Bretaña y en España) tiene un gran éxito tanto comercial como de crítica.
1928. Se casa con Pauline Pfeiffer y regresa con ella a América. Abre casa por
primera vez en su tierra nativa, en Key West, Florida. Nace su segundo hijo, y el difícil
parto de Pauline queda narrado en A Farewell to Arms. Su padre, con una enfermedad
incurable, se suicida.
1937. To Have and Have Not intenta satisfacer a los críticos izquierdistas
presentando los problemas de un individuo libre en una sociedad corrupta dominada
por el dinero.
1941. Hemingway y Martha marchan al Lejano Este para escribir artículos sobre
la guerra chino-japo nesa. Con la entrada de Estados Unidos en la segunda guerra
mundial, Hemingway manda su propio barco, «Q», frente a la costa de Cuba.
1946. Se casa con Mary, su cuarta y última esposa, y empieza a trabajar en una
saga literaria sobre la tierra, el mar y el aire.
1950. Across the River and Into the Trees. La novela tiene una pobre acogida.
Hemingway recupera su reputación con:
1952. The Oíd Man and The Sea. La obra tiene un tremendo impacto en millones
de lectores.
1953. Le conceden el Premio Pulitzer.
Crítica y ensayos:
Al otro lado del río y entre los árboles. Ed. Planeta. Barcelona.
OTROS LIBROS
GRAVES, ROBERT: Adiós a lodo eso. Ed. Seix y Barral. Barcelona. IOYCE.
IAMES: Dublineses (tr. G. Cabrera-Infante). Ed. Lumen. Barcelona.