Burgess Anthony - Ernest Hemingway Y Su Mundo

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ERNEST HEMINGWAY

Y SU MUNDO

Anthony Burgess
.
PREFACIO
La reputación literaria de Ernest Hemingway apenas ha disminuido en los años
que han transcurrido desde su muerte. Todavía parece capaz de causar los shocks
estéticos que, en unos tiempos de innovación artística, sacudieron a sus primeros
lectores. Convirtió la narración en prosa en un medio físico limpio de todo lo que fuera
cerebral o fantástico, apto para el héroe hemingwayano: duro, estoico, resistente,
exhibiendo esa clase de valor hemingwayano que hemos aprendido a denominar
«elegancia en el sufrimiento». Ya establecido como uno de los más grandes escritores
americanos de su tiempo, fue muy imitado y resultó ser fácil de imitar. El mismo no
estuvo por encima de imitarse a sí mismo en los días malos. Pero esa verbosa
mecanografía que llaman prosa hemingwayana tiene poco que ver con el estilo terso de
sus mejores libros, un medio que dominó a la perfección a lo largo de años de pobreza
y dedicación ascética.

Hemingway, el hombre, era, al igual que sus libros, una creación, y una creación
muy inferior. Que difería de la mayoría de sus compañeros de profesión al ser un
hombre de acción, fuerte y atractivo, es un hecho verificable, pero Hemingway no
estaba satisfecho con la simple excelencia como cazador, pescador, boxeador y jefe
guerrillero. Tenía que convertirse a sí mismo en un mito homérico, lo cual significaba
posar y mentir, tratar la vida como si fuera una ficción, y, aun cuando algunas de sus
mentiras son transparentes (como la de irse a la cama con Mata-Hari), es difícil
deslindar su autofabricada leyenda, de una realidad menos deslumbrante, aun cuando
deslumbre bastante todavía. Conocemos a Hemingway, el hombre, no a través de
cartas o diarios, sino de historias contadas por sí mismo en bares, a bordo de barcos, de
safaris, historias recontadas a su vez por otros, reminiscencias que sirven para
alimentar la leyenda y que —haciéndose cada vez menos fiables según su personaje
queda atrás en el tiempo— aún continúan apareciendo.

El más fiable de los compendios de hechos sobre la vida de Hemingway es la


biografía de Carlos Baker, profesor de Literatura de Woodrow Wilson en la
Universidad de Princeton, de quien fui, en tiempos, humilde e indigno colega. Aunque
el mismo Hemingway habló una vez con desprecio (o se dice que habló) del escolástico
apetito por los hechos de Baker, ese rígido interés por la verdad biográfica ha hecho
mejor servicio a Hemingway que el glorificante recuerdo de A. E. Hotchner (cuya obra,
sin embargo, he utilizado una o dos veces). Hemingway, la leyenda, es tratado
específicamente por el profesor Baker, pero el retrato de Hemingway, hombre, que
emerge no disminuye al escritor, cazador, soldado, aficionado a los toros. Reconozco
con gratitud la ayuda que he recibido de las casi novecientas páginas de Carlos Baker y
recomiendo su Ernest Hemingway sin reservas a cualquiera que desee seguir la
historia más allá de los límites permisibles en un apunte tan breve como el mío.

Deseo también rendir tributo a un libro escrito por otro antiguo colega mío: el
profesor Arthur Waldhorn, del City College de New York. Su Reader's Guide to Ernest
Hemingway (Guía del lector de Ernest Hemingway) es el estudio crítico breve más útil
de la obra de Hemingway que yo conozco, y ha influido de forma saludable en la
visión un tanto ingenua de Hemingway que yo llevaba conmigo desde la adolescencia
hasta el momento de acometer esta corta biografía. Hay otros muchos libros sobre
Hemingway, hombre, obra o ambos, y doy las gracias debidamente ahora a todos
aquellos que he leído y encontrado de valor. Pero sería injusto si no diera voz, aquí y
ahora, a mi agradecimiento hacia estos dos genuinos hombres de letras, de uno no
genuino, aunque ostentara las plumas de Visiting Sénior Fellow en Princeton y, en
Nueva York, de Distinguished Professor.

2 julio 1977. ANTHONY BURGESS

Monaco
ERNEST HEMINGWAY Y SU MUNDO
Si el autor de The Sun Also Rises (Fiesta), A Farewell to Arms (Adiós a las
armas) y The Old Man and the Sea (El viejo y el mar) y de las historias de Nicks Adams
hubiera sido un yerbajo raquítico, asmático o tísico, vivenciando fantasías de hombre
fuerte en la literatura que producía, seguiría siendo uno de los grandes escritores
americanos. Pero no era un yerbajo. Medía un metro ochenta, tenía el pecho ancho, era
atractivo, vital, soldado, cazador, pescador, bebedor. Esta fusión de artista sensitivo y
original y hombre de acción musculoso ha convertido a Ernest Hemingway en uno de
los grandes mitos internacionales del siglo veinte. El mito se vuelve intrigante y
misterioso por la presencia, tanto en su arte como, en su personalidad, de una actitud
ambigua hacia la vida y la muerte, de un dudar de sí mismo que parece contradecir las
actitudes positivas asumidas en la guerra y de safari, de una genuina morbosidad
cuyas raíces son retorcidas y se resisten a quien quiera excavarlas. Pero los dos aspectos
más importantes del Hemingway público, el Hemingway de las anécdotas, anuncios de
cerveza en lata, lista de best-sellers *, segundo curso de literatura americana,
representan el entronque de genes y temperamentos paternos.

No es necesario molestarse en seguir la pista de los antepasados de Hemingway


hasta sus puertos de desembarco en el litoral atlántico de Norteamérica. Ambas ramas
de la familia eran anglosajonas, moderadamente prósperas, creyentes practicantes,
patrióticas, sencillas pero dignas. Su padre era Clarence Edmonds Hemingway,
usualmente conocido por Ed, médico de Oak Parks, Illinois, que se había graduado en
Oberlin y el Rush Medicall College, Chicago, hijo de un veterano de la guerra civil a
quien le había ido bien en la compra-venta de tierras en Windy City. Ed Hemingway
tenía barba negra, hombros anchos, medía un metro ochenta y era amante de' la caza,
la pesca, la taxidermia, la conservación de serpientes y la cocina al aire libre. No sólo
dio a Ernest un físico de herrero, sino también un entrenamiento de leñador. Ed
Hemingway tuvo primero una cabaña, más tarde un granja de cuarenta acres en los
bosques de Michigan, y justo siete semanas después de nacer, el 21 de julio de 1899,
Ernest fue llevado a visitar por primera vez tierras vírgenes norteamericanas. Fue un
viaje agotador: en tren desde Oak Park a Chicago, en coche de caballos hasta el
embarcadero del Lago Michigan, en vapor hasta Harbor Springs, en tren de vía
estrecha hasta Petoskey, por una línea secundaria hasta el Lago Bear, en bote de remos
hasta la cabaña llamada Windemere (tributo de la madre de Ernest a aguas ancestrales,
pero con pérdida de una «r»). Iba a hacer este viaje a menudo. Ed Hemingway enseñó a
su hijo a pescar, manejar herramientas y armas, cocinar carne de venado, mapache,
ardilla, zarigúeña, paloma silvestre, peces de lago. No se debe matar por el placer de
matar: regla que Hemingway olvidó cuando

El padre de Ernest Hemingway, el doctor Clarence Édmonds Hemingway.


«Me siento muy contento y orgulloso de que te hayas convertido en un hombre tan
guapo, grande y masculino», le escribió a Ernest en 1915 fue hombre. Si matas algo,
debes cocerlo, decía su padre. Por tanto, Ernest-niño tuvo que mascar y tragar un
fétido y correoso puerco espín que había matado por capricho. El hábito de mentir o
aureolar sus proezas al aire libre empezó cuando aún no tenía cinco años. Le contó a su
abuelo Hall que había detenido, él solo, un caballo desbocado. El viejo dijo que, con
una imaginación como aquélla, acabaría famoso o en la cárcel. Ernest Hall dirigía un
negocio de cuchillería al por mayor en Chicago. Era un hombre religioso, aficionado al
rezo familiar y, al igual que el padre de su yerno, veterano en la guerra civil, incluso
tenía algo de héroe. Pero, y ésta es una manía que no pasaría a su nieto, nunca permitió
que se hablara de la guerra en su presencia. El segundo nombre de Ernest Hemingway
—Miller— le venía de un tío-abuelo que fabricaba camas. Tenía trato metálico,
conocimientos de hombre del bosque y piedad cristiana para dejar en herencia, pero no
mucha literatura. Del otro lado estaba la música, representada por su madre. Grace
Hall, a quien Ed Hemingway conoció cuando eran compañeros en Oak Park High
School, era una joven de aspecto muy inglés: ojos azules, cuerpo generoso, complexión
fresca. En su juventud había aspirado a un mundo mucho más ancho que Oak Park,
teniendo, como tenía, buena voz de contralto y habiendo sido estimulada por su madre
y maestros para que escogiera la ópera como carrera. Pero la escarlatina había
debilitado sus ojos y, cuando hizo su debut como cantante en el Madison Square
Garden, de New York, sufrió considerablemente a causa del brillo de los focos. Por
tanto, regresó a Oak Park y se casó con el joven doctor Hemingway. En el Park Avenue
de North Oak se estableció como profesora de música y dejó la cocina para su marido.
Ed, de visita en casa de un paciente, telefoneaba a veces a casa para decir a la chica de
servicio que sacara la tarta del horno. Hacía tartas notables.

Grace Hemingway fue muy dada al sentimentalismo piadoso toda su vida y,


como era de esperar, nunca le gustaron mucho los libros de su hijo. Cuando Ernest
nació escribió en su diario: «Los petirrojos cantaron sus canciones más dulces para dar
la bienvenida a este hermoso mundo al pequeño extranjero.» Luego de su bautizo fue
anotado como «una oferta del Señor, para recibir su nombre y, desde ese momento, ser
contado uno más entre los corderillos de Dios». El cordero se descarrió tan pronto
como se hizo carnero: la carrera de Ernest puede, caprichosamente, verse como una
reacción extrema a la imagen de niño de mamá. Cuando tenía nueve años, ella le vestía
en guinga rosa con un sombrero de flores, igual que su hermana Marcelline, que tenía
dieciocho meses más. Posteriormente se referiría a su madre como la vieja arpía.
También se iba a volver contra su padre, pero sólo cuando, anticipándose a su hijo, se
mató de un tiro en un estado de depresión. Las lealtades de Ernest nunca eran
concedidas fácilmente y siempre eran retiradas fácilmente.

Rudo, turbulento y belicoso desde el principio, Ernest anhelaba tener un


hermano pequeño que le sirviera de punching-bag "( Saco de arena usado por los
boxeadores para entrenarse), pero nunca lo consiguió hasta que, ya adolescente,
Leicester Clarence Hemingway llegó demasiado tarde para ser tanto antagonista como
compañero. Creció con cuatro hermanas —Marcelline, Ursula, Madelaine y Carroll,
todas jóvenes, grandes y atractivas— y ellas iban a ejercer una notable influencia en su
actitud hacia las mujeres. Hasta el final se observaba que, en compañía de mujeres de
su propia generación, asumía instintivamente el papel juguetón, mandón y fácilmente
acobardable del hermano. Incluso de sus mujeres (también cuatro, las tres primeras
salidas de una madre común, la ciudad de St. Louis) pedía cualidades de camaradería
fraternal... Quería, pero nunca consiguió, una hija, e hizo sustitutos filiales de mujeres
jóvenes y bonitas como Ava Gardner e Ingrid Bergman (pero nunca de Marlene
Dietrich: su actitud hacia ella era interesantemente complicada). Las llamaba hijas y
ellas tenían que llamarle papá. Se convirtió en Papá Hemingway para todo el mundo
relativamente pronto en su vida. Bastante fraternal y paternal, nunca fue demasiado un
hijo.

Rechazaba el interés de su padre por la ciencia y, hasta cierto punto, resistió los
intentos que hizo su madre para convertirle en músico. Quería que Ernest llegara a ser
violoncelista profesional, y de hecho llegó a tocar al violoncello piezas fáciles de
partituras de opereta y comedia musical con la orquesta de su escuela superior.
También cantó en el coro de la Third Congregational Church, pero, al igual que su
padre, nunca fue capaz de llevar una línea melódica. Posteriormente alardeaba de un
buen conocimiento musical e incluso acostumbraba a discursear (con cuánta autoridad
no lo sabemos) sobre el contrapunto. En París iba a causar ofensa al decir de la música
de George Antheil que él prefería a Stravinsky sin soda, un juicio de muy buen oído
sobre el «chico malo de la música», protegido de Ezra Pound, conocido hoy día
principalmente por sus triviales partituras para cine. En La Habana hizo una canción
para voz y acompañamiento de guitarra de su bar favorito y la tocaban sin fallo cada
vez que él entraba. Lo que probablemente heredó de su madre fue la preocupación por
el tono y el ritmo, que le iba a convertir en un estilista literario importante. No se puede
leer Ulises o Adiós a las armas sin darse cuenta de una preocupación por las palabras
en tanto que sonido, como también una capacidad estructural análoga a la de un
compositor musical. La madre de Ernest también tenía buen ojo para la pintura y, en su
edad madura, llegó a ser una pintora de fama regional. El gusto pictórico del hijo iba a
ser superior al de la madre y, mientras él hablaba de intentar hacer en novela lo que
Cézanne hacía en tela, los críticos invocaban a Goya en relación con algunas de sus más
negras pinturas en palabras.

Los estudios de Ernest en la escuela secundaria y en la palaciega Oak Park y


River Forest Township High School se distinguieron académicamente sólo por sus
logros en inglés, y al acabar, Ernest no mostró ninguna inclinación a pasar a la
Universidad. Siempre hubo una buena dosis del antiintelectual en él. Escribió cuentos
v reportajes para la revista de la escuela que, por su interés en la descripción de la
acción física y su huida de la exhibición de léxico romántico, predecían su trabajo
maduro. Sus ambiciones principales eran atléticas, pero, estudiante de primer curso en
la escuela superior, se sentía avergonzado de su falta de talla y músculo. Demasiado
pequeño para el fútbol, trabajó la puntería al rifle y registró un considerable resultado
de 112 sobre 150 a una distancia de veinte yardas. Esto a pesar de un ojo izquierdo
defectuoso que maldecía como herencia de su madre, aunque más tarde lo achacara
(odiando conceder nada a su madre) a las sucias tácticas de sus antagonistas en el
boxeo. Creció de golpe a los quince años y pronto alcanzó la altura y peso de su padre,
como también una propensión a sudar copiosamente y a acumular grasa. Llegó a ser
bien conocido por sus pies, grandes y torpes, tanto en el campo de fútbol como en el
baile. No jugaba bien al fútbol, pero corría, boxeaba, nadaba, y le hicieron capitán del
equipo de baloncesto. Y, por supuesto, escribía.
Su modelo era Ring Lardner, que producía una columna popular para Chicago
Tribune y que había desarrollado un estilo supuestamente analfabeto que Ernest
intentó imitar. La habilidad de Lardner era mayor de lo que aparecía en la superficie,
su instrumento era una invención original, pero muy americano —divertido, sutil y
capaz de suaves rasgos conmovedores—. Ernest era simplemente chistoso, pero la
gracia era un aspecto muy estimado en la producción norteamericana de aquellos días
(el Babbitt de Sinclair Lewis era probablemente el compendio definitivo). El ingenio era
un producto del intelecto y el intelecto era sospechoso por europeo y decadente e
impío. La jocosidad tenía su máxima expresión en los apodos. Hemingway era un gran
aficionado a los apodos; llamaba a su hermano pequeño Leicester de Pester, como un
personaje de historietas cómicas, y le gustaba que a él le llamaran Porthos, Butch, el
Viejo Bruto y, sobre todo, Hemingstein. Había un algo de antisemitismo en esto: todos
los nombres judíos son cómicos. Nunca dejó de meterse con los judíos, del mismo
modo que nunca superó su afición a que le llamaran Hemingstein. En la Segunda
Guerra Mundial, como variación, acostumbraba a presentarse a los G.I. como «Ernie
Hemorrhoid, el Pyle del pobre».

Aquellos eran buenos tiempos de expansión en el Hiddle West, filetes enormes e


Idahos asados, cerveza de raíces, palmadas en la espalda, chauvinismo y optimismo.
La neurosis americana aún no se había implantado y el viejo y pequeño Estados
Unidos era el mejor maldito país en todo el maldito mundo.

El Oak Park de Hemingway era mucho más inocente que el Dublín de Joyce, y
tampoco podemos imaginarnos al joven Hemingway de noche, por las calles, gimiendo
como una bestia, deseando desesperadamente una mujer. Por supuesto que había
deseado vivamente algunas chicas y más tarde alardearía de que nunca había dejado
de conseguir una mujer si se le antojaba, pero es evidente que guardó su virginidad
bastante más tiempo que Joyce. La religiosidad de la ciudad mantenía a los niños
ignorantes de los hechos de h vida. Incluso un profesional de la Medicina como Ed
Hemingway estaba dispuesto a afirmar que la masturbación era un camino seguro a la
locura. Oak Park era proverbialmente el límite en que los bares acababan y empezaban
las iglesias. No había mujeres ligeras por allí, y las chicas de la escuela superior eran
respetables. El cuerpo de Ernest, de cualquier modo, estaba dedicado al atletismo
durante el curso y a los grandes espacios abiertos de Michigan en las vacaciones de
verano. Era una buena vida, sana y muy ruda, pero, inevitablemente, llegó un
momento en que el joven Hemingway quiso algo más que la llamada de las ardillas y
las limitaciones del feliz pero sofocante Oak Park.

El 6 de abril de 1917, los Estados Unidos rompieron dos años y medio de


neutralidad y paz a cualquier precio y declararon la guerra a Alemania. Muchos
hombres jóvenes estaban ansiosos por marchar a combatir —de hecho, muchos ya
estaban en el frente en cuerpos de ambulancias o, por lo menos, al norte del Paralelo
49, en el Royal Canadian Flying Corps—, pero Ernest no tenía prisa. Tenía instinto para
las prioridades y quería aprender a escribir antes de que le enseñaran a luchar. De
cualquier modo, su padre había declarado autoritariamente que aquel ojo izquierdo
defectuoso le mantendría alejado del combate. Ernest tenía un tío —Tyler Hemingway
— en Kansas City, y también sentía admiración por el Kansas City Star, aún uno de los
grandes periódicos de América. Sabiendo que sus posibilidades de convertirse en
aprendiz de reportero eran allí buenas, dijo adiós a su padre, quien le besó
afectuosamente en la estación, con lágrimas en el bigote y una oración en los labios.
Ernest recreó la pequeña escena muchos años más tarde en For Whom the Bell Tolls
(Por quién doblan las campanas), haciendo que su héroe se sintiera «súbitamente
mucho más viejo que su padre y tan apenado por él que apenas podía soportarlo».

Decir que el joven Hemingway tenía «ambición literaria» sería probablemente


falso. Scott Fitzgerald, recién salido de Princeton, escritor desde el principio, estaba por
entonces trabajando en un tipo de literatura al estilo de Compton Mackenzie, adornada
con tropos estilo Keats, pero Hemingway estaba ya poseído de un designio a la vez
más sencillo y más completo —sacar la disposición estética del lenguaje de su
tradicional localización en la cabeza y el corazón y vincularla a los nervios y los
músculos. Esto significaba una genuina revolución que, por el momento, se disfrazaba
de deseo de trabajar bien en el simple y popular medio del periodismo. Pero decir que
la ambición de Hemingway era ser periodista sería tan falso como decir que deseaba
ser un nuevo Tolstoi o un nuevo Dickens.

Kansas City son dos ciudades. Hay una en el estado de Kansas, con una
población de cerca de 130.000 personas, y otra en el estado de Missouri, con casi medio
millón de ciudadanos. Es de esta última de la que normalmente se trata cuando se
habla o se canta acerca de Kansas City, y fue en esta última donde Ernest Hemingway
empezó como escritor profesional o asalariado. Hoy día Kansas City es un elegante
centro de comercio y cultura, con amplios bulevares, mucha arquitectura de estilo
español, hermosas villas, restaurantes donde mientras elegantes modelos exhiben alta
costura sirven los mejores filetes de buey del mundo, un enorme colegio de los jesuítas
y un suntuoso hotel que incluye toda una colina, con árboles y un riachuelo, en su
decoración. En 1917 era una ciudad en crecimiento, cuyo status de dura ciudad
fronteriza era aún memoria viviente, llena de pecado y crimen y una actitud cínica
hacia la ley, incluso entre los magistrados, y su Twelfth Street tenía tantas prostitutas
que la apodaban Woodrow Wilson Avenue (un artículo para cualquier bolsillo). Ernest
no se comprometió en alborotos ni en conquistas compradas; era un mero observador
del mundo de acciones violentas. Le pagaban quince dólares a la semana y un ejemplar
del manual de estilo del Star, el cual, en sustancia, le enseñó a escribir con el estilo del
Hemingway maduro. Brevedad, una reconciliación del vigor con la suavidad, un
enfoque positivo (decir lo que hay más que lo que no hay), ésas eran las reglas del Star.
Su tarea posterior fue adaptarlas a la creación literaria.

No había escasez de material en el área del reportaje para depositarlo en el


banco y más tarde, con el interés añadido de una percepción imaginativa, entregarlo en
forma de creación hemingwayana. La extraordinaria historia de God Rest You Merry,
Gentlemen (Dios les preserve la alegría, caballeros), por ejemplo, se inspira en algo que
Ernest oyó en uno de sus viajes regulares al City Hospital: el extraño caso del joven
que, de igual modo que el padre de la Iglesia, Orígenes, se había castrado por amor a
Dios. El deterioro, físico o psicológico, de la sexualidad evidentemente fascinaba a
Hemingway: sin ninguna duda había algo en él que temía el compromiso sexual. Pero,
en general, descubrió que la vida real siempre supera a la ficción; la literatura no es
primordialmente invención: es el ordenamiento en estructuras estéticas de las données,
de una experiencia de amplio alcance.

Kansas City le mostró la vida, pero pronto empezó a anhelar la vida más amplia
de la Europa en guerra, vida con peligro y muerte en ella. Ted Brumback, un
compañero aprendiz, no sólo tenía un ojo débil, sino que era de cristal y, con todo,
había pasado cuatro meses en el American Field Service, conduciendo ambulancias en
Francia. Estimulado por este precedente, Ernest cobró su última paga del Star el último
día de abril de 1918, y en mayo se paseaba a lo largo de Broadway, Manhattan,
fanfarroneando con su uniforme de subteniente honorífico. Estuvo en la Cruz Roja y
nunca combatiría oficialmente en ninguna guerra, pero el mito del Hemingway
soldado no tardaría en nacer. Escribía resonantes mentiras a sus amigos en Kansas
City, alardeando de que estaba teniendo un asunto amoroso con Mae Marsh, estrella
de El nacimiento de una nación, y se había pateado los 150 machacantes que su papi le
había dado como despedida en un anillo de compromiso.

Vio de verdad al Presidente Wilson e incluso, como guía derecho de su pelotón,


en un desfile de 75.000, marchó por la Quinta Avenida en su honor. El estilo de sus
cartas es extremadamente efervescente: « ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! No es otro que el más
grande de los Hemingsteins quien proclama esta epístola.» Pronto, en un barco de las
líneas francesas llamado «Chicago», toque de bienvenida u homenaje que le gustó, iba
camino de la guerra y a una disminución de su inocencia de chico del Middle West.

Fue transportado, vía Bordeaux y París, y por el túnel del Monte Cenis, hasta
Milán. En el mismo día de su llegada, él y sus compañeros en la ambulancia se vieron
arrojados al horror de la guerra cuando una fábrica de municiones explotó y tuvieron
que recoger cuerpos y trozos de ellos, la mayoría de mujeres. Fue un profundo golpe
para un joven inocente que había matado un número mayor de lo normal de animalitos
inofensivos pero que nunca se había enfrentado a la muerte humana, y menos aún
muerte a tal escala y de una obscenidad tan gratuita. Al tercer día le enviaron, en un
grupo de veinticinco, a Schio, en los Dolomitas. La guerra continuaba en las colinas y
había muchos italianos heridos esperando ser evacuados. En Dolo, Hemingway
conoció a John Dos Passos, otro hombre de Chicago trabajando en ambulancias y
destinado, en opinión de Jean Paul Sartre, a ser el más grande de todos los novelistas
americanos. Ninguno de los dos, parece, retuvo el nombre del otro en ese encuentro,
primero de muchos. Los austríacos atacaban a lo largo del Piave, al norte de Venecia, y
los italianos estaban atrincherados en la ribera oeste. Se pidieron voluntarios para ir a
las cantinas de la Cruz Roja, en las pequeñas ciudades tras las líneas, y Ernest —quien,
como decían en Kansas City, siempre quería ir donde había acción— hizo que le
enviaran a Fossalta, un pueblo fuertemente castigado, río arriba.

Una noche calurosa y sin luna fue en bicicleta hasta un puesto de vanguardia y,
con casco y agachándose bajo el fuego cruzado, llevó cigarrillos y chocolate a los
hombres en las trincheras. Poco después de media noche los austríacos lanzaron un
proyectil a través del río —un bote de metralla de cinco galones relleno de fragmentos
de metal— y muchos italianos fueron alcanzados. Ernest recogió a un hombre que
gritaba de agonía y, en un arnés de bombero, intentó llevarle hasta el puesto de mando.
A unas cincuenta yardas una ametralladora austríaca le alcanzó en la pierna izquierda.
Cayó, se recuperó e hizo las últimas cien yardas con su carga aún viva. Entonces perdió
el conocimiento. Su casaca estaba tan empapada en sangre —la del hombre que había
salvado— que los camilleros pensaron en principio que estaba herido en el pecho. Le
llevaron a un cobertizo en donde había tantos hombres muertos o agonizando que,
como diría más tarde, le parecía más natural morirse que seguir viviendo. Al cabo de
dos horas le llevaron a un puesto médico de emergencia en Fornaci, donde le
extrajeron veintiocho de los cientos de fragmentos alojados en su pierna. Finalmente le
evacuaron al lugar de donde había salido seis semanas antes, el Ospedale Croce Rossa
Americana, en la via Alessandro Manzoni en Milán. Había dieciocho enfermeras para
sólo cuatro pacientes. La guerra se había acabado para Hemingway, aunque expresara
sus ardientes deseos de volver a ella tan pronto como su pierna estuviera bien. Era un
héroe. Había sido recomendado para la medalla italiana al valor. Era joven y atractivo;
exhalaba la poderosa sexualidad de los heridos de guerra. Tenía dieciocho enfermeras
de quienes enamorarse y se enamoró desesperadamente de la enfermera jefe, Agnes
Hannah von Kurowsky, una belleza de cabello oscuro, de Washington D. C.

Ella le correspondió con cauto afecto, pero como tenía casi treinta años quiso
evitar una relación demasiado profunda con un hombre joven que aún no había
cumplido los veinte. Hay testimonios de que le encontraba atractivo, y no era la única.
Aparte de su bien construido atractivo había una cierta madurez, una especie de
vitalidad autoritaria, nacida del peligro. Había sido puesto a prueba bajo el fuego y no
había fallado; estaba aprendiendo lo que era el amor; estaba incluso desarrollando una
filosofía sobre la muerte. Pensaba mucho en el canoso soldado de cincuenta y cinco
años que había conocido en el puesto de primeros auxilios, quien, cuando Ernest dijo
«usted es troppo vecchio (demasiado viejo) para esta guerra, papi», replicó: «Puedo
morir tan bien como cualquier hombre.» Conoció a Eric Dorman-Smith, oficial al
mando de las tropas británicas en Milán, quien le citó un fragmento de Henry IV, parte
segunda, que iba desde entonces a convertirse en una especie de amuleto para
Hemingway. Es Feeble, el «sastre de mujeres», quien, resignándose a ser reclutado para
la guerra por Falstaff, dice: «Por mi honor que no me importa; un hombre sólo puede
morir una vez; le debemos a Dios una muerte... y que vaya por el camino que quiera; el
que muere este año se libra el próximo.»
Exaltación, entusiasmo romántico.
La experiencia de la guerra en Italia, el amor por una enfermera de la Cruz Roja,
«elegancia en el sufrimiento», el contacto con una fe más vieja que la que había
conocido en la Third Congregational Church de sus padres en Illinois, el vino y la
sangre, la antigüedad de Europa, tales descubrimientos se tomaron su tiempo hasta
alcanzar la Gestalt (forma) de Adiós a las anuas, pero convirtieron a Ernest en una
especie de europeo. Nunca iba a escribir mucho sobre América, donde, decía, nada
sucedía en realidad; regresó a Oak Park insatisfecho, aunque festejado como héroe.
Deambuló por allí con su capa militar italiana, bebió vino, cantó viejas canciones del
Piave y no hizo nada para encontrar trabajo. Incluso su manera de hablar había
cambiado. Había adoptado, siguiendo a Dorman-Smith, una forma de hablar cortante
que iba bien con su lambdacismo crónico (una incapacidad para pronunciar la
consonante lateral, de forma que lilas en su boca se convertía en ninas). Soñaba con
Agnes y le escribía cada día, pero pronto se hizo evidente que ella se había enamorado
de un joven y atractivo napolitano. Ernest cayó en una ira sorda durante un tiempo. Sin
embargo, nada se había perdido en realidad. No era fácil que confundiera en adelante
el amor con el simple Schwarmerei "; un libro saldría de ello algún día. Mientras tanto,
expulsado de casa por su madre, que se quejaba de su costumbre de haraganear, se
alojó en Chicago. Allí se puso a escribir para la revista del Toronto Star y buscó en vano
un mercado para sus relatos cortos.

En el otoño de 1920, una joven llamada Elizabeth Hadley Richardson llegó a


Chicago desde St. Louis, Missouri, para vivir con unos amigos durante un tiempo, ya
que estaba cansada de la prueba que había supuesto la larga enfermedad de su madre
y su lenta muerte. En reuniones la chica conoció a muchos jóvenes bulliciosos, entre
ellos uno a quien llamaban alternativamente Ernie, Nesto, Oinbones, Wemmedge,
Hemmy, Stein o Hemingstein. Se encontraron mutuamente atractivos. Ella era ocho
años mayor que él, de cabello castaño rojizo y figura alta y grácil. La chica sabía poco
de la vida; miraba con admiración al héroe de guerra, de blancos dientes, con talento
para escribir y contar anécdotas. Su apodo en Chicago era Hash, pero él la llamó
Hadley. La visitó cuando ella regresó a St. Louis y ella sólo deseaba regresar a Chicago
por las brillantes luces y para hablar de lo astrosa que era América y de que el único
sitio para vivir era Europa. Pronto hablaron de matrimonio, pero las perspectivas
financieras de Ernest eran mínimas. Había iniciado y luego abandonado una novela; no
podía vender sus relatos cortos; sólo ganaba cuarenta dólares al mes como director de
una revista del Cooperative Movement, que tenía que escribir casi enteramente él solo
y que estaba dirigida por buitres. Hadley tenía unas cuantas acciones, que le daban
unos 3.000 dólares al año. Como muchos artistas que empiezan, antes y después de él,
Ernest estaba dispuesto a vivir de su mujer hasta que llegara su oportunidad. Se
casaron. Pronto, anunciaron, se irían a vivir a Italia.

El día de la boda, 9 de marzo de 1921. Refiriéndose a los regalos de boda,


Hemingway escribió: «Tres relojes de viaje / Hacen tic-tac / En la repisa ¡ Coma / Pero el
joven se muere de hambre.» Esto era ligeramente exagerado
«No —dijo Sherwood Anderson—; a Italia, no. Que sea París, el único lugar para un
escritor.» Anderson era un autor conocido y respetado, en los comienzos de su edad
madura, mejor recordado ahora por su Winesburg, Ohio. Se convirtió en fuente de
inspiración estilística para Hemingway, quien, sin embargo, no tardaría no sólo en
rechazarle, sino incluso en satirizarle. Por aquel entonces Anderson vivía con su esposa
Tennessee en un suburbio de Chicago. Había escapado de la opresión particular de la
filistea sociedad del Middle West, a la que atacaba en sus libros, pero era consciente de
que toda América estaba inundada de una euforia materialista del tipo «ve-y-cógelo»
que era la muerte del alma. «Id a París —les aconsejó—, donde se toman en serio el
arte, donde, en palabras de Henry James, el mismo aire está saturado de estilo.»
Hemingway encontró al Toronto Star bien dispuesto para recibir una serie de Cartas de
Europa. Reservó pasajes en el Leopoldina, cuyo nombre con resonancias a Joyce,
pronto aparecería como un buen augurio. Aquí, dijo Anderson, tenéis cartas de
presentación para Gertrude Stein, exiliada ameri cana, gran renovadora de la prosa;
para Sylvia Beach, copropietaria de Shakespeare & Co., la librería de la calle del Odeón;
para Ezra Pound, poeta y amigo del escritor; para Lewis Galantiére, de la International
Chamber of Commerce. En agradecimiento, la noche antes de embarcar Hemingway
metió todas sus latas de comida sobrantes en un saco, las acarreó hasta casa de
Anderson y las dejó caer ruidosamente al suelo.

Hemingway había boxeado muchas veces en los últimos tiempos,


principalmente como sparring, para ganar algo de dinero. En el barco organizó un
combate de exhibición para entregar unos cuantos francos a una joven francesa que,
abandonada por su esposo, soldado de infantería norteamericano, regresaba a su casa
bañada en llanto. En París casi lo primero que hizo fue proponerle un par de asaltos a
Lewis Galantiére, que acababa de visitarles en el hotel para invitarles a cenar. Rompió
las gafas a Galantiére. Todo el mundo parece haber sido invitado, más pronto o más
tarde, a una sesión con los guantes —excepto los ineptos, como Ford Madox Ford, los
casi ciegos, como James Joyce o los de sexo equivocado, como Gertrude Stein—. Boxeó
todo el tiempo que estuvo en París. Era una expresión externa de la gran lucha interior
que libraba; no una riña con lo que un novelista de la escuela de James consideraría los
más importantes problemas de la creación literaria —personajes, motivaciones, verdad
filosófica, estructura—, sino una pugna para escribir una «frase verdadera, sencilla,
explicativa». El objetivo artístico de Hemingway era tan original como el de cualquiera
de los literatos de vanguardia que se explayaban en los cafés del boulevard. Describir
sin faralaes, sin la imposición de una actitud, haciendo que la palabra y la estructura
comunicaran pensamiento y sentimiento y también sentido físico. Esto suena fácil
ahora, sobre todo porque Hemingway nos ha enseñado cómo se hace, pero no era fácil
en un tiempo en que «literatura» aún significaba una manera bella de escribir, en el
sentido Victoriano, con adornos neo- góticos, alusiones librescas, una intrincada
estructura de oraciones subordinadas y la personalidad del escritor interfiriéndose, a
escondidas o brutalmente, entre el lector y lo que estaba leyendo.

Gertrude Stein era uno de los exiliados americanos que intentaban depurar el
inglés, administrar shocks estéticos (que significaba forzar al lector a mirar al mundo
exterior como si fuera la primera vez) a través de una, tal vez, excesiva simplificación
del lenguaje. Hemingway, lo bastante joven como para ser su hijo, le mostró
humildemente su trabajo, un fragmento de novela, verso libre en el estilo «imagístico»
de Ezra Pound. Demasiada descripción porque sí, objeto ella, demasiados adornos:
comprime, concentra. James Joyce ya había resuelto, empezando en Trieste y acabando
aquí en París, su propia salvación estilística en Ulysses —un «libro jodidamente
bueno», dijo Hemingway cuando apareció en 1922—, en el cual la vieja retórica se ve
destrozada a través de la burla, la mente habla directamente en monólogo interior y los
fenómenos del mundo exterior son apresados con una aguzada percepción entonces no
aparente para todo el mundo. Ezra Pound, que había fundado el nuevo dialecto de la
poesía angloamericana en 1917 con su Homage to Sextus Propertius (Homenaje a
Sextus Propertius) y había dado a conocer a Joyce al mundo literario internacional (esto
es: parisiense), vio el talento del joven Hemingway. Le dio aliento y recibió a cambio
lecciones de boxeo.

Pero fue Sherwood Anderson quien primero conseguiría que Hemingway


publicara en una revista literaria. La publicación era el Double Dealer, de New Orleans,
y la contribución de Hemingway fue una fábula satírica y cuatro líneas de poesía, los
versos impresos para completar una página que sostenía un largo poema de William
Faulkner, el escritor sureño que iba a crear su propia revolución en la novela
americana. Estimulado, Hemingway pidió a Hadley que llevara todos sus manuscritos
de París a Lausanne, donde se hallaba por encargo del Toronto Star, para ver qué más
podía publicar o pulir con vistas a ser publicado. Ella dejó la maleta llena de
manuscritos sin vigilancia un momento en el tren en la Gare de Lyon; regresó para
encontrarse con que había desaparecido. La ira de Hemingway fue inmensa: Hadley
descubrió un aspecto terrible de Ernest que presagiaba un deterioro de su unión.
«Hubiera casi recurrido a la cirugía para olvidar la pérdida», diría más tarde, pero la
calamidad fue tal vez una bendición: se vio obligado a empezar nuevamente desde el
principio.

En 1923 fueron aceptados muchos de sus trabajos. Margaret Anderson y Jane


Heap dirigían una estimable revista llamada The Little Review; Harriet Monroe editaba
Poetry: iba a aparecer en ambos. Por añadidura, París era no sólo el hogar de auténticos
escritores y haraganes pretenciosos, sino también el centro de los caballeros editores
americanos —hombres con dinero y devoción por bellas impresiones en ediciones
limitadas—, Harry Crosby, Robert McAlmon, William Bird y otros. McAlmon, de
Kansas, casado con Annie Winifred Ellerman, más conocido en literatura como Bryher,
quería sacar Three Stories and Ten Poems (Tres relatos y diez, poemas) de Hemingway.
Más tarde, Bird iba a publicar in our time (en nuestro tiempo), una colección de
historias y apuntes cuyo título en letra minúscula sirve para distinguirlo de la primera
publicación comercial de Hemingway, In Our Time.

Mientras, Hemingway enviaba reportajes a Toronto sobre la turbulenta e infeliz


Europa que emergía de la paz. Enviaba cables no sólo desde París, sino también desde
Génova, en cuyos barrios bajos se iba fomentando el movimiento comunista del norte
de Italia, desde Muraldi y Adrianople y otros puntos calientes de la guerra greco-turca,
desde Constantinopla, que pronto se convertiría en Estambul y sería la capital de la
revolución social de Kemal Ataturk, de la Conferencia de Paz de Lausanne, convocada
en 1923 para resolver las disputas territoriales de los Balcanes. Se encontró con
Clemenceau, cuya sanguinaria desarrolladura del Canadá en tanto que nación
insuficientemente comprometida en la última guerra, el Star se negó a publicar.
Conoció a Mussolini, «el mayor bluff de Europa». En Italia, con Madley, cometió el
error de revisitar el pasado —«ir detrás del pasado es un entretenimiento de
holgazanes»— y en Schio, él y Dos Passos supieron quién era el otro. Dos Passos estaba
preparando una trilogía —U. S. A.— formalmente más experimental que nada de lo
que

Hemingway fuera a escribir, pero tosca por su explícita parcialidad política. Dos
Passos se inclinaba hacia el comunismo; Hemingway, pese a The Fifth Column (La
Quinta Columna) y For Whom The Bell Tolls (Por quién doblan las campanas), que
pertenecen al período de la guerra civil española, cuando todos los hombres de buena
voluntad se inclinaron por los republicanos, nunca se convirtió en escritor político, un
aspecto de su fuerza creativa. Pese a sufrir después los ataques de la izquierda
norteamericana por su hedonismo neutral, se mantuvo firme en el único derecho y
deber del escritor: mostrar las cosas y las gentes como son, no coloreadas por
ideologías. Con todo, los análisis políticos de la situación europea que cablegrafiaba al
Star eran harto sofisticados, también proféticos a veces. Toda su vida iba a ir por
delante de los comprometidos políticamente en su habilidad para ver las nacientes
formas de la política y los regímenes.

Hemingway realizó su primera visita a España no para realizar ningún trabajo


periodístico, sino porque sentía curiosidad: Iberia era el único territorio latino que no
conocía. Se sintió impresionado por una corrida que vio en Madrid y llegó a
convencerse de que las corridas de toros eran un ritual trágico más que un simple
deporte sangriento. De regreso a París, Gertrude Stein le instó para que visitara
Pamplona, en Navarra, durante las fiestas de San Fermín en julio.

Hadley tenía tantas ansias de ir como él. Estaba harta de lo escuálido de su piso
en París, estaba inquieta; estaba embarazada. Ernest hablaba de la influencia
vigorizante de los toros en los niños aún no nacidos. Fueron a Pamplona, se sintieron
fascinados, quedaron encornados. Había barrocas procesiones religiosas, se bebía hasta
la borrachera, se bailaba el riau-riau, estaba el matutino correr de los toros de Villar con
cuernos de daga, a través de las empedradas calles, con los rientes y temerarios jóvenes
pamplónicas corriendo delante de los astados. Hemingway se convirtió en aficionado
in excelsis. Idolatró al torero Nicanor Villalta; si tenían un hijo lo iban a bautizar con el
nombre de Nicanor Villalta Hemingway. Escribió breves apuntes de las corridas,
vigorosos, sangrientos, imparciales más que brutales. Iban a quedar incluidos en In
Our Tune.

Por entonces empezaron a aparecer algunos libros, pero eran materiales de poca
monta, seudoartísticos, pienso para las tertulias: la dignidad y el provecho de un gran
libro publicado por una gran casa norteamericana parecía lejano e inalcanzable. El
volumen publicado por McAlmon era, desde luego, algo que llevarse de regreso a
América, a donde Ernest y Hadley tenían que volver ahora para que su hijo no naciera
en tierra extranjera. No a los Estados Unidos, sino al dominio de Canadá, con
Hemingway arruinado, trabajando de reportero en el Toronto Star, sufriendo
vejaciones y hostigamientos, considerado un engreído (había mostrado el libro de
McAlmon en la oficina) y, como castigo del nuevo y rudo editor, despojado de firma.
John Hadley Nicanor Hemingway nació a su debido tiempo (tal vez, después de todo,
lo de Villalta hubiera sido ir demasiado lejos). Edmund Wilson —aún no reconocido
como el máximo crítico literario de América— apreció el valor de la austera prosa de
Hemingway; Bird publicó In Our Time. El padre, esposo, esforzado periodista y
antiguo redactor de plantilla del Star, que, en enero de 1924, partió de nuevo hacia
París, tenía buen número de problemas por delante, pero ya no se podía decir que
fuera un literato bisoño.

Encontraron un apartamento sobre una serrería y almacén de maderas en la


calle Nótre Dame des Champs y contrataron una femme de ménage que vivía en 10 bis,
Avenue des Gobelins.

John Hadley Nicanor fue apodado Bumby. Cuando aprendió a hablar ésta era la
dirección que tenía que dar si alguna vez se perdía:

Dix bis Avenue des Gobelins

Dix bis Avenue des Gobelins

Dix bis Avenue des Gobelins

Allí es donde mi Bumby vive.

«There Times»

Así es como me cantó la canción alguien que dijo que la había cantado. La
melodía, exacta o no, servirá.

Esa iba a ser, veinte años más tarde, la canción de marcha de los irregulares de
Hemingway cuando ayudaron o se anticiparon a la liberación de París. El París que
Hemingway recordaba era la ciudad de su idilio y matrimonio feliz, de la integridad
artística y la juventud optimista, que nunca recobraría. Era una libération nostalgique.

Porque ahora el trabajo era duro y el dinero escaso: Ernest volvió incluso a ser
sparring de boxeo. Estaba haciendo sombra un día en el estudio de Ezra Pound,
amagando golpes a un jarrón chino, cuando conoció a Ford Madox Ford. Ford era
probablemente el mayor novelista británico de su generación. Escribía demasiado,
como se ven obligados a hacer todos los escritores profesionales a menos que sean
autores de éxito e idolatrados como Hemingway. La mayor parte de su trabajo ya no se
imprime y puede ser olvidado (exceptuando la poesía, que tiene un alto nivel), pero
The Good Soldier (El buen soldado) y Parade's End (El final del desfile) son obras
maestras reconocidas. Fue también uno de los grandes editores de su tiempo, o de
todos los tiempos, y estaba iniciando una nueva revista en París, la transatlantic review
(este huir de las mayúsculas en letra impresa estaba de moda). Pound le dijo a Ford,
con su típica generosidad e indiscreción, que Hemingway era el mejor estilista en prosa
del mundo y, por tanto, debía ser un ayudante de editor natural para un estilista en
prosa menos fino, aunque también fino. Hemingway ayudó a Ford sin cobrar. Su
permanencia en la transatlantic, que finalizó con aspereza, es notable por un éxito
considerable: su triunfo en llegar a un acuerdo para la serialización de The Making of
Americans (Lo que hace a un norteamericano), de Gertrude Stein, y por el extraño
capricho de que Joyce y Hemingway publicaran bajo un título común Work in Progress
(Trabajo en progreso). De esto Joyce se iba a apropiar por completo para las
publicaciones fragmentarias en folletón del naciente Finnegans Wake (nombre sagrado
que no debía ser divulgado hasta que el libro estuviera acabado). Hemingway y Joyce
mantuvieron una generosidad mutua a lo largo de sus vidas, cosa rara en ambos. Joyce
diría más tarde:

«Es un buen escritor, Hemingway. Escribe tal como es. Nos gusta. Es un
campesino grande y poderoso, tan fuerte como un búfalo. Un deportista. Y listo para
vivir la vida sobre la que escribe. Nunca la hubiera escrito si su cuerpo no le hubiera
permitido vivirla. Pero los gigantes de esta clase son verdaderamente modestos; hay
mucho más detrás de la forma de Hemingway de lo que la gente cree.»

De Joyce, Hemingway dijo, al tiempo de su primer viaje a Africa: «Tenía miedo


de algo, relámpagos y cosas, pero era un hombre maravilloso. Sufría diversas
penalidades: su esposa, su trabajo y sus pobres ojos. Su esposa estaba allí y decía, sí, su
trabajo es demasiado suburbial. "A Jim le iría bien un poco de esa caza de leones."
Salíamos a beber y Joyce se metía en una pelea. Ni siquiera podía ver al otro, y decía:
"¡Dale, Hemingway! ¡Dale!".»

Hay que subrayar esta amistad, puesto que durante el tiempo de su trabajo para
la transatlantic review Hemingway estaba revelando rasgos muy poco amistosos. Sus
humores e irascibilidad eran comprensibles en un tiempo de esfuerzos y pobreza, pero
una amiga de Hadley notó agudamente algo más fundamentalmente peligroso: una
capacidad para revolverse contra los que le ayudaban, rencor, egoísmo, malignidad,
crueldad. Esta aguda observadora era Kitty Cannell, novia de Harold Loeb, expatriado
judío, cuyo máximo mérito era el haber sido el campeón de boxeo de los pesos medios
en Princeton. Loeb quería a Hemingway y Hemingway parecía querer a Loeb, pero
Kitty Cannel dio la alarma de una traición que pronto se vería realizada. Kitty también
avisó a Hadley, a quien consideraba un ángel por lo que aguantaba y sufría, de que su
esposo no era de fiar. Sus profecías tenían una base sólida y se realizaron tanto en la
literatura como en la vida.

En 1925 Hemingway consiguió su oportunidad. Edmund Wilson había


mostrado a Scott Fitzgerald, compañero suyo en Princeton, las historias y apuntes de
los dos volúmenes de Hemingway en París, y Fitzgerald, muy impresionado, había
recomendado a Maxwell Perkins, de la editorial Scribners de New York que escribiera a
Hemingway. Max Perkins era el director de la importante editorial, un hombre que no
podía escribir una novela por sí mismo, pero que podía ayudar a novelistas de verdad
a limar y dar forma a su trabajo para hacerlo publicable. Se le conoce mayormente por
lo que hizo por Thomas Wolfe, el genio de North Carolina, capaz de escribir un millón
de palabras brillantes sin ninguna dificultad, pero incapaz de ponerlas en ninguna
clase de orden. Perkins estableció un precedente en América que ha tardado bastante
en ser seguido en Inglaterra: que el trabajo del novelista es entregar una carga de
palabras al editor y luego inclinarse ante la habilidad técnica del mismo. El precedente
es, creo, malo, aunque haya sido responsable en nuestros días de novelas altamente
valoradas como Catch 22 (Celda 22), de Joseph Heller, que el editor de Mavin, Robert
Gottlieb, ayudó a forjar y dar forma y reducir y pulir hasta la casi obra maestra que
tenemos hoy. La invitación a ser rehecho editorialmente es un tipo de invitación a la
que algunos novelistas, incluyéndome a mí, continuamos resistiéndonos. El seguro
sentido de la forma y la duramente ganada economía de estilo de Hemingway, en
conjunto, es imposible de corregir.

Como pasa a menudo, Hemingway estaba recibiendo atención de dos


editoriales al mismo tiempo después de un largo período sin recibir atención de
ninguna. Los editores de Sherwood Anderson, Boni y Liveright, le ofrecieron un
adelanto de doscientos dólares por el volumen de narraciones que Hemingway había
recopilado ahora bajo el título de In Our Time. Hemingway aceptó con alegría. La carta
de Perkins, echada al correo al mismo tiempo que esa oferta, imprevisiblemente, llegó a
París diez días más tarde. Scribners era, de los dos, el editor de más prestigio, pero
Hemingway se había comprometido a ofrecer un segundo y tercer libro a Boni and
Liveright. Su ardid para verse libre del contrato fue, para decirlo suavemente,
pusilánime. Escribió una parodia de Sherwood Anderson que, copiando a Turgeniev,
llamó The Torrents of Spring (Los torrentes de la primavera). Los editores de Anderson
tuvieron, naturalmente, que rechazarla y él quedó en libertad para entregarla, del
mismo modo que iba a entregar todo lo demás que escribiría a continuación a
Scribners.

In Our Time era un volumen de buen tamaño, con dieciséis relatos intercalados
con las viñetas que ya habían aparecido en (y puedo decir ahora que Hemingway
detestaba la recatada tipografía en minúsculas, pero dejó que Bird se saliera con la
suya) in our time. Nick Adams, uno de los personajes de Hemingway, aparece en
aquellos relatos basados en reminiscencias de la niñez, tales como Indian Camp
(Campamento indio) y Big Two-Hearted River (Gran río de dos corazones), hermosas
narraciones que sirven para confirmar donde residía, o reside, el talento de
Hemingway. Rara vez se puso a escribir deliberadamente una novela larga. Su método
era empezar con un relato corto y, si mostraba señales de querer expansionarse, dejarlo
llegar a término. Tal vez era esencialmente un miniaturista. Las viñetas se inspiraban
en observaciones más recientes que las de los bosques de Michigan:

«Los minaretes emergían entre la lluvia en Adrianople a través de las llanuras


embarradas. Los carros estaban atascados a lo largo de treinta millas en la carretera de
Karagatch. Búfalos y bueyes tiraban de los carros a través del barro. Ni principio ni fin.
Sólo carros cargados con todo lo que poseían. Los viejos y las mujeres, empapados
hasta los huesos, caminaban al lado haciendo marchar al ganado. El Maritza corría
amarillo casi hasta el puente... Una mujer daba a luz a un niño y a su lado una niña
mantenía una manta por encima de la parturienta y lloraba. Asustada hasta la náusea,
mirando. Llovió durante toda la evacuación.»
Este es el estilo Hemingway en grado sumo:

Los Murphy -—Gerald y Sara—, «gente estupenda» de los años veinte, cuyo
estudio en París se convirtió en el hogar de los Hemingway mientras trabajaba en Men
Without Women. Aquí aparecen con Hadley y el novelista John Dos Pasos, en
Schuruns, Austria, el invierno de 1925 desnudo, objetivo, «no-literario». Era una
música nueva y como tal fue reconocida. Los críticos respondieron, pero el público, en
general, no, todavía no. Por lo que se refiere a The Torrents of Spring es puro
Hemingway por la ineptitud de su parodia. Sherwood Anderson dijo que un parodista
auténtico, como Max Beerbohm, podía haber dicho todo aquello en un par de páginas.
Él, el más bondadoso de los hombres, fue demasiado benévolo. El criterio general de la
época se anticipó al de la posteridad. El único autor al que Hemingway fue capaz de
parodiar fue a él mismo.

Hemingway estaba reuniendo entonces a su alrededor, en París, en los Alpes


austríacos, en Pamplona, a los amigos que iba a inmortalizar en The Sun Also Rises.
Esta novela, gran éxito comercial y un hito en la literatura moderna, se llama Fiesta en
Inglaterra y en la mayoría de países extranjeros, incluida España. Es un gran incordio
tener un mismo libro subsistiendo en la misma lengua bajo dos títulos diferentes, como
un hombre que viaja por el extranjero bajo un alias. Pero el libro es el libro y en él,
apenas disfrazados, se pueden encontrar personajes como Harold Loeb y lady Duff
Twysden, ojos grises, corto cabello rubio, gran bebedora y gran amante, encarnación
del chic y el encanto más degenerados. Loeb estaba loco perdido por ella. Ernest estaba
probablemente más interesado de lo que dejaba ver. Pero algo más importante que la
simple infidelidad a su mujer le estaba siendo preparado por la deliciosamente
pequeña Pauline Pfeiffer, que había sido editora de modas para Vogue y que tenía
aspecto de ser una de sus propias modelos.

Había otro amigo, bien capaz de urdir su propia inmortalidad, y era Scott
Fitzgerald, autor de gran habilidad y delicadeza, laureado de la Era del Jazz, a la que
bautizó si no inventó de hecho, con el éxito, ya tras él, de The Great Gatsby (El gran
Gatsby), que algunos han llamado la única novela americana perfecta. Tanto él como su
mujer, Zelda, eran desenfrenados, derrochadores y bebían mucho. Eran ultrajantes,
pero nunca soeces; disolutos, pero siempre elegantes. Iban almacenando ya los
materiales para su posterior, trágica y espectacular caída. A Hemingway no le gustó en
absoluto Zelda, que le parecía dura y depredadora y (lo que sí era) celosa del talento de
su marido, Fitzgerald, que si era responsable en su arte, era irresponsable en casi todo
lo demás. Por ejemplo, la vez en que Morley Callaghan, a quien Hemingway había
conocido en el Toronto Star y que iba a conseguir renombre como el mejor escritor de
ficción de Canadá, visitó París y boxeó con Hemingway. Aunque era diez centímetros
más bajo, menos pesado y estaba mal preparado, Callaghan se defendió bien con el
peso pesado de metro ochenta de alto. Fitzgerald controlaba el tiempo. Hemingway se
lanzó contra Callaghan. Callaghan le alcanzó de lleno en la mandíbula y le tiró al suelo.
Entonces Fitzgerald dijo: « ¡Oh, Dios mío!, he dejado que el asalto durara cuatro
minutos de más.» Nunca se perdonó la negligencia y, por supuesto, no fue el único.
The Sun Also Rises fue creada básicamente con los sucesos de la fiesta de
Pamplona en 1925, cuando Hemingway y Hadley estaban allí con lady Duff, Harold
Loeb, Pat Guthrie (un alto y sediento escocés que era amigo más que amante de su
señoría), Bill Smith (viejo amigo de Hemingway de los tiempos de Oak Park).
Hemingway pontificaba sobre el arte del toreo mientras bebía vino, pero durante una
de las sesiones de aficionados, Loeb agarró a uno de los toros por los cuernos y realizó
una carrera acrobática cruzando el ruedo. Esto puso celoso a Hemingway. Además,
desarrolló una actitud posesiva hacia lady Duff, que se manifestaba no en un deseo de
hacer el amor con ella —aunque ella estaba harto deseosa—, sino en un fuerte
resentimiento por el aparente éxito de Loeb con ella al principio del verano. Su actitud
era como la del perro del hortelano y debía de tener algo que ver con el cercano
rechazo de Hadley. El campo amoroso no estaba exactamente abierto de par en par
para Hemingway, pero él era una especie de guardián de la entrada. Lo que parece que
le impulsó a escribir esta primera novela fue un amasijo de emociones que tenían que
encontrar su catarsis, en las cuales la culpabilidad, la animosidad y la veleidad se
codeaban. Así Harold Loeb se convierte en Robert Cohn, el «amigo tenista» del héroe,
un personaje tal vez pensado para ser detestable, pero que —como el arte es más
compasivo que las personas— de hecho es simple y conmovedoramente cómico. Lady
Duff se convierte en lady Brett. Hemingway se convierte en Jake Barnes (en los
primeros borradores Hem o Ernie), un periodista con una herida de guerra que le hace
físicamente incapaz de amar, enamorado sin esperanza de Brett. La ficticia asunción de
impotencia es interesante; la herida de guerra dramatiza una deficiencia sexual o
bloqueo sicológico que es la otra cara de la moneda del rudo e hirsuto hombre de
acción.

Los personajes de Hemingway llevan una vacía vida alcohólica en París; luego,
en Pamplona, se ven envueltos en el ritual regenerativo y purificante de la corrida. Hay
algo del The Waste Land (La tierra yerma), de Eliot, en el libro, pese a que Hemingway
—que lo leyó cuando apareció por primera vez en 1922— nunca profesó al poeta
ninguna admiración ni siquiera comprensión. Jake es una especie de Fischer King,
consciente de la aridez de la vida sin amor, pero herido, separado de la realización de
su deseo como cualquier Prufrock. La salvación depende del sacrificio, no el de la misa
(Jake es católico, como Hemingway, que alegaba haberse convertido en Italia, lo era de
nombre), sino el de un ritual en el que corre sangre de verdad. Bastante sangre corrió
en la guerra, pero el conflicto del hombre y el toro elige la confrontación con la muerte
y, en cierto modo, controla a la muerte. Todo esto es, desde luego, una simplificación
grosera.

La novela se levanta como crónica de una «generación perdida». La frase viene


de Gertrude Stein o, mejor dicho, del dueño del garaje al que llevaba a reparar su
coche: dijo que no había buenos mecánicos entre los jóvenes que volvían de la guerra;
eran una géneration perdue. El título viene del Ecclesiastés, y las resonancias religiosas,
aunque amortiguadas, dan un significado adicional a simples expresiones de argot
como «me siento como el infierno». No es un libro depresivo, antes al contrario: celebra
la perdurable tierra y la vida del cuerpo: el arroyo que corre, el sol en la nuca, el vino
que también es sangre, el llegar a un entendimiento con la muerte, la comida. Jake hace
una gran comida al final; aunque impotente, es capaz de que le «gusten un montón de
cosas». The Sun Also Rises, en una gastada expresión, «realza el valor de la vida».
Cuando apareció en octubre de 1926 excitó no sólo a los críticos, sino también al
público, en general. Fue uno de los raros libros capaces de influir en la manera en que
la gente se comportaba o hablaba. Brett se convirtió en un modelo de forma de hablar y
actuar para toda una generación de chicas universitarias. El tipo de hombre creado por
Hemingway —rudo, baqueteado, estoico, lacónico, creándose un estilo desde su
desesperación— empezó a aparecer en los bares de las clases altas. Hemingway, aún
por debajo de los treinta, había llegado. Todo tiene un precio. Los días de oscuridad y
lucha en la penuria estaban llegando a su final, y también los días de inocencia idílica,
confianza, fidelidad, integridad. Pauline Pfeiffer le dijo a Ernest que le amaba; Ernest la
correspondía. Hadley se preguntaba cuán auténtico era su deseo de divorciarse. Si,
dijo, él y Pauline estaban de acuerdo en una separación de cien días y, al final,
encontraban que aún estaban enamorados, entonces podían tirar adelante y casarse.
Por tanto, Pauline regresó a los Estados Unidos y Ernest vivió una existencia de soltero
en París, trabajando duro en un volumen de relatos en un estudio de la calle
Froideveaux en la Orilla Izquierda. El estudio pertenecía a Gerald Murphy, un rico
graduado de Yale. El y su esposa Sale eran conocidos como la pareja más feliz del
mundo, así como la más agradable y hospitalaria. Son, hasta cierto punto, los modelos
de los protagonistas de Tender is the Night (Tierna es la noche), de Scott Fitzgerald.
Ellos no escribían, pero conocían a todos los escritores. Hemingway, perseguido por la
culpabilidad y el remordimiento, torturado por pesadillas nocturnas, lloró como un
niño cuando Hadley ordenó la división de su mobiliario. Estaba también el asunto de
Bumby, que no era fácilmente divisible. El niño amaba a su padre mucho más que a la
gramática francesa: La vie est beau avec papa, decía. Hemingway hizo los arreglos para
que los derechos de las ediciones norteamericana y británica de The Sun Also Rises le
fueran pagados a Hadley. Era lo menos que podía hacer. Hadley dijo que podía
conseguir su divorcio inmediatamente. Ernest se llamó a sí mismo hijo de perra; otros
—especialmente los personajes reales de The Sun Also Rises— dijeron lo mismo. Oak
Park criticó el libro. La madre de Ernest escribió dulcemente que creía que él aún haría
algo que valiera la pena si confiaba en Dios e intentaba amarlo. Ernest siguió diciendo
que era un hijo de perra.

El título de la nueva colección de relatos iba a ser Men Without Wornen


(Hombres sin mujeres), historias rudas de personajes rudos no temperados por el sexo
más gentil. Hemingway, entre matrimonios, no era fácil de aguantar. Frecuentaba a
Archibald Mac Leish, el poeta, y a su esposa Ada. Ada deploraba la truculencia de
Ernest en público y señalaba que siempre se metía con hombres pequeños. Cuando,
por fin, Ernest y Pauline celebraron su boda católica en Passy, Ada se sintió asqueada
por la forma fácil en que afirmó que éste no era un auténtico matrimonio, ya que
Pauline era una buena católica de St. Louis y él un converso bajo el fuego. En lo que
respecta a Hadley, ella era una protestante de St. Louis; su matrimonio, por tanto, no
había sido nunca válido. Ahí quedaban los años de confianza y amor; los peores, no los
mejores; los de penuria, no los de riqueza.

La vida, ya que no la literatura, hizo lo que pudo para castigarle. Su libro de


relatos fue publicado en 1927 y tuvo éxito, pero él sufrió un fuerte ataque de gripe, así
como dolor de muelas y hemorroides, combinado con una virtual ceguera cuando
Bumby, a quien había permitido pasar un tiempo con él, metió una uña en el ojo bueno
de su padre. De vuelta a París, el tragaluz del cuarto de baño se le cayó encima,
haciéndole un agujero en la cabeza que necesitó nueve puntos. Había empezado una
nueva novela y se preguntaba si quería acabarla en París. Las cosas se habían vuelto
agrias. Había sido la gloria, pero ya no era la gloria. Lo resumió todo muchos años
después en A Moveable Feast (París era una fiesta).

«Antes de que llegaran estos ricos ya se nos habían infiltrado otra clase de ricos,
utilizando el más viejo truco que hay. Una mujer joven, soltera, se convierte
temporalmente en la mejor amiga de otra mujer joven, casada; va a vivir con el marido
y la mujer y, entonces, como quien no quiere la cosa, inocentemente y sin tregua, se
dedica a conseguir casarse con el marido... El marido tiene dos mujeres atractivas a su
alrede dor cuando acaba el trabajo. Una es nueva y extraña y, si tiene mala suerte, llega
a amarlas a las dos...

«Cuando volví a ver a mi mujer, en pie al lado de las vías, al entrar el tren en la
estación entre las pilas de madera, deseé haberme muerto antes que amar a otra mujer.
Sonreía el sol sobre su bella cara bronceada por la nieve y el sol, sus rasgos tan
hermosos, su cabello de cobre brillante, dejado crecer en libertad durante todo el
invierno, salvaje y hermoso, y míster Bumby, en pie a su lado, rubio y regordete con
mejillas de invierno... Yo la amaba a ella y sólo a ella y pasábamos un maravilloso
tiempo mágico cuando estábamos solos. Trabajaba bien y hacíamos largas excursiones,
y yo pensaba que éramos invulnerables de nuevo... Este fue el final de nuestro primer
período en París. París no iba a ser nunca el mismo otra vez...»

Empezó a sentir añoranza por América, no por un sitio concreto como Oak Park,
al cual no tenía ningún deseo de regresar, sino por sus amplios, vastos espacios verdes,
y animales y ríos. La añoranza llegó en el momento justo: Pauline estaba embarazada y,
como Hadley años atrás, necesitaba tener a su hijo en tierra patria. Antes había sido
Canadá, ahora iba a ser la punta opuesta del continente. John Dos Passos les envió allí,
locamente enamorado de la belleza de los cayos de Florida, especialmente de Key
West. Key West se convirtió en el primer hogar norteamericano del Hemingway
maduro.

En París había profesado, con reticencia, una devoción al arte, sin parangón
entre los estetas de café, pero su actitud había sido la de un rudo y sudoroso filisteo. En
Key West su objetivo fue no aparecer como un gran escritor entre los marineros y
pescadores, sino mostrarse como un misterioso y peligroso hombre del Norte, un gran
traficante de alcohol o jefe de distribuidores de droga. Musculoso, tosco, con la cicatriz
del tragaluz en la sien, de lenguaje blasfemo, le entusiasmaba que le tomaran por
cualquier cosa excepto por un escritor. Este repudio de una gran vocación se encuentra
frecuentemente entre artistas anglosajones, aunque es raro entre los franceses. Sir
Edward Elgar, en la cúspide de su poder y fama, parecía incluso avergonzado de haber
escrito música grande: se exhibía desafiante en las carreras, un hombre del mundo de
los caballos, mientras The Dream of Gerontius estaba siendo representada en el
Queen's Hall. Los libros de Hemingway iban a conseguirle la comodidad para ser un
hombre de acción a plena dedicación, convirtiendo toda su madurez en una especie de
hinchado verano infantil en los bosques de Michigan. Pero en Key West encontró algo
más grande que aquellos bosques: el ancho y profundo mar, atestado de tarpones,
castañetas rojas, caballas y barracudas. Se convirtió en un apasionado pescador.

El momento de asentarse permanentemente al lado del mar aún no había


llegado. Hemingway tenía que conocer a su madre política en Piggot, Arkansas, y
luego llevar a Pauline a tener el niño en lo que era en cierto modo la tierra patria,
Kansas City. Permanecieron con Malcolm Lowry y su esposa en Indian Lake hasta que
empezaron los dolores del parto. El mismo estaba pariendo dolorosamente la novela
que se iba a llamar A Farewell to Arms (Adiós a las armas). Más de diez años más
tarde, Lowry iba a producir, después de un inmenso esfuerzo, Under the Volcano (Bajo
el volcán), una notable novela que, después de numerosas promociones y
repromociones, continúa sin conseguir ser aceptada por el público en general.
Hemingway era más afortunado de lo que pensaba. Lo que para él era una revolución
estética, al gran público le parecía una especie de simplicidad de libro para chicos. El
público se tragó sus complejidades como si fueran ostras. Las complejidades de Under
the Volcano (Bajo el volcán) se presentaban en un estilo que requería ser bien
masticado. Pero, superficialmente, Hemingway y Lowry tenían mucho en común:
grandes bebedores, exiliados, infringiéndose castigo a sí mismos. La tragedia
fraguándose en ellos soterradamente.

El parto de Pauline fue penosísimo. Un niño que se llamaría Patrick fue extraído
por operación cesárea en 1928, mientras Hemingway escribía sin pasión la muerte de
parto de la heroína de su novela.

Por lo que se refiere a la paternidad, había perdido la capacidad de encontrarla


regocijante; de hecho, un desencanto general con la vida —de la clase que
cruelmente va asociada al éxito— se estaba manifestando. El escritor de éxito
puede vivir donde quiera, y donde quiere vivir es en cualquier sitio excepto
donde ha decidido vivir. Pescando y cazando en Wyoming sentía añoranza de
París. Pero, lo sabía, en París anhelaría estar en Key West. Y, dondequiera que
estuviera, salvo en España, sabía que no había lugar como España. La
insatisfacción fue temporalmente fulminada por el golpe, la vergüenza y el
cansancio de una nueva responsabilidad —la de cabeza de la familia
Hemingway— cuando supo que su padre se había matado de un tiro. Ed
Hemingway había estado preocupado por el estado de sus finanzas, pero, aún
más, por su estado físico. Incapaz de dormir a causa de la diabetes y la angina
de pecho, se había apuntado una pistola de la guerra civil en su oreja derecha y
acabado con todo. Hemingway estaba contra el suicidio no sólo como católico
de nombre, sino porque violaba su código del valor. La muerte era segura, pero
la vida era buena. Cortejar a la muerte era un aspecto de la buena vida, pero
abrazar a la muerte estaba prohibido. La elegancia debía mantenerse siempre en
el sufrimiento, no importaba cuán agobiante este sufrimiento fuera. Se
avergonzaba amargamente de lo que su padre había hecho.

Adiós a las armas apareció para encontrar críticas delirantes de admiración y


ventas excelentes cuando Ernest estaba de vuelta en el irresistible París. Había tomado
el título del Oxford Book of English Verse, de la misma forma que más tarde iba a
tomar Por quién doblan las campanas del Oxford Book of English Prose. Sus títulos y
epígrafes no emergían de una lectura profunda, sino de una búsqueda superficial pero
prolongada de lo que sonaba bien. Adiós a las armas es el nombre de un poema de un
contemporáneo de Shakespeare, George Peele. El poema en sí no tiene relevancia en la
novela:

Sus rizos de oro, el tiempo había vuelto de plata; Oh tiempo tan rápido, oh
rapidez que nunca cesa; Su juventud, contra tiempo y edad, había mostrado su
desprecio,

Pero su desprecio fue en vano, la juventud mengua al crecer: Belleza, fuerza,


juventud, son flores sólo vistas al marchitarse; Deber, fe, amor, son raíces, plantas
vivaces.

Y, con todo, la autoridad de Hemingway es tal que su título ya no parece ser un


robo. Hacia finales de 1929, después de aparecer serializado en Scribner's Magazine, la
novela inspiró una canción popular llamada, como era de prever, Adiós a las armas:

Adiós a los brazos

Que me acariciaron suavemente.

Adiós a los brazos,

Adiós al amor...

George Peele había quedado muy atrás.

Diez años después del final de la Primera Guerra Mundial, las novelas
referentes a la guerra comenzaron a aparecer —Her Privates We, de Frederic Manning;
All Quiet of the Western (Sin novedad en el frente), de Erich Maria von Remarque;
Deat of a Hero (Muerte de un héroe), de Richard Aldington—, junto con memorias de
guerra como la de Robert Graves, Goodbye to All That (Adiós a todo eso) (otra canción
popular saldría de ésta: «Acostumbrada a soñar, acostumbrada a hacer planes... adiós a
todo esto...»). La larga gestación había sido tan necesaria para Adiós a las armas como
para las otras, pero Hemingway tenía que depurar su sistema no sólo de la guerra en el
frente italiano, sino también de su no consumada pasión por Agnes von Kurowsky.
Agnes queda transformada en la enfermera británica Catherine Barkley y corresponde
al amor de Frederic Henry, un Hemingway que ha combatido de verdad e incluso
vivido la retirada de Caporetto. Ella muere de parto, reforzando así uno de los temas
centrales del libro, la unidad de la vida y la muerte (soldados en retirada, con cajas de
cartuchos bajo los capotes, marchan «como si estuvieran preñados de seis meses»).
Tenemos, en la superficie, una muy romántica historia de amor que acaba como todas
estas historias deben acabar, con la muerte de uno de los amantes; pero tenemos
también, en prosa muy hermosa, una compleja afirmación sobre la naturaleza del
compromiso humano, presentado contra un fondo de guerra vívidamente captado.
Con esta novela Hemingway alcanzó lo mejor de ambos mundos: consiguió una
calidad artística tal vez superior a Fiesta, y se convirtió en un escritor muy popular.

De hecho, sólo a los tres años de la publicación del libro empezó a llegar a un
público en absoluto aficionado a leer, pero muy a punto para una ficción romántica
más directa. Adiós a las armas fue llevada al cine por primera vez en 1932, con Gary
Cooper como Frederic, Helen Hayes como Catherine y Adolphe Menjou como el
capitán italiano Rinaldi. En tributo al gusto popular, el film acababa con una Catherine
viva, para disgusto de Hemingway, e iniciaba toda una insatisfactoria saga de malas
películas de Hemingway. En 1958 hubo una adaptación más hábil y menos transigente
de Adiós a las armas, con Rock Hudson, Jennifer Jones y Vittorio de Sica (dirigidos por
Charles Vidor), pero no podían igualar en lenguaje visual la claridad de la prosa de
Hemingway. No se necesitaba mejor prueba de la naturaleza esencialmente «literaria»
del trabajo de Hemingway que una larga sucesión de mediocridades cinematográficas
basadas en su obra. Lo que, en una lectura superficial, parece ser un argumento
desnudo, con terso diálogo cinematográfico, resulta ser un muy trabajado artefacto
verbal en el cual el significado reside totalmente en los ritmos del lenguaje. The Killers
(Los asesinos) es el único film de Hemingway con categoría y era el único que
Hemingway quería ver: lo hacía regularmente en Cuba en el proyector de su casa,
aunque normalmente se dormía durante la segunda bobina.

Hemingway tenía ahora treinta años, y los tristes años treinta del mundo
estaban empezando, con el cacofónico preludio de la quiebra de Wall Street (él se
preocupaba del efecto que la quiebra pudiera tener en la venta de sus libros, pero a
partir de estos años sus novelas iban a ser siempre grandes best-sellers). Había
consumido mucho de su pasado en novelas y relatos, y de ahora en adelante iba a tener
que permanecer en el presente. Los años veinte habían sido una época extraordinaria
para todas las artes, y una ciudad por encima de todas las demás parecía haberla
nutrido: el París del cual regresaban los americanos a casa había sido la Meca de la
creación, diversa y brillante. Incluso los aficionados adinerados y los fracasados
pretenciosos habían prestado sabor al tiempo y el lugar. ¿Qué hubiera sido París sin
hombres como Harry Crosby, fundador de la Black Sun Press, seductor, borracho, mal
poeta, suicidado sensacionalmente en New York en 1929, o de los escritores y pintores
sin nombre que hablaban como genios y excretaban basura polícroma? París no poseía
una magia que proporcionara talento a los que no lo tenían: había simplemente
proporcionado un ambiente en el cual el arte se tomaba en serio, una tradición de
hermandad entre los artistas, y, no menos importante, un favorable número de francos
por cada dólar. París había presidido el Movimiento Moderno que se expresaba como
un rechazo de la doctrina del Hombre Liberal, el hombre progresando, dominando su
medio, encontrando la salvación en la ciencia y la organización racional de la sociedad.
El optimismo de la Europa liberal se había ido a pique con la guerra. Los instintos
humanos iban a ser ahora más importantes que la razón: el Hombre Natural o Animal
o Inconsciente reemplazaba el Uebermensch de H. G. Wells y la abierta conspiración
del intelecto planificados Los hombres que salieron de la guerra estaban hastiados,
pero sólo de lemas gastados; tenían energía suficiente para construir un arte nuevo
basado en el rechazo de la herencia de antes de la guerra. Todo tenía que ser hecho de
nuevo: el lenguaje de la literatura, las sonoridades de la música, la fenomenografía de
las artes visuales. En literatura, James Joyce (exiliado crónico, no simple expatriado) iba
a permanecer en París hasta su caída en 1940 y empujar el modernismo hasta el límite.
Finnegans Wake se publicó en 1939 y significa una conclusión muy adecuada a la era
de entre deux guerres. Pero Hemingway, que encontró su lenguaje en París y ya estaba
satisfecho con él, estaba destinado al éxito en un ambiente en el cual sólo pudiera
representar una cierta corrupción moral o estética. Escribió cosas de calidad después de
Adiós a las armas, pero, al revés de Joyce, no deseaba descubrir nuevos caminos.

Hemingway había llegado; se veía a sí mismo como uno de los patriarcas de la


literatura americana, con todo y ser joven. Empezó a ser el Papá de todo el mundo,
pero casi nunca un padre benevolente. Se especializó en aseveraciones pontificales,
reproches arbitrarios, amenazas brutales, castigos sin piedad. Con altivez le aconsejó a
Scott Fitzgerald cómo escribir sus propias novelas. Conoció a Allen Tate —el
distinguido poeta y crítico sureño que, tal vez con reluctancia, debió admitir que Adiós
a las armas era una obra maestra— y le dijo que el número de orgasmos decretados
para un hombre estaba fijado desde su nacimiento y que un hombre no debía hacer
demasiado el amor en su juventud, reservando algunos de esos orgasmos para su edad
madura. (¿Otra admisión indirecta de insuficiencia sexual en sí mismo?) También
proclamó, sin evidencia, que Ford Madox Ford era sexualmente impotente. Descubrió
que Archibal Mac Laish, incapaz de mantener a su familia con su poesía, había
aceptado un empleo en la revista Fortune, de Henry Luce, y dictó la ley de la
integridad artística, alardeando de que él mismo (a quien Luce acababa de ofrecer 1.000
dólares por 2.500 palabras sobre los toros) estaba por encima de esos compromisos
rastreros. La revista Booknian había atacado a Hemingway como un escritor «sucio» y
Hemingway se ofreció para ir allí y partirle la cara al editor.

Su antiguo amigo y editor, McAlmon, iba, según Scott Fitzgerald, diciendo a la


gente que Pauline era lesbiana y Ernest un maricón que pegaba a su mujer.
Hemingway dijo que McAlmon era demasiado despreciable como para ser convertido
en papilla de una paliza, pero que suponía que tendría que ir y romperle los huesos
por su propio bien. Morley Callaghan decían que decía que había dejado fuera de
combate a Hemingway, y Hemingway le envió un iracundo cable pidiendo una
disculpa pública. Hemingway se estaba creando un personaje de tipo duro, el de un
pobre chaval que ha tenido que abrirse camino a golpes hasta la cumbre y que, con
unos cuantos libros detrás, era ya un curtido veterano de la literatura, bien calificado
para dar consejos sólidos a los escritores noveles (Scott Fitzgerald, por ejemplo). Los
poco caritativos pueden decir que Hemingway, el fanfarrón y embustero, estaba en
plena floración; los menos caritativos, que todo esto no era nada comparado con lo que
estaba en camino; los más caritativos, que era un escritor endiabladamente bueno y
tenía derecho a sus embustes y pataletas.
La naturaleza, como de costumbre, administró sus castigos. Incluso le advirtió
que no comiera ni bebiera en exceso —lo que él, que había llegado y era famoso, se
consideraba con derecho a incumplir—, haciendo que los dedos se le hincharan hasta
parecer salchichas después de una temporada de comilonas en España. Hemingway
iba a ser un comilón bastante tosco para haber pasado sus primeros años creativos en el
país de la haute cuisine; un hombre que gustaba de las cebollas de Bermudas y vino
tinto para desayunar, con montones de salsa chutney y mostaza en su carne de la
mañana y mermelada sobre enormes filetes de buey.

Llegó a ser un bebedor formidable. El director del Gritti Palace, en Venecia, me


ha revelado que tres botellas de Valpolicella para empezar la mañana no eran nada
para él, y luego estaban los daiquiris, whisky escocés, tequila, aguardiente de centeno,
martinis sin vermut. El castigo físico que le dio el alcohol se retrasó y, en cierto modo,
fue cortejado activamente; los otros castigos fueron gratuitos, parece, y muy
inmediatos: problemas de riñón por pescar en las heladas aguas españolas, desgarro
muscular en la ingle por algo no especificado cuando visitaba Palencia, un dedo abierto
hasta el hueso por un accidente con un saco de boxeo, heridas en brazos, piernas y cara
causadas por espinos y ramas cuando un caballo desbocado le llevó a través de un
espeso bosque en Wyoming. Y el futuro le deparaba mucho más.

Key West se convirtió en el hogar. Era una isla calurosa y húmeda, refrescada
por los alisios del Atlántico, con bares baratos para los marineros, restaurantes
españoles, cocoteros y viejas casas blancas de una cierta elegancia decadente. Era un
antiguo territorio de piratas, pero las aguas estaban ahora llenas de tráfico legítimo.
Había un bar sinónimo del más conocido en La Habana (a sólo cien millas de distancia)
—Sloppy Joe's—. Carmen Miranda le iba a dedicar una canción, Bing Crosby iba a
cantar sentimentalmente «Nos veremos en C.U.B.A.». Cuba era zona de recreo
norteamericano en aquellos días; pronto iba a parecerle más simpático a Hemingway,
más echt que Key West. Pero, mientras tanto, Key West y la vieja casa de piedra que el
tío de Pauline les dio como tardío regalo de boda, era un buen lugar al que regresar
después de pescar tarpones en las aguas de las Tortugas o de cazar osos en Wyoming.

Hemingway hubiera adelantado grandemente su trabajo de no ser por un


accidente de coche en Wyoming. Deslumbrado por unos faros que venían de frente,
viró, metiendo su «Ford» en una zanja, donde se volcó encima de él. Sufrió una
complicada fractura en el brazo. Le pudo contar a Max Perkins que desde que había
firmado para Scribners había tenido una infección de ántrax, un corte en el globo del
ojo, la frente abierta por un cristal, problemas de riñón, un dedo sajado, cara, pierna y
brazo arañados y ahora una fractura del instrumento con el cual se ganaba la vida.
Naturalmente, también hablaba de ir a Africa, donde, decía, tienes que apretar el
gatillo sólo cuando estás lo bastante cerca como para oler la halitosis del león.

El libro que estaba intentando escribir por entonces era Death in the Afternoon
(Muerte en la tarde), un extenso estudio sobre la metafísica de la corrida, publicado en
1932. Efectuaba frecuentes viajes a España, donde una revolución estaba en marcha,
aunque no se le permitía que interfiriera con las corridas. El clero que Hemingway
encontraba en voy age —curas españoles exiliados de México, donde habían tenido su
propia revolución— temían que las turbas republicanas estuvieran violando monjas y
quemando iglesias. Pero Madrid, aunque ciento por ciento republicana, parecía en
orden aunque ruidosa. Como católico de nombre, Hemingway hubiera debido estar del
lado de los carlistas que hacían rugir Pamplona con el grito de ¡Viva Cristo Rey!, pero
su nominalismo no le impedía estar (del todo apolíticamente) del lado del pueblo,
largo tiempo tiranizado, ahora exultante en lo que iba a demostrarse era una libertad
muy transitoria. Para los verdaderos católicos y los católicos anglicanos de
convicciones liberales era un tiempo muy conflictivo. La Iglesia española nunca había
estado separada de la grave desigualdad secular y corrupción gubernamental; uno
tenía que odiar a los curas y obispos junto con la monarquía depuesta. Algunos
católicos anglosajones, como el poeta sudafricano Roy Campbell, iban a ser lógicos,
luchando por Franco cuando llegó el momento. Otros, como Evelyn Waugh, iban a
exhibir una prudente reticencia durante el conflicto. Hemingway iba a apoyar al
pueblo español sin beligerancia activa, la máquina de escribir Remington era más
potente que el fusil Remington. Su catolicismo, siendo nominal, podía dejarse en
suspenso temporalmente o incluso definitivamente sin excesiva ansiedad espiritual. Iba
a ser lúcido sobre toda la situación española, viendo en el breve paraíso republicano
poco más que una proliferación de burocracia y no demasiada mejora para la mayoría
del pueblo común. Entre tanto, el culto al toro corría más profundo que la política.

Muerte en la tarde apareció en 1932. Se trata de una producción curiosa, a veces


tediosa, a veces de un interés absorbente. El Hemingway de los primeros reportajes
para el Toronto Star era un hombre que veía las cosas con agudeza y con agudeza
transcribía lo que veía, manteniéndose discretamente en un segundo plano. Cuando
era necesario que pasara al frente para emitir un juicio, lo hacía normalmente con un
brillo de individualismo, completamente atractivo. El Hemingway del libro del toro
está siempre allí, papá, abuelito, sabihondo, fanfarrón, a veces aburrido, a menudo
satisfecho de sí mismo, siempre consciente de sí mismo. El título de Max Eastman para
la reseña que escribió fue «Toro en la tarde», que resultaba muy apto. Espoleó a
Hemingway, con justicia, por su falsa pose de duro y los extremos románticos y la
tendencia, inseparable de la rudeza, al sentimentalismo.

Con todo, hay en Muerte en la tarde una buena dosis de información sólida
sobre el arte del toreo, junto con las disquisiciones, un tanto divagantes, del autor sobre
la naturaleza de la vida y la muerte. Sostenía que conocía la actitud de los españoles,
especialmente los castellanos, hacia estos dos compañeros de cama, la interminable
oscuridad o vacío o nada que sigue al breve espacio de sol. En un relato corto,
magistral, llamado «A Clean Well-Lighted Place» (Un lugar limpio y bien iluminado),
presenta muy vívidamente este evitar la nada en la imagen del camarero que se
regocija en el limpio y bien iluminado restaurante en el que trabaja y no quiere salir
filosofía en palabras. La vida es demasiado corta para todo, excepto para la única cosa
que puede desafiar a la muerte: la dignidad humana. Pero también es posible sacar el
máximo partido de la muerte convirtiéndola en un sirviente, haciéndola realizar su
trabajo cuando la llamemos, aprendiendo el arte de matar para poder cantar a la
muerte en la forma en que se canta una canción. Este matar no debe ser en un campo
de batalla o en un matadero. El toro es escogido como víctima porque es grande y
fuerte y dotado de libre albedrío como todo aquello de mayor importancia que Dios
creó. Hay incluso en él una divinidad que se eleva hasta el Mithraísmo. Puede decidir
matar y el matador corteja deliberadamente la posibilidad de su propia muerte en un
gesto de orgullo humano y divinidad y desafío. Triunfo y tragedia están unidos en el
ritual, que tiene sus raíces en antiguas doctrinas paganas de valor y virtud humanas.
Hemingway va a veces demasiado lejos. No parece ver que, para la mayoría de los que
se amontonen en la arena, los toros son satisfactorios por la certeza de heridas graves y
a menudo la muerte, que los espectadores aúllan pidiendo sangre tan innoblemente
como cualquier turba romana mirando con ojos desorbitados cómo los leones
hambrientos despedazaban a los cristianos. Cuando el toro le saca las tripas al caballo
del picador, es, dice Hemingway, un simple entreacto cómico en la tragedia púrpura
que lleva hasta el momento de la verdad. Antropomorfiza al toro bravo convirtiéndolo
en un héroe imposible que no se rebaja a gemir o rugir. Hemingway hace que la
corrida exteriorice algunos movimientos de su propia alma. La obsesión por la muerte
y el matar parece nacer de la culpabilidad, y adivinamos que aún no ha superado su
abandono de una esposa amada. Hay una cierta historia, expresada en una escritura
vaga y repetitiva, poco característica, así como en un desfile gratuito de imágenes de
destrucción goyescas. Parece que quiera que el lector se sienta sucio e incómodo
porque es así como él mismo se siente.

Para cualquiera que, como yo mismo, haya vivido en la Península Ibérica,


Muerte en la tarde queda libre de muchos de sus defectos con el paso del tiempo,
asentándose en la categoría de los clásicos. Nunca me han gustado los toros y nunca he
querido aprender a amarlos, pero me siento incapaz de ignorar las metáforas de su
ritual. He comido, asada al fuego después de una corrida, la carne del toro sacrificado,
y puedo atestiguar sobre un curioso sentimiento de participación sacramental tan
válido como el de la Iglesia a la que, menos nominalmente que Hemingway, he
pertenecido. Hay percepción y verdad en este libro y, tal vez, la hojarasca de las
necedades, la metafísica de mesa de taberna, los tediosos y prolijos párrafos son
necesarios para hacerlas resaltar. No es tan fácil dejar a un lado este libro con un simple
encogimiento de hombros.

Obsesionado por la muerte, especialmente las muertes que había empezado a


causar alegremente a los peces voladores en aguas cubanas, Hemingway no se sentía
demasiado feliz cuando ésta parecía señalarle a él. Empapado en sudor después de una
vana lucha con un pez enorme, le pilló un chaparrón y agarró una bronconeumonía.
Convaleciente, mientras corregía las galeradas de su nuevo libro, observó en el margen
superior de cada una de las largas hojas ciertos guarismos, inocentes pero ominosos: «4
Gal 80. Hemingway Muerte 11 1/2-14 Escocés.» Se trataba, desde luego, de una simple
abreviación del título completo de la novela debido al impresor, pero parecía como si
Hemingway hubiera trasegado demasiado whisky y la hubiera palmado: cuatro
galones de 80 grados, catorce dobles, todo encajaba. Supersticioso, morbosamente
susceptible, gruñó algo respecto a retorcer el cuello a varios bastardos y luego se
marchó de mal humor a matar alces, y ciervos, y osos negros, y pajaritos.

Muerte en la tarde, a diferencia de Adiós a las armas, no fue celebrada en una


canción popular. Sin embargo, más tarde dio su nombre a un cóctel con el que me
tropecé por primera vez en el bar del aeropuerto de Auckland, Nueva Zelanda: una
mezcla de absenta y champagne que hacía honor a su nombre. Hemingway estuvo
lejos de sentirse feliz con las poco encomiásticas críticas que recibían los libros.
Eastman dijo algo sobre que el estilo literario de Hemingway era como «falso pelo en
pecho» y Hemingway explotó. Eastman era un cerdo y un traidor y, además, impotente
y estaba más celoso que todos los diablos de un hombre de verdad que podía «partirle
el alma a hostias a cualquiera de ellos» y, además, sabía escribir. Uno de estos días,
dijo, haría papilla a Eastman. Eventualmente tuvo su oportunidad en la oficina de Max
Perkins, donde encontró al otro Max conferenciando con el editor sobre su nuevo libro
de ensayos. Al principio Hemingway se contentó con comparar, sonriendo, su peludo
pecho con el lampiño de Eastman. Luego vio que Eastman proponía que incluyeran
Bull in the Afternoon en la colección de ensayos y empezó a golpearle. No hubo
heridos de importancia.

No podía ofrecerse para sacar las tripas a bofetadas a Gertrude Stein, que decía
cosas desagradables de él en sus memorias, The Autobiography of Alice B. Toklas
(Autobiografía de Alice B. Toklas) (miss Toklas era la amiga y compañera de miss
Stein). La autora señalaba que Hemingway había tomado su estilo de ella misma y de
Sherwood Anderson, y decía también que ese vástago un tanto escandaloso era
«amarillo». Hemingway replicó que ella era «homosexual y sólo le gustaban los
homosexuales», y en lo que respecta a él, él no era «homosexual», él tenía cojones, y,
además, sabía escribir, iba a sacar una gran colección de nuevos relatos, Winner Take
Nothing (Ganador no lleva nada), para demostrarlo, y que Dios les maldijera a todos
juntos. Para demostrar su capacidad sexual empezó a colaborar con rudos y escabrosos
artículos para una nueva revista para hombres, una con pelo en pecho de verdad y
cojones auténticos, aunque su título fuera lamentablemente edulcorado y gentil por no
hablar de su viscoso esnobismo: Esquire. Ya les enseñaría a los bastardos. Durante todo
este tiempo Pauline siguió siendo una buena esposa y fiel camarada y le dio otro hijo
que añadir a los dos existentes de dos esposas distintas. Desgraciadamente existía una
vieja superstición sobre que un hombre que no podía engendrar hijas era algo menos
hombre, pero dejemos eso a un lado; había tiempo de sobra para tener hijas. La
primera esposa, Nadler, disminuyó el sentido de culpabilidad de Ernest por haberla
abandonado, casándose con Paul Scott Mowrer, el nuevo editor del Chicago Daily
News. El camino pronto quedaría libre para la segunda deserción de Hemingway,
cualificada, como la primera, por una especie de fidelidad, ya que la tercera esposa
también iba a ser una mujer de St. Louis.

Por el momento, Pauline era la esposa adecuada, porque estaba bien dispuesta a
acompañarle a Africa a matar animales salvajes.

Hemingway había tenido el costoso safari metido en la cabeza desde hacía más
o menos un año. No era sólo una cuestión de curiosidad por el oscuro continente; había
empezado a desarrollar una especie de filosofía del heroísmo y ésta tenía que ponerse a
prueba en la acción. Todas las fronteras americanas estaban ya ganadas, la era de Matty
Bumppo había terminado. No siempre se podía disponer de una guerra importante
para poner a prueba la entereza y el dedo rápido. Los toros eran una actividad
indudablemente heroica, pero había que ser torero y, a poder ser, español para
dedicarse a ella. Hemingway había hecho lo que había podido por la corrida (afirmaba
el haber visto matar a más de mil toros antes de escribir Muerte en la tarde\ pero que
siempre había estado en los tendidos, nunca en la arena. En Africa podría actuar
directamente, no por intermediario. Cierto, había desafiado las aguas profundas y los
grandes peces, pero los peces no eran carne de la propia carne, como los toros. Los
leones eran, proverbialmente, incluso más nobles y más peligrosos que los toros. Por
tanto, tenía que ir a Africa y matar algunos.

Ernest y Pauline aterrizaron en Mombasa hacia finales del otoño de 1932, luego
hicieron el largo viaje en tren hasta Nairobi. Desde allí se dirigieron a Machakos, en las
Mua Hills, donde el gran cazador blanco Philip Percival estaría pronto preparado para
acompañarles en el safari. Los dos hombres se cayeron bien. Percival era cortés,
valiente y contaba estupendas anécdotas sobre la caza. Hemingway tenía que llevar
lentes para disparar, pero era rápido y estaba deseoso de aprender, también
encantador, también humilde. La humildad iba a desaparecer, naturalmente, según
desarrollaba su habilidad para matar kongonis, impalas, pintadas y gacelas. El
ayudante, M'Cola, no se sentía impresionado por Hemingway ni en realidad por
ninguno de los hombres que participaban en el viaje, pero tenía una gran opinión de
Pauline, que tenía más o menos su talla y a quien llamaba mama. Pauline fue la
primera que disparó a un león, pero Ernest, tirando con su «Springfield»
inmediatamente después de ella, lo derribó, mientras ella sólo lo había tocado. M'Cora
o M'Cola y el resto de los porteadores juraron que el león era de Pauline: Mama piga
simba. Cantaron la canción del león y la llevaron a hombros por todo el campamento.
A Hemingway esto no le gustó demasiado: los otros no tenían que hacer trampas.

Pero consiguió lo que, sin ninguna duda, era su propio león un poco más tarde,
alcanzándolo justo en el cuello. Sintió orgullo por la hazaña, pero también vergüenza.
Las moscas descendieron sobre la copiosa sangre de la bestia; la hermosa, soberana
criatura con su oscura melena y los músculos aún crispándose bajo la piel tostada había
sido profanada; su herida era un nido obsceno de escandalosas moscas. Y él,
Hemingway, era el responsable de su degradación. Tenía que ser castigado. Por tanto,
le atacó la disentería amibiana. Luego se le desarrolló un prolapso del intestino
delgado. Tuvieron que llevarle en avión, con sufrimiento y dificultad, a un hospital en
Nairobi para que le inyectaran emetina. Pronto se encontró mejor y aún mejor cuando
supo que su libro de relatos Winner Take Nothing se estaba vendiendo bien. Hay que
estar siempre a las duras y a las maduras.

Había que aceptar las moscas tsé-tsé y las serpientes y las malditas y cobardes
hienas (con todas sus réplicas en el mundo de las letras) junto con la excitación de
derribar rinocerontes y búfalos (que era como la excitación al acabar un libro, sólo que
más fácil de conseguir). Y también había que aceptar el desengaño de no matar un
kudu tan grande como el del vecino. Con todo, cuando llegaron las lluvias y todo
acabó, tuvo que admitir que lo había hecho bastante bien. También había conseguido,
aunque eso estaba por venir, un libro aceptable de toda aquella aventura y tal vez sus
dos mejores relatos cortos.

El viaje de vuelta a casa en el lie de Frunce le deparó a Hemingway la bendición


de una nueva y despampanante amiga. Marlene Dietrich hizo una avasalladora
entrada al comedor una noche para participar en una cena. Al contar la mesa, ya con
doce comensales, Marlene se iba a retirar supersticiosamente, pero Hemingway, lleno
de encanto y rápido como un rayo, fue hasta ella y se ofreció con placer a ser el
decimocuarto. Siempre iba a admirarla y, como prueba de afecto, la llamaría «la
teutona». Nunca alardeó de habérsela llevado a la cama, diciendo que siempre tuvieron
ganas uno de otro en el momento equivocado, cuando uno de ellos estaba
comprometido en otros amores. Le dio consejos paternales que ella siguió
regularmente; no la trató como a una criatura, como hacía con sus otras amigas; le
concedió el desusado privilegio de llamarle por su nombre de pila. Le inspiraba,
pensamos, un poco de temor.

Las cornamentas y cabezas y pieles y otros trofeos tangibles de la aventura


africana iban a llegar más tarde en otro barco y le iban a costar caros. Pero, de vuelta en
Key West, el deshacer las maletas de la experiencia, vertiéndolas en un libro que se iba
a llamar Green Hills of Africa (Las verdes colinas de Africa) podía empezar casi
inmediatamente. Es adecuado examinar ahora brevemente este libro. No es un buen
libro, pero se quiere que sea un libro feliz. Si el libro de la corrida ve la muerte
trágicamente, el de la caza del león mira la gratuita matanza de bestias, sin
preocupación, con inocencia, en términos de un código masculino del deporte y el
saludable vigor de una competición limpia. «No me importó matar lo que fuera... si lo
mataba limpiamente... Todos tenían que morir... Y no tenía en absoluto ningún
sentimiento de culpa.» El trabajo tiene la difusa estructura de una novela sin
argumento, pero todos los personas son reales, con Hemingway como héroe, la culata
del rifle apoyada en el pie, la botella de whisky entre las rodillas, «sintiendo el fresco
viento de la noche y oliendo el buen olor de Africa. Era completamente feliz». Que no
era completamente feliz podemos darlo como leído: hay demasiado pregón en alta voz
sobre lo bueno que es todo. Las masivas simplificaciones del deporte enmascaran una
inquietud fundamental, tal vez personificada al máximo en la imagen de la hiena
moribunda, enloquecida, comiéndose los propios intestinos. La hiena es siempre el
villano, pero ni siquiera los villanos debieran sufrir demasiado. Hemingway, para
quien las sugerencias de mortalidad no están nunca demasiado lejos, intenta sacar el
máximo partido de la muerte, administrándola con «limpieza», pero debe haber algo
neuróticamente enfermizo en esta obsesión por llenar de plomo a los leones y kudus.
Se puede aceptar una preocupación por la muerte diaria, como en Muerte en la tarde, si
hay una aceptación abierta del absurdo de la vida, pero aquí todo es de una dulzura
edénica y existe la alegría de la caza. Tal vez el aspecto más embarazoso de la obra,
como de muchas de las obras posteriores de Hemingway, es la incesante necesidad de
demostrar su virilidad, un rasgo poco característico de los verdaderamente viriles.

Debo apresurarme a suavizar esta desfavorable visión de las memorias africanas


de Hemingway con laudes por los dos relatos aparecidos en 1936, con un mes entre los
dos, en Esquive. A principios de año, en la misma cojonuda revista, Scott Fitzgerald
había publicado sus tres artículos extraordinarios sobre su ahora mítico hundimiento,
un prolongado grito de desesperación que Hemingway estaba siempre dispuesto para
denigrar en privado y diagnosticar magistralmente en público. El diagnóstico aparece
en The Snows of Kilimanjaro (Las nieves del Kilimanjaro), donde el escritor moribundo
Harry medita sobre el «pobre Scott Fitzgerald» como un hombre enamorado de los
ricos (diferentes del resto de nosotros; sí, ellos tienen más dinero), engañado por el
relumbrón del éxito, aprendiendo, demasiado tarde, que su «romántica reverencia»
estaba fuera de lugar, estremeciéndose ante una verdad devastadora, destrozado por el
colapso de una filosofía. Pero el mismo Harry, aunque ajeno al lloriqueo romántico, ha
seguido a los dioses equivocados y malgastado su talento. Ahora está muriendo con
una pierna gangrenosa en una calurosa llanura africana, mirando hacia el casquete
nevado del Kilimanjaro. Hemingway había sabido por el cazador blanco Percival que,
increíblemente, el cadáver helado de un leopardo había sido encontrado allá arriba.

En la narración, la «limpia» muerte del aventurado depredador y la sucia


muerte sin dolor por la gangrena son utilizadas como símbolos de considerable fuerza.
La bestia significa el artista que muere noblemente, buscando la cima, y la gangrena
representa la corrupción y la mortificación del talento mal empleado, prostituido, que
se ha dejado atrofiar.

En el film «Las nieves del Kilimanjaro» (1952, dirigido por Henry King, con
Gregory Peck, Susan Hayward y Ava Gardner) el irónico final feliz de la visión
agonizante de Harry —la conquista de la montaña—, «ancha como todo el mundo,
grande, alta e increíblemente blanca bajo el sol», queda suavizado en un rescate, una
operación quirúrgica con éxito y Harry listo para el «nuevo comienzo». Pero el final tal
como fue escrito es inmensamente más poderoso, aunque no hay esperanza de
regeneración, Harry se enfrenta a su fracaso para servir a la vez al arte y a la vida sin
autocompasión, con comprensión, sometiéndose al destino, habiendo por fin
«quemado la grasa que envolvía su alma». Harry puede ser interpretado como una
especie de Fitzgerald que hubiera sido dotado con la percepción estoica de un
Hemingway, pero también puede entenderse como una especie de Hemingway
corrompido por los atractivos del papel de hombre de acción, descuidando su
verdadera vocación mientras los buitres y hienas del tiempo devorador se acercan.

La segunda narración africana se titula The Short Happy Life of Francis


Macomber (La corta y feliz vida de Francis Macomber) (filmada en 1947 con Zoltan
Korda como director y Gregory Peck, Joan Bennet y Robert Preston en los papeles
principales) y es un trabajo más simple, menos distinguido en su arte que el otro,
aunque se trata sin discusión de un íntegro y depuradísimo Hemingway. Si
«Kilimanjaro» trata sobre el complejo de culpa, «Macomber» nos habla del miedo, que
puede decirse es una emoción más sencilla y universal. Francis Macomber es un joven
y rico americano con una esposa hermosa; ambos se hallan en un safari con un cazador
blanco, muy británico, llamado Wilson.

La forma en que se designan unos a otros es encantadoramente directa:


Macomber es un «maldito cobarde», su esposa una «puta», Wilson un «bastardo
insolente». Macomber huye frente a un león herido y el sentimiento del fracaso de su
hombría se mezcla con los cuernos que le pone Wilson. Pero es el bastardo insolente
quien le enseña al maldito cobarde el código de honor del cazador, por el cual la duda
y el temor deben ser cortados por un acto de voluntad y acción física comprometido en
una preocupación espontánea por lo corporal. Macomber supera su maldita cobardía,
pero la puta de su mujer, que aprende una especie de parodia del código del cazador
(aunque lo infringe al disparar desde el coche), le mata de un tiro. Sin embargo, muere
libre del miedo, su nueva vida corta pero feliz. Los antiguos romanos acostumbraban a
decir Semper aliquid novi ex Africa (Siempre [llega - aprendemos...] algo nuevo de
Africa): para Hemingway existía un nuevo y profundo tema creativo: el valor de la
percepción aprendida en el momento de la muerte, un medio para conquistar a la
muerte tal vez más gratificador que el de administrarla fríamente. Fitzgerald se estaba
rompiendo en pedazos, pero Papá, el artista —y de hecho el filósofo
protoexistencialista—, le iba bien.

También le iba bien en términos materiales. Le fue posible adelantar 3.300


dólares para la compra de un yate a diesel, de 38 pies, que valía 7.500 dólares,
construido por los Astilleros Wheeler en Brooklyn, N. Y., ya que habiendo oído hablar
del paraíso del pescador en Bimini, a cuarenta y cinco millas de Miami, necesitaba un
barco para llegar hasta allí. El yate fue bautizado «Pilar», llamado así por el templo
español, pero también por Pauline, que había utilizado Pilar como apodo secreto
cuando empezó a cortejar a Ernest.

Gran pescador y gran escritor, él mismo o un Ernest diferente se convirtió en


una de las atracciones turísticas de Key West, vestido con unos pantalones de dril,
bebiendo en Sloppy Joe's, hombre entre hombres, fanfarrón amistoso, en forma,
moreno, musculoso, listo para pelear con guantes o a puños desnudos, héroe de los
lectores del Esquire, pero considerado con cierto escarnio por las nuevas y bien
articuladas fuerzas de la izquierda intelectual norteamericana.

Daba la impresión de haber traicionado a los progresistas. En tiempos de la


Gran Depresión había cazado leones y peces-espada y asistido a corridas, pero no
había escrito nada en apoyo de las doctrinas milenarias de los revolucionarios. Había
visto a la izquierda llegar al poder en España, pero no había observado, según dijo,
ninguna mejora para la mayoría de los ciudadanos españoles comunes. No sentía
ninguna obligación particular hacia la sociedad democrática, excepto decir la verdad
según él la veía. Insistía en que la política no tiene nada que ver con el arte. La
izquierda norteamericana no parecía muy feliz porque Hemingway fuera popular en
Rusia como aún lo es. Yo estaba en Leningrado cuando llegó la noticia de su muerte y
las chicas en la recepción del Astoria lloraban abiertamente. «Todas estábamos
enamoradas de Yernyest Gyemingvay», decían. Cuando Hemingway se enteró de lo
mucho que gustaba a los rusos, reiteró lo poco que las cuestiones de ideología valen
cuando se trata de genuinos juicios literarios. Tenía, uno cree, razón.

De cualquier modo se sintió forzado a publicar algo que llevaba el aroma de una
declaración política después del Gran Huracán en agosto de 1935. Fue un desastre que
simplemente rozó Key West, dejando al «Pilar» encabritado pero a salvo en aguas
revueltas; la devastación real fue causada en Key Largo, Islamorada, y Upper y Lower
Matecumbe Keys. Hemingway estaba ansioso por llegar hasta la escena del desastre y
ayudar en lo que pudiera, y en el bote de un marinero llamado Bra Saunders alcanzó
Lower Matecumbe. Lo que encontró era horroroso. Siguiendo la política de «cebar la
bomba» 1 del presidente Roosevelt estaban en curso trabajos públicos para veteranos
de guerra en la península de Florida y los obreros vivían en campamentos. El huracán
mató alrededor de mil de estos obreros, así como gran número de pescadores y
habitantes de Florida, empleados en el negocio turístico. El horror quedó resumido
para Hemingway en una visión en particular: dos chicas que habían llevado una
estación de gasolina, ahora muertas, «desnudas, tiradas entre los árboles por el agua,
hinchadas y malolientes, los pechos tan grandes como globos, con moscas entre las
piernas». Pero la prensa de izquierdas vio en la simple abstracción del número de
trabajadores muertos, amontonados en un campamento sin protección adecuada contra
la ira de los elementos, un argumento poderoso contra la falta de sensibilidad y la
ineficacia del gobierno. La revista New Masses telegrafió a Hemingway pidiéndole un
artículo sobre el desastre y él respondió con un amargo ataque contra los burócratas de
Washington.

Este artículo —«Who Murdered the Vets?» («¿Quién asesinó a los veteranos?»)
— les pareció a muchos un signo de la conversión de Hemingway a la causa
revolucionaria, pero él se apresuró a decir en privado que su buena voluntad al escribir
para New Masses no indicaba ningún cambio de opinión hacia un rebaño de rojos o
medio rojos que habían condenado continuamente su trabajo por «ignorante de lo
social», pero que no habían perdido un minuto en acudir a él, que había tenido el valor
de ir a ver el desastre del huracán por sí mismo, cuando habían necesitado un pedazo
de verdad palpitante. En cuanto a uno de los editores, un tal Robert Forsythe, que
había tratado sus escritos con ejemplar desdén, estaba completamente dispuesto a
partirle la mandíbula en pedazos al bastardo la próxima vez que se encontraran. Por
otro lado, un joven y honrado izquierdista envió una impulsiva carta a Ernest,
rogándole que escribiera sobre la justicia y la verdad y que abandonara su bronco y
solitario estoicismo, y recibió una amable respuesta diciendo que el autor lo pensaría.

Y, de hecho, si que pensó sobre ello. Fue más allá: produjo una novela con cierta
medida de «conciencia social» en ella. Fue To Have and Have Not (Tener y no tener)
(1937), la única de sus novelas con escenario norteamericano, cuyo mismo título
proclama que el autor era consciente de la injusticia y desigualdad en el mundo. Pero
no ha habido trabajo más inadecuado para ser adoptado por la izquierda como
herramienta de propaganda para una acción reformista colectiva. El héroe es Harry un
curtido lobo solitario y cuyos rasgos serán, para los cinéfilos, eternamente los de
Humphrey Bogart, del mismo modo que la señora Morgan será por siempre más
Lauren Bacall (o señora Bogart). Harry Morgan, pese a su nombre, no es un pirata, pero
nos lo presentan como un hombre decente y sin escrúpulos con un bote para alquilar,
tan dispuesto a dar acomodo a una expedición de pesca como a asesinar a un
contrabandista chino. Es un hombre solitario y también un hombre que ha sido
engañado y tal vez lo uno tiene algo que ver con lo otro. El gran tema del primer
Hemingway era la posibilidad de que el hombre se labrara su salvación solo, firmando
una «paz por separado», pero el Hemingway de finales de los años treinta no parece
estar tan seguro de esta filosofía. Morgan dice en un momento: «No tengo barco, ni
dinero, no tuve educación... Todo lo que tengo son mis cojones para ofrecer», pero sus
últimas palabras, muy citadas, son: «Un hombre solo no tiene una maldita jodida
posibilidad.» Esto se convirtió en una especie de eslogan para aquellos miembros de la
izquierda norteamericana que, aunque sólo fuera por prestigio, querían que
Hemingway estuviera de su parte.
Desgraciadamente, Morgan carece totalmente de «conciencia social» de la clase
ortodoxa. Sólo puede abrirse camino en el mundo utilizando la violencia (que la
izquierda creía inocentemente era el monopolio de la derecha); como cualquier
capitalista todo lo que hace es por el beneficio. Cuando el joven revolucionario cubano
Emilio vocifera contra la tiranía del capitalismo imperialista, él le grita: «Al infierno
con sus revoluciones. Todo lo que tengo que hacer es ganarme la vida para mi familia y
no puedo conseguirlo. Luego va y me habla de su revolución. Al diablo con su
revolución.» La gente que le impide ganarse la vida es diversa y, en términos de
izquierdas, mal seleccionada: el rico que le engaña, el revolucionario que le traiciona, el
aduanero de los Estados Unidos que le mata... Si Morgan tuviera dinero haría su paz
por separado de inmediato. Pero es de presumir que muchos izquierdistas llenos de
buenos deseos tenían una cómoda imagen de un Harry lo bastante descontento y
frustrado como para escuchar una homilía marxista o leer un panfleto sobre los
principios del materialismo dialéctico. Y, ciertamente, está rodeado de suficientes
náufragos de la sociedad capitalista como para justificar la creencia de que Hemingway
estaba dando rienda suelta a una protesta tan política como la de «¿Quién asesinó a los
veteranos?»

El 18 de julio de 1936 estalló la guerra civil española. Hemingway estaba por


entonces organizando una excursión de caza a Wyoming y tenía planes para otra
expedición de pesca a Bimini, así como otro safari a las colinas verdes. Con todo,
admitió que España era en donde debía estar y buen número de sus compatriotas que
tampoco tenían intención de ir a España pensaron de igual modo. Justo después del
Día de Acción de Gracias, Walter Winchell, el columnista del chismorreo, mencionó en
su columna de dimes y diretes que corrían rumores de que el viejo Papá se marchaba a
la guerra. El director general de la North American Newspaper Alliance, NANA, leyó
este chismorreo y escribió a Hemingway diciéndole que su organización estaba
sindicada en sesenta grandes periódicos y le invitaba a cubrir el conflicto. Hemingway
dijo que sí, pero Pauline le aconsejó en contra. Su intuición le decía no que Ernest iba a
hacer que le mataran, sino que algo casi igualmente apocalíptico iba a resultar de
aquella guerra: la muerte de su matrimonio.

Porque en ese mismo mes de diciembre, Hemingway, sucio, con harapientos


pantalones cortos y una camiseta rota, estaba tomando una copa en Sloppy Joe's
cuando entraron dos señoras, en viaje de vacaciones desde St. Louis. Eran atractivas y
elegantes, madre e hija. La madre se presentó como Edna Fischel Gellhorn, viuda de un
ginecólogo austríaco, y su hija Martha. Martha se había educado en Bryn Mawr y había
publicado una novela y un libro de relatos. Ella y Hemingway tenían, pues, la
literatura en común y también una particular admiración por uno de sus practicantes
más viriles y, además, podían hablar animadamente de la vida en St. Louis. Martha
Gellhorn era aguda, inteligente, bien informada de la política mundial y muy
preocupada por la situación en Europa. Había estado en Alemania y tenía intención de
ir a España. Sentía un poderoso deseo de espolear a las altivas democracias para que
se dieran cuenta de los peligros del fascismo militante. Tenía también un brillante
cabello rubio que le llegaba hasta los hombros y la cimbreante gracia de una estrella de
cine. Como la mayoría de mujeres fieramente independientes que además son
hermosas, consideraba su belleza como algo un tanto irritante: daba a los hombres una
idea equivocada. Tanto si las ideas de Hemingway eran acertadas como equivocadas,
ciertamente se sentía atraído y Pauline se daba inevitablemente cuenta. Cuando su
madre regresó a casa, Martha se quedó. Por suerte, él estaba trabajando duro en Tener
y no tener y no le pudo dedicar la atención total que la cortesía natural dictaba. Pero
cuando Martha se fue a Miami para tomar el tren hacia el Norte, Hemingway
descubrió que tenía un urgente compromiso de negocios en Nueva York que le
obligaba a tomar el mismo tren. El y Martha comieron en Miami y luego, traqueteando
hacia el Norte, continuaron sus conversaciones sobre literatura y St. Louis. Pauline
adivinó que iba a ocurrir exactamente igual que lo que había ocurrido diez años antes.

En Nueva York Hemingway firmó su contrato con NANA y ayudó a escribir el


comentario de un film documental, cruda propaganda republicana, llamado Spain in
Flames (España en llamas). Pero en conversaciones y cartas insistía en que no tomaba
partido político: le preocupaba la humanidad y el peligro que para la humanidad
representaba la guerra de España. Si la hubiera conocido por aquel entonces, sin duda
hubiera citado aquella Meditación del Dean de St. Paul's, que en el Oxford Book of
English Prose espera ser eventualmente despojado de su título, sobre que ningún
hombre es una isla. Y, sin embargo, insistió en que no quería ver a los Estados Unidos
envueltos en una guerra europea. Luego contó sus cheques de viaje y puso rumbo a
España. Pronto estuvo en Madrid.

Habiendo enviado su relato sobre la victoria republicana contra los italianos en


Guadalajara y Brihuega, habiendo inspeccionado las defensas de Madrid,
encontrándolas adecuadas, habiendo asegurado que el general Franco nunca tomaría la
capital, Hemingway estaba listo para mostrarse hospitalario con Martha Gellhorn, que
llegó ostensiblemente a Madrid como corresponsal de guerra para Collier's, pero que
era, de hecho, una observadora muy independiente. Su independencia retrocedió ante
el patronazgo de la bienvenida de Papá: «Sabía que llegarías aquí, hija, porque lo
arreglé todo de manera que lo consiguieras», una mentira enorme. Pero Hemingway
siempre fue muy posesivo en lo que respecta a España.

Pese a su profecía sobre la inviolabilidad de Madrid, la ciudad pronto estuvo


bajo el bombardeo constante de la artillería franquista desde el monte Garabitas. No
había mucho sueño en el hotel Florida, donde los corresponsales estaban acuartelados,
ni tampoco mucho que comer. Pero Hemingway siempre era un invitado bienvenido a
los banquetes de caviar y vodka que tenían lugar en el hotel Gaylord, cuartel general
ruso, y mientras la mayoría padecían por la carencia de transportes o gasolina tanto
como de comida, Hemingway nunca encontró dificultades en ir y venir. Desde luego se
lo estaba pasando en grande. También trabajaba. Además de los despachos que enviaba
a NANA, había que rodar una película con John Dos Passos, The Spanish Earth (Tierra
de España). Esto significaba seguir los tanques e infantería republicanas con la cámara
y correr peligro auténtico. Pero existía suficiente peligro en el Florida. Una bomba
rebelde alcanzó el depósito de agua caliente, y según los huéspedes, en pijamas y
camisones, abandonaban sus habitaciones a toda prisa, un cierto número de relaciones
insospechadas quedaron al descubierto. La más notable, aunque no insospechada, fue
la de Hemingway y Martha.
Tenemos que recordarnos continuamente que Hemingway nunca había
disparado contra otro ser humano, ni nunca lo haría. Con todo había algo en su aspecto
de soldado barbudo y masivo que hacía que las XI y XII Brigadas Internacionales le
consideraran uno de los suyos. Le picaba el dedo sobre el gatillo, pero sólo contra
inocentes criaturas del bosque. Una mañana mató un pato silvestre, una perdiz, cuatro
conejos y un búho. El búho fue un error; creyó que era una becada. Por lo demás,
permanecía en un Madrid cada vez más peligroso, en su categoría de hombre de letras
invitado, que podía marcharse cuando quisiera. Se fue cuando la cinta de The Spanish
Earth había sido empaquetada y embarcada, prometiendo volver y prometiendo
también hacer la máxima propaganda en favor de la causa republicana.

Su máximo era muy limitado. Hablar en pública fue la única actividad ante la
que expresó terror. Pero dijo unas palabras en París, en la librería de Sylvia Beach
(Joyce estaba allí, silencioso, apolítico, librando su propia guerra interior) y en Nueva
York se dirigió al Congreso de Escritores, asegurando que el fascismo era intolerable
para cualquier hombre de letras que se negara a mentir. The Spanish Earth se exhibió,
con el conciso comentario de Hemingway, en lugares influyentes. Incluso se pasó en la
Casa Blanca, que, en opinión de Hemingway, estaba presidida por un hombre sin
cojones. Hemingway, con e. suficiente alcohol dentro, vociferaba en favor de los
republicanos en las fiestas de Hollywood y luego pasaba el sombrero. Miles de dólares
cinematográficos se vertieron en el fondo proambulancia, muy útil y discretamente no
beligerante. Luego, Hemingway regresó a España.

De nuevo en Madrid pudo estar también de nuevo con Martha. Aún no se había
producido una ruptura abierta con Pauline, que quería salvar el matrimonio. España
estaba dos tercios bajo la bota de Franco, pero los republicanos luchaban intensamente
y habían tomado Belchite; el arduo viaje realizado por Ernest y Martha al sector de
Belchite (eran los primeros corresponsales norteamericanos en la zona) no era lo más
favorable para el juego del amor. Martha demostró ser una buena camarada y una
mujer valiente. La admiración de Ernest crecía constantemente. Madrid estaba más en
calma que en su anterior visita y encontró tiempo para rememorar el tiempo, el lugar y
la joven alta, rubia y hermosa, en su obra de teatro, primera y última, llamada Fifth
Column (La Quinta Columna). La corresponsal de la obra, Dorothy Bridges, es
claramente Martha Gellhorn, aunque a veces hable como lady Brett. Philip Rawlings —
macizo, valiente, aficionado a la bebida y a las cebollas crudas, trabajando de espía
mientras hace ver que es un corresponsal— es un típico ejemplo de autoproyección de
Hemingway. El autor fija el momento y lugar de la producción en su introducción al
texto publicado:

«Cada día nos bombardeaban desde la artillería más allá de Leganés y detrás de
los pliegues de la colina de Garabitas, y mientras escribía la obra, el hotel Florida,
donde vivíamos y trabajábamos, fue alcanzado por más de treinta bombas altamente
explosivas. Por tanto, si no es una buena obra tal vez es que se resiente de lo ocurrido.
Si es una buena obra, tal vez aquellas treinta y algunas bombas más ayudaron a
escribirla... Cuando regresabas y encontrabas la habitación y la obra intactas siempre te
sentías complacido. Estuvo acabada y copiada y enviada fuera del país justo antes de la
toma de Teruel.»
Hemingway siguió a los republicanos a Teruel y fue debidamente besado y
abrazado y empapa do en vino como si fuera un auténtico vencedor. No le tomaron
por un escritor norteamericano con vagas tendencias progresistas; le tomaron por un
oficial militar ruso y fue halagado al máximo. El y Martha pasaron las Navidades en
Cataluña, mientras Pauline, aún intentando salvar su matrimonio, y dejándose crecer el
pelo hasta los hombros como parte de su armamento, estaba en París intentando
conseguir un visado para España. Hemingway mismo llegaba a París poco después,
con problemas de hígado. Los doctores le recomendaron que dejara la bebida. El
matrimonio se peleó varias veces de modo desagradable y Ernest amenazó con tirarse
por la ventana del hotel. Hemingway se sentía lleno de remordimientos anticipados,
sabiendo que su segundo matrimonio iba a seguir el camino del primero,
refunfuñando por la manera en que sus despachos para la NANA habían sido
recortados o incluso suprimidos (¿enemigos católicos?), torturado por su hígado,
queriendo escribir en Key West, queriendo regresar a España, queriendo a Martha.
Buscó consuelo en lo que llamaba su fe, pero la Iglesia había tomado partido por los
malditos fascistas. Permaneció brevemente en Florida, luego regresó a España, para ver
con amargura cómo los republicanos retrocedían en todos los frentes, para darle
vueltas a su embarullada vida, para enviar lo que según los bastardos de la NANA
eran despachos muy fútiles.

La verdad es que Hemingway nunca fue un corresponsal de guerra demasiado


bueno. Su talento de escritor de ficción le impulsaba a inventar, organizar la realidad
en estructuras estéticas, cultivar el «impresionismo» con que Ford Madox Ford
aconsejaba a los escritores trasladar de la ficción a la vida real. La verdad, según Ford,
no eran hechos, sino visión, una opinión que justificaba la supresión y distorsión de los
hechos, lo que la gente normal llama mentir. Los jefes de Hemingway en aquel
momento querían conocer los hechos de la guerra de España y Hemingway les enviaba
una especie de media ficción en la cual él era el personaje principal. Sus reportajes,
tanto de la guerra de España como de la que siguió inmediatamente, todavía se pueden
leer pero se deben leer en la forma en que se lee su obra de ficción abiertamente
confesada. Para Hemingway, en sus años de madurez y fama, por oposición a aquellos
otros más concienzudos, cuando se ganaba la vida como periodista, el reportaje de
guerra era claramente una forma menor de literatura, que no había recibido los trazos
superiores que reservaba cuidadosamente para su creación más importante.
Organizaciones como NANA, de hecho subvencionaban su recogida de material para
libros serios. Tenían que contentarse con un Hemingway de segunda, y a veces esto no
les gustaba. De vuelta a América, Hemingway empezó a organizar sus experiencias de
España en una novela. Había, desde luego, perturbaciones. La Quinta Columna fue
mal adaptada por un guionista, Benjamín F. Glaser, para ser producida por el Theatre
Guild (no se puede confiar en que ningún escritor en América encuentre su propio
camino a través de los laberintos de la dramaturgia; siempre ha de haber un peón que
le muestre lo que realmente quiere decir). Su definitivo volumen de relatos apareció en
1938, intuyendo La Quinta Columna, tal como la había escrito, en forma dramática,
encabezando el libro. La variedad de los recursos narrativos y formales Je Hemingway
se exhibe aquí en forma notable. La guerra europea empezó tal como él había dicho
que empezaría. Su matrimonio con Pauline siguió cojeando, pero estaba claro que no
podía ser reparado. Después de cuatro años de lo que Martha llamó delicioso pecado,
ella y Hemingway se iban a casar discretamente ante un juez de paz en la ciudad de
Cheyenne. El divorcio por causa de su eventual deserción de Pauline tardó mucho
tiempo en llegar, concediéndole espacio para luchar con su conciencia sobre este
problema de un secundo abandono conyugal. El, católico nominal, hizo del catolicismo
real de Pauline una excusa aceptable para la ruptura final: ella no podía tener más hijos
sin peligro; las relaciones sexuales, así lo decía la Iglesia, eran primordialmente para
procrear. Hemingway se autoconvenció de que necesitaba desesperadamente una hija
y Martha le daría una. No lo hizo y podría decirse que nunca le dio tiempo para que lo
intentara. La casa de Key West pertenecería desde entonces a Pauline. La residencia de
Hemingway desde el principio de la guerra europea hasta casi el final de su vida iba a
ser Finca Vigía, San Francisco de Paula, Cuba. Martha, cuando no trabajaba de
corresponsal extranjera, iba a ser su primera dueña, aunque no la última.

Por quién doblan las campanas, publicada hacia el final de 1940, fue un enorme
éxito comercial, incluso en Inglaterra, donde una guerra más grande que la de España
ocupaba los pensamientos del público. En América fue un libro del mes, lo que
significaba una edición club de 200.000 ejemplares, emparejada con una edición normal
de 160.000. Hollywood entró pronto en el juego y le ofrecieron a Hemingway 136.000
dólares por los derechos cinematográficos. Edmund Wilson, cuyo largo ensayo
«Hemingway: Medida de moral» aún puede leerse en la colección The Wound and the
Bow (La herida y el arco), vio en la nueva novela «una revelación de parte del material,
una infusión de lo operesco, que lleva muy fácilmente al cine». En otras palabras,
parecía que Hemingway hubiera hecho concesiones. Era verdad que la novela
«popular» de los treinta en América había absorbido ciertos elementos de hemingway:
lo que había sido experimental en un tiempo, ahora formaba parte del inventario
técnico de cualquier novelista de segundo orden. Pero Hemingway no se había
superado, ni sus imitadores tampoco: si sus primeras novelas aún podían sorprender al
lector con una sensación de frescura y fuerza totalmente original, Por quién doblan las
campanas no contenía ninguna sorpresa de estilo y apenas los esperados hallazgos
estilísticos. El tema era atrayente y la historia podía separarse de las palabras en que
estaba contada. Hemingway notó esto sin desconfianza. Guando se encontró por
primera vez con Gary Cooper en Sun Valley, donde ambos estaban cazando, vio en él
al actor que podía encarnar al héroe de la novela, Robert Jordán. Del mismo modo,
poco después, se preocupó mucho por la forma de las orejas de Ingrid Bergman, ya que
quería que fuera María, y María es rapada a cero por los fascistas. Encontró sus orejas
tan perfectas como el resto de su persona. La realidad literaria, en otras palabras, se
podía hallar en el mismo grado en un film bien realizado que en el artilugio verbal
original. Hemingway, el literato, había sido sutilmente corrompido, tal vez menos por
el dinero que por devoción a los republicanos.

Y, con todo, el artilugio verbal tiene una fuerza considerable, mientras que el
film de Sam Wood, realizado en 1943, es casi tan trivial como casi cualquier otro film
de Hemingway. Algunas escenas y símbolos tienen un aroma clásico hoy, casi cuarenta
años después de la primera aparición del libro: la noche de amor de María y Jordán, la
«alianza contra la muerte», cuando toda la tierra parece que se mueve debajo de ellos,
la «solida y alada gracia metálica» del puente, que e< el único lazo entre las fuerzas
opuestas, y también, en una visión más amplia, el medio por el cual la nueva era de
dominio oficial de lo me- cínico superará el viejo mundo pastoral de necesidades y
lealtades sencillas. Robert Jordán no es del todo plausible —intelectual, profesor
norteamericano de Español, luchando por los republicanos, pero tan ignorante de la
ideología comunista como Harry Morgan.

Buena parte de la historia de fondo de la guerra de España suena demasiado


parecida a un libro de texto y no está bien integrada en el argumento principal. Pero
María y la formidable Pilar son los dos caracteres de mujer mejor descritos por
Hemingway. Intentó, aunque sin éxito, convertir a María en un personaje tan atractivo
como la Natasha de Tolstoi; en realidad tenía una especie de ambición a lo Tolstoi al
desear presentar un panorama de amor y guerra que pudiera, cuando menos,
mencionarse como cercano a Guerra y Paz, absurdo pero no innoble. La dignidad del
objetivo, contar la verdad sobre el amor y el sufrimiento y el valor en la alta escala
romántica tradicional, tiene que ser aplaudido. Partidario de la causa republicana,
Hemingway sigue siendo lo bastante artista objetivo como para delinear los defectos
humanos de lo que los propagandistas de la izquierda querían ver presentado como
caballerosidad incorrupta y brillante. Por quién doblan las campanas no es
propaganda, sino arte, y, como todo arte, promueve un apego complejo, incluso
ambivalente hacia su tema. El libro enseñó a miles a amar u odiar a España, pero no los
podía dejar indiferentes hacia el país, sus gentes, su historia, su suerte.

Hemingway se sintió satisfecho del libro y de su recepción, pero no podía dejar


de ver que con este libro consolidaba un tipo de reputación equivocada. Ya no era el
joven y prometedor apóstol de vanguardia, ni tampoco el consagrado gran hombre de
las letras americanas. El doctor Nicholas Murray Butler, presidente de la Universidad
de Columbia, vetó la selección del libro realizada por el Consejo del Premio Pulitzer,
dejando bien claro que opinaba que poseía poco mérito literario. La aclamación del
público en general significaba un alto impuesto sobre la renta al mismo tiempo que
altas ventas. Como cualquier autor maduro, Hemingway rememoraba con profunda
nostalgia los días en que era excitante conseguir imprimir privadamente unos cuantos
poemas. La generación de la que era miembro juvenil iba muriendo a su alrededor:
Ford Madox Ford en 1939 (y el joven Thomas Wolfe también), Scott Fitzgerald en 1940,
Sherwood Anderson, Virginia Woolf y Janes Joyce en 1941. Por muchas razones se
sintió feliz de lanzarse a un mundo lejos de los sofisticados complejos de culpa y las
depresiones de América y Europa. Se fue, con Martha, a China.

Ella, una mujer casada con un esposo muy famoso, bien establecido aunque
pagando unos impuestos atroces, mantenía su independencia y estaba dispuesta a'
ganar su propio dinero en misiones periodísticas. Hemingway tenía la sensación de
que ella le arrastraba a China (no muy parecido a una luna de miel, diría), pero generó
sus propias respuestas, adecuadas a la nueva situación. Bebió vino de serpiente (vino
de arroz con pequeñas serpientes enrolladas en el fondo de la botella) y vino de pájaro
(cucús muertos en el fondo). Sobre Hong-Kong dijo que el elemento estabilizador en
cualquier colonia británica eran las mujeres británicas, que mantenían la corrección de
las formas de vida. Las mujeres habían sido evacuadas de Hong-Kong y, en
consecuencia, la moral era baja. Vio todo lo que pudo del ejército del Kuomintang.
Observó la devastación japonesa de Kunming y la evidencia de aquella serenidad china
que procedía de la conciencia de una antigua civilización y una vasta población.
Conoció a Chiang Kai-Shek y a su esposa en Chung- king y quedó, ya que ambos
querían encantarle, encantado. Pero no se sintió inclinado a celebrar esta enorme
escena de lucha y cambio en un trabajo literario. Era un escritor exótico, pero no tanto.

Cuando los Estados Unidos entraron en la guerra, Martha, persona muy


beligerante, quería que Ernest tomara parte en ella. El estaba siempre dispuesto, eso
pensaba, a tomar parte; pero siempre había de ser a su manera. Nunca había tenido
que aceptar órdenes de nadie, excepto por breve tiempo en el frente italiano, hacía un
montón de años, y nunca pudo verse a sí mismo de otra manera que como líder
guerrillero natural, capitán de irregulares, tosco jefe de un ejército privado, con
artillería ecléctica y una buena reserva de botellas. También podía, desde luego, ser el
jefe de una armada privada, y se las arregló para que el «Pilar» fuera aceptado
oficialmente como una especie dé Barco Q 2, a la caza de submarinos nazis frente a la
costa cubana, armado con granadas para lanzarlas dentro de las timoneras blindadas
del submarino, con una tripulación de hombres sin afeitar, bregados y de primera
clase, a quienes todo les importaba un ardite («le debemos una muerte a Dios») y que
sentían devoción por el hombre a quien llamaban Papá. Era exagerada esta devoción a
Papá, diría Martha. Además, Papá se emborrachaba demasiado a menudo y no se
lavaba lo suficiente. Por lo que respecta al Pilar y a sus sucias y embriagadas rondas,
todo era una excusa para conseguir gasolina de racionamiento para sus excursiones de
pesca. Había, desde luego, mucho de verdad en todo esto: Martha era, por lo general,
demasiado aguda y Papá nunca tenía la réplica adecuada. Como si fuera en respuesta a
los despreciativos ataques de Martha, Washington deshijo la «fábrica de truhanes»,
como la llamaba Hemingway orgullosamente, y el trabajo de contraespionaje en el
Caribe fue puesto en manos del F.B.I., cuyos agentes en La Habana se rieron del
ineficaz amateurismo de Hemingway. Respondió 1 amándoles «caballería de hierro
franquista», porque algunos de ellos eran irlandeses católicos y, por ende, fascistas.

Con su armada privada deshecha y Martha lista para ir a cubrir la guerra en


Europa, Hemingway sabía que iba a estar más solo que el demonio. Decidió que sería
mejor meterse en la guerra, Dios sabía cómo. Fue, como era de esperar, la eficiente y
belicosa Martha quien encontró la manera. Roald Dahl, hoy famoso como autor de
relatos, era por entonces ayudante-agregado del Aire a la Embajada británica en
Washington. Le dijo a Martha que la R.A.F. se sentiría orgullosa de que sus hazañas
fueran relatadas en alguna publicación norteamericana por un autor de la talla de
Ernest; si Hemingway estaba dispuesto a aceptar tal encargo podría establecerse en
Gran Bretaña como persona implicada en «asuntos de guerra de carácter prioritario» y
le concederían transporte aéreo oficial hasta Londres. Collier's —la revista para la que
Martha cubría la guerra de Europa— estaba bien dispuesta para establecer un contrato.
Hemingway lo firmó y, según su propio, personalísimo estilo, se unió a la guerra. Lo
hizo tarde: casi era el día D.

Unirse a la guerra significaba, primero, establecerse en el Dorchester, en Park


Lane. Significaba encontrarse con viejos amigos y hacer nuevos amigos y asistir a
fiestas con ambos. Con su gran barba y su fanfarronería, Hemingway cayó bastante
bien en Londres, invitando a todo el mundo a un asalto amistoso a puños desnudos o a
que le dieran un buen puñetazo en los músculos de hierro de su estómago, dictando la
ley sobre las corridas de toros, alardeando de sus aventuras en el Barco Q., jugando a
ser el gran escritor norteamericano. Pero, en una atmósfera de modesto valor, su pose
de tipo duro no siempre resultaba atractiva. Gran Bretaña había luchado duro y
padecido mucho. Hemingway había sufrido una herida en la pierna treinta años atrás y
luego conseguido su manumición; no era, en aquel período histórico, un gran historial
para un veterano. Había sido, y lo era de nuevo, un corresponsal de guerra muy bien
pagado que podía escoger cuándo cortejar el peligro y cuándo huir de él.
Comparémosle con otro escritor, George Orwell. Orwell había participado de verdad
en la lucha en España y corrido peligro tanto por las traiciones de su propio bando
como por las balas del enemigo. Había recibido una herida sin fulgor y no se había
recuperado bien. Sin embargo, seguía trabajando, discretamente, en Londres, con su
periodismo brillante y mal pagado, preparándose para crear nuevos y terribles mitos
con su desencanto, mientras Hemingway se calentaba al sol y fanfarroneaba, era un
palurdo y un inaguantable.

Su arrogancia fue pronto castigada. Cuando regresaba a casa durante un apagón


antiaéreo, después de una fiesta bulliciosa, se vio envuelto en un accidente de coche
que le infligió una grave herida en la cabeza y conmoción cerebral. Martha, que había
viajado hasta Inglaterra en barco, única pasajera en un cargamento de altos explosivos,
llegó a Londres para encontrárselo en la London Clinic esperando su afecto y
compasión. Ella simplemente se rio, con su antiguo desprecio, minimizando al gran
soldado y zahiriendo al estúpido borracho. Su tercer matrimonio estaba empezando a
hundirse, pero su cuarto y último estaba en preparación. Había conocido, en el
restaurante White Tower, en Soho, a una rubia muy atractiva, de Minnesota, una
periodista que trabajaba para el Daily Express y que estaba casada con Noel Monks, del
Daily Mail. Era Mary Welsh, que pronto iba a ser la última señora Hemingway.
¡Después que Martha demostrara su falta de amor en la London Clinic, el vendado
pero no inmovilizado héroe empezó el cortejo. Lo hizo principalmente en verso,
reservando la prosa para la guerra. Es difícil que cualquier soldado británico que
sirviera los cinco años y medio completos, consiga sentir entusiasmo por la breve y
refulgente saga de Hemingway. Lo verdaderamente irritante en la vida del soldado se
deriva no tanto del peligro como del aburrimiento y la frustración. Está ocioso,
esperando órdenes, y cuando las órdenes llegan, parecen brutalmente duras o
inexplicablemente estúpidas o ambas cosas. No tiene libertad para actuar. Carece de
buena comida, buena paga, buen tabaco y del amor de una mujer como es debido. Se
sentiría más que feliz si le dejaran suelto para mandar su propio ejército privado,
balanceando dos cantimploras, una a cada lado de la cintura, una llena de ginebra y la
otra de coñac. Es inevitable que vea los pocos meses en que Hemingway cabrioleó por
Europa un tanto amargamente. Aquí tenemos un hombre rico y famoso haciendo lo
que le sale de las narices y recogiendo felicitaciones por ello. Comía y bebía bien y no
sufría ni frustraciones ni aburrimiento. Hizo realidad el sueño de novela de aventuras
de convertirse en un líder guerrillero. Siempre sacó lo mejor de todas las guerras: que
fuera corta, rápida y carente de responsabilidades. Hay, por supuesto, otra manera
opuesta de ver la guerra de Hemingway: eligió servir la causa aliada más que el editor
de una revista; buscó el peligro con total conciencia, llevó la púrpura de un rico
individualismo a lo que Evelyn Waugh describió como un sudoroso tira y afloja entre
equipos de intercambiables patanes sin rostro.

El 6 de junio de 1944 una flota invasora de más de 4.000 navíos partió de los
puertos del sur de Gran Bretaña hacia la costa de Normandía. Hemingway
desembarcó, pero como era de esperar, Martha desembarcó antes. De regreso en
Inglaterra voló con la R.A.F. para ver cómo interceptaban las bombas «V-l», que habían
empezado a ser lanzadas el 12 de junio. El 18 de junio la península de Cherburgo fue
cortada por los norteamericanos. La batalla por Europa estaba en marcha. El 18 de
julio, Hemingway se unió a una de las divisiones acorazadas del general Patton, pero
no gustándole demasiado, pronto se cambió a la 4.a división de Infantería del general
Barton. No pasó mucho tiempo antes de que se estuviera metiendo en la guerra mucho
más activamente de lo que se consideraba adecuado para un corresponsal. En Ville-
dieu-les-Poéles desafió la Contención de Ginebra al lanzar tres granadas en un sótano
donde se decía que había hombres de las SS escondidos. Envió despachos a Collier's
que eran terriblemente inexactos, pero que estaban llenos de vida. Su misión real,
según él, era conseguir información sobre la disposición de las fuerzas enemigas y
pasarla a los verdaderos combatientes oficiales. Era una unidad de inteligencia, de un
sólo hombre, autoelegido y sin paga.

El papel de Hemingway en la liberación de París ha sido ruidosamente


pregonado; siempre será difícil separar la dura verdad de la poesía, pero no hay dudas
sobre que, el 2 de agosto, cinco días antes de que la ciudad fuera liberada, él estaba en
Rambouillet, actuando como oficioso oficial de enlace entre las patrullas de partisanos
franceses y la 5.' división de Infantería, estacionada en Chartres. Estaba
confortablemente instilado en dos habitaciones del hotel del Grand Veneur, comiendo
y bebiendo bien, interrogando a prisioneros alemanes, formando su propio cuerpo de
irregulares. La mañana del 23 de agosto el general Leclerc llegó a Rambouillet y
Hemingway estaba entre los requeridos para entregar informes de inteligencia al G-2
de Leclerc. El general, por lo que parece, fue brusco y ordenó que los irregulares se
retiraran de la cercana liberación, que era asunto suyo y sólo suyo. «Un general mal
educado e s un general nervioso», escribió Hemingway, que bautizó al valiente
soldado como that jerk Leclerc (Leclerc el nervioso).

Justo después del mediodía del 25 de agosto, Hemingway estaba ciertamente en


el Bois de Boulogne, corriendo algo de peligro por las ametralladoras y bombas
alemanas, pero equipado con una carabina y listo para dos «liberaciones» en vino, la
del Traveller's Club en los Campos Elíseos y la del Ritz en la plaza Vendóme. Las
consiguió ambas, tomó una habitación en el Ritz y, en una casi permanente nebulosa de
champagne y coñac, se dispuso a recibir visitantes reverenciales.

Mary Welsh fue una de las primeras. Que se amaban uno a otro era ahora de
conocimiento común y uno de los frutos de la victoria. André Malraux entró
desfilando, todo un coronel con lustrosas botas de caballería. Hemingway y él se
conocían desde los días de España y Hemingway nunca había podido perdonarle que
se marchara de la guerra civil en 1937, desertando de los republicanos para escribir
enormes «marterpisses» 4 como L'Espoir. Malraux ahora alardeaba de haber mandado
dos mil hombres mientras su amigo Ernest había tenido sólo un manojo de
desharrapados. «Qué pena —se supone que dijo Hemingway— que no tuviéramos la
ayuda de tus fuerzas cuando tomamos esta pequeña ciudad de París.» Uno de los
partisanos murmuró al oído de Hemingway: «Papa, on peut fusiller ce con?» («Papá,
¿podemos fusilar a este imbécil?) La generación post-Hemingway de escritores
americanos estaba representada por el sargento J. D. Salinger, a cuyo trabajo
Hemingway ofreció echarle una mirada. Pero, por encima de todo, la habitación 31 en
el Ritz estaba consagrada a las alegrías del amor premarital con Mary, breve pero
apasionado, estimulado por el Lanson Brut.

Breve, porque la guerra aún no había acabado para Hemingway. Se unió a la 4.a
división una vez más y marchó con sus viejos camaradas a Bélgica, observando y, a su
manera, ayudando en la dura destrucción de la Westwall. Pero entonces fue llamado al
cuartel general de la American Expeditionary Forcé, en Nancy.

Un tal coronel Park le informó que graves acusaciones habían sido presentadas
contra él por sus compañeros corresponsales: a saber, que había luchado activamente al
lado de la resistencia, había dirigido todo un cuartel general con ayudante y sala de
mapas, había ocultado deliberadamente su insignia de no combatiente, había (y éste
era el más amargo y malicioso de todos los cargos) impedido el avance organizado de
las fuerzas oficiales al actuar como uno de los personajes de sus propias novelas. El
negó los cargos, negando así su propia iniciativa y casi heroísmo. Su declaración fue
hecha bajo juramento, pero estaba dispuesto a mantener el escandaloso perjurio,
aunque estuvo preocupado por ello durante muchos años. Si los cargos contra él
hubieran sido demostrados, el castigo hubiera sido la inmediata repatriación y la
pérdida de su acreditación como corresponsal de guerra, un castigo no muy severo,
excepto por la pérdida de imagen y la exclusión del avance final dentro de Alemania.
Fue absuelto y, un tanto hundido, se retiró al Ritz. Martha, como era típico, estaba
ahora más cerca de la línea de fuego que él, su hermoso cabello brillando en el cuartel
general de la división de vanguardia de la 82 Aerotransportada en Nijmegen. Pero
Martha podía seguir su propio camino ahora.

Mary estaba con él en París, el «Rubens de bolsillo de Papá». Marlene Dietrich


también estaba allí, parte del tiempo, utilizando el Ritz como cuartel general desde
donde llevar a cabo sus famosas irrupciones al frente para cantar con su voz ronca. Y
entonces Hemingway se enteró de que la 4.:l división de Infantería estaba lista para
lanzar una gran ofensiva y quiso estar allí.

Luego al Hürtengewald, un bosque en el Rhineland; allí los norteamericanos se


estaban preparando para limpiar a los fuertemente atrincherados alemanes y abrir un
camino limpio para lo que, se confiaba, iba a ser el esfuerzo final de la guerra. «Según
todos los informes, Hemingway se portó bien, valiente, lleno de buen humor, siempre
en el centro de las cosas, un padre para los hombres, un hermano mayor para los
oficiales. Aguantó tres semanas terribles en las cuales se dio parte de casi tres mil
víctimas en el regimiento al cual estaba asignado, pero los alemanes se vieron
obligados a retroceder. Cansado y enfermo, se retiró una vez más al Ritz, donde recibió
a Jean-Paul Sartre y a Simone de Beauvoir, a quienes confesó con generosidad atípica
que William Faulkner era mucho mejor escritor que él. En cama, con un resfriado que
no le dejaba, vomitando sangre periódicamente, se animó; de todos modos, cuando se
enteró de la próxima gran ofensiva en las Ardennes —la Batalla del Bulge—, adivinó
acertadamente que sería la última batalla de importancia en el Oeste. Quería estar con
la 4:' división de nuevo, en el flanco izquierdo de los norteamericanos, para ver al
general Von Rundstedt y sus blindados hacer su último desesperado esfuerzo. Movió
influencia y llegó a Luxemburgo a tiempo para la Navidad. Un amistoso coronel
planeó una pequeña sorpresa para He mingway: invitó a Martha a que pasara los días
de prudente júbilo en la confusión de Rodenbourg. La reunión fue un desastre.

Martha ya había mencionado el divorcio en noviembre. Ahora se hizo


públicamente evidente que cuanto antes se separara la mal avenida pareja tanto mejor.
Martha regañaba y se mofaba de su esposo; Hemingway la trataba con la
condescendencia señorial que un verdadero soldado debe a un simple acompañante
civil, aunque Martha había visitado tantos frentes como él. Vieron una «V-2» cortando
el aire, y Martha, como dura periodista que era, anotó tiempo y lugar y dijo:
«Recuérdalo, Ernest; esa "V-2" es mi reportaje, no el tuyo.» Ernest empezó ahora un
período de salvaje carácter vengativo y mal comportamiento en público, no sólo en
Luxemburgo, sino de vuelta al Ritz en París. Transfirió su enemistad por Martha al
esposo de Mary, que parecía estar poniendo obstáculos al divorcio y disparó un
revólver contra su retrato —que Mary había traído desgraciadamente en su equipaje—
después de colocarlo encima del lavabo. Aulló con risa maníaca y luego pronunció un
largo y demente discurso en excelente francés ante la dirección, puesto en pie en el
bidet por encima del inundado cuarto de baño. Mary tuvo entonces una idea de dónde
se iba a meter. Sin embargo, estaba convencida de que le amaba. Hemingway había
disparado su último tiro en la guerra (algunos han dicho que el único). La guerra se
acercaba a su final y no requería más ayuda suya. Era hora de volver a casa.

Finca Vigía, o Lockout Farm, era un enclave de riqueza y orden en una ciudad
cubana empobrecida y deteriorada. Había trece acres de jardines y huertos, pastos para
vacas, frutales y un enorme árbol ceiba cuyas raíces amenazaban con partir el suelo de
la casa principal. Había una casa de huéspedes de madera blanca y una torre cuadrada
pensada como retiro para trabajar, aunque era principalmente el hogar de los treinta
gatos de la finca. Había tres jardineros, un criado, un chófer, un cocinero chino, un
carpintero, dos doncellas y un hombre que cuidaba los gallos de pelea. Había tres
perros, incluyendo uno llamado «Black Dog», que se echaba a los pies de su amo
mientras escribía.

La siguiente revolución cubana no estaba aún, al final de los cuarenta, lista del
todo para fermentar. Ernest era feliz allí, con «Miss Mary», como la llamaba de forma
anómala. Decía: «Una persona como yo, con todo el mundo para escoger, extraña que
haya escogido este lugar, y naturalmente quieren saber por qué estoy aquí. En general,
no intento explicarlo. Demasiado complicado. Las claras, frescas mañanas, cuando se
puede trabajar bien con sólo "Black Dog" despierto y los gallos de pelea enviando sus
primeros boletines... ¿En qué otro lugar se puede entrenar gallos y hacer que luchen y
apostar por aquellos en los que crees y ser legal? Alguna gente condena las peleas de
gallos por crueles. Pero ¿qué otra cosa le gusta hacer a un gallo de pelea?... Quieres ir a
la ciudad, te calzas un par de mocasines y ya está, siempre una buena ciudad para
escapar de uno mismo, esas chicas cubanas, miras dentro de sus ojos negros, tienen sol
caliente dentro... A media hora de la finca tienes tu barco aparejado de manera que
estás en las aguas azul oscuro en la corriente del golfo con cuatro sedales listos a los
quince minutos de haber subido a bordo.»

Era feliz, pero, para sus admiradores, una fuerza literaria agotada. No había
producido nada sustancioso desde Por quién doblan las campanas. Había escrito un
buen trozo de una novela bastante mala y luego, de repente, consciente de lo mala que
era, la había abandonado. No había conseguido poner ninguna clase de orden en la
masa de experiencias de la guerra que había acumulado en notas y memoria. Se
acercaba a los cincuenta, pero no estaba aún dispuesto al silencio. Fue por la necesidad
de estimular su imaginación creativa y ponerla en acción por lo que dejó sus gallos de
pelea y sus daiquiris en el bar Floridita y regresó a Europa, madre de todo arte. Venecia
se convirtió en su nueva amante, aunque estaba convencido de que, habiendo
derramado su sangre en el norte de Italia tantos años antes, tenía un antiguo derecho
de propiedad sobre ella. El y Mary se establecieron felizmente en el invierno veneciano
de la isla de Torcello y más tarde en Cortina. Cazó patos y perdices; intentó escribir.
Necesitaba, aunque él aún no lo sabía, la chispa rejuvenecedora de una relación con
una hija en funciones, una relación otoñal caduca, mínimamente coloreada por lo
erótico, penosamente deliciosa. La encontró en una joven de diecinueve años llamada
Adriana Ivancich, de voz suave, católica devota, femenina, con una femineidad que
estaba desapareciendo rápidamente de América. Su actitud hacia ella le parecía
totalmente paternal, pero la convirtió en la heroína de una novela en la cual lo erótico
incestuoso, oculto en su interior, crece en la amplia cama de la imaginación. La novela
es Across the River and Into the Trees (A través del río y entre los árboles).

El general Stonewall Jackson habló, justo antes de morir, de cruzar el río y


descansar bajo la sombra de los árboles. Si conocemos la referencia sabemos de lo que
va a tratar la novela: un viejo soldado que sabe que va a morir. El viejo soldado de
Hemingway no es tan viejo después de todo, sólo la edad de su creador, y muere de un
ataque al corazón, no en batalla. Muere, además, en Venecia, rodeado de imágenes de
vida y de la evidencia de la maravilla de la imaginación humana, amado, además, por
una hermosa y joven condesa llamada Renata, que es más que una joven; es, de hecho,
la diosa tutelar de la ciudad misma. Hemingway juega su viejo juego de colocar a la
muerte en el centro de la vida (la muerte en la tarde actúa en el centro de la fecunda,
vinosa y amorosa ciudad), reconciliándose con la muerte al presentarla como parte del
ciclo de la vida. También está tratando de hacer arte con un tema que, mal manipulado,
no puede por menos que ser sentimental, aunque bien tratado puede ser Shakespeare,
Sófocles, Joyce: El cansado padre-amante y la radiante hija-concubina. Un libro sobre
una mujer vieja que ama a un joven es cómico, repulsivo. Un hombre viejo que ama a
una joven provoca auténticas lágrimas de novela rosa o los estremecimientos
crepusculares adecuados al alto romance, incluso a la tragedia. El Times Literary
Supplement percibió amablemente una calidad shakesperiana en la historia de
Hemingway, como también lo hizo John O'Hara en el New York Times, pero la
mayoría de críticos encontraron principalmente mal gusto, ineptitud estilística y
sentimentalismo.
Hay, en realidad, un fallo en el equilibrio del libro. Las imágenes no funcionan.
El cuerpo del vino blanco que los amantes beben es «tan lleno y adorable como el de
Renata», lo cual es tonto. Hay una utilización torpe de la imaginería militar en los
pasajes eróticos que, elegante en la pornografía del siglo XVIII, es aquí muy
embarazosa («Por favor, ataca suavemente y con el mismo ataque que antes»). No se
permite que los personajes hagan simplemente las cosas más elementales, como cerrar
la puerta de un coche o alargar la mano para coger el champán o masticar un bistec:
tienen que hacerlas «bien» o «acertadamente» o ambas cosas a la vez. Hay demasiadas
pullas irrelevantes —contra Sinclair Lewis, por ejemplo, que no tenía ninguna mala
intención contra Hemingway y que no podía evitar tener la cara marcada de viruela;
contra Martha Gellhorn (bajo el transparente disfraz de tercera esposa de Cantwell)—,
y todo esto bloquea, naturalmente, el desesperado intento que el lector hace para sentir
simpatía por los personajes de Hemingway.

Por otro lado, no conozco ninguna otra novela moderna —con las posibles
excepciones de Brideshead Revisited (Brideshead revisitada), de Waugh, y Seven
Against Reeves (Siete contra Reeves), de Aldington— que rinda tan elocuente
homenaje a Venecia. Hemingway raramente falla cuando evoca la piedra y las aguas,
las vistas de Torcello y Murano desde la laguna, las frías mañanas, las tiendas y el
mercado, la sensualidad de la ciudad. Si se dejan los sentidos de Hemingway en
libertad, funcionarán con fina animalidad, registrando olores y visiones y sonidos con
una justeza verbal que es una auténtica maravilla. Una vez se ha dejado penetrar el
pensamiento —lo que significa filosofía vulgar y, peor que nada, la autonoción de sí
mismo como héroe sufriente—, la prosa vacila, las imágenes se hunden, el lector se
sonroja, incómodo o por el esfuerzo por contener su irrisión.

Al manejar ahora la primera edición de la novela, uno se siente conmovido, a


pesar suyo, por el dibujo de la cubierta, que fue hecho por el original de Renata,
Adriana Ivancich. Hay, retenida en él, una situación de la vida real mucho más
conmovedora que el intento de Hemingway por transformarla en arte. Mary, buena y
sabia esposa, vio lo que le estaba pasando a Ernest y actuó comprensivamente. Era el
último ramalazo de un deseo de juventud irrealizable. El hombre de edad madura
anhela dolorosamente renacer (renatus en latín, femenino renata), pero sabe que es
demasiado tarde. Lo que da al Finnegans Wake de Joyce, su atractivo totalmente
humano —pasado por alto demasiado a menudo por lectores que lo consideran una
pura fantasía verbal—, es el deseo sin esperanza del héroe Earwicker, otro cincuentón,
por una hija que nunca puede ser una amante. Incesto se convierte en insecto en su
sueño, el trágico Earwicker en un cómico earwig (tijereta); una historia cómica del
mundo, una crónica de grandes hombres víctimas de amores prohibidos, envuelve el
pecado que Earwicker no se atreve a cometer. Hemingway no era tan grande como
Joyce: no podía iluminar su predicamento con humor. Empezaba a hacerse viejo con
poca elegancia.

Finales de 1950 era un tiempo malo. Los críticos sacudieron la cabeza frente A
través del río y entre los árboles y dijeron que Hemingway estaba acabado. Pero su
reacción, aparte de los acostumbrados sarcasmos, ofendidos y ofrecimientos para partir
cabezas, fue trabajar duro en un esfuerzo por mostrar que estaba lejos de estar acabado.
Estaba escribiendo una larga «novela del mar» (que sería publicada, como sabemos,
póstumamente ante la displicencia general de los críticos, como Islands in the Stream
[Islas en el Golfo]) y exultando con una habilidad para verter palabras que, así se lo
dijo a Adriana, se lo debía todo a ella. Esto era de regreso a la Finca, donde Adriana y
su madre estaban de visita. Había transformado a la hija y amante en sueños en una
musa, proceso clásico y saludable. La novela del mar iba a tener cuatro largas
secciones, tres de las cuales ya tenían títulos provisionales: The Sea when Young, The
Sea when Absent, The Sea in Being (El mar joven... El mar ausente... El mar en esencia).
Hacia el otoño de 1951 había conseguido recortar la vasta masa de palabras hasta lo
que aún era una novela de tamaño respetable.

Y, pese a ello, decidió no publicarla. Dio demasiadas razones: los impuestos se


comerían sus beneficios, parte del libro era altamente personal, quería revisarlo pero
todavía no. Tal vez la razón real era que se daba cuenta de la comparativa falta de
interés y mediocridad estilística del libro. Pero había una parte que estaba dispuesto a
extraer y publicar como entidad breve y autosuficiente. Era la novela corta que se
llamaría The Old Man and The Sea (El viejo y el mar), el libro que le haría ganar el
Premio Pulitzer y restauraría su reputación internacional hasta el punto de que le
consideraran merecedor del mayor de todos los premios, obra que se vendería una
enormidad, que conmovería al público corriente hasta las lágrimas, que es
incuestionablemente una pequeña obra maestra. Uno de los misterios del proceso
creativo se demuestra en la circunstancia de que Hemingway pudiera escribir tan
soberbiamente en una época en que estaba escribiendo tan mediocremente. El librito
apareció en 1952 (de nuevo con una cubierta diseñada por Adriana), habiéndose
publicado primero en un ejemplar monográfico de Life que vendió más de cinco
millones de ejemplares en cuarenta y ocho horas. Su impacto fue increíble. Se
predicaron sermones basándose en él, el autor recibió cientos de cartas laudatorias
cada día, la gente le besaba, llorando, por las calles. Su traductor al italiano apenas
podía traducir por las lágrimas. Como el héroe era un pobre pescador cubano, el
Gobierno de Batista (que Hemingway detestaba en privado) le concedió una medalla
honorífica «en nombre de los pescadores de peces-espada profesionales desde Puerto
Escondido a Bahía Monda». Se pusieron inmediatamente en marcha propuestas para
un film. Hemingway fue más sardónico que nunca sobre la inevitable carnicería
cinematográfica, aunque Spencer Tracy (propuesto como protagonista) le cayó muy
bien. Más tarde diría que Tracy en el film tenía aspecto de ser un gordo actor de
Hollywood pretendiendo ser un pobre pescador cubano.

Es fácil comprender por qué la novela fue, y sigue siendo, tan universalmente
popular. Trata del valor mantenido frente al fracaso. Un viejo sale en su bote y avista
un gran pez-espada. Como el matador con el toro, se siente atraído por la magnífica
criatura, de manera que, aunque uno tenga que matar al otro, no importa quién mate a
quién. Con una humildad casi religiosa, el viejo Santiago dice: «Nunca he visto una
cosa más grande, o más bella, o más serena, o más noble que tú, hermano. Ven y
mátame.» Su ofrecimiento de morir en un acto de veneración le gana una recompensa:
él mata al pez, aunque se ve inmediatamente torturado por el remordimiento: «Tú le
mataste por orgullo y porque eres un pescador.» Según arrastraba el gran pez hacia la
casa, los tiburones le atacan: está siendo castigado por su arrogancia. Llega a tierra
remolcando un enorme cadáver mutilado. Pero Santiago, en su fracaso, no ha fracasado
realmente. Ha mostrado un justo orgullo y una justa humildad; se ha atrevido y ha
tocado la grandeza. «El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser
destrozado pero no derrotado.» Este sencillo relato está cargado, aunque sin
ostentación, con significados alegóricos que hicieron la delicia de los predicadores
dominicales. Como ejercicio de simple prosa «declarativa» no ha sido superado en la
obra de Hemingway. Cada palabra es significativa y no sobra ninguna palabra; las
largas horas aprendiendo el arte del pescador de peces-espada —horas desperdiciadas,
escapistas, reaccionarias, en opinión de aquellas voces de la izquierda, tiempo ha
silenciadas— habían dado su fruto. Los escritores deben saber de las cosas tanto como
de las palabras.

Un Hemingway satisfecho y realizado partió para Africa, tras una primera visita
a Pamplona. No se había vanagloriado, pero la vida empezó a comportarse como si lo
hubiera hecho. Disparó bien, y también Mary. Le nombraron, con gran satisfacción
suya, «Honorary Game Warden» (Guardián Honorario de Casa) en el territorio Kimana
Swamp, de Kenia. El 21 de enero de 1954 despegaron del aeropuerto de Nairobi Oeste,
en un pequeño aeroplano pilotado por un hombre joven llamado Roy Marsh. Su
objetivo era hacer un viaje al Congo Belga. Por encima de las Murchinos Falls, en el
Victoria Mils, una bandada de ibis cruzó la ruta del avión. Marsh picó para evitarlos y
golpeó un alambre telegráfico abandonado que se extendía sobre la garganta. La hélice
fue dañada. Perdió altura velozmente y se estrelló contra una espesura espinosa tres
millas al sur de la cascada. Ernest se dislocó el hombro derecho y Mary sufrió un shock
profundo. Por lo demás, nadie se hizo daño. La radio no funcionaba, parecía que no
había esperanzas de un rescate por tierra. Después de una noche en una colina,
dormitando al lado del fuego, vieron un bote blanco llamado Murchison amarrado a
un embarcadero en el gran río. Hicieron señales, gritaron y descendieron. Un astuto
indio estaba a cargo del navío, un tipo acostumbrado a los norteamericanos ricos.
Había alquilado su bote a John Houston durante el rodaje de The African Queen (La
Reina de Africa). Pidió una tarifa de cien chelines por pasajero. Como dice un personaje
de Len Deighton, no hay negocio como el negocio del espectáculo. Llevó a los tres
hasta Butiaba, en la costa este del Lago Albert, donde supieron que ya corrían noticias
de la muerte de Ernest Hemingway (e incidentalmente, desde luego, de su esposa y
piloto). Un «Argonaut» de la B.O.A.C. había localizado los restos del avión, pero
ninguna señal de supervivencia.

Y ahora pasó lo increíble, demostrando que el rayo siempre hiere el mismo


árbol dos veces. Hicieron arreglos para ser transportados en un «De Havilland Rapide»
de doce asientos desde Butiaba a Entebbe y ni siquiera consiguieron despegar. El
avión, que parecía moderadamente volador, traqueteó por encima de una pista llena de
piedras y surcos, se levantó, cayó, cabeceó, cayó de nuevo y se incendió. Hemingway
dio contra una puerta atascada, con la cabeza y el hombro heridos, abriéndola. Roy
Marsh abrió una ventana de una patada y consiguió salir y sacar a Mary. Hemingway
escribió:

«Hubo cuatro pequeños ruidos que representaban la explosión de las botellas de


cerveza Carlsberg que constituían nuestra reserva. A esto siguió un pop más fuerte que
representaba la botella de Grand MacHish. Después de esto oí claramente una
explosión más fuerte, pero no muy intensa, que supe significaba la botella sin abrir de
ginebra Gordon. Esta está cerrada con un tapón metálico y, por tanto, hace una
explosión de mayor fuerza que la del Grand MacHish, que sólo está cerrada por un
corcho, y en cualquier caso ya había sido consumida hasta la mitad. Escuché por si se
producían más explosiones, pero no hubo ninguna.»

La tradición quiere que Hemingway emergiera del accidente agitando un


manojo de plátanos y una botella de ginebra y gritando: « ¡Qué bien luce mi suerte! »
Rosemary Clooney y su marido, José Ferrer, grabaron una canción popular con este
refrán, poco tiempo después. Empieza con el ruido de un avión al estrellarse y sigue
tratando la aventura africana en términos de una convencional comicidad. En realidad,
pese a los esfuerzos de Hemingway para no darle importancia, él, si no Mary, sufrió
heridas serias. Incluso, pese a los cables felicitándole y a los obituarios prematuros (que
se supone conceden al interesado una prórroga en su vida), estuvo en peligro de
muerte.

La ficha médica realizada en Nairobi especificaba grave conmoción total,


pérdida temporal de visión en el ojo izquierdo, pérdida de audición en el oído
izquierdo, parálisis del esfínter, quemaduras de primer grado en cara, brazos y cabeza;
brazo derecho y hombro y pierna izquierda dislocados; una vértebra aplastada; hígado,
bazo y riñón desgarrados. Y por si todo esto no fuera bastante, un mes más tarde, al
ayudar a apagar un fuego de matorrales, cayó en él, emergiendo con quemaduras de
segundo grado en piernas, vientre, pecho, labios, mano izquierda y antebrazo derecho.
A partir de esto esperó tranquilamente en Mombasa hasta el momento de embarcar
para Venecia. Tenía la sensación de que Venecia le pondría bien.

A. E. Hotchner, uno de sus nuevos amigos y biógrafos eventuales, quedó


anonadado por cómo había cambiado:

«Cuando entré en su habitación estaba sentado en una silla al lado de las


ventanas, leyendo, la inevitable visera de tenis (que encargaba a docenas en
Abercombie y Fitch) protegiéndole los ojos. Llevaba su albornoz de lana arrugado y el
cinturón de piel de «Gott Mit Uns» (Dios con nosotros)... Me quedé por un momento en
pie en el umbral, sorprendido por su aspecto... Lo que me sorprendió en aquel
momento era lo que había envejecido en el intervalo de cinco meses. Lo que le quedaba
de cabello (la mayor parte se había quemado) había pasado de entrecano a blanco,
como también su barba, y parecía como si, de alguna manera, hubiera decrecido; no
quiero decir físicamente decrecido, sino que algo del áurea de solidez parecía haberle
abandonado.»

Había inventado su propia terapia: champán helado y un par de rebanadas de


necrologías cada mañana, a la cama por la tarde y puñados de píldoras y planes para ir
a España en coche. Sufría fuertes dolores, pero estaba decidido a seguir bebiéndose la
vida hasta el límite, siendo bebiéndose la palabra exacta. Pero el fulgor de su vida
pasada no dejaba de superponerse sobre el prosaico presente, que sólo podía
moldearse en deseo refulgente cuando se convertía en pasado. Estaba lleno de relatos
de su pasado y no todos eran creíbles. En 1965, por ejemplo, Gaedmon Records, de
New York, sacó un long-play llamado Ernest Hemingway Reading, en el cual pasa a la
posteridad una de sus historias inventadas, la célebre que Hotchner y otros oyeron en
vivo. Se refiere a Mata Hari:

«Nos contó a un grupo bastante borracho que no la conoció muy bien, ya que él
era un simple subteniente y ella acompañaba a generales y ministros, "pero una noche
la jodí bien, aunque la encontré muy pesada de caderas y que tenía más deseo por lo
que hicieras por ella que por lo que ella daba al hombre".»

Hemingway, como es sabido, fue a Europa por primera vez en 1918. Mata Hari
había sido fusilada por espionaje un año antes.

No tuvo que mentir sobre su fama presente. Cuando conducía a través del
Piamonte, en la segunda etapa del viaje a Madrid (la primera etapa le había llevado a
Milán, donde había visitado de nuevo a Ingrid Bergman y expresado su despreció por
su marido por derecho consuetudinario, el gran director de cine Roberto Rossellini) fue
atropellado por sus admiradores en la ciudad de Cuneo. Casi aplastado por su
entusiasmo, agitado y enfermo, hizo que le afeitaran la barba en Niza. Luego siguió
hasta Madrid y asistió a las corridas y a una reunión afectuosa con Ava Gardner, que
estaba enamorada del torero Luis Miguel Dominguín. Pero se encontraba cansado y
enfermo y tuvo que regresar a casa, en Cuba.

En 1954, Hemingway recibió el Premio Nobel de Literatura. Era una


recompensa que, a la vez, quería y no quería. Después de todo, Sinclair Lewis, cuyos
libros, personalidad y apariencia Hemingway execraba por un igual, y William
Faulkner, a quien ahora parecía ver como un verbalizador empanado en aguardiente
de centeno, habían sido premiados. Además, «ningún hijo de perra que nunca ganara
el Premio Nobel escribió nunca nada que valiera la pena leerse luego», dijo antes de
que se lo dieran. Cuando se lo concedieron encontró mal la citación oficial del Comité
del Nobel, que lo veía como un escritor que había salido heroicamente de una primera
fase «brutal, cínica y ruda», para emerger como una especie de Marryat lleno de «amor
viril por el peligro y la aventura», como un «dominio poderoso y hacedor de estilo en
el arte de la narración moderna». Todo el resumen de su carrera literaria parece inepto
y el término «hacedor de estilo» parece una transcripción cibernética de una palabra
sueca que significa algo distinto (o al menos significa algo; «hacedor de estilo» no
significa nada). Hemingway agradeció el cheque de 35.000 dólares: ahora rico, había
empezado a hacer el papel de hombre en grave necesidad financiera. La medalla de oro
consideró si dársela a Ezra Pound, que se merecía todas las medallas literarias que
nunca fueron acuñadas, pero finalmente hizo donación de ella a la capilla de la Virgen
del Cobre, Patrona de Cuba.

No estaba suficientemente bien como para ir a Estocolmo, pero dijo que no


hubiera ido ni estando en condiciones, ya que él, que nunca había tenido ni un
recambio de ropa interior, no iba ahora a gastar dinero en un traje de etiqueta. Pero el
^discurso que escribió para ser leído por el embajador norteamericano estaba bien
pensado y era ásperamente elegante:
«El escribir es, en los mejores momentos, una vida solitaria. Las organizaciones
proescritores palian la soledad del escritor, pero dudo que mejoren su escritura. Crece
en estatura pública según abandona su soledad y a menudo su trabajo se deteriora.
Porque hace su trabajo solo y, si es un escritor lo bastante bueno, debe enfrentarse a la
eternidad o a la carencia de ella, cada día. Para un escritor genuino cada libro debiera
ser un nuevo principio donde de nuevo se esfuerza en algo que está fuera de su
alcance. Debiera esforzarse siempre en algo que nunca haya hecho o que otros hayan
intentado y no conseguido. Así, alguna vez, con mucha suerte, triunfará. Cuán sencillo
sería escribir literatura si sólo fuera necesario escribir de otra forma lo que ha sido bien
escrito. Es porque hemos tenido tan grandes escritores en el pasado por lo que un
escritor es empujado mucho más allá de donde puede ir, lejos, donde nadie puede
ayudarle. He hablado demasiado tiempo para ser un escritor. Un escritor debería
escribir lo que tiene que decir y no decirlo. De nuevo les doy las gracias.»

Lo que le dio más placer que el Premio Nobel —cuyas consecuencias fueron
entrevistas sin número y visitantes no invitados— fue el tributo espontáneo de afecto y
admiración que le tributó la muchedumbre en una corrida en Zaragoza. Se le
brindaron dos toros, cientos de personas compraron entradas para que las autografiara.
Su Muerte en la tarde era conocida de los aficionados españoles y considerada como el
testamento de un enamorado, homenaje al pueblo español tanto como a su más
importante rito secular; su Por quién doblan las campanas estaba prohibido por el
régimen falangista, pero los españoles habían oído hablar de ella y sabían de qué lado
estaba el corazón de Hemingway. Le veían como enemigo de Franco, demasiado
poderoso para no permitírsele la entrada en el país que amaba. Tenía un aspecto
poderoso; en verdad estaba muy enfermo.

Su presión sanguínea y porcentaje de colesterol estaban peligrosamente altos, su


hígado funcionaba atrozmente (él no ayudaba, bebiendo tanto como lo hacía), su aorta
estaba inflamada. Se le advirtió que no comiera grasas ni bebiera ni hiciera el amor.
Malhumorado, fue a pasar el invierno en el Ritz de París, donde hizo un
descubrimiento sorprendente y vivificador. Halló dos pequeños baúles con su nombre
escrito que habían estado languideciendo en los sótanos del Ritz desde 1928. En ellos
había viejas notas manuscritas, intentos malogrados de literatura y reportajes que se
remontaban a los buenos tiempos. Un hermoso libro iba a salir de los años del Premio,
pese a su cínico menosprecio, pero era un libro cuyas bases habían sido asentadas y
cuyos hallazgos estilísticos habían sido conseguidos en los viejos días de lucha. Iba a
ser publicado póstumamente bajo el título de A Moveable Feast (París era una fiesta).

De vuelta a Cuba, la situación política se estaba haciendo tensa, muy tensa para
un escritor norteamericano expatriado cuyo estatus de huésped le impedía decir lo que
pensaba. Una patrulla del Gobierno penetró al acecho en los terrenos de la Finca, en
busca de un fugitivo rebelde. Mataron a uno de los perros de Hemingway, pero el
ultrajado dueño no se atrevió a decir palabra. Se exilió, o repatrió, a Ketchum, Idaho, y
siguió ansiosamente las noticias de La Habana. El 1 de enero de 1959 supo que Fidel
Castro había tomado la capital y que Batista había huido a Ciudad Trujillo. Se alegró:
«El pueblo cubano tiene ahora por primera vez una posibilidad decente.» No sabía
nada de Castro, pero afirmó que nadie podía ser peor que Batista. Vio claramente que
los intereses financieros de Estados Unidos se opondrían al nuevo régimen, que, como
norteamericano, sería, por tanto, persona non grata en su país de adopción. Se
preocupó por la Finca, pero un oficial del nuevo Gobierno, Jaime Bofill, le telefoneó
para decirle que hacía de la protección de la propiedad una responsabilidad personal.
El sargento de Batista que había matado al perro de Hemingway había sido colgado y
su cadáver mutilado, aunque no por aquel crimen particular. Con todo, las cosas en la
Finca no podían ser lo que habían sido. Antes de partir para pasar el verano en España,
Hemingway compró una casa en Ketchum. También podía tener Key West de nuevo, si
quería. Pauline estaba ahora muerta. «Ella murió como cualquiera», dijo Hemingway,
en respuesta a la pregunta de Tennessee Williams sobre cómo murió. «Y después de
eso estuvo muerta.»

Pasó su sesenta cumpleaños en La Consula, cerca de Málaga, propiedad de un


conocido norteamericano rico. Mary preparó una fiesta magnífica, con flamenco y
fuegos artificiales y un enorme pastel. El rey del cumpleaños, cuyos riñones iban mal,
estaba mostrando signos de un desarreglo más que fisiológico. Gruñía y escarnecía a su
esposa viva igual que había hecho con su esposa muerta. Cuando un amigo le palmeó
afectuosamente en la espalda y le tocó accidentalmente la nuca, aulló que aquél era un
punto donde nadie estaba autorizado a tocarle. No hablaba de nada más que de su
romántico pasado y era gratuitamente obsceno en su lenguaje. Mary, paciente como
una santa, no tenía buenos recuerdos de este verano español y estaba ansiosa por
regresar a Cuba o a Idaho. Pero Hemingway se había comprometido a escribir un largo
artículo sobre los toros para Life, y España, dijo, era el único sitio para escribirlo. Este
artículo iba a llevar un título muy adecuado: The Dangerous Summer (El verano
peligroso).

El artículo empezó a crecer hasta el tamaño de un librito. Tuvo que llevárselo de


regreso a la Finca para acabarlo. Todos sus temores de ser abucheado y obligado a
abandonar Cuba como un extraño no querido quedaron disipados en el aeropuerto de
La Habana, donde toda la población de San Francisco de Paula se había reunido con
pancartas para darle la bienvenida. Pero estaba preocupado. «Sólo confío por Cristo en
que los Estados Unidos no recorten el cupo de azúcar. Eso sí que la armaría. Cuba sería
un regalo para los rusos... El sentimiento antinorteamericano está creciendo. Por todas
partes. Asusta un poco. Si realmente lo ponen en marcha, estoy seguro de que me
harán dejar el negocio.» La cantidad de trabajo que le esperaba —incluyendo contestar
noventa y dos cartas— le hicieron sentir, por primera vez en su carrera, que necesitaba
una secretaria. Había conocido en España a una chica de Glasgow que podía servir.
¿Debería importarla? El artículo de Life había alcanzado las 63.562 palabras y había
perdido su punto final. Sus ojos iban mal —«La córnea se seca. Los lagrimales, secos
ya»— y el único libro que podía leer era una edición con grandes tipos de imprenta de
Tom Sawyer. El verano peligroso alcanzó 92.453 palabras.

El verano peligroso alcanzó 108.746 palabras. Hemingway no sabía cómo


cortarlo. Además, sentía que tenía ganas de regresar a España para comprobar algunas
cosas, tales como la práctica del afeitado de los cuernos del toro. También necesitaba
algunas fotografías. Reconocía que el reportaje era en realidad un libro. ¿Cuánto dinero
podía sacar de un libro así? Se preocupaba por el dinero, aunque su renta por derechos
de autor se acercaba a los 100.000 dólares al año, su cuenta de impuestos estaba
abarrotada, sus valores y acciones eran amplios y saneados. La Twentieth Century-Fox
quería comprar diez de las historias de Nick Adams y ofrecía 100.000 dólares. «¡Cristo!,
eso es lo que pagaron por una historia», clamó Hemingway. «"Las nieves del
Kilimanjaro", eso pagaron... Una vez que has establecido un precio en Hollywood no
puedes reducirlo. Pueden quedarse las diez historias por novecientos mil.» Estas y
similares palabras no fueron dichas por un hombre luchador, duro y musculoso, sino
por un barbiblanco quejicoso. Hotchner escribe: «Su pecho y espalda habían perdido su
empuje, y la parte superior de sus brazos era macilenta y sin forma, como si sus
enormes bíceps hubieran sido recortados por un podador poco hábil.»

Parte de El verano peligroso apareció en Life, una escritura decepcionante por


repetitiva y descolorida, con una página de fotografías que, en Madrid, exasperó a
Hemingway de una manera que sus amigos no podían comprender: «La que lleva el
pie de pase ayudado, Dios, ésa es la clase de retrato que los fotógrafos utilizan para
chantajear a los toreros... Soy el hazmerreír de cualquiera que sepa algo sobre los toros
y haya visto esto. Me ven como el truhán y traidor más grande de todos los tiempos...
Preferiría haberme estrellado como en Africa veces y más veces que sentir lo que esa
página de fotografías me hace sentir.» Y así durante horas. Pero nadie más podía ver
nada malo en las fotografías.

Referente a las nuevas fotografías que Hemingway había obtenido en España y


estaba listo para llevárselas de regreso a New York, se preocupaba por la posibilidad
de que la compañía aérea Iberia tuviera una disposición contra el exceso de equipaje y
se negara a permitir llevárselas. Hotchner y otros le tranquilizaron. «Sí, pero este avión
de medianoche no es un jet —dijo Hemingway—, y tal vez no permitan exceso de
equipaje en reactores. Si las fotos no van, yo tampoco.» Hotchner tuvo que obtener
finalmente una garantía del director de Iberia de que era correcto que un pasajero
subiera a bordo con exceso de equipaje. Hemingway dobló esta nota y la guardó con
cuidado dentro de su pasaporte.

¿Por qué elegía un vuelo que no era jet, con catorce horas contra siete del jet?
Porque había menos posibilidades de que hubiera enemigos buscándole en un aparato
que no fuera jet. Porque prefería un descenso razonablemente lento a la bebida que
todo lo consume, encontrar la muerte con comodidad. A sus amigos les pareció que
Hemingway caminaba hacia la demencia, y ni siquiera con comodidad. De regreso en
Ketchum se preocupó porque su coche había rozado ligeramente otro coche: el sheriff
le metería en la cárcel, los propietarios de aquel coche no hablaban en serio cuando
dijeron que no valía la pena discutir los desperfectos. Decía, pese a la tranquilizante
evidencia del estado de su cuenta bancaria, que él y Mary no podían permitirse
mantener la casa de Ketchum. Los «feds» (agentes federales) iban tras él, decía. Había
importado a Estados Unidos aquella joven de Glasgow que conoció en España y
pagaba su curso en arte dramático: e! F.B.I. interpretaría aquello como una cobertura
para la más grosera inmoralidad. Aquellos dos hombres que trabajaban en el banco
hasta tarde eran «feds» comprobando su cuenta bancaria, buscando irregularidades.
Los del bar, allí al fondo, que tenían aspecto de viajantes de comercio, eran «feds»
también; escapemos de aquí.

Persuadir a Hemingway para que visitara a un psiquiatra estaba fuera de


cuestión. Pero había suficientes desórdenes fisiológicos para convencerle de que era
razonable que le examinara el doctor Hugh Butt, especialista de hígado, en el St. Mary's
Hospital, en Rochester Minnesota. Butt encontró una ligera diabetes e hipertrofia del
hígado: el castigo por toda una vida de beber intensamente. Era de esperar que podía
tener la rara enfermedad llamada hemacromatosis, pero un diagnóstico definitivo
requeriría una biopsia que él doctor Butt no estaba en aquel momento preparado para
llevar a cabo. Había hipertensión, desde luego, y tal vez los medicamentos que
Hemingway había estado tomando para controlarla fueran parcialmente responsables
de los síntomas depresivos. El doctor Howard P. Rome, que era psiquiatra pero que no
se había presentado al paciente como tal, recomendó y administró una serie de
tratamientos de electro-shock.

Por Año Nuevo, en 1961, Hemingway, un hombre viejo y frágil, con cabello
blanco, pálido, de miembros enflaquecidos pero aparentemente mucho mejor, fue
autorizado para regresar a su casa en Ketchum. Se le pidió que contribuyera con una
frase a un volumen que iba a ser entregado al recientemente investido Presidente John
F. Kennedy, pero todo un día de trabajo no produjo nada. «Ya no quiere salir, nunca
más.» Lloró. Llegó la primavera y Hemingway, preocupado en alguna visión interior o
con la cercana revelación de nada, parecía no verla en absoluto. Cogió una escopeta de
caza y dos cartuchos. Mary, que sufría mucho y mostraba un raro coraje, le estuvo
hablando hasta que el doctor llegó para tomarle, como cada día, la presión sanguínea.
El doctor persuadió a Hemingway para que le entregara la escopeta.

Tuvo que ser ingresado de nuevo en el hospital.

Antes de subir al coche que le iba a llevar al aeropuerto, se precipitó al armero y


se puso un arma cargada en la garganta. El intento frustrado, todo el viaje en el avión
murmuró la palabra «Shanghaied». El avión aterrizó, a medio camino de Rochester,
para repostar y Hemingway, en apariencia bastante cuerdo, bajó para estirar las
piernas. Rebuscó frenéticamente un arma por todos lados, incluso en las guanteras de
los coches aparcados. Intentó ponerse directamente en el camino de otro aparato que
rodaba por la pista. De nuevo con el doctor P. Rome, le hicieron dar su palabra de
honor de que no intentaría suicidarse de nuevo. Su demencia tomó una forma muy
astuta, en la cual mostraba rasgos de locura a su esposa y a los doctores la fisonomía de
la más amable cordura. El doctor Rome, para horror de Mary, pensó que podía ser
dado de alta sin peligro. Mientras iban en coche hacia Ketchum vio cómo empezaban
de nuevo sus irracionales temores. Almorzaron en el campo y bebieron vino: los
policías del estado, estaba seguro, les arrestarían por llevar alcohol. Se preocupaba por
dónde podrían pasar la noche: Mary tuvo que telefonear para hacer reservas en
moteles que, estaba segura, iban a estar completamente vacíos. De vuelta en Ketchum
estaba malhumorado, pero parecía resignado a seguir viviendo.
El domingo 2 de julio de 1961, por la mañana, se levantó muy temprano
mientras Mary aún dormía, encontró la llave de la habitación donde estaban guardadas
las armas, cargó una escopeta de dos cañones que había empleado para matar pichones
y la llevó a la habitación frontal de la casa. Al hablar con Hotchner por primera vez por
teléfono se había presentado como «doctor Hemingway». El que muere este año se
libera el próximo. Le debemos una muerte a Dios. En el relato A Clean Well-Lighted
Place hay una oración: «Nada nuestro que estás en nada, nada es tu nombre, tu reino
nada, tú serás nada en nada como es en nada.» Se puso el doble cañón en la frente y
disparó. El ruido despertó a toda la casa.

De los libros de Hemingway publicados póstumamente, Islands in the Stream es


el de mayor tamaño. Su viuda y su editor decidieron imprimirlo en 1970. Reconocían
que necesitaba una buena revisión, pero consideraban que la obra tenía suficiente
mérito intrínseco para formar parte de la producción de Hemingway. Para los
estudiosos de la atormentada psique de Hemingway tiene su propio interés. El
profesor Waldhora dice: «Si la consideramos una obra de arte formal, la novela no
supera un análisis cuidadoso. Pero hay presente en el trabajo otra clase de dolor
también, el tormento del autor, cuya experiencia personal es casi aterradoramente
transparente por debajo de las distorsiones de la ficción. Lo que Islands in the Stream 3
tiene de fuerza, y es poderosa, yace justo más allá de los límites del arte literario.»

La primera, más larga y mejor sección de la novela trata de las vacaciones de


verano de Thomas Hudson, famoso pintor norteamericano, cuyos tres hijos están con él
en la isla de Bimini. Hudson es, en apariencia, muy querido y respetado por todos, sin
tener que evidenciar ninguna cualidad amable, aunque su respetabilidad nunca se
pone en duda. Ha triunfado en su arte, aunque no en sus dos matrimonios. Supervisa
el ritual de la iniciación a la virilidad de sus hijos más jóvenes, que toma la forma de
una lucha con grandes peces. Es un buen padre, pero un tanto remoto, como
sacerdotal, no un compañero. Los dos hijos parten después de sus vacaciones. Pocos
días más tarde, Hudson recibe un telegrama diciéndole que ellos, con su padre, su
segunda esposa, han muerto en. un accidente de coche.

En la segunda parte de la novela Hudson es informado de que su hijo mayor,


piloto de combate en la segunda guerra mundial, ha muerto en la lucha. Su primera
esposa, la madre, llega inesperadamente. Es actriz y actúa animando a las tropas en el
frente; tiene un poderoso parecido con la «teutona» de Hemingway, Marlene Dietrich.
No sabe nada de la muerte de su hijo. Ella y Hudson hacen el amor y las malas noticias
se dan como si no tuvieran importancia y son recibidas del mismo modo. «Dime, ¿está
muerto?» «Seguro.» Más tarde, en la tercera parte, Hudson sale en busca de los
supervivientes de un submarino nazi hundido frente a la costa cubana, mandando una
tripulación de seis hombres en su yate camuflado, evidentemente el «Pilar». Se las
arregla, o se dice a sí mismo, que se las arregla, para no pensar en sus hijos muertos.
Entonces es herido gravemente, tal vez mortalmente, no se nos permite estar seguros.
Probablemente Hemingway era desesperadamente supersticioso ante la descripción de
lo que sería, en efecto, su propia muerte.
Y con todo, Hudson, triunfante, amado y respetado, casi no piensa en otra cosa
que no sea la muerte a lo largo de todo el libro. Hemingway tiene que justificar su
obsesión mediante una variedad de artificios poco convincentes, recuerdos de un
hermano más joven ahogado, el frío informe de la muerte de sus hijos, una guerra en la
que se espera que muera gente. Incluso inserta sueños y pesadillas que desvían la
obsesión de Hudson al nivel de lo irracional. Uno de los sueños presenta a Hudson
utilizando, parece, una pistola como pene y luego aceptando cansadamente el papel de
la mujer en el acto amoroso. La fatiga, el impulso hacia la muerte, son los del mismo
Hemingway. Tenemos un ejemplo elástico de un trabajo de creación que, no totalmente
logrado como arte, no ilumina suficientemente, tampoco, el compromiso espiritual del
creador, cuyo tormento psíquico le ha llevado, presumiblemente, al intento catártico de
un libro.

¿Qué le pasaba a Hemingway? Posiblemente una creciente tristeza por su


fracaso en ser su propio mito; más posiblemente una incapacidad sexual que,
considerando sus proezas en otros terrenos de la acción viril, le desconcertaba
profundamente. Siempre alardeaba de tener cojones, pero los cojones no tienen en
propiedad nada que ver con la capacidad de disparar las armas. Puede que hubiera un
cierto asco de sí mismo por no haber sido capaz de vivir a la altura de su ideal juvenil,
joyciano, de dedicación artística total: se había convertido en una masa de músculo
público y, corrompido por la clase equivocada de fama, se encontró con que era
demasiado tarde para retroceder. Con la fama, o en cualquier caso, con cualquier clase
de sensación de reconocimiento de méritos, puede esperarse la incursión de una
melancolía crónica, que se expresa como un ansia de morir. O, más sencillamente,
Hemingway se veía como excepción a la regla de Thoreau de tener que, como todos los
hombres, vivir una vida de serena desesperación: no pudo hacer frente a la tensión que
la mayoría de hombres sufren elegantemente; era demasiado parecido a un dios para
que se esperara de él que tuviera que hacerle frente.

París era una fiesta, los apuntes de París creados que, después de un montón de
paciente moldear y limar, emergieron como una especie de autobiografía de los años
de aprendizaje literario, aparecieron en 1964. La connotación religiosa del título es tan
apta como la de The Sun Also Rises. El joven Hemingway y sus amigos están
hambrientos y son lo bastante pobres como para ver cualquier comida como un
sacramento; la fiesta de fe y esperanza (aunque no mucha caridad) que es la vie de
Bohéme de los años veinte pasó de verdad y, conservada en la memoria, puede volver
a suceder una y otra vez como una potente liturgia, revivificadora de un presente que,
paradójicamente, está bien alimentado, pero vacío de elementos nutritivos.
Hemingway no envuelve aquellos días con un indiscriminado velo de afecto: recuerda
ciertos personajes con un desagrado sin paliativos y una cruel expresión verbal: los ojos
de Wyndham Lewis son los de un «violador fracasado» (Lewis escribió un ensayo
sarcástico sobre Hemingway, haciéndole aparecer como un «buey estúpido»), Ford
Madox Ford es un «bien vestido tonel ambulante puesto en pie», Gertrude Stein «era
endiabladamente encantadora hasta que se volvió ambiciosa». Scott Fitzgerald aparece
para recibir la mayor censura y el tratamiento más detallista —incluso el tamaño de su
pene se convierte en el tema de un breve pasaje— y finalmente es borrado del mapa sin
piedad:
«Muchos años más tarde, en el bar del Ritz, mucho después del final de la
segunda guerra mundial, Georges, que es el barman principal ahora y que era el
chasseur cuando Scott vivía en París, me preguntó: "Papá, ¿quién era ese monsieur
Fitzgerald por el que todo el mundo me pregunta?..."

«"Escribió dos libros muy buenos y otros que no acabó, y los que conocen mejor
su obra literaria dicen que hubiera sido muy bueno..."

»"Es raro que no tenga ningún recuerdo de él", dijo Georges.»

Pero el libro no sólo es un ejercicio de destrucción. Joyce es recordado con


admiración y Pound con afecto. Y la ciudad en sí misma conserva el amor de
Hemingway:

«Cuando regresamos a París estaba claro y hacía frío y era hermoso. La ciudad
se había acomodado para el invierno, había buena leña en venta en la tienda de leña y
carbón al otro lado de la calle, y había braseros fuera en muchos de los buenos cafés
para que pudieras estar caliente en las terrazas. Nuestro propio apartamento era cálido
y alegre. Quemamos boulets, que eran terrones de carbón en polvo, moldeados en
forma de huevo, sobre el fuego de leña, y en las calles la luz del invierno era bella.
Ahora ya estabas acostumbrado a ver los árboles desnudos contra el cielo y paseabas
sobre los senderos de grava recién lavada a través de los jardines de Luxemburgo bajo
el viento limpio y penetrante. Los árboles sin sus hojas eran pura escultura cuando te
reconciliabas con ellos, y los vientos del invierno soplaban a través de la superficie de
los estanques y las fuentes se henchían en la brillante luz. Todas las distancias eran
cortas ahora, desde que habíamos estado en las montañas.»

La prosa es Hemingway puro, sencilla y muy evocadora, aceptando la vida,


pero, como siempre en su obra, matizándola de melancolía. La melancolía reside en la
forma misma de las frases que, siempre evitando el ritmo periódico, no pueden huir de
una cadencia doliente. La melodía de Hemingway es elegiaca incluso cuando más
enaltece la alegría:

«París no tiene fin y el recuerdo de cada persona que ha vivido allí difiere del de
todas las demás. Siempre regresábamos a París; no importa quiénes fuéramos ni lo que
hubiera cambiado ni cuán difícil, o fácil, fuera llegar. París siempre valía la pena y
siempre te daba algo a cambio de lo que tú le dieras. Pero París era así en los viejos
tiempos, cuando éramos jóvenes y pobres y muy felices.»

La melodía de Hemingway fue una contribución nueva y original a la literatura


mundial. Está en los oídos de todos los hombres y mujeres jóvenes que empiezan a
escribir. Y el código del valor de Hemingway, y el héroe de Hemingway con su estoico
aguante en la adversidad han ejercido una influencia que desborda la literatura.

Pese a que las carencias del hombre mutilaron su trabajo, el mejor Hemingway
es una fuerza seminal tan considerable como Joyce, o Faulkner, o Scott Fitzgerald.
Incluso el peor Hemingway nos recuerda que para comprometerse en la literatura uno
tiene primero que comprometerse en la vida.
CRONOLOGIA
1899. 21 de julio. Nace en Oak Park, cerca de Chicago, segundo hijo del doctor
Clarence E. Hemingway y de Grace Hall.

1917. Después de graduarse en la Oak Park High School, Hemingway entra a


formar parte del Kansas City Star, como reportero subalterno.

1918. Imposibilitado, por una visión defectuosa, de unirse a las Fuerzas


Armadas en la gran guerra, en la que los Estados Unidos acaban de entrar, se enrola en
la Cruz Roja como conductor de ambulancia. Enviado a Italia, es herido en el frente de
Piave mientras llevaba a cabo un rescate. En el hospital, en Milán, se enamora de una
enfermera, Agnes von Kurowsky. Condecorado por su valor bajo el fuego por el
gobierno italiano y el de Estados Unidos.

1919. Regresa a Oak Park, siendo festejado como héroe de guerra. Inquieto,
criticado por su madre por indolente, empieza a escribir en serio, pero sin éxito
comercial.

1920. Se incorpora al Toronto Star. Más tarde es redactor jefe en una publicación
periódica en Chicago. Se casa con Hadley Richardson y en diciembre marcha con ella a
París como corresponsal en Europa del Toronto Star.

1923. Nace su primer hijo. Se publica Three Stories and Ten Poems en París.

1924. Publica In Our Time, de nuevo en París. Edmund Wilson da noticia


favorable del libro. Ayuda a Ford Madox Ford en la Trasatlantic Review.

1925. In Our Time, su primera publicación comercial, consigue buenas críticas


en Estados Unidos.

1926 Publica The Torrents of Spring, sátira malintencionada del estilo literario
de su amigo Sherwood Anderson. En octubre, The Sun Also Rises (Fiesta, en Gran
Bretaña y en España) tiene un gran éxito tanto comercial como de crítica.

1927. Men Without Wornen, un volumen de relatos, confirma la importancia de


Hemingway. Se divorcia de Hadley.

1928. Se casa con Pauline Pfeiffer y regresa con ella a América. Abre casa por
primera vez en su tierra nativa, en Key West, Florida. Nace su segundo hijo, y el difícil
parto de Pauline queda narrado en A Farewell to Arms. Su padre, con una enfermedad
incurable, se suicida.

1929. Se publica A Farewell to Arms.


1932. Death in the Afternoon, un libro sobre los toros. Hemingway es censurado
por los escritores de la izquierda por no tocar en su obra los más importantes
problemas políticos y económicos del período de la depresión.

1933. Winner Take Nothing.

1935. Creen Hills of Africa.

1937. To Have and Have Not intenta satisfacer a los críticos izquierdistas
presentando los problemas de un individuo libre en una sociedad corrupta dominada
por el dinero.

1937. Hemingway está en España como periodista, pero su simpatía por el


Frente Popular y su enemistad contra Franco se hacen evidentes en el film The Spanish
Earth.

1938. Publica su obra de teatro prorrepublicana The Fifth Cclumn, encabezando


su volumen de relatos, que incluye Francis Macomber y The Snows of Kilimanjaro,
finos productos de su safari africano.

1940. Se casa con Martha Gellhorn, compañera periodista, cuya amistad ha


madurado en España. Su casa en Florida ha sido cedida a Pauline. Se establecen en
Cuba. For Whom the Bell Tolls es enormemente popular, pero los críticos se quejan de
un deterioro del nivel literario.

1941. Hemingway y Martha marchan al Lejano Este para escribir artículos sobre
la guerra chino-japo nesa. Con la entrada de Estados Unidos en la segunda guerra
mundial, Hemingway manda su propio barco, «Q», frente a la costa de Cuba.

1944. Marcha a Europa como corresponsal de guerra, toma parte en la invasión


de Normandía, entra en París con su propia unidad de partisanos. Hay problemas por
haber violado el status de no combatiente, pero eventualmente le conceden la medalla
de bronce.

1945. Enamorado de la periodista Mary Welsh, Martha se divorcia de él.

1946. Se casa con Mary, su cuarta y última esposa, y empieza a trabajar en una
saga literaria sobre la tierra, el mar y el aire.

1948. En Italia recoge material para:

1950. Across the River and Into the Trees. La novela tiene una pobre acogida.
Hemingway recupera su reputación con:

1952. The Oíd Man and The Sea. La obra tiene un tremendo impacto en millones
de lectores.
1953. Le conceden el Premio Pulitzer.

1954. Le conceden el Premio Nobel. Se lamenta de su incapacidad para ir a


Estocolmo y recibirlo en persona, alegando las secuelas de la conmoción cerebral
sufrida en dos aterrizajes violentos sucesivos en Africa. De hecho, sufre una
degeneración física y nerviosa general.

1960. Trabaja en un extenso estudio sobre la corrida llamado The Dangerous


Summer, parte del cual es publicado en Life y posteriormente en Gaceta Ilustrada, y
recopilando un volumen de recuerdos de París titulado A Moveahle Feast. Enfermo, va
a una clínica en Minnesota.

1961. En Ketchum, Idaho, porque Cuba es un país demasiado inestable para


vivir en los primeros días de la toma de poder de Castro. Su enfermedad empeora pese
a un tratamiento especializado. Físicamente exangüe, profundamente psicótico, se
suicida el 2 de julio.
BIBLIOGRAFIA
LIBROS SOBRE ERNEST HEMINGWAY

Crítica y ensayos:

YOUNG, PH.: «Ernest Hemingway», en Tres escritores norteamericanos. Tomo


I. Editorial Gredos. Madrid.

WILSON, EDMUND: «Aparición de Ernest Hemingway», en Crónica literaria.


Barral Editores. Barcelona.

BAKER, CARLOS: «Ernest Hemingway», en La novela norteamericana,


compilación de Wallace Stegner. Ed. Diana. México.

PÉREZ GALLEGO, CÁNDIDO: «Ernest Hemingway», en El héroe solitario en la


novela norteamericana. Editorial Prensa Española. Madrid.

BENSON, FREDERICK R.: «Ernest Hemingway», en Los escritores y la guerra


de España. Libros de Monte Avila. Barcelona.

SANDERSON, STEWART: Hemingway. EPESA. Madrid.

CASTILLO PUCHE, ). L.: Hemingway. entre la vida y la muerte. Ed. Destino.


Barcelona.

LIBROS DE ERNEST HEMINGWAY

El gato bajo la lluvia y otros relatos. Ed. Simbad. Buenos Aires.

Fiesta, losé |anés Editor. Barcelona.

Adiós a las armas. Caralt Ed. Barcelona.

Muerte en la tarde. Editorial Planeta. Barcelona.

Las verdes colinas de Africa. Caralt Ed. Barcelona.

Tener y no tener. EDHASA. Buenos Aires.

Por quién doblan las campanas. Editorial Planeta. Barcelona.

Los asesinos. Caralt Ed. Barcelona.

Las nieves del Kilimanjaro. Caralt Ed. Barcelona.


París era una fiesta. Seix Barral. Barcelona.

El viejo y el mar. Editorial Planeta. Barcelona.

La vida feliz de Francis Macomber. Santiago Rueda Editor. Buenos Aires.

La quinta columna. Editorial Bruguera. Barcelona.

La guerra de España. El Cid Editor. Caracas.

Al otro lado del río y entre los árboles. Ed. Planeta. Barcelona.

Obras selectas. Ed. Planeta Barcelona. Tomo I: Novelas: Aguas primaverales.


Fiesta, Adiós a las armas, Tener y no tener. Por quién doblan las campanas, Al otro lado
del río y entre los árboles. El viejo y el mar.—Tomo II: Cuentos, Reportajes, Miscelánea.

Islas en el golfo. Alianza Editorial. Madrid.

OTROS LIBROS

STEIN, GERTRLIDE: Autobiografía de Alice Toklas. Ed. Bruguera. Barcelona.

— Ser norteamericanos. Ed. Barral. Barcelona.

SKLAR, ROBERT: Francis Scott Fitzgerald. Barral Editores. Barcelona.

FORD, MADOX FORD: El buen soldado, Ed. Planeta. Barcelona.

HELLER, (OSEPH: Celda 22. Ed. Plaza y |anés. Barcelona.

ELLIOT, T. S.: La tierra baldía, Ed. Barral. Barcelona.

FITZGERALD. SCOTT: Tierna es la noche, Ed. Plaza y lanés. Barcelona.

GRAVES, ROBERT: Adiós a lodo eso. Ed. Seix y Barral. Barcelona. IOYCE.
IAMES: Dublineses (tr. G. Cabrera-Infante). Ed. Lumen. Barcelona.

— Gente de Dublín. Ed. Fabril. Buenos Aires. WAUGH. EVELYN: Retorno


u Hrideshead. Ed. Sudamericana. Buenos Aires.

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