Antología FONCA 2014-2015
Antología FONCA 2014-2015
Antología FONCA 2014-2015
Jóvenes Creadores
2014/2015
PRIMER Periodo
Jóvenes Creadores
2014/2015
PRIMER Periodo
Comentarios de:
David Miklos
Felipe Garrido
Mario Bellatin
José Homero
Francisco Magaña
Silbestre Gómez Rodríguez
Nicolás Huet
Raymundo Isidro Alavez
Aarón Fernández
Verónica Musalem Moreno
Edyta Rzewuska
ISBN 978-607-745-136-5
Impreso en México
Cuento
Cuentistas a contracorriente. David Miklos . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
Lola Ancira. Lolita de juguete . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16
Aura García-Junco. Fragmento perdido. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24
Joaquín Íñiguez Peón. Del exotismo y otros demonios. . . . . . . . . . 39
Néstor Robles. El arte de mirar en el espejo . . . . . . . . . . . . . . . . . 48
Aniela Rodríguez. El lado izquierdo de la tristeza. . . . . . . . . . . . . 58
Alfonso Valencia. [Llegó vacía]. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 66
Ensayo creativo
Un triángulo de tiempo. Felipe Garrido. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75
Giorgio Lavezzaro. Kintsukuroi o elogio de la cicatriz. . . . . . . . . 77
Marina Azahua. La silla. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 92
Alan Grabinsky Zabludovsky. Continentes . . . . . . . . . . . . . . . . . 102
Novela
Un grupo de ciegos guiados del hombro por otro ciego.
Mario Bellatin. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
Brenda Lozano. Silvestre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117
Damián Comas. Cinética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119
César Tejeda. Fiestas Minervalias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121
Pablo Piñero Stillmann. Tiempo ahorcado. . . . . . . . . . . . . . . . . . 128
Ricardo Garza Lau. La misión del doctor Lutz. . . . . . . . . . . . . . . 132
Lenguas indígenas
Tzamnitzäk’ku’ (Zoque) / Presentación. Silbestre Gómez
Rodríguez, Nicolás Huet y Raymundo Isidro Alavez. . . . . . . . . . 221
Socorro Hernández (Tsotsil). K’ox Saktarin mut /
El pequeño ruiseñor. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229
Lyz Sáenz (Zoque). Te’ mäjapä täjk / La casa grande
(Fragmento) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 241
Margarita León. Di ndonihu nubye, dändonihu mände,
hinto däk’ugägihu rähmäte / “Florecemos hoy, florecimos ayer,
nadie nos arrancará el amor”. Boca de ceniza / Poesía otomí. . 251
Guión cinematográfico
Guión cinematográfico. Aarón Fernández . . . . . . . . . . . . . . . . . . 295
Carlos Espinoza. Nómadas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 297
Andrea Heredia. La Hora Marciana. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 317
David Pablos. Lo que dejo atrás. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 330
León Rechy. 1972. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 343
Monika Revilla. El baile de los 41. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 364
Dalia Reyes. Un día . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 372
Dramatrurgia
Dos retratos: diálogo entre forma y contenido.
Verónica Musalem Moreno y Edyta Rzewuska . . . . . . . . . . . . . . 391
Javier Márquez. Sid Vicious . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 394
Daimary Moreno. Astronomía de una mujer posible. . . . . . . . . . 402
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A. 19111
David Miklos
1
“Che fece… il gran rifiuto”, en Poesía Moderna. Cavafis. Material de Lectura,
núm. 25, selección, traducción directa del griego y notas de Cayetano Cantú, unam,
s.f., p. 7. Disponible en (http://www.materialdelectura.unam.mx/index.php?option=
com_content&task=view&id=62).
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Lolita de juguete
André Maurois
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Fragmento perdido
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“Si giras esta palanca, Selene acelera su curso y las estrellas a su alre
dedor cambian.”
“Y en esta marca es donde crece el grano, en esta otra donde los dioses
suspiran y el invierno llega.”
Lo que más extrañaba el señor conde de Alfaz era abrazar con los
dos brazos el frágil cuerpo de su única hija, una niña flaca y pálida
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la caja repetiría un sonido. Entre las piedras y maderos, los más tí
midos timbres se esconderían, sólo para salir transformados, abriendo
sus alas, en fuentes nuevas de experiencia sensorial. En su imagi-
nación, cada onda era un color cambiante: ligero en algunas oca-
siones y en otras de una intensidad tan grande que apabullaba los
sentidos. Un mundo donde ninguna otra cosa era perceptible, cons
tituido únicamente para los oídos.
Como tantos otros genios, Boldini sacrificó todo por su pro-
yecto. Su fortuna, que era cuantiosa, perduró muchos años gracias
a la meticulosa administración del artista; sin embargo, al final de
su cordura estaba a un paso de la pobreza.
A diferencia de otros genios olvidados en su propia época, la
fama le llegó en vida y desde todas direcciones, los jóvenes acu-
dían a buscar consejo del inventor musical. Porque ésta era su labor
y en ella su ingenio creador era insuperable. Todo esto, sin embar-
go, también lo abandonó por la imaginaria caja. Dejó de recibir a
los entusiasmados viajeros y rechazó los trabajos que antaño esti-
mulaban su mente con su complejidad.
Alguna vez recibió a un mensajero ataviado con elegancia. Te-
nía un pedido: un violín que pudiera tocarse con una sola mano.
Era para un conde manco, que había perdido la mano izquierda en
una guerra religiosa y no podía tocar más. La trágica imagen de
aquel que ya no puede producir, lo hizo aceptar este último trabajo.
Después de innumerables pruebas, el violín funcionó. Se presentó
en la casa del conde y éste, por primera vez en años, pudo escuchar
el sonido de la música emanada de su propia y única mano. En
pago, el conde prometió sostener la construcción del dudoso pro-
yecto, si bien no lo comprendía del todo. ¿Por qué alguien soñaría
con un mundo sólo de sonidos, pero a la vez sin música? Porque lo
que Boldini buscaba no tenía un solo acorde, ninguna majestuosa
estocada de violín ni retumbar de timbal.
Así, el conde pagaba las enormes paredes de la caja y los arti-
lugios que surgían de ellas. Pero el artista nunca estaba conforme.
Los años pasaban y también la fortuna del conde comenzaba a
minarse. Boldini no decía palabra alguna pero se intuía en su apa-
riencia los claros signos de la desesperación. El inventor musical
que podía devolver la música al perdido no podía atraer los sonidos
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La gran enciclopedia
Quien haya trazado esas letras, lo hizo con especial afecto. Los mon
jes-copistas dedicaban gran parte de su día a llenar, con las manos
siempre en alto, los inmensos manuscritos. No es de extrañarse, en
tonces, la cantidad de omisiones, mezclas, sustituciones, duplicacio
nes e incluso disparates que pululan en los textos que, recorriendo
el puente del tiempo, nos han llegado. Si ni siquiera la reciente in
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era evidente. Tomó un mes más para que me reconstituyera por com
pleto, aunque poblado de cicatrices. El día en que finalmente aban-
doné mi habitación me llevé la sorpresa de que mi estudio había
sido profanado. Además de algunos aparatos sin importancia, fal-
taba, por supuesto, el manuscrito. No tuve duda de quién lo tenía.
Mis padres me contaron que el maestro había aprovechado mi dolen-
cia y se había marchado a ver su madre enferma. Volvería en un mes.
Siguieron meses angustiosos. Tuve que aprender a vivir sin mi
oído derecho y sin mi manuscrito, que había estado a mi lado por
años. El maestro me quitó el único objeto que había apreciado real
mente en la vida y, lo que es más importante, me arrancó los sueños.
Por las noches ya no había más que un azul intenso al cerrar los
ojos. No más bóveda celeste, no más piezas dentadas.
Ovidio dijo con sus palabras aladas que el tiempo devora las
cosas. Pues bien, el divino tiempo devoró también mi angustia y la
rueda de la fortuna siguió girando y me llevó a mejores derroteros.
Un día, ya que mi fama se dispersaba por el mundo, me desperté
con el rumor de que uno de mis sirvientes había visto en un mer-
cado un manuscrito similar al que solía mencionar continuamente.
No perdí un minuto y fui por él. Mi sorpresa fue grande al constatar
que no era el mío, sino uno casi por completo idéntico. Lo compré
para revisarlo a profundidad. Una lectura detallada me reveló una
serie de pequeñas diferencias. Empecemos por la más evidente: el
autor, que aparecía en la segunda página del libro, tenía un nombre
familiar, pero no el del maestro ni el mío, sino el del griego Arquí-
medes. Por un momento dudé que fuera una copia de aquello que
recopilé directo de mis sueños y me llené de emoción pensando
que quizás habría llegado al instructivo original de mi proyecto.
Pronto se reveló la imposibilidad de esta hipótesis ya que los esque-
mas eran tal y como yo los había trazado e incluso tenían los cambios
que de sueño en sueño había percibido y fijado. Emprendí, enton-
ces, la búsqueda, enteramente de memoria, de los rastros de copia-
do. El resto de las diferencias me parecieron respuestas a algunos
problemas de funcionamiento que se intuían de mis propias explica-
ciones y algunos diagramas adicionales, basados en los primeros.
Éste fue el primero de una serie de manuscritos que encontré en
varias partes del mundo, ayudado por amigos con los que guardaba
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De Johannes S.
El manuscrito me dejó arruinado. Recorrí el mundo entero, de Finis-
terra hasta el Tule, buscando las piezas faltantes. Encontré el aparato
y viví por ello las más crueles consecuencias.
Te diré ahora que no me queda nada, que de él sale la más terrible
música de las esferas, tal como lo dijo Platón.
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sus uñas, las uñas de su abuela y las uñas de su hija, luego lo invitó
a pasar a la oficina del coronel. A pesar de las temperaturas inferna
les, el tipo había alfombrado incluso por encima de su silla y su escri
torio. Las paredes fueron cubiertas por pinturas ecuestres y un caballo
disecado ocupaba media habitación.
Malasmañas, un protomacho de provincia, había iniciado su
ascendente carrera política a los dieciséis años, cuando se infiltró en
las instalaciones del gobierno de Lindo Bache para robar los papeles
que lo constituían como cabecera municipal y regresarlos a Tierra
de Nadie, pueblo consignado a la producción de agujeros. Ahora,
al mando de las fuerzas policiales, había logrado notables cambios
en la agencia, sobre todo la celebrada instauración de los martes de
margaritas y patrullas locas.
—Mira, Buendía, he visto hombres reducidos a pozole, metidos
en una telera, me los he merendado en carnitas, pero nunca esto.
Tememos que sea obra del Cártel del Nuevo Emprendurismo. Todo
apunta a que se trata de una de sus intrincadas tácticas de supera-
ción personal. Sin embargo, es como si la orden la hubiese dado un
diseñador de interiores y no un capo sanguinario.
—¿Han pensado en llamar a un fumigador?
—¿Qué te crees, Buendía? ¿Te crees más listo? ¿Estás diciendo
que eres más fuerte que yo? Hemos contactado a los mejores, gente
de prestigio internacional. Incluso trajimos a unos especialistas de
un laboratorio en Austria pero se perdieron, hace semanas que no
tenemos noticia de ellos.
—Escuché un chisme, dicen que ésos eran de juguete.
—Te he leído, ¿sabes? Creo que eres un tipo listo. Acaban de
reportar otro crimen con la misma firma que los anteriores. Me
gustaría que te dieses una vuelta por ahí a ver si descubres algo
que se le escape a mi equipo. Estarás tratando con profesionales,
advierto.
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IV
Ver tanto seso, tanta tripa, le abrió el apetito a Espinoza, así que
emprendieron rumbo para encontrarse con el coronel Malasmañas
en un restaurante, con el fin de que el invitado conociera las deli-
cias de la gastronomía regional, es decir, variedad de iguanas: asa-
das, al ajillo, a la diabla, al carbón.
—¡Sabe a mierda! —protestó sin matices el periodista.
—¡Pues te la comes! —sentenció el coronel, poniendo énfasis en
que así funciona la cordialidad y las buenas maneras pantanenses.
—Tú ponle más salsa hasta que quede sabrosa —concluyó Es-
pinoza—. Ése es el truco. Así me lo enseñaron mis padres. Así lo
aprendieron de mis abuelos. Y así sucesivamente.
El tema de los asesinatos secuenciales no se trató hasta que se sir-
vió el postre. Apenas daban el primer bocado al tradicional flan duro
de la región, cuando Remy se puso a hablar a detalle de las cosas que
uno encuentra cuando se asoma al interior de una persona sin cabeza.
—Hoy, mi coronel —dijo Espinoza, para cambiar el tema—,
valiéndonos del trabajo inquisitivo de su equipo, y de las más avan
zadas técnicas forenses, hemos concluido que el rufián en cuestión
debe ser, sin duda, un mariposo.
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contenido, todo ese deseo que había mutado en dolor, cobraba ahora
una forma animal, la de un búfalo en la pradera. Un tanto ebrio,
trastocado por el poder, el coronel se levantó y se fue aproximando
a ella, con la mirada perdida, dando pisadas de plomo.
Ella, sin siquiera notar su presencia, bailaba sobre el aullido de
una nota de blues, con los ojos cerrados y la cadencia con que vue-
lan los roedores alados del pantano. Luego, sin siquiera percatarse,
comenzó a elevarse por encima del suelo, ligera, bellísima. El co-
ronel, dominado por su propia bestialidad, se abalanzó sobre ella
pero no alcanzó a tocarla. Luego dio brincos ridículos, intentando
alcanzar sus pies para regresarla a la tierra, pero su esfuerzo fue en
vano, Luciel se fue volando por la puerta.
—¡¿Qué esperan, idiotas?! —vociferó Malasmañas—. ¡Se esca-
pa mi amada! ¡Debo rescatarla! Es mi oportunidad de ser su héroe.
—Disculpe coronel, no quiero incomodarlo pero creo que ella
no le corresponde el sentimiento. Por eso se fue volando.
—Nada de eso, Buendía. Se está haciendo la difícil y necesita
ser rescatada.
Así fue como la tropa y algunas patrullas de refuerzo termina-
ron persiguiendo a la encueratriz voladora a lo ancho y lo profundo
de su Ciudad Pantano. Callejoneando y a lo largo de avenidas, las
patrullas siguieron el curso de la fugitiva hasta que se adentró en el
monte. Hubo que continuar el recorrido a pie, avistándola entre las
copas de las ceibas y las parotas, hasta que descendió con elegan-
cia y se introdujo en una cueva que nadie conocía.
El coronel, armado con pistola y botella de aguardiente, entró
primero. Buendía lo siguió con grabadora en mano. Llegaron a un
punto donde la oscuridad era tan densa que nulificaba la luz de las
linternas. Consideraron detenerse ahí, la chica quizá nunca regre-
saría, probablemente había muerto. Pero nunca se debe subestimar
la calentura de un hombre narcisista con síntomas de psicopatía. Así
que el coronel siguió caminando por diez minutos a ciegas, y a los
demás no les quedó otro remedio que continuar su inmersión en la
caverna, a paso ebrio, a pesar de que la humedad dificultaba la res
piración.
Algunos se hallaban a punto de rendirse cuando se escuchó un
sonido como de zopilotes. Lo siguiente que sintieron, en rostro y en
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pecto, pero nunca había escuchado éste. Hice una pila con ellos y
los guardé momentáneamente en la mochila de herramientas que
siempre llevaba conmigo. No había tiempo para hacer todas las
indicaciones de doña Ruiz. Lo pospuse y el recuerdo otra vez, el
pinche recuerdo…
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deshacerme del bulto que traía cargando en mis espaldas: todos los
trozos de espejos.
La vieja Ruiz claramente me había dicho que debía deshacer-
me de ellos en algún lugar alejado, al que no pensara volver. Y
después de este soporífero ritual me quedaba claro que no volvería
a asistir a uno.
Se fueron todos. Todos menos uno. Al fondo, entre las tumbas,
un hombre trajeado. Manos detrás de la espalda. No estaba tan le-
jos, pero no alcanzaba a distinguir su rostro. Lo saludé.
—¿Qué onda? ¿Eras amigo del Walter?
Silencio. Ningún movimiento.
—Llegas tarde —le volví a gritar—, se han ido todos.
Silencio. Ningún movimiento.
—Te puedes acercar, si gustas, aquí es donde acaban de ente-
rrar al Walter.
Pero el hombre nunca respondió. Dio media vuelta y caminó
hacia los árboles hasta perderse de mi vista. Aproveché la soledad
para abrir un hoyo y enterrar la mochila con los restos del cristal.
Antes tenía que dar un vistazo. Tenía que comprobar algo. No sa-
bía qué.
Abrí la mochila. Entre todos los cristales rotos pude ver mi re-
flejo. Peor: pude ver al hombre detrás de mí, con su rostro níveo,
borroso. Sabía que estaba sonriendo. Lo sabía por alguna razón. Sin
voltear atrás, abrí la mochila y dejé caer los trozos que brillaban
con la luz del atardecer. Los cubrí con la tierra. El polvo otra vez.
Estornudos. Sin voltear atrás, caminé hacia la salida. Una vez es-
tando afuera, corrí.
No hay peor depredador que esa bestia a la que llaman pasado.
Pequeños detalles
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Tocar, tocar: tocar hasta reventar. Eso fue lo que hice. Eso fue lo
que lo liberó.
Los cristales rotos se esparcieron por mi cuarto, que además de
espejos, estaba decorado por monstruos y robots. Juguetes que le
exigía a mamá las pocas veces que me sacaba a pasear.
Monstruos y robots fueron testigos de mi juego con el espejo,
fueron los primeros en ver mi puño rojo empapado en sangre. Un
humo denso, que me causó picor en los ojos y en la garganta, se
disipó justo cuando mamá abrió la puerta, molesta.
—Monchito, ¿qué has hecho? No, Monchito, no, no, no.
Me miró asustada, llena de pavor. Luego se dejó caer al piso a
llorar. No le importó cortarse con los trozos de vidrio. La sangre
de sus rodillas y sus manos se mezclaba con los restos del espejo.
—Nos has desgraciado, Monchito, nos has desgraciado con tu
mala suerte.
Ése fue el día que mamá comenzó a actuar extraño. Hablaba con
más frecuencia sola frente a los espejos, sonreía de esa peculiar ma
nera en que sonríen las mujeres cuando son cortejadas. Con cierta
vergüenza, pero con la seguridad de saberse queridas y deseadas.
Se peinaba todo el tiempo. Lo que más me da pena recordar eran
los momentos en que se desnudaba.
Le gustaba hacerlo frente al espejo, lentamente, y se acariciaba
todo el cuerpo: desde el cuello, hasta el vientre, hasta el pubis. Se to
caba sin importar que estuviera cerca. Se sabía observada por mí
pero no le molestaba en lo más mínimo. Yo, que nunca había visto
a una mujer desnuda, conocí el deseo. En mis sueños más reprimi-
dos, hacía el amor con ella. Me sentía culpable y me castigaba
golpeando los puños contra la pared hasta sangrar.
Una de esas noches me despertaron unos pasos que deambu
laban por el cuarto. Era el hombre del espejo. Sin abrir la puerta, la
traspasó, dejando el rastro de polvo que se convertía en su rasgo
característico. Era el tiempo manifestado, ahora pienso: polvo en
el viento.
Intenté dormir, como siempre, pero escuchaba hablar a mi madre.
Susurraba. Tuve que salir de la cama, despacio. Bajé hacia las esca-
leras. Ahí estaba el hombre, desaliñado, acariciando a mi mamá. Los
veía escondido, alejado. Me conmocionaba lo que estaba viendo,
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pues nunca me imaginaba que se pudiera hacer eso con los cuerpos:
revueltos, jadeantes.
En un instante, o lo que me pareció un instante, ella lo vio y
lanzó un grito. Él retrocedió, confundido. Ella se dejó ir en contra
de un espejo de tamaño que se ajustaba al suyo, reventándolo. Los
cristales cayeron sobre ella, algunos comenzaron lo que ella estaba
a punto de terminar: rasgaron su cuerpo blanco, decorándolo con
manchas rojas.
Mi madre, entrada en algún tipo de éxtasis, tomó un par de tro-
zos puntiagudos del espejo roto y comenzó a cortarse: los pechos, el
torso, las piernas, los brazos… finalmente las venas, luego la gar
ganta. El hombre no hizo nada para detenerla. Me acerqué, pen-
sando que podría ser de ayuda, pero mi madre ya estaba en el más
allá: su mirada se encontró con la mía, ojos en blanco. Había ras-
tros de lágrimas en su rostro.
El hombre seguía ahí. Nos miramos directamente a los ojos.
Sentí que estaba viendo dentro de un caleidoscopio: veía fragmen-
tos de mí, esparcidos en un prisma triangular. Así como apareció
el hombre del espejo, así se fue: se esfumó, se hizo polvo. Estornu
dé. Hasta ahora lo sigo haciendo, como una alergia que me estaba
previniendo de acercarme a los espejos, los estornudos han sido
constantes, ahora que lo pienso. Gente diciendo salud, gente im-
plorando ayuda de Jesús. ¿Por qué lo hacen después de estornudar?
Uno está jodido ya. Jesús no ayuda si estás jodido de nacimiento.
Alguna vez estornudé en el camión. Nadie me dijo nada. Al prin
cipio me sentí patético, ignorado. Después me di cuenta que los
patéticos eran ellos: metidos en sus libros, sus celulares, escuchan-
do música. Pendejos. Todos eran unos pendejos. Me gustaba ser
invisible.
Lo que siguió fue natural: quedé huérfano, crecí en una casa hogar
rodeado de los peores compañeros que pude haber tenido. Me de-
cían el Malasuerte porque siempre le huía a los espejos, pues como
lo expliqué, los estornudos me cazaban. Sobreviví, finalmente. Crecí,
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me hice hombre. Tuve que abandonar la casa hogar. Así fui a dar
con este trabajo cagado de asistente de mudanzas, bajo el auspicio
del ya difunto Walter, en paz descanse.
Mientras yo seguía huyendo del cementerio, sentía que el ca-
brón seguía atrás de mí: el hombre del espejo: el pasado.
En el departamento donde vivía tenía un espejo enorme, siem-
pre cubierto. A pesar de esta alergia y este miedo que me causaba
estar frente a uno de ellos, me gustaba enfrentarme a mí mismo: me
quedaba viendo, siempre directo a los ojos, para ver qué descubría.
Hay mitos sobre esto, con los que siempre he estado fascinado.
Uno de ellos tiene que ver con los espejos en los sueños: si alguna
vez te sueñas frente a un espejo, no se te ocurra mirarte, pues vas
a ver tu verdadero tú, el monstruo que llevas dentro. Por eso cuan-
do sueño, lo evito a toda costa, lo reviento sin pensar, despertando
con cicatrices en el puño, las mismas que me hice de niño.
El otro tiene que ver con la muerte y el alma. Como ahorita, de
bería de mantenerlo cubierto porque como acaba de morir alguien
cercano, es muy posible que se manifieste en el espejo. Más si tiene
asuntos pendientes en este plano. Vengarse de su asesino, por ejem
plo. Pequeño detalle.
Hay otro muy curioso que tiene que ver con la oscuridad. Un
cuarto oscuro con espejos puede ser peligroso, pues las ánimas se
transportan a través de ellos. Y las ánimas le temen a la luz. Así,
cuando estás en un cuarto oscuro con espejos, con la simple ilumi-
nación de una vela, ¡cuidado!: esa tenue luz, al mismo tiempo que
los asusta, los atrae. Te conviertes en presa fácil, lista para ser re-
emplazada.
El mito que más me gusta tiene que ver con el tiempo. Práctica
ancestral, la catoptromancia es el arte de la adivinación a través de
un espejo. Se requiere paciencia. Ver, casi sin parpadear, ver más
allá dentro de tus ojos: el reflejo del alma, dicen. Por más que he
tratado de ver el futuro, nunca veo nada: sólo recuerdos. Malas
memorias. He durado horas. Horas. Inútiles todas, nada más que
mi otro yo mirándome de forma siniestra. Esa sonrisa… ¿dónde la
he visto?
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Cambiar de piel
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Hace trece días que me volví triste del lado izquierdo. Trece días
que el ojo no deja de llorar. Una vez que empieza ya no se detiene;
llora con las cebollas amarillas, el jabón de almendras, el aceite
caliente. Su autosuficiencia es de admirarse: yo, que no puedo dor-
mir sin mis calcetines azules, alabo la necedad de mi ojo que pare-
ce sacada de cuento romántico. El monstruo que habita ahí dentro
recuerda los golpes y los cumpleaños, y a veces, no pocas, se con-
tenta con irse a la cama con la promesa de no volver a escupir una
gota de agua. Pero la cama amanece empapada y vuelvo al mismo
sitio todos los días, esperando poder leer el periódico sin el infor-
tunio de mi incontrolable humedad.
Al principio culpé a las bachatas melancólicas que aparecían
en la radio cada día a las seis de la tarde, y que con la más terrible
de las ansias provocaban un llanto que no me enorgullecía ni una
pizca y que procuraba esconder de todos. Intenté primero cambiar
la estación que todos los lunes programaba baladas con guitarras
anabólicas. Me olvidé de las tonadas pegajosas creyendo que sola-
mente así estaría a salvo de encontrarme a mí mismo. Finalmen-
te, y ante el rotundo fracaso de todos los demás proyectos, resolví
alejarme para siempre de la música. No sirvió de nada. Hasta el
más infame de los silencios provocaba que sobre los pómulos se
deslavara un Rhin tan grosero como caudaloso, y que amenazaba
con resquebrajarme la piel al primer descuido. Ahora escuchaba con
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Ya era muy tarde cuando desperté y entendí que el llanto sirve para
ocho cosas: para nada y para siete chingadas. Palacios me quitó la
camisa y yo cedí de muy buena gana, cerré los ojos y recordé los
primeros días —los más felices— de nuestro matrimonio. Yo, que
nunca entendí los inescrutables pronósticos de la medicina, me
senté a esperar en el borde de la cama. Recordaba a qué sabía la
hostia que el padre había puesto en mi boca el mismo día que Ma-
tilde se volvió un ovillo entre mis piernas, cómo el calor de su es
palda había puesto en su lugar a todos mis temores de adolescente
trasnochado. Recordaba la pesadez de su cuerpo cuando hace al-
gunos días comenzó a brincar de la cama, a ponerse el vestido, a
montarse en el Porsche. A veces, cuando conseguía olvidarlo, la
puerta se azotaba en la mañana y el millón y medio de ovejas que-
daba esparcido por el piso.
La razón de mi desgracia es una ecuación imperfecta. El caudal
había empezado a crecer y resbalaba como una enorme víbora
sobre mi regazo, se retorcía y volvía a dar la vuelta para terminar
botado en el piso. Tuve que recordar los golpes que me daba Matil
de en la cabeza para ver si de una vez por todas se me salía el agua
en una pasada, y en su lugar me convertía en una fuente imparable
que escurría agua por las orejas y escupía seis veces por minuto. No
logré retener su imagen mirándome a los ojos, buscando un pre-
texto para escaparse por la noche. En minutos, sentí cómo por la
nuca me caminaba un animal de muchas patas, imposible de cla
sificar. Me di la media vuelta y creo que ahí es donde empezó a
volverse de piedra; el temblor comenzó en las manos para luego
esparcirse por todo el cuerpo. Uno no conoce la violencia hasta
que su propio cuerpo amenaza con echarlo a perder todo. Enton-
ces ya no hay tal lugar como casa y las manos sólo son dos inser-
vibles arañas de plástico. Palacios dijo que de tanto llorar había
terminado por ahogarme la memoria. No le creí: cerré los ojos,
y dormí sintiéndome seguro de que al día siguiente despertaría
llorando.
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¿Por qué íbamos nosotros a hacerle algo? ¿Por qué íbamos noso-
tros a faltarle a don Ezequiel? ¿Qué nos ha hecho?
Pero Eleazar no entendió razones. Le amarró las manos con
una cuerda larga y el extremo lo ató a la defensa de su camioneta.
Lo arrastró por el monte hasta que de Trescoronas quedó sólo un ma-
nojo de sangre al que se le asomaban los huesos entre los raspones.
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Felipe Garrido
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kintsukuroi
o elogio de la cicatriz
corpórea
1
Monica Mura cubrió las marcas de un cuerpo humano con oro, kintsugi aplicado
a la piel, para hacer brillar las viejas heridas, los lunares, los restos de enfermedad:
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abolladura
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interior
Hay cicatrices que no se ven. Las heridas interiores, las que sajan
los afectos, producen marcas invistas.
Las más de las veces son estas huellas las que deseamos olvi-
dar: las memorias lacerantes son las que implican padecer. El su-
frimiento emotivo es un tema, casi siempre, del que se desea saber
poco. Pero desconocer o ignorar no implica anular los efectos de
esas marcas. Cuando se tienen cicatrices emotivas cambia la rela-
ción con las personas: se funciona de otro modo. La ruptura con un
amante por infidelidad vuelve otras relaciones una encarnación de
la sospecha; la mirada o los gestos antes ignorados ahora cobran
relevancia, duelen de antemano. El abandono materno puede repe-
tirse en otras mujeres que heredan, sin saberlo, esa marca.
Quizá normalmente, por no ser visibles en el cuerpo, estas mar
cas no se toman en cuenta. Pero, a diferencia de muchas cicatrices
de la piel, éstas guardan el dolor con que nacieron. Un perfume
puede desatar la nostalgia, revivir la pérdida de un amante. Una
voz puede desgarrar porque se parezca a la de un familiar que ha
muerto. Una silueta puede avivar el dolor cuando se cree haber
visto al hijo recién fallecido.
Las cicatrices que todavía duelen no son necesariamente heri-
das abiertas. A veces son signos de cómo nos rompemos.3 Una
parte de nosotros que no termina de doler.
2
El procedimiento del kintsugi, originalmente, implicó tomar un objeto que se
había fisurado y pedir a los artesanos que lo repararan de tal forma que adquiriera
mayor valor que antes; el resultado implicó un objeto hermoso que, en el sentido es-
tético y comercial, valía más: las fisuras marcadas en oro hacían de su fisonomía algo
irrepetible al tiempo que incrementaban su valor comercial.
3
En el kintsukuroi los objetos adquieren mayor belleza porque, al romperse, no
se parecen a ningún otro objeto más que a sí mismos.
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azar
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Esa película en que el protagonista reflexiona sobre lo mucho que se determinó
su vida por un pedazo de plástico mal hecho; de niño él había empujado a su madre,
en un berrinche, y ella había caído justo en el instante en que se abría una puerta mal
cerrada por defecto de fábrica: se golpeó en un punto preciso de la espina dorsal, de
tal suerte que quedó paralítica por el resto de su vida; esas piezas de plástico de la
historia de otros nos recuerdan la enorme fragilidad con la que transitamos, la inmen-
sa suerte que se necesita para volver a salvo a casa cada día.
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arrugarse
De todos los pliegues que puedan formarse en la piel, sólo los del
rostro revelan algo de la emotividad de quien los porta. Las líneas
de la frente o las mejillas o los labios delatan la frecuencia de los
gestos. Son las únicas que revelan las emociones, pues sólo en el
rostro dejan rastro de su persistencia. Son marcas del tiempo.
Una amiga japonesa me dijo, cuando la conocí, que buscaba a
hombres con arrugas en la línea de los ojos. Mi gesto de incom-
prensión hizo que ella explicara su búsqueda: eran marcas que de-
notaban que la persona reía mucho.
Recuerdo que una vez en el metro vi a una chica de no más de
veinte años con las líneas de los ojos invadidas de pliegues. Prác-
ticamente todo el camino fue sonriendo ampliamente o riendo con
ganas. Eran tan marcadas las líneas que me hizo dirigir mi atención
hacia el resto de los pasajeros. Casi ninguno, viejo ni joven, porta-
ba arrugas en los ojos. Pensé que era una mujer afortunada porque
llevaba huellas palpables de su felicidad en el mundo.
Buscar en Internet “arrugas” implica encontrar todos los reme-
dios industriales o caseros para eliminar las marcas de expresión.
Hace no mucho veía un video en el que se hacía referencia a plie-
gues que nacen del borde de los ojos —cuna de la felicidad y la
tristeza. En éste se decía que eran castigos por ser feliz. Como si
no pudiese verse otra cosa que oprobio en esos surcos, o como si no
se quisiera reconocer la inevitable finitud al palpar las hendiduras
del tiempo y por ello se pensaran como señales punibles.
Miro en la resistencia a las arrugas el mismo rechazo de las
marcas y las cicatrices. Supongo que se emparentan lo nuevo con
lo eterno aunque sean opuestos por antonomasia. Parece que se
quisiera permanecer por siempre sin los estragos de la duración:
muñecos de cera.
Soy bastante joven pero empiezo a notar algunas líneas que se
volverán arrugas. No aspiro a la condición de la parafina intocada.
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arado
5
Me parece preciosa la analogía que Freud hace de la memoria en “La pizarra
mágica” (una tabla cuya base era de cera en el fondo y que, en la superficie, permitía
escribir y borrar luego; en la pizarra desaparecía el registro pero en el fondo quedaban
los surcos acumulados); allí compara ese artefacto ahora en desuso con el funciona-
miento de la memoria: cuando algo se vive queda grabado en nosotros, aun como una
huella, que en principio no advertimos.
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tiempo
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En la película Vals con Bashir hay una escena que cuenta cierto experimento con
la memoria; se les muestra a diez sujetos una foto de su infancia falsa: se hace un
montaje de ellos siendo niños de la mano de sus padres en un parque que nunca visi-
taron; la mayoría reconoce la imagen como una vivencia e improvisa, pensando que
recuerda, sobre lo que ocurrió ese día; los menos desconocen la fotografía pero tras la
insistencia comienzan a “recordar”; el personaje que narra dicho experimento dice que
la memoria es una cosa viva. Creo que algo similar ocurre con el olvido.
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extinción
No estoy tan seguro de que haya olvidos que una vez desescritos
devoren a su alrededor secciones enteras de existencia y no dejen
rastro alguno ni posibilidad de recuperarlos.
En contraposición con las marcas que se desprenden de ciertas
vivencias, esos recuerdos que se pretenden “para siempre”, estarían
los huecos de los que no podrían darse cuenta salvo por el registro
inadvertido de su ausencia, como esos golpes que se descubren lue
go, cuando vemos el moretón que ha dejado en la piel. Son las la-
gunas que uno reconoce en la vida porque asume que existió dicho
periodo —como las secciones enteras que se pierden de los prime-
ros años de educación—, pero de los que no se puede dar cuenta de
nada, salvo de su desaparición. Vacíos “irrecuperables”.
En ambos casos, el de las experiencias que no se extinguen y
las que son irrecuperables, me parece cuestionable la idea de lo de
finitivo. ¿Cómo saber que algún recuerdo que se tiene, hasta el día
de hoy, no desaparecerá el día de mañana? ¿Cómo asegurar que una
experiencia perdida no regresará en otro momento de la historia?
Pienso en los accidentes que involucran la pérdida de memoria, en
los golpes del azar que borran de tajo aquello que se pensó duraría
por siempre. Pienso en las experiencias en psicoterapia donde, a
partir del trabajo deliberado del sujeto, de pronto aparecen recuer-
dos que se habían suprimido —reprimido, si se quiere— y resigni-
fican la historia. Supongo que es posible el proceso inverso, un
accidente que traiga a la luz una vivencia perdida o un gesto deli-
berado que borre un recuerdo.
Ignoro los testimonios de la gente que ha intentado, con la mis-
ma seriedad con la que se quiere recobrar lo perdido, borrar alguna
vivencia de su vida. Acaso muchos han renunciado a esta posibili-
dad por imaginarla de antemano una quimera. ¿Qué pasaría si fuera
Se integró la frase final al cuerpo del último párrafo y se usó el final del penúl-
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anfibio
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En Eternal Sunshine of the Spotless Mind se ilustra la posibilidad de borrar se-
lectivamente la memoria; Joe intenta olvidar a una ex novia. Acude a una agencia que
se dedica a eliminar recuerdos parciales asociados a una vivencia o persona en con-
creto. Cuando le explican el procedimiento le dicen que “técnicamente” es una espe-
cie de daño cerebral, como si el olvido siempre fuese un signo de malestar y no un
proceso igual de “natural” que el recuerdo. Lo que se mira en el borrado es la facultad
de volver incluso sobre lo desescrito; el desmemoriado Joe no logra escapar al proce-
so del que se arrepiente mientras ocurre —la película transcurre en los recuerdos que se
van perdiendo de la relación de Joe y Clementine, su ex pareja—, pero al final logra
que su “hoja en blanco” lo oriente, con las trazas indelebles en el fondo, y se encuen-
tra de nuevo con la mujer que había querido borrar.
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breaktrough
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Se dice, por ejemplo, que Edison consignó que no había fracasado sino descu-
bierto novecientas noventa y nueve maneras de cómo no hacer una bombilla; esta
frase ilustra, entre otras cosas, que un error, o novecientos, son siempre descubrimien-
tos —sin importar su grado de relevancia respecto a lo que se persigue.
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cometer
Hay verbos que llevan tanta carga semántica que los hace difíciles
de ser aceptados en otros contextos. Cuando se dice cometer casi
siempre se piensa en un crimen o un error. Se ignora que es una ma
nera de usar una figura gramatical o que una persona le ceda sus
funciones a otra. Se ignora que puede volverse embestida o intento
si le precede una “a” (aunque cometer y acometer figuren tan dis-
tantes etimológicamente): acometer; que ha sido una forma de ex-
ponerse o arriesgarse; que ha sido una forma de entregarse a alguien,
de fiarse de él.
La idea de cometer suele llevar implícito el error. Pero también
se puede cometer (usar) retórica, cometer el puesto propio (ceder
un cargo), acometer un muro (embestir), acometer (emprender) la
huida, cometer (arriesgar) la vida y dejarla expuesta, cometerse a
alguien (como signo de la entrega y la confianza).
Antes de escribir sobre los errores usaba poco el verbo cometer
pero al buscarlo en el diccionario se abrió su sentido y lo trato de
incorporar a mi léxico. Simpatizo más con los sentidos anticuados
—arriesgar o entregarse— porque los siento hermanados. Uno se
arriesga o se expone frente a alguien —una manera de entregarse.
Uno se entrega o se fía de otro —y queda expuesto. En cometerse
está implicado el otro a quien uno se comete.
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mensaje
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Freud hizo una de las revelaciones sobre los sueños que más causó revuelo: que
son un cumplimiento de deseo. Cada que algún incrédulo llegó a interpelar a Freud so
bre esta premisa, éste supo leer que debajo de la objeción había un ejemplo de sueño,
que no podía, o no quería el soñante, que fuera un deseo cumplido (como matar a una
persona, por ejemplo). Freud ilustró, cada vez, en el análisis onírico, de qué modo sí era
una forma de cumplir un deseo. Luego de su Interpretación de los sueños agregó como
excepción de la regla a los sueños de angustia. Ignoro si en todos los sueños se cumplen
deseos. En todo caso tiendo a desconfiar de las generalidades. No creo que exista un
modo correcto de abordar los sueños. Cada visión oferta posibilidades distintas.
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irreconocible
Hay una clase de sueños que ofrecen una pirueta emotiva: placer al
soñarlos y displacer —angustia, miedo, asco— al recordarlos. Son
los que encarnan deseos no reconocidos durante la vigilia, pero que
se manifiestan en cuanto nacen junto con la descarga placentera
que originan en el episodio onírico. Al recordarlos durante el día,
se vuelven ominosos porque no es posible reconocerse a uno mis-
mo materializando tales deseos.
Pero en esta lectura se estaría omitiendo algo esencial de los
sueños: su naturaleza críptica. La angustia o el miedo derivan de
una mirada superficial, de una interpretación lineal del contenido.
Se obvian o se ignoran las posibilidades simbólicas de los elemen-
tos del sueño, porque se sucumbe ante la insistencia por el desco-
nocimiento de uno mismo: es desconcertante pensar que puede no
saberse lo que se desea hasta verlo en acto porque abre demasiadas
posibilidades que se presentan como amenazas. ¿Cómo saber que no
se tienen ciertos impulsos, homicidas o pederastas por ejemplo, si
sólo podrían reconocerse en el momento mismo en que aparecen?
Resulta una treta a la consciencia reconocerse en esos gestos
que conscientemente se verían como oprobio. Parece inaceptable
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ver que todo acto —por monstruoso que se clasifique— puede pro
ceder de un deseo humano.
Supongo que también es muy desconcertante palpar en la vi
gilia nocturna lo mucho que se desconoce sobre uno mismo. Por-
que no sólo se abren contingencias de escenarios impensados que
se muestran deseables sino que, precisamente, existen posibilida-
des de ser aquello contra lo que se lucha o lo que se rechaza.
Se ignora que también dice algo sobre sí mismo lo aborrecido.11
Quizá se rechazan ciertas conductas porque también hablan de
uno mismo —aunque sea como en el negativo de una fotografía.
nightmare
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En Nymphomaniac, Lars von Trier muestra a una mujer que busca el placer se
xual con la insistencia voraz del vacío: la insaciabilidad. Joe le cuenta su historia a
Seligman, quien la recogió golpeada en la calle, con la intención de mostrarle cómo
es una mala persona —le cuenta cómo destruyó un matrimonio, cómo se practicó a sí
misma un aborto, cómo se sometió a la práctica del masoquismo—; cuenta cómo se
vuelve una “colectora de deudas”, un empleo cuyo primer requisito es carecer de
escrúpulos morales, pues implica amenazar a otras personas para que paguen a sus
acreedores de maneras crueles o violentas. Joe aprovecha su conocimiento sobre las
artes sexuales para leer los bajos instintos de los deudores; en una de sus tareas le
cuesta trabajo leer al hombre en cuestión e intenta contando diversos relatos eróticos
con el miembro del sujeto al aire para mirar cuándo reacciona; su sorpresa no surge cuan-
do el pene del hombre se yergue al escuchar un relato que implica pederastia, sino al
ver cómo aquel hombre no sabía nada sobre aquel deseo; quizás es una de las cosas
más desconcertantes de la naturaleza del deseo: puede haber algo que palpita debajo
de la piel y que no se siente hasta que la carne se abre.
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En su Libro de sueños, Borges también comenta la intraducibilidad de la pala-
bra nightmare al tiempo que recuerda ciertos vocablos, de origen germano, igualmente
intraducibles, entre ellos unheimlich y uncanny (ambos muy acertados para referirse
a lo que genera una pesadilla); y puntualiza el escritor “cada lengua produce lo que
precisa”. Resulta curioso que en español aparezcan ideas sobre un ensueño angustioso
y tenaz, la opresión del corazón o la dificultad para respirar durante el sueño, pero
también una preocupación grave o, incluso, una persona molesta. Las primeras acep-
ciones comulgan con lo nocturno; mientras que las últimas se relacionan con lo diurno:
precisamos, en español, que es posible tener pesadillas de noche o de día, por eso lo
nocturno se desdibuja del vocablo: producimos, entonces, ensueños de día y preocu-
paciones nocturnas.
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La silla
Susan Sontag
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Los editores del New York Daily News, renombrado periódico de es-
cándalos, contrataron al fotógrafo Tom Howard para que entrara en-
cubierto a la ejecución; era de Chicago y podría pasar inadvertido;
los guardias no lo reconocerían. La hazaña periodística se planeó
meticulosamente: una cámara miniatura oculta y sujeta al tobillo.
Una sola exposición. Un gesto rápido para levantar la orilla del pan
talón y exponer la lente. Una oportunidad única. La activación del
obturador por medio de un cable que recorría la pierna hasta llegar al
bolsillo. Así fue como Howard registró el momento exacto en el cual
la corriente eléctrica atravesó el cuerpo de la condenada. A la mañana
siguiente, la imagen de Ruth Snyder agonizando se publicó en la pri-
mera plana del periódico, con el encabezado: Dead! ¡Muerta!
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Daily News New York’s Picture Newspaper New York, Friday, Jan
uary 13, 1928 Average net paid circulation of THE NEWS, Dec.
1927: Sunday, 1,347,556 Daily, 1,193,297 Vol. 9. No. 173 66 pages
Extra Edition 2 cents in city limits DEAD! RUTH SNYDER’S
DEATH PICTURED! This is perhaps the most remarkable exclu-
sive picture in the history of criminology. It shows the actual scene
in the Sing Sing death house as the lethal current surged through
Ruth Snyder’s body at 11:06 last night. Her helmeted head is stiff-
ened in death, her face masked and an electrode strapped to her
bare right leg. The autopsy table on which her body was removed
is beside her. Judd Gray, mumbling a prayer, followed her down
the narrow corridor at 11:14. “Father, forgive them, for they don’t
know what they are doing!” were Ruth’s last words. The picture is
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the first Sing Sing execution picture and the first of a woman’s
electrocution. Story p. 3; other pics. p. 28 and back page.
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Continentes
Prometeo encadenado
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El proyecto “Identidad portátil” consiste en digitalizar más de 50 diarios escri-
tos en un periodo de 10 años en más de 50 ciudades. Más información en http:www.
portable-identity.com
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Escondida detrás de una callejuela del lado europeo, hay una pe-
queña sinagoga del siglo xvi que nadie visita y que ahora es mu-
seo. En ella se expone la historia de un movimiento que empezó
hace medio siglo y que terminó en el centro del imperio. Como pre
monición, más de media década antes de mi visita, escribí, en otra
ciudad, el siguiente texto:
sinagogas europeas en
latinoamérica: donde nuestros abuelos ligaban
tenían affairs de juventud
futuro inmigrante
en la historia de méxico
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Mario Bellatin
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Silvestre
Capítulo 4
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Cinética
El temblor de mis manos es una de las tantas cosas que un día bro-
taron y que no logré controlar. Hoy reconozco que la mayor parte
de mi existencia no la alcancé siquiera a comprender, mucho menos
a interiorizarla, pero la viví como si fuera del todo mía, aunque, cla
ramente, no lo era.
Recuerdo una escena o más bien una historia de mi juventud.
Salí al balcón y me encontré con las plantas que coleccionaba en
macetas. Como recién había llovido la tierra estaba húmeda. Sinead
cocinaba unos huevos revueltos y se mostraba contenta de servirle
a un nuevo hombre en su vida. Era una mujer conservadora, tal vez
por eso me sentía tan solo en su compañía. Tomé un poco de tierra
húmeda, moldeé el barro en mis manos y me di cuenta de que
Sinead y yo no teníamos futuro. Pasé la bola de tierra de una mano
a otra, miré a los transeúntes que caminaban por la acera, bajo el bal
cón, y entre ellos noté a una mujer elegante, de abrigo color crema,
que estaba a punto de cruzar bajo mis pies. Miré a mi alrededor, me
aseguré de que no existieran testigos, y le lancé la bola de tierra
dando un forzado brinco hacia atrás para que nadie me viera.
Agachado, me sacudí por completo la tierra de las manos y re-
gresé al interior del departamento. Sinead seguía en la cocina y
exclamé: “I’ll get some cigarettes!”. Corrí al descender las escale-
ras del edificio y antes de llegar a la salida, la observé tras el ven-
tanal: un rostro furibundo, pero indudablemente hermoso y, como
buena dublinesa, se quejaba a gritos e insultos. Abrí la puerta del
edificio y le ofrecí mi ayuda. Se quitó la gabardina y la sacudí con
la manga de mi suéter. Ella sonrió logrando esa mirada que da el
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Fiestas Minervalias
Cuentan que hacia 1899, Manuel Estrada Cabrera sostuvo dos reu
niones que iban a cambiar el sentido de las fiestas patrias en Guate
mala por el resto de su mandato. Una mañana se juntó con el ministro
de Fomento, Rafael Spínola, quien le recomendó, sutilmente, que
buscara un emblema para su gobierno: de alguna forma debía dife
renciarse de los sátrapas que lo precedían. Estrada Cabrera miró a
su colaborador con desprecio: ¿acaso había una insignia mejor que
él mismo? Spínola retomó su discurso con delicadeza, debía ser
cauto, andarse con cuidado.
El régimen de un gran liberal como él, dijo, ilustre jurisconsulto,
debía erigirse alrededor de un tema que lo igualara con las adminis
traciones de los países europeos más desarrollados y que, al mismo
tiempo, lo preservara para la posteridad. El señor presidente podía
celebrar algo con lo que estuviera de acuerdo todo el mundo, la edu
cación, por ejemplo, y acompañar sus discursos con actos conmemo
rativos que lo enarbolaran, a él y a los estudiantes, los portavoces
del presente y del futuro, y qué mejor si dedicaba las nuevas cele-
braciones a Minerva, diosa de la sabiduría, ya protectora de Roma,
por qué no también de Guatemala.
Cuentan que Estrada Cabrera interrumpió a su colaborador para
pedirle que se callara, que no repitiera sus introspecciones: eso mis
mo había pensado él en la mañana, ayer y anteayer, esa idea había
sido suya aunque no se la hubiera dicho a nadie, y el ministro de Fo
mento, prudente, le contestó que sí, que desde luego, que él no hacía
más que pasar en limpio lo que reflexionaba el “Protector de la ju-
ventud estudiosa”.
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ante las vibraciones estériles de la manita del tirano, y por eso gritó
que lo único repugnante e insólito en Guatemala era el rostro de su
colaborador, que nada sabía de magia ni esplendores ni educación
ni progreso. Pidió que prepararan su landó y que lo llevaran hasta
el hipódromo. Frente al templo de sus voluntades demagógicas,
Estrada Cabrera fue incapaz de reconocer la fealdad exótica que se
alzaba frente a él, que asemejaba, sólo de lejos, a un Partenón, y que
él halló mágico y premonitorio, y ya no puso atención a los mate-
riales pobres que la misteriosa prestidigitación nocturna había elegi
do para la creación: madera, cartón y tela.
El señor presidente mandó a llamar a su ministro de Fomento,
Rafael Spíndola, para que lo ayudara a pasar en limpio sus reflexio
nes de “Protector de la juventud estudiosa”, una vez que su aberra-
ción estaba lista, ahora que no sabía cómo seguir adelante con el
curso de las festividades. Don Rafael Spíndola le dijo:
—Pero señor presidente, si usted ya decidió cómo vamos a proce
der. Si no me equivoco y si soy capaz de leerlo bien, usted quiere
celebrar la educación de manera culta y civilizada, hacer de la edu-
cación uno de sus principales temas a nivel propagandístico. Imagi-
no, o imagina más bien usted, señor presidente, hombre de talento y
corazón generoso, un desfile donde participen las escuelas nacio
nales y privadas, nuestros futuros terratenientes y nuestros futuros
campesinos hombro con hombro, así deberíamos empezar, y luego
podría ocurrir una ceremonia en el hermoso templo que sus desig-
nios han levantado detrás del hipódromo, y luego usted podría leer
un discurso oficial producto de su cerebro vigoroso, de su perso
nalidad política, de su fe patriótica, de su corazón abnegado, de su
mano férrea, y luego los escolares podrían hacer pequeños actos de
baile, y luego podríamos ofrecer una merienda para los niños…
Estrada Cabrera interrumpió a su ministro de Fomento para de
cirle que estaba de acuerdo con todo, que él mismo había i maginado
todo eso, en la mañana, ayer y anteayer, con excepción de la me-
rienda, ya que el erario no podía soportar semejante despilfarro,
¡cómo iban a ponerse a alimentar patojos con el dinero de la na-
ción aunque fuera una vez al año! Don Rafael le dijo:
—Sí, señor presidente, usted también pensó, gracias a su cerebro
creador, gracias a la inquebrantable energía de su patriótica abne-
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Las fiestas de Minerva duraron veinte años, hasta 1919, y luego los
templos quedaron en el abandono, como ruinas de una dictadura
siniestra, como guiño sarcástico de la historia. En 1933, el escritor
Aldous Huxley viajó a Guatemala y durante un recorrido en ferro-
carril, entre aldeas pobres, vislumbró “un gran templo griego cons
truido de cemento y hierro acanalado… Mientras partíamos entre
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Tiempo ahorcado
[Capítulo]
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esa lengua era mal visto, dijo, por eso tenía gran mérito. La música
le fascinaba, agregó, y fue instruido en el piano desde pequeño. Era
parte de la educación básica en su país. ¿Qué instrumento tocan
ustedes? Ninguno. Qué terrible, dijo, qué terrible, mientras sacu-
día la cabeza.
De vuelta en casa, Opa pidió a los nietos que se formaran frente
a él, les tomó una fotografía y los abrazó uno por uno. Olía a sudor
añejo. Cuando regresaba de una expedición, Anke hervía su ropa
interior en ollas. No había más remedio. Las camisas pasaban por
la lavadora, pero la máquina no era suficiente para eliminar la feti
dez y las manchas amarillas en las axilas. Hubo un instante de silen
cio. Albert B. Lutz dio media vuelta y se evanesció lentamente en la
penumbra del huerto.
Ingeborg hizo repicar desde el balcón la campana que anunció
la cena. Sonaba también durante la mañana y el mediodía para aler
tar a quienes trabajaran en los jardines de la Quinta Sahuaros, o se
hallaran en el dormitorio del internado, de que la comida estaba
servida. Albert B. Lutz se sentó en la cabecera de la larga mesa,
compuesta en realidad por tres mesas unidas. Cerró los ojos con
solemnidad y dio gracias a Dios en voz alta por los alimentos, por
la misión y por la presencia de los nietos. Su ceño era amargo:
cejas inclinadas, músculos faciales tensos, barbilla presionando el
labio inferior.
La velada familiar fue interrumpida de pronto por el ruido de
un tenedor que Opa azotó sobre la mesa. Se puso de pie, dejó sus
alimentos a medias, salió del comedor y caminó a su habitación con
pisadas ostensibles, que retumbaron entre el silencio provocado por
su repentina rabieta. Azotó la puerta. No salió hasta el día siguien-
te, el día en que desapareció.
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José Homero
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Francisco Magaña
Pueblo Nuevo de San Isidro Labrador
Año de Dios
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The Nondescript
(Fragmentos)
Segunda visitación
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***
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Cuarta visitación
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Primera parte
El viaje a Barbados
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***
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***
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imago
flores
y en los ojos
la rabia
la fuerza de la tierra
el movimiento de la tierra
la cosecha
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a su lado
mi madre en su vestido de flores
tendida sobre la tierra
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el reloj
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paciencia
si el origamista se equivoca
sabe que tendrá que soltarlo
que esa tierra arada es sólo para la siembra:
ahí no hay especulaciones
ni espacio para la indeterminación
ha pasado el tiempo
sobre el papel
que es cada vez más grueso
y el color blanco se ha vuelto triste
en la caja
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se ha vuelto viejo
piensa el origamista mientras contempla
la grulla recién hecha.
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niña en la playa
mira el mar
niña
la transparencia que cubre
el canto de tus pies
en constantes desapegos
acepta
que el destino de las olas es llegar al límite de todo
y luego el vértigo
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*
mira el mar
niña
la línea que se traza
para separar
el ahogo del aire
aquí mismo
en primaveras lejanas
se cubrirán tus muertos de certeza
conocerás la ausencia
serás la que despierta sin saber en dónde
sin tener ni una sola promesa
o lumbre
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¿salir a dónde?
¿salir de qué?
sólo
el eco de tus mismas palabras
como respuesta
mira
niña
que siempre habrá
quien tenga risas en la orilla de la playa
y siempre
el movimiento del sol
trazará un nuevo trayecto sobre el agua
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mira el mar
niña
las pinceladas rojas
los rastros de jacarandas
el brillo de la plata
todo esto
que casi no se distingue
como si alguien encendiera
un fósforo en pleno día
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allá afuera
hay alguien que te mira llegar
con el temple de otras aguas
tú eres
ese paisaje que cura.
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sable
ahí
donde ya ninguna otra cosa fluye
más que el silbido de las serpientes de polvo
que chocan unas con otras hasta reventarse
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La lancha
(Versión)
llegaste a recibir
y hablarlo es regresar la moneda:
reconocer lo que te acomoda.
espera recibir
porque naciste el año en que tu disco favorito
fue editado para convertirse en un clásico.
la rueda y su sombra ovalada:
alguien se lo había mostrado a alguien hasta que llegó a tus manos.
así reproduces tu propia versión de la fortuna.
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la imagen resurge.
sala, alfombra, mesa de centro y dulces;
debajo, todas las naves dentro de las botellas:
es pronto
para darle volumen a la angustia
de sumergir el visor y encontrar tus piernas luchando torpes
contra no saber qué hay bajo la superficie del Pacífico,
qué bajo la lancha que cortó corriente
hasta dejarte en medio de algo que no puedes medir,
bajo la lancha que cortará corriente hasta la orilla.
ubicarte así, en medio
o interpretar la costa que otorga volumen.
170
tu hueco.
el hueco llenándose aquel primer día
ventana cerrada en la casa
y afuera el sol cayendo detrás.
171
Savant
(cuaderno de escritura)
Yo, que nací bajo el astro de la epilepsia, escribo con una afecta-
ción desconocida interpretada por Dustin Hoffman en la película
Rain man, ganadora del Óscar en el año de 1988, donde el perso-
naje confundía a su hermano Raymond con un hombre de lluvia y
después ganaba miles de dólares en Las Vegas. Yo, que nací 10 años
antes, el 25 de noviembre de 1978, en un sábado frío. Sé que era
sábado porque esa fecha es violeta y los sábados oscilan natural-
mente entre el violeta y el púrpura. Visualizo números en superfi-
cies y texturas. Eso hago todo el tiempo: paladeo el infinito. El 25
de noviembre de 1562 nació Félix Lope de Vega y Carpio, conoci-
do como el “fénix de los ingenios” y, en otro momento, como “el
monstruo de la naturaleza”. A veces era fénix y a veces monstruo,
porque dependía si escribía verso o prosa, o si escribía teatro o vis
lumbraba cantidades. A él se le atribuyen 3 000 sonetos, 7 novelas,
9 epopeyas y, según su editor Montalbán, alrededor de 1 800
comedias: paisajes numéricos, divisibles, multiplicados por el ló-
bulo parietal. El 25 de noviembre de 1878, exactamente 100 años
con 8 minutos antes de mi origen, nació Georg Kaiser, quien com-
puso Un día de octubre. Todavía escucho sus sinuosas oraciones
en grises mayores y menores: la música marrón. Pero yo nací un
día de noviembre con la carta astral de Pinochet y Kennedy, el día
en que un avión DC-10 de American Airlines se estrelló despegando
de Chicago y mató a 275. 275 cuerpos divisibles entre 1, 5, 11, 25,
55: 275 cadáveres celestes. Yo, genio autista, sabio estúpido, nací
con un cerebro estrambótico y húmedo. Nací varias veces, en c orto
circuito, en el Huntington Memorial Hospital, en Pasadena, Cali-
172
fornia. Nací cuando mi padre tenía 33 años y mi madre 25. Nací con
un crepúsculo agrietado, en el iris de las estrellas, secreto. Nací
en la solución, en la operación, en el número primo. Nací con pen-
tagramas en los dedos, con anestesia y sinestesia. Hay un síndrome
que me afecta o mejor: un síndrome que infecta las palabras que
digo y las abrillanta con una balanza de color. Veo un número, una
letra, experimento calor: escalofríos. Experimento respuestas vi-
suales y emocionales frente a las cifras. Siento las formas puntia-
gudas, circulares; las superficies rugosas, estriadas y lisas como
cuando nací y calculé el alegre perímetro del reloj en la pared. Mi
madre lloraba. Aún lo recuerdo como todas las fechas de mi vida.
Recuerdo exactamente el desayuno de cereal y almendras junto a
las 8.45 onzas de jugo de naranja. Recuerdo la espuma de cada
conversación, el eclipse total del 29 de noviembre de 1993, la llu-
via del 18 de junio de 1988 y las estadísticas de las copas mundiales
de soccer. Porque al igual que un poeta elige sus palabras, algunas
combinaciones numéricas son más hermosas que otras: hay núme-
ros oscuros como el 8; secuencias esplendorosas como el 189; hay
también números de guerra, números agónicos y cantidades poro-
sas o ligeras como las plumas. Yo nací en el marco de una fotogra-
fía, en una isla digital, con respiraciones sexagesimales. Recuerdo
todas las fechas de mi vida. El 25 de diciembre de 1989, por ejem-
plo, cuando mi abuelo habló del rey Nezahualcóyotl y los colores
que ondulaban en su penacho como una bandera. Imaginar el plu-
maje en la cabeza del rey: una colmena de cifras imaginarias y
secuencias repetidas en el ojo del uróboros. Allí lo aprecio nueva-
mente: el cosmos ya no es binario y nazco en el jade, en las 400
voces de los pájaros, en los acueductos. Las aguas subterráneas que
erosionan un poema hasta que se acaba y nace el 0 como el huevo
de otra naturaleza. Toco a diario su textura y gracias a ella sueño.
Yo, que nací bajo el astro de la epilepsia, escribo un libro de poesía
con la sombra de los números y las letras.
173
174
1
Whitman, Walt, Leaves of Grass, Pennsylvania State University, Electronic
Classics Series, 2007, p. 411.
2
Beristain, Helena, Diccionario de Retórica y Poética, 5ª ed., México, Porrúa,
1992, p. 466.
175
vida de un genio autista, traducción de Miguel Portillo, Málaga, Sirio, 2007, p. 174.
176
177
178
179
El cielo de zarzatilandia
25 50 75 100 125
150 175 200 225 250
275 300 325 350 375
400 425 450 475 500
525 550 575 600 625
180
181
182
183
Monster wits
184
185
186
Diana
187
lo que
se hace sentir al hombre
188
de arena
descubrió los huesos de la historia colorderosa
color de fuego al alba
de su mano la estridencia
el hondo trazo en la cabeza
el claroscuro al ojo
colorderosa
tendido el rutero
en el cordón de la banqueta
tendido
189
190
cidio de choferes
asesinato cometido ayer
oro
191
192
193
194
195
196
197
198
199
200
201
202
203
204
205
Homo fractus
206
soy
un eco.
207
No conozco mi piel
cuando despierto.
Me llevan en un carruaje oscuro hacia Venecia.
Duermo
como se puede hacer entre-
-cortado.
Me río de la vida y del modo en que Dios ordena sus afijos:
si fuera desmontable y si fuera tan bueno
regalaría mi nombre a los desposeídos.
Pero no bastaría
si dijeran Gaetano
/ como recitativo /
para colmar su hambre.
208
Me llaman Caffarelli
y mi voz no es un bosque:
es la noche de un árbol sobre un muerto.
Mi padre está en la voz:
cuando canto
es él
quien hace ruido.
209
No imagino mi cuerpo
de otra forma.
Quizá para saber cómo habría sido
si no estuviera roto.
Me pongo hacia el espejo
como hago
cuando voy a cantar en La Fenice.
Soy como los hombres que no saben llevar
en la propia mirada su vacío.
210
211
Pero ya lo sabemos:
Porpora no es un hombre,
tiene de los capones
la densidad de huesos
y los pulmones anchos,
la tendencia a soñar
cuando ha cenado mucho.
212
mutilado
una palabra entera bastaría.
Para decir roto
como los hombres menos masculinos
o como los que llevan el bigote con las puntas alzadas
/ por la moda /
para decir moda en el siglo xviii
un capado vestido de tristeza,
para decir tristeza
en las cortes de España
bastaría el menor de los hermanos Broschi.
213
214
para no destemplar
en el fraseo.
Esto es lo que hago desde los once años.
Monto dignamente sobre el bajo continuo:
lo mínimo del aire
que sostiene mi voz
para que no desplome.
Caigo del pasado,
ese caballo bronco
que no sabe correr hacia delante.
Por la gracia de Dios
que hace callar un salmo
inoportuno,
regreso de la amnesia
para nunca olvidar mis cicatrices.
215
No.
216
Padre,
217
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Nicolás Huet
(Tsotsil)
227
Tey ta stoylej ta sni’ muk’ta yijil mol tulan, jujutijel xa ta xbajan yalel
ta ik’ ti yanaltak buy takinike, tey luchul ti uni k’ox saktarin mute, ti
yuni oktake jich’ajtik tajek, ti sate sts’ayayet, ti sk’ejimole toj
alak’ sba, tey sk’eloj bal ta lok’eb k’ak’al, ti jtotike xojobinaj talel,
k’unyaman xa ti xk’ixnale, ti ch’ul banomile xjobinaj xa ta xk’ixnal
ti jtotike, ja’ ti sakub xa ti osile. Ti uni k’ox saktarin mute jun yo’nton
xk’ejin. K’alal laj k’ejinuke vilbal ta stojlejal ti vinajel: xyoyibaj ta
sk’el ti anbal ts’ilel k’u sjamlej smakoj ta xcha’bi ta sk’ele, ja’ ti jech
ak’bil komel yabtel ta stojolalik ti ch’ul ojovetike. Ja’ jech jujun
k’ak’al ta xcha’bi ta stsob ti xchi’iltake xchi’uk ti abnal ts’ilel. Ta jun
ok’obal k’alal lek xt’ajlin ti vinajele, ti k’analetike ts’aylajan, ti k’ox
saktarin mute tey vayem ti ta mol tulane, vulel xch’ulel ta anil k’alal
xvoch’lajan ti yav yakantak ta yanal takin te’etike. Ti k’ox saktarin
mute vil ech’el ta sk’ob k’obtak ti te’etike, ti yantik chon bolometike
vayemik. Ja’ to yil jun smukul tey xtal jkot muk’ta chon bolom;
k’ajom ti sate ts’ayayet ta xojobal ti jch’ulme’tike oy xa sk’ak’al ti
sat yilele: ti k’usie ja’ la jkot muk’ta bolom tey xtal xchi’uk yantik
xchi’iltak. Ti bolome ja’ skerem ti anima muk’totil bolome, ti ja’
to’ox jtsobvanej yu’unike. Ti bolome tey sut tal sventa xkom ta
xkexol ti anima stote. Mu sna’ mi ja’ xa komem ti k’ox saktarin mute.
—¿K’usi ta jpas? —xi la sjak’ be sba stuk ti k’ox saktarin
mute, k’ajomal ti yo’ntone tey xpujpun ta yatel yo’nton.
Va’i tey cha’vil bal ti buy svayebe, sjunul xa ak’obal ch’abal xa
buy vay, julavem o ta snopel k’usi stak’ spas. K’alal sakube och’ ta
avanel ti bolome, mu to ya’ik julavik skotolik ti chon bolometike
ta te’tike, xvalk’uj sujtijik xa ta spasik ti ta xi’ele.
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El pequeño ruiseñor
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—De buena manera, les pedimos que regresen por donde vi-
nieron, y que saquen también a los coyotes: ¡no los queremos aquí!
—exigió el ruiseñor, seguro de sí mismo, pues a pesar de ser tan
pequeño, no tuvo ningún temor del jaguar.
En ese momento el jaguar se dio cuenta de que ya quedaban
pocos. Uno de los que iban saliendo sigilosamente en ese instan-
te fue el armadillo, pero el jaguar lo alcanzó a ver:
—¿Dónde crees que vas, armadillo? ¡Si das un paso más, te
mueres! —advirtió el jaguar.
De un brinco saltó hasta la cima de la cueva y ordenó a los otros
jaguares que vieran quiénes escapaban, y al que atraparan huyen-
do podían comérselo como escarmiento. El pobre armadillo se es-
condió entre las hojas secas de los arboles, ya no se movió ni dijo
nada, de tanto miedo que le dio.
—¡Aquí nadie me engaña! ¡Si alguien quiere escapar, morirá!
—sentenció el jaguar con voz tan tenebrosa que todos quedaron
paralizados de pavor.
—No tengan miedo —les aconsejó desde el aire el pequeño rui
señor a los animales—; ¡aquí nadie puede venir a hacernos daño!
—¡Te crees mucho, pájaro flacucho!, ¿quién te crees que eres?
No tienes ni presencia, ¡apenas te pueden distinguir! Mientras que,
¡mira, yo soy muy grande y fuerte!, ¡por ello todos me tendrán
que obedecer! —exclamó el jaguar, engreído.
Pero, de pronto y a lo lejos, se escucharon venir los coyotes,
quienes fueron acorralando rabiosamente a todos los animales del
bosque todavía reunidos. Al poco tiempo quedaron rodeados, por
lo que sólo se miraban los unos a los otros, sin saber qué hacer.
—¡Aquí nos vamos a morir todos! —decían los animales más
desesperados, pues no veían manera de escapar.
—¡Mira lo que haces!, sólo vienes a darnos a conocer lo cruel
que eres, ¡eso no se hace! Por última vez, de buena manera, te
pido que te regreses con tus cómplices! —advirtió el pequeño rui-
señor, demostrando que no les tenía ningún miedo.
—¡Te crees mucho y serás muy valiente, pero eres demasiado
pequeño! —exclamó el jaguar, y añadió aún más enojado—: ¡obe-
decerán lo que les diga! ¡Si no, serán comida de los coyotes!
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La casa grande
(Fragmento)
En las altas colinas, los verdes prados y las montañas del pueblo de
Ajway’omo1 de Chiapas, los ladinos2 fundaron, en 1873, la finca
Sonora. La riqueza de la tierra sagrada y los manantiales favore-
cieron la ganadería, el cultivo de cacao y la caña de la gran finca exu
berante. Los ladinos procedentes de Tabasco usurparon la tierra que
pertenecía a los ore päntam; después de la usurpación, las tierras
fueron legalizadas por el gobierno a favor del ladino.
Ore’ päntam3 eran los mozos que trabajaban las tierras, cuidaban
los ganados del patrón; a cambio de ello, los dejaban vivir en peque-
ñas chozas de caña brava, techo de paja, podían cultivar un poco de
maíz y frijol para su consumo, dentro de la propiedad del finquero.
Frumencio Pastrana y Abelarda Gordillo, legítimos dueños de la
finca, les gustaba presumir de su propiedad, en cada oportunidad
decían “mi presidente Porfirio nos dio los documentos”. Con todo
a su favor este lugar creció, floreció, fructificó y le llegó el tiempo
de marchitarse.
Los finqueros impusieron el poder y la riqueza con el fruto del
trabajo forzado de los ore päntam que construyeron con piedras,
maderas y tejas la gran casona. La convirtieron en el lugar más her
moso e importante de los alrededores de Ajway’omo.
Los capataces, hombres mestizos, provenientes de pueblos ve-
cinos de Ajway’omo ayudaban al finquero a poner orden, vigilar a
1
Chapultenango.
2
Expresión regional que se usa para nombrar a los mestizos.
3
Hombres zoques.
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Boca de ceniza
Poesía Otomí
251
Sei
noya gu ya pe
Ga nguen t´ i
ri nzaki gu ra boja
gi heki ma nthede
kora pont´ i gi jat´ i ya noya.
Ya saha gu ra detha
ya t´afi da boni na
ya u´ada pa da poni ra sei.
Gi punt´ i ya pa bi thogi da
u´ i ge da ma ko ya jeya
gi du ha ya hotho xui,
gi bui manak´ i ge gi nangi.
Di ne gi ma ha ra hai
habu ha ya xingri
ri bui in majuani
ma y´ehu
gi punfri njo’o ya xudi.
252
Sei
Miradas promisorias
entre huertos de magueyes
espinas de mezquite
que surcan los lamentos.
Palabra de biznaga
dignidad de hierro
pensamiento de espejo,
que perfora mi sonrisa
punto de cruz que borda palabras.
Dedos de maíz
que zurcen mis días
sofocados de maguey fermentado.
253
Ha ma ngu
Rats’i ya njado
di tuti ha ra fadi bui
co ya nthede ya
otho hmi ne ya jäi ñädondo
da ha ma u’i.
Di y’o ma ngu
di honi ra kut’i
otho ya gosthi
ya boni da kut’i.
Ha ya njo’o xi johya
ra fonthai nsi ya za
ya duthu bi ntsät’i
ha ra tsa’i ra nguxäju,
Ya hotho kuhuuant’i
tsuti ha ya u’ada
poni ya kuhu
ya ndäxjua otho ra beni.
254
En casa
Estoy en casa
buscando la entrada
no hay puertas
las salidas van hacia dentro.
255
Di y’o ma ngu
in xahño da ehe,
di b’ai ha n’a ra njuat’i
ko hñu ya ua.
Otho ya b’ida pe ha ya
santhe, ha ya thuhu otho ya mbon’i
ya zu’e tsi nänä
in te otho ra ndeb’i
mahet’i ge ra mahets’i.
Otho ra ji ha ma ñ’uji
ha ma bui otho te ga pödi
k o ra ntedhe n’a ra bätsi
ha ma mfeni
ko ya rats’i ya tuhmu
ha ma pumfri.
Di y’o ma ngu
ha ra rats’i pe
ha ma zi fidi,
huäni zoni ra zi do za zoni
bi nset’i ge zoni
ha ra donga gosthi, zoni
ge zoni ya pengi.
256
Estoy en casa
inoportuna, de pie
frente a una silla imaginaria,
de tres patas,
Estoy en casa
sangre sin venas, concluida,
con la sonrisa de una niña
en mis recuerdos
aleteo de mariposas en mi olvido.
Estoy en casa
entre cactáceas flotando
sobre mi cama de palma,
arrullo sollozante del sauce
petrificado frente al pórtico
que llorando, llora los regresos.
257
Raumui
Ne nu’i,
ge ko n’a ra hoga ngätsi
xka kut’i ha ma nget’i tihña
habu xka honi ne ga handi
nuna ntsu ge bi doni ha ma mui,
t’ukambon’izu’e ge bi honi ngu n’ ara
t’uka bätsi ra zi muidebi di ge’a ra
ximhai.
258
Dolor de estómago
Y tú,
soplo noble y perverso
entraste en mi frágil pecho, hallaste
la cobardía que florece en mis entrañas
insecto que exploras, infante,
el vientre de la tierra.
259
K’uamba
Ka umui ge ma he
di y’o mbo ma ñä
nu ma zi pa do thogi ramat’su
ya pa da thogi
da ma.
Ha nu ma zi mfeni
di hyoka tuka noya ko ri
beni ri nzaki.
Di he’ti ma stä
ko ri otho, t’at’a ma
nxui ko ri k’ua.
In di ne ga pädi habu gi
y’o di handai, nga kuhu taxi
ne mboi, di ne ga handai
ngu ra zi detha nu ra zi y’e
xi ga adi ma da ya ka.
260
Mentira
Me desdoblo me enredo
me mutilo me remiendo
sostengo los días
flotan livianos
en mi memoria
ocurren.
Dibujo
tu boceto
trazo pequeñas líneas,
las de tu esencia.
261
Di ode
gi käm’i ri ñä
di y’ohua nzäntho habu
xka st’okagi sta ha ra
in te otho
ga het’i ri saha
ga u’aki ma noya
ga jat´ i ri ne.
262
Te escucho
susurrar, latir
diminuto,
sentado
tejiendo tus dedos
rompiendo palabras
remendando tu boca.
263
Ya t’i
Pa da za ga tsoho
264
Sueños
265
Ajuä
Ndunthi ya b’efi
xi ndunthi ya noya,
ya t’ofo
ya thandi
ra mäka baha
266
Dios
267
Ya ajuä ge ri meti ge da
pädi ra hñähñu
ne njabu da sofo’i
ne’a inda thädi
da tsi ra ra mäka baha
ebu da tsogi ra nt’agihñä
tsogagi nehe di tom’i.
268
El Dios políglota
no entiende tu idioma
269
B’ohe
270
Luto
Disecaré mi olvido,
sin tiempo y como todos los días
seguiré pensando en ti.
271
Ra zänä gu ra dehe,
ya pa thogi ha ra hñe
ya in däye ge da pigi ha ya
jädo
otho ra hmi gu ra bohai
hmi gu ra hai tutsi
ra ndähi.
272
Ser y estar
273
Sanjua
Zi mäka gi zu ra b’ui
Di zofo
Di r’a’i te gi tsi
Di honi
Gi b’ui ha ya pa tse
Ha ra hai
Ha ra xui
Otho ra thandi ra ua
Ge da za da
Ma yabu
Zi mäka gi zu ra b’ui
¿Ham’u da za ga handa’i?
ngu ma xita
ne bi tsudi ma dada
ma xita bi du
Ebu ma dada hinte otho
Zi mäka gi zu ra b’ui
274
San Juan
Guardián de vida
Te hablo, te alimento.
Te busco.
Guardián de vida
¿Cuándo podré verte
tal como te vio mi abuelo
y te encontró mi padre?
Mi abuelo ha muerto y
mi padre también.
275
xama gi pengi,
da tom’i ra ndumui
ha ra nzäni ma zi nänä.
276
Guardián de vida
Mi tristeza te espera aquí
atada al llanto de mi madre.
277
Nuhe
in g iza gi hiangagi
di nthede
t’i nuna bui xudi
hñe ya jeya bi thogi
xit’i otho “nuyu”
nuhe, nu zantho bukua.
278
Nosotros
Vertida en el recipiente
efigie de dudas.
Oculta sonriendo
sueño de sombra
abismo del ayer
derramado sin “los otros”
nosotros, los de siempre.
279
B’omu ne ra u
280
281
282
283
Bi ma
Mote ma xifri
ma gida da taxki
ha ma hmi
ha ya ua hinda za da r’ats’i
zoni ra xedithe,
ndähi, fonthai
ya gui.
284
Melancolía
Bajo mi piel
En la opacidad innata
sumergida
atrapada
Ombligo estéril
de tristezas envejecidas.
285
Tutuxi
¿Gi y´obu?
Ogi ma gi ähä
ra tsibi ngu ra thogi bi juadi
tseboja bi tseti ha ri tihñä.
¿Ska ähä?
Ogi ma gi tagi,
ma gi hangagi, ogi handa mote
ra hmu ode te gi beni
pödi ski tu ra ntsu
286
Tutuxi
¿Estará ahí?
No has de dormir
El fuego es tiempo agotado
relojes de hielo cuelgan de tu pecho.
¿Seguirás despierto?
287
Teni ya deni
gethu gi y´o.
¿Ska ähä?
Ra nthuboja in da za da atsi´
ra zi hmuhnitu
bi nzabi xi bi tom´i
ya ts´ints´u da h ä ri t´ähä,
Ya noya da ma in da handai
otho ri bui ndoy´o
mui ndähi, ya pa,ndo,fonthai.
¡T´ek´ei hmuhnitu!
288
289
Thogi
290
Pasado
291
La escritura de guiones tal vez sea la más ingrata de todas las es-
crituras. El guión es por definición un texto que está destinado a
convertirse en algo más, sea película, serie, programa, etcétera. Es
un escrito que sobrevive negándose a sí mismo, es decir, única-
mente es creado para su transformación (un guión no filmado es
un texto inexistente); para colmo, sus lectores son escasos, y éstos
lo ven como un instrumento más de trabajo, y no como una lectura
pura y simple. Rara vez se lee un guión de la forma que se hace
con una novela o un poema.
De manera paradójica, el guión cinematográfico tiene un papel
cada vez más preponderante y definitorio en la cadena de produc-
ción de una obra cinematográfica o audiovisual. Hoy en día, es
prácticamente imposible financiar y/o realizar una película sin un
guión; por lo tanto, se convierte en el objeto, mayúsculo, del deseo
de los productores y realizadores.
A pesar de lo que afirman muchas voces, un guión no es en
teramente responsable de la buena o mala calidad de una película.
Darle esa enorme carga sería sobrevalorarlo y hace evidente un
desconocimiento de los profundos mecanismos de la creación ci-
nematográfica.
Sin embargo, es en este texto donde se plasman las primeras
ideas, imágenes, gestos, silencios, sombras, gritos y susurros que
se encarnarán después en la película. En ese sentido, el guión es el
terreno de todo lo posible, y desde esa perspectiva se convierte en
un objeto de gran valor, porque en él podemos depositar todo el uni
verso: nuestro mundo. El mundo de las historias pero también el
295
Aarón Fernández
296
Nómadas
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298
Se escucha que el bebé hace una popó aguada y abundante. Las dos
ríen fuerte. Inmediatamente, apenadas, bajan el tono de sus risas.
299
Los dos dejan las cosas que cargaban y se van. Francisca toma su
reboso, lo usa como cubrebocas y entra al cuarto.
Karina sonríe.
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Francisco: ¡Cabrones!
Francisca: ¿Cuánto tenemos Pancho?
Francisco: Para qué te digo.
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con la cabeza una y otra vez, se aleja unos pasos del carro, le da la
espalda, y comienza a meterse en los surcos a la orilla del camino.
Francisca camina viéndolo todo. El chofer avienta algo fuera del
carro y arranca violentamente dejando una estela de polvo en el ca-
mino. Karina lo mira irse. Deja que la estela de humo desaparezca
y regresa al camino. Francisca camina hasta el objeto que el hom
bre del carro lanzó. Un pequeño oso de peluche, bastante feo, aún
con las etiquetas puestas. Karina continúa caminando.
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Francisco: ¿Cobramos?
Francisca: No, ve tú.
Francisco: Bueno.
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Francisca: ¡No!
Francisco: ¡Burra!
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Francisco: Aquí.
Francisca: ¿Qué buscas tú Francisco?
Francisco: Que estemos bien.
Francisca: (Amarga.) Balas nos faltarían.
Francisco: Y dinero para comprarlas.
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Francisco: ¿Pancha?
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La Hora Marciana
317
Alex
Eduardo Anguiano (70 años) viste un traje color vino con cor-
bata amarilla. Tiene la cabeza y el bigote cubiertos de canas, se
alcanza a ver que en algún tiempo fueron negros. Eduardo está
de pie frente a una pared con fondo de estrellas que simula el uni-
verso, es el conductor de un programa de televisión. Sostiene un
micrófono y se dirige al televidente:
318
319
320
que los niños que trajeron su espejo para saludar al papa Juan
Pablo II pueden sacarlo en ese momento. Julia se dispone a buscar
su espejo rápido entre su mochila, como el resto. Todos apuntan
hacia el cielo. Una luz se refleja en la cara de Julia. Julia voltea
a buscar qué le lastima los ojos. El chico de atrás, en la fila si-
guiente, no deja de verla mientras le apunta a la cara con el espejo.
Se escucha el ruido muy fuerte de una nave, que podría ser un avión,
cruzar el cielo: Julia voltea tarde.
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Hoooolaaaa…
¿Me pueeedeees ooooír?
¿Dóooondeeee eeeesssstáaaaaas?
Guarda silencio y sólo deja que el aire del ventilador dando vuel-
tas la despeine.
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Alberto Sánchez
Ingeniero en Comunicación, Master en Téc-
nicas Computacionales y Doctor en Ciencias.
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Una compañera (12 años) de Julia azota una pila de libros sobre
la mesa de Julia. Julia se despierta de un susto en el salón de
clases; se escuchan risas a su alrededor. La profesora continúa
explicando lo mismo que Julia le explicaba a su mamá antes del
choque, mediante un problema de matemáticas.
Por la tarde, en la calle, Julia está con Memo, Lalo, Celia y Juan.
Todos forman un círculo con uno de sus pies en el centro. Celia
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apunta uno a uno los pies mientras canta una canción: “Declaro la
guerra en contra de mi peor enemigo que es… que es…” El dedo
con el que apunta mientras canta se detiene en el pie de Lalo.
Lalo corre e intenta tocar a los demás. Cuando logra tocar a al-
guien, simula que le acaba de disparar y la víctima cae al piso.
Pero si otro niño de su equipo no lo vuelve a tocar en seguida para
revivirlo, entonces la víctima es parte del equipo de Lalo. Hay
una base donde nadie puede ser tocado; es un poste sobre el que no
se puede estar recargado más de treinta segundos. El juego termina
cuando queda sólo uno en el otro equipo, que es el ganador. Casi
siempre gana Memo.
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El día del huracán todo pasa más lento. Comienza a oscurecer cada
vez más pronto. Joaquín (49 años), el novio de la mamá de Julia,
cubre las ventanas con tablas de madera. Julia sostiene largos tro-
zos de cinta canela en los dedos, que Joaquín desprende confor-
me los pega en la ventana. Memo carga varias tablas delgadas que
son casi de su tamaño. Al fondo se escucha el programa de televi-
sión que rastrea el paso del huracán. Al mismo tiempo se escuchan
mensajes de prevención del Servicio Meteorológico Nacional, así
como del presidente municipal:
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Sinopsis corta
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recieran tener mayor edad debido a que hay una gran dureza en sus
semblantes. En el grupo se encuentra Brayam (17 años), el único
en quien quizá se puede apreciar cierta vulnerabilidad, al menos
de manera más tangible.
Llega el turno para que Brayam pose solo frente a cámara. Se
quita la camisa, dejando ver algunos tatuajes que tiene en el pecho,
entre ellos, en el brazo, hay un nombre escrito: Elián. Éste parece ser
el tatuaje más reciente de los tres o cuatro que adornan su piel. Bra
yam vuelve a tomar su arma y mira a cámara. Le toman la fotografía.
Elián se ríe.
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Elián se ríe.
Vemos un carrusel de columpios con las cadenas completa-
mente oxidadas.
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La calle está llena de jóvenes. Alguno que otro trae un arma visi-
ble, colgando del pantalón. Hay música de banda tocando a todo
volumen, pero apenas si se alcanza a escuchar de fondo, ya que en
primer plano continúan las voces de Brayam y Elián.
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Poco a poco se diluye la luz del cielo hasta que oscurece casi por
completo.
Los focos de la calle se encienden.
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Por dentro el espacio pareciera ser aún más reducido, sin embargo,
está lleno de hombres que se reparten en las tres únicas mesas que
hay en el lugar. Son mesas rectangulares y alargadas. En vez de
sillas hay bancas de madera, que parecieran ser bastante frágiles.
Los hombres que ya no alcanzaron asiento permanecen de pie
en el mostrador o se pasean por el lugar, viendo a los demás, escu-
chando las diversas conversaciones que se alzan.
En el lugar también hay unas seis prostitutas, todas muy jó-
venes. Ellas permanecen de pie en una esquina, mirando alrededor.
Detrás del mostrador está Lupita (33 años), una mujer que pese
a ser joven podría parecer al menos diez años mayor de lo que es.
Ella toma los pedidos y lleva los alimentos o bebidas a las distintas
mesas.
Brayam se para frente al mostrador. Un trailero a un lado
suyo saluda a Lupita.
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Se hace un silencio.
Brayam no sabe qué responder. Voltea hacia los lados y mira los
rostros de todos los traileros que están en esa mesa. Algunos tie
nen ojeras muy marcadas y se ven francamente cansados, sin em-
bargo, no parecen mermados de energía, pues platican y conversan
sin ningún problema.
Al bajar la mirada, Brayam se da cuenta de que a Josué le
faltan dos dedos en la mano derecha. No puede disimular su in-
terés, por lo que Josué se da cuenta de esto.
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Josué: ¿Qué?
Trailero: Igualito que a ti, apenas lo agarra
ron. Nomás que a él le quitaron el tráiler, lo
madrearon y lo dejaron en pelotas… Lo bueno
fue que lo soltaron después. Y ya así se echó
caminando como veinte kilómetros, noche,
muerto de frío, hasta que por fin alguien lo
recogió…
Trailero 2 interviene.
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Silencio.
Brayam lo mira fijamente.
Josué sonríe.
Brayam asiente.
Ambos hombres caminan hacia la hilera de tráileres. Uno rojo,
que está hasta el final, es el que pertenece a Josué.
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Josué muestra con orgullo su cabina, pues por dentro todo está
muy limpio y bien cuidado.
Brayam asiente.
Josué abre unas cortinas que están detrás de los asientos del tráiler
y ahí se revela un privado pequeño, que sólo tiene una cama indi-
vidual. Josué se acuesta ahí y le hace un gesto a Brayam, para
que se ponga a su lado. Brayam se acuesta. Josué toca la piel de
Brayam con mucha ternura, despacio. Brayam, por el contrario, es
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Sin decir más, y de manera bastante fría, Brayam se baja del tráiler.
Josué se queda extrañado, en silencio.
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Ángel cuelga.
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Reynaldo: Te amo.
Esposa de Reynaldo: Yo también te amo,
no tardes.
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Sale de la oficina.
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Noé corre por uno de los pasillos hacia el quirófano, ve que nadie
se dé cuenta y entra al quirófano.
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Germán y Noé casi se cruzan con los policías, pero logran salir
de la clínica.
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Reynaldo asiente.
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Se oye mucho ruido por los agentes que entran rompiendo las puer
tas de la casa. Reynaldo toma al bebé de su cuna, esconde a su
esposa y al bebé en el clóset. De pronto entra los policías y lo
agarran a golpes, lo someten y lo esposan.
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Ellos las tiran. Se acercan los policías, los someten y los golpean
en el piso.
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El baile de los 41
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Ignacio asiente.
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años), quien viste “un sencillo traje color rosa”. Ignacio le pone
especial atención a Amada. Cuando los tres llegan a la mesa de
honor, el presidente permanece de pie frente a los invitados
hasta que la música cesa. La imponente voz del presidente lle-
na el salón.
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Amada baila con Fernando González. Los dos saben que están
destinados a casarse y hacen su mejor esfuerzo por gustarse. Se
sonríen de manera forzada. En medio de la pieza, un botón del frac
de Fernando se engancha al encaje del vestido de Amada. Al tra-
tar de zafarse, rasga el vestido accidentalmente.
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Amada se ríe.
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Un día
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al final era verdad. Nunca usé blusitas de tirantes, de ésas que es-
taban de moda en la secundaria. Cuando tenía doce años tuve una
con un encaje al final de la playera, pero por aquel entonces no
tenía senos qué mostrar, y cuando los tuve pues ya no me podía
asolear. Como ésa del short azul que viene todos los días a las cla-
ses de Leonardo. No es por criticar, pero se le salen, así todos des-
bordados. A mí luego me preocupa que después de un clavado se le
salga. Supongo que a Leonardo no le preocupa, más bien lo espera.
Hoy es miércoles, hay junta en la canaibal, es la Cámara Na-
cional de la Industria de los Baños y Balnearios, de esas oficinas
muy mexicanas que tuvieron sus años de gloria durante los años
setenta, en la colonia Roma. Están en un edificio con detalles de
aluminio dorado en sus ventanas, sus sillones y sillas son de cuero
verde y hacen juego con el mantel de fieltro. Las cortinas pesadas
y largas, que se lavan cada seis meses, tienen un dejo amarilloso.
Todo es muy elegante, viejo pero elegante a su manera. Además,
como todos son viejitos, pues siguen las costumbres de su época.
Es decir, van de zapatos boleados y las señoras con chongos de
fiesta y peinetas llenas de pedrería falsa.
Don Ricardo siempre me hace la plática. Él tiene muchos baños:
el del Estadio Azteca, el de la plaza de San Jacinto, el de Tlalpan por
la Portales. Los tiene muy acondicionados con sus calefactores
solares y sus regaderas ahorradoras de agua; tiene mucho dinero y
desde hace tiempo está interesado en comprarme el balneario, pero
lo ignoro y sólo muevo la cabeza negativamente para cerrar con un:
no gracias, no estamos interesadas.
Todos me conocen desde chiquita puesto que mi abuela y mi
madre me llevaban a las juntas. Todos me saludan amablemente,
dicen que mis ojos son como los de mi madre, que me heredó sus
ojos, su cabello negro; pero que me falta su sonrisa, y que nunca
suelto carcajadas como ella. Les encanta recordar las juntas donde
yo no dejaba de jugar con mis ponys y zapateaba por el pasillo. Yo
no recuerdo que eso haya pasado. Todos me preguntan que si ya
retomé la danza, yo contesto que no. Ellos dicen que lo traigo en
las venas, como mi abuela y mi madre. ¿Qué diablos significa? Ser
pariente de alguien no lo es todo, no te define, no te hace quien eres;
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Iztapalapa. Tuve que mudarme con su hermana Tita. Ahora más que
nunca la extraño, no hay quién me explique qué hacer cuando me
duelen los huesos, no hay quién me vea antes de dormir, no cono
cerá a mis hijos, si es que algún día los tengo. No hay con quién vaya
de vacaciones. Extraño vivir con ella. Extraño que me haga té limón
con leche y pan tostado. En cambio, vivo sola rodeada de personas
que me son familiares pero sin conocerlas.
Lo único que ahora me une a ella es ese balneario. Cada semana
me llevaban ahí a nadar un rato. Ella nadaba con mi abuela mien-
tras yo, miedosa del agua, de los hongos y de los orines, me que-
daba afuera. Ella disfrutaba tanto de la alberca, de la música y de
su madre.
Hoy es lo único que me queda, el recuerdo de mi mamá y mi
abuela en esa alberca y una foto de las tres bajo la sombrilla a ra-
yas; ellas riendo y yo muy seria queriendo irme a casa.
Debo de admitir que cuando era chica me enojaban muchas
cosas: ellas, por ejemplo. Pero es que eran tan gritonas, como gua-
jolotes correteados; eran tan vívidas, tan reales, no como la gente
del metro que va pasmada, sin ningún motivo de alegría. No, ellas
cuando estaban juntas eran como dinamita, reían al tono de las gua
camayas, bailaban salsa, cha cha cha, danzón, todo; además de can
tar de vez en cuando, todas y cada una de ellas se sentían sopranos
o barítonos o, peor aún, ambas. Se movían seduciendo a cuanto
hombre las sacara a bailar: a mí todo esto me daba vergüenza.
Hoy extraño esas carcajadas en este espacio tan vacío y viejo,
los farolitos cada año se despintan más, ni los camastros ni los to-
boganes tienen ese esplendor de esos años dorados. Mi madre
siempre me empujaba a la pista de baile, y yo ponía cara de fuchi.
Mi abuela era la única que podía quitarme ese mal humor, me hacía
una broma, me abrazaba o me hacía arroz con leche con sus pasi-
tas y canela.
Pero mi abuela también murió, porque mi familia es así, todas
nos enfermamos. Si yo pudiera estudiar algo en la universidad es-
tudiaría genética. Dicen que ahora todo eso se puede saber —de dón-
de viene uno— en la doble cadena de adn, y que en esa aspa doble
está toda la información sobre uno: el color de tus ojos, las enferme-
dades y todo lo que tenga que ver con los rasgos físicos e internos.
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está a medio terminar, pero eso sí hay una gran pantalla de plasma.
Vivo en una familia muégano: en la sala están Jazmín, Hortensia y
Leslie, mis primas, viendo su novela del canal 2. Las tres parecen
estatuas, no se mueven, Leslie hasta se muerde las uñas. Saludo,
no me hacen caso.
La televisión se une a la orquesta sonora, la lavadora, una olla
exprés al fondo en la cocina. Me quito la mochila roja de los hom-
bros. Yo comparto cuarto con Leslie, la más pequeña de las tres, va
al cch Oriente. Es insoportable, usa chamarras de leopardo y pelu-
che en cuello, se cree miss universo y se pinta casi una hora antes de
ir a clase, como si las sombras y el bilé la hicieran más inteligente.
Siempre hay gente en la sala, con un barullo como de mercado,
todos los ruidos de la casa son distintos y eso genera un ruidero
ensordecedor, me mareo cada vez que estoy abajo. Las amigas de
mi tía hablan de Avon, de Tupperware, de los múltiples catálogos
que llevan para vender. Hortensia trabaja en un despacho de con-
tadores, es la secretaria, es muy madrugadora, por lo tanto siempre
tiene sueño. Cuando pasó todo lo del lupus conmigo, mi tía hizo
que se hiciera estudios; como uno de los síntomas es cansancio ex
tremo, pensó que Hortensia también tenía. Pero lo suyo es sólo
agotamiento por trabajo, pues al parecer es la secretaria de cuatro
contadores que comparten oficina. Dice que es tener cuatro traba-
jos en uno, cuatro salarios en un solo cheque; es la que más gana en
la casa y, como sigue soltera, es la que siempre tiene las cosas más
bonitas, siempre ropa y bolsas nuevas. Yo, por el contrario, reciclo
la ropa, la que ya no le gusta a Leslie me la quedo, pues sólo están
un poco decoloradas por las lavadas, pero nada que un sobre de
tinte Mariposa no pueda arreglar.
Subo las escaleras de concreto, Tita me grita algo que no escu-
cho. Me encierro en mi cuarto, las ropas de Leslie están tiradas por
todos lados. Estoy cansada. Hace frío y las manos se me están en-
tumiendo. Me doy masaje, muevo los dedos. Odio esta sensación,
constriño mis manos a mi pecho, las sobo. Cojo la cobija y las en
vuelvo. Respiro con enojo. Me meto a las cobijas sin quitarme la
ropa. Me da más frío.
Los rayos del sol se meten por la ventana. Despierto, me quedo
ahí por dos segundos. Me vuelvo a introducir en las cobijas. Me
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Sid Vicious
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Sid Vicious
II
Coro
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no future
Do it yourself
No profit
Reject dogmas
Despise fashion
Despise masses
III
Sid
Nancy
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Sid
Nancy
IV
Coro
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I am an antichrist
I am an anarchist
Don’t know what i want
But i know how to get it
I wanna destroy passers-by
‘Cause i wanna be anar-chy
No dogs body
Anarchy for the u. k.
It´s coming some time
And maybe i give the wrong time
Stop a traffic line
Your future dream is a shopping scheme
‘Cause i wanna be anar-chy
In the city
Are many ways to get what you want
I use the best
I use the rest
I use the enemy
I use anarchy
‘Cause i wanna be anar-chy
It´s the only way to be.
VI
Coro
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VII
Sid
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IX
Coro
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que se hinca
al paso de Su Majestad.
Desde un barco
ratas-proscritas berrean
God save the Queen
A fascist regime
They made you a moron
Potential H-bomb
Lanchas Oxford
llenas de cabezas de bala
rodean el barco.
God save the Queen
She ain’t no human being
There is no future
In England’s dreaming
Piden silencio
con cañonazos al aire
Don’t be told about what you want
Don’t be told about what you need
No future
no future
no future for you
Las ratas arrojan comida
botellas de cristal.
God save the Queen
We mean it, man
We love our Queen
God saves
Las cabezas de bala disparan gomas
gas lacrimógeno.
God save the Queen
Tourists are money
But our figurehead
Is not what she seems
Así es como los adultos
asesinan el futuro.
God save history
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Mauricio Kartun
Escena I
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Rebeca: No entiendo.
Elo: ¿Cuántos años tienes?
Rebeca: Veintisiete.
Elo: (La observa asombrada.) ¡Estás en la edad del Sol!
Rebeca: (Confundida.) ¿Cómo dice?
Elo: El Sol rige la edad del ser humano desde los veintidós hasta
los treinta y siete, en algunos casos hasta los cuarenta y uno, con
cada persona es diferente. (Pausa.) Verás. (Apuntando hacia un
cuarzo colocado en algún punto de la sala.) Alcánzame por
favor esa piedra que está ahí. (Pausa.) Ésa. (Tomando la pie
dra en sus manos.) Talla esta parte en la palma de tu mano.
Rebeca: ¿Así?
Elo: Sí, así. (Pausa.) Con confianza. También pásala por tu ante-
brazo. (Pausa.) ¿Cómo se siente?
Rebeca: Esta parte de abajo muy suave pero arriba, no sé…
Elo: ¿Áspera?
Rebeca: Sí, eso: áspera.
Elo: ¿Por dónde te cuesta más trabajo pasarla?
Rebeca: Por el antebrazo.
Elo: ¿Por qué?
Rebeca: (Dubitativa.) Supongo que porque esta parte es más sen-
sible que la otra.
Elo: Eso pasa porque tus caderas cubren a tus antebrazos del Sol,
les restan memoria.
Rebeca: (Entregada a la acción de tallar el cuarzo por distintas
partes del cuerpo.) En la palma de la mano hasta callos tengo,
si la paso por aquí no me duele.
Elo: Los callos hacen en la mano lo que las piedras sobre la tierra.
Rebeca: ¡Qué curioso!, es más fácil pasarla por la cara que por el
antebrazo.
Elo: (Parsimoniosa.) De ese mismo modo… (Pausa.) Te camina
el Sol.
Rebeca: (Entusiasmada pasa la piedra sobre su cabeza con los
ojos cerrados.) En la cabeza me relaja.
Elo: ¿Cómo te va en tu recorrido por el Sol, Rebeca?
Rebeca: (Detiene abruptamente el juego con la piedra. Confundi
da.) No sé.
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Elo: (Absorta.) Nunca la conocí. Un día las fui a buscar, sabía que
tenía que llegar por agua. No pude verlas. Regresé descalza.
Fui a devolverle mis pies a la tierra. (Conmovida.) No me dice
mamá…
Rebeca: Lo siento.
Elo: No pasa nada. (Pausa.) Esta casa necesita la presencia de una
mujer joven. Como tú, Rebeca.
Rebeca: ¿Para qué?
Elo: Para llenarla, hace tanto que viene vaciándose.
Rebeca: Dudo mucho que yo sea esa mujer…
Elo: (Abruptamente.) Yo no. (Dulcemente.) ¿Sabes cuántos años
tiene ese letrero que está allá afuera? Por lo menos unos diez.
En todo ese tiempo nunca ha entrado una mujer del modo que
tú lo hiciste.
Rebeca: ¿Y qué pasaría si yo fuera esa mujer que usted dice?
Elo: (Absorta.) Yo podría descansar.
Rebeca: ¿Qué necesita que haga?
Elo: Tejer.
Rebeca: (Confundida.) ¿Cómo?
Elo: (Entusiasmada.) Imagina que soy una de tus muñecas y vie-
nes a repararme.
Rebeca: (Desconcertada.) Usted es una mujer. No podría, es muy
diferente.
Elo: ¿Qué necesitas? ¿Hilos? ¿Cabellos?
Rebeca: No, no es eso, no me está entendiendo.
Elo: La mujer lleva la escalera en la espalda, Rebeca, por ello en
las escrituras se enemistó con la serpiente. Vamos a subir jun-
tas la escalera. Las mujeres que aprenden a despertar sus ser-
pientes amanecen un día comprendiendo la lengua de Dios.
Comprendámosla juntas. Vueltas serpientes se arrastran con el
cuerpo entero sobre la tierra; entonces conocen la humildad y
dejan de andar erguidas. Arrastrémonos juntas. (Silencio.) Si tú
no sabes cómo te ha ido en el Sol, seguramente es porque has
dejado pendientes en Venus, necesitas aprender a amar. Nos
necesitamos. Una a la otra nos necesitamos.
Rebeca: ¿Qué tengo que hacer?
Elo: Amanecer.
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Venus
Escena II
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Elo: Pero sucede que la cama destapa la nuca y deja salir a las ser
pientes. Sucede que la serpiente está compuesta de partículas
cuya velocidad es mayor a la de la luz. Por eso la serpiente está
fuera del tiempo. Por eso es luminosa. Por ello el quetzal, el
cóatl. Por ello el paraíso, Adán y Eva. La bandera. De ahí el adn.
A todos nos fue depositada una serpiente para hacernos andar.
La serpiente dentro de sí guarda dos gemelas en movimiento
continuo. Hay que conocer los circuitos del cuerpo para enten-
der al universo porque antes del verbo fue la espina dorsal.
Rebeca: (Comienza a correr por el espacio pateando la manzana,
mientras habla como si narrara un partido de futbol.) La cicuta
que llevamos dentro inicia danza por el costado izquierdo, salta
del hombro rodeando las costillas, resbala por el vientre y di-
lata el muslo amaneciendo en la entrepierna. Detrás de la ro-
dilla brota la raíz, bajo el pie los muertos, junto a la cadera el
ritmo de cientos de planetas en movimiento, amalgamado a la
espalda el maná del universo y… (Dándole un golpe en el estó
mago a Elo, justo a la altura del ombligo.) ¡Goooooooooooool!
Elo: El dolor de órgano es una serpiente hecha bola.
Rebeca: (Con actitud infantil.) Soñé con una serpiente morada
mamá.
Elo: ¡Qué horror Venus!
Rebeca: Horror no, era muy bonita y no sentí miedo.
Elo: Me repugnan las víboras Venus, ya lo sabes. Yo no sé qué haría
si se me plantara una enfrente. Me daría un infarto, yo creo.
Rebeca: (Saca de la bolsa de su vestido los restos de manzana y
empieza a pellizcarlos.) ¿Los gusanos son como serpientes
pequeñas?
Elo: Algo así, no sé, supongo.
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Elo: Te juzgan mujer por llevar el ceño fruncido, sin saber que en
tus primeras tres arrugas signó el sol el triángulo que hoy te
amanece.
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Mercurio
Escena III
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Rebeca: Sí.
Elo: Por allá atrás hay ropas, tráelas por favor.
Rebeca: (Mientras busca la ropa.) De niña siempre me confun-
dían, tenía la voz muy gruesa, la gente siempre pensaba que
era hombre. Mi mamá me cortaba el cabello. Ella también lo
usa muy corto.
Elo: Nunca te vuelvas a cortar el cabello, y si lo haces que sea
para ofrecérselo a Dios. El cabello nos resta intuición, Rebeca,
por eso a las brujas se lo cortaban. (Pausa.) Berenice, reina de
Egipto, ofreció su cabello a la diosa Afrodita a cambio de ver
regresar a su hombre con bien de batalla. “Y a fin de que yo, la
hermosa melena de Berenice, apareciese fija en el cielo brillan
do para los humanos en medio de innumerables astros, Cypris
me colocó, como nueva estrella, en el antiguo coro de los as-
tros”, escribió Calímaco sobre la ofrenda de amor de Berenice.
Tú, Rebeca, hazte coronar por tus cabellos en la tierra.
Rebeca: Aquí están los trajes.
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Júpiter
Escena IV
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Silencio.
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