Antología FONCA 2014-2015

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Antologia fonca 2015.

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Antología de letras, dramaturgia,
guión cinematográfico y lenguas indígenas

Jóvenes Creadores
2014/2015
PRIMER Periodo

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Antología de letras, dramaturgia,
guión cinematográfico y lenguas indígenas

Jóvenes Creadores
2014/2015
PRIMER Periodo

Comentarios de:
David Miklos
Felipe Garrido
Mario Bellatin
José Homero
Francisco Magaña
Silbestre Gómez Rodríguez
Nicolás Huet
Raymundo Isidro Alavez
Aarón Fernández
Verónica Musalem Moreno
Edyta Rzewuska

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Consejo Nacional para la Cultura y las Artes

Rafael Tovar y de Teresa


Presidente
Saúl Juárez Vega
Secretario Cultural y Artístico
Francisco Cornejo Rodríguez
Secretario Ejecutivo

Fondo Nacional para la Cultura y las Artes

Moisés Rosas Silva


Director General
René Roquet
Jefe del Departamento de Control de Becas
Araceli Rodríguez
Coordinadora del Programa Jóvenes Creadores
Antonio Valentín Dosta
Subdirector de Promoción y Difusión
Brenda Salazar
Coordinadora de Difusión y Prensa
Carolina Ramírez
Coordinadora del Primer Periodo del Programa Jóvenes Creadores
Carlos Manuel de la Torre
Diseño

Fondo Nacional para la Cultura y las Artes


Primera edición 2015

© de cada obra (textos): propiedad del autor


© de las ilustraciones: Edgar Silva, Estefanía González,
Jaime Colín, Roberto Razo y San Gil.

D. R. © 2015, de la presente edición:

Consejo Nacional para la Cultura y las Artes


Fondo Nacional para la Cultura y las Artes
República de Argentina 12, Centro,
CP 06010, México D. F.

ISBN 978-607-745-136-5

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial


o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos
la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación,
sin la previa autorización por escrito del Consejo Nacional para la
Cultura y las Artes / Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.

Impreso en México

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Índice

Presentación. Rafael Tovar y de Teresa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Cuento
Cuentistas a contracorriente. David Miklos . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
Lola Ancira. Lolita de juguete . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16
Aura García-Junco. Fragmento perdido. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24
Joaquín Íñiguez Peón. Del exotismo y otros demonios. . . . . . . . . . 39
Néstor Robles. El arte de mirar en el espejo . . . . . . . . . . . . . . . . . 48
Aniela Rodríguez. El lado izquierdo de la tristeza. . . . . . . . . . . . . 58
Alfonso Valencia. [Llegó vacía]. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 66

Ensayo creativo
Un triángulo de tiempo. Felipe Garrido. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75
Giorgio Lavezzaro. Kintsukuroi o elogio de la cicatriz. . . . . . . . . 77
Marina Azahua. La silla. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 92
Alan Grabinsky Zabludovsky. Continentes . . . . . . . . . . . . . . . . . 102

Novela
Un grupo de ciegos guiados del hombro por otro ciego.
Mario Bellatin. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
Brenda Lozano. Silvestre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117
Damián Comas. Cinética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119
César Tejeda. Fiestas Minervalias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121
Pablo Piñero Stillmann. Tiempo ahorcado. . . . . . . . . . . . . . . . . . 128
Ricardo Garza Lau. La misión del doctor Lutz. . . . . . . . . . . . . . . 132

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Poesía
Raz arbóreo. José Homero. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141
Ventura de una elección. Francisco Magaña. . . . . . . . . . . . . . . . . 143
Emiliano Álvarez. The Nondescript (Fragmentos). . . . . . . . . . . . 145
Anaïs Abreu D’Argence. Imago. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 156
Tania Carrera. La lancha (Versión). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169
Manuel de J. Jiménez. Savant (cuaderno de escritura) . . . . . . . . 172
Cheché Silveyra. Diana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187
Ángel Vargas. Homo fractus. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 206

Lenguas indígenas
Tzamnitzäk’ku’ (Zoque) / Presentación. Silbestre Gómez
Rodríguez, Nicolás Huet y Raymundo Isidro Alavez. . . . . . . . . . 221
Socorro Hernández (Tsotsil). K’ox Saktarin mut /
El pequeño ruiseñor. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229
Lyz Sáenz (Zoque). Te’ mäjapä täjk / La casa grande
(Fragmento) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 241
Margarita León. Di ndonihu nubye, dändonihu mände,
hinto däk’ugägihu rähmäte / “Florecemos hoy, florecimos ayer,
nadie nos arrancará el amor”. Boca de ceniza / Poesía otomí. . 251

Guión cinematográfico
Guión cinematográfico. Aarón Fernández . . . . . . . . . . . . . . . . . . 295
Carlos Espinoza. Nómadas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 297
Andrea Heredia. La Hora Marciana. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 317
David Pablos. Lo que dejo atrás. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 330
León Rechy. 1972. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 343
Monika Revilla. El baile de los 41. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 364
Dalia Reyes. Un día . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 372

Dramatrurgia
Dos retratos: diálogo entre forma y contenido.
Verónica Musalem Moreno y Edyta Rzewuska . . . . . . . . . . . . . . 391
Javier Márquez. Sid Vicious . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 394
Daimary Moreno. Astronomía de una mujer posible. . . . . . . . . . 402

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Presentación

El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, a través del Fonca,


ha apoyado la consolidación de la carrera de miles de creadores me­
xicanos en más de dos décadas. Sus programas brindan condiciones
favorables para que creadores de todas las disciplinas puedan tener
una producción continua de su obra, una riqueza que conforma el
patrimonio cultural del país.
Ejemplo de ello es el programa de apoyo a Jóvenes Creadores,
que ha sido una de las plataformas principales para impulsar a las
nuevas generaciones de escritores, gracias a un sistema integral que
comprende tutorías, encuentros, presentaciones y publicaciones.
En­tre estas ediciones están las antologías que recopilan una mues-
tra del proyecto literario de los becarios.
Estas antologías, que se editan desde 1993, se han convertido
en una de las colecciones más puntuales y longevas de la literatura
contemporánea. En sus páginas puede leerse la evolución de dis-
tintos géneros a partir del punto de vista de más de 800 autores de
varias regiones de México. En este primer volumen de la genera-
ción 2014-2015 se reúnen 31 textos de diversas especialidades como
poesía, ensayo, novela, cuento, dramaturgia, guión cinematográfi-
co, crónica y relato histórico, que muestran los intereses, formas y
estilos de las plumas noveles. Además, se incluye obra de tres expo­
nentes en lengua indígena: un otomí, un zoque y un tsotsil, lo que
aporta mayor amplitud, diversidad y riqueza al presente libro.

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Por todo ello, es importante leer y valorar esta muestra que re-
fleja un momento vital de las letras mexicanas en la segunda década
del siglo xxi, y que conforma un itinerario infaltable para nuestra
historia literaria.

Rafael Tovar y de Teresa


Presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes

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cuento

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Cuentistas a contracorriente

La novela ha muerto y revivido desde su mismo nacimiento; es, de


los géneros literarios narrativos, el más artificial y, por así decirlo,
maleable. El cuento, por su parte, nació vivo y vivo permanece, na-
die ha cantado su muerte y, sin embargo, la novela es la reina de la
prosa; aquella que da fama y dinero, la forma predilecta de los edi­
tores y del mercado con su canto de sirenas.
Cualquiera que se decida por el cuento como forma de vida lite­
raria, tendrá que aceptar, de entrada, el designio de la frustración y
la posibilidad siempre latente del fracaso. Pese a todo, la decisión
de encarar dicha forma de expresión prosística será, ya de entrada,
la constatación de una convicción férrea, acaso feroz.
He aquí seis escritores que eligieron transitar dicho sendero:
tres mujeres y tres hombres, jóvenes creadores que, cada uno des­
de su muy distinta trinchera, optaron por la camisa de once varas
que es el cuento; tal vez el menos dúctil de los géneros narrativos
y, qué duda cabe, el más difícil de escribir, sobre todo porque el
cuento, a diferencia de la novela, no ha lugar a la paja y menos
aún al desperdicio.
Tenemos, pues y en estricto orden alfabético a:
Lola Ancira y su nueva, perversa y siempre polimorfa, “Lolita”,
en un relato que, dentro de una estructura sabiamente convencio-
nal, explora los vericuetos del trastorno y el fetichismo, temas que
son los vectores elegidos por nuestra autora.
Aura García-Junco, creadora de un artefacto narrativo cuyos
frag­mentos, separados, pueden leerse como cuentos mínimos y que,
una vez ensamblados, nos ofrecen un libro que hace de la fantasía

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y la imaginación un género mayor; es decir, literatura pura y
dura, fruto de una formación clásica y una visión que rebasa lo
posmoderno.
Joaquín Íñiguez Peón, artista de la parodia y lector dedicado a
la literatura latinoamericana de cajón; un dinamitero del boom que,
a su manera, ha encontrado la mejor forma de ajustar cuentas, no
con ese superyó que es el padre literario, sino con ese monolito que
es el abuelo clásico, acaso el megayó.
Néstor Robles, buen lector y mejor intérprete del cuento en su
forma clásica de realidad versus apariencia, creador de una suerte
de fábulas de horror inmediato que no dejan de remitirnos, por decir
algo, a un Quiroga traído a México y su confundido presente.
Aniela Rodríguez, narradora del yo y buena lectora del flujo
de conciencia, cuya voz es recuerdo, memoria y, a la vez, deve-
nir en una primera persona luego y paradójicamente polifónica;
y, finalmente…
Alfonso Valencia, lector ferviente de esa realidad que supera
a la ficción, en cuya prosa encontramos los ecos dominados de
nuestros clásicos distantes y recientes, desde Rulfo hasta Sada,
en un acto de alquimia que ha producido una voz distintiva y, sin
más, propia.
Después de leerlos y, mejor aún, de conocerlos, no puedo sino
dejarles impreso este poema de Constantino Cavafis, en traduc-
ción del gran Cayetano Cantú:

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Che fece… il gran rifiuto

Para algunos el día llega


en que tienen que dar el gran “SÍ” o el gran “NO”.
Quien tiene el “SÍ” dispuesto,
sobresale de inmediato y entra
al glorioso camino de sus convicciones.

El que rehúsa, nunca se arrepiente;


si de nuevo le preguntan, repetirá: “NO”;
y sin embargo, ese “NO” es la derrota de su vida.

A. 19111

David Miklos

1
“Che fece… il gran rifiuto”, en Poesía Moderna. Cavafis. Material de Lectura,
núm. 25, selección, traducción directa del griego y notas de Cayetano Cantú, unam,
s.f., p. 7. Disponible en (http://www.materialdelectura.unam.mx/index.php?option=
com_content&task=view&id=62).

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Lola Ancira

Lolita de juguete

Todo deseo estancado es un veneno.

André Maurois

Todo lo que sabía sobre ellas lo aprendió en la deep web. De la


incredulidad tardó un minuto en pasar a la fascinación y poco des-
pués decidió crear su propia muñeca. Internet le había mostrado,
desde los doce años hasta ahora, toda una gama de asombrosas
personalidades y desconcertantes videos, como aquel en que tres
adolescentes torturan y asesinan a un turista golpeándole la cabeza
con un ladrillo e introduciéndole un destornillador en repetidas
ocasiones en uno de sus ojos, o fotografías de personas teniendo
sexo con el muñón de algún amputado y otras más introduciéndose
cualquier tipo de objeto fálico en el ano. Hasta ahora había sido,
como la mayoría de las personas, un mero espectador cruel que
exonera sus culpas al saberse inocente, al ubicarse en un lugar aje-
no a todas las atrocidades de las que forma parte sólo como testigo
desde un aparente sitio seguro y remoto.
A pesar de la incómoda connotación erótica de aquellas cria­
turas y la vulnerabilidad de sus cuerpos y apariencias, el sexo le
atraía más como algo adicional a la estética que como una acción
meramente placentera. Descubrió también que la sensación de fra-
gilidad de un ser a total disposición de sus manías y atrocidades
llenaba cierto vacío del que se había hecho consciente tiempo atrás.
Era precisamente ese estado de desamparo total, de indefensión y
dependencia hacia el ser menos indicado lo que le fascinaba. La
fragilidad de sus cuerpos le recordaba su infancia diluida en evo-
caciones siempre excitantes e intensas, víctima de sus propias fan-

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lola ancira

tasías; a su anticipada ansia carnal en un cuerpo que aún no per­tenecía


al mundo adulto, a una mente frágil y abierta que aceptó su condi-
ción anacrónica sin titubear, sin ideas preconcebidas y negativas
que mancillaran sus primeras experiencias hedonistas.
Su infancia había sido distinta a la de cualquier niña de su en-
torno escolar o familiar: desde los cuatro años empezó a imitar el rol
de una madre que amamanta; se colocaba una Barbie en el pezón
diminuto de su pecho todavía plano, en esa zona erógena que en
unos años más tarde empezaría a desarrollarse. Pero ese acto esti-
muló mucho más que el simple instinto materno: aquella figura des-
nuda unida a su cuerpo, también desnudo pero infantil, creaba una
sensación desconocida y placentera que la inundaba por instantes.
Poco después, a los seis años de edad, tomó gusto por pasar las
noches bajo los edredones de la cama de su hermano mayor, pues
en algún punto específico de esas horas en tinieblas, sentía cierta
ur­gencia por estar a su lado. En silencio y con discreción abandona­
ba su habitación y se dirigía a la de él, donde la seguridad de cuatro
muros diminutos de un mueble poco profundo con forma de auto
la esperaba. Sabía también que cierta necesidad apremiaba, aquella
en la que sus manos inexpertas palpaban el pequeño miembro y las
suaves manos ajenas se complacían tocando sus tiernos glúteos.
Aho­ra no puede (o no quiere) recordar cómo inició aquello, y pa-
reciera que está tan lejano en el tiempo que las imágenes han ido
perdiendo color; aquellas noches se han transformado en retazos
de sentimientos que prefiere mantener ocultos.
A los doce años vio su primer video pornográfico. Aún recuerda
que ese día un llamado urgente la instaba a buscar entre las perte-
nencias de su hermano, era una de las tardes después del colegio en
las que se quedaba sola en casa. Tenía el extraño presentimiento de
que encontraría aquello que estaba vedado para ambos, pero que por
alguna razón él se había apropiado en secreto. Como si su mano
fuera guiada, tomó la cinta de video y, algunos minutos después de
colocarla en el reproductor, su mirada se fijaba en los senos opera-
dos de la protagonista, que precedían a su agraciado rostro, enfo-
cado durante unos cuantos segundos, mostrando la falsa cabellera
rubia, los labios abultados y el peculiar lunar sobre su labio superior.
La toma concluía admirando la belleza de su sexo depilado y a una

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cuento

mano manipulando un pequeño artefacto de metal sobre sus geni-


tales. No fue sino hasta muchos años después cuando se cuestionó su
preferencia por los cuerpos femeninos en ese tipo de grabaciones.
La respuesta era clara: los usuales comentarios masculinos, deni-
grantes y desbordantes de testosterona de los que era testigo a dia-
rio, siendo su cuerpo el motivo de tales o no, la hastiaban. Aquellas
bestias lo único que sabían hacer era embestir, por cualquier ori­
ficio, cuerpos frágiles y hermosos, sin detenerse un minuto a ad-
mirar algo más que sus miembros en el cuerpo ajeno, sin pensar en
nada más que derramar su repulsivo líquido espeso y blanco para
marcar el territorio.
Ver esas cintas a escondidas, obtenerlas sin permiso y tener que
devolverlas en completo sigilo le añadían la emoción necesaria
para volverlo todo un rito excitante, desde esperar la protección de
la soledad hasta regresar el objeto a su lugar original. En ocasiones
debía hacer un juego constante y repetitivo entre el rewind y el
forward con la cinta para llegar al punto específico en el que su
hermano la había dejado y no levantar ninguna sospecha.
A los catorce años conoció el inmenso placer del onanismo.
En­tonces pudo considerar al aislamiento como el primer aliado de
la satisfacción; la imaginación fue el segundo. Sin necesidad de en­
señanza previa, un conocimiento nato la guió desde la primera vez,
cuando una tarde de domingo, en el hogar familiar, no pudo reprimir
unos leves gemidos espontáneos al llegar al orgasmo, esa exaltación
que sería el leitmotiv de su existencia.
Con quince años y nulas expectativas, su primer encuentro se-
xual fue más incómodo que placentero. Conoció la limitación de
ciertos hombres enfocados en el placer propio o ignorantes casi
por completo de la anatomía femenina, y también que a estos últi-
mos se les podía mentir sin miramientos en relación con su desem-
peño sexual.
Meses después se decidió a experimentar con su mismo género
por simple curiosidad, como un paso natural en el desarrollo de
todo adolescente. Así fue como participó de cierta complicidad y
fraternidad que nunca tendría con el sexo opuesto.
Sus consideraciones con los varones fueron disminuyendo cada
vez más, hasta que en cierta etapa de su vida, después de los veinte

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lola ancira

años, sólo encontró buenos motivos para mantenerlos a su lado en


acciones que no podía controlar: la denigración y el engaño, el apro­
vechamiento y la dominación. El abuso y la perversión en todo su
hermoso esplendor.
Fracasar se convirtió en su premisa, buscando la seguridad de
saberlo todo perdido pero arrastrando siempre a alguien con ella,
pues en complicidad se vuelve más liviana la carga de la culpa,
sin importar el motivo de su origen. No había otra opción para su
existencia.
Pretendía que los demás creyeran en cada palabra que salía de
su boca, en cada mentira formulada a la perfección, en cada e­ ngaño
construido con interés y dicha. Tenía ahora un poder adverso del
que poco a poco se hacía consciente, pero la certeza que ya r­ ondaba
su mente era saber que el caos invadía su interior, pues pudiendo
evitar una catástrofe, no lo hacía, sino todo lo contrario: lo ocasio-
naba a la menor provocación. Buscaba siempre ver a los demás
hechos nada, hechos mierda.
Al cumplir los veinticinco años, decidió mudarse más cerca de
la universidad a la que había ingresado. La colonia era grande, con
casas más pequeñas que sus jardines y habitadas por parejas jóve-
nes. No tardó en encontrar su verdadera fascinación: una hermosa
niña de nueve años, delgada, de cabello castaño, ojos oscuros y piel
perfecta apenas cubierta por una pelusa clara. Lo único que ador-
naba su rostro eran tres lunares en línea recta en una de sus meji-
llas. Aquella extraña obsesión por la pequeña la llevó a coleccionar,
durante meses, diversas muñecas de porcelana, articuladas y de un
realismo impresionante, con un estilo muy similar a las creaciones
de ciertos artífices orientales. Las sustitutas en miniatura no tardaron
en atestar una habitación. De diversos tamaños, con cabellos de co-
lores y vestimentas de diferentes texturas, todas ellas tenían una
ca­racterística peculiar en el rostro: una expresión de tristeza infini-
ta, de desasosiego y pérdida, una premonición funesta incrustada
en sus delicados rasgos.
Indagó un poco y descubrió que la niña se llamaba Gabriela, y
era la única hija de una cincuentona que llegó con ella siendo un
bebé, huyendo de los chismes y burlas de las personas en la loca-
lidad donde vivía anteriormente por ser madre tardía y soltera. No

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cuento

sabían mucho más, pues la señora era muy reservada y no parecía


importarle demasiado la niña, ya que a menudo notaba que la pe-
queña rondaba sola hasta el anochecer.
Durante las tardes que se paseaba frente a su casa, la contem-
plaba con deleite cada segundo. Uno de esos días, al regresar de la
facultad, la encontró sentada en su jardín, con una muñeca sin un
brazo y el cabello mal cortado. Sin pensarlo, la invitó a pasar a su
casa con el pretexto de mostrarle su colección. Fue una de muchas
tardes que pasarían juntas jugando con ellas, vistiéndolas y recrean-
do situaciones diversas que imitaban la vida real. Incluso le regaló
algunas con la condición de que no dejara de visitarla. Aquella niña
era encantadora, además, porque llegaba como partía, sola. Nunca
mencionaba a persona alguna durante sus visitas. Su madre siem-
pre se mantuvo al margen de aquella amistad y jamás puso un pie
dentro ni fuera de la casa.
Las muñecas se habían convertido en un vínculo con lo único
preciado en su vida. Aquellos objetos representaban mucho más de
lo evidente. En ocasiones, tomaba las pequeñas manos plásticas y
las dirigía a su entrepierna, frotando sus labios y clítoris con ellas.
Después lo hacía con sus rostros, y no dejaba de mirarlas a los ojos
al tiempo que el ansiado orgasmo llegaba.
Una noche, buscando sitios en internet donde vendieran muñe-
cas de tamaño real, de algún material mucho más suave que el plás­
tico o la madera y que tuvieran articulaciones realistas, navegó
durante horas hasta que llegó a ciertas páginas ilícitas.
No tardó en encontrar a las Lolita slave toy: en el Este de Euro­
pa, en países en constante crisis social por conflictos bélicos, niñas
menores de diez años de edad eran convertidas en esclavas sexua-
les de juguete y vendidas al mejor postor. Los problemas legales
de cualquier tipo se evadían con un pacto monetario entre los fa-
bricantes y un orfanato, y llegaban a venderlas hasta por cuarenta
mil dólares. Eran sometidas a diversos procedimientos que asegu-
raran su eficacia, como la extirpación de las cuerdas vocales y las
piezas dentales o la amputación de antebrazos y antepiernas, pos-
teriormente sustituidos por prótesis plásticas perfectas. Su docilidad
se conseguía a través de un suministro constante de sedantes, y se
debían alimentar con regularidad a través de una mamila. Su ga-

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lola ancira

rantía era que, a partir de la entrega, vivirían al menos durante


tres años.
Las imágenes e historias que encontró durante más de dos ho-
ras de búsqueda no la abandonarían jamás: si una niña cruzaba por
su campo visual, inevitablemente la imaginaba sin extremidades y
vendada por completo, a excepción de los orificios vitales. ­Cuando
la madre le sonreía o saludaba cordialmente, ella respondía al gesto
con la misma simpatía. En cierta ocasión, visitando a su dentista,
al ingresar al consultorio observó en otro cubículo a una nena con
un singular instrumento dental que le prohibía cerrar la boca. Por
instinto recreó una escena con la niña rodeada de diversos artefac-
tos llamativos, siendo víctima de dispositivos médicos innecesarios
y en extremo crueles.
Si todavía no tenía su propia Lolita era simplemente por lo cos-
toso, por lo que se dedicó a leer cuidadosamente cada detalle con el
que eran creadas e investigó sobre los diversos procedimientos qui-
rúrgicos, las técnicas y los recursos y suministros médicos necesa-
rios para lograr el objetivo de la manera más satisfactoria posible.
Durante ese proceso no estuvo con Gabriela, pero logró tener
todo dispuesto en poco tiempo. La tarde esperada llegó y la niña
mostró una docilidad aprendida que le sentaba a la perfección, pa-
recía aceptar su futuro maquinalmente, tener un natural instinto de
extinción.
Después del primer sedante administrado en su bebida, era un
ser admirable: el rostro tranquilo y la postura relajada en una posi-
ción excepcional. Había logrado desnudarla sin oposiciones y en sus
ojos entrecerrados se podían pensar las últimas imágenes con que se
despediría de este mundo. Comprobó que aquellos tres lunares si-
métricos eran su única seña particular.
Pasaron tres horas y el segundo sedante fue inyectado. Su cuer-
po cedió por completo y el tiempo apremiaba. No sabía si alguien
más había visto a la niña entrar a su casa; si la madre, por alguna
ex­traña razón, la estaría buscando ya o si la policía irrumpiría en
cualquier momento a escudriñar por doquier.
La condujo entonces a la habitación que había acondiciona-
do, aislada acústicamente por completo, donde procedería a reali-
zar las modificaciones necesarias. La recostó y sujetó con fuerza

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cuento

sus extre­midades, asegurándolas con gruesas cintas. Le colocó el


abrebocas en su sitio y se dispuso a extirpar los dientes. Nunca pen­
só que tardaría tanto, que manaría tal cantidad de sangre y, sobre
todo, que tuviera que usar tanta fuerza con las pinzas. Finalmente lo
consiguió, pero la chiquilla quedó en un estado tan deplorable, que
durante los siguientes tres días se negó a ingerir cualquier tipo de
alimento a excepción del medicamento o los narcóticos, acatando
una extraña regla que sólo le permitía ignorar el dolor.
La impresión de aquella boca sangrante e inflamada fue dema-
siado. Saber la maldad real, saberse a sí misma capaz de reprodu-
cir el horror con sus propias manos la alejó de los siguientes pasos
de la transformación. Decidió entonces esperar a que se recupera-
ra, y dejar que las circunstancias impusieran sus correspondientes
requisitos.
Después de una semana nadie la molestó en lo más mínimo, ni
vio carteles anunciando la desaparición de Gabriela. Más allá de la
infantil y extremista sentencia: “Si no es mío, no será de nadie más”,
su relación se regía por un atribulado sentimiento fuera de toda
com­prensión humana.
Pasó un mes completo y detestó la terrible e imperiosa nece­
sidad del paso del tiempo reflejado en la enfermedad y la deses­
pe­ración. Gabriela había bajado notablemente de peso y ahora
tenía una existencia de fantasma o de sombra de la que aún no era
consciente, su cuerpo se convirtió en un mero caparazón hermoso y
de­gradado. Se privaba la mayor parte del tiempo. Sus signos vita-
les eran vagos y no había vuelto a abrir los ojos. La calamidad re-
creaba la catástrofe perfecta en aquella habitación.
Detuvo el proceso de la transformación por tiempo indefinido.
Su vida se transformó en una interminable espera por algo que sa-
bía eternamente distante. Descubrió que no hay peor tortura que la
consciencia del dolor y del recuerdo.
Fantaseaba con todos los posibles desenlaces al conservar ese
fragmento de infancia suspendido por correas, y tras cada fatal op­
ción que podría (y quizá debería) poner fin a todo de forma re-
pentina, rechazaba rotundamente su existencia tras el fracaso y la
frustración, tras la interminable soledad. Sus vidas se habían con-
vertido en una fugaz situación de masoquismo cotidiano.

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lola ancira

Decidió entonces fotografiar a su creación en ciernes y subir el


material a algunas de las páginas en las que había iniciado todo.
Evitando detalles personales o cualquier tipo de información su-
perflua, una Lolita agónica y desdentada apareció en una multitud
de pantallas.
Un cliente habitual de aquellos sitios dio con las fotografías mi­
nutos después. Y un golpe certero a la memoria le trajo al presente
un suceso que pensaba olvidado por completo: reconoció enton-
ces, en aquella muñeca moribunda, los tres lunares alineados que
marcaban el mismo sitio en su propio rostro.

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Aura García-Junco

Fragmento perdido

… y, como no tenía nada verídico que contar


pues nada digno de ser relatado me ha sucedido,
me orienté a la ficción, pero con mucha más honestidad
que los demás, pues diré la verdad
cuando afirmo que miento.

Luciano de Samosata, Historia verdadera

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AURA GARCÍA-JUNCO

“Si giras esta palanca, Selene acelera su curso y las estrellas a su alre­
dedor cambian.”

El niño miró con ojos lunares el mecanismo engranado: “Así que


así es, unas pocas palancas y círculos conectados pueden mover el
universo”.
Heraclea erigía sus monolitos gigantescos y el mar sostenía
sobre su vientre las naves llenas de mercancías. Padre e hijo obser-
vaban desde la barca oscilante el mecanismo. El niño no se atrevía
a tocarlo. El misterio que los paneles de metal ocultaban era dema-
siado grande. Ahí, entre las manos del padre, tan cerca que el brillo
del metal lustrado deslumbraba sus ojos oscuros, estaba el objeto más
complejo que había visto y su corazón intuía lo que su mente no
podía esbozar del todo: la posibilidad de cambiar el orden de la bó­
veda celeste, de acelerar el curso del tiempo y la de por sí breve
exis­tencia humana.

“Y en esta marca es donde crece el grano, en esta otra donde los dioses
suspiran y el invierno llega.”

Frente a la máquina, el tiempo pasaba más rápido de lo usual.


Egipto, el fértil, mostraba ya la luz de sus faros y el niño acercaba
su mano al mecanismo. Una barrera la detuvo; una advertencia que
decidió ignorar. La mano pasó la protección invisible y el niño giró
la perilla. Primero lento: las estrellas rotaron; luego más rápido: la
noche se hizo día; más rápido: los campos se cubrieron de cosechas
para luego morir.
Después, un crujido cada vez más fuerte y un temblor terrible.
El mar enloqueció por el impulso de las entrañas terrestres y los
ídolos de piedra cayeron uno a uno, volviendo a su prístino origen.
El mar los acogió a todos en su vientre y el terrible mecanismo
abandonó las manos hacedoras para siempre.

Lo que más extrañaba el señor conde de Alfaz era abrazar con los
dos brazos el frágil cuerpo de su única hija, una niña flaca y pálida

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cuento

que apenas se paraba de la cama. Lo segundo que más le dolía era


el silencio que lo rodeaba las noches melancólicas en las que, des-
pués de someter a alguna criadita para penetrarla, se sentía más
solo que nunca y añoraba un tiempo distante en el que llenaba el
vacío del aire con el sonido de su violín. Finalmente, el señor con-
de de Alfaz extrañaba la resistencia que opone un cuerpo mientras
es atravesado por una espada, pues la mano que le faltaba era, por
desgracia, la mano buena, y aún entonces, tres años después de su
pérdida, no se fiaba de la otra.

Próspero dibuja primero la máquina; une sus partes con líneas


azules, escribe las letras de los ángulos con tinta roja. La máquina
destilará agua bendita a cambio de una moneda. Próspero, diligente
y meticuloso, dibuja el agua, la ranura para la moneda, la vara.
Sigue las letras en griego, el conjuro mágico arcano. Después de
horas de trazos, termina. El dibujo, rojo y azul, funciona.
Próspero despega con cuidado los trazos de papel. Los estira
poco a poco hasta que el oxígeno los llena y toman cada vez más
consistencia: el peso del agua lo obliga a poner el aparato sobre
la mesa.
Ahora, la moneda se acerca, tímidamente primero, cada vez
más segura después. La ranura se abre, elástica y real, y, de re-
pente, un clic.
Próspero sonríe y la gota bendita cae al suelo.

Nichola Boldini perdió la razón como tantos otros genios que no


pueden dejar de pensar en su arte. Su precoz locura impidió que el
gran proyecto de su vida se completara. Se trataba del cubo de los
mil sonidos: una caja enorme, capaz de albergar a diez hombres de
pie. Sus superficies eran irregulares, llenas de salientes y depresio-
nes de materiales variados. El eco rebotaba reproduciéndose y bi-
furcándose en todas direcciones, mezclando sus ondas para crear
nuevos ruidos. Nunca sería igual la experiencia y ningún rincón de

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AURA GARCÍA-JUNCO

la caja repetiría un sonido. Entre las piedras y maderos, los más tí­
midos timbres se esconderían, sólo para salir transformados, abriendo
sus alas, en fuentes nuevas de experiencia sensorial. En su imagi-
nación, cada onda era un color cambiante: ligero en algunas oca-
siones y en otras de una intensidad tan grande que apabullaba los
sentidos. Un mundo donde ninguna otra cosa era perceptible, cons­
tituido únicamente para los oídos.
Como tantos otros genios, Boldini sacrificó todo por su pro-
yecto. Su fortuna, que era cuantiosa, perduró muchos años gracias
a la meticulosa administración del artista; sin embargo, al final de
su cordura estaba a un paso de la pobreza.
A diferencia de otros genios olvidados en su propia época, la
fama le llegó en vida y desde todas direcciones, los jóvenes acu-
dían a buscar consejo del inventor musical. Porque ésta era su labor
y en ella su ingenio creador era insuperable. Todo esto, sin embar-
go, también lo abandonó por la imaginaria caja. Dejó de recibir a
los entusiasmados viajeros y rechazó los trabajos que antaño esti-
mulaban su mente con su complejidad.
Alguna vez recibió a un mensajero ataviado con elegancia. Te-
nía un pedido: un violín que pudiera tocarse con una sola mano.
Era para un conde manco, que había perdido la mano izquierda en
una guerra religiosa y no podía tocar más. La trágica imagen de
aquel que ya no puede producir, lo hizo aceptar este último trabajo.
Después de innumerables pruebas, el violín funcionó. Se presentó
en la casa del conde y éste, por primera vez en años, pudo escuchar
el sonido de la música emanada de su propia y única mano. En
pago, el conde prometió sostener la construcción del dudoso pro-
yecto, si bien no lo comprendía del todo. ¿Por qué alguien soñaría
con un mundo sólo de sonidos, pero a la vez sin música? Porque lo
que Boldini buscaba no tenía un solo acorde, ninguna majestuosa
estocada de violín ni retumbar de timbal.
Así, el conde pagaba las enormes paredes de la caja y los arti-
lugios que surgían de ellas. Pero el artista nunca estaba conforme.
Los años pasaban y también la fortuna del conde comenzaba a
minarse. Boldini no decía palabra alguna pero se intuía en su apa-
riencia los claros signos de la desesperación. El inventor musical
que podía devolver la música al perdido no podía atraer los sonidos

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cuento

del mundo, ni siquiera ofreciéndoles uno propio de su total domi-


nio. Un día como tantos otros, Boldini entró en la caja, totalmente
oscura, y cerró la puerta tras de sí. No contenía más que silencio;
el silencio más majestuoso e intenso que se ha escuchado.
Cuando el conde llegó a indagar por el fin del experimento,
como hacía con mayor frecuencia cada vez, encontró a Boldini
eufórico dentro de la caja.
Boldini nunca salió del cubo de los sonidos. Un día cualquiera,
igual a todos los demás, la caja cerró sus puertas y se tragó para
siempre al viejo inventor.

Sea un jarrón o un receptáculo ΑΒΓΔ, cuya abertura se halle en Α. Sea


en el receptáculo un vaso con agua ΣΗΘΚ y una caja Λ, de la cual
salga un conducto de agua ΛΜ. Yazca a un lado del re­ceptáculo una
vara recta ΝΞ, que sirva como punto de apoyo para que otra OΠ se
suspenda, con una copa de un contrapeso en el punto O y Ρ paralelo
en el fondo del receptáculo [K], en el punto Π, una vara ΠΣ, con una
tapa unida a la caja Λ en el punto Σ, de tal manera que no deje correr
el agua a través del canal ΛΜ. Sea la tapa de la caja más pesada que
la copa de Ρ y más ligera que la suma de la moneda y la caja. Cuando
se introduzca una moneda por la abertura Α, ésta caerá sobre la copa
Ρ, sobrecargándola, inclinará la vara ΟΠ, hasta levantar la tapa de la
caja, de tal suerte que el agua fluya al resbalar la moneda.

Boldini era un loco. Lo afirmo sin dudar. Y no fue la caja la fuente


de su locura: la caja fue el resultado de una vida entera de excen-
tricidades. Yo estuve a su lado casi todo el corto trecho que duró.
Más corto de lo que debió haber sido, al menos. Yo le di, con estas
mismas manos viejas y ajadas, los últimos alimentos que comió
antes de cerrar la miserable caja. También fui yo quien la abrí y la
encontré, para mi sorpresa, vacía. Eso nadie lo sabe. Estaba vacía.
Para qué lo cuento si nadie me creerá. Me dejó todo lo poco que
tenía, sin saberlo. ¿Quién más podría haberse quedado con sus des­

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AURA GARCÍA-JUNCO

pojos si ya todos lo habían abandonado en su locura? Me dejó todo,


incluyéndola: ¿y qué iba a hacer yo con la maldita caja?
Tenerla ahí, tan presente, era ave de mal agüero. En medio del
gran salón. Antaño hubo bailes aquí, personas mostrando lo que exis-
tir tiene de hermoso. Boldini los ahuyentó a todos y puso, en lugar de
toda esa vida, la inerte caja, en la que al final terminó la suya.
Si alguien me preguntara, yo diría que la verdadera transición
de la excentricidad a la locura vino un día de abril como un viajero
en harapos. Los mendigos no eran bien recibidos aquí. Ésta no es
ninguna caridad, quien no tenga qué hacer aquí, no tiene que hacer
aquí y punto. Eso le dije. Para mi sorpresa y sin una palabra, de
entre los harapos, sacó un pedazo de papiro tan negro como la mano
que lo portaba. El nombre de Boldini estaba escrito en él, con her-
mosas letras estiradas. Tuvo suerte: ésa es la única palabra escrita
que, a fuerza de haber visto mil veces, conozco bien.
Llevé el papiro a Boldini quien, aún sin reconocerlo, dejó en-
trar al pordiosero. Dijo que era griego. Su nombre se me ha borrado
ya de la brumosa memoria. Para mi sorpresa, Boldini me mandó a
las caballerizas a alimentar a los muchos caballos que en ese enton­
ces —todavía— reposaban apacibles y rozagantes. Cuando volví,
me ordenó que preparara una habitación para la noche. El extran-
jero se quedaba.
Así lo hice, pero no fue necesaria. Sin una palabra desapareció.
Debemos imaginar que con el cuerpo sucio y los pies descalzos se
dirigió a las caballerizas, esas mismas que yo había visitado sólo
unas horas antes, y ahí se decidió a morir. Boldini parecía saber qué
pasaría. No se sobresaltó; recibió la noticia del muerto como quien
recibe la noticia de que la habitación está lista.
Todavía hoy, el griego está enterrado sin ninguna señal en la tie-
rra, en el cementerio improvisado que yace cerca de la casa. A su
lado, la tumba vacía de Boldini engaña a los curiosos. Todavía hoy,
ignoro qué paso ese día pero sé que algo cambió.

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cuento

La gran enciclopedia

Asclepíades llevaba en verdad una vida de filósofo oculto. Pasaba


cada momento del día soñando con la gran enciclopedia del cono-
cimiento; veía cada volumen en su mente con toda claridad y, cuan­
do cerraba los ojos, podía leer cada parágrafo escrito y las imágenes
que lo acompañaban.
Así fue como un día, mientras reflexionaba en silencio a un lado
de Aristóteles, se le aclaró la verdad. Volteó a ver al filósofo, tendi­
do bajo el árbol, inerte y solitario. Con los ojos totalmente abiertos
veía el árbol desde abajo. En algún momento se había transforma-
do en una especie de ermitaño y su apariencia demacrada y sucia
reflejaba su ensimismamiento. Era él, Asclepíades, el aprendiz, el
que llevaba mucho tiempo haciendo las labores del maestro.

“Yo soy Aristóteles y ahora él ya es cualquier otro.”

A partir de ese día, dejó de predicar el mismo discurso anquilosa-


do que recitaba de memoria ante los discípulos más jóvenes y em-
pezó a transmitir sus propias ideas disfrazadas de ajenas. Semana
tras semana, los discípulos escribían sus apuntes; empezaban la gran
enciclopedia, inmersos en un engaño imposible de descubrir, pues
el maestro era solitario y sólo hablaba con Asclepíades. Los folios
se llenaban de los textos soñados por el ateniense y Aristóteles se­
guía reposando cada día en el mismo árbol con los ojos entrecerra­
do, guiando tratados cada vez menos propios; soñando, él también,
con la gran enciclopedia.

Quien haya trazado esas letras, lo hizo con especial afecto. Los mon­
jes-copistas dedicaban gran parte de su día a llenar, con las manos
siempre en alto, los inmensos manuscritos. No es de extrañarse, en­
­tonces, la cantidad de omisiones, mezclas, sustituciones, duplicacio­
nes e incluso disparates que pululan en los textos que, recorriendo
el puente del tiempo, nos han llegado. Si ni siquiera la reciente in­

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AURA GARCÍA-JUNCO

vención de la imprenta ha podido terminar con las erratas, ¿cómo


explicar la perfección de la copia que revisamos con la mente?
Se trata además, cosa rara, de un texto en griego. Podemos asu­
mir que fue encargado por un hombre culto, copiado también por
otro. En los siglos oscuros eran pocos aquellos que entendían la
lengua o aún sus rudimentos. Juan Escoto, por ejemplo, era famoso
por ello: le valió la reputación del hombre más culto de su época.
Yo no soy un erudito. No sé leer griego y no sé qué verdades
aguardan detrás de las combinaciones no arbitrarias de su alfabeto.
Puedo, sin embargo, sentir las ondas que irradian del papel. Cuan­do
cierro los ojos y lo toco, repasando en mi cabeza las imágenes, cada
trazo y cada medición se vuelve real. Si Anselmo creó un Dios de
lenguaje, de lenguaje e imagen pueden ser también mis inventos.
La atracción que ejerce el misterio, y a la vez opaca la comunica-
ción, me obliga a no separarme de él. Me han ofrecido traducirlo,
pero no sé si lo quiero.
Al final, prefiero mantener esta relación con los signos; la entra-
ñable neblina del pasado.

Addenda: Hay entre las líneas una palabra en latín. No sé exacta-


mente qué dice, pero, si alguien me preguntara, yo le diría que dice
algo así como “Eloisa”. Una sola palabra: “Eloisa”.

No es una obsesión insensata

Era un niño cuando los pedazos herrumbrosos llegaron a mis ma-


nos. En ese entonces, todo el mundo me tomaba por un tonto. Mis
propios padres, crueles como siempre fueron, no dudaban en seña-
lar con desprecio mi lentitud, ni en encerrarme, a veces por un día
entero, en cualquiera de los muchos cuartos de esta vacía villa.
Fue uno de esos días. Me había cansado de llorar y gritar para
que Evelia, la sirvientita, abriera la puerta, y estaba acurrucado en
un rincón del cuarto revisando cada detalle que veía a mi alrededor.

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cuento

Ese día, la monótona familiaridad de los rincones fue interrum­


pida. Había algo distinto: un cofre pequeño y tosco sobre una mesa
que yacía a un lado de la ventana. Me acerqué con curiosidad y me
di cuenta de que no tenía la llave echada. Al abrirlo, me encontré con
algo que me pareció un juego de artificios compuesto por ruedas
planas. Las había dentadas y completamente redondas, de plata y
de algún metal similar al cobre. Eran alrededor de veinte y tenían
tamaños distintos. Las saqué y las ordené en la mesa de acuerdo con
su forma y tamaño.
Noté entonces que había más piezas abajo: láminas de metal y
palancas. La mayoría eran sólo partes sueltas, pequeños pedazos
rotos que ni el más avezado reconstructor de vasijas de barro se
hubiera atrevido a tratar de juntar. Incluso algunas de las ruedas, que
se veían robustas y de materiales fuertes, estaban quebradas. La úl­
tima placa que encontré estaba atascada al fondo del cofre, y por
más que jalé y encomendé todas mis fuerzas infantiles a sacarla, me
fue imposible. Se me presentaba desde un ángulo un poco inclina-
do, pues estaba parado en las puntas para alcanzar a ver. Tenía una
ilustración tallada que me recordó a algunos mapas que mi tutor
me había mostrado en las lecciones que entonces se me antojaban
mortalmente aburridas. No era un mapa del mundo, sino más bien
de la bóveda celeste, trazada de manera esquemática sobre el me-
tal. Comencé entonces a tratar de entender lo que tenía enfrente, a
juntar piezas por donde intuía que se habían unido alguna vez. Fue
una labor inútil. El mecanismo era para mí imposible de entender.
Nunca había visto algo así. Sólo después de años sabría la forma
en que tantas partes pueden trabajar a la par, como una enorme
cohorte de soldados. Horas de esfuerzo pasaron en vano y final-
mente un ruido interrumpió mi juego: la puerta se abría y mi cau-
tiverio terminaba.
No me olvidé de lo que se me antojaba como un gran misterio. En
mi siguiente encuentro con mi maestro, le pedí que me mostrara
de nuevo los mapas del cielo. Él se sorprendió por mi nada habi-
tual interés por la astrología y estuvo feliz de guiarme de nuevo a
través de las constelaciones. Como era previsible, lo escuché con
atención un par de semanas, pero después perdí el interés, hasta vol­
ver a mi estado original. Sin embargo, el recuerdo del cofre jamás

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AURA GARCÍA-JUNCO

me dejó por completo. En las noches impregnadas de monotonía,


un sueño recurrente llegaba. Era un sueño de la bóveda celeste vista
a través de un enorme engrane.
Después de mi observación solitaria, mis manos parecían actuar
por sí solas y comenzar a unir las piezas que para este efecto apa-
recían repentinamente a mi alrededor. Conforme los años pasaban,
el sueño se volvía más exacto: más preciso era el mapa del cielo
que dibujaba en mi mente, al grado de que al despertar me sorpren­
día su exactitud comparada más de una vez con alguno de los libros
de la biblioteca de mi padre. En cuanto al aparato, su construcción
era también más meticulosa. Veía con claridad cada una de las mu-
chas piezas que ajustaba y en una ocasión incluso tallé una de las
placas que lo cubrían con el mismo mapa del cielo que acababa de
observar.
Soñar con el aparato empezó a ser un acto deliberado que pare­
cía poder provocar a voluntad. Antes de dormir, me proponía retos
que se cumplían en el sueño: observar tal o cual constelación, se-
guir tal o cual camino de estrellas, observar con más detenimiento
ciertas piezas complicadas, terminar más rápido de armar las tapas.
Mis progresos en su comprensión, o al menos así me lo parecía, eran
innegables.
A pesar del control que parecía tener sobre mis sueños, había
algo que jamás logré entender. El uso del aparato nunca dejó de ser
para mí un misterio. Cuando estaba a punto de girar sus perillas y
mover las palancas que determinaban su funcionamiento, algo me
despertaba. Unas veces era algún sirviente que, según me relataba,
me despertaba asustado por mis risotadas estridentes. Otras más, el
mismo sonido de mi grito de victoria era el culpable de la renova-
da vigilia, que a partir de ese momento no podía interrumpir por el
resto de la noche. Pero las más de las veces el sueño simplemente
mutaba en alguna otra cosa, dejándome con un sentimiento de frus­
tración intensa.
Las noches se volvieron mi máxima expectación. Siempre tenía
a un lado de la cama los materiales de escritura necesarios para po-
der anotar mis nuevas conclusiones y los pliegos se llenaban rápi-
damente de esquemas y dibujos que refinaba constantemente. Mi
obsesión llegó a un punto en que, ya en la adolescencia, mandé a

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cuento

encuadernar, entre lujosas cubiertas de cuero incrustado con circón


y aguamarina, los muchos apuntes que ya constituían las instruc-
ciones de armado de un aparato enteramente imaginario.
Mis padres, a los que poco importaban mis andares, no estaban
enterados de esta duradera manía. Tampoco les importó cuando
comencé a construir mis propios sistemas simples, guiado por los
escritos de los grandes genios antiguos. Herón y Arquímedes fue-
ron mis primeros guías en el viaje de la comprensión de la natu­
raleza física de las cosas y, paso a paso, armé algunos de sus más
grandes inventos. Tomé como propio ese mismo cuarto en el que
la primera vez intuí el poder de las máquinas y ahí monté una es-
pecie de taller. Mi manuscrito me acompañaba siempre, como una
especie de testigo de mis errores y aciertos y, a su vez, con mis nue­
vas experiencias lo completaba. Me llegó a parecer que el gran libro
aprendía de mis nuevos experimentos.
La cantidad de tiempo invertida en mis proyectos comenzaba a
ser sospechosa, si no para mis padres, sí para mi maestro. A decir
verdad, siempre fui un discípulo terrible. Lo digo con lástima ya
que ahora comprendo que mi maestro no era en absoluto m ­ ediocre;
había incluso algo genial en la manera en que articulaba sus largos
monólogos. Pero entonces no me parecía más que un estorbo que
me absorbía las horas. Contemplaba somnoliento sus lecciones y
tardaba mucho más de lo debido en aprender cualquier cosa, por
simple que fuera. Del griego no aprendí casi nada hasta ya entrado
en la adolescencia, ya que mi motivación se volvió pragmática. El
latín lo entendía bien, aunque tenía un sinnúmero de errores cuando
de usarlo se trataba y la ciencia retórica jamás me fue de interés.
Mejor suerte tenía con el cuadrivio, a pesar de mi desapego. Muchas
de las teorías y cálculos que estudiábamos en las lecciones tenían
aplicación en mis aparatos y eso me ayudaba a mantenerme a flote.
Un día en clase me quedé profundamente dormido. El maestro
se reclinó sobre mí para despertarme de un golpe y al hacerlo vis-
lumbró un dibujo de mi aparato al margen del libro que leíamos, el
Timeo de Cicerón. Supongo que se tomó un momento para exami-
narlo, ya que para cuando me despertó —con el mencionado golpe—
tenía una serie de preguntas al respecto. Quería saber cada detalle
sobre el dibujo. Su desbordado interés me produjo dudas y al final

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AURA GARCÍA-JUNCO

de una larga conversación me confesó haber visto algo similar en un


mercado en Roma. Según su relato, calculé que el aparato que vio
era mucho más pequeño que el mío y algo más rudimentario. En
un gesto que sólo terminó de revelar su impertinencia tiempo des-
pués, terminé por contarle acerca del mío. Le conté de mis esfuerzos
por construir otras máquinas y del manuscrito con los planos del
que sería mi creación más grande. Él insistió en verlo pero yo me
negué bajo el argumento de que el libro estaba siendo encuadernado
en la ciudad. Esto no era verdad, por supuesto, pero no estaba se-
guro de querer mostrar a nadie la que se había vuelto mi pertenen-
cia más querida.
A partir de ese día, me presionaba cada vez más para ver el ma­
nuscrito. Cuando empezó a notar mi renuencia, cambió la estrate-
gia y quiso entonces ver los demás aparatos que le conté que había
armado. También a esto le di largas con excusas inverosímiles.
Nuestra relación pasó de la indolencia al rencor en un corto periodo
de tiempo. El maestro amenazó incluso con revelar mi secreto a
mis padres. Me era imposible seguir así un día más. Fijé una fecha
para una visita a mi estudio.
Finalmente el día llegó. Abrí la puerta del cuarto con una llave
que ya sólo tenía yo y lo hice pasar. Después de cerrarla de nuevo,
lo guíe por un par de artilugios que mantenía en buen estado, a
modo de preámbulo, o tal vez para retrasar un momento que no
quería alcanzar. Entre chatarra y máquinas que ya presentaban los
primeros signos de deterioro, le mostré algunos de los autómatas
de Herón. Por petición suya, dejé que los examinara sin decir una
palabra acerca de su funcionamiento. Mi maestro revisó un par y
se paró frente a uno en particular, no más alto que una olla de barro
grande. Quiso entonces que lo accionara. Le pedí una moneda, que
un poco desconcertado me dio e, introduciéndola por la ranura,
accioné su mecanismo. El movimiento interno del aparato hizo
una serie de ruidos pero nada sucedió. Recordé entonces que había
olvidado poner agua dentro del receptáculo que tenía para ese fin
y me sonrojé. Me sentía como un tonto bajo su mirada burlona.
Mi orgullo me obligó a mostrarle uno de mis favoritos. Era un
aparato muy simple en realidad, uno de los pneumata de Herón.
Según narra el gran inventor en su manual, la máquina, posiciona-

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cuento

da sobre un altar, debió mostrar a los acólitos cierta danza de unas


figurillas, activada de manera automática mediante vapor. En mi
versión, los muñecos que se adherían a la plataforma giratoria eran
pequeños títeres articulados que representaban alegóricamente los
planetas. La luna, a la que había dedicado el mayor tiempo el arte-
sano que los hizo, era una pieza en verdad encantadora con vestidos
finos de tul y gran belleza en los rasgos. Puse a calentar la hoguera
oculta que era la encargada de producir el vapor mientras explicaba
su funcionamiento y el de otros aparatos similares. Esta vez tuve
más éxito que en mi primer intento y el maestro quedó gratamente
impresionado. Me puse de buen humor y me sentí animado por
primera vez desde el inicio de la visita. Le mostré un par más de
aparatos accionados por vapor.
Después de un rato se empezó a sentir la tensión en el aire. Sin
más preámbulo lo llevé hacia mi manuscrito precioso. Él lo devoró
con fruición. Notaba cómo estudiaba cada detalle y movía las ma-
nos como si tuviera la máquina misma en ellas. Por momentos me
pareció que quería decirme algo, pero lo evitaba una y otra vez.
Después de un rato se disculpó arguyendo la hora y se fue.
A partir de ese momento no hablamos del tema. Sin embargo,
el incidente dejó un rastro: había algo en el aire imposible de igno-
rar. Sentía su rencor al mirarme y me parecía extraño que no vol-
viera a mencionar el manuscrito que tanto interés le presentó. No
podía menos que sospechar que algo estaba mal.
Un mañana del mes de julio me desperté con una sensación in­
tensa de malestar en el cuerpo. Fibrilaba y temblaba de pies a cabeza.
Intenté gritar pero la voz apenas me salía como un murmullo. Estu-
ve horas en este estado antes de que alguien se percatara. Llamaron
de inmediato al doctor, quien me diagnosticó envenenamiento por
alguna sustancia imposible de determinar. Fui desahuciado por fal­ta
de antídoto. Después de varios días de tratamientos variados, los
oídos se me reventaron por la fiebre y dejé de escuchar con el de-
recho. Nunca recuperé la audición. Supuraba por todo el pecho y no
podía sostener ni la cabeza. Mis padres, sin mucho pesar, me die-
ron por muerto.
Sobreviví. Es imposible saber cómo o cuál de las decenas de
an­tídotos que engullí fue efectivo, pero en dos semanas mi mejora

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AURA GARCÍA-JUNCO

era evidente. Tomó un mes más para que me reconstituyera por com­
pleto, aunque poblado de cicatrices. El día en que finalmente aban-
doné mi habitación me llevé la sorpresa de que mi estudio había
sido profanado. Además de algunos aparatos sin importancia, fal-
taba, por supuesto, el manuscrito. No tuve duda de quién lo tenía.
Mis padres me contaron que el maestro había aprovechado mi dolen-
cia y se había marchado a ver su madre enferma. Volvería en un mes.
Siguieron meses angustiosos. Tuve que aprender a vivir sin mi
oído derecho y sin mi manuscrito, que había estado a mi lado por
años. El maestro me quitó el único objeto que había apreciado real­
mente en la vida y, lo que es más importante, me arrancó los sueños.
Por las noches ya no había más que un azul intenso al cerrar los
ojos. No más bóveda celeste, no más piezas dentadas.
Ovidio dijo con sus palabras aladas que el tiempo devora las
cosas. Pues bien, el divino tiempo devoró también mi angustia y la
rueda de la fortuna siguió girando y me llevó a mejores derroteros.
Un día, ya que mi fama se dispersaba por el mundo, me desperté
con el rumor de que uno de mis sirvientes había visto en un mer-
cado un manuscrito similar al que solía mencionar continuamente.
No perdí un minuto y fui por él. Mi sorpresa fue grande al constatar
que no era el mío, sino uno casi por completo idéntico. Lo compré
para revisarlo a profundidad. Una lectura detallada me reveló una
serie de pequeñas diferencias. Empecemos por la más evidente: el
autor, que aparecía en la segunda página del libro, tenía un nombre
familiar, pero no el del maestro ni el mío, sino el del griego Arquí-
medes. Por un momento dudé que fuera una copia de aquello que
recopilé directo de mis sueños y me llené de emoción pensando
que quizás habría llegado al instructivo original de mi proyecto.
Pronto se reveló la imposibilidad de esta hipótesis ya que los esque-
mas eran tal y como yo los había trazado e incluso tenían los cambios
que de sueño en sueño había percibido y fijado. Emprendí, enton-
ces, la búsqueda, enteramente de memoria, de los rastros de copia-
do. El resto de las diferencias me parecieron respuestas a algunos
problemas de funcionamiento que se intuían de mis propias explica-
ciones y algunos diagramas adicionales, basados en los primeros.
Éste fue el primero de una serie de manuscritos que encontré en
varias partes del mundo, ayudado por amigos con los que guardaba

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cuento

comunicación epistolar. Todos los libros partían de mi original pero


tenían pequeñas diferencias y autores distintos, siempre antiguos.
En algunos de ellos se aventuraban respuestas sobre el uso de mi
apa­rato imaginario, postulando las más divertidas soluciones e, in­
cluso, fábulas fantásticas sobre su poder. Encontré incluso más de
uno en griego y, el más raro de todos, una opulenta edición en árabe
con páginas de papiro fino y cubiertas de grueso cuero marrón.
Con el paso de los años y los manuscritos a mano, intenté más
de una vez construirlo, pero fue así como descubrí el tremendo con­
traste entre los sueños y la realidad, que aunque nítidos, no se pueden
calcar íntegramente en ésta. Siempre faltaban piezas y explicacio-
nes. Terminó por parecerme el proyecto de un niño que no entiende
nada y quiere controlar los astros en una infantil infatuación.
Quién iba a pensar que después de tantos años, ya abandonados
todos los intentos y aspiraciones, un deus ex machina solucionó el
enigma. De nuevo la fortuna volteó a verme favorablemente. La res­
puesta vino apenas ayer en un pedazo sucio de pergamino:

De Johannes S.
El manuscrito me dejó arruinado. Recorrí el mundo entero, de Finis-
terra hasta el Tule, buscando las piezas faltantes. Encontré el aparato
y viví por ello las más crueles consecuencias.
Te diré ahora que no me queda nada, que de él sale la más terrible
música de las esferas, tal como lo dijo Platón.

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Joaquín Íñiguez Peón

Del exotismo y otros demonios

Veinte años después, mientras contemplaba a un pelotón de fumi-


gadores, Tranquilino Buendía habría de recordar aquella tarde re-
mota en que el coronel lo llevó a conocer El Cielo. El mundo era
tan viejo y la propaganda tan poderosa, que las palabras ya no ser­
vían para nombrar a las cosas sino para venderlas.
Tranquilino, cronista colombiano especializado en nota roja,
viajó a Ciudad Pantano para cubrir determinada sucesión de epi-
sodios que pendulaban entre lo siniestro y lo paranormal, entre la
fan­tasía de un niño y las telenovelas de la abuela, entre el folclor y
la cursilería más atroz. En esas mismas tierras, durante los últimos
ciento cincuenta años, habían atravesado siete guerras, tres indepen­
dencias, cuatro golpes de Estado, dos revoluciones e innumerables
espectáculos de Pepinito, payaso de la televisión, ex alcalde y líder
religioso —sí, en ese orden—. La violencia germinaba cual zara-
mullo en temporada y su sombra se proyectaba siniestra sobre los
espacios públicos y el inconsciente de los habitantes. Ciudad Pan-
tano no es tanto un lugar sino un trastorno psicótico.
Los hechos escapaban a cualquier lógica, y los rumores comen­
zaban a salirse de control. Tranquilino —primo del hermano del
so­brino de un muerto, que a su vez era abuelo del cuñado del amigo
de otro muerto, casado con una muerta que tuvo varios hijos que ya
habían muerto— aguardaba turno en la comisaría, observando a
tra­vés de la ventana esa bruma espesa, como de luz quemada, que
tiñe el otoño pantanense. La secretaria lo entretuvo hablando sobre

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cuento

sus uñas, las uñas de su abuela y las uñas de su hija, luego lo invitó
a pasar a la oficina del coronel. A pesar de las temperaturas in­fer­na­
les, el tipo había alfombrado incluso por encima de su silla y su es­cri­
torio. Las paredes fueron cubiertas por pinturas ecuestres y un caballo
disecado ocupaba media habitación.
Malasmañas, un protomacho de provincia, había iniciado su
ascen­dente carrera política a los dieciséis años, cuando se infiltró en
las instalaciones del gobierno de Lindo Bache para robar los papeles
que lo constituían como cabecera municipal y regresarlos a Tierra
de Nadie, pueblo consignado a la producción de agujeros. Ahora,
al mando de las fuerzas policiales, había logrado notables cambios
en la agencia, sobre todo la celebrada instauración de los martes de
margaritas y patrullas locas.
—Mira, Buendía, he visto hombres reducidos a pozole, metidos
en una telera, me los he merendado en carnitas, pero nunca esto.
Tememos que sea obra del Cártel del Nuevo Emprendurismo. Todo
apunta a que se trata de una de sus intrincadas tácticas de supera-
ción personal. Sin embargo, es como si la orden la hubiese dado un
diseñador de interiores y no un capo sanguinario.
—¿Han pensado en llamar a un fumigador?
—¿Qué te crees, Buendía? ¿Te crees más listo? ¿Estás diciendo
que eres más fuerte que yo? Hemos contactado a los mejores, gente
de prestigio internacional. Incluso trajimos a unos especialistas de
un laboratorio en Austria pero se perdieron, hace semanas que no
tenemos noticia de ellos.
—Escuché un chisme, dicen que ésos eran de juguete.
—Te he leído, ¿sabes? Creo que eres un tipo listo. Acaban de
reportar otro crimen con la misma firma que los anteriores. Me
gustaría que te dieses una vuelta por ahí a ver si descubres algo
que se le escape a mi equipo. Estarás tratando con profesionales,
advierto.

II

Llegaron en la patrulla del sargento Espinoza Segura. Al ver un


cuerpo desplomado sobre una banca, con el pelo crecido hasta la

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joaquín íñiguez peón

cintura y la palidez de cadáver, Buendía sintió un escalofrío esca-


lándole el cuerpo.
—Pobre hombre, quedó en terribles condiciones. No puedo mi­
rarlo. Su rostro, no sé, debe llevar días ahí, parece que el cabello le
ha seguido creciendo.
—No, señor, es Remy, es parte del equipo y es inofensivo. Le
gusta el metal pesado, las cabras medievales y algunas cabras con-
temporáneas. El cabrón no está muerto, es un tanto tímido cuando
no está rodeado de los suyos. ¿O no, mi Remy?
—Pos sí, así es.
—¡A huevo, pareja!, así es la cosa.
La verdadera escena del crimen aguadaba a cinco metros de la
banca, a tres de la comisaría más cercana. Con los intestinos desper-
digándose cual lombrices, con el estómago en florilegio, yacía el
cuerpo de un hombre joven con la piel amoratada y el rostro des-
figurado, envuelto en inexplicable aroma a jacaranda. Además, tal
cual narraban los casos anteriores, se hallaba rodeado por un sinfín
de mariposas amarillas. Parecían multiplicarse por segundo, ale-
teando a ritmo frenético y, para colmo de lo grotesco, alineadas en
coreografía.
El periodista no pudo contener el vómito. Para su sorpresa, bro­tó
como un arcoíris desde el esófago. El sargento Espinoza le palmeó la
espalda para consolarlo, pero sólo consiguió sacarle el desayuno.
De regreso en la patrulla, Remy le aseguró que los chamanes de la
región incitaban a curar esos malestares lamiendo el musgo de las
banquetas y que, en la periferia de la ciudad, era habitual toparse dos
o tres madres arrastrando las lenguas de sus hijos sobre la escarpa.
En las enfermerías de las escuelas también era una práctica co-
mún. La mera idea curó a Buendía de su malestar.
El cadáver, a ojos del buen observador, arrojaba información
sobre los hechos que precedieron su asesinato. Pero, sobre las ma-
riposas, la policía no tenía ni pista.
—¿Y qué opina, entonces, de lo que vio? Para algo lo traji-
mos, ¿no?
—Me parece, y disculpen si me equivoco, que podría tratarse
de uno de esos criminales exotistas. No es el primero ni será el últi­
mo, eso se los aseguro.

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cuento

—¡Mierda! Es peor de lo que temía. Desde que hubo este boom,


ya nadie está a salvo de ser exotizado.

III

Atravesaron la ciudad con las ventanas abajo. El viento concedía


bofetones alquitranados, como presagio de un porvenir conturba-
dor. En el camino, Remy advirtió a un turista tomándole fotos a un
indio tirado a las puertas de la iglesia. Así que, bajo el supuesto de
que podía ser el asesino, se bajó del auto y con ímpetu volcánico
ta­cleó al hombre, quien resultó ser un pendejo inocente, como la
mayoría, reducidos a la indiferencia ante la avasallante perversi-
dad de lo cotidiano.
Llegaron al barrio Paraíso Tropical, un proyecto de desarrollo
ur­banístico que consistía en veinte mil casas exactamente iguales,
asunto que provocó una demora de dos horas para dar con el domi­
cilio. Lo paraíso: el aire acondicionado en la tienda de autoservicio.
Lo tropical: algunas palmeras dispersas y una alberca comunal que, a
esas instancias, se había transformado en urinario colectivo. De
pron­to, a Buendía la ciudad le pareció un diorama realizado por
un ser insensible, sin imaginación.
Al cabo de olisquear un dejo de buganvilia, con un ligero toque
de lavanda y romero, dieron con el otro cadáver, a la puerta de una
casa. Éste, a diferencia del anterior, había sido decapitado. A su al­
rededor murmuraba una docena de mujeres.
—¿Qué está pasando aquí? —irrumpió Espinoza, intentando
dispersar a la chusma.
—Es que, señor, debe usted entender que…
—¿Entender qué? ¡Yo no entiendo nada! ¡Nunca he entendido
un carajo de nada! Y si lo hago, preferiría no hacerlo.
—Es que, ese hombre, usted no comprendería porque se le nota
que no cree en la magia, pero ese hombre es el decapitado más her­
moso del mundo.
El decapitado, en efecto, era un cuerpo alto, fornido, e­ scultural,
como moldeado a mano por una ninfómana. Para ellas, había cierta
cualidad desproporcional en su belleza, les pareció un ser angelizado.

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joaquín íñiguez peón

—No tiene cabeza. ¡Es el hombre perfecto! ¿Por qué no nos lo


llevamos?
—Se nota a luces que es una gran escucha.
—Me pregunto si así dejarían de compararnos con sus madres.
—Sin cabeza supongo que no será violento como el mío. Ahí
se gesta el mal, creo yo.
—Yo lo pondré a fregar el baño con las nalgas, no es como que
vaya a rebatir.
—Un momento, un momento, que nadie pierda la cabeza —in-
terrumpió Remy—. Si alguien aquí se va a llevar este cadáver con
fines necrofílicos, voy a ser yo.
Y ya, antes de que el conflicto escalara en zafarrancho, la turba­
multa de mujeres se alejó chismorreando, bulliciosas, de regreso a
su condena de maridos con cabeza.

IV

Ver tanto seso, tanta tripa, le abrió el apetito a Espinoza, así que
emprendieron rumbo para encontrarse con el coronel Malasmañas
en un restaurante, con el fin de que el invitado conociera las deli-
cias de la gastronomía regional, es decir, variedad de iguanas: asa-
das, al ajillo, a la diabla, al carbón.
—¡Sabe a mierda! —protestó sin matices el periodista.
—¡Pues te la comes! —sentenció el coronel, poniendo énfasis en
que así funciona la cordialidad y las buenas maneras pantanenses.
—Tú ponle más salsa hasta que quede sabrosa —concluyó Es-
pinoza—. Ése es el truco. Así me lo enseñaron mis padres. Así lo
aprendieron de mis abuelos. Y así sucesivamente.
El tema de los asesinatos secuenciales no se trató hasta que se sir-
vió el postre. Apenas daban el primer bocado al tradicional flan duro
de la región, cuando Remy se puso a hablar a detalle de las cosas que
uno encuentra cuando se asoma al interior de una persona sin cabeza.
—Hoy, mi coronel —dijo Espinoza, para cambiar el tema—,
valiéndonos del trabajo inquisitivo de su equipo, y de las más avan­
zadas técnicas forenses, hemos concluido que el rufián en cuestión
debe ser, sin duda, un mariposo.

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cuento

—Fabuloso, sargento, son esta clase de demostraciones de agu­


deza y compromiso lo que me hace pensar que algún día usted ocu­pa­
rá mi cargo. ¡Brindemos!
El coronel celebró los avances con grotesca jácara. Y, viendo
que la noche guardaba un aura crepuscular, que se hallaban en el
plenilunio de una velada ordinaria, incitó a la tropa a encaminarse
a El Cielo.

El Cielo desprendía fragancia a orines, semen y tabaco. La barra era


custodiada por Ángel Chupalapicha, dueño de uno de los peores
apellidos compuestos de la región. El tipo era conocido por servir
las bebidas cargadas y aconsejar el suicido como solución a toda
clase de problemas, incluyendo los cotidianos. Su abuelo Chupa-
lapicha, su padre Chupalapicha y su hermana Chupalapicha se de-
dicaron a cultivar lechugas. No se puede decir lo mismo sobre el
negocio del tatarabuelo Chupalapicha.
En la pista, Sortilegio se contorsionaba cual serpiente mientras
la luz ultravioleta atravesaba las bocanadas de humo. Por un instan­
te, Buendía creyó que se había enamorado, el mundo le dio vueltas,
sintió su temperatura corporal elevarse. Pero no. No era amor, era
otro tipo de atentado, la mordida de uno de esos mosquitos radio-
activos de la región.
Así se fueron las horas hasta que llegó el turno de Luciel, una
chi­ca de apenas dieciséis años cuya belleza era tal que al nacer el
doctor intentó amamantarla. Malasmañas había estado enamorado
de tres generaciones del mismo linaje de mujeres. Según contaban
las leyendas, se había mantenido virgen hasta entonces, con base en
sexo oral y encarcelamiento de inocentes. Dicen que para apaciguar
su libido, fornicaba con un frasco de sal de grano.
Luciel subió al escenario. Bailaba con la misma ligereza con que
algunas personas silban cuando caminan. El coronel la observaba
desde su taburete, bebiendo tequila con popote, absorto. Conforme
la última canción que bailaría Luciel se acercaba a su fin, él co-
menzó a sentirse poseído por un deseo bramante. Todo ese deseo

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joaquín íñiguez peón

contenido, todo ese deseo que había mutado en dolor, cobraba aho­ra
una forma animal, la de un búfalo en la pradera. Un tanto ebrio,
trastocado por el poder, el coronel se levantó y se fue aproximando
a ella, con la mirada perdida, dando pisadas de plomo.
Ella, sin siquiera notar su presencia, bailaba sobre el aullido de
una nota de blues, con los ojos cerrados y la cadencia con que vue-
lan los roedores alados del pantano. Luego, sin siquiera percatarse,
comenzó a elevarse por encima del suelo, ligera, bellísima. El co-
ronel, dominado por su propia bestialidad, se abalanzó sobre ella
pero no alcanzó a tocarla. Luego dio brincos ridículos, intentando
alcanzar sus pies para regresarla a la tierra, pero su esfuerzo fue en
vano, Luciel se fue volando por la puerta.
—¡¿Qué esperan, idiotas?! —vociferó Malasmañas—. ¡Se esca-
pa mi amada! ¡Debo rescatarla! Es mi oportunidad de ser su héroe.
—Disculpe coronel, no quiero incomodarlo pero creo que ella
no le corresponde el sentimiento. Por eso se fue volando.
—Nada de eso, Buendía. Se está haciendo la difícil y necesita
ser rescatada.
Así fue como la tropa y algunas patrullas de refuerzo termina-
ron persiguiendo a la encueratriz voladora a lo ancho y lo profundo
de su Ciudad Pantano. Callejoneando y a lo largo de avenidas, las
patrullas siguieron el curso de la fugitiva hasta que se adentró en el
monte. Hubo que continuar el recorrido a pie, avistándola entre las
copas de las ceibas y las parotas, hasta que descendió con elegan-
cia y se introdujo en una cueva que nadie conocía.
El coronel, armado con pistola y botella de aguardiente, entró
primero. Buendía lo siguió con grabadora en mano. Llegaron a un
punto donde la oscuridad era tan densa que nulificaba la luz de las
linternas. Consideraron detenerse ahí, la chica quizá nunca regre-
saría, probablemente había muerto. Pero nunca se debe subestimar
la calentura de un hombre narcisista con síntomas de psicopatía. Así
que el coronel siguió caminando por diez minutos a ciegas, y a los
demás no les quedó otro remedio que continuar su inmersión en la
caverna, a paso ebrio, a pesar de que la humedad dificultaba la res­
piración.
Algunos se hallaban a punto de rendirse cuando se escuchó un
sonido como de zopilotes. Lo siguiente que sintieron, en rostro y en

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cuento

cuerpo, fue el aleteo de un sinfín de creaturas de la cueva, que re-


voloteaban convulsas e invasivas. El pánico circulaba por venas y
arterias ante la asunción de que se trataba de murciélagos. La fuerza
policiaca se dispersó en todas direcciones, sólo Malasmañas, Buen­
día, Espinoza y Remy continuaron por la ruta contemplada. Iban
desperdigando licor en el camino para que Malasmañas olfatease
el camino de regreso.
Tras media hora de subir y bajar, al final de la gruta, en una lo­
ca­ción paradisíaca, encontraron lo que no sabían que buscaban: el
mari­posario. El sitio era majestuoso, las estalactitas daban la im-
presión de una arquitectura gótica y el cenote de aguas cristalinas
surtía los efectos afrodisiacos del Caribe. El movimiento colectivo
de las mariposas era similar al del pincel danzando sobre el lienzo.
La luz de una fogata reveló la presencia de humanos. Reposando
sobre el musgo, adentro de una sala de piedra, compartiendo elixir
embriagante, se hallaban los fumigadores desaparecidos, como flo­
tando sobre El Jardín de las Delicias.
—¿Qué carajos está pasando aquí? —irrumpió Malasmañas—.
¿Para eso creen que les pagamos? Hemos desperdiciado semanas
buscándolos. Les dijimos a sus familiares que habían muerto y que
lo más probable es que los hubiesen torturado.
—Aliviánese, maestro, aquí la vida es buena; incluso cuando es
mala, no deja de ser un hechizo.
—¿Alivianarme? ¿Sabes qué le pasa a la gente que se aliviana?
Se mueren de hambre o, peor aún, regresan a vivir con sus padres.
—Mire, si se quiere poner difícil, ustedes no tienen una orden
de arresto.
—Las órdenes de arresto no existen, son un producto de la ima­
ginación de la sociedad civil. Aquí lo que manda son mis pistolas.
—Lo siento, coronel, me gusta el mundo del mariposario, no
creo poder regresar. Afuera soy pobre. Bueno, aquí también pero
es más bonito.
Y así, en lo que pareció apenas un pestañeo, a los policías y al
pe­riodista se les fueron tres días, sobrenadando en esa atmósfera per­
fumada, en esa sensación de calma y placidez. Cuando Buendía
recuperó la noción del tiempo, supo que debía regresar y entregar
la nota que le daría para vivir el próximo mes. Espinoza enfatizó

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joaquín íñiguez peón

que se había solucionado el asunto de las mariposas, pero nada


sobre los verdaderos asesinos. Malasmañas y Remy no quisieron
regresar, por última vez se les vio remando juntos hacia el horizon­
te. Espinoza y Buendía retornaron por un atajo que recomendaron
los fumigadores. Afuera aguardaban los medios y media docena de
patrullas, Espinoza no tardó en asumir el mando.
—Bueno, fue una grata experiencia, pero creo que hemos tenido
suficiente. Por favor, clausuren el mariposario.

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Néstor Robles

El arte de mirar en el espejo

El regreso del hombre del otro lado

El recuerdo de la infancia regresó en el peor momento. Estábamos


subiendo el espejo antiguo, enorme, al piso de la señora Ruiz cuan­
do sin querer volteé a ver mi reflejo y lo vi. No era yo. El hombre del
otro lado parecía burlarse. Había regresado. Estornudé. La memo-
ria me distrajo: hizo que se me resbalara el artefacto y explotara en
un montón de pedazos por la escalera.
Me acompañaba Walter, mi jefe y compañero de trabajo, que de
inmediato se puso a mentar madres después de darme un madrazo
a mano abierta en la cabeza.
—¡Ay, pinche Moncho!, ¡si serás pendejo! Con la suerte que tie­
nes, ahí te van otros siete años de miseria. ¡Estás bien pendejo, pin-
che Moncho pendejo!
Me lo dijo como siempre: como si fuera nada. Esta vez no lo
so­porté. Lo empujé por la escalera. Cayó rodando y terminó con la
cabeza reventada allá en el fondo del edificio. Desde arriba lo vi
agonizar: ojos abiertos, mirándome fijo, luego se desvanecieron a
blancos. Al intentar bajar para comprobar que estuviera muerto,
pisé los restos del espejo roto. Me vi a mí mismo, desfragmenta-
do, como cuando era niño, después de haber roto los espejos pen-
sando que me hubiera salvado.
La mala suerte había alcanzado a Walter. Por fortuna nadie vio
cómo mi pobre compañero de trabajo se resbaló, o eso pensé. Se
asomaron momentos después, algunos vecinos, testigos perfectos
para mi coartada.

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néstor robles

La señora Ruiz salió rato después, cuando la ambulancia llegó.


—¿Qué pasó, Monchito?, ya se tardaron.
—¡Ay, doña Ruiz!, ¡no sabe la tragedia que ha sucedido!
—¿Qué le pasó a mi espejo, pinche Moncho?, ¿qué pendejada
hiciste esta vez?
—Yo ninguna, doña Ruiz, el pobre del Wally, que se resbaló.
—No me jodas, Moncho, no me jodas, ¿y el espejo? ¿Cómo
que­dó mi espejo?
—Roto, doña Ruiz, bien roto… como la cabeza del Walter.
—Ese espejo era muy importante para mí. Tenía un valor sen-
timental. Había pasado de generación en generación en la familia.
Estás despedido, Moncho… despedido y maldito. ¡Qué bueno que
se adelantó el Walter! Mejor para él. En cambio tú… No, Moncho,
tú no tienes remedio. Antes de irte, limpia por favor este desmadrito
que hicieron.
—Sí, señora, por supuesto. Usted disculpe.
—¿Sí sabes qué hacer, verdad?
—¿A qué se refiere?
—Pues a cómo limpiar el espejo, por supuesto.
—Pues sí: lo levanto… con un recogedor… y lo tiro a la basu-
ra, ¿no?
—Ándale, pequeño genio, hazlo así y vas a ver que de verdad
no tendrás remedio.
—¿De qué otra forma quiere que lo recoja?
—De la única forma en que se debe desechar un espejo que has
roto, hijo: machácalo bien, hazlo polvo, que no quede ningún peda-
zo que refleje nada. Guárdalo en una bolsa negra. Entiérralo en un
lugar lejos, desconocido por ti, al que no pienses volver jamás.
—No sabía que fuera tan supersticiosa, doña Ruiz. ¿No le pa-
rece un poco exagerado?
—Exagerada fue tu reacción, Monchito.
Me quedé callado, doña Ruiz me tenía en sus garras. Había vis­
to lo que había hecho, sin embargo, no parecía molesta ni mucho
menos. No había ganas de delatarme. Sonreía todo el momento, son­
reía la bruja, mientras se retiraba a su departamento.
Eran muchos trozos que tenía que recoger. La teoría de desha-
cerse del espejo sonaba descabellada. Me sé algunos mitos al res-

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cuento

pecto, pero nunca había escuchado éste. Hice una pila con ellos y
los guardé momentáneamente en la mochila de herramientas que
siempre llevaba conmigo. No había tiempo para hacer todas las
indicaciones de doña Ruiz. Lo pospuse y el recuerdo otra vez, el
pinche recuerdo…

Los rituales frente al espejo

Tenía cinco o seis años, no pretendo recordar con exactitud, cuando


tomé conciencia de mi reflejo en el espejo. Me veía todo el tiempo.
En mi casa siempre hubo espejos. Mamá estaba obsesionada con
ellos. Al igual que yo, se veía todo el día. Se maquillaba y se volvía
a desmaquillar, por ejemplo, para seguir viéndose.
Ensayaba sus monólogos también frente al espejo. Siempre
qui­so comenzar una carrera de actriz. Era una mujer talentosa, mi
madre. Pero su pasión por la actuación se convirtió en locura. Que­
riendo obtener un papel importante, descuidó su alimentación, necesi­
­­taba adelgazar. Y desapareció. Pero su muerte lenta no tiene nada
que ver con el recuerdo. ¿O sí?: finalmente fue ella quien me conta­
gió el narcisismo de siempre actuar frente al espejo, de querer hacer
todo frente a él. Todavía hasta hoy, cuando hago el amor, siempre
tiene que ser frente al espejo, aunque estornude, incluso cuando me
masturbo, es necesario tenerlo enfrente para derramar la venida en
él. El espejo, como ven, se ha convertido en parte esencial de mis
rituales de vida.
La primera vez que recuerdo haber visto al hombre en el espejo
fue por aquellos años, cuando mamá se estaba consumiendo. Papá,
el cobarde, no quiso seguirle su juego, decidió abandonarla… Y a
mí en el camino. Así pasa. Uno tiene que sobrevivir solo. Mi reflejo
era el único amigo que tenía, hasta que el hombre sin rostro apare-
ció en él. Es un decir que no tuviera rostro. Sí tenía… pero parecía
borroso. Estoy seguro que tenía bigote y barba, como yo la tengo
ahora: abundante, descuidada.
Al principio pensaba que era mi vista la que fallaba. Me tallaba
los ojos, hasta enrojecerlos, para tratar de enfocar bien, pero el
rostro borroso seguía ahí. El hombre me saludaba, parecía tocar la

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néstor robles

superficie. Primero despacio. Conforme pasaba el tiempo lo hacía con


más fuerza, y parecía que el espejo temblaba, formando olas como
cuando dejas caer una roca en el lago. Yo tocaba también, siguiendo
el juego. Tocar hasta reventar.

No hay peor depredador que el polvo

En el funeral del Walter me rogaron que dijera unas palabras. Al


principio me negué. Fueron tan insistentes, especialmente la Mag-
nolia, que no me pude negar. Traté de sonar lo más triste posible. No
tuve que esforzarme demasiado, triste lo estaba: siempre me han
de­primido los funerales. Cuando yo me muera no quiero que me
hagan nada de esto. Quiero que dejen mis huesos en una calle vacía.
—Él, además de mi compañero de trabajo, era mi amigo. Siem-
pre fue un hombre impaciente conmigo, pero igualmente estuvo
siempre ahí para darme palabras de aliento. Te voy a extrañar, ca-
marada, buen viaje donde quiera que vayas.
Eché un puño de tierra y toda la cosa.
La verdad es que sí me dolió su muerte, como me duele la de
todos, como me va a doler la propia cuando me llegue.
Magnolia la bonita se acercó a mí, sollozando.
—Gracias, Moncho, por tus bonitas palabras. Sé que le hubie-
ran gustado.
Me dio un beso en la mejilla y me abrazó, haciéndome sentir
esos pechos que tanto me volvían loco.
—A un amigo se le acompaña hasta la tumba. Cuenta conmigo
para lo que necesites, Magnolia, lo que sea, no dudes en llamarme.
La abracé de vuelta, tocándole la espalda, dándole roces de áni­
mo con una mano, y con la otra cerca de la parte baja de la espalda,
casi en el nacimiento de sus nalgas, como indirecta de que si se lle-
gara a sentir sola sin el cabrón éste, me tenía a su disposición.
—Gracias —me dijo y se alejó contoneándose dentro de ese
vestido negro.
Me dejó manchas de rímel en la camisa. Para mí significó un
triunfo. Suspiré. Saludaba a cada amigo, cada miembro de la fami-
lia del Walter. No me importaban en absoluto; hacía tiempo para

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cuento

deshacerme del bulto que traía cargando en mis espaldas: todos los
trozos de espejos.
La vieja Ruiz claramente me había dicho que debía deshacer-
me de ellos en algún lugar alejado, al que no pensara volver. Y
después de este soporífero ritual me quedaba claro que no volvería
a asistir a uno.
Se fueron todos. Todos menos uno. Al fondo, entre las tumbas,
un hombre trajeado. Manos detrás de la espalda. No estaba tan le-
jos, pero no alcanzaba a distinguir su rostro. Lo saludé.
—¿Qué onda? ¿Eras amigo del Walter?
Silencio. Ningún movimiento.
—Llegas tarde —le volví a gritar—, se han ido todos.
Silencio. Ningún movimiento.
—Te puedes acercar, si gustas, aquí es donde acaban de ente-
rrar al Walter.
Pero el hombre nunca respondió. Dio media vuelta y caminó
hacia los árboles hasta perderse de mi vista. Aproveché la soledad
para abrir un hoyo y enterrar la mochila con los restos del cristal.
Antes tenía que dar un vistazo. Tenía que comprobar algo. No sa-
bía qué.
Abrí la mochila. Entre todos los cristales rotos pude ver mi re-
flejo. Peor: pude ver al hombre detrás de mí, con su rostro níveo,
borroso. Sabía que estaba sonriendo. Lo sabía por alguna razón. Sin
voltear atrás, abrí la mochila y dejé caer los trozos que brillaban
con la luz del atardecer. Los cubrí con la tierra. El polvo otra vez.
Estornudos. Sin voltear atrás, caminé hacia la salida. Una vez es-
tando afuera, corrí.
No hay peor depredador que esa bestia a la que llaman pasado.

Pequeños detalles

Mientras corría recordé un detalle importante que doña Ruiz me


había advertido: destruye todo… no: machácalo todo, sin dejar ras­
tro que refleje algo. Pequeño detalle.
¿Habrá sido eso lo que causó el regreso del hombre del espejo?
Cuando me tocaba desde su lado, donde todo era igual pero al revés.

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néstor robles

Tocar, tocar: tocar hasta reventar. Eso fue lo que hice. Eso fue lo
que lo liberó.
Los cristales rotos se esparcieron por mi cuarto, que además de
espejos, estaba decorado por monstruos y robots. Juguetes que le
exigía a mamá las pocas veces que me sacaba a pasear.
Monstruos y robots fueron testigos de mi juego con el espejo,
fueron los primeros en ver mi puño rojo empapado en sangre. Un
humo denso, que me causó picor en los ojos y en la garganta, se
di­sipó justo cuando mamá abrió la puerta, molesta.
—Monchito, ¿qué has hecho? No, Monchito, no, no, no.
Me miró asustada, llena de pavor. Luego se dejó caer al piso a
llorar. No le importó cortarse con los trozos de vidrio. La sangre
de sus rodillas y sus manos se mezclaba con los restos del espejo.
—Nos has desgraciado, Monchito, nos has desgraciado con tu
mala suerte.
Ése fue el día que mamá comenzó a actuar extraño. Hablaba con
más frecuencia sola frente a los espejos, sonreía de esa peculiar ma­
nera en que sonríen las mujeres cuando son cortejadas. Con cierta
vergüenza, pero con la seguridad de saberse queridas y deseadas.
Se peinaba todo el tiempo. Lo que más me da pena recordar eran
los momentos en que se desnudaba.
Le gustaba hacerlo frente al espejo, lentamente, y se acariciaba
todo el cuerpo: desde el cuello, hasta el vientre, hasta el pubis. Se to­
caba sin importar que estuviera cerca. Se sabía observada por mí
pero no le molestaba en lo más mínimo. Yo, que nunca había visto
a una mujer desnuda, conocí el deseo. En mis sueños más reprimi-
dos, hacía el amor con ella. Me sentía culpable y me castigaba
golpeando los puños contra la pared hasta sangrar.
Una de esas noches me despertaron unos pasos que deambu­
laban por el cuarto. Era el hombre del espejo. Sin abrir la puerta, la
traspasó, dejando el rastro de polvo que se convertía en su rasgo
característico. Era el tiempo manifestado, ahora pienso: polvo en
el viento.
Intenté dormir, como siempre, pero escuchaba hablar a mi madre.
Susurraba. Tuve que salir de la cama, despacio. Bajé hacia las esca-
leras. Ahí estaba el hombre, desaliñado, acariciando a mi mamá. Los
veía escondido, alejado. Me conmocionaba lo que estaba viendo,

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cuento

pues nunca me imaginaba que se pudiera hacer eso con los cuerpos:
revueltos, jadeantes.
En un instante, o lo que me pareció un instante, ella lo vio y
lanzó un grito. Él retrocedió, confundido. Ella se dejó ir en contra
de un espejo de tamaño que se ajustaba al suyo, reventándolo. Los
cristales cayeron sobre ella, algunos comenzaron lo que ella estaba
a punto de terminar: rasgaron su cuerpo blanco, decorándolo con
manchas rojas.
Mi madre, entrada en algún tipo de éxtasis, tomó un par de tro-
zos puntiagudos del espejo roto y comenzó a cortarse: los pechos, el
torso, las piernas, los brazos… finalmente las venas, luego la gar­
ganta. El hombre no hizo nada para detenerla. Me acerqué, pen-
sando que podría ser de ayuda, pero mi madre ya estaba en el más
allá: su mirada se encontró con la mía, ojos en blanco. Había ras-
tros de lágrimas en su rostro.
El hombre seguía ahí. Nos miramos directamente a los ojos.
Sentí que estaba viendo dentro de un caleidoscopio: veía fragmen-
tos de mí, esparcidos en un prisma triangular. Así como apareció
el hombre del espejo, así se fue: se esfumó, se hizo polvo. Estornu­
dé. Hasta ahora lo sigo haciendo, como una alergia que me estaba
previniendo de acercarme a los espejos, los estornudos han sido
cons­tantes, ahora que lo pienso. Gente diciendo salud, gente im-
plorando ayuda de Jesús. ¿Por qué lo hacen después de estornudar?
Uno está jodido ya. Jesús no ayuda si estás jodido de nacimiento.
Alguna vez estornudé en el camión. Nadie me dijo nada. Al prin­
cipio me sentí patético, ignorado. Después me di cuenta que los
patéticos eran ellos: metidos en sus libros, sus celulares, escuchan-
do música. Pendejos. Todos eran unos pendejos. Me gustaba ser
invisible.

Los mitos del espejo

Lo que siguió fue natural: quedé huérfano, crecí en una casa hogar
rodeado de los peores compañeros que pude haber tenido. Me de-
cían el Malasuerte porque siempre le huía a los espejos, pues como
lo expliqué, los estornudos me cazaban. Sobreviví, finalmente. Crecí,

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néstor robles

me hice hombre. Tuve que abandonar la casa hogar. Así fui a dar
con este trabajo cagado de asistente de mudanzas, bajo el auspicio
del ya difunto Walter, en paz descanse.
Mientras yo seguía huyendo del cementerio, sentía que el ca-
brón seguía atrás de mí: el hombre del espejo: el pasado.
En el departamento donde vivía tenía un espejo enorme, siem-
pre cubierto. A pesar de esta alergia y este miedo que me causaba
estar frente a uno de ellos, me gustaba enfrentarme a mí mismo: me
quedaba viendo, siempre directo a los ojos, para ver qué descubría.
Hay mitos sobre esto, con los que siempre he estado fascinado.
Uno de ellos tiene que ver con los espejos en los sueños: si alguna
vez te sueñas frente a un espejo, no se te ocurra mirarte, pues vas
a ver tu verdadero tú, el monstruo que llevas dentro. Por eso cuan-
do sueño, lo evito a toda costa, lo reviento sin pensar, despertando
con cicatrices en el puño, las mismas que me hice de niño.
El otro tiene que ver con la muerte y el alma. Como ahorita, de­
bería de mantenerlo cubierto porque como acaba de morir alguien
cercano, es muy posible que se manifieste en el espejo. Más si tie­ne
asuntos pendientes en este plano. Vengarse de su asesino, por ejem­
plo. Pequeño detalle.
Hay otro muy curioso que tiene que ver con la oscuridad. Un
cuarto oscuro con espejos puede ser peligroso, pues las ánimas se
transportan a través de ellos. Y las ánimas le temen a la luz. Así,
cuando estás en un cuarto oscuro con espejos, con la simple ilumi-
nación de una vela, ¡cuidado!: esa tenue luz, al mismo tiempo que
los asusta, los atrae. Te conviertes en presa fácil, lista para ser re-
emplazada.
El mito que más me gusta tiene que ver con el tiempo. Práctica
ancestral, la catoptromancia es el arte de la adivinación a través de
un espejo. Se requiere paciencia. Ver, casi sin parpadear, ver más
allá dentro de tus ojos: el reflejo del alma, dicen. Por más que he
tratado de ver el futuro, nunca veo nada: sólo recuerdos. Malas
memorias. He durado horas. Horas. Inútiles todas, nada más que
mi otro yo mirándome de forma siniestra. Esa sonrisa… ¿dónde la
he visto?

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cuento

Cambiar de piel

Han pasado varios días desde el accidente. El hombre me sigue


per­siguiendo. Me he alienado de manera total. He destruido todos
los espejos en mi camino, arriesgando a cargar un milenio de mala
suerte. Me vale madre. He encontrado un sitio donde refugiarme,
en las afueras de la ciudad. Una fábrica de cajas abandonada que
comparto con algunos tecatos que vienen de vez en vez a i­ nyectarse
y comparten sus agujas conmigo. Prefiero estar dumpeado a tener
que soportar las visiones.
Si me conocías antes y me ves ahora, es muy probable que no
me reconozcas. Ni siquiera te atreverás a tratar de reconocerme,
estoy seguro. Toda la gente le huye a los vagabundos. Tener ropas
sucias, barba desaliñada, algunas semanas sin bañarte, son la mejor
receta para evitar a la sociedad. Ésta ha sido mi salida fácil. ¿Pero
quién ha dicho que existe tal? Quizá sea temporal, pero tarde o tem-
prano llega la noche a morderte, la muy perra.
Así fue como llegó el hombre encapuchado, a darme un regalo a
mitad de la madrugada, por permitirle pasar unas horas de descanso.
—Seguro, viejo —le dije—, agárrate un cartón para que te en-
cierres, son muy calientes.
—Gracias, gracias, es usted un ángel —me entregó el paquete
envuelto en periódico. No debí abrirlo. Sabía lo que era, y lo hice:
lo descubrí y vi mi reflejo en la oscuridad. Demasiado tarde. Lo que
había del otro lado no era mi reflejo actual, era el de niño en mi
cuarto, jugando con mis juguetes: monstruos y robots.
—¿Quién chingados te crees, cabrón?, ¿por qué me traes esto?,
¿quién eres? —pateaba las cajas en el piso.
Nadie. En medio de la fábrica yo solo con el espejo. Todo lo que
hice fue mirar, hacer contacto para tratar de salvarme de lo que seguía.

Pasado, presente, futuro y final en el espejo

Una vez hecho el contacto con mi pasado, lo siguiente era evitar la


muerte de mi madre para que mi presente no fuera el de hoy, y mi fu-
turo tuviera una mejor versión: corregida, mejorada, aumentada.

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néstor robles

Tocar el espejo para que el pequeño Moncho me escuchara.


To­car hasta reventarlo. Deshacerme en polvo, hacerlo estornudar.
Ver a mi madre desnuda frente a su espejo. Admirarla de lejos.
Desearla. Amarla nada más.
Mirarme a los ojos de mi pasado. Mirarme a los ojos de mi pre-
sente. Adivinar mi futuro.
Amar a mi madre. Amarla y salvarme. El espejo entre nosotros
siempre, como un testigo, como un dios.

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Aniela Rodríguez

El lado izquierdo de la tristeza

Aunque dure milenios,


mis lágrimas no sabrán a nada.

António Lobo Antunes

Hace trece días que me volví triste del lado izquierdo. Trece días
que el ojo no deja de llorar. Una vez que empieza ya no se detiene;
llora con las cebollas amarillas, el jabón de almendras, el aceite
caliente. Su autosuficiencia es de admirarse: yo, que no puedo dor-
mir sin mis calcetines azules, alabo la necedad de mi ojo que pare-
ce sacada de cuento romántico. El monstruo que habita ahí dentro
recuerda los golpes y los cumpleaños, y a veces, no pocas, se con-
tenta con irse a la cama con la promesa de no volver a escupir una
gota de agua. Pero la cama amanece empapada y vuelvo al mismo
sitio todos los días, esperando poder leer el periódico sin el infor-
tunio de mi incontrolable humedad.
Al principio culpé a las bachatas melancólicas que aparecían
en la radio cada día a las seis de la tarde, y que con la más terrible
de las ansias provocaban un llanto que no me enorgullecía ni una
pizca y que procuraba esconder de todos. Intenté primero cambiar
la estación que todos los lunes programaba baladas con guitarras
anabólicas. Me olvidé de las tonadas pegajosas creyendo que sola-
mente así estaría a salvo de encontrarme a mí mismo. Finalmen-
te, y ante el rotundo fracaso de todos los demás proyectos, resolví
ale­jarme para siempre de la música. No sirvió de nada. Hasta el
más infame de los silencios provocaba que sobre los pómulos se
des­lavara un Rhin tan grosero como caudaloso, y que amenazaba
con res­quebrajarme la piel al primer descuido. Ahora escuchaba con

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Aniela rodríguez

dete­nimiento los gatos en celo maullando sobre la zotehuela y los


espontáneos azotes de la puerta a media noche.
Empecé a probar las teorías más estúpidas mientras mi mujer
reía a carcajadas: culpé al calentamiento global y a los gobiernos
so­cialistas, a los basureros municipales, a los comerciales de go-
bierno y a los desayunos con panqués de plátano. Culpé a las pros-
titutas abúlicas que todos los viernes por la noche arañaban las
banquetas, con tal de conseguir el pasaje de vuelta a su país. Dejé
de beber para evitar todo contacto con las emociones fuertes; me
volví un idiota en recuperación y un adicto al jogging, manía que
sólo lograba ponerme los pelos de punta y dejaba exhausto a mi rea-
cio lloriqueo. El ojo no daba tregua ni aunque rezara toda la noche
a Dios padre e invocara a cuanto santo se me ponía enfrente. Por
las noches, cuando nadie observaba, se quedaba inmóvil, ­esperando
no ser visto por los fantasmas que intentaban detenerlo. Entonces
y sólo entonces desataba una hecatombe incapaz de detenerse. Mi
mujer despertaba furiosa al enterarse que cada mañana su camisón
de seda amanecía escurriendo. Procuraba acostarse al otro extre-
mo de la cama para apartar la mala suerte de mis lágrimas nocturnas;
sólo sin la necedad de mi llanto conseguía dormir en paz. Tenía la
precaución de poner una almohada al centro que evitara el contac-
to de su cuerpo con mi humedad innecesaria. Procuraba no tocar-
me nunca.
Tuve miedo de estarme enfrentando con una treta demoníaca o
una suerte de hechicería africana. Contacté a religiosos y santeros,
que hora tras hora me sacudían entre huevos duros, yerbajos oloro-
sos y crucifijos oxidados. Insistían en no saber la causa de mi en­
fermedad; culpaban a no sé qué maldición tahitiana e inventaban
nombres de supuestos espíritus que se rehusaban a soltar mi ojo
izquierdo. Desistí de todos los credos y remedios curativos que
pro­metían mucho y abarcaban poco. Al darme cuenta de que nada
funcionaba, salí a la calle, esperando encontrar la salida perfecta
para esa cosa que se hacía llamar llanto. El ojo se volvía cada vez
más necio a mis imperativos pero yo, que siempre fui hombre de un
temple envidiable, guardé la calma y empecé a verle el lado bueno.
Pronto me di cuenta de que no había mucho más qué hacer: la
piel del párpado había empezado a inflamarse, cosa que me pareció

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cuento

tan lógica como necesaria. Si la madera se hincha cuando llueve,


¿por qué los párpados no deberían crujir cuando lloramos? Así, noté
cómo se iba despostillando la carne esparcida alrededor del ojo tris­
te. El dolor, que comenzó siendo un piquete sensato, fue volvién-
dose un suplicio insoportable que llegaba hasta las muelas y con el
que aprendí a familiarizarme más tarde que pronto.
A mi mujer se le ocurrió la gran idea de voltearme de cabeza con
lo cual, por razones de fuerza centrífuga o gravedad nula, se seca-
ría la fuente. Una noche se levantó muy callada a ponerse el vesti-
do negro que le regalé en nuestro aniversario. El lápiz labial hacía
juego con sus tacones, rojísimos y sin una sola mancha. Al verme
despierto me amarró a los palos de la cama y dejó que me escurrie-
ra toda la noche. “Sólo así”, dijo, “veremos si lo tuyo es peligroso
o son puras ganas de chingar”. Se alisó el vestido con las manos y
me dio la bendición. Salió con cuidado de no azotar la puerta; sabía
que yo era un desmemoriado y preferiría besarle la mano cuando
la escuchara entrar por la mañana. Pasé la noche colgado a los tubos
de la cama, contando un millón y medio de ovejas para ahuyentar
el sueño. La jugada no cambió mucho el rumbo de las cosas, pues a
partir de eso el arroyuelo se convirtió en terremoto, y el terremoto
en una erupción de lágrimas que lo único que conseguían era man-
charme la camisa y arruinar cada uno de mis relojes.
Matilde había comenzado sus clases de cocina. Yo sabía que ha­bía
algo mal porque a veces llegaba con el pelo todo revuelto y las manos
manchadas de negro y yo sólo esperaba que nada malo estuviera
pasando. Ahí fue cuando un día, con el ojo derecho entre­cerrado, vi
cómo se bajaba de un Porsche rojo impecable. Esa noche me encerré
a llorar en silencio, todavía con los dos ojos. Entonces Matilde se re-
costó en la cama y no dijo nada, aún penetrada por el olor a desodo-
rante y ron barato. Yo la olí desde el baño y supe que me había jodido,
porque no podía competir con nadie, porque no podía darle siquiera
un hijo y entonces seguí llorando sin hacer rui­do. Lo demás es histo-
ria, las grietas en el párpado se han abierto y con ellas, el llanto se ha
multiplicado, haciéndose más denso. Por eso yo creo que no voy a
parar nunca y cada vez me da más risa pensar en ese día, cuando mi
mujer se sentó en el borde de la cama, se rio a carcajadas y con una
pastilla de menta entre los dientes me dijo que se había tirado al ruso.

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Aniela rodríguez

***

Se me ocurrió también el maravilloso plan de dejarme caer una y


otra vez para ver si el líquido olvidaba el monstruoso circuito de
los últimos días. Matilde me aventó sin piedad desde una escalera
en incontables ocasiones, sin advertir que con cada brincoteo per-
día diez gramos de mi peso y, en cambio, sumaba ampollas y callos
bien distribuidos por todo el cuerpo. No gané más que la satisfac-
ción de su risa cuando le tocaba empujarme y cruzaba los dedos,
esperando que la cuerda se rompiera. Matilde era una mujer mara-
villosa. Así pasábamos nuestros días, tarareando canciones inútiles
mientras en el piso se formaba un charquito al principio insignifi-
cante, y que con cada salto se iba haciendo más grande.
Logré volverme inmune a los accidentales golpes propinados
por Matilde que, en lugar de mejorar las cosas, terminaron desenca­
denando un caudal insalubre en el ojo izquierdo. Ni los mil diablos
lograron dar con la sacudida que me sacara del suplicio; me hice a
la idea de que jamás lograría otro título que no fuera el de chilletas
involuntario, cosa que me pareció de lo más divertida. Las múlti-
ples caídas me volvieron un pedazo de hombre casi inservible, los
pies se me habían ennegrecido y supe que muy pronto no sería más
que un lisiado cualquiera, dispuesto a vender chicles a los oficinis-
tas que buscan refrescarse el aliento antes de volver a su asquerosa
rutina. Los zapatos ya no daban más de sí; tuve que vendarme los
dos torrejones que me habían quedado en vez de extremidades y
quedé arrinconado en una silla de ruedas vieja y polvosa que here-
dé de mi padre hace tantos años.

***

Mariano Palacios siempre fue nuestro médico de cabecera. No me


inquietó ver el juramento hipocrático colgado en mitad de la pared
de su consultorio, augurando esa terrible falta de confianza de los
galenos que respaldan su ineptitud en un documento arcaico y sin
valor legal alguno. Entré en el consultorio con un bochorno que
muy probablemente se parecía al calor del mismísimo infierno; me

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cuento

costaba mantenerme en pie y mi mujer, que apenas podía sostener-


me, me había dejado en la sala de espera con la única instrucción
de no llamarle. Matilde era una mujer maravillosa. El día que la co­
nocí llevaba un vestido color lila raspado de los ribetes. Me costó
trabajo hablarle y cuando me animé a hacerlo, la muchacha apenas
logró dibujar algo que se parecía a una sonrisa. Nunca me tomó la
mano porque le daba pánico la rebaba de sudor frío que emerge
cuan­do los enamorados entrelazan las palmas.
El dolor había empezado a extenderse. Me resultó imposible
siquiera mover el ojo izquierdo, y un caminito de alfileres recorrió
la mitad de mi cuerpo, hasta paralizarla. Me había convertido en
un vegetal ahogado en su propio jugo. Palacios me escuchó gritar
desde el pasillo y mandó traerme en camilla; el ojo había dejado de
funcionar y mal que bien empezó a ser un simple pelotín enrojecido
que adornaba mi cara como una esfera navideña. Poco a poco, Pala-
cios me fue explicando cómo el llanto no era síntoma de nada nue­
vo: esta tristeza mía era un cáncer incurable. “Ya no podemos hacer
nada”, explicó a mi mujer en voz baja, mientras yo escuchaba del
otro lado del consultorio. “Lo mejor será esperar”.

***

Lo conoció en la clase de cocina francesa a la que va los sábados por


la tarde. Sé de primera mano que prepara un pesto increíble y que
sus brazos son tan grandes como los del mejor gladiador romano.
Pensó en él más veces de las que esperaba mientras ponía en mi
ojo compresas tibias de manzanilla con romero. La volvía loca.
No la dejaba pensar en nada, le ponía los pelos de punta. Matilde
era una mujer maravillosa. Sus manos exprimían una tras otra las
bolsitas, me miraban con una piedad agónica, me pedían permiso
para escaparse y darle la vuelta al tafetán de su vestido. Sus dedos
firmes me miraban pero yo ya no podía verla, sólo sentía sobre el
pecho el rastro de una gota fría, que había confundido con mi llan-
to y que tal vez —sólo tal vez— era el secreto de mi mujer retor-
ciéndose de rabia.

***

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Aniela rodríguez

Ya era muy tarde cuando desperté y entendí que el llanto sirve para
ocho cosas: para nada y para siete chingadas. Palacios me quitó la
camisa y yo cedí de muy buena gana, cerré los ojos y recordé los
primeros días —los más felices— de nuestro matrimonio. Yo, que
nunca entendí los inescrutables pronósticos de la medicina, me
senté a esperar en el borde de la cama. Recordaba a qué sabía la
hostia que el padre había puesto en mi boca el mismo día que Ma-
tilde se volvió un ovillo entre mis piernas, cómo el calor de su es­
palda había puesto en su lugar a todos mis temores de adolescente
trasnochado. Recordaba la pesadez de su cuerpo cuando hace al-
gunos días comenzó a brincar de la cama, a ponerse el vestido, a
montarse en el Porsche. A veces, cuando conseguía olvidarlo, la
puerta se azotaba en la mañana y el millón y medio de ovejas que-
daba esparcido por el piso.
La razón de mi desgracia es una ecuación imperfecta. El caudal
había empezado a crecer y resbalaba como una enorme víbora
sobre mi regazo, se retorcía y volvía a dar la vuelta para terminar
botado en el piso. Tuve que recordar los golpes que me daba Matil­
de en la cabeza para ver si de una vez por todas se me salía el agua
en una pasada, y en su lugar me convertía en una fuente imparable
que escurría agua por las orejas y escupía seis veces por minuto. No
logré retener su imagen mirándome a los ojos, buscando un pre-
texto para escaparse por la noche. En minutos, sentí cómo por la
nuca me caminaba un animal de muchas patas, imposible de cla­
sificar. Me di la media vuelta y creo que ahí es donde empezó a
volverse de piedra; el temblor comenzó en las manos para luego
esparcirse por todo el cuerpo. Uno no conoce la violencia hasta
que su propio cuerpo amenaza con echarlo a perder todo. Enton-
ces ya no hay tal lugar como casa y las manos sólo son dos inser-
vibles arañas de plástico. Palacios dijo que de tanto llorar había
terminado por ahogarme la memoria. No le creí: cerré los ojos,
y dormí sintiéndome seguro de que al día siguiente despertaría
llorando.

***

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cuento

La tristeza es un cáncer incurable, diagnosticó Palacios. Yo t­ odavía


no conocía el peso de sus palabras. Lo dejé poner un aparato sobre
mi cabeza con el que escuchó el crepitar que hacía eco dentro del
cráneo, y se volvía más fuerte a medida que el ojo iba quedándose
inmóvil. Noté cómo el párpado iba quedándose tieso mientras la
frente empezaba a arder, temblaba, me reventaba en convulsiones,
vomitaba espuma caliente. Recordé a mi madre dándome de ­comer
mientras esperaba a papá que jamás volvería del trabajo. Recordé
a Matilde, exprimiendo el camisón, anudándome cebollas a la ca-
beza, raspando la cuerda que sostenía mis pies mientras saltaba
del primer piso de la casa. Recordé el amante ruso que se esca-
bullía todos los lunes por la puerta de la cocina mientras yo apre-
taba los dientes, fingía estar ciego, y trataba de pensar si llorar sería
mi propia forma de reír.
Matilde era una mujer obcecada que lograba un orgasmo sin
hacer ruido. Yo nunca fui un buen marido, es decir, si usted me pre-
guntara ahora quién soy y por qué no dejo de llorar del lado izquier-
do, diría que tal vez son los años que se han encargado de poner las
cosas en su sitio, que es el peso que vengo cargando desde que le
pro­metí a mi mujer que yo me encargaría del pan y los niños, esos
que nunca llegaron y que ella busca en ese amante ruso con quien se
escapa todas las noches. Yo la he visto, las medias terminan araña-
das a mitad del cuarto, se avienta exhausta a la cama, y en las pier-
nas se le forma un remolino arrebolado que yo nunca conocí desde
que me la llevé a casa y la tomé por la cintura, le acaricié las rodillas
y en ese momento, fíjese bien, justo en ese momento ella gimió un
poco y yo me quité los pantalones, porque sabía que quería darle
un hijo, y en cambio le di el ticket a las noches con su nuevo aman-
te, porque cuando la enfermera hizo resbalar la bata por entre mis
piernas, recordé cuánto la quería y continué llorando.

***

La razón de mi desgracia es una ecuación imperfecta. Palacios puso


sus aparatejos en mi pecho y yo sentí el tamborcito ese que llaman
corazón, jadear adentro de mis costillas. Luego me pesó y por for-
tuna accedió a darme la cuenta exacta de mis proporciones. Había

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Aniela rodríguez

perdido siete kilos de grasa y había ganado doscientos treinta gra-


mos de hinchazón. Matilde se dio la media vuelta. Se aseguró de po­
nerse los guantes para no ensuciar nada, y con el desconsuelo de
los vencidos hizo sonar sus tacones por el enorme pasillo del hos-
pital. Mi mujer había olvidado cómo se llora por alguien que uno
ama; por fortuna, yo estaba ahí para recordárselo.
El ruso, que está detrás de esa puerta, sigue esperando que Ma-
tilde se calce los zapatos y se escape, como cada lunes a la media
noche, y vuelva a casa con las medias rasgadas. Imagino que vendrá
por ella y la recostará en su coche del año. Sentirá remordimien­
to por el pobre hombre que se retuerce en su cama, pero lo o­ lvidará
pronto, convencido de seguir su labor como amante. Matilde ni si­
quiera me recordará. A mí, que se me ha olvidado el nombre de las
cosas y los procedimientos para mantenerme vivo, me dará lo mis-
mo pensar en cuántas veces he intentado detener el llanto sin éxito.
El párpado se volverá tan frágil como una cáscara de nuez, lleno
de bordes sangrantes y rasguños minúsculos, de aquellos que no se
pueden ver pero duelen de tanto imaginarse.
Yo seguiré esperando a Palacios, sentado al borde de la cama. Sé
que vendrá y dará instrucciones precisas a las enfermeras. Me lleva-
rá en la camilla por un largo pasillo; yo reconoceré el mapa exacto
de sus intenciones. Ahí intentaré detener el llanto, pero como todos
los días, será imposible. Me recostarán a ocho manos. Ajustarán bien
las hebillas, esperando que esta vez no intente escapar. Será en vano.
Pondrán la mordaza entre mis dientes, aunque francamente, perder
la lengua es el mínimo de mis problemas. Palacios respirará con sol­
tura. Ajustará a mi cráneo los dos enormes paletones, y esperará la
instrucción. Desde ahí conoceré el significado de la eternidad, justo
en el momento en el que ellos presionen el interruptor y en mi cabe-
za explote un millón y medio de ovejas destruidas por el relámpago
que me retuerce, me convierte en un puñado de cristal molido. Sólo
entonces entenderé las veces en las que mi mujer abandona la habi-
tación para dejarme a mitad del pasillo, esperando que los doctores
retiren la mordaza y pueda yo volver a tumbarme a la cama, con el
único consuelo del lado izquierdo de mi tristeza.

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Alfonso Valencia

[Llegó vacía]

—Llegó vacía. Pesa, pero está vacía. La cargaron entre cuatro de


nosotros, pero al abrirla, nada, puro aire que olía como de mucho
tiempo.
—Tiempo encerrado —dijo otro.
—La trajo Trescoronas, sellada con etiquetas y cintas. La lleva­
mos hasta la bodega. Cuatro hombres la cargaron. La pusimos con
cuidado, hasta barrimos el polvo y los maicitos que estaban en el
piso. Y pesaba, por dios que pesaba. Ahí yo intenté acomodarla y
nomás no pude. Nomás no me alcanzaron las fuerzas de las pier-
nas, y tú sabes que pateo duro, que fuerza tengo. Entonces, Orestes
trajo un cúter y yo personalmente le rajé la cinta que sellaba la tapa.
Yo pelé la navaja y corté la cinta con cuidado. La abrí como si fuera
la puerta de mi casa, soltó un suspiro que nos olió rancio, y nada:
estaba vacía. ¡Lo juro, Ezequiel!
El hombre miró a sus empleados. Parecían chihuahueños para-
dos ahí, sin nada más que las ganas de que todo se arreglara bien.
Y bien quiere decir sin golpes, sin navajazos debajo de la nariz.
—A ver, quiero entenderlos, creerles, pero está cabrón. Ponte en
mi lugar, Eleazar, si yo llegara a decirte: mira que tu hija acaba de
llegar, ahí está. Pero hay un problema: está vacía la caja. ¿A poco
no te darían ganas de partirme la madre?
—Si lo pones así, Eze, pues sí. Pero te estoy diciendo que pe-
saba, hasta se sentía el zangoloteo del cuerpo cuando la acomoda-
ron en la bodega.
—¿Quién se lo robó?
Quienes escucharon a Ezequiel supieron que la cosa iba en serio.

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alfonso valencia

—¿Quién chingados se robó mi cuerpo?


Un hombre se adelantó a Eleazar:
—Patrón, yo cargué la caja y estaba llena. No es que la madera
con que está hecha pesara mucho. No. Estaba llena, traía algo aden­
tro que se evaporó cuando la abrimos. ¡Se lo juro por la Santa!
—¿Y por qué la abrieron cuando yo no estaba?
—Queríamos ver que el Niño estuviera bien. Que lo hubiesen
arreglado bien en Trescoronas. Que pudieras verlo. Ya es mucho
dolor, Eze.
—¿Y dónde está? —insistió el hombre. Ya no supo si se desva-
necía de coraje o de impotencia. Eleazar no podía mentirle. Jamás
lo haría: le juró lealtad ante la Santa y una promesa así no se rom-
pe. Además, era su hermano. Su hermano. No de sangre, se debían
cosas más profundas que los genes. Hermanos de los que no se trai­
cionan por una herencia. De los que no se ofenden. De ésos.

El Niño se mató en su carro. Bajaba por las curvas de El Real


cuando perdió el control y pisó el acelerador para probarse a sí mis­
mo. Has de morirte así, dijo mientras el auto se coleaba. Derrapó
unos metros y terminó en las rocas que flanquean la curva. Muer-
tes así seguido, en la bajada. Las cruces se atiborran en la orilla y
mensajes escritos con pintura blanca brillan sobre las rocas: inicia-
les y fechas. “Santa, protégelos”, “En paz descanse”, “Tal de tal”.
Impactos mortales, muertes instantáneas.
Pero el Niño no murió entonces. Abrió los ojos luego del golpe
y distinguió un río de sangre del grueso de una gota deslizándose
carretera abajo desde donde nacía su ojo izquierdo, sobre el pavi-
mento. La vida en fuga desde una perspectiva privilegiada. Claro
que él no pensó en esto: sólo supo que era su sangre y reconoció su
carro entre los fierros, el fuego y las manchas de aceite y combus-
tible. Se incorporó trabajosamente. Si hubiera llevado puesto el
cinturón de seguridad, estaría ahora dentro del armatoste, ­retorcido
como los fierros y las láminas.
Pero hay cosas que simplemente pasan: el impacto lo expulsó
del vehículo, dejándolo tirado y golpeado sobre la carretera. Si hu­
biera sobrevivido un poco más —lo suficiente para que alguien se

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cuento

enterara—, sin duda habría dicho que se trató de un milagro: una


meticulosa operación de la Santa a favor de la vida. Porque la Santa
defiende la vida, cueste lo que cueste. Lo supo porque una luz
que desde el cielo brotaba como un chorro de agua lo abrazó. Lo
inundó convirtiendo sus heridas en brillantes estrías sobre su cuer-
po. Se sintió liviano y puro bajo esa luz blanca. Incluso notó cómo,
debajo de su desgarrada camisa, el escapulario de la Santa vibraba
soltándose de la gravedad.
Pero no pasó mucho antes de que empezara a sentir ahogo, como
si el chorro de luz fuese verdadera agua, “agua bendita”, pensó.
Y sintió cómo la luz lo abrazaba de verdad, alrededor del cuello y
ha­ciendo una trenza en sus ingles. Y sintió un tirón que lo levantó
del suelo unos centímetros. A pesar de que recordó a la Santa, que
Ella no podría hacerle daño, intentó zafarse por puro instinto. Y
cuando sintió que ya sus fuerzas se iban y que el corazón y el es-
tómago se le subían a la garganta quitándole el aliento, distinguió
el refulgir de las torretas, y a un hombre que, a pesar de estar muy
lejos todavía, retrocedía cubriéndose el rostro, mientras muy cerca
de él, desde lo que fue su carro, un golpe y una nube de calor ama-
rillo y rojo lo inundaron todo.

Lo llevaron con Trescoronas. El mundo se le revolvió al viejo


cuando supo de quién se trataba.
—¿Ya le avisaron a don Ezequiel?
—Ése va a ser su trabajo —respondió el comandante.
—¿Y los papeles de la necropsia?
—¿Necropsia?, ¿para qué?, está viendo… —Lo dejaron solo
con el cadáver. Avisarle a Ezequiel. ¿Y cómo iba a hacer tal cosa?
Trabajó de memoria: la fotografía que encontró en su álbum era
de hace mucho tiempo: no servía. Siempre supo que acabaría así,
con una llamarada. Así o en una zanja del camino, se dijo mientras
revisaba el cuerpo. Le buscó los ojos: una burbuja blanca cubierta
con una costra amarillenta miraba desde el lado izquierdo de ese
rostro; del otro, una piedra de sangre seca. Pensó en cómo explotan
los ojos de los pescados cuando se fríen en el sartén. Se le revolvió
el estómago. No tenía mucho que el Niño lo visitó.

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alfonso valencia

—Padrino, necesito un favor: lleve a Itzia con el doctor Artea-


ga, no puedo ser papá ahorita —Trescoronas intentó persuadirlo.
—Hijo, la niña es buena muchacha y ya estás en edad de encar-
gar. ¡Imagínate que vaya saliendo con su nariz y tus ojos! No tienes
por qué cargarte con la muerte de un inocente, a la Santa no le gus-
tan esas cosas —pero el Niño no cedió.
—De ella no, padrino. De ella no.
Lo inspeccionó de pies a cabeza. Reparó en el escapulario de la
Santa, intacto. Decidió dejárselo puesto. Quiso pensar en un mila-
gro, esas cosas pasan, pero otro detalle lo llevó a un nivel superior
de asombro: marcas blancas, de piel intacta, como si un pulpo lo
hubiera apresado al momento de la explosión.

La Santa: la que subiera, hace décadas, al cielo en cuerpo y alma,


ante el asombro de la multitud congregada en la plaza. Curioso el
designio celestial que arrojó su haz purísimo sobre una mujer que
perdiera a sus hijos en el monte. Mujer que desde entonces encabe­
zaba la fe de los lugareños a fuerza de esas cosas que pasan: lo inex­
plicable, milagros. “Las luces se llevaron a mis hijos, yo los vi subir
en cuerpo y alma al cielo”, gritaba con los ojos quemados cuando la
atendían las hermanas del convento. En cuerpo y alma. Al cielo. Ésas
fueron las palabras que se desperdigaron en el pueblo, rápido, como
hormigas que huyen cuando son descubiertas sobre el pan que se
abandonó la noche anterior. Y no sólo se regaron por el pueblo cadenas
de sonido uniendo bocas con orejas, también se volvieron otra cosa,
porque si los niños fueron llamados al cielo en cuerpo y alma, es por­
que eran puros, más puros que cualquier otro niño, y algo de esa pu­
reza debe venir de la madre.

Despertó en su cama. Por un momento creyó que todo había sido


un sueño: ahora recordaba, envuelto en una bruma espesa y tibia,
al hombre que llegó corriendo, su rostro blanco, desencajado, sus
palabras…
—Señor, el Niño… —y sus lágrimas, como si hubiera sido suyo.
Sentía como en otro cuerpo el recuerdo de la llamada de Trescoronas.
—Está con nosotros, don Ezequiel. Aquí está. Lo siento mu-
cho. Cuente con nosotros. Lo siento, de verdad nos duele.

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cuento

Y recuerda cómo escuchó que la voz que salía de la bocina se


quebraba.
—Aquí tenemos al Niño, si quiere pasar…
Pero no fue. No pudo. Memoria lejana en otro cuerpo. Un sue-
ño. Pero le dolía la cabeza y tenía los ojos hinchados, atascados de
lágrimas. Así no son los sueños, carajo. ¿Amanecía o anochecía? La
luz en el horizonte no daba respuestas precisas.

Fueron a buscarla. Le prendieron veladoras. El padre dijo en misa,


intentando parar aquel furor: no canonicemos a los locos, no seamos
un pueblo bárbaro. No será la primera santa loca, acuérdense de la
que oía voces, contestaban las viejas del pueblo mientras oraban a
las puertas del convento. A la mañana siguiente, las hermanas salie­
ron con la Santa a caminar. Por primera vez desde el incidente de las
luces, el pueblo la vio. Y tal como lo dijo el padre, notaron en ella un
extravío distinto al de los ciegos. Entonces recordaron su pérdida y
comprendieron: la devoción se les volvió lástima.

Eleazar tomó el teléfono temblando. Rabia. Miedo. Ganas de saber.


—¿Qué le hicieron al Niño hijos de la chingada? ¿Qué le hicieron?
Trescoronas no supo ni qué.
—Voy a ir hasta allá y me vas a decir dónde está el Niño, me lo
vas a entregar y me vas a rogar que no te pateé hasta matarte.
Manejó apretando los puños sobre el volante, mordiendo sus
muelas. El motor revolucionado al máximo: el ruido de la máqui-
na, la furia destrozando las calles del pueblo. Se amarró en una nube
de polvo frente a la funeraria.
—¿Dónde está el Niño?
—¿Cómo que dónde? —respondió Trescoronas mientras inten-
taba zafarse.
—No te hagas pendejo, ¿dónde está?, ¿dónde lo tienen? —in-
sistía Eleazar mientras sostenía el cuello del anciano embalsamador
entre sus manos, con más ganas de apretar y apretar que de es­cu­
char respuestas.
—Lo metimos en el ataúd, lo arreglamos para que don Ezequiel
lo recordara como fue y no como esa cosa chamuscada que llegó.

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alfonso valencia

¿Por qué íbamos nosotros a hacerle algo? ¿Por qué íbamos noso-
tros a faltarle a don Ezequiel? ¿Qué nos ha hecho?
Pero Eleazar no entendió razones. Le amarró las manos con
una cuerda larga y el extremo lo ató a la defensa de su camioneta.
Lo arrastró por el monte hasta que de Trescoronas quedó sólo un ma-
nojo de sangre al que se le asomaban los huesos entre los raspones.

Avanzó entre el murmullo de la gente que la envolvía como un remo­


lino de polvo. Sintió las palabras vibrar en sus orejas. Un perro loco
en sus orejas, mordiendo: Santa. Loca. Ciega. Quedó loca. “¡Se lleva­
ron a mis hijos!,” gritó, “¡Las luces del monte se llevaron a los dos!”.
Pero eso no amainó el siseo, el murmullo bajo que le llovía. Se detu­
vo. Las voces disminuyeron de a poco hasta convertirse en un hueco
en el aire. Parecía que iba a decir algo, pero tan pronto dio un paso
hacia donde supuso se abría el círculo de gente que la rodeaba, sin­
tió cómo su pie derecho no alcazaba el piso a la misma altura que
el izquierdo y extendió los brazos para protegerse de la caída. Pero el
desplomarse siguió: en vez de golpear contra los adoquines de la
plaza, su cuerpo siguió girando hasta alcanzar una verticalidad in­
vertida que le concentró la sangre en la cabeza. Siguió girando como
si cayera a un precipicio pero no sintió el vacío ni el terror de la
caída; ese espanto que nos despierta cuando soñamos que tropeza­
mos. Lo contrario: supo que se separaba del piso porque escuchaba
las voces y los gritos de la gente detrás de ella, lejos. Y cómo le fal­
taba el aire. Y cómo se perdía de a poco en una luz tan intensa que
alcanzaba a ver las manchas de sus ojos quemados desde dentro. Los
que vieron la ascensión de la Santa se persignaron los párpados.

El ataúd, iluminado desde lo alto por una lámpara que arrojaba


una luz temblorosa, reproducía la silueta oscura de Ezequiel en su
marmoleada superficie. Lo abrió lentamente. Algo en lo mullido
del interior daba la impresión de un cuerpo que recién se levantara
para ir a otra parte. Tocó la tela esperando encontrarla tibia. Sus
dedos, pequeños como corchos de botellas, hallaron el e­ scapulario:
el hilo dorado que describía la silueta de la Santa sobre el cuadra-
do de tela marrón estaba intacto, pero el cordón que unía la parte
frontal con la trasera, cuya cruz roja bordada se hallaba igualmen-

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cuento

te ilesa, se deshacía para terminar en una ceniza dura, en piedreci-


llas negras entre los dedos cortos y regordetes de Ezequiel. Apresó
los restos de la imagen a la que se encomendara su hijo, la Santa.
La Santa de las luces.
Ezequiel abrió el puño. Sintió la tela palpitar sobre su palma.
El hilo dorado brillaba como si hubiese guardado luz en sus fibras.
—Se lo llevó la Santa —dice—. Lo subió al cielo.

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ensayo
Creativo

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Un triángulo de tiempo

Giorgio Lavezzaro, Marina Azahua y Alan Grabinsky Zabludovsky


son tres ensayistas tan sorprendentes como disímiles, con quienes
he tenido la buena fortuna de coincidir gracias al generoso y esplén­
dido programa del Fonca, Jóvenes Creadores.
Lavezzaro vive abrumado por las marcas que el tiempo va de-
jando a su paso: huellas, cicatrices, arrugas. Para indagar sus senti-
dos, al tiempo que las sufre en su cuerpo y su memoria va dejando
sobre el papel las huellas, cicatrices y arrugas de su escritura: una
mi­rada abierta al pasado.
Azahua se esfuerza por retener, como intenta hacerlo una foto-
grafía, el inasible paso del tiempo en la equívoca frontera donde la
vida y la muerte se tocan: una mirada abierta al presente.
Grabinsky se asoma al mundo deslumbrado por su diversidad y
por la manera en que las generaciones y las culturas entran en con-
junción con su propia vida, en un momento en que la revolución di-
gital multiplica en infinitas direcciones nuestra percepción de lo que
hemos sido y lo que somos. Su trabajo enriquece las capacidades
tra­dicionales de la palabra escrita con los recursos, que comenzamos
a explorar, de las nuevas tecnologías: una mirada abierta al futuro.
Lavezzaro, Azahua y Grabinsky son los vértices de un triángu-
lo de tiempo. Sus textos son una muestra asombrosa de las muchas
formas que el ensayo reviste y bajo las cuales hay siempre sosteni­
das una invitación y una provocación dirigidas a nuestra capacidad
de reflexionar.

Felipe Garrido

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Giorgio Lavezzaro

kintsukuroi
o elogio de la cicatriz

Serie: elogio de la cicatriz

corpórea

Mi cuerpo cuenta con pocas cicatrices. De cada marca extraigo me-


morias vívidas. No hay una sola que me haga dudar sobre su pro­
cedencia. La operación en la muñeca. Caer sobre la rodilla en un
campamento. Raspones en los nudillos por un accidente en bicicleta.
Todo lo que puede sajar la carne se graba en la memoria. De eso
dan cuenta mis marcas. Pero no soy objetivo porque mis cicatrices
son escasas y soy joven. No imagino cómo sería la relación con mi
cuerpo si estuviese lleno de marcas, si no fueran accidentes mínimos
y fuesen la textura de mi piel. ¿Podría recordar de cada una su ori-
gen? ¿Sería capaz de cubrir las cicatrices con una memoria precisa?
Imagino que mientras más huellas se acumulan y pierden su ca-
rácter de excepción, es más fácil olvidar su origen. Pero contamos
con pocas marcas porque existe una tendencia a eludirlas aunque
sean inevitables. Varias de las medidas que se toman luego de un
accidente están destinadas a que no permanezca la huella de la ope-
ración o las marcas de las heridas al sanar; muchos de los productos
cosméticos que se anuncian prometen borrar las huellas indeseadas.
¿Qué hay en las marcas del cuerpo que se intenta no pensar en
ellas?1 Parece como si, en la cultura occidental, se miraran como

1
Monica Mura cubrió las marcas de un cuerpo humano con oro, kintsugi aplicado
a la piel, para hacer brillar las viejas heridas, los lunares, los restos de enfermedad:

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ensayo creativo

entidades extrañas en el propio cuerpo. ¿Habría un modo de apro-


piarse de ellas al convertirlas en otra cosa?
Volver a las cicatrices con otro modo de verlas o transformar-
las al imprimir sobre ellas algo de valor. Algo tan valioso como los
recuerdos. Enmarcar cada huella del cuerpo en una vivencia o una
época: la primera experiencia ante el escalpelo, la eternidad que
dura la escuela secundaria resumida en una caída, mi tiempo de
ciclista.
En cada cicatriz hay un hito que resume la vida.

abolladura

Hace poco compré un termo para el café y poco después, estando


de viaje, se le cayó a mi mujer del morral. Se golpeó contra las
rocas. Recuerdo haber pensado “estaba nuevo” con cierto coraje.
Creo que persiste el deseo de que se conserven intocadas las cosas,
aunque sea un anhelo absurdo. El tiempo y las historias se quedan
en las marcas sin que esto pueda evitarse. No sé por qué un objeto
usado, mientras menos marcas tenga de su dueño anterior, se de-
precia menos. Como si fuera preferible más un objeto inerte, apenas
tocado, que otro en cuya superficie se podrían unir las cicatrices
para reconstruir, con una imaginación ociosa, fragmentos de la vida
de su dueño.
Dudo al hablar de “lo nuevo” de un objeto: ¿pierde su novedad
algo que tiene meses en la fábrica, semanas en la tienda, días con
su dueño?, ¿pierde lo nuevo algo en cuanto se abolla o marca?, ¿se
pierde la novedad al primer uso? No sé por qué me aferro a mante­
ner las apariencias de las cosas “como nuevas”, cuando podría ver
en el desgaste el paso de mi historia.
Ahora mismo bebo café de la tapa —justo en el lugar de la abo-
lladura— y no evito evocar las rocas del Sótano de las Golondrinas,
el abismo de 500 metros, el río aéreo hecho de alas en mo­vimiento, la
parvada infinita, el rodeo circular al abismo huasteco, el clima sel-

Mapa de oro. Al leer sobre su trabajo, vi un modo corporal de aplicar el kintsugi en


las cicatrices. Es como si estuviera haciendo el reverso de un trabajo que no conocía:
ella usando el cuerpo y yo trabajando al interior: al nivel de las palabras.

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giorgio lavezzaro

vático. Al investir a la abolladura con una huella del viaje, intento


incorporarla y, como con las cicatrices, evocarla a voluntad.
Reconstruir muchas veces sólo implica resignificar.2

interior

Hay cicatrices que no se ven. Las heridas interiores, las que sajan
los afectos, producen marcas invistas.
Las más de las veces son estas huellas las que deseamos olvi-
dar: las memorias lacerantes son las que implican padecer. El su-
frimiento emotivo es un tema, casi siempre, del que se desea saber
poco. Pero desconocer o ignorar no implica anular los efectos de
esas marcas. Cuando se tienen cicatrices emotivas cambia la rela-
ción con las personas: se funciona de otro modo. La ruptura con un
amante por infidelidad vuelve otras relaciones una encarnación de
la sospecha; la mirada o los gestos antes ignorados ahora cobran
relevancia, duelen de antemano. El abandono materno puede repe-
tirse en otras mujeres que heredan, sin saberlo, esa marca.
Quizá normalmente, por no ser visibles en el cuerpo, estas mar­
cas no se toman en cuenta. Pero, a diferencia de muchas cicatrices
de la piel, éstas guardan el dolor con que nacieron. Un perfume
puede desatar la nostalgia, revivir la pérdida de un amante. Una
voz puede desgarrar porque se parezca a la de un familiar que ha
muerto. Una silueta puede avivar el dolor cuando se cree haber
visto al hijo recién fallecido.
Las cicatrices que todavía duelen no son necesariamente heri-
das abiertas. A veces son signos de cómo nos rompemos.3 Una
parte de nosotros que no termina de doler.

2
El procedimiento del kintsugi, originalmente, implicó tomar un objeto que se
había fisurado y pedir a los artesanos que lo repararan de tal forma que adquiriera
mayor valor que antes; el resultado implicó un objeto hermoso que, en el sentido es-
tético y comercial, valía más: las fisuras marcadas en oro hacían de su fisonomía algo
irrepetible al tiempo que incrementaban su valor comercial.
3
En el kintsukuroi los objetos adquieren mayor belleza porque, al romperse, no
se parecen a ningún otro objeto más que a sí mismos.

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ensayo creativo

azar

Cuando pienso en la cantidad de factores que tuvieron que alinear-


se para que un instante fuera concebido del modo exacto en que
ocurrió, me maravilla cómo el azar, incomprensible, está enmara-
ñado en la existencia humana.
Mis padres se conocieron en un viaje, por ejemplo. Él, tripulan­
te; ella, pasajera. Coincidieron en un crucero que ambos pudieron
haber perdido. Él por distraerse en un bar y no escuchar cuando
zarpaba su barco; ella por prejuicios o presagios de la fecha de sa­
lida (martes 13). Pero ahí estuvieron ambos, aquella noche, trazan­
do, sin saber, el inicio de mi historia.
En retrospectiva, imagino que las cosas pudieron ser de otro
modo. Si mi padre no hubiese dejado su patria quizá no se habrían
casado. Si mamá no hubiera apostado todo a la incertidumbre extran­
jera, papá no habría llegado a México para desposarla. Si no hubie­se
sucedido el embarazo primo durante la luna de miel, no se habría
gestado en el vientre de mamá nuestro primer hermano. Si Francesco
no hubiese nacido muerto acaso mi hermano Alberto sería hermana
o sería otro. Si no hubieran pasado cinco años después de que nació
Alberto no habría llegado yo.
Todo pudo ser diferente pero se alineó para que sucediera de
un solo modo.
Es asombroso todo lo que desencadena un encuentro fortuito.
Una especie de milagro, a veces al revés.4
El azar tiene su modo de marcar las vidas. Tiene la facultad de
hendir la carne.
Cuando miro esas marcas en mi historia o la de otros, no dejo
de pensar que pudo ser de otro modo pero no fue más. Que el azar

4
Esa película en que el protagonista reflexiona sobre lo mucho que se determinó
su vida por un pedazo de plástico mal hecho; de niño él había empujado a su madre,
en un berrinche, y ella había caído justo en el instante en que se abría una puerta mal
cerrada por defecto de fábrica: se golpeó en un punto preciso de la espina dorsal, de
tal suerte que quedó paralítica por el resto de su vida; esas piezas de plástico de la
historia de otros nos recuerdan la enorme fragilidad con la que transitamos, la inmen-
sa suerte que se necesita para volver a salvo a casa cada día.

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giorgio lavezzaro

cristalizó el encuentro o desencuentro con otros para siempre y,


aun así, es posible decidir qué hacer con esa marca.

arrugarse

De todos los pliegues que puedan formarse en la piel, sólo los del
rostro revelan algo de la emotividad de quien los porta. Las líneas
de la frente o las mejillas o los labios delatan la frecuencia de los
gestos. Son las únicas que revelan las emociones, pues sólo en el
rostro dejan rastro de su persistencia. Son marcas del tiempo.
Una amiga japonesa me dijo, cuando la conocí, que buscaba a
hombres con arrugas en la línea de los ojos. Mi gesto de incom-
prensión hizo que ella explicara su búsqueda: eran marcas que de-
notaban que la persona reía mucho.
Recuerdo que una vez en el metro vi a una chica de no más de
veinte años con las líneas de los ojos invadidas de pliegues. Prác-
ticamente todo el camino fue sonriendo ampliamente o riendo con
ganas. Eran tan marcadas las líneas que me hizo dirigir mi atención
hacia el resto de los pasajeros. Casi ninguno, viejo ni joven, porta-
ba arrugas en los ojos. Pensé que era una mujer afortunada porque
llevaba huellas palpables de su felicidad en el mundo.
Buscar en Internet “arrugas” implica encontrar todos los reme-
dios industriales o caseros para eliminar las marcas de expresión.
Hace no mucho veía un video en el que se hacía referencia a plie-
gues que nacen del borde de los ojos —cuna de la felicidad y la
tristeza. En éste se decía que eran castigos por ser feliz. Como si
no pudiese verse otra cosa que oprobio en esos surcos, o como si no
se quisiera reconocer la inevitable finitud al palpar las hendiduras
del tiempo y por ello se pensaran como señales punibles.
Miro en la resistencia a las arrugas el mismo rechazo de las
mar­cas y las cicatrices. Supongo que se emparentan lo nuevo con
lo eterno aunque sean opuestos por antonomasia. Parece que se
quisiera permanecer por siempre sin los estragos de la duración:
muñecos de cera.
Soy bastante joven pero empiezo a notar algunas líneas que se
volverán arrugas. No aspiro a la condición de la parafina intocada.

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ensayo creativo

Quisiera labrar esos surcos con vivencias que no me obliguen a que-


rer ocultarlas.

Serie: lo que dice el olvido

arado

Me asombra la cantidad de información que perdemos todos los


días. En una jornada corriente se miran cientos de rostros diferen-
tes, pero ninguno de ellos permanece en el recuerdo por más de unas
pocas horas o segundos.
A veces, cuando camino por las calles y pienso en que prácti­
ca­mente todo lo que estoy mirando será transformado en olvido,
miro a otros transeúntes y me pregunto si se darán cuenta de la
fragilidad con que se escapan las vivencias, una a una, hasta que
los días o las semanas se evaporan por completo.
He intentado que esta reflexión me lleve a valorar más el instan-
te, pero por lo regular fallo, quizá porque confundo la idea del valor
con la posibilidad de recordar ese momento. Entonces pienso que
también tiene valor la sutileza y el silencio con que trabaja el olvido;
al reflexionar sobre su obra, miro el arduo trabajo que sucede cada
día; mientras la atención se alía con el recuerdo —muchas cosas que
se graban en la memoria necesitan de ese registro—, el olvido tra­
baja en la sombra, desde el fondo, con el aliado opuesto: la de­
satención —aunque no estoy seguro de que todo ol­vido implique la
simple desatención; tantas cosas que quisimos retener, que miramos
intensamente con todo el cuerpo y de cualquier modo se fueron.
Me parece como si el olvido preparara el terreno para la escritu-
ra, aunque a veces no haya nada que registrar. Como el campesino
que prepara la tierra, aunque no tenga nada que sembrar.5 Supongo

5
Me parece preciosa la analogía que Freud hace de la memoria en “La pizarra
mágica” (una tabla cuya base era de cera en el fondo y que, en la superficie, permitía
escribir y borrar luego; en la pizarra desaparecía el registro pero en el fondo quedaban
los surcos acumulados); allí compara ese artefacto ahora en desuso con el funciona-
miento de la memoria: cuando algo se vive queda grabado en nosotros, aun como una
huella, que en principio no advertimos.

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giorgio lavezzaro

que es difícil reparar en lo necesario que es encontrar espacios en


blanco hasta que un día no se tiene una sola hoja sin usar.

tiempo

Me pregunto por qué cuando se quiere hacer referencia al pasado,


a través de un recuerdo, es posible hacerlo en presente o en pasa-
do; cuando se dice “me acuerdo de algo” se asume la vivencia
presente, el acto de rememorar; al decir “recordé que” puede colo-
carse en otro instante no presente; en cambio, para tener ese otro
acceso al pasado, el olvido, se usa sólo en tiempo pretérito; decimos
“olvidé algo”, o también “se me olvidó que”; como si la borradura
no sucediera cada vez en tiempo presente.
Pero creo que se olvida en presente tanto como se recuerda en
este tiempo. La memoria se reinventa todos los días. No se recuer-
da siempre lo mismo ni se olvidan las mismas cosas. Memorizar,
en su función activa o pasiva, es relacionarse activamente con el
tiempo. Supone el proceso más obvio con el pretérito, pero está
anclado al presente y determina, en gran medida, la relación mné-
mica con el futuro.
La memoria es un proceso plástico que muta como las condi-
ciones ambientales, inventa, improvisa. Se pueden recordar cosas
que no se han vivido como también es posible “olvidar” hechos que
no sucedieron. En ambos escenarios es imposible reconocer una me-
moria falsa, pero es factible reconocerse en aquellas invenciones.6
No entiendo por qué los recuerdos, siendo tan escasos si se com­
paran con la cantidad de cosas olvidadas, se ligan con mayor facili-
dad a la existencia. Quizás el olvido sea un recordatorio constante
de la muerte.

6
En la película Vals con Bashir hay una escena que cuenta cierto experimento con
la memoria; se les muestra a diez sujetos una foto de su infancia falsa: se hace un
montaje de ellos siendo niños de la mano de sus padres en un parque que nunca visi-
taron; la mayoría reconoce la imagen como una vivencia e improvisa, pensando que
recuerda, sobre lo que ocurrió ese día; los menos desconocen la fotografía pero tras la
insistencia comienzan a “recordar”; el personaje que narra dicho experimento dice que
la memoria es una cosa viva. Creo que algo similar ocurre con el olvido.

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ensayo creativo

Existir es borrar lo vivido hasta que un día no queda nada.7

extinción

No estoy tan seguro de que haya olvidos que una vez desescritos
devoren a su alrededor secciones enteras de existencia y no dejen
rastro alguno ni posibilidad de recuperarlos.
En contraposición con las marcas que se desprenden de ciertas
vivencias, esos recuerdos que se pretenden “para siempre”, estarían
los huecos de los que no podrían darse cuenta salvo por el registro
inadvertido de su ausencia, como esos golpes que se descubren lue­
go, cuando vemos el moretón que ha dejado en la piel. Son las la-
gunas que uno reconoce en la vida porque asume que existió dicho
periodo —como las secciones enteras que se pierden de los prime-
ros años de educación—, pero de los que no se puede dar cuenta de
nada, salvo de su desaparición. Vacíos “irrecuperables”.
En ambos casos, el de las experiencias que no se extinguen y
las que son irrecuperables, me parece cuestionable la idea de lo de­­
finitivo. ¿Cómo saber que algún recuerdo que se tiene, hasta el día
de hoy, no desaparecerá el día de mañana? ¿Cómo asegurar que una
experiencia perdida no regresará en otro momento de la historia?
Pienso en los accidentes que involucran la pérdida de memoria, en
los golpes del azar que borran de tajo aquello que se pensó duraría
por siempre. Pienso en las experiencias en psicoterapia donde, a
partir del trabajo deliberado del sujeto, de pronto aparecen recuer-
dos que se habían suprimido —reprimido, si se quiere— y resigni-
fican la historia. Supongo que es posible el proceso inverso, un
accidente que traiga a la luz una vivencia perdida o un gesto deli-
berado que borre un recuerdo.
Ignoro los testimonios de la gente que ha intentado, con la mis-
ma seriedad con la que se quiere recobrar lo perdido, borrar alguna
vivencia de su vida. Acaso muchos han renunciado a esta posibili-
dad por imaginarla de antemano una quimera. ¿Qué pasaría si fuera

Se integró la frase final al cuerpo del último párrafo y se usó el final del penúl-
7

timo párrafo para cerrar el texto.

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giorgio lavezzaro

posible incidir en el borrado de la memoria? Quizá sería más clara la


implicación de uno mismo en lo que se borra. Mientras no haya
téc­nicas que permitan este proceso,8 habrá que conformarse con la
manera en que sí olvidamos, y ver en el contenido que se pierde,
en el momento que se borra, huellas de nosotros mismos.

Serie: los errores florecen

anfibio

Hay muchas maneras de cometer un error. Una de ellas se enraíza


en el lenguaje y sus tropos: el equívoco; aquellas que admiten más
de un significado, es decir, un sentido totalmente disímil del otro,
están convocadas a esta figura.
Como la palabra inversión que, sujeta al contexto financiero im­
plica el uso de recursos para multiplicarlos, casi siempre a largo pla­
zo; en una situación geométrica invertir significa voltear de cabeza
la figura en cuestión; o en un contexto aplicado, el equívoco haría
que se invirtieran los papeles —que se cambian entre sí, siendo pa­
peles de carácter dramatúrgico, o que se apuesten en aras de mul-
tiplicarse si son papeles de valor comercial, como el papel moneda.
Hacer un equívoco y no explotarlo implica colindar con otra
fi­gura retórica: la anfibología.
Aunque ciertas personas persiguen evitar, por sistema, este tro-
po —lugares en que se precia la linealidad del texto y, por tanto, se
mira a la ambigüedad como un error—, siempre hay maneras de

8
En Eternal Sunshine of the Spotless Mind se ilustra la posibilidad de borrar se-
lectivamente la memoria; Joe intenta olvidar a una ex novia. Acude a una agencia que
se dedica a eliminar recuerdos parciales asociados a una vivencia o persona en con-
creto. Cuando le explican el procedimiento le dicen que “técnicamente” es una espe-
cie de daño cerebral, como si el olvido siempre fuese un signo de malestar y no un
proceso igual de “natural” que el recuerdo. Lo que se mira en el borrado es la facultad
de volver incluso sobre lo desescrito; el desmemoriado Joe no logra escapar al proce-
so del que se arrepiente mientras ocurre —la película transcurre en los recuerdos que se
van perdiendo de la relación de Joe y Clementine, su ex pareja—, pero al final logra
que su “hoja en blanco” lo oriente, con las trazas indelebles en el fondo, y se encuen-
tra de nuevo con la mujer que había querido borrar.

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ensayo creativo

utilizarla a favor del texto; como cuando la ambigüedad, aun sacri-


ficando cierta transparencia, permite crecer una frase o una idea,
multiplicando su sentido.
Me agradan las maneras de nombrar ambas figuras porque de-
notan la naturaleza anfibia de los significados: pueden habitar más
de un territorio lingüístico. También denotan la forma en que el
lenguaje puede errar y perderse en su multiplicidad semántica, per­
derse en la ambigüedad.
Equivocarse puede ser un recurso cuando se obliga a la palabra a
desplazarse de un terreno a otro. Quizás en estos recursos sea posible
comprender la recursividad del error, la táctica de la ambigüedad.

breaktrough

Momentos definitivos para la humanidad están atravesados por la


mirada de alguien que se enfocó en otra arista de un mismo evento,
tantas veces catalogado como error. La óptica desde donde se apre­
cia una circunstancia permite que se vea su lado brillante u opaco.
Ampliar la visión de un mismo hecho puede desplazarlo del yerro
al descubrimiento.
Se dice, en ciencias, que muchos hallazgos han sido posibles
por­que alguien miró cómo el fracaso de una fórmula o un algorit-
mo podían resolver otros problemas para los que no estaban origi-
nalmente destinados; como el viagra que fue concebido como un
vasodilatador para tratar la angina del pecho. Imagino que algunos
procedimientos estéticos se han derivado de tientos en otros ámbi-
tos, errores que se vuelven revelaciones desde otro lugar.9
Los errores que devienen hallazgos parecen tener un brillo pro-
pio por tornarse resplandor de la falla. Pero también me hacen pensar
en otras preguntas. ¿Cuántos errores han sido desechados o perdi-
dos por menospreciar su utilidad y podrían significar la solución de
algún problema vital contemporáneo —acaso inexistente para la
época que los vio nacer? ¿Cuántas personas han muerto pensando

9
Se dice, por ejemplo, que Edison consignó que no había fracasado sino descu-
bierto novecientas noventa y nueve maneras de cómo no hacer una bombilla; esta
frase ilustra, entre otras cosas, que un error, o novecientos, son siempre descubrimien-
tos —sin importar su grado de relevancia respecto a lo que se persigue.

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que su obra era un fracaso y ahora se revela como genialidad in-


comprendida? ¿Cuántos han acertado, antes o después de su tiempo,
y han estado condenados al olvido?
Habría que llevar una bitácora de fracasos y tientos para com-
partir el proceso y dejar que otros vean lo que uno no supo mirar: una
posible revelación. Creo que valdría la pena llevar este registro,
aun renunciando a la posibilidad de que en otro tiempo los intentos
propios sean hallazgos. Sólo como una prueba de la insistencia o
la terquedad, como una escritura del fracaso o un testimonio de las
rutas perdidas. Una bitácora de lo indescubierto, posibilidad de
no invertir la lógica sino de invertir el camino. Ir hacia adentro
sin importar lo que ocurra.

cometer

Hay verbos que llevan tanta carga semántica que los hace difíciles
de ser aceptados en otros contextos. Cuando se dice cometer casi
siempre se piensa en un crimen o un error. Se ignora que es una ma­
nera de usar una figura gramatical o que una persona le ceda sus
funciones a otra. Se ignora que puede volverse embestida o intento
si le precede una “a” (aunque cometer y acometer figuren tan dis-
tantes etimológicamente): acometer; que ha sido una forma de ex-
ponerse o arriesgarse; que ha sido una forma de entregarse a alguien,
de fiarse de él.
La idea de cometer suele llevar implícito el error. Pero también
se puede cometer (usar) retórica, cometer el puesto propio (ceder
un cargo), acometer un muro (embestir), acometer (emprender) la
huida, cometer (arriesgar) la vida y dejarla expuesta, cometerse a
alguien (como signo de la entrega y la confianza).
Antes de escribir sobre los errores usaba poco el verbo cometer
pero al buscarlo en el diccionario se abrió su sentido y lo trato de
incorporar a mi léxico. Simpatizo más con los sentidos anticuados
—arriesgar o entregarse— porque los siento hermanados. Uno se
arriesga o se expone frente a alguien —una manera de entregarse.
Uno se entrega o se fía de otro —y queda expuesto. En cometerse
está implicado el otro a quien uno se comete.

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ensayo creativo

También me gusta el verbo con el prefijo “a”: el intento como


embestida y ésta como tiento.
Me parece que si el verbo cometer fuese empleado en sus últi-
mas acepciones, podría transformarse la relación con el error. Arries­
garse en el yerro o entregarse a él, embestir con la equivocación o
intentar equivocarse: cometerse en el equívoco.

Serie: la materia de los sueños

mensaje

¿Son los sueños productos encriptados que podrían develar un con­


tenido distinto del que literalmente parecen tener? Supongo que
no es posible saberlo con total certeza, pero todo lo que se ha dicho
en materia onírica parece coincidir en varios puntos. Primero, se
coin­cide en que son mensajes —de los dioses, del Destino, de otro
tiempo, de uno mismo o del más allá. Luego, se dice que estos men­
sajes están cifrados, metáforas en toda forma: dicen lo uno por lo
otro, simbolizan, nunca se les puede leer de manera lineal; por tan­to,
el arte de la interpretación de los sueños consiste en descifrar el có­
digo simbólico —traducir las metáforas en mensajes inteligibles.
Por último, la “manera correcta” de interpretarlos depende de que
se entienda “cómo opera el mecanismo de los sueños”.10
Estas coincidencias no son gratuitas. Los escollos en que se ha
metido la oniromancia derivan de sus divergencias, no de sus pun-
tos en común. Uno de los principales problemas en esta materia
implica la necedad de ofrecer una solución óptima o única que
se im­ponga al resto de las doctrinas —divergencias en la manera de

10
Freud hizo una de las revelaciones sobre los sueños que más causó revuelo: que
son un cumplimiento de deseo. Cada que algún incrédulo llegó a interpelar a Freud so­
bre esta premisa, éste supo leer que debajo de la objeción había un ejemplo de sueño,
que no podía, o no quería el soñante, que fuera un deseo cumplido (como matar a una
persona, por ejemplo). Freud ilustró, cada vez, en el análisis onírico, de qué modo sí era
una forma de cumplir un deseo. Luego de su Interpretación de los sueños agregó como
excepción de la regla a los sueños de angustia. Ignoro si en todos los sueños se cumplen
deseos. En todo caso tiendo a desconfiar de las generalidades. No creo que exista un
modo correcto de abordar los sueños. Cada visión oferta posibilidades distintas.

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concebir cómo se construye un sueño, por ejemplo, que suponen


una mejor interpretación que el resto—; como si fuera más impor-
tante una manera de leer que otra, o fuese más trascendente una
doctrina de lo único en lugar de la multiplicidad.
No pretendo encontrar la clave última sobre la exégesis de los
sueños. Sólo me interesa reparar en su existencia y las implicacio-
nes que puede tener en la vigilia diurna —lo que sucede en los sue­
­ños sería vigilia nocturna—, tanto si se atiende al sentido de los
sueños como si se elige ignorarlos. Este segundo destino me parece
el más común —como sociedad y como individuos—, pero me
in­teresa el material onírico porque su iteración en la vida subje­
tiva, tanto como su insistencia por volver, aparecen desfigurados en
nuestras vidas.
Somos también nuestros sueños.

irreconocible

Hay una clase de sueños que ofrecen una pirueta emotiva: placer al
soñarlos y displacer —angustia, miedo, asco— al recordarlos. Son
los que encarnan deseos no reconocidos durante la vigilia, pero que
se manifiestan en cuanto nacen junto con la descarga placentera
que originan en el episodio onírico. Al recordarlos durante el día,
se vuelven ominosos porque no es posible reconocerse a uno mis-
mo materializando tales deseos.
Pero en esta lectura se estaría omitiendo algo esencial de los
sueños: su naturaleza críptica. La angustia o el miedo derivan de
una mirada superficial, de una interpretación lineal del contenido.
Se obvian o se ignoran las posibilidades simbólicas de los elemen-
tos del sueño, porque se sucumbe ante la insistencia por el desco-
nocimiento de uno mismo: es desconcertante pensar que puede no
saberse lo que se desea hasta verlo en acto porque abre demasiadas
posibilidades que se presentan como amenazas. ¿Cómo saber que no
se tienen ciertos impulsos, homicidas o pederastas por ejemplo, si
sólo podrían reconocerse en el momento mismo en que aparecen?
Resulta una treta a la consciencia reconocerse en esos gestos
que conscientemente se verían como oprobio. Parece inaceptable

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ensayo creativo

ver que todo acto —por monstruoso que se clasifique— puede pro­
ceder de un deseo humano.
Supongo que también es muy desconcertante palpar en la vi­
gilia nocturna lo mucho que se desconoce sobre uno mismo. Por-
que no sólo se abren contingencias de escenarios impensados que
se mues­tran deseables sino que, precisamente, existen posibilida-
des de ser aquello contra lo que se lucha o lo que se rechaza.
Se ignora que también dice algo sobre sí mismo lo aborrecido.11
Quizá se rechazan ciertas conductas porque también hablan de
uno mismo —aunque sea como en el negativo de una fotografía.

nightmare

Me fascina la etimología de la palabra nightmare.12 Hay ciertos vo­


cablos que son intraducibles sin el auxiliar de un neologismo o una
nota al pie que ilustre lo que se pierde en la traducción. El vocablo

11
En Nymphomaniac, Lars von Trier muestra a una mujer que busca el placer se­
xual con la insistencia voraz del vacío: la insaciabilidad. Joe le cuenta su historia a
Seligman, quien la recogió golpeada en la calle, con la intención de mostrarle cómo
es una mala persona —le cuenta cómo destruyó un matrimonio, cómo se practicó a sí
misma un aborto, cómo se sometió a la práctica del masoquismo—; cuenta cómo se
vuelve una “colectora de deudas”, un empleo cuyo primer requisito es carecer de
escrúpulos morales, pues implica amenazar a otras personas para que paguen a sus
acreedores de maneras crueles o violentas. Joe aprovecha su conocimiento sobre las
artes sexuales para leer los bajos instintos de los deudores; en una de sus tareas le
cuesta trabajo leer al hombre en cuestión e intenta contando diversos relatos eróticos
con el miembro del sujeto al aire para mirar cuándo reacciona; su sorpresa no surge cuan-
do el pene del hombre se yergue al escuchar un relato que implica pederastia, sino al
ver cómo aquel hombre no sabía nada sobre aquel deseo; quizás es una de las cosas
más desconcertantes de la naturaleza del deseo: puede haber algo que palpita debajo
de la piel y que no se siente hasta que la carne se abre.
12
En su Libro de sueños, Borges también comenta la intraducibilidad de la pala-
bra nightmare al tiempo que recuerda ciertos vocablos, de origen germano, igualmente
intraducibles, entre ellos unheimlich y uncanny (ambos muy acertados para referirse
a lo que genera una pesadilla); y puntualiza el escritor “cada lengua produce lo que
precisa”. Resulta curioso que en español aparezcan ideas sobre un ensueño angustioso
y tenaz, la opresión del corazón o la dificultad para respirar durante el sueño, pero
también una preocupación grave o, incluso, una persona molesta. Las primeras acep-
ciones comulgan con lo nocturno; mientras que las últimas se relacionan con lo diurno:
precisamos, en español, que es posible tener pesadillas de noche o de día, por eso lo
nocturno se desdibuja del vocablo: producimos, entonces, ensueños de día y preocu-
paciones nocturnas.

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giorgio lavezzaro

nightmare tiene una cualidad nocturna que se pierde en español.


El sufijo mare puede aludir a un espíritu maligno que se monta en
uno mismo y provoca que los sueños vayan mal, o puede ser una
ma­nera de nombrar a las yeguas. Nightmare puede ser pesadilla o
yegua nocturna.
La segunda imagen no aparece en el vocablo español, pero en
la palabra inglesa conviven ambas acepciones y me parecen suge-
rentes. Me interesa preguntar qué es lo que parece aterrador en
una pesadilla. Si todos los elementos que se barajan en la cons-
trucción onírica son, de algún modo, uno mismo, ¿cabría la idea
de que el temor es hacia sí mismo? Creo que la oscuridad que en­
traña una pesadilla no está en la noche, sino en el abismo inexplo-
rado de uno mismo.
Probablemente resulta angustiante porque en la imagen oscura
habita un potencial que no desea verse. Curioso que este tipo de
sue­ños se pueden clasificar dentro de los trastornos mentales rela-
cionados con el sueño. Se asume que una pesadilla es sinónimo de
“mal sueño” y debería eliminarse. Se olvida que lo que no se elabo-
ra durante la noche, aún como cabalgata nocturna, puede aparecer
en el día. Creo que no existen malos sueños cuando se busca un
mayor conocimiento de sí: todos aportan a la exploración subjeti-
va. Quizá si se mirasen de este modo podría pensarse más en cómo
utilizar la potencia de esa yegua nocturna en favor de uno mismo,
más que tratarla como si fuese el defecto de un ganado equino. Ha­
bría que recordar que los pardos también transportan jinetes y corren
y son mansos, como cualquier caballo. En ese equino nocturno ca­
balga una parte oscura de uno mismo. Abrazar esa parte acaso per­
mita que los espectros se disipen en el día.

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Marina Azahua

La silla

Captar una muerte cuando en efecto está ocurriendo


y embalsamarla para siempre es algo
que sólo pueden hacer las cámaras.

Susan Sontag

Lo que vemos no es una mujer, ni una silla. Ni siquiera una mujer


sentada en una silla. Es un ser de cuatro extremidades: pies enfun-
dados en zapatos de tacón bajo, al frente; patas de madera gruesa, al
fondo. De cierta forma, una centáuride. Las piernas de carne y ma­
dera están soldadas una con otra. Resulta imposible distinguirlas.
Por el acomodo de su cuerpo, la mujer es tan silla como la silla. Pero
carne y objeto están ligados por algo más. Su vínculo no emana
ex­clusivamente de una postura. Los brazos de la mujer se adhieren
también, irremediablemente, a los brazos del mueble: son una mis­
ma entidad cuya fusión se debe no sólo a las correas que atan a los
elementos entre sí. Los aglutina una fuerza cuyo efecto es imposi-
ble detener: corriente eléctrica.

Una máscara le cubre ojos, nariz y boca. Su rostro no es rostro; es


visor de buceo, es máscara de oxígeno. Si estos símiles fueran
exactos, la ayudarían a respirar: pero son equívocos. El trozo de
cuero que oculta la cara de la mujer ha sido dispuesto para ocultar
su asfixia. ¿Qué la sofoca realmente? ¿El pánico? ¿La descarga
que paraliza sus pulmones? Una máscara para cubrir la ejecución,
para hacer llevadero el acto de mirarlas. A ellas. A la mujer y a su

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marina azahua

ejecución. Con su escafandra de buza involuntaria, Ruth Snyder se


sumerge en la electricidad que la aniquila. Su rostro es el de una
autómata de ciencia ficción. Su rostro es el centro oculto de una eje­
cución pública, respaldada por la ley, barnizada de civilidad, higieni­
zada para beneficio de la respetable audiencia. Es necesario encubrir
para poder observar. Lo dicta la decencia. Es preciso resguardar a
los observadores del escarnio grotesco. Se hará lo posible para que
miren sin observar la agonía en la que participan como espectadores.

Se dice que a veces a los ejecutados en la silla eléctrica se les salen


los ojos de las cuencas cuando reciben la descarga de la corriente.
Cuentan que al retirarles la máscara de cuero, se pueden hallar los
órganos de la vista sobre los pómulos del ejecutado.

Del cabello rubio de Ruth no se observa nada. La corona es un


casco de metal redondeado, de donde surge, invisible, la fuerza
que la mata.

Nadie sabe exactamente cómo mueren las personas ejecutadas en


la silla eléctrica, pero se sospecha que es más por asfixia que por
elec­tricidad. La corriente contrae al cuerpo e impide la respira-
ción. Los pulmones se paralizan mucho antes de que hierva la sangre
y ardan las entrañas. Se dice que en las autopsias de los ejecutados
en la silla eléctrica el cerebro parece haber sido cocinado.

Doce de enero de 1928: Robert G. Elliot, electricista del estado de


Nueva York, lee a Kipling antes de dormir. Horas antes experta-
mente activó la corriente eléctrica que ejecutó a Ruth Snyder. Fue
cuidadoso, como siempre. Hizo todo por evitar que humeara y se

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ensayo creativo

incendiara el cuerpo. Tras completar su labor, el verdugo manejó


de regreso a su casa, tomó un baño, y antes de cerrar los ojos leyó La
luz que se apaga.

La primera escena de la primera novela de Kipling retrata a una


pareja de púberes que juegan con un revólver en una playa desierta.
Ellos se quieren, de maneras distintas, pero se quieren; y el mundo
parece estar en su contra. En esa orilla de la bajamar, acompañados
de una cabra, construyen una complicidad atestada de una futura ten-
sión erótica y la tentación cumplida del rompimiento de las reglas.

Ruth tuvo un cómplice. Ideó el asesinato de su esposo, Albert


Snyder, en conspiración con su amante, Henry Judd Gray, un ven-
dedor de corsés. Bien dice la poeta Corina Copp: “Vendedor de
corsés [¡qué irónica profesión para el amante de Ruth, el cual la
‘liberó de un matrimonio sin amor’!] L’amour fou finalmente ven-
ció tras los asombrosos siete intentos previos de Ruth para matar a
Albert. A todos ellos había sobrevivido [de acuerdo con Gray] [de
acuerdo con Wikipedia]”.

Después de Ruth la siguiente persona en sentarse en la silla fue


Judd Gray.

En su vejez, el verdugo del Estado, Robert Elliot, publicó sus me-


morias. En ellas hacía mención de las casi cuatrocientas personas
que ejecutó durante su vida, entre las cuales figuraba Ruth Snyder.
“Como verdugo oficial del estado de Nueva York, ella fue la pri-
mera mujer a quien me tocó enviar a la eternidad. No pienso negar
que me pareció un asunto repulsivo y cruel.” De acuerdo con Elliot,

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marina azahua

Ruth sollozaba mientras la sentaban. “Padre, perdónalos, porque no


saben lo que hacen.” “Perdóname, Padre, pues he pecado.” Según
recuerda su verdugo, mientras cubrían su rostro con la máscara,
su rezo se fue volviendo incomprensible.

El caso de Ruth Snyder fue tan sonado en la prensa que el día de


su muerte había cerca de tres mil personas afuera de la prisión. Las
peticiones para presenciar la ejecución eran innumerables. El acce­
so era limitado. Las cámaras estaban prohibidas.

Los editores del New York Daily News, renombrado periódico de es-
cándalos, contrataron al fotógrafo Tom Howard para que entrara en-
cubierto a la ejecución; era de Chicago y podría pasar inadverti­do;
los guardias no lo reconocerían. La hazaña periodística se planeó
meticulosamente: una cámara miniatura oculta y sujeta al tobillo.
Una sola exposición. Un gesto rápido para levantar la orilla del pan­
talón y exponer la lente. Una oportunidad única. La activación del
obturador por medio de un cable que recorría la pierna hasta llegar al
bolsillo. Así fue como Howard registró el momento exacto en el cual
la corriente eléctrica atravesó el cuerpo de la condenada. A la mañana
siguiente, la imagen de Ruth Snyder agonizando se publicó en la pri-
mera plana del periódico, con el encabezado: Dead! ¡Muerta!

¿Cuántos segundos tarda la corriente eléctrica en recorrer un cuerpo?

Snyder fue la segunda mujer en ser ejecutada en la silla eléctrica en


la prisión Sing Sing de Nueva York. Sólo una mujer se había sen­
tado antes en la misma silla: Martha M. Place la precedió en 1899,
tras haber asesinado a su hijastra.

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Para evitar que se repitiera el incidente del registro fotográfico de


una ejecución, a partir de la muerte de Ruth Snyder, durante déca-
das se solicitó a los asistentes a las ejecuciones en Estados Unidos
que levantaran las manos al momento de la electrocución. Dece-
nas de personas con los brazos alzados ante la muerte legal de otro
ser humano.

Se dice que tras haber sido electrocutado, el cuerpo de una persona


está demasiado caliente como para poderlo tocar.

La cámara que utilizó Howard para retratar la electrocución de


Ruth Snyder está hoy en el National Museum of American History
de la Smithsonian Institution. El New York Daily News la donó
en 1963.

Daily News New York’s Picture Newspaper New York, Friday, Jan­
uary 13, 1928 Average net paid circulation of THE NEWS, Dec.
1927: Sunday, 1,347,556 Daily, 1,193,297 Vol. 9. No. 173 66 pages
Extra Edition 2 cents in city limits DEAD! RUTH SNYDER’S
DEATH PICTURED! This is perhaps the most remarkable exclu-
sive picture in the history of criminology. It shows the actual scene
in the Sing Sing death house as the lethal current surged through
Ruth Snyder’s body at 11:06 last night. Her helmeted head is stiff-
ened in death, her face masked and an electrode strapped to her
bare right leg. The autopsy table on which her body was removed
is beside her. Judd Gray, mumbling a prayer, followed her down
the narrow corridor at 11:14. “Father, forgive them, for they don’t
know what they are doing!” were Ruth’s last words. The picture is

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marina azahua

the first Sing Sing execution picture and the first of a woman’s
electrocution. Story p. 3; other pics. p. 28 and back page.

El pie de foto de toda imagen constituye la mitad de su construcción.

En el registro de su agonía, y su correspondiente nota al pie de foto,


Ruth Snyder quedó capturada por dos aparatos a la vez, dice Copp:
“el mecanismo de la silla y el de la cámara”. Un aparato mayor
también la tenía atrapada mucho antes de su crimen, intuye: el statu
quo del matrimonio y la vida diaria de una mujer clasemediera
neoyorkina. Yo agregaría un cuarto aparato que también la tenía
secuestrada, tanto en vida como en muerte: el aparato de la prensa.

La imagen que se publicara en la primera plana del New York


Daily News fue un recorte retocado de la imagen original que cap-
tó el obturador de la cámara de Howard. En la fotografía completa,
sin modificación, el piso del cuarto de ejecuciones de la prisión
aparece inclinado. Fue mucha la suerte de Howard; estuvo a punto
de cortarle la cabeza a Ruth durante el inexacto encuadre. La foto-
grafía completa, sin recorte, es una imagen muy distinta a la que
fue publicada. En ella, ante todo, se explicita la distancia que se-
paró al fotógrafo-cámara de su objetivo. En la imagen publicada
se pierde también la presencia de otros observadores.

En la imagen original, a la derecha de la mujer sentada en la silla


que la mata, se encuentran al menos otros tres pares de piernas:
tres cuerpos registrados, sus rostros faltan. Un hombre con los pies
separados mira de frente a Ruth. En el extremo derecho, el cuerpo
de un hombre se erige con los brazos cruzados. Entre ambos, un

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ensayo creativo

par de pies, mirando en dirección contraria a Ruth, alguien evita


mirarla de frente. Son los pies de una mujer, en tacones, con falda.

Al jurado que condenó a muerte a Ruth Snyder y Judd Grey le


tomó una hora y treinta minutos tomar una decisión.

Tom Howard practicó durante un mes, en un hotel, para aprender


a usar la cámara miniatura. No tenía forma de controlar lo que veía
la lente. No podía dirigir el encuadre ni el enfoque. Para calcular el
foco fijo que debía tener la lente, se utilizaron planos arquitectóni-
cos de la prisión. Sólo así se pudieron determinar las distancias
probables que separarían al fotógrafo de su objetivo, dentro de la
cámara de muerte.

Cámara: cuarto, recámara, aposento.


Cámara: artefacto productor de fotografías.
Cámara de muerte.

La distancia que media entre la cámara y el momento de la muerte.


La distancia que media entre el espectador y el cuerpo al que se mira
agonizar.

Algunos años después de la ejecución de Snyder y Gray, el mito


persistía. El mito se reformulaba y reconstruía.

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marina azahua

Principios de la década de 1940: un diorama de tamaño natural, en


un museo de cera en Coney Island, en Nueva York. Un hombre de
cera lucha, ensangrentado, desde su lecho mientras lo asesina una
figura con la cabeza cubierta por un enorme cono de papel. Al fondo,
otra figura cubierta por un cono “observa”. La escena reconstruye
el momento en que Judd Gray asesinó al señor Snyder mientras
éste se encontraba en la cama. El letrero que corona la simulación
reza: Ruth Snyder Murder. El asesinato de Ruth Snyder.

Una fotografía del diorama —tomada por el célebre fotógrafo de


nota roja Arthur Fellig Weegee. Un registro fotográfico de la re-
construcción ficticia del asesinato de Albert Snyder.

Toda fotografía podría entenderse como un simulacro de realidad,


una simulación de verdad: ¿es reconstrucción, representación, res-
tauración de lo sucedido? En ese caso, al observar la fotografía de
Weegee, estamos ante la simulación de una simulación.

El asesinato de Ruth Snyder. Ése es el título de la escena ficticia


que intenta reconstruir la verdad. No el asesinato de Albert Snyder.
No el asesinato cometido por Ruth y Judd. No, el asesinato de Ruth
Snyder. La elección de palabras indica cómo el imaginario colec-
tivo imputó la culpa a Ruth casi por completo, eximiendo pasiva-
mente a su amante. Las palabras también engañan en otro nivel. El
letrero que describe la escena podría hacer referencia al asesinato
de la propia Ruth, a través de su ejecución, y no el que su amante
perpetró contra su esposo y del cual ella fue cómplice.

Cambiarle el pie de foto a una imagen es un acto que reconfigura


su significado.

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ensayo creativo

El asesinato de Snyder. La ejecución de Snyder. La distancia entre


dos palabras. La distancia entre la realidad y la ficción. Entre lo
sucedido y lo registrado. Todo este tiempo hemos estado obser-
vando ficciones. Ninguna verdad. Sólo simulaciones. La fotogra-
fía puede ser eso, una simulación cuya aliada es la luz.

¿Por qué un fotógrafo como Weegee, acostumbrado a captar asesi-


natos verdaderos, escenas de crímenes recién cometidos, tuvo el im­
pulso de registrar la reconstrucción imaginaria de un crimen? En
la fotografía de las figuras de cera, Ruth Snyder y Judd Gray tie-
nen la cabeza cubierta por unos enormes conos de papel. No vemos
el rostro de los asesinos, de la misma forma en que no se pudieron
observar sus semblantes al momento de ser ejecutados. Los conos
tienen el propósito de resguardar las figuras de cera del polvo, pero
en la imagen contribuyen a elaborar una escena desconcertante y
un tanto absurda.

En la ficha catalográfica del Museo de Arte Moderno de San Fran-


cisco, el título de la fotografía de Howard es The Electrocution of
Ruth Snyder. La electrocución de Ruth Snyder.

De la misma forma en que la imagen de Weegee no retrata realmen-


te al señor Snyder, sino su asesinato, en un procedimiento inter­pre­
tativo similar, Corina Copp ha acertado al indicar que la fotografía
tomada desde el tobillo de Tom Howard, no representa a Snyder,
sino a su electrocución. “Con todo el espacio que rodea a la figura
sentada en su silla, ella se convierte en objeto puro, incitando a la
exactitud del título: es la electrocución la que está cada vez más

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marina azahua

iluminada, y no Ruth Snyder.” Lo que nos queda, dice Copp, es “el


aura de una mujer atada a una máquina”.

Ruth Snyder escribió un libro. Nunca he podido encontrar un ejem­


plar, pero sé que fue una publicación barata y he visto imágenes de
su portada naranja, ilustrada con un dibujo que muestra su rostro,
de enormes ojos, enmarcado por los barrotes de una celda. Una de
sus manos se alza hacia lo alto, siguiendo su mirada. El folleto cos­
taba 25 centavos. En la portada se podía leer: Ruth Snyder’s Own
True Story. Published Complete for the First Time Anywhere. Writ­
ten by Herself in the Death Cell.

Una sola descarga de dos minutos de duración. Subir y bajar la


corriente cinco veces para evitar que el cuerpo se incendie.

El cuerpo de Ruth Snyder fue enterrado en el cementerio de Wood-


land, en el Bronx. Su tumba tiene sólo una palabra: “Brown”. Aquél
era su apellido de soltera.

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Alan Grabinsky Zabludovsky

Continentes

A los hombres dejarás, de tu paso, un gran recuerdo


y en honor a tu nombre ha de llamarse Bósforo, un día.

Prometeo encadenado

Un aeropuerto en Asia. Otro, en Europa. Hacia ellos vuelan puntos


diminutos desde lejos. Debajo, miles de automóviles avanzan len-
tamente, un autobús cruza sobre barcos grandes y pequeños. Bajo
la tierra, un metro.

Un millón cruza, todos los días, el estrecho

Salimos del hotel, atravesando cafés, galerías y un terreno baldío


donde se sentaban unos viejos en pequeñas mesas a tomar el té.
—Hace diez años —nos había dicho Atalay— aquella zona
eran bodegas abandonadas. Ahora hay puras tiendas de diseño.
Nuestro amigo seguramente estaba viéndonos desde su v­ entana:
la entrada del Cuerno de Oro, la Mezquita Azul, y nosotros —dos
puntos negros caminando en zig zag entre tanto movimiento.
La vista se abrió, las construcciones cedieron. Vimos veinte bar­
quitos pescadores flotando plácidamente junto a un puente peatonal
y un malecón lleno de gente gritando, vendiendo nueces y artículos
electrónicos.
Una boca negra y una espina dorsal amarilla se acercaron hacia
nosotros, como sostenidos por rieles. En un costado se cristaliza-
ron cientos de personas. La bestia vomitó el torrente, cada partícula
dispersándose por las venas de la ciudad.

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alan grabinsky zabludovsky

Entramos. Subimos las escaleras. Sobre la cubierta soplaba un


viento frío. Las cúpulas de las mezquitas flotaban en la neblina café.
El laberinto milenario empezó a desfilar frente a nosotros, volvién-
dose diminuto, como para protegerse de los imponentes rascacielos.
El mar se abrió. A nuestra izquierda pudimos ver nuestro primer
cruce; a la derecha, diminutos puntos negros flotaban en el mar
abierto. Pensé en Grecia, en Marruecos.
Una de las islas se desprendió del horizonte como respondien-
do a un llamado nuestro. Un serrucho de acero industrial, cortando
el agua sin piedad, como si un edificio de cuarenta pisos se ­hubiera
hartado de estar anclado a tierra y se hubiera puesto a nadar.
A toda velocidad. Hacia nosotros.
El sol quedó oculto por el cometa color petróleo. Por encima
vimos flotar enormes letras blancas. Cuando pasó, nos dimos cuen­ta
de la existencia de una enorme estela que pasaba por debajo de aquel
puente, alargándose hasta nosotros y desvaneciéndose entre miles
de trayectos. El monolito negro se movía sobre esta marca como si
fuera una carretera. Otro seguía la estela creada por el que acababa
de pasar. Y otro. Y, otro más.
Los puntos negros no eran islas, el conjunto no era un archipié-
lago. En la antesala del Bósforo había una hilera silenciosa de duen­
des trasatlánticos esperando atravesar hasta el Mar Negro: enormes
células rojas atendiendo la misma distancia. El pulso del mundo
entero.
Entramos a una bahía; una línea de braquiosaureos nos hizo una
reverencia, las grúas extendiendo hacia nosotros sus largos cuellos.
Las gaviotas se posaron en el techo de la terminal. Sobre las ca-
lles miles de peatones moviéndose hacia camiones y estaciones de
metro. Unas señoras sentadas en hilera sobre el piso vendían flores;
en una intersección, un círculo de personas aplaudían a otras que se
habían parado a bailar frente a un grupo de música.
Tiendas de dulces, de lencería, de artículos de piel, de ropa, de
zapatos, de libros, de fruta. Y un Starbucks lleno.

Sólo veinte minutos había durado el viaje. Y estábamos en un con-


tinente nuevo.

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ensayo creativo

En la pared, camino al baño de Istanbul Modern, hay recortes de


The New York Times sobre el nuevo cosmopolitismo turco y el posi­
cionamiento del museo en los circuitos de arte europeos. Las ex-
tensas biografías de los artistas en las galerías cuentan siempre el
mismo cuento: “salió de Estambul, tuvo una estadía de equis años
en París (o Berlín) donde conoció a otro, y juntos regresaron para
fundar un taller de arte moderno”. Pero Turquía ha sido rechazada
por la Unión Europea como miembro. Si lo fuera, Estambul —con
sus 17 millones de musulmanes— sería la ciudad más grande del
continente entero. Como para expiarse su culpa la Unión Europea le
otorgó a la urbe el reconocimiento de “Capital Europea de la Cul­
tura” y así mantuvo vivo —y lejano— el sueño europeo.

El primer día el encargado de nuestro hostal nos mostró unos videos.


En uno, un pálido corresponsal de la bbc —vestido de pantalones
caqui y sombrero safari— atravesaba la ciudad cual estepa africana,
hablando sobre el origen de un imperio. En el otro, un Luis Miguel
italiano llamado Giann Carlo llegaba a la ciudad en velero.
—Por fin —decía desde la cubierta, el sol sobre su tez broncea-
da, la brisa despeinando su melena güera—, el final de nuestro re­
corrido: Estambul, el ombligo del mundo entero.
—¿Y, qué van a hacer ahí? —nos dijeron familiares en Nueva
York, en Viena, en México. Algunos pensaban que nos motivaba una
especie de rebeldía adolescente. Y, en algún sentido, era cierto: un
atentado con bomba hace tres años; un primer ministro que juega
con el fundamentalismo; protestas masivas cada tres meses… no
era exactamente un lugar neutro.
Pasamos tres meses en la capital otomana; las calles empedra-
das, los edificios color crema, las gaviotas, los gatos. El sol pegaba
en nuestro cuarto durante la mañana. Se oían los gritos de gente
comprando muebles y utensilios viejos. Por las tardes yo c­ aminaba
por los malecones leyendo ladino, viendo el atardecer mientras la
gente se asoleaba y jugaba con los perros —una especie de flâneur,
versión “nuevo milenio”.

La primera noche me desperté antes de tiempo. El olor del mar en­


traba por la ventana: a través del vidrio podía ver un grupo de gavio-

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alan grabinsky zabludovsky

tas volando en espiral alrededor de una torre inmóvil, como una


imagen de Lord of the Rings.
De repente escuché una voz eléctrica rebotando en la esquina.
Otra, más cercana, salió de su cueva como un oso. Una más se hizo
presente, desde el abismo negro. Los aullidos de muchas le respon-
dieron.
En poco tiempo, las montañas se habían cubierto de ecos.

Cuando Mark Twain llegó en barco a Estambul describió este efec­


to. La ciudad se le aparece como espejismo de Las mil y una noches
y, en cierto sentido, es cierto: las montañas de la ciudad forman un
anfiteatro alrededor del mar, como si su razón de ser fuera rebotar
el sonido del rezo. Los barrios amanecen acurrucados alrededor de
las mezquitas; máquinas productoras de urbe por la cual pasan
—desde la madrugada hasta el anochecer— hombres de negocios,
comerciantes, mendigos.
Pero cuando desembarca, Twain no puede soportar la ­extrañeza
de lo ajeno. Al igual que a los españoles ante la Venecia azteca, el
espacio se le vuelve bárbaro. La primera impresión cede ante una
ciudad de leprosos, degenerados. Lo llama un infierno.

Vivimos en Europa, luego en Asia. Y el chiste de los dos c­ ontinentes


pronto se hizo viejo. En uno de los mercados árabes más antiguos
vimos monitores de televisión anunciando un Burger King; en los pa­
­sajes parisinos de Karaköy, vimos el ir y venir de la mezquita al
comercio.
El francés Pierre Loti estaba tan fascinado por la ciudad que se
mudó a Estambul para escribir historias eróticas: su imagen —fu-
mando narguile con nativos portando un bigote estilo Dalí y un
vestido otomano— aparece en postales de tiendas turísticas al lado
de camisetas de la Hagia Sophia, rodeada de árabes con turbantes
blancos y tazas de princesas otomanas en lujosos baños turcos. Hay
una calle con su nombre, y un café ubicado en la casa en la que
vivió, desde el cual se puede ver a lo lejos el fin del Cuerno de Oro
y los rascacielos de Sisli.
Algunos meses antes, caminando por las calles de Nueva York,
me encontré un libro que tenía en la portada un tranvía cruzando

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una calle desértica. Era la autobiografía de un escritor que vivía


en­tre las ruinas de un imperio, escuchando —antes de dormir— los
sonidos de los buques petroleros e imaginándose un mundo antiguo
donde el café era prohibido y la caligrafía era la expresión más sa­
grada de lo divino —una ciudad donde los nombres propios no
im­portaban demasiado, donde el sujeto era considerado como un
invento europeo. Me lo imaginaba vestido con una gabardina ne-
gra, entre gatos camino al puerto, hablando en el ferry con las ga-
viotas, compartiéndoles sus secretos.
Poco después me enteré de que Pamuk iba a dar una conferen-
cia en Columbia University. Estuve meses esperando a que llegara
el momento. El lugar —un auditorio caliente y húmedo— estaba a
reventar. El público se desbordaba. Afuera había gente parada en
el pasillo, y ahí estaba, sobre una silla, con las piernas cruzadas, ha­
blando del papel que tenían las fantasías orientalistas en el imagi­
nario local de la ciudad. Podíamos oler la sal en su pelo, sentir el aire
místico de su ciudad hablando por su cuerpo. Caí en cuenta de que
algún día esa ciudad entre el Hudson y el East River también será una
ruina; caminando por sus calles, un futuro Pamuk dirá en tono me-
lancólico: “aquí yació una gran ciudad, ombligo del mundo entero”.

Muchas de las entradas de mis diarios13 fueron escritas mientras


atravesaba el Bósforo. En el mapa virtual aparecen varios puntos
flotando en el agua. Por ejemplo, esta entrada en un cuaderno:

¡Y ahora, resulta que la pendeja se va a Europa sin mí! […] se tomó


un ferry, me estuvo esperando media hora en la entrada del puerto. En
vez de buscar una conexión de Internet, me deja en Asia.
Europa. Asia. Es el tránsito diario de millones de personas lo que
le da sentido a esos términos. La división no existía anteriormente:
como capital, Estambul era una unidad que nombraba su reino.

13
El proyecto “Identidad portátil” consiste en digitalizar más de 50 diarios escri-
tos en un periodo de 10 años en más de 50 ciudades. Más información en http:www.
portable-identity.com

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alan grabinsky zabludovsky

Escondida detrás de una callejuela del lado europeo, hay una pe-
queña sinagoga del siglo xvi que nadie visita y que ahora es mu-
seo. En ella se expone la historia de un movimiento que empezó
hace medio siglo y que terminó en el centro del imperio. Como pre­
monición, más de media década antes de mi visita, escribí, en otra
ciudad, el siguiente texto:

el centro maya zapoteca azteca español


se encontró con el pueblo
elegido

sinagogas europeas en
latinoamérica: donde nuestros abuelos ligaban
tenían affairs de juventud

futuro inmigrante
en la historia de méxico

África, América, Estambul, Ciudad de México: ¿cuántos desplaza­


mientos suceden por debajo de estos términos? Entre los congales
y restaurantes de la Zona Rosa se asoma un archipiélago de jero-
glíficos ajenos. Cuando vivía por allá, tardé tres meses en hacer
contacto con ellos. Fue detrás atravesando un patio donde parejas
de hombres en jeans y sombreros bailaban quebradita. Se pasaba
una zona de arbustos y mesas y se subía unas escaleras color
Yakult hasta llegar a un salón con mesas circulares donde los hom-
bres discutían y los jóvenes compartían videos.
La primera vez todos se nos quedaron viendo. Uno de ellos se
nos acercó y —a pesar de sus rasgos— nos empezó a hablar con un
fuerte acento tepiteño. Trabajaba en La Merced. En esa mesa, su
papá. Allá, su mamá. Las dueñas del bar eran hermanas gemelas que
acababan de llegar de Seúl a México. No hablaban ni una pizca de
español, pero les iba bien. Los karaokes, las panaderías y restauran­
tes eran para los turistas. Este lugar, para la chorcha, estaba siem-
pre lleno.
Acabamos sentados en el bar, tomando cerveza coreana hasta
la madrugada y utilizando nuestros teléfonos para comunicarnos

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ensayo creativo

con las gemelas por medio de imágenes y video. Acabó la noche y,


cuando nos separamos, vimos a la gente saliendo de los congales.
Algunos vaqueros caminaban en pareja, las manos entrecruzadas
en las bolsas traseras.

El conductor del taxi se portaba raro: no sabía si era por el tráfico,


por el destino al que se dirigía, o por la naturaleza de los pasajeros.
Había leído que el discurso de tolerancia del museo judío de Es-
tambul era estratégico; los judíos eran usados como la minoría
ejemplar en narrativas que intentaban posicionar a Turquía como
tolerante y europea, muchos habían salido de la ciudad por los altos
impuestos diseñados sólo para ellos.
El taxi nos dejó en la bahía de Ortakoy. La ballena blanca atra-
vesaba sobre nosotros: miles de autos avanzando lentamente en el
tráfico nocturno.
Las gaviotas. Los ferries. Una ciudad dividida por el mar no pue­
de tener centro; sus puertos apuntan siempre hacia afuera, a una red
que no deja de estar en movimiento.
Una mezquita iluminada de amarillo y, junto a ésta, un peque-
ño templo.
Atravesamos dos puestos de seguridad y un patio interior hasta
sentarnos en un cuarto donde un señor leía en voz alta un libro con
caracteres hebreos. Me acordé de una vez en El Cairo, cuando un
amigo se puso una kipá en un sitio histórico y todos se nos queda-
ron viendo.
Después de meses entre señales que no comunicaban, interpre-
tando figuras según lo que el lenguaje arquitectónico podía decirnos
del contexto; de días enteros negociando capas tectónicas, movién­
donos entre masas de gente y camionetas rebotando himnos en los
edificios; después de haber perfeccionado el arte de las señas y de
acostumbrarse a un constante extrañamiento, por fin entramos en
un ambiente que sentíamos nuestro. Era como si estuviéramos to-
cando el corazón de la ciudad por primera vez, como si tuviéramos
un contacto directo. El cantor hablaba en un español extraño, fluido
y coqueto; ladino, español del siglo xii. Pensé en la única persona
de mi familia, en México, que sabía hablar yiddish. Y que ya se
es­taba muriendo.

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alan grabinsky zabludovsky

El lenguaje es un contenedor de historia; las diásporas son


máquinas del tiempo. Un mes después de la visita al museo hubo
una fiesta en el recinto; luces de colores, música a todo volumen,
no se po­día caminar, el lugar estaba repleto. No podíamos creerlo:
toda una comunidad. Como si hubieran estado escondidos debajo
del suelo.

Helicópteros sobre la ciudad. Gente haciendo discursos, gritando,


repartiendo panfletos. Camionetas con bocinas rebotando himnos
por las calles. Twitter y Youtube bloqueados. Nuestro edificio cu-
bierto de blanco. Comezón en nuestras narices. Abajo, los mani-
festantes pasaban en grupos.
Huyendo.

Escrito en un Starbucks, en la ciudad de México:


De aquí a allá la gente yendo y viniendo […] los coches en la
la­teral de Reforma. En una hora, miles y miles de personas pasan
por aquí para atravesar la ciudad. Las caras me son indiferentes,
igual que cada una de las partículas que existen entre yo y ellos. Su
flujo, igual de entrópico que el del gas butano. Einstein se hubiera
dado un tiro si tuviera que explicar los diferentes tiempos/espacios
que coexisten en la ciudad.
Por ejemplo: el tiempo/espacio de adentro de un coche en el
trá­fico, con la música sintonizando a un señor en una cabina a ki­
lómetros de distancia, los minutos “para llegar a” y los que “lleva-
mos de”.
En comparación con el limpiavidrios, con su ritmo de vida re-
gido por los cambios de verde a rojo a verde en el semáforo de la
ciudad. Comparemos estas dos variables con una tercera: el ofici-
nista de esa cuadra, esperando pacientemente a que dé la hora de la
comida para poder interactuar con la ciudad.
De repente, el metro: quince mil millones de planos diferen-
tes regidos por el tiempo de las paradas, aunque de quince mil
millones de formas diferentes. Pasa, dos segundos, no más.
No se necesita de un mar que corte por en medio. Toda ciudad
es una intersección de flujos.

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ensayo creativo

¿Y qué es el habitar sino el dislocar significados ajenos? Cuando


caminaba por Jackson Heights, en Nueva York, veía fondas y pues­
tos de tacos en la calle, bajo los puentes del metro. Lo mismo me
pasó algunas semanas después de las protestas, cuando ya no olía
a gas lacrimógeno. Caminaba por un mercado, frente a castillos y
edificios cuyas elaboradas fachadas parecían condensar las culturas
del antiguo imperio.
El mercado estaba lleno, pero la influencia laica de Ataturk pa-
recía muy lejos. Mujeres cubiertas con hijabs —algunas con bur-
cas— y hombres sentados en bancas, fumando y discutiendo sobre
política. Citas de El Corán, escritas en paredes. Un anuncio: “Istan­
bul Juwelier” se veía a lo lejos.
Me tomó un poco de tiempo darme cuenta de que ya no estaba
en Estambul, sino en Viena.
Hay ciudades que rompen con sus propios términos.

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Novela

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Un grupo de ciegos guiados
del hombro por otro ciego

Es sumamente difícil pretender convertirse en tutor de un grupo de


jóvenes artistas. Cada asentimiento a alguna idea que le pueda brin­
dar el maestro hace que se pierda, quizá, una centena de opciones
mucho más creativas que la propuesta sugerida, y lo mismo puede
ocurrir en el sentido opuesto: en cada negación pueden estar conte­
nidas muchas razones que impedirían dar el gran golpe creativo.
Estoy convencido de que un artista sólo puede hacerse a sí mismo,
aun­que no creo que “hacerse” sea el término adecuado, sino quizá
descubrirse a sí mismo sea una definición más propia.
Es muy complicado que un artista logre observarse, con la pers­
pectiva y rigor necesarios, desde el trabajo en soledad. Creo sólo
en los artistas de nacimiento, por decirlo de algún modo. Ellos son
seres que terminarán haciendo la obra que deben crear, a pesar de
cualquier circunstancia. Por supuesto que también estoy convencido
de la importancia que tiene brindar un lugar apropiado para que los
creadores logren escuchar lo que otro pueda decirles de su obra. Y
no es con el afán de corrección, o de mostrar lo mal o lo bien hecho
que pueda estar determinado trabajo, sino para que ese autor pueda
reconocerse a partir del juego puesto en marcha desde la concerta-
ción de una serie de oídos ajenos. En estos términos puedo resumir
mi trabajo de tutoría: como una reunión de mentes y talentos atentos
a determinado texto. Esta acción, que para algunos puede resultar
muy simple, es una de las más difíciles de lograr. En el mundo co­
tidiano todo está en contra para que esto suceda. Desde la elección
de los oídos hasta la creación de un lugar que brinde la sensación de
estar fuera del tiempo y del espacio. Y eso tan difícil es lo que hemos

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conseguido encerrados durante infinidad de horas, atentos a cada
pa­labra, a cada idea, a cada estructura planteada en nuestras sesio-
nes. Doy gracias por haber sido un partícipe más, porque estas horas
fueron una manera de pensar, desde sus bases, en mi propio trabajo
literario. Es de este modo como hemos ingresado en cada una de los
cerebros creativos reunidos en un pequeño salón; así hemos atra-
vesado una serie de universos que jamás hubiésemos pensado que
existieran. Hemos podido admirar formas narrativas que hemos
visto evolucionar en la medida que la palabra del otro hizo su apa-
rición.
Brenda Lozano nos entrega una novela fragmentada en la que
utiliza elementos de metalenguaje. Crea, a partir de fragmentos de
textos supuestamente producidos por un reconocido autor. Las par­tes
ajenas conforman un todo propio.
Damián Comas nos involucra en una historia contemporánea en
la que lo político y las ambiciones sociales son los ejes rectores de la
narración. Es una historia en la que el creador luchó para obtener
las expectativas ambiciosas que propone el relato.
A partir de una fotografía familiar, tomada a principios del si-
glo xx, César Tejeda se dedica en su texto a desentrañar un muy
lejano pasado familiar lleno de misterio, fantasía, situado detrás de
las veladuras que pueden mostrar tanto el tiempo como una fotogra­
fía semejante.
Pablo Piñero Stillmann se sitúa en un universo propio, cerrado,
extremadamente fiel a sus propias reglas, en el que pone en juego
precisamente el modo en que pueden presentarse las reacciones
humanas en circunstancias semejantes. El tiempo de Pablo Piñero
Stillmann puede estar situado en el lugar que como lectores deci-
damos. El tiempo y el espacio son personajes propios.
Ricardo Garza Lau tiene ante sí dos retos: hacer un buen libro
y saber de dónde proviene. Su historia, tanto de ficción como bio-
gráfica, se remonta a las juventudes nazis, al destierro, a la creación
de extrañas comunas, en un intento casi demente por salvar a indí-
genas, en las incesantes e internacionales acusaciones de pedofilia
contra el personaje central del libro.
El material aquí reunido bien puede considerarse una pequeña
radiografía de lo que son nuestras sesiones durante los encuentros

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que llevamos a cabo. Largas horas en las que escuchamos una y otra
vez la lectura de textos. Somos una suerte de grupo de ciegos guiados
por la agudeza de nuestros oídos; un grupo de ciegos que camina
en medio de la oscuridad. Lo que aquí se lee da cuenta de nuestras
sesiones, que son un privilegio para cada uno de nosotros, porque en
ellas compartimos nuestro espacio íntimo, secreto, ése que implica
el proceso creativo que conlleva toda obra, cuando se desprende de
su propio autor.

Mario Bellatin

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Brenda Lozano

Silvestre

Capítulo 4

Felisberto, el campesino dueño del campo donde nació el volcán,


por la tarde araba su parcela con dos bueyes cuando escuchó un
estruendo bajo la tierra. Pensó que era un terremoto como el que
ha­bía sacudido al pueblo unas semanas atrás, uno que llenó de tierra
los tejados. Felisberto araba, pensaba que tendría que volver a quitar
la tierra del tejado con una escoba cuando escuchó una explosión, los
bueyes se asustaron y de pronto salió un hilo de humo negro entre
el suelo. Fue a su casa a contarle a su esposa, ella fue de ­inmediato
a contarle al padre que supervisaba la construcción de la iglesia que
uniría los tres poblados. Felisberto caminó, dio vueltas por su terre-
no mientras caía la noche. Su esposa llegó con el padre del pueblo,
los tres observaron, examinaron a la luz de las velas el sitio donde
había salido el humo negro, pero no había nada. Sin embargo, de la
tierra provenía un olor extraño. El padre, al percibir ese olor cerró
los ojos y comenzó a rezar.
Esa noche Felisberto no pudo dormir, su mujer se despertó va-
rias veces. Felisberto tomó cinco vasos de agua, de sorbo en sorbo,
cada tanto, esa madrugada. Le dejó un vaso de agua a su mujer, que
amaneció intacto al lado del quinqué en la mesita que tenían junto
a la cama. Logró dormir poco y lo poco que durmió se mezcló con
los ruidos que nunca supo si eran parte de su sueño o eran verdad.
Por la mañana, al abrir la puerta de su casa vio un pequeño cerro ne­
gro en su terreno. El cerro negro era del tamaño de una parroquia y
tenía un hoyo en la punta. Cuando volvió con su esposa para mos-

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novela

trarle el pequeño cerro negro, comenzó a brotar roca ardiente de


la punta.
En seis días y cinco noches el cerro negro creció tres veces su
tamaño y por las alturas comenzó a escupir lava, cenizas y arena.
La iglesia aún no se terminaba de construir cuando los mil trescien­
tos habitantes del pueblo, y de los dos poblados vecinos, abando-
naron sus casas. El éxodo de los tres pueblos hizo que el nombre
compuesto que los albergaría a partir de entonces lle­vara la pala-
bra “nuevo”.
Lo primero que destruyó el volcán fueron las columnas de la
igle­sia en la plaza que uniría los tres poblados. Pronto devastó el
campo y las casas de los tres poblados, pronto las autoridades mu-
nicipales llamaron a los geólogos, pronto llegó la prensa. Autorida­
des, especialistas, un grupo de periodistas y un artista maravillado
observaban la enorme columna de ceniza negra que se elevaba al
cielo justo allí, donde estaba la casa de Felisberto. En trece días y
doce noches el volcán acabó con los tres pueblos, los sembradíos,
las cosechas, algunos animales de ganado, el único mercado de la
región, las siete cantinas, los cuatro pilares de la iglesia que nunca
se construyó y la casa de madera que pertenecía a Felisberto. Ese
año, el año que nació el volcán, hace poco más de cincuenta años, fue
el año que nació Silvestre.

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Damián Comas

Cinética

El temblor de mis manos es una de las tantas cosas que un día bro-
taron y que no logré controlar. Hoy reconozco que la mayor parte
de mi existencia no la alcancé siquiera a comprender, mucho menos
a interiorizarla, pero la viví como si fuera del todo mía, aunque, cla­
ramente, no lo era.
Recuerdo una escena o más bien una historia de mi juventud.
Salí al balcón y me encontré con las plantas que coleccionaba en
macetas. Como recién había llovido la tierra estaba húmeda. Sinead
cocinaba unos huevos revueltos y se mostraba contenta de servirle
a un nuevo hombre en su vida. Era una mujer conservadora, tal vez
por eso me sentía tan solo en su compañía. Tomé un poco de tierra
húmeda, moldeé el barro en mis manos y me di cuenta de que
Sinead y yo no teníamos futuro. Pasé la bola de tierra de una mano
a otra, miré a los transeúntes que caminaban por la acera, bajo el bal­
cón, y entre ellos noté a una mujer elegante, de abrigo color crema,
que estaba a punto de cruzar bajo mis pies. Miré a mi alrededor, me
aseguré de que no existieran testigos, y le lancé la bola de tierra
dando un forzado brinco hacia atrás para que nadie me viera.
Agachado, me sacudí por completo la tierra de las manos y re-
gresé al interior del departamento. Sinead seguía en la cocina y
exclamé: “I’ll get some cigarettes!”. Corrí al descender las escale-
ras del edificio y antes de llegar a la salida, la observé tras el ven-
tanal: un rostro furibundo, pero indudablemente hermoso y, como
buena dublinesa, se quejaba a gritos e insultos. Abrí la puerta del
edificio y le ofrecí mi ayuda. Se quitó la gabardina y la sacudí con
la manga de mi suéter. Ella sonrió logrando esa mirada que da el

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novela

“sí” y le insistí en que la tierra no le quitaba nada a su belleza. Le


ayudé a cargar sus bolsas. Caminamos una cuadra. Le llamó la aten­
ción mi acento. Me ofrecí a acompañarla durante todo el camino
bajo la excusa de que tenía el día libre. Ella, Maire, hablaba tan rá­
pido que me demostraba su neurosis. Me gusta su acentuada nariz
y debía medir un metro ochenta al menos, su frente quedaba a la
al­tura de mi barbilla. Sinead me esperó durante horas y lo último
que supe de ella fueron los huevos sobre mi colcha.
Semanas después, un poco borracho y dentro de un escandaloso
pub, le confesé a Maire que yo había sido el autor de la bola de tie­
rra. Recibí una dolorosa cachetada y me llevó un eterno discurso
tranquilizarla hasta que desquitamos todo el desencuentro en su
cama. Cuando la miré con los pechos sudados y lanzándome un
aliento a cebada en cada quejido que nacía de muy adentro de su
pla­cer, sucedió una pausa: sentí náuseas por ella, por ese soplo pes­
tilente, por su neurosis y su continua falsa modestia. Terminé den-
tro de ella y me di cuenta de que no teníamos futuro. Al recostarme
a su lado, por primera vez, me regaló un “te amo”; justo cuando iba
de salida a ella le brotó el amor. Le mentí en mi respuesta y a la ma­
ñana siguiente, mientras Maire cocinaba unos huevos, le dije que
de­­bería tener un balcón en su apartamento. Me preguntó: “for what?”,
pero no contesté, observé mis palmas temblar y regresó la misma
inquietud.

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César Tejeda

Fiestas Minervalias

Cuentan que hacia 1899, Manuel Estrada Cabrera sostuvo dos reu­
niones que iban a cambiar el sentido de las fiestas patrias en Guate­
mala por el resto de su mandato. Una mañana se juntó con el mi­nistro
de Fomento, Rafael Spínola, quien le recomendó, sutilmente, que
buscara un emblema para su gobierno: de alguna forma debía dife­
renciarse de los sátrapas que lo precedían. Estrada Cabrera miró a
su colaborador con desprecio: ¿acaso había una insignia mejor que
él mismo? Spínola retomó su discurso con delicadeza, debía ser
cauto, andarse con cuidado.
El régimen de un gran liberal como él, dijo, ilustre jurisconsulto,
debía erigirse alrededor de un tema que lo igualara con las adminis­
traciones de los países europeos más desarrollados y que, al mismo
tiempo, lo preservara para la posteridad. El señor presidente podía
celebrar algo con lo que estuviera de acuerdo todo el mundo, la edu­
cación, por ejemplo, y acompañar sus discursos con actos conmemo­
rativos que lo enarbolaran, a él y a los estudiantes, los portavoces
del presente y del futuro, y qué mejor si dedicaba las nuevas cele-
braciones a Minerva, diosa de la sabiduría, ya protectora de Roma,
por qué no también de Guatemala.
Cuentan que Estrada Cabrera interrumpió a su colaborador para
pedirle que se callara, que no repitiera sus introspecciones: eso mis­
mo había pensado él en la mañana, ayer y anteayer, esa idea había
sido suya aunque no se la hubiera dicho a nadie, y el ministro de Fo­
mento, prudente, le contestó que sí, que desde luego, que él no hacía
más que pasar en limpio lo que reflexionaba el “Protector de la ju-
ventud estudiosa”.

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novela

Cuentan que Estrada Cabrera, encantado con su nuevo título


no­biliario, se despidió del ministro de Fomento y mandó a llamar
a los brujos de Momostenango que lo cuidaban. Quería pedirles su
ayuda, a ellos, que se alejaban de la insignificancia del gabinete gra-
cias al poder de la magia:
—¿Por dónde empiezo a celebrar la educación y la sabiduría?
—les preguntó.
Los brujos momostecos le dijeron que las festividades requerían
de templos antes que cualquier otra cosa, le dijeron que c­ onsiguiera
semillas de achiote y una planta de jiquilite, que moliera las semillas
y la planta con nije, a la medianoche, y que transportara el m­ enjurje
en un tocomate. Debía sembrar la mezcla con todo y el recipiente en
un lugar despejado y amplio, para que la edificación, al levantarse,
no tuviera obstrucciones para alzar su gran envergadura. Si don
Manuel seguía las instrucciones puntualmente, encontraría su san-
tuario de pie un día después; si sus intenciones eran buenas, nada
podría derribarlo.
Dicen que Estrada Cabrera preparó el hechizo sin preocuparse
antes de cambiar el rumbo de sus intenciones. Hasta sus queridos
brujos momostecos debían entender que su voluntad no estaba su-
jeta a buenos o malos propósitos; su voluntad estaba sujeta a él mis­
mo, y él decidía qué era bueno o qué era malo, comenzando, desde
luego, por sus intenciones. En compañía de algunos guardas dis-
cretos acudió con el brebaje al final del Bulevar de Jocotenango,
en la capital guatemalteca, y sembró la pócima sin dar explicaciones
a nadie. Regresó a su casa en silencio: imaginó que al día siguiente
hallaría un Partenón.
El sol encontró despierto al señor presidente, como de costum-
bre. Uno de sus colaboradores más cercanos tocó en la puerta de
su habitación para decirle que esa misma mañana, cerca del hipó-
dromo del norte, había aparecido, como por acto de magia, una ex­
traña construcción indefinible, que no se parecía a nada, y le pidió
autorización para destruirla e investigar quién había sido el arqui-
tecto pagano detrás de semejante levantamiento, tan antiestético
como insólito, y asesinarlo. Estrada Cabrera miró a su informan-
te y transitó de la inmutabilidad a la ira, golpeó el escritorio con su
puñito derecho, no movió ni un lápiz, ni un folio cambió su lugar

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césar tejeda

ante las vibraciones estériles de la manita del tirano, y por eso gritó
que lo único repugnante e insólito en Guatemala era el rostro de su
colaborador, que nada sabía de magia ni esplendores ni educación
ni progreso. Pidió que prepararan su landó y que lo llevaran hasta
el hipódromo. Frente al templo de sus voluntades demagógicas,
Es­trada Cabrera fue incapaz de reconocer la fealdad exótica que se
alzaba frente a él, que asemejaba, sólo de lejos, a un Partenón, y que
él halló mágico y premonitorio, y ya no puso atención a los mate-
riales pobres que la misteriosa prestidigitación nocturna había elegi­
do para la creación: madera, cartón y tela.
El señor presidente mandó a llamar a su ministro de Fomento,
Rafael Spíndola, para que lo ayudara a pasar en limpio sus refle­xio­
nes de “Protector de la juventud estudiosa”, una vez que su aberra-
ción estaba lista, ahora que no sabía cómo seguir adelante con el
curso de las festividades. Don Rafael Spíndola le dijo:
—Pero señor presidente, si usted ya decidió cómo vamos a proce­
der. Si no me equivoco y si soy capaz de leerlo bien, usted quiere
celebrar la educación de manera culta y civilizada, hacer de la edu-
cación uno de sus principales temas a nivel propagandístico. Imagi-
no, o imagina más bien usted, señor presidente, hombre de talento y
corazón generoso, un desfile donde participen las escuelas nacio­
nales y privadas, nuestros futuros terratenientes y nuestros futuros
cam­pesinos hombro con hombro, así deberíamos empezar, y luego
podría ocurrir una ceremonia en el hermoso templo que sus desig-
nios han levantado detrás del hipódromo, y luego usted podría leer
un discurso oficial producto de su cerebro vigoroso, de su perso­
nalidad política, de su fe patriótica, de su corazón abnegado, de su
mano férrea, y luego los escolares podrían hacer pequeños actos de
baile, y luego podríamos ofrecer una merienda para los niños…
Estrada Cabrera interrumpió a su ministro de Fomento para de­
cirle que estaba de acuerdo con todo, que él mismo había i­ maginado
todo eso, en la mañana, ayer y anteayer, con excepción de la me-
rienda, ya que el erario no podía soportar semejante despilfarro,
¡cómo iban a ponerse a alimentar patojos con el dinero de la na-
ción aunque fuera una vez al año! Don Rafael le dijo:
—Sí, señor presidente, usted también pensó, gracias a su cerebro
creador, gracias a la inquebrantable energía de su patriótica abne-

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novela

gación, que la merienda que habrán de comer los niños no fuera


cargada a cuenta del erario público, y ha decidido que las damas
de mayor abolengo se encarguen de ella.
Estrada Cabrera dijo que sí, eso había pensado él, mas ya no lo
recordaba, tantas cosas pasaban por su cabeza que perdía algunas,
y por eso tenía a su gran ministro que acudía a su magnífico desor­
den intelectual para acomodarlo, y Rafael Spínola agregó:
—Y usted ha imaginado más aún, caudillo del partido liberal, ha
imaginado que la tarde termina con juegos infantiles y, ¿por qué
no?, presentaciones de esgrima, y luego ha visto a los niños yéndo­se
a dormir para que sus padres también puedan celebrar a la educa-
ción, que nunca tuvieron o que tuvieron muchos años antes, incom­
­pleta, insuficiente, y no como sus hijos, educados por los mejores
maestros del mundo; ha visto a los padres celebrarlo a usted y a Mi­
nerva en un fastuoso baile con el que deberán concluir los festejos.
Estrada Cabrera, satisfecho consigo mismo, asintió.
—¿Y cuándo he imaginado que ocurre todo eso, señor ministro?
—A finales de octubre, como es natural: cuando concluyen los
ciclos escolares.
—Desde luego —contestó el tirano, y luego hizo su única con-
tribución a las festividades—, y deberán concluir el 21 de noviem-
bre, que es el día de mi cumpleaños. ¡Qué buenas ideas he tenido,
don Rafael!
—Ya lo creo, señor presidente, si yo se lo digo a todo el mundo:
el que no quiera ser su amigo, que no le hable dos veces.
Cuentan que la gente de la capital acudió con recelo a las prime­
ras Fiestas Minervalias, porque así fueron llamadas por las mentes
promiscuas e indisolubles del ministro de Fomento y del presiden-
te, que se entendían tan bien. El 29 de octubre de 1899, los guate-
maltecos se preguntaban por qué tenían que adorar a una diosa del
panteón romano y por qué tenían que celebrar la educación insu­
ficiente, a veces perjudicial, que sus hijos recibían. Les parecía un
rito pagano, y vieron como un castigo de Dios que durante las pri­
meras Minervalias se derrumbara el templo a la abyección, hecho
con cartón, madera y tela.
Una ventisca común desplomó al santuario que cayó sobre la
diosa Minerva y sus vestales. Nadie murió, mas Estrada Cabrera,

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césar tejeda

ante su fracaso, quiso que la construcción no fuera resultado de la


magia de sus indios momostecos y sí de algunos obreros que pu-
diera mandar a matar para vengarse de las malas intenciones que
fue incapaz de despejar a la hora del conjuro. Dicen que el autócra­
ta, ajeno a sus propósitos, imaginó ingenieros de papel y que en un
desplante los destrozó con sus manitas frías y mojadas por la l­ luvia
—en Guatemala siempre llueve en octubre—, ante el desconcierto
de sus colaboradores y de los niños tristes que veían a su presiden-
te, ese hombre que todavía iba a gobernarlos veintiún años, destro-
zando lo que no existía.

Dicen que Estrada Cabrera repitió el conjuro de semillas de achiote


y plantas de jiquilite y nije durante dos años, teniendo resultados
cada vez peores, hasta que se hartó, y entonces comisionó a di­bu­
jantes, ingenieros y escultores para que levantaran un templo que
no fuera a derrumbarse por culpa de sus intenciones, que por su
vo­luntad se mantuviera de pie, y debía ser estilo jónico romano,
hecho de mármol, con seis columnas de veinticinco metros de fuste
por cada lado, capiteles que exhibieran medallones de los benemé-
ritos de la patria, un frontón triangular con relieves, y todo debía
asentarse sobre un estilóbato; y debía ser resistente a los ventarrones
y soportar incluso los terremotos que con tanta frecuencia azotaban
Guatemala. Debía soportar los humores de los presidentes del futu­ro,
que a ninguno fuera a ocurrírsele tirarlo porque era un monumento
a sí mismo, que los cimientos fueran resistentes al porvenir.
El Palacio de la Ciencia fue inaugurado para las Fiestas Miner-
valias de 1901, y a partir de entonces un sinfín de templos similares,
aunque más chicos y construidos con materiales de peor calidad, se
levantaron en las cabeceras departamentales y otras poblaciones
del país. Los jefes políticos se encargaron de presionar a los pue-
blos para que levantaran los templos de Minerva sin financiamien-
to, porque debían costearlos ellos mismos dentro de su pobreza, y
si no lo hacían era porque no apoyaban las celebraciones por la edu­
cación ni a las políticas del gobierno del Benemérito de la Patria.
Cuarenta y nueve templos de Minerva, construidos sobre colinas
para imitar a la Acrópolis griega, dominaron el paisaje guatemal-
teco y recibieron a las Fiestas Minervalias, más importantes que

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novela

las Fiestas de Independencia, durante los cuatro periodos presiden­


ciales de Estrada Cabrera.

Los maestros pasaban hambre y ocupaban posiciones desmerecidas


en el aparato administrativo, y los niños no tenían libros ni útiles
es­colares, y las escuelas no tenían techos ni paredes ni puertas, aca­
so una piedra puesta en cualquier lugar como promesa de una es-
cuela futura, y junto a la piedra escolar no se enseñaba aritmética
o geografía: los niños debían aprender a ser melifluos y se les ense­
ñaba a adular al “Protector de la juventud” aduladora de un país
con noventa por ciento de analfabetos.
Y mientras tanto en La Sorbona, el escritor Gómez Carrillo
pre­sumía que sólo en Guatemala se celebraba la educación antes
que la guerra; nada de toma de la Bastilla o día de la reconquista de
Madrid, no había sangre que recordar en los festejos que impulsaba
Estrada Cabrera, y los alemanes veían en Guatemala a la Atenea del
Nuevo Mundo, y a finales de octubre se cubrían de flores las calles
de las cabeceras departamentales y de la capital, y todos iban al tem­
plo con sus mejores indumentarias para ver a sus hijos cantar loas
al dictador, y se aprovechaban los festejos para introducir discipli-
nas deportivas como el ciclismo y el futbol, y en 1914 vuelan avio-
nes sobre las Minervalias, y en 1915 Rubén Darío escribe un poema
para celebrarlas, y ese mismo año la United Fruit Company, que
tanto habría de lastimar a Guatemala, regala un viaje a Estados Uni­
dos al niño que obtenga la mejor calificación en el examen de inglés,
y cada año se desvelan bustos de liberales ilustres, incluso del me­
xicano Benito Juárez, y hay desfiles de autos, y cuántas veces vieron
los guatemaltecos al señor presidente civilizador con la sonrisa fran­
ca y expresiva en los labios, honrando la paz durante la Primera
Guerra Mundial.

Las fiestas de Minerva duraron veinte años, hasta 1919, y luego los
templos quedaron en el abandono, como ruinas de una dictadura
si­niestra, como guiño sarcástico de la historia. En 1933, el escritor
Aldous Huxley viajó a Guatemala y durante un recorrido en ferro-
carril, entre aldeas pobres, vislumbró “un gran templo griego cons­
truido de cemento y hierro acanalado… Mientras partíamos entre

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césar tejeda

nubes de vapor pude ver que el lugar se llamaba Progreso. Este


hecho me irritó: puedo darme cuenta de una ironía sin que me la
señalen. Progreso, las chozas y ese templo de hojalata”.
La voluntad de Estrada Cabrera, que el Palacio de la Ciencia
cons­truido en la capital sobreviviera a otros mandatos, se derrum-
bó en 1953, cuando el presidente Jacobo Árbenz, más tarde derro-
cado por la cia, decidió dinamitar la construcción para ampliar el
diamante de béisbol que se encontraba a uno de los costados. De los
cuarenta y nueve templos que se erigieron durante la dictadura del
“Señor Presidente”, sólo seis se sostienen en pie y el resto fueron
derrumbados por el abandono o por la ira de los guatemaltecos que
así vengaron las afrentas del dictador.
Hoy, en Quetzaltenango, Barberena, Salamá, Chiquimula y Hue­
huetenango, los templos se consideran lugares turísticos y están
bien preservados. El de Jalpa, por su parte, es un triste hogar para
los indigentes.

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Pablo Piñero Stillmann

Tiempo ahorcado

[Capítulo]

Sentado en el salón del Centro de Computación Foxconn, donde


daba clases a niños de secundaria, aburrido pero incapaz de irse a su
casa hasta la apertura de las puertas, Julio recordó a Montana dicién-
dole que uno de sus principales problemas era priorizar la forma
sobre el fondo. ¿Acaso no se daba cuenta cómo la forma no era más
que una trampa diseñada para distraer a los tontos y los débiles?
Montana tenía razón. ¿Cómo había Julio terminado en la Es-
cuela Secundaria Tecnológica Superior? Pura forma.
Cuando era alumno de primaria, Julio fue con su escuela al
iman, Museo de Arte Nacional, el cual albergaba muchas de las
más preciadas obras plásticas del país. Al terminar la visita, el guía
les preguntó a los niños si tenían alguna otra duda antes de termi-
nar el recorrido. El único en levantar la mano fue Julio. Le preguntó
al guía qué quería decir la “i” en iman. No había pensado en otra
cosa durante la visita. El guía rió y le respondió que era el nombre
del museo.
—El nombre del museo —replicó Julio— es Museo de Arte
Nacional. ¿De dónde viene la “i”?
—La “i” —le explicó el guía—, viene justamente de iman.
—Por eso, pero ¿qué hace allí?
La maestra los interrumpió: era hora de regresar al colegio.
Tuvo que esperar a que su papá llegara de trabajar para expre-
sarle su confusión. El nombre iman era un acrónimo recursivo. O
sea, un acrónimo que se llama a sí mismo, en el cual la primera

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pablo piñero stillmann

letra representa al acrónimo en sí. Por ejemplo, en la política, esta­


ba opción, Partido Convocado de Izquierdas Organizadas Nacio-
nales. ¿De dónde venía la “o”? ¡De opción! Su papá puso también
el ejemplo de mapa: Asociación de Padres Ateos. Y claro, estaba
jalar, la Asociación Latinoamericana de Acrónimos Recursivos.
Julio apenas durmió esa noche. Hizo una pequeña lista mental
de acrónimos recursivos que encontró en línea y una gran lista de
acrónimos recursivos inventados por él: php, Hypertext Prepro­cessor;
hipo, Instituto Profesional de Otorrinolaringólogos; ojo, Junta de
Oculistas; ona, No es Acrónimo; beba, Escuela de Bartenders Aso-
ciados; queso, Unidad de Espías Supuestamente Olorosos. Es­tuvo
obsesionado con estos pseudoenigmas unos meses hasta que un día,
de la nada, perdió todo interés por ellos.
Luego, más de dos décadas después, buscando empleo, Julio ad­
virtió que una de las escuelas que buscaban maestro de computación
(en calidad de urgente) tenía un nombre particular: bests, Escuela
Secundaria Tecnológica Superior. Le entró una nostalgia terrible
por sus días de alumno de primaria, por el viaje al iman, por la con­
versación (y todas las conversaciones) que había tenido con su
papá. Lo último que Julio quería era dar clases en una escuela. Y, sin
embargo, mandó su currículo y carta de presentación.
Cuando fue a la entrevista quedó maravillado por el bosque ro­
deando las instalaciones, el río ancho y casi transparente, la mag-
nitud del C. C. Foxconn, en ese entonces apenas en construcción.
Montana tenía razón: forma, forma, forma. Prueba de ello era que
Julio pasaba sus días en la escuela triste y angustiado. Le dejaron
de impresionar el verde del bosque y el agua del río. El concepto del
acrónimo recursivo se le hacía una estupidez innecesaria.
Ese jueves, tras media hora de vagabundear en sus sistemas de
mensajería y redes sociales, Julio por fin salió al patio frontal Íñigo
López Campos (1933-2017), donde el alumnado ya esperaba la aper­
tura de las puertas.
—¡Tenis! —escuchó que le llamaba Bastiana Sevilla, sentada
en el suelo adoquinado.
Bastiana, con sus accesorios de siempre —una venda en la ca-
beza y guantes de portero en las manos— estaba con Vero Rapp
quien, sobre sus piernas en posición de loto, tenía una pantalla.

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novela

—¿Ya listas para casita? —dijo Julio en tono burlón.


Ambas niñas levantaron los hombros.
—¿Tienen planes para la tarde? ¿Clases o algo?
—¿Te puedo mandar un artículo al rato? —dijo Bastiana.
—Apenas voy a terminar los de la semana pasada.
En realidad Julio no había leído ninguno de alrededor de una doce-
na de artículos que le había mandado Bastiana en las últimas semanas.
—Éste es de Sung-Min Seo, un alumno de Kloos. Pero mientras
Kloos piensa en cada universo avanzando de manera paralela, con
las mismas leyes de la física, para Seo cada universo es completa-
mente diferente a los demás. También te voy a mandar una entre-
vista con un sueco que dice que hay un diecisiete punto ochenta
por ciento de probabilidad de que nuestro universo sea un programa
de simulación.
—¿Cómo le hago para apagar a esta niña? —dijo Vero Rapp.
Bastiana era una niña brillante. La única razón por la cual había
sido forzada a inscribirse al Periodo de Verano Estandarizado, los
dos meses de escuela en que los alumnos atrasados se ­emparejaban
con los que sí se habían ganado sus vacaciones, era que Bastiana,
debido a sus serios problemas emocionales, y a que simplemente
no le interesaban las clases impartidas en la bests, recibía pésimas
calificaciones.
Julio se había distraído viendo a Erasmo, asistente personal de
la doctora Doña, regañar a un par de niñas por correr en el patio
cuando ya se les había dicho que no podían jugar allí previo (ni du­
rante) la apertura de las puertas.
Tomó asiento en el adoquín y se talló los ojos. Estaba agotado
o aburrido o triste. Eran tres estados que Julio solía confundir.
Vero Rapp le preguntó qué traía en la mochila.
—A J. F. Kennedy V.
—¿Tu compu?
—Afirmativo.
—¿Nada más?
—¿Por?
—Es que la cargas a todos lados —dijo Vero Rapp.
—Hasta te hemos visto jugar futbol con la mochila —agregó
Bastiana.

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pablo piñero stillmann

—Las cosas hay que cuidarlas.


—¿No sería más seguro —propuso Vero Rapp— dejarla en un
lugar en vez de cargarla de aquí para allá?
—¿Y si se la roban?
—Julio, créeme que nadie quiere a J. F. Kennedy V.
Bastiana preguntó la hora.
—Doce treinta y siete —dijo Julio.
Los tres fruncieron el ceño. Las puertas se abrían todos los días,
de lunes a viernes, a la misma hora, 14:50 durante el Periodo Esco­
lar Estandarizado y 12:35 en el Periodo Extraordinario de Verano.
Estas aperturas (y también los cierres) estaban programados desde
el servidor de Loqt, la empresa de seguridad que daba servicio a la
bests.
Todo era automático. Se abrían las puertas, los alumnos se for-
maban en una serie de filas, y en perfecto orden cada fila ingresaba
al camión verde correspondiente.
—¿Habrá pasado algo? —dijo Vero Rapp—.
A lo que Bastiana respondió, con voz de robot.
—Negativo. Con las puertas nunca pasa nada. Las puertas son
perfectas.
Pero Julio no rió con las niñas. No cabía duda que algo andaba
mal. Cruzó miradas con Abby Chen, la maestra de inglés, escocesa
de ascendencia china y amor platónico de Julio. Ella también esta-
ba preocupada.
El rostro de Erasmo había adquirido el color de una manzana.
Una manzana enojada.

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Ricardo Garza Lau

La misión del doctor Lutz

Desapareció una mañana de verano de 1997. Era habitual que se


esfumara por días o semanas con los adolescentes indígenas del
in­ternado. Seleccionaba a un grupo de ellos, cuatro o cinco, los más
aptos para la expedición. A su lado peinaba minuciosamente barran­
cas, islas y sierras recónditas en busca de cactáceas y suculentas
cuya existencia no hubiera sido registrada. Prefería, curiosamente,
dormir en el techo de su camioneta, dominar el entorno desde
ahí, mientras los muchachos se acurrucaban debajo de ésta, entre
las llantas. Montaba campamentos cuando estimaba que la búsque­
da demoraría. En su carpa, además de él, dormía sólo uno de los
indígenas, al cual elegía. La duración del viaje dependía del éxi-
to de la búsqueda. No toleraba volver con las manos vacías. Huía
de la Quinta incesantemente porque anteponía perseguir quimeras
botánicas que soportar las responsabilidades del hogar. Pasaba más
días de excursión que en casa. Pero al menos, antes de cada partida,
el científico Albert Burkhard Lutz tenía la cortesía de prevenir a
Anke, su esposa, sobre el nuevo viaje. Aquella mañana de 1997 no
la tuvo. Su fuga ocurrió sin advertencia.
La rutina matinal del misionero Albert B. Lutz cuando dormía
en su residencia transcurrió sin contratiempos: despertó a las seis, se
duchó y vistió con la misma camisa blanca del día anterior; media
hora después leyó en voz alta la Biblia y rezó frente a los miembros
del internado que fundó; a las siete desayunó avena, té negro y pan
con mantequilla; a las 7:45 revisó las plantas de los invernaderos. Se
enfureció porque una mamillaria berkiana que extrajo de la zona
huichola de Jalisco se pudría por la humedad de Fortín de las Flores.

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ricardo garza lau

Bufó por vez primera desde el amanecer, aunque nadie se percató


del arrebato. Veinticinco minutos más tarde alimentó a los peces del
estanque mientras escuchaba las noticias en una radio de onda corta,
similar a la que cincuenta y dos años atrás lo salvó de ser captura-
do y remitido a Siberia.
El día se mostraba tan cotidiano que lo inquietó. Necesitaba pla­
near la siguiente travesía para no ser abatido por la costumbre. Antes
de elegir el próximo destino abordó su camioneta, como cada tercer
día de los que amanecía en casa, y manejó a la oficina de correos de
Córdoba. En el apartado noventa y ocho recibía cheques del extranje­
ro para la manutención del internado, pedidos y pagos para el nego­cio
de la venta de cactáceas que su mujer administraba, e intercambiaba
correspondencia con sacerdotes, misioneros, políticos, líderes de co­
munidades, botánicos y amigos de al menos cuarenta países. Pasa-
ron tres horas y no regresó. Después del mediodía Anke intuyó que
los aires de un nuevo huracán comenzaban a soplar para una familia
curtida por las tormentas. Era inusual que su marido, hombre de
escasas distracciones, de itinerario ajustado, implacable con la pun­
tualidad, se demorara más de una hora en regresar. Pidió a Alfonso,
treinta y nueve años, segundo de siete hijos, el mayor de los tres
hom­bres, único Lutz heredero del interés por las plantas, que salie­
ra a dar una vuelta al pueblo para rastrear a su padre.
Albert B. Lutz tenía un rostro lapidario. Frente amplia, nariz
afi­lada, pómulos pronunciados, labios delgados que entonaban una
gruesa y penetrante voz. Su cabello rubio estaba por terminar de
emblanquecerse. Las arrugas sexagenarias de la frente y mejillas
denotaban irritabilidad. Era un hombre colérico, inconforme, per-
feccionista. Cuando llegaba a algún lugar su presencia inducía a la
gente a guardar silencio. El célebre alemán merecía respeto. Espe-
raban a que él dijera la primera palabra y luego lo felicitaban por
ser quien era, por saber tanto, por consagrar su vida extranjera a los
más pobres de México. A pesar de que no solía mostrar interés por
las conversaciones de los demás, a menos que trataran de comuni-
dades apartadas o plantas exóticas, lograba generar empatía.
Era un hombre de Dios y un hombre de Ciencia, incansable la­
brador en ambos menesteres, una mezcla anómala que le valía cier­
to embeleso. Y a la vez, Albert B. Lutz era temeroso, desconfiado.

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Sospechaba que lo vigilaban, sentía el acecho desde innumerables


flancos, creía esquivar metralla en cuanto asomaba la cabeza de la
trinchera. Despertaba por la madrugada a gritos y manotazos porque
en sus pesadillas seres invisibles, etéreos, lo atosigaban. Intentaban
asfixiarlo, oprimían su pecho, le recordaban sus errores, los trope-
zones, sus pecados imperdonables. Porque lo que hago, no lo entien­
do; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Las
sirenas sonaban pero no había bunkers donde guarecerse. Esclavo
de su angustia, esperaba que los enemigos enviados por Satanás le
asestaran un nuevo golpe para humillarlo y despojarlo de la misión.
El ladrón sólo viene para matar, robar y destruir.
El miedo del inmigrante alemán Albert B. Lutz tenía fundamen­
to. Una semana antes de su extravío, en aquel verano de 1997, fue
detenido por policías al salir de la Quinta Sahuaros, el lugar donde
en ese momento vivían, en tres casonas, una veintena de indígenas,
su esposa, tres de sus hijos, cuatro nietos y, por temporadas, algún
extranjero errante en busca de asilo. Un automóvil estacionado
frente al portón obstruyó la salida. Cuando el misionero bajó de su
camioneta para echar un vistazo al estorbo fue sometido por los
agentes que se escondían detrás de un muro. Tras derribarlo, pu-
sieron su rostro contra el suelo y le colocaron unas esposas. La
operación fue tan veloz que no tuvo oportunidad siquiera de gritar.
Lo embutieron en el coche, le advirtieron que sería golpeado si
abría la boca o forcejeaba, y lo llevaron ante el juez que había des-
pachado una orden de aprehensión en su contra por el delito de
corrupción de menores.
Dos adolescentes mazatecos de dieciseis años a los cuales lle-
vó al internado y luego expulsó por rehusarse a estudiar estaban
sentados, con los brazos cruzados, junto a un hombre jorobado,
canoso, con lentes de fondo de botella. En la mirada de los mucha-
chos ardía una llama de revancha. El sujeto encorvado, por el con-
trario, se encontraba en calma y en ningún momento volteó hacia
el acusado. El juez leyó en voz alta, frente a los cuatro, el delito
por el cual era imputado el botánico a partir del testimonio de los
indígenas de San Juan Copala. Medio año atrás, la madre de los mu­
­chachos le rogó al misionero alemán que los alimentara porque
ella no tenía dinero, y le dijo que los disciplinara porque, desde la

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muerte de su padre, no obedecían a nadie. Una vez terminada la


lectura, Albert miró al piso, resopló, se frotó los párpados y arguyó
que era inocente, que no podían encerrarlo por una mentira creada
por sus enemigos y dos jóvenes rebeldes. Eso lo tendrá que probar
con la ayuda de su abogado, dijo el juez.
El médico en turno exigió al misionero que se quitara la ropa.
Hasta los calcetines, dijo. Recuéstese en la plancha de concreto. Con
sus manos enfundadas en guantes de látex palpó los testículos, glan­
de y ano del detenido. A través de una lupa auscultó el meato uri-
nario del alemán, quien tiritaba. Revisó su ritmo cardiaco. Buscó
en su cuerpo rasguños, moretones, huellas de forcejeo. Un hombre
accedió sin avisar al frugal consultorio y recogió las prendas de
Albert B. Lutz, las colocó en una bolsa negra y se retiró. El expe-
diente entregado por el médico indicó que el sujeto analizado no
presentaba huellas de haber participado en un ataque sexual. Sugi-
rió realizar una proctoscopia para establecer, a través de llagas o
cicatrices en las paredes del recto, si había mantenido relaciones
homosexuales. Le entregaron unos pantalones color café que le
que­daban grandes y una playera blanca con agujeros. Caminó a la
celda descalzo, cabizbajo, sosteniendo los pantalones con ambas
manos para que no se le cayeran. Escuchó la carcajada lejana del
celador.
—Una noche más ahí dentro y me hubiera vuelto loco —dijo
Albert B. Lutz a su hijo Bernardo al día siguiente, tras salir de los
separos.
El científico estaba despeinado, pálido, sucio, desencajado. Te-
nía heridas en las muñecas por las esposas ajustadas.
—Me encerraron con tantos delincuentes, no cabíamos, tuve que
estar parado toda la madrugada —dijo—. Es inhumano hacerle esto
a un anciano.
Bernardo Lutz, veintinueve años, sexto hijo, el menor de los
hombres, contactó al abogado Ricardo Vargas, quien lo había saca­
do de innumerables apuros legales, para que se encargara del caso
de su padre. Esa misma noche Vargas, un viejo lobo de las nego-
ciaciones con la ley, pactó con el juez un amparo por veinte mil
pesos. Arguyó que la única prueba expuesta era el testimonio de dos
menores de edad, los cuales seguramente estaban bajo coerción. El

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reporte médico funcionó también como evidencia. En 1997 el abu­so


sexual contra menores no era considerado delito grave en Veracruz,
por lo que fue posible que Albert B. Lutz enfrentara el juicio en li­
bertad. La mitad del dinero para el amparo fue extraído de la cuen­ta
bancaria del alemán, la otra parte fue reunida por sus hijos y los es-
posos de sus hijas.
Al volver a casa, Albert B. Lutz empacó y esa misma noche
em­prendió otro de sus viajes. Fue al dormitorio del internado a
pedir a Epifanio, un zapoteco de veintitantos, estudiante del último
semestre de medicina, que cancelara sus planes de los días veni­
deros y estuviera listo para partir en media hora. El episodio con la
justicia debía ser contrarrestado a la brevedad. De la improvisada
travesía poco se supo, regresaron tres días después, por vez pri-
mera sin hallazgos, ni anécdotas, ni filminas que presumir después
de la cena.
Los tres días posteriores a su regreso del viaje con Epifanio
trans­currieron de la siguiente manera: el primero convocó a la fa-
milia e indígenas en su estudio para pronunciar un discurso. Habló
sobre el monocarpismo de las agavóideas. Dijo que había docenas
de especies que esperaban el mejor momento, diez, quince años,
has­ta más, para lanzar una sola flor en toda su vida, de la cual se des­
prendían muchas semillas que, a su vez, se convertirían en plantas
adultas, aunque para los agaves dicha floración era su condena de
muerte. Una sola, hermosa y gigante flor para acabar con su exis-
tencia pero perpetuar la de los suyos. Un sacrificio. Él se sentía
como esa flor, y veía a muchos de ellos a punto de germinar. Sin
embargo, para hacerlo faltaba un elemento: la tierra, tierra fértil, y
entonces recordó la parábola del sembrador de Jesucristo.
—Hay semillas que caen a la orilla del camino y son devoradas
por las aves —dijo—, otras caen en rocas y nacen pero mueren por
falta de agua; unas más son ahogadas por los espinos, y existen aque­
llas que caen en tierra fértil y llevan el fruto al ciento por uno. ¿Dón­
de cayeron ustedes? —preguntó a los indígenas—, ¿cuándo echarán
la flor cargada de semillas en sus pueblos?, ¿están dispuestos a en­
tregar su vida para la salvación de los suyos?
El segundo día viajó con sus hijos, esposa y nietos a un balnea-
rio de aguas termales cercano a Xalapa. La noche anterior llegaron

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desde la ciudad de México a la Quinta Sahuaros las familias de su


hija mayor, Ingeborg, de cuarenta años; y de la tercera, Bettina, de
treinta y seis años. Querían estar al tanto de la situación legal de su
padre y aprovecharon las vacaciones de verano para trasladarse a
Fortín de las Flores. Albert B. Lutz nunca antes había convivido con
los hijos de ellas, cuatro de Ingeborg, tres de Bettina. Los conocía,
sabía sus nombres, al menos una vez al año visitaban la casa, pero
su trato hacia ellos era indiferente.
El parentesco no era suficiente motivo para estrechar una rela-
ción. Sin embargo, aquel día juzgó adecuado suspender los com-
promisos para obsequiarse un poco de esparcimiento. En el agua
caliente jugó por primera vez con sus nietos, les aplicó mascarillas
de arena en la cara, les enseñó la manera correcta de tirarse un cla-
vado para que el agua no entre por la nariz. Bajaron abrazados de
toboganes y lloraron de la risa al escuchar cómo la voz del abuelo
se distorsionaba mientras éste se sumergía en el líquido azufrado.
Opa, como lo llamaban sus nietos, había despertado del coma y pa­
recía querer reponer los años perdidos.
La tarde siguiente, los nietos corroboraron que ese señor respe-
tadísimo podía ser algo más que un viejo gruñón ajeno a ellos. Qui­
zá con la inercia del día previo, Opa se otorgó una nueva licencia:
invitó a los siete nietos mayores, de entre once y diecisiete años, a
tomar un helado a Fortín de las Flores. Ocuparon una mesa de la
nevería y las arrugas perpetuas del alemán cambiaron de forma.
Son­reía, dientes fuertes y alineados a pesar de los años a la intem-
perie, los ojos azules le brillaban, su espalda resignada lucía ergui-
da. Experimentaba una especie de éxtasis. Era un desconocido.
Preguntó: ¿en qué grado de la escuela van?, ¿cuáles son sus ca­
lificaciones?, ¿qué quieren estudiar? Las respuestas le molestaron.
¿Por qué a ninguno de ellos le interesaba la botánica o el servicio
a Dios?, ¿en qué habían errado sus hijos al educarlos?, ¿quién se en­
cargaría de los invernaderos?, ¿quién continuaría la obra con los
indígenas? Tendrían que ser los mismos indígenas, aunque la regla
fundamental era que regresaran a sus localidades a enseñar lo apren­
dido en el internado. Interrumpió la contestación de algún nieto para
decir que a él le gustaba mucho estudiar, desde niño, por eso habla­
ba inglés cuando pocos de su edad lo sabían. En Alemania saber

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esa lengua era mal visto, dijo, por eso tenía gran mérito. La música
le fascinaba, agregó, y fue instruido en el piano desde pequeño. Era
parte de la educación básica en su país. ¿Qué instrumento tocan
ustedes? Ninguno. Qué terrible, dijo, qué terrible, mientras sacu-
día la cabeza.
De vuelta en casa, Opa pidió a los nietos que se formaran frente
a él, les tomó una fotografía y los abrazó uno por uno. Olía a sudor
añejo. Cuando regresaba de una expedición, Anke hervía su ropa
interior en ollas. No había más remedio. Las camisas pasaban por
la lavadora, pero la máquina no era suficiente para eliminar la feti­
dez y las manchas amarillas en las axilas. Hubo un instante de silen­
cio. Albert B. Lutz dio media vuelta y se evanesció lentamente en la
penumbra del huerto.
Ingeborg hizo repicar desde el balcón la campana que anunció
la cena. Sonaba también durante la mañana y el mediodía para aler­
tar a quienes trabajaran en los jardines de la Quinta Sahuaros, o se
hallaran en el dormitorio del internado, de que la comida estaba
servida. Albert B. Lutz se sentó en la cabecera de la larga mesa,
compuesta en realidad por tres mesas unidas. Cerró los ojos con
solemnidad y dio gracias a Dios en voz alta por los alimentos, por
la misión y por la presencia de los nietos. Su ceño era amargo:
cejas inclinadas, músculos faciales tensos, barbilla presionando el
labio inferior.
La velada familiar fue interrumpida de pronto por el ruido de
un tenedor que Opa azotó sobre la mesa. Se puso de pie, dejó sus
alimentos a medias, salió del comedor y caminó a su habitación con
pisadas ostensibles, que retumbaron entre el silencio provocado por
su repentina rabieta. Azotó la puerta. No salió hasta el día siguien-
te, el día en que desapareció.

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poesía

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Raz arbóreo

“Cada poeta trae algo nuevo a la poesía”, escribió Álvaro Mutis.


El sexteto de autores aquí seleccionados es en summa una nove-
dad. La poesía mexicana contemporánea no presenta sendas que
se bifurcan, mucho menos una autopista. Lo suyo es la ramifica-
ción. Y el cruce incluso de caminos.
Precisemos. Los seis poetas presentes a su modo modulan diver­
sas exploraciones poéticas. Cada uno posee su poética —personal e
intransferible, pero al mismo tiempo coincide con otras poéticas.
Así podríamos partir de la renovación del verso a través de un con-
cepto musical, cuyo ritmo lo construye la duración de las sílabas
antes que las percusiones acentuales, propuesta de Emiliano Álvarez,
a la poesía que se autopresenta como expandida de Tania Carrera
y su búsqueda de vínculos externos y a la vez orbitando el poema.
Dos conceptos distintos del verso y de la experiencia/experimenta­
ción unidos por un rigor que no es inédito en nuestra poesía.
Siguiendo con esta deriva, notamos que en Ángel Vargas aparece
un verso escindido/escanciado en hemistiquios, que usa el espacio
para acentuar la parte musical inherente a su proyecto y no duda
en combinarlo con versos casi afásicos. Un recurso espacial con otro
de la añeja métrica —el pie quebrado. La reflexión mediante los
hemistiquios se encuentra asimismo en la obra de Cheché Silvey­ra,
quien asimila los recursos de la vanguardia, en especial el uso de
la página como un campo proyectivo, y los integra a una variedad
de recursos que diríamos posmodernos, acrisolando un habla hí-
brida donde la narración, el discurso periodístico y la jerga forense
se entreveran.

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POESÍA

En la poesía de Anaïs Abreu D’Argence laten y se asimilan las


tradiciones de la poesía intimista y del verso breve. Con una suti-
leza propia del impresionismo, tal miniaturas de Erik Satie o Claude
Debussy, Abreu integra un universo donde la observación, la ascen­
dencia y el paisaje son puntos de referencia. Por su parte, Manuel de
J. Jiménez, el más experimental de estos bardos desbordados, re-
toma ciertas coqueterías pop de los setenta y los prolonga con el
es­tudio y la criba de poéticas experimentales que van más allá de
los lindes del verso para incidir en una suerte de potaje donde re-
gurgitan diarios, monólogos interiores, apuntado a una narrativi-
dad inconexa.
Son seis voces distintas que ilustran la persistencia de la poesía
recóndita e intimista (Abreu), la experimentación conceptual (Ji-
ménez), los climas posneobarrocos (Silveyra), un neoclasicismo
posmoderno (Álvarez), un verso fragmentario como representación
de una identidad (Vargas) y una deriva hacia los terrenos de la poe­
sía extratextual (Carrera).
Los une, más allá del impulso de explorar nuevos territorios, el
credo en el libro unitario —superstición posmoderna o moda entre
becarios, a saber—, y en convertir al poema en un texto por donde
circulan otras voces, otras textualidades. Así partimos de la poesía
para explorar la propia identidad —los lazos familiares en Carrera,
la identidad sexual en Vargas, la prisión de la conciencia de un pa­
ciente del síndrome de Asperger en Jiménez—, dar voz a la socie-
dad revelando sus márgenes —los crímenes en Ciudad Juárez y la
atmósfera feminicida en Silveyra; Julia Pastrana y otros excéntri-
cos en Álvarez— y encontrar una voz que sitúa al texto frente a
otros textos —Abreu.
Estilos, poéticas distintas, una deriva semejante: encontrar co-
nexiones, trascender el texto.

José Homero

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Ventura de una elección

La generación 2014-2015 de poesía presenta un panorama variado,


consistente y sólido. Los integrantes que la conforman, Emiliano
Álvarez, Anaïs Abreu D´Argence, Tania Carrera, Manuel de J.
Jiménez, Cheché Silveyra y Ángel Vargas dan constancia de una
formación que se confirma con estos pasos seguros en busca de la
consolidación. La diversidad de sus propuestas, tanto formal como
temática, nos habla de sus afanes; y el resultado, de sus logros. Por
somero que sea el acercamiento al quehacer de estos jóvenes poetas,
el lector encontrará, sin duda, como fruto, un trabajo que no admite
complacencias ni divagaciones.
En su “Segunda visitación”, Emiliano Álvarez condensa de ma­
nera puntual la esencia de su libro. Con una apuesta que se ilumina
por el aspecto formal, el autor encuentra en la historia la forma más
sólida de su razón de ser poeta. De raigambre clásica, sabe combi-
nar fondo y forma hasta lograr un poema conciso y alentador.
Desde una visión íntima y lúdica, Anaïs Abreu D’Argence no
desdeña la claridad: teje y entreteje con rigor y paciencia un con-
junto de visiones para encontrar la vida oculta de seres y cosas que
en apariencia no ofrecen más que sus figuras. Un asomo que alum-
bra, una mirada pródiga en milagros.
“Diana” de Cheché Silveyra obedece a una experiencia estre-
mecedora. Nace de una de las caras infames de la realidad: la des-
aparición de mujeres en la frontera norte del país, y, en este caso,
su contraparte. Cheché Silveyra libra con tino el peso rojo de la
noticia para forjar, mediante el ensamble, un libro tan bello como
terrible.

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POESÍA

El proyecto de Tania Carrera presenta una inmersión en el


mun­do virtual. Dicho mundo, y el sensible de su poema, abren una
doble vía. En algún momento la voz poética lo afirma: “aprópiate
de la frase: llegaste a recibir”, dice, y con tal seguridad la autora
hace suya la sentencia y comparte sus hallazgos. “La lancha” es un
buen comienzo.
Manuel de J. Jiménez indaga en un fenómeno tan cierto como
poco frecuente. “Savant: cuaderno de escritura”: el hombre de la
me­moria prodigiosa, cuyo antecedente inmediato puede ser “Fu-
nes, el memorioso”, de Borges. En este cuaderno de escritura dis-
curre la biografía de un savant alentada por los sólidos recursos
del poeta.
Ángel Vargas hace de la voz el motivo de su vida. Su escritura,
limpia y certera, adquiere en el desarrollo de su proyecto rasgos de
sonoridad propia. El asunto de los castrati discurre en estas pági-
nas, y el cometido de toda creación artística: emocionar, inquietar
de la manera más perdurable, es lo que logra Ángel con destreza.
Por sucintas que sean estas conclusiones, representan en lo ge-
neral, un reconocimiento al programa Jóvenes Creadores del Fonca;
en lo particular, una grata evocación al oficio de estos jóvenes crea­
dores y un recordatorio de lo venturoso de la elección.

Francisco Magaña
Pueblo Nuevo de San Isidro Labrador
Año de Dios

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Emiliano Álvarez

The Nondescript
(Fragmentos)

Segunda visitación

En donde Julia Pastrana habla del próximo estreno de


Der curierte meyer

Décadas, décadas después, desde este mismo cuarto,


un chileno verá estos caballos de circo berlinés.
Será también invierno, un viejo invierno blando

igual que pan sopeado en leche, pero tozudo


y seco y alarmante. Mañana por la noche es el estreno.
Pequeña mejoría: Barend, mi joven prometido,

dejó de enmudecer al fin del tercer acto.


Del circo, los caballos —su pelo testarudo,
la imperiosa energía de sus ojos, su ruda

musculatura— me gustaron siempre. Recuerdo


cuando en Cleveland, con gesto primitivo,
sobé su cuello tenso, su testuz. Cuando monté

por vez primera, un soplo mitológico


me hacía alzar la cara, como si juntos fuéramos
la encarnación de alguna imaginada historia

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POESÍA

por griegos o etruscos. Los veloces aplausos


de la gente, su risa circular, sabían dejar constancia
del pasmo en nuestra unión; de su grandeza.

¿Qué importa si aplaudiendo adjetivaban,


si al final su alegría era un eco de aquella plenitud
nacida del contacto de mis muslos con esa bestia

blanca? (“Bestia”: lo digo como hablando


de mí misma. Concreta descripción de lo que somos,
de aquella fuerza oculta que borra nuestro cuerpo

de Su Espejo. ¿Habría quien, pudiendo,


al menos en el nombre, ser un poco otra cosa,
quisiera ser un amasijo turbio, avaro como cepo,

rabioso como fuete; como el dinero, receloso,


y tosco y ácido? Es así: enredada, como ellos,
en este bosque mínimo, elijo olvidar mi pertenencia.

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emiliano álvarez

***

Pero yo hablaba de pezuñas y de belfos,


de aquéllos más allá de esa frontera
necesaria. Cuando viajé en ese gran barco,

Theo tuvo que resignarse a que lo hiciera


abajo, con los otros animales. Así se lo ordenó
el capitán, creyente de por sí en ese dogma

que dice que las hembras somos de mala suerte


al navegar. Theo quiso pelear pero yo lo detuve.
Tampoco dejaron que durmiera conmigo. Éramos,

entonces, yo y los otros animales, imanes, o, mejor,


fragmentos de un imán para mi embrollo. A pesar
de mis propios malestares, del mareo, todo el viaje

me dediqué a rascar en las orejas de los perros,


a sobar la cabeza de las vacas, a cepillar el lomo
y los ijares del portento de un oscuro semental,

todo para calmar su incomprensión, su nerviosismo


ante el suelo inestable. Lamento, eso sí, que no hubiera
ventanas. Así, conocí el mar en su ser más profundo,

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POESÍA

temido, inexplorado, pero como una ciega


palpando con su oído el rechinar del mundo.
En medio de lo oscuro y sin poder dormir,

entre el escándalo del agua y el constante alboroto


de las bestias, pensaba en la imagen magnífica de muerte
que logra el mar hacerse de sí mismo. Así me la imagino:

un tosco bamboleo sin orillas; un bullicio que impide


pensar en otra cosa; una sacudida que no cede, que no sabe
ceder; una sed rencorosa, anclada donde no puede saciarse.

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emiliano álvarez

***

Pero decía que mañana es el estreno. ¿Dije ya


que la obra fue escrita para mí? Dejemos
de lado que en su base esté el señalamiento,

el gesto de apuntarme con el índice, ¿cuántos


allá afuera, podrían decir lo mismo? La trama
es simple: soy una muchacha rica, siempre cubierta

por un velo cerrado (aunque el público sí me ve,


desde esa vida, simultánea, y ajena, de las gradas
—casi puedo escuchar su alboroto indiscreto—).

Herr Barend se enamora de mí, de la oportunidad


que encarno, y me suplica y me insiste, hasta que cedo.
Al fin del tercer acto, justo antes de la boda, pasa

lo previsible: Herr Barend me descubre, y me deja,


con la cara, hirsuta, resplandeciendo de negrura
sobre lo blanco del vestido. Theo me dice,

después de cada ensayo, que lo hago estupendo,


que desde que me vio, allá en el ventarrón
sucio de Boston, entendió que tenía temple de artista.

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POESÍA

Cuarta visitación

En donde Julia Pastrana habla de la noche en Leipzig

Theodore, una tarde, me descubrió llorando


frente al espejo (me esmero por sentir orgullo
de mí misma, pero el pasado a veces no me deja).

Nada me dijo Theo, pero más tarde, cuando


volví, había quitado los espejos. Me dio risa,
y sin embargo, nada le dije yo tampoco.

Esa noche cerrada, que ascendía al cielo


de Leipzig como una pirámide oscura, elevada
a toda prisa por el empeño de un pueblo oculto,

dormir me fue imposible. Frente a la cama,


un mueble coronado por un óvalo de cedro,
había quedado hueco tras la industria iconoclasta

de la tarde. Una vela vacilaba en el viento,


y el viento, ese gato escurridizo que se lame
el cuerpo, retorciéndose, se iba dejando ver

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emiliano álvarez

en ese movimiento, azul y anaranjado, como de ala.


La ausencia enmarcada por esa curvatura
de madera. La ausencia enmarcada en la noche

sosegada del cuarto, tenuemente inflamado


por un ventalle que humea al amparo del cedro.
La ausencia de sueño en ese párpado vacío.

La ausencia. En la noche, con ansias, no podía dejar


de verla. ¿Era el rostro de Dios, iluminado hueco
que me miraba mirando su altar y no me dejaba tranquila?

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POESÍA

The Interesting Narrative of the Life of Olaudah Equiano

Primera parte
El viaje a Barbados

Cuando salimos de Eboe, era una gran escama,


brillosa, plácida, moviéndose apenas y con una
lentitud insultante. Tanta tranquilidad y, mientras,

nosotros —un gran rosario de madera negra—


entrando en ese vientre, regresando a la nada.
Allí dentro perdimos hasta el nombre y nos volvimos

una sola materia, un único animal ingente,


manchándose a sí mismo. Cuando una parte
del animal se encarroñaba, la separaban de nosotros

y al minuto escuchábamos un solo chapoteo.


Nuestro amontonamiento, los olores, la quietud,
todo eso iba acortando ese gran cuerpo

en que nos convertimos, aferrados del cuello,


de las piernas y de los brazos. El óxido raspaba,
pero sabíamos bien que era mejor callar la queja.

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emiliano álvarez

***

Fueron días y días de complacencia. El simple


olor de la humedad, su resplandor salino, iba
formando, en nosotros, una figura de traición.

No obstante, cuando estábamos a punto


de volverle la cara, la gran madre escamosa,
que nos dejó partir, indiferente, despertó

de su letargo. No les miento: fue espantoso.


La madera crujiente, los mareos, las arcadas
sumándose a nuestra pestilencia. Me recuerdo

gozando, sin embargo: por fin era uno el mundo


con nosotros, rugía pasmosamente con nosotros
y la tormenta era la voz de ese animal encadenado.

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POESÍA

***

Al escampar, el padre sol parecía un arco sin clemencia.


Esa vez no fue un solo chapoteo, y no sabíamos
si sentir compasión por esos bultos que la mar se tragaba

o envidiarlos. Dudábamos también entre sufrir


o alegrarnos de que su hueco nos dejara libres
para hacernos un cuerpo más flexible y más ágil.

Con todo, la verdad es que estábamos casi


inmóviles: la falta de alimento nos regalaba
una debilidad y una desidia insoportables.

Justo entonces, pasó lo que nunca: abrieron


la puerta. “Vengan, vengan” nos decían
con los gestos. Salimos. Afuera, en la cubierta,

centenares de brillos quietos y plateados


—una ofrenda abundante y comestible.
Pensé que la gran madre escamosa también era

un solo cuerpo hecho de cuerpos, y esos


brillos —ofrenda comestible— me recordaron
las negruras que habíamos perdido desde nuestra

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emiliano álvarez

partida, volviéndonos una bestia más ágil, sí,


pero también más débil y delgada. Uno
de nosotros, un trozo delgado de nosotros,

corrió hacia los pescados, salivando. Clavaron


un cuchillo en su espalda. Lo echaron a la mar,
muertos de risa, y ella lo acogió en un grito

sordo, y supe que al dejar de ser un trozo nuestro


se había vuelto un brillo más en el dorso leve
de esa bestia descomunal que había parido

a nuestra madre terrosa, ya lejana. Nos insultaron


después, o eso supongo. De nuevo, se rieron
mientras iban tirando, por la borda, pescado

tras pescado, colmados ya su estómago y su tedio.


(Nos dieron de comer dos días después. Tuvimos
que ofrecerle a la bestia tres más de nuestros cuerpos.)

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Anaïs Abreu D’Argence

imago

flores

(fotografía en San Cristóbal de las Casas, 1994)



ahí está el hombre sentado en el campo
ahí está el hombre con los ojos abiertos
ahí el hombre con los ojos del campo

y en los ojos
la rabia
la fuerza de la tierra
el movimiento de la tierra
la cosecha

las capas de una cebolla


—la hondura y el escozor—
el llanto de una niña que limpia la cebolla
sentada en la tierra

ahí está el hombre sentado en el campo


ahí está el hombre con los ojos abiertos
ahí el hombre con los ojos del campo

la niña se quita las lágrimas


se enloda la cara
otra vez está a punto de llover

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anaïs abreu d’argence

al lado del hombre


hay una mancha de abedules
hortensias con las brácteas expandidas
girasoles / margaritas

los ojos del campo en el hombre

azucenas / lavanda / hueledenoche


el olor de aquel vestido en los ojos del hombre

la niña muerde la cebolla


la cosecha de la tierra
el movimiento de la tierra
su fuerza

ahí está el hombre sentado en el campo


ahí está el hombre con los ojos abiertos
ahí el hombre con los ojos del campo

a su lado
mi madre en su vestido de flores
tendida sobre la tierra

la tierra que habrá de cubrir


el cuerpo del hombre
porque el hombre es del campo
y sus ojos

sus ojos que hasta el final miran a mi madre


y está a punto de llover.

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POESÍA

el reloj

esperar a que todos se vayan dando cuenta


a su tiempo de que en ti hay más reloj
más mecanismo menos figura humana

prescripción médica: dar cuerda por las mañanas y


a veces por la noche

alguien siempre estará pendiente


de adelantar lo que se vaya quedando
con discreción con el dedo índice
siempre habrá alguien para empujar
incluso podríamos ponerle ruedas
sería más fácil de mover

otros podrán actualizar


nombrar de nuevo cada cosa de la mesa
decir: helado siempre te gustó el helado
anda sigue marcando la hora

a veces será necesario rechazarlo todo


que tú digas por ejemplo: no tengo hambre
no quiero que me toquen
y todos entenderemos (tarde)

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anaïs abreu d’argence

que es inútil para el reloj estar en pie


aceptar que lo mejor es acostarlo
dejar que repose
en un cuarto con la puerta entrecerrada

después llegarán los días en los que no suene


el cucú días en los que no haya ruido
en esa habitación
y tendremos que ir corriendo
con estetoscopio a esculcar con lupa
con el rosario con el médico falso
que anuncia que el reloj sigue
que todavía funciona.

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grulla

como en cada grulla


así ha buscado amar al padre
con la precisión en las manos

paciencia
si el origamista se equivoca
sabe que tendrá que soltarlo
que esa tierra arada es sólo para la siembra:
ahí no hay especulaciones
ni espacio para la indeterminación

ha pasado el tiempo
sobre el papel
que es cada vez más grueso
y el color blanco se ha vuelto triste
en la caja

fue el padre del origamista


quien bañó su cuerpo recién nacido
como si al principio
las cosas fueran a la inversa
y el origamista hubiese sido grulla
en las manos de su padre

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anaïs abreu d’argence

pero los años pasan


más allá de cualquier cosa
siguen pasando
y el padre es cada vez más grueso
se ha vuelto imposible de llevar

ése es un papel que ya no tiene filo


no corta
por más que grite que está vivo

es ahora que ha llegado el día:


hay que decirle que no
con la exactitud en el doblez
para no romperlo

el origamista sabe que a veces el papel


delgado es más fácil de manipular
sin partirse
es otro este momento

ya hay grietas en su padre


que no pueden sino hacerse más profundas:
tanta soledad
y el silencio como un bocado siempre
que impidiera dar una respuesta

al terminar de revisar todas las esquinas


despliega cada ala con firmeza
esperando que a pesar de todo
no haya caída
que tan sólo pueda sostenerse

se ha vuelto viejo
piensa el origamista mientras contempla
la grulla recién hecha.

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POESÍA

niña en la playa

Joaquín Sorolla, 1910


para mi madre

mira el mar
niña
la transparencia que cubre
el canto de tus pies
en constantes desapegos

lo indescifrable pertenece a este enfático murmullo


que desde siempre
sólo escuchas tú:
ese sonido del almizcle y la seda
tejiéndose en un telar

acepta
que el destino de las olas es llegar al límite de todo
y luego el vértigo

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anaïs abreu d’argence

tú misma tendrás el afán de vertirte


como un cántaro

deslizarte en el suelo en una caída de danza


o algo más de pez volador (mitad nado y mitad condensación)

*
mira el mar
niña
la línea que se traza
para separar
el ahogo del aire

aquí mismo
en primaveras lejanas
se cubrirán tus muertos de certeza

conocerás la ausencia
serás la que despierta sin saber en dónde
sin tener ni una sola promesa
o lumbre

poblarás tu cuerpo de un azul


profundo y distante

será difícil alcanzar tu mano


o decir alguna palabra para quitar el miedo

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POESÍA

no podrás reconocer entre el sargazo


la pulcritud de ese último recuerdo

odiarás este sitio


serás tú misma
la furia del agua golpeando las piedras
intentando salir

¿salir a dónde?

¿salir de qué?

sólo
el eco de tus mismas palabras
como respuesta

hay un hálito de despedidas


en todos y cada uno de los atardeceres

mira
niña
que siempre habrá
quien tenga risas en la orilla de la playa

y siempre
el movimiento del sol
trazará un nuevo trayecto sobre el agua

aquí mismo dejarás todo lo conocido


y soltarás la cuerda

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anaïs abreu d’argence

te moverás al ritmo de la superficie


sostenida tan sólo por la gravedad
mientras en el fondo
algo habrá de gestarse
más allá de toda comprensión

mira el mar
niña
las pinceladas rojas
los rastros de jacarandas
el brillo de la plata

todo esto
que casi no se distingue
como si alguien encendiera
un fósforo en pleno día

siente cómo cambia


la temperatura del aire
al impacto con tu piel

todo esto tuvo que pasar


para que hoy estés aquí

¿te reconoces entre las respiraciones


o en el eterno juego de irse
y volver?

eres y te escuchas más mar


y menos niña

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POESÍA

parte esencial de esa


cadena de sucesos
profundos y lejanos

allá afuera
hay alguien que te mira llegar
con el temple de otras aguas

tú eres
ese paisaje que cura.

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anaïs abreu d’argence

sable

Cegada por las tormentas de arena,


Sebastião Salgado, 1985

que el desierto invada todo lo que alguna vez


pudo ser visto
cerrar para siempre unos párpados de arena

dejarla entrar que invada


hasta sentirla arrastrarse con la sangre
ser ella ser arena

hacerse toda grieta y resequedad


sin residuos de añoranza
ni recuerdos

prepararse para el día final


como el esqueleto solitario de un árbol
en la parte interior más árida

ahí
donde ya ninguna otra cosa fluye
más que el silbido de las serpientes de polvo
que chocan unas con otras hasta reventarse

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POESÍA

hacer el esfuerzo de hablar en soledad


con el pegoste entre los labios de la sed
decirse que ya no queda nada
sólo el pellejo los huesos
el cartílago seco
como los animales muertos
a la orilla de una playa

porque dijeron que había mar en este sitio


y nos volvimos locos escuchando un susurro
sólo una plaga de mosquitos
ninguna luz del agua
ningún rastro de otra violencia
que no fuera la arena contra el viento.

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Tania Carrera

La lancha
(Versión)

llegaste a recibir
y hablarlo es regresar la moneda:
reconocer lo que te acomoda.

espera recibir
porque naciste el año en que tu disco favorito
fue editado para convertirse en un clásico.
la rueda y su sombra ovalada:
alguien se lo había mostrado a alguien hasta que llegó a tus manos.
así reproduces tu propia versión de la fortuna.

antes, otros cambios acuñaron el rastro,


no te nombraré como tu padre, como mi padre, como yo,
ha llegado la democracia fallida de un nombre compuesto.
pero ése fue tu año.

ahora miras a la pareja con las palmas unidas


por el peso que uno ejerce en el otro,
sin curvaturas,
como si el espacio entre sus vértebras
se resanara con el tiempo.

una pareja es un ángulo;


obtusa, en su interior acumula los años
sin noción de la secuencia.

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POESÍA

la imagen resurge.
sala, alfombra, mesa de centro y dulces;
debajo, todas las naves dentro de las botellas:

es pronto
para darle volumen a la angustia
de sumergir el visor y encontrar tus piernas luchando torpes
contra no saber qué hay bajo la superficie del Pacífico,
qué bajo la lancha que cortó corriente
hasta dejarte en medio de algo que no puedes medir,
bajo la lancha que cortará corriente hasta la orilla.
ubicarte así, en medio
o interpretar la costa que otorga volumen.

pero estás aquí ahora


y aquí se van volviendo pálidos los rasgos,
no hay preguntas que alcancen a cerrarse,
no hay historias que alcancen a creerse,
juegas malabares con redondas historias,
con grietas en las redondas historias
en donde tus dedos se agarran,
donde tus huellas sacan los colmillos
en el último trocito de segundo
para que no se caiga la bala en la lancha.

aquella tarde, el perfil en la alfombra


encontró bajo el sillón un primer secreto
que se ha borrado de tanto volver a dibujarse.
la memoria es el diablo con bisturí.

ésa es tu culpa, descubrirlo: aprenderlo.

ya sabes, a dónde fue que llegaste,


quiénes eran entonces;
eso que no recuerdas y reconstruyes fantásticamente,
casi como tu funeral o escenas en terapia intensiva.

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tania carrera

tu hueco.
el hueco llenándose aquel primer día
ventana cerrada en la casa
y afuera el sol cayendo detrás.

aprópiate de la frase: llegaste a recibir.


ésta es una culpa que te doy como un nombre
para que la sudes,
la alimentes con tu distancia,
para que se alimente incluso con el oleaje de tu propia estela.
es tuya como esta caja de zapatos en donde cabías el día uno,
tuya para que flotes
mientras el tiempo alarga las sombras sobre la pared.

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Manuel de J. Jiménez

Savant
(cuaderno de escritura)

Yo, que nací bajo el astro de la epilepsia, escribo con una afecta-
ción desconocida interpretada por Dustin Hoffman en la película
Rain man, ganadora del Óscar en el año de 1988, donde el perso-
naje confundía a su hermano Raymond con un hombre de lluvia y
después ganaba miles de dólares en Las Vegas. Yo, que nací 10 años
antes, el 25 de noviembre de 1978, en un sábado frío. Sé que era
sábado porque esa fecha es violeta y los sábados oscilan natural-
mente entre el violeta y el púrpura. Visualizo números en superfi-
cies y texturas. Eso hago todo el tiempo: paladeo el infinito. El 25
de noviembre de 1562 nació Félix Lope de Vega y Carpio, conoci-
do como el “fénix de los ingenios” y, en otro momento, como “el
monstruo de la naturaleza”. A veces era fénix y a veces monstruo,
porque dependía si escribía verso o prosa, o si escribía teatro o vis­
lumbraba cantidades. A él se le atribuyen 3 000 sonetos, 7 novelas,
9 epopeyas y, según su editor Montalbán, alrededor de 1 800
comedias: paisajes numéricos, divisibles, multiplicados por el ló-
bulo parietal. El 25 de noviembre de 1878, exactamente 100 años
con 8 minutos antes de mi origen, nació Georg Kaiser, quien com-
puso Un día de octubre. Todavía escucho sus sinuosas oraciones
en grises mayores y menores: la música marrón. Pero yo nací un
día de noviembre con la carta astral de Pinochet y Kennedy, el día
en que un avión DC-10 de American Airlines se estrelló ­despegando
de Chicago y mató a 275. 275 cuerpos divisibles entre 1, 5, 11, 25,
55: 275 cadáveres celestes. Yo, genio autista, sabio estúpido, nací
con un cerebro estrambótico y húmedo. Nací varias veces, en c­ orto
circuito, en el Huntington Memorial Hospital, en Pasadena, Cali-

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manuel de j. jiménez

fornia. Nací cuando mi padre tenía 33 años y mi madre 25. Nací con
un crepúsculo agrietado, en el iris de las estrellas, secreto. Nací
en la solución, en la operación, en el número primo. Nací con pen-
tagramas en los dedos, con anestesia y sinestesia. Hay un síndrome
que me afecta o mejor: un síndrome que infecta las palabras que
digo y las abrillanta con una balanza de color. Veo un número, una
letra, experimento calor: escalofríos. Experimento respuestas vi-
suales y emocionales frente a las cifras. Siento las formas puntia-
gudas, circulares; las superficies rugosas, estriadas y lisas como
cuando nací y calculé el alegre perímetro del reloj en la pared. Mi
madre lloraba. Aún lo recuerdo como todas las fechas de mi vida.
Recuerdo exactamente el desayuno de cereal y almendras junto a
las 8.45 onzas de jugo de naranja. Recuerdo la espuma de cada
conversación, el eclipse total del 29 de noviembre de 1993, la llu-
via del 18 de junio de 1988 y las estadísticas de las copas mundiales
de soccer. Porque al igual que un poeta elige sus palabras, algunas
combinaciones numéricas son más hermosas que otras: hay núme-
ros oscuros como el 8; secuencias esplendorosas como el 189; hay
también números de guerra, números agónicos y cantidades poro-
sas o ligeras como las plumas. Yo nací en el marco de una fotogra-
fía, en una isla digital, con respiraciones sexagesimales. Recuerdo
todas las fechas de mi vida. El 25 de diciembre de 1989, por ejem-
plo, cuando mi abuelo habló del rey Nezahualcóyotl y los colores
que ondulaban en su penacho como una bandera. Imaginar el plu-
maje en la cabeza del rey: una colmena de cifras imaginarias y
secuencias repetidas en el ojo del uróboros. Allí lo aprecio nueva-
mente: el cosmos ya no es binario y nazco en el jade, en las 400
voces de los pájaros, en los acueductos. Las aguas subterráneas que
erosionan un poema hasta que se acaba y nace el 0 como el huevo
de otra naturaleza. Toco a diario su textura y gracias a ella sueño.
Yo, que nací bajo el astro de la epilepsia, escribo un libro de poesía
con la sombra de los números y las letras.

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POESÍA

Ars poética in 5 steps

Step 1: ante la hoja blanca


Escribir poemas, me pensé a mí mismo, olvidándome
del candor numérico o el brainstorm.
Hay que escribir mediante coordenadas,
como cruces de jardines, como lo haría una mantis
religiosa.

Step 2: avivar los recuerdos en el verso


Mi cabeza no tiene filtros, me dije,
cubrirá el plancton en el mar tarde o temprano.
Así construyo mapamundis: zonas, nudos,
electro-transmisores
(cartografiar con la precisión de un escalpelo
que rebana o puntea el monitor)
(diagramar a partir de la memoria de mis mapas o
navegar con los mapas de mi memoria).
Ambas cosas son de ayuda.
Pero algo radicalmente diferente aparece,
desconocido para Funes y los lectores de Mr. Borges.
En verdad es fácil escribir poesía:
tan sólo hay que colocar los pensamientos con ritmo y sinceridad
(aquí el verso es un guión del poema, entre muchos,
nada más).

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manuel de j. jiménez

Step 3: optar por el verso del mago o el del diccionario


El primer mago besó con su voz:
“tuning a verse for thee”.1
Pero de acuerdo a la letra de la rae, el verso también es:
“m. Pieza ligera de la artillería antigua, que en tamaño y calibre
era la mitad de la culebrina”.
Gira entonces el verso en amar o arma.

Step 4: utilizar figuras retóricas


(¿Es posible que se convierta aquello que leí
en un folleto clínico de la University of California, en la tarde del 14
de marzo de 1992: “que la activación cruzada de áreas adyacentes
del cerebro procesan informaciones sensoriales diferentes
provocando un fallo. En realidad el paciente experimenta
una poda neuronal debido al crecimiento de
conexiones sinápticas” en una figura retórica?)
Se dice que la sinestesia en poesía es
“asociar sensaciones que pertenecen
a diferentes registros sensoriales,
lo que se logra al describir
una experiencia
en los términos en que se describiría otra”.2
Una metáfora entre la ciencia y el arte.

Step 5: autoconstrucción del autor


Verso:
soy el último adversario,
nunca un converso
por cantidades y discursos.
Yo, que firmo para borrar a Lope,
como “Monster Wits”.

1
Whitman, Walt, Leaves of Grass, Pennsylvania State University, Electronic
Classics Series, 2007, p. 411.
2
Beristain, Helena, Diccionario de Retórica y Poética, 5ª ed., México, Porrúa,
1992, p. 466.

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POESÍA

Algunas personas creen que soy un genio, cuando en realidad po-


seo un “don de lenguas”. Un don de lenguas no es cualquier asunto
de la mente o la memoria, se trata de una rutina del yo para urba-
nizar nombres en la calle: anuncios, lavanderías, cafés, diarios,
barberías, aunque sea a través de google. Todos los poetas tenemos
este don. Daniel Tammet en su libro Born on a blue day dice que:

algunas palabras y combinaciones de palabras me resultan especial-


mente bellas y estimulantes. A veces leo frases en un libro una y otra
vez, sólo por la manera en que las palabras me hacen sentir interior-
mente. Los sustantivos son mi tipo de palabra favorito, porque me
resultan mucho más fáciles de visualizar.3

A mí también me gustan los sustantivos, pero prefiero los verbos


porque cruzan la oración como galgos, cristalizándose con puntos y
comas. Los adjetivos siempre me resultan ambivalentes porque no
fijan una posición natural y son tóxicos en abundancia. Confieso
que estas imágenes suceden con frecuencia en un tropel o arrastrán­
dose en mis sienes. A través de los diccionarios toco una fauna di­
secada que después se libera: gutural, nasal o bucal. Mi paladar
croa y se silencia; a veces mis labios se extienden en las notas del
pentagrama. Por eso prefiero domesticar palabras en oraciones a
fin de captar cómo retumba la lengua o capturar cómo zumba la

Tammet, Daniel, Nacido en un día azul. Un viaje por el interior de la mente y la


3

vida de un genio autista, traducción de Miguel Portillo, Málaga, Sirio, 2007, p. 174.

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manuel de j. jiménez

lingua. Cuando leo un poema, dispongo mi tacto al revés, cierro la


mirada interna y se copia un retrato en mi cerebro: fotocopia o fo-
tolectura. No lo sé. Estas imágenes suceden con frecuencia en un
tropel, arrastrando mis sienes. Una lengua es el trampolín de otra
lengua. Así aprehendo aves y roedores que antes formaban letras,
que antes formaban largos y carcomidos discursos. También sé que
existen familias como ocurre con las personas. El español es sobri-
no nieto del latín, el portugués es su primo en segundo grado; pero
el inglés nació de otra tribu. Los idiomas son ciudades que se tra-
ducen a sí mismos, fluyendo y donándose sonidos entre sí. Existen
palabras conquistadoras y bárbaras como “O.K.”, que es el Gengis
Kan de la lengua inglesa. Ok es una carta abierta: el rey y el plane­
ta enamorándose. Sella el mundo una vez por segundo al día. Okay
es un misterio. Algunos historiadores lo datan desde la antigüedad
mongólica, otros desde la esclavitud. En Misisipi, los negros carga-
ban algodones y en francés se les decía: “Au quai”. Ellos descar-
gaban la palabra en el muelle y años más tarde morían con la misma
chispa entre sus oídos. En 1819 Cyrus Kingsbury funda “Elliot”,
la primera escuela choctaw, allí escucha algo como “okeh” cuando
los indios sonreían con los brazos. Yo siento la palabra ok e imagi­
no una llave dorada, pero si la veo en papel, percibo un cadáver de­
capitado. En la escena criminal leo cadáveres: un golpe frontal. Ko.

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POESÍA

Yo, que nací bajo el astro de la epilepsia, observo una esfera en el


cielo. Soy una persona suave: una mente autista de ojos rasgados.
En realidad prefiero estar en el cielo que en la tierra de este conti-
nente, olvidar esta nación con estrellas bordadas en la palma de la
mano. No me siento de este mundo, pero aquí estoy. Lo digo con
cierta pena, con cierto rubor en las mejillas. Siento que no nací en
Pasadena ni en el hospital Huntington. Mi familia tampoco pro-
viene de Aztlán. Yo nací bajo el astro de la epilepsia y miro la Gran
Nube de Magallanes, que en realidad se llama Resplandor Alfa, a
163 000 años luz de la Tierra, descrito en el Libro de las estrellas
fijas. En esa mancha dorada y enana, existe un planeta llamado Zar­
za, aunque cariñosamente lo conozco como Zarzatilandia. La su-
perficie de ese planeta es rosa y carmesí, dependiendo de su curso
estelar. La atmosfera es púrpura, puesto que los días son siempre
sábados. No hay semanas ni meses; el tiempo es un bucle que nunca
se pausa. El 25 es el número habitual, aunque también se conocen
muchas entidades que flotan en 81. Otros más lo hacen en 36, en
el 9 se vislumbran obeliscos y ballenas que en realidad no lo son,
porque en Zarzatilandia no hay fauna o flora ni objetos o sujetos.
Todo es insondable como las sombras de Pitágoras y lo único equi­
parable para la inteligencia son los números: cantidades insolubles
que forman hermosas rocas y monolitos. No hay días ni años; el
tiem­po es un bucle continuo. Mi abuelo solía contarme historias
del universo como el 25 de diciembre de 1990. Mi abuelo, visitan-
te de la luna antes que el Apolo 11, me explicó que entre la ­Tierra
y Marte hay una franja de asteroides y ruinas planetarias. Se trataba

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manuel de j. jiménez

de Gaya, ser gemelo de la Tierra, primer hogar de la raza humana.


Gaya poseía riquezas en sus ríos, estanques y lagunas. Por eso al-
gunas tribus codiciosas quisieron extraer las fuentes de ese planeta
turquesa: juventud y sabiduría. Sin embargo, gracias a un nómada
galáctico, los humanos ocuparon el planeta azul a tiempo, ante la
inminente destrucción de Gaya. Yo le sigo los pasos a ese viajero:
lo invoco y le rezo. Amo la Tierra y sus coordenadas: se miden de
0° a 90°; al Ecuador le corresponde la latitud 0°; los polos Norte y
Sur tienen latitud de 90° N y 90° S respectivamente. También amo
las zarzas.

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POESÍA

El cielo de zarzatilandia

25 50 75 100 125
150 175 200 225 250
275 300 325 350 375
400 425 450 475 500
525 550 575 600 625

650 675 700 725 750


775 800 825 850 875
900 925 950 975 1000
1025 1050 1075 1100 1125
1150 1175 1200 1225 1250

1275 1300 1325 1350 1375


1400 1425 1450 1475 1500
1525 1550 1575 1600 1625
1650 1675 1700 1725 1750
1775 1800 1825 1850 1875

1900 1925 1950 1975 2000


2025 2050 2075 2100 2125
2150 2175 2200 2225 2250
2275 2300 2325 2350 2375
2400 2425 2450 2475 2500

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manuel de j. jiménez

2525 2550 2575 2600 2625


2650 2676 2700 2725 2750
2775 2800 2825 2850 2875
2900 2925 2950 2975 3000
3025 3050 3075 3100 3125

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POESÍA

Descripción del cielo de zarzatilandia

Equilibrio de las puntas, estrella sin tiempo que se mantiene en la


plenitud y sigue.
La estrella creciendo amarilla y cobre, en gemelar proporción de
la nieve;
columna que termina en una linterna fluorescente subiendo y vol-
viendo al origen.
Cuadraturas en el vacío, en lo ascendiente, rematando con la me-
sura armónica:
lo cobre que se vuelve rosa en pedazos y termina en rojo alborado
de trenzas.

La trenza se vuelve un tridente, un triángulo después que se sacu-


de en simetría;
detrás lo rojo se oscurece en la paridad y en los puntos la negrura
se hace.
El resplandor irrumpe con una lanza nevada y se revuelca por la
unidad inmensa.
Poco a poco la unidad se deshace y se fractura en piezas más cáli-
das.
En la estrella, las puntas se retuercen y germina un círculo que se
parte a la mitad.

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manuel de j. jiménez

El círculo descomponiéndose en otros círculos que brillan y se


vuelven capullos;
a lo redondo le emergen vértices, puntas filosas que enderezan án-
gulos rectos
que hacen nuevamente una estrella pero, esta vez, es un bermellón
que palpita.
El rojo es liso como un capote que ondea sus cualidades con una
punta inmensa:
una cordillera de vinos calores se extiende y la penumbra sólo dis-
tingue mi voz.

Sin embargo, en este cielo, la opacidad se hunde en la secuencia y


vuelve la luz:
un resplandor que se expande con rayos y después estría todo en
líneas.
Esos surcos paralelos inventan otros reflejos y después espuelas
platinadas,
estrellas pequeñas, gigantes, de ánimo cobalto que se atemperan
en escarlata.
Las formas se vuelven otras formas y se descomponen en cuadros
y trapecios.

En la paridad, como dioses, va construyéndose de nuevo la atmós-


fera y su brío,
una silueta flamígera que se confunde con el fuego, componiendo
perímetros
y circunferencias que se opacan en el carmín sanguíneo, un color
estancado
en la negrura, después al rescate, volviéndose rosáceo por la niti-
dez crepuscular.
Rojo vivo por la pirámide que descubre el cuadro y abre al fin la
rosa celeste.

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POESÍA

Monster wits

Agazapado en el cuarto menguante,


tapias cuarteadas bajo la noche,
el noctámbulo encierra los ojos;
el sonámbulo enciende otros focos.
Cuando palpita el módem
avisando el inicio de la gimnasia,
el monitor se enciende y los pixeles
brillan adentro de la cabeza del monstruo:
bailan, saltan, caen de nuevo
sobre las neuronas,
dañando el cuerpo calloso
que comunica los hemisferios,
arañando las puertas
de la percepción y la redacción
(8 bits) (24 bits) (32 bits).
Agazapado, alineado tras los dígitos,
el monstruo respira y raspa
la mesa con sus uñas largas y astrosas.
Luego se rasca la nuca: piensa
o cree que piensa
(paisajes fibrosos)
o despiensa en los aleros
de una memoria USB
o suspende su pensamiento

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manuel de j. jiménez

en paréntesis, entre corchetes,


aleteando los puntos suspensivos
(apocalípticos-elípticos).
El monstruo, se dice a sí mismo “monstruo”,
mas firma con alter egos y heterónimos;
es una bestia de talantes y talentos
con las manos hinchadas, sudorosas,
tecleando más números que comas.
Teclea y colorea.
Teclea y bordea
los cómputos de Wall Street,
los cálculos domésticos e insignificantes:
multas, impuestos,
descuentos, filamentos,
retículas, cutículas,
taxímetros, parquímetros.
“Familiariza y factoriza”,
eso murmura el monstruo
y después sonríe discretamente
con la mueca constreñida.
Una y otra vez,
ordena en secreto su escritorio:
los bolígrafos de colores,
la engrapadora,
el pisapapeles de Mickey Mouse,
los Post-it,
el block de notas
aún retractilado.
Una y otra vez,
todo posee una proporción sagrada
que sólo él conoce
y que en nada se parece
a la razón dorada de Fidias.
El monstruo, se dice a sí mismo monstruo
de los ingenios, superior a Lope de Vega
y zarza de los saberes.
El monstruo, príncipe de las estadísticas,

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POESÍA

dispone un don de lenguas


alienígenas y terrestres.
No es de este mundo
y puede recordar cada palabra,
jingle o silbido.
Conoce el pajarístico;
es traductor además
de ballenas y delfines;
graba guiones
de películas,
teatro isabelino,
comerciales
y narraciones
deportivas.
El monstruo lee, escribe.
Cierra los paréntesis.
Enumera solo las hojas.
Traza una órbita en la pared
y cuenta nuevamente
las cuarteaduras
en su alma.

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Cheché Silveyra

Diana

Ejecuta mujer a chofer de rutera frente a pasajeros

Una mujer vestida de negro y de cabello güero mató a balazos a un


chofer de la Ruta 4, en hechos ocurridos aproximadamente a las
7:45 horas de este día en la colonia Partido Romero.
De acuerdo con la versión de los pasajeros, el autobús 718 cir-
culaba de poniente a oriente por la Ignacio Peña y, en el cruce con
Colombia, una dama le hizo la parada.
El conductor detuvo la unidad y abrió la puerta para que la mu-
jer entrara, pero al estar arriba, ella sacó una pistola y le disparó
varias veces.
El chofer trató de salvarse, pues bajó del camión para pedir
auxi­lio, pero fue abatido y quedó tirado en la calle, con una parte
del cuerpo en el filo de la banqueta.
La mujer emprendió la huida corriendo después de dar muerte
al conductor, dijeron. Vestía pantalón y chamarra negros, es morena
y tiene el cabello güero.
Policías municipales y estatales hacen un recorrido por el sector
en busca de una mujer con esas características.
En el autobús viajaban unos diez pasajeros y ninguna otra perso-
na resultó herida.

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POESÍA

canta oh musa la rubia estela de furia


que agitó las aguas del río seco
que en alzando olas

lo que
se hace sentir al hombre

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cheché silveyra

de arena
descubrió los huesos de la historia colorderosa
color de fuego al alba
de su mano la estridencia
el hondo trazo en la cabeza
el claroscuro al ojo

colorderosa
tendido el rutero
en el cordón de la banqueta
tendido

huye rubia estela de furia


bien sabe que huir es el estado natural
de la mujer si no el desierto

huye y en su espalda el viento


líneas de viento la retienen rubia
negra blusa y negro pantalón te amo
kill them

y a la luz de este delirio


será nombrado dios

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POESÍA

cuánto ocurre en un fugaz chispazo cuánto


en el giro del barril y del martillo el lento descender al corazón
de la bala
las autoridades presumen que este segundo homi
de la ruta cuatro tiene el mismo móvil que el
canta oh musa
este tiempo de dioses viejos y hombres salvajes que hacen con
su voluntad
su gran democracia
atestigua que la vida humana ha sentido siempre
es sentirse mirado no pudiendo ver a quien nos
la esperanza está presente prisionera en el
la apetencia de ser lobos o al menos de tener
de dioses viejos y salvajes
y con las mismas caracte
trató de salvarse y entonces
el sacerdote y la oración
pero no la matriz de donde
surcar como
espléndido
dejar que
salvaje
el hombre adoptó la ley
manifestación de poder
o el estruendo del cráneo
viento y fuego una cabeza

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cheché silveyra

cidio de choferes
asesinato cometido ayer

oro

estar ante algo bajo algo más bien


mira como en todos los delirios humanos
terror la angustia de sentirse mirado envuelve
más dientes para surcar el muladar
que a fuego de cañón acrisolan su pequeñez
rísticas del homicidio de ayer el chofer
fue necesario el sacrificio
los dioses han sido pueden haber sido inventados
han surgido no queda más que huir
el chanate la frontera
animal tirado en el pasto cultivado
las balas nos tomen del ala y nos lleven de regreso a casa

del milagro vulgar


como los dientes hundidos en el seno
de la niña contra la pared fuego estela rubia vuela
de flores rojas y en la huida el lustre fugaz de la venganza

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POESÍA

ya se alzaba Tebas pudieras ya Cadmo parecer


en tu exilio feliz suegros a ti Marte y Venus
te habían tocado aquí añade la alcurnia
[de esposa tan grande
tantas hijas e hijos y prendas queridas tus nietos
éstos también ya jóvenes pero claro es que su último día
siempre de aguardar el hombre ha y decirse dichoso
antes de su óbito nadie y de sus supremos funerales debe

la primera tu nieto entre tantas cosas para ti


[Cadmo propicias
causa fue de luto y unos ajenos cuernos a su frente
añadidos y vosotras canes saciadas
[de una sangre dueña vuestra
más bien si buscas de la fortuna un crimen en ello
no una abominación hallarás pues
[¿qué abominación un error tenía?

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cheché silveyra

volvió a Juárez la vida nocturna rubia como el aullar


de un nuevo olvido pero la paz que Marte y Venus
llevan hasta tu ventana termina con el alba
iluminando en rosa y naranja
los techos de tus hijas y la tumba de tu nieta querida
enciendes la regadera y de tu cabello caen gotas amarillas
el tinte desaparece en el resumidero sin memoria
tal vez serías feliz durmiendo al arrullo de los perros

la ciudad está borracha no hay más balas en la calle


no más secuestros
por eso les extraña tu luto no entienden que los dientes
que arrancaron sus senos los llevas dentro
enterrados en tu propio cuerpo
dicen que por zorra se dio el crimen en contra de tu nieta
nuestro desprecio como botella rebosante
de sotol circula de mano en mano

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POESÍA

el monte estaba infecto de la matanza de variadas fieras


y ya el día mediado de las cosas
[había contraído las sombras
y el sol por igual de sus metas distaba ambas
cuando el joven por desviadas guaridas a los que vagaban
a los partícipes de sus trabajos con plácida boca
[llama el hiantio
“los linos chorrean compañeros y el hierro
[de crúor de fieras
y fortuna el día tuvo bastante la siguiente Aurora
cuando transportada por sus zafranadas ruedas
[la luz reitere
el propuesto trabajo retomaremos ahora Febo de ambas
tierras lo mismo dista y hiende con sus vapores los campos
detened el trabajo presente y nudosos levantad los linos”
las órdenes los hombres hacen e interrumpen su labor

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cheché silveyra

imaginas los retazos de tela roja en la línea de producción


había terminado el segundo turno
afuera en la noche su novio
la esperaba en un Datsun blanco en una esquina
la joven supervisora llevaba falda y blusa en su mochila
y al dirigirse a los operadores imaginas rubia
la voz de tu nieta
“terminamos por hoy compañeros el piso
colorado es prueba
de que cumplimos con toda la cuota mañana será igual
y no quedará Mustang gringo sin vestiduras
de color rojo
pero eso es trabajo pa mañana ahora vamos a descansar
a tomar una cerveza a platicar con la familia
vámonos compañeros a ellos les toca recoger los retazos”
y en un fino polvo su mochila salió rozando las escobas

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POESÍA

un valle había de píceas y agudo ciprés denso


por nombre Gargafie a la ceñida Diana consagrado
del cual en su extremo receso hay una caverna boscosa
por arte ninguna labrada había imitado al arte
con el ingenio la naturaleza suyo pues con pómez viva
y leves tobas un nativo arco había trazado
un manantial suena a diestra por su tenue onda perlúcido
y por una margen de grama estaba él
[en sus anchurosas aberturas ceñido
aquí la diosa de las espesuras de la caza cansada solía
sus virgíneos miembros con líquido rocío regar
el cual después que alcanzó de sus ninfas entregó a una
la armera su jabalina y su aljaba y sus arcos destensados
otra ofreció al depuesto manto sus brazos

he aquí que el nieto de Cadmo diferida parte de sus labores


por un bosque desconocido con no certeros pasos errante
llega a esa floresta así a él sus hados lo llevaban
el cual una vez entró rorantes de sus manantiales
[en esas cavernas
como ellas estaban desnudos sus pechos
[las ninfas se golpearon
al verle un hombre y con súbitos aullidos todo
llenaron el bosque y a su alrededor derramadas a Diana
con los cuerpos cubrieron suyos aun así más alta que ellas
la propia diosa es y hasta el cuello sobresale a todas

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cheché silveyra

junto a un pino seco en una esquina ennochecida


del eje vial Juan Gabriel el César se fajaba la pistola
la boca de la tienda salivaba luz intensa y blanquecina
relumbraba su pelona sus botas de avestruz
estaba de espaldas parado en el filo de la banqueta
centrado entre el pino y el poste de madera
miraba la luz en el charco que formó anoche la tormenta
y abrió su bragueta para romper el reflejo
con un suspiro suelto entre sus piernas
venía cansado el César borracho y se orinó las botas
pataleó al aire dos veces para sacudirse
salieron sus gatos de la tienda y le entregó a cada uno
la pistola el cargador el cuchillo el radio el celular
extendió la mano y le alcanzaron una cerveza

llegó tu nieta rubia después de haber salido de la maquila


caminando por la calle oscura a paso temeroso pues no sabía
quiénes eran los hombres junto al pino pero debía pasar
no había otro camino sólo ese charco esa esquina con luz
que robaba de la tienda
uno llevaba su camisa abierta hasta el ombligo
y al ver a tu nieta
se acarició el pezón y comenzó a chiflar a aullar
y los demás todos alrededor del César hicieron lo mismo
desabotonaron sus camisas y se alzaron de puntitas grandes
casi tanto como el César como deben ser los hombres

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POESÍA

el color que teñidas del contrario sol por el golpe


el de las nubes ser suele o de la purpúrea aurora
tal fue en el rostro vista sin vestido de Diana
la cual aunque de las compañeras
[por la multitud rodeada suyas
a un lado oblicuo aun así se estuvo y su cara atrás
dobló y aunque quisiera prontas haber tenido sus saetas
las que tuvo y así cogió aguas y el rostro viril
regó con ellas y asperjando sus cabellos
[con vengadoras ondas
añadió estas del desastre futuro pronunciadoras palabras
“ahora para ti que me has visto
[dejado mi atuendo que narres
—si pudieras narrar— lícito es” y sin más amenazar
da a su asperjada cabeza del vivaz ciervo los cuernos
da espacio a su cuello y lo alto aguza de sus orejas
y con pies sus manos con largas patas muta
sus brazos y vela de maculado vellón su cuerpo
añadido también el pavor le fue huye de Autónoe el héroe
y de sí tan raudo en la carrera se sorprende misma
pero cuando sus rasgos y sus cuernos vio en la onda
“triste de mí” a decir iba voz ninguna le siguió

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cheché silveyra

a la luz blanca de la tienda el rostro pálido


el rubor bajo los ojos profunda borrachera
eso supo tu nieta rubia con la pura vista
y supo lo mismo de todos aquéllos
rodeando al de la pelona
que la miraba de lado su rostro echado hacia atrás
la mano metida en la bragueta buscando sin encontrar
hasta rendirse en su otra mano una cerveza
que extendió hacia ella fría en su cabello
ondulado y castaño
tu nieta de un manotazo se lo quitó de encima y él dijo
“compa tómate esto aprovecha
porque lo que vamos a darte
entra más fácil cuando no lloran” y sin más amenazar
la jaló del cabello y golpeó su frente con el filo de la lata
dos veces surcando cuernos como bravas cuencas
los demás la agarraron de piernas y manos
y en el piso le arrancaron blusa y falda y ella
tu nieta rubia que había comenzado a temblar vio su rostro
reflejado en el charco a la luz de la tienda los cuernos
dos hilos de sangre rompieron su espanto en el agua
su grito como un pez en las redes de unos dedos

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POESÍA

mientras duda lo vieron los canes y el primero Melampo


e Icnóbates el sagaz con su ladrido señales dieron
gnosio Icnóbates de la espartana gente Melampo
después se lanzan los otros que la arrebatadora brisa
[más rápido
Pánfago y Dorceo y Oríbaso árcades todos
y de un lobo concebida Nape y de ganados perseguidora
Pémenis y de sus nacidos escoltada Harpía dos
y atados llevando sus ijares el sicionio Ladón
y de níveos Leucón y vellos Ásbolo negros
y el muy vigoroso Lacón y en la carrera fuerte Aelo
y Too y veloz con su chipriota hermano Licisca
y en su negra frente distinguido en su mitad con un blanco
Hárpalo y Melaneo e hirsuta de cuerpo Lacne
y de padre dicteo pero de madre lacónide nacidos
Labro y Agriodunte y de aguda voz Hiláctor
y cuantos referir largo es esa multitud con deseo de presa
por acantilados y peñas y de acceso carentes rocas
y por donde quiera que es difícil
[o por donde no hay ruta alguna le persiguen

él huye por los lugares que él había muchas veces perseguido


ay de los servidores huye él suyos gritar ansiaba
“¡Acteón yo soy al dueño conoced vuestro!”
palabras a su ánimo faltan resuena de ladridos el éter

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cheché silveyra

a su lado pasó la rutera de la maquila primero vio a Carmelo


y a Ignacio que con voz chillona gritó al viento
pero ni el torreonero Ignacio ni el veracruzano Carmelo
pudieron detener la rutera que apagó la luz interior y avanzó
más rápido
Pancho y Dora y Óscar todos de Juárez
y Nena que vio un lobo al ordeñar vacas en el rancho
Pedro papá de dos de los niños de Alicia
y la mochila y la guitarra del michoacano Layo
y el güero Luis y las barbas del Negro
y Lacho tan fuerte y hasta el coyón de Lalo
y Toto el veloz con su hermana la grandota Luisa
y el señor guapo el del copete negro con mechón blanco
Patricio y Manuel y la flaca Ariadne
y los de papá gringo y madre guatemalteca
Lolo y Armando y el de la vocecita Hilario
a todos alcanzó a ver tu nieta rubia como si fuera una foto
antes de que el rutero apagara la luz y fallara el embrague
y rechinara la marcha y el motor bufara
para abandonar a tu nieta ante la noche entre los perros

tu nieta rubia cansada de resistir miró la rutera al alejarse


la abandonan por no reconocerla “¡soy yo
mírenme!” y al subirla al carro piensa
si al verse de nuevo tú rubia sabrás decir quién fue ella

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POESÍA

las primeras heridas Melanquetes en su espalda hizo


las próximas Teródamas Oresítropo
[prendióse en su antebrazo
más tarde había salido pero por los atajos del monte
anticipada la ruta fue a ellos que a su dueño retenían
la restante multitud se une y acumula en su cuerpo sus dientes
ya lugares para las heridas faltan gime él y un sonido
aunque no de hombre cual no aun así emitir pueda
un ciervo tiene y de afligidas quejas
[llena los cerros conocidos
y con las rodillas inclinadas suplicante
[semejante al que ruega
alrededor lleva tácito como brazos su rostro
mas sus compañeros la rabiosa columna
[con sus acostumbrados apremios
ignorantes instigan y con los ojos a Acteón buscan
y como ausente a porfía a Acteón llaman
—a su nombre la cabeza él vuelve— y de que no esté se quejan
y de que no coja perezoso
[el espectáculo de la ofrecida presa

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cheché silveyra

el primero en herirla fue Patricio que la agarró por atrás


luego vino Francisco Ramón
se la detuvo del cabello
tu nieta pudo correr pero por los atajos del monte
cortaron la ruta y la sometieron y en lo que llegaba el César
le metieron diente uña y cuchillo hasta que en su cuerpo
no hubo más piel que arrancar pero ella apenas gimió
no una voz de mujer sino de algo como la roca
que se rompe desde adentro
así resonó por el cerro
y aunque le doblaron las rodillas nunca suplicó
nunca escucharon sus ruegos
al romperle los brazos las piernas el rostro
con una rama fracturaron su columna
no era más que un hueso palpitante
cuando llamaron al César para que la terminara
pero él tenía la mano metida en la bragueta
y con la cabeza dijo no y sentado en la arena se estremeció
y arrojó a sus gatos la piedra
con que hicieron de tu nieta un agujero

203

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POESÍA

querría no estar ciertamente pero está y querría ver


no también sentir de los perros suyos los fieros hechos
por todos lados le rodean y hundidos en su cuerpo los hocicos
despedazan a su dueño bajo la imagen de un falso ciervo
y no sino terminada por las muchas heridas su vida
la ira se cuenta saciada ceñida de aljaba de Diana

204

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cheché silveyra

querrías no estar rubia pero estás y querrías no ver


pero imaginar también es recordar ladran los perros
no entienden tu luto por no sentir en sus cuerpos los hocicos
que despedazaron a tu nieta como a un falso ciervo
amanece y no queda carne en ti sólo una estela
de furia un revólver una puerta que se cierra

205

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Ángel Vargas

Homo fractus

Imagino una voz

como Bartoli ⁄ mezza di voce ⁄


el fiato: incombustible.
Una voz
en erección
creciendo
sin verdugo.
No me amputa
la voz
aunque lo quiera.
Imagino el umbral,
un pasaje que acopla
la cabeza y el pecho como engrane:
un sonido se extiende como un cuerpo,
un sonido que se abra
que adelgace en mi cuerpo
y se detenga.

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ángel vargas

Una voz sin ombligo firme y etérea


como este cuerpo
roto.
Un acorde el rumor de una navaja entrando
hacia mi boca.
Pero yo no soy
no soy
una voz

soy
un eco.

207

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POESÍA

No conozco mi piel

cuando despierto.
Me llevan en un carruaje oscuro hacia Venecia.
Duermo
como se puede hacer entre-
-cortado.
Me río de la vida y del modo en que Dios ordena sus afijos:
si fuera desmontable y si fuera tan bueno
regalaría mi nombre a los desposeídos.
Pero no bastaría
si dijeran Gaetano
/ como recitativo /
para colmar su hambre.

208

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ángel vargas

Me llaman Caffarelli

y mi voz no es un bosque:
es la noche de un árbol sobre un muerto.
Mi padre está en la voz:
cuando canto
es él
quien hace ruido.

209

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POESÍA

No imagino mi cuerpo

de otra forma.
Quizá para saber cómo habría sido
si no estuviera roto.
Me pongo hacia el espejo
como hago
cuando voy a cantar en La Fenice.
Soy como los hombres que no saben llevar
en la propia mirada su vacío.

210

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ángel vargas

Nicola Porpora atraviesa la Piazza di San Marco

sin más remordimiento que la cena.


La noche le devuelve un racimo de voces afinadas.
Nunca será rey,
no comprará un ducado en Normandía
ni en ninguna provincia de la baja Italia.
De su casa recuerda
que no hubo una forma de entrar sin percutir el suelo,
que el rumor era un signo
que anidaba en la boca de los hombres.
No imagina su muerte,
aunque será en silencio / casi tibio /
como una desbandada de pequeños ocelos;
sabrá que Farinelli
al terminar un aria del Teseo
lo negará diez veces
/ en crescendo /
y mojará sus manos
para lavar su culpa.

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POESÍA

Pero ya lo sabemos:
Porpora no es un hombre,
tiene de los capones
la densidad de huesos
y los pulmones anchos,
la tendencia a soñar
cuando ha cenado mucho.

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ángel vargas

Para decir trunco

mutilado
una palabra entera bastaría.
Para decir roto
como los hombres menos masculinos
o como los que llevan el bigote con las puntas alzadas
/ por la moda /
para decir moda en el siglo xviii
un capado vestido de tristeza,
para decir tristeza
en las cortes de España
bastaría el menor de los hermanos Broschi.

213

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POESÍA

Con el ojo derecho

sigo mirando el mundo en pentagrama.


/ Miserere mei, Deus /
recojo la madera,
el cascarón donde incubó un castrado
su templanza
y la pongo en la mano
en abalorio:
el rol que me otorgaron,
antes de enmudecer el siglo,
/ particella violenta para nadie /
tiene su propia génesis
ficticia.

214

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ángel vargas

Cambio las vocales

para no destemplar
en el fraseo.
Esto es lo que hago desde los once años.
Monto dignamente sobre el bajo continuo:
lo mínimo del aire
que sostiene mi voz
para que no desplome.
Caigo del pasado,
ese caballo bronco
que no sabe correr hacia delante.
Por la gracia de Dios
que hace callar un salmo
inoportuno,
regreso de la amnesia
para nunca olvidar mis cicatrices.

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POESÍA

No.

El silencio no se mira al espejo.


Se pone una mascada
y un cilicio en la pierna
para salir a andar
cuando se queda a oscuras;
tampoco es un cuchillo
ni una viola.
Si esto pudiera ser un claroscuro
me temblaría la mano suficiente
para romper las cuerdas.
Pero aquí no es la muerte
quien me calla,
ni me cubre la boca de violencia.
Una respiración
percute
ese miedo a morir en el oído
y la voz se me esconde
en la llama de un cirio.
En la noche de un mar catedralicio
no recuerdo quién soy
hasta que alguien me apaga con sus dedos.

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ángel vargas

Padre,

mi cuerpo ya no sirve en las manos de Dios.


Su oscuridad
me calla.
Hay una partitura que no puedo leer
si me hace falta luz en la garganta.
Dónde ha estado la voz
de dónde viene,
si ha nacido
de un cáliz purulento,
es un milagro.
Y todo el miedo que entra por mis nalgas,
o la oración que hago llegar
cuando toco en el vientre
de una mujer sus múltiples abortos.
Un sacrificio, sí.
Si no es el mismo Dios
el que viene a tocarme por las noches
Y el que lleva en los ojos un éxtasis de piedra.
Quizá no tenga el cuerpo
ni las manos lavadas para tocar su rostro,
pero esa piel marmórea
me recuerda los muslos que alguna vez yo tuve
cuando mi sed nacía sobre un libro de horas:

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POESÍA

Donde acabe mi cuerpo,


donde sirva de algo mi garganta
para situar la iglesia de otro hombre.

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lenguas
indígenas

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Tzamnitzäk’ku’
(Zoque)

Oteta’p ijtyajupä yä Mejiko’nasojmä, wäta’mte y tsyi’yajpa wä­


pä’aj­kuy mumu oteta’p y tsäkita’p äjtyä najsojmä, yänhjinhta’p,
muspatä ntzamanhwakä y ntzapmusä äjtyä nkumku’i myusokyu-
tyam y yitkutyam. Yänh’ojmtyam muspatä ispäka ote’i pyämitam,
muspatä madowä, jutztap ajnhäpya y ntzampa, yänhji’nhtap mus-
patä tzamä y jayä ujtyä nhki’sokyuta’p, peka tzameta’p, muso­kyu­
tya’p y mumu eyata’mpä tiyüta’p.
Yäti’, sone’nhojmä ijtyajupä otetap jayajpa’ntä. Tujkyajpa
wäta’mpä jayeda’p pyämi tzi’yajpapä’i ote tzamyajpapä kupku’i
‘yotetam y yitkutyam, muspatä nhkena jaye’ojmya’p ijtyajupap
ote’ojmota’p ijtyajupä yä Mejiko nasojmä, juwü nye’ktam jyaya-
jumä kyi’psokyutya’p y eyata’mpä jayeta’p tzyäjkyajpupä, peka
tzame’ijnye, jäyäyajupä jayeda’p, jaye tzäjkiskuy, y eyata’mpä.
Yäkse’mete jutzta’p pämipäjkyajpa tzametap y peka musokyutya’m
ijtyajupä ote tzamyajpapä kumku’ojtyap, yä Mejiko nasojmä,
tzyajkyajpa’ajkä jayajpapä’i.
Jiko’mete, wäpä’ tzyäkpa Anhki’mku’tyäjki kyotzonhyajpapä’i
sokada’p yä Mejiko nasojmäpä, wa tzyäjkyaju yoskutyta’p y
tzi’yajtäjä kotzoj’nhokyu Fonca’ijnye, kyojampapä näyibpä’i
Anhki’mkutyujk Mejiko nasojmäpa kyokenpapä’i musokyutyam,
tsäkitap e itkutyam (Conaculta), tzyiyajpa’ajkä kotzonhokyu’ ja-
yajpapä ote’ojmä. Yä ame’ojmä muspatä nhkena yoskutya’p
jyayajupä yomo’istap ote’tzamyajpapä: Sokorro Gomez Hernan-
des, tsotsil tzampapä San Juan Tzyamula kumku’ojmäpä, Marya
Elizabeth Saenz Días, ote’ tzampapä, amä kumku’ojmopä, myetzy­
kä’yita’p Tzyiapas nasojmota’mpä, y Marya Isabel Pérez León,

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Otomí tzampapä Santyago Anaya kumku’ojmäpä, kyojampapä
Hidalgopä najsi’.
Itamutä tuka pamyomo’i wyi’nanhojmä kyi’psyajpapä’i y
pye’tyajpapä’i tzyameta’p, pyämi tzi’yajpapä’i ‘yotetap tzya­
meji’nhtap, jyayajpamäji’k pekatzameda’p y sunyi jäyäyajupä
tzameda’p. Yä’ki muspatä nhkena wäpä myusokyutyap y kyipso-
kyutyap. Sunyitä ‘yajkenyajpa e ‘yisanhtsi’yajpa yoskutyam tzyá-
jkyajupä, muspaptä ojkena, isanhsajä anhmakyutya’p y jutztamdä
japya ote’ojmo ijtyajupä Tzyiapas nasojmü kumku’ojmä y yä
Mejiko nasojmä.
Sokorro Nhkomes Ernantejsi’, jyaye tzyäjku pekatzame’ijnye
y jyayupä nyä’yäyu, K’ox saktarin mut / El pequeño ruiseñor, yä
yosku’i sunyi ijtu jyaye wa’kutyä mujsä nhkena y näktyäyä, yä yos-
ku jaye’ojmä myespa ki’psokyutya’p y tiyäta’p ijtyajupä kyum­
ku’ojmä tsotsil tzamnumpamä, nyäyipu San Juanh Tzyiamula,
jyaye’ojmä sunyi kyotmotpa eyata’mpä tiyäta’p ispäkpaptä ijtayu-
jupä nasakopajkojmä, jujtzye’k y juwä tujku yä tzame, nyä’yäpya
tipyä kobänhta’p yojsyajpa tzyame’ojmä y titya’p ijtyajupä’ijna
juwä tujkumä tzame, mumu yänh’ista’p tzyipa yä yoskujaye tumä
wäpä y sunyipä nhkenä y näktyäyä.
Myari Elisabeth Saenz Tias, tzyäjku yosku jyatzyä’yumä tiyä
tujkupä sone ame’ojmtya’p kyumku’ojmä, nye’ yoskuy nyä’yäyu
Te mäjapä täjk / La casa grande, jyaye’ojmä myespa sone wäta’mpä
tiyäta’p, wa’ku syunyi ‘yaktukä, näktyäyätä tiyä jyayupä, jujtzye’äk
y juwä tujku je tzame, tiyä ijtyaju’ijna nasakopajkojmä y sunyitä
näktyäyä tzyäjkupä jaye’yosku’, jetzyetike ‘yisanhtzi’patä jutzä
yajtzyo’tzu nyäyipä’ijna Finka Sonora, ijtupä’ijnaAmäpä kumku’ojmä,
Chyiapas nasojmä ote tzamnämpamä, i’psanh siglo’ojmä. Ntzaj­
matyampa’t mapä’i kyenyaje yä jaye, waku sunä yispäjkyajä yä
jaye myumu’ojmä y jejtzye myusa’nhüyajä jutzä tujku yä tzame
ote tzampapä kumku’ojmä y jutzä tzyampa yä japyapä pamyomo’i.
Jejtzyetike’ sunyi jäyäyajupä jaye’ojmä tzyäjku yosku, pamyo­
mo’i nyäyipä’i Marya Isabel Peresj Leonh, yänh’i pye’tpa kyi’p­
sokyu’ y jyabya ’yote’ojmä juwä pyämitzi’pamä tiyüta’m ijtupä
nasakopajkojmä kyumku’ojmä, jyatzyäpya sunyita’mpä juyä­
yajupä jaye’ojmtya’p, myespa tzameta’p ijtyajupä ‘yote’ojmä,
sunyita’mpä kenejayeta’p y yosku’yojmä suñyi eya’tzyampa, ‘yi­

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sanhtzi’patä kenetzäkita’p, sa’satä mantonhpa y wanpa tumtumäpä
jayeta’p, yä yosku’i nyä’ijtu musokyutya’p itku’ijñye, ka’ku’ijnye,
juwä y jujtzye’äk tujkyajpa tiyäta’p ote Otomi tzapnämpamä
kumku’ojtya’
Yä yoskuji’knhta’p, tzyäjkyajupä yä jayajpapä’ista’p nyä’ijtya­
jupä’i kotzo’nhokyu’ jayajpa’ajkä ote’ojmä, 2014-2015 a­ me’oj­mä­pä,
mäjapä yojsku’yojmä ma tuki’, yänhji’nhta’p ‘yisanhtziyajpatä’
kyi’psokyutyam y jyayeta’p tzyäjkyajupä, tumtumäpä’i jyaye’ojmt­
ya’p muspatä nhkena neneta’mpä kyi’psokyutya’p y jyayeta’p
tzyäjkyajupä yä yomo’ista’b, yosku’ji’nhta’p mye’tzyajpa jutzä
wa’ku tzyamusyaju pekatzameta’p y sunyi jäyäyajupä tzameta’p,
juwä tzyamyajpamä wempe tiyuta’p ijtupä itku’ijnye kyum­ku’oj­
tya’p, yüksemete mye’tzyajpa wa’ku yispäjkintzyäyajtäjä wina­ta’m­pä
ki’psokyutyam, oteta’p y tzäkita’p ijtyajupä ujtyä nkumku’ojmota’p.

Silbestre Gómez Rodríguez


Nicolás Huet
Raymundo Isidro Alavez

[Traducción de Silbestre Gómez Rodríguez]

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Presentación

Las lenguas originarias de México, como parte de la riqueza de la


diversidad lingüística y cultual de nuestra nación, son, por exce-
lencia, el medio de transmisión y continuidad de conocimientos e
identidades culturales. En ellas se puede apreciar la vitalidad na­tu­
ral de las lenguas vivas por medio de sus tonalidades, ritmos y
texturas, en los cuales se expresan, en su forma oral o escrita, sen-
timientos, emociones, historias, conocimientos y valores.
Hoy en día, varias de estas lenguas originarias ya se escriben.
De ellas surgen textos creativos que contribuyen a dinamizar, for-
talecer y resignificar los conocimientos lingüísticos y culturales de
los pueblos indígenas. Es el caso de la literatura que emana de ellas,
donde se plasman pensamientos y creaciones propios en cuentos, le­
yendas, poesía y ensayos, entre otros. Es así como por medio de sus
escritores toma relevancia la voz y la sabiduría legendaria de los
pueblos autóctonos de México.
Por esta razón, es loable el reconocimiento del programa de
estí­mulos para creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las
Artes (Fonca), del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
(Conaculta), mediante el que se otorgan becas a jóvenes escrito-
res en lenguas indígenas. En esta Antología es posible apreciar la
labor creativa de las becarias indígenas: Socorro Hernández, tsotsil
originaria de San Juan Chamula, y Lyz Sáenz, zoque de Chapulte-
nango, ambas del estado de Chiapas, así como Margarita León,
otomí del municipio de Santiago Anaya del estado de Hidalgo.
Los textos incluidos en este capítulo nos permiten situarnos
fren­te a tres jóvenes creadoras y tejedoras de palabras, quienes

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potencializan sus lenguas con el arte de la palabra, ya sea a través
de la narrativa, la historia o la poesía. En ellos se aprecian sus ca-
pacidades y potencialidades; nos deleitan, y lo seguirán haciendo,
con sus aportes creativos, aquellos que tanto se necesitan para fo-
mentar la lectura y la apreciación literaria en lenguas indígenas de
México.
Una muestra de ello es el trabajo de Socorro Hernández, espe-
cializada en cuento y autora de K’ox saktarin mut / El pequeño
ruiseñor, el cual posee una estructura con lenguaje sencillo y coti-
diano; la autora utiliza elementos y valores propios de la cultura
tsotsil de San Juan Chamula, combinándolos con el uso del tiem-
po-espacio, personajes y ambientación muy propios, que le dan un
toque esencial a la narrativa que se aprecia mediante su lectura.
Por su parte, Lyz Sáenz, con especialidad en crónica y relatos
históricos, nos entrega Te’ mäjapä täjk / La casa grande, donde uti­
liza recursos narrativos con un lenguaje común, una línea de tiempo
y espacio apropiados, ambientación y fluidez narrativa, que dan a
conocer la historia y el declive de la Finca Sonora, que se situaba en
el pueblo zoque de Chapultenango, Chiapas, durante el siglo xx.
Cabe abrir un paréntesis para aclarar al lector la importancia de
conocer toda la obra se Sáenz y poder incursionar un poco en la
memoria histórica del pueblo zoque, a través de la recreación na-
rrativa de esta joven escritora.
En la especialidad de poesía, Margarita León entreteje ideas y
escritura en su lengua materna y, por medio de la poética, los ele-
mentos cosmogónicos de su pueblo recobran fuerza; para ello uti-
liza recursos propios de la lengua como son la metáfora, la imagen,
el ritmo y la música. Textos que se circunscriben en los aspectos
simbólicos de la vida, la muerte, el espacio y el tiempo de la cul-
tura otomí.
Por medio de estos trabajos, las becarias del Programa de Becas
para Jóvenes Creadores en Lenguas Indígenas, emisión 2014-2015,
muestran sus creaciones literarias, que ahora forman parte de esta
Antología. Así, en cada uno de los textos se evidencian las diferen-
tes habilidades creativas de las noveles escritoras, así como la bús-
queda de la liberación de su palabra mediante narraciones o poemas
líricos, acentuando los valores lingüísticos y culturales de los pueblos

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a los que pertenecen, con lo que contribuyen a la reivindicación de
la conciencia histórica, lingüística y cultural de nuestros pueblos
originarios.

Silbestre Gómez Rodríguez


(Zoque)

Nicolás Huet
(Tsotsil)

Raymundo Isidro Alavez


(Otomí, variante hñähñú)

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Socorro Hernández
(Tsotsil)

K’ox Saktarin mut

Tey ta stoylej ta sni’ muk’ta yijil mol tulan, jujutijel xa ta xbajan yalel
ta ik’ ti yanaltak buy takinike, tey luchul ti uni k’ox saktarin mute, ti
yuni oktake jich’ajtik tajek, ti sate sts’ayayet, ti sk’ejimole toj
alak’ sba, tey sk’eloj bal ta lok’eb k’ak’al, ti jtotike xojobinaj talel,
k’unyaman xa ti xk’ixnale, ti ch’ul banomile xjobinaj xa ta xk’ixnal
ti jtotike, ja’ ti sakub xa ti osile. Ti uni k’ox saktarin mute jun yo’nton
xk’ejin. K’alal laj k’ejinuke vilbal ta stojlejal ti vinajel: xyoyibaj ta
sk’el ti anbal ts’ilel k’u sjamlej smakoj ta xcha’bi ta sk’ele, ja’ ti jech
ak’bil komel yabtel ta stojolalik ti ch’ul ojo­vetike. Ja’ jech jujun
k’ak’al ta xcha’bi ta stsob ti xchi’iltake xchi’uk ti abnal ts’ilel. Ta jun
ok’obal k’alal lek xt’ajlin ti vinajele, ti k’analetike ts’aylajan, ti k’ox
saktarin mute tey vayem ti ta mol tulane, vulel xch’ulel ta anil k’alal
xvoch’lajan ti yav yakantak ta yanal takin te’etike. Ti k’ox saktarin
mute vil ech’el ta sk’ob k’obtak ti te’etike, ti yantik chon bolometike
vayemik. Ja’ to yil jun smukul tey xtal jkot muk’ta chon bolom;
k’ajom ti sate ts’ayayet ta xojobal ti jch’ulme’tike oy xa sk’ak’al ti
sat yilele: ti k’usie ja’ la jkot muk’ta bolom tey xtal xchi’uk yantik
xchi’iltak. Ti bolome ja’ skerem ti anima muk’totil bolome, ti ja’
to’ox jtsobvanej yu’unike. Ti bolome tey sut tal sventa xkom ta
xkexol ti anima stote. Mu sna’ mi ja’ xa komem ti k’ox saktarin mute.
—¿K’usi ta jpas? —xi la sjak’ be sba stuk ti k’ox saktarin
mute, k’ajomal ti yo’ntone tey xpujpun ta yatel yo’nton.
Va’i tey cha’vil bal ti buy svayebe, sjunul xa ak’obal ch’abal xa
buy vay, julavem o ta snopel k’usi stak’ spas. K’alal sakube och’ ta
avanel ti bolome, mu to ya’ik julavik skotolik ti chon bolometike
ta te’tike, xvalk’uj sujtijik xa ta spasik ti ta xi’ele.

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LENGUAS INDÍGENAS

—¿K’usi xa no’ox jech taje? —xi la sjak’ be sba stuk ti kuxku-


xe, tey la yal: —¡Anil ba ik’ik’ tal ti k’ox saktarin mute! ¡Ak’o tal
yalbotik buch’u jech taje! Ti chon bolometike la yalan be sbaik, ta
sa’ik ti saktarin mute. Ti k’ox saktarin mute tey xa ono’ox xvilil tal
ti buy xa ono’ox stsoboj sbaik ti yantik chon bolometike, tey lu-
chul k’ot ta jtek’ makom.
—¿Buch’u jech ti avan taje, ti la stij ti jvayeltike? ¿K’usi ta
jpastik? —xi la sjak’ik skotolik ti chon bolometik.
—Mu xa xi’ik. Taje ja’ skerem ti anima muk’totik bolome; laj
ono’ox me yalbotik komel ti oy jatvil jkot skereme ti vo’ne xa
slok’el bal li’e —xi la stak’ ti k’ox saktarin mute.
Skotol ti chon bolometike anil ono’ox xk’ululbal ba sk’elik ti
bolome, tey luchul kom yu’unik stuk ti uni k’ox saktarin mute, tey
luchul kom ti makomtike; k’ajom sjim xa no’ox ti sjole, vilbal ti
buy ti yantik xchi’iltake.
—¿Ja’ ta sk’an ta stsobvan le’e? ¿Buy liktal? —xi skotol ti
chon bolometik ta sjak’ike.
—Le’e ja’ nan skerem ti anima jmuk’totik bolome, nom buy
liktal, jech k’ucha’al laj xa ono’ox kalboxuk naxe —xi la stak’ ti
saktarin mute, ti tey xa luchul ta jtek k’atix ti yakel ta nichinele.
Va’i ti mu pukujil bolome tey lok’ tal ti ta ch’ene: jun to smuk’ul,
pintotik xa ti tsatsale; k’ajom ti sne’ jun snatil, solel bits’omaj xa ta
spas ta jujot; k’alal lok’tale tey lok’tal ti yantik xchi’iltak ta bolo-
male. Ti bolome xi la yal:
—¡Lek ti la talike: sventa ta kotolik xa va’ik ti yu’un li sut xa
tale, yu’un vu’un chikom ta xk’exol ti anima jtote! —xi ti bolome,
solel tsots ti ta xk’opoje yo’ xa’ik skotolik ti chon bolometike.
—¡Li’e mu jk’anot kutik! ¡Oy xa buch’u ta sk’elun kutik, ta
tsobun kutik! —xi la tak’av ti te’tikal chije, solel bel xa xal xchi’uk
ti xulube ti yu’un ch’abal la k’usi xi’el ta xa’ie.
—¡Li’e yu’un ja’ ti k’usi xkale! —xi ti bolome. Bit yalel ti ta
ch’ene, xbitluj k’otel ta sts’el ti yantik chon bolometike, tey la
xch’ak sbaik lok’el, yu’un toj xi’el to k’otik skotolik.
Ti k’ox saktarin mute k’ajomal sk’eloj ti k’usi ta spas ti bolo-
me, ti stuke tey luchul o ti buy ono’oxe; mu k’usi jbeluk k’usi xal,
sat no’ox sk’el ti k’usi ta spasike ti k’usi ta xalike.

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socorro hernández

—¡Li’e yu’un ja’ ti k’uxi xi chie, yu’un chach’unik! —xi ti


bolome. —¿Mi yu’un vo’ot la kom ta xk’exol ti jtote? ¡Je’cha’al
ti bel xa vale ch’abal xi’el chava’i xkil!
Ja’ to tey lik k’opojuk ti saktarin mute, xvilil bal ta sni’ jtek’ onte’:
—Vu’un li kom ta xk’exol li atote —xi tak’av ti k’ox saktarin
mute.
Ti bolome xjoyet ti sate, xvalk’uj sutbij ta sk’el ti buch’u k’opoje,
k’ajom ti snee sbitsomaj ta spas ta sa’ ti buch’u k’opoje.
—¿K’usi tal asa’ li’e? ¡Lek chavich’ tsakel ta muk’ ti jechuke,
k’usie jna’ojkutik ti naka tal ilbajinanvane, yu’un ma’uk ta jk’ankutik
jech! ¡Ja’ lek sutan bal ta lekilal! —xi la ti k’ox saktarin mute.
—¡Ak’aba ta ilel un, ta jk’el ti buch’u xk’exol ti jtote! —xi la ti
bolome, xvalk’uj sutbij ta sa’ ti buch’u k’opoje, sk’elbe satak jujun
tal ti chon bolometike.
—¡Vu’un li’ luchulune! ¡Vu’un li kom ta xk’exolun li atote!
—xi la ti saktarin mute, slilin xa sk’uk’umal.
Tey och ta tse’imol ti bolome xchi’uk ti yantik xchi’iltak k’alal
la yilik ti buch’ue, labanvanej xa ta spasik. Ti chon bolometike
xchopol yilik ti jech ta spase, xnech’luj yajval mu sk’anik ti k’usi
ta spas ti bolome. Ti mutetike xnechechet ja’ ti ch’abal ich’van ta
muk’ ti bolometike, va’i k’opoj ti te’tikal chije:
—Jech avelanik le’e, ¡mu k’usi xa tun o ku’unkutik! ¡Li vo’ote
ch’iom bolomot, toj bel xa val li vo’ote naka tal asokes k’uyelan ti
jtalel kutike!
Ti yantik chon bolometike, voch xi skotolik, mixlajanik xa ta
xk’opojik.
—¡Tsots avo’ntonik ta stojolal ti mu saktarin mute! Ali vu’une,
mu k’usi bal o xkil li mu mut jech le’e, je’cha’al li’e… ¡Chach’unik
ti k’usi ta xkale, mi mo’oje li’ chachamik akotolike! ¡Ta jlikel ta
xtal epal ok’iletike sventa xa ch’unik, je’cha’al nopik ti k’usi
chak’anike! —xi la ti bolome, bel xal xvalk’uj xutbij spas sba.
Jech ti saktarin mute, ti k’usi la spas ta anile vil bal ta mukul, ay
sk’oponan jujuntal ta xchikintak ti yantik chon bolometike, ¿k’usi la
yalbe? ¡na’tik un! K’alal jech la yalananbee ta juju kot xa ti chon
bolometike xnak’lajanik lok’el, ts’ij xiik no’ox lok’el. Ti k’ox sa-
ktarin mute k’opoj:

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LENGUAS INDÍGENAS

—Li’e ta lekilal ta jk’ankutik chasut bal ti buy la tale, xchi’uk


ti ok’iletike, ¡ch’abal ta jk’an kutik ta xtal li’e! —xi la ti saktarin
mute, tsots yo’nton xk’opoj, k’uk’cha’al mi uni ch’in mut, mu k’usi
xi’el ta xa’be ti bolome.
Ja’ to yil ti bolome yantik xa xjutebaj ti chon bolometike. Ja’ to
yil k’unk’un xa’ox ta xjatav lok’el ti uni mailchone, k’unk’un xa
xvujujet lok’el, ti bolome k’otel ono’ox ta sat:
—¿Buy chabat ti avaloje uni mailchon? ¡Mi la xanav xa jutuke
chalaj! —xi la ti bolome.
Xbitluj ono’ox muyel ta sba ti ch’ene, la spas ta mantal ti yan-
tik bolometike ti ak’o sk’elik ti buch’u xjatavike, mi jativike stak’
la sti’ik sventa mu xchan xjatavik ti yantike. Ti uni mailchone
k’ajom la smuk’ sba ta yanal ti takin te’etike, mu xa jbeluk k’opoj,
solel toj xi’el k’ot.
—¡Li’e ch’abal buch’u tal slo’laun! Mi oy buch’u ta xjatav
jkotuke ta xcham! —xi la ti bolome bel no’ox jech la yal, skotol ti
chon bolometike toj xi’el komik.
—Mu xa xi’ik —xi la ti k’ox saktarin mut tey xvilete. —¡Li’e
ch’abal buch’u stak’ xtal k’usi spasbotik!
—¡Toj bel xa val mu bak’ux saktarin mut! ¿Buch’uot ti avalo-
je? ¡K’usi avip li vo’ote k’ajom jtsuk bu sotolot ta k’elel! K’elavil:
¡Ali vu’une jun muk’ul tsots lek kip, je’cha’al chach’unik ti k’usi
ta xkale! —xi la ti bolome, solel jbel xal.
Lek muk’ ta jlikel xnechechet xtal ta nom ti ok’iletike yantik xa
xnopojaik tal, xvoch’lajanik xa k’otel, la sjoyiik skotol k’uyepal
oy ti ch’on bolometik tsobolike; tey joybil komik, k’ajom sat xa
no’ox sk’el sbaik jujun tal mu xa sna’ k’usi ta spasik:
—¡Li’ne li’ xa chi chamotik jkotoltik ne! —xiik xa la ti yantik
chon bolometike, och xi’el ta stojolalik ja’ ti ch’abal xa buy stak’
xjatavike.
—¡K’eyelan tal apas, k’ajom tal avak’ ta ilel k’uyelan achopo-
lal, mechuk jech ta pasel! ¡Slajeb xa ta xkalbot ta lekilal, ta jk’anbot
ta vokolal tsobo bal skotol la xchi’iltake! —xi la yal ti uni ch’in
saktarin mute.
—¡Toj bel xa val, ch’abal k’usi xi’el chava’i, k’usi k’ajom uni
ch’in mutot ke avuni muk’ul! —xi la ti bolome solel kapem.

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socorro hernández

—¡Li’e chach’unik ti k’usi ta xkale! ¡Mi mo’oje chalajik ta ti’el ta


ok’iletike!
K’alal k’otik ti ok’iletike, skotol ti chon bolometike toj xi’el
k’otik skotolik: yu’un xko’laj xa vovijemik xa yilel, ta xa xvokan
ti yeike, xt’ojlajan xa ti slikoktak ta banomile. Ti k’ox saktarin
mute vilbal ta toyol ja’ to ti k’uxi sak ch’ay ech’el ti ta vinajel. Ti
yantik chon bolometike oy xa la snopik ti jatav xa bale.
—¡Jajaja! ¡K’elvilik ti buch’u ba’i xi’e! ¡Atuk xa la komik un!
¿Ti avolojike ta spojoxuk li mu mute? ¡K’ajom chasa’bikun tse’imol!
—xi la ti bolome solel xcham ta tse’imol. Ti chon bolometike tey
xmixlajinik xa ta xlo’ilajik, yalojik xa ti ch’abal xa k’usi stak’ spa-
sike, ja’ xa no’ox ti xch’unik k’usi x-albatike.
—¡Mi mu la jch’untike, li’ xa chi chamotike! ¡Ja’ lek la’ jch’untik
ti k’usi ta sk’an ti bolome; k’elavil ti saktarin mute jatav xa bal, laj
xa skomtsanotik jtuktik! ¡Ali stuke xvil ech’el, ali vo’otikne la
skomtsanotik un! —xiik xa ti te’tikal chije xchi’uk ti chuche.
—Mi ta jk’antik eke, stak’ xi jatavotik —xi la ti sabene. Ch’abal
xa buch’u tak’bat xvulvun xa stuk. Ti yantik chon bolometike
ochik ta xi’el, lek muk’ta jlikel solel ts’ijil komik o. Ja’ to ta jlikel
un ya’ik xchajlajan ono’ox talel ta te’etike, buyuk xa no’ox
lok’anuk tal ti yantik chon bolometike, k’ucha’al te’tikal chijetik,
kiletel chonetik, sabenetik, maxetik, chuchetik, mutetik xchi’uk
yantik chon bolometik, xk’ulul ono’ox ep talel. Ta nom to staik ta
k’elel ti tey xvilil talel ti uni k’ox saktarin mute. K’alal sut tale
luchul k’ot ta onte’e:
—¿Mi chabatik ta lekilal? ¡Mi mo’oje, nutsbil chalok’ik ta xcho­
polal! —xi ti k’ox saktarin mute, solel tsots xa ti yo’ntone xchi’uk
kapem xa tajek. Ti maxetike tey xjok’lajan ta sk’obk’obtak ti te’eti­
ke, ti sk’obike mu xch’anijik, snitolanbik sne ti ok’iletike xchi’uk
ti bolometike. ¡Mu k’usi xi’el ta xa’ik ti maxetike!
—¡Suja baik un, la’ nutsikun un! —xi la ti maxetike tajimol
no’ox ta spasik yilel. Epal chon bolometike k’otik, jech ti maxetik
ep k’otik ek. Ti ok’iletike xchi’uk ti bolometike ta juju kot xa jata-
vik lok’el xi’ik bal, yilik ti ja’ jutebik li stukike. Ja’ to yil ti bolome
k’alal sk’el ti spat xokone ch’abal xa jkotuk tey ti xchi’iltake. Stuk
xa komtsanat:

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LENGUAS INDÍGENAS

—Mi li kom xa tuke, li’ xa li laje —xi la ti bolom la yalbe sbae.


Ch’abal xa k’usi yan la snop, mu to k’uxi ya’i stambe ech’el jato-
bal xi’ bal. Ti k’ox saktarin mute tey to xvililet la yalbe ech’el:
—Mi chasut tal ta jkoje, ch’abal xa kuxul chalok’ ech’el —xi
la ti uni ch’in saktarin mute.
Ti chon bolometike xnechluj ta muyibajel. Ti te’tikal chije
k’ajom snijan sba yalel, ti xulubtake la sta ta tijel ti banomile:
—Ali vu’une oy bu chibaj ko’nton ta tojolal; ti k’usie chibaj
ko’nton kutik avu’un, kalojkutik xa mi la jatav bal la komtsanunku-
tik. Ja’ to ne tal a koltaunkutik: mu jna’ k’uxi la vut ta anil la ta ta
ik’el ti yantik jchi’iltaktike. ¡Ja’ no’ox vo’ot ti oy lek ta bijile! —xi
la ti te’tikal chije, k’exav xa, ti yo’ntone solel xmuyibaj ta stojolal
ti k’ox saktarin mute.
—Jech jna’oj, ti k’usie ja’ ta jk’an ti la snopik ti yu’un li jatav
ech’ele, la vilik li li’e, ali vu’une mu xi jipvan komel. Li k’ak’al
li’e ep k’usi la jchan: Yu’un mi tsobol ta jkolta jbatike, mu buch’u
tal yilbajinotik. ¡Yu’un manchuk k’u avuni muk’ul, ti mi xnichi-
maj ti ajol avo’nton ta bijile! —xi la ti saktarin mute.
Ja’ jech ti saktarin mute, poj yu’un ti xchi’iltake, jech ti ok’iletike
xchi’uk ti bolometike ch’abal xa buy sutik o talel. Skotol ti chon
bolometike ta te’tike jun yo’nton komik.

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Socorro Hernández

El pequeño ruiseñor

En lo alto de la copa de un viejo árbol de roble grande, al que rápi-


damente se le iban desprendiendo sus frágiles hojas con los vien­tos,
estaba un pequeño ruiseñor, de patitas delgadas, con sus ojos bri-
llantes y su hermoso canto, que dirigía hacia el horizonte mientras
recibía los tibios rayos del padre sol, al igual que la tierra: por el
calor evaporaba el rocío, anunciando el nuevo día. Cuando el rui­se­
ñor dejó de cantar voló hasta lo más alto del cielo: miraba el paisaje
que los dioses le habían asignado a su cargo. Así acostumbraba h­ acer
todos los días, cuidaba de sus compañeros animales y del bosque.
Una noche, en la que el cielo estaba despejado y las estrellas
bri­llaban, el ruiseñor dormía, posado en aquel roble, cuando lo des­
pertaron ruidosos pasos sobre las hojas secas. Voló para observar
entre las ramas, mientras los animales del bosque descansaban. De
pronto vio venir un animal grande; sólo se podía ver el brillo de sus
feroces ojos a la luz de la luna: era un gran jaguar el que venía con
una gran manada. Aquel jaguar era el hijo del difunto abuelo jaguar,
quien había sido el anterior encargado de todo el bosque. El joven
jaguar volvía para ocupar el lugar de su padre. No sabía que el rui­
señor había sido nombrado.
—¿Qué haré? —se preguntaba el pequeño ruiseñor, con su co-
razoncito latiendo fuertemente, de tanta preocupación. Regresó
vo­lando a su lugar de siempre, mas ya no pudo dormir en toda la
noche; se desveló pensando qué debía hacer.
Cuando amaneció, el jaguar rugió muy fuerte, despertando a
todos los animales del bosque, quienes por el susto quedaron albo-
rotados, y daban vueltas y más vueltas.

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LENGUAS INDÍGENAS

—¿Qué será ese rugido? —se preguntó el búho, y ordenó—:


¡Rá­pido, llamen al pequeño ruiseñor! ¡Que nos venga a explicar
quién es él!
Los animales del bosque se pasaron la voz en busca del ruise-
ñor. Éste ya venía volando y llegó donde se habían reunido todos
los animales posándose en la cima de una mata de moras.
—¿De quién habrá sido ese fuerte rugido que nos hizo desper-
tar? ¿Qué haremos? —le preguntaron casi al unísono todos los
animales del bosque.
—No tengan miedo. Ése es el hijo del difunto abuelo jaguar; de
por sí ya nos habían dicho de un hijo suyo, que hace años que se
fue de acá —respondió el pequeño ruiseñor.
Todos los animales del bosque salieron rápido para ir a ver al
jaguar, dejando solo al pequeño ruiseñor, trepado en la mata de mo-
ras; él sólo meneó su cabeza y voló adonde estaban sus compañeros.
—¿Entonces, él quiere ser nuestro jefe? ¿De dónde viene?
—preguntaban todos los animales.
—Eso debe ser, pues es el hijo del difunto abuelo jaguar, y viene
de lejanos lugares, como ya les había dicho antes —respondió el pe-
queño ruiseñor, ahora posado en un árbol de manzanilla que florecía.
De pronto, el soberbio jaguar salió de la cueva: era muy grande
y con pelaje de hermosas pintas; su larga cola se movía de un lado
a otro. Tan pronto salió él, lo siguieron muchos jaguares compañe-
ros suyos. El jaguar exclamó:
—¡Qué bueno que vinieron!, así todos estarán enterados de
que he vuelto y ocuparé el lugar de mi difunto padre —exclamó el
jaguar de manera que todos lo escucharan.
—¡Aquí no te queremos! ¡Ya tenemos alguien que nos cuida y
nos guía! —contestó el venado, muy firme, mostrando bien sus
cuer­nos para expresar que no tenía miedo alguno.
—¡Lo que digo es lo que se hace! —dijo el jaguar. Brincó desde
donde estaba con tan gran salto que llegó hasta el lugar en que es-
taban los demás animales. Éstos se apartaron porque les dio mu-
cho miedo.
Mientras, el pequeño ruiseñor observaba lo que hacía el jaguar,
posado todavía en el mismo lugar; ni una palabra decía: sólo ob-
servaba lo que hacían y decían.

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socorro hernández

—¡Aquí todos van a hacer lo que yo diga! —dijo el jaguar fie-


ramente, mirando de forma amenazadora hacia donde estaba el
rui­señor—. ¿Acaso eres tú quien quedaste en el lugar de mi padre?
¡Por eso te crees mucho, y veo que ni miedo me tienes!
El pequeño ruiseñor, volando hacia la copa de un madroño, le
respondió:
—Yo soy quien ahora ocupa el lugar de tu padre.
El jaguar buscaba aquella vocecita; movía su cola buscando
quién había hablado.
—¿Qué vienes a hacer aquí? Hubieras sido bienvenido, pero
sólo vienes a molestar, ¡y no queremos eso! ¡Mejor váyanse por
las buenas! —exclamó el pequeño ruiseñor.
—¡Sal, para ver quién es el que ocupa el lugar de mi padre!
—dijo el jaguar, quien daba vueltas en busca de esa voz, al tiempo
que miraba a cada uno de los animales.
—¡Soy yo, quien está posado aquí! ¡Yo soy quien quedó con el
lugar de tu padre! —respondió el pequeño ruiseñor, sacudiendo su
plumaje.
En cuanto lo vieron, a los jaguares les causó mucha risa de bur-
la; a los demás animales no les gustó esa actitud burlona e hicieron
una gran bulla —principalmente las aves—, molestos por las gro-
serías de los jaguares. Entonces habló el venado:
—Con esas actitudes y su forma de ser, ¡para nada nos sirven!
¡Tú, joven jaguar, te sientes jefe, pero sólo vienes a destruir nues-
tra forma de vivir!
Todos los animales del bosque hicieron más ruido, murmuran-
do sin cesar entre ellos.
—¡Se sienten protegidos por ese ruiseñor! Para mí de nada sir-
ve, así que… ¡Obedecerán en todo lo que yo les ordene; y si no,
todos morirán! ¡Porque en un rato más, vendrán los coyotes que
llamé para controlarlos! ¡Así que ustedes elijan lo que quieren!
—respondió el jaguar, mientras daba vueltas y vueltas.
Lo que hizo el pequeño ruiseñor fue volar sigilosa y rápidamen­
te, para hablar al oído a cada uno de los grupos de animales. ¿Qué
les dijo? ¡Quién sabe! En cuanto lo hacía, los animales salían uno
a uno, casi sin hacer ruido. El ruiseñor se dirigió al jaguar:

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LENGUAS INDÍGENAS

—De buena manera, les pedimos que regresen por donde vi-
nieron, y que saquen también a los coyotes: ¡no los queremos aquí!
—exigió el ruiseñor, seguro de sí mismo, pues a pesar de ser tan
pe­queño, no tuvo ningún temor del jaguar.
En ese momento el jaguar se dio cuenta de que ya quedaban
pocos. Uno de los que iban saliendo sigilosamente en ese instan-
te fue el armadillo, pero el jaguar lo alcanzó a ver:
—¿Dónde crees que vas, armadillo? ¡Si das un paso más, te
mueres! —advirtió el jaguar.
De un brinco saltó hasta la cima de la cueva y ordenó a los otros
jaguares que vieran quiénes escapaban, y al que atraparan huyen-
do podían comérselo como escarmiento. El pobre armadillo se es-
condió entre las hojas secas de los arboles, ya no se movió ni dijo
nada, de tanto miedo que le dio.
—¡Aquí nadie me engaña! ¡Si alguien quiere escapar, morirá!
—sentenció el jaguar con voz tan tenebrosa que todos quedaron
pa­ralizados de pavor.
—No tengan miedo —les aconsejó desde el aire el pequeño rui­
señor a los animales—; ¡aquí nadie puede venir a hacernos daño!
—¡Te crees mucho, pájaro flacucho!, ¿quién te crees que eres?
No tienes ni presencia, ¡apenas te pueden distinguir! Mientras que,
¡mira, yo soy muy grande y fuerte!, ¡por ello todos me tendrán
que obedecer! —exclamó el jaguar, engreído.
Pero, de pronto y a lo lejos, se escucharon venir los coyotes,
quienes fueron acorralando rabiosamente a todos los animales del
bosque todavía reunidos. Al poco tiempo quedaron rodeados, por
lo que sólo se miraban los unos a los otros, sin saber qué hacer.
—¡Aquí nos vamos a morir todos! —decían los animales más
desesperados, pues no veían manera de escapar.
—¡Mira lo que haces!, sólo vienes a darnos a conocer lo cruel
que eres, ¡eso no se hace! Por última vez, de buena manera, te
pido que te regreses con tus cómplices! —advirtió el pequeño rui-
señor, demostrando que no les tenía ningún miedo.
—¡Te crees mucho y serás muy valiente, pero eres demasiado
pequeño! —exclamó el jaguar, y añadió aún más enojado—: ¡obe-
decerán lo que les diga! ¡Si no, serán comida de los coyotes!

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socorro hernández

Cuando se acercaron más los coyotes, a todos los animales les


dio mucho miedo; parecía que tenían rabia, porque les salía espuma
por la boca, y sus babas caían por todo el suelo. Mientras, el pe-
queño ruiseñor voló hacia lo más alto del cielo, hasta desaparecer.
Algunos pensaron que había huido.
—¡Ja ja ja! ¡Miren quién tuvo miedo primero! ¡Ya se quedaron
solos! ¿Pensaron que ese pájaro los iba ayudar? ¡Sólo me sirvió
para reírme más de ustedes! —dijo el jaguar, desternillado de risa.
Mientras, los animales murmuraban entre ellos, pues algunos
pensaron que era mejor obedecer.
—¡Si seguimos resistiendo, moriremos aquí! Mejor le hacemos
caso al jaguar. ¡Miren, el ruiseñor se acobardó y escapó; nos dejó
solos! ¡Él pudo volar, pero a nosotros nos abandonó! —cuchichea-
ron por lo bajo la ardilla y el venado.
—Si nosotros queremos, también podemos escapar —añadió
la comadreja, pero ya nadie le hizo caso. Los demás animales en-
traron en pánico y por un rato nadie se movió.
Pero luego los ruidos se acercaron, y por donde quiera salía todo
tipo de animales: venados, culebras, comadrejas, monos araña, ar-
dillas y aves, entre otros animales que venían en manadas. De re-
pente, a lo lejos vieron venir volando al pequeño ruiseñor. En cuanto
llegó se posó en el árbol de madroño:
—¿Se van a ir por las buenas? ¡Si no, serán sacados por las ma-
las! —amenazó el pequeño ruiseñor, ya enojado y muy seguro de
sí mismo. Entretanto, los monos araña venían colgando de las ra-
mas, y con sus manos inquietas les jalaban la cola a los coyotes y
a los jaguares. ¡No les tenían ningún miedo!
—¡Apúrense, pues, persíganme! —decían los monos araña tra-
viesos. Llegaron tantos animales y monos, que los coyotes y los
jaguares se fueron escapando uno por uno. Tuvieron miedo, por-
que ellos eran pocos. Cuando el joven jaguar vino a darse cuenta,
miró de un lado a otro, pero ya nadie quedaba de sus compañeros:
lo habían dejado solo:
—Si me quedo solo aquí, de seguro moriré —exclamó para sí
el jaguar. No lo pensó más y salió corriendo de miedo.
Desde el aire, trinando, el pequeño ruiseñor le advirtió:
—Si regresas otra vez, ya no saldrás vivo de acá.

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LENGUAS INDÍGENAS

Los animales del bosque hicieron una gran bulla de alegría.


En seguida, el venado agachó la cabeza hasta que sus astas toca-
ron el suelo:
—La verdad es que yo me decepcioné de ti; más bien, todos
pensamos que habías escapado y nos habías dejado solos. Ahora
vemos que nos salvaste: no sé cómo le hiciste para llamar a todos
los demás. ¡Fuiste único, inteligente y astuto! —dijo el venado, me­
dio apenado pero muy contento y orgulloso del pequeño ruiseñor.
—Lo sé, la estrategia fue hacerles pensar que hui; pero ahora lo
saben, yo nunca los abandonaría. Hoy aprendí muchas cosas: que
si todos nos ayudamos, nadie podrá venir a molestarnos. ¡No im-
porta cuán pequeño seas, si tu corazón y tu mente florecen de sabi­
duría! —exclamó finalmente el pequeño ruiseñor.
Así fue como el pequeño ruiseñor pudo salvar a sus amigos; y
los coyotes y los jaguares no volvieron nunca más. Todos los ani-
males del bosque vivieron felices.

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Lyz Sáenz
(Zoque)

Te’ mäjapä täjk

Te’ yenhkya’jumä nenha, tzujtzira’mpä mu’jk y tzama’omo te’


Ajway’kupnhkuyomo Chiapas najsis kyojampapä, te’ kirawa’is
tzyäkyaju, te’ majksyku mone ko majkis ko tukis ko majktukay
ame’omo te’ finhka nyäyipäs Sonora. Te’ mäja najs masanhäjyupä,
nimeke’ina ijtu nä wära’mpä, te’ wakaskoroya, kakua nipikoroya, tese
ajksa täjkoroya ijtyajupäina te’ finka’omo. Te’ kirawaram mijtyajupä
Tabasco najs’omo, pyäkpäjayaju te’ ore päntam’is nyajs, komi’aya­
jupä te’ México najs, kowi’na’is nämpa’ina te’ najs ni’i’is ji nyä yojse.
Te’ päntam y yomoram ore tzapyiajpapä teramte’ina koyosya-
jpapä te’ yojsanhomo kyetyapa’ina te’ kyomi’is wyakas, wäkä ‘yi-
jtyaä te’ motzyipä täjkomo’ sokupyä, te’ täjkäkopajk ajpyiä, finhka’omo
mujspa’ina nyipyiä’inak mojk, säjk kyu’tkuy koroya.
Mentzyu Pastrana y Abelarda’is nyä‘ijtyaju’ina najsis tyoto jurä
tzyampa’ina ke nhye’ramte te’ finhka Sonora, jenenä jaya tzäkya­
pa, tzäpwijtyapa’ina “äj kowi’na Porfirio’is tzyja’yu tyoto”. Te’
finka kuysye yenhu, jäyä’uj, ijtu tyäp y ka’uj.
Te’finkero’istam pämi’ajyaju te’ore tzapyapapä’is ijtkuy’omo’ram,
tiak tzäkyaräju mäjapä täjk tza’jin, kupyio’e y najsmäkijin teyin’ina
ijtyapa te’ kirawa, jene’ina ne tyumu te’ tyumintam, te’ tyoskuy’in
ore tzapyiapapä päntam tese yomoram, jene itpa’ina tiyäram.
Te’ kaporaltam, myityajupä eyar’ampä kupnhkuyomo tome
ajway’omo, ji tzyapyae ore, mitu kyotzokyae te’ kirawaram wä’kä
‘yanhkimya’ä te’ koyojsyajpapä. Wä’kä sunyi ‘yirä mumu tiyä,
nap­su nyitzäjkyajpa te’ kyoyojskuram jejyajpa ne tyäpu’k te’ jama.
Toye’itampänakä, mujspäna anhkimyä te’ kirawaram —nämpa te’
tzame pät nyäyipä’is Maryiu. It’tyajui’inä mojsay kaporaltam,

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LENGUAS INDÍGENAS

tumo nyäyipä’is Aristeo jenerena yatzyokopyä’ina, Mentzyu’is


ntyakye’nhku jyarase, ntyakanhmayu jutzye wä ntyiose. Te’ is
kyietpa’ina te’ yojs’kuy ajksatäjkmä, nyaksyapana te’ koyojsya-
jpapä. Pyo’kspa’ina te’ kyiawayu.
Sone ame kätu te’se mumu pätnhkoroya ajwaykupnkuyomo.
kyäna’tzyapapäre te’ kirawaram. Ni’i’is jina myujsi ti’na maka
tuki jäsi’kam ne kyätuk ame majksykumone ko yäjti ko yäjtko
tumä ame’omo.
Ne’ jiakyaju’k te’ ajksa, te’ kaporal Aristeo’is, myanu ne wyewe­
neyu’pä po’nyi ore’omo tumo te’ pät, nyujkayu te’ koyojspapä’is
kyopajk tzyanhkapä’u, kejku najsomo, piri’u y tese kyämaku Aris­
teo’is wä’kä nyejpkupäkä tzyejkomo, nä’u kisupä:
—Ne nhkojmäyu ji’ne mij ijsu’tzy, ne tzäjku mij yojskuy, tiko-
roya ne wyeweneyu, ¿Tikoroya? Jene jyaya tzäjkpa mij wit.
Te’ koyojsyajpapä ji tzyapyae nitiyä, matzyijnin jyajkyajpa te’
ajksa, kyo’syapä te’ noripä pät. Te’ pyu’nhiajupä pät pyäkpa yäti
te’ myatzyin y yojstzo’tzpä.
—¡Ji’in nyostame! Nhkomäjtyampa ke ji’nä mij ijstamepä
wewenepya nhkätampa jama mij yojskuy’omoram te’ yatzipä tzame
ntzamtampapä ¡jyowirampä nitikoroya ji’n nyostamepä! —no’ri
weju te’ Aristeo.
Te’ koyojse’istam kyämanäyajpa’ina, ji’na nyäjktyäyae tire ne
tzyapu Aristeo’is. Kaman kaman kyiäram te’se yojsyajpä te’ ajksa­
räjkomo. Nhkirawakoroya, tyotyajpa wejkuy, najkskuy. Te’ koyo­
jsyapapä’is myujsyapa ke te’ najkstäjupä pät, oyu tä’äjk Kuyatemä,
maku tzyake tzyämi, te’mä kyämanäyu ke ijtyajun pänhtän ne’
kypyajupä te’ kirawajin. Tere’nä ne tzyiapu tzyenhna’omopä
tyäwä’jin.
—Te’ kijpkuytye —nä’uj tijana te’ pät, y Aristeo’is ne’na nyujku.
Te’ tzayi’omo Mentzyu’is wyejayaju myojsakyäyi kaporaltam.
Te’ mäjä täjkomo yospapä’is ntyak’akwajku mäja täjkis yanhtunh
ajkupyä, wä’kä tyäjkäya’ä myojsakyäyi te’ nyikenäyajpapä’is yoj-
syajpapä, natze ketwityaju jo’mo täjk’omo. Aristeo’is kyämetzu
tikoroya wejayaräju.
Te’ Mentzyu poksu’pä ukamäk te’ mäja mesya’akuy’kä’mä,
eju’ajpa, kiskisneyuk yajk ijsyajpa wyinojkpajk, pämi tzampä:

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lyz sáenz

—Ntyak wejatyäntäju mij’tam äjn nkoyoseram, ji’nte ne sujtu


wä’ka nt’anhkumakätya’mä… tä’äjk mitu tzame Jomenasomo, te’
Ortiz’tam, nämpyaju ke te’tabaskenyuram tumpamä Chiapas’najs’omo
nukyaju’munh mye’tzyajpapä’is kijpkuy. Näpyajpa ke ne’unh
tzyä­käpäyaräju te’ yojsyapapä, äj’nekäram isanhtzira’u jutze wä’kä
kyojyojsyä te’ finhka’omo’ram, jin’a myujsyaepä tiyäre yojsku-
yram, te’ kijpyapapä’is nyu’myapa y wä’kä ntyak’kyajkaoya’ä te-
ramte kyoyojskutyam.
Mentzyu’is pämi tzyäjkpa te’ mesya, tentzyunhpa, tzapasajpä
wynojkpajk, yanhkimyajpa te’ kyaporaltam. Nye’kä sutpan wä’kä
pämi tzyäjkya’ä kyäram te’ koyojsyajpapä’is. Ni’i’is ji’n maka
ntiak’täjkäya eyapä anhkimkuy. Te’ myäja’ajkuy te finhka sono­
ra’isnye nyere yojsanh. Te’ päntam winanho’omo ijtyajupä nhyä-
mayapa:
—Mijtam mujsatyampa tzyamtäjkuy yä najsis’nye, äjn nej’kä
ijsu toya wä’kä tyajk tzu’nhä. Äjn kowina Porpiriyo’is tzijayutzi
tyoto jurä tzyampa ke äj’tene yä najs wä’kä nä’minä wäpä tiyä
yäki ajwaykupnhkuyomo ¡äj’tzite kyomi ijtyajusepä tijyä yäki!
¿näjktätya’u?
Te’ mojsay kaporalistam, kyämanäyapa kyomi, nyäpia’ä wä
tese tyak miktzyapä kyopajk
—Mäja anhjampa äjn wijt yä finhka’omo’anhkä yojspa, äjn
kowina —yanhktzojpa te’ Benjamín’is; te’ pät yenhupäre y pämi-
päre, jin tzyap’tzyapneye, wyanhjampä tiyä tzyapyapa te’ Mentzyu
y Abelarda’is. Kyomäpya ke te’ kyomiram mäja’rampäre.
—Äjtzi mijtzin ijtu, kowina —tese nämpa Abelino, ten’te so-
jkapä pät, kayipä ketpa jairäse pyämij y jayjayapäre yä’ti nu’ku
kyipspamä, tzyi’yaju anhkimkuy kaporalse.
—Te’sepä tiyä äjtam maka ijstame, kowina —tese nä’uj Aris-
teo, pikpä yakwajy jana’wäpä tiyä ne kyipsoyupäse, te’ nimekere
no’ripä tiaksu’tzäjkyapa’päre te’ koyojsyajpapä. Nimeke jayjaya-
sepä, myuspa ke nyatzya’papäre.
Te’ eyarampä kaporal’istam, Ermilyu y Petyu nitiyä ji’n mujsi
tzyapya’ä te’ kyomis wyinanhomo, tyajk mijksyajpari kyopajk
näpyajpa jä’ä. Myosa’kyäyi nyä’makyaju nyä’pinomo y kyipso-
kyuyomo te’ tzyamjayajupä Mentzyu’is. Pujtyaju te’ mäja täjkomo
tyak’myujks mänyaju kyopajk. Te’ mäja anhtunh yanhkamyaju.

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LENGUAS INDÍGENAS

Abelarda, kispa täkäyu jomä täjkomo, kayipä papinyomose ketpa,


pu’tzyäpä, mäja katzyupä wyiränh. Nya’tze mijkspa te’ kyä.
—Ji’nä wanhjame ka mityajpa yä’ki te’ jowi kijpyajpapä ta-
baskenyuram, äjtzi nämpatzi ke jome najsomo’rampä finhka’omo
maka tyak’kayajräyi; te’ masanrä’istam ji’n ma tyajk yajksutzäj­
kyaräyi wyintam —tese nämpa Abelarda y pokspa te’ sojkujpyä
pyokstäjkomo, yanhpä täjk’is suro’omo, täjk’anhkä’omo te’ jäyä nipi
ijtumä tzapas y popä jäyäram; kyjpspa te’ sunyi ijtkuy, wyinojkpa-
jk tzapasajpäpa. Nyämapyia Mentzyu wä’kä myekya’ä, te’ ky­
pyapapä orore ne mye’tzyajupä. Jin wanhjame nä tzyapyajuse ke
ne tzyäkäpäyatäju te’ koyojsyajpapä.
—Metztiyäk ntziyajpa oro wä’kä tä’ tzajkya’ä —Nämpä te’
Abelarda.
Winji’tzpa wyinojkpajk Mentzyu’is no’ri’ajpa, kyämanäpya
ntyomo, kyipspä tiyä maka tzyäki, tentzyunhpa ya’yiram kanhpä
tese maka ijtumä sone tujkuy; Abelarda’is kyämaka, myejtzkäyi
yawajkaypa jemetzpä kyojtanhnekpamä te’ tujkuy, nyäpujtu tumä
pu’tzyä sänhpapä’is tzyonhotyäjk, wyajkampä’u tzyejkwaremä,
nyike’näpya mäjarampä tujkuy, sone ntzye’rampä, mosay eskupe-
ta, wäpä täyänyeyajpapä tyiro, yajk sänhpa te’ katzyupä wyiränh,
pämi pämi yanhjampa wyijt, jyasäpya katzyupä yakway. Abe­lar­
da’is kyospa, myuspa ke te’ jyaya tzyäjkpa tzyampapä tiyä.
—Yä’äjte makapä ntziya’ä te’ mye’tzyajpapä’is kijpkuy —näm-
pa Mentzyu tyajk ijspa tujkuy y tyiro —nytiyä mä ntziya’ä, tujku-
yin maka mpäjkistzyokyae ka mityajpa yä’ki, ijtuma jyama wä’kä
tä mejktamä.
Abelarda’is nitiyä ji tzyame, kyipspa tipä na’tzkuyis maka pya­
tyae ‘yuneram, y te’ ‘yororam, ‘yasaram ijtyajupä’is tzyäki sunyi-
rampä. Tzeya’ajpa tzyokoy.

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Lyz Sáenz

La casa grande
(Fragmento)

En las altas colinas, los verdes prados y las montañas del pueblo de
Ajway’omo1 de Chiapas, los ladinos2 fundaron, en 1873, la finca
Sonora. La riqueza de la tierra sagrada y los manantiales favore-
cieron la ganadería, el cultivo de cacao y la caña de la gran finca exu­
berante. Los ladinos procedentes de Tabasco usurparon la tierra que
pertenecía a los ore päntam; después de la usurpación, las tierras
fueron legalizadas por el gobierno a favor del ladino.
Ore’ päntam3 eran los mozos que trabajaban las tierras, cuidaban
los ganados del patrón; a cambio de ello, los dejaban vivir en peque-
ñas chozas de caña brava, techo de paja, podían cultivar un poco de
maíz y frijol para su consumo, dentro de la propiedad del finquero.
Frumencio Pastrana y Abelarda Gordillo, legítimos dueños de la
finca, les gustaba presumir de su propiedad, en cada oportunidad
decían “mi presidente Porfirio nos dio los documentos”. Con todo
a su favor este lugar creció, floreció, fructificó y le llegó el tiempo
de marchitarse.
Los finqueros impusieron el poder y la riqueza con el fruto del
trabajo forzado de los ore päntam que construyeron con piedras,
maderas y tejas la gran casona. La convirtieron en el lugar más her­
moso e importante de los alrededores de Ajway’omo.
Los capataces, hombres mestizos, provenientes de pueblos ve-
cinos de Ajway’omo ayudaban al finquero a poner orden, vigilar a

1
Chapultenango.
2
Expresión regional que se usa para nombrar a los mestizos.
3
Hombres zoques.

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LENGUAS INDÍGENAS

los mozos, dirigir las labores desde el amanecer y hasta que se


ocul­taba el sol. “Sufríamos mucho, sabían mandar los ladinos”,
recordó don Mario, el abuelo zoque.
Había cinco capataces. El más cruel era Aristeo, nació de una
sirvienta, del abuso de un finquero de Pichucalco. Desconocido
por su padre, don Frumencio se encargó de criarlo, le enseñó a
trabajar y a ser fiel. Cuando Aristeo le tocaba estar en el corte de la
caña, con látigo azotaba a los trabajadores distraídos. Siempre an-
daba montado en el mejor caballo.
Los ore päntam aguantaron trabajos duros, maltratos y regaños,
treinta y cinco años de obediencia al patrón. Nadie imaginaba que
la vida tomaría otros rumbos en el año de 1911.
Era septiembre, el sol irradiaba con fuerza en la cosecha de caña,
Aristeo caminaba entre los cañaverales, escuchó una conversación
en voz baja, con pasos ligeros se acercó a las dos personas que cu-
chicheaban, con fuerza, empujó a uno de ellos, el hombre cayó, rodó
al suelo. Aristeo lo siguió para patearlo en el estómago. Dijo:
—Te crees muy listo. Puro platicar, eres ¡indio pendejo!
Los demás trabajadores prefirieron callarse, siguieron cortando
la caña; algunos miraban de reojo al agresor. El trabajador golpea-
do se levantó rápido, tomó de nueva cuenta su machete, se puso a
trabajar, fingiendo no sentir dolor.
Aristeo enfurecido, dio unos pasos adelante, se detuvo y expre-
só con furia:
—¡Haraganes! Creen que no me doy cuenta que puro hablar
hacen en su maldita lengua del demonio en vez de trabajar… ¡In-
dios pendejos!
Los mozos escuchaban los gritos, no entendían el mensaje. Con
las manos encallecidas cortaban la caña, su deber era seguir traba-
jando, soportar los maltratos, habían aprendido a obedecer por los
azotes. Estaban enterados que el hombre golpeado por Aristeo, un
día antes, había ido a dejar alimentos y bebidas a Magdalena, así
supo que cerca de ahí había gente peleando en contra de los ricos;
eso le contaba a su compañero de trabajo. “Es la revolución”, al-
canzó a balbucear, por esas palabras, Aristeo descargó su coraje
empujándolo, pateándolo, después siguió su camino por los surcos,
hasta perderse entre los cañaverales.

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lyz sáenz

Esa misma tarde Frumencio, dueño de la finca, preocupado,


llamó a los cinco capataces de su confianza.
Un mayordomo abrió la puerta de madera de cedro de la casa
grande. Sucios, cansados del trabajo entraron los capataces; obser-
varon la amplia sala decorada con muebles y cuadros de paisajes,
estaban nerviosos. Saludaron al patrón inclinando la cabeza frente
a él, Aristeo se atrevió a decir:
—Estamos para servirle, patrón.
Frumencio que se encontraba sentado detrás de una mesa gran-
de de cedro, tosió levemente para afinar su voz, su tez blanca endu­
recida de coraje más de lo acostumbrado, arrugó la frente, habló
con voz fuerte:
—¡Saben ustedes que son mis hombres de confianza!, por eso
les digo: un capataz de los Ortiz de Pichucalco vino ayer a avi­sar­
me, que en las colindancias de Chiapas con Tabasco están las tro-
pas maderistas de la revolución. Dicen que están liberando a los
in­dios mugrosos que les enseñamos a trabajar en las fincas. Esos re­
volucionarios hijos de puta no saben nada de trabajo; robar y matar
es su oficio.
Frumencio golpeó la mesa con la mano, se puso de pie, enérgi-
co, ordenó a los capataces que no tuvieran compasión. No permi-
tiría que ninguno de esos revolucionarios maderistas cambiara su
autoridad. Afirmó que le costó mucho trabajo conseguir su ­riqueza,
les dijo a los capataces:
—Ustedes conocen la historia de estas tierras, saben cómo se
inició. Mi presidente Díaz me dio los documentos de propiedad
para traer el progreso a Chapu, ¡todo lo que respira y se mueve en
este lugar me pertenece! ¿Entendieron?
Los cinco capataces escucharon con admiración y asintieron con
la cabeza.
El capataz Benjamín, hombre alto, fuerte y de pocas palabras,
respondió:
—Es un orgullo trabajar para esta gran finca, mi patrón, para mí
ustedes son grandes.
Abelino, uno de los hombres más jóvenes, era delgado, parecía
débil pero su viveza lo llevó a convertirse pronto en capataz, dijo:
—Estoy con usté, patrón, ¡ordéneme!

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LENGUAS INDÍGENAS

Aristeo, el más cruel con los mozos, mientras acariciaba su


barba, con malicia, expresó:
—De eso nos encargamos nosotros, mi señor.
Ermilo un hombre callado, tímido, de baja estatura y canoso;
Pedro era fuerte, alto, valeroso en el trabajo. Estos dos capataces
ha­blaban zoque, su timidez no les permitió decir nada frente al
patrón, movieron la cabeza aprobando lo que les habían ordenado.
Los capataces se retiraron de la casa inclinando la cabeza, con
las instrucciones de Frumencio puestas en su sangre, en su mente
y el coraje para defender la finca. La puerta de la casona se cerró.
Abelarda, esposa de Frumencio, estuvo al tanto de la informa-
ción por su esposo, entró a la sala con cara de preocupación; se
miraba lozana, delgada, su piel blanca, sus ojos grandes color café
resaltaban en su cara pequeña. Moviendo las manos con nerviosis-
mo, se sentó en un sillón de mimbre y dijo:
—No creo que se atrevan a venir aquí los revolucionarios, con-
fío en que los destruirán por las fincas de Pichucalco; los compa-
dres no se dejarán. Estemos preparados, esos muertos de hambre
buscan oro.
Por la ventana abierta observó el amplio corredor de la casa,
sintió el perfume de begonias, sauco, rosas de castilla y buganvi-
lias; se quedó pensando en su buena vida, se puso de pie, sacó unas
monedas de oro de un cofre y añadió:
—Con estás monedas serán suficientes para que nos dejen en paz.
Frumencio con el ceño fruncido, por lo que pudiera ocurrir, es­
cuchaba a su esposa, se puso de pie y con pasos largos se dirigió a
la habitación donde estaba el armario. Abelarda lo siguió, juntos
abrieron el pesado cajón de caoba en el que guardaba la colección
espléndida de armas. Frumencio tomó un revólver con cachas de
oro, se lo fajó en la cintura; sacó tres máuser, varios revólveres,
cin­co escopetas largas, muchas carrilleras, revisó con detenimien-
to las municiones con que contaba. Enérgico, ante Abelarda, seña-
lando las armas y municiones, dijo:
—Estas bellezas darán la bienvenida a los revolucionarios. No
les daré nada a esos revoltosos, los recibiré a plomazos. Si esas tro­
pas se dirigen hacia nuestra finca, seguro que tardarán varios días,
suficientes para prepararnos y esperarlos.

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lyz sáenz

A Frumencio le brillaban los ojos color café, se sentía confia-


do, se acarició los rubios bigotes. Abelarda, en silencio observaba
a su esposo, sabía que estaba dispuesto a todo. Ella pensaba en el
peligro que corrían sus hijos, sus joyas, sus vestidos de finos enca-
jes. Se le oprimió el pecho de preocupación…

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Margarita León

Di ndonihu nubye, dändonihu mände, hinto


däk’ugägihu rähmäte

“Florecemos hoy, florecimos ayer, nadie nos


arrancará el amor”

Boca de ceniza

Poesía Otomí

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LENGUAS INDÍGENAS

Sei

Ya handa ko ya noya raki re paha


mbo ya hai ska pot´ i ya u´ada
b´ini ge na ra t´ähi da otsi ma dumui.

noya gu ya pe
Ga nguen t´ i
ri nzaki gu ra boja
gi heki ma nthede
kora pont´ i gi jat´ i ya noya.

Ya saha gu ra detha
ya t´afi da boni na
ya u´ada pa da poni ra sei.

Gi punt´ i ya pa bi thogi da
u´ i ge da ma ko ya jeya
gi du ha ya hotho xui,
gi bui manak´ i ge gi nangi.

Di ne gi ma ha ra hai
habu ha ya xingri
ri bui in majuani
ma y´ehu
gi punfri njo’o ya xudi.

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margarita león

Sei

Miradas promisorias
entre huertos de magueyes
espinas de mezquite
que surcan los lamentos.

Palabra de biznaga
dignidad de hierro
pensamiento de espejo,
que perfora mi sonrisa
punto de cruz que borda palabras.

Dedos de maíz
que zurcen mis días
sofocados de maguey fermentado.

Nuestra esperanza de ayer,


marchita de sueño
de años sin existencia,
esencia que muere y renace
cada mañana
muerte lenta, pausada,
despojo de pasado
hilos de mazorca que atan
nuestras manos
olvido del futuro.

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LENGUAS INDÍGENAS

Ha ma ngu

Rats’i ya njado
di tuti ha ra fadi bui
co ya nthede ya
otho hmi ne ya jäi ñädondo
da ha ma u’i.

Di y’o ma ngu
di honi ra kut’i
otho ya gosthi
ya boni da kut’i.

Ha ya njo’o xi johya
ra fonthai nsi ya za
ya duthu bi ntsät’i
ha ra tsa’i ra nguxäju,

Ya hotho kuhuuant’i
tsuti ha ya u’ada
poni ya kuhu
ya ndäxjua otho ra beni.

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margarita león

En casa

Entre paredes flotantes


atada a los barrotes dibujados
con risas de máscaras y arlequines
que arrastré de mis sueños.

Estoy en casa
buscando la entrada
no hay puertas
las salidas van hacia dentro.

Hay vacíos contentos,


polvo sin muebles
ropa calcinada
en medio del hormiguero,

Son círculos de equilibrio


cambiantes sin color,
que decoran los magueyes,
antiguos sin memoria.

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LENGUAS INDÍGENAS

Di y’o ma ngu
in xahño da ehe,
di b’ai ha n’a ra njuat’i
ko hñu ya ua.

Otho ya b’ida pe ha ya
santhe, ha ya thuhu otho ya mbon’i
ya zu’e tsi nänä
in te otho ra ndeb’i
mahet’i ge ra mahets’i.

Otho ra ji ha ma ñ’uji
ha ma bui otho te ga pödi
k o ra ntedhe n’a ra bätsi
ha ma mfeni
ko ya rats’i ya tuhmu
ha ma pumfri.

Di y’o ma ngu
ha ra rats’i pe
ha ma zi fidi,
huäni zoni ra zi do za zoni
bi nset’i ge zoni
ha ra donga gosthi, zoni
ge zoni ya pengi.

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margarita león

Estoy en casa
inoportuna, de pie
frente a una silla imaginaria,
de tres patas,

se oyen cuerdas sin violines,


canto sin cigarras, los insectos,
devoran la luna vacía
y el barranco que es el cielo.

Estoy en casa
sangre sin venas, concluida,
con la sonrisa de una niña
en mis recuerdos
aleteo de mariposas en mi olvido.

Estoy en casa
entre cactáceas flotando
sobre mi cama de palma,
arrullo sollozante del sauce
petrificado frente al pórtico
que llorando, llora los regresos.

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LENGUAS INDÍGENAS

Raumui

Di ne nuests’i m’ats’uy’a ra t’uka


mbon’izu’e
ge ha ra t’ähä
da za da pädi ge ya othonjo’o ma n’a.

Ne nu’i,
ge ko n’a ra hoga ngätsi
xka kut’i ha ma nget’i tihña
habu xka honi ne ga handi
nuna ntsu ge bi doni ha ma mui,
t’ukambon’izu’e ge bi honi ngu n’ ara
t’uka bätsi ra zi muidebi di ge’a ra
ximhai.

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margarita león

Dolor de estómago

Envidio al diminuto animal


que en sueños
puede saberse único.

Y tú,
soplo noble y perverso
entraste en mi frágil pecho, hallaste
la cobardía que florece en mis entrañas
insecto que exploras, infante,
el vientre de la tierra.

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LENGUAS INDÍGENAS

K’uamba

Ka umui ge ma he
di y’o mbo ma ñä
nu ma zi pa do thogi ramat’su
ya pa da thogi
da ma.

Ha nu ma zi mfeni
di hyoka tuka noya ko ri
beni ri nzaki.

Di he’ti ma stä
ko ri otho, t’at’a ma
nxui ko ri k’ua.

In di ne ga pädi habu gi
y’o di handai, nga kuhu taxi
ne mboi, di ne ga handai
ngu ra zi detha nu ra zi y’e
xi ga adi ma da ya ka.

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margarita león

Mentira

Me desdoblo me enredo
me mutilo me remiendo
sostengo los días
flotan livianos
en mi memoria
ocurren.

Dibujo
tu boceto
trazo pequeñas líneas,
las de tu esencia.

Tejo mis trenzas


con tus vacíos
y matizo mis noches
con tus descontentos.

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LENGUAS INDÍGENAS

Di ode
gi käm’i ri ñä
di y’ohua nzäntho habu
xka st’okagi sta ha ra
in te otho

ga het’i ri saha
ga u’aki ma noya
ga jat´ i ri ne.

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margarita león

Me repaso en blanco y negro


te bebo y te tarareo
como el temporal
a las lluvias
le demando a tus cuervos
mis ojos.

Te escucho
susurrar, latir
diminuto,
sentado
tejiendo tus dedos
rompiendo palabras
remendando tu boca.

263

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LENGUAS INDÍGENAS

Ya t’i

¡Tihi, tihi ne ga tihi!

Pa da za ga tsoho

Pa ga handi ri zi hmi ngu gi ähä,


xi ndunthi ra ñot’i da yot’i ngu ra zi hyadi,
ri zi ua ge bi dit’i ri zesthi ko ra tohm’i pa gi
ma ha mbo ra debi ra mui ri zi nänä.

Da za ga hufi ya nthebe njeya ge hinbi tsoho


nubu xka y’o ma ra ya ñu
k’uki ya guto xui pa ge xi da
zu ri zi mo’tza ts’edite, ge hinda ähä kora ntuhu ra menja.

Ga tum’i Dra k’uki ra ndoni b’ui ha ma beni konge’i,


ya b’in’i, ya u’ada ha n’ara nxadi ya ntuhu ya jäi
ge nu’i hingi pädi to’o nuhu,
ya mäka nzadi otho ya hmi,
di xoti, da pot’i dega nzaki ha ri hai,

Ra mäka baha ra zinzedänga njuni ra


ximhai, nganga y’e, xi ne hinte pant’i ra zi
hyadi ge da ma ne da pengi habu hinda
huadi ne gi huäni ra hinham’u.

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margarita león

Sueños

¡Correr, correr y correr!


Llegar a mirar tu rostro dormido
radiante, con manos de sol,
tus pies de ixtle en espera del viaje
de regreso al vientre de tu madre.

Abrazar los siglos


que no caminaron tus pasos
arrancar nueve días de noche
que cuidan tu alma,
con el desvelo
y canto del gallo.

Arrancar tu vida de flores


y recuerdos,
de espinas y magueyes,
con rezos sin rostro,
extraños, de confusa idolatría.

Libre, sembrado en la tierra.

Ofrenda al universo de fuego,


de rayo, de piel
y de sol sin sangre
oscilando la eternidad.

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LENGUAS INDÍGENAS

Ajuä

¿Xi majuäni gi y’o nuua Ajuä,


gi y’o gatho ha ra ximhai?

¿To’o’i ra Ajuä, hinbi za bi xipi


ma dada hinda hio ra b’ui?
¿Te’a ra tuhu ra Ajuä ya zi bätsi bi mafi ge xi bi
tom’i nu ra zi nänä ge hinbi pengi?

Ra ajuä, ¿ge ya Ajuä?

Ndunthi ya b’efi
xi ndunthi ya noya,
ya t’ofo
ya thandi
ra mäka baha

Nuyu hinda tsi nu’a ri ñuni


hinda pädi te gi xipi,
hin da pädi ri zi mfeni
ri njamädi
Ri xadi

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margarita león

Dios

¿Es que Dios está en todas partes,


o hay muchos que creen en Dios?

¿Quién es el dios que permite


el suicidio lento de tu padre?
¿Cuál es su nombre?
¿A qué dios imploraron los niños
que nunca vieron volver a su madre?

El dios, ¿son dioses?

Con diferentes faenas


muchos idiomas
diferentes letras
señales
ofrendas

Ellos no comen lo que comes


no entienden tus pensamientos,
las gracias,
tus rezos.

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LENGUAS INDÍGENAS

Ra Ajuä ge pädi ndunthi ya ñäki


xka hñä ko n’a ra ajuä
ya noya hinxahño
xka kamfri ra ña noya

Ya ajuä ge ri meti ge da
pädi ra hñähñu
ne njabu da sofo’i
ne’a inda thädi
da tsi ra ra mäka baha
ebu da tsogi ra nt’agihñä
tsogagi nehe di tom’i.

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margarita león

El Dios políglota
no entiende tu idioma

Hablaste con un dios


el idioma equivocado.

A mis dioses otomíes


así les hablo
en otomí,
no responden,
se llevan la ofrenda,
me dejan su silencio
me quedo esperando.

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LENGUAS INDÍGENAS

B’ohe

Ra paya da beni rap a xka b’ui,


ma ga za ga put’i ra ran’i ra zi tsimxi
ge’a da teni ebu da b’edi.

Ga tsa ga hudi pa ga mpede, ga pede ya t’uka


do ge xi hathiha xa nxani ha ra ngu ya xäju

Da tsoho ya zi tuhmu da nkäts’i ha ma xida


di ne ga handi ya kuhu ha ma ts’oni
ngu na ra däye ha ma xida.

Ga hio ma nt’ani, ga k’uixki ge ra doni


ya pa nde xka tsoho
ha nuna ximhai ga beni ri zi bui.

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margarita león

Luto

Hoy por tu aniversario


podré borrar la huella del caracol
que seguí y perdí.

Me sentaré a contar las piedras


del hormiguero,
cada una será un recuerdo contigo.

Vendrán las mariposas a descansar en mis


pestañas a ver llover sus colores en mi llanto.

Disecaré mi olvido,
sin tiempo y como todos los días
seguiré pensando en ti.

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LENGUAS INDÍGENAS

Mbo digeki ne habu digekii

Di hinda ma hmi ha nuna hñe


gehinda xiki ya k’uamba,
otho ya thogi, honsehe ya ndoy’o ha ma
ndäte ge ñä konge nua ya noya ge
otho ya hoga ofo.

Ra zänä gu ra dehe,
ya pa thogi ha ra hñe
ya in däye ge da pigi ha ya
jädo
otho ra hmi gu ra bohai
hmi gu ra hai tutsi
ra ndähi.

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margarita león

Ser y estar

Máscara que miente en el espejo


sin historia, desnuda de su sombra
en una lírica primitiva
enemiga de la estética.

Rostro de nadie, careta de polvo


luna de agua, tiempo de espejo
día sin lluvia que escurre
las paredes de tierra
disfraz de fango,
rostro de tierra atado
al aviento.

273

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LENGUAS INDÍGENAS

Sanjua

Zi mäka gi zu ra b’ui
Di zofo
Di r’a’i te gi tsi
Di honi

Gi b’ui ha ya pa tse
Ha ra hai
Ha ra xui
Otho ra thandi ra ua
Ge da za da
Ma yabu

Zi mäka gi zu ra b’ui
¿Ham’u da za ga handa’i?
ngu ma xita
ne bi tsudi ma dada

ma xita bi du
Ebu ma dada hinte otho

Zi mäka gi zu ra b’ui

274

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margarita león

San Juan

Guardián de vida
Te hablo, te alimento.
Te busco.

Vives los inviernos


en la tierra
la noche
huella sin pies
sed en desahogo.

Guardián de vida
¿Cuándo podré verte
tal como te vio mi abuelo
y te encontró mi padre?

Mi abuelo ha muerto y
mi padre también.

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LENGUAS INDÍGENAS

xama gi pengi,
da tom’i ra ndumui
ha ra nzäni ma zi nänä.

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margarita león

Guardián de vida
Mi tristeza te espera aquí
atada al llanto de mi madre.

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LENGUAS INDÍGENAS

Nuhe

Sta xit’i ha ri ntsi, ge otho ma n’a


get’a bui ha ya nt’ani

Da ägi con ma thede mbo ma ts’i


di y’o ha ra njati ya njado
di ha nuna hñe thogi ge bi u’aki ha
nu ma b’uihe

in g iza gi hiangagi
di nthede
t’i nuna bui xudi
hñe ya jeya bi thogi
xit’i otho “nuyu”
nuhe, nu zantho bukua.

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margarita león

Nosotros

Vertida en el recipiente
efigie de dudas.

Muda bajo el cemento


ruido enmudecido de palabras
idilios y panfletos.

Oculta sonriendo
sueño de sombra
abismo del ayer
derramado sin “los otros”
nosotros, los de siempre.

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LENGUAS INDÍGENAS

B’omu ne ra u

Ya zi y’uge bi mpunts’i ngu ra zi day’opothe


ge ya pa bi thogi bi mpunts’i ngu ra b’omu,
ya xui bi hufi ebu bi pant’i k ora xui.

Ra zi hyadi ko ya däta mañäy’e


ge bi ent’i pa da handi ya da ge xi bi ñunts’i
ko ya b’omu ge ra u hinte ra dehe.

Däta ñ’oho ge petsi da y’u ne ya zinda ra mapa


ko ya pa da ehe, ra zi nänä bi y’o ko nuyu ge bi hufira ndähi
habu yamañäy’e hinbi za da xoti ya xui kora
hyadi nuua bi tsogibu habu ya da ya jä’i
hin da handai ne ra ntini
ge ri nzaki ha otho.
Habu nubye ya y’u da b’ui ha ya pa ne ra xui datsa gi handi ko ya
ñot’i bi nze ra ñ’oho, habu
ya jua da heki ko ya seya.

Habu ya ñä te gi b’ui xudi ndamäni,


dantuni ya jädo
da za da mädi ya b’ehña kora bui ge ya gui,
ya stä ngu ra y’e gu ra b’ui ge
da za xu ra hmi ko ya mfeni to’o bi ma;

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margarita león

Arena con sal

Sus raíces se volvieron mar


su tiempo en arena
las noches abrazadas
se cobijaron de noche.

El sol de sus grandes brazos


los orilló a mirarlos de frente
con los ojos inundados
de sal sin agua.

Hombres de grandes raíces


semillas de tiempo
la luna caminó con ellos
envuelta de viento
sus manos ataron
las noches de sol,
murmullo del ser callado
alas en desencanto.

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LENGUAS INDÍGENAS

ha ra ñä ra zi nänä di honi ra ndumui ge


bi nzunza ha ra zänä nu’a bi ma
nuua ra zi hyadi da handi ko ra da
nera zi nänä ge bi ehe ko nuyu da api
rañot’i ha ra hotho xifri
ge ngu ra za da b’ui nzäntho.

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margarita león

El sol, los mira con un ojo


la luna con sus dedos
floreció su piel agotada madera
espacio roído
ileso de tiempo.

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LENGUAS INDÍGENAS

Bi ma

Mote ma xifri

Ra xui bi tsoho sehe


gi y’o xki kui
ngu n’a ra fadi,

ma gida da taxki
ha ma hmi
ha ya ua hinda za da r’ats’i

zoni ra xedithe,
ndähi, fonthai
ya gui.

ts’ai ge otho da xändi

ge ya ndumui bi thogi ya pa.

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margarita león

Melancolía

Bajo mi piel

En la opacidad innata
sumergida
atrapada

llora, remolino de agua


de viento, de polvo, de nubes.

Resbala mis mejillas


pies sin vuelos.

Ombligo estéril

de tristezas envejecidas.

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LENGUAS INDÍGENAS

Tutuxi

Gatho ya k´oi hñets´i ha ma da,


ma bui otho ra ts´edi
in bi ne da put´i ri ua ha ra ñ´u
di teni, ra ma ñ´u
fonthai ge ya do ngu ya b´ini
ya ma pan e ya thogi pa,
da tse ra gosthi,
ge n´a ra gosthi k´oi.

¿Gi y´obu?

Ogi ma gi ähä
ra tsibi ngu ra thogi bi juadi
tseboja bi tseti ha ri tihñä.

¿Ska ähä?

Ogi ma gi tagi,
ma gi hangagi, ogi handa mote
ra hmu ode te gi beni
pödi ski tu ra ntsu

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margarita león

Tutuxi

Todas las imágenes,


flotan en mis ojos
mi cuerpo sin voluntad
se niega a andar tus pisadas
te sigo, camino largo
polvo de piedras, de espinas,
de abismo y tiempo,
congelando la entrada,
es una puerta dibujada.

¿Estará ahí?

No has de dormir
El fuego es tiempo agotado
relojes de hielo cuelgan de tu pecho.

¿Seguirás despierto?

No has de caer, no mires atrás,


el amo escucha tus pensamientos,
sabe que estás asustado,

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LENGUAS INDÍGENAS

Teni ya deni
gethu gi y´o.

¿Ska ähä?

Ra nthuboja in da za da atsi´
ra zi hmuhnitu
bi nzabi xi bi tom´i
ya ts´ints´u da h ä ri t´ähä,

Ya ts´ints´u tutuxi da rats´i


nepu da käm´i ha ya ua
pa da xipi ska tsoho
ya tuka ñä, mafi,
ne ri thuhu da kohi ko ya otho ñä
ya dumui da ñä in te otho.

Ya noya da ma in da handai
otho ri bui ndoy´o
mui ndähi, ya pa,ndo,fonthai.

Nuni bi handai nsi ya da


nzantho,xui, tsoge
ha ya ñeni honibui.

¡T´ek´ei hmuhnitu!

käm´i ha ndunthi ya tsanza ts´ints´u


ngu ya sefi noya
nuni in te ma gi ode
ma gi pumfri ri thuhu
ts´ints´u ge ra sefi
nu ra huadi otho ra handu.

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margarita león

Sigue a las luciérnagas


estás cerca.

¿Te has quedado dormido?


la armónica no logra despertarte
el amo del inframundo
se ha cansado de esperar,
los pájaros se llevan tu sueño,

El pájaro tutuxi levanta el vuelo


se lanzará en picada hasta sus pies
anuncia tu llegada,
los balbuceos, gritos,
y tus cantos se quedan sin sonido,
las zozobras hablan en silencio.

Las palabras se van sin mirarte,


no tienes cuerpo.
Eres aire, tiempo, granizo, polvo.

Él te mira, sin ojos,


infinito, oscuro, encendido
entre malabares de equilibrio.

¡Honorable amo del inframundo!

Cayó de una espiral de pájaros


cual enjambre de palabras
te ensordecerá eternamente
olvidarás quién eras,
pájaro del enjambre
el final sin epitafio.

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LENGUAS INDÍGENAS

Thogi

Dra hñe ra zantho dehe


ra ne zoni ra dumui
ra mati in to’o bi thädi.

Da bui ha ra ho’o, pobo ra binu


gatho ya xuibi muts’i ha n’a ra ma,
otho ra pengi
ha ra t’ähä
ge da nangi xi zoni
nu ya bätsi.

Dra handi gatho ya tsu jäi ge tsuti


nuna pede hutsi ge da käki.

Gra bui ha ya hotho noya in xahño


ga tom’i ha ra gosthi ha nuna dumui,
ra pat’i k ora fonthai in da pat’i,
ha ra pont’i in da tsaya ya xito thadi
in da za da zoni.

Di thuhu ra ndähi ge nigi


Ra u’i noya ha nuna b’axkahai.

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margarita león

Pasado

Fui reflejo de mar


lamento en el sosiego
llamado que no tuvo respuesta.

Estuve en la ausencia, mojada de vino


en todas la noches enfiladas al destierro
en el sueño que amanece llorando a los
niños

Hallé a todos los cobardes colgados


al recuento de sumas que restan.

Habité en el verso inoportuno


esperando en la puerta del hastío,
la cobija de polvo que no calienta,
a la cruz que no consuela cristalinas
miradas, que nunca lloran.

Canté al viento que descubrí


la ficción del desierto.

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guión
cinematográfico

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Guión cinematográfico

La escritura de guiones tal vez sea la más ingrata de todas las es-
crituras. El guión es por definición un texto que está destinado a
convertirse en algo más, sea película, serie, programa, etcétera. Es
un escrito que sobrevive negándose a sí mismo, es decir, única-
mente es creado para su transformación (un guión no filmado es
un texto inexistente); para colmo, sus lectores son escasos, y éstos
lo ven como un instrumento más de trabajo, y no como una lectura
pura y simple. Rara vez se lee un guión de la forma que se hace
con una novela o un poema.
De manera paradójica, el guión cinematográfico tiene un papel
cada vez más preponderante y definitorio en la cadena de produc-
ción de una obra cinematográfica o audiovisual. Hoy en día, es
prácticamente imposible financiar y/o realizar una película sin un
guión; por lo tanto, se convierte en el objeto, mayúsculo, del deseo
de los productores y realizadores.
A pesar de lo que afirman muchas voces, un guión no es en­
teramente responsable de la buena o mala calidad de una película.
Darle esa enorme carga sería sobrevalorarlo y hace evidente un
desconocimiento de los profundos mecanismos de la creación ci-
nematográfica.
Sin embargo, es en este texto donde se plasman las primeras
ideas, imágenes, gestos, silencios, sombras, gritos y susurros que
se encarnarán después en la película. En ese sentido, el guión es el
terreno de todo lo posible, y desde esa perspectiva se convierte en
un objeto de gran valor, porque en él podemos depositar todo el uni­
verso: nuestro mundo. El mundo de las historias pero también el

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de los deseos y de las ideas. Y, lo mejor, ese mundo se puede bo-
rrar y reescribir a saciedad.
La palabra en castellano “guión” tal vez sea la más precisa y
exacta para nombrar este texto, porque es la única lengua que lo
define como un instrumento de exploración (o navegación). Es la
guía de ese viaje incierto que resulta ser una película. Un guión es
la brújula que indica hacia dónde se puede ir, pero éste nunca deci­
de el camino. El camino se hace al andar, si no, se vuelve un camino
trillado y previsible.
Esta Antología reúne los fragmentos de seis guiones en proceso
de creación de la pluma de jóvenes escritores y cineastas promiso-
rios, para los cuales me fue encomendado ejercer el arduo trabajo
de “alumbrador” (en ambos sentidos: de iluminar y de parir). Fui
una especie de guía de las guías. Espero no haberlos desnortado, y
ojalá que en años futuros estos semilleros se hayan convertido en
películas para así mostrar al público el camino andado.

Aarón Fernández

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Carlos Espinoza

Nómadas

El siguiente texto es un fragmento del guión cinematográfico Nó­


madas. Debido a que no es el inicio de la historia me tomaré unas
líneas para presentar el contexto al lector:
Francisco (55 años) y Francisca (50 años) viven en un pueblo
de origen mixteco de Cochoapa el Grande, en la región de la mon-
taña de Guerrero. Hace un año que no tienen noticias de Ángela,
su hija, ni Zenaida, su nieta, quienes se marcharon a trabajar en los
campos agrícolas del norte del país. Dan parte a las autoridades
pertinentes de su desaparición, pero no sirve de nada. Pasa otro año
—dos sin verlas ni escucharlas— y se dan cuenta que la autoridad
no va a hacer lo necesario para buscarlas. Al no tener dinero, deci-
den buscarlas ellos, siguiendo sus rastros en calidad de jornaleros
agrícolas, a través de los campos por los que saben que estuvieron
antes de desaparecer.
El siguiente fragmento comienza después de que han abando-
nado su hogar, su pueblo, y han hecho un acuerdo verbal con el con­
tratista encargado del autobús.
Aun cuando su objetivo es llegar a un campo llamado El Gran
Año, ubicado en el Valle de Culiacán, tienen primero que acercar-
se al norte. Para ello hacen uso del autobús que los lleva a trabajar
al campo La Alegría, en las inmediaciones de Escuinapa, Sinaloa.

PD. Las partes que no indiquen lo contrario, serán interpretadas en


mixteco.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Ext. carretera. Día.

El autobús sale de la ciudad de Tlapa y se adentra a la carretera


montañosa.

Int. / ext. autobús / carretera. Día.

El autobús va en movimiento. En el interior no cabe nada más. En


el pasillo hay fardos con cosas y niños dormidos encima de las ma­
letas. Los niños están acostados en el piso o van encima de sus
familiares adultos, ninguno tiene asiento. Todo mundo lleva
sus bolsas de despensa y come galletas Marías. Francisca mira
las montañas mientras come.

Int. / ext. autobús / carretera / ciudad. Día.

Pasando por la ciudad, los grandes edificios y fábricas se extien-


den por el camino. Francisca y algunos niños, impresionados,
van pegados al cristal.

Francisca: ¡Mira, Pancho!

Francisco le indica con un gesto que lo deje en paz. Lejos de la


mirada de Francisca, de reojo, se asoma a la ventana para ver las
edificaciones.

Int. autobús / carretera. Noche.

Un bebé llora detrás de Francisca y Francisco. Él duerme. El


llanto del pequeño no le permite a Francisca conciliar el sueño.
Francisca pone sus rodillas en el asiento y se asoma a verlo. El
bebé respira fuerte y está rojo de tanto llorar. La madre del pequeño
(Karina) es una jovencita, apenas tendrá diecisiete años.

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carlos espinoza

Francisca: ¿Está enfermo?


Karina: Creo que se mareó.

Francisca le pregunta con un gesto si la deja tocarlo. Karina


asiente. Francisca pasa sus manos alrededor del bebé, lo palpa
delicadamente. Saca un botecito de su bolsa y se unta las manos.
Karina acuesta al bebé boca arriba. Francisca talla en círculos
la barriguita del bebé, mientras hace una oración a su ángel de la
guarda. Luego le da un masajito en los pies. Tararea una canción de
cuna mixteca. La misma que se escuchaba en el campo tomatero. El
llanto se va reduciendo poco a poco. Luego pone sus manos para que
el bebé aspire el aroma. Karina se acerca para olerle las manos.

Karina: Huele rico.

Se escucha que el bebé hace una popó aguada y abundante. Las dos
ríen fuerte. Inmediatamente, apenadas, bajan el tono de sus risas.

Ext. carretera / diversos parajes. Día.

El autobús cruza diferentes escenarios de México. Morelos, Guana-


juato, Michoacán, los campos de agave de Jalisco, la costa nayarita.

Ext. campo La Alegría / Escuinapa. Madrugada.

El autobús llega al empaque con la primera luz del día.

Ext. / int. cuarto / campo La Alegría. Día.

Francisco y Francisca atraviesan una larga línea de cuartos car­


gando sus fardos. Karina les sigue con su bebé y sus cosas. Llegan
al último de los cuartos. Una construcción en obra negra, sin puerta
ni cristales en la ventana, el piso es de tierra, dentro hay maleza y

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

basura. Francisca quiere entrar a ver, pero el olor del lugar la


insulta y sale tapándose la nariz.

Francisca: (A Francisco.) Ve a ver de dónde


traes agua.
(A Karina.): Tú, busca una escoba.

Los dos dejan las cosas que cargaban y se van. Francisca toma su
reboso, lo usa como cubrebocas y entra al cuarto.

Int. cuarto / campo La Alegría. Noche.

Francisca mira a Karina, que tiene a su bebé acostado boca arri­


ba. Le hace mimos y nombra con dulzura las partes que le toca.

Karina: Panza, boca, nariz, ojos, frente,


orejas.

Karina siente la mirada de Francisca y se apena un poco.

Francisca: Estírale sus bracitos y sus pier-


nas, despacito pero sin miedo, para que las
tenga fuertes y luego pueda cargarte él.

Karina sonríe.

Francisca: (Continúa.) Hazle cosquillas, y


sóbale la panza para que haga más fácil.

Karina soba la panza del bebé. Mira la fotografía de un boletín


que Francisca tiene en el suelo.

Karina: ¿Es su hija?


Francisca: Sí.
Karina: ¿Hace mucho que no la ve?

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carlos espinoza

Francisca asiente. Señala el boletín.

Francisca: Aquí dice todo.


Karina: No puedo leer.
Francisca: Nadie leemos. Yo poniendo esto
en todos lados y nadie leemos. ¿A dónde las
voy a encontrar así?

Ext. cuarterías / campo La Alegría. Madrugada.

Aún no amanece, pero todo el campamento comienza a despertar.


La gente sale de los cuartos preparados para ir al trabajo con sus
herramientas y sus almuerzos, se suben a camionetas y autobuses
gallineros que los llevan hasta los campos de cultivo.

Ext. campo de cultivo / campo La Alegría. Día.

Todos se ponen manos a la obra. Trabajan agachados, apenas pier­


den la atención de su quehacer. Mujeres solteras, madres con
niños, familias completas trabajan sin parar, apenas si hablan,
todo el tiempo tienen la cabeza baja y trabajan. Niños cargan ar-
pías de su tamaño con esfuerzo y sin quejarse.

Ext. campo de cultivo / campo La Alegría. Tarde.

Francisco carga su parte y la de Francisca. Una avioneta pasa


a la distancia y luego un viento sucio les llega. Todos se cubren.
Karina cubre a su bebé. Francisca y Francisco también. El mal
aire se pasa. Francisco tiene un ligero ataque de tos.

Int. cuarto / campo La Alegría. Noche.

Francisca y Francisco tienen sus pies en una bandeja con agua


caliente. Francisca cabecea. Un ronquido la pone en alerta. Voltea

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

a ver a Karina. Se ha quedado dormida sentada, con los ojos se-


miabiertos y el bebé reposando en su vientre.

Ext. cuarterías / campo La Alegría. Noche.

Francisca pega boletines. Va preguntando a la gente si han visto


a su hija. Se encuentra con Carmelita (35 años), está sentada afue­
ra de la cuartería. Luce un abultado vientre de embarazo. Descansa,
se ve muy cansada.

Francisca: (Español.) ¿Cuánto le falta?


Carmelita: (Español.) Un mes o menos.

Francisca le mira los pies, están hinchados y lastimados.

Francisca: (Español.) ¿Y está trabajando?


Carmelita: (Español.) Sí.

Ext. línea de pago / campo La Alegría. Tarde.

Francisca y Francisco están en una línea para cobrar su semana.


Francisco mira que la gente que vuelve de cobrar, tiene rostros
consternados, incluso enojados.

Francisco: ¿Ves algo?

Francisca se asoma con cierta discreción. En la mesa de cobro


está el contador, uno de los capataces y un hombre armado
con uniforme de seguridad privada. Francisca niega.

Llegan a la mesa de cobro.

Francisco: (Español.) Francisco Santiago y


Francisca García.

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carlos espinoza

El contador saca las cuentas. Cuenta los billetes.

Contador: (Español.) Son cuatrocientos


ochen­ta pesos por los dos, menos doscien-
tos que deben en la tienda: doscientos ochenta.

Separa el dinero y se lo da a Francisco. Francisco se queda vien-


do el dinero incrédulo. Mira al capataz.

Francisco: (Español.) ¿Cómo, cuatrocientos


ochenta? Fueron mil doscientos del trabajo de
los dos.
El contador: (Español.) No, amigo, ochen-
ta de los dos, por seis días, son cuatrocientos
ochenta.
Francisca: (Español.) No le diga amigo, y
el contratista dijo cien el día.
El capataz: (Español.) ¿Cómo, cien?, cua-
renta dirá.
Francisca: (Español.) Pues así nos dijo el
señor del camión.

El contador se levanta y pregunta a la gente formada.

Contador: (Español.) A ver, ¿a quién le di-


jeron que le iban a pagar cien?

Una serie de manos, la mayoría de la fila, se levantan una a una.

Int. oficina / campo La Alegría. Tarde.

El ingeniero (45 años, blanco) habla recio y tajante, lo traduce al


mixteco un capataz.

(En paralelo, explica la situación a los trabajadores individualmen-


te, a veces en parejas, repitiendo el mismo discurso una y otra vez.)

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Ingeniero: (Español.) Se les van a pagar cua­


renta pesos el día, de siete a seis; los domin-
gos se descansa. Tienen crédito en la tienda
si quieren.

Las parejas se ven entre ellos, preguntándose con la mirada si


escucharon bien.

Ingeniero: (Español.) Si les dijeron otra cosa,


yo no puedo cumplir eso, y si los trajeron con
mentiras no es mi culpa, tenían que ver que
les dijeran la verdad, y cuando llegaron te-
nían que haber preguntado cuánto les íbamos
a pagar.

Todos los hombres escuchan, atentos.

Ingeniero: (Español.) Nosotros sabemos que


vienen sin nada, por eso les ayudamos con el
transporte, y les damos crédito en la tienda; y
si no quieren trabajar por lo que les ofrece-
mos y se quieren ir, de menos les exigimos
que paguen su transporte y lo que deben en la
tienda. Y si lo pagan son libres de irse y tra-
bajar donde crean que les van a pagar mejor.

Se miran entre ellos.

Ingeniero: (Español.) Pero les digo una cosa,


nadie en la región les va a pagar mejor, somos
el campo que tiene las mejores condiciones de
vida y trabajo en la zona, y cuando ya no estén
aquí pueden preguntarle a quien quieran.
Jornalero: (Español.) ¿Y cuánto hay que
pa­garle del camión?
Ingeniero: (Español.) ¿Cuánto es conta?

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carlos espinoza

El contador mira unas notas, usa su calculadora. Los interlocu-


tores ven al contador hacer sus cuentas.

Contador: (Español.) Mil quinientos.


Ingeniero: (Español.) Mil quinientos pesos
por asiento. Si no quieren gastar en su pasaje,
quédense los tres meses que dure la cosecha
y cobran y se van sin pagar nada del pasaje;
es más, hasta los regresamos a Tlapa, porque
así somos nosotros, les hablamos claro, los
que­remos ayudar, no como los contratistas que
dicen que son sus paisanos y sus amigos.

Vemos rostros de trabajadores consternados.

Ext. camino a cuarterías / campo La Alegría. Noche.

Francisco y Francisca caminan de regreso consternados.

Francisco: ¡Cabrones!
Francisca: ¿Cuánto tenemos Pancho?
Francisco: Para qué te digo.

Ext. cuarterías / campo La Alegría. Noche.

Un grupo de hombres están reunidos frente a las cuarterías.

Hombre 1: (Español.) ¿A quién le dijeron


que le iban a dar cuarenta pesos?
Coro de hombres: (Español.) A mí.
A mí.
Yo.
A mí.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Hombre 1: (Español.) ¿Cuánto les dijeron


que costaba el camión?
Coro de hombres: (Español.) Mil qui-
nientos.
Tres mil pesos.
Cuatrocientos pesos.

Francisco y Francisca escuchan todo, sin ser completamente


parte del grupo. Las luces de la cuartería se apagan. Dos faros gi-
gantes se encienden y se escuchan pisadas de hombres. El hom­
bre armado que estaba junto al contador camina entre el grupo,
encandilándolos con una gran lámpara de halógeno.

Hombre armado: (Español.) Buenas noches


señores, dicen que hay gente robando las cuar­
terías en la noche, así que vamos a apagar las
luces a las nueve de la noche, y de aquí en ade-
lante vamos a prohibir que se junten en bola
para que no puedan vender lo robado. Así que
cada quien a su cuarto.

Recorta cartucho. Abrumados los hombres se van separando poco


a poco. Francisco y Francisca se alejan a su cuarto.

Ext. camino de tierra / campo La Alegría. Atardecer.

Francisca y Francisco avanzan por un camino de tierra. Delan-


te de ellos, a una distancia considerable, va Karina cargando a su
bebé. Un auto ruidoso pasa junto a ellos dejando una estela de pol­
vo. Pasa junto a Karina y se detiene estrepitosamente. Francisca
y Francisco ven todo. Karina pasa a un lado del carro y el carro
comienza a caminar lentamente al paso de Karina. Ellos sólo es-
cuchan el sonido del carro. Karina camina un poco más rápido y
el auto se le empareja. Francisca comienza a acelerar su paso.
Francisco camina normal. Karina se detiene y el auto también,
la máquina continúa en marcha. Francisca ve cómo Karina niega

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carlos espinoza

con la cabeza una y otra vez, se aleja unos pasos del carro, le da la
espalda, y comienza a meterse en los surcos a la orilla del camino.
Francisca camina viéndolo todo. El chofer avienta algo fuera del
carro y arranca violentamente dejando una estela de polvo en el ca-
mino. Karina lo mira irse. Deja que la estela de humo desaparezca
y regresa al camino. Francisca camina hasta el objeto que el hom­
bre del carro lanzó. Un pequeño oso de peluche, bastante feo, aún
con las etiquetas puestas. Karina continúa caminando.

Int. cuarto / campo La Alegría. Noche.

Karina le da un masaje en la barriga al bebé. Francisca trata de


tejer un tenate con una palma vieja y quebradiza.

Karina: El otro año me salí del pueblo a tra-


bajar. Nos llevaron a Morelos, a un campo
lejos de todo. Dormimos en un tubo de agua
toda la temporada, y para que me dejaran dor­
mir en el tubo hicieron que me juntara con un
hombre, que cuando se acabó la cosecha se
fue no sé a dónde y me dejó a Darío en la pan­
za. Cuarenta pesos le suena bien poquito a
todo el mundo, pero tenemos cuarto y nos
prestan en la tienda, y nos van a ayudar a re-
gresarnos a nuestra casa… Eso es como cin-
cuenta veces más de lo que tuvimos antes.
Yo les doy gracias, y rezo en la noche para que
este trabajo dure mucho y les de salud y vida
a los patrones para que nos lo vuelvan a dar.

Francisca, sin dejar de tejer, la mira, quieta, silenciosa.

Karina: (Continúa.) Lo que si no quiero es


juntarme con otro hombre, porque en el cam-
po no me dejan estar sola; eso sí no me pasa
otra vez.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

En la lejanía, se escucha el llanto de un recién nacido. Francisca,


sin evitar su alegría, le pega a Francisco que duerme

Francisca: ¡Ya nació!

Ext. orilla de canal / campo La Alegría. Día.

Francisca lava su ropa sobre una piedra a la orilla del canal. En


la tierra seca, suena su celular dentro de una bolsa. Francisca se
seca y va hacia la bolsa.

Francisca: (Español.) ¿Hola?


Operador: (Español.) Buenos días, mi nom­
bre es Javier. Llamo para preguntarle si está
contento con su servicio de telefonía celular,
¿con quién tengo el gusto?

Francisca cuelga un poco molesta. Se queda sentada viendo el


canal, a los niños, a las otras señoras que lavan. Se ve pequeña
y sola.

Int. cuarto / campo La Alegría. Noche.

Francisco llega dando tumbos. Despejando su garganta y escu-


piendo. Agriando su boca. Tose. Se quita el pantalón. Se tira en el
tendido. Vuelve a toser hasta quedarse dormido. Francisca veri-
fica que Francisco esté dormido. A la lejanía se escucha el lloriqueo
del recién nacido. Francisca se incorpora y despacio se mueve
hasta el pantalón de Francisco y lo revisa. Hay doscientos pesos
nada más. Francisca revisa el morral de Francisco, tampoco
hay dinero.

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carlos espinoza

Ext. campo de cultivo / campo La Alegría. Tarde

Hombres, mujeres y niños trabajan. Se escucha el vuelo de una


avioneta. Todos se cubren. Toses por aquí y por allá. Francisco se
queda tosiendo un rato.

Ext. camino de tierra / campo La Alegría. Atardecer.

Está anocheciendo. Francisco y Francisca caminan lento,


cansados.

Francisca: ¿Cuánto nos falta para irnos?


Francisco: Falta todavía.
Francisca: ¿Cuánto?
Francisco: Mucho.
Francisca: ¿Pero cuánto?
Francisco: Que mucho.
Francisca: ¿Pero cuánto tenemos?
Francisco: Yo te digo cuando alcance.

Ext. cuarto de Carmelita / campo La Alegría. Noche.

Francisco y Francisca pasan frente al cuarto de Carmelita. En­


cima de la puerta hay un gran moño negro. El lugar tiene un clima
raro, no hay ruido, ni tampoco silencio, sólo murmullos.

Int. cuarto / campo La Alegría. Noche.

Karina arrulla al bebé. Francisca se espanta los zancudos con un


trapo mientras descansa sentada. El lugar está quieto y muy silen-
cioso. Francisca mira las dos fotos de Ángela y Zenaida. Ka­
rina la ve.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Karina: ¿Se acuerda bien de ellas?


Francisca: De mi hija sí, de todo. A la niña
apenas la conocí. No sé cómo es, ni qué hace,
ni qué sabe. Se fue muy chiquita.
Karina: ¿Cómo era?
Francisca: Como es, dirás.
Karina: ¡Perdón!
Francisca: Es flaca, o eso sí era, porque en
la foto ya se le ve la panza. Le gusta bailar
aunque casi no lo hacía porque no era tan bo-
nita. En las fiestas del pueblo bailábamos
juntas, porque este hombre no baila ni aunque
le cueste la vida. Le cantaba mucho al bebé,
muchas canciones se sabe, románticas en es-
pañol. Estaba aprendiendo a leer pero seguro
ya casi sabe. Es buena. Sus pasitos fueron pe­
queños siempre, igual que ella, pero rápidos
y ligeros, igual que ella. Tiene una sonrisa
grande, como la tuya, pero se le salen todos
los dientes, dice que es una sonrisa fea pero
nunca dejó de hacerla, y no es cierto, es boni­ta,
esa sonrisa no puede inventársela nadie, cuan­
do Ángela sonríe uno sabe que está bien, y
cuando no sonríe sabes que algo tiene, por-
que mentir nunca supo, o no la dejaban sus
dientes y sus ojos, nunca; y doy gracias a dios
por eso.

Francisca se le queda viendo a la foto de nuevo; ni Ángela, ni


Zenaida, ni el hombre sonríen.

Francisca: ¿A dónde entierran a los niños?


Karina: Donde se pueda, pero sin decirle a
nadie, porque si la autoridad empieza a pre-
guntar los patrones se enojan, y los papás se
quedan sin trabajo.
Francisca: ¿Aquí los dejan?

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carlos espinoza

Karina: No se puede regresar por los muer-


tos, se debe caminar por los que quedan.

Ext. cuarto de Carmelita / campo La Alegría. Noche.

La cuartería está en completo silencio. Francisca camina entre los


cuartos, a la luz de la luna. Se topa con uno de los guardias ar-
mados.

Francisca: (Español.) Buenas noches.

El guardia responde con la mirada. Afuera del cuarto de Carme­


lita hay una lata de leche Nido, con algo de dinero dentro de ella.
Francisca deposita un billete de cien pesos y regresa por don-
de vino.

Ext. línea de pago / campo La Alegría. Atardecer.

Francisca está frente a la mesa de pago.

Contador: (Español.) ¿Nombre?


Francisca: (Español.) Francisca García.

Ext. camino a cuartería / campo La Alegría. Atardecer.

Francisca camina de regreso a la cuartería. Francisco apenas


viene.

Francisco: ¿Cobramos?
Francisca: No, ve tú.
Francisco: Bueno.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Ext. línea de pago / campo La Alegría. Atardecer.

Francisco llega frente a la mesa de pago.

Francisco: (Español.) Francisco Santiago y


Francisca García.

El contador le da doscientos ochenta pesos y le acerca la hoja


para que firme.

Capataz: (Español.) La señora ya cobró.

Le enseña la hoja con la huella de Francisca. Francisco finge


indiferencia.

Int. cuarto / campo La Alegría. Día.

Francisco entra al cuarto. Francisca muele maíz en un metate.

Francisco: ¿Para qué cobraste y no me di-


jiste?
Francisca: No sé.
Francisco: Dámelo pues.
Francisca: Yo lo guardo.
Francisco: ¿Qué traes?
Francisca: ¿Cuánto nos falta?
Francisco: ¿Qué traes?
Francisca: Enséñame lo que tenemos.
Francisco: Lo tengo guardado.
Francisca: ¿Tú qué quieres Pancho?
Francisco: ¿Qué?
Francisca: ¿Para qué vinimos hasta acá?
Francisco: Dame el dinero.
Francisca: Enséñame lo que llevamos.

Francisco se quita el cinturón.

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carlos espinoza

Francisco: Dame el dinero burra.


Francisca: Es para buscar a Ángela.

Francisco le da dos cintarazos cruzados. Ella se cubre la cara


con los brazos. Francisco la lanza otro cintarazo en las piernas.

Francisco: Dámelo burra.

Francisca se tira al suelo y se hace bolita.

Francisca: ¡No!

Francisco se pone a revisar el cuarto, dentro de las cosas de ella,


entre los platos, en los agujeros en las paredes.

Francisca: ¿Y si la están abusando, y si está


enferma, y si tiene hambre, y si está muerta?
¿Tú no la sueñas Francisco?, yo la escucho
todos los días y quiere algo pero no me lo
pide y no sé qué es.

Francisco encuentra el dinero. Le avienta el cinturón con saña a


Francisca. Patea tierra con el huarache hacia ella.

Francisco: ¡Burra!

Se va del cuarto. Francisca se queda un momento en el piso.

Int. cuarto / campo La Alegría. Noche.

En el ambiente se escucha el lloriqueo lejano de un bebé. Fran­


cisca está en vela, acostada, adolorida. Afuera se escuchan pasos
arrastrados. Luego un cuerpo que cae. Francisca escucha todo.
Un escupitajo y luego tos. Francisca se para y va.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Ext. cuarto / campo La Alegría. Noche.

Francisco está tirado en el piso de borracho. Francisca lo le-


vanta y lo recarga contra la pared, se pone junto a él y cubre a am-
bos con una cobija.

Francisco: Si te lo pido, haz lo que te digo


burra.

Mientras habla le da un revolver pequeño y descuidado. Francisca


lo agarra con miedo.

Francisca: ¿Lo compraste?

Él afirma con la cabeza.

Francisca: ¿Para qué?


Francisco: Para nosotros.
Francisca: ¿Y el dinero?

Francisco señala el revólver.

Francisco: Aquí.
Francisca: ¿Qué buscas tú Francisco?
Francisco: Que estemos bien.
Francisca: (Amarga.) Balas nos faltarían.
Francisco: Y dinero para comprarlas.

Int. cuarto / campo La Alegría. Día.

Es de día. Se escuchan niños jugando futbol y radios emitiendo mú­


sica de banda. Francisca le ofrece unas cosas a Karina. Acaricia
al bebé que está acostado sobre un petate.

Francisca: Cuídamelo mucho, que crezca


bien, y lo casamos con la bebé de Ángela.

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carlos espinoza

Las dos sonríen con melancolía. Francisca y Francisco amon-


tonan sus pocas cosas y hacen fardos. Karina los mira.

Karina: (Apenada.) Deberían ir a la policía,


adonde guardan a la gente que no reconocen.
Ya sé que no quieren ir, pero…

Francisca asiente con una sonrisa.

Ext. camino de tierra / campo La Alegría. Día.

Salen del empaque, tranquilos. Caminan a través de los campos


solitarios.

Ext. basurero / Campo la Alegría. Día.

Francisca y Francisco caminan. Un olor fétido hace que Fran­


cisca coloque su rebozo sobre su nariz. Al fondo, un poco aleja-
das del camino, se ven algunas pilas de basura. Una de las pilas se
quema y levanta una humareda negra. Francisca se detiene un
momento. Sin decirle nada a Francisco camina hacia el interior,
hacia las pilas. Francisco se queda a la orilla. Francisca mira
entre la maleza una serie de pequeñas cruces debajo de unos árbo-
les, palitos cruzados, se acerca y nota montículos de tierra. Junto
al tronco de un árbol, mira un pequeño bulto hecho por una cobija
vieja, se ve que no tiene tanto tiempo ahí. Apenas separa la cobi-
ja rom­pe en llanto. Se tira al suelo y furiosa comienza a hacer un
hoyo en la tierra con sus propias manos. Llora y gimotea mientras
lo hace.

Francisco: ¿Pancha?

Francisca trata de calmar su llanto sin dejar de escarbar. Fran­


cisco se arrodilla junto a ella, pone su mano sobre las de ella para

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

tranquilizarla. Lleva las manos de Francisca fuera del agujero, y


con un pedazo de madera se pone a aflojar la tierra. Desde la dis-
tancia, pareciera que están orando al árbol.

Ext. camino de tierra / campo La Alegría. Día (después).

Caminan sombríos entre los campos de cultivo. Las manos de am-


bos están sucias y un poco heridas.

Francisca: (Sin voltear a verlo.) Estamos


bien lejos del pueblo, Pancho, y lo que haga-
mos aquí no le importa nada a la gente que
queremos, y si te pasa algo, y luego me regre-
so al pueblo, nadie se va a enterar ni me van
a preguntar, y me van a seguir queriendo. Ya
no quiero que me pegues, y si me pegas y no
me lo merezco te voy a abrir la panza en la
noche. No sé tú a qué vienes, no sé para qué
quieres una pistola, pero yo quiero encontrar­
las vivas, y pronto.

Francisco, sin detenerse, la ve y la escucha, no está seguro de


qué decir.

Francisco: No sabes qué dices mujer.

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Andrea Heredia

La Hora Marciana

La búsqueda de Julia se extiende a diario alrededor de actividades


que se limitan a su edad: asistir a la escuela, salir a la calle a dar la
vuelta, hacer la tarea, regresar a la escuela… Durante su tiempo li­
bre, se dedica a resolver el misterio sobre la existencia de vida ex­
traterrestre. La historia comienza una semana antes del impacto del
huracán “Alex” sobre Tampico, Tamaulipas. El huracán dejó seve-
ros daños en su paso por el norte de la República.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Alex

Eduardo Anguiano (70 años) viste un traje color vino con cor-
bata amarilla. Tiene la cabeza y el bigote cubiertos de canas, se
alcanza a ver que en algún tiempo fueron negros. Eduardo está
de pie frente a una pared con fondo de estrellas que simula el uni-
verso, es el conductor de un programa de televisión. Sostiene un
micrófono y se dirige al televidente:

Es conveniente decir que los relatos que a lo


largo de este programa se presentan, no están
precedidos por una investigación exhausti­
va. No como la aplicada, por ejemplo, a los
diversos sucesos clásicos como el Triángulo
de las Bermudas, el top secret de la Base Ed­
ward, el caso Roswell o el Hangar 18 de la
Base Aérea Wright Patterson, y tantos más.
Sí, en cambio, las anécdotas aquí narradas
están estrictamente apegadas a la seriedad y
la sinceridad emanadas de las personas a
quienes se entrevistó.
Debemos decir que se vieron influidas por
la oleada de ovnis que, a partir de octubre-
noviembre del año pasado, han sido “el pan
nuestro de cada día” en la zona conurbada
de Tampico, Madero y Altamira, en el estado

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andrea heredia

de Tamaulipas. Aunque a mí nunca me ha


pasado nada fuera de lo común… sin embar­
go, admiro a aquellas personas que les pasan
cosas extraordinarias y se quedan tan tran­
quilas.
Es ilógico pensar que en un universo de
millones y millones de soles semejantes al
nuestro, únicamente en nuestro sistema solar
exista un planeta habitable; creo que sería­
mos egoístas cobijando pensamientos así.
Estos fenómenos de ovnis, de fantasmas,
de apariciones, de hechos extraños, etcétera,
pertenecen a lo que se ha dado en llamar fe­
nómenos paranormales. Veamos: lo normal
es lo común, lo lógico, lo que sucede y a nadie
le preocupa. Por eso decimos: “es normal
que sucediera…”
De lo paranormal podemos decir lo si­
guiente: el vocablo griego para, significa
“pro­ximidad”, “semejanza”. O sea, lo para­
normal es lo que se aproxima o lo que casi se
asemeja a lo normal.
En otras palabras, aquí narraremos lo
inexplicable, lo sobrenatural, lo que abre
una puerta a lo desconocido. Terminaremos
advirtiendo que así como la mente humana
—decía Buda— es causa determinante de
nues­tros aspectos anímicos, por otra parte
nadie puede otorgar garantía de infalibili­
dad a los datos que la propia mente procesa.

Inmediatamente se posa frente al conductor una cortinilla ani-


mada con el título del programa: “La Hora Marciana”. Una voz
muy gruesa de hombre se despide de los televidentes, les da las
buenas noches y repite el horario de la programación para invitar-
los a ver el próximo capítulo.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Es de noche, Julia (12 años) está metida en la cama de su habita-


ción. Lleva calzones y una camiseta enorme encima, a su lado gira
un ventilador. Julia se mantiene inmóvil y consternada frente al
televisor. Hay pequeñas lámparas encendidas por todo el cuarto.
Aparece Claudia (46 años), la mamá de Julia, en la puerta. Clau­
dia le pide a Julia que se duerma, y comienza a apagar una por
una las lámparas. Inmediatamente después de que su madre apaga
la última lámpara, aparece un montón de estrellas y planetas fos-
forescentes que adornaban la habitación, desde las paredes hasta
el techo. Claudia le da un beso a Julia, sale y cierra la puerta.
Julia llega al colegio alrededor de las ocho de la mañana. Es-
tudia quinto de primaria en una escuela mixta de monjas. La visita
del papa Juan Pablo II acapara la atención del país; ese día llega
a la ciudad de México. Muy temprano en la mañana el avión del
pontífice máximo cruzará el cielo. Ciudades de toda la República
se organizan a través de la televisora principal para trazar la ruta
de paso del avión de Juan Pablo II con sus espejos de mano.
La directora del Colegio (44 años), una mujer de aparien-
cia dura, vestida de manera impecable, da una serie de instrucciones
a los niños que están formados en un patio parecido a una expla-
nada: “Firmes… ¡Ya! Media vuelta… ¡Ya! Paso redoblado… ¡Ya!
Tomar distancia al frente: uno, dos, tres…”
Los niños están bajo el sol, se secan el sudor de vez en cuando
con la manga de la camisa. La directora y las monjas están en la
parte techada del patio. Al terminar la serie de instrucciones pasa
una monja, ya mayor, con cada una de las niñas a checar: listón
blanco, coleta peinada, mandil, falda cinco centímetros abajo de la
rodilla, pañuelo blanco, zapatos boleados y pintados, calcetas com­
pletamente blancas, uñas cortas… La monja amenaza otra vez a
Julia por no peinarse; da la impresión de estar sumamente enoja-
da, pero su cuerpo no le permite expresarlo. La monja continúa su
camino por entre las niñas, se detiene detrás de Julia a exclamar
cosas de vez en cuando. Julia permanece inmóvil en la fila bajo el
sol que acaba de salir por completo, se seca el sudor con el pañuelo
que lleva en el costado izquierdo de la blusa.
La mayoría de los niños ya tiene su espejito en la mano e in-
tentan proyectar el sol. La directora anuncia por el micrófono

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andrea heredia

que los niños que trajeron su espejo para saludar al papa Juan
Pablo II pueden sacarlo en ese momento. Julia se dispone a buscar
su espejo rápido entre su mochila, como el resto. Todos apuntan
hacia el cielo. Una luz se refleja en la cara de Julia. Julia voltea
a buscar qué le lastima los ojos. El chico de atrás, en la fila si-
guiente, no deja de verla mientras le apunta a la cara con el espejo.
Se escucha el ruido muy fuerte de una nave, que podría ser un avión,
cruzar el cielo: Julia voltea tarde.

Se reproduce el video de una grabación en forma de entrevista tes-


timonial. El video parece hecho con una cámara de mano. Sale a
cuadro una madre de familia a la que le cuelga una pequeña mo­
chila de niño en el hombro, se encuentra parada en las instalaciones
de la escuela de Julia:

Como que todavía no puedo creer lo que vi,


a pesar de que todos en la escuela lo vieron.
Creo que si no lo hubiera filmado, yo misma
no lo creería. Es que es algo sorprendente.
Otras madres de familia también observaron
el fenómeno, pero prefieren no hablar de ello.
A otras, sus esposos les prohíben hablar. Me
siento muy inquieta…

Claudia pasa por Julia y Memo (9 años), su hermano, a la es-


cuela en el auto. Una señora vocea el nombre de los niños desde
un altavoz. Julia y Memo se empujan para llegar primero a la
puerta del copiloto. Se detienen de golpe, desilusionados. Flor
(42 años), la señora que ayuda en la casa con la limpieza, los saluda
desde el asiento del copiloto. Memo y Julia le piden una canción
a su mamá, pero Claudia les explica que tiene que encontrar las
noticias del huracán.
En la radio se escucha la misma voz del conductor de “La
Hora Marciana”, habla sobre cierto recorrido del huracán con tec-
nicismos acerca del cambio climático. Habla de ráfagas de viento
a altas velocidades, sobre olas que llegan a inundar las calles, de
posibles lugares de resguardo y de las precauciones a tomar. La

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

mamá les pide silencio para poder escuchar las recomendaciones.


La señora Flor asegura que no hay por qué temer: “Estamos pro-
tegidos por la base extraterrestre. La base está en la playa, justa-
mente en el cruce del Golfo de México con el Río Pánuco”.
El auto se detiene y Flor se despide de la mamá, quien le da
las gracias, y al mismo tiempo se cruzan las conversaciones. Flor
se despide de los niños y Julia no alcanza a hacer más preguntas.
Memo exige que le cambien a la radio.

Julia habla frente al ventilador de su habitación, aún viste partes


del uniforme:

Hoooolaaaa…
¿Me pueeedeees ooooír?
¿Dóooondeeee eeeesssstáaaaaas?

Guarda silencio y sólo deja que el aire del ventilador dando vuel-
tas la despeine.

Julia, Memo, Celia, Lalo y Juan se encuentran tirados en el


piso, todos sudan. Tienen las camisetas arremangadas como los pan­
talones. Se pasan un vaso con hielos; unos los mastican y otros lo
deslizan por la frente, el cuello o los brazos. Junto a Julia está su
handy-cam en el piso. Se fue la luz, necesitan encontrar un lugar a
dónde ir para pasar el día, porque no tienen ningún tipo de venti-
lación. Apenas hablan porque el calor es sofocante. Juegan a ha-
cerse preguntas:

¿A dónde preferirías ir… al espacio o al fon-


do del mar?
¿Qué harías si le abres la puerta del baño a tu
mamá, y descubres que es extraterrestre?

Se toman mucho tiempo para responder o para preguntar. Juan pro-


pone ir al supermercado porque tiene aire acondicionado todo el día.
Una vez en el supermercado, Julia intenta localizar a sus ami-
gos mientras graba su recorrido. En el video se cruzan mujeres

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andrea heredia

que empujan los carritos a toda velocidad, y se apresuran a tomar la


mayor cantidad de productos posibles entre el resto de los clientes.
Julia encuentra a varios de sus amigos con la cámara. Apunta
con el zoom a Juan, escondido detrás de un estante con los ojos
cerrados, y cuando los abre descubre que Julia lo voltea a ver.
Los pasillos muestran estantes vacíos. El pasillo de los enlatados
está abarrotado de personas, cosas tiradas en el piso, señoras
que se arrebatan productos… ¡Todo parece algo fuera de control!
Los cinco niños, sentados en una mesa de jardín en exhibición,
platican. Julia afirma que tiene un tío que inventó las sombrillas
para las mesas. Todos los niños tienen algo de comer, de vez en
cuando se hacen señas para esconder la comida de las personas de
seguridad. Celia pega tatuajes falsos con la lengua en los brazos
de Julia, mientras Julia graba las caras de sus amigos con la
handy-cam alrededor de la mesa. Hablan sobre el huracán: se van
a suspender las clases pronto; se sienten afortunados, pero asegu-
ran que la ciudad se va a inundar. Hablan de sus planes: lanchas
inflables, flotadores, bases en el techo. Julia asegura que los van
a salvar los ovnis que viven en la playa; otros sostienen que los
ovnis no existen; pero Lalo afirma que su amigo vio uno de noche
en la playa, que era como una bola de fuego voladora que se su-
mergió en el mar; lo tiene en video.

Julia entra a su habitación y encuentra un paquete grande de fotos


reveladas. Desde su habitación grita a su mamá las gracias. Observa
las fotos una por una. Todas son de momentos que pasó con sus ami-
gos, o de las señoras en el supermercado y de la calle. Toma un plu-
món permanente y comienza a marcar aros de luz, puntos luminosos,
símbolos, sombras parecidas a siluetas, objetos indefinibles a simple
vista que parecen manchas con figuras en las fotografías, como la Vir­
gen María en el pan tostado. Julia clasifica el montón de fotos so-
bre su cama. Julia mira una foto del universo en el Internet. Busca
videos en YouTube que parecen grabados con el tipo de cámara que
lleva a todos lados; o podrían ser videos de “La Hora Marciana”.

Es de noche, aparece en la televisión el presidente Felipe Cal­


derón en el extracto de una declaración pública:

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Sé que restablecer la seguridad no será fácil


ni rápido, que tomará tiempo, que costará
mucho dinero; e incluso, y por desgracia, vi­
das humanas. Pero ténganlo por seguro, ésta
es una batalla en la que yo estaré al frente; es
una batalla que tenemos que librar y que uni­
dos los mexicanos vamos a ganar a la delin­
cuencia…

A la pantalla regresa al conductor del noticiero nocturno, quien


cede la programación al conductor del “Canal del Tiempo” (mismo
conductor de “La Hora Marciana” con nombre y atuendo distin-
to), quien ubica el recorrido del huracán sobre un mapa. Habla de
la velocidad que tomó en el mar y de sus próximos alcances. “El
huracán llegó a las costas de Yucatán”. En las grabaciones todo
pa­rece ser apocalíptico: autos flotando en las calles de Mérida, pal­
meras que rebotan entre ellas, gente que apenas puede caminar en
el agua e intenta rescatar cosas con los brazos… El conductor
asegura que, después de esa parada, el huracán se debilitará; pero
existe la posibilidad de que retome fuerza si su trayecto continúa
por el mar.
La mamá de Julia apaga el televisor, le dice que es hora de
dormir y vuelve a apagar una por una la serie de lámparas que es-
tán alrededor de la habitación. Julia espera a que su mamá cierre
la puerta para volver a encender con el control la televisión.
Julia cambia el canal, aparece la cara de Alberto Sánchez
(43 años), un sujeto que habla hacia la cámara desde una oficina
repleta de máquinas. En la esquina inferior derecha aparece una
cintilla que indica su nombre y profesión:

Alberto Sánchez
Ingeniero en Comunicación, Master en Téc-
nicas Computacionales y Doctor en Ciencias.

En la esquina superior izquierda aparece un título:

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andrea heredia

Algunas consideraciones ovnísticas

El problema con este asunto de los ovnis es


que se fundamenta sólo en probabilidades.
No es un hecho sistemáticamente repetible.
Quizá se llegue a un cierto grado de certi­
dumbre, fundamentado en testigos oculares
y en evidencias documentales o fotográficas.
Pero, aún así, habría que catalogar el por­
centaje de confiabilidad tanto de los testigos
como de la objetividad documental o fotográ­
fica. Sobre todo que a estos supuestos no se
les puede aplicar la característica científica
mínima de repetible bajo las mismas circuns­
tancias; es decir, únicamente se dan como
hechos aislados.

Desaparece el especialista y la pantalla regresa al conductor de


“La Hora Marciana”:

Efectivamente, son hechos aislados y en cir­


cunstancias diversas. Pero no son dos o tres
hechos o experiencias; son tan repetitivos
que ya suman una multitud —variable cons­
tante—, y esto sin contar los casos que pasan
desapercibidos porque no son detectados o
porque los testigos no los dan a conocer. Y
aunque esto se registre en lugares y con ac­
tores distintos, no deja de sucederle al mismo
tipo de personas razonables, poseedoras todas
de cinco sentidos; es decir, bajo las mismas
o semejantes circunstancias. Obviamente, la
parte accidental o no sustancial es diversa
en colores, formas, lugares, momentos, etcé­
tera. Además de que es un hecho que no se da
al cien por ciento en nuestra realidad cotidia­
na o normal para poder controlarlo, repetirlo

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

y sistematizarlo… Por algo se cataloga como


fenómeno paranormal. No por nada los in­
vestigadores y estudiosos del fenómeno ovni
han concluido, en un programa de Discovery
Channel de julio de 2010: “Los ovnis existen;
lo que no se sabe es qué son”.

Julia apaga la televisión con el control desde su cama, sin hacer


otro movimiento. Sólo brillan las luces de la constelación de plás-
tico alrededor de la habitación.

Es de día, Julia va en el asiento del copiloto con ropa casual mien­


tras su mamá conduce el auto. Julia le explica a su mamá que los
extraterrestres dijeron que se requiere una barrera de protección
para impedir que el huracán se acerque a la costa. La tarea consiste
en cortar una serie de varillas metálicas de un metro de longitud, con
tres metales diferentes: hierro, cobre y un tercer metal, que podría
ser aluminio. Deberán ser atadas con alambre en grupos de tres, una
de cada metal, y sepultar cada atado verticalmente a lo largo de la
playa, con una distancia de cien metros entre atado y atado.
La mamá de Julia se estaciona frente a una casa que está en
una calle muy empinada. Le pide a Julia que le cuente lo demás
cuando regrese. No se va a tardar, sólo pasa por algo a casa de su
amiga y regresa. Julia acepta sin prestarle mucha atención, y co-
mienza a manipular la radio. De un momento a otro se suelta el
freno del auto y éste se derrapa de frente sobre la calle empinada.
Julia grita a su mamá, pero el auto va muy rápido. Julia no logra
abrir la ventana, el auto se va a estrellar.

Una compañera (12 años) de Julia azota una pila de libros sobre
la mesa de Julia. Julia se despierta de un susto en el salón de
clases; se escuchan risas a su alrededor. La profesora continúa
explicando lo mismo que Julia le explicaba a su mamá antes del
choque, mediante un problema de matemáticas.

Por la tarde, en la calle, Julia está con Memo, Lalo, Celia y Juan.
Todos forman un círculo con uno de sus pies en el centro. Celia

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andrea heredia

apunta uno a uno los pies mientras canta una canción: “Declaro la
guerra en contra de mi peor enemigo que es… que es…” El dedo
con el que apunta mientras canta se detiene en el pie de Lalo.
Lalo corre e intenta tocar a los demás. Cuando logra tocar a al-
guien, simula que le acaba de disparar y la víctima cae al piso.
Pero si otro niño de su equipo no lo vuelve a tocar en seguida para
revivirlo, entonces la víctima es parte del equipo de Lalo. Hay
una base donde nadie puede ser tocado; es un poste sobre el que no
se puede estar recargado más de treinta segundos. El juego termina
cuando queda sólo uno en el otro equipo, que es el ganador. Casi
siempre gana Memo.

Julia entra a su habitación. Se escucha una lluvia fuerte que rebo-


ta sobre las ventanas. Se deja caer en la cama y nota que la televi-
sión ya no está en su lugar. Julia encuentra la televisión instalada
en la cocina. Toda la familia está reunida alrededor del aparato en
espera del pronóstico del huracán.
Una grabación de cámara de mano muestra al conductor del
“Canal del Tiempo” en vivo desde la playa. Transmiten el progra-
ma especial en medio de la tormenta: habla sobre la ruta que ha
trazado el huracán, y de datos aproximados en relación con velo-
cidades y posibles asentamientos en tierra. Al fondo, un grupo de
señores ensarta las varillas por toda la orilla de la playa.
Aparece a cuadro uno de los hombres que enterraban las vari-
llas de metal y, con el mismo fondo de playa desde el que se trans-
mite el programa del “Canal del Tiempo”, da su testimonio:

… como a las tres o cuatro de la mañana, es­


taba yo atento al movimiento de la caña. En
eso, al voltear a la derecha, vi dos luces que
se movían por el rumbo sur, por donde están
las escolleras. Pasó un buen rato y se seguían
viendo. Incluso observé como que se acer­
caban. Primero imaginé que serían algunos
pescadores. Pero luego pensé que tal vez se
trataba de algún vehículo, porque siempre se
movían a la misma distancia una de otra.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Cada vez las veían más cerca. Tampoco me


explicaba por qué, a pesar de que creí que se­
ría algún carro, no escuchaba ningún motor
ni ruido de ninguna clase. Para esto, ya me
había olvidado de la pesca. Como seguían
apro­ximándose, me percaté de que, efecti­
vamente, eran dos luces equidistantes que
se desplazaban lentamente a unos dos o tres
metros por encima de la orilla de la playa.
Poco a poco se acercaron y llegaron hasta
donde estábamos acampados…

El día del huracán todo pasa más lento. Comienza a oscurecer cada
vez más pronto. Joaquín (49 años), el novio de la mamá de Julia,
cubre las ventanas con tablas de madera. Julia sostiene largos tro-
zos de cinta canela en los dedos, que Joaquín desprende confor-
me los pega en la ventana. Memo carga varias tablas delgadas que
son casi de su tamaño. Al fondo se escucha el programa de televi-
sión que rastrea el paso del huracán. Al mismo tiempo se escuchan
mensajes de prevención del Servicio Meteorológico Nacional, así
como del presidente municipal:

Será más fuerte nuestro temple… nuestra for­


taleza… y gracias a la respuesta oportuna, lo­
gramos reducir la gravedad de los daños. El
huracán Alex ya dejó impacto en la vida de
los tamaulipecos. Hoy más que nunca, Tamau­
lipas es México.

Se advierte que se establecerán zonas seguras con albergues en


caso de daños graves a las viviendas. La Cruz Roja estará prepara-
da para recibir alertas de cualquier parte de la ciudad. Claudia
arma un botiquín con medicamentos esenciales. Julia se dedica a
guardar las evidencias extraterrestres que ha logrado recolectar en
una caja con las fotografías marcadas, discos de los testimoniales
y un montón de cosas que parece haber encontrado en la calle: are­
tes, pedazos de vidrio y espejos, fotos tamaño infantil, colillas de

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andrea heredia

cigarro, volantes, hojas con formas peculiares de los árboles. Sella


la caja de cartón con plástico de rollo adherible.
Julia se asegura de grabar el paso del huracán desde los huecos
que acondiciona en las ventanas, pretende conseguir una prueba
de la acción extraterrestre. Lleva en la mano el espejo que utiliza-
ron en la escuela para mandar señales al cielo cuando cruzó el
papa Juan Pablo II y lo direcciona cuidadosamente por otro hueco.
El conductor del “Canal del Tiempo” anuncia que se man-
tendrá un tiempo de calma mientras la ciudad se ubique en el “ojo
del huracán”. Advierte a los televidentes que no deben confiarse
por la aparente calma, pues ésta sólo será un momento de tensión
extrema. Posteriormente, la tormenta regresará con más fuerza, has-
ta completar su recorrido.

Se hace de noche. En un momento se va la luz y los ruidos de las


palmeras que golpean las ventanas se hacen más fuertes. Silba el
aire que se cuela por las rendijas y azota las puertas, se activan las
alarmas de autos en la calle. Se escucha un estruendo, se estrelló
una ventana de la casa. Alguien grita y se oyen los vidrios caer,
lue­go todo queda en silencio.

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David Pablos

Lo que dejo atrás

Sinopsis corta

Brayam es un joven de diecisiete años que pertenece a una pandi-


lla que trabaja para el crimen organizado. Su deseo más grande en
la vida es ser alguien y obtener respeto ante los demás, sin importar
el precio. Un día, en un restaurante perdido en la carretera, conoce
a Josué, un trailero de cuarenta y tantos años, con quien inicia una
relación amorosa. Esta relación significará un cambio importante
en la vida de ambos personajes solitarios, pero todo será interrum-
pido cuando Brayam se vea inmerso en un terrible incidente que no
le permitirá volver atrás.

Nota: Las escenas que se leerán a continuación pertenecen al ini-


cio de la historia. La primera parte retrata la relación de Brayam con
su hermana menor, Elián. El resto pertenece al momento en que
Brayam conoce a Josué, en ese restaurante perdido en medio de
la nada.

Ext. campo abierto. Tarde.

El paisaje es desolado, todo café y seco, con un peculiar cielo nublado.


Un grupo de seis chicos, de entre catorce y diecisiete años de
edad, posan para una cámara fotográfica, permaneciendo estáticos,
con rostros adustos, todos sosteniendo en las manos alguna arma
de alto calibre. Pese a que es evidente lo jóvenes que son, ellos pa­

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david pablos

recieran tener mayor edad debido a que hay una gran dureza en sus
semblantes. En el grupo se encuentra Brayam (17 años), el único
en quien quizá se puede apreciar cierta vulnerabilidad, al menos
de manera más tangible.
Llega el turno para que Brayam pose solo frente a cámara. Se
quita la camisa, dejando ver algunos tatuajes que tiene en el pecho,
entre ellos, en el brazo, hay un nombre escrito: Elián. Éste parece ser
el tatuaje más reciente de los tres o cuatro que adornan su piel. Bra­
yam vuelve a tomar su arma y mira a cámara. Le toman la fotografía.

Brayam: (V.O.) ¿Miraste las fotos que te


mandé?
Elián: (V.O.) ¡Sí!

Brayam avanza solo por el paisaje desolado. Camina sin rumbo


fijo, prestando atención a todo lo que ve.

Brayam: (V.O.) Está chingón mi nuevo ta-


tuaje, ¿no?

Elián se ríe.

Elián: (V.O.) ¡Sí! ¡Te pusiste mi nombre!


¿Por qué no me dijiste nada?
Brayam: (V.O.) Era una sorpresa.

Los chicos beben cervezas, ríen, platican entre sí. No se escucha lo


que dicen. Sólo hay silencio y la voz en off de Brayam.

Brayam: (V.O.) Oye, ¿de qué crees que me


acordé el otro día?

Vemos el rostro de Brayam, mientras escucha la conversación


que sostienen todos los chicos al beber sus cervezas.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Ext. calles de Mazatlán, Sinaloa. Tarde.

Brayam camina por unas viejas y descuidadas calles, completa-


mente vacías. Después de unos cuantos pasos se encuentra con una
feria abandonada, ya en ruinas.
Hay algo muy nostálgico en esa imagen.

Elián: (V.O.) ¿De qué?

Brayam se queda pensativo.

Brayam: (V.O.) Del perro callejero ese al que


cuidábamos de niños… El “negrito”.

Elián se ríe.
Vemos un carrusel de columpios con las cadenas completa-
mente oxidadas.

Brayam: (V.O.) ¿Te acuerdas que siempre


nos iba a ver ahí a la casa?
Elián: (V.O.) ¡Sí! En las noches.

Int. casa de seguridad, Mazatlán. Noche.

Brayam y varios de los chicos que se ven en la primera escena


están sentados en una cama frente a un enorme televisor. Todos
miran obsesivamente la pantalla, siguiendo con atención el video-
juego en el que sólo dos de ellos participan. Algunos fuman mari-
huana, otros beben.

Brayam: (V.O.) Todos los días le juntábamos


un chingo de huesos para darle de comer. Le
llenábamos una bolsa.
Elián: (V.O.) Y a veces hasta lo metíamos a
la casa a escondidas para que se durmiera con
nosotros.

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david pablos

Brayam: (V.O.) Pero al “negrito” le gustaba


más dormirse conmigo.

Ext. calle, Mazatlán. Noche.

La calle está llena de jóvenes. Alguno que otro trae un arma visi-
ble, colgando del pantalón. Hay música de banda tocando a todo
volumen, pero apenas si se alcanza a escuchar de fondo, ya que en
primer plano continúan las voces de Brayam y Elián.

Elián: (V.O.) ¡No es cierto! ¡Le gustaba más


dormirse conmigo!

Brayam, que ya se ve bastante ebrio, camina entre la multitud.


Un joven alcoholizado, que viste sólo un pañal de bebé y
un babero, se sube en su motocicleta y se pone a dar vueltas en-
frente de todos.
Los chicos le aplauden la hazaña y lo celebran con gritos.
Alguno saca su celular y lo graba.
Brayam ríe a carcajadas al ver esta escena.

Brayam: (V.O.) ¡Qué culero que envenena-


ron al negrito! Sufrió un chingo…
Elián: (V.O.) El vecino lo mató… ¿Por qué
lo hizo?
Brayam: (V.O.) No sé. Por culero.

Ext. faro de Mazatlán. Hora mágica.

Brayam camina al lado del mar.

Brayam: (V.O.) Elián, ya te extraño un


chingo…

Se hace un breve silencio.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Elián: (V.O.) Yo también.

Brayam se sienta en un faro que tiene una vista privilegiada hacia


el mar. Se queda ensimismado viendo hacia el infinito.

Elián: (V.O.) ¿Cuándo me vas a sacar de este


lugar? Ya no quiero estar aquí.
Brayam: (V.O.) Muy pronto.
Elián: (V.O.) Siempre dices lo mismo.
Brayam: (V.O.) Neta… Ahora sí muy pronto.

Poco a poco se diluye la luz del cielo hasta que oscurece casi por
completo.
Los focos de la calle se encienden.

Brayam: (V.O.) Vas a ver… vamos a estar


juntos y todo va a ser como antes.

El rostro de Brayam se endurece aún más debajo de la luz del


faro. De súbito sale de su ensimismamiento y voltea hacia la oscu-
ridad del mar.

Segunda parte de texto

Ext. carretera Mazatlán. Hora mágica.

Brayam maneja su motocicleta en medio de la carretera. Está a


punto de oscurecer y un color rojizo se dibuja en el cielo.

El semblante de Brayam es duro. Aunque mira al frente, atento


al camino, es evidente que sus pensamientos están en otro lugar,
muy lejos.

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david pablos

Ext. cachimba “La esmeralda”, carretera Mazatlán. Noche.

Brayam camina hacia un pequeño restaurante (coloquialmente lla­


mado “cachimba”) que se alza a un lado de la carretera. El lugar es
bastante pequeño y está muy poco iluminado. Pese a esto, una larga
fila de tráileres se alza en ambos costados del local.
Un hombre sale de la cachimba y mira de reojo a Brayam,
quien le devuelve la mirada con interés. Hay un cierto coqueteo en
este gesto.
De un tráiler sale una mujer vestida con poca ropa, acompaña-
da de un hombre que aún se abotona la camisa.
Brayam ve esta escena sin prestarle demasiada atención.
Al llegar a la entrada de la cachimba mira un balde metálico con
fuego que, más allá de iluminar la entrada, funge como una especie
de amuleto que da la bienvenida a cada viajero que decide detenerse
ahí, en medio de la nada.

Int. cachimba “La esmeralda”, carretera Mazatlán. Noche.

Por dentro el espacio pareciera ser aún más reducido, sin embargo,
está lleno de hombres que se reparten en las tres únicas mesas que
hay en el lugar. Son mesas rectangulares y alargadas. En vez de
sillas hay bancas de madera, que parecieran ser bastante frágiles.
Los hombres que ya no alcanzaron asiento permanecen de pie
en el mostrador o se pasean por el lugar, viendo a los demás, escu-
chando las diversas conversaciones que se alzan.
En el lugar también hay unas seis prostitutas, todas muy jó-
venes. Ellas permanecen de pie en una esquina, mirando alrededor.
Detrás del mostrador está Lupita (33 años), una mujer que pese
a ser joven podría parecer al menos diez años mayor de lo que es.
Ella toma los pedidos y lleva los alimentos o bebidas a las distintas
mesas.
Brayam se para frente al mostrador. Un trailero a un lado
suyo saluda a Lupita.

Trailero: Una de la casa, Lupita…

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Lupita vierte en un vaso café caliente al que le agrega Choco Milk


y posteriormente Coca-Cola. Agita un poco el vaso y se lo entrega
al trailero, quien se bebe de un jalón casi todo el contenido.
Lupita parece atareada, por lo que en realidad no presta aten-
ción a nadie. Atiende a otro cliente, casi de manera mecánica.
Brayam voltea hacia todos lados. No se pierde ni un detalle.
Se fija en todos los hombres ahí reunidos. El rango de edad es muy
variado. Hay un par que apenas tienen los dieciocho años, mien-
tras que la mayoría andan entre los treinta y cuarenta años de edad.
Por ahí hay alguien bastante mayor, Eleulas, un trailero de seten-
ta años.
En una de las mesas, algunos apuestan dinero con un juego
de cartas.
Otros platican acaloradamente sobre anécdotas del camino.
Un par fuma en silencio, sin prestar atención a nadie.
Un trailero que apenas entra al local, se acerca a platicar con
una de las prostitutas.
Brayam se detiene. Hay alguien que le llama la atención.
Vemos a Josué (42 años) que se toma un café en una esquina,
mientras platica con un par de hombres. No sólo no deja de hablar,
sino que constantemente se ríe. Hay una calidez evidente en su mi­
rada. Y aunque tiene una barba crecida y algunos kilos de más, su
aspecto no resulta descuidado ni sucio.
Por un segundo Josué y Brayam intercambian miradas. Al
prin­cipio todo es un tanto discreto, pero entonces Brayam mira
a Josué con mayor insistencia. Josué le corresponde al contacto
visual, resultando evidente una atracción entre ambos.
Josué voltea hacia un hombre que tiene al lado. Le dice al-
gunas palabras, ante lo que éste se levanta de la mesa, dejando un
lugar vacío. En ese momento Josué invita a Brayam para que se
siente a un lado suyo, haciéndole un gesto.
Brayam ocupa ese lugar.
Josué se le queda viendo atento.

Josué: Tú no eres trailero, ¿verdad?

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david pablos

Brayam niega con el rostro.

Josué: (Cont’d.) No pareces.

Se hace un silencio.

Josué: (Cont’d.) ¿Y qué haces por aquí?

Brayam se toma unos segundos antes de responder.

Brayam: Nomás vengo a ver.

Josué suelta una risa.

Josué: ¿A ver qué?

Brayam no sabe qué responder. Voltea hacia los lados y mira los
rostros de todos los traileros que están en esa mesa. Algunos tie­
nen ojeras muy marcadas y se ven francamente cansados, sin em-
bargo, no parecen mermados de energía, pues platican y conversan
sin ningún problema.
Al bajar la mirada, Brayam se da cuenta de que a Josué le
faltan dos dedos en la mano derecha. No puede disimular su in-
terés, por lo que Josué se da cuenta de esto.

Josué: (Cont’d.) ¿Quieres saber qué me pasó?

Brayam asiente, algo apenado.

Josué: (Cont’d.) Hace como cinco años iba


en la carretera a Zacatecas y en el camino me
detuvieron unas “volantas”.
Brayam: ¿Qué son volantas?

Josué le da un trago a su café antes de responder.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Josué: Personas que se visten como policías


y ponen sus retenes como policías, y traen pa­
trullas como policías. Nomás están ahí para
robar. Entonces te bajan del tráiler, y pues…
a cooperar.

Se hace un breve silencio.

Josué: (Cont’d.) La cosa es que aquella vez


yo no quería darles nada. Me puse bien bravo
porque casi no tenía feria.

Brayam escucha atento.

Josué: (Cont’d.) Al final les terminé dando


todo lo que tenía, después de que me ma-
drearon… Pero no me creyeron que no tenía
más y entonces me dijeron que me faltaban
doscientos pesos para completar la cuota…
Si no se los daba, me iban a cortar un dedo por
cada cien pesos que faltaran.

Dos de los traileros que están cerca prestan atención a la histo-


ria de Josué.

Josué: (Cont’d.) Por más que le dije que en


serio ya no tenía, no me hicieron caso. (Pausa.)
Y ya, eso fue…

Josué le muestra su mano a Brayam y a los otros traileros que


ahora escuchan atentos.

Trailero: (A Josué.) ¿Supiste lo que le pasó


al “texano”?

Josué sonríe. Cada vez que esto sucede, su rostro se ilumina.

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david pablos

Josué: ¿Qué?
Trailero: Igualito que a ti, apenas lo agarra­
ron. Nomás que a él le quitaron el tráiler, lo
madrearon y lo dejaron en pelotas… Lo ­bueno
fue que lo soltaron después. Y ya así se echó
caminando como veinte kilómetros, noche,
muerto de frío, hasta que por fin alguien lo
recogió…

Josué hace una negación con el rostro.

Josué: A todos nos toca aunque sea una vez.

Trailero 2 interviene.

Trailero 2: A mí no, y ya llevo más de vein-


te años en el jale y no me ha pasado nada.

Brayam está en silencio, pero muy atento a cada detalle.

Trailero 2: (Cont’d.) Y la verdad no tengo


miedo. (Pausa.) Yo siempre me cuido. Espe-
jeo y espejeo bien, checo que no haya coches
atrás de mí, que ninguno se quede detrás más
de diez minutos y grabo en mi mente los ca-
rros estacionados.
Trailero: Yo siempre hago la oración del
chofer, antes de salir de casa.

Brayam voltea a ver a Josué, quien sonríe.


Ambos se miran a los ojos.

Josué: ¿Me acompañas tantito afuera?

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Ext. cachimba “La esmeralda”, carretera Mazatlán. Noche.

Josué y Brayam fuman en silencio, frente a frente.

Brayam: Nunca te había visto por aquí…


Josué: Apenas me cambié de compañía y me
mandaron para esta ruta.
Brayam: ¿Te gusta trabajar en esto?

Josué se toma un momento para pensarlo.

Josué: Pues no sé hacer otra cosa. Desde bien


morro entré a este jale…

Silencio.
Brayam lo mira fijamente.

Josué: (Cont’d.) ¿Y tú qué haces?

Brayam se termina su cigarro y lo tira.

Brayam: Pues de todo. Ahí lo que salga.

Josué sonríe.

Josué: Me llamo Josué. ¿Tú cómo te llamas?


Brayam: Brayam.

De nuevo se hace un silencio.

Josué: Oye, ¿quieres ver mi tráiler?

Brayam asiente.
Ambos hombres caminan hacia la hilera de tráileres. Uno rojo,
que está hasta el final, es el que pertenece a Josué.

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david pablos

Mientras avanzan, otro tráiler sale de nuevo hacia la carretera,


por lo que la luz de los faros los ilumina a ambos, resaltando el con­
torno de sus figuras.

Josué: (Cont’d.) Es éste. Vente… Nomás con


cuidado al subir.

Brayam y Josué se suben al tráiler.

Int. / ext. tráiler de Josué. Noche.

Josué muestra con orgullo su cabina, pues por dentro todo está
muy limpio y bien cuidado.

Josué: ¿Te gusta?

Brayam asiente.

Josué: (Cont’d.) ¿Ya te habías subido a uno


antes?

De nuevo, Brayam asiente.

Se vuelve a hacer un silencio, esta vez un tanto incómodo. Sin pen­


sarlo demasiado, Brayam se acerca a Josué y lo besa en la boca.
Así continúan besándose por un largo rato, hasta que Brayam se
empieza a quitar la ropa.

Josué: (Cont’d.) Vente, vamos para acá atrás.

Josué abre unas cortinas que están detrás de los asientos del tráiler
y ahí se revela un privado pequeño, que sólo tiene una cama indi-
vidual. Josué se acuesta ahí y le hace un gesto a Brayam, para
que se ponga a su lado. Brayam se acuesta. Josué toca la piel de
Brayam con mucha ternura, despacio. Brayam, por el contrario, es

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

mucho más apasionado, así que por un momento no se logran coor-


dinar. Poco a poco, Brayam cede, y se adapta al ritmo de Josué.

Int. privado de tráiler de Josué. Noche.

Ambos hombres permanecen acostados, desnudos. Josué abraza


amorosamente a Brayam, mientras éste permanece un tanto más
indiferente. De súbito, Brayam se levanta y se empieza a vestir.

Josué: Quédate un rato más.


Brayam: Ya me tengo que ir.

Josué piensa bien qué decir. Se toma su tiempo.

Josué: ¿Cuándo te puedo ver otra vez?

Brayam se viste con suma rapidez.

Brayam: No sé… Seguro luego nos topa-


mos por acá.

Josué quiere decir algo más, pero se queda mudo.

Brayam: (Cont’d.) Nos vemos.

Sin decir más, y de manera bastante fría, Brayam se baja del tráiler.
Josué se queda extrañado, en silencio.

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León Rechy

1972

Esta historia sucede en el contexto de la guerrilla urbana en los años


setenta en México, cuando grupos armados se dedicaron a comba-
tir al gobierno. Este fragmento tiene lugar cuando Edna Ovalle es
herida de un balazo y Germán y sus compañeros hacen todo para
poder salvar su vida. En este proceso ella y varios jóvenes más son
detenidos por la policía, poniendo en riesgo la organización guerri­
llera de la Liga de Comunistas Armados, por lo que su líder Germán
Segovia decide secuestrar un avión para poder intercambiar a los
pasajeros por sus compañeros.

Int. casa de seguridad 1. Día.

Edna (alias Carmela) grita del dolor en el piso mientras inten-


ta parar la hemorragia. El teléfono no deja de sonar, Ángel lo
contesta.

Ángel: (Alterado.) ¿Raúl? Tenemos un pro-


blema, la casa sigue segura pero Carmela está
herida, fue un accidente… Fuego… fue un
accidente, ¡carajo!… En el vientre… no sé,
no sé, espera…

Ángel revisa la herida para ver si el balazo la atravesó. Edna gri-


ta por el dolor.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Ángel: No, no atravesó… ¿Qué hago?.. Sí,


sí, no tarden.

Ángel cuelga.

Int. casa de seguridad 2. Día.

Germán cuelga el teléfono.

Germán: Carmela está herida, le dieron un


balazo, necesitamos operarla.
Noé: En el quirófano de la casa de fundidora.
Germán: No está listo, no para una cirugía
mayor.
Noé: Llama a Reynaldo.
Germán: No lo quiero involucrar, no en este
momento, tiene un permiso.
Noé: Es una emergencia.
Germán: Ve subiendo al auto el equipo mé-
dico que hay aquí.

Noé se va. Germán toma el teléfono.

Int. casa de Reynaldo. Día.

El teléfono suena. La esposa de Reynaldo contesta el teléfono.

Esposa de Reynaldo: Bueno… ¿De parte


de quién? (Extrañada.) Rey, te habla Raúl.

Reynaldo llega cargando un bebé y se lo da a su esposa para


poder contestar.

Reynaldo: ¿Por qué me llamas aquí?… ¿Qué


pasó?… ¿Dónde la hirieron?… ¿Estás seguro?

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león rechy

Su esposa lo mira preocupada desde el umbral de la puerta. Rey­


naldo la mira de vuelta mientras escucha por el teléfono.

Reynaldo: Llámame en cinco.

Reynaldo cuelga el teléfono.

Esposa de Reynaldo: Creí que estabas fue­


ra de esto, al menos un tiempo.
Reynaldo: Sí, pero es una emergencia. No
te preocupes, todo va a estar bien.

Reynaldo toma el teléfono y marca.

Reynaldo: Hola mamá… sí, me lo pasas por


favor… no, no, es urgente… Hola, necesito
que me ayudes con algo… Voy para allá.

Reynaldo cuelga el teléfono, toma un arma y un par de cosas.

Reynaldo: Voy a ver a mi papá, regreso


pronto.

Se acerca y le da un beso a su esposa y otro beso a su bebé. Está a


punto de salir por la puerta, se detiene un momento y la mira fijamente.

Reynaldo: Te amo.
Esposa de Reynaldo: Yo también te amo,
no tardes.

Int. casa de seguridad 1. Día.

Ángel intenta detener la hemorragia en lo que llega Germán.


Germán y Noé llegan corriendo con equipo médico. Edna grita
de dolor mientras Germán hace una revisión.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Germán: Tiene los intestinos perforados, y


tal vez el hígado.

Edna se revuelca del dolor en el piso.

Germán: Todo va a estar bien, te vamos a


llevar a un hospital.

Edna toma su mano con fuerza intentando aguantar el dolor.

Int. casa del padre de Reynaldo. Día.

Reynaldo está parado en el estudio de su padre mientras su pa­


dre está sentado en su escritorio con el periódico a un lado.

Reynaldo: Tú sabes que no te pediría esto


si no fuera una emergencia, pero de verdad
ne­cesito tu ayuda.
Padre de Reynaldo: ¿Cómo te involucras-
te en esto? ¿Sabes lo que pasaría si se entera-
ran que te estoy ayudando?

Reynaldo se sienta y se acerca.

Padre de Reynaldo: Pueden llevarla a un


hospital y decir que fue un accidente.
Reynaldo: No, no, tú sabes que siempre re-
portan las heridas de bala y más como están
las cosas.

Reynaldo se para de la silla y se acerca más.

Reynaldo: Tiene que haber algún lugar don­


de podamos llevarla.

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león rechy

Padre de Reynaldo: Tal vez en la clínica


de Miguel García, pero ¿quién va a hacer la
cirugía?
Reynaldo: Yo.
Padre de Reynaldo: No, es demasiado pe-
ligroso, acabas de tener un hijo no te metas
en esto, de verdad.
Reynaldo: Miguel no va a arriesgar su clí-
nica si algo sale mal, no va a dejar que nadie
más lo haga.

El padre de Reynaldo toma el teléfono y marca.

Padre de Reynaldo: Mi estimado doctor


García, qué gusto. Pues aquí para saludarte y
para pedirte un favor… Sí, claro, pues fíjate
que unos amigos de mi hijo tuvieron un acci-
dente y pues preferiríamos llevar este tema
con dis­creción… El problema es que hay un
arma involucrada, y ya sabes cómo es eso…
Evidentemente, el dinero no es problema… Ya
entiendo… pero no te preocupes, Reynaldo
mismo hará la cirugía y así no correremos nin­
gún riesgo… Bueno llegarán en menos de una
hora, ¡muchas gracias!

Reynaldo mira a su padre. Su padre cuelga el teléfono.

Padre de Reynaldo: Ya está, dales a tus


amigos la dirección y que lleven cuarenta mil
pesos en efectivo.
Reynaldo: Si algo sale mal tienes que decir
que yo te engañé diciéndote que era una apen­
dicitis aguda, no cambies de versión pase lo
que pase.
Padre de Reynaldo: Está bien.
Reynaldo: Gracias, de verdad.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Reynaldo se acerca al teléfono y marca.

Int. casa de seguridad 1. Día.

Germán contesta el teléfono.

Germán: Sí. ¿Dónde? ¿Es seguro? Sí, lle-


vamos el dinero. Nos vemos ahí en quince
minutos.

Germán cuelga el teléfono, Noé y él preparan a Edna para lle-


vársela.

Germán: (A Ángel y Lourdes.) Esperen aquí


y no salgan sin importar lo que pase, los
trans­feriremos a otra casa de seguridad cuan-
to antes.

Noé y Germán salen cargando a Edna en una camilla improvisada.

Ext. clínica de mala muerte. Día.

Germán maneja rápidamente hacia el hospital. Se estacionan en


la entrada. Reynaldo llama a unas enfermeras y llegan corrien-
do para ayudar a bajar a Edna . La suben entre todos a una camilla
y corren hacia la entrada.

Int. clínica de mala muerte. Día.

Entran todos corriendo.

Reynaldo: ¿Qué sucedió?


Germán: Luisa le disparó.

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león rechy

Edna se retuerce del dolor.

Reynaldo: (A Edna.) Vas a estar bien,


aguanta.

En el pasillo se cruzan con el Dr. Coronado (22 años) que mira


a Germán fijamente. Germán no se da cuenta.

Reynaldo: ¿Traes el dinero?


Germán: Sí, aquí está.

Germán le da la bolsa con el dinero.

Reynaldo: Prepara el quirófano, ahorita te


alcanzo.

Int. área de cirugía. Día.

Germán se quita la chamarra, se lava las manos y los brazos, y se


pone una mascarilla, una bata y guantes de látex.

Int. oficinas de la clínica. Día.

Reynaldo está parado en la oficina del Dr. García mientras el


Dr. García está sentado en su escritorio.

Dr. García: ¿Qué pasó Reynaldo? ¿Sabes


que esto es delicado verdad?
Reynaldo: Sí, lo sabemos perfectamente,
no tiene de qué preocuparse. Manejaremos
esto con discreción.

Germán saca la bolsa de dinero y la deja sobre el escritorio.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Reynaldo: Le agradecemos mucho el apo-


yo y entendemos las molestias que esto pue-
de causarle.

El Dr. García toma la bolsa y revisa el dinero.

Dr. García: No se preocupen, aquí somos


todos de confianza, siéntanse a salvo.
Reynaldo: ¡Muchas gracias!

Reynaldo sale. El Dr. García está en su escritorio guardando el


dinero.

Secretaria del dr. García: (O.S.) (Por el


intercomunicador.) Doctor, lo busca el doc-
tor Coronado.

El Dr. García aprieta un botón.

Dr. García: Hágalo pasar.

El doctor guarda el dinero en un cajón. El Dr. Coronado entra.

Dr. Coronado: Perdón que lo moleste, ¿sabe


quiénes son los hombres que acaban de llegar?
Dr. García: Todo está bajo control, no se
preocupe, regrese a su turno.
Dr. Coronado: Doctor, uno de ellos es Ger­
mán Segovia, es comunista.
Dr. García: No, doctor, está usted equivo-
cado, ese joven se llama Reynaldo y es hijo de
un amigo mío.
Dr. Coronado: Perdone, doctor, pero estoy
seguro, íbamos juntos en la facultad.
Dr. García: Doctor, si usted quiere seguir
trabajando en esta clínica será mejor que se

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león rechy

concentre en su trabajo y deje en paz a esos


jóvenes.

El Dr. Coronado lo mira molesto.

Dr. Coronado: Una disculpa doctor.

Sale de la oficina.

Int. / ext. casa de seguridad 7 / imprenta. Día.

Juan Urrutia y su gente revisan la casa de seguridad vacía, don-


de está lleno de propaganda comunista.

Agente DFS 1: No hay nadie aquí capitán.


Juan Urrutia: Revisen todo hasta que en-
cuentren algo.

Los agentes tiran todo y rompen todo buscando.

Int. consultorio de la clínica. Día.

El Dr. Coronado toma el teléfono cuidando que nadie lo vea y


llama a la policía.

Dr. Coronado: Si… quería reportar unos


comunistas, acaban de ingresar a una clínica.

Int. casa de seguridad 7 / imprenta. Día.

Urrutia y su gente siguen revisando la casa.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Agente DFS 2: Capitán, acaban de llamar


para reportar unos posibles sospechosos en
una clínica.
Juan Urrutia: Manda a alguien.

Int. quirófano de la clínica. Día.

En el quirófano Germán y Reynaldo operan a Edna que está


completamente anestesiada, ellos están concentrados mientras rea­
lizan la cirugía. Un par de enfermeras les ayudan.

Germán: Tiene perforado el útero.

Germán mira a Reynaldo fijamente.

Germán: Intentemos salvarlo.

Germán opera con mucho cuidado a Edna. Reynaldo lo ayuda


mientras revisa los monitores de los signos vitales.

Ext. estacionamiento de la clínica. Día.

Noé espera dentro del auto en el estacionamiento de la clínica. Un


coche con una antena de radio en el techo se estaciona frente a
la clínica. Noé se da cuenta y baja con cuidado de no ser visto. Del
co­che bajan dos judiciales. Noé corre hacia entrada trasera.

Int. clínica de mala muerte. Día.

Noé corre por uno de los pasillos hacia el quirófano, ve que nadie
se dé cuenta y entra al quirófano.

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león rechy

Int. quirófano de la clínica. Día.

Noé se cubre con una bata y abre la puerta.

Noé: Alguien llamó a la policía, tenemos que


salir de aquí.

Reynaldo y Germán se miran.

Reynaldo: Vete, yo puedo terminar la cirugía.


Germán: No, yo te metí en esto.
Reynaldo: No dejes que te atrapen, corre.

Germán le da un abrazo a Reynaldo y sale del quirófano.

Int. clínica de mala muerte. Día.

Germán y Noé casi se cruzan con los policías, pero logran salir
de la clínica.

Int. quirófano de la clínica. Día.

Reynaldo continúa la operación mientras mira hacia la puerta


cada cierto tiempo.

Reynaldo: Enfermera, asegúrese de que na-


die entre sin mi autorización.
Enfermera: Sí, doctor.

La enfermera sale del quirófano mientras Reynaldo sigue ope-


rando.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Int. / ext. estacionamiento de la clínica / automóvil. Día.

Noé enciende el auto, Germán va en el asiento del copiloto, mien­


tras se quita la bata de cirugía.

Germán: Para, no podemos dejarlos.


Noé: No podemos dejar que te agarren, cae-
ríamos todos.
Germán: Manda a alguien a vigilar la clínica.

Noé asiente y arranca rápidamente.

Int. quirófano de la clínica. Día.

Entra la enfermera al quirófano con el padre de Reynaldo,


que lleva puesta la bata y el tapabocas, que no dejan ver bien su
rostro.

Enfermera: Doctor, perdón, pero me insis-


tió que lo estaba esperando.
Padre de Reynaldo. Perdón por la tardanza.

Su padre se acerca al quirófano y le ayuda con la operación.

Reynaldo: ¿Viste a unos hombres afuera?


Padre de Reynaldo. No había nadie. ¿Cuál
es su estado?
Reynaldo: Ya contuvimos la hemorragia, ex­
trajimos la bala, tuvimos que cortar una parte
del intestino, el daño en el útero es grave.
Padre de Reynaldo: La recuperación será
delicada, va a tomar tiempo.

Reynaldo y su padre continúan la cirugía. El suero gotea lenta-


mente. El monitor cardiaco marca un pulso constante. El abdomen

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león rechy

de Edna está abierto y ellos operan muy atentos. El bisturí corta.


El sudor corre por la frente de Reynaldo.

Int. casa de seguridad 2. Día.

Germán está parado viendo discretamente por una ventana. Noé


cuelga el teléfono.

Noé: Ya mandé vigilancia a la clínica, dicen


que la cirugía continúa y que no pasó nada.
Germán: ¿Estás seguro?
Noé: Sí.
Germán: Que nos mantengan informados.

Int. quirófano de la clínica. Noche.

El padre de Reynaldo y Reynaldo están en el quirófano termi-


nando la cirugía con la ayuda de las dos enfermeras que se ven
agotadas.

Padre de Reynaldo: Enfermera, llévela a


terapia intensiva.
Enfermera: Sí, doctor.

Reynaldo se sienta en una silla mientras ve como se llevan a


Edna.

Padre de Reynaldo: No te preocupes, va a


estar bien.

Reynaldo asiente.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Int. clínica de mala muerte. Noche.

Reynaldo sale del quirófano con precaución viendo a todos lados.

Padre de Reynaldo: No hay nadie. Vamos,


te llevo a tu casa.

Int. oficinas de la policía. Noche.

Los policías que estaban antes en la clínica llegan a la oficina de


Juan Urrutia.

Juan Urrutia: ¿Qué encontraron? ¿Había


alguien?
Policía judicial: No, falsa alarma. Estaban
operando a una mujer, pero no había ningún
sospechoso.
Juan Urrutia: ¿Quién era el médico a cargo?

El policía judicial saca su libreta.

Policía judicial: No sabían, al parecer no


era un médico que trabaje de planta ahí.

Urrutia se queda pensando.

Int. / ext. automóvil / casa de Reynaldo. Noche.

El padre de Reynaldo se estaciona afuera de su casa.

Reynaldo: Gracias, yo sé que estás corrien-


do un gran riesgo al ayudarnos.
Padre de Reynaldo: Sólo cuida a tu fami-
lia, y aléjate de todo esto, por favor.

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león rechy

Reynaldo: Sí, no te preocupes. Buenas no-


ches.
Padre de Reynaldo: Mañana llevas a co-
mer a mi nieto, eh, no se te olvide. Buenas
noches.

Reynaldo baja del auto.

Int. cuarto de recuperación de la clínica. Noche

Juan Urrutia y otros agentes entran de golpe al área de recupe-


ración y encuentran a Edna.

Agente DFS 1: Está inconsciente, capitán.


Juan Urrutia: Pues despiértenla.

El agente DFS 1 trae a rastras al Dr. Coronado.

Agente DFS 1: Inyéctale algo para que se


despierte.
Dr. Coronado: Está muy delicada.
Juan Urrutia: ¡A ver pendejo!, ¿quieres que
te lo inyecte a ti?

Aterrado, el Dr. Coronado le inyecta en el suero una sustancia.


Edna despierta de golpe confundida. Juan Urrutia le aprieta la
herida, ella grita de dolor.

Juan Urrutia: ¿Dónde están esos cabrones?

Ella no contesta sólo se retuerce del dolor.

Juan Urrutia: Te pregunté que dónde están


tus compañeros.

Ella grita y trata de aguantarse el dolor mientras lo mira fijamente.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Juan Urrutia: ¡Mira, pendeja, tú de aquí no


vas a salir y yo no tengo tiempo para estas
ma­madas! ¿Dónde se están escondiendo?

Ella se desmaya y queda inconsciente nuevamente por el dolor.

Juan Urrutia: ¡Puta madre!, esto va para


largo, trae café.
Dr. Coronado: El médico que la operó no
es de este hospital.
Juan Urrutia: ¿Nos lo dices hasta ahora?
Dr. Coronado: No sé quién es, es amigo del
doctor García.

Juan Urrutia le hace una seña al agente DFS 2.

Int. habitación de la casa de Reynaldo. Noche.

Se oye mucho ruido por los agentes que entran rompiendo las puer­
tas de la casa. Reynaldo toma al bebé de su cuna, esconde a su
esposa y al bebé en el clóset. De pronto entra los policías y lo
agarran a golpes, lo someten y lo esposan.

Ext. casa de Reynaldo. Noche.

Reynaldo es subido a uno de varios coches de agentes de la DFS


vestidos de civiles.

Int. casa de seguridad 2. Noche.

Entran varios guerrilleros al cuarto donde están Germán y Noé.

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león rechy

Guerrillero 1: Agarraron a Carmela en el


hospital, a Reynaldo y a su padre.
Germán: Avisen a Sergio y a Luisa, que aban­
donen la casa de inmediato.
Noé: Agarren todo, nos vamos a la casa de
Saltillo.

Guerrillero 1 marca por teléfono. Germán y Noé empiezan a


empacar todo, agarran sus armas.

Int. sótanos de las oficinas de la policía. Noche.

Reynaldo es llevado a los sótanos de la policía donde es golpea-


do por varios agentes.

Int. / ext. casa de seguridad 1 / calle. Noche.

Ángel y Lourdes cargan todas las maletas y las suben a un auto,


se suben y arrancan a toda velocidad con pistola en mano. Llegan
dos coches de agentes y les chocan de frente. Ellos disparan desde
el coche. Varios de los cristales del coche son reventados por los
balazos. Se disparan desde los dos lados. Llegan más patrullas por
el otro lado. Los disparos continúan.

Ángel: No lo vamos a lograr.


Lourdes: No podemos entregarnos. ¡No po-
demos!
Ángel: ¡Nos van a masacrar!

Ángel baja el vidrio y levanta la pistola.

Ángel: ¡Alto! ¡Nos vamos a entregar!


Policía 1: ¡Tiren sus armas!

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Ellos las tiran. Se acercan los policías, los someten y los golpean
en el piso.

Policía 1: ¡Ya valieron madre pinches pen-


dejos!

Los suben a las patrullas.

Int. cuarto de tortura. Día.

Reynaldo es amarrado a una silla. Entra un Agente DFS con un


expediente en la mano que hojea.

Agente DFS 2: Reynaldo Sánchez Rodrí-


guez, hijo del general Sánchez, tienes un hijo
recién nacido, fuiste parte del movimiento es­
tudiantil de la uanl, bueno ahí está todo. Deja
de decirnos mamadas. ¿Dónde están tus com­
pañeros?
Reynaldo: No sé, a mí me pidieron ayuda
porque había alguien herido, no sé nada más.

El agente DFS 2 lo golpea fuertemente en el estómago. Reynal­


do pierde el aire y se asfixia.

Agente DFS 2: ¿Dónde están?


Reynaldo: No lo sé, a mí me dijeron que ha­
bía una emergencia por una apendicitis aguda,
después nos dimos cuenta que era una herida
de bala. No sé nada más.
Agente DFS 2: ¡Mira, pendejo!, tú nos vas a
decir quiénes están detrás de esto o te vamos
a reventar a ti y a toda tu familia.

El agente DFS 2 le hace una seña a otro agente DFS 3.

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león rechy

Agente DFS 2: Préndele a la picana.

Le arrancan la camisa, lo mojan con agua sucia y le dan choques


eléctricos.

Int. oficinas de la policía. Día.

Juan Urrutia y su equipo revisan archivos de estudiantes y sos-


pechosos.

Juan Urrutia: Llamen a El Norte y al Tri­


buna, que publiquen en la primera plana a
todos los sospechosos.

En un muro tienen pegadas las fotos de Germán, Noé, y otros cua­


tro sospechosos.

Int. imprenta del periódico El Norte. Noche.

Las fotos de Germán, Noé y algunos otros son publicadas en pri-


mera plana. Eduardo (23 años) agarra uno de los ejemplares y
sorprendido corre hacia un teléfono.

Eduardo: (Por teléfono.) Ubicaron a varios


de la liga, están sus fotos en la primera plana,
avísenles.

Cuelga el teléfono y mira sus fotos preocupado.

Int. cuarto de recuperación de la clínica. Día.

Edna se resiste a dar información sobre la organización y sus


compañeros, pero continúan golpeándola y abriéndole las heridas.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Juan Urrutia: ¡Mira, pendeja!, vas a hablar


o te saco las tripas.

Int. casa de seguridad 4. Día.

Germán ronda de un lado a otro, mientras Noé lo mira. En una


pequeña mesa hay una televisión con las noticias.

Germán: Necesitamos hacer algo, no pode-


mos dejarlos ahí.
Noé: Tú y yo no podemos salir, nos tienen
ubicados y hay retenes por todos lados.
Germán: No tenemos tiempo, los van a tor-
turar aquí y luego los van a mandar al campo
militar número 1.
Noé: No tenemos suficientes armas ni gente
para hacer un secuestro.
Germán: No los vamos a dejar, no podemos.

Germán camina de un lugar a otro. De pronto, se para frente a la


televisión y no deja de mirarla, en ella aparecen imágenes del se-
cuestro en Múnich por el grupo Septiembre Negro.

Germán: Vamos a hacer lo que ellos no pu-


dieron.
Noé: ¿Quiénes? ¿Septiembre Negro?
Germán: Vamos a secuestrar un avión y va-
mos a pedir de rescate a nuestros compañeros.
Noé: ¡Estás loco! ¿Es en serio?
Germán: Podemos hacerlo.
NOÉ: Aun si lo logramos, de ésta no hay
regreso.
Germán: Es nuestra única salida, para maña­
na nuestras fotos saldrán en la primera plana
de todos los periódicos.

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león rechy

Noé: Necesitamos más gente, al menos a


dos más.
Germán: Roque y Hippie.
Noé: ¿De verdad lo vamos a hacer?
Germán: Tenemos menos de veinticuatro
horas.

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Monika Revilla

El baile de los 41

Ext. Zócalo. Noche.

Es la noche del 5 de noviembre de 1887 y el Zócalo de la ciudad


de México está cuajado de gente a la expectativa de la gala en el
Palacio Nacional. Hay un cerco de guardias que les impide acer-
carse a los invitados que van llegando. Ignacio de la Torre (21
años) baja de su carruaje. Su vestimenta, al igual que sus modales,
es impecable. Lleva casaca negra, pantalón corto y media larga.
En ese momento estallan los fuegos artificiales en el cielo. Los con­
gregados exclaman con admiración. Ignacio levanta la mirada
para verlos. Los aprecia, pero sin impresionarse. Sube las escale-
ras principales.

Int. Palacio Nacional / salón de baile. Noche.

En el gran salón llamado de Embajadores, una orquesta de setenta


músicos ameniza la velada. El salón está decorado con tanto lujo
que hasta se utilizaron bombillas eléctricas. “Inmensas arañas de
cristal descienden de la severa y elegante viguería. La vasta sala
presenta un hermoso aspecto con su rica cortina gótica de tercio-

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monika revilla

pelo carmesí al derredor de los muros.” Ignacio charla con el Sr.


Carmona (65 años) y la Sra. Carmona (63 años).

Sr. Carmona: Lamento mucho la muerte de


tu padre, realmente fue un gran hombre.

La Sra. Carmona posa una mano sobre el hombro de su esposo.

Sra. Carmona: Augusto sigue de luto.


Ignacio: Va a ser difícil llenar sus zapatos.
Sr. Carmona; ¿Ya tomaste las riendas de
Te­nextepango?

Ignacio asiente.

Ignacio: Me estoy familiarizando con las fi-


nanzas del campo.
Sra. Carmona: Ahora lo único que te falta
es una esposa.

Ignacio sonríe por educación. Está a punto de responder, cuando


el salón cae en silencio.

Vocero: (O.S.) El presidente de los Estados


Unidos Mexicanos, don Porfirio Díaz; la pri-
mera dama, Carmen Romero Rubio de Díaz,
y la señorita Amada Díaz.
Sr. Carmona: (Susurrándole a Ignacio.) El
presidente que ya cambió la Constitución para
volverse dictador…

Ignacio sonríe discretamente. La orquesta comienza a tocar el


Himno Nacional. Los invitados se hacen a un lado, partiéndose
como un mar a la mitad, para dejar pasar al presidente Porfirio
Díaz (57 años), a su esposa Carmen Romero Rubio (23 años),
quien lleva un “toilette de seda finísima color crema con valiosos
encajes y rico collar de brillantes”, y a su hija Amada Díaz (20

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

años), quien viste “un sencillo traje color rosa”. Ignacio le pone
especial atención a Amada. Cuando los tres llegan a la mesa de
honor, el presidente permanece de pie frente a los invitados
hasta que la música cesa. La imponente voz del presidente lle-
na el salón.

Don Porfirio: México es un país joven que


apenas conoce la paz, pero en este poco tiem­
po ya hemos dado pasos agigantados hacia la
modernidad, y eso es gracias a ustedes. En este
salón están presentes las personas más impor­
tantes para la patria.

Los asistentes aplauden. La música se reanuda. Se da por iniciado


el baile. La gente se dispersa y algunos jóvenes se apresuran hacia
Amada Díaz para pedirle un baile, entre ellos, Fernando Gon­
zález Mantecón (22 años). Ella anota sus nombres complaciente
en su tarjeta de baile. Todo esto lo observan Ignacio y los Car­
mona desde el otro lado del salón.

Ignacio: (Bromeando.) Ha de ser muy bue-


na bailarina.

El Sr. Carmona sonríe compartiendo su humor.

Sra. Carmona: Supongo que ser la “hija na­


tural” del presidente hoy en día cuenta como
ser la hija del presidente.

Amada regresa a su mesa y se sienta. Su padre mira de reojo la


tarjeta de baile de su hija. Lee el nombre de Fernando Gonzá­
lez Mantecón, el hijo de su compadre:

Don Porfirio: Fernando es buen muchacho.

Amada se sonroja. Asiente. Sabe que debe tomar en cuenta el con-


sejo de su padre.

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monika revilla

Int. Palacio Nacional / salón de baile. Noche.

Amada baila con Fernando González. Los dos saben que están
destinados a casarse y hacen su mejor esfuerzo por gustarse. Se
sonríen de manera forzada. En medio de la pieza, un botón del frac
de Fernando se engancha al encaje del vestido de Amada. Al tra-
tar de zafarse, rasga el vestido accidentalmente.

Fernando: ¡Perdón, qué torpeza la mía!


Amada: No es nada.

Él está muy apenado. Ella sonríe de buena gana.

Int. Palacio Nacional / salón de baile. Noche.

Amada está caminando hacia la costurera cuando ve a Ignacio


de lejos. Se impresiona por la belleza y la elegancia del muchacho,
cualidades que ella teme carecer. Lo observa saludar a alguien al
pasar de forma casual y encantadora. No escucha lo que dice, pero
nota su carisma y su don de gentes en las reacciones de las perso-
nas que tratan con él.
Ignacio sigue su camino y, de pronto, se topa con Amada. Ella
estaba tan absorta en observarlo que no se estaba fijando por dón-
de caminaba. Él le sonríe amablemente e intenta continuar su ca-
mino, pero los dos se hacen hacia el mismo lado al mismo tiempo,
luego nuevamente; hasta pareciera que están bailando. Ambos se
ríen. Amada le sugiere tímidamente:

Amada: Sólo me queda un baile libre…


Ignacio: Sería una pena desperdiciarlo.
Amada: ¿A quién apunto?

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Ignacio: A Ignacio de la Torre.


Amada: Te veo en el último vals.

Ignacio asiente y se hace a un lado caballerosamente, para dejar


pasar a Amada. Amada acepta la cortesía y sigue su camino. Ig­
nacio la mira partir.

Int. Palacio Nacional / costurera. Noche.

Amada entra al tocador. Se para en un pedestal y la costurera


se apresura a arreglarle el encaje caído de su vestido. Ahí se en-
cuentran Julia (20 años), María (20 años) y Lupe (20 años) cu-
chicheando. Julia está haciéndole arreglos a su vestido mientras
las otras la acompañan. Amada sólo alcanza a escuchar el c­ oletazo
de lo que dicen.

Julia: …como Ignacio.

Las chicas se ríen. A Amada le intriga lo que oye y se une a la


conversación impulsivamente.

Amada: ¿Ignacio de la Torre?

Julia la mira molesta.

Julia: ¿Quién más?


Amada: Lo acabo de conocer. ¿Qué saben
de él?

Julia suspira exasperada.

Julia: Todo… y si hubieras crecido aquí, tú


también lo sabrías.

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monika revilla

Hay un silencio tenso. Amada sufre el insulto. Baja la mirada y se


concentra en la aguja de la costurera que entra y sale de la tela
de su vestido.

Int. Palacio Nacional / tocador de hombres. Noche.

Ignacio está en el tocador secándose las manos con una toalla. La


música de la orquesta se escucha de fondo. Nota que alguien lo mira
a través del espejo. Sus miradas se encuentran. Se trata del chi­co
que atiende, Evaristo (20 años). Se miran un momento. Hay una
atracción latente. A través del espejo, Evaristo le muestra un ce-
pillo a Ignacio.

Evaristo: ¿Me permite?

Ignacio asiente. Evaristo se acerca. Ambos intentan mantener


las formas. Evaristo le cepilla el frac minuciosamente y se lo aco­
moda, pero se comienza a intuir la tensión sexual entre los dos. Ig­
nacio se pone incómodo. En ese momento, entra alguien más.
Ignacio se marcha.

Int. Palacio Nacional / salón de baile. Noche.

María tiene la mirada fija en la pista de baile. A su lado, Julia


pla­tica con Lupe. María le toca el brazo discretamente a Julia para
llamar su atención. Julia voltea. María le hace un gesto para que
mire la pista de baile.
Ignacio y Amada bailan la pieza convenida, un vals de Wald-
teufel. Amada mueve la boca muy sutilmente, Ignacio se da cuen­
ta y sonríe. Amada lo nota y lo mira inquisitivamente.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Ignacio: Yo también contaba los pasos.

Amada se sonroja. Niega con la cabeza castigándose.

Amada: Es un mal hábito.


Ignacio: No eres capaz de tener malos há-
bitos.

Amada sonríe halagada. Fernando, quien está parado en la orilla


de la pista, los ve pasar bailando junto a él. Se queda pasmado.
Amada ni lo nota, tiene la mirada fija en Ignacio.

Amada. ¿Ya me descifraste tan rápido?


Ignacio: No. Sólo sé que eres buena.

Amada e Ignacio ahora pasan bailando junto al Sr. y la Sra.


Carmona. Ambos los miran impasibles, luego intercambian mi-
radas entre ellos.

Amada: ¿Y tú tienes malos hábitos?


Ignacio: Todavía no.

Amada se ríe.

Amada: Pero los piensas tener.


Ignacio: Tal vez. Lo único que no pienso te-
ner es una vida aburrida.
Amada: Ni yo.

Don Porfirio termina de intercambiar unas palabras con uno de


los invitados sentados en su mesa, cuando ve que Carmen está
ob­servando algo con una media sonrisa. Sigue la mirada de Car­
men hasta la pista y ve a su hija bailando con ojos de enamorada. En
ese momento sabe que su hija ha elegido a un pretendiente. Tam­bién
lo sabe el resto de los invitados. Las miradas de todo el salón están
posadas sobre ellos.

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monika revilla

Int. Palacio Nacional / salón de baile. Madrugada.

Ignacio está por bajar las escaleras principales hacia la salida,


cuando se topa inesperadamente con don Porfirio Díaz, quien
también se dirige a la salida seguido por un par de guardaespaldas.

Don Porfirio: El joven Ignacio de la Torre.


Ignacio: Señor presidente.
Don Porfirio: Confío en que disfrutó el
baile.
Ignacio: El mejor hasta la fecha.

Don Porfirio asiente con una sonrisa cínica.

Don Porfirio: ¿Por qué no viene mañana por


la tarde a tomar el té?

A Ignacio le toma por sorpresa la invitación, pero no le queda más


que aceptar.

Ignacio: Será un placer.

Don Porfirio asiente complacido. En ese momento llega Carmen


con su abrigo puesto sobre los hombros y toma a don Porfirio
del brazo. Ignacio les cede el paso para que bajen. Sus guardaes-
paldas los siguen.

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Dalia Reyes

Un día

“Un día veré la luz, un día me sentaré en el sol,


un día seré Ícaro.”

Los martes no tengo clientes, las aguas están quietas, no se escucha


más que el agua que circula impulsada por las bombas. Las som-
brillas están todas en su lugar, una a una paradas a noventa grados,
nadie las ha movido, no se han tambaleado ni caído. Yo leo:

La mesoterapia homeopática consiste en depositar en determinadas


áreas del cuerpo minidosis de medicamentos. Este tratamiento se uti-
liza principalmente para tratar obesidad, celulitis, flacidez, falta de
firmeza y tono muscular. Lo que respecta específicamente a las per-
sonas que padecen además de obesidad, otras enfermedades de hígado,
insuficiencia renal, vih o lupus, es decir, personas que tienen su siste­ma
inmunológico deprimido, no se aconseja el tratamiento de mesotera-
pia homeopática.

Cierro el artículo y aviento las hojas. Además de jodidas, gordas.


Hoy es día de arreglar los desperfectos, los mosaicos azules,
diminutos y cuadrados que se caen: los pego con mi pistola de si-
licón. He aprendido un poco de albañilería, pues como a eso de las
seis me toca resanar las paredes que se descarapelan y se desplo-
man poco a poco. También tengo que arreglar las lámparas; pero
ésas, por el contrario, lo más temprano que se pueda, para poder
ver los cables. Una vez lo hice en la noche y me dieron toques.
Durante el día hago las reparaciones generales, y la noche se la
dedico a mis plantas, las riego, cojo una cerveza del refrigerador,
con sólo un poquito limpio las hojas más grandes, para que queden

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dalia reyes

brillosas. Basta con una, no necesito más. Tampoco es que tenga


tantas plantas en macetas. A Tita le choca que compre, dice que las
plantas tienen que estar en la tierra y que ya hay bastantes en los
jardines del balneario. A veces cuando vamos a Xochimilco a com­
prar pasto o abono, compro plantas de sol, que pueden estar en ma­
cetas de distintas formas, sobre todo me gustan las que tienen formas
de animales: ranas, cisnes, tortugas; además se parecen a las que
tenía mi abuela en su casa.
Yo creo que por eso no le gustan a Tita mis macetas, le recuer-
dan a su madre, no se llevaba bien con ella, mi madre era la con-
sentida, según Tita. Mi abuela decía que todas sus hijas eran igual
para ella, pero seguro mentía, como todas las madres; es ridículo
no tener un favorito. A uno en la vida le gustan más ciertas cosas
que otras.
Tita y mi madre se llevaban seis años. La de en medio es mi tía
Leti, que sigue viviendo en Acapulco, ella vivió unos años en la
ciudad pero se quedó en su palapa, a ver el mar y a nadar en pelotas.
No lo hacía por exhibicionista, sino por vanidosa, pues los trajes de
baño le apretaban las lonjas y la hacían ver gorda; en cambio, des-
nuda, decía que era como una diosa acapulqueña, con sus senos
que parecían cocos redondos y abundantes. Sigue siendo vanidosa
y muy femenina. De hecho, todas las mujeres de la casa han sido
así; todas, excepto yo.
Mi mamá y mis tías eran guapas, atractivas, todas tenían su en­
canto, mujeres altivas, que caminaban sumiendo la panza, con pla-
yeras que dejaban ver sus hombros descubiertos al sol y sombreros
enormes que hacían juego con sus sandalias setenteras.
Mi abuela era una mujer muy elegante, que siempre vistió muy
propia. Sus faldas siempre iban abajo de la rodilla, con zapatos de
tacón; como era parte de la mesa directiva de la canaibal, iba con
pantimedias de raya en medio y un gran cinturón de piel a la cintu­
ra. Su peinado alto, siempre con laca, y si era una junta muy im-
portante, no dudaba en usar guantes.
Me gustaría ser como mi abuela, elegante, distinguida, sin em-
bargo, ninguna de estas sudaderas producen esa sensación.
Más bien parezco niño. En la preparatoria me molestaban por-
que decían que era marimacha. No decía nada, ¿qué iba a decir? Si

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

al final era verdad. Nunca usé blusitas de tirantes, de ésas que es-
taban de moda en la secundaria. Cuando tenía doce años tuve una
con un encaje al final de la playera, pero por aquel entonces no
tenía senos qué mostrar, y cuando los tuve pues ya no me podía
asolear. Como ésa del short azul que viene todos los días a las cla-
ses de Leonardo. No es por criticar, pero se le salen, así todos des-
bordados. A mí luego me preocupa que después de un clavado se le
salga. Supongo que a Leonardo no le preocupa, más bien lo espera.
Hoy es miércoles, hay junta en la canaibal, es la Cámara Na-
cional de la Industria de los Baños y Balnearios, de esas oficinas
muy mexicanas que tuvieron sus años de gloria durante los años
setenta, en la colonia Roma. Están en un edificio con detalles de
aluminio dorado en sus ventanas, sus sillones y sillas son de cuero
verde y hacen juego con el mantel de fieltro. Las cortinas pesadas
y largas, que se lavan cada seis meses, tienen un dejo amarilloso.
Todo es muy elegante, viejo pero elegante a su manera. Además,
como todos son viejitos, pues siguen las costumbres de su época.
Es decir, van de zapatos boleados y las señoras con chongos de
fiesta y peinetas llenas de pedrería falsa.
Don Ricardo siempre me hace la plática. Él tiene muchos baños:
el del Estadio Azteca, el de la plaza de San Jacinto, el de Tlalpan por
la Portales. Los tiene muy acondicionados con sus cale­factores
solares y sus regaderas ahorradoras de agua; tiene mucho dinero y
desde hace tiempo está interesado en comprarme el balneario, pero
lo ignoro y sólo muevo la cabeza negativamente para cerrar con un:
no gracias, no estamos interesadas.
Todos me conocen desde chiquita puesto que mi abuela y mi
madre me llevaban a las juntas. Todos me saludan amablemente,
dicen que mis ojos son como los de mi madre, que me heredó sus
ojos, su cabello negro; pero que me falta su sonrisa, y que nunca
suelto carcajadas como ella. Les encanta recordar las juntas donde
yo no dejaba de jugar con mis ponys y zapateaba por el pasillo. Yo
no recuerdo que eso haya pasado. Todos me preguntan que si ya
retomé la danza, yo contesto que no. Ellos dicen que lo traigo en
las venas, como mi abuela y mi madre. ¿Qué diablos significa? Ser
pariente de alguien no lo es todo, no te define, no te hace quien eres;

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dalia reyes

a menos que se trate de genética, pero de gustos en el baile de salón


o la danza regional, lo dudo.
Cuando era pequeña me ponía detrás en los diablitos con una
falda de danza tradicional como capa de superhéroe, mientras mi
madre pedaleaba a todo lo que daba. Ella era una mujer pequeña,
de tez morena clara y con el cabello más esponjoso de toda la
familia. Me tuvo muy joven, a los dieciocho años, por lo tanto al
crecer parecíamos más hermanas que otra cosa. A veces me daba
vergüenza cómo iba vestida, con sus pantalones de tubo en los tobi­
llos y abombachados de la cintura; ahora lo entiendo, en ese enton­
ces me parecía humillante que no se vistiera como las otras mamás,
de traje sastre, sino que usaba todo como sus primas, a la última
moda de los ochenta. Pero ¿qué se podría esperar de una joven de
veintiocho años?
Recuerdo que hacíamos picnics en Chapultepec con una canasta
llena de refrigerios, rentábamos bicicletas e íbamos al zoológico;
me llevaba a la biblioteca a leer libros infantiles. Sin embargo, aho­
ra que lo pienso era una joven llena de miedo, por ser tan joven, por
no saber qué iba a ser de su vida con una hija. Pese al miedo, creo
que siempre se esforzaba.
Me gusta leer. No me gustan las novelas, me parecen aburridas
y qué manera de enredar las cosas, con lenguaje falso y a veces
oraciones que no entiendo, como aquel libro de García Márquez,
que tenía que tener al lado un diccionario y en cada hoja buscaba
más de la mitad de las palabras. ¡Qué forma de los colombianos de
enredar el lenguaje! Prefiero las revistas y los libros de ciencia, con­
cisos, reales, con experimentos que comprueban los resultados; no
estoy familiarizada con los términos, pero confío en que poco a
poco me los sabré.
Un día, mi madre me pasó a recoger a la escuela, teníamos una
caribe color rojo, ella cantaba a todo pulmón Mecano, con sus len-
tes oscuros puestos y las ventanillas abajo, rebasaba como cafre de
Iztacalco. Íbamos a casa de mi abuela para que ella pudiera ir al
dentista, a una limpieza, ya que las encías le estaban sangrando.
Comí plátanos fritos que mi abuela me servía por kilo, vi la tele­
visión, pasaban Candy Candy. Hice la tarea, jugamos dominó e hice
siesta; mi madre no volvía aún.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Cómo me gustaba esa caricatura; ahora la detesto. Antony es


como el príncipe que nunca llega, dando rosas de su jardín, y pen-
sar que millones de niñas crecieron viendo Candy Candy; entre ellas
yo y mis primas, siempre cantábamos cuando empezaba: “Si me
buscas tú a mí, me podrás encontrar, turu ru ru. Yo te espero aquí,
éste es mi lugar, si quieres reír, descubre la alegría sin igual…” Pero
a mí se me quitó lo cursi, a mis primas no, creen que encontrarán a
un príncipe. Ahora ya no ven esa caricatura, sino cuatro telenove-
las del canal 2 de corridito.
Ese día siguieron los Caballeros del Zodiaco, Heidi, y la otra
caricatura del niño huérfano y el anciano que iban por los pueblos
con un mono y sus perros, cuya historia es más triste que cualquier
otra. Me acuerdo que oscureció, llegó la merienda y los molletes,
con el atole rosa de Maizena. Mi abuela me dejó hacer una casi-
ta con los cojines de la sala y usar cobijas como el techo de mi gran
guarida, yo seguía esperando a que mi madre entrara por la puerta
y me llevara a casa; por el contrario, se quedó en el hospital duran-
te tres meses. Mientras, vivía en casa de tíos, de mi abuela y de
ex­traños. Resultó que la encía no era un problema de dentista, sino
era una cuestión de plaquetas. Resulta que los glóbulos blancos son
tus enemigos, en lugar de tus aliados, que el lupus viene en el cromo­
soma X, y que es hereditario; por lo tanto como soy su hija y biológi­
camente yo tengo dos X, pues resulta que yo también lo tengo.
Mi madre decía que a ella le dio para que a mí me lo detec-
taran a tiempo, su sistema inmunológico colapsó y ni la cortiso-
na pudo ayudarla.
Mi mamá murió. Sentí cómo poco a poco se me desgarraba la
piel, como si me la hubieran jalado y despellejado como a los po-
llos en la Navidad; sentí cómo mi cabeza se quedó vacía, sin pen-
samientos y mis ojos se iban inundando de lágrimas. Me quedé sin
voz, sin poder gritar; me quedé parada con las rodillas truncadas
por una valla invisible, temblé, me tembló el alma, como un terre-
moto trepidatorio donde poco a poco todos los compartimentos de
mi ser colapsaban al mismo tiempo e iban cayendo uno a uno. Así,
sin previo aviso, todo muy dentro sin que se notara en el exterior.
Nueve días después yo estaba con mi maleta y mi piel mancha­da
parada frente a la puerta de una casa grotesca y enorme en medio de

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dalia reyes

Iztapalapa. Tuve que mudarme con su hermana Tita. Ahora más que
nunca la extraño, no hay quién me explique qué hacer cuando me
duelen los huesos, no hay quién me vea antes de dormir, no co­no­
cerá a mis hijos, si es que algún día los tengo. No hay con quién vaya
de vacaciones. Extraño vivir con ella. Extraño que me haga té limón
con leche y pan tostado. En cambio, vivo sola rodeada de personas
que me son familiares pero sin conocerlas.
Lo único que ahora me une a ella es ese balneario. Cada semana
me llevaban ahí a nadar un rato. Ella nadaba con mi abuela mien-
tras yo, miedosa del agua, de los hongos y de los orines, me que-
daba afuera. Ella disfrutaba tanto de la alberca, de la música y de
su madre.
Hoy es lo único que me queda, el recuerdo de mi mamá y mi
abuela en esa alberca y una foto de las tres bajo la sombrilla a ra-
yas; ellas riendo y yo muy seria queriendo irme a casa.
Debo de admitir que cuando era chica me enojaban muchas
cosas: ellas, por ejemplo. Pero es que eran tan gritonas, como gua-
jolotes correteados; eran tan vívidas, tan reales, no como la gente
del metro que va pasmada, sin ningún motivo de alegría. No, ellas
cuando estaban juntas eran como dinamita, reían al tono de las gua­
camayas, bailaban salsa, cha cha cha, danzón, todo; además de can­
tar de vez en cuando, todas y cada una de ellas se sentían sopranos
o barítonos o, peor aún, ambas. Se movían seduciendo a cuanto
hombre las sacara a bailar: a mí todo esto me daba vergüenza.
Hoy extraño esas carcajadas en este espacio tan vacío y viejo,
los farolitos cada año se despintan más, ni los camastros ni los to-
boganes tienen ese esplendor de esos años dorados. Mi madre
siempre me empujaba a la pista de baile, y yo ponía cara de fuchi.
Mi abuela era la única que podía quitarme ese mal humor, me hacía
una broma, me abrazaba o me hacía arroz con leche con sus pasi-
tas y canela.
Pero mi abuela también murió, porque mi familia es así, todas
nos enfermamos. Si yo pudiera estudiar algo en la universidad es-
tudiaría genética. Dicen que ahora todo eso se puede saber —de dón-
de viene uno— en la doble cadena de adn, y que en esa aspa doble
está toda la información sobre uno: el color de tus ojos, las enferme-
dades y todo lo que tenga que ver con los rasgos físicos e internos.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

No entendí muy bien, pero lo pasaron en un programa del Once,


donde decían que pronto iban a saber qué era cada pedazo de la
espiral, como en Jurassic Park. Eso me gustaría aprender, para eli-
minar los pedazos podridos de mi doble hélice de adn.
Digo podrido, pero no es que se esté echando a perder y gene-
rando hedores desagradables; no, sólo es defectuoso por dentro y
por fuera, porque no es normal, porque por dentro no funciona y por
fuera es feo y aberrante.
El día que me dijeron que lo tenía también recuerdo haber llora-
do, no sé por qué pero lloré. A ciencia cierta no sabía ni cómo funcio-
naba, sólo sabía que tendría que tomar medicina de por vida, ir al
doctor y que el sol no era mi aliado, al contrario, se volvió mi enemigo.
Pero al mismo tiempo el sol se hizo presente, lo veía por todas
partes, en las ventanas del pesero, siempre del lado izquierdo o del
derecho, según la hora del día. Siempre amenazante, nunca me
había fijado realmente en él. El sol. Algo tan cotidiano, tan impor-
tante pero tan ignorados su poder y majestuosidad.
Hay que admitir que el sol hace muchas cosas, calienta, deshie-
la, da vitamina D al cuerpo, nadie podría vivir sin sol, ni yo mis-
ma; y a la vez está sobrevalorado, es el iniciador de la fotosíntesis,
pero también hace que los polos se descongelen, el cáncer de piel
es por su culpa y algún día se va a apagar y nos vamos a extinguir.
Nadie valora la sombra, como cuando en cuarto de primaria
vimos el ciclo de la fotosíntesis y me parecía una estupidez hablar
sobre los árboles: ¿qué nos da el árbol? Así empezaba la maestra,
y todos respondían: “sombra”. Y yo creía firmemente que esa res-
puesta tan insulsa no podía ser la correcta, ni lo que la maestra es­
peraba de sus alumnitos, me parecía demasiado fácil, tan obvio.
¡No!, debía de haber un trasfondo, me parecía una pregunta cap-
ciosa, sin embargo, ésa era la respuesta: los árboles dan sombra.
Ya después vimos lo del sol y los cloroplastos, y todos se olvida-
ron de las hojas y de la sombra.
Desde que me detectaron el lupus, comencé a tener una extraña
fascinación por los bosques, por los tipos de árboles y por todo lo
que tuviera que ver con ellos.
Durante el día sólo puedo poner atención en la luz, en el sol, en
las superficies de las albercas siempre con sus reflejos azules acuo-

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sos, cristalinos, que se mueven como si hubiera olas. El sol amari-


llo, naranja, rojizo y dorado. Dorado sobre las pieles bronceadas
de bikinis hermosos, bikinis los cuales nunca iba a usar.
Siempre sentada en la sombra, siempre atenta a él, viéndolo que­
mar todo a su paso. Una vez quemé una Barbie de Leslie hasta
de­jar­le su piel de plástico Mattel lisa e inmaculada toda destruida.
Usé la lupa de Tita, luego quemé una cucaracha, toda grande y as­
querosa; finalmente quemé una mariposa blanca. Por eso mis pri-
mas dejaron de jugar conmigo, porque quemaba sus juguetes.
El sol es el diablo, el sol es como fuego que arde él solo. Los
egipcios decían que un escarabajo rodacacas giraba todos los días al
sol para que llegara la noche; entonces el sol es caca, el sol es mierda.
El sol es malo, ¡quema! Destruye, incendia, sofoca, impide, pro-
híbe; como a Ícaro, que quiso tocarlo y no lo consiguió. El sol que es
fuego mata, me mata. No sólo es el sol, también tiene que ver mi
cuerpo, mi cuerpo que me ataca a mí misma, que se come a sí mismo.
A veces pienso que soy una hija del sol, como esas historias
grie­gas donde los dioses cometían algún crimen y los reprendían;
donde el sol hizo algo tan malo que los otros dioses le imputaron
el dolor más grande y entonces a todos sus hijos los contagiaban
con lupus para que nunca se pudieran acercar a él. Así, los hijos del
dios sol se morían al sentir los rayos y el calor de su propio padre.
Aun así quiero sentirlo, mis piernas son blancas, casi transpa-
rentes, se ven las venas. No creí ser tan blanca y es porque nunca me
bronceo, ni siquiera con la resolana.
Sé que me hace daño. A veces, casi siempre, me cuido, diario
me protejo del sol. Sin embargo, me da envidia ver cómo todos
dis­frutan de él y me da miedo a la vez.
El día que mamá cumplió un año de muerta me quedé desde las
ocho de la mañana en el panteón sentada sobre la lápida; al parecer
Tita me buscó por todos lados y cuando me encontró me cacheteó
y me cubrió con su suéter. No fue a propósito, pero es que la tumba
de mi mamá está en medio de un cerro, sin árboles, además había
animalejos en el pasto y me daban asco. Había unas tumbas como
casitas que tenían un poco de sombra, pero me daba miedo sentarme
ahí; además, si no es tu muertito, pues es como de mala educación
estar en su lápida.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Al día siguiente no podía caminar; Tita me puso pomada en las


rodillas, trapos calientes, masaje, hielo en bolsa, una pastilla de pred­
nisona de 50 mg. Yo estaba agotada, no podía ni siquiera pedir agua.
No sentía mi cuerpo, la debilidad me provocaba sueño, y los ojos
los tenía hinchados. Eso pasa cuando me da el sol. Por eso no voy
más al panteón. Opté por poner un pequeño altar en el balneario.
Hoy tengo cita en laboratorio, no me gusta nada ir a que me
saquen sangre. Me pongo ansiosa, comienzo a marearme y a mo-
ver la pierna, prefiero voltear hacia el otro lado. Me inquieta. Siento
que me desmayo.
Los tubos de ensayo comienzan a llenarse muy lentamente de
viscosidad roja. La liga me aprieta mi brazo, quiero moverme y
zafarme, gritarles a todas las señoritas del laboratorio de batas blan­
cas, cubrebocas y guantes. Odio su frase del final: “Que pase buen
día”. ¿Buen día?, Si casi todos los que vamos ahí estamos muriendo
o tenemos enfermedades terminales, no entiendo su frase, es igual
que cuando te preguntan: “¿Cómo estás?” Todos contestan bien, y
el noventa y nueve por ciento de esas respuestas son falsas.
Le entrego a la señorita la orina. Salgo con una venda en el bra­
zo, comienzo a ponerme bien el suéter, camino hacia la calle. En un
puesto de jugos desayuno, saco mi pastillero y comienzo a tomar­
me las pastillas. El sol me aturde mucho, me molesta a los ojos.
El metro de Iztapalapa pasa por luz y sombra, yo voy del lado de
la sombra. Me despego con cuidado el vendaje pegajoso de la vena.
Estoy cansada, me duele la cabeza y me ha salido una úlcera
bucal y dos fuegos en los labios. El cabello se sigue cayendo, por
eso no me peino tanto, para que no se caiga más de lo que acos-
tumbra.
Llego al balneario, una colina inclinada cuesta arriba. Hay ca-
mastros de metal un poco viejos de colores primarios. Sombrillas
color azul empotradas en mesas de concreto. El balneario no es muy
moderno ni ha sido sujeto a recientes remodelaciones, sin embar-
go, tiene su encanto. Se ve limpio y ordenado.
Justo al ponerme el mandil del trabajo, pasa Leonardo, con el
pelo decolorado, usa un escapulario en el cuello, su piel morena
muestra un bronceado incompleto que se deja ver por la playera
sin mangas que trae puesta y usa lentes de sol Oakley.

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dalia reyes

—¿Otra capa? ¿No te da calor? ¡Qué horror!


Se refiere a mis capas de ropa, siempre uso manga larga debajo
de la blusa, no es por gusto, aunque no me molesta.
—No me da calor, de hecho mantengo mi temperatura corporal.
Mi rutina es pesada, hay días que me quiero quedar dormida y
no pararme en toda la semana. Esta semana ha sido así, sólo por-
que tengo que regar las plantas me levanto. Leonardo se niega a
ayudarme en eso, dice que si son mías que me responsabilice, que
es el primer paso para llegar a tener hijos, después una mascota y
ya al final el hijo. El muy tarado, siempre me dice que me apure o
que al paso que voy me voy a quedar solterona y amargada. ¡Qué
le importa mi maternidad! Ayer le dije que hoy iba a hacerme aná-
lisis y que le tocaba regarlas en mi ausencia; no contestó, pero sé
que lo hizo.
Lo primero que hice al llegar fue mirar mis plantas, están bri-
llosas y recién regadas. Siempre que voy al médico, él llega más
temprano y se va más tarde, es más atento que de costumbre y eso
me molesta; no estoy en silla de ruedas, no soy una inválida, pero
pareciera que le da miedo que me rompa después del hospital, ade-
más debería de ponerse hacendoso todos los días, no sólo cuando
tengo mis consultas.
Ya se está haciendo tarde, dejo la sudadera a un lado, con las dos
playeras siento que me asfixio y me las saco juntas, me quedo con
la camiseta, me encanta sentir el fresco en el pasto, me siento en mi
hamaca del balneario. A Tita no le gusta, cree que me voy a quedar
dormida en los camastros y me voy a despertar hasta las doce del
día y a quemarme como los vampiros.
Ser vampiro me parece sumamente triste, orillados a vivir de
noche, con sus pieles blancas y paliduchas como Drácula; bueno,
ahora tenemos la versión de diamantina brillosa de Crepúsculo, amor
adolescente, la cual me parece una falta de respeto a tan solemne
figura gótica.
Tampoco es que me pulverice si me da el sol y desaparezca en
una estela de polvo cósmico, lo que me salen son unas manchas
en los cachetes, de mariposa se llaman, unas manchas rojas y enor­mes
que abarcan toda mi cara; tanto que me gusta ese color como para que
ahora lo que más odio sea rojo.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

El doctor bromea en su consultorio, hace una comparación de


mi avance con la verificación de un coche:
—Hay un poco de inflamación en las articulaciones, hay que
checar eso en un mes. Te voy a subir la azatioprina, pero te doy el
doble cero, pasaste la verificación —como si todo se redujera a un
motor y la combustión interna.
Dejo el hospital del issste detrás de mí, camino por Zaragoza,
es una avenida fea y enorme, sin embargo, el sonido de los motores
y el ruido sobresalen y no dejan que se escuche mi llanto. Siempre
que salgo del consultorio me da por llorar, no sé muy bien a qué se
deba. Muevo mi mano sobre mi mejilla para retirar esas gotas
acuosas.
Por fin camino, mi bufanda se ciñe a mi cuello, me estiro la
blusa de manga larga. Doy un paso endeble, las puertas del metro
se abren y me apaño la esquina. Miro por las ventanas, Iztapalapa
es gris, es concreto. Es ruido.
Llego tarde, sin embargo, todo sigue igual. Nadie ha bajado los
camastros, ni han puesto las colchonetas rayadas sobre éstos. Nadie
ha echado al agua los flotadores ni mucho menos han recogido la
basura. Además de esas actividades, también me encargo de la caja
y los refrescos. ¿Qué raro? ¿Dónde está? Quedó de llegar antes.
Media hora más tarde llega, con dos vasos de jugo, tamales,
bo­lillos y un coctel de frutas:
—Para que no te me desmayes como el día de la sangre. Ese
día me espantaste.
—Pero no me desmayé.
—Pues casi, estabas re pálida.
No sé qué hacer, no quiero desayunar con él, pero tengo hambre.
Me siento en el banco de la barra y acepto el tamal sin bolillo. No
para de hablar, quiere darme la alineación perfecta del partido de la
noche, no entiendo lo que habla, pero asiento y como un poco de
fruta. Al darle un sorbo al popote, siento su sabor en mi paladar, la
escupo inmediatamente y Leonardo se quita para no ser salpicado.
Es alfalfa. Abro mi tablet y le leo:
—La alfalfa podría hacer que el sistema inmunológico sea más
activo y esto podría empeorar los síntomas de las enfermedades
autoinmunes. Existen informes de pacientes con les que sufrieron

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dalia reyes

una reaparición de los síntomas después de haber consumido semi-


llas de alfalfa por un largo tiempo. Si tiene alguna de estas enferme-
dades, es mejor evitar el consumo de alfalfa. Es la única restricción
dietética para los pacientes con lupus, por tener un alto contenido de
L-canavanina (aminoácido no proteico) que puede producir la re-
activación de la enfermedad.
Termino de leer, me mira con su cara de estúpido, no sabía que
me hacía daño, pero de todas formas me fui y lo dejé ahí con su
agua de alfalfa y su tonto desayuno.
Tita hace caja y nos vamos juntas a la casa, me pregunta por la
cita del doctor, le miento y digo que todo está bien, no quiero otro
sermón.
Vivimos en la colonia Ejército de Oriente, en Iztapalapa. Al
lado del cerro del Peñón, por las noches voy al tianguis de La Pa-
raíso, la colonia de al lado. Me gusta ese nombre para una colonia
o para cualquier lugar, si yo llego a tener mi propio balneario, le
voy a poner La Paraíso. Siempre voy ahí a comer postres o a comer
alguna quesadilla. Me gusta ir de noche por los focos de colores de
los puestos, detrás más focos de diversos tamaños en el cerro del
Tezontle. Hace muchos años, cuando era pequeña, no había tantas
casas como ahora, ¿de dónde sacarán la luz? Miro al cerro, me gus­
ta ver el caos del cerro, millones de focos de esas casas mal construi­
das por sus propios dueños.
Tita me lleva para celebrar con postres que salí bien en los aná-
lisis. Ahora me interroga por si alguien ha llamado para comprar
el balneario, le vuelvo a mentir por segunda vez en el día. No me
gusta mentirle pero a veces prefiero ahorrarme las consecuencias
de decirle la verdad; le contesto que no, que nadie va a estar inte-
resado en tremendo vejestorio.
Tita ya no quiere tenerlo, dice que nos cuesta más conservarlo
y que conviene venderlo como terreno. Siento horrible que diga
estas cosas, al final es lo único que tenemos como patrimonio.
Entramos a la casa, las paredes son color mamey, con muebles
grandes, como la sala, por ejemplo. Los sillones son enormes y con
detalles de madera y en color oro, cortinas pesadas de terciopelo
rojo, sus borlas son doradas; hay unas partes de concreto, que son
las que le han ido construyendo y no han acabado. Toda la casa

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

está a medio terminar, pero eso sí hay una gran pantalla de plasma.
Vivo en una familia muégano: en la sala están Jazmín, Hortensia y
Leslie, mis primas, viendo su novela del canal 2. Las tres parecen
estatuas, no se mueven, Leslie hasta se muerde las uñas. Saludo,
no me hacen caso.
La televisión se une a la orquesta sonora, la lavadora, una olla
exprés al fondo en la cocina. Me quito la mochila roja de los hom-
bros. Yo comparto cuarto con Leslie, la más pequeña de las tres, va
al cch Oriente. Es insoportable, usa chamarras de leopardo y pelu-
che en cuello, se cree miss universo y se pinta casi una hora antes de
ir a clase, como si las sombras y el bilé la hicieran más inteligente.
Siempre hay gente en la sala, con un barullo como de mercado,
todos los ruidos de la casa son distintos y eso genera un ruidero
ensordecedor, me mareo cada vez que estoy abajo. Las amigas de
mi tía hablan de Avon, de Tupperware, de los múltiples catálogos
que llevan para vender. Hortensia trabaja en un despacho de con-
tadores, es la secretaria, es muy madrugadora, por lo tanto siempre
tiene sueño. Cuando pasó todo lo del lupus conmigo, mi tía hizo
que se hiciera estudios; como uno de los síntomas es cansancio ex­
tremo, pensó que Hortensia también tenía. Pero lo suyo es sólo
ago­tamiento por trabajo, pues al parecer es la secretaria de cuatro
contadores que comparten oficina. Dice que es tener cuatro traba-
jos en uno, cuatro salarios en un solo cheque; es la que más gana en
la casa y, como sigue soltera, es la que siempre tiene las cosas más
bonitas, siempre ropa y bolsas nuevas. Yo, por el contrario, reciclo
la ropa, la que ya no le gusta a Leslie me la quedo, pues sólo están
un poco decoloradas por las lavadas, pero nada que un sobre de
tinte Mariposa no pueda arreglar.
Subo las escaleras de concreto, Tita me grita algo que no escu-
cho. Me encierro en mi cuarto, las ropas de Leslie están tiradas por
todos lados. Estoy cansada. Hace frío y las manos se me están en-
tumiendo. Me doy masaje, muevo los dedos. Odio esta sensación,
constriño mis manos a mi pecho, las sobo. Cojo la cobija y las en­
vuelvo. Respiro con enojo. Me meto a las cobijas sin quitarme la
ropa. Me da más frío.
Los rayos del sol se meten por la ventana. Despierto, me quedo
ahí por dos segundos. Me vuelvo a introducir en las cobijas. Me

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dalia reyes

pongo mis capas: brasier, playera de manga larga, una playera en


cuello “v”, mi suéter. Me pongo bloqueador: una capa blanca so-
bresale de mi piel morena, por más que lo extiendo por la piel se
queda ahí.
Al llegar a la barra hay unas alegrías en su bolsita de celofán y
una nota que dice:

El lupus y las alegrías. Todos los médicos las recetan, es de suma


importancia meter al cuerpo alegrías, contrarresta el efecto de la al-
falfa. Dr. especialista Leonardo.

Alzo la mirada para buscarlo. Es una bandera blanca. Hoy ya le


voy a hablar.
Vamos todas al centro a comprar mercancía: salvavidas, dulces
y chicharrones. En las calles por las que camino hay un sol ardien-
te, me quema, me bajo la gorra. Serviría el sombrero que me rega-
ló Tita, de paja y ala ancha, horrible, pero prefiero mi gorra, aunque
me vea rara. La luz es casi blanca, no puedo distinguir detalles, en
estas calles siento que la luz es seca, asfixiante, lenta. La luz con-
tiene el polvo de la avenida y no lo suelta; la luz suena hueca, pe-
netra en mis huesos, traspasa mis capas; la luz me aturde, la luz se
mueve lento, comienza a devorarme, huele a cal. Me apuro, cami-
no más rápido.
Llegamos al balneario, Tita ve que el letrero de “Se vende” está
volteado, lo regresa a su posición. Lanza mirada de desaprobación
hacia mí.
Tita me acomoda la gorra y me unta bloqueador, me resisto, le
quito la mano. Tita me ve con reproche, me quita las bolsas de la
mano. Tita me trata como niña. Va entrando Leonardo. A quien
Leslie lo ve descaradamente. ¿Qué le ven? No tiene ningún chiste,
al contrario, tiene un tono raro, iztapalqueño, vulgar y grosero. Pero
todas las muchachas que vienen aquí se lo quieren ligar.
Leslie, Jazmín, Tita y yo caminamos hacia la barra con bolsas,
ellas sólo me ayudan a traerlas, pero nunca se quedan a trabajar.
Leslie va a la prepa, Tita y Jazmín hacen comida para llevar, así
que por eso sólo yo me quedo. Ya quiero que se vayan. Me acomo-
do el mandil.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

—Buenas —no contesto.


—Ya va a comenzar la clase, ¿no quieres nadar un rato?
—No.
—Es divertido, aunque no lo creas uno sí suda.
—No, mejor luego.
—Ni es tan difícil, sólo es como aerobics pero en el agua o, ¿a
poco no sabes nadar?
No contesto, me molesto.
—Luego por eso las señoras no quieren entrar a mi clase, pero
les pongo flotadores.
—No es eso.
Leonardo a veces parece subnormal, no entiende que no quiero
hablar, que estoy insolada y fastidiada por Tita y mi familia, pero
sigue hablando.
—Mira, ésa que viene entrando ahí, así como la ves de gorda,
¡estaba más! ¿Y cómo crees que bajó?, ¡pues con los aquaerobics!
Tres mujeres en pants y chanclas comienzan a llegar. Una joven
(24 años) linda, con un poco de curvas, con chanclas y short azul,
le sonríe a Leonardo. Leonardo le regresa la sonrisa.
—Y ¿ella?
—Ella, ¿la de short azul?
Asiento, me produce cierta incomodidad y curiosidad a la vez.
—Pues nada más viene a chapotear. ¿Entonces qué? ¿Nadamos
un ratito?
—Que no.
—Bueno, por lo menos ayúdame con el bronceador, sólo en la
espalda.
Leonardo me da la botella y se gira dándome la espalda. Me
quedo pasmada ante esa piel bronceada, con botella en mano y un
poco nerviosa recorro con la mirada la piel. Lo huelo, huele a ci-
garro y colonia barata. Está recién bañado, aspiro su champú. Las
alumnas comienzan a llamarlo.
—¡Voy! Dense unas dos vueltas a la alberca.
—Me sobresalto con el grito que me saca de mi abstracción y
reconocimiento olfativo.
Leonardo se gira, me mira casi con burla, ligador. Me molesto.
—No pasa nada, sólo es aceite de coco.

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dalia reyes

Me quita la botella y se marcha hacia la alberca. Me volteo a


verlo, me enoja que me trate así. Por eso siempre trato de igno­
rarlo. Leonardo con aire de superioridad y galantería sonríe a las
alumnas y comienza a jugar con la del short azul, que no se ha
metido al agua, le quita la toalla y le rocía un poco del bronceador.
Leonardo voltea a verme. En cuanto las miradas se cruzan me giro
de inmediato.
Ha terminado la clase, tengo que vender los cochinitos de ca-
nela, para ganar un poco más de dinero. Me paro muy seria en la
barra y empiezo:
—Llévelos, lleve su cochinito de canela.
Nadie me hace caso, Leonardo me ve burlón, pero yo continúo
con la vendimia. Se acerca a mí y me quita todas las bolsitas. Ter-
minó vendiéndolos todos él, con sus amigas, las de la clase.
Así es él, un creído, que se hace el gracioso cada vez que pue-
de, es muy simple y desfachatado. Tenemos que convivir con él,
porque es el hijo de don José, el que le ayudaba todo el tiempo a
ha­cer los arreglos a mi mamá y a mi abuela, desde las cañerías ta­
padas en las regaderas de los vestidores hasta la limpieza de las al­
bercas. Aunque ahora él es como parte del mobiliario del balneario,
pero menos eficiente que su padre; desde que éramos chiquitos, él
venía a nadar y nunca dejó de hacerlo. Cuando era adolescente
sacó a una tarada que se ahogaba y desde ahí se cree héroe y guar-
dián de la bahía.
Leonardo nunca ha sido de mi agrado, es como un parrandero
barato. Ya hace varios años traía a una muchacha distinta cada fin
de semana, me parecía tan repugnante. Es un amigo de la familia,
y por eso lo invitan a él y a sus hermanos a los cumpleaños, y ellos
nos invitan a sus bautizos. Don José me cae bien, es amable y ca-
riñoso, pero Leonardo es desagradable, siempre esforzándose por
hablar y hacerse notar. Además de que es medio torpe para la es-
cuela, y no le gusta trabajar, por eso prefiere hacer como que nada y
enseña aquaerobics, pero realmente es un huevón, bueno para
nada. Si fuera sólo mío el balneario, lo primero que haría sería co-
rrerlo. Tita dice que le está haciendo un favor a su papá y a sus
hermanos, que siempre nos han tendido la mano en tiempos de
necesidad.

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GUIÓN CINEMATOGRÁFICO

Me acuesto un rato en el pasto. Mi espacio preferido, los jardi-


nes del balneario. Hay muchos árboles, a veces me cagan las palo-
mas. Pero es el lugar donde hay sombra, si por mí fuera yo viviría
en el bosque, en medio de todos los troncos enormes. Sin que el sol
llegara a mi ventana.
Veo cómo entre las hojas se filtran pedazos de luz, veo cómo
las sombras se mueven. Ahí la sombra es mi aliada, ahí la luz es li­
gera, amable y no quema. La luz huele a tierra recién regada; la
luz no se mueve, baila entre las hojas. Así es el bosque.
Traigo falda, se me ven las venas, el color de mi piel es como
amarilla, en realidad un amarillo pálido, todo se debe a la falta de
sol. Me quedo dormida. En el sueño me veo pequeña, veo a mi
madre y a mi abuela, hay viento, corro hacia el mar, todas nadamos,
todas nos sumergimos. Me quedé dormida, los domingos siempre
estoy más cansada que nunca.
Es tarde. Me abrigo un poco más, me subo la bufanda, camino
un poco más. Las luces de la noche dejan sombras por donde paso,
me sobo una rodilla, me jode un poco la testaruda, porque mis ró-
tulas son unas hijas de puta, constantes, eso sí, que me molestan
cada domingo en la noche. Debo aceptar que son puntuales, siem-
pre a la mañana se quejan. Dejo detrás a unos borrachos que se
estrujan contra una pared, dándose besos por doquier. Camino por
las calles sola, el frío me estruja, pero sigo caminando; el viento me
enfrenta, bajo al metro.
Frente al espejo, no sé qué me miro, la piel de mi pecho es de
un color y mi cara de otro. Tengo manchas por todos lados, estrías,
debido a la cortisona. Síndrome de cuchi, de cuchi-nita, solía bro-
mear con mi madre. Miro fijamente mi cara, ¿soy bonita? No creo.
Aun así me unto crema de concha nácar en las manchitas que tengo
en los brazos. Me cubro con la manga de la pijama. Apago la luz.

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dramaturgia

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Dos retratos: diálogo entre forma y contenido

Sid Vicious

El punto de partida del trabajo de Javier Márquez, Sid Vicious, es


la vida del bajista y vocalista del famoso grupo británico, Sex Pistols.
Paralelamente al discurso ficcional que retrata la vida del cantante,
el autor emprende un cuestionamiento del concepto mismo de la
representación.
El protagonista, sumamente autodestructivo, habita una reali-
dad distorsionada en la que atenta continuamente contra el mundo
y contra su cuerpo. Su mundo está lleno de drogas y de violencia.
Él mismo forma parte de un movimiento deseoso de profanar todo
lo establecido: el orden, la ciudad, las casas, la autoridad. El univer­so
que plantea el autor tiene que ver con las pulsiones más inconfe­sa­
bles, deseos de anormalidad, de diferencia y de perversión: fan­tasías
sobre la violencia, y todas encuentran salida en el escena­rio. La pri-
mera imagen nos sugiere a Sid Vicious en una celda de prisión. Un
desfile de personas o masas, apoyan el contexto y muestran una ca-
ricatura de la sociedad.
Al experimentar con la forma de la estructura dramática, el tex­to
de Márquez se sitúa en la frontera entre el teatro y lo performativo,
aventurándose en el territorio de las estructuras teatrales no conven­
cionales. Así, el autor busca crear nuevas constelaciones sígnicas
a través del mismo lenguaje, donde la narración no es lineal. La pa­
labra se halla en su génesis exigiendo, de cierto modo, al receptor la
creación de una dramaturgia propia. La forma de la narración es

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abierta y sugerente. Es una partitura que permite tener muchas
visiones.
Márquez indaga en su trabajo, como lo ha venido haciendo en
los últimos años, sobre el fenómeno de los grandes ídolos mediá-
ticos que dejaron huella en generaciones enteras. En este caso, Sid
Vicious es el eje central del discurso sobre la percepción de la vida
de una sociedad, en la época de los años ochenta, en la que surge un
fuerte movimiento ávido de romper con viejos valores. A partir del
tema de la obra, el autor experimenta una reflexión sobre la escritu­
ra posdramática, en la que es importante la imagen y la desestruc-
turación del lenguaje. El texto es una experimentación en sí misma.
La búsqueda enfocada en la forma nos lleva al contenido, y no al
revés; el tema se vuelve una oportunidad para explorar grafías tea-
trales no convencionales.
Al escribir esta ficción, el autor muestra un interés por las dife-
rentes artes: la imagen, la música y la palabra. Su escritura es como
un acto de violencia: la piel humana y el cuerpo son lienzos de la
narración. La obra no solamente pretende contar una historia, aquí
el lenguaje toma cuerpo; es un cuerpo con muchos órganos.
En conclusión, la obra de Márquez se inscribe en un teatro a
contracorriente que prioriza la experimentación. El proceso de la
es­critura es similar al gesto de un pintor, donde la palabra es la ma­
teria prima para crear a través del lenguaje un universo autónomo.

Astronomía de una mujer posible

El mundo que plantea Daimary Moreno es unánimemente femeni-


no, onírico y con sus propias reglas. La autora juega con la idea de
los planetas: cada escena nos introduce a un planeta según el día
de la semana. Aquí, a través de una escritura íntima y hermética,
ella busca reconciliarse con un mundo de mujeres, con su propio
interior, con su propio ser, con su propia esencia.
En una obra donde la forma dialogada es lo más importante, la
exploración de temas dolorosos y que confrontan una mirada fe-
menina en una sociedad masculina que condena a las mujeres al
sufrimiento de no saber dónde están, Moreno explora asuntos como

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la maternidad, el machismo y el tema generacional de las mujeres
solas y abandonadas. Así, Elo, la protagonista, busca entender el
misterio de la vida a través de cuadros que sugieren y exploran la
feminidad de una mujer de hoy: es una especie de curandera, de
oráculo. La otra mujer, que juega varios roles dentro de la obra, y
la propia autora buscan, en una realidad alterna, encontrar la expli-
cación de las leyes que rigen el cosmos, el universo y nuestra exis-
tencia mediante la simbología de los planetas.
El tejido, imagen onírica y constante en todo el texto, s­ imboliza
estas leyes cósmicas donde la mujer tiene que aprender a tejer de
nuevo su vida. La autora explora desde un lenguaje no realista, como
de sueños, una realidad que muestra a la mujer como responsable
o víctima de su propio machismo. El tejido opaca su visión y se
vuelve una telaraña por descifrar.
La maternidad y los temas femeninos que enmarcan este tex-
to resultan profundamente autobiográficos, en ellos la autora, sin
mie­dos, sin pudores y con una honestidad sorprendente, explora
temas que conoce y ha vivido en experiencia propia y dotan al tex-
to de una sinceridad muy emotiva. El cuerpo femenino se vuelve el
hábitat de escenas sin aparente conexión, pero unidas por un tema
general que explora la feminidad hoy en día. Dos mujeres solas se
confrontan en un tour de force donde no dan tregua a sus anhelos,
a sus búsquedas y a sus deseos de encontrase a sí mismas.
Aquí, en el texto que propone Moreno, los roles de maestra y
aprendiz oscilan entre ambos personajes. Ninguna sabe más que la
otra, no importan las experiencias vividas; de lo que se trata es de
acompañarse y de explorar un mundo en el que la mujer está per-
dida en sus fantasmas y busca una sanación para ser feliz en este
uni­verso. Para concluir, el texto que presenta Daimary Moreno en
esta Antología de jóvenes creadores es la muestra de una visión
femenina, joven y universal.
Finalmente, sólo nos resta agregar que ambas propuestas con-
forman una muestra de dos estilos, formas y lenguajes diferentes,
dinámicos, pero sin duda actuales y en ambos casos resultan un
pa­radigma de los temas que preocupan a estos jóvenes escritores.

Verónica Musalem Moreno y Edyta Rzewuska

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Javier Márquez

Sid Vicious

El hombre es un animal que no marca su territorio


con los rastros de sus deyecciones,
se apropia del Mundo mediante la palabra.
[…] La gestualidad de la escritura que evoca
al movimiento de rasgar una superficie,
de hendir con un tajo, remite a un acto de violencia.

Eduardo del Estal

Todos interpretan a Sid Vicious.

II

Coro

Mierda es el olor impregnado en las fosas nasales de la gente de


ciudad. Fosas sangrantes/ Fosas sépticas/ Fosas comunes. Costras
de mierda pegadas en el interior de los pulmones. La ciudad es
apenas una construcción frágil sobre un mar de mierda. El asfalto
gris sostiene muros de palacios, arcos triunfales, símbolo del po-
derío y opulencia antigua. Hoy despostillados. Enfermos. Corroídos
por la humedad de los orines. Erosionados por la frustración. Mu-
ros altos que anhelan alcanzar las viejas joyas de un cielo siempre
gris, deprimido. Nublado industrial. Aquí no muerde el miedo.
Muerde la furia. Venas exaltadas. Gramática de la ira. Grito-graffiti
contra el muro rojo.

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javier márquez

no future

Do it yourself

No profit

Reject dogmas

Question the established

Despise fashion

Despise masses

III

Sid

Papá marcha enfundado en colores ridículos


protege/decora el palacio de Buckingham.
¡No me pueden arrestar! ¡Soy una estrella de rock! Cuatro putos
muros grises. Una estúpida puerta de barrotes. Me atraganto con
mocos y lágrimas. Nancy, Nancy, baby. El sudor congela mi piel.
It meant to happen. Mis músculos, alambres electrificados del cuer­
po. I like to have fun. Any kind of fun. Just fun. That’s my object in
life. Arde el cerebro. You kidding? No, I’m not having fun at all. Su
sonrisa. Under the ground. Oh, yeah. Mierda líquida. Nostalgia por
la heroína.
Mamá calienta su medicina en una cuchara.
Yo dibujo los campos de flores
donde jugaremos toda la tarde.

Nancy

Johny, tengo todos sus discos.

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DRAMATURGIA

Sid

Yo no soy John, soy Sid.

Nancy

En la habitación de un hotel, un hombre y una mujer se declaran


su amor a punta de jeringas. Rasguños, mordidas. El hombre le
propone matrimonio a punta de muerte. La mujer sonríe desde su
herida abierta bajo el ombligo con la que dibuja una roja alfombra
para la noche de bodas.

IV

Coro

Los parques crecen en podredumbre.


El verde pasto sofocado por el plástico negro.
Muros de basura.
Progresos del imperio.
El delicioso aroma fétido atrae a las ratas.
Se encuentran
sonríen
se muerden
copulan
contagian sus pulgas.
Se visten con desechos:
botas que deforman los pies
pantalones vaqueros astrosos
playeras rasgadas que exhiben los huesos
chamarras de cadáveres;
se adornan con galantería inglesa:
plastas de maquillaje para sonreír como aristocracia
aretes de imperdibles para no extraviar el sinsentido
collares de perro y estoperoles
pulseras de candados y tornillos

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javier márquez

joyería chatarra que se encumbra en una corona/cresta multicolor.


Reyes de lo subterráneo
condenados sin futuro
muestran los dientes amarillos de saña
y cantan contrahechos desde sus alientos putrefactos.

I am an antichrist
I am an anarchist
Don’t know what i want
But i know how to get it
I wanna destroy passers-by
‘Cause i wanna be anar-chy
No dogs body
Anarchy for the u. k.
It´s coming some time
And maybe i give the wrong time
Stop a traffic line
Your future dream is a shopping scheme
‘Cause i wanna be anar-chy
In the city
Are many ways to get what you want
I use the best
I use the rest
I use the enemy
I use anarchy
‘Cause i wanna be anar-chy
It´s the only way to be.

VI

Coro

Mierda acostumbra ver la gente de ciudad. Mierda de perro, de


gato, de indigentes. Hombres dentro de televisiones a colores. Las
ratas roen cables, madera, botones, cráneos. Penetran hasta donde
quieren. Divertidas y multicolores, ellas están hechas para las pan-

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DRAMATURGIA

tallas y, desde ahí eructan sus primeras palabras. Sintaxis de un


nuevo lenguaje.
Vamos, muchachos… Me han dicho que han recibido 40
mil libras de una compañía discográfica. ¿No es eso un tanto
opuesto a su visión antimaterialista de la vida? No, mientras más,
mejor. Ya nos lo gastamos todo, ¿verdad? En los bares. ¿En serio?
¡Dios mío! Ahora quiero saber algo… ¿Hablan en serio o quie-
ren hacerme reír? No, nos gastamos todo. Todo. No, me refiero
a lo que hacen. Oh, sí. Beethoven, Mozart, Bach y Brahms están
muertos… Todos ésos son nuestros héroes, ¿no? Son gente mara-
villosa. Ellos nos prenden. ¡Pero están muertos! Es una mierda. ¿Es
qué? Nada. Una mala palabra. Siguiente pregunta. No, no, ¿cuál
fue la mala palabra? Mierda. ¿Ésa fue? ¡Santos cielos, me asus-
tan a morir! Estúpido asqueroso. Bien, sigue, amigo, sigue. Anda,
tienes otros cinco segundos. Di algo escandaloso. ¡Bastardo as-
queroso! Sigue. Asqueroso hijo de puta! ¡Idiota! Culo. Verga. Caga-
da. ¡Qué muchacho tan inteligente! ¡Pobre imbécil! Bien, eso es
todo por esta noche. Nos veremos mañana. Espero no ver a este
grupo otra vez. Buenas noches.
Padres de familia arrojan televisiones por las ventanas.
Entretenimiento para el asfalto.

VII

Sid

El muro contra sus puños.


Nacer en condición de rata.
Como horizonte la fétida neblina que transpiran las cloacas
La mayor aspiración; sobrevivir este día.
Venas exaltadas
gramática de la furia
grito-graffiti contra el muro.
No era la A de Anarquía
era la A de alarido.
Contra sus pies.

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javier márquez

No era la esvástica nazi


era la herida incómoda
siempre abierta
de la memoria.
No era la heroína para la evasión
es la heroína para tener
un simulacro de vida
ideal del podrido
una utopía al alcance de las venas.
Contra su cabeza.
Moriré antes de los veinticinco
y cuando lo haga
habré vivido como se me antoje.
Humilla su autoridad
viola su moral.
Genera caos y disturbios
pero no dejes que te atrapen vivo.
Lanza jeringas como dardos en parque de diversiones.
Globos sangran pintura que traza en el muro la bandera de In­
glaterra.
Sid sonríe.

IX

Coro

Tiembla el asfalto de Londres


por la marcha de la policía antimotines
por la marcha de desempleados en paro
por la marcha de los guardias del palacio de Buckingham.
Las ratas abandonan la ciudad
los proscritos suben a los barcos.
La Reina desfila
sobre la roja alfombra.
Brillan sus joyas grises
ante la muchedumbre/podredumbre

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DRAMATURGIA

que se hinca
al paso de Su Majestad.
Desde un barco
ratas-proscritas berrean
God save the Queen
A fascist regime
They made you a moron
Potential H-bomb
Lanchas Oxford
llenas de cabezas de bala
rodean el barco.
God save the Queen
She ain’t no human being
There is no future
In England’s dreaming
Piden silencio
con cañonazos al aire
Don’t be told about what you want
Don’t be told about what you need
No future
no future
no future for you
Las ratas arrojan comida
botellas de cristal.
God save the Queen
We mean it, man
We love our Queen
God saves
Las cabezas de bala disparan gomas
gas lacrimógeno.
God save the Queen
Tourists are money
But our figurehead
Is not what she seems
Así es como los adultos
asesinan el futuro.
God save history

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javier márquez

God save your mad parade


Oh Lord, have mercy!
All crimes are paid.
Las ratas-proscritas
se rinden.
When there’s no future
how can there be sin?
We’re the flowers in the dustbin
We’re the poison in the human machine
We’re the future
we’re the future
La Reina sonríe
con su boca llena
de joyas amarillentas.

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Daimary Moreno

Astronomía de una mujer posible

El teatro es un reciclado de basura coloquial


a la que transforma en poesía.
Si uno no aprende a disfrutar de la belleza de esos desechos,
de esa construcción rota de curiosa sintaxis,
es difícil que pueda transformarse,
al menos, en un dramaturgo feliz.
Sería como la paradoja de un alfarero
que le tiene asco al barro.

Mauricio Kartun

Escena I

Aparece Rebeca sentada en una pequeña sala. De pronto, Elo


atraviesa la sala y se para en seco sorprendida de verla.

Rebeca: (Levantándose de la silla abruptamente.) Buenas.


Elo: ¿Te puedo ayudar en algo?
Rebeca: Busco a la señora Elo.
Elo: ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Rebeca: No sé, como cuarenta minutos. No traigo reloj, ¿la conoce?
Elo: Hace un momento pasé por aquí, no te vi.
Rebeca: Le digo que no traigo reloj. Miré la puerta abierta y el
letrero que decía “Bienvenida”.
Elo: Hace como diez minutos pasé. No estabas.
Rebeca: Entré porque nunca me había tocado ver un letrero así.
Es muy bonito el tejido, muy fino, ¿usted lo hizo?

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daimary moreno

Elo: Sí. Lo hice pensando en que las mujeres estamos acostum-


bradas a seguir palabras dirigidas a hombres. Gracias por leer-
lo. Voy a ver la hora y vuelvo…
Rebeca: ¿Usted es Elo?
Elo: Así es, ¿y tú?
Rebeca: Rebeca.
Elo: (Sorprendida.) Mi nieta también se llamaba Rebeca.
Rebeca: ¿Murió?
Elo: Sí, tenía cinco años cuando eso.
Rebeca: Esa edad tenía yo cuando se murió mi abuelo.
Elo: Vienes a hablarme de él.
Rebeca: No, ya hace mucho que murió, me acordé por lo que dijo
de su nieta…
Elo: ¿Cómo se llamaba tu abuelo?
Rebeca: Abraham.
Elo: Y él guió tu Luna…
Rebeca: (Confundida.) ¡¿Cómo?!
Elo: Te acompañó en la niñez…
Rebeca: Pues sí, sí, mi papá nunca estaba.
Elo: Cuando mi abuelo murió, en el panteón mi abuela sacó un li­
bro y sin decirme nada lo abrió, me señaló con el dedo una
línea: “No olvides a tus muertos, pero dales un sitio limitado
que les impida invadir toda tu vida”. A la fecha no sé quién lo
escribió, ¿tú sabes?
Rebeca: No, la verdad nunca lo había oído.
Elo: De jovencita duré mucho tiempo buscando quién lo había
escrito, hasta que entendí lo que mi abuela trataba de hacer.
Rebeca: ¿Y lo logró?
Elo: (Sonríe.) De nada sirven los libros si uno no aprende a verlos
en las calles. ¿Sabes qué hora es?
Rebeca: No traigo reloj.
Elo: (Pensativa.) Es verdad. (Silencio.) ¿Qué te trajo de vuelta a
mi casa?
Rebeca: (Desconcertada.) Creo que me está confundiendo…
Elo: Cuando un nombre aparece dos veces en la vida de una per-
sona, viene a recordar algo.
Rebeca: Lo dice por su nieta.

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DRAMATURGIA

Elo: ¿Por qué viniste a buscarme?


Rebeca: Un amigo me dijo que usted practica un tejido inspirado
en los planetas, me llamó la atención y vine.
Elo: ¿Cómo se llama tu amigo?
Rebeca: Tobías.
Elo: Ya sé quién es, vino un par de veces a buscarme, pero de re-
pente ya no volvió a aparecer, dejó de venir. ¿Sabes algo de él?
Rebeca: Su papá era muy estricto y su mamá siempre prefirió a su
hermano menor, yo creo que por eso es así.
Elo: Me quedé esperándolo. (Para sí.) Le tenía fe.
Rebeca: La verdad no creo que vuelva.
Elo: ¿Y tú también vas a desaparecer? ¿Vas a llegar con el cuento
del tejido y apenas encuentres lo que andas buscando te vas a ir?
Rebeca: A mí primero me gustaría saber de qué trata, Tobías no
me supo decir mucho.
Elo: Ya veo.
Rebeca: También me gustaría saber cuánto cobra…
Elo: De eso hablamos después.
Rebeca: Para mí es importante…
Elo: (Amable.) Para mí no. ¿Gustas té?
Rebeca: Sí, gracias.
Elo: ¿Azúcar?
Rebeca: No, así está bien.
Elo: (Abruptamente.) ¿Crees en la virgen, Rebeca?
Rebeca: ¿En la virgen? (Silencio.) Depende.
Elo: (Sonriendo.) ¿De qué?
Rebeca: ¿Supo que hace poco se apareció en Nauta?
Elo: …
Rebeca: ¿Se siente mal?
Elo: …
Rebeca: Señora…
Elo: No, no, no, estoy bien.
Rebeca: ¿Segura?
Elo: (Asiente.) ¿Y en Dios? ¿Crees en Dios, Rebeca?
Rebeca: Sí, en Dios sí, en Dios siempre, todo el tiempo.
Elo: El tejido que yo ofrezco es muy sencillo. Se trata de tejer
edades.

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daimary moreno

Rebeca: No entiendo.
Elo: ¿Cuántos años tienes?
Rebeca: Veintisiete.
Elo: (La observa asombrada.) ¡Estás en la edad del Sol!
Rebeca: (Confundida.) ¿Cómo dice?
Elo: El Sol rige la edad del ser humano desde los veintidós hasta
los treinta y siete, en algunos casos hasta los cuarenta y uno, con
cada persona es diferente. (Pausa.) Verás. (Apuntando hacia un
cuarzo colocado en algún punto de la sala.) Alcánzame por
favor esa piedra que está ahí. (Pausa.) Ésa. (Tomando la pie­
dra en sus manos.) Talla esta parte en la palma de tu mano.
Rebeca: ¿Así?
Elo: Sí, así. (Pausa.) Con confianza. También pásala por tu ante-
brazo. (Pausa.) ¿Cómo se siente?
Rebeca: Esta parte de abajo muy suave pero arriba, no sé…
Elo: ¿Áspera?
Rebeca: Sí, eso: áspera.
Elo: ¿Por dónde te cuesta más trabajo pasarla?
Rebeca: Por el antebrazo.
Elo: ¿Por qué?
Rebeca: (Dubitativa.) Supongo que porque esta parte es más sen-
sible que la otra.
Elo: Eso pasa porque tus caderas cubren a tus antebrazos del Sol,
les restan memoria.
Rebeca: (Entregada a la acción de tallar el cuarzo por distintas
partes del cuerpo.) En la palma de la mano hasta callos tengo,
si la paso por aquí no me duele.
Elo: Los callos hacen en la mano lo que las piedras sobre la tierra.
Rebeca: ¡Qué curioso!, es más fácil pasarla por la cara que por el
antebrazo.
Elo: (Parsimoniosa.) De ese mismo modo… (Pausa.) Te camina
el Sol.
Rebeca: (Entusiasmada pasa la piedra sobre su cabeza con los
ojos cerrados.) En la cabeza me relaja.
Elo: ¿Cómo te va en tu recorrido por el Sol, Rebeca?
Rebeca: (Detiene abruptamente el juego con la piedra. Confundi­
da.) No sé.

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DRAMATURGIA

Elo: El Sol no es una astronomía sencilla, cuando Cristo murió en


la cruz, recorría la edad del Sol.
Rebeca: (Regresando el cuarzo al sitio del que lo tomó.) Yo estoy
muy lejos de ser como Cristo, señora.
Elo: (Severa.) Naciste mujer y la mujer está más cerca de Dios
que el hombre. A nadie le hace falta que nosotras también
nos hagamos menos, Rebeca. ¡Míranos! ¿Habías escuchado
que tus vértebras son metáfora de la escalera de Jacob?
Rebeca: (Incómoda.) No sé quién es Jacob, señora.
Elo: Un hombre. (Pausa.) Un hombre que luchó contra sí y ven-
ció. Aunque lo común es oír que se enfrentó a un ángel, lo que
Jacob realmente hizo fue desdoblarse, vuelto dos, combatió
contra su divinidad y hundido en el desierto encarnó en ella. Lo
que tenía de Diablo se hizo Dios, y lo que tenía de Dios recono-
ció su sombra. En ese mismo lugar soñó una escalera que daba
a lo divino.
Rebeca: (Apática.) No sabía que este asunto era religioso, señora,
así que mejor me voy y dejo de quitarle el tiempo…
Elo: (Amable.) No, no, no, discúlpame, tengo la lengua muy suelta.
No me estás quitando el tiempo (Para sí misma.) Los que se
encargan de eso son otros…
Rebeca: (Desconcertada.) ¿Cómo?
Elo: (Serena.) Toma tu té, por favor. Voy a tratar de ir más despa-
cio. Lo prometo. (Suspira.) Hacía tanto que no entraba a esta
casa una mujer joven. (Rebeca vuelve a tomar asiento y té.) ¿Y
a qué te dedicas?
Rebeca: A reparar muñecas.
Elo: (Sonríe.) ¡Qué hermoso oficio! (Recordando.) Como la mamá
de Rebeca…
Rebeca: ¿Su hija?
Elo: (Orgullosa.) Mi hija. (Para sí.) Qué hermoso suena. (Recor­
dando.) Desde niña quiso dedicarse al arte, como tú. No se lo
permití.
Rebeca: ¿Por qué?
Elo: Miedos.
Rebeca: ¿Y su nieta?

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daimary moreno

Elo: (Absorta.) Nunca la conocí. Un día las fui a buscar, sabía que
tenía que llegar por agua. No pude verlas. Regresé descalza.
Fui a devolverle mis pies a la tierra. (Conmovida.) No me dice
mamá…
Rebeca: Lo siento.
Elo: No pasa nada. (Pausa.) Esta casa necesita la presencia de una
mujer joven. Como tú, Rebeca.
Rebeca: ¿Para qué?
Elo: Para llenarla, hace tanto que viene vaciándose.
Rebeca: Dudo mucho que yo sea esa mujer…
Elo: (Abruptamente.) Yo no. (Dulcemente.) ¿Sabes cuántos años
tiene ese letrero que está allá afuera? Por lo menos unos diez.
En todo ese tiempo nunca ha entrado una mujer del modo que
tú lo hiciste.
Rebeca: ¿Y qué pasaría si yo fuera esa mujer que usted dice?
Elo: (Absorta.) Yo podría descansar.
Rebeca: ¿Qué necesita que haga?
Elo: Tejer.
Rebeca: (Confundida.) ¿Cómo?
Elo: (Entusiasmada.) Imagina que soy una de tus muñecas y vie-
nes a repararme.
Rebeca: (Desconcertada.) Usted es una mujer. No podría, es muy
diferente.
Elo: ¿Qué necesitas? ¿Hilos? ¿Cabellos?
Rebeca: No, no es eso, no me está entendiendo.
Elo: La mujer lleva la escalera en la espalda, Rebeca, por ello en
las escrituras se enemistó con la serpiente. Vamos a subir jun-
tas la escalera. Las mujeres que aprenden a despertar sus ser-
pientes amanecen un día comprendiendo la lengua de Dios.
Comprendámosla juntas. Vueltas serpientes se arrastran con el
cuerpo entero sobre la tierra; entonces conocen la humildad y
dejan de andar erguidas. Arrastrémonos juntas. (Silencio.) Si tú
no sabes cómo te ha ido en el Sol, seguramente es porque has
dejado pendientes en Venus, necesitas aprender a amar. Nos
necesitamos. Una a la otra nos necesitamos.
Rebeca: ¿Qué tengo que hacer?
Elo: Amanecer.

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DRAMATURGIA

Rebeca: ¿Tejer y amanecer?


Elo: Hablar como hacen los dioses, en espiral, así, mira, con la len­
gua echada hacia atrás, ¿ves? (Rebeca intenta seguir las instruc­
ciones de Elo.) ¿Cuántos Judas te has encontrado en el camino,
Rebeca? ¿Cuántas veces has sido Judas en el camino del otro?
Rebeca: No entiendo.
Elo: ¿Cuántas veces te han traicionado y cuántas veces tú has trai-
cionado?
Rebeca: Muchas.
Elo: (Asiente. Señala una ventana.) ¿Qué ves?
Rebeca: Estrellas.
Elo: Dios quiso que el ser humano, durante su estancia en la Tie-
rra, creciera tejiéndose la energía de siete de sus astros cin-
cuenta y dos veces al año. Las estrellas zurcen a los hombres,
Rebeca, como tú a tus muñecas. Los domingos unos centímetros
de Sol, los lunes de Luna, los martes de Marte; pero siempre
bajo la guía de un astro que en espiral con los otros seis va dán­
dole rostro al hombre o a la mujer que teje.
Rebeca: Los astros que dan nombre a los días de la semana.
Elo: Así es. El detalle está en que cada siete u ocho años, a veces
más, cambia la aguja con que somos tejidos desde arriba.
Rebeca: Yo lo único que quería aprender era un tejido nuevo para
mis muñecas, no esto.
Elo: Tú decides. (Desorientada.) ¿Qué hora es?
Rebeca: Ya le dije que no traigo reloj.
Elo: Es verdad. (Pausa.) ¿Te gustaría que empezáramos ya?
Rebeca: (Dubitativa.) Sí.
Elo: ¿Qué traes en esa bolsa?
Rebeca: Cabezas de muñecas, agujas, algodón, hilos…
Elo: ¿Ropa?
Rebeca: De muñeca.
Elo: Me gustaría que te quedaras algunos días aquí, al menos sie-
te, ¿puedes?
Rebeca: No creo…
Elo: No me tienes que contestar ahora. (Pausa.) Muchos creen que
el Sol es el centro del universo, pero lo cierto es que sin Venus
no hay Sol; si gustas por ahí podemos empezar. (Pausa.)

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daimary moreno

Rebeca: (Sonriendo.) Hoy es viernes.


Elo: (Asiente con la cabeza a manera de reafirmación.) ¿Te parece?
Rebeca: Sí. (Pausa.) Me parece.
Elo: Espérame un momento.

Elo sale de escena, Rebeca se levanta de la silla y comienza a ob­


servar detenidamente la sala; le llama la atención un bulto cu­
bierto por una manta. Se acerca, lo observa con curiosidad y
retira la manta; encuentra un caballo de madera, lo toca, se ase­
gura de no ser vista y se sube a él, comienza a mecerse suavemente
y a cantar una canción de cuna.

Elo: (Visiblemente conmovida por la melodía.) ¿Quién te la enseñó?


Rebeca: Perdón, hace mucho que no veía uno…
Elo: ¿Quién te la enseñó?
Rebeca: ¿Qué?
Elo: La canción que estabas cantando…
Rebeca: No sé, desde niña la canto.
Elo: Ten, es importante que no traigas ninguna prenda tuya. Si
quie­res te puedes cambiar ahí atrás. (Rebeca toma el vestido y
se retira a vestirse.) ¿Puedo ver tus muñecas?
Rebeca: Sí, claro.
Elo: (Mientras revisa el bolso de Rebeca.) Si fueras la Virgen Ma-
ría y tuvieras frente a ti a Cristo clavado a la cruz, ¿qué le dirías,
Rebeca?
Rebeca: No sé. (Pausa.) Me quedaría ahí con él, como hace una
madre, esperando su muerte, cantándole, limpiándolo.
Elo: ¿Con las manos?
Rebeca: Sí, con las palmas de las manos.
Elo: (Emocionada.) ¿Ves que no estás tan lejos de Cristo como
piensas? (Colocándose el reverso de las palmas de las manos
sobre los ojos.) Las palmas de las manos llevan ojos que tiene
el cuerpo para sanar lo que no ve. (Para sí.) Tú eres la mujer
que yo estaba esperando.

Aparece Rebeca con el vestido blanco; Elo la mira sorprendida.

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DRAMATURGIA

Rebeca: (Girando.) ¡Qué hermoso vestido! ¿Puedo montar al ca-


ballito con él?
Elo: ¡Pero claro! ¡Qué pregunta! (Pausa.) ¿Podrías volver a can-
tar eso que cantabas cuando entré?

Rebeca asiente. Elo mira detenidamente a Rebeca subirse al ca­


ballo y mecerse en él, momentos después comienza a tararear la
melodía junto a Rebeca, mientras peina a una de las muñecas.

Venus

Escena II

Elo: ¿Por qué te tocas de ese modo el vientre?


Rebeca: (En trance.) Me acabo de enterar que voy a ser mamá. No
sé si tenerlo. (Pausa.) He pensado en abortarlo, en sacármelo
sola. Leí que si tomas té de orégano el calor te saca al hijo.
Elo: ¿Estás segura?
Rebeca: Me lo leyeron en la sangre.
Elo: ¿Y el padre?
Rebeca: Lo que yo haga está bien para él.
Elo: ¿Lo amas?
Rebeca: Mucho. Me recuerda a mi papá.
Elo: ¿Qué dice tu madre?
Rebeca: Nada, no le he dicho nada. Si me sabe sin virginidad me
va a odiar.
Elo: El hijo ya está aquí.
Rebeca: (Visiblemente alterada va poco a poco incrementando su
coraje y preocupación.) No quiero que lo que me dio vida re-
niegue de mí. No quiero que mi madre me deje de querer.
Quiero seguir siendo la hija que ella piensa que soy.
Elo: Una madre se sabe de memoria a sus hijos, te leerá la ausen-
cia en los ojos.
Rebeca: Me dirá puta, por dejarme florecer me llamará puta.
Elo: Las madres conocen el verbo, sabrá qué decir.
Rebeca: Va a renegar de su descendencia.

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daimary moreno

Elo: Hablará la rabia, no ella.


Rebeca: Verá la hija que tiene y no a la que imagina.
Elo: (Dándole una bofetada a Rebeca.) El que esté libre de pecado
que arroje la primera piedra, dijo Cristo, todos bajaron la mano
menos el cielo. Desde entonces cada tanto cae un meteoro
vuelto verbo.
Rebeca: (Sollozando.) Mi madre me desea siempre virgen.

Elo se acerca a Rebeca y la sienta en sus piernas, comienza a me­


cerla como un bebé mientras le cose el vestido con aguja e hilo.

Elo: Cierto día la mujer olvidó la habilidad de resbalar sobre la


cuerda que da vuelta a la esquina, con ese tin, tin, tin que rebota, ha­
ciéndose camino por la piel, trazando rutas de llegada y escape,
dejando entrar en el cuerpo la melodía que pierde con los años. Al
principio pensamos que era cosa de familia, vulgaridades de per-
sona que aún cree que en el yo está la solución. Hoy sabemos que
antes del verbo estuvo la espina dorsal haciendo nido en un árbol.
Cierto azul, la mujer olvidó el modo de darle la vuelta a la al-
mohada, de doblar los párpados al derecho y al revés a fin de encon­
trar el lenguaje de los sueños. Pocos lo recuerdan, pero la mujer
tejió antaño los sueños de ciertos cristos que, olvidándose de la mano
que los zurció, construyeron un imperio con basamento de falos y
testículos, en el que la tejedora fue negada, siendo tratada como
sombra. A su aguja le debe el Sol el rostro y los planetas el mo-
vimiento. El detalle de quiebre o fuga no estuvo en el Sol ni en la
memoria, tampoco en el orgullo. El secreto fue olvidar que en el
paraíso la primera en hablar con la serpiente fue la mujer.

Elo saca dos manzanas rojas de la bolsa de su vestido y le entrega


una a Rebeca.

Rebeca: (Muerde la manzana.) En mi cama, he guardado durante


veintisiete años una caja que he preferido no abrir, porque
abrirla significa ser feliz y la feliz edad es algo que el ser hu-
mano siempre preferirá pensar lejos…

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DRAMATURGIA

Elo: Pero sucede que la cama destapa la nuca y deja salir a las ser­
pientes. Sucede que la serpiente está compuesta de partículas
cuya velocidad es mayor a la de la luz. Por eso la serpiente está
fuera del tiempo. Por eso es luminosa. Por ello el quetzal, el
cóatl. Por ello el paraíso, Adán y Eva. La bandera. De ahí el adn.
A todos nos fue depositada una serpiente para hacernos andar.
La serpiente dentro de sí guarda dos gemelas en movimiento
continuo. Hay que conocer los circuitos del cuerpo para enten-
der al universo porque antes del verbo fue la espina dorsal.
Rebeca: (Comienza a correr por el espacio pateando la manzana,
mientras habla como si narrara un partido de futbol.) La cicuta
que llevamos dentro inicia danza por el costado izquierdo, salta
del hombro rodeando las costillas, resbala por el vientre y di-
lata el muslo amaneciendo en la entrepierna. Detrás de la ro-
dilla brota la raíz, bajo el pie los muertos, junto a la cadera el
ritmo de cientos de planetas en movimiento, amalgamado a la
espalda el maná del universo y… (Dándole un golpe en el estó­
mago a Elo, justo a la altura del ombligo.) ¡Goooooooooooool!
Elo: El dolor de órgano es una serpiente hecha bola.
Rebeca: (Con actitud infantil.) Soñé con una serpiente morada
mamá.
Elo: ¡Qué horror Venus!
Rebeca: Horror no, era muy bonita y no sentí miedo.
Elo: Me repugnan las víboras Venus, ya lo sabes. Yo no sé qué haría
si se me plantara una enfrente. Me daría un infarto, yo creo.
Rebeca: (Saca de la bolsa de su vestido los restos de manzana y
empieza a pellizcarlos.) ¿Los gusanos son como serpientes
pequeñas?
Elo: Algo así, no sé, supongo.

Elo se coloca sobre la cabeza la manta que momentos atrás cu­


bría el caballo de madera.

Elo: ¿Prometes decir la verdad y nada más que la verdad?


Rebeca: Lo prometo.
Elo: Te escucho entonces hija.

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daimary moreno

Rebeca: Me he hecho crecer la mente y el corazón aprisa porque


ya son muchas las generaciones dormidas. He sufrido y he
hecho sufrir, y ahí en el piso, llorándole al ego me he encon-
trado a mí misma. Admito que no sé de dónde viene esta fuerza
que me vuelve indiferente, que me hace andar en rizomas.
Elo: Son las serpientes.
Rebeca: Mamá no quiso voltear a ver a la serpiente, pero sembró
en mí la fuerza para que yo la viera cara a cara, y muriera en
vida tantas veces como fuera necesario.
Elo: La mujer dormida es aquella que no deja que sus serpientes
anden en espiral continuo. Por todo lo que tienes de serpien-
te permaneces.

Elo se hinca y con la mano en el pecho se da pequeños golpes so­


bre el corazón. Rebeca pronuncia el rezo in crescendo acompa­
ñándolo de movimientos corporales que le llevarán al estupor.

Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.


Rebeca: Por buscar en el hombre lo que no encontraba en mí.
Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.
Rebeca: Por querer ser yo me he llamado egoísta.
Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.
Rebeca: Por no parecerme a lo que se espera de mí, he renegado
de mi existencia.
Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.
Rebeca: Por desear dejar de ser madre.
Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.
Rebeca: Por dejar de amar y amar de nuevo.
Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.
Rebeca: Por enamorarme.
Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.
Rebeca: Por cargar en la espalda el dolor de mi hombre, cansarme
y devolvérselo.
Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.
Rebeca: Por llorar.
Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.
Rebeca: Por cambiar.

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DRAMATURGIA

Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.


Rebeca: Por saberme más que un cuerpo.
Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.
Rebeca: Por permitir que me crezcan las ideas.
Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.
Rebeca: Por hacer de mi pequeñez fuerza.
Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.
Rebeca: Por dejar que el Sol amanezca en la cadera.
Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.
Rebeca: Por llevar mis muertas en la piernas.
Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.
Rebeca: Por la lágrima atada al ojo.
Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.
Rebeca: Por la expansión de la consciencia.
Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.
Rebeca: Por creerme trocito de ocote en un mundo oscuro.
Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.
Rebeca: Por adelantarme al ritmo.
Elo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.
Rebeca: Por permitir que me crezca el corazón.

Rebeca cae al suelo visiblemente agotada.

Elo: Te juzgan mujer por llevar el ceño fruncido, sin saber que en
tus primeras tres arrugas signó el sol el triángulo que hoy te
amanece.

Enciende un incienso y comienza a recorrer el espacio.

Rebeca: (Despertando desconcertada.) ¿Qué sucedió?


Elo: ¿Vas a ser madre?
Rebeca: Tengo una hija.
Elo: ¿A qué edad la tuviste?
Rebeca: A los veintiuno.
Elo: (Para sí. Sorprendida.) Fuiste madre en Venus, como yo.
Rebeca: Me siento muy cansada.
Elo: ¿Recuerdas algo?

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daimary moreno

Rebeca: A mi mamá, cortándole la cabeza a una serpiente, cami-


nando por el desierto, rezos y ríos de leche.
Elo: ¿Cómo es la relación con tu mamá?
Rebeca: Distante.
Elo: Deberías dormir un poco.
Rebeca: No puedo.
Elo: Cierra los ojos, fue mucho el esfuerzo.
Rebeca: Me gustaría intentarlo otra vez, ¿puedo?
Elo: (Sonriendo.) Había olvidado cómo era.
Rebeca: (Preocupada.) ¿Lo estoy haciendo mal?
Elo: No, claro que no, no hay manera de que lo hagas mal.
Rebeca: La verdad es que sigo sin entender nada.
Elo: Sólo vamos a recorrer los días de la semana, algo que tú ya
haces desde que naciste. Nada más que esta vez vamos a dar-
nos cuenta de qué modo teje Dios el tiempo.
Rebeca: ¿Y yo cómo la voy a ayudar a usted?
Elo: Como lo acabas de hacer hace un momento. (Pausa.) Permi-
tiéndote ser sabia. (Pausa.) ¿Qué edad tiene tu hija?
Rebeca: Seis años.
Elo: ¿Y la podrías traer?
Rebeca: ¿Para qué?
Elo: La Luna es la madre de los niños. Tal vez nos pueda ayudar.
Rebeca: No sé. (Pausa.) ¿Cuándo vamos a empezar a tejer?
Elo: ¿Por qué decidiste tenerla?
Rebeca: Sabía que no iba a soportar un aborto. La culpa me iba a
terminar matando…
Elo: ¿La amas?
Rebeca: …
Elo: ¿La amas?
Rebeca: Cuando nació me asustó saberla tan mía, tan sola, tan de-
pendiente de mí. Ya no podía morirme sin dejar huérfanos, ya
no podía quedarme días en la cama, triste, sin ganas de vivir.
Elo: Aprendiste a amar como Dios.
Rebeca: ¿Así ama Dios?
Elo: Cuando un hijo nace parece darse al mundo, cuando en reali­
dad nace a la inversa. Uno como madre lo ve afuera, pero mien­
tras el cuerpo sale al mundo, llevamos el ser del hijo hacia

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DRAMATURGIA

adentro, y tras el estar continuo le hacemos crecer el espa-


cio dentro de uno; entonces comenzamos a sentirlo propio.
Años des­pués habrá que parirlo al revés para darnos cuenta de
que es y no es nuestro hijo. Verlos de esta manera ensancha la
posibilidad de maravillarnos con la existencia humana, sa-
biendo que dar vida es apenas una bendita circunstancia colo-
reando un sueño finito. A cierta edad las madres debemos parir
al revés.
Rebeca: ¿Y su hija?
Elo: Deberías dormir un poco, yo sé lo que te digo.
Rebeca: No puedo, no tengo sueño. Además quiero ayudarle a
usted.
Elo: Ya lo estás haciendo…
Rebeca: ¿Cómo puede andar por ahí sin que la reconozcan como
madre? Con su hija lejos.
Elo: Se aprende…
Rebeca: Pero a usted le duele. Yo se lo siento.
Elo: Por eso estás aquí.
Rebeca: (Alterada.) ¡Pero yo no soy su hija señora! ¿Sí se da cuen­
ta? ¿De qué le sirve verme si no puede verse a usted misma?
(Pausa.) ¡Se dice sabia para no embarrarse las manos!
Elo: ¡Cállate!
Rebeca: Discúlpeme, pero eso pienso.
Silencio.
Elo: (Amable.) ¿Puedes traer a tu hija?
Rebeca: Puedo llamar.
Elo: Tráela, por favor. (Para sí.) Hace tanto que no entra a esta
casa una niña.
Rebeca: ¿Puedo usar su teléfono? Si no llamo ahorita va a tener
que ser hasta mañana.
Elo: Sí, claro, úsalo… llama.

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daimary moreno

Mercurio

Escena III

Rebeca: ¿Bueno? ¿Mami? Sigo en la casa de la señora que da cla­


ses de tejido.
Elo: No le mientas, eres un adulto, dile la verdad.
Rebeca: Quiero ver si me pueden traer a la niña.
Elo: Pronuncia el nombre de tu hija, ¿cómo se llama?
Rebeca: No sé, no muy tarde, mami.
Elo: Ya no eres una niña. Dile que vas a estar aquí siete días.
Rebeca: Pero mañana es sábado.
Elo: ¿Quién es la madre? ¿Ella o tú?
Rebeca: ¡Necesito que me la traigas! (Pausa.) Eso es asunto mío.
(Pausa.) No la llames así, no es hombre, ¿por qué no entien-
des? (Pausa.) ¿La volviste a vestir de niño? (Pausa.) Tiene seis
años. Por favor, ella no sabe. (Pausa.) Eso ya pasó, ella no tiene
por qué vivirlo. (Pausa.) Nadie la va a regalar, entiende. (Pau­
sa.) ¿Por qué está llorando? (Pausa.) ¿Te estaba oyendo? ¿Te
estaba oyendo, verdad? (Pausa.) ¡Cuántas veces te he dicho!
¿La tienes ahí cerca? ¡Pásamela!, ¡pásamela! (Pausa.) No te
creo. ¿Qué le dijiste? ¿Qué le dijiste? (Dulcemente alza la voz.)
Mi amor, soy mami, toma el teléfono. (Pausa.) ¡Pásamela! (Pau­
sa.) Está bien. (Pausa.) ¿Me la puedes traer sí o no? Entonces
yo voy por ella. (Pausa.) Yo también tengo llave. ¡No em­
pieces a llorar! Entiende que no tiene por qué pasarle nada.
(Alterada.) ¡No le va a pasar nada! Créeme, por favor… (Sor­
prendida se dirige a Elo.) Me colgó. (Pausa.) Nunca le había
hablado así.
Elo: ¿A qué le tiene tanto miedo tu madre?
Rebeca: A los hombres.
Elo: ¿Qué le hicieron?
Rebeca: A mi abuela la regalaron a los siete años por ser niña.
Luego el señor de la casa adonde fue a parar la cambió por una
res, con otro hombre de por ahí. De ese matrimonio nació mi
mamá. Casi nunca sale de la casa. Piensa que a mi hija le va a
pasar lo mismo, por eso la viste de niño.

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DRAMATURGIA

Elo: (Alarmada.) ¿Y tú no haces nada?


Rebeca: A mí también me vestía de hombre.
Elo: ¿Te la va a traer?
Rebeca: No, no sé, pero yo puedo ir por ella.
Elo: Déjalo así. (Pausa.) A mí el Cristo se me murió cuando volví
a creer en Dios, Rebeca. Entonces ayudé a bajarlo de la cruz,
en mi casa ya no hay cristos crucificados. Yo pienso que a ti te
toca bajar los cristos de tu abuela, de tu madre y el tuyo.
Rebeca: (Confundida.) ¿Cómo?
Elo: (Severa.) Mira Rebeca, podemos vivir años en lo mismo, pero
también podemos abrir las puertas a los dioses y entender que
en la vida hay más que lo evidente, tú decides.
Rebeca: Usted también entiéndame, todo esto es nuevo para mí.
Elo: Eso no es verdad.
Rebeca: Sabe qué señora, ya me cansé de que me esté tratando de
explicar cómo es el mundo. Yo no soy esa mujer que está bus-
cando, no lo soy.
Elo: Parece increíble que no te des cuenta, Rebeca. ¡Detente y
mírate!
Rebeca: ¡Ya cállese! No la voy a seguir oyendo. ¡Usted está loca!
Elo: (Abruptamente.) Cuando tenías seis años robaste dos mone-
das de la bolsa de tu abuela, después las enterraste en una pila
de arena y fingiste que las habías encontrado tiradas. ¿Miento
Rebeca?, ¿miento?
Rebeca: (Asombrada.) ¿Quién se lo dijo?
Elo: Respóndete tú. Se nos enseña a rezarle a un templo despro­
tegido, Rebeca, violentado por el hombre, un cuerpo vacío. Sí,
hablo de Cristo, del Jesús lastimado en la cruz. Crecemos vién­
donos en él, le hacemos de espejo y sufriendo creemos que
estamos más cerca de Dios, cuando es todo lo contrario. A Cris­
to hay que bajarlo de la cruz, hay que detener al peregrino de
los mártires y poner en su lugar al que da; sólo entonces seremos
capaces de ver a Dios.
Rebeca: Mi abuelo le decía Pedro a mi mamá. ¡Ahí viene Pedro!,
decía, y mi hermano y yo corríamos a la ventana.
Elo: Vamos a ser hombres entonces, tú y tus mujeres quieren ser
hombres, ¿no? Necesitan hombres, ¿te parece?

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Rebeca: Sí.
Elo: Por allá atrás hay ropas, tráelas por favor.
Rebeca: (Mientras busca la ropa.) De niña siempre me confun-
dían, tenía la voz muy gruesa, la gente siempre pensaba que
era hombre. Mi mamá me cortaba el cabello. Ella también lo
usa muy corto.
Elo: Nunca te vuelvas a cortar el cabello, y si lo haces que sea
para ofrecérselo a Dios. El cabello nos resta intuición, Rebeca,
por eso a las brujas se lo cortaban. (Pausa.) Berenice, reina de
Egipto, ofreció su cabello a la diosa Afrodita a cambio de ver
regresar a su hombre con bien de batalla. “Y a fin de que yo, la
hermosa melena de Berenice, apareciese fija en el cielo brillan­
do para los humanos en medio de innumerables astros, Cypris
me colocó, como nueva estrella, en el antiguo coro de los as-
tros”, escribió Calímaco sobre la ofrenda de amor de Berenice.
Tú, Rebeca, hazte coronar por tus cabellos en la tierra.
Rebeca: Aquí están los trajes.

Ambas comienzan a vestirse ayudándose una a la otra. Elo entona


nuevamente un canto mientras se visten.

Elo: ¿Si fueras hombre, cómo te llamarías?


Rebeca: Israel.
Elo: ¿Por qué?
Rebeca: Mi mamá siempre dijo que si hubiera tenido un hijo le
hubiera puesto Israel. Me hubiera gustado ser el hijo de mi
madre.
Elo: ¿Y si tu madre hubiera tenido un hijo cómo sería?
Rebeca: Terrible, machista, una porquería de hombre nacido para
que le sirvan.
Elo: ¿Te hubiera gustado nacer varón?
Rebeca: Me hubiera gustado ser mi padre, para ahorrarle penas.
Elo: ¿Cómo es Israel?
Rebeca: Un pelotón de hombres rotos. Una manada de brazos de
hombre ensartados uno dentro de otro; hombres muertos, in-
completos.

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DRAMATURGIA

Júpiter

Escena IV

Elo: ¿Cuánto tiempo sin verte, Israel? ¡Caramba, hombre!


Rebeca: (Tímido.) ¿Qué tal?
Elo: ¿Y la familia?
Rebeca: Bien, en casa.
Elo: ¿Y tu mujer?
Rebeca: También.
Elo: ¿Los chamacos?
Rebeca: Dos en camino.
Elo: ¡Ése es mi ahijado!
Rebeca: Gracias.
Elo: ¿Y ya saben qué son?
Rebeca: Varones.
Elo: ¡Pero qué alegría, Israel! Si tu padre viviera, cabrón.
Rebeca: Gracias.
Elo: ¡Qué te parece si tú y yo nos vamos por ahí!…
Rebeca: ¿A dónde?
Elo: A pasarla bien, muchacho, no seas mal pensado. A celebrar la
venida del primogénito como Dios manda.
Rebeca: ¿De dónde conoció usted a mi padre?
Elo: ¿De dónde se conocen los hombres?, Israel, ¡qué pregunta,
caray! Además, ¿quién no iba a conocer a ese viejo puto? “Ahí
te encargo a Israel, compadre, si me muero antes que usted,
que su madre no me lo vuelva joto.”
Rebeca: Yo le voy a dar los nietos que siempre quiso. A él y a mi
mamá.
Elo: ¡Así se habla, chamaco! ¿Ya les escogió nombre?
Rebeca: Esaú y Jacob. Ya les tengo un terreno a cada uno, y el pri-
mero en hacerme abuelo se queda con la casa.
Elo: ¿Y la mamá qué dice?
Rebeca: Si yo estoy presente, la mamá es muda.
Elo: Así se habla, chamaco, que no se le olvide nunca que la mu-
jer sin hombre es tierra yerma.

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Rebeca: ¡Ah, caray!


Elo: Porque él llega y la riega.

Ambos ríen a carcajadas.

Elo: Me caes bien muchacho, de todos tus hermanos eres el que


más se parece a mi compadre, y nomás por eso te voy a decir
un secreto. En las dos manos tengo algo pero no es lo mismo:
lo de una mano te va a llevar a una vida llena de privaciones y
triste, lo de la otra te traerá abundancia y una vida larga… ¿Cuál
escoges?…
Rebeca: Quiero lo de la derecha.
Elo: No tan rápido, Israel, no tan rápido que te coge el diablo. Para
tener derecho a escoger, primero vas a tener que responderme
un par de preguntas.
Rebeca: Yo se las respondo.
Elo: (Rápidamente.) ¿Cuántos escalones separan al hombre de Dios?
Rebeca: Los mismos que los días…
Elo: Vas muy rápido, todavía no acabo. ¿Quién le lleva ventaja en
el camino? Ahora sí, piensa y contesta.
Rebeca: ¿A dónde va?
Elo: Por donde vine. Piensa, después duérmete, si tienes suerte vas
a soñar con la respuesta y si tienes tantita más suerte, puede que
te acuerdes y dejes de pensar que ser hombre es ser una bestia.

Rebeca se queda profundamente dormida, Elo comienza nueva­


mente a coser el vestido de Rebeca, mientras ésta reposa.

Elo: Menudo hombrecito te cargas, Rebeca.


Rebeca: ¿La ofendí?
Elo: Para nada, por aquí ha pasado de todo niña; y créeme, tú eres
un ángel, hubieras oído a Tobías hablar de su papá.
Rebeca: Otra vez me quedé dormida…
Elo: ¿Qué soñaste? ¿Te acuerdas?
Rebeca: ¿Podría prender su incienso? Huele raro.

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DRAMATURGIA

Elo sonríe al percatarse que Rebeca ha elegido lo que guardaba


en la mano izquierda.

Elo: ¿Recuerdas qué soñaste?


Rebeca: Dos niños pequeños adentro de un círculo muy raro, pa-
recía un vientre o algo así. Estaban peleando, uno le estaba
jalando el pie al otro y lloraban mucho, mucho.
Elo: ¿Cómo fue tu embarazo?
Rebeca: Tranquilo.
Elo: ¿Tuviste amenaza de aborto o algo parecido?
Rebeca: No, pero al principio yo pensé que iba a tener un niño. El
médico que me empezó a atender me decía que me veía el vien­
tre muy grande para que fuera uno, pensaba que eran dos. Isaac
estaba muy emocionado. La más feliz era mi mamá. Todos pen­
samos que venían dos niños, hasta yo. Después nos enteramos
que no eran dos sino uno, y niña. Mi mamá me dejó de hablar
un tiempo. (Pausa.) Lo había olvidado.
Elo: (Asombrada.) ¿Isaac es el papá de tu hija?
Rebeca: Sí, él siempre estuvo contento, aunque no fueran hombres.
Elo: ¿Siguen juntos?
Rebeca: Nos acabamos de separar. (Pausa.) ¿Qué le pasó en la
rodilla?
Elo: El día que se murió mi nieta me caí. No he podido recupe-
rarme.
Rebeca: ¿De qué murió?
Elo: No lo sé.
Rebeca: (Sorprendida.) ¡¿No sabe?! ¿No estuvo en el hospital con
su hija…
Elo: No.
Rebeca: ¿Por qué?
Elo: Nadie me pidió que fuera. Unos meses antes me cerraron la
puerta para no verme.
Rebeca: ¡Pero es su hija!…
Elo: Quiero que te quedes a vivir conmigo y que traigas a tu hija
a vivir con nosotras. (Silencio.) ¡Por favor!
Rebeca: Señora es que…
Elo: ¡Por favor!

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Silencio.

Rebeca: Está bien.


Elo: Mi nieta también se llamaba Rebeca, como tú, como su mamá.
Rebeca: ¿Su hija?
Elo: Mi hija. (Para sí.) Qué hermoso suena.
Rebeca: ¿Cuénteme cómo era Rebeca?
Elo: Quería ser bailarina, se la pasaba todo el día frente al espejo.
Su papá la llevaba a clases, siempre la defendía, la cuidaba de
mí. Un día le tiré las zapatillas a la basura.
Rebeca: (Alarmada.) ¿Por qué?
Elo: ¡Nunca se las quería quitar! Ya no quería caminar, se la pasa-
ba saltando y su papá se lo permitía.
Rebeca: ¿Qué edad tenía?
Elo: Siete años.
Rebeca: Señora, ¿usted me dejaría ser su hija?
Elo: ¡Por favor, Rebeca!

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Sobre las imágenes
que aparecen en este libro

Página 11 Página 139


Estefanía González Espinoza Roberto Razo
Flor y canto Los pájaros
(Postal del Archivo Gráfico Estampa digital / película
Playa Tlazokamati) térmica sobre papel
Linóleo 2015
2015
Página 219
Página 73 Edgar Silva
Roberto Razo Mictlantecutli
El pequeño Guca Piezografía s/papel de algodón
Estampa digital / película
térmica sobre papel Página 293
2015 Jaime Colín
Ficción astronómica 1
Página 111 Impresión digital / papel de
Gilberto López “San Gil” algodón
vervex5 2013
Intervención de textiles para
tapicería con tinta serigráfica y Página 389
vinil termoadherible Edgar Silva
2013 Selva oscura
Piezografía s/papel de algodón

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Antología de letras, dramaturgia, guión cinematográfico
y lenguas indígenas, primer periodo.
se terminó de imprimir en el mes de septiembre de 2015,
en Digital Color Proof, S. A. de C. V., Francisco Olaguíbel 47 local,
Col. Obrera, Del. Cuauhtémoc, D. F., con un tiraje de 1 000 ejemplares.

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