Anonimato y Ciudadanía Manuel Delgado
Anonimato y Ciudadanía Manuel Delgado
Anonimato y Ciudadanía Manuel Delgado
Anonimato y ciudadanía
3. EL DERECHO A LA CALLE
No se ha pensado lo suficiente lo que implica este pleno derecho a la calle que se vindica
para todos, derecho a la libre accesibilidad al espacio público como máxima expresión del
derecho universal a la ciudadanía. La accesibilidad de los lugares, de ahí su condición de
«públicos», se muestra entonces como no sólo la capacidad de un lugar para interactuar con
otros lugares, que es lo que se diría al respecto desde la arquitectura y el diseño urbano,
sino el núcleo que permite evaluar el nivel de democracia de una sociedad urbana, que es
casi lo mismo que su nivel de urbanidad. Esta calle de la que estamos hablando es algo más
que una vía por la que transitan de un lado al otro vehículos e individuos, un mero
instrumento para los desplazamientos en el seno de la ciudad. Es sobre todo el lugar de
epifanía de una sociedad que quisiera ser de verdad democrática, un escenario vacío a
disposición de una inteligencia social mínima, de una ética social elemental basada en el
consenso y en un contrato de ayuda mutua entre desconocidos. Ámbito al mismo tiempo de
la evitación y del encuentro, sociedad igualitaria donde, debilitado el control social,
inviable una fiscalización política completa, gobierna una «mano invisible», es decir nadie.
El espacio público es el espacio que posibilita todas las interacciones concebibles, e incluso
las inconcebibles. Sirve de rampa para todas las socialidades habidas o por haber. En
cambio, en su seno lo que uno encuentra no es propiamente una sociedad, o cuanto menos
una sociedad cristalizada, con sus órganos, sus funciones, sus instituciones, etc. En él se
ensayan y las más de las veces se abortan todas las combinaciones societarias, de las más
armoniosas a las más conflictivas y hasta las que se ha vuelto o están a punto de volverse
violentas. Ahora bien, el espacio público no es propiamente ese espacio social en el que
Bourdieu podía desmentir la condición singular, puede antojarse maravillosa, de los
encuentros azarosos y de las situaciones abstractas a que esos encuentros dan pie. Como en
otro lugar se ha tratado de poner de relieve, el espacio público no está estructurado ni
desestructurado, sino estructurándose. No es el escenario de una sociedad hecha y derecha,
sino una superficie en que se desliza y desborda una sociedad permanentemente inconclusa,
una sociedad interminable. En él sólo se puede ser testigo de un trabajo, una tarea de lo
social sobre sí mismo. En cuanto las condiciones democráticas que deberían presidirlo se lo
permiten, el espacio público se comporta no como un espacio social, determinado por
estructuras y enclasamientos, sino como un espacio en muchos sentidos biótico, subsocial o
protosocial, un espacio previo a lo social al tiempo que su requisito, premisa escénica de
cualquier sociedad. El espacio público es aquél en el que el sujeto que se objetiva, que se
hace cuerpo, que reclama y obtiene el derecho de presencia, se nihiliza, se convierte en una
nada ambulante e inestable. Esa masa corpórea lleva consigo todas sus propiedades, tanto
las que proclama como las que oculta, tanto las reales como las simuladas, las de su infamia
y las que le ensalzan, y con respecto a todas esas propiedades lo que pide es que no se
tengan en cuenta, que se olviden tanto unas como otras, puesto que el espacio en que ha
irrumpido es anterior y ajeno a todo esquema fijado, a todo lugar, a todo orden establecido.
Quien se ha hecho presente en el espacio público ha desertado de su sitio y transcurre por lo
que por definición es una tierra de nadie, ámbito de la pura disponibilidad, de la pura
potencia, territorio lábil, la calle, el vestíbulo de estación, la playa atestada de gente, el
pasillo que conecta líneas de metro, el bar, la pista de la discoteca, ordenado por leyes de
las que uno podría sospechar que no son exactamente humanas. El único rol que le
corresponde es el de tan solo circular. Ese personaje nunca está: estuvo o estará, en
cualquier caso se traslada, se mueve, y es sólo ese tránsito que efectúa y en el momento
justo en que lo efectúa.
Eso no quiere decir que en el espacio público de las ciudades no rija un principio
clasificatorio. Los usuarios del espacio público clasifican lo que los etólogos llaman
displays o «muestras». Por medio de éstas, los viandantes anónimos asignan intenciones,
evalúan circunstancias, evitan roces y choques, intuyen motivos de alarma, gestionan su
imagen e interpretan la de los otros, pactan indiferencias mutuas, se predisponen para
coaliciones efímeras. En el espacio público cuentan más las pertinencias que las
pertenencias.
Por desgracia, las leyes se encargan de desacreditar este sistema de ordenamiento basado en
la autogestión generalizada de las relaciones sociales y organizan su imperio en
clasificaciones bien distintas a las de la etología humana en marcos públicos. El agente de
policía o el vigilante jurado pueden pedir explicaciones, exigir peajes, interrumpir o
impedir los accesos a aquellos que aparecen resaltados no por lo que hacen en el espacio
público, sino tan sólo por lo que son o parecen ser, es decir por su «identidad» real o
atribuida.
En estos casos, los encargados de la seguridad pública pueden acosar a personas que no
ponen en peligro esa seguridad pública, que ni siquiera han dado signos de incompetencia
grave, que no han alterado para nada la vida social. Su tarea es exactamente la contraria de
la que desarrolla en condiciones normales el usuario ordinario de los espacios públicos. Si
éste procura pasar desapercibido y evitar mirar fijamente a los demás con quienes se cruza,
el agente del orden se pasa el tiempo mirando a todo el mundo, enfocando directamente a
aquellos que podrían parecer sospechosos, no tanto de haber cometido un delito o estar a
punto de cometerlo, sino tan sólo de no tener sus papeles en regla, es decir no merecer el
derecho de presencia en el espacio público que como ser humano le deberían corresponder.
Estos «agentes del orden» pueden interpelar de forma nada amable y a veces violenta a
personas a las que ya les «habían echado el ojo encima» por su aspecto fenotípico o su
vestimenta, rasgos que dan cuenta de una identidad inquietante no para el resto de peatones,
sino para el Estado y sus leyes de extranjería.
Por desgracia también, la antropología aparece aquí como directamente implicada, acaso
involuntariamente, en el marcaje de quienes son susceptibles de ser abordados por los
«agentes del orden» en función de su presupuesta adscripción grupal. Esa intervención se
lleva a cabo precisamente para legitimar y mostrar como inexorable su exclusión del
espacio público o las dificultades que encuentran para acceder a él en igualdad de
condiciones. En el caso de los llamados «inmigrantes» o los miembros de presuntas
minorías étnicas, el antropólogo ha podido contribuir a su estigmatización, subrayando la
condición culturalmente extraña que se supone que les afecta y proveyendo de una parrilla
clasificatoria que los etnifica casi siempre artificialmente.
Lejos de considerar a los seres humanos que estudia en la pluralidad de situaciones en que
aparece constantemente inmiscuido, la «antropología de los inmigrantes» ha dado
acríticamente por buenas o ha producido por su cuenta categorías analíticas que han
legitimado, cuanto menos potencialmente, la marginalización de una parte de la clase
obrera, ha ayudado a encerrarla en una prisión identitaria de la que no era ni posible ni
legítimo escapar. En efecto, el aparato terminológico de los antropólogos se ha dedicado a
distribuir categorizaciones delimitativas, ha certificado rasgos, inercias y recurrencias
basados en clasificaciones «étnicas», cuya función ha sido la de prestar un utillaje
cognoscitivo preciso y disponerlo como una modalidad operativa más al servicio de la
exclusión. Se ha pasado así, una vez más, de la aséptica definición técnico-especialista a la
discriminación social, dándole la razón a las construcciones ideológicas marginalizadoras y
a las relaciones sociales asimétricas.
Algo parecido podría decirse en relación con la aplicación a las llamadas «minorías
étnicas» las presunciones metodológicas de la etnografía clásica, presentadas bajo el
ampuloso nombre de «observación participante», y que implican el cultivo de dos graves
malentendidos. El primero es el de la posibilidad de llevar a cabo en contextos urbanizados
lo que se da en llamar «estudios de comunidad», que atribuyen a los supuestos colectivos
de inmigrantes esos rasgos que harían pertinente un trabajo de campo estandar por parte del
antropólogo, es decir una dosis notable de homogeneidad cultural, una vertebración social y
una estabilidad territorial. Esa imagen de la ciudad como constituida en un mosaico de
zonas en las que podía darse con comunidades con una identidad étnica o religiosa
compartida, ha ocultado una realidad mucho más dinámica e inestable, dominada por
urdimbres interactivas en que se ven inmiscuidos los llamados inmigrantes y cuyas
escenarios e interlocutores trascienden los supuestos límites comunitarios en que se les
imagina medio encerrados
Otra cuestión importante, relativa a la posibilidad y, en este caso, a la legitimidad del
trabajo de campo con inmigrantes, tiene que ver con una disposición de la división público-
privado que no siempre se tiene en cuenta a la hora de hacer preguntas y observaciones. Si
es cierto que la investigación de campo siempre implica un cierto grado de violencia y de
autoritarismo por parte de ese funcionario enviado por la Administración, aunque sea con
una excusa «académica» o «científica», que es el etnólogo especializado en inmigrantes,
ese principio de intromisión se ha de agudizar por fuerza en situaciones en las que el
«investigado» ha entendido, como parte de su nuevas competencias culturales, que la
protección de la privacidad y de los límites de lo que cada cual considera que es su «verdad
secreta» es en lo que en gran medida reside su principio de dignidad humana, aquel mismo
que les lleva a reclamar el status de ciudadano de pleno derecho. El etnólogo ha de hacer
preguntas inevitablemente indiscretas, seguir de cerca conductas íntimas, «profundizar» en
la realidad socio-psicológica de seres a los que ha hecho beneficiarios del título de «otros».
La actualidad del ensayo de Durkheim y Mauss sobre las clasificaciones primitivas nos
conduce a apreciar cómo una comprensión heurística de nuestra propia sociedad sólo es
posible haciendo inteligible la racionalidad secreta que ésta emplea para clasificar,
distribuir, distinguir, separar, poner en relación y jerarquizar por grupos categoriales los
objetos tanto humanos como materiales que la conforman. Visiones, al fin, que atienden la
vigencia entre nosotros del poder de los sistemas lógicos de denotación. Esa observación
nos permite constatar que no son las diferencias culturales las que generan la diversidad, tal
y como podría antojarse superficialmente, sino que son los mecanismos de diversificación
los que motivan la búsqueda de marcajes que llenen de contenido la voluntad de
distinguirse y distinguir a los demás, no pocas veces con fines estigmatizadores o
excluyentes. En otras palabras, no se clasifica porque hay cosas que clasificar, sino que es
porque clasificamos que las podemos descubrir. No es la diferencia la que suscita la
diferenciación, sino la diferenciación la que crea y reifica la diferencia. No nos clasificamos
a partir de lo que somos, sino que somos los que somos en tanto que hemos sido
clasificados en un determinado compartimento de la nomenclatura lógico-social en vigor.
Tales sistemas de clasificación son instrumentos cognitivos, es cierto, pero sobre todo son
instrumentos de poder. La presuntamente científica etnificación de sectores sociales ya
previamente asociados al conflicto y a la marginación tiene como tarea lanzar sobre ellos
una suerte de red nominadora de la que surgen, como por encanto, una serie de unidades
discretas claras que organizan, verticalmente, por supuesto, una población que no es que
estuviese escasamente diferenciada sino que, al contrario, presentaba unos dinteles de
complejidad difíciles o imposibles de fiscalizar. Los sistemas institucionales y/o populares
de clasificación étnica son un exudado mediante el que el poder político y/o las mayorías
sociales justifican, explicitan y aplican su hegemonía. La palabra con que la antropología
crea al grupo que nombra lo naturaliza, lo dota al mismo tiempo de atributos y de
atribuciones.
Puede ser que no sea factible escapar de esos códigos fundamentales que nos instauran los
esquemas de lo que es preceptivo, de lo que debe y puede cambiar, de las jerarquías, de la
producción de explicaciones, de las interpretaciones o teorías a la que se entregan sin
descanso expertos y especialistas, y entre ellos los antropólogos, para mostrar la
inevitabilidad de no importa qué orden, para satisfacer con argumentos «científicos» la
necesidad social y política de unificar el pensamiento y desenmarañar lo real,
fragmentaciones del saber mediante las que el conocimiento moderno lleva a cabo aquella
misma tarea que el totemismo australiano tenía encomendada, al tiempo que, como aquél,
persuade del valor incontestable de sus resultados.
4. EL DERECHO A LA MÁSCARA