Anonimato y Ciudadanía Manuel Delgado

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Anonimato y ciudadanía

Delgado Ruiz, Manuel

Anonimato y ciudadanía

Manuel Delgado Ruiz


Universitat de Barcelona/Institut Catalá d´Antropologia

1. CUALQUIERA EN GENERAL, TODOS EN PARTICULAR

Si es verdad que toda sociedad humana es una manifestación de complejidad, ¿habrá


habido alguna vez, en algún lugar, de veras una sociedad «simple»?, no lo es menos que la
nuestra resulta serlo de una forma especial. Su actividad genera una red inmensa,
indeterminada y contradictoria de flujos que se mueven y se mezclan en todas direcciones,
que dependen los unos de los otros, que configuran constelaciones sociales siempre inéditas
e impredecibles, en el seno de las cuales la perturbación es el estado más normal. No es que
nuestra sociedad sea compleja: es que vive de la complejidad y no cesa de producirla. La
heterogeneidad generalizada de la cual depende toda sociedad urbana hace de la vida en las
ciudades un colosal calidoscopio, en el que es imposible encontrar parcelas cerradas y
completamente impermeables, ni configuraciones sociales fijas.
Este mundo que vemos desplegarse cada día en la vía pública es ya un modelo de
coexistencia basada en la igualdad y el respeto mutuo, que por desgracia no se extiende aún
al conjunto de la vida social. Es cierto que aún no es plenamente así, y que hay demasiadas
excepciones y obstáculos que hacen que la calle no pueda realizar de forma plena su
vocación de espacio para la libertad. Pero, a pesar de ello, a pesar de las vigilancias y las
violencias, en la calle se puede respirar mucho mejor no sólo ya que en las cárceles, en los
cuarteles o en los hospitales, sino también mejor que en las escuelas, en las fábricas, en las
oficinas e incluso que en un buen número de presuntos hogares. Y si ello es posible es
precisamente porque en la calle la gente no se toma mutuamente en cuenta, porque
«pasamos» los unos de los otros, salvo que alguna eventualidad convoque la cláusula de
ayuda mutua entre desconocidos que todos firmamos como usuarios de los espacios
públicos. En los vagones de metro, en los cines, en los cafés…, los peores enemigos, los
más irreconciliables rivales se cruzan o permanecen a unos centímetros de distancia unos
de otros sin prestarse la mínima atención, disimulando su inquina, posponiendo los ajustes
de cuentas, olvidando deliberadamente los daños, quién sabe si perdonándose mutuamente
la vida. Con todas las salvedades que se quiera, la inmensa mayoría de nosotros estamos
demasiado ocupados, tenemos demasiadas cosas por hacer como para perder el tiempo
ofendiéndonos o agrediéndonos por la sola razón de ser absolutamente incompatibles u
odiarnos a muerte.
En el espacio público la circulación de los transeúntes puede ser considerada como una
sucesión de arreglos de visibilidad y observabilidad ritualizados, un constante trasiego de
iniciativas,no todas autorizadas ni pertinentes, por supuesto, en territorios ambiguos,
cambiantes y sometidos a todo tipo de imbricaciones y yuxtaposiciones. El orden de la vida
pública es el orden del acomodamiento y de los apaños sucesivos, un principio de orden
espacial de los tránsitos en el que la liquidez y la buena circulación están aseguradas por
una disuasión cooperativa, una multitud de micronegociaciones en las que cada cual está
obligado a dar cuenta de sus intenciones inmediatas, al margen de que proteja su imagen y
respete el derecho del otro a proteger la suya propia. Ese espacio cognitivo que es la calle
obedece a pautas que van más allá, o se sitúan antes, como se prefiera, de las lógicas
institucionales y de las causalidades orgánico-estructurales, trascienden o se niegan a
penetrar el sistema de las clasificaciones identitarias, puesto que aparece autorregulándose
en gran medida a partir de un repertorio de negociaciones y señales autónomos. Allí, en los
espacios públicos y semi-públicos en los que en principio nadie debería ejercer el derecho
de admisión, dominan principios de reciprocidad simétrica, en los que lo que se intercambia
puede ser perfectamente el distanciamiento, la indiferencia y la reserva, pero también la
ayuda mutua o la cooperación automática en caso de emergencia. Para que ello ocurra es
indispensable que los actores sociales pongan en paréntesis sus universos simbólicos
particulares y pospongan para mejor ocasión la proclamación de su verdad.
El criterio que orienta las prácticas urbanas está dominado por el principio de no
interferencia, no intervención, ni siquiera prospectiva en los dominios que se entiende que
pertenecen a la privacidad de los desconocidos o conocidos relativos con los que se
interactúa constantemente. La indiferencia mutua o el principio de reserva se traduce en la
pauta que Erving Goffman llamaba de desatención cortés. Esta regla, la forma mínima de
ritual interpersonal, consiste en «mostrarle al otro que se le ha visto y que se está atento a
su presencia y, un instante más tarde, distraer la atención para hacerle comprender que no
es objeto de una curiosidad o de una intención particular. Esa atenuación de la observación,
cuyo elemento clave es la «bajada de faros» es decir la desviación de la mirada, implica
decirle a aquél con quien se interactúa que no se tienen motivos de sospecha, de
preocupación o de alarma ante su presencia. Esa desatención cortés o indiferencia de
urbanidad puede superar la desconfianza, la inseguridad o el malestar provocados por la
identidad real o imaginada del copresente en el espacio público. En estos casos, la evitación
cortés convierte en la víctima del prejuicio o incluso del estigma en, volviendo al lenguaje
interaccionista, una no-persona, individuo relegado al fondo del escenario (upstaged) o que
queda eclipsado por lo que se produce delante de ellos pero no les incumbe. La premisa es
que en cualquier interacción, por efímera que pueda resultar, los agentes deben modelar
mutuamente sus acciones, hacerlas recíprocas, garantizar su mutua inteligibilidad
escenográfica, distribuir la atención sobre unos componentes más que sobre otros,
ajustarlas constantemente a las circunstancias que vayan apareciendo en la interacción. En
todos los casos, el extrañamiento mutuo, esto es el permanecer extraños los unos a los otros
en un marco tempo-espacial restringido y común, es un ejemplo de orden social realizado
en un espacio topológico de actividad. En cualquier caso, el posible estigmatizado o aquel
otro que es excluido o marginado en ciertos ámbitos de la vida social se ven beneficiados
en los espacios públicos de esa desatención y pueden, aunque sólo sea mientras dure su
permanencia en ellos, recibir la misma consideración que las demás personas con quienes
comparten esa experiencia de la espacialidad pública, puesto que la indiferencia de que son
objeto les libera de la reputación negativa que les afecta en otras circunstancias.
En fin, las personas que comparten los espacios públicos son sólo masas corpóreas, perfiles
que han renunciado voluntariamente a toda o a gran parte de su identidad. Han logrado con
ello colocarse por encima de toda cosificación, lo que implica que encarnan una especie
de cualquiera en general, o, si se prefiere, un todos en particular, que hace bueno el
principio interaccionista de que en una sociedad como la nuestra la figura que domina es la
del otro generalizado. En la experiencia del espacio público ese otro generalizado ni
siquiera es otro concreto, sino otro difuso, sin rostro,puesto que reúne todos los rostros,
acaso tan sólo un amasijo de reflejos y estallidos glaúquicos.

2. EL «MULTICULTURALISMO» Y LA MAGIA CLASIFICATORIA

Es obvio que ni «inmigrante», ni «minoría cultural», ni «minoría étnica» son categorías


objetivas, sino etiquetas al servicio de la estigmatización, atributos denegatorios aplicados
con la finalidad de señalar la presencia de alguien que es «el diferente», que es «el otro», en
un contexto en el cual todo el mundo es, de hecho, diferente y otro. Estas personas a las que
se aplica la marca de «étnico», «inmigrante» u «otro» son sistemáticamente obligadas a dar
explicaciones, a justificar qué hacen, qué piensan, cuáles son los ritos que siguen, qué
comen, cómo es su sexualidad, qué sentimientos religiosos tienen o cuál es la visión que
tienen del universo, datos e informaciones que nosotros, los «normales», nos negaríamos en
redondo a brindarle a alguien que no formase parte de un núcleo muy reducido de afines.
En cambio, el «otro» étnico o cultural y el llamado «inmigrante» no son destinatarios de
este derecho. Ellos han de hacerse «comprender», «tolerar», «integrar». Ellos requieren la
misericordia moral de la gente con la que viven, que los antirracistas y los antropólogos
demuestren hasta qué punto son «inofensivos», incluso la «bondad natural» que guardan
detrás de sus estrambóticas y primitivas tradiciones. Todo ello para hacerse perdonar no ser
como los demás, y, sobre todo, como si los demás no fuésemos distintos también,
heterogéneos, exóticos, exponibles como expresión de los más extravagantes hábitos. El
antirracista de buena voluntad y el antropólogo especializado en «minorías culturales» o en
«inmigración» hace, en definitiva, lo mismo que el policía que aborda por la calle al
sospechoso de ser un «ilegal», un extranjero «sin papeles»: se interesa intensamente por su
identidad, quiere saber a toda costa quién es, para confirmar finalmente lo que ya sabía:
que no es ni nunca será como nosotros.
Este es el acto primordial del racismo de nuestros días: negarle a ciertas personas
calificadas de «diferentes» la posibilidad de pasar desapercibidas, escamotearles el derecho
a no dar explicaciones, obligarles a exhibir lo que los demás podemos mantener oculto. El
derecho, en definitiva, a guardar silencio, a no declarar, a protegernos ante la tendencia
ajena a deconstruir nuestras apariencias, la opción a engatusar, a desplegar argucias y,
¿porqué no?, a mentir. Los teóricos preocupados por las dimensiones minimalistas de la
construcción social de la realidad hace mucho que han puesto de relieve cómo la franqueza
es, por fuerza, una virtud prescindible. Ese derecho a escabullirse, a ironizar, a ser agente
doble o triple, es lo que se le niega a ese «otro» al que se obliga a ser perpetuo prisionero de
su «verdad cultural».
El llamado «inmigrante» o el etiquetado dentro de alguna «minoría étnica» se ve convertido
en un auténtico discapacitado o minusválido cultural, en el sentido de que, dejando de lado
sus dificultades idiomáticas o costumbrarias precisas, se ve cuestionado en su totalidad
como ser humano, impugnado puesto que su, por lo demás superable, déficit específico se
extiende al conjunto de su personalidad, definida, limitada, marcada por una condición
«cultural» de la que no puede ni debe escapar. La torpeza que se le imputa no se debe a una
dificultad concreta sino que afecta a la globalidad de sus relaciones sociales. No recibe ni la
posibilidad real ni el derecho moral potencial a manejar los marcos locales y perceptivos en
que se desarrollan sus actividades, no tiene capacidad de acción sobre el contexto, puesto
que arrastra, por decirlo así, el penosísimo peso de su «identidad». No le es dado focalizar
los acontecimientos en que se ve inmiscuido en su vida cotidiana, puesto que se le encierra
en un constante estado de excepción cultural. Para él la vida cotidiana es una auténtica
institución total, un presidio, un reformatorio, un espacio sometido a todo tipo de
vigilancias panópticas constantes.
La cuestión no tiene nada de anecdótica. Cuando se dice que la lucha antirracista habría de
hacerse no en nombre del «derecho a la diferencia», sino todo lo contrario, en nombre
del derecho a la indiferencia, lo que se está haciendo es reclamar para cualquier persona
que aparezca a nuestro lado, y sin que importe su identidad como individuo o como
molécula de una comunidad, justamente aquello que, como hacía notar Isaac Joseph, se le
niega al llamado inmigrante, que es una distinción clara entre público y privado.
Escamotearle a alguien, como se está haciendo, ese derecho a una diferenciación nítida
entre público y privado es en realidad negarle a este alguien el derecho tanto a la vida
privada como a la vida pública. El supuesto «inmigrante» o «étnico» se ve atrapado en una
vida privada de la que no puede escapar, puesto que se le imagina esclavo de sus
costumbres, prisionero de su cultura, víctima de una serie de trazos conductuales, morales,
religiosos, familiares, culinarios que no son naturales, pero que es como si lo fuesen, en la
medida que se supone que lo determinan de una manera absoluta e invencible, a la manera
de una maldición. Esta omnipresencia de su vida privada es lo que inhabilita para ser
aceptado en la esfera pública y le condena a vivir recluido en su privacidad. Una
privacidad, sin embargo, que tampoco puede ser plenamente privada, puesto que es
expuesta constantemente a la mirada pública y por tanto desprovista de la posibilidad que
nuestra privacidad merece de permanecer a salvo de los juicios ajenos y de las
indiscreciones. Pocas cosas más públicas que la vida íntima de los «inmigrantes» y de los
«étnicos». Pocas cosas despiertan más la curiosidad pública que la «sorprendente
identidad» de los trabajadores inmigrantes o de las minorías étnicas de la propia nación.
Pocas cosas movilizan tanto la atención de tantos: periodistas, antirracistas, policías,
personal sanitario, asistentes sociales, sindicatos, maestros, organizaciones no
gubernamentales, juristas, feministas, antropólogos…. Todos ellos
profundamente interesados en saber cosas sobre ellos, en saber cómo y dónde viven,
cuántos son, cómo se organizan o con quién se relacionan. Una legión de «especialistas
cualificados» consagrados a hacer incontestable, desde sus respectivas jurisdicciones, que
el subrayado que afecta a algunos seres humanos tiene alguna cosa que ver con las
estridencias culturales de que hacen gala las propias víctimas.
Cualquier etólogo certificaría que el peor y más cruel daño que se infringe a los animales
cautivos no es negarles la libertad, sino la posibilidad de esconderse. Con los clasificados
como «inmigrantes» o «étnicos» pasa una cosa similar, básicamente porque también ellos
se ven abocados a verse exhibidos en público como expresión de lo civilizatoriamente
remoto y atrasado, seres que son, se considera, en cierta medida más cerca de la naturaleza
que de la civilización. En definitiva, ¿qué son las «fiestas de la diversidad» o las «semanas
de la tolerancia», sino una suerte de zoos étnicos en los cuales el gran público puede
acercase e incluso tocar los especímenes que conforman la etnodiversidad humana? Al
exponente de cada una de estas especies culturales, también llamadas «minorías étnicas»,
también se le niega, como a los leones de los parques zoológicos, la posibilidad de
ocultarse del ojo público, también se le obliga a permanecer en todo momento visible.
Obligándole a subirse sobre una especie de pedestal, desde el que es obligado a pasarse el
tiempo informando sobre su identidad, los llamados «inmigrantes», «extranjeros» o
«étnicos» hacen inviable el ejercicio del anonimato, ese recurso básico del que se deriva el
ejercicio de los fundamentos mismos de la democracia y la modernidad, que no son otros
que la civilidad, el civismo y la ciudadanía. Estos ejes de la convivencia democrática que se
aplican a individuos que no han de justificar idiosincracias ni orígenes especiales para
recibir el beneficio de la reducción, o la elevación, si se prefiere, a la nada identitaria
básica: aquella que hace de cada cual un ser humano, lo que debería ser idéntico a
un ciudadano, con todos los derechos y obligaciones consecuentes. Con esta factibilidad
de convertirse sencillamente en transeúnte, persona de la calle que no ha de dar
explicaciones de nada, es el requisito para cualquier forma de integración social verdadera.

3. EL DERECHO A LA CALLE

No se ha pensado lo suficiente lo que implica este pleno derecho a la calle que se vindica
para todos, derecho a la libre accesibilidad al espacio público como máxima expresión del
derecho universal a la ciudadanía. La accesibilidad de los lugares, de ahí su condición de
«públicos», se muestra entonces como no sólo la capacidad de un lugar para interactuar con
otros lugares, que es lo que se diría al respecto desde la arquitectura y el diseño urbano,
sino el núcleo que permite evaluar el nivel de democracia de una sociedad urbana, que es
casi lo mismo que su nivel de urbanidad. Esta calle de la que estamos hablando es algo más
que una vía por la que transitan de un lado al otro vehículos e individuos, un mero
instrumento para los desplazamientos en el seno de la ciudad. Es sobre todo el lugar de
epifanía de una sociedad que quisiera ser de verdad democrática, un escenario vacío a
disposición de una inteligencia social mínima, de una ética social elemental basada en el
consenso y en un contrato de ayuda mutua entre desconocidos. Ámbito al mismo tiempo de
la evitación y del encuentro, sociedad igualitaria donde, debilitado el control social,
inviable una fiscalización política completa, gobierna una «mano invisible», es decir nadie.
El espacio público es el espacio que posibilita todas las interacciones concebibles, e incluso
las inconcebibles. Sirve de rampa para todas las socialidades habidas o por haber. En
cambio, en su seno lo que uno encuentra no es propiamente una sociedad, o cuanto menos
una sociedad cristalizada, con sus órganos, sus funciones, sus instituciones, etc. En él se
ensayan y las más de las veces se abortan todas las combinaciones societarias, de las más
armoniosas a las más conflictivas y hasta las que se ha vuelto o están a punto de volverse
violentas. Ahora bien, el espacio público no es propiamente ese espacio social en el que
Bourdieu podía desmentir la condición singular, puede antojarse maravillosa, de los
encuentros azarosos y de las situaciones abstractas a que esos encuentros dan pie. Como en
otro lugar se ha tratado de poner de relieve, el espacio público no está estructurado ni
desestructurado, sino estructurándose. No es el escenario de una sociedad hecha y derecha,
sino una superficie en que se desliza y desborda una sociedad permanentemente inconclusa,
una sociedad interminable. En él sólo se puede ser testigo de un trabajo, una tarea de lo
social sobre sí mismo. En cuanto las condiciones democráticas que deberían presidirlo se lo
permiten, el espacio público se comporta no como un espacio social, determinado por
estructuras y enclasamientos, sino como un espacio en muchos sentidos biótico, subsocial o
protosocial, un espacio previo a lo social al tiempo que su requisito, premisa escénica de
cualquier sociedad. El espacio público es aquél en el que el sujeto que se objetiva, que se
hace cuerpo, que reclama y obtiene el derecho de presencia, se nihiliza, se convierte en una
nada ambulante e inestable. Esa masa corpórea lleva consigo todas sus propiedades, tanto
las que proclama como las que oculta, tanto las reales como las simuladas, las de su infamia
y las que le ensalzan, y con respecto a todas esas propiedades lo que pide es que no se
tengan en cuenta, que se olviden tanto unas como otras, puesto que el espacio en que ha
irrumpido es anterior y ajeno a todo esquema fijado, a todo lugar, a todo orden establecido.
Quien se ha hecho presente en el espacio público ha desertado de su sitio y transcurre por lo
que por definición es una tierra de nadie, ámbito de la pura disponibilidad, de la pura
potencia, territorio lábil, la calle, el vestíbulo de estación, la playa atestada de gente, el
pasillo que conecta líneas de metro, el bar, la pista de la discoteca, ordenado por leyes de
las que uno podría sospechar que no son exactamente humanas. El único rol que le
corresponde es el de tan solo circular. Ese personaje nunca está: estuvo o estará, en
cualquier caso se traslada, se mueve, y es sólo ese tránsito que efectúa y en el momento
justo en que lo efectúa.
Eso no quiere decir que en el espacio público de las ciudades no rija un principio
clasificatorio. Los usuarios del espacio público clasifican lo que los etólogos llaman
displays o «muestras». Por medio de éstas, los viandantes anónimos asignan intenciones,
evalúan circunstancias, evitan roces y choques, intuyen motivos de alarma, gestionan su
imagen e interpretan la de los otros, pactan indiferencias mutuas, se predisponen para
coaliciones efímeras. En el espacio público cuentan más las pertinencias que las
pertenencias.
Por desgracia, las leyes se encargan de desacreditar este sistema de ordenamiento basado en
la autogestión generalizada de las relaciones sociales y organizan su imperio en
clasificaciones bien distintas a las de la etología humana en marcos públicos. El agente de
policía o el vigilante jurado pueden pedir explicaciones, exigir peajes, interrumpir o
impedir los accesos a aquellos que aparecen resaltados no por lo que hacen en el espacio
público, sino tan sólo por lo que son o parecen ser, es decir por su «identidad» real o
atribuida.
En estos casos, los encargados de la seguridad pública pueden acosar a personas que no
ponen en peligro esa seguridad pública, que ni siquiera han dado signos de incompetencia
grave, que no han alterado para nada la vida social. Su tarea es exactamente la contraria de
la que desarrolla en condiciones normales el usuario ordinario de los espacios públicos. Si
éste procura pasar desapercibido y evitar mirar fijamente a los demás con quienes se cruza,
el agente del orden se pasa el tiempo mirando a todo el mundo, enfocando directamente a
aquellos que podrían parecer sospechosos, no tanto de haber cometido un delito o estar a
punto de cometerlo, sino tan sólo de no tener sus papeles en regla, es decir no merecer el
derecho de presencia en el espacio público que como ser humano le deberían corresponder.
Estos «agentes del orden» pueden interpelar de forma nada amable y a veces violenta a
personas a las que ya les «habían echado el ojo encima» por su aspecto fenotípico o su
vestimenta, rasgos que dan cuenta de una identidad inquietante no para el resto de peatones,
sino para el Estado y sus leyes de extranjería.
Por desgracia también, la antropología aparece aquí como directamente implicada, acaso
involuntariamente, en el marcaje de quienes son susceptibles de ser abordados por los
«agentes del orden» en función de su presupuesta adscripción grupal. Esa intervención se
lleva a cabo precisamente para legitimar y mostrar como inexorable su exclusión del
espacio público o las dificultades que encuentran para acceder a él en igualdad de
condiciones. En el caso de los llamados «inmigrantes» o los miembros de presuntas
minorías étnicas, el antropólogo ha podido contribuir a su estigmatización, subrayando la
condición culturalmente extraña que se supone que les afecta y proveyendo de una parrilla
clasificatoria que los etnifica casi siempre artificialmente.
Lejos de considerar a los seres humanos que estudia en la pluralidad de situaciones en que
aparece constantemente inmiscuido, la «antropología de los inmigrantes» ha dado
acríticamente por buenas o ha producido por su cuenta categorías analíticas que han
legitimado, cuanto menos potencialmente, la marginalización de una parte de la clase
obrera, ha ayudado a encerrarla en una prisión identitaria de la que no era ni posible ni
legítimo escapar. En efecto, el aparato terminológico de los antropólogos se ha dedicado a
distribuir categorizaciones delimitativas, ha certificado rasgos, inercias y recurrencias
basados en clasificaciones «étnicas», cuya función ha sido la de prestar un utillaje
cognoscitivo preciso y disponerlo como una modalidad operativa más al servicio de la
exclusión. Se ha pasado así, una vez más, de la aséptica definición técnico-especialista a la
discriminación social, dándole la razón a las construcciones ideológicas marginalizadoras y
a las relaciones sociales asimétricas.
Algo parecido podría decirse en relación con la aplicación a las llamadas «minorías
étnicas» las presunciones metodológicas de la etnografía clásica, presentadas bajo el
ampuloso nombre de «observación participante», y que implican el cultivo de dos graves
malentendidos. El primero es el de la posibilidad de llevar a cabo en contextos urbanizados
lo que se da en llamar «estudios de comunidad», que atribuyen a los supuestos colectivos
de inmigrantes esos rasgos que harían pertinente un trabajo de campo estandar por parte del
antropólogo, es decir una dosis notable de homogeneidad cultural, una vertebración social y
una estabilidad territorial. Esa imagen de la ciudad como constituida en un mosaico de
zonas en las que podía darse con comunidades con una identidad étnica o religiosa
compartida, ha ocultado una realidad mucho más dinámica e inestable, dominada por
urdimbres interactivas en que se ven inmiscuidos los llamados inmigrantes y cuyas
escenarios e interlocutores trascienden los supuestos límites comunitarios en que se les
imagina medio encerrados
Otra cuestión importante, relativa a la posibilidad y, en este caso, a la legitimidad del
trabajo de campo con inmigrantes, tiene que ver con una disposición de la división público-
privado que no siempre se tiene en cuenta a la hora de hacer preguntas y observaciones. Si
es cierto que la investigación de campo siempre implica un cierto grado de violencia y de
autoritarismo por parte de ese funcionario enviado por la Administración, aunque sea con
una excusa «académica» o «científica», que es el etnólogo especializado en inmigrantes,
ese principio de intromisión se ha de agudizar por fuerza en situaciones en las que el
«investigado» ha entendido, como parte de su nuevas competencias culturales, que la
protección de la privacidad y de los límites de lo que cada cual considera que es su «verdad
secreta» es en lo que en gran medida reside su principio de dignidad humana, aquel mismo
que les lleva a reclamar el status de ciudadano de pleno derecho. El etnólogo ha de hacer
preguntas inevitablemente indiscretas, seguir de cerca conductas íntimas, «profundizar» en
la realidad socio-psicológica de seres a los que ha hecho beneficiarios del título de «otros».
La actualidad del ensayo de Durkheim y Mauss sobre las clasificaciones primitivas nos
conduce a apreciar cómo una comprensión heurística de nuestra propia sociedad sólo es
posible haciendo inteligible la racionalidad secreta que ésta emplea para clasificar,
distribuir, distinguir, separar, poner en relación y jerarquizar por grupos categoriales los
objetos tanto humanos como materiales que la conforman. Visiones, al fin, que atienden la
vigencia entre nosotros del poder de los sistemas lógicos de denotación. Esa observación
nos permite constatar que no son las diferencias culturales las que generan la diversidad, tal
y como podría antojarse superficialmente, sino que son los mecanismos de diversificación
los que motivan la búsqueda de marcajes que llenen de contenido la voluntad de
distinguirse y distinguir a los demás, no pocas veces con fines estigmatizadores o
excluyentes. En otras palabras, no se clasifica porque hay cosas que clasificar, sino que es
porque clasificamos que las podemos descubrir. No es la diferencia la que suscita la
diferenciación, sino la diferenciación la que crea y reifica la diferencia. No nos clasificamos
a partir de lo que somos, sino que somos los que somos en tanto que hemos sido
clasificados en un determinado compartimento de la nomenclatura lógico-social en vigor.
Tales sistemas de clasificación son instrumentos cognitivos, es cierto, pero sobre todo son
instrumentos de poder. La presuntamente científica etnificación de sectores sociales ya
previamente asociados al conflicto y a la marginación tiene como tarea lanzar sobre ellos
una suerte de red nominadora de la que surgen, como por encanto, una serie de unidades
discretas claras que organizan, verticalmente, por supuesto, una población que no es que
estuviese escasamente diferenciada sino que, al contrario, presentaba unos dinteles de
complejidad difíciles o imposibles de fiscalizar. Los sistemas institucionales y/o populares
de clasificación étnica son un exudado mediante el que el poder político y/o las mayorías
sociales justifican, explicitan y aplican su hegemonía. La palabra con que la antropología
crea al grupo que nombra lo naturaliza, lo dota al mismo tiempo de atributos y de
atribuciones.
Puede ser que no sea factible escapar de esos códigos fundamentales que nos instauran los
esquemas de lo que es preceptivo, de lo que debe y puede cambiar, de las jerarquías, de la
producción de explicaciones, de las interpretaciones o teorías a la que se entregan sin
descanso expertos y especialistas, y entre ellos los antropólogos, para mostrar la
inevitabilidad de no importa qué orden, para satisfacer con argumentos «científicos» la
necesidad social y política de unificar el pensamiento y desenmarañar lo real,
fragmentaciones del saber mediante las que el conocimiento moderno lleva a cabo aquella
misma tarea que el totemismo australiano tenía encomendada, al tiempo que, como aquél,
persuade del valor incontestable de sus resultados.

4. EL DERECHO A LA MÁSCARA

El transeúnte desconocido, este personaje al mismo tiempo vulgar y misterioso que es el


hombre o la mujer de la multitud, es, no lo olvidemos, la materia primera de una sociedad
como la nuestra, hecha no tanto de instituciones estables, a la manera de las sociedades pre-
modernas o tradicionales, como de relaciones sociales, impersonales, superficiales y
segmentarias, fundamentadas en la construcción de situaciones efímeras. En cada una de
estas situaciones eventuales los individuos que concurren en pos de una cierta gama de
objetivos, en el sentido de que nos hayamos o no incorporado a tal situación de manera
voluntaria, nuestro comportamiento aparece orientado por una idea u otra de lo que
queremos que ocurra en ellas. Esta participación se produce en términos de papel o de rol,
que es la manera de indicar cómo cada elemento copresente negocia su relación con los
demás a partir de un uso diferenciado de los recursos con los que cuenta. Esta idea de rol es
fundamental, pues se opone a la de status que caracterizaba las relaciones sociales en las
sociedades tradicionales no urbanizadas, que servía para indicar una serie de derechos y
deberes claramente definidos e inmutables que cada cual recibía en su nacimiento en un
lugar u otro de la estructura social. Al encadenar el llamado «otro cultural» con una
estatuación fija e inmutable, al negarle la posibilidad de jugar libremente al juego de la vida
social, utilizando todo tipo de estratagemas y tácticas, incluso el farol y la impostura,
ponemos de manifiesto hasta que punto nuestra sociedad aún está lejos de realizarse en
tanto que aquello que presume ser, es decir moderna.
Las relaciones de tránsito consisten en vínculos ocasionales entre «conocidos de vista» o
extraños totales, con frecuencia en marcos de interacción mínima, en la frontera misma de
no ser relación en absoluto. Hablamos de aquella unidad fundamental del análisis
interaccionista que son los avatares de la vida pública, entendida como la serie de
agregaciones casuales, espontáneas, consistentes en mezclarse durante y por causa de las
actividades ordinarias. Las unidades que se forman surgen y se diluyen continuamente,
siguiendo el ritmo y el flujo de la vida diaria, lo que causa una trama inmensa de
interacciones efímeras que se entrelazan siguiendo reglas explícitas, pero sobre todo
latentes o inconscientes.
Conocer o intuir las pautas que ordenan en secreto estas relaciones ocasionales es
indispensable para poder interactuar de forma apropiada a cada circunstancia y a cada
contexto. Cada vez que están en presencia ejecutan comportamientos y acciones
reglamentadas, muchas veces sin darnos cuenta, en las cuales resulta indispensable
esconder cosas, utilizar dobles lenguajes, escaquearse, «salirse por la tangente», «guardarse
cartas en la manga», etc. Para tal finalidad, el papel del anonimato y la reserva es
estratégico, puesto que los protagonistas de la interacción transitoria no se conocen apenas,
no saben nada el uno del otro, y reciben la posibilidad de albergarse bajo capa de
anonimato, una especie de película protectora que hace de su auténtica identidad, sus
puntos débiles y sus verdaderas intenciones un arcano para el otro.
De las personas con las que nos relacionamos cada día, la mayoría de ellas son un
incógnito, en esencia porque son eso, personas, es decir, si hemos de tener presente la
etimología del término, máscaras. Desconocemos de ellas o apenas llegamos a intuir cosas
como su ideología, su origen étnico o social, su edad precisa, dónde viven, sus gustos. En la
mayoría de aspectos de la vida ordinaria, todo sujeto no puede conjugarse a sí mismo sino
en relativo. Con frecuencia no sabemos ni tan solo su nombre. En el espacio público ese
sujeto que se oculta ha recibido permiso para dotarse de una opacidad y para definirse
aparte, en otros sitios, en otros momentos.
Por la posibilidad que tienen de encubrir quién son en realidad y qué pretenden, los
desconocidos que conforman sociedades provisionales pueden aplicar todo tipo de técnicas
relacionales basadas en la simulación, con abundancia de medias verdades y, si el guión lo
exige, de engaños. En los contextos de tránsito, todo el mundo no sólo tiene derecho a
enredar, sino que con frecuencia no tiene más remedio que hacerlo. Todos nosotros, que
también simulamos y nos refugiamos en la ambigüedad y la farsa, no tenemos más remedio
que basarnos en impresiones fragmentarias, extraídas de signos externos, manera de
vestirse, estilo de peinado, rasgos fenotípicos, el diario que traen bajo el brazo, gestos
indeterminados, comentarios dispersos…, como las únicas pistas que nos permiten, siempre
de manera defectuosa, inferir las predisposiciones de nuestros interlocutores eventuales,
hacer la prospectiva de sus acciones inminentes o tratar de adivinar sus objetivos a medio o
largo plazo. Con frecuencia esas prácticas de encubrimiento tras una apariencia simple no
responden tanto a una voluntad explícita de engañar como a una buena voluntad a la hora
de ayudar a aquél con quien se interactúa brevemente a que controle la inestabilidad y la
incertidumbre de las situaciones.
Estas sociedades imprevistas entre extraños pueden convertirse en una fuente notable de
inquietud y en ciertas oportunidades revestirse de amenaza, pero también ser el punto de
partida de cambios vitales o incluso una fugaz obertura hacia lo maravilloso. Es verdad que
se ha repetido que la gente está muy sola, que la vida urbana es inhumana y neurotizante y
que lo que se agita por las calles es en realidad una unión de individuos solitarios, pero
también lo es que la vida en las ciudades es un estímulo para la emancipación humana y
una expectativa permanente activada hacia lo insólito. En cada momento, un desconocido
está a punto de irrumpir en el escenario de nuestra existencia sin pedirnos permiso. Podría
ser alguien que hasta ese momento no había jugado ningún papel de relieve o podría ser
alguien cuya existencia ni siquiera sospechábamos, pero que se convierte súbitamente en
portador de acontecimientos excepcionales. Individuos que no formaban parte de ninguna
de nuestras relaciones significativas pasan de repente a tener una relevancia inesperada y
ofrecernos una sorpresa inimaginable. Puede ocurrir en cualquier lugar público o
semipúblico, en la parada del autobús, en el supermercado, en la piscina en verano, en un
café, al doblar una esquina… Allá donde no había relación social en absoluto, pueden
aparecer de pronto nuevos contactos, vínculos inéditos inicialmente furtivos, pero que
pueden devenir en un momento en algo íntimo y profundo.
En estas situaciones de tránsito se concreta la condición que con frecuencia la vida social
puede tener de un proceso mediante el cual los actores resuelven significativamente sus
problemas, adaptándose la naturaleza y la persistencia de sus soluciones prácticas. En cada
encuentro entre desconocidos totales o relativos cada uno de los interactuantes trata de
elaborar una especie de teoría práctica, un razonamiento empírico en orden a procurar
establecer y describir su normalidad y la racionalidad de las situaciones en que se va viendo
involucrado. El punto crucial es que no existe un orden social que tenga existencia por sí
mismo e independientemente de ser conocido y articulado por sus miembros, en la medida
que toda sociedad no es una norma o código a obedecer, sino un orden realizado,
cumplido sobre la marcha.
La violencia está ahí, continúa estando ahí como pura posibilidad de una relación social
extrema, último recurso que podría salvar en el último momento el socius. Se sabe que ese
espacio, pura potencialidad, podría explicitar en cualquier momento su predisposición para
albergar y hasta suscitar el conflicto, devenir de un momento a otro, como consecuencia de
la propia fragilidad que lo caracteriza, escenario de todo tipo de torsiones y espasmos, hasta
del horror. Pero en tanto ese momento no llega, los transeúntes aceptan un pacto de no
agresión, un contrato de no-violencia. En la calle reina el principio de reciprocidad en la
indiferencia, una economía espacial, puesto que es un espacio compartido, la posesión y el
consumo del cual está terminantemente prohibido.
A nivel general, hemos visto que el derecho al anonimato es un requisito del principio de
ciudadanía. De él depende que se cumpla esa función moderna del espacio público como
fundamento mismo, especificidad y abstracción máximas a la vez, del proyecto
democrático, tal y como autores como Hannah Arendt o Jürgen Habermas han sostenido.
Espacio público: espacio de un intercambio ilimitado, esfera para la acción comunicativa
generalizada y el despliegue infinito de prácticas y argumentos cruzados entre personas que
se acreditan mutuamente la racionalidad y competencia de sus actos. Es en eso en lo que
debería consistir la multiculturalidad, no en lo que hoy es, la reificación de un inexistente
mosaico de «minorías» preformadas y se supone que articuladas, integradas o asimiladas
estructuralmente, sino la disolución de toda presunta minoría en un espacio dramático
compartido y accesible a todos.
En un plano más concreto acabamos de reconocer como el ingrediente básico por la
práctica competente de la vida ordinaria, esta posibilidad de vivir como todo el mundo, es
decir diferentemente, que le es negada paradójicamente a quienes reciben el atributo de
«diferentes». En cualquiera de estos dos aspectos, no se está hablando de otra cosa del
derecho a devenir tan solo alguien que pasa, un payo o una paya, un «*tío*» o una «*tía*»,
un tipo que va o que viene, ¿cómo saberlo?, sin ver detenida su marcha ni por alguien que
de uniforme le pida los «papeles», ni por alguien que se empeñe en «comprenderle» y
acabe exhibiéndolo en una especie de feria de los monstruos culturales. Un masa corpórea
que, como cualquiera, va «a la suya», pero que puede ser protagonista, en el momento
menos pensado, de los más grandes heroísmos o generosidades: a un mismo tiempo el
elemento más trivial y más enigmático de la vida urbana.
El peatón hace alguna cosa más que caminar, atravesar cuando el semáforo se pone en
verde, mirar aparadores, esperando alguien mojándose bajo la lluvia o detener taxis. Su
modesto chino-chano es un acto profundamente lírico, una forma de escritura en que cada
trayecto que traza es un relato, una historia íntima, una siembra de memoria que hace de su
autor el fundamento de toda experiencia moderna del urbano. Nuestro andariego es también
un personaje que desasosiega al poder, en la medida que no hay forma de saber todo lo que
esconde o si prepara alguna. Es un ser impredecible que cuando se une a otros teje con ellos
una espesa nube opaca a ras de suelo a través de la cual quienes vigilan no pueden discernir
nada. De este ser anónimo apenas saben algo. Tenemos como indicio su aspecto, su rostro,
percibido en el brevísimo intervalo en que le miramos de reojo, o el ritmo con que se
desplaza. Sabemos que ha salido de algún sitio, pero no sabemos de cuál. Es, pues, alguien
sin origen. No sabemos dónde va ni lo que pretende. Es, por tanto, alguien sin destino ni
función. Sabemos que, de hecho, es en otro sitio, en el sentido de que sus pensamentos no
están ahí, sino seguramente lejos, «en sus cosas». Es por ello un enigma.
Estos caminantes, que van de aquí para allá trazando diagramas aparentemente caprichosos,
constituyen la forma moderna por excelencia de cooperación: espontánea, autorregulada,
reducida a pautas mínimas, basada en el consenso y no en la coacción, disponible siempre
por lo que Comte llamó el altruismo, que conoce su expresión más auténtica y radical
cuando se ejerce entre gente que nunca se había visto hasta entonces y a la que no se
volverá a ver nunca más. Hablar de aquí de extranjeros no tiene demasiado sentido, en
tanto nos encontramos ante un universo dislocado, en el cual todo el mundo aparece
desplazado y desplazándose y en el que la figura del forastero es un imposible lógico,
puesto que todos los presentes lo son.
Esta comunidad peripatética no aparece nunca concluida, siempre está a medio hacer. Es
una sociedad que se trabaja a sí misma y que es sólo ese trabajo el que interminablemente
la hace. No tiene órganos ni estructuras acabadas, sino que se construye, se disuelve y se
vuelve a construir ininterrumpidamente.
Ese orden es un «desorden» autoorganizado, el resultado de la autogestión de millones de
moléculas independientes que se las apañan para convivir a base de acuerdos puntuales y
efímeros. Sus componentes no se hablan, no tienen nada que decirse, básicamente porque
están de acuerdo en lo más importante: convivir. Tampoco se miran, ya que la mirada fija
de un desconocido sólo puede anunciar una inminente agresión o el inicio de un gran amor.
No se tocan. Miles de personas circulando en todas direcciones y por espacios reducidos…
¡y sin apenas rozarse entre ellas! Los miembros de esta colectividad perpetuamente
intranquila acuerdan protegerse los unos de los otros mediante el anonimato, la reserva y la
indiferencia mutua. A la mínima oportunidad, sin embargo, los socios de esta inmensa
sociedad anónima que es, o debería ser, una ciudad podrían demostrarse su potencia
solidaria y altruista. Saben que en cualquier momento podrían necesitarse mutuamente, sin
que les importe nunca quién es el otro, sino tan sólo lo que le pasa.

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