Un Campeon Acepta Las Consecuencias de Sus Actos

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Capítulo 1. Un campeón acepta las consecuencias de sus actos.

Mi hermano sufrió un terrible accidente y estuvo a punto de morir.


Era un día soleado. Nos encontrábamos nadando en la alberca del club
deportivo, cuando Riky pidió permiso para ir al trampolín. Se lo
dieron. A mí, tal vez me lo hubieran negado. Él era el hijo perfecto:
alegre, ágil, simpático y buen estudiante. Yo, en cambio, tímido, torpe
y sin gracia; todo me salía mal. Como soy el mayor, siempre me
decían que debía cuidar a mi hermanito.
Riky salió de la alberca y caminó hacia la fosa de clavados. Sentí
coraje y fui corriendo tras él. Lo rebasé y subí primero las escaleras
del trampolín. Trató de alcanzarme.
Venía detrás de mí; podía escucharlo jadear y reír.
Como siempre, él pretendía llegar a la plataforma de diez metros para
llamar la atención desde arriba y lanzarse de pie, derechito como un
soldado volador. Luego, mis padres aplaudirían y me dirían: “¿viste lo
que hizo tu hermanito? ¿Por qué no lo intentas?”
Jamás había podido arrojarme desde esa altura, pero esta vez me
atrevería. No permitiría que Riky siguiera haciéndome quedar en
ridículo.
Llegué hasta el último peldaño de la escalera y caminé despacio. Un
viento frío me hizo darme cuenta de cuán alto estaba. Respiré hondo.
No miraría hacia abajo.
-¡Hola, papá! ¡Hola mamá! –grité -. Allá voy. Avancé decidido, pero
justo al llegar al borde de la plataforma, me detuve paralizado de
miedo. Riky ya estaba tras de mí. Me dijo:
-¡Sólo da un paso al frente y déjate caer! ¡Anda, sé valiente!
Tuve ganas de propinarle un golpe, pero no podía moverme.
-¿Qué te pasa? -me animó -. No lo pienses.
Quise impulsarme. Mi cuerpo se bamboleó y Riky soltó una
carcajada. -¡Estás temblando de miedo! Quítate. Voy a demostrarte
cómo se hace. Llegó junto a mí.
-¡Papá, mamá! Miren. Mis padres saludaron desde abajo. Cuando se
iba a arrojar, lo detuve del brazo.
-Si eres tan bueno –murmuré -, aviéntate de cabeza, o de espaldas.
Anda. ¡Demuéstrales!
-¡Suéltame!
Comenzamos a forcejear justo en el borde de la plataforma.
-¡Vamos! –repetí -. Arrójate dando vueltas, como los verdaderos
deportistas.
-¡No! ¡Déjame en paz!
Mis padres vociferaban histéricos desde abajo:
-¡Niños! ¡No peleen! ¡Se pueden a caer! ¡Se van a lastimar! ¿Qué les
pasa? ¡Felipe! ¡Suelta a tu hermanito!
Riky me lanzó una patada. Aunque era más ágil, yo era más grande.
Hice un esfuerzo y lo empujé; entonces perdió el equilibrio, se asustó
y quiso apoyarse en mí, pero en vez de ayudarlo, lo volví a empujar.
Salió por los aires hacia un lado.
Me di cuenta demasiado tarde de que iba a caer, no en la alberca, sino
afuera, ¡en el cemento! Llegaría al piso de espaldas y su nuca
golpearía en el borde de concreto.
Escuché los gritos de terror de mis papás. Yo mismo exclamé
asustado: -¡Nooo!
Muchas cosas pasaron por mi mente en esos segundos: El funeral de
mi hermano, mis padres llorando de manera desconsolada, los policías
deteniéndome y llevándome a la cárcel de menores. De haber podido,
me hubiese arrojado al aire para tratar de desviar la trayectoria de
Riky y salvarle la vida.
Mi hermano cayó en el agua, rozando la banqueta.
Me quedé con los ojos muy abiertos.
Salió de la fosa llorando. Estaba asustado. No era el único. Todos lo
estábamos. Cuando bajé las escaleras, encontré a mi papá furioso.
-¿Pero qué hiciste, Felipe? -me dijo -. ¡Estuviste a punto de matar a tu
hermanito! -Él me provocó –contesté -, se burló de mí... -¡Cállate!
Papá levantó la mano como para darme una bofetada, pero se detuvo a
tiempo. Jamás me había golpeado en la cara y, aunque estaba furioso,
no quiso humillarme de esa forma.
Nos fuimos de regreso a la casa. En el camino todos estábamos
callados. Por fortuna, no había pasado nada grave, pero cada uno de
los miembros de la familia recordaba la escena.
-Felipe -sentenció papá -, pudiste provocar una tragedia. ¿Te das
cuenta? vas a tener que pensar en eso, así que durante la 6 próxima
semana, no saldrás a la calle, ni verás la televisión. Trabajarás duro,
ya te diré en qué.
-¡Papá! –protesté -. Mi hermano tuvo la culpa. Él siempre...
-¡No sigas! -estaba de verdad enfadado; después de varios segundos
continuó -: Te has vuelto muy envidioso. No juegas con Riky ni le
prestas tus juguetes; cuando puedes lo molestas y le gritas, ¿crees que
no me doy cuenta? Abusas de él porque tienes doce años y él ocho,
pero tu envidia es como un veneno que está matando el amor entre
ustedes. Vas a reflexionar sobre eso y acatarás lo que te ordene, sin
rezongar.
Esa tarde, papá compró una cubeta de pintura y dos brochas.
-Pintarás la mitad de nuestra casa -me dijo -. La fachada de la planta
baja. Y lo harás con cuidado, no quiero que manches el suelo o las
ventanas. Cuando te canses de pintar, entrarás a tu habitación y harás
ejercicios de matemáticas.
En cuanto me quedé solo, busqué a mamá para protestar:
-¡Es injusto! –alegué -. Convence a mi papá de que me levante el
castigo. Por favor… ¡No quiero estar encerrado durante la última
semana de vacaciones!
-Lo siento, Felipe –contestó -, pero él tiene razón. Cometiste una falta
muy grave. Harás todo lo que te ordenó y yo te vigilaré. No tienes
escapatoria.
-¡Eres mala -le reproché -, igual que él!
-No soy mala y ¡mide tus palabras! En la vida, si te comportas con
paciencia y bondad, obtendrás amigos y cariño; si, por el contrario,
actúas con rencor y envidia, te ganarás problemas y enemigos. Ni tu
padre ni yo estamos enojados contigo, Felipe, pero nuestra obligación
es enseñarte que para cada cosa que hagas, hay una consecuencia. No
lo veas como un castigo; sólo pagarás el precio de tu error.
Fuiste muy grosero y eso te obliga a cumplir un trabajo que te ayudará
a pensar. Y lo harás con agrado. Cuando te 7 sientas más cansado,
quiero que le des gracias a Dios porque tu hermano está vivo.
A la mañana siguiente, papá me despertó muy temprano, me dio una
carta en un sobre cerrado y comentó:
-Anoche te escribí algo. Doblé el sobre y lo guardé en mi pantalón.
Me llevó hasta el frente de la casa para indicarme cómo realizar mi
trabajo. Colocó una enorme escalera de aluminio que llegaba hasta el
techo y me explicó la forma de deslizarla sobre la fachada.
-Ten mucho cuidado –señaló -. No quiero que vayas a accidentarte.
Usa la escalera sólo para pintar los muros desde la mitad de la casa
para abajo y cuida que esté bien apoyada e inclinada antes de subirte a
ella.
Acepté sin protestar más, pero nunca imaginamos que la tragedia
verdadera estaba a punto de ocurrir.
Carlos Cuauhtémoc Sánchez

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