El documento narra un incidente en el que el narrador empuja accidentalmente a su hermano menor desde una plataforma de clavados, poniendo en riesgo su vida. Como consecuencia, el padre le impone un castigo de una semana sin salir y tener que pintar la fachada de la casa.
El documento narra un incidente en el que el narrador empuja accidentalmente a su hermano menor desde una plataforma de clavados, poniendo en riesgo su vida. Como consecuencia, el padre le impone un castigo de una semana sin salir y tener que pintar la fachada de la casa.
Descripción original:
Capitulo 1. Un campeon acepta las consecuencias de sus actos
El documento narra un incidente en el que el narrador empuja accidentalmente a su hermano menor desde una plataforma de clavados, poniendo en riesgo su vida. Como consecuencia, el padre le impone un castigo de una semana sin salir y tener que pintar la fachada de la casa.
El documento narra un incidente en el que el narrador empuja accidentalmente a su hermano menor desde una plataforma de clavados, poniendo en riesgo su vida. Como consecuencia, el padre le impone un castigo de una semana sin salir y tener que pintar la fachada de la casa.
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Capítulo 1. Un campeón acepta las consecuencias de sus actos.
Mi hermano sufrió un terrible accidente y estuvo a punto de morir.
Era un día soleado. Nos encontrábamos nadando en la alberca del club deportivo, cuando Riky pidió permiso para ir al trampolín. Se lo dieron. A mí, tal vez me lo hubieran negado. Él era el hijo perfecto: alegre, ágil, simpático y buen estudiante. Yo, en cambio, tímido, torpe y sin gracia; todo me salía mal. Como soy el mayor, siempre me decían que debía cuidar a mi hermanito. Riky salió de la alberca y caminó hacia la fosa de clavados. Sentí coraje y fui corriendo tras él. Lo rebasé y subí primero las escaleras del trampolín. Trató de alcanzarme. Venía detrás de mí; podía escucharlo jadear y reír. Como siempre, él pretendía llegar a la plataforma de diez metros para llamar la atención desde arriba y lanzarse de pie, derechito como un soldado volador. Luego, mis padres aplaudirían y me dirían: “¿viste lo que hizo tu hermanito? ¿Por qué no lo intentas?” Jamás había podido arrojarme desde esa altura, pero esta vez me atrevería. No permitiría que Riky siguiera haciéndome quedar en ridículo. Llegué hasta el último peldaño de la escalera y caminé despacio. Un viento frío me hizo darme cuenta de cuán alto estaba. Respiré hondo. No miraría hacia abajo. -¡Hola, papá! ¡Hola mamá! –grité -. Allá voy. Avancé decidido, pero justo al llegar al borde de la plataforma, me detuve paralizado de miedo. Riky ya estaba tras de mí. Me dijo: -¡Sólo da un paso al frente y déjate caer! ¡Anda, sé valiente! Tuve ganas de propinarle un golpe, pero no podía moverme. -¿Qué te pasa? -me animó -. No lo pienses. Quise impulsarme. Mi cuerpo se bamboleó y Riky soltó una carcajada. -¡Estás temblando de miedo! Quítate. Voy a demostrarte cómo se hace. Llegó junto a mí. -¡Papá, mamá! Miren. Mis padres saludaron desde abajo. Cuando se iba a arrojar, lo detuve del brazo. -Si eres tan bueno –murmuré -, aviéntate de cabeza, o de espaldas. Anda. ¡Demuéstrales! -¡Suéltame! Comenzamos a forcejear justo en el borde de la plataforma. -¡Vamos! –repetí -. Arrójate dando vueltas, como los verdaderos deportistas. -¡No! ¡Déjame en paz! Mis padres vociferaban histéricos desde abajo: -¡Niños! ¡No peleen! ¡Se pueden a caer! ¡Se van a lastimar! ¿Qué les pasa? ¡Felipe! ¡Suelta a tu hermanito! Riky me lanzó una patada. Aunque era más ágil, yo era más grande. Hice un esfuerzo y lo empujé; entonces perdió el equilibrio, se asustó y quiso apoyarse en mí, pero en vez de ayudarlo, lo volví a empujar. Salió por los aires hacia un lado. Me di cuenta demasiado tarde de que iba a caer, no en la alberca, sino afuera, ¡en el cemento! Llegaría al piso de espaldas y su nuca golpearía en el borde de concreto. Escuché los gritos de terror de mis papás. Yo mismo exclamé asustado: -¡Nooo! Muchas cosas pasaron por mi mente en esos segundos: El funeral de mi hermano, mis padres llorando de manera desconsolada, los policías deteniéndome y llevándome a la cárcel de menores. De haber podido, me hubiese arrojado al aire para tratar de desviar la trayectoria de Riky y salvarle la vida. Mi hermano cayó en el agua, rozando la banqueta. Me quedé con los ojos muy abiertos. Salió de la fosa llorando. Estaba asustado. No era el único. Todos lo estábamos. Cuando bajé las escaleras, encontré a mi papá furioso. -¿Pero qué hiciste, Felipe? -me dijo -. ¡Estuviste a punto de matar a tu hermanito! -Él me provocó –contesté -, se burló de mí... -¡Cállate! Papá levantó la mano como para darme una bofetada, pero se detuvo a tiempo. Jamás me había golpeado en la cara y, aunque estaba furioso, no quiso humillarme de esa forma. Nos fuimos de regreso a la casa. En el camino todos estábamos callados. Por fortuna, no había pasado nada grave, pero cada uno de los miembros de la familia recordaba la escena. -Felipe -sentenció papá -, pudiste provocar una tragedia. ¿Te das cuenta? vas a tener que pensar en eso, así que durante la 6 próxima semana, no saldrás a la calle, ni verás la televisión. Trabajarás duro, ya te diré en qué. -¡Papá! –protesté -. Mi hermano tuvo la culpa. Él siempre... -¡No sigas! -estaba de verdad enfadado; después de varios segundos continuó -: Te has vuelto muy envidioso. No juegas con Riky ni le prestas tus juguetes; cuando puedes lo molestas y le gritas, ¿crees que no me doy cuenta? Abusas de él porque tienes doce años y él ocho, pero tu envidia es como un veneno que está matando el amor entre ustedes. Vas a reflexionar sobre eso y acatarás lo que te ordene, sin rezongar. Esa tarde, papá compró una cubeta de pintura y dos brochas. -Pintarás la mitad de nuestra casa -me dijo -. La fachada de la planta baja. Y lo harás con cuidado, no quiero que manches el suelo o las ventanas. Cuando te canses de pintar, entrarás a tu habitación y harás ejercicios de matemáticas. En cuanto me quedé solo, busqué a mamá para protestar: -¡Es injusto! –alegué -. Convence a mi papá de que me levante el castigo. Por favor… ¡No quiero estar encerrado durante la última semana de vacaciones! -Lo siento, Felipe –contestó -, pero él tiene razón. Cometiste una falta muy grave. Harás todo lo que te ordenó y yo te vigilaré. No tienes escapatoria. -¡Eres mala -le reproché -, igual que él! -No soy mala y ¡mide tus palabras! En la vida, si te comportas con paciencia y bondad, obtendrás amigos y cariño; si, por el contrario, actúas con rencor y envidia, te ganarás problemas y enemigos. Ni tu padre ni yo estamos enojados contigo, Felipe, pero nuestra obligación es enseñarte que para cada cosa que hagas, hay una consecuencia. No lo veas como un castigo; sólo pagarás el precio de tu error. Fuiste muy grosero y eso te obliga a cumplir un trabajo que te ayudará a pensar. Y lo harás con agrado. Cuando te 7 sientas más cansado, quiero que le des gracias a Dios porque tu hermano está vivo. A la mañana siguiente, papá me despertó muy temprano, me dio una carta en un sobre cerrado y comentó: -Anoche te escribí algo. Doblé el sobre y lo guardé en mi pantalón. Me llevó hasta el frente de la casa para indicarme cómo realizar mi trabajo. Colocó una enorme escalera de aluminio que llegaba hasta el techo y me explicó la forma de deslizarla sobre la fachada. -Ten mucho cuidado –señaló -. No quiero que vayas a accidentarte. Usa la escalera sólo para pintar los muros desde la mitad de la casa para abajo y cuida que esté bien apoyada e inclinada antes de subirte a ella. Acepté sin protestar más, pero nunca imaginamos que la tragedia verdadera estaba a punto de ocurrir. Carlos Cuauhtémoc Sánchez