World of Warcraft - Jeff Grubb - El Último Guardían PDF
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En la bruma del pasado, largo tiempo antes del comienzo de la historia, estaba el
mundo de Azeroth. Toda clase de seres mágicos vagaba por la tierra entre las tribus
humanas, y todo estaba en paz, hasta la llegada de los demonios y los horrores de la
Legión Ardiente y su pérfido señor Sargeras, el dios oscuro de la magia caótica. Ahora
los dragones, los enanos, los elfos, los goblin, los humanos y los orcos luchan por la
supremacía a través de reinos dispersos; parte de una grandiosa y maléfica intriga que
determinará el destino del mundo de Los Guardianes de Tirisfal: un linaje de campeones
imbuidos con poderes casi divinos, cada uno de ellos encargado de luchar en una guerra
solitaria a lo largo de las eras contra la Legión Ardiente. Medivh estaba destinado desde
su nacimiento a convertirse en el más grande y el más poderoso de esta noble orden.
Pero desde el principio, una oscuridad manchó su alma, corrompiendo su inocencia y
volviendo hacia el mal los poderes que deberían haber combatido por el bien.
Desgarrado por dos destinos, la lucha de Medivh contra su malicia interior se hizo una
con el destino del mismo Azeroth. Y cambió el mundo para siempre.
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Jeff Grubb
El Último Guardián
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PRÓLOGO
LA TORRE SOLITARIA
L a mayor de las dos lunas había sido la primera en salir ese anochecer, y
En el centro del anillo de colinas se alzaba un cerro desnudo, tan calvo como la
coronilla de un maestro mercader de Kul Tiras. De hecho, la propia forma en la que se
levantaba el cerro, con una pendiente muy pronunciada que se suavizaba en su parte
superior hasta hacerse casi llana, era de forma parecida a un cráneo humano. Muchos se
habían dado cuenta de esto a lo largo de los años, aunque sólo unos pocos habían sido lo
bastante valientes, o poderosos o sin tacto como para mencionárselo al propietario.
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En la cima aplanada del cerro se alzaba una antigua torre, una inmensa
protuberancia de piedra blanca y cemento oscuro, una erupción levantada por el hombre
que surgía sin esfuerzo hacia el cielo, escalando más alto que las colinas que la
rodeaban, alumbrada como un faro por la luz de la luna. Había un muro bajo en la base
de la torre rodeando un patio de armas, dentro del cual se encontraban los restos
desvencijados de un establo y una herrería, pero era la propia torre la que dominaba el
interior del anillo de colinas.
Una vez este lugar se llamó Karazhan. Una vez fue el hogar del último de los
misteriosos y secretos Guardianes de Tirisfal. Una vez fue un lugar vivo. Ahora estaba
sencillamente abandonado y perdido en el tiempo.
Entonces, en el silencio se oyó el suave roce de una bota sobre la piedra, y luego
otra. Un destello de movimiento bajo la luna llena, una sombra contra la piedra blanca,
el susurro de una andrajosa capa roja en el frío aire nocturno. Una silueta caminaba
sobre el parapeto superior, en la espira almenada más alta, la cual años antes había
servido de observatorio.
La puerta que conducía del parapeto al observatorio chirrió sobre sus antiguas
bisagras, y se detuvo congelada por la herrumbre y el paso del tiempo. La figura
envuelta en la capa se paró un instante; entonces colocó un dedo en la bisagra y
murmuró unas pocas palabras. La puerta se abrió en silencio, como si las bisagras
fueran nuevas. El intruso se permitió una sonrisa.
El intruso bajó por la torre, cruzando los pisos para llegar a otras escaleras y
otras estancias.
Ninguna puerta estaba bloqueada, ni siquiera las cerradas con llave y clavadas,
ni las selladas por el óxido y el tiempo. Unas pocas palabras, un toque, un gesto y los
remaches se soltaban, el óxido se disolvía en montoncitos rojizos y las bisagras
quedaban restauradas. En uno o dos sitios seguían brillando las antiguas protecciones,
manteniendo su poder a pesar del tiempo transcurrido. Se detuvo ante ellas durante unos
instantes, pensando, reflexionando, buscando en su memoria la clave adecuada. Dijo la
palabra correcta, realizó el movimiento indicado con las manos, hizo pedazos la débil
magia que quedaba, y siguió adelante.
El intruso pasó junto a un mayordomo vestido con una librea oscura, mientras el
frágil anciano avanzaba lentamente por el pasillo, llevando una bandeja de plata y unas
anteojeras puestas. Después cruzó la biblioteca, donde una jovencita de piel verde
estaba de pie leyendo un antiguo libro, dándole la espalda. Atravesó un salón de
banquetes, en cuyo extremo un grupo de músicos tocaba sin sonido alguno y unos
bailarines danzaban una gavota. En el otro extremo ardía una gran ciudad, y sus llamas
lamían inofensivas las paredes de piedra y los tapices podridos. El intruso atravesó las
silenciosas llamas, aunque su rostro se volvió macilento y se tensó cuando contempló
una vez más la poderosa ciudad de Stormwind ardiendo a su alrededor.
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En una habitación tres hombres jóvenes se sentaban en torno a una mesa y se
contaban mentiras hoy ya olvidadas. Había desparramadas jarras de metal en la
superficie de la mesa, al igual que bajo ella. El intruso se quedó observando la imagen
algún tiempo, hasta que una fantasmal posadera trajo una nueva ronda. Entonces agitó
la cabeza y siguió avanzando.
Casi había llegado hasta la planta baja, y salió a un balcón que colgaba
precariamente del muro, como un nido de avispas sobre la entrada principal. Allí, en el
amplio espacio que se extendía ante la torre, entre la entrada principal y los establos que
había al otro lado del patio, ahora derrumbados, había una sola imagen fantasmagórica,
solitaria y aislada. No se movía como las demás, sino que permanecía allí, esperando
vacilante. Un fragmento del pasado que no había sido liberado. Un fragmento que lo
estaba esperando.
La imagen inmóvil era de un hombre joven con una franja blanca recorriendo su
desordenada cabellera oscura. Los dispersos fragmentos de una barba reciente podían
verse en su rostro. Una ajada mochila estaba a los pies del joven, que tenía agarrada una
carta con un sello rojo como si le fuera en ello la vida.
Éste sí que no era ningún fantasma, sabía el intruso, aunque puede que el
propietario de la imagen hubiera muerto ya, caído en combate bajo un sol extranjero.
Éste era un recuerdo, un fragmento del pasado, atrapado como un insecto en ámbar,
esperando ser liberado. Esperando su llegada.
El intruso se sentó en la balaustrada de piedra del balcón y miró hacia fuera, más
allá del patio, más allá del cerro y más allá del anillo de colinas. Había silencio bajo la
luz de la luna, y las mismas montañas parecían estar conteniendo el aliento,
esperándolo.
El intruso levantó la mano y entonó una serie de cánticos. La primera vez, las
rimas y ritmos llegaron suavemente, luego más fuerte, y finalmente con mucha más
fuerza, haciendo pedazos la calma. En la distancia los lobos oyeron su cántico y lo
devolvieron con el contrapunto de sus aullidos.
Y la imagen del joven fantasmal, que parecía tener los pies atrapados en el
barro, respiró hondo, se echó al hombro su mochila de secretos y avanzó a duras penas
hacia la entrada principal de la torre de Medivh.
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CAPÍTULO UNO
KARAZHAN
K hadgar se aferraba a la carta de presentación con el sello rojo e
Un honor, habían dicho los eruditos del Kirin Tor. Una oportunidad, habían
insistido, que no había que desaprovechar. Los mentores académicos de Khadgar, un
cónclave de influyentes eruditos y hechiceros, le habían dicho que llevaban años
intentando introducir un oído amigo en la torre de Karazhan. Los Kirin Tor querían
aprender los conocimientos que el mago más poderoso de la tierra tenía ocultos en su
biblioteca. Querían conocer las investigaciones que desarrollaba. Y más que nada
querían que este mago solitario e independiente empezase a preparar su legado, querían
saber cuándo el grande y poderoso Medivh planeaba entrenar a un heredero.
El gran Medivh y los Kirin Tor llevaban años en un tira y afloja por esos asuntos
y por otros, aparentemente, y sólo ahora había hecho aquél, algunas concesiones. Sólo
ahora tomaba un aprendiz. Fuese por un repentino arrepentimiento de su reputadamente
duro corazón, una simple concesión diplomática o una percepción del mago de su
propia mortalidad, eso no les importaba a los maestros de Khadgar. La única verdad era
que este poderoso (y para Khadgar, misterioso) mago había solicitado un asistente, y los
Kirin Tor, que gobernaban el reino mágico de Dalaran, estaban más que felices de
acceder a la petición.
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Así que el joven Khadgar fue seleccionado y enviado con una lista de
instrucciones, órdenes, contraórdenes, peticiones, sugerencias, consejos y otras
solicitudes de sus arcanos maestros. Pregúntale a Medivh por los combates de su madre
contra los demonios, pidió Guzbah, su primer instructor. Entérate de todo lo que
encuentres en su biblioteca acerca de la historia de los elfos, solicitó Lady Delth. Busca
entre sus libros si tiene algún bestiario, ordenó Alonda, que estaba convencida de que
había una quinta especie de troll que todavía no estaba registrada en sus volúmenes. Sé
directo, sincero y honesto, le aconsejó el Artífice Jefe Norlan; parece que el Gran
Magus Medivh valora esos rasgos del carácter. Sé diligente y haz lo que te digan. No
haraganees. Que siempre parezca que estás interesado. Cuando estés de pie, ponte
derecho. Y por encima de todo mantén los ojos y los oídos abiertos.
De hecho, se daba cuenta, puede que hubiera sido su propia curiosidad la que
había provocado su difícil situación. Sus propios vagabundeos nocturnos por las
estancias de la Ciudadela Violeta de Dalaran habían descubierto más de un secreto que
el Cónclave preferiría no revelar. El gusto del Artífice Jefe por el aguardiente, por
ejemplo, o la predilección de Lady Delth por los jóvenes donceles de apenas una
fracción de su edad, o la colección secreta de Korrigan el bibliotecario de panfletos
describiendo (de un modo más bien escabroso) las prácticas de los adoradores de
demonios del pasado.
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a los Kirin Tor. O, al menos, donde estaría lo bastante lejos para no descubrir secretos
acerca de los demás habitantes de la Ciudadela Violeta.
Así que Khadgar partió con una mochila llena de notas, un corazón lleno de
secretos y una cabeza llena de grandes exigencias y consejos inútiles. En la última
semana antes de partir de Dalaran, había hablado con casi todos los miembros del
Cónclave, cada uno de los cuales estaba interesado en algo acerca de Medivh. Para
tratarse de un mago que vivía en mitad de ninguna parte, rodeado de árboles y de picos
ominosos, los miembros de los Kirin Tor tenían una curiosidad extrema acerca de él.
Ansiosa, incluso.
La entrada envuelta en sombras era lo bastante alta como para dejar pasar a un
elefante con todos sus arreos. Colgado sobre ella había un amplio balcón con la
balaustrada de piedra blanca. Desde allí, uno estaría a la misma altura que las colinas
circundantes y tendría a la vista las montañas que había al otro lado. Hubo un destello
de movimiento en la balaustrada, un leve movimiento que Khadgar sintió más que vio.
Una figura envuelta en una túnica, quizá, que se movía por el balcón hacia el interior de
la torre propiamente dicha. ¿Incluso ahora lo observaban? ¿No había nadie para
recibirlo o es que esperaban que se aventurase solo en la torre?
—¿Eres el nuevo joven? —dijo una voz baja, casi sepulcral; y a Khadgar, que
mantenía levantada la cabeza, casi se le salió el corazón por la boca.
Se giró para ver una figura delgada y encorvada que emergía de las sombras de
la entrada. La cosa encorvada parecía marginalmente humana, y por un momento,
Khadgar se preguntó si Medivh estaría mutando animales del bosque para que
trabajaran como sus criados. Éste parecía una comadreja sin pelo, y su alargado rostro
estaba enmarcado por lo que parecía ser un par de rectángulos negros.
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—¿Eres el nuevo joven? —repitió.
—Por supuesto que lo eres, Khadgar —dijo el anciano—. De los Kirin Tor. De
la Ciudadela Violeta. De Dalaran.
El sirviente tomó la carta como si el documento fuera un reptil vivo y, tras alisar
sus picos arrugados, se la guardó en el chaleco de la librea sin abrirla. Tras llevarla y
protegerla durante tantos kilómetros, Khadgar sintió el dolor de la pérdida. La carta de
presentación representaba su futuro, y no le gustaba verla desaparecer, ni siquiera un
momento.
Khadgar se dio cuenta de que estaba a medio paso de ponerse a farfullar, y con
un esfuerzo titánico cerró la boca firmemente.
—¿Anteojeras?
Khadgar parpadeó.
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Khadgar movió la cabeza.
El criado se dio la vuelta y le hizo un leve gesto con la mano a Khadgar para que
lo siguiera.
Khadgar recogió su mochila y tuvo que trotar para alcanzar al sirviente. A pesar
de toda su aparente fragilidad, el mayordomo se movía a buen paso.
—El Magus está aquí —respondió Moroes con una voz sibilante que sonaba tan
débil y muerta como el polvo de una tumba.
Khadgar se preguntó si la voz del anciano sonaba así porque no la usaba muy a
menudo.
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Khadgar trató de contenerse para no levantar la vista al cielo, pero no lo
consiguió. Tuvo la esperanza de que las anteojeras a ambos lados de la cara del
mayordomo hubieran impedido que éste viera su respuesta.
Moroes, que había subido la siguiente escalera hasta la mitad, se dio la vuelta y
carraspeó. Khadgar corrió para alcanzarlo. Aparentemente las anteojeras no limitaban
tanto al viejo mayordomo.
Moroes contrajo su rostro en lo que Khadgar sólo pudo suponer que era una
sonrisa.
—La magia es fuerte aquí. Fuerte, y a veces no está bien. Se ven… cosas… por
aquí. A menos que tengas cuidado. Yo tengo cuidado. Los otros visitantes, los que
vinieron antes que tú, ellos tuvieron menos cuidado. Ahora se han ido.
—Cocinas tiene unas gafas de cuarzo rosa —añadió Moroes—. Dice que son lo
mejor. —Hizo una pausa durante un instante y añadió—. Cocinas es un poco tonta.
Khadgar tenía la esperanza de que Moroes fuera algo más comunicativo una vez
que tuviera más confianza.
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—¿Lleva mucho tiempo con él? —repitió Khadgar, esperando mantener la
impaciencia fuera de su voz.
—La cuestión es —dijo Moroes mientras abría una puerta para revelar otro
tramo de escaleras—: ¿qué sabes tú?
Medivh parecía ser un hombre joven, para lo que era normal entre los magos.
Sólo tenía unos cuarenta y tantos años, y durante gran parte de este tiempo parecía no
haber tenido ningún impacto en su entorno. Esto sorprendía a Khadgar. La mayoría de
las historias que había oído y leído decían que los magos independientes solían ser
bastante escandalosos, imprudentes a la hora de entrometerse en secretos que el hombre
no debería conocer, y solían morir, quedar mutilados o malditos por mezclarse con
poderes y energías más allá de su control. La mayoría de las lecciones que había
aprendido de niño sobre los magos que no eran de Dalaran siempre acababan igual: sin
límites, autocontrol ni reflexión, los magos espontáneos, autodidactas, sin el
entrenamiento adecuado, siempre acababan mal; a veces, aunque no a menudo,
destruyendo gran cantidad de las tierras circundantes.
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grandes guerras, grandes conquistas ni poderosas batallas. Los bardos eran
notablemente lacónicos cuando se trataba de Medivh, y heraldos que por lo demás eran
diligentes se encogían de hombros a la hora de discutir sus logros.
Y aun así, se daba cuenta Khadgar, aquí había algo importante, algo que creaba
en los estudiosos una mezcla de miedo, respeto y envidia. Los Kirin Tor no
consideraban sus iguales en conocimiento mágico a ningún otro mago, y de hecho
solían tratar de obstaculizar a los magos que no estaban afiliados a la Ciudadela Violeta.
Y sin embargo inclinaban la cabeza ante Medivh, ¿por qué?
Khadgar sólo tenía unos mínimos indicios: algo acerca de sus padres (Guzbah
estaba especialmente interesado en la madre de Medivh); algunas notas marginales en
un grimorio mencionando su nombre y referencias a sus ocasionales visitas a Dalaran.
Todas estas visitas habían sido en los últimos cinco años, y aparentemente Medivh sólo
se había entrevistado con los magos más ancianos, como el desaparecido Arrexis.
En suma, Khadgar sabía bien poco de este presunto gran mago para el que le
habían encargado que trabajase. Y puesto que él pensaba que el conocimiento era su
armadura y su espada, se sentía terriblemente mal preparado para el encuentro que se
avecinaba.
—He dicho que no sé mucho —dijo Khadgar levantando la voz más de lo que
hubiera deseado.
—Por supuesto que no —dijo Moroes—. Que no sabes, quiero decir. La gente
joven nunca sabe mucho. Eso es lo que los hace jóvenes, supongo.
—Quiero decir… —dijo Khadgar irritado. Hizo una pausa para tomar aliento—.
Quiero decir que no sé mucho acerca de Medivh. Usted preguntó.
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—Como todo el mundo, supongo —dijo Moroes—. Tiene sus cosas, tiene sus
días. Buenos y malos. Como todo el mundo.
—Se pone los pantalones por los pies —dijo Khadgar con un suspiro.
—No, se los pone levitando —dijo Moroes. El viejo criado miró a Khadgar, y el
joven pudo distinguir el leve indicio de una sonrisa cruzando el rostro del anciano—.
Una escalera más.
Había varias grandes mesas ovaladas repartidas junto a las paredes del
observatorio, cubiertas con todo tipo de aparatos. Niveles de plata y astrolabios de oro
servían de pisapapeles para mantener antiguos textos abiertos por ciertas páginas. En
una mesa había una maqueta a medio montar que mostraba el movimiento de los
planetas por la bóveda celestial, junto con los finos alambres, las bolas y unas delicadas
herramientas. Había cuadernos de notas apilados contra una pared, y más en cajas
atestadas que había bajo las mesas. Un mapa enmarcado del continente mostraba las
tierras meridionales de Azeroth y Lordaeron, la patria de Khadgar, junto con los reinos
enano y élfico de Khaz Modan y Quel’Thalas, tan dados a aislarse. En el mapa había
clavadas multitud de chinchetas, constelaciones que sólo Medivh podía descifrar.
Y Medivh estaba allí, porque para Khadgar no podía ser otro. Era un hombre de
edad mediana, con el pelo largo y recogido en una cola de caballo. En su juventud su
pelo seguramente habría sido negro como el azabache, pero ahora ya estaba
encaneciendo en las sienes y la barba. Khadgar sabía que esto les pasaba a muchos
magos, por la tensión de las energías mágicas que manipulaban.
Medivh iba vestido con ropas sencillas para un mago, bien confeccionadas y
ajustadas a su recia osamenta. Un corto tabardo, no adornado por decoración alguna,
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colgaba hasta su cintura, sobre unos pantalones remetidos en unas botas excesivamente
grandes. Una voluminosa capa marrón colgaba de sus anchos hombros, y tenía la
capucha echada hacia atrás.
Khadgar se aclaró la garganta y dio un paso al frente, pero Moroes levantó una
mano. Khadgar se quedó inmóvil, como si hubiera quedado paralizado por un conjuro
mágico.
Al ver su rostro por primera vez, Khadgar pensó que Medivh era mucho más
viejo de los cuarenta y tantos años que se le suponían. El rostro estaba arrugado y
envejecido. Se preguntó qué magias blandiría Medivh que habían escrito una historia
tan profunda en su rostro.
Los ojos del mago estaban hundidos bajo unas pobladas cejas oscuras, pero
Khadgar se dio cuenta enseguida del poder que yacía bajo ellos. Algo danzaba y
parpadeaba bajo esos ojos de color verde oscuro, algo poderoso y quizá incontrolado.
Algo peligroso. El maestro mago le echó una ojeada, y en un momento Khadgar sintió
que el mago había examinado el total de su existencia y no la había encontrado más
interesante que la de un escarabajo o una pulga.
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Medivh apartó la vista de Khadgar y miró la carta de presentación, que seguía
lacrada. Khadgar se sintió relajado casi de inmediato, como si un depredador grande y
hambriento hubiera pasado de largo sin hacerle caso.
Su alivio duró poco. Medivh no abrió la carta. En vez de eso frunció ligeramente
el ceño y el pergamino estalló en llamas con una explosiva ráfaga de aire. Las llamas se
agolparon en el extremo opuesto al que él sostenía el documento, y temblaron con una
tonalidad intensa y azulada.
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CAPÍTULO DOS
ENTREVISTA CON EL
MAGUS
—¿A lgún problema? —preguntó Medivh, y Khadgar volvió a
De nuevo se sentía como un escarabajo, pero esta vez como uno que
inadvertidamente hubiera atravesado la mesa de trabajo de un coleccionista de insectos.
Las llamas ya habían consumido media carta de presentación, y el sello de lacre se
estaba derritiendo, goteando sobre las losas del suelo del observatorio.
Khadgar era consciente de que tenía los ojos desorbitados, el rostro demacrado y
pálido y la boca abierta con la mandíbula colgando. Intentó obligar al aire a salir de su
cuerpo, pero lo único que pudo conseguir fue un siseo estrangulado. Las pobladas cejas
oscuras se arquearon en una mirada divertida.
—Cansado, quizá —dijo Moroes en un tono neutro—. Ha sido una larga subida.
—¡La carta!
Caminó hasta el brasero y dejó caer el pergamino ardiendo sobre los carbones.
La llamarada azul se alzó espectacularmente hasta la altura más o menos del hombro, y
luego disminuyó hasta convertirse en una llama normal, que llenaba la habitación con
un brillo cálido y rojizo. De la carta de presentación, con su pergamino y su sello
escarlata inscrito con el símbolo de los Kirin Tor, no quedaba ni rastro.
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—¡Pero si ni la ha leído! —dijo Khadgar. Entonces se dio cuenta—. Quiero
decir, señor, con todo respeto…
El archimago soltó una risita y se sentó en una gran silla hecha de lienzo y
madera oscura tallada. El brasero iluminaba su rostro, resaltando las arrugas que
formaba su sonrisa. A pesar de esto, Khadgar no lograba tranquilizarse.
—¿Cuándo?
—En el… en el viaje desde Lordaeron hasta Kul Tiras —dijo Khadgar, inseguro
de si lo que diría iba a divertir o a irritar a su posible mentor—. Tuvimos calma chicha
un par de días y…
—La curiosidad pudo contigo —Medivh volvió a acabar la frase por él. Sonrió,
y fue una limpia sonrisa blanca bajo una barba entrecana—. Yo probablemente la habría
abierto en el mismo momento en el que hubiera perdido de vista la Ciudadela Violeta.
—Lo pensé, pero supuse que tendrían activado algún conjuro de adivinación, al
menos a ese alcance —dijo.
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manipulación. —Medivh se permitió una risita, pero su rostro adquirió un gesto de
concentración—. ¿Cómo lo he hecho? —preguntó.
Khadgar parpadeó.
—Saber lo que ponía en la carta —dijo Medivh, mientras bajaban las comisuras
de su boca—. La carta que acabo de quemar dice que encontraré al joven Khadgar muy
impresionante por su capacidad deductiva y su inteligencia. Impresióname.
—Ya ha recibido usted antes este tipo de cartas —dijo Khadgar—. De los Kirin
Tor. Usted sabe el tipo de cartas que escriben.
La boca de Khadgar formó una delgada línea. Tuvo una intuición y el corazón
empezó a latirle con fuerza en el pecho.
—Explícate.
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forma un mechón de pelo puede convertirse en un talismán de amor o se puede rastrear
una moneda hasta su propietario original.
—Continúa.
—Sin tener que abrir el documento —dijo Medivh, y la luz volvió a danzar en
sus ojos—. ¿Y cómo le sería útil este truco a un estudioso?
Medivh asintió.
—Y eso es porque…
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—No eres malo, nada malo. ¿Sabes de contraconjuros?
—Las doctrinas no lo ven con buenos ojos, pero conozco los principios
implicados —dijo Khadgar—. Si siente usted curiosidad…
—¿Has navegado hasta aquí desde Lordaeron? —dijo—. ¿En qué tipo de barco?
—Sí.
—Las tripulaciones de los barcos de Kul Tiras se divierten con poco —dijo
Medivh—. ¿Algún no humano en la tripulación?
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—Lo son —dijo el Magus—. ¿Con qué otras razas has tenido tratos? Sin contar
las variaciones de la humana.
—Eso son las paparruchas que enseña Alonda —murmuró Medivh, pero le hizo
un gesto a Khadgar para que siguiera.
—Los trolls son salvajes, más grandes que los humanos. Muy altos y fibrosos,
con rasgos alargados. Esto… —meditó unos instantes—, organización tribal. Casi
completamente apartados de las tierras civilizadas, casi extintos en Lordaeron.
—¿Goblins?
—Mucho más pequeños, de tamaño más parecido a los enanos, con la misma
inventiva pero con un cariz destructivo. Temerarios. He oído que como raza están locos.
—Sólo los inteligentes —dijo Medivh—. ¿Sabes algo acerca de los demonios?
—Pero nunca has invocado uno —dijo Medivh—. Ni has estado presente
cuando otro lo ha hecho.
—No lo dudo —dijo el mago, con la más fina ironía en su voz—. Que no se te
ocurriría. ¿Sabes lo que es un Guardián?
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—No te preocupes. Se supone que no debes saberlo, es parte del truco. —
Entonces levantó la vista—. Bueno ¿qué sabes de mí?
Khadgar buscó por el rabillo del ojo a Moroes el senescal, y de repente se dio
cuenta de que el sirviente se había desvanecido, despareciendo entre las sombras. El
joven tartamudeó por unos instantes.
—Los magos de los Kirin Tor tienen un alto concepto de usted —logró decir al
final, diplomáticamente.
—¿Sí?
—Se supone que ha de ser así —le espetó Medivh malhumorado, frotándose las
manos sobre el brasero—. Se supone que ha de ser así.
Khadgar no podía creer que el mago tuviera frío. Él mismo podía sentir el sudor
nervioso correrle por la espalda.
Por fin, Medivh levantó la mirada, y la tormenta volvió a cernirse en sus ojos.
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quiten de en medio, con la esperanza de que mueras en el trayecto. No sería la primera
vez que alguien lo intenta.
—No había tanto que investigar. No es que usted haya hecho mucho —
respondió Khadgar un tanto irritado; luego respiró hondo, dándose cuenta de con quién
estaba hablando y lo que estaba diciendo—. Quiero decir, no mucho que yo haya podido
encontrar, quiero decir…
Esperó un estallido de furia del mago, pero Medivh se limitó a emitir una risita.
Khadgar suspiró.
—Algo más de setecientos cincuenta años cuando yo nací —dijo Medivh con un
sorprendente resoplido—. Era bastante mayor. Fui un hijo tardío en su vida. Lo que
puede ser una de las razones por las que los Kirin Tor están interesados en lo que
guardo en mi biblioteca. Que es el motivo de que te hayan mandado aquí.
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—Señor —dijo Khadgar tan serio como pudo—. Para ser sincero, todos los
magos excepto los de posición más elevada de los Kirin Tor quieren que averigüe algo
de usted. Lo haré lo mejor que pueda, pero si hay algún material que usted desee
mantener restringido u oculto, lo comprendo perfectamente…
—Si yo hubiera pensado eso, nunca hubieras atravesado el bosque para llegar
hasta aquí —dijo Medivh con repentina seriedad—. Necesito alguien para ordenar y
clasificar la biblioteca, para empezar, y luego trabajaremos en los laboratorios
alquímicos. Sí, lo harás bien. Verás, yo conozco el significado de tu nombre igual que tú
el mío.
—¡Moroes!
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quedaban sobras en la cámara de frío. El horario de Medivh podía ser descrito, de forma
caritativa, como “errático”, y Moroes y Cocinas hacía ya mucho que habían aprendido a
acomodarse a él con un mínimo de molestias por su parte.
Moroes se volvió en mitad de un paso (estaban andando por una tribuna elevada
que dominaba lo que parecía ser un salón de recepciones o de baile).
—Aún no eres aprendiz, niño —dijo Moroes casi sin voz—. Ni por asomo.
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—¿Cuánto duraron?
—Días. A veces horas. Un elfo ni siquiera llegó hasta las escaleras de la torre.
—Dio unos toquecitos a las anteojeras que llevaba a ambos lados de su anciana
cabeza—. Ven cosas, ¿sabes?
La habitación de Khadgar era una estrecha cuña de la torre, más apropiada como
alojamiento de un monje cenobita que de un mago. Una estrecha cama junto a una
pared, y una mesa igualmente estrecha junto a la otra con una estantería vacía sobre ella.
Un armario para la ropa. Khadgar arrojó su petate al interior del armario sin abrirlo, y
anduvo hasta la también estrecha ventana.
Khadgar se quitó la capa de viaje e hizo una visita a las instalaciones del fondo
del pasillo. Eran espartanas, pero incluían un aguamanil de agua fría, una palangana y
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un buen espejo que no había perdido el lustre. Khadgar pensó en usar un sencillo
conjuro para calentar el agua, pero decidió limitarse a aguantar.
Volvió a salir al pasillo, y se dio cuenta de que no tenía una idea clara de dónde
estaba la cocina. No había visto ningún cobertizo para cocinar junto a los establos, así
que seguramente estaría dentro de la misma torre. Posiblemente en la planta baja o en
una próxima, con una bomba de agua para traer agua desde el pozo. Con el camino
expedito hasta el salón de banquetes, se usara éste o no.
Khadgar encontró con facilidad la galería sobre el salón de banquetes, pero tuvo
que buscar para encontrar la escalera, estrecha y retorcida, que conducía hasta el salón.
Desde el salón de banquetes propiamente dicho podía elegir entre varias salidas.
Khadgar escogió la más probable y acabó en un pasillo sin salida con habitaciones
vacías a ambos lados, parecidas a la suya. Una segunda elección tuvo un resultado
parecido.
Khadgar dio un paso atrás, pero el pasillo se había desvanecido tras él, dejando
sólo un paisaje agreste y desolado muy diferente de cualquiera de los que conocía. Los
hombres estaban gritando y señalando, pero sus voces, a pesar del hecho de que estaban
junto a Khadgar, sonaban ininteligibles y apagadas, como si le estuvieran hablando
desde debajo del agua.
¿Un sueño?, pensó Khadgar. Quizá se había echado un rato y se había quedado
dormido, y todo esto era un terror nocturno provocado por sus propias preocupaciones.
Pero no, casi podía sentir el calor de los moribundos, el sol en su piel y la brisa, y los
hombres gritando se movían a su alrededor.
Era como si se hubiera separado del resto del mundo, ocupando su propia isla
diminuta, con sólo el más débil contacto con la realidad que lo rodeaba. Como si se
hubiera convertido en un fantasma.
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Y de hecho los soldados lo ignoraban como si fuera un espíritu. Khadgar alargó
la mano para agarrar a uno por el hombro, y para su propio alivio la mano no atravesó la
abollada hombrera. Hubo resistencia, pero sólo la mínima; podía sentir la solidez de la
armadura y, si se concentraba, percibir las aristas del metal abollado.
Los soldados se apartaron cuando el que parecía ser su jefe, un hombre grande
de barba blanca y anchos hombros, se abrió paso a empujones. Su armadura estaba tan
baqueteada como las demás, pero consistía en una coraza pectoral sobre una túnica
escarlata de estudioso, de un tipo que no habría estado fuera de lugar en las estancias de
los Kirin Tor. El dobladillo, las mangas y el chaleco de la túnica estaban inscritos con
runas de poder, algunas de las cuales reconoció Khadgar, pero otras le resultaron
completamente ajenas. La nívea barba del líder le llegaba casi hasta la cintura, tapando
la armadura que quedaba bajo ella, y llevaba un bacinete rojo con una sola gema dorada
en el ceño. En una mano empuñaba un bastón rematado por una gema, y una espada de
color rojo oscuro en la otra. El líder estaba gritándoles a los soldados con una voz que a
Khadgar le sonaba como el rugido del mismo mar. Sin embargo, los guerreros parecían
saber lo que estaba diciendo, puesto que formaron ordenadamente a lo largo de las
barricadas, mientras que otros llenaban los huecos que había entre éstas.
Sí, miró a Khadgar, y el futuro aprendiz tuvo claro que el anciano mago-
guerrero lo veía y lo veía con claridad. Los ojos del comandante miraron profundamente
a los de Khadgar y por un momento éste se sintió como se había sentido bajo la
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fulminante mirada de Medivh. Y, si acaso, ésta era más intensa. Khadgar miró al
comandante a los ojos.
Y lo que allí vio lo hizo gemir. Muy a su pesar se dio la vuelta, rompiendo el
contacto ocular con el mago-guerrero.
Khadgar quiso ir tras él, perseguirlo y descubrir cómo podía verlo cuando los
demás no podían, y qué podía decirle, pero a su alrededor surgió un grito, el grito
amortiguado de unos hombres cansados llamados a cumplir con su deber una última
vez. Espadas y lanzas se alzaron hacia un cielo del color de la sangre coagulada, y los
brazos señalaron hacia las ondulaciones cercanas, donde la escorrentía había dejado
parches de púrpura que resaltaban contra el suelo de color óxido.
Khadgar miró hacia donde señalaban los hombres, y una ola de verde y negro
remontó la ondulación más próxima. Khadgar pensó que se trataba de algún río, o de un
arcano y colorido corrimiento de tierras, pero se dio cuenta de que la ola era un ejército
que avanzaba. El negro era el color de sus armaduras, y el verde era el color de su piel.
Los soldados que había a su alrededor emitieron su propio grito, y mientras las
criaturas verdes cubrían la distancia hasta la colina, lanzaron descarga tras descarga de
flechas con penachos rojos. La primera línea de las monstruosas criaturas trastabilló y
cayó, y fue inmediatamente pisoteada por los que venían detrás. Otra descarga y cayó
otra de las filas de monstruos inhumanos, pero su caída fue ignorada por la marea que
venía detrás.
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Y entonces las monstruosidades de piel verde estaban sobre ellos, una ola de
azabache y jade embistiendo contra la tosca empalizada. Los troncos derribados no
fueron más que ramitas en el camino de esta tempestad, y Khadgar pudo sentir cómo la
línea se doblaba. Uno de los soldados que estaba junto a él cayó empalado por una gran
lanza oscura. En el sitio del guerrero había una pesadilla de carne verde y armadura
negra, aullando mientras pasaba a su lado como una exhalación.
Muy a su pesar, Khadgar retrocedió dos pasos, se dio la vuelta y salió corriendo.
Khadgar miró por última vez el pasillo sin salida en el que había entrado. No
había puertas misteriosas ni portales mágicos. La visión (si había sido una visión) había
acabado de una forma repentina sólo igualada por su inicio.
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nieve, la actitud imponente, pero el comandante tenía los mismos ojos que Khadgar
había visto en el pulido espejo hacía sólo unos momentos (¿o unas vidas?).
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CAPÍTULO TRES
INSTALÁNDOSE
—E mpezaremos contigo poco a poco —dijo el mago de más edad
—Yo creo… —Khadgar se dio cuenta de que volvía a estar bajo la lupa—. Yo
creo que puede ser otra cosa completamente diferente.
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La biblioteca ocupaba dos pisos, y estaba situada en el tramo central de la torre.
La escalera que recorría esta parte de la torre iba pegada a la pared, dejando una gran
cámara de dos pisos de alto. Una plataforma de hierro forjado creaba una galería
elevada en el segundo nivel. Las estrechas ventanas de la habitación estaban cubiertas
de barrotes de hierro entrelazados, lo que reducía la luz natural que entraba en la
habitación a poco más que la de una linterna sorda. En las grandes mesas de roble del
primer nivel había unos globos cristalinos, cubiertos con una gruesa pátina de polvo,
que brillaban con un resplandor azul grisáceo.
—Puedo tener tu equipaje listo en una hora —dijo Moroes desde el pasillo. El
criado no iba a entrar en la biblioteca.
Khadgar recogió un trozo de pergamino que estaba a sus pies. Una de las caras
era una solicitud de los Kirin Tor para que el maestro mago respondiera a su carta más
reciente. La otra cara estaba marcada con una mancha de color escarlata oscuro que
Khadgar supuso al principio que sería sangre, pero se dio cuenta de que no era más que
el sello de lacre derretido.
Con el cuidado de un ladrón, Khadgar se abrió paso entre el desastre. Era como
si hubiera estallado una batalla en la biblioteca. Había lomos rotos, cubiertas medio
arrancadas, páginas dobladas, libros a los que les habían arrancado por completo las
tapas… Y esto era en los libros que seguían estando más o menos enteros. Muchos
volúmenes habían sido desencuadernados, y el polvo de las mesas cubría una capa de
papeles y cartas. Algunas de éstas estaban abiertas, pero otras seguían evidentemente
cerradas, manteniendo oculta su información tras los sellos de lacre.
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—El Magus no necesita un asistente —murmuró Khadgar, mientras limpiaba un
espacio en el extremo de una mesa y sacaba una silla—. Necesita una señora de la
limpieza.
Y echó una rápida ojeada a la puerta para asegurarse de que el senescal se había
ido realmente.
Khadgar abrió el libro, y al hacerlo sintió que algo se movía dentro del mismo,
como una pesa descendiendo por una varilla de metal o una gota de mercurio bajando
por una pipeta. Algo metálico se desenroscó dentro del lomo del libro.
Khadgar cerró la tapa a toda prisa, y el libro se calló con un chirrido agudo y un
chasquido, al rearmarse el mecanismo. El joven dejó con cuidado el libro en la mesa.
Entonces fue cuando notó las marcas de deflagración en la silla que estaba
usando y en el suelo bajo ella.
—Ya veo por qué vienen y van tantos asistentes —dijo Khadgar vagando
lentamente por la habitación.
Y había un lugar vacío, en el que parecía que alguien había iniciado un fuego en
un intento desesperado de reducir la cantidad de papel presente. Khadgar examinó el
área y negó con la cabeza; aquí había ardido algo más, puesto que había restos de tela,
posiblemente de la túnica de un estudioso.
Khadgar agitó la cabeza y volvió hasta donde había dejado sus útiles de
escritura. Sacó un delgado palillero de madera con un puñado de plumillas metálicas,
una piedra para afilar y dar forma a las plumillas, un cuchillo de hoja flexible para
raspar el pergamino, un bloque de tinta de calamar, un platito para derretir la tinta, una
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colección de llaves delgadas y planas, una lupa y lo que a simple vista parecía un grillo
metálico.
Cogió el grillo, lo puso boca arriba y le dio cuerda usando una plumilla especial.
Era un regalo de Guzbah cuando Khadgar hubo completado su entrenamiento básico
como escribano, y había demostrado no tener precio en los vagabundeos del joven por
las estancias de los Kirin Tor. En su interior contenía un conjuro sencillo pero efectivo,
que avisaba cuando estaba a punto de saltar alguna trampa.
Tan pronto como le hubo dado una vuelta completa a la manecilla, el grillo
metálico emitió un agudo chirrido. Khadgar, sorprendido, casi dejó caer al suelo el
insecto detector. Entonces se dio cuenta de que el aparato se limitaba a avisar de la
intensidad del peligro potencial.
Khadgar dejó el volumen manuscrito al otro lado de la puerta y volvió a por otro
libro.
—El nuevo asistente —dijo el mago de más edad—. Por supuesto. Perdona,
pero mi memoria ya no es lo que era. Tengo demasiado entre manos, me temo.
—Bien —dijo Khadgar—. Muy bien. Estoy ocupado ordenando los libros y los
papeles.
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—Ah. ¿Por temas? ¿Por autores? —preguntó el archimago.
El trabajo avanzaba con una lentitud glacial, pero Medivh parecía no darse
cuenta del tiempo transcurrido. De hecho, parecía empezar cada día quedando leve y
agradablemente sorprendido de que Khadgar siguiera con ellos y, tras un corto resumen
de los progresos, la conversación cambiaba de tema.
—Hablando de bibliotecas —decía, por ejemplo—. ¿En qué está metido ahora
Korrigan, el bibliotecario de los Kirin Tor?
—¿Circulan leyendas acerca de hombres con cabeza de toro por las estancias de
la Ciudadela Violeta?
—¿Cuándo volverá?
—¿Me deja sólo en la torre? —Preguntó Khadgar—. ¿Sin vigilancia con todos
estos textos místicos?
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—Yo podría ir a vigilarte —se ofreció Moroes—. Si es lo que quieres.
—¿Moroes?
Moroes dejó escapar lo que Khadgar sólo pudo suponer que era un hondo
suspiro, una exhalación que le hizo sacudirse hasta los huesos.
—En mi experiencia, sí, joven señor. En una visión Cocinas me vio romper una
pieza de cristal, así que la escondió. Pasaron meses, y finalmente el amo pidió esa pieza
de cristal. Cocinas la sacó de su escondite y en menos de dos minutos yo la había roto.
De forma totalmente fortuita. —Volvió a suspirar—. Así que ella se buscó las gafas de
cuarzo rosa al día siguiente. ¿Hay algo más?
Khadgar dijo que no, pero subió preocupado la escalera hasta el piso donde
estaba la biblioteca, Había avanzado tanto como se había atrevido en la organización, y
la repentina desaparición de Medivh lo dejaba a oscuras, necesitado de orientación.
Khadgar podía ojear los papeles, pero le pareció mejor volver a rellenar las
estanterías con los libros. El problema era que casi todos los volúmenes no tenían título
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o, si lo tenían, sus tapas estaban tan gastadas, rayadas y arañadas que eran ininteligibles.
La única forma de determinar los contenidos iba a ser abrirlos.
Lo cual haría saltar los que tuvieran trampas. Khadgar miró la marca de
deflagración en el suelo y movió la cabeza.
Y entonces se puso a buscar, primero entre los libros con trampas y luego entre
los que no tenían, hasta que encontró lo que estaba buscando. Un tomo marcado con el
símbolo de la llave.
Estaba cerrado con llave; una gruesa banda metálica con una cerradura lo
mantenía así. Khadgar no había encontrado llave alguna en ningún momento de su
búsqueda, aunque eso no lo sorprendía, dado el orden de la habitación. La
encuadernación era resistente, y las cubiertas eran placas de metal envueltas en cuero
rojo.
Khadgar sacó las llaves planas de su bolsita, pero todas eran insuficientes para el
gran tamaño de la cerradura. Finalmente acudió a la punta de su cuchillo de raspar, que
logró insertar en el mecanismo metálico de la cerradura, el cual emitió un satisfactorio
chasquido cuando Khadgar dio en el clavo.
Khadgar tomó una silla (algo más baja, ya que había aserrado las tres patas más
largas para equilibrarla) y empezó a leer.
Medivh estuvo fuera dos semanas completas, y para entonces Khadgar se había
adueñado de la biblioteca. Cada mañana se levantaba para desayunar, le hacía a Moroes
un somero resumen de sus progresos (ante el cual el senescal, al igual que Cocinas,
nunca daba muestra alguna de curiosidad) y luego se sepultaba en la bóveda. Le
llevaban el almuerzo y la cena, y a menudo se quedaba trabajando por la noche bajo la
suave luz azulada de las esferas brillantes.
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abiertas, o un brusco cambio de presión, como si de repente hubiera aparecido una
nueva entrada. A veces la torre gruñía al viento, como si los antiguos sillares se rozaran
unos con otros, siglos después de su construcción.
Había libros que lo superaban, cuyas cerraduras frustraban incuso sus ganzúas
modificadas y su diestro cuchillo. Ésos los puso en el piso superior, hacia el fondo, y
tomó la resolución de descubrir lo que había en su interior, por sí mismo o sacándole la
información a Medivh.
Excepto como prueba, pensaba Khadgar. Una prueba para librarse de los
candidatos a aprendiz.
Ahora los libros estaban en las estanterías, los más valiosos (e ilegibles)
asegurados con cadenas en el piso superior, mientras que los más comunes (historias
militares, almanaques y diarios) estaban en el piso bajo. Aquí también se encontraban
los pergaminos, que iban desde mundanas listas de cosas compradas y vendidas en
Stormwind hasta ejemplares de poemas épicos. Estos últimos eran especialmente
interesantes, ya que algunos de ellos se centraban en Aegwynn, la supuesta madre de
Medivh.
Si vivió más de ochocientos años, debió de haber sido una maga muy poderosa,
pensaba Khadgar. Cualquier información más que hubiera acerca de ella estaría en los
libros protegidos que había al fondo. Hasta el momento dichos ejemplares habían
resistido todas las aproximaciones habituales e intentos físicos de superar sus cerraduras
y sus trampas, y el grillo detector prácticamente había maullado de horror cuando había
tratado de abrir las cerraduras.
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Con todo, había cosas más que de sobra por hacer: clasificar los fragmentos
sueltos, restaurar los ejemplares que el tiempo casi había destruido y ordenar (o como
mínimo leer) la mayoría de la correspondencia. Una parte de ésta estaba en lengua
élfica, y un gran porcentaje del total, de varias fuentes, estaba en algún tipo de clave.
Esta última categoría llegaba con una variedad de sellos, desde Azeroth, Khaz Modan y
Lordaeron, junto con sitios que Khadgar no podía ni localizar en el atlas. Un gran grupo
se comunicaba entre sí, y con el propio Medivh, en clave.
Khadgar no lo escuchó, más bien sintió su presencia, del mismo modo que
cambia el aire a medida que el frente de una tormenta se acerca sobre la tierra cultivada.
El joven mago se dio la vuelta en la silla y allí estaba Medivh, sus anchos hombros
llenando el umbral de la puerta, su túnica ondeando tras él como si tuviera voluntad
propia.
Entonces se dio cuenta de que el pelo del archimago estaba revuelto, y sus ojos
verdes: desorbitados e iracundos.
El mago mayor señaló al más joven y empezó a entonar una retahíla de sílabas
alienígenas, palabras que no estaban hechas para la garganta humana.
Muy a su pesar, Khadgar levantó una mano y dibujó un signo de protección ante
sí en el aire, pero para el efecto que tuvo en el conjuro de Medivh, igual le podía haber
estado haciendo un gesto obsceno con la mano. Una pared de aire solidificado golpeó al
joven, derribándolos a él y la silla sobre la que se sentaba. Los grimorios y manuales
resbalaron por la mesa como botes atrapados en una repentina tempestad, y las
anotaciones se alejaron en un remolino.
Una parte de su mente se preguntó si éste sería el motivo de que Moroes hablase
de forma tan escueta.
Medivh parpadeó ante las palabras de Khadgar, y se irguió como un hombre que
acabara de despertarse de un profundo sueño. Giró un poco la mano, y al instante la ola
de aire solidificado se evaporó. Khadgar cayó de rodillas, tratando de tomar aire.
—Lo siento niño —empezó—. Había olvidado que estabas aquí. Supuse que
eras un ladrón.
—Los he ordenado por temas —dijo Khadgar, que aún estaba inclinado y
aferrándose a las rodillas—. La historia, incluyendo los poemas épicos, a la derecha.
Las ciencias naturales a la izquierda. Los de contenido legendario en el centro, con los
de idiomas y los libros de referencia. El material más poderoso, las notas alquímicas, y
las descripciones y teoría de conjuros van en la galería, junto con algunos libros que no
he podido identificar que parecen bastante poderosos. Ésos van a tener que mirarlos
usted mismo.
—¿Vienes?
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—Arriba —dijo Medivh secamente—. Ahora ven, o será demasiado tarde. ¡El
tiempo es esencial!
Para ser un hombre mayor, Medivh subía con rapidez las escaleras, subiendo los
escalones de dos en dos a buen paso.
—Sip —dijo el sirviente mientras sacaba un fino cilindro. Había runas enanas
talladas a lo largo del costado del cilindro, que reflejaban la luz de las lámparas de la
habitación—. Me he tomado la libertad, señor, ya están aquí.
Unos grandes pájaros descendían del cielo, con las alas reluciendo a la luz de la
luna. No, no eran pájaros, se dio cuenta Khadgar; eran grifos. Tenían el cuerpo de
grandes felinos, pero sus cabezas y las garras delanteras eran de águila marina, y sus
alas eran doradas.
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Medivh le entregó un bocado y unas riendas.
Khadgar ojeó a la gran bestia. El grifo más cercano emitió un penetrante chillido
y arañó el suelo de losas con las garras de sus patas delanteras.
—¿Es que los Kirin Tor no enseñan nada? No tengo tiempo para esto.
Khadgar le puso los arreos a su grifo, mientras percibía cómo la cabeza estaba a
punto de estallarle del dolor, como si los conocimientos que le habían metido tuvieran
que hacerse un hueco a codazos entre los que ya estaban en su cráneo.
La pareja se lanzó a volar, y las grandes bestias se esforzaron y batieron las alas
al aire para poder elevarse. Las grandes criaturas podían llevar enanos con armadura,
pero un humano con una túnica se aproximaba a sus límites.
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más fuertes. Así que lo siguió, con las montañas cerniéndose sobre ellos, mientras
volaban hacia el este.
Khadgar no podía decir cuánto tiempo habían volado. Puede que hubiera dado
algunas cabezadas a lomos del grifo, pero sus manos se habían aferrado con firmeza a
las riendas y el grifo había mantenido el ritmo de su hermano. Sólo cuando Medivh hizo
girar bruscamente a su grifo a la derecha salió Khadgar de su duermevela (si es que era
una duermevela) y siguió al archimago mientras su ruta se desviaba al sur. El dolor de
cabeza de Khadgar, muy posible consecuencia del conjuro, casi se había disipado por
completo, dejando sólo una cierta molestia como recordatorio.
Habían dejado atrás la cordillera y Khadgar se dio cuenta de que volaban sobre
terreno abierto. Bajo ellos la luz de la luna se hacía pedazos y era reflejada por una
miríada de estanques.
Una gran marisma o un pantano, pensó Khadgar. Tenía que ser por la mañana
temprano, puesto que a su derecha el horizonte estaba empezando a iluminarse con la
promesa de un nuevo día.
Las criaturas descendieron más y repentinamente Medivh quedó bañado por una
bola de luz, que lo iluminaba claramente y convertía al grifo de Khadgar en una sombra
que le pisaba los talones. Bajo ellos, el joven vio un campamento de gente armada en un
terreno ligeramente elevado que sobresalía del resto del pantano.
Hicieron una pasada rasante sobre el campamento y Khadgar pudo oír abajo
gritos y el estruendo de armas y armaduras a las que se echaba mano a toda prisa. ¿Qué
estaba haciendo Medivh?
Pasaron sobre el campamento y Medivh dio la vuelta con un alto giro lateral,
mientras Khadgar imitaba cada uno de sus movimientos. Volvieron a sobrevolar el
campamento, y ahora había más luz; las hogueras que antes habían estado casi apagadas
habían sido reavivadas y resplandecían en la oscuridad. Khadgar vio que se trataba de
una patrulla de gran tamaño, quizá incluso una compañía. La tienda del comandante era
grande y estaba ricamente decorada, y reconoció el estandarte de Azeroth ondeando
sobre ella.
Aliados, pues, ya que se suponía que Medivh era allegado del rey Llane de
Azeroth y de Lothar, el Caballero Campeón del reino. Khadgar esperaba que Medivh
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aterrizara, pero en vez de eso el mago dio con los tacones en los costados de su
montura, a la vez que levantaba la cabeza del grifo. Las grandes alas de la bestia
batieron el oscuro cielo y ambos volvieron a ascender, esta vez a toda velocidad en
dirección norte. Khadgar no tuvo más elección que seguirlo, mientras la luz de Medivh
se apagaba y éste volvía a tomar las riendas.
Entonces la tierra se elevó en otra cresta, otra zona seca y otro campamento. En
este campamento también había llamas, pero no era el fuego brillante y contenido del
ejército. Éstas estaban dispersas por todo el claro, y cuando se acercaron, Khadgar se
dio cuenta de que eran carromatos ardiendo, con sus contenidos desperdigados entre las
oscuras siluetas humanas que estaban tiradas como los muñecos de una niña en el suelo
de tierra del campamento.
Como antes, Medivh hizo una pasada sobre el campamento, luego giró en lo alto
e hizo una segunda pasada. Khadgar lo siguió, y el joven mago se inclinó hacia un lado
sobre su montura para ver mejor. Parecía una caravana saqueada e incendiada, pero los
bienes estaban desparramados por el suelo. ¿No se habían llevado el botín los bandidos?
¿Había supervivientes?
La respuesta a esta última pregunta llegó con un grito y una salva de flechas que
surgió de entre los arbustos que rodeaban el lugar.
El grifo que iba delante emitió un chillido cuando Medivh tiró sin problemas de
las riendas y apartó con un giro a la criatura de la trayectoria de las flechas. Khadgar
intentó la misma maniobra, mientras el cálido, falso y reconfortante recuerdo en su
mente le decía que ésta era la forma correcta de virar. Pero a diferencia de Medivh,
Khadgar montaba demasiado adelantado en su montura, y no pudo tirar de las riendas
con suficiente fuerza.
El grifo giró, pero no lo bastante para evitar todas las saetas. Una de punta
dentada atravesó las plumas del ala derecha, y la gran bestia dejó escapar un grito de
dolor, sacudiéndose en vuelo e intentando desesperadamente batir las alas para evitar
los dardos.
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El joven alargó la mano tratando de agarrar las riendas. Las tiras de cuero
rozaron la punta de sus dedos y luego desaparecieron en la noche, junto con su montura.
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CAPÍTULO CUATRO
BATALLA Y
CONSECUENCIAS
E l aire se le escapó a Khadgar de los pulmones cuando golpeó el suelo. La
tierra estaba suelta bajo sus dedos, y se dio cuenta de que había caído en una duna baja
de sedimentos arenosos depositados en uno de los bordes de la loma.
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Algo se le vino a la cabeza a Khadgar, pero no lograba situarlo. Empezó a
retroceder desde el claro, con la esperanza de que la oscuridad lo mantuviera oculto de
las criaturas.
Pero no fue así. Tras él se partió una rama, o una bota pisó un montón de hojas,
o una armadura de cuero se enredó brevemente en un arbusto. En cualquier caso,
Khadgar supo que no estaba solo y se dio la vuelta para ver…
No era tan grande como las criaturas de su ensoñación, ni tan corpulento, pero
seguía siendo una criatura de pesadilla. Su recia mandíbula inferior estaba dominada por
unos colmillos que salían hacia arriba, y sus demás rasgos eran pequeños y siniestros.
Por primera vez, Khadgar se dio cuenta de que tenía las orejas grandes y puntiagudas.
Posiblemente lo habría oído ante de verlo.
Desafío que quedó interrumpido cuando el joven mago pronunció una palabra
de poder, levantó una mano y desencadenó un pequeño rayo de energía contra el vientre
de la criatura. La bestia cayó hecha un ovillo, y el aullido se interrumpió.
Una parte de su mente estaba aturdida por lo que acababa de hacer, la otra sabía
que había visto de lo que estas criaturas eran capaces, en la visión en Karazhan.
Khadgar sabía que no tenía poder para repelerlos a todos. Invocar un rayo
místico era suficiente para debilitarlo. Otro más lo pondría en serio peligro de
desmayarse. ¿Quizá debería intentar huir?
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Pero estos monstruos probablemente conocían la oscura ciénaga que los rodeaba
mejor que él. Si se quedaba en la loma de arena, lo encontrarían. Si huía al pantano, ni
siquiera Medivh sería capaz de localizarlo.
Khadgar levantó la vista al cielo, pero no había ni rastro del mago ni de los
grifos. ¿Había aterrizado Medivh en algún lugar y se acercaba sigilosamente a los
monstruos? ¿O había vuelto con el contingente humano del sur para traerlo aquí?
Khadgar recogió la grotesca lanza con trofeos y anduvo con determinación hacia
el fuego. Puede que no fuera capaz de disparar más de uno o dos rayos místicos, pero
los monstruos no lo sabían.
Quizá fueran tan tontos como parecían. Y tuvieran tan poca experiencia con los
magos como él con ellos.
Y los sorprendió, vaya si lo hizo. La última cosa que esperaban era que su
víctima, la víctima que habían derribado de su montura voladora, apareciese de repente
al filo de la luz de las hogueras, empuñando la lanza-trofeo de uno de sus centinelas.
—Abandonen este lugar —gritó Khadgar, rezando para que su cansada voz no
se quebrara—. Abandonen este lugar o moriran.
Uno de los brutos más grandes dio dos pasos al frente y Khadgar murmuró una
palabra de poder. Las energías místicas se condensaron en torno a la mano que sostenía
la llama y golpearon con el verde inhumano de lleno en la cara. El bruto tuvo el tiempo
justo de llevarse una mano dotada de garras al rostro destrozado antes de caer.
Una lanza voló desde la oscuridad, y con sus últimas energías Khadgar invocó
un poco de aire, el justo para desviarla a un lado. Cuando lo hizo se sintió débil. Eso era
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lo último que podía hacer. Sus energías estaban completamente agotadas. Iba siendo un
buen momento para que funcionase su farol.
Las criaturas que lo rodeaban, sobre una docena visible, dieron un paso atrás, y
luego otro. Un grito más, se dio cuenta Khadgar, y huirían de vuelta al pantano, dándole
el tiempo suficiente para escapar. Ya había decidido huir hacia el sur, hacia el
campamento del ejército.
En vez de eso se oyó una risa sonora y carcajeante que le heló la sangre. Los
guerreros verdes se apartaron y otra figura avanzó arrastrando los pies. Era más delgado
y más jorobado que los demás, y vestía una túnica del color de la sangre coagulada. El
color del cielo en la visión de Khadgar. Sus rasgos eran tan verdes y tan deformes como
los de los demás, pero éste tenía un brillo de inteligencia salvaje en los ojos.
Extendió la mano con la palma hacia arriba, sacó una daga y se pinchó en la
palma con la punta. La sangre rojiza se acumuló en el hueco de la palma.
La bestia de la túnica pronunció una palabra que hacía daño a los oídos, y la
sangre estalló en llamas.
Pero la voz del joven mago se quebró en ese momento y el espantajo de la túnica
se limitó a reírse. Khadgar recorrió con la mirada la zona que los rodeaba, buscando el
mejor sitio para huir, preguntándose si podría hacerse con una de las espadas de los
guardias que había en el suelo. Se preguntó si este Nothgrin jugaba de farol como él.
Nothgrin dio un paso hacia Khadgar y dos de las bestias que estaban a la
derecha del hechicero gritaron de repente y estallaron en llamas. Sucedió con una
rapidez que los conmocionó a todos, Khadgar incluido. Nothgrin se giró hacia las
criaturas que ardían, para ver a dos más unirse a ellas, estallando en llamas como
ramitas secas. Éstas también gritaron y doblaron las rodillas, cayendo al suelo.
—Mi aprendiz les ordenó que se largaran —dijo Medivh—. Deberían haber
cumplido sus órdenes.
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Una de las bestias emitió un bramido y el Magus lo silenció con un gesto de la
mano. Algo duro e invisible golpeó a la bestia de lleno en la cara, y hubo un crujido de
ruptura cuando la cabeza se le separó del cuerpo y rodó hacia atrás, golpeando el suelo
sólo momentos antes de que el cuerpo del ser cayera a la arena.
Khadgar asintió parpadeando. Miró los cuerpos alrededor del fuego. Medivh
podía haberlo matado con la misma facilidad en la biblioteca. Entonces, ¿qué había
detenido su mano? ¿Algún asomo de reconocimiento a Khadgar? ¿Algún recuerdo o
algo de humanidad?
—Esas cosas —logró articular el joven mago, casi farfullando—. ¿Qué eran?
—Orcos —dijo el Magus—. Eso eran orcos. Ahora basta de preguntas por el
momento.
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La patrulla hizo un barrido por el campamento y luego la mitad desmontó y el
resto siguió avanzando por el camino. Los jinetes empezaron a inspeccionar los
cadáveres. Se asignó un destacamento para enterrar a los miembros de la caravana. Los
pocos orcos muertos a los que Medivh no había hecho arder fueron recogidos y
arrojados a la hoguera principal, y sus cuerpos se carbonizaron mientras su carne se
hacía cenizas.
Khadgar no recordaba que Medivh lo hubiera dejado, pero éste volvió con el
comandante de la patrulla. El comandante era un hombre mayor, robusto, con el rostro
curtido por el combate y las campañas. Su barba negra tiraba más a canosa, y el pelo le
había retrocedido hasta más allá de la coronilla. Era un hombre enorme, de aspecto aún
más imponente por su armadura de placas y su voluminosa capa. Sobre uno de los
hombros, Khadgar pudo ver la empuñadura de un espadón, con enormes gavilanes
enjoyados.
—Y si los hechiceros locales se molestan, mejor que mejor, ¿eh? Oh, vamos, no
me mires así Medivh. ¿Qué ha hecho éste para impresionarte?
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—Descansa, muchacho —dijo Lothar apoyando un pesado guantelete en el
hombro del joven mago—. Atraparemos al resto de esas criaturas.
—Me temo que el chico tiene razón —dijo Medivh—. Los orcos se han metido
en el pantano. Parecen conocer la Ciénaga Negra mejor que nosotros, y eso es lo que los
hace tan efectivos aquí. Nosotros nos mantenemos junto a los caminos y ellos se
mueven por donde quieren.
—Los enanos que los entrenaron puede que tengan su propia opinión acerca de
prestar sus grifos —dijo Medivh—. Pero quizá deberías hablar con ellos, y también con
los gnomos. Tienen algunos aparatejos e ingenios voladores que podrían ser más
apropiados para explorar.
La luz del sol hacía poco por mejorar la apariencia de la zona. Los fuegos más
pequeños se habían extinguido, y el aire olía a carne de orco quemada. Una pálida
neblina flotaba sobre el lugar de la emboscada.
Un joven soldado, poco mayor que Khadgar, llegó corriendo hasta ellos. Habían
encontrado un superviviente, uno que estaba en un estado bastante lastimoso, pero vivo.
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—Quédate con el chico —dijo Medivh—. Sigue un poco aturdido por todo lo
que ha pasado.
—Es más de lo que nadie se espera. Ésa es una de sus cosas buenas. —Lothar
pensó unos instantes—. Ésa es una respuesta muy política y muy cortés.
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Khadgar lo miró.
—Med… quiero decir, Lord Magus Medivh, era joven, varios años más joven
que tú, cuando cayó enfermo. Como resultado, nunca tuvo mucho trato con gente de tu
edad.
Khadgar pensó acerca del volátil temperamento del archimago, sus bruscos
cambios de humor y el deleite casi infantil con el que se había enfrentado al combate
contra los orcos. Si Medivh fuera un hombre más joven ¿tendrían sentido sus actos?
—Su coma —dijo Lothar moviendo la cabeza al recordar—, no fue natural. Med
lo llama “siesta”, como si fuera perfectamente normal. Pero nunca descubrimos por qué
pasó. Puede que el Magus lo haya descifrado, pero no muestra interés por el tema, ni
siquiera cuando le he preguntado.
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—Para ser honesto, me preocupa —dijo—. Así solo en su torre…
—…con toda su magia —siguió Lothar—. Parece tan solo… Recluido allí, en
las montañas. Me preocupa.
Khadgar asintió y pensó para sí: Y por eso intentaste meter allí aprendices de
Azeroth. Para espiar a tu amigo. Te preocupas por él, pero también por su poder.
—Échale un ojo —dijo Lothar—. Si eres su aprendiz, debería pasar más tiempo
contigo. No quiero que…
—Me sentiría honrado de ayudarlos a ambos, Sir Lothar. Sepa que mi lealtad
pertenece primero al archimago, pero si hay cualquier cosa que un amigo debería saber,
se la comunicaré.
Otra palmada con el pesado guantelete. Khadgar estaba maravillado ante lo mal
que ocultaba Lothar sus preocupaciones. ¿Eran todos los nativos de Azeroth tan abiertos
e ingenuos? Incluso ahora, Khadgar podía ver que había algo más de lo que Lothar
quería hablar.
Khadgar pensó en fingir que sabía más de lo que en realidad sabía, para sacarle
más información a este hombre mayor y sincero. Pero a medida que el pensamiento le
pasaba por la cabeza, lo fue desechando. Mejor limitarse a la verdad.
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—Ah —dijo Lothar—. Entonces dejémoslo como si yo no te hubiera dicho
nada.
—Después de todo sólo llevo unos días como su aprendiz —dijo Khadgar sin
mucho énfasis.
Medivh escogió ese momento para volver, con un aspecto más demacrado que el
de antes. Lothar levantó la mirada con una expectante interrogación, pero el Magus se
limitó a negar con la cabeza. Lothar frunció el ceño, y tras intercambiar unas cuantas
cortesías se fue para supervisar lo que quedaba de la recogida de restos y la limpieza. La
mitad de la patrulla que se había adelantado por la carretera había vuelto, sin encontrar
nada.
Se llevó a los labios un silbato tallado con runas y emitió una serie de pitidos
cortos y secos. Lejos en lo alto se oyó el graznido de un grifo que volaba en círculos
sobre ellos. Khadgar levantó la vista.
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—Sí —dijo Medivh.
—Me alegro de que sea así —dijo Medivh, y el espectro de una sonrisa cruzó su
cara—. Porque ahora empieza la parte difícil.
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CAPÍTULO CINCO
GRANO DE ARENA EN
EL RELOJ
—L os he visto antes —dijo Khadgar.
Que era lo que estaba haciendo en este preciso instante, cuando finalmente
Khadgar se sintió lo bastante cómodo con el mago como para contarle lo que sabía de la
emboscada.
—A los orcos —dijo Khadgar—. Ya había visto antes a los orcos contra los que
combatimos.
—Ah, tuviste una visión. Bueno, aquí las tiene mucha gente, ya sabes.
Probablemente te lo haya dicho Moroes, es un poco charlatán.
—He tenido una, o puede que dos. De la que estoy seguro es de una de un
campo de batalla, y estas criaturas, estos orcos, estaban allí, atacándonos. Quiero decir,
atacando a los humanos con los que yo estaba.
—Rojo. Como la sangre —dijo Khadgar. El joven había pensado que se estaba
acostumbrando al temperamento brusco y volátil de Medivh, pero esto lo golpeó como
un puñetazo.
—Háblame de ello. El mundo, los orcos, el cielo —ordenó Medivh, su voz fría
como el acero—. Dímelo todo.
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—Curioso —dijo Medivh, lenta y pensativamente, después de que Khadgar
hubiera acabado. El archimago se recostó en la silla y tamborileó en sus labios con un
dedo rematado en una aguja. El silencio colgaba en la habitación como una mortaja—.
Esa es una nueva. De hecho, una muy nueva —dijo al fin.
—Sí —dijo Medivh—. No les haría falta si se libraran de las tuberías de plomo
de su acueducto. Pero, bueno, habías preguntado por las visiones.
—Moroes tiene razón —dijo Medivh tomando un largo sorbo del vino y
chasqueando la lengua—. Una cosecha tardía, nada mala desde luego. Que esta torre sea
un lugar de poder no debería sorprenderte. Los magos se sienten atraídos por estos
sitios. Estos lugares suelen ser donde el universo se debilita, lo que hace que se doble
sobre sí mismo, o quizá incluso permitiendo el paso hacia el Vacío Abisal, o hasta otros
mundos completamente distintos.
—Entonces ¿qué fue lo que vi? —Lo interrumpió Khadgar—. ¿Otro mundo?
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—Sólo estoy diciendo que hay sitios de poder, que por una razón u otra se
convierten en fuentes de gran poder. Uno de tales lugares se encuentra aquí, en las
Montañas Crestagrana. Una vez hace mucho explotó aquí algo poderoso, que excavó el
valle y debilitó la realidad a su alrededor.
—Dices que hubo una explosión hace mucho que creó este sitio, y lo convirtió
en un centro de poder mágico. Entonces viniste…
—Sí —dijo Medivh—. Eso es totalmente cierto, si lo miras de forma lineal. Pero
¿qué sucedería si la explosión sucedió porque en algún momento yo vendría aquí y el
sitio tenía que estar preparado para mí?
—En el mundo normal no, no son así —dijo Medivh—. Pero la magia es el arte
de circunvalar lo normal. Por eso los debates filosóficos en las estancias de los Kirin
Tor son tan inservibles. Intentan imponer la racionalidad al mundo, y regular sus
movimientos. Las estrellas se mueven ordenadamente por el cielo, las estaciones van
una tras otra con la regularidad del reloj y los hombres viven y mueren. Si eso no
sucede, es magia, la primera distorsión del universo, unas tablas torcidas que están
esperando unas manos laboriosas que las enderecen.
—Pero para que pasase eso de que la zona estuviera preparada para ti… —
empezó Khadgar.
—El mundo tendría que ser muy diferente de lo que parece —respondió
Medivh—. Y a fin de cuentas lo es en verdad. ¿Cómo funciona el tiempo?
—¿El tiempo?
—Lo usamos, confiamos en él, lo medimos, pero ¿qué es? —Medivh sonreía
sobre el borde de su taza.
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—El tiempo es una progresión regular de instantes. Como los granos de un reloj
de arena —dijo Khadgar.
—Una analogía excelente —dijo Medivh—. Una que iba a usar yo mismo, y
luego comparar el reloj de arena con el reloj mecánico. ¿Ves las diferencias entre
ambos?
—No, no es que seas tonto, chico. Es que es un concepto algo duro de asimilar.
El reloj es una simulación mecánica del tiempo, y cada instante está controlado por un
giro de los engranajes. Puedes mirar a un reloj y saber que todo avanza con una
pulsación del muelle, un giro de los engranajes. Se sabe lo que viene, porque el relojero
lo ha construido así.
—Ah, pero también es como un reloj de arena —dijo el mago alargando la mano
hasta uno que había en la repisa y dándole la vuelta. Khadgar miró el reloj e intentó
recordar si estaba allí antes de que él trajera el vino, o siquiera antes de que Medivh
hubiera alargado la mano para tomarlo.
—El reloj de arena también mide el tiempo ¿verdad? —Dijo Medivh—. Y sin
embargo nunca sabes qué partícula de arena se moverá de la mitad superior a la mitad
inferior en un momento dado. Si pudieras numerar los granos de arena, el orden sería
algo diferente cada vez. Pero el resultado final siempre es el mismo; toda la arena ha
pasado de arriba abajo. El orden en el que pasa es lo de menos. —Los ojos del hombre
mayor se iluminaron por un instante—. ¿Y? —preguntó.
—Así que esas visiones son granos de arena —dijo Khadgar. Medivh frunció
ligeramente el ceño pero el joven siguió—. Si la torre es un reloj de arena, y no un reloj
mecánico, entonces hay granos de arena, del tiempo mismo, moviéndose por ella
constantemente. Están sueltos o se solapan unos con otros, así que podemos verlos, pero
no con claridad. Algunos son parte del pasado y otros son parte del futuro. ¿Puede que
algunos sean de otros mundos?
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Medivh ahora estaba sumido en sus pensamientos.
—Es posible. Buena nota. Bien pensado. Lo que hay que tener en mente es que
esas visiones son sólo eso. Visiones. Van y vienen. Si la torre fuera un reloj mecánico se
moverían con regularidad y sería fácil explicarlas. Pero como la torre es un reloj de
arena, esto no es así. Se mueven a su propio ritmo, y nos desafían a que desentrañemos
su caótica naturaleza. —Medivh se recostó en su asiento—. Algo con lo que yo estoy
muy cómodo, por cierto. No me gustaría un universo ordenado y bien planeado.
—¿Pero has buscado alguna vez una visión concreta? ¿Habría alguna forma de
descubrir un futuro concreto y asegurarse de que sucediera? —añadió Khadgar.
—O asegurarse de que nunca llegara a suceder —dijo—. No, hay cosas que
incluso un archimago respeta y de las que procura mantenerse alejado. Ésta es una de
ellas.
—Pero…
Khadgar frunció el ceño y se dio cuenta de que la voz se le había ido haciendo
cada vez más confusa.
Khadgar no se dio cuenta hasta ese mismo instante de cuánto había bebido, e
intentó aclarar la niebla de su mente y levantar de la repisa la pesada taza de cerámica.
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Medivh dio permiso al joven para usar a su antojo la biblioteca en sus
investigaciones, incluyendo la miríada de preguntas que sus antiguos maestros de la
Ciudadela Violeta le habían solicitado.
—Mi única exigencia —le dijo Medivh con una sonrisa—, es que me enseñes lo
que escribas antes de enviarlo. —Khadgar debió demostrar azoramiento ante esto, ya
que Medivh añadió—: No es que tema que me ocultes algo, Joven Confianza, es que
odiaría que ellos supieran algo que a mí se me hubiera olvidado.
Así que Khadgar se zambulló en los libros. Para Guzbah encontró un antiguo
pergamino en buenas condiciones con un poema épico; sus estrofas numeradas
detallaban con precisión una batalla entre la madre de Medivh, Aegwynn, y un demonio
anónimo. A Lady Delth le hizo un listado de los mohosos volúmenes élficos de la
biblioteca. Y por encargo de Alonda buceó en todos los bestiarios que pudo leer, aunque
no logró hacer que las especies conocidas de troll pasaran de cuatro.
Khadgar también pasaba su tiempo libre con sus ganzúas y sus conjuros de
apertura particulares. Seguían intentando dominar aquellos libros que habían frustrado
sus intentos iniciales de abrirlos. Esos volúmenes tenían sobre ellos poderosas magias, y
podía pasar horas entre conjuros de adivinación antes de conseguir siquiera la primera
pista de la clase de conjuros que protegían su contenido.
Y, por último, estaba el asunto del Guardián. Medivh lo había mencionado, y Sir
Lothar había supuesto que el Magus se lo había confiado al joven, y el Campeón Real se
había echado atrás enseguida cuando había descubierto que no era el caso.
También había otros fantasmas vinculados a este Guardián. Una orden de alguna
clase, una organización. ¿Sería el Guardián un guerrero sagrado? Y la palabra Tirisfal
había sido escrita en el margen de un grimorio y luego borrada, de forma que sólo la
habilidad perceptiva de Khadgar le pudo indicar lo que una vez hubo escrito allí por el
rastro que la pluma había dejado sobre el pergamino. ¿El nombre de un Guardián
concreto? ¿De la organización? ¿De otra cosa?
Fue la noche en la que Khadgar encontró esta palabra, cuatro días tras el
incidente de la taza, cuando el joven mago tuvo una nueva visión. O, más bien, la visión
lo tuvo a él y lo rodeó, tragándoselo.
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Lo primero que le llegó fue el olor, una suave calidez vegetal entre los mohosos
textos, una fragancia que se esparció poco a poco por la habitación. La temperatura
subió, pero no hasta el punto de ser incómoda, más bien como una manta caliente y
húmeda. Las paredes se oscurecieron y se volvieron verdes, y las enredaderas treparon
por los costados de las estanterías, atravesando y sustituyendo los volúmenes que había
allí y extendiendo hojas anchas y gruesas. Entre las pilas de pergaminos brotaron
grandes y pálidas damas de noche y orquídeas de color carmesí.
Khadgar respiró hondo, pero más por ansiedad que por miedo. Éste no era el
mundo de tierra inhóspita y ejércitos orcos que había visto la vez anterior. Esto era algo
diferente. Era una jungla, pero era una jungla de este mundo. El pensamiento lo
reconfortó.
Los tres hombres estaban riendo y bromeando aunque, igual que antes, Khadgar
no podía distinguir las palabras exactas. El rubio del centro estaba en mitad de contar
una historia, y por como gesticulaba con las manos, una que implicaba a una jovencita
bien proporcionada.
Khadgar miró al tercer hombre, y supo enseguida que tenía que ser Medivh. Éste
iba vestido con un atuendo de cazador de color verde oscuro, y llevaba la capucha
echada hacia atrás revelando un rostro joven y alegre. A la luz de la hoguera sus ojos
eran del color del jade bruñido, y correspondía a la historia del rubio con una sonrisa de
azoramiento.
El rubio del centro dijo algo y le hizo un gesto al joven Medivh, que se encogió
de hombros claramente avergonzado. Aparentemente la historia del rubio también
implicaba al futuro Magus.
El rubio tenía que ser Llane, ahora el rey Llane de Azeroth. Sí, las primeras
historias de los tres habían llegado incluso hasta los archivos de la Ciudadela Violeta.
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Los tres solían vagar por las fronteras del reino, explorando y eliminando a toda clase de
saqueadores y monstruos.
Llane acabó su relato y Lothar casi se cayó de espaldas del tronco en el que
estaba sentado, rugiendo de risa. Medivh disfrazó su risa tras una mano, haciendo como
que se aclaraba la garganta.
La risa de Lothar fue apagándose, y Medivh dijo algo, levantando las manos
para dar más énfasis. Ahora Lothar sí que se cayó, y Llane se cubrió el rostro con las
manos, mientras su cuerpo se sacudía de risa. Aparentemente, lo que Medivh había
dicho remataba a la perfección la historia de Llane.
Entonces, algo se movió en la jungla que los rodeaba. Los tres dejaron la fiesta
al instante; lo habían oído. Khadgar, el fantasma de este encuentro más que nada lo
sintió; algo malévolo acechando en los márgenes del fuego de campamento.
Lothar se levantó lentamente y echó mano de una enorme espada de hoja ancha
que yacía enfundada a sus pies. Llane se levantó, alargando la mano tras su tronco para
sacar un hacha de doble hoja, e hizo un gesto para que Lothar fuera en una dirección y
Medivh en otra. Medivh también se había levantado y, aunque sus manos estaban
vacías, era el más poderoso de los tres, incluso a esa edad.
Entonces lo reconoció de los bestiarios que Alonda le había hecho consultar. Era
un troll, de la variedad selvática, con su piel azulada palideciendo a la luz de la luna y su
largo pelo gris erizado en una cresta que iba desde su frente hasta la base del cuello.
Igual que los orcos, le sobresalían los colmillos de la mandíbula inferior, pero eran
chatos y redondeados, más gruesos que los afilados dientes de los orcos. Sus orejas y su
nariz eran alargadas, parodias de la carne humana. Iba vestido con pieles, y sobre su
pecho bailaban unas cadenas hechas con falanges de dedos humanos.
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El troll esquivó el espadón de Lothar y retrocedió otro paso cuando Llane
desgarró el aire con su enorme hacha. Cada uno de sus pasos cubría más de un metro, y
los dos guerreros presionaban al troll cada vez que retrocedía. Usaba la lanza más como
escudo que como arma, empuñándola a dos manos y desviando los golpes.
Khadgar se dio cuenta de que la criatura no estaba luchando para matar a los
humanos, aún no. Estaba intentando ponerlos en posición.
Pero para entonces era demasiado tarde, puesto que otros dos trolls eligieron ese
momento para saltar de sus escondites a ambos lados del combate.
Y recibió en la cara el extremo romo de la lanza del troll, cuando éste lo golpeó
con la pesada asta en la mandíbula, para luego volverse y, con un movimiento fluido,
propinar un puñetazo a Llane. Medivh fue derribado, al igual que Llane, y el hacha cayó
de la mano del futuro soberano.
El troll dudó unos instantes, tratando de decidir a quién matar primero. Escogió
a Medivh, despatarrado en el suelo a sus pies, el que estaba más cerca. El troll levantó la
lanza y la punta de obsidiana despidió un brillo maligno a la luz de la luna.
Ese momento de duda fue todo lo que necesitaba Medivh, que se lanzó hacia
delante, no con un conjuro sino con un simple cuchillo, clavándoselo en el dorso del
muslo. El troll chilló en la noche, y pinchó a ciegas con la lanza. Ésta se hundió donde
había estado Medivh, puesto que el joven había rodado a un lado y ahora se estaba
levantando, con un chisporroteo en los dedos.
71
Murmuró una palabra y se formó una bola de relámpago entre sus dedos, que se
lanzó hacia delante. El troll sufrió una sacudida por el impacto y se quedó colgado en el
aire por unos momentos, atrapado en una descarga azul. La criatura cayó de rodillas, y
ni siquiera entonces estuvo acabada, puesto que trató de levantarse, con los ojos rojos
ardiendo de odio contra el mago.
Llane respondió con otra carga, pero en el último momento se echó a un lado,
esquivando la punta de la lanza. El troll dio dos pasos más al frente, que lo llevaron
junto al fuego, donde esperaba Medivh.
Ahora el mago parecía lleno de energía e, iluminado por los tizones que había
ante él, tenía un aspecto casi demoníaco. Tenía los brazos abiertos y estaba salmodiando
algo brusco y rítmico.
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El joven mago seguía de pie junto al fuego, con las manos abiertas pero los
dedos curvados como si fueran garras. Sus ojos se veían vidriosos a la luz del fuego que
quedaba, y tenía la mandíbula apretada. Mientras los dos hombres (y el fantasma de
Khadgar) corrían hacia él, el joven cayó hacia atrás.
Para cuando la pareja hubo llegado junto a Medivh, éste respiraba de forma
entrecortada y se le veían las pupilas dilatadas bajo la luz de la luna. Los guerreros y el
visitante de la visión se inclinaron sobre él, mientras el joven mago se esforzaba por
distinguir las palabras que salían de su boca.
—Lo siento, Med… señor —dijo Khadgar, y suspiró hondamente—. Fue una
visión. Me temo que estaba perdido en ella.
—¿No más orcos y cielos rojos? —preguntó, serio, y Khadgar vio un matiz de
tormenta en esos ojos verdes.
—Trolls. Trolls azules, y era una jungla. Creo que era en este mundo. El cielo
era igual.
73
—No, señor —dijo Khadgar. No quiso mencionar que ésa era la batalla de la
que había sido testigo. ¿Era un mal recuerdo para Medivh? ¿Fue entonces cuando cayó
en coma?
Mirando al mago de más edad, Khadgar podía ver mucho del joven de la visión.
Era más alto, pero ligeramente encorvado por los años y los estudios, y sin embargo allí
estaba el joven envuelto en la forma adulta.
—¿La canción?
—De mi madre —dijo Medivh—. Tiene que ser un pergamino viejo. ¡Te juro
que desde que has ordenado esto no puedo encontrar nada!
—Está con el resto de la poesía épica, señor —dijo Khadgar. Debería hablarle
de la visión, pensó. ¿Era un acontecimiento aleatorio o había sido motivado por su
encuentro con Lothar? ¿Buscar información acerca de las cosas provocaba las visiones?
Medivh cruzó hasta la estantería, pasó un dedo por los pergaminos y sacó la
versión que quería, vieja y gastada. La desenrolló parcialmente, la contrastó con un
trozo de papel que sacó del bolsillo, y luego volvió a enrollarla y la dejó en su sitio.
—Esta vez voy solo —dijo el mago, que ya se dirigía hacia la puerta a grandes
zancadas—. Dejaré instrucciones para tus estudios con Moroes.
—¡Cuando vuelva! —bramó Medivh, quien ya subía los peldaños de dos en dos.
Khadgar se imaginó al senescal ya en la cima de la torre, con su silbato rúnico y el grifo
domado dispuesto.
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CAPÍTULO SEIS
AEGWYNN Y SARGERAS
M edivh estuvo fuera una semana, más o menos, y fue una semana que
Khadgar aprovechó bien. Se instaló en la biblioteca e hizo que Moroes le llevara allí las
comidas. En más de una ocasión, ni siquiera volvió a su habitación por la noche, y en
vez de eso pasó el tiempo durmiendo en las grandes mesas de la biblioteca.
Definitivamente, estaba buscando visiones.
Pero parecía que dentro de los muros de Karazhan, al menos, el tiempo era un
reloj de arena, e identificar los fragmentos desprendidos del tiempo era más posible. Y
una vez que pescase un grano de tiempo, sería más fácil moverse de ese grano a otro.
75
Si alguien más había intentado esto dentro de los muros de la torre de Medivh,
no había ninguna pista en la biblioteca, a menos que eso estuviera en los ejemplares más
protegidos o ilegibles ubicados en la pasarela metálica. Curiosamente, las notas en letra
de Medivh no demostraban interés alguno por las visiones, algo que parecía dominar las
notas de otros visitantes. ¿Guardaba Medivh esa información en otro sitio? ¿O es que en
verdad estaba más interesado en lo que pasaba más allá de los muros de la torre que en
lo que pasaba dentro?
Modificar un conjuro para una nueva función no era tan sencillo como cambiar
una salmodia aquí y alterar un gesto allá. Requería una comprensión profunda y precisa
de cómo funcionaba la magia de adivinación, de lo que revelaba y de cómo lo revelaba.
Cuando se cambia un movimiento de la mano o se modifica el tipo de incienso usado, el
resultado más posible es un completo fracaso, donde las energías se disipan de forma
inofensiva. Ocasionalmente puede que las energías se desaten y se descontrolen, pero
normalmente el único resultado de un conjuro fallido es un mago frustrado.
Tras cinco días, Khadgar creyó tener listo el conjuro. El armazón era el del
conjuro de clarividencia, pero ahora estaba potenciado por un factor aleatorio que le
permitía alcanzar y rastrear las discontinuidades que parecían existir en la torre. Estos
fragmentos de tiempo fuera de sitio serían un poco más brillantes, un poco más calientes
o sencillamente un poco más raros que su entorno inmediato, y por lo tanto atraerían
toda la fuerza del conjuro.
Al anochecer del quinto día, Khadgar había completado sus cálculos, y tenía los
ordenados renglones de órdenes de poder y de conjuración dispuestos en un sencillo
76
escrito. Si algo saliera horriblemente mal, al menos Medivh averiguaría lo que había
pasado.
Khadgar otorgó a la esfera los atributos que deseaba, para buscar los fragmentos
de tiempo que parecían vagar por la torre, revisarlos y componer una sola visión, una de
la que pudiera ser testigo, que él pudiera ver extenderse ante sí. Las ideas parecieron
hundirse en la esfera imaginaria de su mente, y en respuesta la esfera pareció zumbar en
un tono más agudo, esperando sólo que la soltara y le marcara el rumbo.
—Tráeme una visión —dijo el joven mago—. Tráeme una visión del joven
Medivh.
Sólo cuando de repente empezó a hacer más frío se dio cuenta Khadgar de que
había llamado a la visión equivocada.
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Una corriente helada recorrió la biblioteca, como si alguien se hubiera dejado
una ventana abierta. La brisa pasó de corriente a viento gélido y luego a ventisca ártica,
y a pesar de que sabía que esto era sólo una ilusión, tiritó.
Las paredes de la biblioteca cayeron cuando la visión ocupó su lugar con una
extensión blanca. El viento helado se arremolinaba alrededor de libros y manuscritos, y
dejaba un manto de nieve a su paso, grueso y duro. Las mesas, las estanterías y las sillas
quedaron primero ocultas y luego desaparecieron por los remolinos de gruesos copos.
Y Khadgar estaba en la ladera de una colina, con las piernas hundidas hasta las
rodillas en la nieve pero sin dejar marca. Era un fantasma dentro de la visión.
El ejército de cosas gigantescas estaba bramando lo que podía haber sido una
canción de marcha, aunque igual podía ser una retahíla de insultos o un grito de desafío.
Las voces sonaban amortiguadas, como si estuvieran en el fondo de un pozo gigantesco:
pero al menos Khadgar podía oírlas.
Tras él sonó un ruido suave y distorsionado, no más que una pisada en una
alfombra mullida. Khadgar se dio la vuelta y descubrió que no estaba solo en el cerro
desde el que se dominaba la demoníaca partida de caza.
Ella había llegado tras él sin que Khadgar se diera cuenta, y si lo vio no le hizo
ningún caso. Igual que los demonios parecían una plaga encarnada en la tierra, ella
también irradiaba su propia sensación de poder. Éste era un poder radiante que parecía
doblarse e intensificarse mientras casi flotaba sobre la superficie de la nieve misma. Era
real, pero sus botas blancas de cuero sólo dejaban las más leves marcas en la nieve.
Pero fueron sus ojos los que le llamaron la atención; verdes como un bosque en
verano, verdes como el jade bruñido, verdes como el océano tras la tormenta. Khadgar
reconoció aquellos ojos, porque había sentido la penetrante mirada de unos similares:
los de su hijo.
Era Aegwynn. La madre de Medivh, la poderosa y casi inmortal maga que había
vivido tanto como para convertirse en leyenda.
Khadgar también se dio cuenta de dónde debía estar; ésta tenía que ser la batalla
de Aegwynn contra las hordas demoníacas, una leyenda de la que sólo se conservaban
fragmentos en las estrofas de un poema épico que había en una de las estanterías de la
biblioteca.
Éste no era un simple rayo mágico, ni siquiera el más potente de los rayos de
una tormenta de verano. Era una chispa del relámpago primordial, avanzando por el aire
hasta llegar al suelo a través de los sorprendidos demonios. El aire se dividió en sus
elementos básicos cuando el rayo lo atravesó, y se llenó de un olor fuerte y acre. Tronó
al desplazarse para rellenar el espacio que brevemente había ocupado el rayo. A pesar
de sí mismo, a pesar de saber que él era un fantasma, a pesar de saber que esto era una
visión, a pesar de todo ello y del hecho de que el ruido quedaba amortiguado por su
estado fantasmal, Khadgar hizo una mueca y retrocedió ante el destello y el repicar
metálico del ataque místico.
Pero la mayoría de la partida de caza quedó fuera de los efectos del conjuro,
bien por accidente, bien de forma intencionada. Los demonios, cada uno de los cuales
era más grande que diez hombres, retrocedieron conmocionados, pero eso sólo duró un
momento. El más grande bramó algo en un idioma que sonaba como el tañido de
campanas agrietadas, y la mitad de los demonios emprendieron el vuelo, embistiendo
contra la posición de Aegwynn (y Khadgar). La otra mitad sacó pesados arcos de roble
negro y flechas de hierro. Cuando dispararon las flechas, éstas estallaron en llamas, y
una lluvia de fuego cayó sobre ellos.
Pero las flechas eran simplemente una cobertura para los atacantes, los cuales
irrumpieron a través del muro de fuego azul mientras éste se desvanecía, y cayeron
sobre Aegwynn. Tenía que haber al menos veinte, cada uno de ellos un gigante que
oscurecía el cielo con sus alas.
80
Khadgar miró a Aegwynn y vio que estaba sonriendo. Era una sonrisa de
complicidad, confiada, una que el joven mago había visto en el rostro de Medivh
cuando habían combatido contra los orcos. Estaba más que tranquila.
Khadgar miró al otro extremo del valle, donde habían estado los arqueros. Éstos
habían abandonado sus inútiles proyectiles y se habían reunido a salmodiar en un tono
bajo, como un zumbido. El aire se retorció a su alrededor y apareció un agujero en la
realidad, una malignidad oscura sobre la blancura prístina. Y del agujero cayeron más
demonios; criaturas de toda índole, con cabezas de animales, con ojos de fuego, con alas
de murciélago, insecto o pájaro carroñero. Estos demonios se unieron al coro y la
fractura se abrió aún más, absorbiendo más y más engendros del Vacío Abisal hacia el
frío aire del norte.
Aegwynn no prestó atención a los que cantaban ni a los refuerzos, sino que se
concentró fríamente en los que caían sobre ella desde arriba.
Hizo un pase con la mano, con la palma levantada. La mitad de los que volaban
fueron convertidos en cristal, y todos fueron derribados del cielo. Los que habían sido
transformados en cristal se hicieron añicos donde cayeron, con sonidos discordantes.
Los que aún vivían aterrizaron con un sonoro golpe y volvieron a levantarse,
desenvainando las armas manchadas de sangre.
Quedaban diez.
Aegwynn separó las manos, y una fuerza invisible le arrancó a un demonio los
brazos y las piernas del torso. Quedaban dos. Aegwynn levantó dos dedos y un demonio
se convirtió en arena; su aullido de muerte se perdió en la brisa gélida. Quedaba uno.
Era el más grande, el líder, el que bramaba las órdenes. A corta distancia, Khadgar pudo
ver que su pecho desnudo era un dibujo de cicatrices y que una de sus cuencas oculares
estaba vacía. En la otra ardía el odio.
81
No atacó, y Aegwynn tampoco. En vez de eso se detuvieron, congelados por un
instante, mientras el valle bajo ellos se llenaba de demonios.
Finalmente el gigantesco ser gruñó. A oídos de Khadgar su voz sonó clara pero
distante.
—Eres una tonta, Guardiana de Tirisfal —dijo, adaptando sus labios en torno al
incómodo lenguaje humano.
Aegwynn emitió una risa, tan cortante y fina como una daga de cristal.
—¿Lo sabes? —Bramó el demonio con una ronca carcajada—. ¿Sabes que estás
sola en las tierras salvajes con todos los demonios alzados contra ti? ¿Lo sabes?
—Lo sé —dijo Aegwynn, y había una sonrisa en su voz—. Sabía que traerías
tantos de tus aliados como pudieras. Un Guardián sería un objetivo demasiado bueno
para que lo ignorases.
Sólo que no eran pájaros. Eran dragones, más dragones de los que Khadgar
hubiera imaginado que existían. Se mantenían estáticos en vuelo, soportados por sus
grandes alas, esperando la señal de Aegwynn.
82
extendidos. El pecho del abominable engendro se evaporó, dejando sólo una nube de
motitas de sangre. Sus robustos brazos cayeron a ambos lados, sus piernas abandonadas
se doblaron y se derrumbaron, y su cabeza, en la que quedaba patente una mirada de
sorpresa, cayó en la nieve y se perdió.
Ésa fue la señal para los dragones, que como uno solo se precipitaron sobre la
horda agolpada de demonios invocados. Las grandes criaturas voladoras descendieron
desde todos los flancos, y de sus bocas abiertas brotó el fuego. Las primeras filas de
demonios fueron inmoladas, reducidas a cenizas en un instante, mientras que otros
luchaban por desenvainar sus armas, preparar sus conjuros o huir.
Khadgar miró a Aegwynn, que estaba de pie en la nieve, rígida, con los puños
cerrados, los ojos verdes refulgiendo de poder y los dientes apretados en una horrible
sonrisa. Ella también estaba salmodiando, algo oscuro e inhumano más allá incluso de
la capacidad de identificación de Khadgar. Estaba combatiendo el conjuro que habían
construido los demonios, pero también estaba extrayendo energía de él, doblando sobre
sí mismas las energías místicas que contenía, como se hace con las capas de acero de la
hoja de una espada para hacerla más fuerte y poderosa.
Los gritos de los demonios del centro alcanzaron un tono febril, y ahora la
misma Aegwynn estaba gritando, con un nimbo de energía condensado a su alrededor.
Su pelo ondeaba suelto, levantó ambos brazos y descargó las últimas palabras de su
conjuración.
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Todos los demonios fueron atrapados, y también algunos dragones que se habían
acercado demasiado al centro de la horda demoníaca. Quedaron apresados como polillas
en una llama, e igualmente consumidos.
Aegwynn dejó escapar un aliento entrecortado y sonrió. Era la sonrisa del lobo,
del depredador, del vencedor. Donde antes había estado la horda demoníaca ahora había
una columna de humo que ascendía hasta los cielos en una gran nube.
Era una figura titánica, más grande que cualquier gigante de leyenda, más
grande que cualquier dragón. Su piel parecía estar fundida en bronce, y vestía una
armadura negra de obsidiana incandescente. Su luenga barba y el pelo enmarañado
estaban hechos de llama viva, y unos enormes cuernos emergían de su ceño. Sus ojos
eran del color del abismo infinito. Salió a grandes zancadas de la nube, y la tierra
temblaba allá donde posaba sus pies. Empuñaba una enorme lanza tallada con runas que
goteaban sangre ardiente, y tenía una larga cola rematada por una bola de fuego.
—Guardiana —tronó el gran demonio con una voz tan profunda como el
océano. A lo lejos, los acantilados de hielo se derrumbaron antes que dar eco a esta voz
infernal.
La Guardiana se irguió tan alta como era y se apartó un mechón de pelo rubio de
la cara.
—He roto tus juguetes. Aquí ya no tienes nada que hacer. Huye mientras
conservas la vida.
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engaño. El poema épico hablaba de la victoria de Aegwynn. ¿Iba él a presenciar su
muerte en su lugar?
—El tiempo de Tirisfal llega a su fin —dijo el demonio—. Este mundo pronto
se inclinará ante la ofensiva de la Legión.
Sus dedos se doblaron ligeramente, y Khadgar pudo ver que estaba reuniendo el
poder que le quedaba en su interior, reuniendo su intelecto, su voluntad y su energía en
un último gran asalto. Muy a su pesar, Khadgar dio un paso atrás, luego otro y luego un
tercero. Si su yo anciano pudo verlo en la visión, si el joven Medivh pudo verlo… ¿No
podrían verlo también estos dos poderesos, maga y monstruo? ¿O es que quizás era
demasiado insignificante para que lo notaran?
Aegwynn levantó las dos manos y lanzó un grito, mitad maldición y mitad
oración. Un refulgente arco iris de colores nunca vistos en este mundo brotó de las
palmas de sus manos, y serpenteó hacia arriba como un rayo dotado de vida propia. Se
clavó como una puñalada en el pecho de Sargeras.
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Sargeras contempló la creciente devastación con sorpresa, luego alarma y luego
miedo. Levantó una mano para tocarla, y se propagó también a ese miembro, dejando a
su paso una masa de tosco metal negro. Ahora Sargeras empezó a salmodiar reuniendo
las energías que tenía para revertir el proceso, detener el flujo, apagar el fuego que lo
consumía. Sus palabras se hicieron más frenéticas y vehementes, y la piel que le
quedaba relucía con renovada intensidad. Brillaba como un sol, gritando maldiciones
mientras la oscura frialdad llegaba hasta donde debería haber estado su corazón.
Y entonces hubo otro resplandor, tan intenso como el que había consumido a la
horda demoníaca, centrado en Sargeras. Khadgar apartó la mirada y la dirigió hacia
Aegwynn, que observaba cómo el fuego y la oscuridad consumían a su enemigo. El
resplandor de la luz empequeñecía al del mismo día, y largas sombras se proyectaban
tras la maga.
Aegwynn se rió. Khadgar la miró y parecía agotada, tanto por el cansancio como
por la locura. Se frotaba las manos y se carcajeaba, y empezó a descender hacia el titán
caído. Khadgar se dio cuenta de que ya no se posaba delicadamente sobre la nieve, sino
que descendía a duras penas, hundida en ella.
Khadgar se giró un poco en dirección hacia donde debería haber estado la mesa,
y todo volvió a ser normal. La biblioteca reafirmó su realidad con una firme inmediatez.
Khadgar exhaló un aliento frío y se frotó la piel. Fresco, pero no frío. El conjuro
había funcionado más o menos bien en términos generales, pero no en los detalles.
Había traído una visión, pero no la deseada. Las cuestiones eran qué había salido mal y
cuál sería la mejor forma de arreglarlo.
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Seguía trabajando una hora después cuando sonó un cadavérico carraspeo en la
puerta. Khadgar estaba tan absorto en sus pensamientos que no lo notó hasta que
Moroes carraspeó por segunda vez.
Khadgar miró a Moroes sin entender durante unos instantes, hasta que las
palabras se abrieron paso poco apoco en su mente.
¡Stormwind! pensó Khadgar, el castillo del rey Llane. ¿Qué sería tan importante
como para hacerlo ir allí? ¿Quizá un informe acerca de los orcos?
Khadgar miró sus notas. Con la noticia de que Medivh había vuelto y de que
pronto partirían, sus pensamientos habían quedado interrumpidos, y ahora su mente se
dedicaba a la nueva tarea. Miró las últimas palabras que había escrito en el pergamino.
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habitación. Tendría que ponerse ropa de viaje si iba a ir a lomos de grifo, y necesitaría
empacar su capa de conjuración buena si iba a ver a la realeza.
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CAPÍTULO SIETE
STORMWIND
H asta entonces, el edificio más grande que Khadgar había visto en su vida
era la Ciudadela Violeta, en la Isla Cruz, a las afueras de la ciudad de Dalaran. Las
majestuosas agujas y grandiosas estancias de los Kirin Tor, techadas con gruesa pizarra
del color del lapislázuli que daba su nombre a la ciudadela, habían sido motivo de
orgullo para Khadgar. En todos sus viajes por Lordaeron y Azeroth, nada, ni siquiera la
torre de Medivh, se acercaba a la ancestral grandeza de la ciudadela de los Kirin Tor.
Volaron de noche, como la vez anterior, y en esta ocasión el joven mago estaba
convencido de haber dormido mientras guiaba al grifo a través del relente nocturno.
Cualquiera que fuese el conocimiento que Medivh había puesto en su mente, seguía
funcionando, porque estaba seguro de su habilidad para guiar al depredador alado con
las rodillas, y se sentía muy a gusto. La parte de su cerebro donde residía el
conocimiento no le dolía en este momento, sino que sentía una cierta vibración, como si
el tejido mental hubiera sanado dejando una cicatriz, admitiendo el conocimiento pero
todavía reconociéndolo como algo ajeno.
Era una ciudadela de oro y plata. Bajo la luz de la mañana los muros parecían
brillar con su propia luz, pulidos como un cáliz bajo los cuidados de un sirviente. Los
techos resplandecían como hechos de plata, y por un momento Khadgar pensó que
tenían engastadas innumerables gemitas.
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esculpida en otros. Los techos de plata eran sencillamente de pizarra oscura, y lo que
había pensado que eran gemas no era más que el rocío de la mañana reflejando la luz
del sol.
Y aun así, Khadgar siguió asombrado por el tamaño de la ciudad. Tan grande
como cualquiera de las de Lordaeron, si no más, y vista desde esta altura se extendía
ante él. Contó hasta tres anillos de murallas concéntricos alrededor del castillo central, y
barreras menores que separaban diferentes barrios. Dondequiera que miraba, había más
ciudad bajo él.
Incluso ahora, en las horas del amanecer, había actividad. El humo se alzaba
desde fuegos mañaneros, y ya circulaba gente por las calles y mercados. Grandes carros
se agolpaban al exterior de las puertas principales, cargados de granjeros que se dirigían
a los limpios y ordenados campos que se extendían desde los muros de la ciudad como
una falda, alcanzando casi el horizonte.
No podía ser otro. Aquí las paredes sí que parecían estar hechas de oro, con
incrustaciones de plata alrededor de las ventanas. El techo real estaba recubierto de
pizarra azul, tan intensa y rica como el zafiro, y en su miríada de torres Khadgar podía
ver estandartes con la cabeza de león de Azeroth, el escudo de armas de la casa del rey
Llane y símbolo de esta tierra.
El complejo del castillo parecía ser una pequeña ciudad en sí mismo, con
innumerables edificios laterales, torres y pabellones. Puentes colgantes iban entre los
edificios, a distancias que Khadgar pensó imposibles sin ayuda mágica.
Quizá una estructura de este tipo sólo podía construirse con magia, pensó, y se
dio cuenta de que quizá ésta era una de las razones por las que Medivh era tan apreciado
aquí.
El mago levantó una mano y pasó sobre una torre en particular, cuya parte
superior era un parapeto plano. Medivh señaló hacia abajo; una vez, dos veces, una
tercera. Quería que Khadgar aterrizase primero.
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Echando mano de sus recuerdos artificiales, Khadgar hizo aterrizar limpiamente
al grifo. La gran bestia con cabeza de águila echó las alas hacia atrás como una gran
vela, reduciendo la velocidad hasta aterrizar delicadamente.
Khadgar desmontó de lomos del grifo y fue cálidamente saludado por el propio
Sir Lothar. El hombretón parecía aún más grande vestido con una túnica ornamentada y
una capa, rematadas por una coraza pectoral labrada y un manto de filigrana que
colgaba de su hombro.
Khadgar no esperó los comentarios de Sir Lothar, sino que saltó hacia delante,
seguido por la hueste de pajes vestidos de azul y con Sir Lothar avanzando pesadamente
tras ellos.
Para cuando llegaron junto a él, Medivh ya había desmontado y le entregaba las
riendas al primer paje.
—¡Maldito viento cruzado! —Dijo irritado el mago—. Les dije que éste era
justo el lugar equivocado para un aviario, pero aquí nadie le hace caso al mago. Buen
aterrizaje, niño —añadió como ocurrencia de última hora, mientras los sirvientes se
arremolinaban alrededor de su grifo, tratando de calmarlo.
—Med —dijo Lothar, extendiendo una mano como saludo—. Me alegro de que
hayas podido venir.
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Medivh se limitó a fruncir el ceño.
Y con eso partió el mago, hacia las escaleras laterales que se adentraban en la
torre.
—¡Cinco pisos hacia abajo, luego un puente que cruza y luego tres pisos hacia
arriba! ¡Un sitio horrible para un aviario!
—Está de buen humor —dijo Lothar—. Deja que te acompañe a las habitaciones
de los magos. Lo encontraremos allí.
—La noche pasada estaba muy alterado —dijo Khadgar a modo de disculpa—.
Se había ido, y parece ser que su llamada llegó a Karazhan poco después de su vuelta.
—Dos de los grandes hechiceros de Azeroth están muertos, con sus cuerpos
quemados más allá de toda posibilidad de identificación y los corazones arrancados del
pecho. Muertos en sus habitaciones. Y hay pruebas… —Sir Lothar dudó un momento,
como si intentara elegir las palabras adecuadas—. Hay pruebas de actividad demoníaca.
Por eso mandé al mensajero más rápido por el Magus. Quizá él pueda decirnos lo que
pasó.
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—¿Dónde están los cuerpos? —gritaba Medivh cuando Lothar y Khadgar lo
alcanzaron por fin. Estaban cerca de la cima de otra de las espiras del castillo, con la
ciudad extendiéndose ante ellos en un gran ventanal que se abría frente a la puerta.
Dichos círculos tallados sólo tenían un propósito, por lo que sabía Khadgar. El
bibliotecario de la Ciudadela Violeta siempre avisaba acerca de ellos.
—Quieres decir que no sabías si llegaría —le espetó Medivh—. Bueno, bueno.
Todavía podemos aprovechar algo. ¿Quién ha entrado en esta habitación?
—Por supuesto —dijo de forma cortante Medivh—. Tenían que estar aquí si
murieron aquí. ¿Quién más?
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El Magus cerró los ojos y murmuró unas pocas palabras en voz baja. Tanto
podría haber sido un juramento como un conjuro. Sus ojos se abrieron de par en par.
—Lord Magus.
Khadgar tomó aliento y lanzó un conjuro menor, uno que acentuaba los sentidos
y ayudaba a encontrar objetos perdidos. Era un conjuro sencillo de adivinación, uno que
había usado cientos de veces en la Ciudadela Violeta. Era especialmente bueno para
encontrar cosas que otros querían mantener ocultas.
Pero nada más entonar las primeras palabras, Khadgar pudo sentir que era
diferente. Había cierta pesadez en la magia de esta habitación. La magia solía tener una
sensación de ligereza y energía, pero ésta parecía más viscosa, casi líquida. Khadgar
nunca la había notado antes, y se preguntó si sería debida a los círculos de poder o a
poderes y conjuros de los difuntos magos.
Era una sensación pegajosa, como el aire estancado en una habitación que
hubiera estado cerrada durante años. Khadgar intentó reunir las energías, pero éstas
parecieron resistirse, seguir sus deseos con la mayor de las reluctancias.
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—Vamos, vamos —dijo—. No esperaba que lo hicieras tan bien. Buen intento.
Excelente trabajo.
—Entonces eso son buenas noticias para ti —dijo Medivh—. Está muy bien que
lo hayas sentido, y está muy bien que lo hayas aguantado. Aquí la magia ha sido
corrompida, como resultado de lo que pasó antes.
—No, no es eso —dijo Medivh—. Es algo mucho peor. Los dos magos muertos
de aquí estaban invocando demonios. Es esa mancha la que has sentido, esa pesadez en
la magia. Aquí estuvo un demonio. Eso fue lo que mató a Huglar y Hugarin, los pobres
y poderosos idiotas.
Khadgar movió la cabeza. La densa oscuridad que parecía aprisionarlo por todos
lados pareció levantarse un poco, y recuperó la compostura. Recorrió la habitación con
la mirada. Ya era una zona catastrófica. El demonio lo había destrozado todo en su
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ataque. Si había una hebra de paja de una escoba rompiendo el círculo, debería haberse
desplazado durante el ataque.
—Sí, sí, por supuesto —dijo Medivh, calmando su tono seco sólo un ápice. Se
dirigió al Campeón Real—. Bien, Anduin Lothar. ¿Cómo se encontraron los cuerpos?
—¿Boca arriba o boca abajo, señor? —dijo Khadgar, con tanta tranquilidad
como pudo. Podía sentir la gélida mirada del mago mayor—. ¿Las cabezas apuntaban
hacia el círculo o hacia la ventana?
Khadgar miró las dos marcas de quemadura entre el círculo defensivo que no
había funcionado y la ventana, y trató de pensar en ellos como cuerpos y no como
magos que una vez habían estado vivos.
—Si golpeas a alguien desde delante, se cae hacia atrás. Si golpeas a alguien por
detrás, cae hacia delante. ¿Estaba la ventana abierta cuando usted llegó?
—Sí. No. Sí, creo que sí. Pero puede que la abriera el criado. Había un hedor
espantoso; de hecho eso fue lo que atrajo la atención en un principio. Puedo preguntar.
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pie, observando el círculo mágico, y algo llegó por la ventana y los atacó por la
espalda. —Para dar más énfasis se dio una palmada en la nuca—. Cayeron hacia delante
y ardieron en esa posición.
—Una buena teoría —dijo Medivh—, pero equivocada, me temo. Para empezar,
los dos magos habrían tenido que estar ahí de pie sin mirar nada en particular, salvo que
hubieran estado mirando el círculo mágico. Por lo tanto estaban invocando un demonio.
Un círculo de este tipo no sirve para otra cosa.
—Y —siguió Medivh—, aunque eso encajaría con un solo atacante con una
cachiporra o un garrote, no encaja tan bien con las energías oscuras de los demonios. Si
la bestia exhaló fuego, pudo haber cogido de pie a los dos hombres, haberlos matado y
luego los cuerpos caer ardiendo hacia delante. ¿Dijiste que los cuerpos estaban
calcinados por delante y por detrás? —dirigió la pregunta a Lothar.
—El demonio exhala fuego. Quema la parte delantera. Huglar (o Hugarin) cae
hacia delante. Las llamas se extienden a la espalda. A menos que el demonio atacase a
Hugarin (o Huglar) por la espalda, les diera la vuelta para asegurarse de que también se
quemaba la parte delantera, y luego les diera la vuelta de nuevo. Poco probable; los
demonios no son tan metódicos.
Lothar maldijo.
—¿Estás seguro?
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—En una hora puedo tener organizados grupos de búsqueda —dijo Lothar.
—Los llevamos a una cámara fría en la bodega —dijo Lothar—. Puedo llevarte
allí.
—En los países civilizados —dijo con voz algo tensa—, los aprendices no
discuten a sus maestros. Al menos en público. —Se volvió hacia Khadgar y el joven vio
que el rostro de su maestro era una masa de nubarrones de tormenta.
—Lo siento —dijo Khadgar—. Dijiste que debía hacer preguntas, y la postura
de los cuerpos no me pareció la normal en ese momento, pero ahora que has
mencionado cómo ardieron esos cuerpos…
Medivh levantó una mano y Khadgar se cayó. Hizo una pausa y luego expulsó
aire lentamente.
El Magus miró a Khadgar, pero había una sonrisa en las comisuras de sus labios.
Khadgar, seguro de que la tormenta había pasado, se sentó en un taburete.
—Lothar…
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—He oído las leyendas —dijo Khadgar—. En los Primeros Días había demonios
en la tierra, y se alzaron grandes héroes para expulsarlos. —Pensó en la imagen de la
madre de Medivh haciendo pedazos a los demonios y enfrentándose a su señor, pero no
dijo nada. No veía la necesidad de enfadar a Medivh ahora que se había calmado.
—Historias con base real —dijo Medivh—. Pero eres un muchacho curioso.
Sabrás más, supongo.
Khadgar inclinó su cabeza pensativo, mientras escogía las palabras con cuidado.
—La Gran Oscuridad del Más Allá —dijo Medivh, entonando la frase como una
plegaria.
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—Siguen allí, o eso dice la leyenda —siguió Khadgar—. Y quieren volver.
Algunos dicen que acuden en sueños a las personas de voluntad débil y las animan a
buscar viejos conjuros y a hacer sacrificios. A veces para abrirles el camino de vuelta.
Otros dicen que quieren adoradores y sacrificios para hacer que este mundo sea como
antes, sanguinario y violento, y que sólo entonces volverán.
—¿Algo más?
—Ah, sí. “La Canción de Aegwynn”. Encontrarás ese poema en las habitaciones
de muchos magos poderosos, ya sabes.
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Khadgar sólo pudo asentir, y se preguntó si Khadgar tenía el poder de la mente.
—Los más poderosos de Azeroth —dijo Medivh—. Los mejores y más sabios
magos, consejeros mágicos del mismísimo rey Llane. ¡De confianza, sabios y sinecuras!
—Así debería haber sido —dijo Medivh—. Y sin embargo aquí estamos, en los
restos de sus habitaciones, y sus cuerpos calcinados yacen en la bodega.
—Por muchas razones —dijo Medivh con un suspiro—. La soberbia, ese falso
orgullo que precede a la caída. Exceso de confianza, en sus habilidades individuales y
duplicado por trabajar en equipo. Y supongo que, sobre todo, el miedo.
—¿Qué podría ser más poderoso que dos de los magos más avezados y cultos de
Azeroth?
—Ah —dijo Medivh, y una débil sonrisa floreció bajo su barba—. Ese soy yo.
Se mataron invocando un demonio, jugando con fuerzas que es mejor dejar en paz,
porque me temían.
—¿A ti? —dijo Khadgar, y su voz sonó más sorprendida de lo que había
pretendido. Por un momento temió volver a ofender al Magus.
—Yo —dijo luego—. Eran tontos, pero yo también tengo la culpa. Ven, chico,
Lothar puede esperar. Es hora de que te cuente la historia de los Guardianes y de la
Orden de Tirisfal, que es lo único que se interpone entre nosotros y la oscuridad.
101
CAPÍTULO OCHO
LECCIONES
—P ara comprender la Orden —dijo Medivh—, debes comprender a los
demonios. También debes comprender la magia. —Se sentó cómodamente en una de las
sillas que seguía intactas. La silla también tenía encima uno de los pocos cojines que no
habían sido desgarrados.
Medivh bajó la vista para mirarse el pecho, y Khadgar temió haberse arriesgado
a otro estallido de furia del mago. Pero el archimago se limitó a negar con la cabeza y
sonreír.
—Y cuanto antes pueda acabar, antes sabré que puedo confiarte la información
y antes podré ir a encargarme de este demonio, así que si de verdad quieres que vaya
deberías dejarme acabar, ¿de acuerdo? —Medivh dedicó al joven mago una áspera
sonrisa de complicidad.
102
Khadgar abrió la boca para protestar, pero cambió de idea. Se sentó en el amplio
alfeizar del ventanal abierto. A pesar de los esfuerzos de los sirvientes por retirar los
cuerpos de la torre, el hedor de su muerte, un vaho corrosivo, seguía pesando en el aire.
—Un campo ambiental de energía que impregna el mundo —dijo Khadgar casi
sin pensar. Era un catecismo, una respuesta sencilla para una pregunta sencilla—. Es
más fuerte en algunos sitios que en otros, pero es omnipresente.
—Sí, así es —dijo el mago de más edad—, al menos ahora. Pero imagina un
tiempo en el que no lo fue.
—La magia es universal —dijo Khadgar, sabiendo tan pronto como lo dijo que
le iban a demostrar que no era así—. Como el aire o el agua.
—Sí, como el agua —dijo Medivh—. Ahora imagina un tiempo al inicio de las
cosas, cuando toda el agua del mundo estaba en un sitio. Toda la lluvia, los ríos, los
mares y los arroyos, las cataratas, los torrentes y las lágrimas, todo en un mismo sitio,
un pozo.
103
—El señor de la Legión Ardiente era poderoso y sutil, y trabajó para corromper
a los primeros magos, los kaldorei. Tuvo éxito, porque una oscura sombra cayó sobre
sus corazones y esclavizaron a otras razas, los nacientes humanos y otras más, para
construir un imperio —Medivh suspiró—. Pero incluso en esos tiempos de esclavismo
kaldorei había aquéllos con más visión que sus hermanos, aquellos que estaban
dispuestos a hablar en contra de los kaldorei y pagar el precio de su visión. Estos
valientes individuos, tanto kaldorei como de otras razas, veían cómo los corazones de
los kaldorei gobernantes se hacían fríos y oscuros, y el poder demoníaco crecía. Así
sucedió que los kaldorei fueron corrompidos por Sargeras tanto que casi condenaron
este mundo en su nacimiento. Los kaldorei ignoraron a los que hablaban contra ellos, y
abrieron el camino para que los demonios más poderosos, Sargeras y los suyos,
invadieran el mundo. Sólo con las heroicas acciones de unos pocos se pudo cerrar el
portal resplandeciente a través de la Gran Oscuridad, exiliando a Sargeras y a sus
seguidores. Pero la victoria tuvo un alto coste. El Pozo de la Eternidad explotó cuando
se cerró el portal, y la explosión resultante le arrancó el corazón al mundo, destruyendo
las tierras kaldorei y el continente en el que se asentaban. Los que cerraron el puente
nunca volvieron a ser vistos por los ojos de los vivos.
—¡Es una vieja leyenda de Lordaeron! Una vez hubo una raza maligna que jugó
estúpidamente con un gran poder. Como castigo por sus pecados, sus tierras fueron
destruidas y hundidas bajo las olas. Se llama la Caída del Mundo. Sus tierras se
llamaban Kalimdor.
104
—Muchos perecieron en el hundimiento de Kalimdor, pero algunos
sobrevivieron y se llevaron su saber con ellos. Algunos de esos kaldorei supervivientes
fundaron la Orden de Tirisfal. Si Tirisfal fue una persona, un sitio, una cosa o un
concepto, ni yo puedo decirlo. Recogieron el conocimiento de lo que había sucedido y
juraron impedir que volviera a suceder, y ésos son los cimientos de la orden. La raza
humana también sobrevivió a esos días oscuros, y prosperó, y pronto, con la energía
mágica entrelazada con el tejido el mundo, ellos también estuvieron llamando a las
puertas de la realidad, empezando a invocar criaturas de la Gran Oscuridad, fisgando en
las puertas cerradas de la prisión de Sargeras. Entonces fue cuando los kaldorei que
habían sobrevivido y cambiado aparecieron con la historia de cómo sus ancestros casi
habían destruido el mundo. Los primeros magos humanos consideraron lo que los
kaldorei supervivientes había dicho, y se dieron cuenta de que aunque ellos renunciaran
a sus varitas, grimorios y códigos, siempre habría otros que, inocentemente o no,
buscarían formas para permitir a los demonios acceder de nuevo a nuestras verdes
tierras. Así que ellos continuaron la Orden, ahora como una sociedad secreta entre los
magos más poderosos. Esta Orden de Tirisfal escogería a uno de sus miembros, que
serviría como Guardián del Tirisfal. A este Guardián se le otorgarían los más grandes
poderes, y sería el guardián de las puertas de la realidad. Pero ahora la puerta no era un
solo gran pozo de energía, sino una lluvia infinita que sigue cayendo aún hoy. No es
nada menos que la más pesada responsabilidad del mundo.
—Sí —dijo Medivh—. Soy el hijo de la más grande Guardiana de todos los
tiempos, y su poder me fue otorgado poco después de mi nacimiento. Fue… demasiado
para mí, y pagué por ello con un buen pedazo de mi juventud.
—Pero has dicho que los magos elegían entre ellos —dijo Khadgar—. ¿No
podía Magna Aegwynn haber elegido a un candidato mayor? ¿Por qué elegir a un niño,
y en concreto su hijo?
106
Khadgar se quedó sentado allí un momento. Entonces Medivh se levantó y se
echó hacia atrás la melena.
—Como has indicado tan acertadamente, hay un demonio suelto —dijo Medivh
con una sonrisa renovada—. Que suene el cuerno del cazador. ¡Debo encontrarlo antes
de que recupere las fuerzas y mate a otros!
Khadgar se levantó.
—También necesito que te quedes aquí y mantengas los oídos abiertos —dijo
Medivh en voz más baja—. No dudo que el viejo Lothar ha pasado los últimos diez
minutos con la oreja pegada a la puerta, de forma que ahora tendrá una marca con forma
de cerradura estampada en un lado de la cara. —Medivh sonrió—. Sabe mucho, pero no
lo sabe todo. Por eso tengo que decírtelo, para que no te lo sonsaque. Necesito que
alguien guarde al Guardián.
Khadgar miró a Medivh y el mago mayor guiñó un ojo. Luego el Magus avanzó
a grandes zancadas hacia la puerta y la abrió con un rápido movimiento. Lothar no cayó
dentro de la habitación, pero estaba allí, justo al otro lado. Podía haber estado
escuchando. O simplemente montando guardia.
107
—Su majestad entenderá perfectamente —dijo Medivh pasando como una
exhalación junto al hombretón—, que prefiera encontrarme con un demonio suelto que
con el líder de una nación. Prioridades, y tal. Mientras tanto ¿me cuidarías al aprendiz?
Lo dijo todo sin respirar, y se fue, atravesando el pasillo y bajando las escaleras,
dejando a Lothar a media frase.
El viejo guerrero se frotó la calva con una manaza, y dejó escapar un suspiro
exagerado. Entonces miró a Khadgar y emitió otro, aún más profundo.
—Sí —dijo Lothar—. Y la mayoría de ellas las he hecho mientras hablabas con
Medivh. Su majestad el rey Llane se encuentra en sus habitaciones, como la mayoría de
los cortesanos, bajo vigilancia por si el demonio hubiera decidido esconderse en el
castillo. También tengo agentes recorriendo la ciudad, con órdenes de informar si ven
algo sospechoso y de evitar parecer sospechosos ellos mismos. La última cosa que
necesitamos es una ola de pánico por el demonio. Ya he echado todos mis anzuelos,
ahora sólo me queda esperar. —Miró al joven—. Y mis lugartenientes saben que estaré
en este balcón, porque de todas formas yo siempre almuerzo tarde.
Khadgar reflexionó sobre las palabras de Lothar, y pensó que el Campeón Real
se parecía mucho a Medivh; no sólo iba siempre unos pasos por delante sino que se
deleitaba en explicar a los demás cómo había planeado las cosas. El aprendiz tomó una
tajada de pechuga mientras Lothar se lanzó por un muslo.
No, decidió. Medivh se valía de lealtades y amistades que eran más viejas que
Khadgar. Tenía que encontrar otra forma de responder. Suspiró.
Lothar asintió.
—No hay ofensa, milord —dijo Khadgar pensando en los magos muertos de la
habitación de la torre—. Ha preguntado cómo es. Es todas esas cosas.
Y te preocupa, igual que preocupa a los demás magos, pensó Khadgar, pero en
vez de eso dijo otra cosa.
109
—Habla bien de usted.
—Sólo —Khadgar escogió sus palabras con cuidado—, que lo cuidastes bien
cuando estuvo enfermo.
—Me alegro de que se dé cuenta —dijo Lothar con la boca llena. Hubo una
pausa entre los dos, y Lothar masticó y tragó—. ¿Ha mencionado al Guardián?
—Y no es tarea del aprendiz discutir los asuntos del maestro, ¿eh? —dijo Lothar
con una sonrisa que parecía un ápice demasiado forzada—. Vamos, eres de Dalaran. Ese
nido de víboras mágicas tiene más secretos por metro cuadrado que cualquier otro lugar
del continente. Sin ánimo de ofender, otra vez.
—He notado —dijo diplomáticamente—, que hay una rivalidad menos obvia
entre los magos de aquí que entre los de Lordaeron.
—Y me vas a decir que tus maestros te mandaron sin una lista de la compra de
cosas que tenías que sacarle al gran Magus. —La sonrisa de Lothar se agrandó, y
pareció casi comprensiva.
Khadgar sintió el rostro algo acalorado. Los disparos del guerrero se acercaban
cada vez más al blanco.
—Hmmmf —resopló Lothar—. Eso quiere decir que no le han pedido lo bueno.
Sé que los magos de por aquí, incluyendo a Huglar y Hugarin, que los santos se apiaden
de sus almas, siempre lo estaban incordiando, pidiéndole esto o aquello, y quejándose
ante su majestad o ante mí si no lo conseguían. ¡Cómo si nosotros tuviéramos algún
control sobre él!
110
—No creo que nadie lo tenga —respondió Khadgar, ahogando en la cerveza
cualquier comentario adicional que se le hubiera ocurrido.
—Ni siquiera su madre, por lo que sé —dijo Lothar. Fue un leve comentario,
pero se clavó como una puñalada. Khadgar se encontró deseando preguntarle a Lothar
más acerca de ella, pero se contuvo.
—Me temo que soy demasiado joven para saberlo —dijo—. He leído algo
acerca de ella. Parece que era una maga muy poderosa.
—Al contrario, chico, me preocupa que no sea lo bastante poderoso. Hay cosas
horribles vagando por el reino. Esos orcos que viste hace un mes se están multiplicando
como conejos tras la lluvia. Y los trolls, que estaban casi extinguidos, se están viendo
cada vez más. Y Medivh está por ahí cazando un demonio mientras hablamos. Llegan
malos tiempos y espero, no, rezo para que esté a la altura. Estuvimos veintitantos años
sin un Guardián, mientras él estuvo en coma. No quiero pasar otros veinte,
especialmente en un momento como éste.
Khadgar se sintió al borde del abismo. Medivh le había dicho que no le contara
demasiado al Campeón, pero Lothar parecía saber tanto como Khadgar. Incluso más.
Lothar habló tranquilamente.
111
—No mandaríamos buscar a Medivh por un sencillo asunto de una conjuración
fallida. Ni por dos conjuradores cualquiera que fuesen atrapados por sus propios
conjuros. Huglar y Hugarin eran dos de los mejores, dos de los más poderosos. Había
otra, incluso más poderosa, pero tuvo un accidente hace dos meses. Los tres, creo, eran
miembros de la orden.
—¿Crees que el Lord Magus está en peligro? —preguntó Khadgar. Los deseos
de no decirle nada a Lothar estaban siendo erosionados por la obvia preocupación del
viejo guerrero.
—Yo creo que Medivh es la encarnación del peligro —dijo Lothar—. Y admiro
a cualquiera dispuesto a compartir techo con él. —Sonaba como una broma, pero el
Campeón Real no sonrió—. Pero sí, hay algo ahí afuera, y puede que esté relacionado
con los demonios, los orcos o con algo mucho peor. Y no me gustaría que perdiéramos
nuestra arma más poderosa en un momento como éste.
112
Khadgar miró a Lothar, intentando leer las arrugas del rostro del hombre.
¿Estaba el viejo guerrero preocupado por su amigo o por la pérdida de una defensa
mágica? ¿Se preocupaba por la seguridad de Medivh, sólo en las tierras salvajes, o
porque hubiera algo cazándolos? Su rostro parecía una máscara, y sus ojos azul marino
no daban ninguna pista de lo que Lothar estaba pensando realmente.
—Sabía que eres hombre de costumbres, Lothar —dijo Medivh—. ¡Sabía que
estarías aquí tomando el té de la tarde! —El Magus les regaló una sonrisa cálida, pero
Khadgar notó que había cierto balanceo, casi de borracho, en su forma de andar.
Medivh mantenía un brazo a la espalda, ocultando algo.
La bola roja giró mientras volaba, salpicando los últimos restos de sangre y
cerebro que le quedaban antes de aterrizar a los pies de Lothar. Era el cráneo de un
demonio con la carne aún adherida a él. Tenía un gran pincho, como el de una gran
hacha, clavado en el centro, entre los dos cuernos. La expresión del demonio, pensó
Khadgar, era a la vez de pavor e indignación.
113
—Puede que quieras que te lo disequen —dijo Medivh irguiéndose tan alto
como era—. Tuve que quemar el resto, por supuesto. Ni pensar en lo que podrían hacer
los inexpertos con algo de sangre de demonio.
Khadgar vio que el rostro de Medivh estaba más demacrado que antes, y que las
arrugas que tenía alrededor de los ojos eran más prominentes. Puede que Lothar también
se diera cuenta.
—¡Juego de niños! —Dijo Medivh—. Una vez que el Joven Confianza aquí
presente señaló cómo había huido, fue muy sencillo seguirle el rastro desde la base de la
torre hasta una pequeña escarpadura. Acabó antes de que me diera cuenta. Y también de
que se diera cuenta él. —El Magus se balanceó ligeramente.
—Entonces, ven —dijo Lothar con una cálida sonrisa—. Deberíamos decírselo
al rey. ¡Habrá celebraciones en tu honor por esto, Med!
—¡Pues sí! —dijo Medivh, siguiendo la corriente de forma inmediata—. Con las
prisas por venir me había olvidado. Deberíamos apresurarnos. —El Magus se dio la
vuelta y le gritó a la reunión de cortesanos—. ¡Preparen nuestras monturas! Partimos
enseguida. —Los sirvientes se dispersaron como una bandada de codornices. Medivh se
volvió hacia Lothar—. Por supuesto, presentarás mis disculpas a Su Majestad.
Lothar tomó el cráneo con cuernos de carnero en una mano y pasó junto a
Medivh, conduciéndolos hacia la torre. Cuando lo adelantó, el Magus pareció
114
deshincharse, como si se le escapara el aire. Parecía más cansado que antes, más gris
que momentos antes. Dejó escapar un pesado suspiro y se dirigió hacia la puerta.
Khadgar corrió tras él y lo tomó por el codo. Fue un leve toque, pero el mago de
más edad se irguió súbitamente, retrocediendo como si reaccionara ante un puñetazo. Se
giró hacia Khadgar, y sus ojos parecieron cubrirse de niebla durante un momento
mientras miraba al joven mago.
—Tú vas a tener que encabezar la marcha hacia Karazhan —le dijo Medivh a
Khadgar, lo bastante alto para que lo oyeran todos los que estaban cerca—. ¡La vida en
la gran ciudad es agotadora, y ahora me vendría bien una siesta!
115
CAPÍTULO NUEVE
EL SUEÑO DEL MAGO
—E sto es muy importante —dijo Medivh, tambaleándose ligeramente
mientras desmontaba de lomos del grifo. Tenía un aspecto macilento, y Khadgar supuso
que el combate con el demonio había sido peor de lo que había dado a entender—. Voy
a estar… no disponible durante algunos días. Si llega algún mensajero durante ese
tiempo, quiero que te encargues de la correspondencia.
—El pergamino del que Guzbah quería una copia —dijo Khadgar, que ahora
observaba con atención al mago mientras bajaba las escaleras trabajosamente ante él.
116
Khadgar empezó a decir que lo entendía, pero Medivh seguía adelante a toda
velocidad, como si su necesidad de explicarlo fuera muy urgente.
—Comprendo.
—¿Qué debo hacer una vez que descifre el mensaje? —preguntó Khadgar.
—¡Eso es! —Dijo Medivh, como si una conexión vital se hubiera establecido de
repente en su cerebro—. Pierde tiempo. Primero pierde tiempo. Un día o dos, puede que
para entonces ya pueda encargarme yo. Luego pon excusas. He salido por algún asunto,
volveré en cualquier momento. Usa la misma clave del mensaje recibido, pero asegúrate
de indicarla en la fecha. Si todo lo demás falla, delega. Dile al quien sea que use su
propio criterio, que yo prestaré la ayuda que pueda tan pronto como me sea posible.
Siempre les encanta eso. No les digas que estoy indispuesto; la última vez que lo
mencioné, una horda de presuntos clérigos llegó para atender mis necesidades. Todavía
faltan cubiertos de plata de aquella pequeña visita.
—¿Cómo lo derrotaste?
Khadgar parpadeó.
—¿He dicho que necesitara una espada? Ya es suficiente. Más preguntas cuando
esté preparado para ellas. —Y con eso entró en la habitación y el siempre fiel Moroes
cerró la puerta ante Khadgar.
El último sonido que oyó el joven fue el gruñido exhausto de un anciano que al
fin había encontrado donde descansar.
118
tiempo. El avistamiento de una tromba marina, una tortuga gigante o una marea roja.
Bocetos de fauna que para el observador serían nuevos, pero que estaban mejor
representados en los bestiarios de la biblioteca.
Khadgar empezó a leerle las cartas al mago mientras éste dormía, recitando en
voz alta los fragmentos más interesantes o graciosos. El Magus no dio repuesta alguna
de aprobación, pero tampoco se lo prohibió.
Esto último cambiaba en los mensajes más recientes (no tenían fecha, pero
Khadgar empezó a determinar el momento al que correspondían por el amarilleo del
pergamino y la progresiva subida de tono de las peticiones y los consejos). El tono se
hizo más amable con la repentina aparición de los orcos, en especial cuando empezaron
a atacar caravanas, pero el flujo de demandas a Medivh se mantuvo, e incluso aumentó.
Khadgar miró al anciano que yacía en la cama y se preguntó qué mosca le habría
picado para ayudar a aquella gente, y hacerlo regularmente.
A fines de la tercera semana llegaron dos cartas una tarde con un mercader
ambulante, una con el sello púrpura y la otra con el sello rojo y dirigida al propio
Khadgar. Las dos venían de la Ciudadela Violeta de los Kirin Tor.
120
prestado), la devolución de dicha correspondencia, dinero, información o libros le sería
muy agradecida. Sírvase mandarlo a la dirección abajo indicada”. Una serie de números
y un garabato perezoso y casi ilegible marcaban el fin de la carta.
La carta seguía, y las palabras mantenían un tono frío y analítico que a Khadgar
le pareció excesivo. El que la había escrito hacía notar que ésta era la séptima muerte de
un mago en la Ciudadela Violeta durante el último año, incluyendo la del archimago
Arrexis. Y seguía haciendo hincapié en que ésta era la primera muerte de este tipo en la
cual la víctima no era miembro de la orden. El que la había escrito quería saber si
Medivh había estado en contacto con Guzbah, fuera directamente o a través de su
aprendiz (Khadgar tuvo un momento de déjà vu cuando vio su nombre escrito). El autor
desconocido se aventuraba a especular que puesto que no era miembro de la Orden,
Guzbah podía ser el responsable de la invocación de la bestia por algún otro motivo, y
que, si éste era el caso, Medivh debería estar al tanto de que Khadgar había sido
aprendiz de Guzbah durante algún tiempo.
Khadgar negó con la cabeza y respiró hondo. No, esas especulaciones eran
inútiles y sólo estaban motivadas por su propia indignación, como tantos de los
politiqueos de los Kirin Tor. La ira se desvaneció en tristeza cuando se dio cuenta de
que los poderosos magos de la Ciudadela Violeta eran incapaces de detener esto, que
121
siete magos (seis de ellos miembros de ésta supuestamente secreta y poderosa Orden)
habían muerto, y todo lo que podía hacer el autor era dar palos de ciego con la
esperanza de que no hubiera más muertes. Khadgar pensó en la actuación rápida y
decidida de Medivh en el castillo de Stormwind, y se preguntó por qué no habría otro
con la misma astucia, voluntad e inteligencia dentro de su propia comunidad.
Una brisa errante e inesperada pasó por allí. Los pelos de la nuca de Khadgar
empezaron a erizarse, y levantó la mirada justo a tiempo de ver a la figura manifestarse
en la habitación.
Primero hubo humo, rojo como la sangre, brotando burbujeante de algún agujero
en el universo. Se retorcía y arremolinaba como la leche mezclándose con el agua,
formando rápidamente una masa convulsa, de la que salió la amenazadora silueta de un
gran demonio.
Su forma era más pequeña que cuando Khadgar lo había visto antes, en los
campos nevados de una visión perdida en el tiempo. Se había reducido para caber en los
confines de la habitación. Su carne seguía siendo de bronce, su armadura de hierro
negro como el azabache, y su barba y su pelo de fuego vivo, enormes cuernos que
surgían de una inmensa frente. Estaba desarmado, pero no parecía necesitar armas,
puesto que se movía con la cómoda gracilidad de un depredador que no teme a nada.
Sargeras.
122
Khadgar contuvo la respiración y recorrió la mesa de trabajo con la mirada.
Unos cuantos libros, la vela encendida con un espejo para reflejar la luz. Un abrecartas
que usaba para los sellos púrpuras. El joven mago alargó la mano lentamente para
tomarlo, tratando de moverse sin atraer la atención del gran demonio. Sus dedos se
aferraron a él, y los nudillos se le pusieron en blanco.
Y Sargeras seguía a los pies de la cama. Pasó un largo rato, y Khadgar trató de
forzarse a moverse, ya fuera para huir o para atacar. Sintió los músculos agarrotados.
El demonio levantó la vista, y fue un gesto lento, perezoso, como si el propio ser
estuviese dormido, o sumergido en aguas profundas. Observó al joven que le embestía,
con la mano extendida en un torpe ataque con una daga corta pero afilada.
—¿Qué haces en el suelo, niño? —Dijo Medivh—. Moroes podría haberte traído
un catre.
123
—¿Un demonio? No creo. Espera. —El Magus cerró los ojos y asintió—. No,
las defensas siguen en su sitio. Haría falta más que una siesta para que se quedasen sin
energía. ¿Qué viste?
—Creo que ha sido otra de tus visiones —dijo al fin—. Un fragmento de tiempo
desprendido y desplazado que ha caído en la torre, pero se ha desvanecido enseguida.
—El demonio que has descrito ya no existe, al menos no en este mundo —dijo
Medivh—. Murió antes de que yo naciera, enterrado muy por debajo del mar. Tu visión
ha sido de Sargeras, de “La Canción de Aegwynn”. Tienes aquí los pergaminos.
¿Descifrando mensajes? Sí. Quizá eso fue lo que llamó a ese espectro perdido en el
tiempo a mis habitaciones. No deberías estar trabajando aquí mientras duermo. —
Frunció levemente el ceño, como si estuviera tratando de decidir si tenía que estar más
enfadado o no.
—Lo siento, pensé… ¿pensé que sería mejor no dejarte solo? —Khadgar lo dijo
como una pregunta, y acabó sonando como un tonto.
Medivh emitió una risita y dejó que una sonrisa se aposentara en sus curtidos
rasgos.
—Así que van a echarle las culpas a Guzbah hasta que destripen al próximo
pobre estúpido. —Agitó la cabeza—. La Fiesta de los Escribas. Eso fue antes de que
murieran Huglar y Hugarin.
124
—Como una semana y media antes —dijo Khadgar—. Tiempo suficiente para
que un demonio volara de Dalaran hasta el castillo de Stormwind.
—Parece que esos orcos se están volviendo mucho más numerosos y peligrosos
—dijo Khadgar—. Lothar dice que están pasando de los saqueos de caravanas a atacar
asentamientos. Asentamientos pequeños, pero constantemente hay más gente que va a
Stormwind y a las otras ciudades como resultado de esto.
125
CAPÍTULO DIEZ
EL EMISARIO
C on la recuperación de Medivh las cosas volvieron a la normalidad, al
menos tan normales como podían ser las cosas en presencia del Magus. Cuando éste se
ausentaba, Khadgar se quedaba con instrucciones para practicar sus habilidades
mágicas, y cuando Medivh residía en la torre se esperaba que el joven mago demostrara
dichas habilidades en cuanto se lo pidieran.
Khadgar se adaptó bien y se sentía como si su poder fuera un traje dos tallas más
grande, y ahora él estuviera creciendo para que le quedara bien. Ahora podía controlar
el fuego a voluntad, invocar al rayo sin que el cielo estuviera nublado y hacer que
objetos pequeños se movieran por la mesa con una orden mental. También aprendió
otros conjuros: los que permitían saber cómo y cuándo había muerto un hombre a partir
de un solo hueso de sus restos, cómo hacer brotar la niebla del suelo y cómo dejar
mensajes mágicos para que otros los encontraran. Aprendió a restaurar los estragos del
tiempo en los objetos inanimados, reforzando las sillas viejas, y su reverso, extraer la
juventud de una rama recién cortada hasta dejarla polvorienta y frágil. Aprendió la
naturaleza de las defensas mágicas, y se le confió el mantenerlas intactas. Estudió los
libros sobre demonios, aunque Medivh no permitía que se invocaran en su torre. Esta
última orden Khadgar no sentía deseos de romperla.
Medivh estaba ausente durante breves periodos del día aquí, o unos pocos días
allá. Siempre dejaba instrucciones, pero nunca daba explicaciones. A su regreso, el
Guardián parecía macilento y agotado, y ponía a prueba a Khadgar para comprobar el
dominio del joven sobre su arte y le hacía detallar las noticias que habían llegado
durante su ausencia. Pero su descanso comatoso no volvió a repetirse, así que Khadgar
supuso que, fuera lo que fuese que estaba haciendo el maestro, no implicaba demonios.
Una tarde, en la biblioteca, Khadgar oyó ruidos provenientes de abajo, del patio
y los establos. Gritos, llamadas y respuestas en un tono bajo e ininteligible. Para cuando
llegó a una ventana desde la que se dominaba esa parte de la torre, un grupo de jinetes
abandonaba el recinto amurallado del castillo.
126
Khadgar frunció el ceño. ¿Eran más suplicantes expulsados por Moroes o
mensajeros que traían malas noticias para su maestro? Khadgar bajó para enterarse.
Sólo pudo echar un breve vistazo al recién llegado; el destello de una capa negra
entrando en una habitación de huéspedes en uno de los pisos bajos de la torre. Moroes
estaba allí, vela en mano, anteojeras en posición, y mientras Khadgar descendía los
últimos peldaños pudo oír al senescal:
—¿Un huésped? —preguntó el joven mientas intentaba ver si había alguna pista
del recién llegado. Sólo una puerta cerrada lo saludó.
127
lentamente, sólo para ver la espalda de una capa negra entrando en el laboratorio del
Guardián.
Khadgar hojeó las notas y sonrió. Luego tomó los viales de gemas pulverizadas
y se dirigió hacia abajo, poniendo pisos de por medio entre él y la cámara de audiencias
de Medivh, hacia uno de los comedores abandonados.
Dos pisos más abajo era perfecto. Una habitación de forma elíptica con
chimeneas a ambos extremos, la mesa sacada para ser usada en alguna otra parte y las
sillas apoyadas en la pared frente a la puerta. El suelo era de mármol blanco viejo y
agrietado, pero limpio por el incansable trabajo y la energía de Moroes.
Entró en el círculo, pronunció las palabras que se debían pronunciar, hizo los
movimientos manuales en perfecta armonía y desencadenó la energía de su mente.
Sintió esa liberación como algo vinculado a su mente y a su alma, y llamó a la magia.
Inmediatamente supo que el conjuro había ido mal. No demasiado, ya que las
matrices mágicas no se habían colapsado, sino un pequeño fallo. Quizá las defensas
funcionaban contra él y habían desviado su visión a otro lugar, a otra escena.
128
Varias pistas le indicaron que no había dado en el clavo. Primero, ahora era de
día. Segundo, hacía calor. Y, por último, el sitio le resultaba familiar.
Ante Khadgar había puesta una pequeña mesa con platos de porcelana blanca
decorados en oro, y cuchillos y tenedores del mismo metal precioso. Unos cuencos de
cristal contenían frutas frescas e inmaculadas, y el rocío de la mañana aún se aferraba a
los hoyuelos de las fresas. Khadgar sintió cómo el estómago le gruñía ante la visión.
—Ah, estás despierta —dijo en una voz que a Khadgar le sonó familiar.
Por un instante, Khadgar pensó que esta visión podía verlo, pero no. El hombre
se dirigía a alguien que había tras él. Se dio la vuelta y vio a Aegwynn, tan juvenil y
bella como había sido en el campo nevado. (¿Era antes de esa fecha? ¿Después? Por su
aspecto no podía decirlo). Llevaba una capa blanca con el forro verde, pero ahora hecha
de seda y no de piel, y sus pies no estaban cubiertos por botas sino por sencillas
sandalias blancas. Llevaba el pelo rubio recogido por una diadema de plata.
—Nielas… —empezó.
129
—Primero el desayuno —dijo el mago Nielas—. Mira lo que un conjurador de
la corte puede tener listo a primera hora de la mañana. Estas fresas fueron recogidas de
los jardines reales hace no más de una hora.
—¿Te vas? ¿Tan pronto? ¿Antes del desayuno? Quiero decir, pensé que
tendríamos ocasión de charlas algo más.
—Me voy —dijo Aegwynn—. Tengo cosas que hacer, y poco tiempo para las
cortesías de la mañana después.
—Pensé que después de esta noche querrías quedarte algún tiempo en el castillo,
en Stormwind. —Parpadeó hacia la mujer—. ¿No?
—Pero pensé —tartamudeó el mago Nielas, pero Aegwynn negó con la cabeza.
—Tú, Nielas Aran, eres un idiota —se limitó a decir Aegwynn—. Eres uno de
los hechiceros más poderosos de la Orden de Tirisfal, y aun así sigues siendo un idiota.
Eso dice algo acerca del resto de la Orden.
Nielas Aran se ofendió. Intentó parecer encolerizado, pero sólo pareció sufrir
una pataleta.
—¡Espera un momento…!
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—Seguramente no pensaste que fueron tus encantos naturales los que me
trajeron hasta tu dormitorio, ni que tu ingenio y sentido del humor me distrajeron de
nuestra conversación sobre los ritos de conjuración. Seguramente te das cuenta de que
no puedes impresionarme con tu posición de conjurador de la corte como a una pastora
de cualquier aldea. Y seguramente te das cuenta de que la seducción funciona en ambos
sentidos. No eres tan idiota. ¿O sí, Nielas Aran?
—Soy tan vieja como muchas dinastías, y superé mis indulgencias juveniles a
principios de mi primer siglo. Sabía perfectamente lo que hacía cuando vine a tu
habitación esta noche.
131
romántico real en ti. Y consuélate con esto: de todos los magos, brujos, conjuradores y
hechiceros, tú eras el que tenía más potencial. Tu semilla fortalecerá y protegerá a mi
hijo y lo convertirá en el recipiente de mi poder. Y cuando haya nacido y ya haya sido
destetado, tú incluso lo criarás, aquí, porque yo sé que seguirá mi camino, y que la
orden no querrá dejar pasar esa oportunidad de influenciarlo.
—Adiós, Nielas Aran —dijo Aegwynn—. Ha estado… bien. —Y con eso se dio
la vuelta y salió de la habitación.
Khadgar se giró de repente, pero todo lo que pudo vislumbrar fue la provocadora
espalda de una capa negra. El Emisario lo estaba espiando. Ya era bastante malo que lo
mandasen lejos cada vez que Medivh se encontraba con el extraño, ¡y ahora al Emisario
se le permitía moverse por el castillo y lo estaba espiando!
132
lo perdería. Khadgar bajó los últimos cuatro escalones de una vez, y saltó hacia delante
para agarrar a la figura embozada por el brazo.
—El Magus querrá saber qué estás espiando… —empezó a decir, pero las
palabras murieron en su boca cuando la capa se abrió y descubrió al Emisario.
Iba vestida con ropas de viaje de cuero, con unas botas altas, pantalones negros
y una blusa de seda negra. Era musculosa, y a Khadgar no le quedó duda alguna de que
había cabalgado el camino entero hasta aquí. Pero su piel era verde y, cuando la
capucha cayó, reveló un rostro orco de mandíbula ancha y colmillos prominentes. Unas
altas orejas verdes surgían de una masa de pelo azabache.
Nunca tuvo la posibilidad de acabar. Nada más abrir la boca, la mujer orco le
lanzó una patada circular, levantando la pierna hasta la altura del pecho. Su rodilla
apartó la mano de Khadgar, desviando su puntería. Su bota le dio en el lado de la cara,
haciéndolo retroceder.
133
—¡Moroes! —Gritó Khadgar—. ¡Vete! ¡Trae al Magus! ¡Tenemos un orco en
la torre!
Moroes no se movió, en su lugar miró a la mujer orco con sus ojos afables
enmarcados por las anteojeras.
—El Emisario. Un huésped del Magus —dijo Moroes—. Venía por ti. El Magus
quiere verte —añadió afable.
—Cuando veas al Magus, ¿le vas a decir que has estado fisgando?
—No quiere verla a ella —corrigió Moroes—. Quiere verte a ti, aprendiz.
***
—¡Es una orco! —dijo Khadgar, en un tono más alto y más brusco de lo que
había pretendido.
—De hecho una semiorco —dijo Medivh. Estaba inclinado sobre su banco de
trabajo, trasteando un aparato dorado, un astrolabio. —Supongo que su tierra natal tiene
humanos, o casi humanos, o al menos los tuvo hasta no hace mucho. Pásame el calibre,
aprendiz.
—¿Te refieres a los orcos? —Algunos sí, eso es cierto —dijo Medivh
tranquilamente. Y a ti también. Garona no estaba en ese grupo. No creo que estuviera,
de cualquier modo. Está aquí como representante de su gente. O al menos de parte de su
gente.
134
Garona, así que la maldita tiene nombre, pensó Khadgar, pero no fue lo que
dijo.
—Fuimos atacados por los orcos. Yo tuve una visión de un ataque de los orcos.
He estado leyendo comunicados de todo Azeroth que hablan de incursiones y de ataques
orcos. Cada una de las menciones de los orcos habla de su crueldad y su violencia.
Parece haber más de ellos cada día. Son una raza salvaje y peligrosa.
—Es una orco. Es peligrosa. Y le has dado libertad de movimiento por la torre.
—Es una semiorco. Dada la situación y sus inclinaciones es más o menos tan
peligrosa como tú. Y es mi huésped y se le debería otorgar todo el respeto de un
huésped. Espero esto de ti por lo que respecta a mis huéspedes, Joven Confianza.
Khadgar se mantuvo en silencio unos instantes, y luego intentó una nueva vía de
aproximación.
—Ella es el Emisario.
—Sí.
—De uno o más de los clanes que actualmente habitan la Ciénaga Negra —dijo
Medivh—. Todavía no estoy seguro de cuáles. No hemos llegado tan lejos.
—Se ha presentado como representante de algunos de los clanes orcos que están
realizando incursiones por Azeroth en la actualidad. Si este asunto va a resolverse de
algún modo que no sea mediante el fuego y la espada, entonces alguien tiene que
empezar a parlamentar. Y aquí es un sitio tan bueno como cualquier otro. Y, por cierto,
135
ésta es mi torre, no la nuestra. Aquí eres mi estudiante, mi aprendiz, y estás aquí por
capricho mío. Y como mi estudiante y mi aprendiz espero que mantengas una mente
abierta.
—Señor, creo que esta Garona es una espía —dijo—. Creo que está aquí para
aprender todo lo que pueda, para que puedan usarlo contra ti más tarde.
—Habló la vaca y dijo Mu, joven mago. ¿O es que has olvidado la lista de cosas
que tus maestros de los Kirin Tor querían que me sacaras cuando llegaste a Karazhan?
136
CAPÍTULO ONCE
GARONA
V olvió a su biblioteca (bueno, a la de Medivh) y se la encontró fisgando
entre sus notas. Inmediatamente sintió crecer la furia en su interior, pero el dolor de sus
golpes y de la reprimenda de Medivh mantuvieron controlada su ira.
—Fisgar, creo que lo llamabas así. ¿O era espiar? —Levantó la vista y lo miró
con el ceño fruncido—. De hecho, estoy intentando comprender lo que haces aquí.
Como las notas estaban por ahí encima… espero que no te importe.
—Últimas palabras célebres —dijo Khadgar—. ¿Hay algo aquí con lo que pueda
ayudarte, o sólo estas fisgando en general a ver lo que sacas?
—Me han dicho que tienes un libro acerca de los reyes de Azeroth —dijo ella—.
Me gustaría consultarlo.
137
—Sí, sorprendentemente sé leer —respondió Garona rápida e irónicamente—. A
lo largo de los años he adquirido numerosos talentos.
Garona desapareció entre los estantes, y Khadgar aprovechó para recoger sus
notas de encima de la mesa. Tendría que guardarlas en otro sitio si la orco tenía libertad
de movimientos por la torre. Menos mal que no era correspondencia de la Orden;
incluso a Medivh le daría un ataque si ella se hiciera con “La Canción de Aegwynn”.
Sus ojos fueron hasta la estantería donde se guardaba el pergamino que se usaba
como clave. Desde donde él estaba, parecía que no lo habían tocado. Ahora mismo no
hacía falta montar una escena, pero también tendría que trasladarlo.
Garona volvió con un inmenso volumen en la mano, y levantó una poblada ceja
en señal de interrogación.
—Los idiomas humanos tienen… muchas palabras —dijo ella, mientras dejaba
el tomo en el espacio vacío que anteriormente habían ocupado las notas de Khadgar.
—Eso es porque siempre tenemos algo que decir —respondió Khadgar tratando
de sonreír. ¿Tendrían libros los orcos?, se preguntaba. ¿Leerían? Por supuesto, tenían
magos. ¿Pero significaba eso que tuvieran conocimientos reales?
—Espero no haber sido demasiado dura contigo antes, en el pasillo. —Su tono
no era muy sincero, y Khadgar estaba seguro de que habría preferido verlo escupir
algún diente. Probablemente esto era lo que pasaba por una disculpa entre los orcos.
Garona se sentó y empezó a hojear el texto. Khadgar se dio cuenta de que movía
los labios al leer, y de que inmediatamente se había dirigido hacia el final del libro,
hasta los añadidos más recientes acerca del reinado del rey Llane.
Ahora, lejos del calor de la lucha, podía ver que Garona no era un orco normal
como los que había combatido antes. Era esbelta y de musculatura proporcionada, a
diferencia de los toscos y deformes brutos con los que había luchado donde la caravana.
Su piel era más suave, casi humana, y de una tonalidad de verde más clara que el jade
de los orcos. Sus colmillos eran un poco más pequeños, y sus ojos algo más grandes,
más expresivos que las duras bolas escarlatas de los guerreros orcos. Se preguntó cuánto
138
de esto vendría por su herencia humana y cuánto por ser hembra. Se preguntó si alguno
de los orcos con los que había combatido antes era hembra. No era obvio, y en aquellos
momentos no había sentido deseo alguno de comprobarlo.
—Así que eres una emisaria —dijo por fin. Intentaba mantener sus palabras en
un tono desenfadado e informal—. Me hablaron de tu llegada.
La semiorco asintió, pero se concentró en las palabras que tenía ante ella.
—Es decir —dijo—. Si eres “El Emisario”, eso quiere decir que alguien te da las
órdenes, que alguien tira de tus hilos, alguien ante quien debes responder. ¿A quién
representas?
Garona cerró el libro (Khadgar sintió una pequeña victoria al haberla distraído
de su tarea).
—Quiero decir, ¿todo el mundo está de acuerdo en todo? ¿Está la gente siempre
de acuerdo con lo que quieren sus amos o sus superiores? —dijo Garona. La dureza de
sus ojos se desvaneció sólo un poco.
139
—Apenas —respondió Khadgar—. Una de las razones para que haya tantos
libros es que cada uno tiene su opinión, y eso los que saben leer y escribir.
—Pues comprende que también hay diferencias de opinión entre los orcos
—dijo Garona—. La Horda está compuesta de varios clanes, todos los cuales tienen sus
propios jefes y caudillos. Todos los orcos pertenecen a un clan. La mayoría de los orcos
son leales a su clan y a sus caudillos.
—La tierra natal de los orcos es un sitio duro —dijo Garona—, y sólo
sobreviven los más fuertes y los mejor organizados. No son más que lo que su tierra ha
hecho de ellos.
Khadgar pensó en la desolada tierra de cielos rojos que había visto en la visión.
Entonces, era la patria de los orcos. Un territorio baldío en otra dimensión. Pero ¿cómo
habían llegado hasta aquí? En vez de eso preguntó:
—Pero has dicho que toda tu gente pertenece a un clan —dijo Khadgar.
—He dicho todos los orcos —dijo Garona. Cuando Khadgar la miró sin
entender, ella levantó la mano—. Mira aquí. ¿Qué ves?
—¿Humana u orco?
—Un orco diría que es una mano humana; demasiado delgada para ser
realmente útil. Sin el suficiente músculo para sostener un hacha o aplastar un cráneo
como hay que hacerlo. Demasiado pálida, demasiado débil y demasiado fea. —Garona
bajó la mano y miró al joven mago con el entrecejo fruncido—. Tú ves las partes de mí
140
que son orcas. Mis superiores orcos, y todos los demás orcos, ven las partes de mí que
son humanas. Soy ambas cosas y ninguna, y ambas partes me consideran inferior.
Khadgar abrió la boca para rebatirla, pero se lo pensó dos veces y se mantuvo
callado. Su primera reacción había sido atacar al orco que se había encontrado en el
pasillo, no ver el humano que era huésped de Medivh. Asintió.
—Me aprovecho de ello —dijo Garona—. Puedo moverme entre los clanes con
más facilidad. Como soy una criatura inferior, se supone que no estoy buscando siempre
una ventaja para mi clan. Como no le gusto a nadie, no discrimino entre unos y otros.
Algunos caudillos encuentran eso tranquilizador. Me convierte en mejor negociadora y,
antes de que lo digas, en mejor espía. Pero es mejor no tener lealtades que tener
lealtades enfrentadas.
Khadgar pensó en el discursito de Medivh sobre sus lealtades hacia los Kirin
Tor.
—Si dijera que a Gizbah el Poderoso, ¿qué dirías? O quizá estoy en una misión
para Morgax el Gris o Hikapik el Desangrador. ¿Significaría eso algo para ti?
141
—Por supuesto, eso funciona en ambos sentidos —dijo Khadgar, y Garona cerró
el libro con un suspiro de exasperación—. Quiero decir, que nosotros también tenemos
que saber más acerca de los orcos si vamos a hacer otra cosa que no sea combatirlos. Si
hablas en serio de la paz.
—Su criado dijo que aquí había visiones. Fantasmas. ¿Esto es una de ellas? —
Garona también se levantó.
Khadgar quiso decir que no, que las visiones solían abarcar toda una zona,
transportándote a un nuevo lugar, pero en vez de eso se limitó a negar con la cabeza.
142
La bestia estaba aferrada a la puerta, olfateando el aire. Los ojos de la criatura
resplandecían con llamaradas. ¿Era ciega esta bestia y sólo podía detectar mediante el
olfato? ¿O es que estaba detectando algo nuevo en el aire, un perfume inesperado?
—Sube a lo alto de la torre —dijo Khadgar en voz baja—. Tenemos que avisar a
Medivh. —Por el rabillo del ojo pudo ver que Garona le asentía, pero que sus ojos no se
apartaban de la bestia. Una gota de sudor recorría su largo cuello. Se echó un paso al
lado.
Otra cosa lo agarró y tiró de él para apartarlo del camino. Olió un almizcle de
canela y oyó una maldición gutural mientras lo arrancaban de la trayectoria del demonio
que venía saltando. La bestia atravesó el espacio que hasta hacía unos momentos había
ocupado el aprendiz, y emitió su propio grito. Un largo desgarrón había aparecido a lo
largo del costado izquierdo de la criatura, y estaba supurando sangre ardiente.
Garona soltó a Khadgar de su abrazo (un abrazo débil y humano, pero suficiente
para sacarle el aire de los pulmones). El aprendiz se dio cuenta de que en la otra mano
Garona sostenía un cuchillo de hoja larga, manchado de escarlata por el primer golpe, y
Khadgar se preguntó dónde lo habría escondido mientras discutían.
143
grimorio. Khadgar vio que había una línea de sangre ardiente a lo largo del costado
derecho de la criatura. Garona había golpeado por segunda vez.
—¿Y que pasa si me quiere a mí? —respondió Garona, y por primera vez
Khadgar oyó un matiz de miedo en su voz.
—Pero tú…
Khadgar corrió hacia la izquierda y, como temía, el demonio fue tras él. En vez
de ir hacia la puerta, Garona corrió hacia la derecha y empezó a escalar la estantería más
alejada.
—No hay tiempo —respondió Garona mientras seguía trepando—. Mira a ver si
lo puedes entretener en uno de esos pasillos.
Por tercera vez invocó el poder del rayo místico. Ahora la criatura estaba cerca y
le estalló en la cara, pero aparte de iluminar su expresión divertida no le hizo nada.
Khadgar olió su fuerte olor a quemado, y oyó un grave chasquido en la garganta de la
bestia. ¿Risa?
144
—¡Prepárate para correr! —gritó Garona, desde algún lugar a su derecha y
arriba.
—¡Corre! —gritó ella, y empujó con los pies. La semiorco se había encaramado
a la parte superior de las estanterías, y ahora las estaba tirando, haciéndolas caer como
gigantescas fichas de dominó. Retumbó el trueno cuando cada estantería cayó sobre su
vecina, derramando volúmenes y aplastándolo todo a su paso.
La última estantería golpeó contra la pared y se hizo astillas por la fuerza del
impacto que la había tirado al suelo. Garona se bajó de su posición elevada, que ahora
se tambaleaba, con el cuchillo de hoja larga desenvainado. Trató de ver a través de la
polvareda que se había levantado.
—¿Khadgar…? —dijo.
Khadgar señaló hasta el borde de lo que sólo segundos antes había sido el fin de
la fila de estanterías. Ahora el piso inferior al completo era una ruina de estanterías
destrozadas y volúmenes arruinados. Saliendo de entre los restos del desastre había un
brazo musculoso y retorcido hecho de llamas mortecinas y sombras. Sus garras de
hierro ya estaban enrojecidas del óxido y la sangre caliente encharcaba el suelo. Su
mano extendida estaba apenas a treinta centímetros de donde se encontraba Khadgar.
—Te hubiera hecho trizas antes de que hubiera subido dos tramos de la escalera
—protestó la semiorco—. ¿Y quién hubiera tenido entonces que darle explicaciones al
Viejo?
145
Garona asintió mostrando que estaba de acuerdo.
—Debería haber bajado. Hemos hecho bastante ruido como para levantar a los
muertos.
—No ha sido una visión, maestro —dijo Khadgar—. Era un demonio, del tipo
con el que combatiste en el castillo de Stormwind. Algo ha traspasado las defensas y
nos ha atacado.
—¿Otra vez que algo ha atravesado mis defensas? Ridículo. —Cerró los ojos y
trazó un símbolo en el aire—. No, no falta nada y ninguna de las defensas ha saltado. Tú
estás aquí, Cocinas está en la cocina y Moroes está en el pasillo fuera de la biblioteca
ahora mismo.
146
Khadgar y Garona intercambiaron una mirada.
Sin embargo, cuando llegaron a la biblioteca Moroes estaba allí de pie, escoba y
recogedor en mano, observando los daños. Levantó la mirada, algo desorientado,
cuando entraron los dos magos y la semiorco.
Khadgar anduvo hasta el sitio de donde había sobresalido la mano del demonio,
pero ahora todo lo que quedaba era una de las estanterías aplastada contra el suelo. No
había ni sangre.
—Estaba aquí —dijo Garona, tan sorprendida como Khadgar—. Entró y nos
atacó. —Agarró un borde de la estantería y trató de levantarla, pero el inmenso mueble
de roble era demasiado pesado para ella—. Los dos lo vimos —dijo tras un momento de
forcejeo.
—Vieron una visión —dijo severo Medivh—. ¿Es que no te lo advirtió Moroes?
—Maestro, nos atacó —dijo Khadgar—. Lo herí con mis propios conjuros. El
emisario lo hirió, dos veces.
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—Hmmmf —gruñó el Magus—. Lo más probable es que la cosa se les fuera de
las manos, e hicieron casi todo el daño ustedes mismos. Hay marcas frescas en la mesa.
¿Del demonio?
—O quizá de tus propios rayos místicos, lanzados por ahí como si estuvieras
jugando a las canicas en las calles de Stormwind. —Medivh negó con la cabeza.
—Sin duda algunos libros —dijo el mago—. No, si hubiera habido un demonio,
su cuerpo aún seguiría aquí. A menos que alguien lo haya limpiado. ¿Moroes, tienes por
casualidad un demonio en el recogedor?
—No te preocupes, pero déjales tus herramientas a estos dos. —Se dirigió hacia
el joven mago y la semiorco—. Espero que se lleven bien. Ante esto, les ha tocado
arreglar la biblioteca. Joven Confianza, has traicionado tu nombre, así que ahora debes
dar una compensación.
Khadgar recorrió con la mirada el desastre que había a su alrededor. Allí hacía
falta algo más que una escoba. Las estanterías estaban caídas y en un par de sitios se
habían hecho pedazos, y los libros estaban desparramados, algunos con los lomos rotos
y con las cubiertas desgarradas. ¿Podía haber sido una visión perdida en el tiempo?
—Lo que nos ha atacado no ha sido una ilusión —dijo Garona malhumorada.
148
CAPÍTULO DOCE
LA VIDA EN TIEMPOS
DE GUERRA
S ólo llevó varios días poner de nuevo la biblioteca en orden. Casi
todos los libros desperdigados estaban al menos cerca de donde tenían que estar, y los
ejemplares más raros, más mágicos y con trampas estaban en la balconada superior y no
habían sido afectados por el jaleo. No obstante, reconstruir algunas de las estanterías
llevó su tiempo, y Garona y Khadgar convirtieron los establos abandonados en un
improvisado taller de carpintería, e intentaron restaurar (y en algunos casos sustituir) las
estanterías destrozadas.
Del demonio no había quedado ni rastro, excepto los daños. Las marcas de
garras seguían en la mesa, y las páginas de El Linaje de los Reyes de Azeroth estaban
muy dañadas y desgarradas, como por unas enormes mandíbulas. Y sin embargo no
había ningún cuerpo, ninguna sangre, ningún resto que dejar a los pies de Medivh.
—Algo rescató el cuerpo —dijo Garona—. La misma persona que lo hizo entrar
lo hizo salir.
149
—Quizás tu magia no, la magia que has aprendido —dijo Garona—. Otra gente
puede tener otra magia. Los viejos chamanes de los orcos tienen una forma de hacer
magia, los brujos que lanzan conjuros tienen otra. Quizá es un conjuro del que nunca
has oído hablar.
—No —se limitó a decir Khadgar—. Habría dejado alguna clase de rastro. Un
poco del conjurador tras de sí. Alguna energía residual que yo hubiera podido sentir,
incluso aunque no pudiera identificarla. Los únicos conjuradores que han actuado en la
torre hemos sido yo y el Magus. Eso lo sé por mis propios conjuros. Y comprobé las
defensas. Medivh estaba en lo cierto, todas estaban funcionando. Nadie debería haber
podido colarse en la torre, ni mágicamente ni de otra forma.
—Pero en esta torre pasan cosas raras, ¿cierto? ¿Podría ser que esas reglas no se
aplicaran aquí?
El clan conocido como Blackrock parecía englobar otro buen trozo de la Horda,
y su jefe era Blackhand, quien como principal argumento para ostentar el liderazgo
esgrimía su capacidad para aplastar a cualquier otro que quisiera el título. Un grupo del
clan Blackrock se había escindido, se habían arrancado todos un diente, y se hacían
llamar clan Black Tooth Grin. Qué gente tan encantadora.
Khadgar tomó las notas que pudo y las reunió en un informe para Lothar. Cada
vez llegaba un volumen más elevado de comunicados de todo Azeroth, y ahora parecía
que la Horda se estaba expandiendo en todas direcciones desde la Ciénaga Negra. Los
orcos que hace un año habían sido considerados simples rumores ahora eran
omnipresentes, y el castillo de Stormwind se estaba movilizando para enfrentarse a la
amenaza. Khadgar le ocultó a Garona las noticias que iban de mal en peor, pero le
comunicó a Lothar hasta el último detalle que pudo averiguar, incluso las rivalidades
entre los clanes y sus colores favoritos (el clan Blackrock, por ejemplo, prefería el rojo
por algún motivo).
151
—¿Siempre es así? —preguntó ella.
—Sí, pero cuando lo vi por primera vez, parecía vivo, comprometido y positivo.
Ahora parece más…
—¿Distraído?
—Los orcos no son demonios —dijo Medivh—. Son de carne y hueso, y por
ello deben ser preocupación para los guerreros, no para los magos.
—Los mensajes son bastante desesperados —dijo Khadgar—. Parece que las
tierras circundantes a la Ciénaga Negra están siendo abandonadas, y los refugiados
huyen hacia Stormwind y otras ciudades de Azeroth. Lo están pasando mal.
152
—Estoy tan cansado de preocuparme por todo… ¿Cuándo podré preocuparme
por mí mismo?
***
—Los orcos han atacado Stormwind —dijo Khadgar. Habían pasado tres
semanas. Dejó la carta en la mesa, entre él y Garona.
La semiorco miró fijamente el sobre con el sello rojo como si fuera una
serpiente venenosa.
—Esta vez los orcos fueron rechazados —dijo Khadgar—. Hechos retroceder
por las tropas de Llane antes de que llegaran a las puertas. Por las descripciones parece
que fueron los clanes Bleeding Hollow de Kilrogg y Twiligh’s Hammer. Aparentemente
hubo una descoordinación entre las fuerzas principales.
—El Twilight’s Hammer nunca debería haber sido usado para asaltar una plaza
fuerte. Lo más posible es que Kilrogg estuviera intentando diezmar a un rival, y usara
Stormwind como su yunque.
—Como los humanos —hizo un gesto a la pila de libros que había en la mesa de
estudio—. En tus historias hay continuas justificaciones para todo tipo de actos
infernales. Pretensiones de nobleza, herencia y honor para encubrir el genocidio, el
asesinato y la masacre. Al menos la Horda es sincera en su ambición de poder. Creo que
no hubiera podido ayudarlos.
153
Eso lo sabes por nuestras charlas. También sabes que retrocederán, se reagruparán,
matarán a algunos líderes y volverán con más gente.
Khadgar pensó que mantenía el rostro impasible, pero la emisaria de los orcos
sonrió ampliamente.
—Yo —dijo Khadgar—. A menos que seas mejor maga que yo.
Garona lo ignoró.
—El que me mandó aquí, quien me ordenó que viniera, es un brujo llamado
Gul’dan. Conjurador. El líder de los Stormreavers. Muy influyente en la Horda. Muy
interesado en los magos de tu mundo.
—Y los orcos tienen la tendencia a atacar primero los objetivos más grandes
—dijo Khadgar.
—Gul’dan dijo que Medivh era especial. Qué conjuro secreto o qué meditación
alimentada por hierbas usó para llegar a esa conclusión, lo ignoro. —Garona evitó la
mirada de Khadgar—. Me encontré varias veces con Medivh ahí fuera, y luego
154
acordamos que vendría aquí a la torre como emisario. Se suponía que debía
intercambiar información básica e informar a Gul’dan de todo lo que pudiera acerca de
las habilidades de Medivh. Así que estuviste en lo cierto desde el principio. Yo estaba
aquí como espía.
Garona asintió.
—Al principio pensé que estaba siendo pomposo, seguro de su poder, como
algunos caudillos orcos que he conocido. Pero hay algo más. Es como si él hubiera
sentido que al darme la información, eso me cambiaría, y yo no traicionaría su
confianza.
—Sip. Me hizo sentir humana. Y llevaba mucho, mucho tiempo sin sentirme
humana. El Viejo, el Magus Medivh, parece tener un sueño de algo más que una fuerza
combatiendo a otra por el dominio. Con su poder nos podía haber destruido a todos,
155
pero no lo ha hecho. Pienso que cree en algo mejor. Y yo también quiero creer en su
sueño.
156
—No sé nada de los despliegues de tropas —dijo Garona—. He estado aquí,
espiándote. ¿Te acuerdas?
—Cierto. Pero también sé que has hablado de su mundo de origen. ¿Cómo han
llegado aquí desde allí? ¿Fue algún conjuro?
—¿Has hablado con otros orcos? ¿Prisioneros quizás? No sabía que los
humanos tomaran prisioneros orcos.
—No, una visión —dijo Khadgar. El recuerdo parecía tener media vida—.
Como la que viste cuando nos encontramos por primera vez. Fue la primera vez que vi
orcos. Recuerdo que había un número ingente de ellos.
—Tus visiones posiblemente revelan más de lo que tú dices, pero te haces una
idea. Los orcos son fecundos, y son normales las camadas grandes porque muchos
mueren antes de alcanzar la edad de guerrero. Es una vida dura, y sólo los fuertes, los
poderosos y los listos sobreviven. Yo estaba en el tercer grupo, pero seguía siendo casi
una marginada, sobreviviendo lo mejor que podía en la periferia del clan. En ese
momento los Stormreavers, al menos cuando llegó la orden.
—¿La orden?
157
más endurecidos temían el espacio que había entre los pilares, pero los caudillos y sus
lugartenientes hicieron vehementes discursos sobre lo que se podía encontrar al otro
lado. Un mundo de riqueza, un mundo de abundancia. Un mundo de criaturas blandas
que serían fácilmente dominadas. Todo esto prometieron. Algunos siguieron
resistiéndose. A unos los mataron y a otros los obligaron a cruzar con hachas apoyadas
en la espalda. A mí me cogieron con un gran grupo de trabajadores y me hicieron
atravesar el espacio entre los pilares. —Garona se calló un instante—. Se llama el Vacío
Abisal y, a la vez fue instantáneo y eterno. Parecí caer para siempre, y cuando salí a la
extraña luz, estaba en un enloquecido nuevo mundo.
—Tras la promesa del paraíso, la Ciénaga Negra tuvo que ser todo un desengaño
—añadió Khadgar.
—Fue una conmoción. Recuerdo que se me encogió el corazón nada más ver
este hostil cielo azul. Y la tierra, cubierta de vegetación hasta donde abarcaba la vista.
Algunos no pudieron soportarlo y enloquecieron. Muchos se unieron a los Burning
Blade, los orcos del caos que se agolpan bajo su estandarte de color naranja chillón.
—Garona se frotó la mejilla—. Temí, pero sobreviví. Y descubrí que mi naturaleza
mestiza me daba cierta percepción acerca de los humanos. Formaba parte de un grupo
que le tendió una emboscada a Medivh. Mató a todos los demás, pero a mí me dejó viva
y me mandó de vuelta con un mensaje para el brujo Gul’dan. Y tras algún tiempo,
Gul’dan me envió como espía, pero descubrí que tenía… dificultades para traicionar los
secretos del Viejo.
Khadgar parpadeó.
—¿Yo?
—Tus visiones —dijo Garona—. Pareces ser capaz de invocar a los fantasmas
del pasado, incluso de lugares muy lejanos. Cuando te vi por primera vez invocaste una
visión de la madre de Medivh. ¿Era Stormwind donde estábamos?
—Sí —dijo Khadgar—. Y por eso sigo creyendo que el demonio de la biblioteca
era real: no había fondo en la visión.
158
—Pero puedes llamar esas visiones. Puedes invocar el momento cuando se creó
la grieta. Puedes descubrir quién trajo los orcos a Azeroth.
Hubo un cambio de presión, en el peso mismo del aire que los envolvía. Hacía
calor y era de noche, pero el cielo nocturno al otro lado de la ventana (porque ahora
había una ventana en la habitación) era rojo oscuro, del color de la sangre vieja,
coagulada, y sólo unas pocas y débiles estrellas perforaban el velo.
—Gul’dan.
Khadgar asintió.
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—No debería verte —dijo.
Así que éste era el brujo que había mandado a Garona a espiar. Parecía tan de
fiar como una moneda de oro doblada. Por el momento, se envolvió en sus pieles y
habló.
—Sigo pudiendo verte —dijo—. Aunque creo estar despierto. Quizá estoy
soñando que estoy despierto. Ven, criatura de los sueños.
Garona se aferró al hombro de Khadgar, y éste pudo sentir cómo sus afiladas
uñas se le clavaban en la carne. Pero Gul’dan no les hablaba a ellos. Un nuevo espectro
apareció a la vista.
Era alto y ancho de hombros, más alto que cualquiera de los otros tres. Era
translúcido, como si tampoco perteneciera aquí. Iba encapuchado y su voz sonaba
aflautada y distante. Aunque la única fuente de luz era el brasero, la figura proyectaba
dos sombras: una en dirección opuesta a las llamas y la otra a un lado, como si le diera
la luz de una fuente diferente.
—Me temes —dijo la alta figura, y ante el sonido de su voz Khadgar sintió
cómo un escalofrío le recorría la espalda—, porque no me comprendes. Contempla mi
mundo y comprende tu miedo. Entonces no temerás más.
Y con eso la alta figura moldeó una bola a partir del aire, tan ligera y
transparente como una pompa de jabón. Flotaba, medía unos treinta centímetros de
diámetro y en su interior mostraba una meseta de una tierra con el cielo azul y campos
verdes.
Luego vino otra burbuja, luego otra, y luego una cuarta. Los campos de cereal
bañados por el sol en verano. Los pantanos de la Ciénaga Negra. Los campos nevados
del norte. Las brillantes torres del castillo de Stormwind.
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Y una burbuja que contenía una torre solitaria asentada en el interior de un anillo
de colinas, iluminada por la clara luz de la luna. Le estaba enseñando Karazhan al
hechicero orco.
Y hubo otra burbuja, una efímera, que mostró una oscura escena muy por debajo
de las olas. Pareció ser un pensamiento pasajero, uno que fue rápidamente descartado.
Pero Khadgar captó la sensación de poder. Había una tumba bajo las olas, una cripta,
una que bullía con poder como el latido de un corazón. Estuvo ahí por un instante, y
luego se fue.
—Reúne tus fuerzas —dijo la figura de la capa—. Reúne tus ejércitos, tus
guerreros, tus trabajadores y tus aliados, y prepáralos para un viaje a través del Vacío
Abisal. Prepáralos bien, porque todo esto será tuyo cuando triunfes.
—Lo haré, porque tu poder es supremo. ¿Pero quién eres en realidad y cómo
llegaremos a este mundo?
—Yo soy el Guardián —le dijo Medivh al brujo orco—. Yo te abriré el camino.
Haré pedazos el ciclo y seré libre.
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CAPÍTULO TRECE
LA SEGUNDA SOMBRA
—¡N o! —gritó Khadgar, y la visión se evaporó al instante. De nuevo
—Puede ser —dijo Khadgar. Sentía el estómago como si fuera una serpiente
anudada que se estuviera desenroscando bajo su piel. Su mente ya estaba elucubrando, y
aunque deseaba fervientemente negarlo, ya conocía el resultado.
—No —dijo Garona lúgubre—. Debe de ser un fallo. Una visión falsa. Fuimos a
buscar una cosa y encontramos otra. Dijiste que ya ha pasado antes.
—No así —dijo Khadgar—. Puede que no se nos muestre lo que queremos, pero
siempre se nos muestra la verdad.
—No parecía él —dijo Garona—. Quizá era una ilusión, alguna falsificación
mágica. No parecía él.
162
—Pero era como si otra persona vistiera esa cara —dijo Garona—. Algo falso.
Como si fuera un traje o una armadura que alguien llevara puesta.
—Puede que fuera un truco. Puede que fuera él. Podía estar engañando a ese
orco, convenciéndolo para que viniera aquí. ¿Podría ser una visión del futuro?
—No. Ése era Gul’dan. Ya está aquí. Él nos hizo cruzar el portal. Eso era el
pasado, su primer encuentro. ¿Pero para qué querría Medivh traer los orcos a Azeroth?
—Eso explicaría por qué no ha hecho demasiado por oponerse a ellos —dijo
Khadgar. Agitó la cabeza, tratando de desatascar los pensamientos que tenía alojados
allí. De repente había muchas cosas que empezaban a tener sentido. Extrañas
desapariciones. Poco interés en el creciente número de orcos. Incluso haber traído un
semiorco al castillo.
—Tenemos que descubrirlo —se limitó a decir—. Tenemos que descubrir por
qué estaba allí. Qué estaba haciendo. Es el Guardián, no deberíamos condenarlo por una
sola visión.
Khadgar abrió la boca para responder, pero otra voz resonó en el pasillo.
—¿Qué es todo este barullo? —dijo Medivh torciendo la esquina que daba a la
entrada del comedor.
163
—¿Qué están organizando, chiquillos? —dijo el Magus, frunciendo su canoso
ceño.
Khadgar luchó por encontrar una respuesta, pero fue Garona la que habló.
Su voz era comedida y comprensiva, pero firme. La voz severa del sabio mentor.
Khadgar dio un paso al frente, pero Garona lo agarró por el brazo.
—Sombras —siseó.
Nadie se movió.
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—¿Por qué visitaste en sueños al orco Gul’dan? —Dijo Khadgar sintiendo cómo
se le hacía un nudo en la garganta—. ¿Por qué mostraste a los orcos cómo venir a este
mundo?
—No sabía que Gul’dan te hubiera hablado de mí. No me pareció que fuera tan
poco inteligente, ni un bocazas.
Garona dio un paso atrás, y esta vez fue Khadgar quien la retuvo.
—¿Por qué mostraste a los orcos cómo venir aquí? —repitió Khadgar.
—¿Por qué trajiste a los orcos a Azeroth? —insistió Khadgar, ahora suplicando.
—Eso no es asunto tuyo, niño. ¡Vendrás aquí! ¡Ahora! —El rostro del Magus
estaba lívido y desencajado.
—Con todo respeto, señor —dijo Khadgar, y sintió sus propias palabras como si
fueran puñaladas—, no, no iré.
—¿Pero por qué si sólo afecta a los demonios? A menos… —Garona miró a
Khadgar—. No —dijo—. ¿Podrá contenerlo el círculo?
165
—¿Es esto lo que le hiciste a Huglar y Hugarin? —Le gritó al Magus—. ¿Y a
Guzbah? ¿Y a los otros? ¿Descubrieron la verdad?
—Estaban más lejos de la verdad que tú, hijo —dijo el mago bañado en luz con
los dientes apretados—. Pero tenía que ser cuidadoso. Perdoné tu curiosidad por tu
juventud, y pensé que la lealtad… —gruñó cuando las defensas mágicas se le
resistieron—, que la lealtad aún importaba en este mundo.
Y entonces a Khadgar se le cayó el alma a los pies, porque se dio cuenta de que
lo que estaba viendo era otra imagen superpuesta a la del querido mago. La imagen que
pertenecía a la segunda sombra.
—Es el Guardián de Tirisfal —dijo Khadgar—. Puede hacer lo que quiera. Sólo
necesita tiempo.
—¡Intenta algo!
Ante ellos entre el humo se cernía la figura de Medivh, ahora más alto y
envuelto en las chispas. Calmándose, atrajo las energías mágicas hacia sí. Repitió los
movimientos que había hecho sólo minutos antes, y entonó las palabras ajenas a los
166
hombres mortales, y cuando hubo comprimido las energías en una sola bola de luz, la
liberó.
—¡Tráeme una visión —dijo Khadgar— de alguien que haya combatido antes a
esta bestia!
—Madre, no ves bien las cosas —se defendió el Medivh del pasado.
—Responde —le espetó Aegwynn severamente—. ¿Por qué has traído a los
orcos a Azeroth?
—No es raro que se picase tanto cuando le preguntaste eso —dijo Garona.
Khadgar la hizo callar y siguió observando al Medivh del presente. Había dejado de
presionar contra las paredes de la defensa mágica, y su rostro parecía haber perdido toda
emoción.
167
asaltado caravanas cerca la Ciénaga Negra. Un novato podría rastrear tu portal, pero
sólo tu madre podría reconocer el poder que lo envolvía. De nuevo, hijo, ¿qué
explicaciones tienes que darme?
Aegwynn contuvo la energía, pero Khadgar se dio cuenta de que había tenido
que levantar ambas manos y había reculado un poco.
—¿Pero por qué has traído los orcos a Azeroth? —Siseó la anciana—. No había
necesidad. Estás poniendo poblaciones enteras en peligro. ¿Y para qué?
—Para romper el ciclo, por supuesto —dijo el Medivh del pasado—. Para
romper el universo mecánico que has construido para mí. Cada cosa en su sitio, tu hijo
incluido. Si tú no podías seguir como Guardián, lo haría tu sucesor designado,
concebido y criado, pero quedaría tan preso de este guión como el resto de tus peones.
El Medivh del presente cayó de rodillas, con la mirada fija en la imagen que
había ante él. Pronunciaba las palabras que había dicho su antiguo yo.
168
—Pero el riesgo, hijo… —dijo Aegwynn.
—Estás jugando con fuerzas más grandes que tú, hijo mío —dijo Aegwynn.
Khadgar y Garona ya estaban casi en la puerta, pero el Medivh del presente estaba
absorto en la visión.
—Oh, por supuesto —replicó gruñendo el Magus del pasado—. Pensar que yo
podría manejar poderes como ésos sería un pecado de soberbia. Como pensar que
podrías enfrentarte a un señor de los demonios y prevalecer.
Ya estaban detrás de Medivh, y Garona fue a echar mano del cuchillo que
llevaba debajo de la blusa. Khadgar detuvo su mano y le dijo que no con la cabeza. Se
escurrieron tras Medivh. En los ojos del anciano empezaban a formarse lágrimas.
—No —dijo su versión del pasado—. Nunca he sido tu hijo. Al menos nunca he
sido verdaderamente tuyo.
Y el Magus del pasado rió. Fue una risa grave y tronante que Khadgar había
oído antes, en las estepas heladas la última vez que estos dos habían combatido.
169
—¿Sargeras? —escupió, al reconocerlo finalmente—. Yo te maté.
—Sí, madre querida —dijo el Medivh del pasado, mientras las llamas lamían su
barba y el humo formaba cuernos en su frente. Era Medivh, pero también Sargeras—.
Me escondí en tu vientre y pasé a las durmientes células de tu hijo nonato. Un cáncer,
una aflicción, un defecto de nacimiento que tú nunca sospecharías. Matarte era
imposible; seducirte; poco probable. Así que me convertí en tu heredero.
Aegwynn gritó una maldición y levantó las manos, moldeando su ira en palabras
que no estaban hechas para la voz humana. Un rayo de centelleante energía irisada
golpeó de lleno en el pecho de la criatura que era Medivh/Sargeras.
El fantasma del pasado reculó un paso, luego otro y luego levantó una mano y
atrapó la energía dirigida contra él. La habitación apestó a carne quemada y
Sargeras/Medivh gruñó y escupió. Invocó uno de sus propios conjuros y Aegwynn salió
despedida a través de la habitación.
—No puedo matarte, madre —le espetó la forma demoníaca—. Una parte de mí
me impide hacerlo. Pero te quebraré. Te quebraré y te desterraré, y para cuando te hayas
recuperado, para cuando hayas vuelto de donde voy a mandarte, esta tierra será mía.
¡Esta tierra y el poder de la Orden de Tirisfal!
Garona pasó como una exhalación junto al senescal, pero Khadgar agarró al
anciano.
170
—El maestro se ha vuelto loco —le dijo.
—Yo lo haré —dijo Khadgar tomando el objeto de sus manos y partiendo a toda
prisa tras Garona—. Vendrá por nosotros, pero más vale que tú corras también. Toma a
Cocinas y huyan tan lejos como puedan.
—¿Huir? —dijo Moroes a la figura del aprendiz que se alejaba; luego resopló—.
¿Y a dónde iba a ir?
171
CAPÍTULO CATORCE
HUIDA
L levaban recorridos varios kilómetros cuando el grifo empezó a
Habían ido a buena velocidad, pero ahora el grifo empezaba a rebelarse, tratando
de zafarse de las riendas, tratando de volver a las montañas. Khadgar intentó dominar a
la bestia, mantenerla en el rumbo, pero cada vez estaba más agitada.
Khadgar luchó con las riendas, incluso probó el silbato, pero al final tuvo que
admitir su derrota. Hizo descender al grifo sobre un cerro bajo y pelado y desmontó
después que Garona. Tan pronto como él hubo tocado el suelo, el grifo volvió a
levantarse, batiendo las alas contra el cielo que se oscurecía, volando para responder a la
llamada de su amo.
—No lo sé —dijo Khadgar—. Pero no quiero estar aquí si lo hace. Iremos hacia
Stormwind.
172
cielo, y antes del amanecer la pareja descansó brevemente, acurrucada bajo un gran
cedro.
No vieron a nadie vivo en todo el día siguiente. Había casas quemadas hasta los
cimientos, y montones de tierra removida que marcaban familias completas enterradas.
Los carromatos volcados y destrozados eran comunes, al igual que grandes pilas de
cenizas. Garona indicó que así era como se ocupaban los orcos de sus muertos, después
de saquear los cadáveres.
Los únicos animales que vieron estaban muertos: unos cerdos destripados junto
a una granja saqueada y los restos esqueléticos de un caballo, devorado excepto por la
cabeza horrorizada y retorcida. Avanzaban en silencio de una granja arrasada a otra.
—Ésa es la costumbre orca —asintió Garona—. No dejan nada en pie que sus
enemigos puedan usar contra ellos. Si no le encuentran un uso inmediato, como comida,
alojamiento o botín, entonces le prenden fuego. Las fronteras de los clanes orcos suelen
ser lugares baldíos, puesto que los clanes tratan de negarles recursos a los demás.
—Esto no son recursos —dijo enfadado—, son vidas. Esta tierra fue una vez
verde y frondosa, con campos y bosques. Ahora es una desolación. ¡Mira esto! ¿Puede
haber alguna paz entre humanos y orcos?
Garona no dijo nada. Ese día continuaron en silencio, y acamparon en las ruinas
de una posada. Durmieron en habitaciones separadas, él en los restos del salón principal
y ella más atrás, en la cocina. Él no sugirió que se quedaran juntos, ni ella tampoco.
El joven mago se extrajo de la pila de paja húmeda por la lluvia que le había
servido de cama, y sus articulaciones protestaron. No había acampado a cielo abierto
desde su llegada a Karazhan, y se sentía bajo de forma. El miedo del día anterior había
desaparecido por completo, y dudaba acerca de su próximo movimiento.
173
Se suponía que su destino era Stormwind, ¿pero cómo introduciría a alguien
como Garona en la ciudad? Quizá pudiera encontrar algo para disfrazarla. Ni siquiera
sabía si ella quería venir. Ahora que estaba libre de la torre, quizá sería mejor para ella
volver con Gul’dan y el clan Stormreaver.
Khadgar se levantó, se quitó las telarañas de la mente y se asomó por los restos
de una ventana para preguntarle si quedaba algo en la cocina.
Y se encontró de frente con el filo de una enorme hacha de doble hoja, apoyada
contra su cuello.
Al otro extremo del hacha se hallaba el rostro verde jade de un orco. Un orco de
verdad. Khadgar no se había dado cuenta hasta ahora de lo acostumbrado que estaba a la
cara de Garona, tanto que la ancha mandíbula y la frente inclinada lo impresionaron.
Khadgar levantó poco a poco las dos manos, mientras llamaba mentalmente a
las energías mágicas. Un conjuro sencillo, lo suficiente para apartar a la criatura, tomar
a Garona y salir corriendo.
A menos que Garona los hubiera traído hasta allí, se le ocurrió súbitamente.
Dudó, y eso fue suficiente. Oyó algo tras él, pero no logró darse la vuelta antes
de que algo grande y pesado cayera sobre su nuca.
—¿Qué? —preguntó Khadgar, sin saber si era la voz del orco o sus propios
oídos lo que estaba distorsionando el idioma.
—Tuz cózaz —dijo el orco más lentamente—. Tuz cózaz. No llévaz nada.
¿Dónde laz haz metío?
—No hay cosas. Las perdí antes. No cosas —dijo Khadgar sin pensar.
174
—Entónzez muerez —gruñó el orco, y levantó el hacha.
—No —gritó Garona desde las ruinas de la puerta. Parecía haber pasado una
mala noche, pero llevaba un par de conejos colgando de una tira de cuero en el cinturón.
Había salido a cazar. Khadgar se sintió avergonzado por sus anteriores pensamientos.
—Vas a matar mi propiedad, eso hace que sea asunto mío —dijo Garona.
—Lo que yo he oído es que el clan Bleeding Hollow no logró apoyar al clan
Twilight’s Hammer en el reciente ataque a Stormwind, y que los dos clanes fueron
rechazados. He oído que los humanos los apalearon en una pelea justa. ¿Es eso cierto?
—Ezo no viene al cazo —dijo el orco del Bleeding Hollow—. Tenían caballoz.
El cabecilla orco aprovechó la oportunidad para dar un paso adelante, pero tan
pronto como Garona hubo acabado se giró de nuevo y apuntó con una daga de hoja
larga al vientre del orco. Los otros se apartaron de la pelea que se estaba fraguando.
—¿Me disputas mi propiedad? —gruñó Garona, con fuego en los ojos y los
músculos tensos para atravesar la armadura de cuero con su hoja.
Por unos momentos se hizo el silencio. El orco del clan Bleeding Hollow miró a
Garona, miró a Khadgar y volvió a mirar a Garona. Resopló.
175
—¡Primero ve a buzcar algo por lo que valga la pena luchar, meztiza!
—¿Para qué querrá un ezclavo humano? —le preguntó uno de sus subordinados
mientras salían del edificio.
Khadgar trató de levantarse, pero Garona le hizo un gesto con la mano para que
permaneciera en el suelo. Muy a su pesar, Khadgar retrocedió.
Garona fue hasta la ventana vacía, observó por ella unos instantes y luego volvió
hasta donde estaba Khadgar apoyado contra la pared.
—Creo que se han ido —dijo por fin—. Temía que volvieran para ajustar las
cuentas. Posiblemente el jefe sea desafiado esta noche por sus subordinados.
—A pesar de lo que les hayas dicho a tus amigos —dijo Khadgar—, no soy tu
esclavo.
176
Garona soltó una risita.
—Los orcos usan a sus niños como catadores —dijo Garona—. Si sobreviven,
saben que es bueno para el grupo.
—Enseguida —dijo Khadgar—. Quiero asegurarme de que lo que sea que mató
a nuestros amigos no sigue por aquí.
Garona observó el perímetro del claro, y luego miró al cielo. Arriba no había
más que unas nubes bajas moteadas de negro.
—Ni los orcos tampoco, hasta que fue demasiado tarde —respondió Khadgar
uniéndose a ella junto al cuerpo del cabecilla orco—. Les alcanzaron por detrás,
mientras corrían, y fue un atacante más alto que ellos. —Señaló unas huellas de cascos
que había en el suelo. Eran de caballos pesados, con herraduras de hierro—. Caballería.
Caballería humana.
Garona asintió.
—Así que al menos nos estamos acercando. Toma lo que puedas. Podemos usar
sus raciones; son espantosas pero nutritivas. Y recoge un arma, al menos un cuchillo.
177
Khadgar miró a Garona.
Garona se rió.
—Me pregunto cuántos desastres humanos han comenzado por esa frase.
—No —dijo Garona—. Dije que lo había pensado. El problema es que nadie
controla esta zona, ni los humanos ni los orcos. Podrías avanzar cincuenta metros y
cruzarte con otra patrulla del clan Bleeding Hollow, y yo podría caer en una emboscada
de tus amiguitos de la caballería. Si los dos estamos juntos tendremos más posibilidades
de sobrevivir. Uno será el esclavo del otro.
—Sí que los tienen —dijo Garona—. Sólo que los llaman de otra forma. Así que
deberíamos permanecer juntos.
—Casi todo —dijo Garona—. Además está el pequeño detalle de que llevo
algún tiempo sin informar a Gul’dan. Cuando me lo cruce, le explicaré que estuve
prisionera en Karazhan, y que debería haber sido más listo y no haber mandado a uno de
sus seguidores a una trampa.
—No estoy segura de que lo haga —dijo Garona—. Y ésa es otra razón para
quedarme contigo.
—Podrías comprar mucha influencia con lo que has descubierto —dijo Khadgar.
Garona asintió.
178
—Sí, si no me parten la cabeza con un hacha antes de que pueda decir nada. No,
por el momento me arriesgaré con los paliduchos. Ahora, necesito una cosa.
—¿Qué?
—Necesito reunir los cuerpos, y apilar arbustos y ramas sobre ellos. Podemos
dejar lo que no queramos, pero debemos quemar los cuerpos. Es lo menos que podemos
hacer.
Khadgar apretó los labios en una expresión sombría, pero no dijo nada. En su
lugar, fue a tomar al orco que estaba más alejado y lo arrastró hasta los restos de la
atalaya. En menos de una hora, habían despojado los cuerpos y les habían prendido
fuego.
—Sí —dijo Khadgar—. Y también mandará un mensaje; que aquí hay orcos.
Orcos que se sienten lo bastante seguros para quemar los cuerpos de sus camaradas.
Preferiría tener una oportunidad para explicarme de cerca antes que enfrentarme a un
caballo de guerra a la carga, gracias.
Garona asintió, y con las capas robadas ondeando tras ellos, abandonaron la
atalaya en llamas.
Garona había dicho la verdad en cuanto a que la versión orco de las raciones de
campaña eran un espantoso mejunje de sirope endurecido, frutos secos y lo que Khadgar
juraba que era rata hervida. Aun así, les permitían seguir adelante y avanzaban a buen
ritmo.
Pasaron dos días y el paisaje se abrió a anchos campos donde ondulaba el cereal.
No obstante, la tierra estaba igual de desolada, los establos vacíos y las casas en ruinas.
Encontraron varias marcas de hogueras de funerales orcos, y un creciente número de
179
sitios donde la tierra había sido removida, marcando el fallecimiento de familias y
patrullas de humanos.
De todas formas, avanzaban pegados a los setos y las vallas siempre que podían.
El terreno más abierto les facilitaba ver cualquier tropa, pero los dejaba más expuestos.
Se ocultaron dentro de una granja casi intacta mientras un pequeño ejército orco
avanzaba por las inmediaciones.
—Idiotas —dijo.
—No pueden ir más expuestos —explicó ella—. Nosotros podemos verlos, y los
paliduchos también. Esta panda no tiene un objetivo, sencillamente están recorriendo el
campo en busca de pelea. En busca de una muerte honorable en combate. —Meneó la
cabeza.
—Ahora mismo no tengo muy buena opinión de ninguna gente. Los orcos me
han desheredado, los humanos me matarán y el único humano en el que confiaba ha
resultado ser un demonio.
—Sí, estás tú. Eres humano y confío en ti. Pero pensé, realmente pensé, que
Medivh iba a marcar la diferencia. Poderoso, importante y dispuesto a parlamentar. Sin
prejuicios. Pero me engañé a mí misma. No es más que otro loco. Quizá ése sea mi
lugar, trabajar para los locos. Quizá no soy más que otro peón en el juego. ¿Cómo lo
llamaba Medivh? ¿Los implacables engranajes del universo?
—Tu papel —dijo Khadgar—, es el que tú elijas. Medivh también quiso eso
siempre.
180
—Tan cuerdo como podía estar. Creo que lo estaba, y parece que tú también
quieres creerlo.
—Sip —dijo Garona—. Todo era tan sencillo cuando trabajaba para Gul’dan…
Sus ojos y oídos. Ahora no sé quién tiene la razón y quién no. ¿Qué pueblo es mi
pueblo? ¿Ambos? Al menos tú no tienes que preocuparte por las lealtades divididas.
Khadgar no dijo nada y volvió la mirada hacia el crepúsculo. En algún punto del
horizonte, el ejército orco se había encontrado con algo. En el filo del mundo en esa
dirección podía verse el tenue fulgor del falso amanecer, marcado por los reflejos de
repentinos destellos en las nubes, y los ecos de los tambores de guerra y de la muerte
retumbaban como el trueno distante.
Pasaron dos días. Ahora avanzaban por ciudades y mercados abandonados. Los
edificios estaban más enteros, pero también desiertos. Había señales de habitación
reciente, tanto por soldados humanos como orcos, pero ahora los únicos moradores eran
fantasmas y recuerdos.
Khadgar se coló en una tienda que parecía prometedora y, aunque los estantes
habían sido vaciados por completo, todavía quedaba madera para la chimenea y había
patatas y cebollas en un cubo en el sótano. Cualquier cosa sería mejor que las raciones
de viaje de los orcos.
Medivh era un peligro, quizá un peligro más grande que los orcos. ¿Se podría
razonar con él ahora? ¿Convencerlo para cerrar el portal? ¿O era demasiado tarde?
Sólo la información de que había un portal ya era una buena noticia. Si los
humanos podían localizarlo, o incluso cerrarlo, dejarían a los orcos aislados en este
mundo. Les impedirían recibir refuerzos de Draenor.
Se los encontró junto al pozo. Una patrulla de unos diez soldados de infantería,
vestidos con la librea azul de Azeroth y las espadas desenvainadas. Uno de ellos se
agarraba un brazo que le sangraba, pero otra pareja retenía a Garona, tomándola uno por
cada brazo. Su daga de hoja larga estaba en el suelo. Mientras Khadgar torcía la
esquina, el sargento la abofeteaba con un guantelete de cota de mallas.
181
—¿Dónde están los demás? —gruñó. De la boca de la semiorco salía un hilillo
de sangre morada negruzca.
—¡Déjenla en paz! —gritó Khadgar. Sin pensar, atrajo las energías hacia su
mente y lanzó un rápido conjuro.
Una luz brillante brotó de la cabeza de Garona, un sol en miniatura que tomó
desprevenidos a los humanos. Los dos infantes que la tenían la soltaron, y la mujer cayó
al suelo. El sargento levantó la mano para protegerse los ojos, y el resto de la patrulla
quedó lo bastante sorprendido como para que Khadgar estuviera entre ellos y junto a
Garona en cuestión de segundos.
—Quédate en el suelo —le dijo Khadgar en voz baja.— ¿Está usted a cargo de
esta chusma? —le ladró al sargento que aún parpadeaba.
El sargento se carcajeó.
—Seguro que sí, y yo soy Sir Lothar. Medivh no tiene aprendices. Incluso yo lo
sé. ¿Y quién es tu cariñito aquí presente?
—¡No la toquen! —dijo Khadgar levantando la mano. El fuego danzó entre sus
dedos doblados.
182
—Estás tonteando con tu propia muerte —gruñó el sargento. En la distancia,
Khadgar pudo oír las pesadas pisadas de caballos. Refuerzos. Pero ¿estarían más
dispuestos a escuchar a una semiorco y a un mago que esta panda?
Los infantes dieron otro paso al frente, y los que estaban más cerca de Garona se
agacharon para volver a agarrarla. Ella intentó escurrirse y uno la pateó con una pesada
bota.
Khadgar contuvo las lágrimas y lanzó el conjuro contra el sargento. Una bola de
fuego lo golpeó en una rodilla. El sargento aulló y cayó al suelo.
—¡Alto! —llegó otra voz más grave y profunda, amortiguada por un gran
yelmo. Los jinetes habían llegado a la plaza del pueblo. Eran unos veinte, y a Khadgar
se le vino el alma a los pies. Eran más de los que podía encargarse Garona. Su líder iba
ataviado con una armadura completa y una celada. Khadgar no podía verle el rostro.
—Señor —dijo—. Detenga a esos hombres. Soy el aprendiz del Magus Medivh.
183
CAPÍTULO QUINCE
BAJO KARAZHAN
L a discusión en el castillo de Stormwind no había ido bien, y ahora se
La tarde anterior había habido una acalorada discusión en la Cámara del Consejo
real. Khadgar y Garona estuvieron allí, aunque a la semiorco se le pidió que entregara
su cuchillo a Sir Lothar en presencia de su majestad. El Campeón Real también estaba
allí, y una pandilla de consejeros y cortesanos rondando al rey Llane. Khadgar no pudo
detectar ningún mago en el grupo, y supuso que los que hubieran sobrevivido a la
cacería de Medivh estarían en el campo de batalla u ocultos por su seguridad.
Por lo que respectaba al rey, el joven de las primeras visiones había crecido.
Tenía los hombros anchos y los rasgos afilados de su juventud, que sólo ahora
empezaban a rendirse ante la madurez. De todos los presentes él resplandecía, y su
túnica azul destacaba sobre todos los demás. Tenía un casco a un lado de su asiento, un
gran yelmo con alas blancas, como si esperase ser llamado al combate en cualquier
momento.
184
Los curanderos habían atendido el labio roto de Garona, pero no habían podido
hacer nada por su carácter. Varias veces Khadgar había hecho una mueca mientras ella
describía de manera terminante la opinión de los orcos acerca de la cordura del mago,
de los paliduchos en general y de las tropas de Llane en particular.
—Los orcos son implacables —dijo ella—. Y nunca se dan por vencidos.
Volverán.
—No llegaron a menos de un tiro de arco de las murallas —le contestó Llane.
En opinión de Khadgar, su majestad parecía más divertido que alarmado por la actitud
directa de Garona y sus brutalmente francas advertencias.
—Te aseguro que me tomo esto muy en serio —dijo Llane—. Pero también soy
consciente de la fuerza de Stormwind. De sus murallas, de sus ejércitos, de sus aliados y
de su corazón. Quizá si tú pudieras verlo, también tendrías menos confianza en el poder
de los orcos.
—Si me dieran una moneda de plata por cada hombre que me ha dicho que
Medivh está loco, sería más rico de lo que soy ahora —dijo Llane—. Tiene un plan,
joven señor. Es tan simple como eso. Más veces de las que puedo recordar ha salido en
alguna loca misión, y Lothar aquí presente casi se ha arrancado la barba de la
preocupación. Y en cada ocasión ha demostrado tener razón. ¿Acaso la última vez que
estuvo aquí no tuvo que cazar un demonio y lo trajo en pocas horas? No creo que
decapitar a uno de los suyos sea el acto de un poseído.
185
—Con todo el debido respeto —dijo Khadgar—. Puede que el Magus tenga un
plan de mayor envergadura, pero la pregunta es: ¿qué papel ocupan Azeroth y
Stormwind en ese plan?
Así pasó la mayor parte de la tarde. El rey Llane se mantuvo firme en todos los
puntos: que Azeroth, con la ayuda de sus aliados, podía destruir a las hordas orcas o
expulsarlas de vuelta a su mundo; que Medivh estaba trabajando en algún plan que
nadie más podía comprender y que Stormwind podía resistir cualquier asalto “mientras
hubiera hombres de corazón firme en sus murallas y en su trono”.
Por su parte Lothar estuvo casi todo el tiempo en silencio, que sólo rompió para
hacer alguna pregunta relevante, para luego negar con la cabeza cuando Khadgar o
Garona le daban una respuesta sincera. Finalmente, habló.
—Estoy escuchando —dijo el rey—. Pero no oigo sólo con mi cabeza sino
también con mi corazón. Pasamos muchos años junto al joven Medivh, antes y después
de su largo sueño. Él se acuerda de sus amigos. Y estoy seguro de que una vez revele lo
que tiene en mente incluso tú apreciarás lo buen amigo que es el Magus.
Por fin el rey se levantó y los despidió a todos, prometiendo tomar el tema en
cuenta en su justa medida. Garona protestaba por lo bajo, y Lothar les dio habitaciones
sin ventanas y con guardias en la puerta, por si acaso.
186
No había menos de seis grifos agrupados en la torre, moviendo agitados sus
grandes alas. Lothar estaba allí, y también Garona. Ella iba vestida de forma parecida a
Khadgar, con un tabardo azul blasonado con el león de Azeroth y una pesada espada.
—Tienes muy buen aspecto —dijo Khadgar—. Va a juego con tus ojos.
Garona resopló.
—Lo comprendo —afirmó Lothar—. Yo también siento lealtad hacia él. Quiero
asegurarme de que lo que dices es cierto. Pero también quiero que seas capaz de hacer
lo que sea necesario, si tenemos que hacerlo.
Khadgar asintió.
187
—Hace mucho, cuando tenía tu edad, estaba cuidando de Medivh. Entonces
permanecía en coma, ese largo sueño que lo privó de gran parte de su juventud. Pensaba
que había sido un sueño, pero juraría que había otro hombre frente a mí, también
observando al Magus. Parecía estar hecho de hojalata bruñida, y tenía grandes cuernos
en la frente y una barba de llamas.
—Pensé que me había dormido, que era un sueño, que no podía ser lo que pensé
que era. Ya ves, yo también sentía lealtad hacia él. Pero nunca olvidé lo que vi. Y a
medida que pasaban los años me fui dando cuenta de que había visto un trozo de la
verdad, y que se podía llegar a esto. Quizá todavía podamos salvar a Medivh, pero
podríamos descubrir que la oscuridad está demasiado enraizada. Entonces tendremos
que hacer algo rápido, horrible y absolutamente necesario. La pregunta es: ¿estás
dispuesto?
El paisaje había cambiado bajo ellos. Los grandes campos eran poco más que
desechos ennegrecidos, salpicados por los restos de estructuras derribadas. Los bosques
habían sido talados para alimentar la maquinaria de guerra, creando enormes cicatrices
en el paisaje. Agujeros abiertos parecían bostezar en el suelo, donde la tierra había sido
herida y despojada para alcanzar los metales que había bajo ella. A lo largo del
horizonte se alzaban columnas de humo, aunque Khadgar no podía decir si provenían de
campos de batalla o de fraguas. Volaron todo el día y ya el sol se ocultaba en el
horizonte.
188
Lothar hizo descender a su grifo y Khadgar lo siguió, aterrizando rápidamente y
bajando de lomos de la bestia alada. Tan pronto como tocó el suelo, el grifo se elevó
súbitamente, emitiendo un chillido y dirigiéndose al norte.
El parapeto del observatorio estaba vacío, y el nivel superior del estudio del
archimago desierto pero no vacío. Todavía quedaban herramientas desperdigadas, y los
restos aplastados del aparato de oro, un astrolabio, estaban sobre la estantería. Así que,
si había abandonado la torre, lo había hecho rápido.
No había nada. Los pasillos estaban vacíos, los salones de banquetes desnudos,
las salas de reuniones tan desprovistas de vida y de mobiliario como siempre. Las
habitaciones de los huéspedes seguían amuebladas pero desocupadas. Khadgar revisó su
propia habitación; no había cambiado nada.
189
—¿Qué es? —preguntó Lothar, que parecía esperar que los libros cobraran vida
y atacasen en cualquier momento.
—Más vale que guardes tus fuerzas para cuando nos lo encontremos —le dijo al
acabar.
Los cuerpos hicieron que las tropas se pusieran más alerta; fueron hacia la gran
entrada abovedada y salieron al patio. No había habido ni rastro de Medivh, y sólo
algunas pistas rotas de su paso.
190
—Se iba a menudo —dijo Khadgar—. A veces estaba fuera durante días, y
volvía sin avisar.
Algo se movió por el balcón que dominaba la entrada principal, no más que un
temblor en el aire. Khadgar dio un respingo y miró al sitio, pero parecía normal.
—Quizá se ha ido con los orcos, para liderarlos —sugirió el Campeón. Garona
negó con la cabeza.
—Probablemente siempre haya habido una puerta —insistió Garona—. Sólo que
nunca la has visto. Mira. Moroes murió aquí. —Dio un pisotón con el pie junto a la
pared—. Y luego su cuerpo fue desplazado, creando esta mancha de sangre con forma
de cuarto de círculo, hasta donde lo hemos encontrado.
Lothar gruñó y asintió, y también empezó a pasar las manos por la pared.
191
El Campeón y la semiorco retrocedieron, y Khadgar reunió las energías para un
conjuro. Lo había usado antes, en puertas reales y en libros cerrados con llave, pero ésta
era la primera vez que intentaba usarlo sobre una puerta que no podía ver. Trató de
visualizar la abertura, de deducir su tamaño a partir de cómo había movido el cuerpo de
Moroes, dónde estarían las bisagras, dónde estaría el marco y, si él quisiera mantenerla
segura, dónde colocaría las cerraduras.
Bajaron por las escaleras y una sensación creció dentro de Khadgar. Mientras
que los pisos superiores transmitían una sensación espeluznante de abandono, las
profundidades inferiores de la torre tenían un aura papable de amenaza inmediata y
malos presagios. Las paredes y el suelo toscamente labrados estaban húmedos, y a la luz
de las antorchas parecían ondular como carne viva.
De hecho, donde en la torre debería haber una sala de reuniones vacía, aquí
había una mazmorra engalanada con grilletes desocupados. Donde en la superficie había
un salón para banquetes en desuso, había una habitación llena de basura y marcada con
círculos místicos. El aire tenía una sensación pesada y opresiva, igual que en la torre de
Stormwind donde habían sido asesinados Huglar y Hugarin. Aquí era donde se había
sido invocado el demonio que los había atacado.
Lothar asintió. Él también había notado las similitudes entre la torre y esta
madriguera.
—Veamos qué guarda aquí, si todos los libros los tiene arriba.
Pero era demasiado tarde. Cuando Khadgar tocaba las puertas reforzadas con
hierro, saltó una chispa de la palma de su mano, una señal, una trampa mágica. Tuvo
tiempo de maldecir cuando las puertas se abrieron bruscamente hacia la oscuridad de la
biblioteca.
Khadgar trazó unas runas en el aire, reuniendo las energías en su mente para
cerrar la puerta mientras los soldados luchaban con los grandes anillos de hierro. Ni la
magia ni el músculo lograron mover las hojas.
Las bestias emitieron una risa áspera y cortante y se agazaparon para saltar.
Khadgar levantó las manos para lanzar otro conjuro pero Lothar se las hizo bajar
con un golpe.
—Pero son… —empezó a decir Khadgar, y la bestia demoníaca que estaba más
adelantada saltó contra ellos.
Lothar dio dos pasos al frente y levantó la espada para encontrarse con la bestia.
Mientras alzaba la espada, las runas que había talladas profundamente en el metal
resplandecieron con una brillante luz amarilla. Durante medio segundo, Khadgar vio
miedo en los ojos del ser demoníaco.
193
Y entonces el arco del tajo de Lothar se cruzó con la trayectoria de la criatura y
la hoja se clavó profundamente en la carne. El acero de Lothar salió por la espalda del
animal, y casi cortó por la mitad la parte delantera de su torso. La bestia sólo tuvo un
momento para gemir de dolor mientras la hoja avanzaba hasta llegarle a la cabeza,
completando el arco. Los restos ardientes del demonio, llorando fuego y sangrando
sombra, cayeron a los pies de Lothar.
Garona agarró a Khadgar y lo arrastró escaleras abajo. Tras ellos, los soldados
también habían desenvainado sus espadas y las runas danzaban en brillantes llamas
mientras bebían de las sombras. El joven mago y la semiorco torcieron por la escalera, y
tras ellos oyeron los gritos de los moribundos, provenientes tanto de gargantas humanas
como inhumanas.
194
—Una visión —dijo Khadgar secamente, pero dudaba si esto era un
acontecimiento fortuito de la torre u otra acción dilatoria del Magus.
Una bola de material ardiendo, el proyectil ígneo de una catapulta, pasó a un tiro
de arco de la torre. Khadgar pudo sentir el calor cuando cayó al suelo. Garona miró a su
alrededor.
—¿Y eso son buenas noticias? —preguntó Khadgar, al que le picaban los ojos
por una columna de humo que el viento había llevado contra la torre.
—No hay demonios con ellos —le hizo notar la semiorco—. Si Medivh
estuviera con sus ejércitos veríamos algo mucho peor. Quizá lo convencimos para que
ayudara.
—Tampoco veo a Medivh entre nuestras tropas —dijo Khadgar olvidando con
quién hablaba por el momento—. ¿Habrá muerto? ¿Habrá huido?
Tras ellos se elevaron unas voces que discutían. La pareja se dio la vuelta en el
balcón y vieron que estaban fuera de una de las cámaras de audiencias, que ahora había
sido convertida en un centro de coordinación contra el asalto. En una mesa habían
dispuesto una pequeña maqueta de la ciudad, y por ella había dispersos soldaditos de
juguete con forma de hombres y orcos. Había un constante trasiego de informes
mientras el rey Llane y sus consejeros permanecían inclinados sobre la mesa.
—¡Se está reuniendo una gran fuerza frente a la puerta principal! ¡Parecen
magos!
195
Khadgar se apercibió de que ninguno de los cortesanos de antes estaba presente.
Habían sido sustituidos por hombres de gesto torvo ataviados con uniformes militares
similares a los suyos, No había rastro de Lothar alrededor de la mesa, y Khadgar tuvo la
esperanza de que estuviera en primera línea, llevando la batalla al enemigo.
—Que descansen entonces —asintió Llane—. Tienen una hora. En vez de ellos,
traigan magos jóvenes de la academia. Envien el doble pero díganles que tengan
cuidado. Comandante Borton, quiero sus fuerzas en la Muralla Este. Ahí es donde yo
atacaría ahora si fuera ellos.
Llane encargó una misión a cada comandante, de uno en uno. No hubo protestas,
discusiones ni sugerencias. Cada guerrero asintió cuando le llegó el turno y se fue. Al
final sólo quedaron el rey Llane y su pequeña maqueta de una ciudad que ahora ardía al
otro lado de su ventana.
El rey se inclinó hacia delante y descansó los nudillos en la mesa. Su rostro tenía
un aspecto ajado y viejo. Levantó la vista.
Las cortinas del fondo sisearon contra el suelo cuando Garona salió de detrás. La
semiorco que había junto a Khadgar dejó escapar un jadeo de sorpresa.
La Garona del futuro iba vestida con sus habituales pantalones negros y la blusa
de seda negra, pero llevaba una capa marcada con la cabeza de león de Azeroth. Tenía
una mirada feroz. La Garona del presente se aferró al brazo de Khadgar, y este pudo
sentir sus uñas clavándosele en el brazo.
196
intentará apoderarse de la Muralla Este. —Khadgar oyó un temblor en la voz de la
semiorco.
La Garona del futuro asintió, y Khadgar pudo ver que se estaban acumulando
grandes lágrimas en sus ojos.
—Los líderes orcos están de acuerdo con esa evaluación —dijo, y metió la mano
en su blusa negra.
Khadgar y la Garona de verdad gritaron como uno solo cuando la Garona del
futuro sacó su daga de hoja larga y la clavó con un movimiento de abajo hacia arriba en
el lado izquierdo del pecho del monarca. Se movió con una rapidez y una agilidad que
dejaron al rey Llane con una expresión sorprendida en el rostro. Sus ojos estaban
abiertos como platos, y por un momento se quedó colgado allí, suspendido por la hoja.
—Los líderes orcos están de acuerdo con esa evaluación —volvió a decir, y las
lágrimas corrían por las mejillas de su ancho rostro—. Y han reclutado a un asesino para
que elimine ese corazón firme que hay sobre el trono. Alguien a quien dejarías
acercarse. Alguien con quien te encontrarías a solas.
—¡No! —gritó Garona, la Garona del presente, mientras ella misma caía al
suelo. De repente estaban de vuelta en el falso comedor. El colapso de Stormwind había
desaparecido, y el cadáver del rey con él. Las lágrimas de la semiorco permanecieron,
ahora en los ojos de la Garona real.
—Está bien. Puede no ser cierto. Puede que no pase. Es una visión.
197
Khadgar se quedó callado por un momento, reviviendo su propia visión del
futuro, combatiendo a la gente de Garona bajo un cielo rojo. Lo vio y supo que también
era cierto.
—Después de todo esto, pensé que había encontrado un sitio mejor que los
orcos. Pero ahora sé que voy a destruirlo todo.
Khadgar miró arriba y abajo por las escaleras. No tenía ni idea de cómo les iba a
los hombres de Lothar con los demonios, ni tampoco de lo que había en la base de la
torre subterránea.
—No puedes —logró decir con una sonrisa feroz—. Tuve una visión de mi
propio futuro, y creo que también es cierta. Si lo es, entonces no puedes matarme ahora.
Y lo mismo se aplica ti.
—Es que vas a salir viva de aquí —dijo Khadgar—. Como yo.
Khadgar se levantó.
198
—Ayúdame a levantarme —dijo al fin—. Tenemos que seguir.
199
CAPÍTULO DIECISÉIS
LA RUPTURA DE UN MAGO
—F ue inspirado, tengo que admitirlo —dijo el Medivh que era y no era
—Magus, sea lo que sea que te ha pasado, estoy seguro de que puede arreglarse
—dijo Khadgar caminado lentamente hacia él. Garona seguía moviéndose hacia la
derecha y su daga de hoja larga había vuelto a desaparecer; sus manos estaban
aparentemente vacías.
—¿Por qué debería arreglarlo? —dijo Medivh con una sonrisa maléfica—. Todo
marcha según lo planeado. Los orcos matarán a los humanos y yo los controlaré a través
de líderes brujos como Gul’dan. Conduciré a esas deformes creaciones hasta la tumba
perdida donde se encuentra el cuerpo de Sargeras, protegido contra humanos y
demonios pero no contra orcos, y mi forma será libre. Y entonces podré abandonar este
torpe cuerpo y este espíritu debilitado, y quemar este mundo como tanto se merece.
200
—Tú eres Sargeras.
—Muy poco diferente de lo que Aegwynn había planeado, puesto que ella
colocó el poder de la Orden de Tirisfal dentro del niño. No es de extrañar que hubiera
tan poco espacio para el joven Medivh propiamente dicho, con el demonio y la luz
luchando por su misma alma. Así que cuando el poder se manifestó en él, lo desconecté
algún tiempo hasta que pude poner mis propios planes en funcionamiento.
—Un poco —dijo el Magus—. Lo suficiente para tratar con ustedes, las
criaturas inferiores. Lo suficiente para engañar a los reyes y los magos sobre mis
intenciones. Medivh es una máscara; he dejado lo suficiente de él en la superficie para
mostrárselo a los demás. Y si en mis manejos parezco raro o incluso loco, lo achacan a
mi posición y mi responsabilidad, y al poder que me otorgó mi querida madre.
—Medivh le dedicó una sonrisa de depredador—. Fui forjado primero por la política de
Magna Aegwynn para ser su herramienta, y luego moldeado por manos demoníacas
para ser la herramienta de ellas. Incluso los demás me veían como poco más que un
arma para ser usada contra los demonios. Así que no es sorprendente que yo no sea más
que la suma de mis partes.
—Ya ves —siguió el mago loco—. No soy sino un componente más en una gran
máquina, una que ha estado en marcha desde que el Pozo de la Eternidad se hizo
pedazos. La única cosa en la que los trocitos originales de Medivh y yo estamos de
acuerdo es en que hay que romper este ciclo. En esto, te aseguro, somos una sola mente.
201
—Disculpa —dijo Medivh, y extendió un puño hacia atrás. Las energías
místicas danzaron por sus nudillos y le dieron de lleno en la cara a la semiorco, que
retrocedió ante el golpe.
Khadgar dejó escapar una maldición y levantó las manos para lanzar un conjuro.
Algo para desequilibrar al Magus. Algo sencillo. Algo rápido.
Medivh fue más rápido, volviéndose hacia él y alzando una mano como una
garra. Al momento, Khadgar sintió que el aire que lo rodeaba se comprimía, formando
un manto inmovilizante, atrapando sus brazos y sus piernas y haciéndole imposible
moverse. Gritó, pero su voz sonó amortiguada y como si viniera de una gran distancia.
Y tan repentinamente como el ataque había caído sobre él, cesó, y Khadgar cayó
al suelo sin aliento. Le dolía el pecho al respirar.
Una energía mística de una tonalidad amarilla enfermiza palpitó bajo la mano de
Medivh, y la semiorco quedó suspendida allí, con el cuerpo sacudiéndose indefenso,
mientras el mago la sostenía por la frente.
—Pobre, pobre Garona —dijo el Magus—. Pensé que con tus herencias
opuestas, tú entre toda la gente comprenderías por lo que estoy pasando. Que
comprenderías la importancia de forjar tu propio camino. Pero eres como los demás,
¿no?
202
—Deja que te muestre mi mundo, Garona —dijo Medivh—. Deja que te dé mis
propias divisiones y dudas. Nunca sabrás a quién sirves ni por qué. Nunca encontrarás la
paz.
Garona trató de gritar, pero el grito murió en su garganta cuando su rostro quedó
bañado en un estallido de luz radiante que surgió de la palma de la mano de Medivh.
—Eso ha sido instructivo —dijo Medivh, volviéndose hacia él—. Una de las
cosas negativas acerca de esta celda de carne en la que estoy atrapado es que la parte
humana sigue saliendo a la superficie. Haciendo amigos. Ayudando a la gente. Y eso
hace que sea tan difícil destruirlos luego. Casi lloré cuando maté a Moroes y a Cocinas.
¿Lo sabías? Por eso tuve que bajar aquí. Pero es como cualquier otra cosa. Una vez que
te acostumbras, puedes matar a tus amigos con tanta facilidad como a cualquier otro.
Ahora estaba sólo a unos pasos de Khadgar, con los hombros erguidos, los ojos
vitales. Con más aspecto de Medivh que cualquiera de las veces en las que lo había
visto Khadgar. Con un aspecto seguro. Con un aspecto relajado. Con un aspecto
terrorífica y condenadamente cuerdo.
203
—Detente, Med —dijo Lothar, y Khadgar pudo percibir el dolor en la voz del
campeón—. Detente antes de que sea demasiado tarde. No quiero luchar contigo.
—Yo tampoco quiero luchar contigo, viejo amigo —dijo Medivh levantando la
mano—. No tienes ni idea de lo que se siente haciendo las cosas que yo he hecho. Cosas
duras. Cosas necesarias. No quiero luchar contigo. Así que baja tu arma y acabemos con
esto.
Medivh gruñó y levantó una mano como una garra, con la energía mística
bailando sobre su palma. Lothar gritó cuando sus ropas estallaron de repente en llamas.
Medivh sonrió ante su obra e hizo un gesto con la mano, lanzando a un lado la forma
ardiente de Lothar como un muñeco de trapo.
—Cada vez más fácil —dijo Medivh recalcando las palabras y volviéndose
hacia donde estaba arrodillado Khadgar.
Sólo que Khadgar se había movido. Medivh se dio la vuelta para encontrarse al
que ya no era un joven mago justo tras él, con la espada que Lothar le había
proporcionado desenvainada y apoyada contra el lado izquierdo del pecho del Magus.
Las runas que recorrían la hoja brillaban como soles en miniatura.
204
—Ni parpadees —dijo Khadgar.
—Así que llegamos a esto —dijo el Magus—. No creo que tengas la habilidad
ni la voluntad para usar eso apropiadamente, Joven Confianza.
—Gracias… —logró decir por fin—. Luché contra esto tanto como pude.
205
El filo de la espada explotó como un sol cuando golpeó el cuello de Medivh,
separando la cabeza del archimago del cuerpo con un movimiento experto.
Fue como destapar una botella, puesto que todo lo que había en el interior de
Medivh salió de una vez por los desgarrados restos de su cuello. Un gran torrente de luz
y energía, sombra y fuego, humo y rabia, brotando hacia arriba como una fuente,
salpicando contra el techo de la bóveda subterránea y disipándose. Dentro del hirviente
caldero de energías, Khadgar creyó haber visto un rostro cornudo, gritando de rabia y
desesperación.
Y cuando había acabado, todo lo que quedó fue la piel y las ropas del mago.
Todo lo que había en su interior había sido devorado, y ahora que su envoltura humana
había sido destruida no había habido forma de contenerlo.
Lothar usó la punta de su espada para echar a un lado los andrajos y la piel que
había sido Medivh.
—Puede que el peligro más grande haya pasado, pero el obvio sigue aquí.
Tenemos que expulsar a los orcos y cerrar el portal —gruñó Lothar.
—No se podía hacer nada. Tratamos de alterarlo, pero todo era parte de un plan
superior.
206
Lothar dejó al antiguo aprendiz debajo de la torre, y Khadgar reunió lo que
quedaba de los restos físicos del Magus. Encontró una pala y una caja de madera en el
establo. Puso la calavera y los trozos de piel en la caja, junto con los fragmentos
destrozados de “La Canción de Aegwynn”, y lo enterró todo bien profundo en el patio
junto a la torre. Quizá más tarde levantara un monumento, pero por ahora sería mejor no
dejar que nadie supiera dónde estaban los resto del archimago. Cuando acabó de
enterrar al Magus, cavó dos tumbas más, de tamaño humano, y puso a descansar a
Moroes y a Cocinas a un lado de Medivh.
Algo más le llamó la atención, sobre la entrada vacía, en el balcón desde el que
se dominaba la entrada principal. Algo de movimiento, un fragmento de un sueño.
Khadgar suspiró aún más fuerte e inclinó la cabeza en dirección al intruso que
observaba cada uno de sus actos.
207
EPÍLOGO
CÍRCULO CERRADO
E l intruso del futuro miró desde el balcón al que ya no era un joven del
pasado.
—Casi toda una noche —dijo el intruso de la túnica ajada—. Aquí está a punto
de amanecer.
—Aquí también —dijo el antiguo aprendiz—. Quizá por eso podemos hablar.
Eres una visión, pero diferente de cualquiera de las que yo haya visto antes. Podemos
vernos y conversar. ¿Eres pasado o futuro?
—Tu forma es diferente de cuando te vi por última vez, eres más joven y más
sereno, pero sí, te conozco —dijo Khadgar—. Hizo un gesto hacia los tres montones de
tierra removida, dos grandes y uno pequeño—. Pensaba que acababa de enterrarte.
El intruso asintió.
208
—Ten la seguridad de que soy mejor de lo que era —dijo el intruso—. Estoy
libre de la mancha de Sargeras gracias a tus actos de este día. Ahora puedo encargarme
directamente del señor de la Legión Ardiente. Gracias. No puede haber éxito sin
sacrificio.
El ser del balcón hizo una larga pausa, y Khadgar temió que se desvaneciera.
Pero habló.
—Mientras haya Guardianes habrá orden. Y mientras haya orden los papeles
están ahí para ser interpretados. Unas decisiones tomadas hace milenios marcaron tu
camino y el mío. Es parte de un ciclo mayor, uno que nos mantiene bajo su control.
—De acuerdo —dijo el intruso, y a medida que empezó a crecer la luz del sol,
empezó a disiparse—. Pero por el momento, por tu momento, todos debemos interpretar
nuestro papel. Todos debemos pagar este precio. Y luego, cuando tengamos la
oportunidad, empezaremos de nuevo.
Khadgar agitó su envejecida cabeza y miró las tres tumbas recién excavadas.
Los hombres supervivientes de Lothar recogieron a sus muertos y heridos y volvieron a
Stormwind. No había rastro de Garona, y aunque Khadgar iba a registrar la torre una
vez más, dudaba de que estuviera dentro. Tomaría los libros que considerara más
valiosos, los materiales que pudiera, y dejaría custodias mágicas sobre el resto.
Entonces también se iría, y seguiría a Lothar a la batalla.
Mientras el intruso hablaba se levantó una leve brisa, lo justo para agitar las
hojas de los árboles, pero fue suficiente para disipar la visión. El hombre que ya no era
joven se rompió y se desvaneció como la niebla que desaparece, y el hombre que ya no
era viejo lo vio irse.
209
Una sola lágrima corrió por la mejilla del rostro de Medivh. Tanto sacrificio,
tanto dolor… Todo para mantener en su lugar el plan de los Guardianes, y luego tanto
sacrificio para romper ese plan, para liberar al mundo del círculo vicioso. Para traer la
verdadera paz.
Y ahora, incluso eso estaba en peligro. Ahora se haría un sacrificio más. Tendría
que extraer el poder de este lugar si quería tener éxito en lo que estaba por venir. En el
conflicto final contra la Legión Ardiente.
El sol había ascendido más, y ya casi llegaba al nivel del balcón. Ahora tendría
que trabajar rápido.
El poder ardió desde el interior de los sillares y el mortero, y saltó hacia fuera,
canalizado por la fuerza de los vientos hacia la base, hacia Medivh. Todas las visiones
empezaron a desprenderse de su tejido y a fluir hacia abajo. La caída de Sargeras, con
sus centenares de demonios gritando, cayó en él, al igual que el conflicto final con
Aegwynn y la batalla de Khadgar bajo el apagado sol rojo. La aparición de Medivh ante
Gul’dan, las infantiles batallas de tres jóvenes nobles y Moroes rompiendo la pieza de
cristal favorita de Cocinas, todas fueron absorbidas en su interior. Y con esas visiones
llegaron recuerdos, y con esos recuerdos responsabilidades. Esto debe evitarse. Esto
nunca debe volver a suceder. Esto debe corregirse.
Y también saltaron hacia arriba imágenes y poder desde la torre oculta, desde los
pozos que había bajo la misma fortaleza. La caída de Stormwind ardió hacia él, y la
muerte de Llane, y la miríada de demonios invocados en mitad de la noche y lanzados
contra aquellos de la Orden que estaban demasiado cerca de la verdad. Todas ellas
surgieron hacia arriba y fueron consumidas por la silueta del mago que estaba en el
balcón.
210
Todos los fragmentos, todos los retazos de historia, conocidos y desconocidos,
cayeron en cascada de la torre o ascendieron de sus mazmorras y fluyeron al interior del
hombre que había sido el último Guardián de Tirisfal. El dolor era grande, pero Medivh
hizo una mueca y lo aceptó, tomando la energía y los agridulces recuerdos con
ecuanimidad.
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