World of Warcraft - Jeff Grubb - El Último Guardían PDF

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EL ÚLTIMO GUARDIAN

En la bruma del pasado, largo tiempo antes del comienzo de la historia, estaba el
mundo de Azeroth. Toda clase de seres mágicos vagaba por la tierra entre las tribus
humanas, y todo estaba en paz, hasta la llegada de los demonios y los horrores de la
Legión Ardiente y su pérfido señor Sargeras, el dios oscuro de la magia caótica. Ahora
los dragones, los enanos, los elfos, los goblin, los humanos y los orcos luchan por la
supremacía a través de reinos dispersos; parte de una grandiosa y maléfica intriga que
determinará el destino del mundo de Los Guardianes de Tirisfal: un linaje de campeones
imbuidos con poderes casi divinos, cada uno de ellos encargado de luchar en una guerra
solitaria a lo largo de las eras contra la Legión Ardiente. Medivh estaba destinado desde
su nacimiento a convertirse en el más grande y el más poderoso de esta noble orden.
Pero desde el principio, una oscuridad manchó su alma, corrompiendo su inocencia y
volviendo hacia el mal los poderes que deberían haber combatido por el bien.
Desgarrado por dos destinos, la lucha de Medivh contra su malicia interior se hizo una
con el destino del mismo Azeroth. Y cambió el mundo para siempre.

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Jeff Grubb

El Último Guardián

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PRÓLOGO
LA TORRE SOLITARIA
L a mayor de las dos lunas había sido la primera en salir ese anochecer, y

ahora colgaba preñada y de un blanco plateado contra un cielo despejado y punteado de


estrellas. Bajo la luna llena, las cimas de las Montañas Crestagrana se esforzaban por
llegar al cielo. A la luz del día, el sol había resaltado los tonos magentas y óxido entre
los grandes picos de granito, pero a la luz de la luna éstos quedaban reducidos a
fantasmas altos y orgullosos. Al oeste se encontraba el Bosque de Elwynn, con su densa
cubierta de grandes robles y satines que corría desde las estribaciones hasta el mar. Al
este se extendía el desolado pantano de la Ciénaga Negra, una tierra de marismas y
colinas bajas, ciénagas y riachuelos, asentamientos fallidos y peligros acechantes. Una
sombra cruzó brevemente ante la luna, una sombra del tamaño de un cuervo, rumbo a
un agujero en el corazón de las montañas.

Aquí se había arrancado un trozo de la solidez que era la cordillera de


Crestagrana, dejando un valle circular. Puede que alguna vez hubiera sido el lugar de un
primitivo impacto celestial o el recuerdo de una explosión que sacudió la tierra, pero los
eones habían erosionado el cráter con forma de cuenco hasta convertirlo en una serie de
empinados y redondeados altozanos que ahora se asentaban entre las abruptas montañas
que los rodeaban. Ninguno de los antiguos árboles de Elwynn podía alcanzar esta
altitud, y el interior del anillo de colinas estaba desnudo excepto por la maleza y los
enmarañados matorrales.

En el centro del anillo de colinas se alzaba un cerro desnudo, tan calvo como la
coronilla de un maestro mercader de Kul Tiras. De hecho, la propia forma en la que se
levantaba el cerro, con una pendiente muy pronunciada que se suavizaba en su parte
superior hasta hacerse casi llana, era de forma parecida a un cráneo humano. Muchos se
habían dado cuenta de esto a lo largo de los años, aunque sólo unos pocos habían sido lo
bastante valientes, o poderosos o sin tacto como para mencionárselo al propietario.

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En la cima aplanada del cerro se alzaba una antigua torre, una inmensa
protuberancia de piedra blanca y cemento oscuro, una erupción levantada por el hombre
que surgía sin esfuerzo hacia el cielo, escalando más alto que las colinas que la
rodeaban, alumbrada como un faro por la luz de la luna. Había un muro bajo en la base
de la torre rodeando un patio de armas, dentro del cual se encontraban los restos
desvencijados de un establo y una herrería, pero era la propia torre la que dominaba el
interior del anillo de colinas.

Una vez este lugar se llamó Karazhan. Una vez fue el hogar del último de los
misteriosos y secretos Guardianes de Tirisfal. Una vez fue un lugar vivo. Ahora estaba
sencillamente abandonado y perdido en el tiempo.

Había silencio en la torre, pero no tranquilidad. En el abrazo de la noche unas


siluetas revoloteaban de ventana en ventana, y formas fantasmagóricas danzaban en
balcones y parapetos. Menos que fantasmas pero más que recuerdos, eran nada menos
que trozos del pasado que se habían desprendido del paso del tiempo. Estas sombras
habían sido arrancadas del pasado por la locura del propietario de la torre, y ahora
estaban condenadas a interpretar sus historias una y otra vez en el silencio de la torre
abandonada. Condenadas a interpretar pero desprovistas de audiencia alguna que lo
apreciase.

Entonces, en el silencio se oyó el suave roce de una bota sobre la piedra, y luego
otra. Un destello de movimiento bajo la luna llena, una sombra contra la piedra blanca,
el susurro de una andrajosa capa roja en el frío aire nocturno. Una silueta caminaba
sobre el parapeto superior, en la espira almenada más alta, la cual años antes había
servido de observatorio.

La puerta que conducía del parapeto al observatorio chirrió sobre sus antiguas
bisagras, y se detuvo congelada por la herrumbre y el paso del tiempo. La figura
envuelta en la capa se paró un instante; entonces colocó un dedo en la bisagra y
murmuró unas pocas palabras. La puerta se abrió en silencio, como si las bisagras
fueran nuevas. El intruso se permitió una sonrisa.

Ahora el observatorio estaba vacío, y los instrumentos que quedaban, rotos y


abandonados. La figura intrusa, casi tan silenciosa como uno de los fantasmas, recogió
un astrolabio aplastado, retorcido en algún momento de cólera ya olvidado. Ahora era
simplemente un pesado trozo de oro, inerte e inútil en sus manos.

Hubo otro movimiento en el observatorio, y el intruso levantó la vista. Ahora


cerca de él había una figura fantasmal junto a una de las muchas ventanas. El
fantasma/no fantasma era un hombre ancho de hombros, con pelo y barba que una vez
fueron oscuros pero ahora encanecían prematuramente en los bordes. La figura era uno
de los fragmentos del pasado, separado de éste y ahora repitiendo su tarea, tuviera
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público o no. Por el momento, el hombre de pelo oscuro sostenía el astrolabio, el
gemelo intacto del que estaba en las manos del intruso, y trasteaba con una ruedecilla en
uno de sus costados. Un momento, una comprobación y un giro de la ruedecilla. Sus
oscuras cejas se fruncieron sobre unos fantasmagóricos ojos verdes. Un segundo
momento, otra comprobación y otro giro. Finalmente la figura alta e imponente suspiro
hondo y dejó el astrolabio en una mesa que ya no estaba allí, y luego se desvaneció.

El intruso asintió. Tales apariciones eran habituales incluso en los tiempos en


que Karazhan estaba habitado, aunque ahora, arrancadas del control (y de la locura) de
su amo, se habían vuelto más osadas. Y a pesar de todo, esos fragmentos del pasado
pertenecían aquí, mientras que él no. Él era el intruso, no ellos.

El intruso cruzó la habitación hasta la escalera descendente, mientras tras él el


anciano volvía a hacerse visible con un parpadeo y repetía su acción, observando con su
astrolabio un planeta que hacía mucho que se había movido a otra parte del cielo.

El intruso bajó por la torre, cruzando los pisos para llegar a otras escaleras y
otras estancias.

Ninguna puerta estaba bloqueada, ni siquiera las cerradas con llave y clavadas,
ni las selladas por el óxido y el tiempo. Unas pocas palabras, un toque, un gesto y los
remaches se soltaban, el óxido se disolvía en montoncitos rojizos y las bisagras
quedaban restauradas. En uno o dos sitios seguían brillando las antiguas protecciones,
manteniendo su poder a pesar del tiempo transcurrido. Se detuvo ante ellas durante unos
instantes, pensando, reflexionando, buscando en su memoria la clave adecuada. Dijo la
palabra correcta, realizó el movimiento indicado con las manos, hizo pedazos la débil
magia que quedaba, y siguió adelante.

Mientras avanzaba por la torre, los fantasmas del pasado se agitaban y se


volvían más activos. Teniendo ahora una posible audiencia, parecía que esos trozos del
pasado querían representar su papel, aunque sólo fuera para librarse de este sitio.
Cualquier sonido que hubieran poseído se había desvanecido hacía eras, dejando sólo
las imágenes moviéndose por las estancias.

El intruso pasó junto a un mayordomo vestido con una librea oscura, mientras el
frágil anciano avanzaba lentamente por el pasillo, llevando una bandeja de plata y unas
anteojeras puestas. Después cruzó la biblioteca, donde una jovencita de piel verde
estaba de pie leyendo un antiguo libro, dándole la espalda. Atravesó un salón de
banquetes, en cuyo extremo un grupo de músicos tocaba sin sonido alguno y unos
bailarines danzaban una gavota. En el otro extremo ardía una gran ciudad, y sus llamas
lamían inofensivas las paredes de piedra y los tapices podridos. El intruso atravesó las
silenciosas llamas, aunque su rostro se volvió macilento y se tensó cuando contempló
una vez más la poderosa ciudad de Stormwind ardiendo a su alrededor.
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En una habitación tres hombres jóvenes se sentaban en torno a una mesa y se
contaban mentiras hoy ya olvidadas. Había desparramadas jarras de metal en la
superficie de la mesa, al igual que bajo ella. El intruso se quedó observando la imagen
algún tiempo, hasta que una fantasmal posadera trajo una nueva ronda. Entonces agitó
la cabeza y siguió avanzando.

Casi había llegado hasta la planta baja, y salió a un balcón que colgaba
precariamente del muro, como un nido de avispas sobre la entrada principal. Allí, en el
amplio espacio que se extendía ante la torre, entre la entrada principal y los establos que
había al otro lado del patio, ahora derrumbados, había una sola imagen fantasmagórica,
solitaria y aislada. No se movía como las demás, sino que permanecía allí, esperando
vacilante. Un fragmento del pasado que no había sido liberado. Un fragmento que lo
estaba esperando.

La imagen inmóvil era de un hombre joven con una franja blanca recorriendo su
desordenada cabellera oscura. Los dispersos fragmentos de una barba reciente podían
verse en su rostro. Una ajada mochila estaba a los pies del joven, que tenía agarrada una
carta con un sello rojo como si le fuera en ello la vida.

Éste sí que no era ningún fantasma, sabía el intruso, aunque puede que el
propietario de la imagen hubiera muerto ya, caído en combate bajo un sol extranjero.
Éste era un recuerdo, un fragmento del pasado, atrapado como un insecto en ámbar,
esperando ser liberado. Esperando su llegada.

El intruso se sentó en la balaustrada de piedra del balcón y miró hacia fuera, más
allá del patio, más allá del cerro y más allá del anillo de colinas. Había silencio bajo la
luz de la luna, y las mismas montañas parecían estar conteniendo el aliento,
esperándolo.

El intruso levantó la mano y entonó una serie de cánticos. La primera vez, las
rimas y ritmos llegaron suavemente, luego más fuerte, y finalmente con mucha más
fuerza, haciendo pedazos la calma. En la distancia los lobos oyeron su cántico y lo
devolvieron con el contrapunto de sus aullidos.

Y la imagen del joven fantasmal, que parecía tener los pies atrapados en el
barro, respiró hondo, se echó al hombro su mochila de secretos y avanzó a duras penas
hacia la entrada principal de la torre de Medivh.

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CAPÍTULO UNO
KARAZHAN
K hadgar se aferraba a la carta de presentación con el sello rojo e

intentaba desesperadamente recordar su propio nombre. Había cabalgado durante días,


acompañando a varias caravanas y finalmente haciendo en solitario el viaje hasta
Karazhan tras atravesar el inmenso y agreste Bosque de Elwynn. Luego la larga
escalada hasta la cima de las montañas, hasta este lugar sereno, vacío y solitario. Incluso
el aire parecía frío y distante. Ahora, deshecho y cansado, el joven de barba desaliñada
estaba plantado en el patio bajo el crepúsculo, petrificado ante lo que tenía que hacer.

Presentarse ante el mago más poderoso de Azeroth.

Un honor, habían dicho los eruditos del Kirin Tor. Una oportunidad, habían
insistido, que no había que desaprovechar. Los mentores académicos de Khadgar, un
cónclave de influyentes eruditos y hechiceros, le habían dicho que llevaban años
intentando introducir un oído amigo en la torre de Karazhan. Los Kirin Tor querían
aprender los conocimientos que el mago más poderoso de la tierra tenía ocultos en su
biblioteca. Querían conocer las investigaciones que desarrollaba. Y más que nada
querían que este mago solitario e independiente empezase a preparar su legado, querían
saber cuándo el grande y poderoso Medivh planeaba entrenar a un heredero.

El gran Medivh y los Kirin Tor llevaban años en un tira y afloja por esos asuntos
y por otros, aparentemente, y sólo ahora había hecho aquél, algunas concesiones. Sólo
ahora tomaba un aprendiz. Fuese por un repentino arrepentimiento de su reputadamente
duro corazón, una simple concesión diplomática o una percepción del mago de su
propia mortalidad, eso no les importaba a los maestros de Khadgar. La única verdad era
que este poderoso (y para Khadgar, misterioso) mago había solicitado un asistente, y los
Kirin Tor, que gobernaban el reino mágico de Dalaran, estaban más que felices de
acceder a la petición.

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Así que el joven Khadgar fue seleccionado y enviado con una lista de
instrucciones, órdenes, contraórdenes, peticiones, sugerencias, consejos y otras
solicitudes de sus arcanos maestros. Pregúntale a Medivh por los combates de su madre
contra los demonios, pidió Guzbah, su primer instructor. Entérate de todo lo que
encuentres en su biblioteca acerca de la historia de los elfos, solicitó Lady Delth. Busca
entre sus libros si tiene algún bestiario, ordenó Alonda, que estaba convencida de que
había una quinta especie de troll que todavía no estaba registrada en sus volúmenes. Sé
directo, sincero y honesto, le aconsejó el Artífice Jefe Norlan; parece que el Gran
Magus Medivh valora esos rasgos del carácter. Sé diligente y haz lo que te digan. No
haraganees. Que siempre parezca que estás interesado. Cuando estés de pie, ponte
derecho. Y por encima de todo mantén los ojos y los oídos abiertos.

Las ambiciones de los Kirin Tor no es que preocuparan horriblemente a


Khadgar; su educación en Dalaran y su temprano aprendizaje en el Cónclave le habían
dejado claro que sus mentores poseían una curiosidad insaciable acerca de la magia en
todas sus formas. Sus continuos catalogados, acumulación y definición de la magia
quedaban impresos en los jóvenes estudiantes desde muy temprana edad, y Khadgar no
era diferente a la mayoría.

De hecho, se daba cuenta, puede que hubiera sido su propia curiosidad la que
había provocado su difícil situación. Sus propios vagabundeos nocturnos por las
estancias de la Ciudadela Violeta de Dalaran habían descubierto más de un secreto que
el Cónclave preferiría no revelar. El gusto del Artífice Jefe por el aguardiente, por
ejemplo, o la predilección de Lady Delth por los jóvenes donceles de apenas una
fracción de su edad, o la colección secreta de Korrigan el bibliotecario de panfletos
describiendo (de un modo más bien escabroso) las prácticas de los adoradores de
demonios del pasado.

Y había algo acerca de uno de los grandes sabios de Dalaran, el venerable


Arrexis, una de las eminencias grises que incluso los otros respetaban. Había
desaparecido, o muerto, o le había pasado algo terrible, y los demás decidieron no
mencionarlo, incluso hasta el punto de borrar el nombre de Arrexis de los libros y no
volver a nombrarlo. Pero a pesar de todo, Khadgar lo había descubierto. Khadgar poseía
la capacidad de encontrar la referencia necesaria, hacer la deducción correcta o hablar
con la persona adecuada en el momento adecuado. Era un don que podía llegar a ser una
maldición.

Cualquiera de estos descubrimientos podía haber provocado que él consiguiera


esta prestigiosa (y a pesar de todos los planes y advertencias, posiblemente fatal)
misión. Quizá pensaron que el joven Khadgar era demasiado bueno descubriendo
secretos; y mejor para el cónclave mandarlo a donde su curiosidad le hiciera algún bien

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a los Kirin Tor. O, al menos, donde estaría lo bastante lejos para no descubrir secretos
acerca de los demás habitantes de la Ciudadela Violeta.

Y Khadgar, en su incansable fisgoneo, también había oído esa teoría.

Así que Khadgar partió con una mochila llena de notas, un corazón lleno de
secretos y una cabeza llena de grandes exigencias y consejos inútiles. En la última
semana antes de partir de Dalaran, había hablado con casi todos los miembros del
Cónclave, cada uno de los cuales estaba interesado en algo acerca de Medivh. Para
tratarse de un mago que vivía en mitad de ninguna parte, rodeado de árboles y de picos
ominosos, los miembros de los Kirin Tor tenían una curiosidad extrema acerca de él.
Ansiosa, incluso.

Respirando hondo (y recordando al hacerlo que aún estaba cerca de los


establos), Khadgar avanzó a grandes zancadas hacia la torre propiamente dicha, y sintió
los pies como si estuviera arrastrando su pony de carga por los tobillos.

La entrada principal bostezaba como la boca de una caverna, sin portón ni


rastrillo. Eso tenía sentido. ¿Qué ejército se abriría paso por el bosque de Elwynn para
escalar las paredes del cráter, y todo para luchar contra el Magus Medivh en persona?
No había constancia de que nada ni nadie hubiera intentado alguna vez poner sitio a
Karazhan.

La entrada envuelta en sombras era lo bastante alta como para dejar pasar a un
elefante con todos sus arreos. Colgado sobre ella había un amplio balcón con la
balaustrada de piedra blanca. Desde allí, uno estaría a la misma altura que las colinas
circundantes y tendría a la vista las montañas que había al otro lado. Hubo un destello
de movimiento en la balaustrada, un leve movimiento que Khadgar sintió más que vio.
Una figura envuelta en una túnica, quizá, que se movía por el balcón hacia el interior de
la torre propiamente dicha. ¿Incluso ahora lo observaban? ¿No había nadie para
recibirlo o es que esperaban que se aventurase solo en la torre?

—¿Eres el nuevo joven? —dijo una voz baja, casi sepulcral; y a Khadgar, que
mantenía levantada la cabeza, casi se le salió el corazón por la boca.

Se giró para ver una figura delgada y encorvada que emergía de las sombras de
la entrada. La cosa encorvada parecía marginalmente humana, y por un momento,
Khadgar se preguntó si Medivh estaría mutando animales del bosque para que
trabajaran como sus criados. Éste parecía una comadreja sin pelo, y su alargado rostro
estaba enmarcado por lo que parecía ser un par de rectángulos negros.

Khadgar no recordaba haber respondido, pero la persona comadreja salió más de


las sombras.

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—¿Eres el nuevo joven? —repitió.

Cada palabra fue pronunciada por separado, encapsulada en su propia cajita,


articulada y separada de las demás. Salió por completo a la luz y se reveló como nada
más o menos amenazador que un anciano delgado como un fideo vestido con una librea
oscura de estambre. Un sirviente; humano, pero sirviente. Ello, o mejor dicho, él,
llevaba unos rectángulos negros a los lados de la cabeza, como si fueran unas orejeras,
que se extendían hacia delante en dirección a su prominente nariz. El joven se dio
cuenta de que estaba mirando como un pasmarote al anciano.

—Khadgar —dijo, y tras un momento le entregó la carta de presentación—. De


Dalaran. Khadgar de Dalaran, en el reino de Lordaeron. Me envían los Kirin Tor. De la
Ciudadela Violeta. De Dalaran. En Lordaeron.

Se sentía como si estuviese tirando piedras de conversación a un gran pozo


vacío, con la esperanza de que el anciano respondiera a alguna de ellas.

—Por supuesto que lo eres, Khadgar —dijo el anciano—. De los Kirin Tor. De
la Ciudadela Violeta. De Dalaran.

El sirviente tomó la carta como si el documento fuera un reptil vivo y, tras alisar
sus picos arrugados, se la guardó en el chaleco de la librea sin abrirla. Tras llevarla y
protegerla durante tantos kilómetros, Khadgar sintió el dolor de la pérdida. La carta de
presentación representaba su futuro, y no le gustaba verla desaparecer, ni siquiera un
momento.

—Los Kirin Tor me envían a ayudar a Medivh. A Lord Medivh. Al mago


Medivh. Medivh de Karazhan.

Khadgar se dio cuenta de que estaba a medio paso de ponerse a farfullar, y con
un esfuerzo titánico cerró la boca firmemente.

—Estoy seguro de que sí —dijo el criado—. De que te mandaron, quiero decir.

Palpó el sello de la carta y una delgada mano se sumergió en su levita, sacando


un par de rectángulos negros unidos por una estrecha banda metálica.

—¿Anteojeras?

Khadgar parpadeó.

—No; quiero decir, no, gracias.

—Moroes —dijo el criado.

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Khadgar movió la cabeza.

—Me llamo Moroes —dijo el criado—. Mayordomo de la torre, senescal de


Medivh. ¿Anteojeras? —Volvió a levantar los rectángulos negros, idénticos a los que
enmarcaban su alargado rostro.

—No, gracias, Moroes —dijo Khadgar, con una mueca de curiosidad en el


rostro.

El criado se dio la vuelta y le hizo un leve gesto con la mano a Khadgar para que
lo siguiera.

Khadgar recogió su mochila y tuvo que trotar para alcanzar al sirviente. A pesar
de toda su aparente fragilidad, el mayordomo se movía a buen paso.

—¿Está usted sólo en la torre? —aventuró Khadgar mientras empezaba a subir


un tramo curvo de escaleras anchas y bajas. La piedra estaba hundida en el centro,
gastada por el paso de miles de pies de sirvientes y huéspedes.

—¿Eh? —respondió el criado.

—¿Está usted solo? —repitió Khadgar, preguntándose si se vería reducido a


hablar como lo hacía Moroes para que lo entendieran—. ¿Vive usted aquí solo?

—El Magus está aquí —respondió Moroes con una voz sibilante que sonaba tan
débil y muerta como el polvo de una tumba.

—Sí, por supuesto —dijo Khadgar.

—No tendría mucho sentido que tú estuvieras aquí si él no estuviera —continuó


el mayordomo—. Aquí, quiero decir.

Khadgar se preguntó si la voz del anciano sonaba así porque no la usaba muy a
menudo.

—Por supuesto —asintió Khadgar—. ¿Alguien más?

—Ahora tú —siguió Moroes—. Más trabajo cuidar de dos que de uno. Y no es


que se me consultara.

—¿Así que normalmente están solos usted y el mago? —dijo Khadgar,


preguntándose si al mayordomo lo habrían contratado (o creado) con su naturaleza
taciturna en mente.

—Y Cocinas —dijo Moroes—. Aunque Cocinas no habla demasiado. A pesar


de todo, gracias por preguntar.

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Khadgar trató de contenerse para no levantar la vista al cielo, pero no lo
consiguió. Tuvo la esperanza de que las anteojeras a ambos lados de la cara del
mayordomo hubieran impedido que éste viera su respuesta.

Llegaron a un descansillo, una intersección de pasillos iluminada por antorchas.


Moroes cruzó inmediatamente hasta otro tramo de escaleras desgastadas que había justo
al frente. Khadgar se detuvo un momento para inspeccionar las antorchas. Puso una
mano apenas a unos centímetros de la titilante llama, pero no sintió calor. Khadgar se
preguntó si el fuego frío sería común por toda la torre. En Dalaran usaban cristales
fosforescentes, que relucían con un brillo estable y constante, aunque sus
investigaciones hablaban de espejos reflectantes, espíritus elementales vinculados a
lámparas y, en un caso, enormes luciérnagas cautivas. Y, sin embargo, estas llamas
parecían estar congeladas en su sitio.

Moroes, que había subido la siguiente escalera hasta la mitad, se dio la vuelta y
carraspeó. Khadgar corrió para alcanzarlo. Aparentemente las anteojeras no limitaban
tanto al viejo mayordomo.

—¿Por qué las anteojeras? —preguntó Khadgar.

—¿Eh? —replicó Moroes.

Khadgar se tocó el lado de la cabeza.

—Las anteojeras. ¿Para qué?

Moroes contrajo su rostro en lo que Khadgar sólo pudo suponer que era una
sonrisa.

—La magia es fuerte aquí. Fuerte, y a veces no está bien. Se ven… cosas… por
aquí. A menos que tengas cuidado. Yo tengo cuidado. Los otros visitantes, los que
vinieron antes que tú, ellos tuvieron menos cuidado. Ahora se han ido.

Khadgar pensó en el fantasma que podía o no podía haber visto en el balcón y


asintió.

—Cocinas tiene unas gafas de cuarzo rosa —añadió Moroes—. Dice que son lo
mejor. —Hizo una pausa durante un instante y añadió—. Cocinas es un poco tonta.

Khadgar tenía la esperanza de que Moroes fuera algo más comunicativo una vez
que tuviera más confianza.

—¿Lleva mucho tiempo al servicio del mago?

—¿Eh? —volvió a decir Moroes.

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—¿Lleva mucho tiempo con él? —repitió Khadgar, esperando mantener la
impaciencia fuera de su voz.

—Sí —dijo el mayordomo—. Lo suficiente. Demasiado. Parecen años. El


tiempo aquí es así. —El ajado mayordomo dejó inacabada la frase y los dos subieron las
escaleras en silencio.

—¿Qué sabe acerca de él? —preguntó finalmente Khadgar—. Del Magus,


quiero decir.

—La cuestión es —dijo Moroes mientras abría una puerta para revelar otro
tramo de escaleras—: ¿qué sabes tú?

Las investigaciones de Khadgar acerca del asunto habían sido


sorprendentemente improductivas, y los resultados frustrantemente escasos. A pesar del
acceso a la Gran Biblioteca de la Ciudadela Violeta (y el acceso subrepticio a unas
cuantas bibliotecas privadas y colecciones secretas) había bastante poco acerca de este
grande y poderoso Medivh. Y esto era doblemente raro, puesto que los magos más
antiguos de Dalaran parecían sentir un temor reverencial hacia ese Medivh, y querían
una cosa u otra de él. Algún favor, algún servicio, algo de información.

Medivh parecía ser un hombre joven, para lo que era normal entre los magos.
Sólo tenía unos cuarenta y tantos años, y durante gran parte de este tiempo parecía no
haber tenido ningún impacto en su entorno. Esto sorprendía a Khadgar. La mayoría de
las historias que había oído y leído decían que los magos independientes solían ser
bastante escandalosos, imprudentes a la hora de entrometerse en secretos que el hombre
no debería conocer, y solían morir, quedar mutilados o malditos por mezclarse con
poderes y energías más allá de su control. La mayoría de las lecciones que había
aprendido de niño sobre los magos que no eran de Dalaran siempre acababan igual: sin
límites, autocontrol ni reflexión, los magos espontáneos, autodidactas, sin el
entrenamiento adecuado, siempre acababan mal; a veces, aunque no a menudo,
destruyendo gran cantidad de las tierras circundantes.

El hecho de que Medivh no hubiera llegado a derrumbar sobre su cabeza un


castillo, o a dispersar sus átomos por todo el Vacío Abisal, o a invocar un dragón sin
saber controlarlo, indicaba o bien un gran autocontrol o un gran poder. Por todo el jaleo
que los eruditos habían organizado con su nombramiento, y la lista de instrucciones que
había recibido, Khadgar se inclinaba por lo último.

Y a pesar de todas sus investigaciones, no había logrado averiguar el porqué. No


había indicios de ninguna investigación de importancia de este Medivh, ningún
descubrimiento significativo, ningún logro determinante que explicase la evidente
reverencia que los Kirin Tor sentían por este mago independiente. No se le conocían

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grandes guerras, grandes conquistas ni poderosas batallas. Los bardos eran
notablemente lacónicos cuando se trataba de Medivh, y heraldos que por lo demás eran
diligentes se encogían de hombros a la hora de discutir sus logros.

Y aun así, se daba cuenta Khadgar, aquí había algo importante, algo que creaba
en los estudiosos una mezcla de miedo, respeto y envidia. Los Kirin Tor no
consideraban sus iguales en conocimiento mágico a ningún otro mago, y de hecho
solían tratar de obstaculizar a los magos que no estaban afiliados a la Ciudadela Violeta.
Y sin embargo inclinaban la cabeza ante Medivh, ¿por qué?

Khadgar sólo tenía unos mínimos indicios: algo acerca de sus padres (Guzbah
estaba especialmente interesado en la madre de Medivh); algunas notas marginales en
un grimorio mencionando su nombre y referencias a sus ocasionales visitas a Dalaran.
Todas estas visitas habían sido en los últimos cinco años, y aparentemente Medivh sólo
se había entrevistado con los magos más ancianos, como el desaparecido Arrexis.

En suma, Khadgar sabía bien poco de este presunto gran mago para el que le
habían encargado que trabajase. Y puesto que él pensaba que el conocimiento era su
armadura y su espada, se sentía terriblemente mal preparado para el encuentro que se
avecinaba.

—No mucho —dijo en voz alta.

—¿Eh? —respondió Moroes girándose en las escaleras.

—He dicho que no sé mucho —dijo Khadgar levantando la voz más de lo que
hubiera deseado.

Su voz reverberó en las paredes desnudas de la escalera. Ésta se curvaba, y


Khadgar se preguntó si la torre era realmente tan alta como parecía. Le dolían las
pantorrillas de la subida.

—Por supuesto que no —dijo Moroes—. Que no sabes, quiero decir. La gente
joven nunca sabe mucho. Eso es lo que los hace jóvenes, supongo.

—Quiero decir… —dijo Khadgar irritado. Hizo una pausa para tomar aliento—.
Quiero decir que no sé mucho acerca de Medivh. Usted preguntó.

Moroes se detuvo un instante, con el pie apoyado en el siguiente peldaño.

—Supongo que pregunté —dijo al fin.

—¿Cómo es? —preguntó Khadgar con gesto suplicante.

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—Como todo el mundo, supongo —dijo Moroes—. Tiene sus cosas, tiene sus
días. Buenos y malos. Como todo el mundo.

—Se pone los pantalones por los pies —dijo Khadgar con un suspiro.

—No, se los pone levitando —dijo Moroes. El viejo criado miró a Khadgar, y el
joven pudo distinguir el leve indicio de una sonrisa cruzando el rostro del anciano—.
Una escalera más.

La última escalera era de caracol, y Khadgar supuso que estarían llegando a la


espira más alta de la torre. El viejo criado abría la marcha.

La escalera se abría a una pequeña habitación circular, rodeada por un amplio


parapeto. Como había supuesto Khadgar, estaban en la cima de la torre, que tenía un
gran observatorio. Las paredes y el techo estaban atravesados por ventanas de cristal,
limpias y sin empañar. En el tiempo que les había llevado la subida había caído la
noche, y el cielo estaba oscuro y salpicado de estrellas.

El observatorio en sí estaba oscuro, iluminado por unas pocas antorchas de la


misma luz fija que había en los demás sitios. Pero éstas estaban cubiertas, ya que habían
sido tapadas para poder observar el cielo nocturno. En el centro de la habitación
reposaba un brasero apagado listo para ser usado más tarde, puesto que la temperatura
bajaría a medida que se acercara la mañana.

Había varias grandes mesas ovaladas repartidas junto a las paredes del
observatorio, cubiertas con todo tipo de aparatos. Niveles de plata y astrolabios de oro
servían de pisapapeles para mantener antiguos textos abiertos por ciertas páginas. En
una mesa había una maqueta a medio montar que mostraba el movimiento de los
planetas por la bóveda celestial, junto con los finos alambres, las bolas y unas delicadas
herramientas. Había cuadernos de notas apilados contra una pared, y más en cajas
atestadas que había bajo las mesas. Un mapa enmarcado del continente mostraba las
tierras meridionales de Azeroth y Lordaeron, la patria de Khadgar, junto con los reinos
enano y élfico de Khaz Modan y Quel’Thalas, tan dados a aislarse. En el mapa había
clavadas multitud de chinchetas, constelaciones que sólo Medivh podía descifrar.

Y Medivh estaba allí, porque para Khadgar no podía ser otro. Era un hombre de
edad mediana, con el pelo largo y recogido en una cola de caballo. En su juventud su
pelo seguramente habría sido negro como el azabache, pero ahora ya estaba
encaneciendo en las sienes y la barba. Khadgar sabía que esto les pasaba a muchos
magos, por la tensión de las energías mágicas que manipulaban.

Medivh iba vestido con ropas sencillas para un mago, bien confeccionadas y
ajustadas a su recia osamenta. Un corto tabardo, no adornado por decoración alguna,

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colgaba hasta su cintura, sobre unos pantalones remetidos en unas botas excesivamente
grandes. Una voluminosa capa marrón colgaba de sus anchos hombros, y tenía la
capucha echada hacia atrás.

Cuando los ojos de Khadgar se acostumbraron a la oscuridad, se dio cuenta de


que estaba equivocado acerca de que la ropa del mago no estaba decorada. De hecho
estaba entretejida con filigrana de plata, de una factura tan delicada que era invisible a
primera vista. Observando la espalda del mago, Khadgar se dio cuenta que estaba
mirando al rostro estilizado de un antiguo demonio legendario. Parpadeó, y en ese
instante la tracería se transformó en un dragón enroscado, y luego en el cielo nocturno.

Medivh les daba la espalda al viejo criado y al joven, ignorándolos por


completo. Estaba de pie junto a una de las mesas, con un astrolabio dorado en una mano
y un cuaderno de notas en la otra. Parecía perdido en sus pensamientos, y Khadgar se
preguntó si ésta sería una de las “cosas” acerca de las que le había prevenido Moroes.

Khadgar se aclaró la garganta y dio un paso al frente, pero Moroes levantó una
mano. Khadgar se quedó inmóvil, como si hubiera quedado paralizado por un conjuro
mágico.

En su lugar el viejo sirviente caminó en silencio hasta un lado del maestro


hechicero, esperando que Medivh advirtiera su presencia. Pasó un minuto. Un segundo
minuto. Y luego un periodo que Khadgar juró que era una eternidad.

Finalmente, la figura de la capa dejó el astrolabio e hizo tres rápidas anotaciones


en el cuaderno de notas. Cerró en seco el libro y dirigió la vista hacia Moroes.

Al ver su rostro por primera vez, Khadgar pensó que Medivh era mucho más
viejo de los cuarenta y tantos años que se le suponían. El rostro estaba arrugado y
envejecido. Se preguntó qué magias blandiría Medivh que habían escrito una historia
tan profunda en su rostro.

Moroes se metió la mano en el chaleco y sacó la arrugada carta de presentación,


cuyo sello escarlata parecía ahora rojo como la sangre bajo la uniforme luz de aquellas
antorchas que no parpadeaban. Medivh se dio la vuelta y observó al joven.

Los ojos del mago estaban hundidos bajo unas pobladas cejas oscuras, pero
Khadgar se dio cuenta enseguida del poder que yacía bajo ellos. Algo danzaba y
parpadeaba bajo esos ojos de color verde oscuro, algo poderoso y quizá incontrolado.
Algo peligroso. El maestro mago le echó una ojeada, y en un momento Khadgar sintió
que el mago había examinado el total de su existencia y no la había encontrado más
interesante que la de un escarabajo o una pulga.

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Medivh apartó la vista de Khadgar y miró la carta de presentación, que seguía
lacrada. Khadgar se sintió relajado casi de inmediato, como si un depredador grande y
hambriento hubiera pasado de largo sin hacerle caso.

Su alivio duró poco. Medivh no abrió la carta. En vez de eso frunció ligeramente
el ceño y el pergamino estalló en llamas con una explosiva ráfaga de aire. Las llamas se
agolparon en el extremo opuesto al que él sostenía el documento, y temblaron con una
tonalidad intensa y azulada.

Cuando Medivh habló, su voz fue a la vez grave y divertida:

—Bueno —dijo, ignorando el hecho de que sostenía el futuro de Khadgar


ardiendo en su mano—. Parece que por fin ha llegado nuestro joven espía.

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CAPÍTULO DOS
ENTREVISTA CON EL
MAGUS
—¿A lgún problema? —preguntó Medivh, y Khadgar volvió a

sentirse súbitamente bajo la mirada del archimago.

De nuevo se sentía como un escarabajo, pero esta vez como uno que
inadvertidamente hubiera atravesado la mesa de trabajo de un coleccionista de insectos.
Las llamas ya habían consumido media carta de presentación, y el sello de lacre se
estaba derritiendo, goteando sobre las losas del suelo del observatorio.

Khadgar era consciente de que tenía los ojos desorbitados, el rostro demacrado y
pálido y la boca abierta con la mandíbula colgando. Intentó obligar al aire a salir de su
cuerpo, pero lo único que pudo conseguir fue un siseo estrangulado. Las pobladas cejas
oscuras se arquearon en una mirada divertida.

—¿Estás enfermo? Moroes, ¿el muchacho está enfermo?

—Cansado, quizá —dijo Moroes en un tono neutro—. Ha sido una larga subida.

Finalmente, Khadgar logró recuperar la suficiente compostura para gritar.

—¡La carta!

—Ah —dijo Medivh—. Sí, gracias, casi me olvidaba.

Caminó hasta el brasero y dejó caer el pergamino ardiendo sobre los carbones.
La llamarada azul se alzó espectacularmente hasta la altura más o menos del hombro, y
luego disminuyó hasta convertirse en una llama normal, que llenaba la habitación con
un brillo cálido y rojizo. De la carta de presentación, con su pergamino y su sello
escarlata inscrito con el símbolo de los Kirin Tor, no quedaba ni rastro.

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—¡Pero si ni la ha leído! —dijo Khadgar. Entonces se dio cuenta—. Quiero
decir, señor, con todo respeto…

El archimago soltó una risita y se sentó en una gran silla hecha de lienzo y
madera oscura tallada. El brasero iluminaba su rostro, resaltando las arrugas que
formaba su sonrisa. A pesar de esto, Khadgar no lograba tranquilizarse.

Medivh se inclinó hacia delante en la silla.

—Oh, Grande y Respetado Magus Medivh —dijo—, Archimago de Karazhan:


Le traigo saludos de los Kirin Tor, la más letrada y poderosa de todas las academias,
gremios y asociaciones mágicas; consejeros de reyes, maestros de los eruditos,
reveladores de secretos. Y siguen así un buen rato, dándose más aires con cada frase.
¿Cómo voy hasta ahora?

—No sabría decir —respondió Khadgar—. Me dieron instrucciones…

—De no abrir la carta —acabó Medivh—. Pero lo hiciste de todos modos.

El archimago levantó la vista para mirar al joven, y a Khadgar se le hizo un


nudo en la garganta. Algo parpadeó en los ojos de Medivh, y Khadgar se preguntó si el
archimago tendría el poder de lanzar conjuros sin que nadie se diera cuenta.

Khadgar asintió lentamente, preparándose para la respuesta.

Medivh soltó una carcajada.

—¿Cuándo?

—En el… en el viaje desde Lordaeron hasta Kul Tiras —dijo Khadgar, inseguro
de si lo que diría iba a divertir o a irritar a su posible mentor—. Tuvimos calma chicha
un par de días y…

—La curiosidad pudo contigo —Medivh volvió a acabar la frase por él. Sonrió,
y fue una limpia sonrisa blanca bajo una barba entrecana—. Yo probablemente la habría
abierto en el mismo momento en el que hubiera perdido de vista la Ciudadela Violeta.

Khadgar respiró hondo.

—Lo pensé, pero supuse que tendrían activado algún conjuro de adivinación, al
menos a ese alcance —dijo.

—Y querías estar lejos de cualquier conjuro o mensaje que te llamara de vuelta


si abrías la carta. Y la volviste a cerrar lo bastante bien para burlar una inspección
superficial, seguro de que yo rompería el sello enseguida y no notaría la

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manipulación. —Medivh se permitió una risita, pero su rostro adquirió un gesto de
concentración—. ¿Cómo lo he hecho? —preguntó.

Khadgar parpadeó.

—¿Hacer qué, señor?

—Saber lo que ponía en la carta —dijo Medivh, mientras bajaban las comisuras
de su boca—. La carta que acabo de quemar dice que encontraré al joven Khadgar muy
impresionante por su capacidad deductiva y su inteligencia. Impresióname.

Khadgar miró a Medivh, y la sonrisa jovial de unos segundos antes se había


evaporado. El rostro sonriente era ahora el de algún dios primigenio labrado en piedra,
crítico e implacable. Los ojos que antes habían chispeado de diversión ahora parecían
ocultar a duras penas una furia contenida. Las cejas estaban fruncidas juntas como los
nubarrones de una tormenta en formación.

Khadgar tartamudeó unos instantes antes de empezar a hablar.

—Ha leído mi mente.

—Posible —dijo Medivh—. Pero incorrecto. Ahora mismo eres un manojo de


nervios, y eso dificulta la lectura de mentes. Una mal.

—Ya ha recibido usted antes este tipo de cartas —dijo Khadgar—. De los Kirin
Tor. Usted sabe el tipo de cartas que escriben.

—También es posible —dijo el archimago—. Puesto que he recibido tales


cartas, y sí que suelen ser abrumadoras en su tono de autocomplacencia. Pero tú conoces
las palabras exactas igual que yo. Un buen intento, el más obvio, pero tampoco es
correcto. Dos mal.

La boca de Khadgar formó una delgada línea. Tuvo una intuición y el corazón
empezó a latirle con fuerza en el pecho.

—Simpatía —dijo al fin.

Los ojos de Medivh siguieron inescrutables, y su voz se mantuvo monocorde.

—Explícate.

Khadgar respiró hondo.

—Una de las leyes de la magia. Cuando alguien manipula un objeto deja en él


mismo una parte de su propia aura o vibración mágica. Como las auras varían según el
individuo, es posible establecer una conexión con alguien a través de su aura. De esta

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forma un mechón de pelo puede convertirse en un talismán de amor o se puede rastrear
una moneda hasta su propietario original.

Los ojos de Medivh se entrecerraron y se pasó un dedo por su barbuda mejilla.

—Continúa.

Khadgar se detuvo unos instantes, sintiendo sobre sí el peso de los ojos de


Medivh. Eso era lo que había aprendido en las clases. Estaba a medio camino, pero
¿cómo la había usado él para averiguar…?

—Cuanto más usa alguien un objeto, más fuerte es la resonancia —dijo


rápidamente Khadgar—. Así que por lo tanto un objeto que experimente mucha
manipulación o reciba mucha atención tendrá una simpatía más fuerte. —Ahora le
salían más palabras y más rápido—. Así que un documento que alguien ha escrito tiene
más aura que un pergamino en blanco; y la persona se concentra en lo que escribe, así
que… —Khadgar hizo una pausa para reorganizarse las ideas—. Usted ha leído una
mente, pero no la mía, sino la del escribano que redactó la carta en el momento en que
la estaba escribiendo; ha captado sus pensamientos reforzando las palabras.

—Sin tener que abrir el documento —dijo Medivh, y la luz volvió a danzar en
sus ojos—. ¿Y cómo le sería útil este truco a un estudioso?

Khadgar parpadeó un instante y apartó la vista del archimago, tratando de evitar


su penetrante mirada.

—Se podrían leer libros sin tener que leerlos.

—Algo muy útil para un investigador —dijo Medivh—. Perteneces a una


comunidad de estudiosos, ¿por qué no lo hacen?

—Porque… porque… —Khadgar pensó en el viejo Korrigan, que podía


encontrar cualquier cosa en la biblioteca, incluso la mínima nota marginal—. Creo que
lo hacemos, pero sólo los miembros más ancianos del cónclave.

Medivh asintió.

—Y eso es porque…

Khadgar pensó durante un momento y luego negó con la cabeza.

—¿Quién escribiría si todo el conocimiento pudiera extraerse con una orden


mental y una ráfaga de magia? —sugirió Medivh. Luego sonrió, y Khadgar se dio
cuenta de que había estado conteniendo la respiración.

22
—No eres malo, nada malo. ¿Sabes de contraconjuros?

—Hasta el quinto repertorio.

—¿Tienes poder para un rayo místico? —preguntó enseguida Medivh.

—Uno o dos, pero es agotador —respondió el joven, sintiendo de repente que la


conversación volvía a ponerse seria.

—¿Y tus elementos primarios?

—Soy más fuerte con el fuego, pero los conozco todos.

—¿Y la magia de la naturaleza? —preguntó Medivh—. ¿Madurar, seleccionar,


recolectar? ¿Puedes tomar una semilla y extraerle la juventud hasta convertirla en una
flor?

—No, señor. Fui entrenado en una ciudad.

—¿Puedes hacer un homúnculo?

—Las doctrinas no lo ven con buenos ojos, pero conozco los principios
implicados —dijo Khadgar—. Si siente usted curiosidad…

Los ojos de Medivh se iluminaron un momento.

—¿Has navegado hasta aquí desde Lordaeron? —dijo—. ¿En qué tipo de barco?

Khadgar quedó fuera de juego un momento por el repentino cambio de tema.

—Sí, esto… una goleta tirassiana, la Brisa Majestuosa —contestó.

—Desde Kul Tiras —acabó Medivh—. ¿Tripulación humana?

—Sí.

—¿Hablaste con alguno de la tripulación?

De nuevo Khadgar se sintió pasar de la charla al interrogatorio.

—Un poco —dijo—. Creo que mi acento les parecía divertido.

—Las tripulaciones de los barcos de Kul Tiras se divierten con poco —dijo
Medivh—. ¿Algún no humano en la tripulación?

—No, señor —respondió Khadgar—. Los tirassianos contaron historias de unos


hombres-pez. Los llamaron murlocs. ¿Son reales?

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—Lo son —dijo el Magus—. ¿Con qué otras razas has tenido tratos? Sin contar
las variaciones de la humana.

—Una vez llegaron a Dalaran varios gnomos —dijo Khadgar—. Y he conocido


artífices enanos en la Ciudadela Violeta. Conozco los dragones a través de las leyendas;
en una de las academias vi una vez el cráneo de un dragón.

—¿Y qué hay de los trolls o los goblins? —dijo Medivh.

—Trolls —dijo Khadgar—. Cuatro variedades conocidas de trolls; puede que


haya una quinta.

—Eso son las paparruchas que enseña Alonda —murmuró Medivh, pero le hizo
un gesto a Khadgar para que siguiera.

—Los trolls son salvajes, más grandes que los humanos. Muy altos y fibrosos,
con rasgos alargados. Esto… —meditó unos instantes—, organización tribal. Casi
completamente apartados de las tierras civilizadas, casi extintos en Lordaeron.

—¿Goblins?

—Mucho más pequeños, de tamaño más parecido a los enanos, con la misma
inventiva pero con un cariz destructivo. Temerarios. He oído que como raza están locos.

—Sólo los inteligentes —dijo Medivh—. ¿Sabes algo acerca de los demonios?

—Por supuesto, señor —dijo rápidamente Khadgar—. Quiero decir de las


leyendas, señor. Y conozco las abjuraciones y protecciones apropiadas. Se las enseñan a
todos los magos de Dalaran desde el primer día de entrenamiento.

—Pero nunca has invocado uno —dijo Medivh—. Ni has estado presente
cuando otro lo ha hecho.

Khadgar parpadeó, preguntándose si sería una pregunta trampa.

—No, señor, ni se me ocurriría.

—No lo dudo —dijo el mago, con la más fina ironía en su voz—. Que no se te
ocurriría. ¿Sabes lo que es un Guardián?

—¿Un Guardián? —Khadgar percibió un nuevo giro en la conversación—. ¿Un


vigía? ¿Un guardia? ¿Quizá otra raza? ¿Es algún tipo de monstruo? ¿Quizá un protector
contra los monstruos?

Ahora Medivh sonrió y negó con la cabeza.

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—No te preocupes. Se supone que no debes saberlo, es parte del truco. —
Entonces levantó la vista—. Bueno ¿qué sabes de mí?

Khadgar buscó por el rabillo del ojo a Moroes el senescal, y de repente se dio
cuenta de que el sirviente se había desvanecido, despareciendo entre las sombras. El
joven tartamudeó por unos instantes.

—Los magos de los Kirin Tor tienen un alto concepto de usted —logró decir al
final, diplomáticamente.

—Obviamente —dijo Medivh con brusquedad.

—Es usted un poderoso mago independiente, supuestamente consejero del rey


Llane de Azeroth.

—De vuelta a lo mismo —dijo Medivh asintiéndole al joven.

—Aparte de eso… —Khadgar dudó, preguntándose si realmente el mago podía


leerle la mente.

—¿Sí?

—Nada concreto que justifique la alta estima… —dijo Khadgar.

—Y el miedo —terció Medivh.

—Y la envidia —acabó Khadgar, sintiéndose repentinamente molesto por las


preguntas, inseguro acerca de cómo responder—. Nada en concreto que explique
directamente el gran respeto que le profesan los Kirin Tor.

—Se supone que ha de ser así —le espetó Medivh malhumorado, frotándose las
manos sobre el brasero—. Se supone que ha de ser así.

Khadgar no podía creer que el mago tuviera frío. Él mismo podía sentir el sudor
nervioso correrle por la espalda.

Por fin, Medivh levantó la mirada, y la tormenta volvió a cernirse en sus ojos.

—Pero ¿qué sabes acerca de mí?

—Nada, señor —dijo Khadgar.

—¿Nada? —Medivh levantó la voz, que pareció retumbar por todo el


observatorio—. ¿Nada? ¿Has recorrido todo este camino por nada? ¿Ni siquiera te has
molestado en investigar? Quizá yo no sea más que una excusa para que tus maestros te

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quiten de en medio, con la esperanza de que mueras en el trayecto. No sería la primera
vez que alguien lo intenta.

—No había tanto que investigar. No es que usted haya hecho mucho —
respondió Khadgar un tanto irritado; luego respiró hondo, dándose cuenta de con quién
estaba hablando y lo que estaba diciendo—. Quiero decir, no mucho que yo haya podido
encontrar, quiero decir…

Esperó un estallido de furia del mago, pero Medivh se limitó a emitir una risita.

—¿Y qué pudiste encontrar? —preguntó.

Khadgar suspiró.

—Usted proviene de un linaje de hechiceros. Su padre era un mago de Azeroth,


un tal Nielas Aran. Su madre era Aegwynn, que puede ser un título en vez de un
nombre, uno que se remonta al menos ochocientos años en el pasado. Creció usted en
Azeroth y conoce desde la infancia al rey Llane y a Sir Lothar. Aparte de eso… —
Khadgar dejó la frase inacabada—. Nada.

Medivh miró al interior del brasero y asintió.

—Bueno, eso es algo, más de lo que solía encontrar la mayoría de la gente.

—Y su nombre significa “guardián de los secretos” en alto élfico —añadió


Khadgar—. También encontré eso.

—Demasiado cierto —dijo Medivh, quien repentinamente parecía cansado.


Miró fijamente al brasero durante un rato—. Aegwynn no es un título —dijo al fin—.
Simplemente es el nombre de mi madre.

—Entonces es que ha habido varias Aegwynn, quizá sea un apellido —sugirió


Khadgar.

—Sólo una —dijo sombrío Medivh.

Khadgar emitió una risita nerviosa.

—Pero eso significaría que tenía…

—Algo más de setecientos cincuenta años cuando yo nací —dijo Medivh con un
sorprendente resoplido—. Era bastante mayor. Fui un hijo tardío en su vida. Lo que
puede ser una de las razones por las que los Kirin Tor están interesados en lo que
guardo en mi biblioteca. Que es el motivo de que te hayan mandado aquí.

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—Señor —dijo Khadgar tan serio como pudo—. Para ser sincero, todos los
magos excepto los de posición más elevada de los Kirin Tor quieren que averigüe algo
de usted. Lo haré lo mejor que pueda, pero si hay algún material que usted desee
mantener restringido u oculto, lo comprendo perfectamente…

—Si yo hubiera pensado eso, nunca hubieras atravesado el bosque para llegar
hasta aquí —dijo Medivh con repentina seriedad—. Necesito alguien para ordenar y
clasificar la biblioteca, para empezar, y luego trabajaremos en los laboratorios
alquímicos. Sí, lo harás bien. Verás, yo conozco el significado de tu nombre igual que tú
el mío.

—¡Moroes!

—Aquí, señor —dijo el sirviente, manifestándose repentinamente entre las


sombras. Muy a su pesar, Khadgar dio un salto.

—Lleva al joven abajo a su habitación y asegúrate de que coma algo. Ha sido un


día largo para él.

—Por supuesto, señor —dijo Moroes.

—Una pregunta, maestro —dijo Khadgar, sobreponiéndose—. Quiero decir


Lord Magus, señor.

—Por ahora llámame Medivh. También respondo a Guardián de los Secretos y a


algunos nombres más, no todos ellos conocidos.

—¿Qué ha querido decir con eso de que conoce mi nombre?

Medivh sonrió, y repentinamente la habitación volvió a parecer cálida y


acogedora.

—No hablas enano —observó.

Khadgar negó con la cabeza.

—Mi nombre significa “guardián de los secretos” en alto élfico. Tu nombre


significa “confianza” en la antigua lengua enana. Así que espero que hagas honor a tu
nombre, joven Khadgar, Joven Confianza.

Moroes condujo al joven hasta sus habitaciones, en el tramo central de la torre,


dándole explicaciones con esa voz fantasmal y definitiva mientras descendían por las
escaleras. Las comidas en la torre de Medivh eran sencillas: gachas y salchichas para
desayunar, un almuerzo frío y una cena copiosa y abundante, normalmente un estofado
o un asado servido con vegetales. Cocinas se retiraba tras la cena, pero siempre

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quedaban sobras en la cámara de frío. El horario de Medivh podía ser descrito, de forma
caritativa, como “errático”, y Moroes y Cocinas hacía ya mucho que habían aprendido a
acomodarse a él con un mínimo de molestias por su parte.

Moroes informó al joven Khadgar de que, como asistente en vez de criado, él no


tendría el mismo lujo. Se esperaba que estuviese disponible para ayudar al archimago en
cualquier momento en que éste lo considerara necesario.

—Como aprendiz ya me esperaba eso —dijo Khadgar.

Moroes se volvió en mitad de un paso (estaban andando por una tribuna elevada
que dominaba lo que parecía ser un salón de recepciones o de baile).

—Aún no eres aprendiz, niño —dijo Moroes casi sin voz—. Ni por asomo.

—Pero Medivh ha dicho…

—Que podías ordenar la biblioteca —dijo Moroes—. Trabajo para un asistente,


no para un aprendiz. Otros han sido asistentes, ninguno ha llegado a ser aprendiz.

Khadgar frunció el ceño y sintió en el rostro la calidez del azoramiento. No se


había esperado que hubiera un nivel inferior al de aprendiz en la jerarquía de los magos.

—¿Cuánto hace desde…?

—Realmente no sabría decirlo —dijo a duras penas el sirviente—. Nadie ha


llegado tan lejos.

A Khadgar se le ocurrieron dos preguntas al mismo tiempo. Dudó, y luego


preguntó.

—¿Cuántos asistentes más ha habido?

Moroes miró abajo por la barandilla de la tribuna, y su mirada pareció


desenfocarse. Khadgar se preguntó si el sirviente estaba pensando o si lo habría cogido
fuera de juego. La habitación que había más abajo estaba escasamente amueblada con
una pesada mesa central con sillas. Estaba sorprendentemente desnuda, y Khadgar
supuso que Medivh no celebraría muchos banquetes.

—Decenas —dijo por fin Moroes—. Por lo menos. La mayoría de ellos de


Azeroth. Un elfo. No, dos elfos. Eres el primero de los Kirin Tor.

—Decenas —repitió Khadgar, y el alma se le cayó a los pies mientras pensaba


cuántas veces habría bienvenido Medivh a un joven aprendiz a su servicio. Entonces
hizo la segunda pregunta.

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—¿Cuánto duraron?

Esta vez, Moroes gruñó.

—Días. A veces horas. Un elfo ni siquiera llegó hasta las escaleras de la torre.
—Dio unos toquecitos a las anteojeras que llevaba a ambos lados de su anciana
cabeza—. Ven cosas, ¿sabes?

Khadgar pensó en la figura de la puerta principal y se limitó a asentir.

Al fin llegaron al alojamiento de Khadgar, en un pasillo lateral no muy lejos del


salón de banquetes.

—Ponte cómodo —dijo Moroes entregándole a Khadgar la lámpara—. El baño


está al fondo del pasillo. Hay un orinal debajo de la cama. Baja a la cocina. Cocinas te
tendrá preparado algo caliente.

La habitación de Khadgar era una estrecha cuña de la torre, más apropiada como
alojamiento de un monje cenobita que de un mago. Una estrecha cama junto a una
pared, y una mesa igualmente estrecha junto a la otra con una estantería vacía sobre ella.
Un armario para la ropa. Khadgar arrojó su petate al interior del armario sin abrirlo, y
anduvo hasta la también estrecha ventana.

Ésta era una delgada lámina de cristal emplomado, montada verticalmente en un


vástago central. Khadgar empujó una mitad, y la ventana se abrió lentamente, mientras
rebosaba el casi solidificado aceite de la bisagra inferior.

La vista seguía siendo desde un punto bastante alto en el costado de la torre, y


las colinas que la rodeaban se veían grises y desnudas bajo la luz de las lunas gemelas.
Desde esta altura, a Khadgar le resultaba evidente que las colinas habían sido alguna
vez un cráter, gastado y erosionado por el paso de los años. ¿Había sido arrancada
alguna montaña de este lugar como un diente podrido? ¿O quizá es que el anillo de
colinas no se había elevado, y el resto de las montañas circundantes habían subido más
rápido, dejando sólo este lugar de poder clavado en el sitio?

Khadgar se preguntó si la madre de Medivh habría estado aquí cuando la tierra


se alzó o se hundió, o fue golpeada por un trozo del cielo. Ochocientos años era mucho
incluso para la medida de los magos. Tras doscientos años, según enseñaban las viejas
lecciones, la mayoría de los magos humanos estaban mortalmente delgados y frágiles.
¡Tener setecientos años y dar a luz un hijo! Khadgar agitó la cabeza y se preguntó si le
estaría tomando el pelo.

Khadgar se quitó la capa de viaje e hizo una visita a las instalaciones del fondo
del pasillo. Eran espartanas, pero incluían un aguamanil de agua fría, una palangana y

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un buen espejo que no había perdido el lustre. Khadgar pensó en usar un sencillo
conjuro para calentar el agua, pero decidió limitarse a aguantar.

El agua resultó vigorizante, y Khadgar se sintió mejor mientras se cambiaba a


una ropa menos polvorienta: una cómoda camisa que le llegaba casi hasta las rodillas y
unos resistentes pantalones. Su ropa de trabajo. Sacó un estrecho cuchillo de comer del
macuto y, tras pensarlo unos instantes, se lo metió en la caña de una bota.

Volvió a salir al pasillo, y se dio cuenta de que no tenía una idea clara de dónde
estaba la cocina. No había visto ningún cobertizo para cocinar junto a los establos, así
que seguramente estaría dentro de la misma torre. Posiblemente en la planta baja o en
una próxima, con una bomba de agua para traer agua desde el pozo. Con el camino
expedito hasta el salón de banquetes, se usara éste o no.

Khadgar encontró con facilidad la galería sobre el salón de banquetes, pero tuvo
que buscar para encontrar la escalera, estrecha y retorcida, que conducía hasta el salón.
Desde el salón de banquetes propiamente dicho podía elegir entre varias salidas.
Khadgar escogió la más probable y acabó en un pasillo sin salida con habitaciones
vacías a ambos lados, parecidas a la suya. Una segunda elección tuvo un resultado
parecido.

La tercera condujo al joven al fragor de una batalla.

No se lo esperaba. En un momento estaba caminando sobre unos bajos escalones


de losas de piedra, preguntándose si iba a necesitar un mapa, una campana o un cuerno
de caza para recorrer la torre. Al momento siguiente el techo sobre él se había abierto a
un brillante cielo del color de la sangre fresca, y estaba rodeado de hombres con
armadura, aprestados para la batalla.

Khadgar dio un paso atrás, pero el pasillo se había desvanecido tras él, dejando
sólo un paisaje agreste y desolado muy diferente de cualquiera de los que conocía. Los
hombres estaban gritando y señalando, pero sus voces, a pesar del hecho de que estaban
junto a Khadgar, sonaban ininteligibles y apagadas, como si le estuvieran hablando
desde debajo del agua.

¿Un sueño?, pensó Khadgar. Quizá se había echado un rato y se había quedado
dormido, y todo esto era un terror nocturno provocado por sus propias preocupaciones.
Pero no, casi podía sentir el calor de los moribundos, el sol en su piel y la brisa, y los
hombres gritando se movían a su alrededor.

Era como si se hubiera separado del resto del mundo, ocupando su propia isla
diminuta, con sólo el más débil contacto con la realidad que lo rodeaba. Como si se
hubiera convertido en un fantasma.

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Y de hecho los soldados lo ignoraban como si fuera un espíritu. Khadgar alargó
la mano para agarrar a uno por el hombro, y para su propio alivio la mano no atravesó la
abollada hombrera. Hubo resistencia, pero sólo la mínima; podía sentir la solidez de la
armadura y, si se concentraba, percibir las aristas del metal abollado.

Khadgar se dio cuenta de que estos hombres habían luchado, dura y


recientemente. Sólo un hombre de cada tres no llevaba algún tipo de tosco vendaje,
enseñas de guerra manchadas de sangre que sobresalían por debajo de sucias armaduras
y yelmos abollados. Sus armas también estaban melladas y salpicadas de escarlata seco.
Había caído en un campo de batalla.

Khadgar examinó su posición. Estaban en la cima de un pequeño cerro, un mero


pliegue en las llanuras ondulantes que parecían rodearlos. La vegetación que había
existido la habían cortado y formado con ella toscas fortificaciones, defendidas ahora
por hombres de rostro lúgubre. Esto no era un reducto seguro, ni un castillo ni un fuerte.
Habían elegido este punto para luchar sólo porque no había otro.

Los soldados se apartaron cuando el que parecía ser su jefe, un hombre grande
de barba blanca y anchos hombros, se abrió paso a empujones. Su armadura estaba tan
baqueteada como las demás, pero consistía en una coraza pectoral sobre una túnica
escarlata de estudioso, de un tipo que no habría estado fuera de lugar en las estancias de
los Kirin Tor. El dobladillo, las mangas y el chaleco de la túnica estaban inscritos con
runas de poder, algunas de las cuales reconoció Khadgar, pero otras le resultaron
completamente ajenas. La nívea barba del líder le llegaba casi hasta la cintura, tapando
la armadura que quedaba bajo ella, y llevaba un bacinete rojo con una sola gema dorada
en el ceño. En una mano empuñaba un bastón rematado por una gema, y una espada de
color rojo oscuro en la otra. El líder estaba gritándoles a los soldados con una voz que a
Khadgar le sonaba como el rugido del mismo mar. Sin embargo, los guerreros parecían
saber lo que estaba diciendo, puesto que formaron ordenadamente a lo largo de las
barricadas, mientras que otros llenaban los huecos que había entre éstas.

El comandante de barba nevada pasó pegado a Khadgar, y muy a su pesar el


joven trastabilló hacia atrás, apartándose del camino. El comandante no debería haberlo
notado, no más de lo que lo habían hecho los ensangrentados guerreros.

Pero el comandante lo notó. Su voz se entrecortó un instante, tartamudeó, apoyó


mal el pie en el desigual suelo del cerro rocoso y casi se cayó. Y sin embargo se dio la
vuelta y miró a Khadgar.

Sí, miró a Khadgar, y el futuro aprendiz tuvo claro que el anciano mago-
guerrero lo veía y lo veía con claridad. Los ojos del comandante miraron profundamente
a los de Khadgar y por un momento éste se sintió como se había sentido bajo la

31
fulminante mirada de Medivh. Y, si acaso, ésta era más intensa. Khadgar miró al
comandante a los ojos.

Y lo que allí vio lo hizo gemir. Muy a su pesar se dio la vuelta, rompiendo el
contacto ocular con el mago-guerrero.

Cuando Khadgar volvió la mirada de nuevo, el comandante estaba asintiendo.


Fue una inclinación de cabeza breve, casi despectiva, y el anciano tenía los labios
apretados. Entonces el líder de barba nevada partió, gritando a los guerreros,
exhortándolos a defenderse.

Khadgar quiso ir tras él, perseguirlo y descubrir cómo podía verlo cuando los
demás no podían, y qué podía decirle, pero a su alrededor surgió un grito, el grito
amortiguado de unos hombres cansados llamados a cumplir con su deber una última
vez. Espadas y lanzas se alzaron hacia un cielo del color de la sangre coagulada, y los
brazos señalaron hacia las ondulaciones cercanas, donde la escorrentía había dejado
parches de púrpura que resaltaban contra el suelo de color óxido.

Khadgar miró hacia donde señalaban los hombres, y una ola de verde y negro
remontó la ondulación más próxima. Khadgar pensó que se trataba de algún río, o de un
arcano y colorido corrimiento de tierras, pero se dio cuenta de que la ola era un ejército
que avanzaba. El negro era el color de sus armaduras, y el verde era el color de su piel.

Eran criaturas de pesadilla, burlas de la forma humana. Sus rostros de color de


jade estaban dominados por grandes mandíbulas inferiores coronadas de dientes
puntiagudos; sus narices eran chatas y olfateaban como el hocico de un perro, y sus ojos
eran pequeños, inyectados en sangre y llenos de odio. Sus armas de azabache y sus
ornamentadas armaduras brillaban bajo el sol eternamente moribundo de este mundo, y
cuando remontaron la cresta emitieron un aullido que sacudió el suelo bajo ellos.

Los soldados que había a su alrededor emitieron su propio grito, y mientras las
criaturas verdes cubrían la distancia hasta la colina, lanzaron descarga tras descarga de
flechas con penachos rojos. La primera línea de las monstruosas criaturas trastabilló y
cayó, y fue inmediatamente pisoteada por los que venían detrás. Otra descarga y cayó
otra de las filas de monstruos inhumanos, pero su caída fue ignorada por la marea que
venía detrás.

A la derecha de Khadgar hubo unos estallidos cuando el rayo danzó sobre la


superficie de la tierra, y las monstruosidades gritaron cuando la carne se evaporó sobre
sus huesos. Khadgar pensó en el comandante mago-guerrero, pero también se dio cuenta
de que dichos rayos sólo mermaban mínimamente a la horda que embestía.

32
Y entonces las monstruosidades de piel verde estaban sobre ellos, una ola de
azabache y jade embistiendo contra la tosca empalizada. Los troncos derribados no
fueron más que ramitas en el camino de esta tempestad, y Khadgar pudo sentir cómo la
línea se doblaba. Uno de los soldados que estaba junto a él cayó empalado por una gran
lanza oscura. En el sitio del guerrero había una pesadilla de carne verde y armadura
negra, aullando mientras pasaba a su lado como una exhalación.

Muy a su pesar, Khadgar retrocedió dos pasos, se dio la vuelta y salió corriendo.

Y casi arrolló a Moroes, que estaba de pie en la puerta. Moroes habló


tranquilamente.

—Te retrasabas, quizá te habías perdido.

Khadgar se giró de nuevo, y vio que tras él no había un mundo de cielos


escarlatas y monstruosidades verdes, sino una salita abandonada, con la chimenea vacía
y las sillas tapadas con unas sábanas. El aire olía a polvo recién removido.

—Estaba… —gimió Khadgar—. Vi… estaba…

—¿En el sitio equivocado? —sugirió Moroes.

Khadgar tragó saliva, miró a su alrededor y luego asintió en silencio.

—La cena está lista —gruñó Moroes—. No vuelvas a ir al sitio equivocado,


¿estamos?

Y el sirviente vestido de negro se dio la vuelta y flotó en silencio fuera de la


habitación.

Khadgar miró por última vez el pasillo sin salida en el que había entrado. No
había puertas misteriosas ni portales mágicos. La visión (si había sido una visión) había
acabado de una forma repentina sólo igualada por su inicio.

No había soldados. Ni criaturas de piel verde. Ningún ejército a punto de


desmoronarse. Sólo había un recuerdo que asustaba a Khadgar hasta el fondo de su
alma. Era real. Había parecido real. Había parecido verdad.

No eran los monstruos, ni el derramamiento de sangre los que lo habían


asustado. Era el mago-guerrero, el comandante de pelo nevado que había parecido ser
capaz de verlo. Que había parecido mirar en su corazón, y encontrarlo indigno.

Y lo peor de todo, la figura de la barba blanca vestida con la armadura y la


túnica tenía los ojos de Khadgar. El rostro estaba envejecido, el pelo blanco como la

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nieve, la actitud imponente, pero el comandante tenía los mismos ojos que Khadgar
había visto en el pulido espejo hacía sólo unos momentos (¿o unas vidas?).

Khadgar salió de la salita, y se preguntó si no sería demasiado tarde para


buscarse unas anteojeras.

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CAPÍTULO TRES
INSTALÁNDOSE
—E mpezaremos contigo poco a poco —dijo el mago de más edad

desde el otro lado de la mesa—. Vete acostumbrando a la biblioteca. Ve pensando cómo


vas a organizarla.

Khadgar asintió mientras comía gachas y salchichas. El grueso de la


conversación del desayuno había sido acerca de Dalaran en general. Qué era popular en
Dalaran y cuáles eran las modas en Lordaeron. Qué se debatía en las estancias de los
Kirin Tor. Khadgar mencionó que la duda filosófica que circulaba cuando él se había
ido era si cuando se creaba una llama mediante la magia se la traía a la existencia o si se
la invocaba desde una existencia paralela.

Medivh resopló sobre su desayuno.

—Imbéciles. No reconocerían una dimensión paralela aunque fuera a por ellos y


les mordiera en el… ¿Y tú, qué crees?

—Yo creo… —Khadgar se dio cuenta de que volvía a estar bajo la lupa—. Yo
creo que puede ser otra cosa completamente diferente.

—Excelente —dijo Medivh sonriendo—. Cuando te den a elegir entre dos


posibilidades, escoge siempre la tercera. Por supuesto querías decir que cuando se crea
fuego, lo que se hace es concentrar en un punto la naturaleza inherente del fuego que
hay contenida en el área circundante, trayéndolo a la existencia.

—Oh, sí —dijo Khadgar—. Lo había pensado. Durante algún tiempo, como


algunos años.

—Bueno —dijo Medivh mientras se limpiaba la barba con una servilleta—.


Tienes una mente ágil y una honesta valoración de ti mismo. Veamos qué tal te va con
la biblioteca. Moroes te enseñará el camino.

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La biblioteca ocupaba dos pisos, y estaba situada en el tramo central de la torre.
La escalera que recorría esta parte de la torre iba pegada a la pared, dejando una gran
cámara de dos pisos de alto. Una plataforma de hierro forjado creaba una galería
elevada en el segundo nivel. Las estrechas ventanas de la habitación estaban cubiertas
de barrotes de hierro entrelazados, lo que reducía la luz natural que entraba en la
habitación a poco más que la de una linterna sorda. En las grandes mesas de roble del
primer nivel había unos globos cristalinos, cubiertos con una gruesa pátina de polvo,
que brillaban con un resplandor azul grisáceo.

La habitación en sí era zona catastrófica. Había libros desperdigados abiertos


al azar, pergaminos desenrollados sobre las sillas, y una delgada capa de folios
polvorientos lo cubría todo como las hojas en el suelo del bosque. Los volúmenes más
antiguos, que seguían encadenados a las estanterías, habían sido sacados y colgaban de
sus grilletes como los prisioneros de una mazmorra.

Khadgar contempló los daños y dejó escapar un hondo suspiro.

—Empecemos poco a poco —dijo.

—Puedo tener tu equipaje listo en una hora —dijo Moroes desde el pasillo. El
criado no iba a entrar en la biblioteca.

Khadgar recogió un trozo de pergamino que estaba a sus pies. Una de las caras
era una solicitud de los Kirin Tor para que el maestro mago respondiera a su carta más
reciente. La otra cara estaba marcada con una mancha de color escarlata oscuro que
Khadgar supuso al principio que sería sangre, pero se dio cuenta de que no era más que
el sello de lacre derretido.

—No —dijo Khadgar dando unas palmaditas a su saquito de útiles de


escribano—. Lo único que pasa es que va a ser un reto más grande de lo que había
supuesto al principio.

—Ya he oído eso antes —dijo Moroes.

Khadgar se dio la vuelta para preguntarle acerca de ese comentario, pero el


criado ya se había ido de la puerta.

Con el cuidado de un ladrón, Khadgar se abrió paso entre el desastre. Era como
si hubiera estallado una batalla en la biblioteca. Había lomos rotos, cubiertas medio
arrancadas, páginas dobladas, libros a los que les habían arrancado por completo las
tapas… Y esto era en los libros que seguían estando más o menos enteros. Muchos
volúmenes habían sido desencuadernados, y el polvo de las mesas cubría una capa de
papeles y cartas. Algunas de éstas estaban abiertas, pero otras seguían evidentemente
cerradas, manteniendo oculta su información tras los sellos de lacre.
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—El Magus no necesita un asistente —murmuró Khadgar, mientras limpiaba un
espacio en el extremo de una mesa y sacaba una silla—. Necesita una señora de la
limpieza.

Y echó una rápida ojeada a la puerta para asegurarse de que el senescal se había
ido realmente.

Khadgar se sentó y la silla se balanceó peligrosamente. Se levantó, y vio que las


patas desiguales de la silla habían estado apoyadas en un grueso tomo con tapas
metálicas. La portada estaba decorada, y el canto de las páginas había sido teñido en
plata.

Khadgar abrió el libro, y al hacerlo sintió que algo se movía dentro del mismo,
como una pesa descendiendo por una varilla de metal o una gota de mercurio bajando
por una pipeta. Algo metálico se desenroscó dentro del lomo del libro.

El tomo empezó a emitir un tic-tac.

Khadgar cerró la tapa a toda prisa, y el libro se calló con un chirrido agudo y un
chasquido, al rearmarse el mecanismo. El joven dejó con cuidado el libro en la mesa.

Entonces fue cuando notó las marcas de deflagración en la silla que estaba
usando y en el suelo bajo ella.

—Ya veo por qué vienen y van tantos asistentes —dijo Khadgar vagando
lentamente por la habitación.

La situación no mejoraba. Había libros abiertos colgando de los brazos de las


sillas y de la barandilla metálica. La correspondencia se hacía más profunda a medida
que avanzaba por la habitación. Algo había hecho un nido en el rincón de una estantería,
y cuando Khadgar lo sacaba de allí, el pequeño cráneo de una musaraña cayó al suelo y
se hizo añicos. El nivel superior era poco más que un almacén, y los libros ni siquiera
estaban en las estanterías; eran pilas cada vez más altas, colinas que llevaban a
montañas que llevaban a cimas inalcanzables.

Y había un lugar vacío, en el que parecía que alguien había iniciado un fuego en
un intento desesperado de reducir la cantidad de papel presente. Khadgar examinó el
área y negó con la cabeza; aquí había ardido algo más, puesto que había restos de tela,
posiblemente de la túnica de un estudioso.

Khadgar agitó la cabeza y volvió hasta donde había dejado sus útiles de
escritura. Sacó un delgado palillero de madera con un puñado de plumillas metálicas,
una piedra para afilar y dar forma a las plumillas, un cuchillo de hoja flexible para
raspar el pergamino, un bloque de tinta de calamar, un platito para derretir la tinta, una

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colección de llaves delgadas y planas, una lupa y lo que a simple vista parecía un grillo
metálico.

Cogió el grillo, lo puso boca arriba y le dio cuerda usando una plumilla especial.
Era un regalo de Guzbah cuando Khadgar hubo completado su entrenamiento básico
como escribano, y había demostrado no tener precio en los vagabundeos del joven por
las estancias de los Kirin Tor. En su interior contenía un conjuro sencillo pero efectivo,
que avisaba cuando estaba a punto de saltar alguna trampa.

Tan pronto como le hubo dado una vuelta completa a la manecilla, el grillo
metálico emitió un agudo chirrido. Khadgar, sorprendido, casi dejó caer al suelo el
insecto detector. Entonces se dio cuenta de que el aparato se limitaba a avisar de la
intensidad del peligro potencial.

Khadgar miró los volúmenes que estaban apilados a su alrededor, y murmuró


una maldición. Se retiró hasta la puerta y siguió dándole cuerda al grillo. Luego llevó
hasta la puerta el primer libro que había cogido, el que hacía tic-tac.

El grillo gorjeó levemente. Khadgar dejó el libro con trampa a un lado de la


puerta. Recogió otro y lo acarreó. El grillo se mantuvo en silencio.

Khadgar contuvo la respiración, abrigó la esperanza de que los hechizos del


grillo le permitieran hacer frente a toda clase de trampas, mágicas o no, y abrió el libro.
Era un tratado escrito con una suave mano femenina acerca de la política de los elfos
hacía trescientos años.

Khadgar dejó el volumen manuscrito al otro lado de la puerta y volvió a por otro
libro.

—Yo a ti te conozco —dijo Medivh la mañana siguiente, mientras comían


salchichas y gachas.

—Khadgar, señor —dijo el joven.

—El nuevo asistente —dijo el mago de más edad—. Por supuesto. Perdona,
pero mi memoria ya no es lo que era. Tengo demasiado entre manos, me temo.

—¿Hay algo en lo que necesite ayuda, señor?

El hombre pareció sopesarlo un momento.

—La biblioteca, Joven Confianza, ¿cómo van las cosas en la biblioteca?

—Bien —dijo Khadgar—. Muy bien. Estoy ocupado ordenando los libros y los
papeles.

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—Ah. ¿Por temas? ¿Por autores? —preguntó el archimago.

En letales y no letales, pensó Khadgar.

—Estoy pensando en hacerlo por temas, porque muchos son anónimos.

—Hmmmf —dijo Medivh—. Nunca confíes en nada en lo que un hombre no


empeñe su nombre y su reputación. Sigue entonces. Dime. ¿Qué opinión tienen los
magos de Kirin Tor acerca del rey Llane? ¿Lo mencionan alguna vez?

El trabajo avanzaba con una lentitud glacial, pero Medivh parecía no darse
cuenta del tiempo transcurrido. De hecho, parecía empezar cada día quedando leve y
agradablemente sorprendido de que Khadgar siguiera con ellos y, tras un corto resumen
de los progresos, la conversación cambiaba de tema.

—Hablando de bibliotecas —decía, por ejemplo—. ¿En qué está metido ahora
Korrigan, el bibliotecario de los Kirin Tor?

—¿Qué opina la gente de Lordaeron acerca de los elfos? ¿Hay recuerdos de


haber visto alguno allí?

—¿Circulan leyendas acerca de hombres con cabeza de toro por las estancias de
la Ciudadela Violeta?

Y una mañana, cuando Khadgar llevaba allí aproximadamente una semana,


Medivh no estuvo presente.

—Se ha ido —se limitó a responder Moroes cuando le preguntó.

—¿Ido? ¿Adónde? —preguntó Khadgar.

El viejo senescal se encogió de hombros, y Khadgar casi pudo sentir el crujir de


los huesos de su cuerpo.

—No suele decirlo.

—¿Qué estará haciendo?

—No suele decirlo.

—¿Cuándo volverá?

—No suele decirlo.

—¿Me deja sólo en la torre? —Preguntó Khadgar—. ¿Sin vigilancia con todos
estos textos místicos?

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—Yo podría ir a vigilarte —se ofreció Moroes—. Si es lo que quieres.

Khadgar negó con la cabeza.

—¿Moroes?

—¿Si, joven señor?

—Esas visiones… —empezó el joven.

—¿Anteojeras? —sugirió el sirviente.

Khadgar volvió a negar con la cabeza.

—¿Muestran el futuro o el pasado?

—Ambos, que yo me haya dado cuenta, aunque normalmente no —dijo


Moroes—. Que no me doy cuenta, quiero decir.

—Y las del futuro… ¿se hacen ciertas?

Moroes dejó escapar lo que Khadgar sólo pudo suponer que era un hondo
suspiro, una exhalación que le hizo sacudirse hasta los huesos.

—En mi experiencia, sí, joven señor. En una visión Cocinas me vio romper una
pieza de cristal, así que la escondió. Pasaron meses, y finalmente el amo pidió esa pieza
de cristal. Cocinas la sacó de su escondite y en menos de dos minutos yo la había roto.
De forma totalmente fortuita. —Volvió a suspirar—. Así que ella se buscó las gafas de
cuarzo rosa al día siguiente. ¿Hay algo más?

Khadgar dijo que no, pero subió preocupado la escalera hasta el piso donde
estaba la biblioteca, Había avanzado tanto como se había atrevido en la organización, y
la repentina desaparición de Medivh lo dejaba a oscuras, necesitado de orientación.

El joven candidato a aprendiz entró en la biblioteca. A un lado de la habitación


estaban los volúmenes (y los restos de volúmenes) que el grillo había determinado que
eran “seguros”, mientras que la otra mitad de la habitación estaba llena con los
volúmenes (generalmente más completos) en los que había detectado trampas.

Las grandes mesas estaban cubiertas de páginas sueltas y correspondencia sin


abrir, dispuestas en dos pilas casi iguales. Las estanterías estaban completamente vacías,
y las cadenas colgaban desprovistas de sus prisioneros.

Khadgar podía ojear los papeles, pero le pareció mejor volver a rellenar las
estanterías con los libros. El problema era que casi todos los volúmenes no tenían título

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o, si lo tenían, sus tapas estaban tan gastadas, rayadas y arañadas que eran ininteligibles.
La única forma de determinar los contenidos iba a ser abrirlos.

Lo cual haría saltar los que tuvieran trampas. Khadgar miró la marca de
deflagración en el suelo y movió la cabeza.

Y entonces se puso a buscar, primero entre los libros con trampas y luego entre
los que no tenían, hasta que encontró lo que estaba buscando. Un tomo marcado con el
símbolo de la llave.

Estaba cerrado con llave; una gruesa banda metálica con una cerradura lo
mantenía así. Khadgar no había encontrado llave alguna en ningún momento de su
búsqueda, aunque eso no lo sorprendía, dado el orden de la habitación. La
encuadernación era resistente, y las cubiertas eran placas de metal envueltas en cuero
rojo.

Khadgar sacó las llaves planas de su bolsita, pero todas eran insuficientes para el
gran tamaño de la cerradura. Finalmente acudió a la punta de su cuchillo de raspar, que
logró insertar en el mecanismo metálico de la cerradura, el cual emitió un satisfactorio
chasquido cuando Khadgar dio en el clavo.

Observó el grillo que tenía en la mesa, y éste permanecía en silencio.

Conteniendo la respiración, el joven mago abrió el voluminoso tomo. El olor


rancio del papel podrido llegó hasta sus fosas nasales.

—“Dee Traampas y Cerraduuras” —dijo en voz alta, envolviendo con su boca la


arcaica escritura y las palabras con exceso de vocales—. “Sieendo un Trataado Soobre
la Naturaleza de los Dispositiivos de Seguridad”.

Khadgar tomó una silla (algo más baja, ya que había aserrado las tres patas más
largas para equilibrarla) y empezó a leer.

Medivh estuvo fuera dos semanas completas, y para entonces Khadgar se había
adueñado de la biblioteca. Cada mañana se levantaba para desayunar, le hacía a Moroes
un somero resumen de sus progresos (ante el cual el senescal, al igual que Cocinas,
nunca daba muestra alguna de curiosidad) y luego se sepultaba en la bóveda. Le
llevaban el almuerzo y la cena, y a menudo se quedaba trabajando por la noche bajo la
suave luz azulada de las esferas brillantes.

También se acostumbró a la naturaleza de la torre. A menudo percibía imágenes


por el rabillo del ojo, sólo el parpadeo de una figura ataviada con una capa andrajosa
que se evaporaba en cuanto él se volvía para mirarla. Una palabra a medio acabar que
flotaba en el aire. Un frío repentino como si una puerta o una ventana hubieran quedado

41
abiertas, o un brusco cambio de presión, como si de repente hubiera aparecido una
nueva entrada. A veces la torre gruñía al viento, como si los antiguos sillares se rozaran
unos con otros, siglos después de su construcción.

Poco a poco fue aprendiendo la naturaleza, si no los contenidos exactos, de los


libros de la biblioteca, frustrando las trampas que había colocadas en los volúmenes más
valiosos. Sus investigaciones le fueron muy útiles en estos casos. Pronto se hizo tan
experto en superar los mecanismos mágicos y las trampas de contrapeso como lo había
sido con las puertas cerradas y los secretos ocultos de Dalaran. El truco con la mayoría
era convencer al mecanismo de la cerradura (fuese de naturaleza mágica o mecánica) de
que no había sido manipulado, cuando en realidad sí lo había sido. Descubrir lo que
hacía saltar la trampa, si era un contrapeso o un resorte metálico o incluso la exposición
al sol o al aire fresco, era media batalla para derrotarla.

Había libros que lo superaban, cuyas cerraduras frustraban incuso sus ganzúas
modificadas y su diestro cuchillo. Ésos los puso en el piso superior, hacia el fondo, y
tomó la resolución de descubrir lo que había en su interior, por sí mismo o sacándole la
información a Medivh.

Dudaba de esto último, y se preguntaba si el archimago habría usado alguna vez


la biblioteca como algo más que un vertedero para los textos heredados y las cartas
viejas. La mayoría de los magos de los Kirin Tor tenían al menos alguna apariencia de
orden en sus archivos, y sus libros más valiosos los tenían ocultos. Pero Medivh lo tenía
todo tirado por ahí, como si no le hiciera falta.

Excepto como prueba, pensaba Khadgar. Una prueba para librarse de los
candidatos a aprendiz.

Ahora los libros estaban en las estanterías, los más valiosos (e ilegibles)
asegurados con cadenas en el piso superior, mientras que los más comunes (historias
militares, almanaques y diarios) estaban en el piso bajo. Aquí también se encontraban
los pergaminos, que iban desde mundanas listas de cosas compradas y vendidas en
Stormwind hasta ejemplares de poemas épicos. Estos últimos eran especialmente
interesantes, ya que algunos de ellos se centraban en Aegwynn, la supuesta madre de
Medivh.

Si vivió más de ochocientos años, debió de haber sido una maga muy poderosa,
pensaba Khadgar. Cualquier información más que hubiera acerca de ella estaría en los
libros protegidos que había al fondo. Hasta el momento dichos ejemplares habían
resistido todas las aproximaciones habituales e intentos físicos de superar sus cerraduras
y sus trampas, y el grillo detector prácticamente había maullado de horror cuando había
tratado de abrir las cerraduras.

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Con todo, había cosas más que de sobra por hacer: clasificar los fragmentos
sueltos, restaurar los ejemplares que el tiempo casi había destruido y ordenar (o como
mínimo leer) la mayoría de la correspondencia. Una parte de ésta estaba en lengua
élfica, y un gran porcentaje del total, de varias fuentes, estaba en algún tipo de clave.
Esta última categoría llegaba con una variedad de sellos, desde Azeroth, Khaz Modan y
Lordaeron, junto con sitios que Khadgar no podía ni localizar en el atlas. Un gran grupo
se comunicaba entre sí, y con el propio Medivh, en clave.

Había varios grimorios antiguos acerca de códigos, la mayoría de los cuales se


basaban en la sustitución de letras y en las jergas. Nada comparado con el código usado
en esas claves. Quizás habían usado una combinación de métodos para crear el suyo
propio. Por esto, Khadgar tenía los grimorios sobre códigos, junto con los libros acerca
del élfico y el enano, abiertos en la mesa la misma tarde en la que Medivh volvió
súbitamente a la torre.

Khadgar no lo escuchó, más bien sintió su presencia, del mismo modo que
cambia el aire a medida que el frente de una tormenta se acerca sobre la tierra cultivada.
El joven mago se dio la vuelta en la silla y allí estaba Medivh, sus anchos hombros
llenando el umbral de la puerta, su túnica ondeando tras él como si tuviera voluntad
propia.

—Señor, he… —empezó a decir Khadgar, sonriendo y levantándose de la silla.

Entonces se dio cuenta de que el pelo del archimago estaba revuelto, y sus ojos
verdes: desorbitados e iracundos.

—¡Ladrón! —Gritó Medivh señalando a Khadgar—. ¡Intruso!

El mago mayor señaló al más joven y empezó a entonar una retahíla de sílabas
alienígenas, palabras que no estaban hechas para la garganta humana.

Muy a su pesar, Khadgar levantó una mano y dibujó un signo de protección ante
sí en el aire, pero para el efecto que tuvo en el conjuro de Medivh, igual le podía haber
estado haciendo un gesto obsceno con la mano. Una pared de aire solidificado golpeó al
joven, derribándolos a él y la silla sobre la que se sentaba. Los grimorios y manuales
resbalaron por la mesa como botes atrapados en una repentina tempestad, y las
anotaciones se alejaron en un remolino.

Sorprendido, Khadgar fue obligado a retroceder, empujado contra una de las


estanterías que había tras él. La estantería se tambaleó por la fuerza del impacto y el
joven temió que se volcara, echando a perder su duro trabajo. La estantería se mantuvo
en el sitio, pero la presión sobre el pecho de Khadgar se hizo más intensa.

—¿Quién eres? —Tronó Medivh—. ¿Qué haces aquí?


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El joven mago luchó contra el peso que tenía sobre el pecho y logró hablar.

—Khadgar… —exhaló—. Asistente… Limpiando la biblioteca… Sus


órdenes…

Una parte de su mente se preguntó si éste sería el motivo de que Moroes hablase
de forma tan escueta.

Medivh parpadeó ante las palabras de Khadgar, y se irguió como un hombre que
acabara de despertarse de un profundo sueño. Giró un poco la mano, y al instante la ola
de aire solidificado se evaporó. Khadgar cayó de rodillas, tratando de tomar aire.

Medivh fue hasta él y lo ayudó a levantarse.

—Lo siento niño —empezó—. Había olvidado que estabas aquí. Supuse que
eras un ladrón.

—Un ladrón empeñado en dejar la habitación más ordenada que cuando se la


encontró —dijo Khadgar. Le dolía un poco al hablar.

—Sí —dijo Medivh recorriendo la habitación con la mirada y asintiendo, a pesar


de la destrucción causada por su ataque—. Sí. No creo que nadie haya llegado nunca tan
lejos.

—Los he ordenado por temas —dijo Khadgar, que aún estaba inclinado y
aferrándose a las rodillas—. La historia, incluyendo los poemas épicos, a la derecha.
Las ciencias naturales a la izquierda. Los de contenido legendario en el centro, con los
de idiomas y los libros de referencia. El material más poderoso, las notas alquímicas, y
las descripciones y teoría de conjuros van en la galería, junto con algunos libros que no
he podido identificar que parecen bastante poderosos. Ésos van a tener que mirarlos
usted mismo.

—Sí —dijo Medivh, ignorando al joven y mirando la habitación—. Excelente,


un trabajo excelente. Muy bien. —Miró a su alrededor, con la apariencia de un hombre
que acababa de recuperar el sentido—. Realmente muy bien. Lo has hecho bien. Ahora,
ven.

El archimago se dirigió como un rayo hacia la puerta, se detuvo antes de llegar y


se volvió.

—¿Vienes?

Khadgar sintió como si le hubiera impactado otro rayo místico.

—¿Ir? ¿Adónde vamos?

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—Arriba —dijo Medivh secamente—. Ahora ven, o será demasiado tarde. ¡El
tiempo es esencial!

Para ser un hombre mayor, Medivh subía con rapidez las escaleras, subiendo los
escalones de dos en dos a buen paso.

—¿Qué hay arriba? —jadeó Khadgar, logrando finalmente alcanzarlo en un


descansillo cerca de la cima de la torre.

—Transporte —contestó secamente Medivh, y luego dudó por un instante. Se


dio la vuelta en el sitio y hundió los hombros. Por un momento pareció que el fuego de
sus ojos se había apagado—. Tengo que disculparme. Por lo de ahí abajo.

—¿Señor? —dijo Khadgar, confundido por esta nueva transformación.

—Mi memoria ya no es lo que era, Joven Confianza —dijo el Magus—. Debería


haber recordado que estabas en la torre. Con lo que está pasando, supuse que eras un…

—¿Señor? —Interrumpió Khadgar—. ¿El tiempo no era esencial?

—El tiempo —dijo Medivh, y luego asintió y la intensidad volvió a su rostro—.


Sí, lo es. ¡Vamos, no remolonees! —Y tras decir eso, el hombre volvió a subir los
escalones de dos en dos.

Khadgar se dio cuenta de que la torre encantada y la biblioteca desordenada no


eran las únicas razones por las que la gente abandonaba el servicio de Medivh, y corrió
tras él.

El anciano senescal los esperaba en el observatorio de la torre.

—Moroes —tronó Medivh mientras llegaba a la cima de la torre—. El silbato


dorado, por favor.

—Sip —dijo el sirviente mientras sacaba un fino cilindro. Había runas enanas
talladas a lo largo del costado del cilindro, que reflejaban la luz de las lámparas de la
habitación—. Me he tomado la libertad, señor, ya están aquí.

—¿Están? —empezó a decir Khadgar. Arriba se escuchó un susurro de alas.


Medivh se dirigió hacia el parapeto y Khadgar levantó la vista.

Unos grandes pájaros descendían del cielo, con las alas reluciendo a la luz de la
luna. No, no eran pájaros, se dio cuenta Khadgar; eran grifos. Tenían el cuerpo de
grandes felinos, pero sus cabezas y las garras delanteras eran de águila marina, y sus
alas eran doradas.

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Medivh le entregó un bocado y unas riendas.

—Prepara el tuyo y nos vamos.

Khadgar ojeó a la gran bestia. El grifo más cercano emitió un penetrante chillido
y arañó el suelo de losas con las garras de sus patas delanteras.

—Yo nunca he… —empezó a decir el joven—. No sé…

Medivh frunció el ceño.

—¿Es que los Kirin Tor no enseñan nada? No tengo tiempo para esto.

Levantó un dedo y murmuró unas pocas palabras, mientras tocaba la frente de


Khadgar. Éste retrocedió, gritando sorprendido. El toque del mago lo había sentido
como si le estuviera clavando un hierro al rojo en el cerebro.

—Ahora sí que sabes. Colócale el bocado y las riendas, venga.

Khadgar se tocó la frente y dejó escapar un gemido de sorpresa. Lo sabía, cómo


enjaezar adecuadamente un grifo, y también cómo cabalgarlo, tanto con silla como al
estilo enano, sin ella. Sabía cómo hacer una deriva lateral, cómo hacerlo flotar parado
en el aire y, lo principal de todo, cómo prepararse para un aterrizaje brusco.

Khadgar le puso los arreos a su grifo, mientras percibía cómo la cabeza estaba a
punto de estallarle del dolor, como si los conocimientos que le habían metido tuvieran
que hacerse un hueco a codazos entre los que ya estaban en su cráneo.

—¿Listo? ¡Sígueme! —dijo Medivh, sin esperar la respuesta.

La pareja se lanzó a volar, y las grandes bestias se esforzaron y batieron las alas
al aire para poder elevarse. Las grandes criaturas podían llevar enanos con armadura,
pero un humano con una túnica se aproximaba a sus límites.

Khadgar hizo virar expertamente a su grifo mientras éste descendía, y siguió a


Medivh mientras el mago picaba hasta ponerse sobre las oscuras copas de los árboles.
El dolor se iba extendiendo por su cabeza a partir del punto donde Medivh lo había
tocado, y ahora sentía una pesadez en la frente y los pensamientos confusos. Aun así, se
concentraba e imitaba con exactitud los movimientos del archimago, como si llevara
toda la vida volando en grifo.

El joven mago trató de ponerse a la altura de Medivh, para preguntarle hacia


dónde iban y cuál era su objetivo, pero no pudo alcanzarlo. Incluso si lo hubiera
logrado, se dio cuenta Khadgar, el viento lo hubiera ahogado todo excepto los gritos

46
más fuertes. Así que lo siguió, con las montañas cerniéndose sobre ellos, mientras
volaban hacia el este.

Khadgar no podía decir cuánto tiempo habían volado. Puede que hubiera dado
algunas cabezadas a lomos del grifo, pero sus manos se habían aferrado con firmeza a
las riendas y el grifo había mantenido el ritmo de su hermano. Sólo cuando Medivh hizo
girar bruscamente a su grifo a la derecha salió Khadgar de su duermevela (si es que era
una duermevela) y siguió al archimago mientras su ruta se desviaba al sur. El dolor de
cabeza de Khadgar, muy posible consecuencia del conjuro, casi se había disipado por
completo, dejando sólo una cierta molestia como recordatorio.

Habían dejado atrás la cordillera y Khadgar se dio cuenta de que volaban sobre
terreno abierto. Bajo ellos la luz de la luna se hacía pedazos y era reflejada por una
miríada de estanques.

Una gran marisma o un pantano, pensó Khadgar. Tenía que ser por la mañana
temprano, puesto que a su derecha el horizonte estaba empezando a iluminarse con la
promesa de un nuevo día.

Medivh descendió y levantó ambas manos por encima de su cabeza. Khadgar se


dio cuenta de que estaba efectuando un conjuro a lomos de un grifo, y aunque su mente
le aseguró que él sabía hacerlo, guiando a la gran bestia con las rodillas, sintió en el
fondo de su corazón que nunca se sentiría cómodo en esa clase de maniobras.

Las criaturas descendieron más y repentinamente Medivh quedó bañado por una
bola de luz, que lo iluminaba claramente y convertía al grifo de Khadgar en una sombra
que le pisaba los talones. Bajo ellos, el joven vio un campamento de gente armada en un
terreno ligeramente elevado que sobresalía del resto del pantano.

Hicieron una pasada rasante sobre el campamento y Khadgar pudo oír abajo
gritos y el estruendo de armas y armaduras a las que se echaba mano a toda prisa. ¿Qué
estaba haciendo Medivh?

Pasaron sobre el campamento y Medivh dio la vuelta con un alto giro lateral,
mientras Khadgar imitaba cada uno de sus movimientos. Volvieron a sobrevolar el
campamento, y ahora había más luz; las hogueras que antes habían estado casi apagadas
habían sido reavivadas y resplandecían en la oscuridad. Khadgar vio que se trataba de
una patrulla de gran tamaño, quizá incluso una compañía. La tienda del comandante era
grande y estaba ricamente decorada, y reconoció el estandarte de Azeroth ondeando
sobre ella.

Aliados, pues, ya que se suponía que Medivh era allegado del rey Llane de
Azeroth y de Lothar, el Caballero Campeón del reino. Khadgar esperaba que Medivh

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aterrizara, pero en vez de eso el mago dio con los tacones en los costados de su
montura, a la vez que levantaba la cabeza del grifo. Las grandes alas de la bestia
batieron el oscuro cielo y ambos volvieron a ascender, esta vez a toda velocidad en
dirección norte. Khadgar no tuvo más elección que seguirlo, mientras la luz de Medivh
se apagaba y éste volvía a tomar las riendas.

De nuevo sobrevolaron el pantano, y Khadgar vio abajo una delgada línea;


demasiado recta para ser un río y demasiado ancha para ser un canal de irrigación.
Luego era una carretera, tendida a través del pantano, conectando los trozos de tierra
seca que sobresalían de la ciénaga.

Entonces la tierra se elevó en otra cresta, otra zona seca y otro campamento. En
este campamento también había llamas, pero no era el fuego brillante y contenido del
ejército. Éstas estaban dispersas por todo el claro, y cuando se acercaron, Khadgar se
dio cuenta de que eran carromatos ardiendo, con sus contenidos desperdigados entre las
oscuras siluetas humanas que estaban tiradas como los muñecos de una niña en el suelo
de tierra del campamento.

Como antes, Medivh hizo una pasada sobre el campamento, luego giró en lo alto
e hizo una segunda pasada. Khadgar lo siguió, y el joven mago se inclinó hacia un lado
sobre su montura para ver mejor. Parecía una caravana saqueada e incendiada, pero los
bienes estaban desparramados por el suelo. ¿No se habían llevado el botín los bandidos?
¿Había supervivientes?

La respuesta a esta última pregunta llegó con un grito y una salva de flechas que
surgió de entre los arbustos que rodeaban el lugar.

El grifo que iba delante emitió un chillido cuando Medivh tiró sin problemas de
las riendas y apartó con un giro a la criatura de la trayectoria de las flechas. Khadgar
intentó la misma maniobra, mientras el cálido, falso y reconfortante recuerdo en su
mente le decía que ésta era la forma correcta de virar. Pero a diferencia de Medivh,
Khadgar montaba demasiado adelantado en su montura, y no pudo tirar de las riendas
con suficiente fuerza.

El grifo giró, pero no lo bastante para evitar todas las saetas. Una de punta
dentada atravesó las plumas del ala derecha, y la gran bestia dejó escapar un grito de
dolor, sacudiéndose en vuelo e intentando desesperadamente batir las alas para evitar
los dardos.

Khadgar estaba desequilibrado, y no logró recuperar el control. En el espacio de


un latido, sus manos se soltaron de las riendas y las rodillas se le resbalaron de los
costados del grifo. Al no estar ya bajo su mando, el grifo se encabritó, derribando a
Khadgar de su lomo.

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El joven alargó la mano tratando de agarrar las riendas. Las tiras de cuero
rozaron la punta de sus dedos y luego desaparecieron en la noche, junto con su montura.

Y Khadgar cayó hacia la oscuridad armada que aguardaba debajo.

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CAPÍTULO CUATRO
BATALLA Y
CONSECUENCIAS
E l aire se le escapó a Khadgar de los pulmones cuando golpeó el suelo. La

tierra estaba suelta bajo sus dedos, y se dio cuenta de que había caído en una duna baja
de sedimentos arenosos depositados en uno de los bordes de la loma.

El joven mago se puso en pie trabajosamente. Desde el aire la loma parecía un


incendio forestal. Desde el suelo parecía una puerta al mismo infierno.

Los carromatos ya estaban casi consumidos por el fuego, y sus contenidos


desparramados y ardiendo por toda la elevación. Los rollos de tela habían sido
desenrollados sobre la tierra, los barriles habían sido agujereados y se estaban vaciando,
y la comida había sido saqueada y tirada por el suelo. A su alrededor también había
cuerpos, siluetas humanas vestidas con armaduras ligeras. Se veía el brillo ocasional de
un casco o una espada. Ésos serían los guardias de la caravana, que habían fracasado en
su misión.

Khadgar encogió un hombro dolorido, pero lo notó magullado en vez de roto.


Incluso a pesar de la arena, debería haber caído más fuerte. Agitó la cabeza, con fuerza.
El dolor que le quedaba del conjuro de Medivh pesaba menos que los múltiples
padecimientos por el resto del cuerpo.

Hubo movimiento entre el desastre, y Khadgar se agachó. Unas voces se


comunicaban a ladridos en una lengua desconocida, un lenguaje que a Khadgar le
resultaba gutural y blasfemo. Lo estaban buscando. Lo habían visto caerse de su
montura y ahora lo estaban buscando. Mientras observaba, unas figuras encorvadas
avanzaron arrastrando los pies por entre los restos, dejando ver siluetas jorobadas
cuando pasaban ante las llamas.

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Algo se le vino a la cabeza a Khadgar, pero no lograba situarlo. Empezó a
retroceder desde el claro, con la esperanza de que la oscuridad lo mantuviera oculto de
las criaturas.

Pero no fue así. Tras él se partió una rama, o una bota pisó un montón de hojas,
o una armadura de cuero se enredó brevemente en un arbusto. En cualquier caso,
Khadgar supo que no estaba solo y se dio la vuelta para ver…

A una monstruosidad proveniente de su visión. Una burla de la humanidad en


verde y negro.

No era tan grande como las criaturas de su ensoñación, ni tan corpulento, pero
seguía siendo una criatura de pesadilla. Su recia mandíbula inferior estaba dominada por
unos colmillos que salían hacia arriba, y sus demás rasgos eran pequeños y siniestros.
Por primera vez, Khadgar se dio cuenta de que tenía las orejas grandes y puntiagudas.
Posiblemente lo habría oído ante de verlo.

Su armadura era negra, pero de cuero, no de metal como en su sueño. En la


mano la criatura llevaba una antorcha que resaltaba sus marcados rasgos faciales,
haciéndolo aún más monstruoso. En la otra mano la criatura empuñaba una lanza
decorada con una hilera de pequeños objetos blancos. Con un sobresalto, Khadgar se
dio cuenta de que los objetos eran orejas humanas, trofeos de la masacre que los
rodeaba.

Todo esto le vino a Khadgar en un instante, en el encuentro repentino entre


hombre y monstruo. La bestia apuntó al joven con la lanza grotescamente decorada y
emitió un pavoroso desafío…

Desafío que quedó interrumpido cuando el joven mago pronunció una palabra
de poder, levantó una mano y desencadenó un pequeño rayo de energía contra el vientre
de la criatura. La bestia cayó hecha un ovillo, y el aullido se interrumpió.

Una parte de su mente estaba aturdida por lo que acababa de hacer, la otra sabía
que había visto de lo que estas criaturas eran capaces, en la visión en Karazhan.

La criatura había avisado a otros miembros de su tropa, y ahora se escuchaban


aullidos de guerra en torno al campamento. Dos, cuatro, una docena de esas parodias de
hombre, todas convergiendo sobre su posición. Y peor aún, del propio pantano salían
más aullidos.

Khadgar sabía que no tenía poder para repelerlos a todos. Invocar un rayo
místico era suficiente para debilitarlo. Otro más lo pondría en serio peligro de
desmayarse. ¿Quizá debería intentar huir?

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Pero estos monstruos probablemente conocían la oscura ciénaga que los rodeaba
mejor que él. Si se quedaba en la loma de arena, lo encontrarían. Si huía al pantano, ni
siquiera Medivh sería capaz de localizarlo.

Khadgar levantó la vista al cielo, pero no había ni rastro del mago ni de los
grifos. ¿Había aterrizado Medivh en algún lugar y se acercaba sigilosamente a los
monstruos? ¿O había vuelto con el contingente humano del sur para traerlo aquí?

O, pensó lúgubremente Khadgar, ¿había cambiado el volátil temperamento de


Medivh y se había olvidado de que llevaba a alguien consigo en el vuelo?

Khadgar miró rápidamente a la oscuridad y luego otra vez al lugar de la


emboscada. Había más sombras moviéndose alrededor del fuego, y más aullidos.

Khadgar recogió la grotesca lanza con trofeos y anduvo con determinación hacia
el fuego. Puede que no fuera capaz de disparar más de uno o dos rayos místicos, pero
los monstruos no lo sabían.

Quizá fueran tan tontos como parecían. Y tuvieran tan poca experiencia con los
magos como él con ellos.

Y los sorprendió, vaya si lo hizo. La última cosa que esperaban era que su
víctima, la víctima que habían derribado de su montura voladora, apareciese de repente
al filo de la luz de las hogueras, empuñando la lanza-trofeo de uno de sus centinelas.

Khadgar arrojó la lanza al fuego, y ésta chisporroteó al aterrizar.

El joven mago invocó un poco de llama, una pequeña bola, y la sostuvo en la


mano. Abrigó la esperanza de que iluminara sus rasgos tan amenazadoramente como la
antorcha había iluminado los del guardia. Más le valía.

—Abandonen este lugar —gritó Khadgar, rezando para que su cansada voz no
se quebrara—. Abandonen este lugar o moriran.

Uno de los brutos más grandes dio dos pasos al frente y Khadgar murmuró una
palabra de poder. Las energías místicas se condensaron en torno a la mano que sostenía
la llama y golpearon con el verde inhumano de lleno en la cara. El bruto tuvo el tiempo
justo de llevarse una mano dotada de garras al rostro destrozado antes de caer.

—¡Huyan! —gritó Khadgar, tratando de dar a su voz el tono más grave


posible—. Huyan o enfrentaran el mismo destino. —Tenía el estómago helado, e
intentaba no mirar fijamente a la criatura que ardía.

Una lanza voló desde la oscuridad, y con sus últimas energías Khadgar invocó
un poco de aire, el justo para desviarla a un lado. Cuando lo hizo se sintió débil. Eso era

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lo último que podía hacer. Sus energías estaban completamente agotadas. Iba siendo un
buen momento para que funcionase su farol.

Las criaturas que lo rodeaban, sobre una docena visible, dieron un paso atrás, y
luego otro. Un grito más, se dio cuenta Khadgar, y huirían de vuelta al pantano, dándole
el tiempo suficiente para escapar. Ya había decidido huir hacia el sur, hacia el
campamento del ejército.

En vez de eso se oyó una risa sonora y carcajeante que le heló la sangre. Los
guerreros verdes se apartaron y otra figura avanzó arrastrando los pies. Era más delgado
y más jorobado que los demás, y vestía una túnica del color de la sangre coagulada. El
color del cielo en la visión de Khadgar. Sus rasgos eran tan verdes y tan deformes como
los de los demás, pero éste tenía un brillo de inteligencia salvaje en los ojos.

Extendió la mano con la palma hacia arriba, sacó una daga y se pinchó en la
palma con la punta. La sangre rojiza se acumuló en el hueco de la palma.

La bestia de la túnica pronunció una palabra que hacía daño a los oídos, y la
sangre estalló en llamas.

—¿Humano quiere jugar? —Dijo el monstruo de la túnica en un rudimentario


lenguaje humano—. ¿Quiere jugar a los conjuros? ¡Nothgrin puede jugar!

—Váyanse ahora —intentó Khadgar—. Váyanse ahora o mueran.

Pero la voz del joven mago se quebró en ese momento y el espantajo de la túnica
se limitó a reírse. Khadgar recorrió con la mirada la zona que los rodeaba, buscando el
mejor sitio para huir, preguntándose si podría hacerse con una de las espadas de los
guardias que había en el suelo. Se preguntó si este Nothgrin jugaba de farol como él.

Nothgrin dio un paso hacia Khadgar y dos de las bestias que estaban a la
derecha del hechicero gritaron de repente y estallaron en llamas. Sucedió con una
rapidez que los conmocionó a todos, Khadgar incluido. Nothgrin se giró hacia las
criaturas que ardían, para ver a dos más unirse a ellas, estallando en llamas como
ramitas secas. Éstas también gritaron y doblaron las rodillas, cayendo al suelo.

Ahora, en el sitio que habían ocupado las criaturas se encontraba Medivh.


Parecía resplandecer por sí mismo, eclipsando a la hoguera principal, los carromatos
que se quemaban y los cadáveres que ardían en el suelo, absorbiendo la luz. Parecía
radiante y relajado. Sonrió a las criaturas reunidas y fue una sonrisa salvaje y brutal.

—Mi aprendiz les ordenó que se largaran —dijo Medivh—. Deberían haber
cumplido sus órdenes.

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Una de las bestias emitió un bramido y el Magus lo silenció con un gesto de la
mano. Algo duro e invisible golpeó a la bestia de lleno en la cara, y hubo un crujido de
ruptura cuando la cabeza se le separó del cuerpo y rodó hacia atrás, golpeando el suelo
sólo momentos antes de que el cuerpo del ser cayera a la arena.

El resto de las criaturas retrocedieron un paso titubeando, y luego salieron


huyendo hacia la noche. Sólo el cabecilla, el entunicado Nothgrin, se mantuvo firme, y
su sobredimensionada mandíbula se abrió por la sorpresa.

—Nothgrin te conoce, humano —siseó—. Tú eres el que…

El resto de lo que iba a decir la criatura desapareció en un alarido cuando


Medivh hizo un gesto con la mano y la bestia comenzó a flotar en una ráfaga de viento y
fuego. Fue levantada en el aire, gritando, hasta que al fin sus pulmones reventaron por la
tensión y los restos de su cuerpo calcinado cayeron como copos de nieve negra.

Khadgar miró a Medivh, y el mago sonreía enseñando los dientes de pura


satisfacción. La sonrisa se desvaneció cuando vio el rostro ceniciento de Khadgar.

—¿Estás bien, chico? —preguntó.

—Bien —dijo Khadgar, sintiendo cómo el cansancio lo abrumaba. Trató de


sentarse pero acabó desplomándose de rodillas, con la mente agotada y vacía.

Medivh estuvo a su lado enseguida, poniéndole la mano en la frente. Khadgar


trató de apartarlo, pero comprobó que no le quedaban fuerzas.

—Descansa —le dijo Medivh—. Recupera la energía. Lo peor ya ha pasado.

Khadgar asintió parpadeando. Miró los cuerpos alrededor del fuego. Medivh
podía haberlo matado con la misma facilidad en la biblioteca. Entonces, ¿qué había
detenido su mano? ¿Algún asomo de reconocimiento a Khadgar? ¿Algún recuerdo o
algo de humanidad?

—Esas cosas —logró articular el joven mago, casi farfullando—. ¿Qué eran?

—Orcos —dijo el Magus—. Eso eran orcos. Ahora basta de preguntas por el
momento.

Al este el cielo empezaba a iluminarse. Al sur se oía el resonar de cantarines


cuernos y poderosos cascos de caballo.

—La caballería al fin —dijo Medivh con un suspiro—. Demasiado ruidosa y


demasiado tarde, pero no se te vaya a ocurrir decírselo. Pueden encargarse de los
rezagados. Ahora descansa.

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La patrulla hizo un barrido por el campamento y luego la mitad desmontó y el
resto siguió avanzando por el camino. Los jinetes empezaron a inspeccionar los
cadáveres. Se asignó un destacamento para enterrar a los miembros de la caravana. Los
pocos orcos muertos a los que Medivh no había hecho arder fueron recogidos y
arrojados a la hoguera principal, y sus cuerpos se carbonizaron mientras su carne se
hacía cenizas.

Khadgar no recordaba que Medivh lo hubiera dejado, pero éste volvió con el
comandante de la patrulla. El comandante era un hombre mayor, robusto, con el rostro
curtido por el combate y las campañas. Su barba negra tiraba más a canosa, y el pelo le
había retrocedido hasta más allá de la coronilla. Era un hombre enorme, de aspecto aún
más imponente por su armadura de placas y su voluminosa capa. Sobre uno de los
hombros, Khadgar pudo ver la empuñadura de un espadón, con enormes gavilanes
enjoyados.

—Khadgar, éste es Sir Anduin Lothar —dijo Medivh—. Lothar, éste es mi


aprendiz, Khadgar, de los Kirin Tor.

La cabeza de Khadgar le daba vueltas, y lo primero en que cayó fue en el


nombre. Sir Lothar. El Campeón Real, compañero de la infancia del rey Llane y de
Medivh. La espada que llevaba a la espalda debía de ser el Mandoble Real, dedicado a
la defensa de Azeroth y… ¿acababa Medivh de decir que Khadgar era su aprendiz?

Lothar se inclinó para ponerse a la altura del joven y lo miró sonriendo.

—Así que al fin conseguiste un aprendiz. Tuviste que ir hasta la Ciudadela


Violeta para encontrar uno, ¿eh, Med?

—Para encontrar uno con los suficientes méritos, sí.

—Y si los hechiceros locales se molestan, mejor que mejor, ¿eh? Oh, vamos, no
me mires así Medivh. ¿Qué ha hecho éste para impresionarte?

—Psche, lo de siempre —respondió Medivh, enseñando los dientes con una


sonrisa feroz—. Me ordenó la biblioteca, domó un grifo a la primera. Se fue él solo
contra estos orcos, brujo incluido.

Lothar dejó escapar un silbido.

—Organizó tu biblioteca. Estoy impresionado. —Una sonrisa destelló bajo su


canoso mostacho.

—Sir Lothar —logró decir al fin Khadgar—. Su destreza es conocida incluso en


Dalaran.

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—Descansa, muchacho —dijo Lothar apoyando un pesado guantelete en el
hombro del joven mago—. Atraparemos al resto de esas criaturas.

Khadgar negó con la cabeza.

—No, no si se mantienen sobre la carretera.

El Campeón Real pareció sorprendido, y Khadgar no estuvo seguro de si fue por


su presunción o por sus palabras.

—Me temo que el chico tiene razón —dijo Medivh—. Los orcos se han metido
en el pantano. Parecen conocer la Ciénaga Negra mejor que nosotros, y eso es lo que los
hace tan efectivos aquí. Nosotros nos mantenemos junto a los caminos y ellos se
mueven por donde quieren.

Lothar se rascó la nuca con el guantelete.

—A lo mejor podríamos tomar prestados algunos de esos grifos tuyos para


explorar.

—Los enanos que los entrenaron puede que tengan su propia opinión acerca de
prestar sus grifos —dijo Medivh—. Pero quizá deberías hablar con ellos, y también con
los gnomos. Tienen algunos aparatejos e ingenios voladores que podrían ser más
apropiados para explorar.

Lothar asintió y se frotó la mejilla.

— ¿Cómo sabías que estaban aquí?

—Encontré uno de sus exploradores de avanzadilla cerca de mis dominios


—dijo Medivh, con la misma tranquilidad que si estuviera hablando del tiempo—.
Logré sacarle que había una partida grande con intención de hacer incursiones a lo largo
de la carretera de la Ciénaga. Tenía la esperanza de llegar a tiempo de avisarlos.
—Contempló la devastación que los rodeaba.

La luz del sol hacía poco por mejorar la apariencia de la zona. Los fuegos más
pequeños se habían extinguido, y el aire olía a carne de orco quemada. Una pálida
neblina flotaba sobre el lugar de la emboscada.

Un joven soldado, poco mayor que Khadgar, llegó corriendo hasta ellos. Habían
encontrado un superviviente, uno que estaba en un estado bastante lastimoso, pero vivo.

—¿Podía el Magus venir enseguida?

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—Quédate con el chico —dijo Medivh—. Sigue un poco aturdido por todo lo
que ha pasado.

Y con eso el archimago atravesó a grandes zancadas el suelo calcinado y


ensangrentado, con sus largas vestiduras ondeando tras él como una bandera.

Khadgar trató de levantarse y seguirlo, pero el Campeón Real le puso el pesado


guantelete en el hombro y lo retuvo. Khadgar sólo se resistió un instante, y luego volvió
a sentarse. Lothar lo observó con una sonrisa.

—Así que el viejo cuervo tiene por fin un asistente.

—Aprendiz —dijo débilmente Khadgar, aunque sentía el orgullo crecer en su


pecho. El sentimiento le trajo nuevas fuerzas a su mente y a sus miembros—. Ha tenido
muchos asistentes. No duraron. O eso he oído.

—Oh-oh —dijo Lothar—. Yo recomendé unos cuantos de esos asistentes, y


volvieron con historias de una torre encantada y de un mago loco y exigente. ¿Qué
opinas de él?

Khadgar parpadeó un instante. En las doce últimas horas Medivh lo había


atacado, le había metido conocimientos en la cabeza, lo había arrastrado a través del
continente a lomos de un grifo y lo había dejado enfrentarse a un puñado de orcos antes
de bajar a rescatarlo. Por otro lado, lo había convertido en su aprendiz. Su estudiante.
Carraspeó.

—Es más de lo que me esperaba.

Lothar volvió a sonreír, y había una genuina calidez en su sonrisa.

—Es más de lo que nadie se espera. Ésa es una de sus cosas buenas. —Lothar
pensó unos instantes—. Ésa es una respuesta muy política y muy cortés.

Khadgar logró sonreír débilmente.

—Lordaeron es una tierra muy política y muy cortés.

—Ya me he dado cuenta en el consejo real. Los embajadores de Dalaran pueden


decir sí y no al mismo tiempo, a la vez que no dicen nada. Sin ánimo de insultar.

—No es insulto, milord—dijo Khadgar.

Lothar miró al muchacho.

—¿Cuántos años tienes, chico?

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Khadgar lo miró.

—Diecisiete, ¿por qué?

Lothar movió la cabeza y gruñó.

—Eso podría tener sentido.

—¿Tener sentido cómo?

—Med… quiero decir, Lord Magus Medivh, era joven, varios años más joven
que tú, cuando cayó enfermo. Como resultado, nunca tuvo mucho trato con gente de tu
edad.

—¿Enfermo? —Dijo Khadgar—. ¿El Magus estuvo enfermo?

—Gravemente —respondió Lothar—. Cayó en un profundo sueño, un coma lo


llamaron. Llane y yo lo dejamos en la Abadía de Northshire, y los santos hermanos lo
alimentaron con caldo para impedir que se consumiera hasta morir. Estuvo así durante
años y entonces, pang, se despertó. Fresco como una rosa. O casi.

—¿Casi? —preguntó Khadgar.

—Bueno, se había perdido la mayor parte de la adolescencia, y unas cuantas


décadas más. Cayó en sopor siendo adolescente y se despertó como hombre adulto.
Siempre me ha preocupado que lo afectase.

Khadgar pensó acerca del volátil temperamento del archimago, sus bruscos
cambios de humor y el deleite casi infantil con el que se había enfrentado al combate
contra los orcos. Si Medivh fuera un hombre más joven ¿tendrían sentido sus actos?

—Su coma —dijo Lothar moviendo la cabeza al recordar—, no fue natural. Med
lo llama “siesta”, como si fuera perfectamente normal. Pero nunca descubrimos por qué
pasó. Puede que el Magus lo haya descifrado, pero no muestra interés por el tema, ni
siquiera cuando le he preguntado.

—Soy el aprendiz de Medivh —se limitó a decir Khadgar—. ¿Por qué me


cuenta esto?

Lothar suspiró hondamente y miró hacia el horizonte, sobre la loma desgarrada


por la batalla. Khadgar se dio cuenta de que el Campeón Real era un individuo
básicamente honesto que no duraría ni día y medio en Dalaran. Sus emociones se
reflejaban con claridad en su rostro curtido y franco.

Lothar chasqueó la lengua.

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—Para ser honesto, me preocupa —dijo—. Así solo en su torre…

—Tiene un senescal. Y está Cocinas —terció Khadgar.

—…con toda su magia —siguió Lothar—. Parece tan solo… Recluido allí, en
las montañas. Me preocupa.

Khadgar asintió y pensó para sí: Y por eso intentaste meter allí aprendices de
Azeroth. Para espiar a tu amigo. Te preocupas por él, pero también por su poder.

—Le preocupa que esté bien —dijo Khadgar en voz alta.

Lothar se encogió de hombros, demostrando lo preocupado que estaba y lo


dispuesto que estaba a fingir lo contrario.

—¿Qué podría hacer para ayudarlos? —Preguntó Khadgar—. Ayudarlo a él y


ayudarle a usted.

—Échale un ojo —dijo Lothar—. Si eres su aprendiz, debería pasar más tiempo
contigo. No quiero que…

—¿Caiga en otro coma? —sugirió Khadgar. En un momento en que de repente


hay orcos por todas partes. Por su lado, Lothar lo recompensó volviendo a encogerse de
hombros.

Khadgar le dedicó su mejor sonrisa.

—Me sentiría honrado de ayudarlos a ambos, Sir Lothar. Sepa que mi lealtad
pertenece primero al archimago, pero si hay cualquier cosa que un amigo debería saber,
se la comunicaré.

Otra palmada con el pesado guantelete. Khadgar estaba maravillado ante lo mal
que ocultaba Lothar sus preocupaciones. ¿Eran todos los nativos de Azeroth tan abiertos
e ingenuos? Incluso ahora, Khadgar podía ver que había algo más de lo que Lothar
quería hablar.

—Hay algo más —dijo el hombre; Khadgar se limitó a asentir cortésmente.


—¿Te ha hablado el Lord Magus del Guardián? —preguntó.

Khadgar pensó en fingir que sabía más de lo que en realidad sabía, para sacarle
más información a este hombre mayor y sincero. Pero a medida que el pensamiento le
pasaba por la cabeza, lo fue desechando. Mejor limitarse a la verdad.

—He oído el nombre de labios de Medivh —dijo Khadgar—, pero no sé ningún


detalle.

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—Ah —dijo Lothar—. Entonces dejémoslo como si yo no te hubiera dicho
nada.

—Estoy seguro de que ya lo hablaremos cuando sea el momento —añadió


Khadgar.

—Sin duda —dijo Lothar—. Pareces de confianza.

—Después de todo sólo llevo unos días como su aprendiz —dijo Khadgar sin
mucho énfasis.

Lothar levantó las cejas.

—¿Unos días? ¿Exactamente cuánto llevas como aprendiz de Medivh?

—¿Contando hasta el amanecer de mañana? —Dijo Khadgar, y se permitió una


sonrisa—. Un día.

Medivh escogió ese momento para volver, con un aspecto más demacrado que el
de antes. Lothar levantó la mirada con una expectante interrogación, pero el Magus se
limitó a negar con la cabeza. Lothar frunció el ceño, y tras intercambiar unas cuantas
cortesías se fue para supervisar lo que quedaba de la recogida de restos y la limpieza. La
mitad de la patrulla que se había adelantado por la carretera había vuelto, sin encontrar
nada.

—¿Listo para viajar? —preguntó Medivh.

Khadgar se levantó, y la loma arenosa en medio de la Ciénaga Negra pareció un


barco cabeceando en el mar embravecido.

—Lo suficiente —dijo—. Aunque no sé si podré manejar un grifo, incluso


con… —dejó inacabada la frase, pero se tocó la frente.

—No importa —dijo Medivh—. Tu montura se asustó con las flechas y se


dirigió hacia las tierras altas. Tendremos que ir los dos en la mía.

Se llevó a los labios un silbato tallado con runas y emitió una serie de pitidos
cortos y secos. Lejos en lo alto se oyó el graznido de un grifo que volaba en círculos
sobre ellos. Khadgar levantó la vista.

—Así que soy su aprendiz —dijo.

—Sí —dijo Medivh, su rostro era una máscara de serenidad.

—Pasé sus pruebas —dijo el joven.

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—Sí —dijo Medivh.

—Me siento honrado —dijo Khadgar.

—Me alegro de que sea así —dijo Medivh, y el espectro de una sonrisa cruzó su
cara—. Porque ahora empieza la parte difícil.

61
CAPÍTULO CINCO
GRANO DE ARENA EN
EL RELOJ
—L os he visto antes —dijo Khadgar.

Hacía siete días de la batalla en el pantano. Tras su vuelta a la torre (y un día de


descanso por parte de Khadgar), el aprendizaje del joven mago había empezado en
serio. La primera hora del día, antes del desayuno, Khadgar practicaba sus conjuros bajo
la tutela de Medivh. Desde el desayuno hasta el almuerzo, y desde el almuerzo hasta
última hora de la tarde, Khadgar ayudaba al mago en diversas tareas. Éstas consistían en
tomar notas mientras Medivh leía números, en correr a la biblioteca para tomar éste o
aquel libro, o simplemente en sostener una serie de herramientas mientras el Magus
trabajaba.

Que era lo que estaba haciendo en este preciso instante, cuando finalmente
Khadgar se sintió lo bastante cómodo con el mago como para contarle lo que sabía de la
emboscada.

—¿Visto antes a quienes? —replicó su mentor mientras observaba su actual


experimento a través de una gran lente. El archimago llevaba en los dedos unos
pequeños dedales puntiagudos que acababan en unas agujas imposiblemente finas.
Estaba ajustando algo que parecía ser un abejorro mecánico, el cual movía las pesadas
alas cuando las agujas lo tocaban.

—A los orcos —dijo Khadgar—. Ya había visto antes a los orcos contra los que
combatimos.

—No lo mencionaste al llegar —dijo Medivh abstraídamente, mientras sus


dedos bailaban con una extraña precisión, sacando y metiendo las agujas en el
aparato—. Recuerdo haberte preguntado acerca de otras razas. No lo dijiste. ¿Dónde los
has visto?
62
—En una visión, poco después de llegar aquí —dijo Khadgar.

—Ah, tuviste una visión. Bueno, aquí las tiene mucha gente, ya sabes.
Probablemente te lo haya dicho Moroes, es un poco charlatán.

—He tenido una, o puede que dos. De la que estoy seguro es de una de un
campo de batalla, y estas criaturas, estos orcos, estaban allí, atacándonos. Quiero decir,
atacando a los humanos con los que yo estaba.

—Hmmm —dijo Medivh, y la punta de su lengua apareció bajo su bigote


mientras movía con delicadeza las agujas por el tórax de cobre del abejorro.

—Y yo no estaba aquí —siguió Khadgar—. No en Azeroth, ni en Lordaeron. El


cielo era rojo como la sangre.

Medivh se puso rígido como si hubiera recibido una descarga eléctrica. El


intrincado ingenio que había bajo sus herramientas destelló brillante cuando se
accionaron las piezas equivocadas, luego gritó… y murió.

—¿Cielos rojos? —dijo, dejando a un lado el trabajo y mirando con severidad a


Khadgar. Una energía intensa e implacable parecía bailar en el ceño del hombre, y los
ojos de Magus eran del verde del mar azotado por la tormenta.

—Rojo. Como la sangre —dijo Khadgar. El joven había pensado que se estaba
acostumbrando al temperamento brusco y volátil de Medivh, pero esto lo golpeó como
un puñetazo.

El mago mayor dejó escapar un siseo.

—Háblame de ello. El mundo, los orcos, el cielo —ordenó Medivh, su voz fría
como el acero—. Dímelo todo.

Khadgar narró la visión de su primera noche allí, mencionando todo lo que


podía recordar. Medivh lo interrumpía constantemente; cómo vestían los orcos, cómo
era el mundo. Qué había en el cielo, en el horizonte. Si había algún estandarte entre los
orcos… Khadgar sentía que sus pensamientos eran diseccionados y examinados.
Medivh le sacaba la información sin esfuerzo. Khadgar se lo dijo todo.

Todo excepto los extraños y familiares ojos del comandante mago-guerrero. No


le parecía bien mencionarlo, y las preguntas de Medivh parecían centrase más en el
mundo de cielos rojos y en los orcos que en los defensores humanos. Mientras describía
la visión, el Magus pareció calmarse, pero el mar encrespado permaneció bajo sus
pobladas cejas. Khadgar no veía necesidad alguna de molestarlo más.

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—Curioso —dijo Medivh, lenta y pensativamente, después de que Khadgar
hubiera acabado. El archimago se recostó en la silla y tamborileó en sus labios con un
dedo rematado en una aguja. El silencio colgaba en la habitación como una mortaja—.
Esa es una nueva. De hecho, una muy nueva —dijo al fin.

—Señor —empezó a decir Khadgar.

—Medivh —le recordó el archimago.

—Medivh, señor —volvió a comenzar Khadgar—. ¿De dónde vienen esas


visiones? ¿Son ecos de algún pasado o presagios del futuro?

—Las dos cosas —dijo Medivh recostándose en la silla—. Y ninguna de ellas.


Ve a por una jarra de vino a la cocina. Por hoy he acabado con el trabajo, me temo. Es
casi la hora de cenar y puede que esto requiera de algunas explicaciones.

Cuando Khadgar volvió, Medivh había hecho un fuego en la chimenea y se


estaba acomodando en uno de los sofás. Sostenía dos tazas. Khadgar sirvió, y el dulce
aroma del vino tinto se mezcló con el humo del cedro.

—¿Bebes? —preguntó Medivh en una ocurrencia un poco tardía.

—Un poco —dijo Khadgar—. En la Ciudadela Violeta es costumbre servir vino


en la cena.

—Sí —dijo Medivh—. No les haría falta si se libraran de las tuberías de plomo
de su acueducto. Pero, bueno, habías preguntado por las visiones.

—Sí, vi lo que te he descrito, y Moroes… —Khadgar dudó por unos instantes,


preocupado por echar más leña al fuego de la reputación de correveidile de Moroes,
pero decidió seguir—, Moroes dijo que no era el único. Que la gente veía cosas todo el
tiempo.

—Moroes tiene razón —dijo Medivh tomando un largo sorbo del vino y
chasqueando la lengua—. Una cosecha tardía, nada mala desde luego. Que esta torre sea
un lugar de poder no debería sorprenderte. Los magos se sienten atraídos por estos
sitios. Estos lugares suelen ser donde el universo se debilita, lo que hace que se doble
sobre sí mismo, o quizá incluso permitiendo el paso hacia el Vacío Abisal, o hasta otros
mundos completamente distintos.

—Entonces ¿qué fue lo que vi? —Lo interrumpió Khadgar—. ¿Otro mundo?

Medivh levantó una mano para hacer que el joven se callara.

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—Sólo estoy diciendo que hay sitios de poder, que por una razón u otra se
convierten en fuentes de gran poder. Uno de tales lugares se encuentra aquí, en las
Montañas Crestagrana. Una vez hace mucho explotó aquí algo poderoso, que excavó el
valle y debilitó la realidad a su alrededor.

—Y por eso la buscaste —terció Khadgar.

Medivh negó con la cabeza.

—Eso es una teoría —dijo.

—Dices que hubo una explosión hace mucho que creó este sitio, y lo convirtió
en un centro de poder mágico. Entonces viniste…

—Sí —dijo Medivh—. Eso es totalmente cierto, si lo miras de forma lineal. Pero
¿qué sucedería si la explosión sucedió porque en algún momento yo vendría aquí y el
sitio tenía que estar preparado para mí?

El rostro de Khadgar se encogió.

—Pero las cosas no pasan así.

—En el mundo normal no, no son así —dijo Medivh—. Pero la magia es el arte
de circunvalar lo normal. Por eso los debates filosóficos en las estancias de los Kirin
Tor son tan inservibles. Intentan imponer la racionalidad al mundo, y regular sus
movimientos. Las estrellas se mueven ordenadamente por el cielo, las estaciones van
una tras otra con la regularidad del reloj y los hombres viven y mueren. Si eso no
sucede, es magia, la primera distorsión del universo, unas tablas torcidas que están
esperando unas manos laboriosas que las enderecen.

—Pero para que pasase eso de que la zona estuviera preparada para ti… —
empezó Khadgar.

—El mundo tendría que ser muy diferente de lo que parece —respondió
Medivh—. Y a fin de cuentas lo es en verdad. ¿Cómo funciona el tiempo?

A Khadgar no lo dejó demasiado descolocado el aparente cambio de tema de


Medivh.

—¿El tiempo?

—Lo usamos, confiamos en él, lo medimos, pero ¿qué es? —Medivh sonreía
sobre el borde de su taza.

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—El tiempo es una progresión regular de instantes. Como los granos de un reloj
de arena —dijo Khadgar.

—Una analogía excelente —dijo Medivh—. Una que iba a usar yo mismo, y
luego comparar el reloj de arena con el reloj mecánico. ¿Ves las diferencias entre
ambos?

Khadgar negó con la cabeza lentamente mientras Medivh sorbía el vino.


Finalmente el mago habló.

—No, no es que seas tonto, chico. Es que es un concepto algo duro de asimilar.
El reloj es una simulación mecánica del tiempo, y cada instante está controlado por un
giro de los engranajes. Puedes mirar a un reloj y saber que todo avanza con una
pulsación del muelle, un giro de los engranajes. Se sabe lo que viene, porque el relojero
lo ha construido así.

—Vale —dijo Khadgar—. El tiempo es como un reloj mecánico.

—Ah, pero también es como un reloj de arena —dijo el mago alargando la mano
hasta uno que había en la repisa y dándole la vuelta. Khadgar miró el reloj e intentó
recordar si estaba allí antes de que él trajera el vino, o siquiera antes de que Medivh
hubiera alargado la mano para tomarlo.

—El reloj de arena también mide el tiempo ¿verdad? —Dijo Medivh—. Y sin
embargo nunca sabes qué partícula de arena se moverá de la mitad superior a la mitad
inferior en un momento dado. Si pudieras numerar los granos de arena, el orden sería
algo diferente cada vez. Pero el resultado final siempre es el mismo; toda la arena ha
pasado de arriba abajo. El orden en el que pasa es lo de menos. —Los ojos del hombre
mayor se iluminaron por un instante—. ¿Y? —preguntó.

—Y —dijo Khadgar—. Estás diciendo que puede que no importe si estableciste


aquí la torre porque una explosión creó este valle y retorció la naturaleza de la realidad a
su alrededor, o si la explosión sucedió porque en un momento dado vendrías aquí, y la
naturaleza del universo necesitaba darte las herramientas que querías para quedarte.

—Lo bastante cerca —dijo Medivh.

—Así que esas visiones son granos de arena —dijo Khadgar. Medivh frunció
ligeramente el ceño pero el joven siguió—. Si la torre es un reloj de arena, y no un reloj
mecánico, entonces hay granos de arena, del tiempo mismo, moviéndose por ella
constantemente. Están sueltos o se solapan unos con otros, así que podemos verlos, pero
no con claridad. Algunos son parte del pasado y otros son parte del futuro. ¿Puede que
algunos sean de otros mundos?

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Medivh ahora estaba sumido en sus pensamientos.

—Es posible. Buena nota. Bien pensado. Lo que hay que tener en mente es que
esas visiones son sólo eso. Visiones. Van y vienen. Si la torre fuera un reloj mecánico se
moverían con regularidad y sería fácil explicarlas. Pero como la torre es un reloj de
arena, esto no es así. Se mueven a su propio ritmo, y nos desafían a que desentrañemos
su caótica naturaleza. —Medivh se recostó en su asiento—. Algo con lo que yo estoy
muy cómodo, por cierto. No me gustaría un universo ordenado y bien planeado.

—¿Pero has buscado alguna vez una visión concreta? ¿Habría alguna forma de
descubrir un futuro concreto y asegurarse de que sucediera? —añadió Khadgar.

La actitud de Medivh se volvió hosca.

—O asegurarse de que nunca llegara a suceder —dijo—. No, hay cosas que
incluso un archimago respeta y de las que procura mantenerse alejado. Ésta es una de
ellas.

—Pero…

—Nada de peros —dijo Medivh, levantándose y dejando su taza vacía en la


repisa—. Ahora que has bebido algo de vino, veamos cómo afecta a tu control mágico.
Haz levitar mi taza.

Khadgar frunció el ceño y se dio cuenta de que la voz se le había ido haciendo
cada vez más confusa.

—Pero si hemos estado bebiendo.

—Exactamente —dijo el archimago—. Nunca sabrás qué granos de arena te


tirará a la cara el universo. Puedes decidir estar siempre vigilante y preparado,
despreciando la vida como la conocemos, o estar dispuesto a disfrutar de ella y pagar el
precio. Ahora intenta hacer levitar la taza.

Khadgar no se dio cuenta hasta ese mismo instante de cuánto había bebido, e
intentó aclarar la niebla de su mente y levantar de la repisa la pesada taza de cerámica.

Unos momentos después se dirigía hacia la cocina, en busca de una escoba y un


recogedor.

A última hora de la tarde, Khadgar tenía el tiempo libre para practicar e


investigar, mientras Medivh se ocupaba de otros asuntos. Khadgar se preguntaba qué
serían esos otros asuntos, pero suponía que incluían la correspondencia, puesto que dos
veces por semana llegaba un enano montado en un grifo hasta la cima de la torre con
una saca, y se iba con otra saca más grande.

67
Medivh dio permiso al joven para usar a su antojo la biblioteca en sus
investigaciones, incluyendo la miríada de preguntas que sus antiguos maestros de la
Ciudadela Violeta le habían solicitado.

—Mi única exigencia —le dijo Medivh con una sonrisa—, es que me enseñes lo
que escribas antes de enviarlo. —Khadgar debió demostrar azoramiento ante esto, ya
que Medivh añadió—: No es que tema que me ocultes algo, Joven Confianza, es que
odiaría que ellos supieran algo que a mí se me hubiera olvidado.

Así que Khadgar se zambulló en los libros. Para Guzbah encontró un antiguo
pergamino en buenas condiciones con un poema épico; sus estrofas numeradas
detallaban con precisión una batalla entre la madre de Medivh, Aegwynn, y un demonio
anónimo. A Lady Delth le hizo un listado de los mohosos volúmenes élficos de la
biblioteca. Y por encargo de Alonda buceó en todos los bestiarios que pudo leer, aunque
no logró hacer que las especies conocidas de troll pasaran de cuatro.

Khadgar también pasaba su tiempo libre con sus ganzúas y sus conjuros de
apertura particulares. Seguían intentando dominar aquellos libros que habían frustrado
sus intentos iniciales de abrirlos. Esos volúmenes tenían sobre ellos poderosas magias, y
podía pasar horas entre conjuros de adivinación antes de conseguir siquiera la primera
pista de la clase de conjuros que protegían su contenido.

Y, por último, estaba el asunto del Guardián. Medivh lo había mencionado, y Sir
Lothar había supuesto que el Magus se lo había confiado al joven, y el Campeón Real se
había echado atrás enseguida cuando había descubierto que no era el caso.

El Guardián, al parecer, era un fantasma, ni más ni menos que las visiones


temporales que parecían moverse por la torre. Había una breve mención de un Guardián
(siempre con mayúscula) en este libro élfico; alguna referencia en las crónicas reales de
Azeroth acerca de un Guardián asistiendo a esta boda o aquel funeral, o estando en la
vanguardia de algún ataque. Siempre presente pero nunca identificado. Este Guardián,
¿era un título? ¿O, como la supuestamente casi inmortal madre de Medivh, un solo ser?

También había otros fantasmas vinculados a este Guardián. Una orden de alguna
clase, una organización. ¿Sería el Guardián un guerrero sagrado? Y la palabra Tirisfal
había sido escrita en el margen de un grimorio y luego borrada, de forma que sólo la
habilidad perceptiva de Khadgar le pudo indicar lo que una vez hubo escrito allí por el
rastro que la pluma había dejado sobre el pergamino. ¿El nombre de un Guardián
concreto? ¿De la organización? ¿De otra cosa?

Fue la noche en la que Khadgar encontró esta palabra, cuatro días tras el
incidente de la taza, cuando el joven mago tuvo una nueva visión. O, más bien, la visión
lo tuvo a él y lo rodeó, tragándoselo.

68
Lo primero que le llegó fue el olor, una suave calidez vegetal entre los mohosos
textos, una fragancia que se esparció poco a poco por la habitación. La temperatura
subió, pero no hasta el punto de ser incómoda, más bien como una manta caliente y
húmeda. Las paredes se oscurecieron y se volvieron verdes, y las enredaderas treparon
por los costados de las estanterías, atravesando y sustituyendo los volúmenes que había
allí y extendiendo hojas anchas y gruesas. Entre las pilas de pergaminos brotaron
grandes y pálidas damas de noche y orquídeas de color carmesí.

Khadgar respiró hondo, pero más por ansiedad que por miedo. Éste no era el
mundo de tierra inhóspita y ejércitos orcos que había visto la vez anterior. Esto era algo
diferente. Era una jungla, pero era una jungla de este mundo. El pensamiento lo
reconfortó.

Y la mesa desapareció, y el libro, y Khadgar se quedó sentado junto a un fuego


de campamento con otros tres jóvenes. Parecían ser más o menos de su edad, y se
encontraban en algún tipo de expedición. Habían extendido sus sacos de dormir, y la
olla, vacía y ya limpia, se secaba junto al fuego. Los tres llevaban ropa de montar, pero
éstas eran de buen corte y excelente calidad.

Los tres hombres estaban riendo y bromeando aunque, igual que antes, Khadgar
no podía distinguir las palabras exactas. El rubio del centro estaba en mitad de contar
una historia, y por como gesticulaba con las manos, una que implicaba a una jovencita
bien proporcionada.

El que estaba a su derecha reía y se palmeaba una rodilla mientras el rubio


seguía con su relato. Se pasó la mano por el pelo, y Khadgar se dio cuenta de que su
cabello oscuro ya tenía entradas. Entonces fue cuando Khadgar se dio cuenta de que
estaba mirando a Sir Lothar. Los ojos y la nariz eran los suyos, igual que la sonrisa, pero
la piel aún no estaba curtida, y su barba aún no era canosa. Pero era él.

Khadgar miró al tercer hombre, y supo enseguida que tenía que ser Medivh. Éste
iba vestido con un atuendo de cazador de color verde oscuro, y llevaba la capucha
echada hacia atrás revelando un rostro joven y alegre. A la luz de la hoguera sus ojos
eran del color del jade bruñido, y correspondía a la historia del rubio con una sonrisa de
azoramiento.

El rubio del centro dijo algo y le hizo un gesto al joven Medivh, que se encogió
de hombros claramente avergonzado. Aparentemente la historia del rubio también
implicaba al futuro Magus.

El rubio tenía que ser Llane, ahora el rey Llane de Azeroth. Sí, las primeras
historias de los tres habían llegado incluso hasta los archivos de la Ciudadela Violeta.

69
Los tres solían vagar por las fronteras del reino, explorando y eliminando a toda clase de
saqueadores y monstruos.

Llane acabó su relato y Lothar casi se cayó de espaldas del tronco en el que
estaba sentado, rugiendo de risa. Medivh disfrazó su risa tras una mano, haciendo como
que se aclaraba la garganta.

La risa de Lothar fue apagándose, y Medivh dijo algo, levantando las manos
para dar más énfasis. Ahora Lothar sí que se cayó, y Llane se cubrió el rostro con las
manos, mientras su cuerpo se sacudía de risa. Aparentemente, lo que Medivh había
dicho remataba a la perfección la historia de Llane.

Entonces, algo se movió en la jungla que los rodeaba. Los tres dejaron la fiesta
al instante; lo habían oído. Khadgar, el fantasma de este encuentro más que nada lo
sintió; algo malévolo acechando en los márgenes del fuego de campamento.

Lothar se levantó lentamente y echó mano de una enorme espada de hoja ancha
que yacía enfundada a sus pies. Llane se levantó, alargando la mano tras su tronco para
sacar un hacha de doble hoja, e hizo un gesto para que Lothar fuera en una dirección y
Medivh en otra. Medivh también se había levantado y, aunque sus manos estaban
vacías, era el más poderoso de los tres, incluso a esa edad.

Llane se dirigió hacia un extremo del campamento con su hacha de guerra.


Puede que se imaginara a sí mismo como alguien sigiloso, pero Khadgar lo vio moverse
con deliberación y firmeza. Quería que lo que hubiera al borde del campamento se
descubriera a sí mismo.

La cosa lo complació, saliendo en tromba de su escondite. Era medio cuerpo


más alto que cualquiera de los jóvenes, y por un instante pensó que era un orco
gigantesco.

Entonces lo reconoció de los bestiarios que Alonda le había hecho consultar. Era
un troll, de la variedad selvática, con su piel azulada palideciendo a la luz de la luna y su
largo pelo gris erizado en una cresta que iba desde su frente hasta la base del cuello.
Igual que los orcos, le sobresalían los colmillos de la mandíbula inferior, pero eran
chatos y redondeados, más gruesos que los afilados dientes de los orcos. Sus orejas y su
nariz eran alargadas, parodias de la carne humana. Iba vestido con pieles, y sobre su
pecho bailaban unas cadenas hechas con falanges de dedos humanos.

El troll emitió un aullido de guerra, enseñando los dientes e hinchando el pecho


en su furia, e hizo una finta con su lanza. Llane atacó al arma, pero falló el golpe por
mucho. Lothar embistió desde un flanco, y también llegó Medivh con la energía arcana
danzando en las puntas de sus dedos.

70
El troll esquivó el espadón de Lothar y retrocedió otro paso cuando Llane
desgarró el aire con su enorme hacha. Cada uno de sus pasos cubría más de un metro, y
los dos guerreros presionaban al troll cada vez que retrocedía. Usaba la lanza más como
escudo que como arma, empuñándola a dos manos y desviando los golpes.

Khadgar se dio cuenta de que la criatura no estaba luchando para matar a los
humanos, aún no. Estaba intentando ponerlos en posición.

En la visión, el joven Medivh pareció darse cuenta de la misma cosa, porque


gritó algo a los otros.

Pero para entonces era demasiado tarde, puesto que otros dos trolls eligieron ese
momento para saltar de sus escondites a ambos lados del combate.

Llane, a pesar de todos sus planes, fue el sorprendido, y la lanza le atravesó el


brazo derecho. La hoja del hacha de guerra se clavó en el suelo mientras el futuro rey
maldecía.

Los otros dos se concentraron en Lothar, y ahora el guerrero se veía obligado a


retroceder, usando su ancho espadón con consumada destreza, frustrando primero un
ataque, luego otro. Aun así, los trolls mostraron su estrategia; estaban alejando a los dos
guerreros, separando a Llane de Lothar para obligar a Medivh a elegir.

Medivh eligió a Llane. Desde su punto de vista de fantasma, Khadgar supuso


que sería porque Llane ya estaba herido. Medivh embistió, con llamas en las manos…

Y recibió en la cara el extremo romo de la lanza del troll, cuando éste lo golpeó
con la pesada asta en la mandíbula, para luego volverse y, con un movimiento fluido,
propinar un puñetazo a Llane. Medivh fue derribado, al igual que Llane, y el hacha cayó
de la mano del futuro soberano.

El troll dudó unos instantes, tratando de decidir a quién matar primero. Escogió
a Medivh, despatarrado en el suelo a sus pies, el que estaba más cerca. El troll levantó la
lanza y la punta de obsidiana despidió un brillo maligno a la luz de la luna.

El joven Medivh pronunció entrecortadamente una serie de sílabas. Un pequeño


tornado de polvo se alzó del suelo y se lanzó contra el rostro del troll, cegándolo. El
troll dudó unos instantes y se frotó el polvo de los ojos con una mano.

Ese momento de duda fue todo lo que necesitaba Medivh, que se lanzó hacia
delante, no con un conjuro sino con un simple cuchillo, clavándoselo en el dorso del
muslo. El troll chilló en la noche, y pinchó a ciegas con la lanza. Ésta se hundió donde
había estado Medivh, puesto que el joven había rodado a un lado y ahora se estaba
levantando, con un chisporroteo en los dedos.

71
Murmuró una palabra y se formó una bola de relámpago entre sus dedos, que se
lanzó hacia delante. El troll sufrió una sacudida por el impacto y se quedó colgado en el
aire por unos momentos, atrapado en una descarga azul. La criatura cayó de rodillas, y
ni siquiera entonces estuvo acabada, puesto que trató de levantarse, con los ojos rojos
ardiendo de odio contra el mago.

El troll nunca tuvo su oportunidad, ya que tras él se cernió una sombra, y la


recuperada hacha de Llane brilló brevemente bajo la luz de la luna antes de caer sobre
su cabeza, partiéndola por la mitad hasta el cuello. La criatura cayó despatarrada hacia
el frente y ambos jóvenes, al igual que Khadgar, se volvieron hacia los trolls que
combatían contra Lothar.

El futuro Campeón aguantaba, pero a duras penas, y ya casi había atravesado


todo el campamento retrocediendo. Los trolls habían oído el alarido de muerte de su
hermano, y uno siguió atacando mientras el otro se volvió para encargarse de los dos
humanos. Emitió un bramido inarticulado mientras cruzaba el campamento, con la lanza
adelantada como si fuera un caballero cargando a caballo.

Llane respondió con otra carga, pero en el último momento se echó a un lado,
esquivando la punta de la lanza. El troll dio dos pasos más al frente, que lo llevaron
junto al fuego, donde esperaba Medivh.

Ahora el mago parecía lleno de energía e, iluminado por los tizones que había
ante él, tenía un aspecto casi demoníaco. Tenía los brazos abiertos y estaba salmodiando
algo brusco y rítmico.

Y el mismo fuego saltó, tomando por un breve instante la forma animada de un


gigantesco león, y cayó sobre el troll atacante. El troll de la selva gritó cuando los
tizones, leños y cenizas lo envolvieron como una mortaja y se negaron a desprenderse.
El troll se tiró al suelo y rodó primero para un lado y luego para otro, intentando apagar
las llamas, pero no sirvió de nada. Al fin dejó de moverse, y las hambrientas llamas lo
consumieron.

Por su parte, Llane continuó su embestida y enterró su hacha en el costado del


troll superviviente. La bestia aulló, y ese momento de duda fue suficiente para Lothar.
El campeón apartó la lanza con un revés, y con un preciso corte lateral decapitó
limpiamente al ser. La cabeza rebotó entre los matorrales y se perdió.

Llane, aunque sangraba por su propia herida, palmeó a Lothar en la espalda,


aparentemente provocándolo por tardar tanto con su troll. Entonces Lothar le puso una
mano en el pecho para tranquilizarlo y señaló a Medivh.

72
El joven mago seguía de pie junto al fuego, con las manos abiertas pero los
dedos curvados como si fueran garras. Sus ojos se veían vidriosos a la luz del fuego que
quedaba, y tenía la mandíbula apretada. Mientras los dos hombres (y el fantasma de
Khadgar) corrían hacia él, el joven cayó hacia atrás.

Para cuando la pareja hubo llegado junto a Medivh, éste respiraba de forma
entrecortada y se le veían las pupilas dilatadas bajo la luz de la luna. Los guerreros y el
visitante de la visión se inclinaron sobre él, mientras el joven mago se esforzaba por
distinguir las palabras que salían de su boca.

—Ten cuidado conmigo —dijo, no mirando a Llane ni a Lothar, sino a Khadgar.


Entonces los ojos del joven Medivh se cerraron y se quedó muy quieto.

Lothar y Llane intentaban reanimar a su amigo, pero Khadgar retrocedió un


paso. ¿Lo había visto Medivh igual que lo había hecho el otro mago, el que tenía sus
ojos en las llanuras asoladas por la guerra? Y él lo había oído, palabras claras que casi le
habían llegado al alma.

Khadgar se dio la vuelta y la visión cayó tan rápido como la cortina de un


prestidigitador. De nuevo estaba en la biblioteca, y casi chocó contra Medivh.

—Joven Confianza —dijo el Magus, la versión mayor de la que había yacido en


el suelo de la visión que se había desvanecido—. ¿Estás bien? Te he llamado, pero no
respondías.

—Lo siento, Med… señor —dijo Khadgar, y suspiró hondamente—. Fue una
visión. Me temo que estaba perdido en ella.

Medivh frunció sus cejas oscuras.

—¿No más orcos y cielos rojos? —preguntó, serio, y Khadgar vio un matiz de
tormenta en esos ojos verdes.

Khadgar negó con la cabeza y eligió con cuidado sus palabras.

—Trolls. Trolls azules, y era una jungla. Creo que era en este mundo. El cielo
era igual.

La preocupación de Medivh pareció remitir.

—Trolls de la jungla. Una vez me encontré con varios, al sur, en la Vega de


Tuercespina… —Los rasgos del mago se suavizaron y pareció perderse en su propia
visión. Entonces agitó la cabeza—. Pero esta vez nada de orcos ¿no? ¿Estás seguro?

73
—No, señor —dijo Khadgar. No quiso mencionar que ésa era la batalla de la
que había sido testigo. ¿Era un mal recuerdo para Medivh? ¿Fue entonces cuando cayó
en coma?

Mirando al mago de más edad, Khadgar podía ver mucho del joven de la visión.
Era más alto, pero ligeramente encorvado por los años y los estudios, y sin embargo allí
estaba el joven envuelto en la forma adulta.

—¿Tienes La Canción de Aegwynn? —dijo Medivh por su parte.

Khadgar se sacudió de su ensoñación.

—¿La canción?

—De mi madre —dijo Medivh—. Tiene que ser un pergamino viejo. ¡Te juro
que desde que has ordenado esto no puedo encontrar nada!

—Está con el resto de la poesía épica, señor —dijo Khadgar. Debería hablarle
de la visión, pensó. ¿Era un acontecimiento aleatorio o había sido motivado por su
encuentro con Lothar? ¿Buscar información acerca de las cosas provocaba las visiones?

Medivh cruzó hasta la estantería, pasó un dedo por los pergaminos y sacó la
versión que quería, vieja y gastada. La desenrolló parcialmente, la contrastó con un
trozo de papel que sacó del bolsillo, y luego volvió a enrollarla y la dejó en su sitio.

—Tengo que irme —dijo de repente—. Esta noche, me temo.

—¿Adónde vamos? —preguntó Khadgar.

—Esta vez voy solo —dijo el mago, que ya se dirigía hacia la puerta a grandes
zancadas—. Dejaré instrucciones para tus estudios con Moroes.

—¿Cuándo volverás? —gritó Khadgar tras la silueta que se alejaba.

—¡Cuando vuelva! —bramó Medivh, quien ya subía los peldaños de dos en dos.
Khadgar se imaginó al senescal ya en la cima de la torre, con su silbato rúnico y el grifo
domado dispuesto.

—Bien —dijo Khadgar mirando a los libros—. Yo me quedaré y averiguaré


cómo domar un reloj de arena.

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CAPÍTULO SEIS
AEGWYNN Y SARGERAS
M edivh estuvo fuera una semana, más o menos, y fue una semana que

Khadgar aprovechó bien. Se instaló en la biblioteca e hizo que Moroes le llevara allí las
comidas. En más de una ocasión, ni siquiera volvió a su habitación por la noche, y en
vez de eso pasó el tiempo durmiendo en las grandes mesas de la biblioteca.
Definitivamente, estaba buscando visiones.

Dejó sin responder su propia correspondencia mientras rastreaba los antiguos


volúmenes y grimorios en busca de respuestas acerca del tiempo, la luz y la magia. Sus
primeros informes habían provocado rápidas respuestas de los magos de la Ciudadela
Violeta. Guzbah quería una trascripción del poema épico de Aegwynn. Lady Delth
afirmó que no reconocía ninguno de los títulos que le había mandado; ¿podía
mandárselos de nuevo, esta vez con el primer párrafo de cada uno para que ella supiera
qué eran? Y Alonda se mantenía en sus trece de que tenía que haber una quinta especie
de troll, y que Khadgar obviamente no había encontrado los bestiarios apropiados. El
joven mago disfrutó dejando sus peticiones sin responder mientras buscaba una manera
de controlar las visiones.

La clave para el encantamiento, o eso parecía, sería un sencillo conjuro de


clarividencia, una magia adivinatoria que permitía ver objetos distantes y lugares
lejanos. Un libro de magia sacerdotal lo había descrito como un encantamiento de visión
sagrada, aunque a Khadgar le había funcionado tan bien como a los sacerdotes. Aunque
este conjuro sacerdotal funcionaba en el espacio, quizá con algunas modificaciones
podría funcionar en el tiempo. Khadgar razonó que normalmente esto sería imposible
dado el flujo del tiempo en un universo determinante y organizado como un reloj
mecánico.

Pero parecía que dentro de los muros de Karazhan, al menos, el tiempo era un
reloj de arena, e identificar los fragmentos desprendidos del tiempo era más posible. Y
una vez que pescase un grano de tiempo, sería más fácil moverse de ese grano a otro.

75
Si alguien más había intentado esto dentro de los muros de la torre de Medivh,
no había ninguna pista en la biblioteca, a menos que eso estuviera en los ejemplares más
protegidos o ilegibles ubicados en la pasarela metálica. Curiosamente, las notas en letra
de Medivh no demostraban interés alguno por las visiones, algo que parecía dominar las
notas de otros visitantes. ¿Guardaba Medivh esa información en otro sitio? ¿O es que en
verdad estaba más interesado en lo que pasaba más allá de los muros de la torre que en
lo que pasaba dentro?

Modificar un conjuro para una nueva función no era tan sencillo como cambiar
una salmodia aquí y alterar un gesto allá. Requería una comprensión profunda y precisa
de cómo funcionaba la magia de adivinación, de lo que revelaba y de cómo lo revelaba.
Cuando se cambia un movimiento de la mano o se modifica el tipo de incienso usado, el
resultado más posible es un completo fracaso, donde las energías se disipan de forma
inofensiva. Ocasionalmente puede que las energías se desaten y se descontrolen, pero
normalmente el único resultado de un conjuro fallido es un mago frustrado.

En sus estudios, Khadgar descubrió que, si un conjuro falla de forma


espectacular, eso indica que el conjuro fallido estaba muy cerca del que se pretendía
conseguir. Las magias intentan llenar el hueco, hacer que las cosas sucedan, aunque no
siempre con los resultados deseados por el mago. Por supuesto, a veces esos magos
fallidos no sobrevivían a la experiencia.

Durante el proceso, Khadgar temía que Medivh volviera en cualquier momento,


entrando sin avisar en la biblioteca en busca del releído poema épico o de cualquier otra
insignificancia. ¿Le diría a su maestro lo que estaba intentando? Y si lo hacía, ¿lo
animaría Medivh o le prohibiría continuar?

Tras cinco días, Khadgar creyó tener listo el conjuro. El armazón era el del
conjuro de clarividencia, pero ahora estaba potenciado por un factor aleatorio que le
permitía alcanzar y rastrear las discontinuidades que parecían existir en la torre. Estos
fragmentos de tiempo fuera de sitio serían un poco más brillantes, un poco más calientes
o sencillamente un poco más raros que su entorno inmediato, y por lo tanto atraerían
toda la fuerza del conjuro.

Además el conjuro, si funcionaba, debería sintonizar mejor la visión. Esto


debería afinar los sonidos y eliminar la distorsión, concentrándolos del mismo modo
que hace una persona mayor cuando se lleva la mano a la oreja para oír mejor. No
funcionaría tan bien con los sonidos alejados del punto central, pero debería aclarar lo
que hablaban los individuos además de lo que veía el mago.

Al anochecer del quinto día, Khadgar había completado sus cálculos, y tenía los
ordenados renglones de órdenes de poder y de conjuración dispuestos en un sencillo

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escrito. Si algo saliera horriblemente mal, al menos Medivh averiguaría lo que había
pasado.

Medivh, por supuesto, tenía una despensa perfectamente abastecida de


componentes para los conjuros, incluyendo una alacena de hierbas aromáticas y
taumatúrgicas y un lapidario de piedras semipreciosas molidas. De éstas, Khadgar
escogió la amatista para disponer su círculo mágico en la propia biblioteca,
entrelazándolo con runas de cuarzo rosa pulverizado. Revisó las palabras de poder (la
mayoría de las cuales le resultaban conocidas al joven mago antes de abandonar
Dalaran) y ensayó los movimientos (casi todos ellos originales). Vestido con las ropas
de conjuración (más para que le dieran suerte que por su efecto real), entró en el círculo
mágico.

Khadgar dejó que su mente se asentara y se tranquilizase. Éste no era un conjuro


de batalla que hubiera que lanzar a toda velocidad, ni un truco apresurado. Esto era un
conjuro complejo y poderoso, uno que si lo lanzase dentro de la Ciudadela Violeta haría
saltar las abjuraciones de aviso de otros magos, quienes acudirían a él volando.

Respiró hondo y comenzó la conjuración.

Dentro de su mente, el conjuro empezó a formar una caliente bola de energía.


Podía sentirla condensándose en su interior, mientras ondas irisadas recorrían su
superficie. Éste era el núcleo del conjuro, que normalmente solía despacharse enseguida
para alterar el mundo real a capricho del lanzador.

Khadgar otorgó a la esfera los atributos que deseaba, para buscar los fragmentos
de tiempo que parecían vagar por la torre, revisarlos y componer una sola visión, una de
la que pudiera ser testigo, que él pudiera ver extenderse ante sí. Las ideas parecieron
hundirse en la esfera imaginaria de su mente, y en respuesta la esfera pareció zumbar en
un tono más agudo, esperando sólo que la soltara y le marcara el rumbo.

—Tráeme una visión —dijo el joven mago—. Tráeme una visión del joven
Medivh.

La magia abandonó su mente con el sonido de un huevo que implotase, fluyendo


hacia el mundo real para cumplir su voluntad. Hubo un soplo de aire y, mientras
Khadgar miraba a su alrededor, la biblioteca empezó a transformarse como había hecho
antes, a medida que la visión se movía lentamente a este espacio y este tiempo.

Sólo cuando de repente empezó a hacer más frío se dio cuenta Khadgar de que
había llamado a la visión equivocada.

77
Una corriente helada recorrió la biblioteca, como si alguien se hubiera dejado
una ventana abierta. La brisa pasó de corriente a viento gélido y luego a ventisca ártica,
y a pesar de que sabía que esto era sólo una ilusión, tiritó.

Las paredes de la biblioteca cayeron cuando la visión ocupó su lugar con una
extensión blanca. El viento helado se arremolinaba alrededor de libros y manuscritos, y
dejaba un manto de nieve a su paso, grueso y duro. Las mesas, las estanterías y las sillas
quedaron primero ocultas y luego desaparecieron por los remolinos de gruesos copos.

Y Khadgar estaba en la ladera de una colina, con las piernas hundidas hasta las
rodillas en la nieve pero sin dejar marca. Era un fantasma dentro de la visión.

Sin embargo su aliento se condensaba y ascendía hecho vapor mientras él


miraba a su alrededor. A su derecha había una pequeña arboleda, oscuros árboles de
hoja perenne cargados de nieve por la reciente tormenta. Lejos a su izquierda había un
gran acantilado blanco. Khadgar pensó que era alguna sustancia caliza, y luego se dio
cuenta de que era hielo, como si alguien hubiera sacado de su lecho un río congelado y
lo hubiera dejado allí. El río de hielo era tan alto como algunas montañas de Dalaran, y
pequeñas formas oscuras se movían sobre él. Halcones o águilas, aunque tenían que ser
de un tamaño inmenso si realmente estaban cerca de los acantilados de hielo.

Ante él se extendía un valle, y avanzando por el valle venía un ejército.

El ejército derretía la nieve a su paso, dejando tras de sí una mancha de fango


negro como el rastro de una babosa. Los miembros del ejército iban vestidos de rojo,
equipados con grandes yelmos con cuernos y largas capas negras con cuello alto
almidonado. Eran cazadores, porque llevaban toda clase de armas.

A la cabeza del ejército, su líder portaba un estandarte, y clavada en la punta del


mástil del estandarte, una cabeza cortada chorreando sangre. Khadgar pensó que
pertenecía a alguna gran bestia con escamas verdes, pero se detuvo cuando vio que era
la cabeza de un dragón.

Había visto el cráneo de una de dichas criaturas en la Ciudadela Violeta, pero


nunca pensó ver una que recientemente hubiera estado viva. ¿Hasta cuándo lo había
hecho retroceder la visión?

El ejército de cosas gigantescas estaba bramando lo que podía haber sido una
canción de marcha, aunque igual podía ser una retahíla de insultos o un grito de desafío.
Las voces sonaban amortiguadas, como si estuvieran en el fondo de un pozo gigantesco:
pero al menos Khadgar podía oírlas.

Cuando se acercaron, se dio cuenta de lo que eran. Sus ornamentados yelmos no


eran yelmos, sino cuernos que salían de su propia carne. Sus capas no eran ropas, sino
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grandes alas membranosas que salían de sus espaldas. Sus armaduras salpicadas de rojo
eran su propia carne, brillando desde dentro y derritiendo la nieve.

Eran demonios, criaturas de las leyendas de Guzbah y de los panfletos ocultos


de Korrigan. Seres monstruosos que superaban incluso a los orcos en sed de sangre y
sadismo. Los grandes espadones de hoja ancha estaban claramente bañados de escarlata,
y ahora Khadgar pudo ver que sus cuerpos también estaban manchados de sangre.

Estaban aquí, dondequiera y cuandoquiera que fuese aquí, y estaban cazando


dragones.

Tras él sonó un ruido suave y distorsionado, no más que una pisada en una
alfombra mullida. Khadgar se dio la vuelta y descubrió que no estaba solo en el cerro
desde el que se dominaba la demoníaca partida de caza.

Ella había llegado tras él sin que Khadgar se diera cuenta, y si lo vio no le hizo
ningún caso. Igual que los demonios parecían una plaga encarnada en la tierra, ella
también irradiaba su propia sensación de poder. Éste era un poder radiante que parecía
doblarse e intensificarse mientras casi flotaba sobre la superficie de la nieve misma. Era
real, pero sus botas blancas de cuero sólo dejaban las más leves marcas en la nieve.

Era alta y poderosa y no temía a las abominaciones que había en el valle


inferior. Su atuendo era tan blanco y puro como la nieve que los rodeaba, y vestía un
chaleco hecho de pequeñas escamas de plata. Una voluminosa capa de piel con capucha
y el forro de seda verde ondeaba tras ella, abrochada en su garganta por una gran gema
verde que iba a juego con sus ojos. Llevaba el pelo rubio con un sencillo peinado,
recogido con una diadema de plata, y parecía menos afectada por el frío que el
fantasmal Khadgar.

Pero fueron sus ojos los que le llamaron la atención; verdes como un bosque en
verano, verdes como el jade bruñido, verdes como el océano tras la tormenta. Khadgar
reconoció aquellos ojos, porque había sentido la penetrante mirada de unos similares:
los de su hijo.

Era Aegwynn. La madre de Medivh, la poderosa y casi inmortal maga que había
vivido tanto como para convertirse en leyenda.

Khadgar también se dio cuenta de dónde debía estar; ésta tenía que ser la batalla
de Aegwynn contra las hordas demoníacas, una leyenda de la que sólo se conservaban
fragmentos en las estrofas de un poema épico que había en una de las estanterías de la
biblioteca.

De repente, Khadgar supo dónde había fallado su conjuro. Medivh le había


pedido ese pergamino antes de irse la última vez que Khadgar lo había visto. ¿Había
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fallado el conjuro atravesando una visión reciente del propio Medivh hasta la leyenda
que había consultado?

Aegwynn frunció el ceño al mirar hacia la partida de caza demoníaca, y la única


arruga que separó sus cejas mostró su desagrado. Sus ojos de jade destellaron, y
Khadgar pudo intuir que en su interior se estaba formando una tormenta de poder.

Su cólera no tardó mucho en desencadenarse. Extendió un brazo, pronunció una


frase corta y seca, y el relámpago brotó desde la punta de sus dedos.

Éste no era un simple rayo mágico, ni siquiera el más potente de los rayos de
una tormenta de verano. Era una chispa del relámpago primordial, avanzando por el aire
hasta llegar al suelo a través de los sorprendidos demonios. El aire se dividió en sus
elementos básicos cuando el rayo lo atravesó, y se llenó de un olor fuerte y acre. Tronó
al desplazarse para rellenar el espacio que brevemente había ocupado el rayo. A pesar
de sí mismo, a pesar de saber que él era un fantasma, a pesar de saber que esto era una
visión, a pesar de todo ello y del hecho de que el ruido quedaba amortiguado por su
estado fantasmal, Khadgar hizo una mueca y retrocedió ante el destello y el repicar
metálico del ataque místico.

El rayo golpeó al portaestandarte, el que llevaba la cabeza decapitada del dragón


verde. El demonio fue inmolado en el sitio, y los que lo rodeaban cayeron al suelo por la
explosión, como tizones ardiendo sobre la nieve. Algunos no volvieron a levantarse.

Pero la mayoría de la partida de caza quedó fuera de los efectos del conjuro,
bien por accidente, bien de forma intencionada. Los demonios, cada uno de los cuales
era más grande que diez hombres, retrocedieron conmocionados, pero eso sólo duró un
momento. El más grande bramó algo en un idioma que sonaba como el tañido de
campanas agrietadas, y la mitad de los demonios emprendieron el vuelo, embistiendo
contra la posición de Aegwynn (y Khadgar). La otra mitad sacó pesados arcos de roble
negro y flechas de hierro. Cuando dispararon las flechas, éstas estallaron en llamas, y
una lluvia de fuego cayó sobre ellos.

Aegwynn no retrocedió, sino que se limitó a hacer un movimiento de barrido


con la mano. El cielo entero entre ella y la lluvia de fuego estalló en un muro de llamas
azuladas, que engulló las flechas como si hubieran caído al río.

Pero las flechas eran simplemente una cobertura para los atacantes, los cuales
irrumpieron a través del muro de fuego azul mientras éste se desvanecía, y cayeron
sobre Aegwynn. Tenía que haber al menos veinte, cada uno de ellos un gigante que
oscurecía el cielo con sus alas.

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Khadgar miró a Aegwynn y vio que estaba sonriendo. Era una sonrisa de
complicidad, confiada, una que el joven mago había visto en el rostro de Medivh
cuando habían combatido contra los orcos. Estaba más que tranquila.

Khadgar miró al otro extremo del valle, donde habían estado los arqueros. Éstos
habían abandonado sus inútiles proyectiles y se habían reunido a salmodiar en un tono
bajo, como un zumbido. El aire se retorció a su alrededor y apareció un agujero en la
realidad, una malignidad oscura sobre la blancura prístina. Y del agujero cayeron más
demonios; criaturas de toda índole, con cabezas de animales, con ojos de fuego, con alas
de murciélago, insecto o pájaro carroñero. Estos demonios se unieron al coro y la
fractura se abrió aún más, absorbiendo más y más engendros del Vacío Abisal hacia el
frío aire del norte.

Aegwynn no prestó atención a los que cantaban ni a los refuerzos, sino que se
concentró fríamente en los que caían sobre ella desde arriba.

Hizo un pase con la mano, con la palma levantada. La mitad de los que volaban
fueron convertidos en cristal, y todos fueron derribados del cielo. Los que habían sido
transformados en cristal se hicieron añicos donde cayeron, con sonidos discordantes.
Los que aún vivían aterrizaron con un sonoro golpe y volvieron a levantarse,
desenvainando las armas manchadas de sangre.

Quedaban diez.

Aegwynn colocó su mano izquierda cerrada en un puño contra la palma de la


mano derecha levantada, y cuatro de los supervivientes se derritieron; su carne rojiza se
fundió sobre sus huesos mientras caían en la nieve. Gritaron hasta que sus gargantas en
descomposición se atascaron con su propia carne desecada. Quedaban seis.

Aegwynn hizo un gesto de agarrar el aire y otros tres demonios explotaron


cuando sus entrañas se convirtieron en insectos y los destrozaron desde dentro. Ni
siquiera tuvieron tiempo de gritar mientras sus cuerpos eran reemplazados por
enjambres de mosquitos, abejas y avispas, que se fueron hacia los bosques. Quedaban
tres.

Aegwynn separó las manos, y una fuerza invisible le arrancó a un demonio los
brazos y las piernas del torso. Quedaban dos. Aegwynn levantó dos dedos y un demonio
se convirtió en arena; su aullido de muerte se perdió en la brisa gélida. Quedaba uno.
Era el más grande, el líder, el que bramaba las órdenes. A corta distancia, Khadgar pudo
ver que su pecho desnudo era un dibujo de cicatrices y que una de sus cuencas oculares
estaba vacía. En la otra ardía el odio.

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No atacó, y Aegwynn tampoco. En vez de eso se detuvieron, congelados por un
instante, mientras el valle bajo ellos se llenaba de demonios.

Finalmente el gigantesco ser gruñó. A oídos de Khadgar su voz sonó clara pero
distante.

—Eres una tonta, Guardiana de Tirisfal —dijo, adaptando sus labios en torno al
incómodo lenguaje humano.

Aegwynn emitió una risa, tan cortante y fina como una daga de cristal.

—¿De veras, abominable engendro? He venido a fastidiar tu cacería de


dragones. Parece que lo he logrado.

—Eres una imbécil con exceso de confianza —farfulló el demonio—. Mientras


tú combatías con unos pocos, mis hermanos en la hechicería han traído más. Una legión.
Cada íncubo y cada demonio menor, cada pesadilla y cada mastín de las sombras, cada
señor oscuro y cada capitán de la Legión Ardiente. Todos han venido mientras tú
combatías contra unos pocos.

—Lo sé —dijo tranquilamente Aegwynn.

—¿Lo sabes? —Bramó el demonio con una ronca carcajada—. ¿Sabes que estás
sola en las tierras salvajes con todos los demonios alzados contra ti? ¿Lo sabes?

—Lo sé —dijo Aegwynn, y había una sonrisa en su voz—. Sabía que traerías
tantos de tus aliados como pudieras. Un Guardián sería un objetivo demasiado bueno
para que lo ignorases.

—¿Lo sabes? ¿Y viniste de todos modos a este lugar abandonado?

—Lo sé —dijo Aegwynn—. Pero nunca he dicho que estuviese sola.

Aegwynn chasqueó los dedos y el cielo se oscureció de repente, como si una


gran bandada de pájaros hubiera levantado el vuelo y tapado el sol.

Sólo que no eran pájaros. Eran dragones, más dragones de los que Khadgar
hubiera imaginado que existían. Se mantenían estáticos en vuelo, soportados por sus
grandes alas, esperando la señal de Aegwynn.

—Abominable engendro de la Legión Ardiente —dijo Aegwynn—. Tú eres el


tonto.

El líder demoníaco dejó escapar un grito y levantó su espada manchada de


sangre. Aegwynn fue demasiado rápida para él, y levantó una mano con tres dedos

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extendidos. El pecho del abominable engendro se evaporó, dejando sólo una nube de
motitas de sangre. Sus robustos brazos cayeron a ambos lados, sus piernas abandonadas
se doblaron y se derrumbaron, y su cabeza, en la que quedaba patente una mirada de
sorpresa, cayó en la nieve y se perdió.

Ésa fue la señal para los dragones, que como uno solo se precipitaron sobre la
horda agolpada de demonios invocados. Las grandes criaturas voladoras descendieron
desde todos los flancos, y de sus bocas abiertas brotó el fuego. Las primeras filas de
demonios fueron inmoladas, reducidas a cenizas en un instante, mientras que otros
luchaban por desenvainar sus armas, preparar sus conjuros o huir.

En el centro del ejército se elevó un cántico, a la vez una intensa súplica y un


grito vehemente. Eran los más poderosos conjuradores demoníacos, quienes
concentraban sus energías mientras los que estaban al borde del grupo repelían a los
dragones a un coste mortal.

Los demonios se reagruparon y respondieron, y empezaron a caer dragones del


cielo con el cuerpo acribillado por flechas de hierro y virotes de fuego, por venenos
místicos y visiones enloquecedoras. Y aun así, el círculo que rodeaba el centro de los
demonios se estrechaba a medida que más y más dragones se tomaban cumplida
venganza contra los demonios por la cacería, y los gritos del centro se hicieron más
desesperados e ininteligibles.

Khadgar miró a Aegwynn, que estaba de pie en la nieve, rígida, con los puños
cerrados, los ojos verdes refulgiendo de poder y los dientes apretados en una horrible
sonrisa. Ella también estaba salmodiando, algo oscuro e inhumano más allá incluso de
la capacidad de identificación de Khadgar. Estaba combatiendo el conjuro que habían
construido los demonios, pero también estaba extrayendo energía de él, doblando sobre
sí mismas las energías místicas que contenía, como se hace con las capas de acero de la
hoja de una espada para hacerla más fuerte y poderosa.

Los gritos de los demonios del centro alcanzaron un tono febril, y ahora la
misma Aegwynn estaba gritando, con un nimbo de energía condensado a su alrededor.
Su pelo ondeaba suelto, levantó ambos brazos y descargó las últimas palabras de su
conjuración.

Hubo un estallido en el centro de la horda demoníaca, en el centro donde los


magos salmodiaban y chillaban y rezaban. Fue un desgarramiento en el universo, esta
vez un desgarramiento brillante, como si se hubiera abierto un portal al mismo sol. La
energía se desató hacia fuera y los demonios no tuvieron tiempo ni de gritar cuando los
alcanzó, incinerándolos y dejando sus siluetas carbonizadas como único testamento.

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Todos los demonios fueron atrapados, y también algunos dragones que se habían
acercado demasiado al centro de la horda demoníaca. Quedaron apresados como polillas
en una llama, e igualmente consumidos.

Aegwynn dejó escapar un aliento entrecortado y sonrió. Era la sonrisa del lobo,
del depredador, del vencedor. Donde antes había estado la horda demoníaca ahora había
una columna de humo que ascendía hasta los cielos en una gran nube.

Pero mientras Khadgar observaba, la nube se aplanó y se comprimió, haciéndose


más oscura y más intensa, como los nubarrones de tormenta. Y al intensificarse se hizo
más fuerte, y su corazón se hizo más negro, bordeando matices del púrpura y el
azabache.

Y, de la nube oscurecida, Khadgar vio emerger a un dios.

Era una figura titánica, más grande que cualquier gigante de leyenda, más
grande que cualquier dragón. Su piel parecía estar fundida en bronce, y vestía una
armadura negra de obsidiana incandescente. Su luenga barba y el pelo enmarañado
estaban hechos de llama viva, y unos enormes cuernos emergían de su ceño. Sus ojos
eran del color del abismo infinito. Salió a grandes zancadas de la nube, y la tierra
temblaba allá donde posaba sus pies. Empuñaba una enorme lanza tallada con runas que
goteaban sangre ardiente, y tenía una larga cola rematada por una bola de fuego.

Los dragones que quedaban salieron huyendo, en dirección al bosque oscuro y


los distantes acantilados. Khadgar no podía culparlos. Por mucho poder que Medivh
tuviera en su interior, por muchos y grandes poderes que su madre hubiera demostrado,
eran como dos velitas comparados con el puro poder de este señor de los demonios.

—Sargeras —siseó Aegwynn.

—Guardiana —tronó el gran demonio con una voz tan profunda como el
océano. A lo lejos, los acantilados de hielo se derrumbaron antes que dar eco a esta voz
infernal.

La Guardiana se irguió tan alta como era y se apartó un mechón de pelo rubio de
la cara.

—He roto tus juguetes. Aquí ya no tienes nada que hacer. Huye mientras
conservas la vida.

Khadgar miró a la Guardiana como si hubiera perdido la cabeza. Incluso ante


sus ojos estaba exhausta por la experiencia, casi tan vacía como Khadgar había quedado
ante los orcos. Seguramente este titánico demonio era capaz de ver a través de su

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engaño. El poema épico hablaba de la victoria de Aegwynn. ¿Iba él a presenciar su
muerte en su lugar?

Sargeras no se rió, pero su voz retumbó en la tierra, empujando a Khadgar a


pesar de todo.

—El tiempo de Tirisfal llega a su fin —dijo el demonio—. Este mundo pronto
se inclinará ante la ofensiva de la Legión.

—No mientras haya un Guardián —dijo Aegwynn—. No mientras yo viva, o


vivan los que vengan tras de mí.

Sus dedos se doblaron ligeramente, y Khadgar pudo ver que estaba reuniendo el
poder que le quedaba en su interior, reuniendo su intelecto, su voluntad y su energía en
un último gran asalto. Muy a su pesar, Khadgar dio un paso atrás, luego otro y luego un
tercero. Si su yo anciano pudo verlo en la visión, si el joven Medivh pudo verlo… ¿No
podrían verlo también estos dos poderesos, maga y monstruo? ¿O es que quizás era
demasiado insignificante para que lo notaran?

—Ríndete ahora —dijo Sargeras—. Tu poder me será muy útil.

—No —dijo Aegwynn con los puños apretados.

—Entonces muere, Guardiana, y que tu mundo muera contigo —dijo el titánico


demonio, y alzó su ensangrentada lanza rúnica.

Aegwynn levantó las dos manos y lanzó un grito, mitad maldición y mitad
oración. Un refulgente arco iris de colores nunca vistos en este mundo brotó de las
palmas de sus manos, y serpenteó hacia arriba como un rayo dotado de vida propia. Se
clavó como una puñalada en el pecho de Sargeras.

A Khadgar le pareció un flechazo disparado contra un barco, tan pequeño e


ineficaz. Pero Sargeras flaqueó tras el impacto, retrocediendo medio paso y dejando
caer la enorme lanza. Ésta cayó al suelo como un meteorito cae sobre la tierra, y la
nieve se onduló bajo los pies de Khadgar. Éste hincó una rodilla, pero levantó la vista
hasta el señor de los demonios.

Desde donde había impactado el conjuro de Aegwynn se extendía una


oscuridad. No, no era una oscuridad, sino un frío, a medida que la caliente carne de
bronce del titán demoníaco moría y era sustituida por una masa inerte y fría. Irradiaba
desde el centro de su pecho como un incendio desatado, dejando tras de sí carne
consumida.

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Sargeras contempló la creciente devastación con sorpresa, luego alarma y luego
miedo. Levantó una mano para tocarla, y se propagó también a ese miembro, dejando a
su paso una masa de tosco metal negro. Ahora Sargeras empezó a salmodiar reuniendo
las energías que tenía para revertir el proceso, detener el flujo, apagar el fuego que lo
consumía. Sus palabras se hicieron más frenéticas y vehementes, y la piel que le
quedaba relucía con renovada intensidad. Brillaba como un sol, gritando maldiciones
mientras la oscura frialdad llegaba hasta donde debería haber estado su corazón.

Y entonces hubo otro resplandor, tan intenso como el que había consumido a la
horda demoníaca, centrado en Sargeras. Khadgar apartó la mirada y la dirigió hacia
Aegwynn, que observaba cómo el fuego y la oscuridad consumían a su enemigo. El
resplandor de la luz empequeñecía al del mismo día, y largas sombras se proyectaban
tras la maga.

Y entonces se acabó. Khadgar parpadeó cuando sus ojos recuperaron la vista. Se


volvió hacia el valle y allí estaba el titánico Sargeras, inerte como una cosa hecha de
hierro forjado, su poder consumido. Bajo su peso, el suelo ártico recalentado empezó a
ceder, y lentamente su forma muerta cayó hacia delante, permaneciendo entera cuando
golpeó el suelo. El aire alrededor de ellos estaba inmóvil.

Aegwynn se rió. Khadgar la miró y parecía agotada, tanto por el cansancio como
por la locura. Se frotaba las manos y se carcajeaba, y empezó a descender hacia el titán
caído. Khadgar se dio cuenta de que ya no se posaba delicadamente sobre la nieve, sino
que descendía a duras penas, hundida en ella.

A medida que se alejaba, la biblioteca empezó a volver. La nieve comenzó a


sublimarse en densas nubes de vapor, y las borrosas formas de las estanterías, el piso
superior y las sillas se fueron haciendo visibles poco a poco.

Khadgar se giró un poco en dirección hacia donde debería haber estado la mesa,
y todo volvió a ser normal. La biblioteca reafirmó su realidad con una firme inmediatez.

Khadgar exhaló un aliento frío y se frotó la piel. Fresco, pero no frío. El conjuro
había funcionado más o menos bien en términos generales, pero no en los detalles.
Había traído una visión, pero no la deseada. Las cuestiones eran qué había salido mal y
cuál sería la mejor forma de arreglarlo.

El joven mago tomó su bolsita de escribano y sacó de ella un pergamino en


blanco y útiles. Colocó una plumilla metálica en el extremo del palillero, derritió parte
de la tinta de calamar en un cuenco y empezó a anotar enseguida todo lo que había
pasado, desde que lanzó el conjuro inicial hasta que Aegwynn empezó a hundirse más y
más en la nieve a medida que se alejaba.

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Seguía trabajando una hora después cuando sonó un cadavérico carraspeo en la
puerta. Khadgar estaba tan absorto en sus pensamientos que no lo notó hasta que
Moroes carraspeó por segunda vez.

Khadgar levantó la vista, algo irritado. Estaba a punto de escribir algo


importante, pero el asunto lo eludía. Era algo que percibía por el rabillo del ojo de su
mente.

—El Magus ha vuelto —dijo Moroes—. Quiere verte arriba en el observatorio.

Khadgar miró a Moroes sin entender durante unos instantes, hasta que las
palabras se abrieron paso poco apoco en su mente.

—¿Medivh ha vuelto? —pudo decir al fin.

—Eso es lo que he dicho —gruñó Moroes, pronunciando cada palabra de mala


gana—. Tienes que volar hasta Stormwind con él.

—¿Stormwind? ¿Yo? ¿Por qué? —logró articular el joven mago.

—Porque eres el aprendiz, ése es el porqué —dijo Moroes con el ceño


fruncido—. Observatorio. Piso superior. Ya he llamado a los grifos.

Khadgar miró su trabajo; renglón tras renglón de buena caligrafía, ocupándose


de cada detalle. Había algo más que estaba pensando.

—Sí, sí. Déjame recoger mis cosas. Acabar esto —dijo.

—Tómate tu tiempo —dijo el senescal—. Lo único que pasa es que el Magus


quiere que vueles con él hasta el castillo de Stormwind. Nada importante. —Y Moroes
se desvaneció en el pasillo—. Piso superior —llegó su voz incorpórea, casi como una
ocurrencia de última hora.

¡Stormwind! pensó Khadgar, el castillo del rey Llane. ¿Qué sería tan importante
como para hacerlo ir allí? ¿Quizá un informe acerca de los orcos?

Khadgar miró sus notas. Con la noticia de que Medivh había vuelto y de que
pronto partirían, sus pensamientos habían quedado interrumpidos, y ahora su mente se
dedicaba a la nueva tarea. Miró las últimas palabras que había escrito en el pergamino.

Aegwynn tiene dos sombras, decían.

Khadgar agitó la cabeza. Cualquiera que fuese el curso de sus pensamientos se


había perdido. Secó cuidadosamente el exceso de tinta para que no se corriera, y dejó
las páginas a un lado. Entonces recogió sus útiles y se dirigió rápidamente hacia su

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habitación. Tendría que ponerse ropa de viaje si iba a ir a lomos de grifo, y necesitaría
empacar su capa de conjuración buena si iba a ver a la realeza.

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CAPÍTULO SIETE
STORMWIND
H asta entonces, el edificio más grande que Khadgar había visto en su vida

era la Ciudadela Violeta, en la Isla Cruz, a las afueras de la ciudad de Dalaran. Las
majestuosas agujas y grandiosas estancias de los Kirin Tor, techadas con gruesa pizarra
del color del lapislázuli que daba su nombre a la ciudadela, habían sido motivo de
orgullo para Khadgar. En todos sus viajes por Lordaeron y Azeroth, nada, ni siquiera la
torre de Medivh, se acercaba a la ancestral grandeza de la ciudadela de los Kirin Tor.

Hasta que llegó a Stormwind.

Volaron de noche, como la vez anterior, y en esta ocasión el joven mago estaba
convencido de haber dormido mientras guiaba al grifo a través del relente nocturno.
Cualquiera que fuese el conocimiento que Medivh había puesto en su mente, seguía
funcionando, porque estaba seguro de su habilidad para guiar al depredador alado con
las rodillas, y se sentía muy a gusto. La parte de su cerebro donde residía el
conocimiento no le dolía en este momento, sino que sentía una cierta vibración, como si
el tejido mental hubiera sanado dejando una cicatriz, admitiendo el conocimiento pero
todavía reconociéndolo como algo ajeno.

Se despertó mientras el sol salía por el horizonte tras él y se sobresaltó


momentáneamente, haciendo que la gran criatura voladora se ladease ligeramente,
apartándose de la ruta que seguía Medivh. Ante él, repentina y reluciente al sol de la
mañana, estaba Stormwind.

Era una ciudadela de oro y plata. Bajo la luz de la mañana los muros parecían
brillar con su propia luz, pulidos como un cáliz bajo los cuidados de un sirviente. Los
techos resplandecían como hechos de plata, y por un momento Khadgar pensó que
tenían engastadas innumerables gemitas.

El joven mago parpadeó y agitó la cabeza. Las paredes de oro se volvieron


simple piedra, aunque pulida hasta un fino lustre en algunos sitios e intrincadamente

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esculpida en otros. Los techos de plata eran sencillamente de pizarra oscura, y lo que
había pensado que eran gemas no era más que el rocío de la mañana reflejando la luz
del sol.

Y aun así, Khadgar siguió asombrado por el tamaño de la ciudad. Tan grande
como cualquiera de las de Lordaeron, si no más, y vista desde esta altura se extendía
ante él. Contó hasta tres anillos de murallas concéntricos alrededor del castillo central, y
barreras menores que separaban diferentes barrios. Dondequiera que miraba, había más
ciudad bajo él.

Incluso ahora, en las horas del amanecer, había actividad. El humo se alzaba
desde fuegos mañaneros, y ya circulaba gente por las calles y mercados. Grandes carros
se agolpaban al exterior de las puertas principales, cargados de granjeros que se dirigían
a los limpios y ordenados campos que se extendían desde los muros de la ciudad como
una falda, alcanzando casi el horizonte.

Khadgar no podía identificar la mitad de los edificios. Unas grandes torres


podían ser universidades o silos de grano, por lo que a él respectaba. En una cascada
habían colocado unas ruedas de molino. Por qué, ni se lo imaginaba. De repente surgió
una llamarada a su derecha, aunque si provenía de una fundición, de un dragón cautivo
o de algún gran accidente, era un misterio.

Era la ciudad más grandiosa que había visto, y en su corazón se encontraba el


castillo de Llane.

No podía ser otro. Aquí las paredes sí que parecían estar hechas de oro, con
incrustaciones de plata alrededor de las ventanas. El techo real estaba recubierto de
pizarra azul, tan intensa y rica como el zafiro, y en su miríada de torres Khadgar podía
ver estandartes con la cabeza de león de Azeroth, el escudo de armas de la casa del rey
Llane y símbolo de esta tierra.

El complejo del castillo parecía ser una pequeña ciudad en sí mismo, con
innumerables edificios laterales, torres y pabellones. Puentes colgantes iban entre los
edificios, a distancias que Khadgar pensó imposibles sin ayuda mágica.

Quizá una estructura de este tipo sólo podía construirse con magia, pensó, y se
dio cuenta de que quizá ésta era una de las razones por las que Medivh era tan apreciado
aquí.

El mago levantó una mano y pasó sobre una torre en particular, cuya parte
superior era un parapeto plano. Medivh señaló hacia abajo; una vez, dos veces, una
tercera. Quería que Khadgar aterrizase primero.

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Echando mano de sus recuerdos artificiales, Khadgar hizo aterrizar limpiamente
al grifo. La gran bestia con cabeza de águila echó las alas hacia atrás como una gran
vela, reduciendo la velocidad hasta aterrizar delicadamente.

Ya había una delegación esperándolo. Un grupo de pajes con librea azul se


adelantó para tomar las riendas del grifo y ponerle en la cabeza una pesada capucha. Los
recuerdos ajenos le dijeron a Khadgar que era similar a las que usaban los cetreros para
restringir la vista de sus pájaros de presa. Otro tenía un cubo de vísceras frescas de vaca,
que puso con cautela frente al pico del grifo, que mordía al aire.

Khadgar desmontó de lomos del grifo y fue cálidamente saludado por el propio
Sir Lothar. El hombretón parecía aún más grande vestido con una túnica ornamentada y
una capa, rematadas por una coraza pectoral labrada y un manto de filigrana que
colgaba de su hombro.

—¡Aprendiz! —dijo Lothar, engullendo la mano de Khadgar en su enorme zarpa


carnosa—. ¡Me alegro de ver que conservas el empleo!

—Milord —dijo Khadgar, tratando de no hacer una mueca de dolor ante la


fuerza del apretón del hombre—. Hemos volado toda la noche para llegar hasta aquí. Yo
no…

El resto de la frase de Khadgar fue barrido por un vendaval de alas y el graznido


de miedo de un grifo. La montura de Medivh bajó del cielo dando tumbos, y el Magus
aterrizó con menos gracilidad aún. La enorme bestia voladora resbaló por toda la
anchura de la torre y casi se cayó por el parapeto; Medivh tiró con fuerza de las riendas.
Como estaban las cosas, las grandes garras delanteras del grifo se aferraron a los
merlones, y casi tiró al mago hacia fuera.

Khadgar no esperó los comentarios de Sir Lothar, sino que saltó hacia delante,
seguido por la hueste de pajes vestidos de azul y con Sir Lothar avanzando pesadamente
tras ellos.

Para cuando llegaron junto a él, Medivh ya había desmontado y le entregaba las
riendas al primer paje.

—¡Maldito viento cruzado! —Dijo irritado el mago—. Les dije que éste era
justo el lugar equivocado para un aviario, pero aquí nadie le hace caso al mago. Buen
aterrizaje, niño —añadió como ocurrencia de última hora, mientras los sirvientes se
arremolinaban alrededor de su grifo, tratando de calmarlo.

—Med —dijo Lothar, extendiendo una mano como saludo—. Me alegro de que
hayas podido venir.

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Medivh se limitó a fruncir el ceño.

—He venido tan pronto como he podido —espetó el mago secamente,


respondiendo a alguna ofensa que Khadgar no había percibido—. Tienen que
apañárselas sin mí de vez en cuando, ya sabes.

Si a Lothar lo sorprendió la actitud de Medivh, no dijo nada.

—Me alegro de verte de todas formas. Su majestad…

—Tendrá que esperar —dijo Medivh—. Llévame a la cámara en cuestión, ahora.


No, yo sé el camino. Dijiste que fueron Huglar y Hugarin. Por aquí, entonces.

Y con eso partió el mago, hacia las escaleras laterales que se adentraban en la
torre.

—¡Cinco pisos hacia abajo, luego un puente que cruza y luego tres pisos hacia
arriba! ¡Un sitio horrible para un aviario!

Khadgar miró a Lothar. El hombretón se frotaba la calva con una manaza y


movía la cabeza. Entonces partió tras el hombre, con Khadgar pisándole los talones.

Para cuando llegaron a la parte baja de la escalera de caracol, Medivh ya se


había ido, aunque más adelante podía oírse una retahíla de quejas y la ocasional
palabrota, alejándose rápido.

—Está de buen humor —dijo Lothar—. Deja que te acompañe a las habitaciones
de los magos. Lo encontraremos allí.

—La noche pasada estaba muy alterado —dijo Khadgar a modo de disculpa—.
Se había ido, y parece ser que su llamada llegó a Karazhan poco después de su vuelta.

—¿Te ha dicho de qué va esto, aprendiz? —preguntó Lothar.

Khadgar tuvo que negar con la cabeza.

El campeón Anduin Lothar frunció el ceño.

—Dos de los grandes hechiceros de Azeroth están muertos, con sus cuerpos
quemados más allá de toda posibilidad de identificación y los corazones arrancados del
pecho. Muertos en sus habitaciones. Y hay pruebas… —Sir Lothar dudó un momento,
como si intentara elegir las palabras adecuadas—. Hay pruebas de actividad demoníaca.
Por eso mandé al mensajero más rápido por el Magus. Quizá él pueda decirnos lo que
pasó.

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—¿Dónde están los cuerpos? —gritaba Medivh cuando Lothar y Khadgar lo
alcanzaron por fin. Estaban cerca de la cima de otra de las espiras del castillo, con la
ciudad extendiéndose ante ellos en un gran ventanal que se abría frente a la puerta.

La habitación estaba destrozada, y parecía haber sido registrada por orcos, y


orcos torpes. Todos los libros habían sido sacados de las estanterías, y cada pergamino
había sido desenrollado y muchos de ellos hechos jirones. Los aparatos alquímicos
habían sido destrozados, los polvos y emplastos estaban desparramados, e incluso
habían roto los muebles.

En el centro de la habitación había un anillo de poder, una inscripción labrada en


el suelo. El anillo se componía de dos círculos concéntricos, con palabras arcanas
labradas entre ellos. Las incisiones en el suelo eran profundas y estaban llenas de un
líquido oscuro y pegajoso. Había dos marcas de quemadura en el suelo, cada una de
ellas del tamaño de un hombre, situadas entre el círculo y la ventana.

Dichos círculos tallados sólo tenían un propósito, por lo que sabía Khadgar. El
bibliotecario de la Ciudadela Violeta siempre avisaba acerca de ellos.

—¿Dónde están los cuerpos? —repitió Medivh, y Khadgar se alegró de no ser el


quien tuviera que responder—. ¿Dónde están los restos de Huglar y Hugarin?

—Los retiramos poco después de encontrarlos —dijo tranquilamente Lothar—,


Era indigno dejarlos aquí. No sabíamos cuándo llegarías.

—Quieres decir que no sabías si llegaría —le espetó Medivh—. Bueno, bueno.
Todavía podemos aprovechar algo. ¿Quién ha entrado en esta habitación?

—Los Lores Conjuradores Huglar y Hugarin —empezó Lothar.

—Por supuesto —dijo de forma cortante Medivh—. Tenían que estar aquí si
murieron aquí. ¿Quién más?

—Uno de sus criados los encontró —siguió Lothar—. Y me mandaron llamar. Y


traje algunos guardias para retirar los cuerpos. Todavía no han sido enterrados, si deseas
examinarlos.

Medivh ya estaba sumido en sus pensamientos.

—Hmmm. ¿A los cuerpos o a los guardias? No importa, ya nos ocuparemos


luego de eso. Así que en total un criado, tú y como otros cuatro guardias, ¿no? Y ahora
yo y mi aprendiz. ¿Nadie más?

—No que yo sepa —dijo Lothar.

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El Magus cerró los ojos y murmuró unas pocas palabras en voz baja. Tanto
podría haber sido un juramento como un conjuro. Sus ojos se abrieron de par en par.

—¡Interesante, Joven Confianza!

Khadgar respiró hondo.

—Lord Magus.

—Necesito tu juventud y tu inexperiencia. Puede que mis ojos cansados no vean


lo que yo quiero ver. Necesito ojos frescos. No temas hacer preguntas, vamos. Ven aquí
y ponte en el centro de la habitación. No, no entres en el círculo. No sabemos si queda
algún encantamiento residual en él. Ponte aquí. Ahora, ¿qué sientes?

—Veo la habitación destrozada —empezó Khadgar.

—No he dicho ver —lo cortó Medivh—. He dicho sentir.

Khadgar tomó aliento y lanzó un conjuro menor, uno que acentuaba los sentidos
y ayudaba a encontrar objetos perdidos. Era un conjuro sencillo de adivinación, uno que
había usado cientos de veces en la Ciudadela Violeta. Era especialmente bueno para
encontrar cosas que otros querían mantener ocultas.

Pero nada más entonar las primeras palabras, Khadgar pudo sentir que era
diferente. Había cierta pesadez en la magia de esta habitación. La magia solía tener una
sensación de ligereza y energía, pero ésta parecía más viscosa, casi líquida. Khadgar
nunca la había notado antes, y se preguntó si sería debida a los círculos de poder o a
poderes y conjuros de los difuntos magos.

Era una sensación pegajosa, como el aire estancado en una habitación que
hubiera estado cerrada durante años. Khadgar intentó reunir las energías, pero éstas
parecieron resistirse, seguir sus deseos con la mayor de las reluctancias.

El rostro de Khadgar se volvió serio mientras trataba de extraer más poder de la


habitación, de las energías, hasta sí. Era un conjuro sencillo, si acaso debería ser más
fácil en esta sala de conjuración, donde el lanzamiento de los mismos era cosa habitual.
Repentinamente el joven mago se vio desbordado por la densa y fétida sensación de la
magia. Bruscamente cayó sobre él, envolviéndolo, como si hubiese quitado un ladrillo
de la parte de abajo y se hubiera tirado una pared encima. La fuerza de la oscura y
pesada magia cayó sobre él como una manta, aplastando el conjuro y obligándolo
físicamente a arrodillarse. Muy a su pesar, gritó.

Medivh estuvo a su lado enseguida, ayudando al joven mago a levantarse.

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—Vamos, vamos —dijo—. No esperaba que lo hicieras tan bien. Buen intento.
Excelente trabajo.

—¿Qué es? —Logró articular Khadgar, que de repente podía volver a


respirar—. No se parece a nada que haya sentido antes. Pesado. Resistente. Asfixiante.

—Entonces eso son buenas noticias para ti —dijo Medivh—. Está muy bien que
lo hayas sentido, y está muy bien que lo hayas aguantado. Aquí la magia ha sido
corrompida, como resultado de lo que pasó antes.

—¿Quieres decir que la habitación está encantada? —Dijo Khadgar—. Ni


siquiera en Karazhan he…

—No, no es eso —dijo Medivh—. Es algo mucho peor. Los dos magos muertos
de aquí estaban invocando demonios. Es esa mancha la que has sentido, esa pesadez en
la magia. Aquí estuvo un demonio. Eso fue lo que mató a Huglar y Hugarin, los pobres
y poderosos idiotas.

Se hizo el silencio durante unos instantes, luego habló Lothar.

—¿Demonios? ¿En las torres del rey? No puedo creer…

—Oh, creencia —dijo Medivh—. No importa lo culto y lo erudito, lo sabio y lo


maravilloso, lo poderoso y lo hábil que se sea, siempre hay un fragmento más de poder,
un pedazo más de saber, un poderoso secreto más por aprender para cualquier mago.
Creo que estos dos cayeron en esa trampa, e invocaron fuerzas del otro lado de la Gran
Oscuridad del Más Allá, y pagaron el precio por ello. Idiotas. Eran amigos y colegas, y
eran idiotas.

—¿Pero cómo? —Dijo Lothar—. Seguramente tenía que haber protecciones.


Defensas. Eso es un círculo místico de poder.

—Fácil de abrir brecha, fácil de romper —dijo Medivh mientras se inclinaba


sobre el círculo, donde la sangre seca de los magos lanzaba reflejos. Se agachó y tomó
una delgada hebra de paja que estaba caída sobre las piedras, que aún se estaban
enfriando—. ¡Ajá! Una simple paja de escoba. Si esto estaba aquí cuando comenzaron
la invocación, todas las abjuraciones y filacterias del mundo no pudieron protegerlos. El
demonio consideraría que el círculo no era más que un arco, un portal hacia este mundo.
Saldría disparando fuego infernal y atacaría a los pobres tontos que lo habían traído a
este mundo. Lo he visto antes.

Khadgar movió la cabeza. La densa oscuridad que parecía aprisionarlo por todos
lados pareció levantarse un poco, y recuperó la compostura. Recorrió la habitación con
la mirada. Ya era una zona catastrófica. El demonio lo había destrozado todo en su

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ataque. Si había una hebra de paja de una escoba rompiendo el círculo, debería haberse
desplazado durante el ataque.

—¿Cómo se encontraron los cuerpos? —preguntó Khadgar.

—¿Qué? —dijo Medivh con una brusquedad que sobresaltó a Khadgar.

—Lo siento —respondió enseguida Khadgar—. Dijiste que podía hacer


preguntas.

—Sí, sí, por supuesto —dijo Medivh, calmando su tono seco sólo un ápice. Se
dirigió al Campeón Real—. Bien, Anduin Lothar. ¿Cómo se encontraron los cuerpos?

—Cuando yo llegué estaban en el suelo, el criado no los había movido—


respondió Lothar.

—¿Boca arriba o boca abajo, señor? —dijo Khadgar, con tanta tranquilidad
como pudo. Podía sentir la gélida mirada del mago mayor—. ¿Las cabezas apuntaban
hacia el círculo o hacia la ventana?

Lothar quedó absorto mientras recordaba.

—Hacia el círculo, y boca abajo. Sí, definitivamente. Estaban totalmente


calcinados, y tuvimos que darles la vuelta para asegurarnos de que eran Huglar y
Hugarin.

—¿Adónde quieres llegar, Joven Confianza? —dijo el Magus, quien ahora


estaba sentado en la ventana abierta, atusándose la barba.

Khadgar miró las dos marcas de quemadura entre el círculo defensivo que no
había funcionado y la ventana, y trató de pensar en ellos como cuerpos y no como
magos que una vez habían estado vivos.

—Si golpeas a alguien desde delante, se cae hacia atrás. Si golpeas a alguien por
detrás, cae hacia delante. ¿Estaba la ventana abierta cuando usted llegó?

Lothar miró al ventanal abierto, olvidándose por un momento de la gran ciudad


que había al otro lado.

—Sí. No. Sí, creo que sí. Pero puede que la abriera el criado. Había un hedor
espantoso; de hecho eso fue lo que atrajo la atención en un principio. Puedo preguntar.

—No hace falta —dijo Medivh—. La ventana estaba seguramente abierta


cuando entró el criado. —El Magus se levantó y anduvo hasta las marcas de
quemadura—. Así que tú crees, Joven Confianza, que Huglar y Hugarin estaban aquí de

96
pie, observando el círculo mágico, y algo llegó por la ventana y los atacó por la
espalda. —Para dar más énfasis se dio una palmada en la nuca—. Cayeron hacia delante
y ardieron en esa posición.

—Sí, señor —dijo Khadgar—. O sea, es una teoría.

—Una buena teoría —dijo Medivh—, pero equivocada, me temo. Para empezar,
los dos magos habrían tenido que estar ahí de pie sin mirar nada en particular, salvo que
hubieran estado mirando el círculo mágico. Por lo tanto estaban invocando un demonio.
Un círculo de este tipo no sirve para otra cosa.

—Pero… —empezó a decir Khadgar, y el Magus congeló sus palabras en la


garganta con una dura mirada.

—Y —siguió Medivh—, aunque eso encajaría con un solo atacante con una
cachiporra o un garrote, no encaja tan bien con las energías oscuras de los demonios. Si
la bestia exhaló fuego, pudo haber cogido de pie a los dos hombres, haberlos matado y
luego los cuerpos caer ardiendo hacia delante. ¿Dijiste que los cuerpos estaban
calcinados por delante y por detrás? —dirigió la pregunta a Lothar.

—Sí —dijo el Campeón Real.

Medivh levantó la palma de la mano.

—El demonio exhala fuego. Quema la parte delantera. Huglar (o Hugarin) cae
hacia delante. Las llamas se extienden a la espalda. A menos que el demonio atacase a
Hugarin (o Huglar) por la espalda, les diera la vuelta para asegurarse de que también se
quemaba la parte delantera, y luego les diera la vuelta de nuevo. Poco probable; los
demonios no son tan metódicos.

Khadgar sintió cómo el rostro se le acaloraba por el azoramiento.

—Lo siento, sólo era una teoría.

—Y una buena teoría —dijo rápidamente Medivh—. Sólo que estaba


equivocada, nada más. Pero tienes razón en que la ventana estaría abierta, porque así fue
como el demonio salió de la torre. Ahora anda suelto por la ciudad.

Lothar maldijo.

—¿Estás seguro?

—Completamente —asintió Medivh—. Pero probablemente por el momento no


quiera llamar la atención. Incluso matar por sorpresa a dos tontos como Huglar y
Hugarin llevaría al límite las habilidades de cualquier criatura excepto la más poderosa.

97
—En una hora puedo tener organizados grupos de búsqueda —dijo Lothar.

—No —replicó Medivh—. Quiero hacer esto yo mismo. No tiene sentido


desperdiciar vidas. Por supuesto, quiero ver los restos. Eso me dirá a qué nos
enfrentamos.

—Los llevamos a una cámara fría en la bodega —dijo Lothar—. Puedo llevarte
allí.

—Enseguida —urgió Medivh—. Quiero echar un vistazo por aquí durante un


momento. ¿Nos dejarías solos a mi aprendiz y a mí unos minutos?

—Por supuesto —dijo Lothar tras dudar un momento—. Estaré justo


afuera. —Mientras decía esto miraba severamente a Khadgar, luego se fue.

El picaporte se cerró y en la habitación se hizo el silencio. Medivh se movía de


mesa en mesa, trasteando entre los libros destrozados y los papeles hechos jirones.
Sostuvo el trozo de una carta con un sello púrpura, y negó con la cabeza. Lentamente,
arrugó el trozo de papel que sostenía en la mano.

—En los países civilizados —dijo con voz algo tensa—, los aprendices no
discuten a sus maestros. Al menos en público. —Se volvió hacia Khadgar y el joven vio
que el rostro de su maestro era una masa de nubarrones de tormenta.

—Lo siento —dijo Khadgar—. Dijiste que debía hacer preguntas, y la postura
de los cuerpos no me pareció la normal en ese momento, pero ahora que has
mencionado cómo ardieron esos cuerpos…

Medivh levantó una mano y Khadgar se cayó. Hizo una pausa y luego expulsó
aire lentamente.

—Ya basta. Hiciste lo correcto, ni más ni menos de lo que yo te había pedido. Y


si no hubieras hablado yo no me habría dado cuenta de que el demonio posiblemente
bajó escalando la torre y habría perdido el tiempo rastreando el castillo. Pero
preguntaste porque no sabes mucho acerca de demonios, y eso es ignorancia. Y yo la
ignorancia no la tolero.

El Magus miró a Khadgar, pero había una sonrisa en las comisuras de sus labios.
Khadgar, seguro de que la tormenta había pasado, se sentó en un taburete.

—Lothar…

—Esperará —dijo Medivh asintiendo—. Ese Anduin Lothar espera bien.


Veamos. ¿Qué aprendiste sobre los demonios durante tu estancia en la Ciudadela
Violeta?

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—He oído las leyendas —dijo Khadgar—. En los Primeros Días había demonios
en la tierra, y se alzaron grandes héroes para expulsarlos. —Pensó en la imagen de la
madre de Medivh haciendo pedazos a los demonios y enfrentándose a su señor, pero no
dijo nada. No veía la necesidad de enfadar a Medivh ahora que se había calmado.

—Eso es lo básico —dijo Medivh—. Lo que nosotros llamamos cuentos de


viejas. ¿Qué más sabes?

Khadgar respiró hondo.

—Las enseñanzas oficiales en la Ciudadela Violeta, en el Kirin Tor, dicen que la


demonología debe ser rechazada, evitada y abjurada. Cualquier intento de invocar un
demonio debe ser localizado e impedido, y los implicados han de ser expulsados. O algo
peor. Circulaban historias entre los estudiantes jóvenes, mientras yo crecía.

—Historias con base real —dijo Medivh—. Pero eres un muchacho curioso.
Sabrás más, supongo.

Khadgar inclinó su cabeza pensativo, mientras escogía las palabras con cuidado.

—Korrigan, el bibliotecario de la academia, tenía una extensa colección de…


material a su disposición.

—Y necesitaba alguien que le ayudara a ordenarlo —dijo secamente Medivh.


Khadgar debió de ponerse tenso, porque Medivh añadió—: No es más que una
suposición, Joven Confianza.

—El material consistía principalmente en leyendas populares e informes de


autoridades locales acerca de actividades demoníacas. La mayor parte versaba sobre
individuos cometiendo actos execrables en nombre de algún antiguo demonio
legendario. Nada acerca del acto de invocar realmente a un demonio. Nada de conjuros
ni de escritos arcanos. —Khadgar señaló el círculo de protección—. Nada de
ceremonias.

—Por supuesto —respondió Medivh—. Ni siquiera Korrigan dejaría eso en


manos de un estudiante. Si tiene cosas de ésas las tendrá por separado.

—A partir de eso, la creencia general es que cuando los demonios fueron


derrotados, fueron expulsados completamente. Los echaron de este mundo de luz y
seres vivos a su propio dominio.

—La Gran Oscuridad del Más Allá —dijo Medivh, entonando la frase como una
plegaria.

99
—Siguen allí, o eso dice la leyenda —siguió Khadgar—. Y quieren volver.
Algunos dicen que acuden en sueños a las personas de voluntad débil y las animan a
buscar viejos conjuros y a hacer sacrificios. A veces para abrirles el camino de vuelta.
Otros dicen que quieren adoradores y sacrificios para hacer que este mundo sea como
antes, sanguinario y violento, y que sólo entonces volverán.

Medivh se mantuvo en silencio un momento, atusándose la barba.

—¿Algo más?

—Hay más. Detalles e historias individuales. He visto tallas de demonios,


dibujos, diagramas. —De nuevo Khadgar sintió la necesidad de hablarle a Medivh de la
visión, del ejército demoníaco—. Y está ese viejo poema épico, el que habla de
Aegwynn —dijo en vez de lo otro—, luchando contra una horda de demonios en una
tierra remota.

La mención trajo una amable sonrisa de complicidad al rostro de Medivh.

—Ah, sí. “La Canción de Aegwynn”. Encontrarás ese poema en las habitaciones
de muchos magos poderosos, ya sabes.

—Mi profesor, Lord Guzbah, estaba interesado en él.

—¿Sí? —Dijo Medivh con una sonrisa—. Con el debido respeto, no sé si


Guzbah está preparado para el poema. Al menos en su forma verdadera. —Levantó las
cejas—. Lo que sabes es básicamente cierto. Mucha gente lo esconde en forma de
leyendas y cuentos de hadas, pero creo que tú sabes tan bien como yo que los demonios
son reales y están ahí afuera, y sí, son una amenaza para todos los que caminamos por
este mundo iluminado por el sol, al igual que para otros mundos. Creo, definitivamente
creo, que tu mundo del sol rojo era otro sitio, un mundo diferente al otro lado de la Gran
Oscuridad del Más Allá. El Más Allá es una prisión para los demonios, un sitio sin luz
ni abrigo, y ellos están muy, muy envidiosos y tienen muchas, muchas ganas de volver.
—Khadgar asintió y Medivh continuó—. Pero tu suposición de que sus víctimas son
gente de voluntad débil es un error, aunque de nuevo un error bienintencionado. Hay
más que suficientes granjeros corruptos que invocan una fuerza demoníaca para
vengarse de un antiguo amor, o mercaderes estúpidos que queman la factura de un
acreedor con una vela negra mientras farfullan malamente el nombre de algún antiguo
poder demoníaco. Pero también hay aquellos que se adentran en el abismo por propia
voluntad, que se sienten seguros y a salvo y creen estar por encima de cualquier lisonja
o amenaza; que creen ser lo bastante poderosos para dominar las energías demoníacas
que fluyen más allá de las paredes del mundo. Éstos son incluso más peligrosos que la
chusma común, puesto que como sabes, un fallo por poco en la conjuración es más
mortífero que un fallo por completo.

100
Khadgar sólo pudo asentir, y se preguntó si Khadgar tenía el poder de la mente.

—Pero éstos eran magos poderosos; quiero decir, Huglar y Hugarin.

—Los más poderosos de Azeroth —dijo Medivh—. Los mejores y más sabios
magos, consejeros mágicos del mismísimo rey Llane. ¡De confianza, sabios y sinecuras!

—Seguramente deberían saber lo que hacían.

—Así debería haber sido —dijo Medivh—. Y sin embargo aquí estamos, en los
restos de sus habitaciones, y sus cuerpos calcinados yacen en la bodega.

—Entonces ¿por qué lo harían? —Khadgar frunció el ceño, tratando de no


ofender—. Si sabían tanto. ¿Por qué tratar de invocar un demonio?

—Por muchas razones —dijo Medivh con un suspiro—. La soberbia, ese falso
orgullo que precede a la caída. Exceso de confianza, en sus habilidades individuales y
duplicado por trabajar en equipo. Y supongo que, sobre todo, el miedo.

—¿Miedo? —Khadgar miró intrigado a Medivh.

—Miedo a lo desconocido —dijo Medivh—. Miedo a lo conocido. Miedo a las


cosas más poderosas que ellos.

Khadgar movió la cabeza.

—¿Qué podría ser más poderoso que dos de los magos más avezados y cultos de
Azeroth?

—Ah —dijo Medivh, y una débil sonrisa floreció bajo su barba—. Ese soy yo.
Se mataron invocando un demonio, jugando con fuerzas que es mejor dejar en paz,
porque me temían.

—¿A ti? —dijo Khadgar, y su voz sonó más sorprendida de lo que había
pretendido. Por un momento temió volver a ofender al Magus.

Pero Medivh se limitó a respirar hondo y expulsar el aire lentamente.

—Yo —dijo luego—. Eran tontos, pero yo también tengo la culpa. Ven, chico,
Lothar puede esperar. Es hora de que te cuente la historia de los Guardianes y de la
Orden de Tirisfal, que es lo único que se interpone entre nosotros y la oscuridad.

101
CAPÍTULO OCHO
LECCIONES
—P ara comprender la Orden —dijo Medivh—, debes comprender a los

demonios. También debes comprender la magia. —Se sentó cómodamente en una de las
sillas que seguía intactas. La silla también tenía encima uno de los pocos cojines que no
habían sido desgarrados.

—Lord Medivh… Magus —dijo Khadgar—. Si hay un demonio suelto en


Stormwind deberíamos concentrarnos en eso, y no en lecciones de historia que pueden
esperar a más tarde.

Medivh bajó la vista para mirarse el pecho, y Khadgar temió haberse arriesgado
a otro estallido de furia del mago. Pero el archimago se limitó a negar con la cabeza y
sonreír.

—Tus preocupaciones serían válidas si el demonio en cuestión fuera una


amenaza para los que los rodean. Hazme caso, no lo es. El demonio. Incluso aunque
fuera uno de los oficiales más poderosos de la Legión Ardiente, habría gastado casi
todas sus energías personales encargándose de los dos poderosos magos que lo
invocaron. No hay que preocuparse, al menos por el momento. Lo que es importante es
que comprendas lo que es la Orden, lo que yo soy y por qué hay otros tan interesados en
ello.

—Pero Magus… —empezó Khadgar.

—Y cuanto antes pueda acabar, antes sabré que puedo confiarte la información
y antes podré ir a encargarme de este demonio, así que si de verdad quieres que vaya
deberías dejarme acabar, ¿de acuerdo? —Medivh dedicó al joven mago una áspera
sonrisa de complicidad.

102
Khadgar abrió la boca para protestar, pero cambió de idea. Se sentó en el amplio
alfeizar del ventanal abierto. A pesar de los esfuerzos de los sirvientes por retirar los
cuerpos de la torre, el hedor de su muerte, un vaho corrosivo, seguía pesando en el aire.

—Bueno, ¿qué es la magia? —preguntó Medivh a la manera de un profesor de


magia.

—Un campo ambiental de energía que impregna el mundo —dijo Khadgar casi
sin pensar. Era un catecismo, una respuesta sencilla para una pregunta sencilla—. Es
más fuerte en algunos sitios que en otros, pero es omnipresente.

—Sí, así es —dijo el mago de más edad—, al menos ahora. Pero imagina un
tiempo en el que no lo fue.

—La magia es universal —dijo Khadgar, sabiendo tan pronto como lo dijo que
le iban a demostrar que no era así—. Como el aire o el agua.

—Sí, como el agua —dijo Medivh—. Ahora imagina un tiempo al inicio de las
cosas, cuando toda el agua del mundo estaba en un sitio. Toda la lluvia, los ríos, los
mares y los arroyos, las cataratas, los torrentes y las lágrimas, todo en un mismo sitio,
un pozo.

Khadgar asintió lentamente.

—Pero, en vez del agua estamos hablando de la magia —dijo Medivh—. Un


pozo de magia, la fuente, una apertura a otra dimensión, un brillante portal a las tierras
al otro lado de la Gran Oscuridad, más allá de las paredes del mundo. Las primeras
personas en hacer conjuros acamparon alrededor del pozo y destilaron su poder puro en
forma de magia. Entonces se llamaban los kaldorei. Cómo se llaman ahora, no lo sé.
—Medivh miró a Khadgar, pero el joven mago se mantuvo en silencio, así que
continuó—. Los kaldorei se hicieron poderosos con su uso de la magia, pero no
comprendían su naturaleza. No comprendían que había otras fuerzas en la Gran
Oscuridad del Más Allá, moviéndose entre los mundos, hambrientas de magia y muy
interesadas en cualquiera que la domara y la refinase para servirse de ella. Estas fuerzas
malignas eran abominaciones, monstruosidades y pesadillas de cientos de mundos, pero
nosotros los llamamos simplemente demonios. Buscaban invadir cualquier mundo
donde la magia creciera y fuese dominada, y destruirlo para quedarse las energías para
ellos solos. Y el más grande de todos, el amo de la Legión Ardiente, era un demonio
llamado Sargeras.

Khadgar pensó en la visión de Aegwynn y suprimió un escalofrío. Si Medivh


notó la reacción del joven mago, no dijo nada.

103
—El señor de la Legión Ardiente era poderoso y sutil, y trabajó para corromper
a los primeros magos, los kaldorei. Tuvo éxito, porque una oscura sombra cayó sobre
sus corazones y esclavizaron a otras razas, los nacientes humanos y otras más, para
construir un imperio —Medivh suspiró—. Pero incluso en esos tiempos de esclavismo
kaldorei había aquéllos con más visión que sus hermanos, aquellos que estaban
dispuestos a hablar en contra de los kaldorei y pagar el precio de su visión. Estos
valientes individuos, tanto kaldorei como de otras razas, veían cómo los corazones de
los kaldorei gobernantes se hacían fríos y oscuros, y el poder demoníaco crecía. Así
sucedió que los kaldorei fueron corrompidos por Sargeras tanto que casi condenaron
este mundo en su nacimiento. Los kaldorei ignoraron a los que hablaban contra ellos, y
abrieron el camino para que los demonios más poderosos, Sargeras y los suyos,
invadieran el mundo. Sólo con las heroicas acciones de unos pocos se pudo cerrar el
portal resplandeciente a través de la Gran Oscuridad, exiliando a Sargeras y a sus
seguidores. Pero la victoria tuvo un alto coste. El Pozo de la Eternidad explotó cuando
se cerró el portal, y la explosión resultante le arrancó el corazón al mundo, destruyendo
las tierras kaldorei y el continente en el que se asentaban. Los que cerraron el puente
nunca volvieron a ser vistos por los ojos de los vivos.

—¡Kalimdor! —dijo Khadgar, interrumpiendo muy a su pesar.

Medivh lo miró, y Khadgar continuó.

—¡Es una vieja leyenda de Lordaeron! Una vez hubo una raza maligna que jugó
estúpidamente con un gran poder. Como castigo por sus pecados, sus tierras fueron
destruidas y hundidas bajo las olas. Se llama la Caída del Mundo. Sus tierras se
llamaban Kalimdor.

—Kalimdor —repitió Medivh—. Conoces la versión infantil del relato, el trozo


que les contamos a los candidatos a mago para enfatizar los peligros de aquello con lo
que juegan. Los kaldorei fueron estúpidos y se destruyeron a sí mismos, y casi a nuestro
mundo. Y cuando el Pozo de la Eternidad explotó, las energías mágicas que había en su
interior se dispersaron hasta los cuatro confines de la tierra, en una eterna lluvia de
magia. Y por eso la magia es universal; es el poder de la muerte del pozo.

—Pero, Magus… —dijo Khadgar—. Eso pasó hace milenios.

—Diez mil años —respondió Medivh—. Año más, año menos.

—¿Y cómo ha llegado la leyenda hasta nosotros? Las propias historias de


Dalaran sólo se remontan hasta unos dos mil años, y de ésas las primeras están
completamente envueltas en la leyenda.

Medivh asintió y retomó el relato.

104
—Muchos perecieron en el hundimiento de Kalimdor, pero algunos
sobrevivieron y se llevaron su saber con ellos. Algunos de esos kaldorei supervivientes
fundaron la Orden de Tirisfal. Si Tirisfal fue una persona, un sitio, una cosa o un
concepto, ni yo puedo decirlo. Recogieron el conocimiento de lo que había sucedido y
juraron impedir que volviera a suceder, y ésos son los cimientos de la orden. La raza
humana también sobrevivió a esos días oscuros, y prosperó, y pronto, con la energía
mágica entrelazada con el tejido el mundo, ellos también estuvieron llamando a las
puertas de la realidad, empezando a invocar criaturas de la Gran Oscuridad, fisgando en
las puertas cerradas de la prisión de Sargeras. Entonces fue cuando los kaldorei que
habían sobrevivido y cambiado aparecieron con la historia de cómo sus ancestros casi
habían destruido el mundo. Los primeros magos humanos consideraron lo que los
kaldorei supervivientes había dicho, y se dieron cuenta de que aunque ellos renunciaran
a sus varitas, grimorios y códigos, siempre habría otros que, inocentemente o no,
buscarían formas para permitir a los demonios acceder de nuevo a nuestras verdes
tierras. Así que ellos continuaron la Orden, ahora como una sociedad secreta entre los
magos más poderosos. Esta Orden de Tirisfal escogería a uno de sus miembros, que
serviría como Guardián del Tirisfal. A este Guardián se le otorgarían los más grandes
poderes, y sería el guardián de las puertas de la realidad. Pero ahora la puerta no era un
solo gran pozo de energía, sino una lluvia infinita que sigue cayendo aún hoy. No es
nada menos que la más pesada responsabilidad del mundo.

Medivh se calló y sus ojos se desenfocaron brevemente, como si hubiera sido


súbitamente arrastrado al pasado. Entonces agitó la cabeza y volvió en sí, pero no habló.

—Tú eres el Guardián —se limitó a decir Khadgar.

—Sí —dijo Medivh—. Soy el hijo de la más grande Guardiana de todos los
tiempos, y su poder me fue otorgado poco después de mi nacimiento. Fue… demasiado
para mí, y pagué por ello con un buen pedazo de mi juventud.

—Pero has dicho que los magos elegían entre ellos —dijo Khadgar—. ¿No
podía Magna Aegwynn haber elegido a un candidato mayor? ¿Por qué elegir a un niño,
y en concreto su hijo?

Medivh respiró hondo.

—Los primeros Guardianes, durante el primer milenio, fueron elegidos entre un


grupo selecto. La propia existencia de la Orden se mantenía en secreto, siguiendo los
deseos de los fundadores originales. Sin embargo, con el paso del tiempo fueron
apareciendo los politiqueos y los intereses personales, y el Guardián pronto se convirtió
en poco más que un criado, un recadero mágico. Algunos de los magos más poderosos
creían que el trabajo del Guardián era mantener apartados a los demás del poder que
ellos mismos disfrutaban. Igual que con los kaldorei que nos habían precedido, una
105
sombra de poder corruptor se cernía sobre los miembros de la Orden. Cada vez pasaban
más demonios, e incluso el mismísimo Sargeras había manifestado pequeños
fragmentos de su esencia. Una mera fracción de su poder, pero suficiente para masacrar
ejércitos y destruir naciones.

Khadgar pensó en la imagen de Sargeras con la que había combatido Aegwynn


en la visión. ¿Era posible que eso fuera una simple fracción del poder del gran
demonio?

—Magna Aegwynn… —Medivh pronunció las palabras y luego se detuvo. Era


como si no estuviera acostumbrado a pronunciarlas—. La que me engendró había
nacido hace casi un millar de años, Estaba muy dotada, y los demás miembros de la
orden la eligieron como Guardián. Creo que los miembros más ancianos de los ancianos
pensaron que podían controlarla, y al hacerlo seguir usando al Guardián como peón en
sus juegos de política. Ella los sorprendió —y ante esto Medivh sonrió—. Se negó a ser
manipulada, y de hecho combatió contra algunos de los magos más grandes de su época
cuando cayeron en la demonología, Algunos pensaron que su independencia sería algo
pasajero, que cuando llegara su hora, tendría que pasar el testigo a un miembro más
maleable. Y de nuevo volvió a sorprenderlos, usando la magia de su interior para vivir
mil años, inalterada, y para blandir su poder con sabiduría y gracia. Así que la Orden y
el Guardián se separaron. La Orden puede asesorar al Guardián, pero éste último debe
ser libre de enfrentarse a ella, para evitar lo que les sucedió a los kaldorei. Durante mil
años, ella combatió contra la Gran Oscuridad, incluso enfrentándose a la forma física de
Sargeras, que había logrado filtrarse a este plano e intentaba destruir a los dragones
míticos para añadir el poder de éstos al suyo propio. Magna Aegwynn se enfrentó a él y
lo venció, encerrando su cuerpo en un lugar desconocido, dejándolo aislado de la Gran
Oscuridad que es la fuente de su poder. Eso está en el poema épico “La Canción de
Aegwynn”, el que quiere Guzbah. Pero ella no podía hacerlo por siempre, y siempre
debe haber un Guardián. Y entonces… —y de nuevo a Medivh le falló la voz—,
Todavía le quedaba un as en la manga. Era poderosa, pero seguía siendo de carne
mortal. Se esperaba que transmitiese su poder. En vez de eso concibió un heredero con
un conjurador de la propia corte de Azeroth, y escogió a ese niño como su sucesor.
Amenazó a la orden, diciendo que si su elección no era respetada, nunca renunciaría y
se llevaría el poder del Guardián a la tumba antes que permitir que otro lo tuviera.
Creyeron que podrían manipular mejor al niño… a mí… así que la dejaron. Pero el
poder fue demasiado —dijo Medivh—. Cuando yo era joven, más joven que tú, se
despertó en mi interior y dormí durante veinte años. Magna Aegwynn tuvo tanta vida…
y yo me la he perdido casi toda. —Su voz se quebró de nuevo—. Magna Aegwynn… mi
madre… —empezó, pero se dio cuenta de que no tenía más que decir.

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Khadgar se quedó sentado allí un momento. Entonces Medivh se levantó y se
echó hacia atrás la melena.

—Y mientras yo dormía —dijo—, el mal volvió a insinuarse en el mundo. Hay


más demonios, y también más de esos orcos. Y ahora los miembros de mi propia Orden
vuelven a jugar con la senda de la oscuridad. Sí, Huglar y Hugarin eran miembros de la
Orden, como lo han sido otros, como el anciano Arrexis de los Kirin Tor. Sí, algo
parecido le sucedió, y aunque lo han encubierto bien, posiblemente hayas oído algo
acerca de eso. Temían el poder de mi madre y me temen a mí, y tengo que impedir que
su miedo los destruya. Ésa es la carga que soporta el Guardián de Tirisfal. —El hombre
se puso repentinamente en movimiento—. ¡Debo partir!

—¿Partir? —dijo Khadgar, sorprendido por la súbita energía de la larguirucha


figura.

—Como has indicado tan acertadamente, hay un demonio suelto —dijo Medivh
con una sonrisa renovada—. Que suene el cuerno del cazador. ¡Debo encontrarlo antes
de que recupere las fuerzas y mate a otros!

Khadgar se levantó.

—¿Por dónde empezamos?

Medivh se detuvo y se dio la vuelta, mirando algo avergonzado al joven.

—Esto… no empezamos por ningún sitio. Yo voy. Tú tienes talento, pero


todavía no estás a la altura de los demonios. Esta batalla es mía, Joven Aprendiz
Confianza.

—Magus, estoy seguro de que puedo…

—También necesito que te quedes aquí y mantengas los oídos abiertos —dijo
Medivh en voz más baja—. No dudo que el viejo Lothar ha pasado los últimos diez
minutos con la oreja pegada a la puerta, de forma que ahora tendrá una marca con forma
de cerradura estampada en un lado de la cara. —Medivh sonrió—. Sabe mucho, pero no
lo sabe todo. Por eso tengo que decírtelo, para que no te lo sonsaque. Necesito que
alguien guarde al Guardián.

Khadgar miró a Medivh y el mago mayor guiñó un ojo. Luego el Magus avanzó
a grandes zancadas hacia la puerta y la abrió con un rápido movimiento. Lothar no cayó
dentro de la habitación, pero estaba allí, justo al otro lado. Podía haber estado
escuchando. O simplemente montando guardia.

—Med —dijo Lothar con una sonrisa coja—. Su majestad…

107
—Su majestad entenderá perfectamente —dijo Medivh pasando como una
exhalación junto al hombretón—, que prefiera encontrarme con un demonio suelto que
con el líder de una nación. Prioridades, y tal. Mientras tanto ¿me cuidarías al aprendiz?

Lo dijo todo sin respirar, y se fue, atravesando el pasillo y bajando las escaleras,
dejando a Lothar a media frase.

El viejo guerrero se frotó la calva con una manaza, y dejó escapar un suspiro
exagerado. Entonces miró a Khadgar y emitió otro, aún más profundo.

—Siempre ha sido así, ya sabes —dijo Lothar, como si Khadgar realmente lo


supiera—. Supongo que por lo menos tendrás hambre. Veamos si podemos conseguir
algo para almorzar.

El almuerzo consistió de un faisán frío sacado de la cámara fría bajo el brazo de


Lothar, y dos tazas de cerveza del tamaño de aguamaniles, una en cada mano rolliza. El
Campeón Real estaba sorprendentemente relajado, a pesar de la situación, y condujo a
Khadgar hasta un elevado balcón desde el que se dominaba la ciudad.

—Milord —dijo Khadgar—, a pesar de la petición de Magus, me doy cuenta de


que tiene cosas que hacer.

—Sí —dijo Lothar—. Y la mayoría de ellas las he hecho mientras hablabas con
Medivh. Su majestad el rey Llane se encuentra en sus habitaciones, como la mayoría de
los cortesanos, bajo vigilancia por si el demonio hubiera decidido esconderse en el
castillo. También tengo agentes recorriendo la ciudad, con órdenes de informar si ven
algo sospechoso y de evitar parecer sospechosos ellos mismos. La última cosa que
necesitamos es una ola de pánico por el demonio. Ya he echado todos mis anzuelos,
ahora sólo me queda esperar. —Miró al joven—. Y mis lugartenientes saben que estaré
en este balcón, porque de todas formas yo siempre almuerzo tarde.

Khadgar reflexionó sobre las palabras de Lothar, y pensó que el Campeón Real
se parecía mucho a Medivh; no sólo iba siempre unos pasos por delante sino que se
deleitaba en explicar a los demás cómo había planeado las cosas. El aprendiz tomó una
tajada de pechuga mientras Lothar se lanzó por un muslo.

La pareja comió en silencio durante bastante tiempo. El faisán no es que


estuviera malo, precisamente, porque lo habían adobado con una mezcla de romero,
panceta y sebo de cordero bajo la piel antes de asarlo. Incluso frío se deshacía en la
boca. Por su lado la cerveza era de sabor fuerte, con un rico poso.

Bajo ellos se desplegaba la ciudad. La ciudadela en sí se alzaba sobre un


promontorio rocoso que ya separaba al rey de sus súbditos y, con la altura añadida de la
torre, los ciudadanos de Stormwind parecían pequeños muñequitos que iban y venían
108
por calles atestadas. Bajo ellos se representaba una especie de día de mercado, con
puestos con toldos de vivos colores ocupados por vendedores que bramaban (en voz
muy baja, le parecía a Khadgar desde esta altura) las virtudes de sus productos.

Durante unos momentos, Khadgar se olvidó de donde estaba, y lo que había


visto, y del motivo por el que para empezar estaba allí. Era una ciudad preciosa. Sólo un
grave gruñido de Lothar lo trajo de vuelta al mundo.

—¿Y cómo es? —dijo el Campeón Real con su particular introspección.

Khadgar pensó por unos instantes antes de contestar.

—Tiene buena salud. Usted mismo lo ha visto, milord.

—Bah —escupió Lothar, y por un momento Khadgar pensó que el caballero se


estaba ahogando con un trozo de carne—. Puedo ver, y sé que Medivh puede engañar a
cualquiera. Lo que quiero decir es: ¿cómo es?

Khadgar volvió a mirar a la ciudad, preguntándose si él tendría el talento de


Medivh para manejarse con el hombre, para negar respuestas sin ofender.

No, decidió. Medivh se valía de lealtades y amistades que eran más viejas que
Khadgar. Tenía que encontrar otra forma de responder. Suspiró.

—Es exigente. Muy exigente. E inteligente. Y sorprendente. A veces creo que


soy el aprendiz de un torbellino. —Miró a Lothar con las cejas levantadas, en la
esperanza de que esto fuera suficiente.

Lothar asintió.

—Un torbellino, sí. Y una tormenta, sospecho.

Khadgar se encogió de hombros torpemente.

—Tiene sus días, como todo el mundo.

—Hmmmf —dijo el Campeón Real—. Un mozo de cuadra tiene el día y patea al


perro. Un mago tiene el día y una ciudad desaparece. Sin ánimo de ofender.

—No hay ofensa, milord —dijo Khadgar pensando en los magos muertos de la
habitación de la torre—. Ha preguntado cómo es. Es todas esas cosas.

—Hmmmf —volvió a decir Lothar—. Es una persona muy poderosa.

Y te preocupa, igual que preocupa a los demás magos, pensó Khadgar, pero en
vez de eso dijo otra cosa.

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—Habla bien de usted.

—¿Qué dice? —preguntó Lothar, posiblemente más rápido de lo que había


pretendido.

—Sólo —Khadgar escogió sus palabras con cuidado—, que lo cuidastes bien
cuando estuvo enfermo.

—Bastante cierto —gruñó el guerrero, empezando con el otro muslo.

—Y que es extremadamente cumplidor —añadió Khadgar, creyendo que esto


era un adecuado resumen de la opinión que Medivh tenía del guerrero.

—Me alegro de que se dé cuenta —dijo Lothar con la boca llena. Hubo una
pausa entre los dos, y Lothar masticó y tragó—. ¿Ha mencionado al Guardián?

—Hemos hablado —dijo Khadgar, con la sensación de estar al borde de un


acantilado verbal. Medivh no le había dicho cuánto sabía Lothar. Decidió que el silencio
sería la mejor respuesta, y dejó la frase colgada en el aire unos instantes.

—Y no es tarea del aprendiz discutir los asuntos del maestro, ¿eh? —dijo Lothar
con una sonrisa que parecía un ápice demasiado forzada—. Vamos, eres de Dalaran. Ese
nido de víboras mágicas tiene más secretos por metro cuadrado que cualquier otro lugar
del continente. Sin ánimo de ofender, otra vez.

Khadgar no le dio importancia al comentario.

—He notado —dijo diplomáticamente—, que hay una rivalidad menos obvia
entre los magos de aquí que entre los de Lordaeron.

—Y me vas a decir que tus maestros te mandaron sin una lista de la compra de
cosas que tenías que sacarle al gran Magus. —La sonrisa de Lothar se agrandó, y
pareció casi comprensiva.

Khadgar sintió el rostro algo acalorado. Los disparos del guerrero se acercaban
cada vez más al blanco.

—Todas las peticiones de la Ciudadela Violeta fueron dejadas a la discreción de


Medivh. Fue muy comprensivo.

—Hmmmf —resopló Lothar—. Eso quiere decir que no le han pedido lo bueno.
Sé que los magos de por aquí, incluyendo a Huglar y Hugarin, que los santos se apiaden
de sus almas, siempre lo estaban incordiando, pidiéndole esto o aquello, y quejándose
ante su majestad o ante mí si no lo conseguían. ¡Cómo si nosotros tuviéramos algún
control sobre él!

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—No creo que nadie lo tenga —respondió Khadgar, ahogando en la cerveza
cualquier comentario adicional que se le hubiera ocurrido.

—Ni siquiera su madre, por lo que sé —dijo Lothar. Fue un leve comentario,
pero se clavó como una puñalada. Khadgar se encontró deseando preguntarle a Lothar
más acerca de ella, pero se contuvo.

—Me temo que soy demasiado joven para saberlo —dijo—. He leído algo
acerca de ella. Parece que era una maga muy poderosa.

—Y ese poder está ahora en él —dijo Lothar—. Ella lo engendró de un


conjurador de esta misma corte, y lo amamantó con magia pura, e hizo fluir su poder
hacia él. Sí, lo sé todo, reuní las piezas mientras estuvo en coma. Demasiado poder,
demasiado joven. Incluso ahora estoy preocupado.

—Crees que es demasiado poderoso —dijo Khadgar, y Lothar lo dejó congelado


con una penetrante mirada. El joven mago se reprochó haber dicho lo que pensaba,
prácticamente acusando a su anfitrión.

Lothar sonrió y negó con la cabeza.

—Al contrario, chico, me preocupa que no sea lo bastante poderoso. Hay cosas
horribles vagando por el reino. Esos orcos que viste hace un mes se están multiplicando
como conejos tras la lluvia. Y los trolls, que estaban casi extinguidos, se están viendo
cada vez más. Y Medivh está por ahí cazando un demonio mientras hablamos. Llegan
malos tiempos y espero, no, rezo para que esté a la altura. Estuvimos veintitantos años
sin un Guardián, mientras él estuvo en coma. No quiero pasar otros veinte,
especialmente en un momento como éste.

Ahora Khadgar se sentía azorado.

—Así que cuando preguntas cómo es, quieres decir…

—Que qué tal le va —acabó Lothar—. No quiero que se debilite en un momento


como éste. Orcos, trolls, demonios y luego está lo de… —Lothar dejó la frase inacabada
y miró a Khadgar—. Ahora ya sabes lo del Guardián, supongo.

—Puede suponer —dijo Khadgar.

—¿Y lo de la orden también? —dijo Lothar, y luego sonrió—. No necesitas


decir nada, jovencito, tus ojos te han traicionado. Nunca juegues a las cartas conmigo.

Khadgar se sintió al borde del abismo. Medivh le había dicho que no le contara
demasiado al Campeón, pero Lothar parecía saber tanto como Khadgar. Incluso más.
Lothar habló tranquilamente.

111
—No mandaríamos buscar a Medivh por un sencillo asunto de una conjuración
fallida. Ni por dos conjuradores cualquiera que fuesen atrapados por sus propios
conjuros. Huglar y Hugarin eran dos de los mejores, dos de los más poderosos. Había
otra, incluso más poderosa, pero tuvo un accidente hace dos meses. Los tres, creo, eran
miembros de la orden.

Khadgar sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

—No me siento cómodo hablando de esto —logró decir.

—Entonces no hables —dijo Lothar arrugando el ceño como si fuera una


estribación de alguna antigua cadena montañosa—. Tres magos poderosos, los más
poderosos de Azeroth. Ni por asomo a la altura de Medivh y su madre, entiéndeme, pero
grandes y poderosos magos a pesar de todo. Todos muertos. Puedo creerme que un
mago tenga mala suerte, o que lo pillen desprevenido pero ¿tres? Un guerrero no cree en
tantas coincidencias. Y hay más. Tengo mis propios medios para descubrir las cosas.
Los mercaderes de las caravanas, mercenarios y aventureros que llegan a la ciudad
suelen encontrar un oído dispuesto en el viejo Lothar. Llegan noticias de Ironforge y
Alterac, e incluso del mismo Lordaeron. Ha habido una plaga de estos accidentes, uno
detrás de otro. Creo que alguien, o peor, algo está cazando a los grandes magos de esta
Orden secreta. Tanto aquí como en Dalaran. No lo dudo.

Khadgar se dio cuenta de que el hombre estaba estudiando su rostro mientras


hablaba, y con un respingo se dio cuenta de que esto encajaba con los rumores que
había oído antes de abandonar la Ciudadela Violeta. Ancianos magos desaparecidos de
repente, y el escalafón superior tratando de taparlo sigilosamente. El gran secreto de los
Kirin Tor, parte de un problema mayor.

Muy a su pesar, Khadgar apartó la mirada, desviándola hacia la ciudad.

—Sí, también en Dalaran, según parece —dijo Lothar—. No llegan muchas


noticias de allí, pero estoy dispuesto a apostar que las que circulan por allí son
parecidas, ¿eh?

—¿Crees que el Lord Magus está en peligro? —preguntó Khadgar. Los deseos
de no decirle nada a Lothar estaban siendo erosionados por la obvia preocupación del
viejo guerrero.

—Yo creo que Medivh es la encarnación del peligro —dijo Lothar—. Y admiro
a cualquiera dispuesto a compartir techo con él. —Sonaba como una broma, pero el
Campeón Real no sonrió—. Pero sí, hay algo ahí afuera, y puede que esté relacionado
con los demonios, los orcos o con algo mucho peor. Y no me gustaría que perdiéramos
nuestra arma más poderosa en un momento como éste.

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Khadgar miró a Lothar, intentando leer las arrugas del rostro del hombre.
¿Estaba el viejo guerrero preocupado por su amigo o por la pérdida de una defensa
mágica? ¿Se preocupaba por la seguridad de Medivh, sólo en las tierras salvajes, o
porque hubiera algo cazándolos? Su rostro parecía una máscara, y sus ojos azul marino
no daban ninguna pista de lo que Lothar estaba pensando realmente.

Khadgar se había esperado un sencillo espadachín, un caballero dedicado a su


deber, pero el Campeón Real era algo más. Estaba presionando a Khadgar, buscando
debilidades, buscando información, pero ¿con qué fin?

Necesito a alguien que guarde al Guardián, había dicho Medivh.

—Está bien —dijo Khadgar—. Se preocupa por él, y yo comparto su


preocupación. Pero está bien, y dudo de que algo o alguien pueda herirlo.

Los insondables ojos de Lothar parecieron deshincharse por un instante, pero


sólo por un instante fugaz. Iba a decir algo, a reemprender el entrometido y amistoso
interrogatorio, pero un escándalo dentro de la torre alejó la atención de ambos de la
discusión, de las jarras ahora vacías y de los huesos limpios del faisán.

Medivh apareció pavoneándose, seguido por una hueste de sirvientes y guardias.


Todos se quejaban de su presencia, pero ninguno (sabiamente) se atrevía a ponerle una
mano encima, y como resultado lo seguían como la cola viviente y quejumbrosa de un
cometa. El mago entró a grandes zancadas en el parapeto.

—Sabía que eres hombre de costumbres, Lothar —dijo Medivh—. ¡Sabía que
estarías aquí tomando el té de la tarde! —El Magus les regaló una sonrisa cálida, pero
Khadgar notó que había cierto balanceo, casi de borracho, en su forma de andar.
Medivh mantenía un brazo a la espalda, ocultando algo.

Lothar se levantó, con voz preocupada.

—¿Estás bien, Medivh? ¿El demonio…?

—Ah, sí, el demonio —dijo alegremente Medivh y sacó el ensangrentado


premio que llevaba escondido a la espalda. Lo tiró hacia Lothar y Khadgar con un
movimiento lánguido, sin levantar el brazo.

La bola roja giró mientras volaba, salpicando los últimos restos de sangre y
cerebro que le quedaban antes de aterrizar a los pies de Lothar. Era el cráneo de un
demonio con la carne aún adherida a él. Tenía un gran pincho, como el de una gran
hacha, clavado en el centro, entre los dos cuernos. La expresión del demonio, pensó
Khadgar, era a la vez de pavor e indignación.

113
—Puede que quieras que te lo disequen —dijo Medivh irguiéndose tan alto
como era—. Tuve que quemar el resto, por supuesto. Ni pensar en lo que podrían hacer
los inexpertos con algo de sangre de demonio.

Khadgar vio que el rostro de Medivh estaba más demacrado que antes, y que las
arrugas que tenía alrededor de los ojos eran más prominentes. Puede que Lothar también
se diera cuenta.

—Lo has atrapado muy rápido —remarcó.

—¡Juego de niños! —Dijo Medivh—. Una vez que el Joven Confianza aquí
presente señaló cómo había huido, fue muy sencillo seguirle el rastro desde la base de la
torre hasta una pequeña escarpadura. Acabó antes de que me diera cuenta. Y también de
que se diera cuenta él. —El Magus se balanceó ligeramente.

—Entonces, ven —dijo Lothar con una cálida sonrisa—. Deberíamos decírselo
al rey. ¡Habrá celebraciones en tu honor por esto, Med!

Medivh levantó una mano.

—Pueden celebrarlo sin nosotros, me temo. Deberíamos volver. Hemos de


recorrer kilómetros antes de poder descansar. ¿No es cierto, aprendiz?

Lothar miró a Khadgar, de nuevo con una mirada interrogativa y suplicante.


Medivh parecía tranquilo pero cansado. También parecía esperar que Khadgar lo
apoyase esta vez. El joven mago carraspeó.

—Por supuesto. Nos hemos dejado un experimento en el fuego.

—¡Pues sí! —dijo Medivh, siguiendo la corriente de forma inmediata—. Con las
prisas por venir me había olvidado. Deberíamos apresurarnos. —El Magus se dio la
vuelta y le gritó a la reunión de cortesanos—. ¡Preparen nuestras monturas! Partimos
enseguida. —Los sirvientes se dispersaron como una bandada de codornices. Medivh se
volvió hacia Lothar—. Por supuesto, presentarás mis disculpas a Su Majestad.

Lothar miró a Medivh, luego a Khadgar y luego a Medivh de nuevo. Al fin,


suspiró.

—Por supuesto. Al menos déjenme que los conduzca hasta la torre.

—Condúcenos —dijo Medivh—. Y no te olvides de tu cráneo. Yo me lo


quedaría, pero es que ya tengo uno.

Lothar tomó el cráneo con cuernos de carnero en una mano y pasó junto a
Medivh, conduciéndolos hacia la torre. Cuando lo adelantó, el Magus pareció

114
deshincharse, como si se le escapara el aire. Parecía más cansado que antes, más gris
que momentos antes. Dejó escapar un pesado suspiro y se dirigió hacia la puerta.

Khadgar corrió tras él y lo tomó por el codo. Fue un leve toque, pero el mago de
más edad se irguió súbitamente, retrocediendo como si reaccionara ante un puñetazo. Se
giró hacia Khadgar, y sus ojos parecieron cubrirse de niebla durante un momento
mientras miraba al joven mago.

—Magus —dijo Khadgar.

—¿Qué pasa ahora? —dijo Medivh en un murmullo sibilante.

Khadgar pensó en lo que iba a decir, para no enfadarlo.

—No estás bien —dijo simplemente.

Era justo lo que había que decir. Medivh asintió envejecido.

—He estado mejor. Lothar probablemente lo sabe, pero no me va a llevar la


contraria en esto. Sin embargo prefiero estar en casa antes que aquí. —Hizo una pausa
momentánea, y frunció los labios bajo la barba—. Estuve enfermo mucho tiempo en
este lugar. No quiero repetir la experiencia. —Khadgar no dijo nada, limitándose a
asentir. Lothar estaba de pie junto a la puerta, esperando.

—Tú vas a tener que encabezar la marcha hacia Karazhan —le dijo Medivh a
Khadgar, lo bastante alto para que lo oyeran todos los que estaban cerca—. ¡La vida en
la gran ciudad es agotadora, y ahora me vendría bien una siesta!

115
CAPÍTULO NUEVE
EL SUEÑO DEL MAGO
—E sto es muy importante —dijo Medivh, tambaleándose ligeramente

mientras desmontaba de lomos del grifo. Tenía un aspecto macilento, y Khadgar supuso
que el combate con el demonio había sido peor de lo que había dado a entender—. Voy
a estar… no disponible durante algunos días. Si llega algún mensajero durante ese
tiempo, quiero que te encargues de la correspondencia.

—Puedo hacerlo —dijo Khadgar—, fácilmente.

—No, no puedes —dijo Medivh mientras empezaba a bajar los escalones a


duras penas—. Y por eso necesito decirte cómo leer las cartas con sello púrpura. El
sello púrpura siempre significa asuntos de la Orden.

Khadgar no dijo nada esta vez, sólo asintió.

Medivh se resbaló al borde de un escalón y tropezó, cayendo de cabeza hacia


delante. Khadgar se apresuró a adelantarse para agarrar al hombre, pero el Magus ya se
había aguantado a la pared y se estaba enderezando. No interrumpió su discurso ni un
segundo.

—En la biblioteca hay un pergamino. “La Canción de Aegwynn”. Cuenta la


batalla de mi madre con Sargeras.

—El pergamino del que Guzbah quería una copia —dijo Khadgar, que ahora
observaba con atención al mago mientras bajaba las escaleras trabajosamente ante él.

—El mismo —dijo Medivh—. Y el motivo de que no pueda tenerlo es que lo


usamos como clave para las comunicaciones de la Orden. Si tomas el alfabeto normal y
desplazas las letras, de forma que la primera quede representada por la cuarta, o la
décima, o la vigésima, es un código sencillo. ¿Lo entiendes?

116
Khadgar empezó a decir que lo entendía, pero Medivh seguía adelante a toda
velocidad, como si su necesidad de explicarlo fuera muy urgente.

—El pergamino es la clave —repitió—. Al principio del mensaje verás lo que


parece ser la fecha. No lo es. Es una referencia a la estrofa, verso y palabra por la que se
empieza. La primera letra de esa palabra representa a la primera letra del alfabeto en el
código, y de ahí se sigue hacia delante normalmente; la siguiente letra en la progresión
alfabética representaría la segunda letra del alfabeto, etc.

—Comprendo.

—No, no comprendes —dijo Medivh, que ahora parecía bajo presión y


cansado—. Ésa es la clave sólo para la primera frase. Cuando llegas a un punto, tienes
que ir a la segunda letra de la palabra. Ésa se convierte en la equivalente de la primera
letra del alfabeto para la clave de esa frase. Los signos de puntuación van normalmente,
y los números también, pero se supone que han de escribirlos con letra y no usar las
cifras. Hay algo más, pero no caigo.

Ya estaban justo fuera de las habitaciones personales de Medivh. Moroes ya


estaba presente, con una túnica colgada del brazo y un cuenco tapado descansando en
una mesa ornamentada. Desde la puerta, Khadgar podía oler el delicioso aroma a caldo
que salía del cuenco.

—¿Qué debo hacer una vez que descifre el mensaje? —preguntó Khadgar.

—¡Eso es! —Dijo Medivh, como si una conexión vital se hubiera establecido de
repente en su cerebro—. Pierde tiempo. Primero pierde tiempo. Un día o dos, puede que
para entonces ya pueda encargarme yo. Luego pon excusas. He salido por algún asunto,
volveré en cualquier momento. Usa la misma clave del mensaje recibido, pero asegúrate
de indicarla en la fecha. Si todo lo demás falla, delega. Dile al quien sea que use su
propio criterio, que yo prestaré la ayuda que pueda tan pronto como me sea posible.
Siempre les encanta eso. No les digas que estoy indispuesto; la última vez que lo
mencioné, una horda de presuntos clérigos llegó para atender mis necesidades. Todavía
faltan cubiertos de plata de aquella pequeña visita.

El viejo mago respiró hondo y pareció deshincharse, sosteniéndose en el marco


de la puerta. Moroes no se movió, pero Khadgar dio un paso al frente.

—El combate con el demonio —dijo Khadgar—. Fue malo ¿no?

—Los he tenido peores. ¡Demonios! Bestias de hombros caídos y cabezas de


carnero. Sombra y llama a partes iguales. Más bestias que humanos, más bilis que los
dos juntos. Garras desagradables. Con eso es con lo que hay que tener cuidado, con las
garras.
117
Khadgar asintió.

—¿Cómo lo derrotaste?

—Los traumatismos masivos suelen expulsar la esencia vital —dijo Medivh—.


En este caso, le arranqué la cabeza.

Khadgar parpadeó.

—Pero no llevabas espada.

Medivh sonrió cansado.

—¿He dicho que necesitara una espada? Ya es suficiente. Más preguntas cuando
esté preparado para ellas. —Y con eso entró en la habitación y el siempre fiel Moroes
cerró la puerta ante Khadgar.

El último sonido que oyó el joven fue el gruñido exhausto de un anciano que al
fin había encontrado donde descansar.

Pasó una semana, y Medivh no había emergido de sus habitaciones. Moroes


subía diariamente con un cuenco de caldo. Finalmente, Khadgar logró reunir el
suficiente valor para mirar. El senescal no hizo intento alguno de protestar, más allá de
un monosilábico reconocimiento de su presencia allí.

Descansando, Medivh parecía fantasmagórico; la luz había abandonado sus ojos


cerrados, la tensión de la vida había huido de su rostro. Estaba vestido con un largo
camisón, apoyado contra la cabecera y sostenido por cojines, con la boca abierta, el
rostro pálido y su forma, normalmente animada, delgada y demacrada. Moroes le daba
cuidadosamente el caldo con una cuchara, y se lo tragaba, pero por lo demás no
despertaba. El senescal cambiaba entonces las sábanas y se retiraba por el día.

Khadgar sintió un escalofrío de recuerdo, y se preguntó si ésta era la misma


escena que se había repetido durante la juventud de Medivh, cuando sus poderes
salieron por primera vez a la superficie, cuando Lothar lo cuidó. Se preguntó cuánto
tiempo estaría ausente el mago, cuánta energía habría gastado en el combate contra el
demonio.

Empezó a llegar la correspondencia normal, escrita en letra común y en idioma


claro. Una parte fue entregada por jinete de grifo, otra llegó a caballo, y más de unas
pocas llegaron con los carromatos de los mercaderes que regularmente venían a llenar la
despensa de Moroes. En su mayor parte eran mundanas: movimientos de barcos y
maniobras de tropas. Informes de disposiciones. El ocasional descubrimiento de una
antigua tumba o un artefacto olvidado, o la recuperación de una leyenda gastada por el

118
tiempo. El avistamiento de una tromba marina, una tortuga gigante o una marea roja.
Bocetos de fauna que para el observador serían nuevos, pero que estaban mejor
representados en los bestiarios de la biblioteca.

Y referencias a los orcos, en número creciente, especialmente del este.


Crecientes avistamientos en las inmediaciones la Ciénaga Negra. Aumento de guardias
en las caravanas; ubicación de campamentos temporales; informes de incursiones, robos
y desapariciones misteriosas. Un aumento de los refugiados que se dirigían hacia la
protección de las ciudades amuralladas más grandes. Y bocetos de los supervivientes y
de las criaturas de frente inclinada y ancha mandíbula, incluyendo una detallada
descripción del potente sistema muscular que, Khadgar se dio cuenta con un sobresalto,
sólo podía venir de haber diseccionado al sujeto.

Khadgar empezó a leerle las cartas al mago mientras éste dormía, recitando en
voz alta los fragmentos más interesantes o graciosos. El Magus no dio repuesta alguna
de aprobación, pero tampoco se lo prohibió.

Llegó la primera carta con sello púrpura, y Khadgar se sintió perdido


inmediatamente. Algunas de las palabras tenían sentido, pero otras caían enseguida en el
galimatías. Al principio al joven mago le entró pánico, seguro de que no había
comprendido alguna de las instrucciones básicas. Tras un día apilando en su habitación
notas e intentos fallidos, se dio cuenta de su error: los espacios entre palabras eran
considerados una letra en la clave de la Orden, lo que hacía que hubiera que correr una
letra más el alfabeto. Una vez que se dio cuenta, la misiva fue fácil de descifrar.

Era menos impresionante de lo que había parecido antes, cuando era un


galimatías. Se trataba de una nota del lejano sur, de la península de Ulmat Thondr,
indicando que todo estaba tranquilo, que no se habían visto orcos (aunque sí había
crecido últimamente el número de trolls de la jungla) y que un nuevo cometa era visible
en el horizonte sur, con notas detalladas (escritas con palabras, no con cifras). No se
solicitaba respuesta, y Khadgar la dejó a un lado junto con la trascripción.

Khadgar se preguntaba por qué la Orden no usaba un código mágico o una


escritura basada en los conjuros. Quizá no todos los miembros de la Orden de Tirisfal
eran magos. O sería que trataban de ocultarlo de otros magos, como Guzbah, y usar una
escritura mágica atraería su curiosidad como a las abejas al néctar. Lo más probable,
decidió Khadgar, era que fuese por la terquedad de Medivh en forzar a los demás
miembros de la Orden a que usaran como clave un poema que alababa a su madre.

Llegó un gran paquete de parte de Lothar, detallando los avistamientos y ataques


de orcos de los que se había informado antes y pasándolos a un gran mapa. De hecho,
parecía como si ejércitos de orcos estuvieran manando del pantanoso territorio la
Ciénaga Negra. De nuevo, no se solicitaba respuesta. Khadgar pensó en mandar a
119
Lothar una nota informándolo del estado de Medivh, pero decidió no hacerlo. ¿Qué
podría hacer el Campeón aparte de preocuparse? Mandó una nota, firmada por él
mismo, agradeciendo la información y solicitando que se le mantuviera al día.

Pasó una segunda semana y entraron en la tercera, el maestro comatoso y el


estudiante buscando. Armado ahora con la llave apropiada, Khadgar empezó a revisar el
correo atrasado, parte del cual aún estaba cerrado por pegotes de lacre violeta.
Revisando los documentos antiguos, Khadgar empezó a comprender los sentimientos a
menudo ambivalentes de Medivh hacia la Orden. Muchas veces las cartas eran poco
más que peticiones: este encantamiento, aquella información, una solicitud para que
acudiera enseguida porque las vacas no comían o daban leche amarga. Las más
lisonjeras solían tener algún tipo de coletilla, una petición de algún conjuro deseado o
un libro perdido, envuelta en sus floridas adulaciones. Muchas no tenían más que
consejos pedantes, indicando de forma detallada cómo tal o cual candidato sería el
aprendiz perfecto (la mayoría de ésas estaban sin abrir, se dio cuenta Khadgar). Y había
continuos informes de que no había novedades, ni cambios, ni nada fuera de lo
ordinario.

Esto último cambiaba en los mensajes más recientes (no tenían fecha, pero
Khadgar empezó a determinar el momento al que correspondían por el amarilleo del
pergamino y la progresiva subida de tono de las peticiones y los consejos). El tono se
hizo más amable con la repentina aparición de los orcos, en especial cuando empezaron
a atacar caravanas, pero el flujo de demandas a Medivh se mantuvo, e incluso aumentó.

Khadgar miró al anciano que yacía en la cama y se preguntó qué mosca le habría
picado para ayudar a aquella gente, y hacerlo regularmente.

Y estaban las cartas misteriosas: el agradecimiento ocasional, las referencias a


algún texto arcano, la respuesta a alguna pregunta desconocida, “sí”, “no” y “el emú,
por supuesto”. Durante su vigilia junto al lecho de Medivh llegó una carta misteriosa sin
firma. Decía: “Prepare habitaciones. El Emisario llegará en poco tiempo”.

A fines de la tercera semana llegaron dos cartas una tarde con un mercader
ambulante, una con el sello púrpura y la otra con el sello rojo y dirigida al propio
Khadgar. Las dos venían de la Ciudadela Violeta de los Kirin Tor.

La carta de Khadgar decía, escrita con mano temblorosa:

“Lamentamos informarle de la repentina e inesperada muerte del mago


instructor Guzbah. Tenemos entendido que ha mantenido usted correspondencia con el
difunto mago y le acompañamos en el sentimiento en estos instantes. Si tiene usted
alguna correspondencia, dinero o información perteneciente a Guzbah, o tiene en su
poder algo de su propiedad (en especial cualquiera de sus libros que le hubiera

120
prestado), la devolución de dicha correspondencia, dinero, información o libros le sería
muy agradecida. Sírvase mandarlo a la dirección abajo indicada”. Una serie de números
y un garabato perezoso y casi ilegible marcaban el fin de la carta.

Khadgar sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el vientre. ¿Guzbah,


muerto? Releyó la carta, pero no pudo sacar más información. Aturdido, tomó la carta
del sello púrpura. Ésta estaba escrita con la misma mano temblorosa, pero una vez que
la descifró, contenía más información.

Guzbah había sido encontrado asesinado en la biblioteca la víspera de la Fiesta


de los Escribas, mientras consultaba el Tratado de Denbrawn sobre “La Canción de
Aegwynn”. (Khadgar sintió una punzada de remordimiento por no haberle mandado el
pergamino a su antiguo maestro). Aparentemente había sido sorprendido por una bestia
(supuestamente invocada) que lo había destrozado. La muerte había sido rápida pero
dolorosa, y la descripción de cómo había sido encontrado el cuerpo rayaba en lo
excesivo. Por la descripción del cuerpo y de los destrozos en la biblioteca, Khadgar sólo
pudo suponer que la “bestia invocada” había sido un demonio del tipo que Medivh
había combatido en Stormwind.

La carta seguía, y las palabras mantenían un tono frío y analítico que a Khadgar
le pareció excesivo. El que la había escrito hacía notar que ésta era la séptima muerte de
un mago en la Ciudadela Violeta durante el último año, incluyendo la del archimago
Arrexis. Y seguía haciendo hincapié en que ésta era la primera muerte de este tipo en la
cual la víctima no era miembro de la orden. El que la había escrito quería saber si
Medivh había estado en contacto con Guzbah, fuera directamente o a través de su
aprendiz (Khadgar tuvo un momento de déjà vu cuando vio su nombre escrito). El autor
desconocido se aventuraba a especular que puesto que no era miembro de la Orden,
Guzbah podía ser el responsable de la invocación de la bestia por algún otro motivo, y
que, si éste era el caso, Medivh debería estar al tanto de que Khadgar había sido
aprendiz de Guzbah durante algún tiempo.

Khadgar sintió el punzante dolor de la ira. ¡Cómo se atrevía este autor


misterioso (tenía que ser alguien bien situado en la jerarquía de los Kirin Tor, pero
Khadgar no tenía ni idea de quién) a acusarlos a Guzbah y a él! ¡Si Khadgar no estaba
siquiera presente cuando habían matado a Guzbah! Quizá el que lo había escrito era el
responsable, o alguien como Korrigan; el bibliotecario siempre estaba investigando a los
adoradores demoníacos. ¡Hacer acusaciones así por qué sí!

Khadgar negó con la cabeza y respiró hondo. No, esas especulaciones eran
inútiles y sólo estaban motivadas por su propia indignación, como tantos de los
politiqueos de los Kirin Tor. La ira se desvaneció en tristeza cuando se dio cuenta de
que los poderosos magos de la Ciudadela Violeta eran incapaces de detener esto, que

121
siete magos (seis de ellos miembros de ésta supuestamente secreta y poderosa Orden)
habían muerto, y todo lo que podía hacer el autor era dar palos de ciego con la
esperanza de que no hubiera más muertes. Khadgar pensó en la actuación rápida y
decidida de Medivh en el castillo de Stormwind, y se preguntó por qué no habría otro
con la misma astucia, voluntad e inteligencia dentro de su propia comunidad.

El joven mago recogió la carta cifrada y la volvió a examinar a la tenue luz de


las velas. La Fiesta de los Escribas había sido hacía aproximadamente un mes y medio.
Esto era lo que había tardado el mensaje en atravesar el mar y llegarles por tierra. Un
mes y medio. Antes de que Huglar y Hugarin fueran asesinados en Stormwind. Si el
mismo demonio estaba implicado, o incluso el mismo invocador, tendría que moverse
entre ambos puntos muy, muy rápido. Algunos de los demonios de la visión tenían alas.
¿Era posible que una de dichas bestias se moviera entre los sitios sin que nadie la viera?

Una brisa errante e inesperada pasó por allí. Los pelos de la nuca de Khadgar
empezaron a erizarse, y levantó la mirada justo a tiempo de ver a la figura manifestarse
en la habitación.

Primero hubo humo, rojo como la sangre, brotando burbujeante de algún agujero
en el universo. Se retorcía y arremolinaba como la leche mezclándose con el agua,
formando rápidamente una masa convulsa, de la que salió la amenazadora silueta de un
gran demonio.

Su forma era más pequeña que cuando Khadgar lo había visto antes, en los
campos nevados de una visión perdida en el tiempo. Se había reducido para caber en los
confines de la habitación. Su carne seguía siendo de bronce, su armadura de hierro
negro como el azabache, y su barba y su pelo de fuego vivo, enormes cuernos que
surgían de una inmensa frente. Estaba desarmado, pero no parecía necesitar armas,
puesto que se movía con la cómoda gracilidad de un depredador que no teme a nada.

Sargeras.

Khadgar quedó aturdido, callado e inmóvil. Seguramente, las defensas mágicas


que preparara Medivh mantendrían fuera a la bestia. Y sin embargo aquí estaba,
entrando en la torre, entrando en la mismísima habitación del Magus con la misma
facilidad que un noble irrumpe en la choza de un plebeyo.

El señor de la Legión Ardiente no miró a su alrededor, en vez de eso flotó hasta


los pies de la cama. Se quedó allí un buen rato, mientras las llamas de su barba y su pelo
titilaban en silencio, mientras observaba la forma inconsciente que tenía ante sí. El
demonio estaba observando al mago que dormía.

122
Khadgar contuvo la respiración y recorrió la mesa de trabajo con la mirada.
Unos cuantos libros, la vela encendida con un espejo para reflejar la luz. Un abrecartas
que usaba para los sellos púrpuras. El joven mago alargó la mano lentamente para
tomarlo, tratando de moverse sin atraer la atención del gran demonio. Sus dedos se
aferraron a él, y los nudillos se le pusieron en blanco.

Y Sargeras seguía a los pies de la cama. Pasó un largo rato, y Khadgar trató de
forzarse a moverse, ya fuera para huir o para atacar. Sintió los músculos agarrotados.

Medivh se dio la vuelta en la cama, murmurando algo inaudible. El señor


demonio levantó una mano lentamente, como si fuera a bendecir la forma inerte del
Magus.

Khadgar dejó escapar un grito estrangulado y saltó de la silla, aferrando con la


mano el abrecartas. Sólo entonces se dio cuenta de que empuñaba el arma en la mano
equivocada.

El demonio levantó la vista, y fue un gesto lento, perezoso, como si el propio ser
estuviese dormido, o sumergido en aguas profundas. Observó al joven que le embestía,
con la mano extendida en un torpe ataque con una daga corta pero afilada.

El demonio sonrió. Medivh se dio la vuelta y murmuró en sueños. Khadgar


clavó el abrecartas en el pecho del demonio.

Y atravesó por completo el cuerpo de la criatura. El impulso de su golpe lo hizo


seguir avanzando, a través de la forma de Sargeras y contra la pared. Incapaz de
detenerse, se golpeó contra ésta y el abrecartas se le cayó al suelo de piedra.

Medivh abrió los ojos súbitamente y el Guardián se incorporó.

—¿Moroes? ¿Khadgar? ¿Están ahí?

Khadgar se puso en pie, mirando a su alrededor. El demonio se había


desvanecido, explotando como una pompa de jabón al primer contacto del acero. Estaba
solo en la habitación con Medivh.

—¿Qué haces en el suelo, niño? —Dijo Medivh—. Moroes podría haberte traído
un catre.

—¡Maestro, tus defensas! —Dijo Khadgar—. Han fallado. Había… —dudó un


instante, inseguro de si debería revelar que conocía el aspecto de Sargeras. Medivh
tomaría algo como eso y lo estaría incordiando hasta que le dijera cómo lo sabía—. Un
demonio —logró decir—. Había un demonio aquí.

Medivh sonrió; tenía el aspecto descansado y el color le había vuelto a la cara.

123
—¿Un demonio? No creo. Espera. —El Magus cerró los ojos y asintió—. No,
las defensas siguen en su sitio. Haría falta más que una siesta para que se quedasen sin
energía. ¿Qué viste?

Khadgar contó rápidamente la aparición del demonio a partir de la nube de leche


roja hirviendo, cómo se quedó allí de pie y cómo levantó la mano. El Magus negó con la
cabeza.

—Creo que ha sido otra de tus visiones —dijo al fin—. Un fragmento de tiempo
desprendido y desplazado que ha caído en la torre, pero se ha desvanecido enseguida.

—Pero el demonio… —empezó a decir Khadgar.

—El demonio que has descrito ya no existe, al menos no en este mundo —dijo
Medivh—. Murió antes de que yo naciera, enterrado muy por debajo del mar. Tu visión
ha sido de Sargeras, de “La Canción de Aegwynn”. Tienes aquí los pergaminos.
¿Descifrando mensajes? Sí. Quizá eso fue lo que llamó a ese espectro perdido en el
tiempo a mis habitaciones. No deberías estar trabajando aquí mientras duermo. —
Frunció levemente el ceño, como si estuviera tratando de decidir si tenía que estar más
enfadado o no.

—Lo siento, pensé… ¿pensé que sería mejor no dejarte solo? —Khadgar lo dijo
como una pregunta, y acabó sonando como un tonto.

Medivh emitió una risita y dejó que una sonrisa se aposentara en sus curtidos
rasgos.

—Bueno, no te dije que no pudieras y no creo que Moroes te hubiera detenido,


ya que eso reducía su necesidad de quedarse aquí. —Se pasó el índice y el pulgar por
los labios y luego por la barba—. Creo que ya he tomado caldo suficiente para toda una
vida. Y sólo para que estés tranquilo voy a revisar las defensas místicas de la torre. Y te
enseñaré a hacerlo a ti también. Ahora, visiones demoníacas aparte, ¿ha pasado algo
mientras he estado ausente?

Khadgar resumió los mensajes que había recibido. La creciente oleada de


incidentes con los orcos. El mapa de Lothar. El misterioso mensaje del emisario. Las
noticias de la muerte de Guzbah.

Medivh gruñó ante la descripción del fallecimiento del mago.

—Así que van a echarle las culpas a Guzbah hasta que destripen al próximo
pobre estúpido. —Agitó la cabeza—. La Fiesta de los Escribas. Eso fue antes de que
murieran Huglar y Hugarin.

124
—Como una semana y media antes —dijo Khadgar—. Tiempo suficiente para
que un demonio volara de Dalaran hasta el castillo de Stormwind.

—O un hombre a lomos de grifo —reflexionó Medivh—. No todo son demonios


y magia en este mundo. A veces una respuesta sencilla es suficiente. ¿Algo más?

—Parece que esos orcos se están volviendo mucho más numerosos y peligrosos
—dijo Khadgar—. Lothar dice que están pasando de los saqueos de caravanas a atacar
asentamientos. Asentamientos pequeños, pero constantemente hay más gente que va a
Stormwind y a las otras ciudades como resultado de esto.

—Lothar se preocupa demasiado —dijo Medivh con una mueca.

—Está preocupado —replicó Khadgar en un tono neutro—. No sabe cómo


pueden ir las cosas.

—Al contrario —dijo Medivh, dejando escapar un largo y triste suspiro—. Si


todo lo que me has dicho es cierto, me temo que las cosas van a ir justo como yo me
espero.

125
CAPÍTULO DIEZ
EL EMISARIO
C on la recuperación de Medivh las cosas volvieron a la normalidad, al

menos tan normales como podían ser las cosas en presencia del Magus. Cuando éste se
ausentaba, Khadgar se quedaba con instrucciones para practicar sus habilidades
mágicas, y cuando Medivh residía en la torre se esperaba que el joven mago demostrara
dichas habilidades en cuanto se lo pidieran.

Khadgar se adaptó bien y se sentía como si su poder fuera un traje dos tallas más
grande, y ahora él estuviera creciendo para que le quedara bien. Ahora podía controlar
el fuego a voluntad, invocar al rayo sin que el cielo estuviera nublado y hacer que
objetos pequeños se movieran por la mesa con una orden mental. También aprendió
otros conjuros: los que permitían saber cómo y cuándo había muerto un hombre a partir
de un solo hueso de sus restos, cómo hacer brotar la niebla del suelo y cómo dejar
mensajes mágicos para que otros los encontraran. Aprendió a restaurar los estragos del
tiempo en los objetos inanimados, reforzando las sillas viejas, y su reverso, extraer la
juventud de una rama recién cortada hasta dejarla polvorienta y frágil. Aprendió la
naturaleza de las defensas mágicas, y se le confió el mantenerlas intactas. Estudió los
libros sobre demonios, aunque Medivh no permitía que se invocaran en su torre. Esta
última orden Khadgar no sentía deseos de romperla.

Medivh estaba ausente durante breves periodos del día aquí, o unos pocos días
allá. Siempre dejaba instrucciones, pero nunca daba explicaciones. A su regreso, el
Guardián parecía macilento y agotado, y ponía a prueba a Khadgar para comprobar el
dominio del joven sobre su arte y le hacía detallar las noticias que habían llegado
durante su ausencia. Pero su descanso comatoso no volvió a repetirse, así que Khadgar
supuso que, fuera lo que fuese que estaba haciendo el maestro, no implicaba demonios.

Una tarde, en la biblioteca, Khadgar oyó ruidos provenientes de abajo, del patio
y los establos. Gritos, llamadas y respuestas en un tono bajo e ininteligible. Para cuando
llegó a una ventana desde la que se dominaba esa parte de la torre, un grupo de jinetes
abandonaba el recinto amurallado del castillo.

126
Khadgar frunció el ceño. ¿Eran más suplicantes expulsados por Moroes o
mensajeros que traían malas noticias para su maestro? Khadgar bajó para enterarse.

Sólo pudo echar un breve vistazo al recién llegado; el destello de una capa negra
entrando en una habitación de huéspedes en uno de los pisos bajos de la torre. Moroes
estaba allí, vela en mano, anteojeras en posición, y mientras Khadgar descendía los
últimos peldaños pudo oír al senescal:

—…otros visitantes, ellos fueron menos cuidadosos. Ahora se han ido.

Cualquier respuesta que hiciera el recién llegado se perdió, y Moroes cerró la


puerta mientras llegaba Khadgar.

—¿Un huésped? —preguntó el joven mientas intentaba ver si había alguna pista
del recién llegado. Sólo una puerta cerrada lo saludó.

—Sip —contestó el senescal.

—¿Mago o mercader? —preguntó el joven mago.

—No sabría decirlo —dijo el senescal, quien ya se iba por el pasillo—. No lo


pregunté y el Emisario no lo dijo.

—El Emisario —repitió Khadgar, pensando en una de las cartas misteriosas de


cuando el letargo de Medivh—. Así que entonces es algo político. Para el Magus.

—Supongo —dijo Moroes—. No he preguntado, no es asunto mío.

—Así que es para el Magus.

—Supongo —dijo Moroes con el mismo tono somnoliento—. Nos lo dirán


cuando tengamos que saberlo. —Y con eso se fue, dejando a Khadgar mirando la puerta
cerrada.

Durante el día siguiente, hubo la extraña sensación de otra presencia en la torre,


un nuevo cuerpo planetario cuya gravedad alteraba las órbitas de todos los demás. Este
nuevo planeta hizo que Cocinas cambiara a un juego de cacerolas más grandes, y que
Moroes se moviera por los pasillos a intervalos más aleatorios de lo habitual. E incluso
Medivh mandaba a Khadgar a cualquier recado por la torre, y mientras el joven mago se
iba, oía el susurro de una pesada capa en el suelo de piedra tras él.

Medivh no soltaba prenda y Khadgar esperó a que se lo contara. Dejó caer


indirectas. Esperó pacientemente. Pero lo mandaron a la biblioteca a seguir sus estudios
y practicar sus conjuros. Khadgar bajó un tramo de escaleras, se detuvo y luego subió

127
lentamente, sólo para ver la espalda de una capa negra entrando en el laboratorio del
Guardián.

Khadgar bajó las escaleras enfurruñado, considerando diferentes opciones


acerca de quién podía ser el Emisario. ¿Un espía de Lothar? ¿Algún misterioso miembro
de la Orden? Quizá uno de los miembros de los Kirin Tor, el de la escritura temblorosa
y las teorías viperinas. ¿O quizá era por algo completamente diferente? No saberlo era
frustrante, y la desconfianza del Magus sólo empeoraba las cosas.

—Nos lo dirá cuando tengamos que saberlo —murmuró Khadgar mientras


entraba en la biblioteca. Sus notas e historias estaban esparcidas por las mesas, donde
las había dejado por última vez. Las miró, y también el proyecto de su conjuro para
invocar visiones. Había hecho algunos arreglos desde el último intento, con la esperanza
de refinar temporalmente los resultados.

Khadgar hojeó las notas y sonrió. Luego tomó los viales de gemas pulverizadas
y se dirigió hacia abajo, poniendo pisos de por medio entre él y la cámara de audiencias
de Medivh, hacia uno de los comedores abandonados.

Dos pisos más abajo era perfecto. Una habitación de forma elíptica con
chimeneas a ambos extremos, la mesa sacada para ser usada en alguna otra parte y las
sillas apoyadas en la pared frente a la puerta. El suelo era de mármol blanco viejo y
agrietado, pero limpio por el incansable trabajo y la energía de Moroes.

Khadgar dispuso un círculo mágico de amatista y cuarzo rosa, sonriendo


mientras trazaba las líneas. Ahora se sentía confiado en su capacidad de conjuración y
no necesitaba sus vestiduras ceremoniales para que le dieran suerte. Mientras disponía
los caracteres de protección y abjuración volvió a sonreír. Ya estaba moldeando la
energía en su mente, llamando las tonalidades y tipos de magia deseados, haciéndolos
que adquirieran la forma deseada, reteniendo la fértil energía hasta que fuera necesaria.

Entró en el círculo, pronunció las palabras que se debían pronunciar, hizo los
movimientos manuales en perfecta armonía y desencadenó la energía de su mente.
Sintió esa liberación como algo vinculado a su mente y a su alma, y llamó a la magia.

—Muéstrame lo que está sucediendo en las habitaciones de Medivh —dijo algo


nervioso, con la esperanza de que las defensas del Guardián no se aplicaran a su
aprendiz.

Inmediatamente supo que el conjuro había ido mal. No demasiado, ya que las
matrices mágicas no se habían colapsado, sino un pequeño fallo. Quizá las defensas
funcionaban contra él y habían desviado su visión a otro lugar, a otra escena.

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Varias pistas le indicaron que no había dado en el clavo. Primero, ahora era de
día. Segundo, hacía calor. Y, por último, el sitio le resultaba familiar.

No es que hubiera estado aquí antes, al menos no en esta aguja en particular,


pero estaba claro que se encontraba en el castillo de Stormwind, desde donde se
dominaba la ciudad. Era una de las agujas más altas, y la habitación era similar en
diseño general al lugar donde los miembros de la Orden habían encontrado su fin meses
antes. Pero aquí las ventanas eran más grandes y daban a unos grandiosos parapetos
blancos, y una brisa perfumada mecía unas diáfanas cortinas. Pájaros multicolores se
posaban en columpios de oro alrededor de toda la habitación.

Ante Khadgar había puesta una pequeña mesa con platos de porcelana blanca
decorados en oro, y cuchillos y tenedores del mismo metal precioso. Unos cuencos de
cristal contenían frutas frescas e inmaculadas, y el rocío de la mañana aún se aferraba a
los hoyuelos de las fresas. Khadgar sintió cómo el estómago le gruñía ante la visión.

Alrededor de la mesa se movía un hombre delgado desconocido para Khadgar,


de rostro afilado y frente amplia, con un fino bigote y perilla de chivo. Iba envuelto en
un ornamentado edredón rojo que Khadgar se dio cuenta que debía ser una bata, ceñida
a la cintura con un cinturón dorado. Tocó uno de los tenedores, moviéndolo a un lado la
longitud de una molécula, y luego asintió satisfecho. Levantó la mirada hacia Khadgar y
sonrió.

—Ah, estás despierta —dijo en una voz que a Khadgar le sonó familiar.

Por un instante, Khadgar pensó que esta visión podía verlo, pero no. El hombre
se dirigía a alguien que había tras él. Se dio la vuelta y vio a Aegwynn, tan juvenil y
bella como había sido en el campo nevado. (¿Era antes de esa fecha? ¿Después? Por su
aspecto no podía decirlo). Llevaba una capa blanca con el forro verde, pero ahora hecha
de seda y no de piel, y sus pies no estaban cubiertos por botas sino por sencillas
sandalias blancas. Llevaba el pelo rubio recogido por una diadema de plata.

—Pareces haberte tomado muchas molestias —dijo, y su rostro le resultó


inescrutable a Khadgar.

—Con suficiente magia y deseo, nada es imposible —respondió el hombre, y


volvió la mano dejando la palma hacia arriba. Flotando sobre ésta, floreció una
orquídea.

Aegwynn tomó la flor, se la llevó a la nariz con indiferencia y luego la dejó


sobre la mesa.

—Nielas… —empezó.

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—Primero el desayuno —dijo el mago Nielas—. Mira lo que un conjurador de
la corte puede tener listo a primera hora de la mañana. Estas fresas fueron recogidas de
los jardines reales hace no más de una hora.

—Nielas —volvió de decir Aegwynn.

—Seguidas de lonchas de jamón asado con mantequilla y sirope —sugirió el


mago.

—Nielas —repitió Aegwynn.

—Entonces, quizá algunos huevos de vrocka escalfados en su propia cáscara por


un sencillo conjuro que aprendí en las islas… —dijo el mago.

—Me voy —se limitó a decir Aegwynn.

Una nube pasó frente al rostro del mago.

—¿Te vas? ¿Tan pronto? ¿Antes del desayuno? Quiero decir, pensé que
tendríamos ocasión de charlas algo más.

—Me voy —dijo Aegwynn—. Tengo cosas que hacer, y poco tiempo para las
cortesías de la mañana después.

El conjurador de la corte mantenía un aspecto confundido.

—Pensé que después de esta noche querrías quedarte algún tiempo en el castillo,
en Stormwind. —Parpadeó hacia la mujer—. ¿No?

—No —dijo Aegwynn—. De hecho, después de esta noche no hace ninguna


falta que me quede. Ya he conseguido aquello por lo que he venido. No hace falta que
me quede ni un instante más.

En el presente, Khadgar hizo una mueca mientras las piezas encajaban en su


sitio. Por supuesto que la voz del mago le resultaba familiar.

—Pero pensé —tartamudeó el mago Nielas, pero Aegwynn negó con la cabeza.

—Tú, Nielas Aran, eres un idiota —se limitó a decir Aegwynn—. Eres uno de
los hechiceros más poderosos de la Orden de Tirisfal, y aun así sigues siendo un idiota.
Eso dice algo acerca del resto de la Orden.

Nielas Aran se ofendió. Intentó parecer encolerizado, pero sólo pareció sufrir
una pataleta.

—¡Espera un momento…!

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—Seguramente no pensaste que fueron tus encantos naturales los que me
trajeron hasta tu dormitorio, ni que tu ingenio y sentido del humor me distrajeron de
nuestra conversación sobre los ritos de conjuración. Seguramente te das cuenta de que
no puedes impresionarme con tu posición de conjurador de la corte como a una pastora
de cualquier aldea. Y seguramente te das cuenta de que la seducción funciona en ambos
sentidos. No eres tan idiota. ¿O sí, Nielas Aran?

—Por supuesto que no —dijo el conjurador de la corte, claramente insultado por


sus palabras pero negándose a admitirlo—. Sólo pensé que podíamos compartir el
desayuno como personas civilizadas.

Aegwynn sonrió, y Khadgar vio que era una sonrisa cruel.

—Soy tan vieja como muchas dinastías, y superé mis indulgencias juveniles a
principios de mi primer siglo. Sabía perfectamente lo que hacía cuando vine a tu
habitación esta noche.

—Yo pensaba… —dijo Nielas—. Yo sólo pensaba… —luchaba por


encontrar las palabras adecuadas.

—¿Que tú, de toda la Orden, serías el que encandilaría y domaría a la grande e


indómita Guardiana? —dijo Aegwynn mientras su sonrisa se ensanchaba—. ¿Que tú la
doblegarías a tu voluntad, donde todos los demás habían fallado, con tu encanto, tu
ingenio y tus trucos de feria? ¿Que canalizarías el poder del Tirisfal en tu propio
beneficio? Vamos, Nielas Aran. Ya has desperdiciado mucho de tu potencial, no me
digas que la vida en la corte real te ha corrompido por completo. Déjame algo de
respeto por ti.

—Pero si no estabas impresionada… —dijo Nielas, mientras su mente iba


asumiendo lo que Aegwynn le decía—. Si no me querías, entonces, ¿por qué…?

Aegwynn le proporcionó la respuesta.

—Vine a Stormwind por una cosa que yo no puedo proporcionarme a mí misma,


un padre apropiado para mi heredero. Sí, Nielas Aran, puedes contarle a tus compañeros
magos de la Orden que lograste acostarte con la grande y poderosa Guardiana. Pero
también tendrás que decirles que me proporcionaste un medio de traspasar mi poder sin
que la Orden tuviera nada que decir en ello.

—¿Lo he hecho? —Comenzó a comprender las consecuencias de sus acciones—


. Supongo que sí. Pero a la Orden no le gustará…

—¿Ser manipulada? ¿Ser frustrada? ¿Ser engañada? —dijo Aegwynn—. No, la


verdad es que no. Pero no actuarán contra ti, por miedo a que yo tenga algún interés

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romántico real en ti. Y consuélate con esto: de todos los magos, brujos, conjuradores y
hechiceros, tú eras el que tenía más potencial. Tu semilla fortalecerá y protegerá a mi
hijo y lo convertirá en el recipiente de mi poder. Y cuando haya nacido y ya haya sido
destetado, tú incluso lo criarás, aquí, porque yo sé que seguirá mi camino, y que la
orden no querrá dejar pasar esa oportunidad de influenciarlo.

Nielas Aran agitó la cabeza.

—Pero yo… —Se detuvo un instante—. ¿Pero tú…? —Volvió a detenerse—.


Cuando volvió a hablar, por fin había algo de fuego en sus ojos y acero en su voz.

—Adiós, Magna Aegwynn.

—Adiós, Nielas Aran —dijo Aegwynn—. Ha estado… bien. —Y con eso se dio
la vuelta y salió de la habitación.

Nielas Aran, el principal conjurador del trono de Azeroth, conspirador de la


Orden de Tirisfal y ahora padre del futuro Guardián Medivh, se sentó junto a la mesa
perfectamente dispuesta. Cogió un tenedor de oro y le dio vueltas entre los dedos.
Entonces suspiró y lo dejó caer al suelo.

La visión se desvaneció antes de que el tenedor golpeara el suelo de mármol,


pero Khadgar percibió otro sonido, éste detrás de él. El sonido del roce de una bota
contra la fría piedra. El suave roce de una capa. No estaba solo.

Khadgar se giró de repente, pero todo lo que pudo vislumbrar fue la provocadora
espalda de una capa negra. El Emisario lo estaba espiando. Ya era bastante malo que lo
mandasen lejos cada vez que Medivh se encontraba con el extraño, ¡y ahora al Emisario
se le permitía moverse por el castillo y lo estaba espiando!

Enseguida, Khadgar salió a la carrera hacia la entrada. Para cuando llegó a la


puerta, su presa se había esfumado, pero pudo oír el roce de la tela con la piedra
escaleras abajo. En dirección a las habitaciones de los huéspedes.

Khadgar también se lanzó escaleras abajo. La curva de las escaleras de caracol


obligaría al extraño a ir pegado a la pared, donde los peldaños eran más anchos y más
seguros. El joven mago había subido y bajado corriendo estos escalones tantas veces
que podía permitirse ir junto a la columna central, bajando los escalones de dos en dos o
de tres en tres.

A medio camino de las habitaciones de los huéspedes Khadgar pudo ver la


sombra de su presa junto a la pared. Cuando alcanzaron los cuartos de huéspedes
propiamente dichos, pudo ver la figura embutida en la capa, saliendo velozmente al
pasillo y dirigiéndose hacia su puerta. Una vez que el Emisario alcanzase su habitación,

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lo perdería. Khadgar bajó los últimos cuatro escalones de una vez, y saltó hacia delante
para agarrar a la figura embozada por el brazo.

Su mano se cerró sobre tela y músculos firmes, y lanzó a su presa contra la


pared.

—El Magus querrá saber qué estás espiando… —empezó a decir, pero las
palabras murieron en su boca cuando la capa se abrió y descubrió al Emisario.

Iba vestida con ropas de viaje de cuero, con unas botas altas, pantalones negros
y una blusa de seda negra. Era musculosa, y a Khadgar no le quedó duda alguna de que
había cabalgado el camino entero hasta aquí. Pero su piel era verde y, cuando la
capucha cayó, reveló un rostro orco de mandíbula ancha y colmillos prominentes. Unas
altas orejas verdes surgían de una masa de pelo azabache.

—¡Orco! —gritó Khadgar, y reaccionó instintivamente. Levantó una mano


mientras murmuraba una palabra de poder, invocando las fuerzas para atravesarla con
un rayo de poder místico.

Nunca tuvo la posibilidad de acabar. Nada más abrir la boca, la mujer orco le
lanzó una patada circular, levantando la pierna hasta la altura del pecho. Su rodilla
apartó la mano de Khadgar, desviando su puntería. Su bota le dio en el lado de la cara,
haciéndolo retroceder.

Khadgar retrocedió trastabillando y sintió el sabor de la sangre; se habría


mordido en la mejilla como consecuencia del golpe. De nuevo levantó la mano para
disparar un rayo, pero la orco era demasiado rápida, más rápida que los guerreros con
armadura contra los que había luchado antes. Ya había cubierto la distancia que los
separaba y le había propinado un fuerte puñetazo en el estómago, sacándole el aire de
los pulmones y la concentración de la mente.

El joven mago gruñó, abandonando por el momento la magia en favor de una


aproximación más directa. Aún resentido del golpe, se echó a un lado, agarrando el
brazo de la mujer y desequilibrándola. Una mirada de asombro se posó en el rostro de
jade de la mujer, pero sólo durante unos instantes. Plantó los pies firmemente en el
suelo, atrajo a Khadgar hacia ella y rompió y revirtió la llave sin problemas.

Khadgar percibió un leve aroma a especias cuando la orco lo atrajo, y entonces


lo arrojó pasillo adelante. Resbaló por el suelo de piedra, se golpeó contra la pared y se
detuvo a los pies de alguien.

Al levantar la vista, Khadgar vio al senescal que lo miraba, con un gesto


vagamente preocupado.

133
—¡Moroes! —Gritó Khadgar—. ¡Vete! ¡Trae al Magus! ¡Tenemos un orco en
la torre!

Moroes no se movió, en su lugar miró a la mujer orco con sus ojos afables
enmarcados por las anteojeras.

—¿Está usted bien, Emisario?

La mujer sonrió, sus labios verdosos se curvaron y se envolvió en la capa.

—Nunca había estado mejor. Necesitaba un poco de ejercicio. El cachorrito ha


sido tan amable de complacerme.

—¡Moroes! —Escupió el joven mago—. Esta mujer es…

—El Emisario. Un huésped del Magus —dijo Moroes—. Venía por ti. El Magus
quiere verte —añadió afable.

Khadgar se puso de pie y miró severamente al emisario.

—Cuando veas al Magus, ¿le vas a decir que has estado fisgando?

—No quiere verla a ella —corrigió Moroes—. Quiere verte a ti, aprendiz.

***

—¡Es una orco! —dijo Khadgar, en un tono más alto y más brusco de lo que
había pretendido.

—De hecho una semiorco —dijo Medivh. Estaba inclinado sobre su banco de
trabajo, trasteando un aparato dorado, un astrolabio. —Supongo que su tierra natal tiene
humanos, o casi humanos, o al menos los tuvo hasta no hace mucho. Pásame el calibre,
aprendiz.

—¡Trataron de matarte! —gritó Khadgar.

—¿Te refieres a los orcos? —Algunos sí, eso es cierto —dijo Medivh
tranquilamente. Y a ti también. Garona no estaba en ese grupo. No creo que estuviera,
de cualquier modo. Está aquí como representante de su gente. O al menos de parte de su
gente.

134
Garona, así que la maldita tiene nombre, pensó Khadgar, pero no fue lo que
dijo.

—Fuimos atacados por los orcos. Yo tuve una visión de un ataque de los orcos.
He estado leyendo comunicados de todo Azeroth que hablan de incursiones y de ataques
orcos. Cada una de las menciones de los orcos habla de su crueldad y su violencia.
Parece haber más de ellos cada día. Son una raza salvaje y peligrosa.

—Y ella te despachó con facilidad, supongo —dijo Medivh, levantando la


mirada de su trabajo. Muy a su pesar Khadgar se tocó la comisura de la boca, donde la
sangre ya se había secado.

—Eso no viene a cuento del asunto.

—No viene —dijo Medivh—. ¿Y el asunto es…?

—Es una orco. Es peligrosa. Y le has dado libertad de movimiento por la torre.

Medivh gruñó y hubo acero en su voz.

—Es una semiorco. Dada la situación y sus inclinaciones es más o menos tan
peligrosa como tú. Y es mi huésped y se le debería otorgar todo el respeto de un
huésped. Espero esto de ti por lo que respecta a mis huéspedes, Joven Confianza.

Khadgar se mantuvo en silencio unos instantes, y luego intentó una nueva vía de
aproximación.

—Ella es el Emisario.

—Sí.

—¿De quién es Emisario?

—De uno o más de los clanes que actualmente habitan la Ciénaga Negra —dijo
Medivh—. Todavía no estoy seguro de cuáles. No hemos llegado tan lejos.

Khadgar parpadeó sorprendido.

—¿La has dejado entrar en nuestra torre y no tiene posición oficial?

Medivh dejó el calibre y emitió un suspiro de cansancio.

—Se ha presentado como representante de algunos de los clanes orcos que están
realizando incursiones por Azeroth en la actualidad. Si este asunto va a resolverse de
algún modo que no sea mediante el fuego y la espada, entonces alguien tiene que
empezar a parlamentar. Y aquí es un sitio tan bueno como cualquier otro. Y, por cierto,

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ésta es mi torre, no la nuestra. Aquí eres mi estudiante, mi aprendiz, y estás aquí por
capricho mío. Y como mi estudiante y mi aprendiz espero que mantengas una mente
abierta.

Se hizo el silencio mientras Khadgar intentaba digerir ésto.

—¿Pero a quién representa? ¿A algunos, a ninguno o a todos los orcos?

—Por el momento se representa a sí misma —dijo Medivh con un suspiro de


irritación—. No todos los humanos creen en las mismas cosas. Y no hay razones para
suponer que los orcos sean diferentes. Mi pregunta es, dada tu curiosidad natural, ¿por
qué no estás tratando de sacarle toda la información que puedas a ella, en vez de
decirme a mí que no debería hacerlo? A menos que dudes que yo y mis habilidades
podamos manejar a una sola semiorco.

Khadgar se quedó en silencio, doblemente avergonzado por sus actos y por no


haber visto la otra opción. ¿Dudaba de Medivh? ¿Había alguna posibilidad de que el
mago actuase en contra de su Orden? Los pensamientos se agolpaban en su interior,
alimentados por las palabras de Lothar, la visión del demonio y los politiqueos de la
Orden. Quería avisar al anciano, pero parecía que no le salían las palabras.

—A veces me preocupo por ti —dijo al fin.

—Y yo también me preocupo por ti —dijo distraído el mago mayor—. Parece


que últimamente me preocupo por muchas cosas.

Khadgar tuvo que hacer un último intento.

—Señor, creo que esta Garona es una espía —dijo—. Creo que está aquí para
aprender todo lo que pueda, para que puedan usarlo contra ti más tarde.

Medivh se recostó en su asiento y le dedicó al joven una sonrisa perversa.

—Habló la vaca y dijo Mu, joven mago. ¿O es que has olvidado la lista de cosas
que tus maestros de los Kirin Tor querían que me sacaras cuando llegaste a Karazhan?

El rostro de Khadgar estaba rojo como un tomate cuando salió de la habitación.

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CAPÍTULO ONCE
GARONA
V olvió a su biblioteca (bueno, a la de Medivh) y se la encontró fisgando

entre sus notas. Inmediatamente sintió crecer la furia en su interior, pero el dolor de sus
golpes y de la reprimenda de Medivh mantuvieron controlada su ira.

—¿Qué haces? —dijo secamente.

Los dedos de la Emisaria Garona se levantaron de los papeles.

—Fisgar, creo que lo llamabas así. ¿O era espiar? —Levantó la vista y lo miró
con el ceño fruncido—. De hecho, estoy intentando comprender lo que haces aquí.
Como las notas estaban por ahí encima… espero que no te importe.

Claro que SÍ me importa, pensó Khadgar, pero dijo otra cosa.

—Lord Medivh me ha ordenado que te trate con la máxima cortesía. Sin


embargo, podría molestarse si al hacerlo permito que revientes al lanzar un conjuro mal
preparado.

El rostro de Garona se mantuvo imperturbable, pero Khadgar se dio cuenta de


que levantaba los dedos de los papeles.

—No me interesa la magia.

—Últimas palabras célebres —dijo Khadgar—. ¿Hay algo aquí con lo que pueda
ayudarte, o sólo estas fisgando en general a ver lo que sacas?

—Me han dicho que tienes un libro acerca de los reyes de Azeroth —dijo ella—.
Me gustaría consultarlo.

—¿Sabes leer? —preguntó Khadgar. Sonó más áspero de lo que pretendía—. Lo


siento, quería decir…

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—Sí, sorprendentemente sé leer —respondió Garona rápida e irónicamente—. A
lo largo de los años he adquirido numerosos talentos.

Khadgar frunció el ceño.

—Segundo pasillo, cuarta estantería empezando por arriba. Es un libro


encuadernado en rojo con filigrana dorada.

Garona desapareció entre los estantes, y Khadgar aprovechó para recoger sus
notas de encima de la mesa. Tendría que guardarlas en otro sitio si la orco tenía libertad
de movimientos por la torre. Menos mal que no era correspondencia de la Orden;
incluso a Medivh le daría un ataque si ella se hiciera con “La Canción de Aegwynn”.

Sus ojos fueron hasta la estantería donde se guardaba el pergamino que se usaba
como clave. Desde donde él estaba, parecía que no lo habían tocado. Ahora mismo no
hacía falta montar una escena, pero también tendría que trasladarlo.

Garona volvió con un inmenso volumen en la mano, y levantó una poblada ceja
en señal de interrogación.

—Sí, ése es —dijo el aprendiz.

—Los idiomas humanos tienen… muchas palabras —dijo ella, mientras dejaba
el tomo en el espacio vacío que anteriormente habían ocupado las notas de Khadgar.

—Eso es porque siempre tenemos algo que decir —respondió Khadgar tratando
de sonreír. ¿Tendrían libros los orcos?, se preguntaba. ¿Leerían? Por supuesto, tenían
magos. ¿Pero significaba eso que tuvieran conocimientos reales?

—Espero no haber sido demasiado dura contigo antes, en el pasillo. —Su tono
no era muy sincero, y Khadgar estaba seguro de que habría preferido verlo escupir
algún diente. Probablemente esto era lo que pasaba por una disculpa entre los orcos.

—Nunca había estado mejor —dijo Khadgar—. Necesitaba el ejercicio.

Garona se sentó y empezó a hojear el texto. Khadgar se dio cuenta de que movía
los labios al leer, y de que inmediatamente se había dirigido hacia el final del libro,
hasta los añadidos más recientes acerca del reinado del rey Llane.

Ahora, lejos del calor de la lucha, podía ver que Garona no era un orco normal
como los que había combatido antes. Era esbelta y de musculatura proporcionada, a
diferencia de los toscos y deformes brutos con los que había luchado donde la caravana.
Su piel era más suave, casi humana, y de una tonalidad de verde más clara que el jade
de los orcos. Sus colmillos eran un poco más pequeños, y sus ojos algo más grandes,
más expresivos que las duras bolas escarlatas de los guerreros orcos. Se preguntó cuánto

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de esto vendría por su herencia humana y cuánto por ser hembra. Se preguntó si alguno
de los orcos con los que había combatido antes era hembra. No era obvio, y en aquellos
momentos no había sentido deseo alguno de comprobarlo.

De hecho, sin la carne verde, el rostro desfigurado y colmilludo y la hostil


actitud de superioridad casi podría ser atractiva. Pero estaba en su biblioteca
fisgoneando en sus libros (bueno, la biblioteca de Medivh y los libros de Medivh, pero
el Magus se los había confiado a él).

—Así que eres una emisaria —dijo por fin. Intentaba mantener sus palabras en
un tono desenfadado e informal—. Me hablaron de tu llegada.

La semiorco asintió, pero se concentró en las palabras que tenía ante ella.

—¿De quién eres emisario exactamente?

Garona levantó la mirada y Khadgar vio un destello de irritación bajo sus


pobladas cejas. A Khadgar le agradaba molestarla, pero al mismo tiempo se preguntaba
dónde pondría el límite a su paciencia la mujer. No quería presionarla demasiado ni
demasiado rápido, para no ganarse otra tunda ni otra reprimenda del Magus.

Al menos esta vez conseguiría algo de información antes del combate.

—Es decir —dijo—. Si eres “El Emisario”, eso quiere decir que alguien te da las
órdenes, que alguien tira de tus hilos, alguien ante quien debes responder. ¿A quién
representas?

—Estoy segura de que tu maestro, el Viejo, te lo dirá si se lo preguntas —dijo


Garona amablemente, pero sus ojos se mantuvieron duros.

—Estoy seguro de que lo haría —mintió Khadgar—, si yo tuviera el


atrevimiento de preguntarle. Así que te lo pregunto a ti. ¿A quién representas? ¿Qué
poderes te han otorgado? ¿Estás aquí para negociar, exigir o qué?

Garona cerró el libro (Khadgar sintió una pequeña victoria al haberla distraído
de su tarea).

—¿Piensan igual todos los humanos?

—Sería muy aburrido si todos lo hiciéramos —dijo Khadgar.

—Quiero decir, ¿todo el mundo está de acuerdo en todo? ¿Está la gente siempre
de acuerdo con lo que quieren sus amos o sus superiores? —dijo Garona. La dureza de
sus ojos se desvaneció sólo un poco.

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—Apenas —respondió Khadgar—. Una de las razones para que haya tantos
libros es que cada uno tiene su opinión, y eso los que saben leer y escribir.

—Pues comprende que también hay diferencias de opinión entre los orcos
—dijo Garona—. La Horda está compuesta de varios clanes, todos los cuales tienen sus
propios jefes y caudillos. Todos los orcos pertenecen a un clan. La mayoría de los orcos
son leales a su clan y a sus caudillos.

—¿Qué son los clanes? —Preguntó Khadgar—. ¿Cómo se llaman?

—Uno de ellos es el Stormreaver —dijo la semiorco—. Blackrock. Twilight’s


Hammer. Bleeding Hollow. Ésos son los principales.

—Parecen una gente belicosa —dijo Khadgar.

—La tierra natal de los orcos es un sitio duro —dijo Garona—, y sólo
sobreviven los más fuertes y los mejor organizados. No son más que lo que su tierra ha
hecho de ellos.

Khadgar pensó en la desolada tierra de cielos rojos que había visto en la visión.
Entonces, era la patria de los orcos. Un territorio baldío en otra dimensión. Pero ¿cómo
habían llegado hasta aquí? En vez de eso preguntó:

—¿Y cuál es tu clan?

Garona dejó escapar un resoplido similar al estornudo de un bulldog. —Yo no


tengo clan.

—Pero has dicho que toda tu gente pertenece a un clan —dijo Khadgar.

—He dicho todos los orcos —dijo Garona. Cuando Khadgar la miró sin
entender, ella levantó la mano—. Mira aquí. ¿Qué ves?

—Tu mano —dijo Khadgar.

—¿Humana u orco?

—Orco —dijo Khadgar. Le parecía obvio. Piel verde, uñas afiladas y


amarillentas, nudillos un ápice demasiado grandes para ser humanos.

—Un orco diría que es una mano humana; demasiado delgada para ser
realmente útil. Sin el suficiente músculo para sostener un hacha o aplastar un cráneo
como hay que hacerlo. Demasiado pálida, demasiado débil y demasiado fea. —Garona
bajó la mano y miró al joven mago con el entrecejo fruncido—. Tú ves las partes de mí

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que son orcas. Mis superiores orcos, y todos los demás orcos, ven las partes de mí que
son humanas. Soy ambas cosas y ninguna, y ambas partes me consideran inferior.

Khadgar abrió la boca para rebatirla, pero se lo pensó dos veces y se mantuvo
callado. Su primera reacción había sido atacar al orco que se había encontrado en el
pasillo, no ver el humano que era huésped de Medivh. Asintió.

—Tiene que ser difícil. Sin pertenecer a ningún clan.

—Me aprovecho de ello —dijo Garona—. Puedo moverme entre los clanes con
más facilidad. Como soy una criatura inferior, se supone que no estoy buscando siempre
una ventaja para mi clan. Como no le gusto a nadie, no discrimino entre unos y otros.
Algunos caudillos encuentran eso tranquilizador. Me convierte en mejor negociadora y,
antes de que lo digas, en mejor espía. Pero es mejor no tener lealtades que tener
lealtades enfrentadas.

Khadgar pensó en el discursito de Medivh sobre sus lealtades hacia los Kirin
Tor.

—¿Y a qué clan representas en estos momentos?

Garona le dedicó una sonrisa irónica y colmilluda.

—Si dijera que a Gizbah el Poderoso, ¿qué dirías? O quizá estoy en una misión
para Morgax el Gris o Hikapik el Desangrador. ¿Significaría eso algo para ti?

—Quizás —dijo Khadgar.

—No —dijo Garona—, porque acabo de inventarme todos esos nombres. Y el


nombre de la facción que me ha enviado tampoco tendría sentido para ti, no por ahora.
Del mismo modo, la presunta amistad del Viejo con el rey Llane no significa nada para
nuestros jefes, y el nombre Lothar no es nada más que una maldición que invocan los
campesinos humanos que nos encontramos. Antes de que pueda haber paz, antes
siguiera de que podamos empezar a negociar, tenemos que aprender más acerca de
ustedes.

—Que es para lo que estás tú aquí.

Garona dejó escapar un hondo suspiro.

—Que es el motivo por el cual yo estoy rezando porque me dejes en paz el


tiempo suficiente para poder enterarme de lo que dice el Viejo en nuestras discusiones.

Khadgar se mantuvo en silencio unos instantes. Garona abrió de nuevo el libro y


pasó las páginas hasta donde lo había dejado.

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—Por supuesto, eso funciona en ambos sentidos —dijo Khadgar, y Garona cerró
el libro con un suspiro de exasperación—. Quiero decir, que nosotros también tenemos
que saber más acerca de los orcos si vamos a hacer otra cosa que no sea combatirlos. Si
hablas en serio de la paz.

Garona miró fijamente a Khadgar, y por un momento el joven se preguntó si la


semiorco iba a saltar la mesa y darle una zurra. Pero en vez de eso, las orejas de ella se
pusieron tiesas.

—Espera. ¿Qué es eso?

Khadgar lo sintió antes de oírlo. Un repentino cambio en el aire, como si en


alguna otra parte de la torre se hubiera abierto una ventana. Un soplo de viento agitando
el polvo del pasillo.

Una ola de calidez atravesando la torre.

—Hay algo… —dijo Khadgar.

—He oído… —dijo Garona.

Entonces Khadgar también lo oyó, el sonido de unas garras de hierro rascando


contra la piedra, y la calidez del aire aumentó mientras se le erizaban los pelos de la
nuca.

Y la gran bestia entró agazapándose en la biblioteca.

Estaba hecha de fuego y sombra, y su piel era oscura y contenía en su interior el


titilar de las llamas. Su rostro lobuno estaba enmarcado por un par de cuernos de
carnero que brillaban como el ébano pulido. Parecía bípedo, aunque caminaba a cuatro
patas y sus garras delanteras arañaban el suelo de piedra.

—¿Qué es…? —siseó Garona.

—Un demonio —dijo Khadgar con voz estrangulada, mientras se levantaba y se


alejaba de la mesa.

—Su criado dijo que aquí había visiones. Fantasmas. ¿Esto es una de ellas? —
Garona también se levantó.

Khadgar quiso decir que no, que las visiones solían abarcar toda una zona,
transportándote a un nuevo lugar, pero en vez de eso se limitó a negar con la cabeza.

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La bestia estaba aferrada a la puerta, olfateando el aire. Los ojos de la criatura
resplandecían con llamaradas. ¿Era ciega esta bestia y sólo podía detectar mediante el
olfato? ¿O es que estaba detectando algo nuevo en el aire, un perfume inesperado?

Khadgar trató de conducir las energías hasta su mente, pero al principio su


corazón flaqueó y su mente se vació. La bestia continuó olfateando, girando en el sitio
hasta que se encaró con la pareja.

—Sube a lo alto de la torre —dijo Khadgar en voz baja—. Tenemos que avisar a
Medivh. —Por el rabillo del ojo pudo ver que Garona le asentía, pero que sus ojos no se
apartaban de la bestia. Una gota de sudor recorría su largo cuello. Se echó un paso al
lado.

El movimiento fue suficiente, y todo sucedió al instante. La bestia se agachó y


atravesó la habitación de un salto. La mente de Khadgar se aclaró y con rápida
eficiencia atrajo hacia sí las energías mágicas, levantó la mano y clavó un rayo de
energía mística en el pecho de la criatura. La energía atravesó el pecho de la bestia y
salió por su espalda, haciendo saltar trozos de carne en llamas en todas direcciones, pero
no la detuvo lo mínimo.

Aterrizó sobre la robusta mesa, sus garras se clavaron en la madera y volvió a


saltar, esta vez contra Khadgar. La mente del joven mago se quedó en blanco durante un
segundo, pero un segundo fue todo lo que necesitó el demonio encorvado para cubrir la
distancia que los separaba.

Otra cosa lo agarró y tiró de él para apartarlo del camino. Olió un almizcle de
canela y oyó una maldición gutural mientras lo arrancaban de la trayectoria del demonio
que venía saltando. La bestia atravesó el espacio que hasta hacía unos momentos había
ocupado el aprendiz, y emitió su propio grito. Un largo desgarrón había aparecido a lo
largo del costado izquierdo de la criatura, y estaba supurando sangre ardiente.

Garona soltó a Khadgar de su abrazo (un abrazo débil y humano, pero suficiente
para sacarle el aire de los pulmones). El aprendiz se dio cuenta de que en la otra mano
Garona sostenía un cuchillo de hoja larga, manchado de escarlata por el primer golpe, y
Khadgar se preguntó dónde lo habría escondido mientras discutían.

La criatura aterrizó, giró sobre sí misma y trató de hacer un torpe segundo


ataque, con las garras de hierro extendidas y la boca y los ojos refulgiendo con
llamaradas. Khadgar se agachó y se levantó con el pesado volumen rojo de El Linaje de
los Reyes de Azeroth. Estampó el inmenso tomo en la cara de la criatura y luego volvió
a agacharse. La bestia pasó sobre él, aterrizando junto a la puerta. Emitió un gorgoteo de
asfixia y agitó su cabeza cornuda, tratando de desencajarse de la boca el pesado

143
grimorio. Khadgar vio que había una línea de sangre ardiente a lo largo del costado
derecho de la criatura. Garona había golpeado por segunda vez.

—¡Ve por Medivh! —Gritó Khadgar—. Yo lo apartaré de la puerta.

—¿Y que pasa si me quiere a mí? —respondió Garona, y por primera vez
Khadgar oyó un matiz de miedo en su voz.

—No te quiere a ti —dijo lúgubremente Khadgar—. Mata magos.

—Pero tú…

—Tú vete —dijo Khadgar.

Khadgar corrió hacia la izquierda y, como temía, el demonio fue tras él. En vez
de ir hacia la puerta, Garona corrió hacia la derecha y empezó a escalar la estantería más
alejada.

—¡Trae a Medivh! —gritó Khadgar corriendo entre las estanterías.

—No hay tiempo —respondió Garona mientras seguía trepando—. Mira a ver si
lo puedes entretener en uno de esos pasillos.

Khadgar dio la vuelta al final del largo pasillo de estanterías. El demonio ya


había cruzado de un salto la mesa de estudio y ahora avanzaba encorvado por el pasillo
que había entre historia y geografía. En la sombra que había entre las estanterías,
resaltaban la boca y los ojos flamígeros de la criatura, y de sus costados heridos salía
ahora un humo acre.

Khadgar aclaró su mente, se tragó su miedo y disparó un rayo místico. Un globo


de fuego o una chispa de rayo podrían ser más efectivos, pero la bestia estaba rodeada
por sus libros.

El rayo golpeó el rostro de la criatura, haciéndola tambalearse un paso atrás.


Gruñó y volvió a seguir adelante.

Repitió el proceso como un ritual; aclarar la mente, combatir el miedo, levantar


la mano e invocar la palabra. Otro rayo rebotó hacia arriba en los cuernos de azabache.
La bestia se detuvo, pero sólo un instante. Ahora sus fauces parecían una sonrisa
retorcida y llena de llamas.

Por tercera vez invocó el poder del rayo místico. Ahora la criatura estaba cerca y
le estalló en la cara, pero aparte de iluminar su expresión divertida no le hizo nada.
Khadgar olió su fuerte olor a quemado, y oyó un grave chasquido en la garganta de la
bestia. ¿Risa?

144
—¡Prepárate para correr! —gritó Garona, desde algún lugar a su derecha y
arriba.

—¿Qué estás…? —dijo Khadgar mientras empezaba a retroceder.

—¡Corre! —gritó ella, y empujó con los pies. La semiorco se había encaramado
a la parte superior de las estanterías, y ahora las estaba tirando, haciéndolas caer como
gigantescas fichas de dominó. Retumbó el trueno cuando cada estantería cayó sobre su
vecina, derramando volúmenes y aplastándolo todo a su paso.

La última estantería golpeó contra la pared y se hizo astillas por la fuerza del
impacto que la había tirado al suelo. Garona se bajó de su posición elevada, que ahora
se tambaleaba, con el cuchillo de hoja larga desenvainado. Trató de ver a través de la
polvareda que se había levantado.

—¿Khadgar…? —dijo.

—Aquí —dijo el aprendiz, estampado contra la pared del fondo, donde se


levantaban los pilares metálicos que soportaban la galería del piso superior. Su rostro
estaba pálido incluso para un humano.

—¿Lo logramos? —preguntó ella en un tono imperioso, aún agazapada,


esperando un nuevo ataque en cualquier momento.

Khadgar señaló hasta el borde de lo que sólo segundos antes había sido el fin de
la fila de estanterías. Ahora el piso inferior al completo era una ruina de estanterías
destrozadas y volúmenes arruinados. Saliendo de entre los restos del desastre había un
brazo musculoso y retorcido hecho de llamas mortecinas y sombras. Sus garras de
hierro ya estaban enrojecidas del óxido y la sangre caliente encharcaba el suelo. Su
mano extendida estaba apenas a treinta centímetros de donde se encontraba Khadgar.

—Cayó —dijo Garona, volviendo a enfundar el cuchillo en una vaina que


llevaba bajo la blusa.

—Deberías haberme hecho caso —dijo Khadgar tosiendo por el polvo—.


Deberías haber ido por Medivh.

—Te hubiera hecho trizas antes de que hubiera subido dos tramos de la escalera
—protestó la semiorco—. ¿Y quién hubiera tenido entonces que darle explicaciones al
Viejo?

Khadgar asintió, y entonces un pensamiento le hizo fruncir el ceño.

—El Magus… ¿Habrá oído esto?

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Garona asintió mostrando que estaba de acuerdo.

—Debería haber bajado. Hemos hecho bastante ruido como para levantar a los
muertos.

—Oh, no —dijo Khadgar dirigiéndose hacia la entrada de la biblioteca—. ¿Y si


había más de un demonio? ¡Vamos!

Sin pensar, Garona desenvainó el cuchillo y siguió al humano fuera de la


habitación.

Encontraron a Medivh sentado en su laboratorio, en el mismo banco de trabajo


donde Khadgar lo había dejado no hacía más de una hora. Ahora el instrumento en el
que había estado trabajando estaba hecho pedazos retorcidos, y a un lado de la mesa
descansaba un martillo de hierro.

Medivh dio un respingo cuando Khadgar irrumpió en la habitación, seguido de


cerca por Garona. El Aprendiz se preguntó si Medivh habría estado amodorrado todo
este tiempo.

—¡Maestro! ¡Hay un demonio en la torre! —exclamó Khadgar.

—¿Otra vez un demonio? —Dijo Medivh cansado, frotándose un ojo con la


palma de la mano—. La primera vez fue un demonio. La última vez fue un orco.

—Su estudiante tiene razón —dijo Garona—. Yo estaba con él en la biblioteca


cuando atacó. Era una criatura grande, bestial, pero astuta. Hecha de fuego y sombras, y
sus heridas ardían y humeaban.

—Posiblemente no fue más que otra visión —dijo Medivh, volviendo a su


trabajo. Recogió una de las retorcidas piezas del aparato y la miró, como si la viera por
primera vez—. Suceden aquí, las visiones. Creo que Moroes ya te ha avisado sobre
ellas.

—No ha sido una visión, maestro —dijo Khadgar—. Era un demonio, del tipo
con el que combatiste en el castillo de Stormwind. Algo ha traspasado las defensas y
nos ha atacado.

Las cejas grises de Medivh se arquearon en señal de sospecha.

—¿Otra vez que algo ha atravesado mis defensas? Ridículo. —Cerró los ojos y
trazó un símbolo en el aire—. No, no falta nada y ninguna de las defensas ha saltado. Tú
estás aquí, Cocinas está en la cocina y Moroes está en el pasillo fuera de la biblioteca
ahora mismo.

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Khadgar y Garona intercambiaron una mirada.

—Entonces deberías venir enseguida, maestro —dijo Khadgar.

—¿Debería? —Preguntó Medivh—. Tengo otras cosas de las que


preocuparme, de eso estoy seguro.

—Ven y verás —dijo Khadgar.

—Creemos que la bestia está muerta —intervino Garona—. Pero no queremos


arriesgar la vida de sus sirvientes por nuestra creencia.

Medivh miró el aparato destrozado, negó con la cabeza y lo dejó en la mesa.


Parecía irritado.

—Como quieran. Se supone que los aprendices no deben causar tantos


problemas.

Sin embargo, cuando llegaron a la biblioteca Moroes estaba allí de pie, escoba y
recogedor en mano, observando los daños. Levantó la mirada, algo desorientado,
cuando entraron los dos magos y la semiorco.

—Felicidades —dijo Medivh arrugando el rostro—. Ahora es un desastre mayor


incluso que cuando llegaste. Al menos entonces tenía estanterías. ¿Dónde está ese
supuesto demonio?

Khadgar anduvo hasta el sitio de donde había sobresalido la mano del demonio,
pero ahora todo lo que quedaba era una de las estanterías aplastada contra el suelo. No
había ni sangre.

—Estaba aquí —dijo Garona, tan sorprendida como Khadgar—. Entró y nos
atacó. —Agarró un borde de la estantería y trató de levantarla, pero el inmenso mueble
de roble era demasiado pesado para ella—. Los dos lo vimos —dijo tras un momento de
forcejeo.

—Vieron una visión —dijo severo Medivh—. ¿Es que no te lo advirtió Moroes?

—Sip —confirmó Moroes—. Se lo avisé. —Y dio unos golpecitos en sus


anteojeras para dar más énfasis.

—Maestro, nos atacó —dijo Khadgar—. Lo herí con mis propios conjuros. El
emisario lo hirió, dos veces.

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—Hmmmf —gruñó el Magus—. Lo más probable es que la cosa se les fuera de
las manos, e hicieron casi todo el daño ustedes mismos. Hay marcas frescas en la mesa.
¿Del demonio?

—Tenía garras de hierro —dijo Khadgar.

—O quizá de tus propios rayos místicos, lanzados por ahí como si estuvieras
jugando a las canicas en las calles de Stormwind. —Medivh negó con la cabeza.

—Mi cuchillo se clavó en algo duro y correoso —dijo Garona.

—Sin duda algunos libros —dijo el mago—. No, si hubiera habido un demonio,
su cuerpo aún seguiría aquí. A menos que alguien lo haya limpiado. ¿Moroes, tienes por
casualidad un demonio en el recogedor?

—No creo —dijo el senescal—. Podría comprobarlo.

—No te preocupes, pero déjales tus herramientas a estos dos. —Se dirigió hacia
el joven mago y la semiorco—. Espero que se lleven bien. Ante esto, les ha tocado
arreglar la biblioteca. Joven Confianza, has traicionado tu nombre, así que ahora debes
dar una compensación.

—Pero yo vi… —Garona no se daba por vencida.

—Viste un fantasma —la interrumpió Medivh, con tono autoritario y el


entrecejo fruncido—. Viste un fragmento de otro lugar. No les hubiera hecho daño.
Nunca lo hacen. Tu amigo aquí presente —señaló a Khadgar— tiene tendencia a ver
demonios donde no los hay. Eso me preocupa un poco. Quizás puedan intentar no ver
ninguno mientras limpian. Hasta que no acaben, ¡no quiero que se me moleste!

Y con eso, se fue. Moroes dejó la escoba y el recogedor en el suelo y lo siguió.

Khadgar recorrió con la mirada el desastre que había a su alrededor. Allí hacía
falta algo más que una escoba. Las estanterías estaban caídas y en un par de sitios se
habían hecho pedazos, y los libros estaban desparramados, algunos con los lomos rotos
y con las cubiertas desgarradas. ¿Podía haber sido una visión perdida en el tiempo?

—Lo que nos ha atacado no ha sido una ilusión —dijo Garona malhumorada.

—Lo sé —respondió Khadgar.

—¿Y por qué él no lo ve? —preguntó la semiorco.

—Eso no lo sé —dijo el aprendiz—. Y me preocupa cuál pueda ser la respuesta.

148
CAPÍTULO DOCE
LA VIDA EN TIEMPOS
DE GUERRA
S ólo llevó varios días poner de nuevo la biblioteca en orden. Casi

todos los libros desperdigados estaban al menos cerca de donde tenían que estar, y los
ejemplares más raros, más mágicos y con trampas estaban en la balconada superior y no
habían sido afectados por el jaleo. No obstante, reconstruir algunas de las estanterías
llevó su tiempo, y Garona y Khadgar convirtieron los establos abandonados en un
improvisado taller de carpintería, e intentaron restaurar (y en algunos casos sustituir) las
estanterías destrozadas.

Del demonio no había quedado ni rastro, excepto los daños. Las marcas de
garras seguían en la mesa, y las páginas de El Linaje de los Reyes de Azeroth estaban
muy dañadas y desgarradas, como por unas enormes mandíbulas. Y sin embargo no
había ningún cuerpo, ninguna sangre, ningún resto que dejar a los pies de Medivh.

—Quizá lo rescataron —sugirió Garona.

—Estaba bastante muerto cuando lo dejamos —respondió Khadgar, que en ese


instante trataba de recordar si había puesto la poesía épica en la estantería de encima o
en la de debajo de la poesía romántica.

—Algo rescató el cuerpo —dijo Garona—. La misma persona que lo hizo entrar
lo hizo salir.

—Y la sangre también —le recordó Khadgar.

—Y la sangre también —repitió la semiorco—. Quizá era un demonio limpio.

—La magia no funciona así —dijo Khadgar.

149
—Quizás tu magia no, la magia que has aprendido —dijo Garona—. Otra gente
puede tener otra magia. Los viejos chamanes de los orcos tienen una forma de hacer
magia, los brujos que lanzan conjuros tienen otra. Quizá es un conjuro del que nunca
has oído hablar.

—No —se limitó a decir Khadgar—. Habría dejado alguna clase de rastro. Un
poco del conjurador tras de sí. Alguna energía residual que yo hubiera podido sentir,
incluso aunque no pudiera identificarla. Los únicos conjuradores que han actuado en la
torre hemos sido yo y el Magus. Eso lo sé por mis propios conjuros. Y comprobé las
defensas. Medivh estaba en lo cierto, todas estaban funcionando. Nadie debería haber
podido colarse en la torre, ni mágicamente ni de otra forma.

Garona se encogió de hombros.

—Pero en esta torre pasan cosas raras, ¿cierto? ¿Podría ser que esas reglas no se
aplicaran aquí?

Esta vez le tocó a Khadgar encogerse de hombros.

—Si es así, tenemos muchos más problemas de los que yo imaginaba.

La relación de Khadgar con la semiorco pareció ir mejorando a medida que


reparaban la biblioteca, y cuando le daba la espalda o la tapaban las estanterías, su voz
sonaba casi humana. Aun así, mantenía el silencio sobre quién la había enviado, y
Khadgar por su parte se mantenía atento. Llevaba la cuenta de las referencias que usaba
y las preguntas que hacía.

También intentó llevar el control de cualquier comunicación que ella hiciera,


hasta el punto de envolver las habitaciones de los huéspedes con su propia telaraña de
conjuros de detección para que le informaran si salía de su habitación o mandaba algún
mensaje. Si lo había hecho, sus métodos habían frustrado incluso los conjuros de
Khadgar, lo que en vez de tranquilizarlo lo puso aún más nervioso. Si ella estaba
haciendo algo con el conocimiento que había adquirido, se lo callaba.

Y fiel a su palabra, Garona empezó a compartir sus conocimientos acerca de los


orcos. Khadgar empezó a hacerse una idea de su forma de gobierno (basada en la fuerza
y la habilidad guerrera), al igual que de los diferentes clanes. Una vez que se fue
explayando, la emisaria dejó bien clara su opinión acerca de varios clanes, a cuyos
líderes solía considerar unos necios zoquetes que sólo pensaban de dónde vendría su
próxima batalla. Mientras ella describía la fragmentada nación orca, la Horda, Khadgar
comprendió que allí las relaciones eran rápidamente mudables y fluidas como mínimo.

Un gran bloque de la Horda era el conservador clan Bleeding Hollow. Un grupo


poderoso con una larga historia de conquistas, el clan había perdido algo de poder
150
porque su viejo líder Kilrogg Deadeye estaba cada vez menos dispuesto a desperdiciar
vidas en combate. Garona explicó que en la política orca, los orcos que se van haciendo
mayores se van volviendo más pragmáticos, lo que a menudo suele ser confundido con
cobardía por las generaciones más jóvenes. Kilrogg ya había matado a tres de sus hijos
y a dos nietos que habían pensado que gobernarían mejor el clan.

El clan conocido como Blackrock parecía englobar otro buen trozo de la Horda,
y su jefe era Blackhand, quien como principal argumento para ostentar el liderazgo
esgrimía su capacidad para aplastar a cualquier otro que quisiera el título. Un grupo del
clan Blackrock se había escindido, se habían arrancado todos un diente, y se hacían
llamar clan Black Tooth Grin. Qué gente tan encantadora.

Había más clanes: el Twilight’s Hammer, que se regodeaba en la destrucción, y


el Burning Blade, que parecía no tener líder y era una agrupación anárquica en el caos
de la Horda. Y clanes más pequeños, como los Stormreavers, que estaban encabezados
por un brujo. Khadgar sospechaba que Garona trabajaba para alguien de los
Stormreavers, aunque sólo fuera porque se quejaba de ellos menos que de los demás.

Khadgar tomó las notas que pudo y las reunió en un informe para Lothar. Cada
vez llegaba un volumen más elevado de comunicados de todo Azeroth, y ahora parecía
que la Horda se estaba expandiendo en todas direcciones desde la Ciénaga Negra. Los
orcos que hace un año habían sido considerados simples rumores ahora eran
omnipresentes, y el castillo de Stormwind se estaba movilizando para enfrentarse a la
amenaza. Khadgar le ocultó a Garona las noticias que iban de mal en peor, pero le
comunicó a Lothar hasta el último detalle que pudo averiguar, incluso las rivalidades
entre los clanes y sus colores favoritos (el clan Blackrock, por ejemplo, prefería el rojo
por algún motivo).

Khadgar también intentó comunicar lo que había descubierto a Medivh, pero el


Magus se mostró sorprendentemente desinteresado. De hecho, las conversaciones del
Magus con Garona ya no eran tan frecuentes como solían, y en varias ocasiones
Khadgar descubrió que Medivh había abandonado la torre sin avisarlo. Incluso cuando
estaba presente, Medivh parecía más distante. Más de una vez Khadgar se lo había
encontrado sentado en una de las sillas del observatorio con la mirada perdida en la
noche de Azeroth. Ahora parecía más malhumorado, más dispuesto a estar en
desacuerdo y menos a escuchar.

Su comportamiento hosco también afectaba a los demás. Moroes lanzaba largas


y doloridas miradas a Khadgar cuando salía de las habitaciones del maestro. Y la propia
Garona sacó el tema a colación mientras revisaban los mapas del mundo conocidos (que
estaban hechos en Stormwind, y por lo tanto eran penosamente incompletos incluso
cuando se referían a Lordaeron).

151
—¿Siempre es así? —preguntó ella.

—Tiene sus días —respondió Khadgar estoicamente.

—Sí, pero cuando lo vi por primera vez, parecía vivo, comprometido y positivo.
Ahora parece más…

—¿Distraído?

—Embotado —dijo Garona con una mueca de disgusto.

Khadgar no podía estar en desacuerdo. Luego, por la tarde, le llevó al Magus


una nueva tanda de mensajes descifrados, todos con el sello púrpura, todos pidiendo
ayuda contra los orcos.

—Los orcos no son demonios —dijo Medivh—. Son de carne y hueso, y por
ello deben ser preocupación para los guerreros, no para los magos.

—Los mensajes son bastante desesperados —dijo Khadgar—. Parece que las
tierras circundantes a la Ciénaga Negra están siendo abandonadas, y los refugiados
huyen hacia Stormwind y otras ciudades de Azeroth. Lo están pasando mal.

—Así que dependen de que el Guardián cabalgue a su rescate. Ya es bastante


malo tener que dedicarme a vigilar desde las atalayas del Vacío Abisal en busca de
demonios, y a cazar los errores de esos aficionados. ¿Ahora tengo que rescatarlos de
otras naciones? ¿Tendré luego que apoyar a Azeroth en alguna disputa comercial con
Lordaeron? Esas cuestiones no son asunto nuestro.

—Puede que no quede ningún Azeroth sin tu ayuda. Lothar está…

—Lothar es un tonto —murmuró Medivh—. Una vieja gallina clueca que ve


amenazas por todas partes. Y Llane es poco mejor, porque cree que nada puede romper
sus murallas. Y la Orden, todos los poderosos magos, han luchado y discutido y se han
escupido mutuamente tanto que ahora carecen del poder para repeler a un nuevo
invasor. No, Joven Confianza, esto son minucias. Incluso si los orcos triunfaran en
Azeroth, necesitarían un Guardián, y yo estaría aquí para ellos.

—Maestro, eso es…

—¿Sacrilegio? ¿Blasfemia? ¿Traición? —El Magus suspiró y se pellizcó el


puente de la nariz—. Quizá, pero soy un hombre envejecido antes de mi hora, y he
pagado un alto precio por un poder no deseado. Permíteme desvariar en contra de los
relojes que gobiernan mi vida. Vete. Ya volveré a tus historias trágicas por la mañana.

Mientras cerraba la puerta, Khadgar oyó a Medivh que continuaba:

152
—Estoy tan cansado de preocuparme por todo… ¿Cuándo podré preocuparme
por mí mismo?

***

—Los orcos han atacado Stormwind —dijo Khadgar. Habían pasado tres
semanas. Dejó la carta en la mesa, entre él y Garona.

La semiorco miró fijamente el sobre con el sello rojo como si fuera una
serpiente venenosa.

—Lo siento —dijo por fin—. Nunca hacen prisioneros.

—Esta vez los orcos fueron rechazados —dijo Khadgar—. Hechos retroceder
por las tropas de Llane antes de que llegaran a las puertas. Por las descripciones parece
que fueron los clanes Bleeding Hollow de Kilrogg y Twiligh’s Hammer. Aparentemente
hubo una descoordinación entre las fuerzas principales.

Garona soltó un gruñido como el estornudo de un bulldog.

—El Twilight’s Hammer nunca debería haber sido usado para asaltar una plaza
fuerte. Lo más posible es que Kilrogg estuviera intentando diezmar a un rival, y usara
Stormwind como su yunque.

—Así que incluso en mitad de un ataque siguen luchando y traicionándose entre


ellos —dijo Khadgar. Se preguntaba si sus informes a Lothar le habrían proporcionado
la información necesaria para romper el asalto.

Garona se encogió de hombros.

—Como los humanos —hizo un gesto a la pila de libros que había en la mesa de
estudio—. En tus historias hay continuas justificaciones para todo tipo de actos
infernales. Pretensiones de nobleza, herencia y honor para encubrir el genocidio, el
asesinato y la masacre. Al menos la Horda es sincera en su ambición de poder. Creo que
no hubiera podido ayudarlos.

—¿A los orcos o a Stormwind? —peguntó Khadgar.

—A ninguno —dijo Garona—. No sabía nada de ningún ataque sobre


Stormwind, si es eso a lo que te refieres, aunque cualquiera con dos dedos de frente
sabría que la Horda iba a atacar el objetivo más grande tan pronto como fuera posible.

153
Eso lo sabes por nuestras charlas. También sabes que retrocederán, se reagruparán,
matarán a algunos líderes y volverán con más gente.

—Supongo que sí —dijo Khadgar.

—Y ya le has mandado una carta al campeón en Stormwind a tal efecto


—añadió Garona.

Khadgar pensó que mantenía el rostro impasible, pero la emisaria de los orcos
sonrió ampliamente.

—Sí, lo has hecho.

Khadgar sintió cómo se le sonrojaba el rostro, pero insistió.

—Realmente la pregunta es: ¿por qué no has informado tú a tus jefes?

La mujer de piel verde se recostó en el asiento.

—¿Quién dice que no lo he hecho?

—Yo —dijo Khadgar—. A menos que seas mejor maga que yo.

Un pequeño temblor en la comisura de la boca de Garona la traicionó.

—No has estado informando, ¿verdad? —preguntó Khadgar.

Garona se mantuvo en silencio por unos instantes, y Khadgar dejó que el


silencio llenara la biblioteca.

—Digamos que he tenido un problema de lealtades enfrentadas —dijo ella al


fin.

—Pensé que no tenías lealtades.

Garona lo ignoró.

—El que me mandó aquí, quien me ordenó que viniera, es un brujo llamado
Gul’dan. Conjurador. El líder de los Stormreavers. Muy influyente en la Horda. Muy
interesado en los magos de tu mundo.

—Y los orcos tienen la tendencia a atacar primero los objetivos más grandes
—dijo Khadgar.

—Gul’dan dijo que Medivh era especial. Qué conjuro secreto o qué meditación
alimentada por hierbas usó para llegar a esa conclusión, lo ignoro. —Garona evitó la
mirada de Khadgar—. Me encontré varias veces con Medivh ahí fuera, y luego

154
acordamos que vendría aquí a la torre como emisario. Se suponía que debía
intercambiar información básica e informar a Gul’dan de todo lo que pudiera acerca de
las habilidades de Medivh. Así que estuviste en lo cierto desde el principio. Yo estaba
aquí como espía.

Khadgar se sentó frente a ella.

—No hubieras sido la primera —dijo—. ¿Y por qué no has informado?

Garona se mantuvo en silencio unos instantes.

—Medivh… —empezó, pero se detuvo—. El Viejo… —otra pausa—. Lo


descubrió todo enseguida, por supuesto, y aun así me dijo todo lo que yo quería saber.
Casi todo, al menos.

—Lo sé —dijo Khadgar—. Tuvo el mismo efecto en mí.

Garona asintió.

—Al principio pensé que estaba siendo pomposo, seguro de su poder, como
algunos caudillos orcos que he conocido. Pero hay algo más. Es como si él hubiera
sentido que al darme la información, eso me cambiaría, y yo no traicionaría su
confianza.

—Confianza —dijo Khadgar—. Eso es una cosa importante para Medivh.


Parece irradiarla. Cuando estás a su lado, sientes que sabe lo que está haciendo.

—Exacto —dijo Garona—. Y los orcos se sienten atraídos de forma natural


hacia el poder. Supuse que podría decirle a Gul’dan que me había hecho prisionera y no
había podido informar, así que seguí investigando y llegó el momento…

—En que no querías verlo herido —acabó Khadgar.

—Como diría Moroes, sip —dijo Garona—. Ha confiado mucho en mí, y


también confía mucho en ti. Tras ver eso tuyo de las visiones, se lo conté. Supuse que
era eso lo que había atraído al demonio contra nosotros. Él me dijo que lo sabía y que
no le preocupaba. Que tenías una curiosidad natural y que eso era bueno. Apoya a su
gente.

—Y no puedes hacerle daño a alguien así —dijo Khadgar.

—Sip. Me hizo sentir humana. Y llevaba mucho, mucho tiempo sin sentirme
humana. El Viejo, el Magus Medivh, parece tener un sueño de algo más que una fuerza
combatiendo a otra por el dominio. Con su poder nos podía haber destruido a todos,

155
pero no lo ha hecho. Pienso que cree en algo mejor. Y yo también quiero creer en su
sueño.

Los dos permanecieron un rato sentados en silencio. En algún lugar en la


distancia, Moroes o Cocinas se movían por el pasillo.

—Y últimamente… —dijo Garona—, ¿ha estado antes así?

Sonaba como Lothar, intentando preguntar sin parecer demasiado preocupada.


Khadgar negó con la cabeza.

—Siempre ha sido errático, excéntrico. Pero nunca lo he visto tan… deprimido.

—Melancólico —añadió Garona—. Indiferente. Hasta ahora siempre había


supuesto que se pondría del lado del reino de Azeroth. Pero si el mismo Stormwind es
atacado y sigue sin hacer nada…

—Puede deberse a su entrenamiento —dijo Khadgar, escogiendo las palabras


con cuidado. No quería descubrirle la Orden a Garona, independientemente de los
actuales sentimientos de ella—. Tiene que ver las cosas con perspectiva a largo plazo, y
a veces eso lo aísla de los demás.

—Y supongo que ése es el motivo de que acoja descarriados —dijo Garona.


Otro silencio—. No lamento que Stormwind repeliera a los invasores. Uno no destruye
algo como eso desde fuera. Primero hay que hacer algo desde dentro para debilitar las
murallas.

—Me alegro de que no estés allí como general —dijo Khadgar.

—Caudillo —dijo Garona—. Como que me iban a dar la oportunidad…

—Hay algo… —dijo Khadgar, pero se detuvo. Garona inclinó su cabeza de


ancha mandíbula hacia él.

—Pareces alguien que está pidiendo un favor —dijo ella.

—Nunca te he preguntado acerca de números de tropas, posiciones…

—Acerca de asuntos obvios de espionaje.

—Pero —dijo Khadgar— estaban asombrados por la inmensa cantidad de


guerreros orcos que había en el campo de batalla. Los hicieron retroceder, pero estaban
sorprendidos de que los pantanos la Ciénaga Negra pudieran contener tantos soldados.
Incluso ahora les preocupan las fuerzas que pudiera haber ocultas en el pantano.

156
—No sé nada de los despliegues de tropas —dijo Garona—. He estado aquí,
espiándote. ¿Te acuerdas?

—Cierto. Pero también sé que has hablado de su mundo de origen. ¿Cómo han
llegado aquí desde allí? ¿Fue algún conjuro?

Garona se quedó sentada en silencio durante un momento, como si intentara


resolver algo en su mente. Khadgar esperó un comentario frívolo, o que cambiase de
tema, o que le respondiera con otra pregunta.

—Nuestro mundo se llama Draenor. Es un mundo salvaje, lleno de tierras


baldías, riscos y maleza reseca. Inhóspito y tormentoso…

—Y tiene el cielo rojo.

Garona miró al joven mago.

—¿Has hablado con otros orcos? ¿Prisioneros quizás? No sabía que los
humanos tomaran prisioneros orcos.

—No, una visión —dijo Khadgar. El recuerdo parecía tener media vida—.
Como la que viste cuando nos encontramos por primera vez. Fue la primera vez que vi
orcos. Recuerdo que había un número ingente de ellos.

Garona emitió un resoplido de bulldog.

—Tus visiones posiblemente revelan más de lo que tú dices, pero te haces una
idea. Los orcos son fecundos, y son normales las camadas grandes porque muchos
mueren antes de alcanzar la edad de guerrero. Es una vida dura, y sólo los fuertes, los
poderosos y los listos sobreviven. Yo estaba en el tercer grupo, pero seguía siendo casi
una marginada, sobreviviendo lo mejor que podía en la periferia del clan. En ese
momento los Stormreavers, al menos cuando llegó la orden.

—¿La orden?

—Teníamos que ponernos en marcha, cada guerrero y cada mano capaz.


Trabajadores y espaderos, a todos se les ordenaba empaquetar sus armas, herramientas y
pertenencias y dirigirse hacia la Península del Fuego Infernal. Allí, Gul’dan y otros
poderosos brujos habían erigido un portal. Un portal que atravesaba el espacio entre los
mundos. —Garona se chupó un colmillo, recordando—. Era un dolmen, de piedras que
habían sido acarreadas allí para enmarcar una grieta en el espacio mismo. Dentro de la
grieta estaban los colores de la oscuridad, un remolino como aceite sobre un estanque
contaminado. Tuve la sensación de que la grieta había sido abierta por unas manos más
grandes, y de que los brujos se habían limitado a contenerla. Muchos de los guerreros

157
más endurecidos temían el espacio que había entre los pilares, pero los caudillos y sus
lugartenientes hicieron vehementes discursos sobre lo que se podía encontrar al otro
lado. Un mundo de riqueza, un mundo de abundancia. Un mundo de criaturas blandas
que serían fácilmente dominadas. Todo esto prometieron. Algunos siguieron
resistiéndose. A unos los mataron y a otros los obligaron a cruzar con hachas apoyadas
en la espalda. A mí me cogieron con un gran grupo de trabajadores y me hicieron
atravesar el espacio entre los pilares. —Garona se calló un instante—. Se llama el Vacío
Abisal y, a la vez fue instantáneo y eterno. Parecí caer para siempre, y cuando salí a la
extraña luz, estaba en un enloquecido nuevo mundo.

—Tras la promesa del paraíso, la Ciénaga Negra tuvo que ser todo un desengaño
—añadió Khadgar.

Garona negó con la cabeza.

—Fue una conmoción. Recuerdo que se me encogió el corazón nada más ver
este hostil cielo azul. Y la tierra, cubierta de vegetación hasta donde abarcaba la vista.
Algunos no pudieron soportarlo y enloquecieron. Muchos se unieron a los Burning
Blade, los orcos del caos que se agolpan bajo su estandarte de color naranja chillón.
—Garona se frotó la mejilla—. Temí, pero sobreviví. Y descubrí que mi naturaleza
mestiza me daba cierta percepción acerca de los humanos. Formaba parte de un grupo
que le tendió una emboscada a Medivh. Mató a todos los demás, pero a mí me dejó viva
y me mandó de vuelta con un mensaje para el brujo Gul’dan. Y tras algún tiempo,
Gul’dan me envió como espía, pero descubrí que tenía… dificultades para traicionar los
secretos del Viejo.

—Lealtades divididas —comentó Khadgar.

—Pero para responder a tu pregunta —dijo Garona—, no, no sé cuántos clanes


han atravesado el oscuro portal desde Draenor. Y no sé cuánto tardarán en recuperarse.
Y no sé desde dónde vino el portal. Pero tú, Khadgar, puedes descubrirlo.

Khadgar parpadeó.

—¿Yo?

—Tus visiones —dijo Garona—. Pareces ser capaz de invocar a los fantasmas
del pasado, incluso de lugares muy lejanos. Cuando te vi por primera vez invocaste una
visión de la madre de Medivh. ¿Era Stormwind donde estábamos?

—Sí —dijo Khadgar—. Y por eso sigo creyendo que el demonio de la biblioteca
era real: no había fondo en la visión.

Garona desestimó el comentario con un gesto de la mano.

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—Pero puedes llamar esas visiones. Puedes invocar el momento cuando se creó
la grieta. Puedes descubrir quién trajo los orcos a Azeroth.

—Sí —dijo Khadgar—. Y me apuesto a que es el mismo mago o brujo que ha


estado desencadenando los demonios. Tiene sentido que los dos estén relacionados.
—Miró a Garona—. ¿Sabes? No es una pregunta que yo me hubiera hecho.

—Yo te proporcionaré las preguntas —dijo Garona muy complacida consigo


misma— si tú me proporcionas las respuestas.

De nuevo el comedor vacío. El siempre diligente Moroes había barrido el


anterior círculo de conjuración, y Khadgar tuvo que volver a dibujarlo con trazos de
cuarzo rosa y amatista en polvo. Garona colocó antorchas encendidas en los soportes de
las paredes, y luego se puso de pie en el centro del dibujo, junto a él.

—Te aviso —dijo el mago a la semiorco—: puede que no funcione.

—Lo harás bien —dijo Garona—. Te he visto hacerlo antes.

—Posiblemente conseguiré algo. Sólo que no sé el qué. —Khadgar hizo los


movimientos con las manos y entonó las palabras. Con Garona observándolo, quería
que todo le saliera bien. Al fin liberó la energía mística de la jaula de su mente—.
¡Muéstrame el origen de la grieta entre Draenor y Azeroth! —gritó.

Hubo un cambio de presión, en el peso mismo del aire que los envolvía. Hacía
calor y era de noche, pero el cielo nocturno al otro lado de la ventana (porque ahora
había una ventana en la habitación) era rojo oscuro, del color de la sangre vieja,
coagulada, y sólo unas pocas y débiles estrellas perforaban el velo.

Era la habitación de alguien, posiblemente un jefe orco. Había alfombras de piel


en el suelo y una gran plataforma que servía de cama. Un brasero bajo ardía en el centro
de la habitación. De las paredes de piedra colgaban armas, y también había una plétora
de armaritos. Uno estaba abierto y mostraba una hilera de cosas en conserva, algunas de
las cuales puede que hubieran pertenecido a humanos o humanoides.

La figura de la cama se agitó, se dio la vuelta y se sentó erguida de forma súbita,


como si se despertara de un mal sueño. Miró fijamente la oscuridad, y su rostro curtido
y desgarrado por la guerra se hizo visible. Incluso para lo normal entre los orcos, era un
feo representante de la raza.

Garona dejó escapar un gemido entrecortado.

—Gul’dan.

Khadgar asintió.

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—No debería verte —dijo.

Así que éste era el brujo que había mandado a Garona a espiar. Parecía tan de
fiar como una moneda de oro doblada. Por el momento, se envolvió en sus pieles y
habló.

—Sigo pudiendo verte —dijo—. Aunque creo estar despierto. Quizá estoy
soñando que estoy despierto. Ven, criatura de los sueños.

Garona se aferró al hombro de Khadgar, y éste pudo sentir cómo sus afiladas
uñas se le clavaban en la carne. Pero Gul’dan no les hablaba a ellos. Un nuevo espectro
apareció a la vista.

Era alto y ancho de hombros, más alto que cualquiera de los otros tres. Era
translúcido, como si tampoco perteneciera aquí. Iba encapuchado y su voz sonaba
aflautada y distante. Aunque la única fuente de luz era el brasero, la figura proyectaba
dos sombras: una en dirección opuesta a las llamas y la otra a un lado, como si le diera
la luz de una fuente diferente.

—Gul’dan —dijo la figura—. Quiero a tu gente. Quiero tus ejércitos. Quiero


que tu poder me ayude.

—He llamado a mis espíritus protectores, criatura —respondió Gul’dan, y


Khadgar pudo oír temblar la voz del orco—. He llamado a mis brujos y han retrocedido
ante ti. He llamado a mi guía místico y no ha logrado detenerte. Te apareces en mis
sueños, y ahora vienes como criatura de los sueños a mi mundo. ¿Quién y qué eres en
verdad?

—Me temes —dijo la alta figura, y ante el sonido de su voz Khadgar sintió
cómo un escalofrío le recorría la espalda—, porque no me comprendes. Contempla mi
mundo y comprende tu miedo. Entonces no temerás más.

Y con eso la alta figura moldeó una bola a partir del aire, tan ligera y
transparente como una pompa de jabón. Flotaba, medía unos treinta centímetros de
diámetro y en su interior mostraba una meseta de una tierra con el cielo azul y campos
verdes.

La figura de la capa le estaba enseñando Azeroth.

Luego vino otra burbuja, luego otra, y luego una cuarta. Los campos de cereal
bañados por el sol en verano. Los pantanos de la Ciénaga Negra. Los campos nevados
del norte. Las brillantes torres del castillo de Stormwind.

160
Y una burbuja que contenía una torre solitaria asentada en el interior de un anillo
de colinas, iluminada por la clara luz de la luna. Le estaba enseñando Karazhan al
hechicero orco.

Y hubo otra burbuja, una efímera, que mostró una oscura escena muy por debajo
de las olas. Pareció ser un pensamiento pasajero, uno que fue rápidamente descartado.
Pero Khadgar captó la sensación de poder. Había una tumba bajo las olas, una cripta,
una que bullía con poder como el latido de un corazón. Estuvo ahí por un instante, y
luego se fue.

—Reúne tus fuerzas —dijo la figura de la capa—. Reúne tus ejércitos, tus
guerreros, tus trabajadores y tus aliados, y prepáralos para un viaje a través del Vacío
Abisal. Prepáralos bien, porque todo esto será tuyo cuando triunfes.

Khadgar movió la cabeza. La voz le picó como un mosquito. Entonces se dio


cuenta de quién era y se vino abajo.

Gul’dan estaba de rodillas, con las manos unidas ante sí.

—Lo haré, porque tu poder es supremo. ¿Pero quién eres en realidad y cómo
llegaremos a este mundo?

La figura se llevó la mano a la capucha y Khadgar negó con la cabeza. No


quería verlo. Lo sabía pero no quería verlo.

Un rostro con profundas arrugas. Cejas encanecidas. Ojos verdes que


resplandecían con saberes ocultos y con algo peligroso. A su lado, a Garona se le escapó
un grito ahogado.

—Yo soy el Guardián —le dijo Medivh al brujo orco—. Yo te abriré el camino.
Haré pedazos el ciclo y seré libre.

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CAPÍTULO TRECE
LA SEGUNDA SOMBRA
—¡N o! —gritó Khadgar, y la visión se evaporó al instante. De nuevo

estaban solos en el comedor, en el centro de una compleja matriz trazada con


ágata y cuarzo rosa pulverizados. Le temblaban las orejas y su campo visual parecía
cerrarse. Había hincado una rodilla, pero no se había dado cuenta de que se había
movido. Sobre él, y a su izquierda, la voz de Garona sonó muy baja, casi ahogada.

—Medivh —susurró—. El Viejo. No puede ser.

—Puede ser —dijo Khadgar. Sentía el estómago como si fuera una serpiente
anudada que se estuviera desenroscando bajo su piel. Su mente ya estaba elucubrando, y
aunque deseaba fervientemente negarlo, ya conocía el resultado.

—No —dijo Garona lúgubre—. Debe de ser un fallo. Una visión falsa. Fuimos a
buscar una cosa y encontramos otra. Dijiste que ya ha pasado antes.

—No así —dijo Khadgar—. Puede que no se nos muestre lo que queremos, pero
siempre se nos muestra la verdad.

—Quizá sea sólo un aviso —dijo la semiorco.

—Pero tiene sentido —respondió Khadgar, y en su voz estaba presente el eco


del pesar—. Piensa en ello. Ése es el motivo de que las defensas siguieran intactas
después de que nos atacaran. Él ya estaba dentro de las defensas, e invocó al demonio
desde allí.

—No parecía él —dijo Garona—. Quizá era una ilusión, alguna falsificación
mágica. No parecía él.

—Era él —dijo el aprendiz mientras se levantaba—. Conozco la voz del


maestro. Conozco el rostro del maestro. Con todos sus gestos y peculiaridades.

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—Pero era como si otra persona vistiera esa cara —dijo Garona—. Algo falso.
Como si fuera un traje o una armadura que alguien llevara puesta.

Khadgar miró a la semiorco. Le temblaba la voz y las lágrimas se empezaban a


acumular en sus grandes ojos. Ella quería creer. Realmente quería creer.

Khadgar también quería creer. Asintió lentamente.

—Puede que fuera un truco. Puede que fuera él. Podía estar engañando a ese
orco, convenciéndolo para que viniera aquí. ¿Podría ser una visión del futuro?

Ahora fue el turno de Garona de negar con la cabeza.

—No. Ése era Gul’dan. Ya está aquí. Él nos hizo cruzar el portal. Eso era el
pasado, su primer encuentro. ¿Pero para qué querría Medivh traer los orcos a Azeroth?

—Eso explicaría por qué no ha hecho demasiado por oponerse a ellos —dijo
Khadgar. Agitó la cabeza, tratando de desatascar los pensamientos que tenía alojados
allí. De repente había muchas cosas que empezaban a tener sentido. Extrañas
desapariciones. Poco interés en el creciente número de orcos. Incluso haber traído un
semiorco al castillo.

Observó a Garona y se preguntó hasta dónde estaría implicada en el plan.


Parecía completamente desconcertada por las noticias, pero ¿era una conspiradora o un
simple peón en el juego de sombras chinescas que estaba desarrollando Medivh?

—Tenemos que descubrirlo —se limitó a decir—. Tenemos que descubrir por
qué estaba allí. Qué estaba haciendo. Es el Guardián, no deberíamos condenarlo por una
sola visión.

Garona asintió lentamente.

—¿Vamos ahora a preguntarle?

Khadgar abrió la boca para responder, pero otra voz resonó en el pasillo.

—¿Qué es todo este barullo? —dijo Medivh torciendo la esquina que daba a la
entrada del comedor.

A Khadgar se le hizo un nudo en la garganta y se le secó.

El Magus estaba en el umbral de la puerta, y Khadgar lo miró, buscando algo en


su forma de andar, en su aspecto, en su voz. Algo que traicionara su presencia. No había
nada. Éste era Medivh.

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—¿Qué están organizando, chiquillos? —dijo el Magus, frunciendo su canoso
ceño.

Khadgar luchó por encontrar una respuesta, pero fue Garona la que habló.

—El aprendiz me estaba mostrando un conjuro en el que está trabajando. —Le


tembló la voz.

—¿Otra de tus visiones, Joven Confianza? —Gruñó Medivh—. Ya son bastante


malas por aquí sin necesidad de que vengas tú a invocar el pasado. Sal de ahí enseguida,
tenemos trabajo que hacer. Y tú también, emisaria.

Su voz era comedida y comprensiva, pero firme. La voz severa del sabio mentor.
Khadgar dio un paso al frente, pero Garona lo agarró por el brazo.

—Sombras —siseó.

Khadgar parpadeó y volvió a mirar al Magus. Su rostro mostraba ahora


impaciencia, y desaprobación. Sus hombros seguían siendo anchos y se mantenía
erguido a pesar de las presiones que soportaba. Iba vestido con una túnica que Khadgar
le había visto llevar muchas veces antes.

Y tras él se proyectaban dos sombras. Una directamente opuesta a la antorcha y


la otra, igualmente oscura, en un ángulo extraño.

Khadgar dudó y la desaprobación de Medivh se intensificó, mientras una


tormenta se formaba en su rostro.

—¿Qué pasa, Joven Confianza?

—Deberíamos limpiar todo esto —dijo Khadgar tratando de aparentar buen


humor—. No quiero hacer que Moroes trabaje demasiado. Ya te alcanzaremos.

—Discutir no forma parte de las funciones de un aprendiz —replicó


Medivh—. Ahora ven enseguida.

Nadie se movió.

—¿Por qué no entra en la habitación? —dijo Garona.

Eso digo yo, pensó Khadgar.

—Una pregunta, maestro.

—¿Ahora qué? —gruñó el archimago.

164
—¿Por qué visitaste en sueños al orco Gul’dan? —Dijo Khadgar sintiendo cómo
se le hacía un nudo en la garganta—. ¿Por qué mostraste a los orcos cómo venir a este
mundo?

La mirada de Medivh se posó en Garona.

—No sabía que Gul’dan te hubiera hablado de mí. No me pareció que fuera tan
poco inteligente, ni un bocazas.

Garona dio un paso atrás, y esta vez fue Khadgar quien la retuvo.

—No lo sabía, hasta ahora —dijo ella.

—Eso no importa. Ahora vengan aquí. Los dos —resopló Medivh.

—¿Por qué mostraste a los orcos cómo venir aquí? —repitió Khadgar.

—¡No discutas a tus superiores! —espetó el mago.

—¿Por qué trajiste a los orcos a Azeroth? —insistió Khadgar, ahora suplicando.

—Eso no es asunto tuyo, niño. ¡Vendrás aquí! ¡Ahora! —El rostro del Magus
estaba lívido y desencajado.

—Con todo respeto, señor —dijo Khadgar, y sintió sus propias palabras como si
fueran puñaladas—, no, no iré.

—Niño, te voy a… —tronó Medivh encolerizado, y mientras hablaba entró en la


habitación.

En ese instante se desencadenó una lluvia de chispas que envolvió al anciano


mago en una lluvia de luz. El hechicero trastabilló un paso hacia atrás, y luego levantó
las manos y maldijo.

—¿Qué? —empezó Garona.

—Círculo de protección —terció Khadgar—. Para mantener alejados a los


demonios invocados. El Magus no puede cruzarlo.

—¿Pero por qué si sólo afecta a los demonios? A menos… —Garona miró a
Khadgar—. No —dijo—. ¿Podrá contenerlo el círculo?

Khadgar pensó en una hebra de paja sobre las defensas en la torre de


Stormwind, y en la energía que se estaba liberando en la puerta. Negó con la cabeza.

165
—¿Es esto lo que le hiciste a Huglar y Hugarin? —Le gritó al Magus—. ¿Y a
Guzbah? ¿Y a los otros? ¿Descubrieron la verdad?

—Estaban más lejos de la verdad que tú, hijo —dijo el mago bañado en luz con
los dientes apretados—. Pero tenía que ser cuidadoso. Perdoné tu curiosidad por tu
juventud, y pensé que la lealtad… —gruñó cuando las defensas mágicas se le
resistieron—, que la lealtad aún importaba en este mundo.

Las defensas mágicas resplandecieron cuando Medivh entró en ellas, y Khadgar


pudo ver cómo los campos se distorsionaban alrededor de las manos extendidas del
Magus. El parpadeo de las chispas pareció prenderle fuego a la barba de Medivh, y el
humo se arremolinaba como si fueran cuernos que le salían de la frente.

Y entonces a Khadgar se le cayó el alma a los pies, porque se dio cuenta de que
lo que estaba viendo era otra imagen superpuesta a la del querido mago. La imagen que
pertenecía a la segunda sombra.

—Va a pasar —dijo Garona.

Khadgar apretó los dientes.

—Sí. Está dedicando una enorme cantidad de energía a romper el círculo.

—¿Puede hacerlo? —preguntó la semiorco.

—Es el Guardián de Tirisfal —dijo Khadgar—. Puede hacer lo que quiera. Sólo
necesita tiempo.

—Bueno. ¿Podemos salir de aquí? —Ahora Garona estaba asustada.

—Nuestro único camino es a través de él —dijo Khadgar.

Garona miró a su alrededor.

—Entonces haz un agujero en una pared. Una nueva salida.

Khadgar miró las paredes de piedra de la torre, y negó con la cabeza.

—¡Intenta algo!

—Intentaré esto —dijo Khadgar.

Ante ellos entre el humo se cernía la figura de Medivh, ahora más alto y
envuelto en las chispas. Calmándose, atrajo las energías mágicas hacia sí. Repitió los
movimientos que había hecho sólo minutos antes, y entonó las palabras ajenas a los

166
hombres mortales, y cuando hubo comprimido las energías en una sola bola de luz, la
liberó.

—¡Tráeme una visión —dijo Khadgar— de alguien que haya combatido antes a
esta bestia!

Hubo un pequeño periodo de desorientación, y por un momento Khadgar pensó


que el conjuro había fallado y los había transportado al observatorio, sobre la torre. Pero
no, ahora los rodeaba la noche y una imperiosa y enfadada voz femenina hendía el aire.

—¿Te atreves a pegarle a tu propia madre? —gritó Aegwynn, con el rostro


lívido de ira.

Aegwynn estaba de pie en un extremo de la plataforma del observatorio, y


Medivh en el otro. Era Medivh como él lo conocía: alto, orgulloso y aparentemente
preocupado. Ni ella ni el Medivh del pasado prestaron atención alguna a Khadgar o
Garona. Con un sobresalto, Khadgar se dio cuenta de que la encarnación presente de
Medivh también estaba allí, chisporroteando junto a una pared. La pareja del pasado
también lo ignoraba, pero el Medivh del presente observaba el espectáculo que se
desarrollaba ante sus ojos.

—Madre, pensé que estabas histérica —dijo el Medivh del pasado.

—¿Y que un rayo místico me devolvería la cordura? —le espetó la anterior


Guardiana. Khadgar vio que ahora ella era mucho mayor. Su pelo rubio era ya blanco, y
tenía patas de gallo y pequeñas arrugas en las comisuras de los ojos. Aun así, mantenía
la presencia de las encarnaciones anteriores que él había visto—. Ahora —dijo ella—
responde a mi pregunta.

—Madre, no ves bien las cosas —se defendió el Medivh del pasado.

—Responde —le espetó Aegwynn severamente—. ¿Por qué has traído a los
orcos a Azeroth?

—No es raro que se picase tanto cuando le preguntaste eso —dijo Garona.
Khadgar la hizo callar y siguió observando al Medivh del presente. Había dejado de
presionar contra las paredes de la defensa mágica, y su rostro parecía haber perdido toda
emoción.

—¿Madre? —dijo el Medivh real. Su rostro parecía crédulo.

—No TIENES respuesta, ¿no? —Dijo Aegwynn—. Estás jugando a algún


jueguecito. ¿Algún reto para que Llane y Lothar se entretengan con él? El poder de
Tirisfal no es ningún juego, hijo. Cada vez vienen más orcos, y ya he oído que han

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asaltado caravanas cerca la Ciénaga Negra. Un novato podría rastrear tu portal, pero
sólo tu madre podría reconocer el poder que lo envolvía. De nuevo, hijo, ¿qué
explicaciones tienes que darme?

Khadgar se encogió bajo la invectiva de la mujer, y casi esperaba que el Medivh


del pasado saliera corriendo de la habitación. Pero Medivh lo sorprendió riéndose a
mandíbula batiente.

—¿Te divierte la desaprobación de tu madre, hijo? —dijo Aegwynn con


severidad.

—No —respondió Medivh dedicándole una amplia sonrisa de depredador—.


Pero la estupidez de mi madre sí que lo hace.

Khadgar miró al fondo de la habitación y vio cómo el Medivh del presente


flaqueaba ante el sonido de las palabras de su encarnación pretérita

—¿Cómo te atreves? —tronó Aegwynn levantando la mano.

Una esfera de resplandeciente luz blanca brotó de su palma y se disparó contra


el Medivh del pasado. El Magus levantó una mano y la desvió hacia un lado con
facilidad.

—Me atrevo, madre —dijo el fantasma—. Y tengo el poder para hacerlo. El


poder que tú me otorgaste en el momento de mi concepción, un poder que ni quería ni
pedí. —Medivh hizo un gesto y el piso superior se iluminó con un rayo refulgente.

Aegwynn contuvo la energía, pero Khadgar se dio cuenta de que había tenido
que levantar ambas manos y había reculado un poco.

—¿Pero por qué has traído los orcos a Azeroth? —Siseó la anciana—. No había
necesidad. Estás poniendo poblaciones enteras en peligro. ¿Y para qué?

—Para romper el ciclo, por supuesto —dijo el Medivh del pasado—. Para
romper el universo mecánico que has construido para mí. Cada cosa en su sitio, tu hijo
incluido. Si tú no podías seguir como Guardián, lo haría tu sucesor designado,
concebido y criado, pero quedaría tan preso de este guión como el resto de tus peones.

El Medivh del presente cayó de rodillas, con la mirada fija en la imagen que
había ante él. Pronunciaba las palabras que había dicho su antiguo yo.

Garona tiró a Khadgar de la manga, y éste asintió. La pareja abandonó el


corazón de las defensas y empezó a rodear la habitación, tratando de escabullirse de la
presente encarnación del Magus.

168
—Pero el riesgo, hijo… —dijo Aegwynn.

—¿Riesgo? —Aulló Medivh—. ¿Riesgo para quién? Para mí no, no con el


poder de la Orden de Tirisfal a mi servicio. ¿Para el resto de la Orden? Se preocupan
más por sus politiqueos internos que por los demonios. ¿Para las naciones humanas?
¿Gordas y felices, protegidas de peligros que ni siquiera conocen? ¿Hay riesgo para
alguien realmente importante?

—Estás jugando con fuerzas más grandes que tú, hijo mío —dijo Aegwynn.
Khadgar y Garona ya estaban casi en la puerta, pero el Medivh del presente estaba
absorto en la visión.

—Oh, por supuesto —replicó gruñendo el Magus del pasado—. Pensar que yo
podría manejar poderes como ésos sería un pecado de soberbia. Como pensar que
podrías enfrentarte a un señor de los demonios y prevalecer.

Ya estaban detrás de Medivh, y Garona fue a echar mano del cuchillo que
llevaba debajo de la blusa. Khadgar detuvo su mano y le dijo que no con la cabeza. Se
escurrieron tras Medivh. En los ojos del anciano empezaban a formarse lágrimas.

—¿Qué pasará si estos orcos triunfan? —Dijo Aegwynn—. Adoran a dioses


oscuros y sombras. ¿Por qué les entregas Azeroth?

—Cuando triunfen —dijo el Medivh del pasado—, me convertirán en su líder.


Ellos respetan la fuerza, madre, a diferencia de ti y del resto de este patético mundo. Y
gracias a ti yo soy la cosa más fuerte de este mundo. Y romperé los grilletes que tú y
otros más me han puesto, y gobernaré.

En la visión se hizo el silencio, y Khadgar y Garona se quedaron quietos,


conteniendo la respiración. ¿Los descubriría el Medivh del presente en el silencio?

Pero Aegwynn, hablando desde el pasado, tenía captada toda su atención.

—Tú no eres mi hijo.

El Medivh del presente se cubrió la cara con las manos.

—No —dijo su versión del pasado—. Nunca he sido tu hijo. Al menos nunca he
sido verdaderamente tuyo.

Y el Magus del pasado rió. Fue una risa grave y tronante que Khadgar había
oído antes, en las estepas heladas la última vez que estos dos habían combatido.

Aegwynn parecía conmocionada.

169
—¿Sargeras? —escupió, al reconocerlo finalmente—. Yo te maté.

—Mataste un cuerpo, bruja. ¡Sólo mataste mi forma física! —gruñó el Medivh


pretérito, y Khadgar ya podía ver sobrepuesta la imagen del segundo ser, la sombra
alternativa que lo consumía. Una criatura de sombra y llama, con una barba de fuego y
grandes cuernos de azabache—. La mataste y la escondiste en una tumba bajo el mar.
Pero yo estaba dispuesto a sacrificarla para obtener un premio mayor.

Muy a su pesar, Aegwynn se llevó la mano al estómago.

—Sí, madre querida —dijo el Medivh del pasado, mientras las llamas lamían su
barba y el humo formaba cuernos en su frente. Era Medivh, pero también Sargeras—.
Me escondí en tu vientre y pasé a las durmientes células de tu hijo nonato. Un cáncer,
una aflicción, un defecto de nacimiento que tú nunca sospecharías. Matarte era
imposible; seducirte; poco probable. Así que me convertí en tu heredero.

Aegwynn gritó una maldición y levantó las manos, moldeando su ira en palabras
que no estaban hechas para la voz humana. Un rayo de centelleante energía irisada
golpeó de lleno en el pecho de la criatura que era Medivh/Sargeras.

El fantasma del pasado reculó un paso, luego otro y luego levantó una mano y
atrapó la energía dirigida contra él. La habitación apestó a carne quemada y
Sargeras/Medivh gruñó y escupió. Invocó uno de sus propios conjuros y Aegwynn salió
despedida a través de la habitación.

—No puedo matarte, madre —le espetó la forma demoníaca—. Una parte de mí
me impide hacerlo. Pero te quebraré. Te quebraré y te desterraré, y para cuando te hayas
recuperado, para cuando hayas vuelto de donde voy a mandarte, esta tierra será mía.
¡Esta tierra y el poder de la Orden de Tirisfal!

En el presente, Medivh aulló como un alma en pena, gritando a los cielos,


pidiendo un perdón que no iba a llegar nunca.

—Ésta es la nuestra —dijo Garona tirándole de la túnica a Khadgar—.


Larguémonos mientras podamos.

Khadgar dudó un momento, y luego la siguió por las escaleras.

Bajaron los escalones de tres en tres, y casi chocaron con Moroes.

—Excitados —observó tranquilamente—. ¿Problemas?

Garona pasó como una exhalación junto al senescal, pero Khadgar agarró al
anciano.

170
—El maestro se ha vuelto loco —le dijo.

—¿Más de lo normal? —replicó Moroes.

—No es ninguna broma —dijo Khadgar, y entonces se le iluminaron los ojos—.


¿Tienes el silbato de invocar grifos?

El criado mostró un trozo de metal tallado.

—¿Quieres que invoque…?

—Yo lo haré —dijo Khadgar tomando el objeto de sus manos y partiendo a toda
prisa tras Garona—. Vendrá por nosotros, pero más vale que tú corras también. Toma a
Cocinas y huyan tan lejos como puedan.

Y con esto Khadgar se perdió de vista.

—¿Huir? —dijo Moroes a la figura del aprendiz que se alejaba; luego resopló—.
¿Y a dónde iba a ir?

171
CAPÍTULO CATORCE
HUIDA
L levaban recorridos varios kilómetros cuando el grifo empezó a

descontrolarse. Sólo una bestia había respondido a la llamada de Khadgar, y se había


encabritado cuando Garona se le acercó. Sólo por pura fuerza de voluntad había
conseguido el joven mago que el grifo aceptase la presencia de la semiorco. Pudieron
oír a Medivh gritando y maldiciendo hasta mucho después de dejar el anillo de colinas.
Dirigieron al grifo hacia Stormwind, y Khadgar hundió los talones con fuerza en los
flancos del mismo.

Habían ido a buena velocidad, pero ahora el grifo empezaba a rebelarse, tratando
de zafarse de las riendas, tratando de volver a las montañas. Khadgar intentó dominar a
la bestia, mantenerla en el rumbo, pero cada vez estaba más agitada.

—¿Qué pasa? —le preguntó Garona desde detrás.

—Medivh lo está llamando de vuelta —dijo Khadgar—. Quiere volver a


Karazhan.

Khadgar luchó con las riendas, incluso probó el silbato, pero al final tuvo que
admitir su derrota. Hizo descender al grifo sobre un cerro bajo y pelado y desmontó
después que Garona. Tan pronto como él hubo tocado el suelo, el grifo volvió a
levantarse, batiendo las alas contra el cielo que se oscurecía, volando para responder a la
llamada de su amo.

—¿Crees que nos seguirá? —preguntó Garona.

—No lo sé —dijo Khadgar—. Pero no quiero estar aquí si lo hace. Iremos hacia
Stormwind.

Avanzaron a duras penas durante la mayor parte de la tarde y de la noche, hasta


que encontraron un camino de tierra, y se pusieron a seguirlo en la dirección
aproximada de Stormwind. No hubo una persecución inmediata ni luces extrañas en el

172
cielo, y antes del amanecer la pareja descansó brevemente, acurrucada bajo un gran
cedro.

No vieron a nadie vivo en todo el día siguiente. Había casas quemadas hasta los
cimientos, y montones de tierra removida que marcaban familias completas enterradas.
Los carromatos volcados y destrozados eran comunes, al igual que grandes pilas de
cenizas. Garona indicó que así era como se ocupaban los orcos de sus muertos, después
de saquear los cadáveres.

Los únicos animales que vieron estaban muertos: unos cerdos destripados junto
a una granja saqueada y los restos esqueléticos de un caballo, devorado excepto por la
cabeza horrorizada y retorcida. Avanzaban en silencio de una granja arrasada a otra.

—Tu gente ha sido concienzuda —dijo por fin Khadgar.

—Es una fuente de orgullo para ellos —respondió Garona lúgubremente.

—¿Orgullo? —dijo Khadgar mirando a su alrededor—. ¿Orgullo en la


destrucción? ¿En el saqueo? Ningún ejército humano, ninguna nación humana lo
quemaría todo a su paso o mataría a los animales así porque sí.

—Ésa es la costumbre orca —asintió Garona—. No dejan nada en pie que sus
enemigos puedan usar contra ellos. Si no le encuentran un uso inmediato, como comida,
alojamiento o botín, entonces le prenden fuego. Las fronteras de los clanes orcos suelen
ser lugares baldíos, puesto que los clanes tratan de negarles recursos a los demás.

Khadgar negó con la cabeza.

—Esto no son recursos —dijo enfadado—, son vidas. Esta tierra fue una vez
verde y frondosa, con campos y bosques. Ahora es una desolación. ¡Mira esto! ¿Puede
haber alguna paz entre humanos y orcos?

Garona no dijo nada. Ese día continuaron en silencio, y acamparon en las ruinas
de una posada. Durmieron en habitaciones separadas, él en los restos del salón principal
y ella más atrás, en la cocina. Él no sugirió que se quedaran juntos, ni ella tampoco.

A Khadgar lo despertaron los gruñidos de su propio estómago. Habían huido de


la torre con poco más que lo puesto, y excepto por algunas bayas y nueces que habían
recogido, llevaban un día sin comer.

El joven mago se extrajo de la pila de paja húmeda por la lluvia que le había
servido de cama, y sus articulaciones protestaron. No había acampado a cielo abierto
desde su llegada a Karazhan, y se sentía bajo de forma. El miedo del día anterior había
desaparecido por completo, y dudaba acerca de su próximo movimiento.

173
Se suponía que su destino era Stormwind, ¿pero cómo introduciría a alguien
como Garona en la ciudad? Quizá pudiera encontrar algo para disfrazarla. Ni siquiera
sabía si ella quería venir. Ahora que estaba libre de la torre, quizá sería mejor para ella
volver con Gul’dan y el clan Stormreaver.

Algo se movió junto al lado derrumbado del edificio. Posiblemente Garona.


Tenía que tener tanta hambre como él. No se había quejado, pero él supuso por los
restos que dejaban tras ellos que los orcos necesitaban mucha comida para mantenerse
en forma.

Khadgar se levantó, se quitó las telarañas de la mente y se asomó por los restos
de una ventana para preguntarle si quedaba algo en la cocina.

Y se encontró de frente con el filo de una enorme hacha de doble hoja, apoyada
contra su cuello.

Al otro extremo del hacha se hallaba el rostro verde jade de un orco. Un orco de
verdad. Khadgar no se había dado cuenta hasta ahora de lo acostumbrado que estaba a la
cara de Garona, tanto que la ancha mandíbula y la frente inclinada lo impresionaron.

—¿Q’paza? —gruñó el orco.

Khadgar levantó poco a poco las dos manos, mientras llamaba mentalmente a
las energías mágicas. Un conjuro sencillo, lo suficiente para apartar a la criatura, tomar
a Garona y salir corriendo.

A menos que Garona los hubiera traído hasta allí, se le ocurrió súbitamente.

Dudó, y eso fue suficiente. Oyó algo tras él, pero no logró darse la vuelta antes
de que algo grande y pesado cayera sobre su nuca.

No debió de estar inconsciente mucho tiempo, el justo para que se colaran en la


habitación media docena de orcos y empezaran a rebuscar entre los restos con sus
hachas. Llevaban brazaletes verdes. El clan Bleeding Hollow, le dijo su memoria. Se
movió un poco, y el primer orco, el del hacha de doble hoja, se volvió hacia él.

—¿Ndestánlazcozaz? —Dijo el orco—. ¿Ndelazcondzte?

—¿Qué? —preguntó Khadgar, sin saber si era la voz del orco o sus propios
oídos lo que estaba distorsionando el idioma.

—Tuz cózaz —dijo el orco más lentamente—. Tuz cózaz. No llévaz nada.
¿Dónde laz haz metío?

—No hay cosas. Las perdí antes. No cosas —dijo Khadgar sin pensar.

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—Entónzez muerez —gruñó el orco, y levantó el hacha.

—No —gritó Garona desde las ruinas de la puerta. Parecía haber pasado una
mala noche, pero llevaba un par de conejos colgando de una tira de cuero en el cinturón.
Había salido a cazar. Khadgar se sintió avergonzado por sus anteriores pensamientos.

—Largo, meztiza —resopló el orco—. No ez azunto tuyo.

—Vas a matar mi propiedad, eso hace que sea asunto mío —dijo Garona.

¿Propiedad?, pensó Khadgar, pero contuvo la lengua.

—¿Prop’daz? —Siseó el orco—. ¿Y tú quién érez p’a tener prop’daz?

—Soy Garona Semiorco —gruñó la mujer, contorsionando su rostro en una


máscara de furia—. Sirvo a Gul’dan, brujo del clan Stormreaver. ¡Daña mi propiedad y
tendrán que enfrentarse a él!

El orco volvió a resoplar.

—¿Stormreaver? ¡Bah! He oído que zon un clan de debilúchoz que ze dejan


avazallar por zu brujo.

Garona le dirigió una mirada acerada.

—Lo que yo he oído es que el clan Bleeding Hollow no logró apoyar al clan
Twilight’s Hammer en el reciente ataque a Stormwind, y que los dos clanes fueron
rechazados. He oído que los humanos los apalearon en una pelea justa. ¿Es eso cierto?

—Ezo no viene al cazo —dijo el orco del Bleeding Hollow—. Tenían caballoz.

—Quizá yo pueda… —dijo Khadgar, tratando de incorporarse.

—¡Al suelo, esclavo! —gritó Garona abofeteándolo y lanzándolo hacia atrás—.


¡Habla cuando se te hable, no antes!

El cabecilla orco aprovechó la oportunidad para dar un paso adelante, pero tan
pronto como Garona hubo acabado se giró de nuevo y apuntó con una daga de hoja
larga al vientre del orco. Los otros se apartaron de la pelea que se estaba fraguando.

—¿Me disputas mi propiedad? —gruñó Garona, con fuego en los ojos y los
músculos tensos para atravesar la armadura de cuero con su hoja.

Por unos momentos se hizo el silencio. El orco del clan Bleeding Hollow miró a
Garona, miró a Khadgar y volvió a mirar a Garona. Resopló.

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—¡Primero ve a buzcar algo por lo que valga la pena luchar, meztiza!

Y con esto el cabecilla orco retrocedió. Los otros se relajaron y empezaron a


salir del salón en ruinas.

—¿Para qué querrá un ezclavo humano? —le preguntó uno de sus subordinados
mientras salían del edificio.

El jefe orco dijo algo que Khadgar no pudo oír.

—¡Ezo ez azquerozo! —gritó el subordinado desde fuera.

Khadgar trató de levantarse, pero Garona le hizo un gesto con la mano para que
permaneciera en el suelo. Muy a su pesar, Khadgar retrocedió.

Garona fue hasta la ventana vacía, observó por ella unos instantes y luego volvió
hasta donde estaba Khadgar apoyado contra la pared.

—Creo que se han ido —dijo por fin—. Temía que volvieran para ajustar las
cuentas. Posiblemente el jefe sea desafiado esta noche por sus subordinados.

Khadgar se tocó el lado inflamado de la cara.

—Estoy bien, gracias por preguntar.

—¡Paliducho idiota! —Garona movió la cabeza—. Si no te hubiera pegado, el


cabecilla orco te habría matado y luego habría venido por mí por no haberte sabido
controlar.

Khadgar dejó escapar un hondo suspiro.

—Lo siento, tienes razón.

—Tienes razón en que tengo razón —dijo Garona—. Te mantuvieron vivo el


tiempo justo para que yo llegara porque pensaron que tendrías algo escondido en la
posada. Que no serías tan estúpido como para estar en mitad de una zona de guerra sin
equipo.

—¿Tenías que pegarme tan fuerte? —preguntó Khadgar.

—¿Para convencerlo? Sí. Y no es que lo haya disfrutado. —Le lanzó ambos


conejos—. Aquí tienes. Despelléjalos y pon el agua a hervir. Aún quedan ollas y
algunos tubérculos en la cocina.

—A pesar de lo que les hayas dicho a tus amigos —dijo Khadgar—, no soy tu
esclavo.

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Garona soltó una risita.

—Por supuesto. Pero yo he conseguido el desayuno. ¡A ti te toca guisarlo!

El desayuno consistió en un sabroso estofado de liebre con patatas sazonado con


especias, que Khadgar había encontrado en lo que quedaba del jardín de la cocina, y
setas que Garona había recogido en el bosque. Khadgar comprobó las setas para ver si
alguna de ellas era venenosa. Ninguna lo era.

—Los orcos usan a sus niños como catadores —dijo Garona—. Si sobreviven,
saben que es bueno para el grupo.

Se pusieron de nuevo en marcha, en dirección a Stormwind. De nuevo, los


bosques estaban sobrecogedoramente silenciosos, y todo lo que encontraron fueron
restos de la guerra.

En torno a mediodía, volvieron a encontrarse a los orcos del clan Bleeding


Hollow. Estaban en un amplio claro alrededor de una atalaya en ruinas, todos bocabajo.
Algo grande, pesado y afilado había atravesado por detrás sus armaduras, y a varios les
faltaba la cabeza.

Garona se movió rápidamente de cuerpo en cuerpo, recuperando equipo útil.


Khadgar observaba el horizonte.

—¿Vas a ayudar? —le gritó Garona.

—Enseguida —dijo Khadgar—. Quiero asegurarme de que lo que sea que mató
a nuestros amigos no sigue por aquí.

Garona observó el perímetro del claro, y luego miró al cielo. Arriba no había
más que unas nubes bajas moteadas de negro.

—¿Y bien? —dijo ella—. No oigo nada.

—Ni los orcos tampoco, hasta que fue demasiado tarde —respondió Khadgar
uniéndose a ella junto al cuerpo del cabecilla orco—. Les alcanzaron por detrás,
mientras corrían, y fue un atacante más alto que ellos. —Señaló unas huellas de cascos
que había en el suelo. Eran de caballos pesados, con herraduras de hierro—. Caballería.
Caballería humana.

Garona asintió.

—Así que al menos nos estamos acercando. Toma lo que puedas. Podemos usar
sus raciones; son espantosas pero nutritivas. Y recoge un arma, al menos un cuchillo.

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Khadgar miró a Garona.

—He estado pensando…

Garona se rió.

—Me pregunto cuántos desastres humanos han comenzado por esa frase.

—Estamos dentro del alcance de las patrullas de Stormwind —dijo Khadgar—.


No creo que Medivh nos esté siguiendo, al menos directamente. Así que quizá
deberíamos separarnos.

—Ya lo he pensado —dijo Garona mientras registraba la mochila de uno de los


orcos, y sacó primero una capa y luego un paquetito envuelto en tela. Abrió el paquete y
extrajo yesca, pedernal y un vial de un líquido aceitoso—. Un equipo para prender
fuego —explicó—. Los orcos adoran el fuego, y esto sirve para que las cosas ardan
rápido.

—Así que crees que deberíamos separarnos —dijo Khadgar.

—No —dijo Garona—. Dije que lo había pensado. El problema es que nadie
controla esta zona, ni los humanos ni los orcos. Podrías avanzar cincuenta metros y
cruzarte con otra patrulla del clan Bleeding Hollow, y yo podría caer en una emboscada
de tus amiguitos de la caballería. Si los dos estamos juntos tendremos más posibilidades
de sobrevivir. Uno será el esclavo del otro.

—Prisionero —dijo Khadgar—. Los humanos no tienen esclavos.

—Sí que los tienen —dijo Garona—. Sólo que los llaman de otra forma. Así que
deberíamos permanecer juntos.

—¿Y eso es todo?

—Casi todo —dijo Garona—. Además está el pequeño detalle de que llevo
algún tiempo sin informar a Gul’dan. Cuando me lo cruce, le explicaré que estuve
prisionera en Karazhan, y que debería haber sido más listo y no haber mandado a uno de
sus seguidores a una trampa.

—¿Se lo creerá? —dijo Khadgar.

—No estoy segura de que lo haga —dijo Garona—. Y ésa es otra razón para
quedarme contigo.

—Podrías comprar mucha influencia con lo que has descubierto —dijo Khadgar.

Garona asintió.

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—Sí, si no me parten la cabeza con un hacha antes de que pueda decir nada. No,
por el momento me arriesgaré con los paliduchos. Ahora, necesito una cosa.

—¿Qué?

—Necesito reunir los cuerpos, y apilar arbustos y ramas sobre ellos. Podemos
dejar lo que no queramos, pero debemos quemar los cuerpos. Es lo menos que podemos
hacer.

Khadgar frunció el ceño.

—Si la caballería pesada sigue en la zona, la columna de humo los atraerá


enseguida.

—Lo sé —dijo Garona recorriendo con la mirada los restos de la patrulla—.


Pero debemos hacerlo. Si encontráramos soldados humanos muertos en una emboscada,
¿no querrías enterrarlos?

Khadgar apretó los labios en una expresión sombría, pero no dijo nada. En su
lugar, fue a tomar al orco que estaba más alejado y lo arrastró hasta los restos de la
atalaya. En menos de una hora, habían despojado los cuerpos y les habían prendido
fuego.

—Ahora deberíamos irnos —dijo Khadgar mientras Garona veía ascender el


humo.

—¿No atraerá esto a los jinetes? —dijo Garona.

—Sí —dijo Khadgar—. Y también mandará un mensaje; que aquí hay orcos.
Orcos que se sienten lo bastante seguros para quemar los cuerpos de sus camaradas.
Preferiría tener una oportunidad para explicarme de cerca antes que enfrentarme a un
caballo de guerra a la carga, gracias.

Garona asintió, y con las capas robadas ondeando tras ellos, abandonaron la
atalaya en llamas.

Garona había dicho la verdad en cuanto a que la versión orco de las raciones de
campaña eran un espantoso mejunje de sirope endurecido, frutos secos y lo que Khadgar
juraba que era rata hervida. Aun así, les permitían seguir adelante y avanzaban a buen
ritmo.

Pasaron dos días y el paisaje se abrió a anchos campos donde ondulaba el cereal.
No obstante, la tierra estaba igual de desolada, los establos vacíos y las casas en ruinas.
Encontraron varias marcas de hogueras de funerales orcos, y un creciente número de

179
sitios donde la tierra había sido removida, marcando el fallecimiento de familias y
patrullas de humanos.

De todas formas, avanzaban pegados a los setos y las vallas siempre que podían.
El terreno más abierto les facilitaba ver cualquier tropa, pero los dejaba más expuestos.
Se ocultaron dentro de una granja casi intacta mientras un pequeño ejército orco
avanzaba por las inmediaciones.

Khadgar observó cómo avanzaba la columna de unidades. Guerreros, jinetes


montados en grandes lobos y catapultas adornadas con imaginativas decoraciones de
calaveras y dragones. A su lado, Garona veía avanzar la procesión.

—Idiotas —dijo.

Khadgar le dirigió una mirada interrogativa.

—No pueden ir más expuestos —explicó ella—. Nosotros podemos verlos, y los
paliduchos también. Esta panda no tiene un objetivo, sencillamente están recorriendo el
campo en busca de pelea. En busca de una muerte honorable en combate. —Meneó la
cabeza.

—No tienes muy buena opinión de tu gente —dijo Khadgar.

—Ahora mismo no tengo muy buena opinión de ninguna gente. Los orcos me
han desheredado, los humanos me matarán y el único humano en el que confiaba ha
resultado ser un demonio.

—Bueno, estoy yo —dijo Khadgar, tratando de no parecer ofendido.

Garona hizo una mueca.

—Sí, estás tú. Eres humano y confío en ti. Pero pensé, realmente pensé, que
Medivh iba a marcar la diferencia. Poderoso, importante y dispuesto a parlamentar. Sin
prejuicios. Pero me engañé a mí misma. No es más que otro loco. Quizá ése sea mi
lugar, trabajar para los locos. Quizá no soy más que otro peón en el juego. ¿Cómo lo
llamaba Medivh? ¿Los implacables engranajes del universo?

—Tu papel —dijo Khadgar—, es el que tú elijas. Medivh también quiso eso
siempre.

—¿Crees que estaba cuerdo cuando lo dijo? —preguntó la semiorco.

Khadgar se encogió de hombros.

180
—Tan cuerdo como podía estar. Creo que lo estaba, y parece que tú también
quieres creerlo.

—Sip —dijo Garona—. Todo era tan sencillo cuando trabajaba para Gul’dan…
Sus ojos y oídos. Ahora no sé quién tiene la razón y quién no. ¿Qué pueblo es mi
pueblo? ¿Ambos? Al menos tú no tienes que preocuparte por las lealtades divididas.

Khadgar no dijo nada y volvió la mirada hacia el crepúsculo. En algún punto del
horizonte, el ejército orco se había encontrado con algo. En el filo del mundo en esa
dirección podía verse el tenue fulgor del falso amanecer, marcado por los reflejos de
repentinos destellos en las nubes, y los ecos de los tambores de guerra y de la muerte
retumbaban como el trueno distante.

Pasaron dos días. Ahora avanzaban por ciudades y mercados abandonados. Los
edificios estaban más enteros, pero también desiertos. Había señales de habitación
reciente, tanto por soldados humanos como orcos, pero ahora los únicos moradores eran
fantasmas y recuerdos.

Khadgar se coló en una tienda que parecía prometedora y, aunque los estantes
habían sido vaciados por completo, todavía quedaba madera para la chimenea y había
patatas y cebollas en un cubo en el sótano. Cualquier cosa sería mejor que las raciones
de viaje de los orcos.

Khadgar preparó el fuego y Garona se llevó un cubo hasta un pozo cercano.


Khadgar pensaba acerca del siguiente paso.

Medivh era un peligro, quizá un peligro más grande que los orcos. ¿Se podría
razonar con él ahora? ¿Convencerlo para cerrar el portal? ¿O era demasiado tarde?

Sólo la información de que había un portal ya era una buena noticia. Si los
humanos podían localizarlo, o incluso cerrarlo, dejarían a los orcos aislados en este
mundo. Les impedirían recibir refuerzos de Draenor.

Al aprendiz lo sacó de sus pensamientos un jaleo afuera. El choque de metal


contra metal. Voces humanas, gritando.

—Garona —susurró Khadgar, y se dirigió hacia la puerta.

Se los encontró junto al pozo. Una patrulla de unos diez soldados de infantería,
vestidos con la librea azul de Azeroth y las espadas desenvainadas. Uno de ellos se
agarraba un brazo que le sangraba, pero otra pareja retenía a Garona, tomándola uno por
cada brazo. Su daga de hoja larga estaba en el suelo. Mientras Khadgar torcía la
esquina, el sargento la abofeteaba con un guantelete de cota de mallas.

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—¿Dónde están los demás? —gruñó. De la boca de la semiorco salía un hilillo
de sangre morada negruzca.

—¡Déjenla en paz! —gritó Khadgar. Sin pensar, atrajo las energías hacia su
mente y lanzó un rápido conjuro.

Una luz brillante brotó de la cabeza de Garona, un sol en miniatura que tomó
desprevenidos a los humanos. Los dos infantes que la tenían la soltaron, y la mujer cayó
al suelo. El sargento levantó la mano para protegerse los ojos, y el resto de la patrulla
quedó lo bastante sorprendido como para que Khadgar estuviera entre ellos y junto a
Garona en cuestión de segundos.

—M’sorpr’dieron —murmuró Garona a través de un labio roto—. Deja que


recupere el aliento.

—Quédate en el suelo —le dijo Khadgar en voz baja.— ¿Está usted a cargo de
esta chusma? —le ladró al sargento que aún parpadeaba.

La mayoría de la infantería ya se había recuperado, y tenían las espadas


dispuestas. Los dos que estaban cerca de Garona habían retrocedido un paso, pero la
observaban a ella, no a Khadgar.

—¿Quién eres para interferir con el ejército? —Escupió el sargento—.


¡Sáquenlo de aquí, chicos!

—¡Alto! —Avisó Khadgar, y los soldados, que ya habían experimentado sus


conjuros una vez, sólo avanzaron un paso—. Soy Khadgar, aprendiz del Magus Medivh,
amigo y aliado de su rey Llane. Tengo asuntos que tratar con él. Condúzcannos
enseguida a Stormwind.

El sargento se carcajeó.

—Seguro que sí, y yo soy Sir Lothar. Medivh no tiene aprendices. Incluso yo lo
sé. ¿Y quién es tu cariñito aquí presente?

—Es… —Khadgar dudó unos instantes—. Mi prisionera. La llevo a Stormwind


para interrogarla.

—Vaya —gruñó el sargento—. Pues mira, chico, hemos encontrado a tu


prisionera aquí fuera, armada, y tú no estabas a la vista. Diría que tu prisionera se
escapó. Qué pena que la orco prefiriera morir a rendirse.

—¡No la toquen! —dijo Khadgar levantando la mano. El fuego danzó entre sus
dedos doblados.

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—Estás tonteando con tu propia muerte —gruñó el sargento. En la distancia,
Khadgar pudo oír las pesadas pisadas de caballos. Refuerzos. Pero ¿estarían más
dispuestos a escuchar a una semiorco y a un mago que esta panda?

—Comete usted un grave error, señor —dijo Khadgar, manteniendo la voz


serena.

—Mantente fuera de esto, chico —le ordenó el sargento—. Tomen a la orco.


¡Mátenla si se resiste!

Los infantes dieron otro paso al frente, y los que estaban más cerca de Garona se
agacharon para volver a agarrarla. Ella intentó escurrirse y uno la pateó con una pesada
bota.

Khadgar contuvo las lágrimas y lanzó el conjuro contra el sargento. Una bola de
fuego lo golpeó en una rodilla. El sargento aulló y cayó al suelo.

—Ahora paren esto —siseó Khadgar.

—¡Mátenlos! —Gritó el sargento con los ojos desencajados de dolor—.


¡Mátenlos a los dos!

—¡Alto! —llegó otra voz más grave y profunda, amortiguada por un gran
yelmo. Los jinetes habían llegado a la plaza del pueblo. Eran unos veinte, y a Khadgar
se le vino el alma a los pies. Eran más de los que podía encargarse Garona. Su líder iba
ataviado con una armadura completa y una celada. Khadgar no podía verle el rostro.

El joven aprendiz se adelantó a toda prisa.

—Señor —dijo—. Detenga a esos hombres. Soy el aprendiz del Magus Medivh.

—Sé quien eres —dijo el comandante—. ¡Depongan las armas! —ordenó—.


¡Mantengan vigilada a la orco pero suéltenla!

Khadgar tragó saliva.

—Tengo una prisionera e información importante para el rey Llane. ¡Necesito


ver a Sir Lothar enseguida!

El comandante se levantó el visor de la celada.

—Y lo verás, niño —dijo Lothar—. Y lo verás.

183
CAPÍTULO QUINCE
BAJO KARAZHAN
L a discusión en el castillo de Stormwind no había ido bien, y ahora se

encontraban volando en círculos a lomos de un grifo alrededor de la torre de Medivh.


Bajo ellos, a la luz del crepúsculo, Karazhan se erguía grande y vacía. No brillaban
luces en ninguna de sus ventanas, y el observatorio que había en la parte superior de la
estructura estaba oscuro. Bajo el cielo sin luna, incluso los pálidos sillares de la torre
tenían un aspecto oscuro y siniestro.

La tarde anterior había habido una acalorada discusión en la Cámara del Consejo
real. Khadgar y Garona estuvieron allí, aunque a la semiorco se le pidió que entregara
su cuchillo a Sir Lothar en presencia de su majestad. El Campeón Real también estaba
allí, y una pandilla de consejeros y cortesanos rondando al rey Llane. Khadgar no pudo
detectar ningún mago en el grupo, y supuso que los que hubieran sobrevivido a la
cacería de Medivh estarían en el campo de batalla u ocultos por su seguridad.

Por lo que respectaba al rey, el joven de las primeras visiones había crecido.
Tenía los hombros anchos y los rasgos afilados de su juventud, que sólo ahora
empezaban a rendirse ante la madurez. De todos los presentes él resplandecía, y su
túnica azul destacaba sobre todos los demás. Tenía un casco a un lado de su asiento, un
gran yelmo con alas blancas, como si esperase ser llamado al combate en cualquier
momento.

Khadgar se preguntó si esa llamada no sería exactamente lo que Llane deseaba,


recordando al decidido joven de la visión de los trolls. Un enfrentamiento directo en un
campo abierto y equilibrado, y sin que el triunfo de sus tropas estuviese en ningún
momento en duda. Se preguntó cuánta de esta seguridad provenía de su fe en la ayuda
del Magus. De hecho, parecía que una cosa condujese naturalmente a la otra; que el
Magus siempre apoyaría a Stormwind, y Stormwind siempre resistiría como resultado
del apoyo del Magus.

184
Los curanderos habían atendido el labio roto de Garona, pero no habían podido
hacer nada por su carácter. Varias veces Khadgar había hecho una mueca mientras ella
describía de manera terminante la opinión de los orcos acerca de la cordura del mago,
de los paliduchos en general y de las tropas de Llane en particular.

—Los orcos son implacables —dijo ella—. Y nunca se dan por vencidos.
Volverán.

—No llegaron a menos de un tiro de arco de las murallas —le contestó Llane.
En opinión de Khadgar, su majestad parecía más divertido que alarmado por la actitud
directa de Garona y sus brutalmente francas advertencias.

—No llegaron a menos de un tiro de arco de las murallas —repitió Garona—…


esta vez. La próxima lo lograrán. Y la siguiente escalarán las murallas. No creo que se
tome a los orcos lo suficientemente en serio, milord.

—Te aseguro que me tomo esto muy en serio —dijo Llane—. Pero también soy
consciente de la fuerza de Stormwind. De sus murallas, de sus ejércitos, de sus aliados y
de su corazón. Quizá si tú pudieras verlo, también tendrías menos confianza en el poder
de los orcos.

Llane se mostró igual de firme por lo que respectaba al Magus. Khadgar lo


expuso todo frente al Consejo Real, con confirmaciones y añadidos de Garona. Las
visiones del pasado, el comportamiento errático, las visiones que no eran visiones sino
verdaderas demostraciones de la presencia de Sargeras en Karazhan. De la culpabilidad
de Medivh en el presente ataque contra Azeroth.

—Si me dieran una moneda de plata por cada hombre que me ha dicho que
Medivh está loco, sería más rico de lo que soy ahora —dijo Llane—. Tiene un plan,
joven señor. Es tan simple como eso. Más veces de las que puedo recordar ha salido en
alguna loca misión, y Lothar aquí presente casi se ha arrancado la barba de la
preocupación. Y en cada ocasión ha demostrado tener razón. ¿Acaso la última vez que
estuvo aquí no tuvo que cazar un demonio y lo trajo en pocas horas? No creo que
decapitar a uno de los suyos sea el acto de un poseído.

—Pero podría ser el acto de alguien que tratara de ocultar su culpabilidad


—terció Garona—. Nadie le vio matar a ese demonio en el corazón de su ciudad. ¿No
podría haberlo invocado, matado y presentado como el responsable?

—Suposiciones —gruñó el rey—. No. Con todo mi respeto para ambos. No


niego que vieran lo que vieron. Ni siquiera esas “visiones” del pasado. Pero creo que el
Magus es astuto como un zorro, y todo esto es parte de algún plan suyo de gran
envergadura. Siempre habla de planes más grandes y ciclos más grandes.

185
—Con todo el debido respeto —dijo Khadgar—. Puede que el Magus tenga un
plan de mayor envergadura, pero la pregunta es: ¿qué papel ocupan Azeroth y
Stormwind en ese plan?

Así pasó la mayor parte de la tarde. El rey Llane se mantuvo firme en todos los
puntos: que Azeroth, con la ayuda de sus aliados, podía destruir a las hordas orcas o
expulsarlas de vuelta a su mundo; que Medivh estaba trabajando en algún plan que
nadie más podía comprender y que Stormwind podía resistir cualquier asalto “mientras
hubiera hombres de corazón firme en sus murallas y en su trono”.

Por su parte Lothar estuvo casi todo el tiempo en silencio, que sólo rompió para
hacer alguna pregunta relevante, para luego negar con la cabeza cuando Khadgar o
Garona le daban una respuesta sincera. Finalmente, habló.

—¡Llane, no dejes que tu seguridad te ciegue! —dijo—. Si no podemos contar


con el Magus Medivh como aliado quedamos debilitados. Si no nos tomamos en serio la
capacidad de los orcos, estamos perdidos. ¡Escucha lo que dicen!

—Estoy escuchando —dijo el rey—. Pero no oigo sólo con mi cabeza sino
también con mi corazón. Pasamos muchos años junto al joven Medivh, antes y después
de su largo sueño. Él se acuerda de sus amigos. Y estoy seguro de que una vez revele lo
que tiene en mente incluso tú apreciarás lo buen amigo que es el Magus.

Por fin el rey se levantó y los despidió a todos, prometiendo tomar el tema en
cuenta en su justa medida. Garona protestaba por lo bajo, y Lothar les dio habitaciones
sin ventanas y con guardias en la puerta, por si acaso.

Khadgar intentó dormir, pero la frustración lo tuvo recorriendo la habitación de


arriba a abajo durante la mayor parte de la noche. Finalmente, cuando el cansancio ya lo
había hecho caer, aporrearon su puerta.

Era Lothar, con la armadura completa y un uniforme colgado del brazo.

—Tienes el sueño pesado, ¿eh? —Dijo, entregándole la librea con una


sonrisa—. Ponte esto y reúnete con nosotros en la cima de la torre dentro de quince
minutos. Y apresúrate, muchacho.

Khadgar se puso a duras penas la indumentaria, que incluía unos pantalones,


unas pesadas botas, una librea azul blasonada con el león de Azeroth, y una espada de
hoja pesada. Se pensó dos veces lo de la espada, pero se la colgó a la espalda. Podría ser
útil.

186
No había menos de seis grifos agrupados en la torre, moviendo agitados sus
grandes alas. Lothar estaba allí, y también Garona. Ella iba vestida de forma parecida a
Khadgar, con un tabardo azul blasonado con el león de Azeroth y una pesada espada.

—No digas ni una palabra —le gruñó ella.

—Tienes muy buen aspecto —dijo Khadgar—. Va a juego con tus ojos.

Garona resopló.

—Lothar dijo lo mismo. Trató de convencerme diciendo que tú también lo


llevarías. Y que quería asegurarse de que ninguno de los demás me disparara creyendo
que era alguien más.

—¿Los demás? —preguntó Khadgar, y miró a su alrededor. A la luz de la


mañana estaba claro que había otros grupos de grifos en otras torres. Unos seis,
incluyendo los suyos, y sus alas adquirían una tonalidad rosada con el sol naciente. No
sabía que hubiera tantos grifos entrenados en el mundo, y mucho menos en Stormwind.
Lothar tenía que haber ido a hablar con los enanos. El aire era frío y cortante como una
cuchillada.

Lothar se les acercó apresuradamente, y ajustó la espada de Khadgar para que


pudiera montar en el grifo con ella.

—Su majestad —se quejó Lothar— tiene una fe inamovible en la fuerza de la


gente de Azeroth y en el grosor de las murallas de Stormwind. No viene mal que
también tenga buena gente que se ocupe de las cosas cuando él se equivoca.

—Como nosotros —dijo Khadgar sombrío.

—Como nosotros —repitió Lothar. Miró severamente al joven—. Te pregunté


cómo era, ¿recuerdas?

—Sí —dijo Khadgar—. Y le dije la verdad, o al menos tanto de ella como


entendí necesario. Y sentía lealtad hacia él.

—Lo comprendo —afirmó Lothar—. Yo también siento lealtad hacia él. Quiero
asegurarme de que lo que dices es cierto. Pero también quiero que seas capaz de hacer
lo que sea necesario, si tenemos que hacerlo.

Khadgar asintió.

—Me crees, ¿no?

Lothar asintió lúgubremente.

187
—Hace mucho, cuando tenía tu edad, estaba cuidando de Medivh. Entonces
permanecía en coma, ese largo sueño que lo privó de gran parte de su juventud. Pensaba
que había sido un sueño, pero juraría que había otro hombre frente a mí, también
observando al Magus. Parecía estar hecho de hojalata bruñida, y tenía grandes cuernos
en la frente y una barba de llamas.

—Sargeras —dijo Khadgar.

Lothar respiró hondo.

—Pensé que me había dormido, que era un sueño, que no podía ser lo que pensé
que era. Ya ves, yo también sentía lealtad hacia él. Pero nunca olvidé lo que vi. Y a
medida que pasaban los años me fui dando cuenta de que había visto un trozo de la
verdad, y que se podía llegar a esto. Quizá todavía podamos salvar a Medivh, pero
podríamos descubrir que la oscuridad está demasiado enraizada. Entonces tendremos
que hacer algo rápido, horrible y absolutamente necesario. La pregunta es: ¿estás
dispuesto?

Khadgar pensó durante un momento, y luego asintió. Tenía un nudo en el


estómago. Lothar levantó la mano. A su señal, los otros grupos de grifos emprendieron
el vuelo, poniéndose en marcha a medida que los primeros rayos del sol salían por el
horizonte oriental; la luz del nuevo día se reflejó en sus alas y las volvió doradas.

El nudo en el estómago de Khadgar no se desató en el largo vuelo hasta


Karazhan. Garona montaba tras él, pero ninguno de ellos habló mientras la tierra pasaba
bajo sus alas.

El paisaje había cambiado bajo ellos. Los grandes campos eran poco más que
desechos ennegrecidos, salpicados por los restos de estructuras derribadas. Los bosques
habían sido talados para alimentar la maquinaria de guerra, creando enormes cicatrices
en el paisaje. Agujeros abiertos parecían bostezar en el suelo, donde la tierra había sido
herida y despojada para alcanzar los metales que había bajo ella. A lo largo del
horizonte se alzaban columnas de humo, aunque Khadgar no podía decir si provenían de
campos de batalla o de fraguas. Volaron todo el día y ya el sol se ocultaba en el
horizonte.

Karazhan se alzaba como una sombra de azabache en el centro de su cráter,


absorbiendo los últimos mortecinos rayos de sol sin devolver nada. Ninguna luz brillaba
en la torre ni en ninguna de sus huecas ventanas. Las antorchas que ardían sin consumir
su fuente habían sido apagadas. Khadgar se preguntó si Medivh habría huido.

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Lothar hizo descender a su grifo y Khadgar lo siguió, aterrizando rápidamente y
bajando de lomos de la bestia alada. Tan pronto como tocó el suelo, el grifo se elevó
súbitamente, emitiendo un chillido y dirigiéndose al norte.

El campeón de Azeroth ya estaba en las escaleras, con los enormes hombros en


tensión, su recia osamenta moviéndose con la silenciosa y ágil gracilidad de un gato y la
espada desenvainada. Garona también se escabulló hacia delante, metiendo la mano en
el tabardo y sacando su daga de hoja larga. La pesada hoja de Stormwind golpeaba
contra la cadera de Khadgar, quien se sentía como una torpe criatura de piedra
comparado con los otros dos. Tras él aterrizaron más grifos, descargando a sus
guerreros.

El parapeto del observatorio estaba vacío, y el nivel superior del estudio del
archimago desierto pero no vacío. Todavía quedaban herramientas desperdigadas, y los
restos aplastados del aparato de oro, un astrolabio, estaban sobre la estantería. Así que,
si había abandonado la torre, lo había hecho rápido.

O quizá no la había abandonado.

Se encendieron antorchas y el grupo bajó la miríada de escaleras encabezado por


Lothar, Garona y Khadgar. Una vez esas paredes habían sido familiares, habían sido un
hogar y las muchas escaleras un desafío diario. Ahora, las antorchas montadas en las
paredes, con su llama fría e inmóvil, habían sido apagadas, y las temblorosas figuras de
los visitantes proyectaban una plétora de sombras armadas contra las paredes, dando a
las estancias un aspecto extraño, casi de pesadilla. Las mismas paredes parecían
amenazadoras, y Khadgar esperaba que cualquier puerta a oscuras ocultara una
emboscada mortífera.

No había nada. Los pasillos estaban vacíos, los salones de banquetes desnudos,
las salas de reuniones tan desprovistas de vida y de mobiliario como siempre. Las
habitaciones de los huéspedes seguían amuebladas pero desocupadas. Khadgar revisó su
propia habitación; no había cambiado nada.

Ahora la luz de las antorchas proyectaba extrañas sombras en las paredes de la


biblioteca, retorciendo los marcos de hierro y convirtiendo las estanterías en murallas.
Los libros estaban intactos, e incluso las notas más recientes de Khadgar se hallaban
sobre la mesa. ¿Tan poco le importaba la biblioteca a Medivh que no había tomado
ninguno de sus libros?

Unos jirones de papel llamaron la atención de Khadgar, y cruzó hasta la


estantería que contenía la poesía épica. Esto era nuevo. Fragmentos de un pergamino
destrozado y desgarrado. Khadgar tomó un trozo grande, leyó algunas palabras y
asintió.

189
—¿Qué es? —preguntó Lothar, que parecía esperar que los libros cobraran vida
y atacasen en cualquier momento.

—“La Canción de Aegwynn” —dijo Khadgar—. Un poema épico acerca de su


madre.

Lothar gruñó indicando que lo comprendía, pero Khadgar se hacía preguntas.


Medivh había estado allí después de que ellos se fueran. ¿Y sólo para destruir el
pergamino? ¿Por el mal recuerdo de su enfrentamiento con su madre? ¿Para vengarse de
la decisiva derrota de Sargeras contra Aegwynn? ¿O acaso el acto de destruir el
pergamino, la clave usada por los Guardianes de Tirisfal, simbolizaba su renuncia y su
traición al grupo?

Khadgar se arriesgó a un conjuro sencillo, uno empleado para detectar


presencias mágicas, pero no logró nada más que la respuesta normal cuando se está
rodeado de libros mágicos. Si Medivh había lanzado algún conjuro aquí, había
enmascarado su presencia lo bastante bien como para superar cualquier cosa de la que
Khadgar fuera capaz.

Lothar se dio cuenta de que el joven mago trazaba símbolos en el aire.

—Más vale que guardes tus fuerzas para cuando nos lo encontremos —le dijo al
acabar.

Khadgar negó con la cabeza y se preguntó si encontrarían al Magus.

Pero en vez de a éste encontraron a Moroes, en la planta baja junto a la entrada


de la cocina y la despensa. Su forma caída estaba tirada en el pasillo, abierta de pies y
manos, y había un arco iris de sangre en el suelo a su lado. Tenía los ojos abiertos como
platos, pero el rostro estaba sorprendentemente sereno. Ni siquiera la muerte parecía
haber tomado por sorpresa al senescal.

Garona lo esquivó para entrar en la cocina, y volvió un momento después. Su


rostro se había vuelto de una tonalidad más clara de verde, y le entregó algo a Khadgar
para que lo viera.

Unas gafas de color rosa, aplastadas. Cocinas. Khadgar asintió.

Los cuerpos hicieron que las tropas se pusieran más alerta; fueron hacia la gran
entrada abovedada y salieron al patio. No había habido ni rastro de Medivh, y sólo
algunas pistas rotas de su paso.

—¿Podría tener otra guarida? —Preguntó Lothar—. ¿Otro lugar donde


esconderse?

190
—Se iba a menudo —dijo Khadgar—. A veces estaba fuera durante días, y
volvía sin avisar.

Algo se movió por el balcón que dominaba la entrada principal, no más que un
temblor en el aire. Khadgar dio un respingo y miró al sitio, pero parecía normal.

—Quizá se ha ido con los orcos, para liderarlos —sugirió el Campeón. Garona
negó con la cabeza.

—Nunca aceptarían un líder humano.

—¡No ha podido desvanecerse en el aire! —Tronó Lothar—. ¡A formar!


¡Vamos a volver!

Garona ignoró al Campeón.

—No se ha desvanecido —dijo—. Volvamos a la torre. —Apartó a los soldados


como un bote atravesando la mar picada. Desapareció una vez más entre las fauces
abiertas de la torre. Lothar miró a Khadgar, que se encogió de hombros y siguió a la
semiorco.

Moroes no se había movido, y su sangre estaba derramada en el suelo formando


un cuarto de círculo que se alejaba de la pared. Garona tocó esa pared, como si tratara
de sentir algo en ella. Frunció el ceño, maldijo y golpeó el muro, que dio una respuesta
muy firme.

—Debería estar aquí —dijo ella.

—¿Qué debería estar? —preguntó Khadgar.

—Una puerta —dijo la semiorco.

—Aquí nunca ha habido ninguna puerta —dijo Khadgar.

—Probablemente siempre haya habido una puerta —insistió Garona—. Sólo que
nunca la has visto. Mira. Moroes murió aquí. —Dio un pisotón con el pie junto a la
pared—. Y luego su cuerpo fue desplazado, creando esta mancha de sangre con forma
de cuarto de círculo, hasta donde lo hemos encontrado.

Lothar gruñó y asintió, y también empezó a pasar las manos por la pared.

Khadgar miró el muro aparentemente desnudo. Había pasado junto a él cinco o


seis veces al día. Al otro lado no debería haber más que arena y piedra. Y aun así…

—Apártense —dijo el joven mago—. Déjenme probar algo.

191
El Campeón y la semiorco retrocedieron, y Khadgar reunió las energías para un
conjuro. Lo había usado antes, en puertas reales y en libros cerrados con llave, pero ésta
era la primera vez que intentaba usarlo sobre una puerta que no podía ver. Trató de
visualizar la abertura, de deducir su tamaño a partir de cómo había movido el cuerpo de
Moroes, dónde estarían las bisagras, dónde estaría el marco y, si él quisiera mantenerla
segura, dónde colocaría las cerraduras.

Visualizó su objetivo y lanzó un poco de magia contra su marco invisible para


abrir esas cerraduras ocultas. Casi sorprendentemente, la pared se movió y apareció una
grieta en un lado. No mucho, pero sí lo bastante para definir el contorno de una puerta
que no había estado allí un instante antes.

—Usen las espadas y abranla —gruñó Lothar, y el escuadrón se lanzó hacia


delante. La losa de piedra resistió sus intentos por unos instantes, hasta que algún
mecanismo interno saltó ruidosamente y la hoja se abrió hacia fuera, rozando el cuerpo
de Moroes al hacerlo y mostrando una escalera que descendía hacia las profundidades.

—No se ha desvanecido en el aire —dijo Garona lúgubremente—. Se ha


quedado aquí, pero ha ido a un lugar que nadie más conocía.

Khadgar miró la forma caída de Moroes.

—Casi nadie, pero me pregunto qué más tiene oculto.

Bajaron por las escaleras y una sensación creció dentro de Khadgar. Mientras
que los pisos superiores transmitían una sensación espeluznante de abandono, las
profundidades inferiores de la torre tenían un aura papable de amenaza inmediata y
malos presagios. Las paredes y el suelo toscamente labrados estaban húmedos, y a la luz
de las antorchas parecían ondular como carne viva.

A Khadgar le llevó un momento darse cuenta de que las escaleras seguían


descendiendo pero en la dirección opuesta a las de la torre de arriba, como si este
descenso fuera un espejo de la subida.

De hecho, donde en la torre debería haber una sala de reuniones vacía, aquí
había una mazmorra engalanada con grilletes desocupados. Donde en la superficie había
un salón para banquetes en desuso, había una habitación llena de basura y marcada con
círculos místicos. El aire tenía una sensación pesada y opresiva, igual que en la torre de
Stormwind donde habían sido asesinados Huglar y Hugarin. Aquí era donde se había
sido invocado el demonio que los había atacado.

Cuando llegaron al nivel que se correspondía con la biblioteca, se encontraron


con una serie de puertas reforzadas con hierro. Las escaleras seguían adentrándose en la
tierra en espiral, pero la compañía se detuvo aquí, contemplando los símbolos místicos
192
tallados profundamente en la madera y humedecidos con sangre casi marrón. Parecía
como si la propia madera estuviera sangrando. Dos enormes anillos de hierro colgaban
de las puertas heridas.

—Esto sería la biblioteca —dijo Khadgar.

Lothar asintió. Él también había notado las similitudes entre la torre y esta
madriguera.

—Veamos qué guarda aquí, si todos los libros los tiene arriba.

—Su estudio está en la cima de la torre —dijo Garona—, con su observatorio;


así que si está aquí debería estar en el mismo fondo. Deberíamos seguir avanzando.

Pero era demasiado tarde. Cuando Khadgar tocaba las puertas reforzadas con
hierro, saltó una chispa de la palma de su mano, una señal, una trampa mágica. Tuvo
tiempo de maldecir cuando las puertas se abrieron bruscamente hacia la oscuridad de la
biblioteca.

Una perrera. Sargeras no necesitaba el conocimiento, así que había dejado la


habitación para sus mascotas. Las criaturas vivían en una oscuridad de su propia
fabricación, y un humo acre flotó hacia el pasillo.

Había ojos en su interior. Ojos y fauces flamígeras, y cuerpos hechos de fuego y


sombra. Avanzaron acechantes, gruñendo.

Khadgar trazó unas runas en el aire, reuniendo las energías en su mente para
cerrar la puerta mientras los soldados luchaban con los grandes anillos de hierro. Ni la
magia ni el músculo lograron mover las hojas.

Las bestias emitieron una risa áspera y cortante y se agazaparon para saltar.

Khadgar levantó las manos para lanzar otro conjuro pero Lothar se las hizo bajar
con un golpe.

—Esto es para que desperdicies tu tiempo y tus energías —dijo Lothar—. Es


para retrasarnos. Vayan abajo y encuentren a Medivh.

—Pero son… —empezó a decir Khadgar, y la bestia demoníaca que estaba más
adelantada saltó contra ellos.

Lothar dio dos pasos al frente y levantó la espada para encontrarse con la bestia.
Mientras alzaba la espada, las runas que había talladas profundamente en el metal
resplandecieron con una brillante luz amarilla. Durante medio segundo, Khadgar vio
miedo en los ojos del ser demoníaco.

193
Y entonces el arco del tajo de Lothar se cruzó con la trayectoria de la criatura y
la hoja se clavó profundamente en la carne. El acero de Lothar salió por la espalda del
animal, y casi cortó por la mitad la parte delantera de su torso. La bestia sólo tuvo un
momento para gemir de dolor mientras la hoja avanzaba hasta llegarle a la cabeza,
completando el arco. Los restos ardientes del demonio, llorando fuego y sangrando
sombra, cayeron a los pies de Lothar.

—¡Vayan! —Tronó el campeón—. Nosotros nos encargaremos de esto y luego


los alcanzaremos.

Garona agarró a Khadgar y lo arrastró escaleras abajo. Tras ellos, los soldados
también habían desenvainado sus espadas y las runas danzaban en brillantes llamas
mientras bebían de las sombras. El joven mago y la semiorco torcieron por la escalera, y
tras ellos oyeron los gritos de los moribundos, provenientes tanto de gargantas humanas
como inhumanas.

Siguieron descendiendo en espiral hacia la oscuridad. Garona llevaba una


antorcha en una mano y la daga en la otra. Ahora Khadgar se dio cuenta de que las
paredes brillaban con su propia fosforescencia, un tono rojizo como el de algunas setas
nocturnas de las profundidades del bosque. También iba haciendo más calor, y el sudor
le perlaba la frente.

Cuando llegaron a uno de los comedores, a Khadgar se le revolvió de repente el


estómago y se encontraron en otro sitio. Cayó súbitamente sobre ellos, como el frente de
una tormenta veraniega.

Se hallaban en la cima de una de las torres más altas de Stormwind, y a su


alrededor la ciudad estaba en llamas. Por todos lados se elevaban columnas de humo
que formaban una manta negra que atrapaba al sol. Un manto similar de negrura
rodeaba las murallas de la ciudad, pero éste estaba compuesto por tropas orcas. Desde
su punto de vista Khadgar y Garona podían ver los ejércitos extenderse como abejas por
el verde cadáver que una vez había sido la tierra de labor de Stormwind. Ahora sólo
había torres de asedio e infantería orco, y los colores de sus estandartes formaban un
arco iris repulsivo.

Los bosques también habían desaparecido, transformados en catapultas que


ahora hacían llover fuego sobre la misma fortaleza. La mayor parte de la ciudad baja
ardía y, mientras Khadgar observaba, se derrumbó una sección de la muralla exterior, y
pequeños muñecos vestidos de verde y azul lucharon entre los escombros.

—¿Cómo hemos llegado…? —empezó Garona.

194
—Una visión —dijo Khadgar secamente, pero dudaba si esto era un
acontecimiento fortuito de la torre u otra acción dilatoria del Magus.

—Se lo dije al rey. Se lo dije, pero no quiso escuchar —murmuraba ella—.


¿Entonces esto es una visión del futuro? —Preguntó a Khadgar—. ¿Cómo salimos de
ella?

El joven mago negó con la cabeza.

—No podemos, al menos de momento. En el pasado iban y venían. A veces una


conmoción fuerte las rompe.

Una bola de material ardiendo, el proyectil ígneo de una catapulta, pasó a un tiro
de arco de la torre. Khadgar pudo sentir el calor cuando cayó al suelo. Garona miró a su
alrededor.

—Al menos son sólo ejércitos orcos —dijo sombría.

—¿Y eso son buenas noticias? —preguntó Khadgar, al que le picaban los ojos
por una columna de humo que el viento había llevado contra la torre.

—No hay demonios con ellos —le hizo notar la semiorco—. Si Medivh
estuviera con sus ejércitos veríamos algo mucho peor. Quizá lo convencimos para que
ayudara.

—Tampoco veo a Medivh entre nuestras tropas —dijo Khadgar olvidando con
quién hablaba por el momento—. ¿Habrá muerto? ¿Habrá huido?

—¿Cuánto nos hemos adelantado en el futuro? —preguntó Garona.

Tras ellos se elevaron unas voces que discutían. La pareja se dio la vuelta en el
balcón y vieron que estaban fuera de una de las cámaras de audiencias, que ahora había
sido convertida en un centro de coordinación contra el asalto. En una mesa habían
dispuesto una pequeña maqueta de la ciudad, y por ella había dispersos soldaditos de
juguete con forma de hombres y orcos. Había un constante trasiego de informes
mientras el rey Llane y sus consejeros permanecían inclinados sobre la mesa.

—¡Brecha en la muralla del Distrito de los Mercaderes!

—¡Más fuegos en la ciudad baja!

—¡Se está reuniendo una gran fuerza frente a la puerta principal! ¡Parecen
magos!

195
Khadgar se apercibió de que ninguno de los cortesanos de antes estaba presente.
Habían sido sustituidos por hombres de gesto torvo ataviados con uniformes militares
similares a los suyos, No había rastro de Lothar alrededor de la mesa, y Khadgar tuvo la
esperanza de que estuviera en primera línea, llevando la batalla al enemigo.

Llane se movía con serenidad, como si la ciudad fuera asaltada a diario.

—Traigan la cuarta y la quinta compañía para reforzar la brecha. Que la milicia


organice brigadas de incendios con cubos; que recojan el agua de los baños públicos. Y
manden dos escuadrones de lanceros a la puerta principal. Cuando los orcos estén a
punto de atacar, que hagan una salida. Eso romperá el asalto. Traigan dos magos de la
calle de los orfebres. ¿Han acabado allí?

—Ese asalto ha sido rechazado —llegó el informe—. Los magos están


exhaustos.

—Que descansen entonces —asintió Llane—. Tienen una hora. En vez de ellos,
traigan magos jóvenes de la academia. Envien el doble pero díganles que tengan
cuidado. Comandante Borton, quiero sus fuerzas en la Muralla Este. Ahí es donde yo
atacaría ahora si fuera ellos.

Llane encargó una misión a cada comandante, de uno en uno. No hubo protestas,
discusiones ni sugerencias. Cada guerrero asintió cuando le llegó el turno y se fue. Al
final sólo quedaron el rey Llane y su pequeña maqueta de una ciudad que ahora ardía al
otro lado de su ventana.

El rey se inclinó hacia delante y descansó los nudillos en la mesa. Su rostro tenía
un aspecto ajado y viejo. Levantó la vista.

—Ahora puedes presentar tu informe —le dijo al aire vacío.

Las cortinas del fondo sisearon contra el suelo cuando Garona salió de detrás. La
semiorco que había junto a Khadgar dejó escapar un jadeo de sorpresa.

La Garona del futuro iba vestida con sus habituales pantalones negros y la blusa
de seda negra, pero llevaba una capa marcada con la cabeza de león de Azeroth. Tenía
una mirada feroz. La Garona del presente se aferró al brazo de Khadgar, y este pudo
sentir sus uñas clavándosele en el brazo.

—Malas noticias, milord —dijo Garona, acercándose al lado de la mesa donde


estaba el rey—. Los diversos clanes se han unido para este asalto, unificados bajo
Blackhand el Destructor. Ninguno de ellos traicionará a los demás hasta que Stormwind
haya caído. Gul’dan traerá sus brujos al anochecer. Hasta entonces, el clan Blackrock

196
intentará apoderarse de la Muralla Este. —Khadgar oyó un temblor en la voz de la
semiorco.

Llane emitió un hondo suspiro.

—Esperado y neutralizado —dijo—. Rechazaremos éste igual que los demás. Y


aguantaremos hasta que lleguen los refuerzos. Mientras haya hombres de corazón firme
en las murallas y el trono, Stormwind resistirá.

La Garona del futuro asintió, y Khadgar pudo ver que se estaban acumulando
grandes lágrimas en sus ojos.

—Los líderes orcos están de acuerdo con esa evaluación —dijo, y metió la mano
en su blusa negra.

Khadgar y la Garona de verdad gritaron como uno solo cuando la Garona del
futuro sacó su daga de hoja larga y la clavó con un movimiento de abajo hacia arriba en
el lado izquierdo del pecho del monarca. Se movió con una rapidez y una agilidad que
dejaron al rey Llane con una expresión sorprendida en el rostro. Sus ojos estaban
abiertos como platos, y por un momento se quedó colgado allí, suspendido por la hoja.

—Los líderes orcos están de acuerdo con esa evaluación —volvió a decir, y las
lágrimas corrían por las mejillas de su ancho rostro—. Y han reclutado a un asesino para
que elimine ese corazón firme que hay sobre el trono. Alguien a quien dejarías
acercarse. Alguien con quien te encontrarías a solas.

Llane, Rey de Azeroth, Señor de Stormwind, aliado de magos y guerreros, cayó


al suelo.

—Lo siento —dijo Garona.

—¡No! —gritó Garona, la Garona del presente, mientras ella misma caía al
suelo. De repente estaban de vuelta en el falso comedor. El colapso de Stormwind había
desaparecido, y el cadáver del rey con él. Las lágrimas de la semiorco permanecieron,
ahora en los ojos de la Garona real.

—Voy a matarlo —dijo en voz baja—. Voy a matarlo. Me trató bien y me


escuchó cuando hablé, y voy a matarlo. No…

Khadgar se arrodilló a su lado.

—Está bien. Puede no ser cierto. Puede que no pase. Es una visión.

—Es cierto —dijo ella—. Lo vi y supe que era cierto.

197
Khadgar se quedó callado por un momento, reviviendo su propia visión del
futuro, combatiendo a la gente de Garona bajo un cielo rojo. Lo vio y supo que también
era cierto.

—Tenemos que seguir —dijo, pero Garona negó con la cabeza.

—Después de todo esto, pensé que había encontrado un sitio mejor que los
orcos. Pero ahora sé que voy a destruirlo todo.

Khadgar miró arriba y abajo por las escaleras. No tenía ni idea de cómo les iba a
los hombres de Lothar con los demonios, ni tampoco de lo que había en la base de la
torre subterránea.

Su rostro se puso serio y respiró hondo.

Y le propinó a la mujer una fuerte bofetada en el rostro.

Su propia mano le sangró porque dio contra un colmillo, pero la respuesta de


Garona fue inmediata. Sus ojos llorosos se abrieron y una máscara de cólera endureció
su expresión.

—¡Idiota! —Gritó, y saltó sobre Khadgar haciéndolo caer de espaldas—.


¡Nunca hagas eso! ¡Me oyes! ¡Hazlo otra vez y te mato!

Khadgar estaba tirado de espaldas con la semiorco encima. Ni siquiera la había


visto desenvainar la daga, pero ahora tenía la hoja apoyada contra un lado del cuello.

—No puedes —logró decir con una sonrisa feroz—. Tuve una visión de mi
propio futuro, y creo que también es cierta. Si lo es, entonces no puedes matarme ahora.
Y lo mismo se aplica ti.

Garona parpadeó y se echó hacia detrás, habiendo recuperado el control


súbitamente.

—Así que si voy a matar al rey…

—Es que vas a salir viva de aquí —dijo Khadgar—. Como yo.

—¿Pero qué pasa si estamos equivocados? ¿Qué pasa si la visión es falsa?

Khadgar se levantó.

—Entonces morirás sabiendo que nunca vas a matar al rey de Azeroth.

Garona permaneció sentada durante un momento, mientras su mente


consideraba todas las posibilidades.

198
—Ayúdame a levantarme —dijo al fin—. Tenemos que seguir.

Y siguieron descendiendo en espiral, atravesando falsas réplicas de la torre de


arriba. Finalmente llegaron al nivel correspondiente al piso superior, el observatorio y la
guarida de Medivh. En vez de eso, las escaleras se abrían a una llanura rojiza. Ésta
parecía fluir de una obsidiana que se estaba enfriando, unas piezas de rompecabezas
reflectantes que flotaban en fuego bajo sus pies. Khadgar retrocedió de un salto
instintivamente, pero el suelo parecía firme y el calor, aunque sofocante, no era
opresivo.

En el centro de la gran caverna había una sencilla colección de mobiliario de


hierro. Un banco de trabajo con un taburete, unas pocas sillas y algunos armarios. Por
un momento pareció extrañamente familiar, y entonces Khadgar se dio cuenta que
estaba dispuesto en un duplicado exacto de la habitación de Medivh en la torre.

De pie entre el mobiliario de hierro se erguía la silueta de anchos hombros del


Magus. Khadgar se esforzó en ver algo en su actitud, en su porte, que lo traicionara, que
demostrase que esta figura no era el Medivh que había llegado a conocer y apreciar, el
anciano que le había demostrado su confianza y le había apoyado en su trabajo. Algo
que dijera que éste era un impostor.

No había nada. Éste era el único Medivh que había conocido.

—Hola, Joven Confianza —dijo el Magus, y su barba empezó arder mientras


sonreía—. Hola, Emisario. Los esperaba a ambos.

199
CAPÍTULO DIECISÉIS
LA RUPTURA DE UN MAGO
—F ue inspirado, tengo que admitirlo —dijo el Medivh que era y no era

Medivh—. Inspirado el invocar la sombra de mi pasado, un fragmento que me distrajera


de su persecución. Por supuesto, mientras ustedes estaban reuniendo sus fuerzas, yo
estaba reuniendo las mías.

Khadgar miró a Garona y asintió. La semiorco se movió algunos pasos a la


derecha. Rodearían al archimago si era necesario.

—Maestro, ¿qué te ha pasado? —dijo Khadgar dando un paso al frente, tratando


de atraer hacia él la atención del mago.

El viejo hechicero se rió.

—¿Pasarme? No me ha pasado nada. Esto es lo que soy. Estoy manchado desde


mi nacimiento, contaminado desde antes de mi concepción, una mala semilla que ha
crecido para dar un fruto amargo. Nunca has visto al verdadero Medivh.

—Magus, sea lo que sea que te ha pasado, estoy seguro de que puede arreglarse
—dijo Khadgar caminado lentamente hacia él. Garona seguía moviéndose hacia la
derecha y su daga de hoja larga había vuelto a desaparecer; sus manos estaban
aparentemente vacías.

—¿Por qué debería arreglarlo? —dijo Medivh con una sonrisa maléfica—. Todo
marcha según lo planeado. Los orcos matarán a los humanos y yo los controlaré a través
de líderes brujos como Gul’dan. Conduciré a esas deformes creaciones hasta la tumba
perdida donde se encuentra el cuerpo de Sargeras, protegido contra humanos y
demonios pero no contra orcos, y mi forma será libre. Y entonces podré abandonar este
torpe cuerpo y este espíritu debilitado, y quemar este mundo como tanto se merece.

Khadgar se echó hacia la izquierda mientras hablaba.

200
—Tú eres Sargeras.

—Sí y no —dijo el Magus—. Lo soy, porque cuando Aegwynn mató mi cuerpo


físico me oculté dentro de su vientre e imbuí sus propias células con mi oscura esencia.
Cuando ella finalmente decidió emparejarse con un mago humano, yo ya estaba allí. El
gemelo oscuro de Medivh, completamente subsumido dentro de su forma.

—Monstruoso —dijo Khadgar.

Medivh sonrió de oreja a oreja.

—Muy poco diferente de lo que Aegwynn había planeado, puesto que ella
colocó el poder de la Orden de Tirisfal dentro del niño. No es de extrañar que hubiera
tan poco espacio para el joven Medivh propiamente dicho, con el demonio y la luz
luchando por su misma alma. Así que cuando el poder se manifestó en él, lo desconecté
algún tiempo hasta que pude poner mis propios planes en funcionamiento.

Khadgar seguía avanzando hacia la izquierda, tratando de no mirar mientras


Garona se escurría detrás del mago mayor.

—¿Hay algo del verdadero Medivh en tu interior? —dijo.

—Un poco —dijo el Magus—. Lo suficiente para tratar con ustedes, las
criaturas inferiores. Lo suficiente para engañar a los reyes y los magos sobre mis
intenciones. Medivh es una máscara; he dejado lo suficiente de él en la superficie para
mostrárselo a los demás. Y si en mis manejos parezco raro o incluso loco, lo achacan a
mi posición y mi responsabilidad, y al poder que me otorgó mi querida madre.
—Medivh le dedicó una sonrisa de depredador—. Fui forjado primero por la política de
Magna Aegwynn para ser su herramienta, y luego moldeado por manos demoníacas
para ser la herramienta de ellas. Incluso los demás me veían como poco más que un
arma para ser usada contra los demonios. Así que no es sorprendente que yo no sea más
que la suma de mis partes.

Ahora Garona estaba tras el mago con la hoja desenfundada, andando de la


forma más sigilosa sobre el suelo de obsidiana. No había lágrimas en sus ojos, sino una
acerada determinación. Khadgar se mantenía concentrado en Medivh, para no
traicionarla con una mirada.

—Ya ves —siguió el mago loco—. No soy sino un componente más en una gran
máquina, una que ha estado en marcha desde que el Pozo de la Eternidad se hizo
pedazos. La única cosa en la que los trocitos originales de Medivh y yo estamos de
acuerdo es en que hay que romper este ciclo. En esto, te aseguro, somos una sola mente.

Garona estaba ahora sólo a un paso, con la daga levantada.

201
—Disculpa —dijo Medivh, y extendió un puño hacia atrás. Las energías
místicas danzaron por sus nudillos y le dieron de lleno en la cara a la semiorco, que
retrocedió ante el golpe.

Khadgar dejó escapar una maldición y levantó las manos para lanzar un conjuro.
Algo para desequilibrar al Magus. Algo sencillo. Algo rápido.

Medivh fue más rápido, volviéndose hacia él y alzando una mano como una
garra. Al momento, Khadgar sintió que el aire que lo rodeaba se comprimía, formando
un manto inmovilizante, atrapando sus brazos y sus piernas y haciéndole imposible
moverse. Gritó, pero su voz sonó amortiguada y como si viniera de una gran distancia.

Medivh levantó la otra mano y el dolor sacudió el cuerpo de Khadgar. Las


articulaciones de su esqueleto parecieron hervir con clavos al rojo vivo que rápidamente
disminuyeron hasta un dolor sordo y pulsante. El pecho se le comprimió y la carne
pareció secársele y pegársele al esqueleto. Sintió como si le estuvieran extrayendo los
fluidos corporales, dejando atrás un cascarón reseco. Y con ellos parecía que también le
estaban arrancando la magia, que le estaban drenando el cuerpo de su habilidad para
lanzar conjuros, para invocar las energías necesarias. Se sentía como un recipiente que
estuvieran vaciando.

Y tan repentinamente como el ataque había caído sobre él, cesó, y Khadgar cayó
al suelo sin aliento. Le dolía el pecho al respirar.

Garona ya se había recuperado para entonces, y esta vez atacó gritando,


lanzando una estocada de abajo hacia arriba con la daga, tratando de alcanzar a Medivh
en el lado izquierdo del pecho. En vez de retroceder, Medivh fue hacia la semiorco en
embestida, dentro de su ángulo de ataque, levantó una mano y le tomó la frente. Garona
quedó inmovilizada a media carga.

Una energía mística de una tonalidad amarilla enfermiza palpitó bajo la mano de
Medivh, y la semiorco quedó suspendida allí, con el cuerpo sacudiéndose indefenso,
mientras el mago la sostenía por la frente.

—Pobre, pobre Garona —dijo el Magus—. Pensé que con tus herencias
opuestas, tú entre toda la gente comprenderías por lo que estoy pasando. Que
comprenderías la importancia de forjar tu propio camino. Pero eres como los demás,
¿no?

La semiorco de ojos desorbitados sólo pudo responder con un gorgoteo


encharcado de saliva.

202
—Deja que te muestre mi mundo, Garona —dijo Medivh—. Deja que te dé mis
propias divisiones y dudas. Nunca sabrás a quién sirves ni por qué. Nunca encontrarás la
paz.

Garona trató de gritar, pero el grito murió en su garganta cuando su rostro quedó
bañado en un estallido de luz radiante que surgió de la palma de la mano de Medivh.

Éste se rió y dejó que la semiorco se derrumbara sollozando. Garona trató de


levantarse, pero volvió a caerse. Tenía los ojos desorbitados y la mirada enloquecida, el
aliento trabajoso y entrecortado, desgarrado por el llanto.

Khadgar podía respirar ahora, pero le faltaba el resuello. Le ardían las


articulaciones y le dolían los músculos. Vio su reflejo en el suelo de obsidiana…

… Y era el anciano de la visión devolviéndole la mirada. Ojos pesarosos y


cansados rodeados de arrugas y de pelo gris. Incluso su barba había encanecido.

Y Khadgar se hundió. Privado de su juventud, de su magia, ya no creía que fuera


a sobrevivir a este combate.

—Eso ha sido instructivo —dijo Medivh, volviéndose hacia él—. Una de las
cosas negativas acerca de esta celda de carne en la que estoy atrapado es que la parte
humana sigue saliendo a la superficie. Haciendo amigos. Ayudando a la gente. Y eso
hace que sea tan difícil destruirlos luego. Casi lloré cuando maté a Moroes y a Cocinas.
¿Lo sabías? Por eso tuve que bajar aquí. Pero es como cualquier otra cosa. Una vez que
te acostumbras, puedes matar a tus amigos con tanta facilidad como a cualquier otro.

Ahora estaba sólo a unos pasos de Khadgar, con los hombros erguidos, los ojos
vitales. Con más aspecto de Medivh que cualquiera de las veces en las que lo había
visto Khadgar. Con un aspecto seguro. Con un aspecto relajado. Con un aspecto
terrorífica y condenadamente cuerdo.

—Y ahora te toca morir, Joven Confianza —dijo el Magus—. Parece que


después de todo confiaste en la persona equivocada. —Medivh levantó una mano
bañada en energía mágica.

Hubo un grito ronco a la derecha.

—¡Medivh! —bramó Lothar, Campeón de Azeroth. Medivh levantó la vista, y


su rostro pareció suavizarse por unos instantes, aunque en su mano seguía ardiendo el
poder místico.

—¿Anduin Lothar? —dijo—. Viejo amigo, ¿por qué estás aquí?

203
—Detente, Med —dijo Lothar, y Khadgar pudo percibir el dolor en la voz del
campeón—. Detente antes de que sea demasiado tarde. No quiero luchar contigo.

—Yo tampoco quiero luchar contigo, viejo amigo —dijo Medivh levantando la
mano—. No tienes ni idea de lo que se siente haciendo las cosas que yo he hecho. Cosas
duras. Cosas necesarias. No quiero luchar contigo. Así que baja tu arma y acabemos con
esto.

Medivh abrió la mano y los trocitos de magia zumbaron hacia el campeón,


bañándolo de estrellas.

—Quieres ayudarme, ¿no, viejo amigo? —Dijo Medivh, la cruel sonrisa de


nuevo en su rostro—. Quieres ser mi criado. Ven y ayúdame a encargarme de este
chiquillo. Entonces podremos volver a ser amigos.

Las destellantes estrellas que envolvían a Lothar se desvanecieron, y el campeón


dio un lento pero firme paso al frente, luego otro y luego un tercero, y entonces Lothar
embistió hacia delante. Mientras cargaba, el campeón alzó su espada labrada con runas.
Embistió contra Medivh, no contra Khadgar. De sus labios brotó una maldición, una
maldición con un fondo de pena y lágrimas.

Medivh quedó sorprendido, pero sólo por un momento. Esquivó echándose


hacia atrás y el primer tajo de Lothar pasó inofensivamente por el espacio que el Magus
había ocupado medio segundo antes. El Campeón detuvo el ataque y lanzó un fuerte
revés, haciendo retroceder al mago otro paso. Luego un molinete por encima de la
cabeza y otro paso más hacia atrás.

Medivh se recuperó, y el siguiente tajo dio de lleno en un escudo de energía


azulada, donde los fuegos amarillos de la espada se estrellaron inofensivamente con un
chisporroteo. Lothar intentó cortar de abajo hacia arriba, luego una estocada y luego un
nuevo tajo. Cada ataque fue detenido por el escudo.

Medivh gruñó y levantó una mano como una garra, con la energía mística
bailando sobre su palma. Lothar gritó cuando sus ropas estallaron de repente en llamas.
Medivh sonrió ante su obra e hizo un gesto con la mano, lanzando a un lado la forma
ardiente de Lothar como un muñeco de trapo.

—Cada vez más fácil —dijo Medivh recalcando las palabras y volviéndose
hacia donde estaba arrodillado Khadgar.

Sólo que Khadgar se había movido. Medivh se dio la vuelta para encontrarse al
que ya no era un joven mago justo tras él, con la espada que Lothar le había
proporcionado desenvainada y apoyada contra el lado izquierdo del pecho del Magus.
Las runas que recorrían la hoja brillaban como soles en miniatura.
204
—Ni parpadees —dijo Khadgar.

Pasó un momento, y una gota de sudor recorrió la mejilla de Medivh.

—Así que llegamos a esto —dijo el Magus—. No creo que tengas la habilidad
ni la voluntad para usar eso apropiadamente, Joven Confianza.

—Yo creo —dijo Khadgar, y parecía que la voz le zumbaba y le borboteaba al


hablar— que tu parte humana, Medivh, mantenía otras personas a tu alrededor a pesar
de tus propios planes. Como una medida de seguridad. Como un plan para cuando
finalmente enloquecieras. Para que tus amigos pudieran detenerte. Para que nosotros
pudiéramos romper el ciclo donde tú no puedes.

Medivh logró suspirar débilmente, y sus rasgos se suavizaron.

—Realmente nunca he querido hacerle daño a nadie —dijo—. Yo sólo quería


tener mi propia vida. —Mientras hablaba, levantó la mano y su palma brilló con energía
mística, buscando distorsionar la mente de Khadgar como había hecho con la de
Garona.

Medivh nunca tuvo la oportunidad. Al primer movimiento, Khadgar se dejó caer


hacia delante, introduciendo la delgada hoja de la espada rúnica entre las costillas de
Medivh hasta su corazón.

Medivh pareció sorprendido, incluso conmocionado, pero su boca seguía


moviéndose. Estaba tratando de decir algo.

Khadgar clavó la espada hasta la empuñadura, y la punta atravesó la espalda de


la túnica de Medivh. El mago cayó de rodillas y Khadgar cayó con él, aferrando
firmemente la hoja. El viejo mago gimió y se esforzó por decir algo.

—Gracias… —logró decir por fin—. Luché contra esto tanto como pude.

Entonces el rostro del archimago empezó a transformarse. La barba se volvió


completamente de fuego, los cuernos brotaron de su frente. Con la muerte de Medivh,
Sargeras por fin salía completamente a la superficie, Khadgar sintió que la empuñadura
de la espada rúnica se calentaba, mientras las llamas danzaban sobre la piel de Medivh,
transformándolo en una cosa de sombra y llama.

Tras el mago, herido y arrodillado, Khadgar pudo ver la chamuscada forma de


Lothar alzarse una vez más. El Campeón trastabilló hacia delante, con su carne y su
armadura aún humeando. Alzó su espada rúnica una vez más y la descargó con un fuerte
golpe lateral.

205
El filo de la espada explotó como un sol cuando golpeó el cuello de Medivh,
separando la cabeza del archimago del cuerpo con un movimiento experto.

Fue como destapar una botella, puesto que todo lo que había en el interior de
Medivh salió de una vez por los desgarrados restos de su cuello. Un gran torrente de luz
y energía, sombra y fuego, humo y rabia, brotando hacia arriba como una fuente,
salpicando contra el techo de la bóveda subterránea y disipándose. Dentro del hirviente
caldero de energías, Khadgar creyó haber visto un rostro cornudo, gritando de rabia y
desesperación.

Y cuando había acabado, todo lo que quedó fue la piel y las ropas del mago.
Todo lo que había en su interior había sido devorado, y ahora que su envoltura humana
había sido destruida no había habido forma de contenerlo.

Lothar usó la punta de su espada para echar a un lado los andrajos y la piel que
había sido Medivh.

—Tenemos que irnos —dijo.

Khadgar miró a su alrededor. No había señales de Garona. La cabeza del Magus


había hervido hasta quedarse sin carne, dejando sólo una reluciente calavera blanca.

El antiguo aprendiz negó con la cabeza.

—Tengo que quedarme aquí. Atender algunas cosas.

—Puede que el peligro más grande haya pasado, pero el obvio sigue aquí.
Tenemos que expulsar a los orcos y cerrar el portal —gruñó Lothar.

Khadgar pensó en la visión, en Stormwind ardiendo y en la muerte de Llane.


Pensó en su propia visión, en su forma ahora envejecida en una batalla final contra los
orcos. Pero dijo otra cosa.

—Debo enterrar lo que queda de Medivh. Debería buscar a Garona. No puede


haber ido muy lejos.

Lothar gruñó en asentimiento y avanzó a duras penas hacia la entrada. Al fin, se


volvió y dijo:

—No se podía hacer nada. Tratamos de alterarlo, pero todo era parte de un plan
superior.

—Lo sé —asintió Khadgar lentamente—. Todo era parte de un ciclo mayor. Un


ciclo que ahora por fin puede romperse.

206
Lothar dejó al antiguo aprendiz debajo de la torre, y Khadgar reunió lo que
quedaba de los restos físicos del Magus. Encontró una pala y una caja de madera en el
establo. Puso la calavera y los trozos de piel en la caja, junto con los fragmentos
destrozados de “La Canción de Aegwynn”, y lo enterró todo bien profundo en el patio
junto a la torre. Quizá más tarde levantara un monumento, pero por ahora sería mejor no
dejar que nadie supiera dónde estaban los resto del archimago. Cuando acabó de
enterrar al Magus, cavó dos tumbas más, de tamaño humano, y puso a descansar a
Moroes y a Cocinas a un lado de Medivh.

Se le escapó un hondo suspiro y levantó la mirada hacia la torre. Karazhan, la de


los sillares blancos, hogar del mago más poderoso de Azeroth, el último Guardián de la
Orden de Tirisfal, se cernía sobre él. A su espalda, el cielo empezaba a iluminarse y el
sol amenazaba con tocar el punto más alto de la torre.

Algo más le llamó la atención, sobre la entrada vacía, en el balcón desde el que
se dominaba la entrada principal. Algo de movimiento, un fragmento de un sueño.
Khadgar suspiró aún más fuerte e inclinó la cabeza en dirección al intruso que
observaba cada uno de sus actos.

—Ahora puedo verte, ¿lo sabes? —dijo en voz alta.

207
EPÍLOGO
CÍRCULO CERRADO
E l intruso del futuro miró desde el balcón al que ya no era un joven del

pasado.

—¿Cuánto hace que eres capaz de verme? —preguntó.

—He sentido fragmentos de ti todo el tiempo que he estado aquí —dijo


Khadgar—. Desde el primer día. ¿Cuánto llevas ahí?

—Casi toda una noche —dijo el intruso de la túnica ajada—. Aquí está a punto
de amanecer.

—Aquí también —dijo el antiguo aprendiz—. Quizá por eso podemos hablar.
Eres una visión, pero diferente de cualquiera de las que yo haya visto antes. Podemos
vernos y conversar. ¿Eres pasado o futuro?

—Futuro —dijo el intruso—. ¿Sabes quién soy?

—Tu forma es diferente de cuando te vi por última vez, eres más joven y más
sereno, pero sí, te conozco —dijo Khadgar—. Hizo un gesto hacia los tres montones de
tierra removida, dos grandes y uno pequeño—. Pensaba que acababa de enterrarte.

—Y lo has hecho —dijo el intruso—. Al menos has enterrado gran parte de lo


que era peor en mí.

—Y ahora has vuelto. O volverás —dijo Khadgar—. Diferente, pero igual.

El intruso asintió.

—En muchos sentidos no estuve aquí la primera vez.

—Una pena —dijo Khadgar—. ¿Y qué eres en el futuro? ¿Magus? ¿Guardián?


¿Demonio?

208
—Ten la seguridad de que soy mejor de lo que era —dijo el intruso—. Estoy
libre de la mancha de Sargeras gracias a tus actos de este día. Ahora puedo encargarme
directamente del señor de la Legión Ardiente. Gracias. No puede haber éxito sin
sacrificio.

—Sacrificio —dijo Khadgar, y la palabra supo amarga en su boca—. Dime esto


entonces, fantasma del futuro. ¿Es cierto todo lo que hemos visto? ¿Caerá realmente
Stormwind? ¿Matará Garona al rey Llane? ¿Debo morir, en esta carne avejentada, en
alguna tierra engendrada por el averno?

El ser del balcón hizo una larga pausa, y Khadgar temió que se desvaneciera.
Pero habló.

—Mientras haya Guardianes habrá orden. Y mientras haya orden los papeles
están ahí para ser interpretados. Unas decisiones tomadas hace milenios marcaron tu
camino y el mío. Es parte de un ciclo mayor, uno que nos mantiene bajo su control.

Khadgar levantó la cabeza. El sol tocaba ahora la mitad superior de la torre.

—Quizá no debería haber Guardianes si ése ha sido el precio.

—De acuerdo —dijo el intruso, y a medida que empezó a crecer la luz del sol,
empezó a disiparse—. Pero por el momento, por tu momento, todos debemos interpretar
nuestro papel. Todos debemos pagar este precio. Y luego, cuando tengamos la
oportunidad, empezaremos de nuevo.

Y con esto se fue el intruso, los últimos fragmentos de su ser arrastrados al


futuro por un viento mágico errante.

Khadgar agitó su envejecida cabeza y miró las tres tumbas recién excavadas.
Los hombres supervivientes de Lothar recogieron a sus muertos y heridos y volvieron a
Stormwind. No había rastro de Garona, y aunque Khadgar iba a registrar la torre una
vez más, dudaba de que estuviera dentro. Tomaría los libros que considerara más
valiosos, los materiales que pudiera, y dejaría custodias mágicas sobre el resto.
Entonces también se iría, y seguiría a Lothar a la batalla.

Levantando la pala, volvió a entrar en el ahora abandonado castillo de Karazhan,


y se preguntó si regresaría alguna vez.

Mientras el intruso hablaba se levantó una leve brisa, lo justo para agitar las
hojas de los árboles, pero fue suficiente para disipar la visión. El hombre que ya no era
joven se rompió y se desvaneció como la niebla que desaparece, y el hombre que ya no
era viejo lo vio irse.

209
Una sola lágrima corrió por la mejilla del rostro de Medivh. Tanto sacrificio,
tanto dolor… Todo para mantener en su lugar el plan de los Guardianes, y luego tanto
sacrificio para romper ese plan, para liberar al mundo del círculo vicioso. Para traer la
verdadera paz.

Y ahora, incluso eso estaba en peligro. Ahora se haría un sacrificio más. Tendría
que extraer el poder de este lugar si quería tener éxito en lo que estaba por venir. En el
conflicto final contra la Legión Ardiente.

El sol había ascendido más, y ya casi llegaba al nivel del balcón. Ahora tendría
que trabajar rápido.

Levantó una mano y las nubes empezaron a arremolinarse sobre la cima de la


torre. Lentamente al principio, luego más rápido, hasta que la coronación quedó
envuelta por un huracán.

Entonces acudió a lo más profundo de su interior y liberó las palabras, palabras


hechas a partes iguales de arrepentimiento e ira, palabras atrapadas en su interior desde
el día en que su vida acabó por primera vez. Palabras que reclamaban esa vida previa al
completo, para bien o para mal. Aceptando su poder y, al hacerlo, aceptando la
responsabilidad por lo que había hecho la última vez que fue de carne.

El huracán que rodeaba la torre aulló, y la misma torre se resistió a su


reclamación. Él volvió a pronunciarla, y luego por tercera vez, gritando para hacerse oír
por encima de los vientos que él mismo había invocado. Lentamente, casi de mala gana,
la torre entregó sus secretos.

El poder ardió desde el interior de los sillares y el mortero, y saltó hacia fuera,
canalizado por la fuerza de los vientos hacia la base, hacia Medivh. Todas las visiones
empezaron a desprenderse de su tejido y a fluir hacia abajo. La caída de Sargeras, con
sus centenares de demonios gritando, cayó en él, al igual que el conflicto final con
Aegwynn y la batalla de Khadgar bajo el apagado sol rojo. La aparición de Medivh ante
Gul’dan, las infantiles batallas de tres jóvenes nobles y Moroes rompiendo la pieza de
cristal favorita de Cocinas, todas fueron absorbidas en su interior. Y con esas visiones
llegaron recuerdos, y con esos recuerdos responsabilidades. Esto debe evitarse. Esto
nunca debe volver a suceder. Esto debe corregirse.

Y también saltaron hacia arriba imágenes y poder desde la torre oculta, desde los
pozos que había bajo la misma fortaleza. La caída de Stormwind ardió hacia él, y la
muerte de Llane, y la miríada de demonios invocados en mitad de la noche y lanzados
contra aquellos de la Orden que estaban demasiado cerca de la verdad. Todas ellas
surgieron hacia arriba y fueron consumidas por la silueta del mago que estaba en el
balcón.

210
Todos los fragmentos, todos los retazos de historia, conocidos y desconocidos,
cayeron en cascada de la torre o ascendieron de sus mazmorras y fluyeron al interior del
hombre que había sido el último Guardián de Tirisfal. El dolor era grande, pero Medivh
hizo una mueca y lo aceptó, tomando la energía y los agridulces recuerdos con
ecuanimidad.

La última imagen en desvanecerse fue la que había debajo del balcón


propiamente dicho, la imagen de un hombre joven con un petate a sus pies, una carta
sellada con el sello rojo de los Kirin Tor, esperanza en el corazón y mariposas en su
estómago. Ese joven fue el último en desvanecerse, mientras avanzaba lentamente hacia
la entrada. La magia que rodeaba esta visión, este fragmento del pasado, fluyó hacia
arriba, deshaciéndose y dejando que la energía pasara al antiguo Magus. Cuando el
último fragmento de Khadgar cayó en su interior, una lágrima apareció en el ojo de
Medivh.

Se abrazó fuertemente el pecho, conteniendo todo lo que acababa de recuperar.


La torre de Karazhan no era ya más que una torre, una pila de piedras en tierras remotas,
lejos de los caminos transitados. Ahora el poder del lugar estaba en su interior. Y la
responsabilidad de usarlo mejor esta vez.

—Y así volvemos a empezar —dijo.

Y con eso, se transformó en cuervo y se fue.

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