Seleccion de Relatos Cortos
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Seleccion de Relatos Cortos
Gene Wolfe
Premios
Nébula de 1982 a la mejor novela y Locus de 1982 a la mejor novela de fantasía por La garra del
conciliador
Locus de 1983 a la mejor novela de fantasía por La espada del lictor
John W. Campbell Memorial de 1984 a la mejor novela por La ciudadela del autarca
Premios Gigamesh de novela de 1990 y 1994.
1 de abril, 1938
Señor Editor:
A lo largo de varios años como suscriptor—en realidad, desde el momento en
que establecí mi residencia en Gran Bretaña—he observado frecuentemente con
agrado que además de ocuparse de los detalles de los diversos Juegos Originales,
todos, nuevos y lógicos imaginados por sus lectores, usted ha dado acogida en sus
columnas, algunas veces, a viñetas de vida rural y urbana, especialmente las que
tengan relación con juegos. Por ello, espero que el relato de una aventura lúdica
que me ocurrió hace poco, y que me permitió codearme (por decirlo así) no sólo
con el señor W. L. S. Churchill—el hombre que, como usted sin duda sabe, fue
destituido de su cargo como Primer Lord del Almirantazgo durante la Gran Guerra
por su apoyo a la desgraciada Expedición de los Dardanelos, y por consiguiente es
persona de especial interés para todos los que (como yo) estamos relacionados con
los Juegos de mesa Militares—sino también con una celebridad del calibre del actual
Reichschancellor de Alemania, Herr Adolf Hitler.
Todo esto, como usted habrá adivinado, tuvo lugar a propósito de la gran
Exposición de Bath; pero antes de empezar mi recuento de los extraordinarios
sucesos (observados por pocos—al menos, en esa idea me recreo—desde una
posición tan ventajosa como la mía), debo explicar, aunque sea en líneas generales
(ya que los detalles son extremadamente complejos) el juego de Guerra Mundial,
tal como fue inventado por mi amigo Lansbury y yo. Al igual que muchos otros,
empleamos un gran mapa mundial como tablero; nos ha resultado conveniente
montarlo con engrudo sobre una plancha de madera de uno veinte por uno ochenta
y cubrir la superficie con barniz; apoyado sobre una amplia mesa de mi estudio,
nos sirve admirablemente. Las naciones que apoyan a cada contendiente se
determinan al azar; las unidades de tierra, mar y aire de todo tipo se representan
simbólicamente por medio de chinchetas de diversos colores; pero al determinar la
naturaleza de estas unidades hemos introducido un principio nuevo, que, según
creemos, no aparece en ningún otro juego. Es que uno u otro competidor puede, en
cualquier momento, proponer una nueva clase de buque, arma de fuego u otro
armamento; si presenta su probabilidad (no necesariamente su utilidad, atención;
si no resulta útil el único que pierde es él) con suficiente fuerza para convencer a su
oponente, se le permite convertir tantas de sus unidades como desee al nuevo tipo
y tener su uso exclusivo por tres movidas, después de lo cual su adversario puede
convertir también, si así lo desea. De este modo, un jugador de Guerra Mundial, tal
como la vemos nosotros, debe destacarse no sólo en facultades estratégicas sino
también en facilidad de inventiva y argumentación.
La cosa es que Lansbury y yo habíamos pasado la mayor parte de este invierno
último en preparar el juego y establecer las reglas para el movimiento de las
unidades. Los dos teníamos considerable experiencia con esta clase de juegos y,
sabiendo que con frecuencia unas reglas que traten de manera inadecuada
contingencias dudosas (o que pueden parecerlo en algún caso) ocasionan confusión
y desacuerdos, escribimos las nuestras meticulosamente. El 17 de febrero
(Lansbury y yo nos reunimos una vez por semana) echamos a suertes; a mí me
tocaron Alemania, Italia, Austria, Bulgaria y Japón; Gran Bretaña, Francia, China y
los Países Bajos, a Lansbury. Confieso que esta alineación parece improbable—un
Nota del Editor: Aunque no deseamos rasgar el velo del nom de guerre con que
"Soldado Desconocido" concluye su agradable comunicación, creemos lícito
descubrir que es un oficial americano de ascendencia alemana, no muy joven ya y
sin embargo con demasiados pocos años para haber visto la acción de la Gran
Guerra, aunque nos dicen que estuvo muy cerca. Actualmente, "Soldado
Desconocido" está agregado a la embajada americana en Londres, pero tenemos
entendido que, convencido de que su país no volverá a necesitar fuerzas militares,
intenta abandonar su cargo y volver a su Kansas natal, donde dirigirá una agencia
de automóviles Buick. Buena suerte, Dwight.
¿Recuerda usted el relato Como Perdí La Segunda Guerra Mundial Y Contribuí A Rechazar La
Invasión Alemana? Pues aquí tienen ahora otro cuento en el mismo estilo, y por el mismo autor que aquel.
Gene Wolfe del que pueden leer en español la novela "La quinta cabeza de Cerbero" en Ediciones Acervo,
y el cuento "La muerte del doctor Isla" en las antologías Universum de Terry Carr publicadas por la
colección argentina Andrómeda, es un escritor realmente peculiar, que se aparta de todas las normas.
Puede que a usted, personalmente no le gusten este tipo de relatos. Pero para tranquilidad de su
conciencia le diremos que precisamente éste mereció, en el año de su publicación 1972, el premio Nebula
a la mejor historia corta. Lo cual quiere decir que no todo el mundo opina como usted.
Un conductor despiadado de lo sencillo, del aquí-no-está-pasando-nada. Gene Wolfe (1931) suele plantear
sus relatos en escenarios planos, en paisajes diáfanos y deja toda la sustancia ígnea bullendo en el interior.
Infinitamente laureado, Wolfe es uno de los escritores más sutiles y profundos que ha producido el
género. "Creación" es una pincelada; como "Paja", como "Contra la escuadrilla de Lafayette", como "El
hombre sin cabeza".
Lunes, 1 de agosto. Hoy tuve un destello de comprensión. Estuve dando vueltas alrededor de
la noción de Gott (Harvard) acerca de que el universo contiene sólo un monopolo magnético,
porque ésa es su semilla, de la misma forma que cada gota de lluvia contiene sólo una
partícula de polvo. (Significa que los tipos de Berkeley y de la U. de Houston están
equivocados respecto a querer atraparlas en su globo sobre Nebraska, por supuesto). ¿Por
qué no hacer uno en el acelerador? Porque no se puede mover algo tan pesado; los
monopolos deberían tener diez billones de veces (aproximadamente) la masa de un átomo de
hidrógeno. Destello de comprensión: Para hacer diamantes industriales, la presión se obtiene
mediante una explosión. ¿Por qué no usar una descarga eléctrica? Lo hice un rato en el
acelerador, lo intenté. Nada. Disparé electrones al aire a ver si eran atraídos o repelidos.
Obtuve electrones, unos pocos positrones. Probablemente el equipo se fundió.
Martes, 2 de agosto. Una anormalidad en el foco. Lo saqué del acelerador, lo lavé, lo fregué
con piedra pómez, etc.; sin obtener resultados. Lo puse en el microscopio. Mancha oscura de
agua y purgante que no se limpiará. El material pesado parece estar asentándose.
Miércoles, 3 de agosto. Les dije a Sis y a Marta: ¿Les gustaría decir, "mi hermano (marido), el
Premio Nobel"? Marta: "Gene, estás loco, fíjate un poco en lo que dices, etc." Sis, interesada.
(Lo que esperaba de ambas, al fin y al cabo). Le conté a ella sobre todo el asunto —el
monopolo esencial, la fabricación del microverso, el derecho de Gott—. La llevé al laboratorio.
El microverso parecía piramidal. Extraño. Lo incliné, el agua fluía como de la gravedad,
dejando algunos sedimentos secos. Gravedad interuniversal. Quería llamar a John Cramer
para contárselo, pero está enseñando en Berlín. Tengo una conferencia y aún no he hecho casi
nada.
Jueves, 4 de agosto. Equipé de luz el laboratorio para usarlo en el estudio del microverso. Ya
no es piramidal, sino cúbico y de mayor tamaño. Lo que sólo significa que ha pasado de 4
ángulos a 8. No hay duda de que seguirá hasta convertirse casi en una esfera, si lo dejo. Es
gracioso pensar que yo he escrito sobre esta extraña partícula (como el monopolo) o lo que
sea "existiendo en algún extraño rincón del universo" sin suponer que podía ser verdad. (¿Hay
propiedades especiales en esos rincones?) De cualquier forma, no importa cuán grande se
vuelva, no ocupa espacio, no existe en nuestro universo en absoluto. Cuando mido el foco con
el calibrador, todavía tiene el tamaño adecuado. Pero las reglas en el microverso le hacen
perder un poco de tamaño, aparentando que el foco ha crecido. (Acordarse de escribir sobre el
concepto de espacio para Physical Review C.)
Viernes, 5 de agosto. Introduje material celular (ralladuras) de la manzana que Sis incluyó en
mi almuerzo. Resultados sorprendentes. Materia verde se desparramó por sobre todo el
material inorgánico por encima del agua. (Eso estuvo creciendo por sí solo, creo;
aparentemente se está expandiendo junto con el microverso, aunque no tan rápido). Volví a la
Biología, y coloqué muestras de tejidos de conejos, ratones y demás. Nada; aparentemente
han muerto.
Sábado, 6 de agosto. Parece que estaba equivocado respecto al tejido animal. Hoy vi un par de
pequeñas cositas moviéndose por allí y una o dos nadando. Parecían demasiado grandes para
ser microorganismos; quería agarrar algunos y traerlos pero eran demasiado rápidos para mi.
Lo que es más sorprendente, la materia vegetal se ha vuelto musgo o algo parecido. Con un
Domingo, 7 de agosto. Decidí no ir al campus hoy, aunque sabia que significaría (tal cual
sucedió) que Marta me sermonearía. Dormí hasta tarde, vi béisbol por la televisión. Hablé del
microverso con Sis, y ella quería contarle "a la gente" acerca de nosotros. Tonto, pero ella
estaba tan entusiasmada que no pude negarme a ayudarla. Hizo pequeños dibujos en un papel
que pudiera ser doblado y usado como folletín, comenzando con la descarga del arco eléctrico
y terminando conmigo mirando a los Yankees marcando un tanto frente a los Angels. Fuimos al
campus, hicimos una reducción de la copia a un sexto, y ella la dobló. Tal vez no debería
decirlo aquí, pero nunca en mi vida me sentí tan orgulloso como cuando le mostré el
microverso, ella estaba tan emocionada. (Ya está hablando de colocar algunas células suyas
en él). Pero cuando usé la lente, ¡qué horror! Los critters estaban comiéndose los gérmenes de
las vainas, o lo que fueran. Yo quería verlos mejor, de modo que comencé a meditar una forma
de espantarlos. Había una mosca volando sobre los restos de la manzana en mi papelero, de
modo que la cacé y la introduje. Actuó como un embrujo, y pronto se escabulleron todos. Sis
dijo que teníamos que ponerle un nombre a su libro, pero no pudimos encontrar ninguno
apropiado. Después de mucho discutirlo, simplemente escribimos nuestros nombres, GENE y
SIS, en la cubierta, y lo tuvimos listo.
El nebraskano se inclinó hacia adelante con una afable sonrisa y movió la mano derecha
en una gran curva.
—Sí, desde luego dijo—, es justamente el tipo de cosa que me interesa. Hábleme de ello,
señor Thacker, por favor.
Todo este despliegue de calor humano tenía como objetivo apartar la atención del viejo
Hop Thacker de la mano izquierda del nebraskano, que acababa de introducirse sigilosamente
en el bolsillo izquierdo de su chaqueta para poner en marcha la minigrabadora que había
dentro de él. El micrófono quedaba oculto por la solapa del nebraskano, y el delgadísimo cable
marrón era casi invisible.
Naturalmente, es posible que al viejo Hop tampoco le hubiese importado. Podían decirse
muchas cosas de él, pero no que fuese tímido.
—Bueno... empezó a decir—. Según me han contado, ocurrió hace muchos, muchos años.
Supongo que debió de ser antes de la época de mi abuelo, señor Cooper, o puede que incluso
antes de eso.
"Sacaron la vieja mula del establo y la llevaron hasta un kilómetro o un kilómetro y medio
de allí. Ya sabe cómo se hacen estas cosas, ¿verdad? Creech le pegó un tiro en la oreja y la
mula se tumbó en el suelo y se murió. Era vieja y además estaba enferma, así que no coceó ni
nada, y el coronel Lighfoot sacó su cuchillo y le abrió el vientre, y después se escondieron entre
la espesura para esperar a que llegaran los cuervos.
—Comprendo dijo el nebraskano.
—Uno de ellos disparó, y luego el otro, y los dos dieron en el blanco, y siguieron
disparando. Ya casi había oscurecido, ¿sabe?, y el coronel Lighfoot tenía su rifle nuevo y el
otro tenía un rifle muy bueno, y siempre iban igualados, y el pobre Laban Creech se había
quedado bastante atrás. Supongo que debía de haber como cien cuervos por allí. Ya sabe que
no puedes matar un cuervo, dejarlo allí y esperar que venga alguno más, ¿verdad? En cuanto
ven un cuervo muerto los otros cuervos se dicen: "Caray, fíjate en lo que le ha pasado a ése.
No pienso acercarme por allí, no señor...".
El nebraskano sonrió.
—Son unos pájaros muy listos.
—Oh, hay toda clase de historias sobre ellos —dijo el anciano—. Gracias, Sarah.
Su nieta les había traído dos vasos de limonada. Se quedó quieta en el umbral el tiempo
suficiente para secarse las manos con su delantal a cuadros rojos y blancos, y contempló al
El bastón del anciano cayó al suelo con un golpe seco. El nebraskano se agachó para
recogerlo y durante una fracción de segundo pudo ver el pálido rostro de Sarah al otro lado del
umbral.
—Me fui al cobertizo. Apuesto a que debía faltar poco para los cuarenta grados, pero
después de haber estado allí dentro... Bueno, era un auténtico alivio. Entonces fue cuando lo vi
bajar por la colina al otro lado del camino. Se mantenía lo más pegado posible a las sombras y
la verdad es que parecía una sombra, pero podías ver cómo se movía, y siempre era un poco
más negro que las sombras. Nada más verle supe que era el chupador de almas y me asusté
pensando que podía llevarse a mi ma. Me eché a llorar, y mi ma salió de la casa y me llevó al
arroyo para que bebiera un poco de agua, y que yo sepa ésa es la última vez en que le ha visto
nadie.
—¿Por qué le llama el chupador de almas? —preguntó el nebraskano.
—Porque eso es lo que hacía, señor Cooper. Supongo que usted ya sabe que no sólo las
personas tienen fantasmas, ¿verdad? Un hombre puede ver el fantasma de otro hombre,
desde luego, pero también puede ver el fantasma de un perro o de una mula o de cualquier
otro animal. Aunque los más conocidos son los fantasmas de la gente, claro... El fantasma es el
espíritu del que se ha muerto, ¿no? ¿Por qué no está en el Cielo o abajo en el lugar malo
donde se supone que ha de estar? ¿Qué está haciendo en la casa, o caminando por el
sendero o donde sea que lo ha visto? Yo tuve un perro que vio un fantasma y era el fantasma
de otro perro, ¿comprende? Yo nunca llegué a verlo, pero él sí, y yo supe que lo había visto por
su forma de comportarse. ¿Qué estaba haciendo aquí?
Las palabras con que puso punto final a su relato hicieron que Sarah apareciese en el
umbral.
—La cena está lista. He puesto un cubierto para usted, señor Cooper. Pa dijo que lo
pusiera. Supongo que se quedará, ¿verdad? No es ninguna molestia.
El anciano se levantó ayudado por su nieta y fue lentamente hacia la casa, apoyándose en
el bastón que sostenía con la mano derecha mientras la joven le guiaba cogiéndole del brazo
izquierdo. El nebraskano les siguió y le sostuvo la silla para que se sentara.
—Pa se está lavando —dijo Sarah—. Ha estado cambiando el aceite del tractor. Cuando
llegue bendecirá los alimentos. No hace falta que me sostenga la silla, señor Cooper. Iré
trayendo lo que falta mientras pa llega... Ande, siéntese.
—Gracias.
Sarah colocó el jamón en el sitio de honor, delante de la silla ocupada por su padre.
—Creo que está haciendo una labor realmente maravillosa. Poner por escrito todas esas
viejas historias antes de que se pierdan...
El hijo del señor Thacker se puso en pie, clavó un inmenso cuchillo de carnicero en el
jamón y el nebraskano se acordó por fin de apagar su minigrabadora.
Dos horas después el nebraskano estaba más que saciado y había accedido a quedarse
aquella noche en casa de los Thacker.
—No es muy elegante, pero está limpio —dijo Sarah mientras le enseñaba el dormitorio
para los huéspedes—. Cambié las sábanas y puse la colcha mientras hablaba con el abuelo.
El nebraskano asintió.
—Preveía que iba a aceptar la invitación de su padre, ¿eh?
—Bueno... Tenía la esperanza de que la aceptara. —Sarah hacía todo lo posible para no
mirarle a los ojos—. Llevaba años sin ver tan contento al abuelo... ¿Hablará un rato más con él
mañana? Puede poner sus cosas en esta cómoda. Vacié los cajones de arriba y ya he aireado
un poco la cama. El baño es la puerta que está después de la habitación de pa, ya sabe...
Supongo que toda esta comarca debe parecerle terriblemente atrasada, ¿no?
—Crecí en una granja cerca de Fremont, Nebraska —dijo el nebraskano.
Sarah no dijo nada. Cuando se volvió a mirar, Sarah estaba soplándole un beso desde el
umbral, y un instante después ya había desaparecido.
Pero el dormitorio contaba con un asiento libre, una vieja pero robusta silla de madera con
el fondo de enea. El nebraskano la llevó hasta la ventana y abrió el libro de Schmit, decidido a
leer mientras hubiera luz suficiente. Sabía que Dis llegaba en su carroza para llevarse las
almas de los griegos que habían fallecido, y quienes tenían miedo de pronunciar su nombre le
llamaban El que Recoge a Muchos; pero el chupador de almas deforme y casi digno de
compasión descrito por Hop Thacker no parecía tener nada en común con la oscura y
majestuosa figura de Dis. ¿Habría existido alguna deidad anterior que prefigurase claramente
al chupador de almas? Como la mayoría de estudiosos del folklore, el nebraskano estaba
firmemente convencido de que sus temas y motivos básicos quizá no llegaran a alcanzar la
categoría de eternos, pero sí eran muy antiguos. Abrió Los dioses que precedieron a los
griegos. El índice de referencias parecía muy concienzudo.
An-uat, Anuat, "Señor de la Tierra (la Necrópolis)", "El que Abre el Norte". Aunque es
frecuentemente confundido con Anubis, al cual prestó su forma, está claro que el dios chacal
An-uat mantuvo una identidad separada durante el período del Nuevo Reino. Las almas que se
habían negado a subir en la barca de Ra (lo que implicaba no presentarse ante el trono de
Osiris resucitado) quedaban bajo el poder de Anuat, quien visitaba a sus momias y arrastraba
las almas hasta Tuat, el valle sin luz habitado por demonios que se extendía entre el lugar
donde moría el viejo sol y aquel donde nacía el nuevo. Anuat y Anubis, no tan amenazador,
rara vez pueden ser distinguidos en el arte, pero allí donde tal distinción resulta posible An-uat
siempre es la figura más musculosa. Van Allen ha informado de que An-uat sigue siendo
invocado por los magos modernos de Egipto (tanto musulmanes como coptos), quienes le
llaman Ju'gu.
El nebraskano se puso en pie, dejó el libro sobre la silla, fue hasta la cómoda y volvió. La
función de aquel mito de cinco mil años de antigüedad era idéntica a la del chupador de almas,
y no estaba nada seguro de que la similitud fuese meramente accidental. Que el folklore de los
Apalaches pudiera haber sido influido por las creencias ocultistas del Egipto moderno parecía
una hipótesis salvajemente improbable, pero no tenía nada de imposible. El nebraskano se
recordó que después de la guerra de secesión el Ejército de Estados Unidos había importado
no sólo camellos sino también camelleros egipcios; y Harry Houdini, el artista de las fugas,
había descrito con todo lujo de tétricos detalles su encierro dentro de la Gran Pirámide. No
cabía duda de que su relato había sido adornado por la imaginación, pero... ¿Sería posible que
alguna de sus giras europeas hubiese incluido una visita a Egipto? Miles de soldados
norteamericanos debían de haber visitado Egipto durante la segunda guerra mundial, pero
tampoco cabía duda de que la historia del chupador de almas era más antigua y,
probablemente, anterior a Houdini.
El aspecto también parecía ser distinto, pero... ¿Cuáles eran las auténticas diferencias
entre el tal Ju'gu y el chupador de almas? Anuat era representado como un hombre muy
musculoso con cabeza de chacal. El chupador de almas era...
Naturalmente, el que hubiera tres tiradores se debía a que en el folklore casi nunca hay
ningún número superior a la unidad salvo el tres; pero el que hubiera usado su apellido le
parecía bastante extraño. Debía de haber sido algún capricho de la ya algo vacilante memoria
del anciano. Recordaba que su apellido era "Cooper", y había cometido el error de atribuírselo
al tercer tirador.
Poco a poco y de forma casi imperceptible el nebraskano se dio cuenta de que los Thacker
estaban prestando tan poca atención a la pantalla como él. Reían chistes que nadie había
contado, no mostraban ninguna irritación ni ante los anuncios más insistentes y no comentaban
aquel horrible programa ni entre ellos ni con él.
La hermosa Sarah estaba sentada decorosamente a su lado con las rodillas muy juntas,
sus largas piernas cruzadas a la altura de sus esbeltos tobillos y sus manos algo enrojecidas
de tanto lavar platos encima del delantal. El anciano se mecía a su derecha, y las leves
protestas de su mecedora eran tan regulares y lentas como el tic tac del reloj de péndulo que
había en un rincón de la sala. El señor Thacker tenía las manos apoyadas en la curva de su
bastón, y su rostro mostraba un fruncimiento de ceño que no parecía dirigido a nada en
particular.
Por suerte, el episodio de aquella horrible serie acababa de terminar y había sido sustituido
por un amanecer multicolor en las llanuras de África. El nebraskano pensó que ése era el
Una cebra yacía inmóvil sobre la llanura. La cámara se fue acercando a ella. Cuando
estuvo muy próxima apareció la cabeza de una hiena inmensa con las fauces llenas de
carroña. El anciano apartó la vista y la brusquedad de su movimiento atrajo la atención del
nebraskano.
Miedo... Sí, naturalmente, era eso. Se maldijo por no haber identificado antes la emoción
que impregnaba la atmósfera de la sala. Sarah estaba asustada, y el anciano también lo
estaba..., tenía un miedo horrible. Hasta el padre de Sarah parecía asustado y nervioso, y no
conseguía estarse quieto. Se reclinaba en su asiento y se echaba hacia adelante, movía los
pies y se limpiaba las palmas de las manos en la descolorida tela caqui que cubría sus muslos.
El nebraskano vaciló, intentando adivinar cuál sería la contestación que se esperaba de él.
—Si no es demasiada molestia... Sí, sería muy agradable.
Una vez dentro de la bañera se dijo que se había comportado como un perfecto imbécil.
¿Cómo le había descrito aquella chica de su última clase? Un romántico incurable... Pasar la
noche con una joven atractiva habría sido muy agradable (y llevaba varios meses sin acostarse
con una mujer), y además la habría salvado de... ¿De qué? ¿De una paliza administrada por su
padre? No había visto morados en la piel de sus brazos, y no le faltaba ningún diente. En
cuanto a aquella nariz tan delicada... No, jamás había sido rota.
Podría haber pasado la noche con una joven preciosa..., de la que luego se habría sentido
responsable durante el resto de su existencia. Se imaginó la referencia en la Revista de
Folklore Norteamericano: "Recogida por el doctor Samuel Cooper, U. de Neb., de Hopkin
Thacker, 73 años, cuya nieta fue seducida y abandonada por el doctor Cooper".
No le diga nada de lo que el abuelo le ha contado. Era la letra de una mujer, tan
concienzuda y decidida a resultar legible que casi parecía infantil.
Estaba claro que Sarah había previsto su negativa y había actuado en consecuencia para
protegerse. Supuso que la persona a quien no debía decirle nada era su padre, a menos que
hubiera otro varón en la casa o se esperara la visita de alguno. No, estaba casi seguro de que
se refería a su padre.
El nebraskano rompió la nota en trocitos muy pequeños y los echó por el retrete, se secó
con dos toallas, se cepilló los dientes y volvió a ponerse el pijama y el albornoz. Después salió
al pasillo sin hacer ningún ruido y se quedó inmóvil escuchando.
El nebraskano volvió a entrar en su habitación y cerró la puerta detrás de él. Fuera lo que
fuese, no era asunto suyo. Por la mañana desayunaría con ellos, oiría una o dos historias más
de labios del anciano y se olvidaría de toda aquella familia.
Algo se movió cuando apagó la luz, y durante un segundo vio su propia sombra sobre la
persiana de la ventana con la de algo o alguien detrás de él, un hombre todavía más alto que
él, un silueta de hombros muy anchos que tenía las orejas puntiagudas o un par de cuernos.
Lo cual era ridículo, naturalmente. La vieja lámpara de latón del techo estaba en el centro
de la habitación y el interruptor se encontraba junto a la puerta, con lo que no podía estar más
lejos de la ventana. No había forma alguna de que su sombra —o cualquier otra—, pudiera
haberse proyectado sobre esa persiana. Él y lo que creía haber visto, fuera lo que fuese,
tendrían que haber estado de pie en el otro extremo de la habitación, entre la luz y la ventana.
Parecía que alguien había movido la cama. Esperó a que sus ojos se acostumbraran a la
oscuridad. ¿Cuál era el mobiliario de la habitación? La cama, la silla en la que había estado
leyendo —debía seguir junto a la ventana, allí donde la había dejado—, una cómoda con un
espejo algo deslustrado y... Se devanó los sesos intentando recordar. Quizá hubiera una
mesilla de noche. La mesilla debía estar junto a la cabecera de la cama, si es que había una.
La habitación se había llenado de susurros. Era el viento del exterior. Las ventanas estaba
abierta de par en par, y la vieja casa se encontraba rodeada por un macizo de arces enormes.
Las ventanas ya eran visibles: unos rectángulos pálidos en la oscuridad. Fue hacia una de ellas
lo más cautelosamente que pudo y subió la persiana. La luz de la luna invadió el dormitorio. Allí
estaba su cama y allí su silla, a su izquierda delante de una ventana. Ninguna ráfaga de aire
hacía moverse las ramas cargadas de hojas.
Se quitó el albornoz y lo colgó sobre uno de los postes de la cama, tiró de la colcha y la
sábana de arriba hasta dejarlas a los pies del lecho y se acostó. Había oído algo..., o quizá no
fuese nada. Había visto algo.... o nada en absoluto. Pensó con añoranza en su apartamento de
Lincoln y en el año sabático que había pasado en Grecia, hacía ya casi doce meses. El sol
arrancando destellos al golfo de Salónica...
Un segundo chacal apareció al final de una de las serpenteantes avenidas de los muertos.
Alzó la cabeza, irguió las orejas y contempló el vacío escuchando el silencio antes de volver a
clavar los dientes en la cosa destrozada que había arrastrado hasta allí. Sin ojos, reseco,
manchado de bitumen y envuelto en vendajes podridos... El nebraskano reconoció su propio
cuerpo.
Un sonido.
Se puso en pie y buscó a tientas el interruptor de la luz. Tenía que expulsar definitivamente
al chacal y el recuerdo de aquella ciudad maldita donde nunca brillaba el sol. El dormitorio
estaba tal y como lo recordaba o, al menos, eso le pareció—, dejando aparte el contorno de
humedad que su delgado cuerpo había producido en la sábana. Su maleta estaba delante de la
cómoda con su estuche de afeitado encima; Los dioses que precedieron a los griegos
esperaba que su cuerpo volviera a posarse en el enrejado de enea de la vieja silla.
—Debes venir a mí.
Giró en redondo. Estaba solo en la habitación y no pudo ver a nadie en las ramas del arce
o en el suelo que había debajo. Pero las palabras habían sonado con toda claridad, y quien las
pronunció parecía estar casi junto a su oreja. Miró debajo de la cama, sintiéndose como un
perfecto idiota. No había nadie, y tampoco había nadie en el armario.
El picaporte se negaba a girar en su mano. Le habían encerrado. Quizá fuera ése el ruido
que le había despertado... El chasquido del pestillo al entrar en el hueco del quicio. Se acuclilló
para mirar por el agujero de aquella vieja cerradura. El tramo de pasillo sumido en la penumbra
que podía ver estaba vacío. Se puso en pie. Un objeto duro se incrustó en la planta de su pie
derecho y se inclinó para ver qué era.
Era la llave. La cogió. Alguien había cerrado su puerta con llave, la había deslizado por
debajo del panel y (posiblemente) había hablado con los labios pegados al agujero de la
cerradura.
O quizá sólo fuese un fragmento del sueño que había permanecido con él. Sí, tenía que
haber sido la voz del chacal...
La llave giró en la cerradura sin hacer ningún ruido. Salió al pasillo y creyó detectar la
fragancia del perfume de Sarah, aunque no podía estar seguro. Quizá hubiera sido Sarah. Le
había encerrado y había deslizado la llave por debajo de la puerta para que pudiera salir por la
mañana. ¿A quién intentaba impedir la entrada en su dormitorio?
Volvió al dormitorio, cerró la puerta y se quedó inmóvil junto a ella durante unos momentos
contemplando la llave que sostenía en la mano. Aquella cerradura tan tosca y anticuada no
habría detenido durante mucho tiempo a un intruso y, naturalmente, le haría perder algún
tiempo cuando respondiera... ¿Cuando respondiera a la llamada de quién? ¿Y por qué debía
responder a alguna llamada?
Abadón. El ángel de la destrucción enviado por Dios para convertir el Nilo y todas sus
aguas en sangre y para matar al primogénito varón de cada familia egipcia. La mano de
Abadón no cayó sobre los Hijos de Israel porque habían untado sus puertas con la sangre del
cordero pascual. Esta sustitución ha sido considerada en más de una ocasión como un
precedente del sacrificio de Cristo.
Am-mit, Ammit, "Devorador de los Muertos". Esta diosa egipcia vigilaba la entrada que
llevaba al trono de Osiris en el mundo subterráneo y se alimentaba con las almas de aquellos
que eran condenados por Osiris. Tenía la cabeza de un cocodrilo y las patas delanteras de un
león, y el resto del cuerpo de hipopótamo. El gran templo consagrado a Am-mit en Henen—su
(Heracleópolis) fue destruido por Octavio, quien hizo empalar a sus sacerdotes.
An-uat, Anuat, "Señor de la Tierra (la Necrópolis)", "El que Abre el Norte". Aunque es
frecuentemente confundido con Anubis...
El nebraskano dejó el libro a un lado. La luz de la lámpara del techo no permitía leer. La
apagó y volvió a acostarse.
Alzó los ojos hacia la oscuridad del techo y empezó a pensar en el extraño título de An-uat,
El que Abre el Norte. Devorador de los Muertos y Señor de la Tierra... Esos dos no encerraban
ningún misterio. O, mejor dicho, Señor de la Tierra parecía lógico gracias a que Schmit
explicaba la referencia a la necrópolis. (Estaba claro que esa explicación era la fuente de su
sueño.) Entonces, ¿por qué no daba ninguna explicación que aclarase por qué se le llamaba El
que Abre el Norte? Presumiblemente porque no tenía ninguna que dar. Bueno, "abrir" podía
entenderse como haber sido el primero en seguir cierta dirección. Quien abría el camino dejaba
huellas y hacía más fácil que quienes venían detrás pudieran seguirlo. El Nilo fluía hacia el
norte, por lo que Anuat podía haber sido concebido como el dios que precedió a los egipcios
cuando abandonaron las aguas de su río para navegar por el Mediterráneo. De hecho, unas
horas antes él mismo se había imaginado a Anuat en una embarcación porque se suponía que
existía un Nilo celeste (¿sería la Vía Láctea?) y porque sabía que los egipcios creían que
existía un análogo divino del Nilo por donde viajaba la embarcación solar de Ra. Y, por
supuesto, la Vía Láctea era el lago de estrellas donde flota el sol... Sí, literalmente era eso...
El chacal soltó el cadáver que había estado transportando en sus fauces, tosió y vomitó un
montón de carroña que hervía de gusanos. El nebraskano cogió una piedra que se había
desprendido de una de las tumbas medio derrumbadas y se la arrojó. El proyectil golpeó al
chacal justo debajo de una oreja.
El chacal se alzó sobre sus patas traseras. Su rostro seguía siendo el de una bestia, pero
sus ojos eran los de un hombre.
—Esto es para ti —dijo señalando hacia la masa de carne que se agitaba incesantemente
—. Cógelo y ven a mí.
El nebraskano se arrodilló y cogió uno de los gusanos que se deslizaban sobre el vómito
maloliente. El gusano era de un color blanco con rayas y manchas escarlata, y le bastó con
verlo para sentir un anhelo que jamás había experimentado antes. Se lo metió en la boca y el
gusano trajo consigo paz, salud, amor y el deseo de algo que no podía nombrar.
La voz del viejo Hop Thacker le llegó desde una distancia infinita.
—No dispare nunca contra nada sin estar totalmente seguro de lo que es, jovencito.
El nebraskano cogió la llave que había guardado en el cajón. Bastaría con abrir la tumba
más próxima. El chacal señaló la cerradura.
—Si tiene hambre chupará una persona viva, y la persona tiene que luchar o morir.
—Ven a mí, Hombre de la Tierra. Ven, deprisa...
La voz de Sarah se había unido a la del anciano y sus palabras se confundían. La oyó
gritar, y las figuras pintadas que adornaban la tumba desaparecieron.
Y le golpeó con su bastón. La sangre brotó del cuero cabelludo de su hijo, pero no se volvió
a mirar.
—¡Lucha, jovencito! ¡Tienes que luchar!
Sarah llevaba el enorme cuchillo de carnicero en la mano. Lo alzó por encima de la cabeza
de su padre y lo hizo bajar. Su padre la cogió por la muñeca y giró sobre sí mismo. El
movimiento reveló una herida que recorría toda su espalda. El cuchillo y Sarah cayeron al
suelo.
Tenía la boca abierta, pero no había ninguna lengua visible entre sus labios. Su boca
estaba llena de gusanos que no paraban de retorcerse, y entre los gusanos se distinguía el
brillo de las estrellas.
El nebraskano golpeó aquellos labios con toda la fuerza de su puño derecho. El impacto
hizo que la cabeza del hijo de Thacker saliera despedida hacia atrás y una punzada de dolor
recorrió el brazo del nebraskano. Volvió a golpearle, esta vez con la izquierda, y el hijo de
Thacker le agarró por la muñeca como había agarrado antes a Sarah. El nebraskano intentó
retroceder y luchó por liberarse. La cama chocó con sus piernas a la altura de las rodillas,
haciendo que le resultara aún más difícil moverse.
Vio cómo se inclinaba sobre él. Su boca seguía abierta y los labios sangraban, y en sus
ojos había un dolor tan inmenso que el nebraskano jamás lo habría creído posible.
—Ábrete a mí —dijo el chacal.
—Sí —dijo el nebraskano—. Sí, lo haré.
No sabía que poseyera un alma, pero pudo sentir cómo corría hacia su garganta y
empezaba a subir por ella.
Hop Thacker le contempló con las manos temblorosas durante un segundo que pareció
mucho más largo. El anciano dio un paso hacia atrás y cayó también, desmadejándose de una
forma horrible y torpe, y su cabeza golpeó el suelo con un crujido claramente audible.
—¡Abuelo!
El nebraskano se puso en pie. El gastado mango marrón del cuchillo de carnicero asomaba
de la espalda del hijo de Thacker. Un poquito de sangre, mucha menos de la que había
esperado ver, se deslizó a lo largo de la madera pulida por el uso y formó un charco carmesí
sobre la sábana.
—Ayúdeme, señor Cooper. Tengo que acostarle.
El nebraskano asintió, se inclinó sobre el único señor Thacker que seguía con vida y le
incorporó.
—¿Cómo se encuentra?
—No muy bien —admitió el anciano—. No me encuentro nada bien...
El nebraskano se pasó el brazo derecho del anciano por encima de su cuello y le alzó en
vilo.
—Puedo llevarle. Tendrá que enseñarme dónde está su dormitorio.
—Joe casi siempre se comportaba como si no hubiese cambiado. —La voz del anciano era
un murmullo tan débil y distante como cuando la había oído en la ciudad de los muertos del
sueño—. Eso es lo que ha de entender... La mayor parte del tiempo, y cuando... Cuando lo
hacía ya estaban muertos, ¿comprende? Muertos o a punto de morir... No hacía mucho daño a
nadie.
El nebraskano asintió.
Sarah había encontrado un gran pañuelo de hombre. Debía haber estado hurgando en los
cajones de su abuelo. Se sonó la nariz con él.
—Eso es lo que dirán.
Hizo rodar a Thacker sobre sí mismo todo lo que permitía el mango del cuchillo y puso sus
piernas sobre la cama. La mandíbula de Thacker colgaba fláccidamente; su lengua y su
paladar estaban cubiertos por una capa de gelatina traslúcida que emitía un débil olor parecido
al del amoníaco. Por lo demás, su boca era perfectamente normal.
—Es un espíritu —dijo Sarah desde el umbral—. Ahora se meterá dentro del abuelo porque
lo mató. Es lo que siempre dijo.
Puso sus pulgares sobre los párpados del muerto y se los bajó. O se ha alejado reptando
o... —empezó a decir el nebraskano.
El nebraskano fue retrocediendo a tientas hacia el umbral, y cuando por fin logró salir de la
habitación el muerto y la joven seguían sin haberse movido, unidos en aquel beso. El rostro de
Sarah mostraba una expresión de éxtasis y sus dedos se enredaban en la cabellera del
muerto. Cuando cruzó el Missisippi dos días después, el nebraskano seguía viendo aquel beso
en las sombras que había junto a la carretera.
Después de los viajes espaciales, lo más común en un relato de ciencia—ficción es un robot. Sería
sorprendente no incluir una historia de este tipo en esta selección.
No hay por qué sorprenderse, pues está aquí.
Está aún claramente grabado en mi memoria el día que conocí a March B. Street. Esto
demuestra, claro, que mi subconsciente..., mejor será decir mi monitor... Tenéis que
perdonarme si a veces tengo algún desliz en estos términos antropomórficos. Es un sesgo
profesional... ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí. Mi monitor, que revisa mi memoria y borra todos
los datos obsoletos en los períodos de mantenimiento, guarda esta conexión como algo
importante. Un lazo no demasiado fuerte, se puede decir. Pero sí que ha durado en el tiempo.
Era tarde. Ya había hecho la última visita a domicilio y estaba lloviendo. A lo mejor cuido de
mi salud más de lo que debiera, pero mi profesión me hace ser así y, después de todo, hay un
gran número de personas que dependen de mí. En cualquier caso, en vez de ir andando a
casa como hago de costumbre, me compré un periódico y me senté bajo un techado para leer
mientras esperaba la llegada del monorraíl.
En veinte minutos ya había leído todo lo que podía tener interés y puse el periódico en el
banco, al lado de mi maletín. Después de unos cinco minutos contemplando la lluvia gris y pen-
sando en algunos de mis pacientes más problemáticos, cogí el periódico de nuevo y empecé a
ojear los anuncios de pisos (mi habitación era, en varios aspectos, menos que satisfactoria).
Creo recordar lo que decía exactamente el anuncio:
«Profesional soltero desea compartir apartamento (arm. exp.) ambiente tranquilo
CRS/MO.»
El precio era más bajo de lo que estaba pagando por mi habitación y la idea de un
apartamento —aunque fuera solamente un armario expandido y además compartido— era
tentadora. Estaba más cerca del centro de lo que estaba mi habitación, y en la misma línea de
mono. Estaba meditándolo mientras subí al mono y, cuando llegamos a la parada más cercana
(La Catedral), me bajé.
El edificio era viejo y pequeño; la fachada era de hormigón deslucido que el tiempo había
vuelto casi negro. La dirección que buscaba estaba en el piso vigésimo séptimo. Lo que una
vez había sido sólo un apartamento se había desplegado en un complejo de viviendas por
medio de expandidores de espacio, cuyos constantes zumbidos me recibieron cuando abrí la
puerta. Se tenía la sensación de estar entrando de cabeza en golfos de vacío. Entonces, una
mujer bajita, la casera, subió para averiguar qué quería. Era, como pude ver en seguida, una
humana desclasada.
Le enseñé el anuncio:
—Ah —dijo ella—, eso es del señor Street, pero no creo que quiera a uno como usted.
Claro que eso depende de él.
Podía haber sacado a colación la ley de derechos civiles, pero, sólo dije:
—¿Así que es humano? El anuncio decía «Profesional soltero». Yo, naturalmente, pensé
que...
—Claro, es lo que da entender —dijo la mujer bajita, mientras miraba de nuevo el anuncio
—. No es como yo. Quiero decir que aunque sea un desclasado todavía es joven. El señor
Street es un tipo raro.
—¿No le importa si subo entonces?
—Oh, no. Lo único que me preocupaba es que se llevara una desilusión —estaba mirando
a mi maletín—. ¿Es médico?
—Un biomecánico.
—Médicos... Así les llamábamos antes. Es por allí.
MARCH B. STREET
INGENIERO
ASESOR
Y
DETECTIVE
Estaba leyéndolo por segunda vez cuando se abrió la puerta y pregunté, sin pensar
demasiado cómo sonaría:
—¿Qué narices hace un ingeniero asesor?
—Pues, asesorar —contestó el señor March Street—. ¿Es usted un cliente, señor?
Y así fue como le conocí. Debí haberme impresionado —si lo hubiera sabido, quiero decir
—, pero en ese estado de cosas, sólo me sentía un poco confuso. Le dije que había venido por
el anuncio y me dijo muy educadamente que pasara. Era un lugar inmenso, lleno a reventar
con máquinas en varias fases de desmontaje y muebles.
—No es bonito —comentó el señor Street—, pero es mi casa.
—No tenía ni idea de que iba a ser tan grande. Debe haber.. .
—Tres expandidores, cada uno de seiscientos caballos de vapor. Hay sitio de sobra entre
las galaxias, así que ¿por qué no bajarlo aquí abajo que es donde hace falta?
—Por un lado el costo, supongo. Por eso mismo quiere...
—¿Compartir el apartamento? Sí, eso es una razón. ¿Qué le parece el lugar?
—¿Quiere decir que me aceptaría? Yo creía que...
—¿Sabe una cosa? Habla tan despacio que es difícil no interrumpirle. No, no prefiero a un
humano, ¿no quiere sentarse? ¿Cómo se llama?
—Westing —dije yo—. Es un nombre bastante tonto... como llamarle a un humano Jaimito
o Tomasillo. Pero la vieja Westinghouse estaba escasa de imaginación cuando fui montado.
—Eso quiere decir que tiene unos cincuenta y seis años, cosa que confirma el grado de
desgaste que veo en sus rodillas, que son originales. Es un biomecánico, por su maletín, y eso
siempre vendrá bien. No tiene mucho dinero, es honesto... y obviamente no demasiado
charlatán. Vino aquí en mono, y casi estaría dispuesto a jurar que actualmente vive en un piso
alto de un edificio bastante nuevo.
—¿Cómo ha sabido...?
—Es muy sencillo, Westing. No tiene dinero o no estaría interesado en este apartamento.
Es honesto, pues de lo contrario tendría dinero. Nadie tiene mejores oportunidades que los
biomecánicos de robar dinero. Cuando un pasajero con billete de ida y vuelta se sube al mono,
el inspector rompe el billete y la mitad de las veces, lo deja caer al suelo... hay uno pegado en
su pie por un chicle. El hormigón ligero y las fachadas de plástico nos han proporcionado
edificios tan altos y tan estrechos que los pisos superiores se balancean con el viento como si
fueran barcos. Las personas que viven o trabajan en ellas son dadas a agarrarse como solían
hacerlo los marineros... como está haciendo ahora con el sofá.
—Es usted una persona extraordinaria —dije—, y me sorprende aún más que... —en este
momento dejé de hablar y me incliné hacia delante para mirarle fijamente.
—Soy extraordinario en más maneras de las qué usted se cree —dijo Street—. Pero si
alguna vez enfermara, le aseguro que le contrataré como médico. Hasta ahora nunca he enfer-
mado.
—Me parece bien —dije. Me relajé aunque todavía estaba algo desconcertado.
—¿Está todavía interesado en compartir mi apartamento?
¿Quiere que se lo enseñe?
—No —dije yo.
—Ya entiendo —dijo Street—, y siento haberle hecho perder tanto tiempo, doctor.
—Tampoco quiero que me acompañe hasta la puerta —aunque estaba alterado, admito que
disfrutaba del placer malévolo de poder contradecir a mi anfitrión—. Quiero quedarme aquí
pensando un rato.
—Oh, claro —dijo Street, y se quedó en silencio.
Cuando el comisario por fin se hubo marchado, pude preguntarle a Street algo que me
llevaba torturando durante toda la entrevista..
—Street, ¿cómo es que sabía que el comisario Electric no había venido por el piso antes de
que la señora Nash le abriera la puerta?
—Sé un buen chico y mira en el cajón de la mesa de palo de rosa que encontrarás en el
otro lado de la cámara oscura, a la izquierda de la tarima del tri-D, y te lo diré. Ahí encontrarás
un amperímetro. Lo necesitaremos.
Cuando regresé, no había cambiado nada. Street estaba sentado, como antes, envuelto en
tristeza. Y yo, contagiado por su ejemplo, no encontré nada mejor que hacer que, sentarme a
contemplarlo. Después de que hubiera pasado una hora, se levantó de su silla y durante un
rato paseó desconsoladamente por el apartamento para, al final, volver a sentarse en la misma
silla, su cara aún más triste, si cabe, que antes.
—Street... —dije.
—¿Sí? —levantó la mirada—. ¿Westing? ¿Ese es tu nombre, no? ¿Todavía estás aquí?
—Sí. Llevo un buen rato mirándote. Imagino que tienes consejero médico, sin duda, pero
me dijiste que si alguna vez te hiciera falta, me llamarías. Por eso...
—Venga, hombre. Acaba de una vez.
—Por supuesto que no te cobraré. Iba a decir que no sé exactamente qué medios químicos
utilizas para distorsionar la realidad, pero me da la impresión de que llevas mucho tiempo...
—¿Desde la última vez que me coloqué? Desde luego que ha pasado mucho tiempo —se
rió—, una reacción que me pareció positiva.
FIN
Se puede "racionalizar" este relato diciendo que es una narración de lo que sucederá tras la Bomba, o
que es un cuento que pasa en un universo alterno, o una historia sucedida en una colonia perdida,
cualquier cosa. De lo que no cabe duda es de que se trata de un buen ejemplo de lo que los
estadounidenses han venido a llamar "viñeta", es decir una pequeña narración que ni se inicia ni acaba,
pero que sirve para, con unas pinceladas bien aplicadas, describir toda una ambientación un fondo sobre
el que podemos imaginar lo que deseemos.
Si, recuerdo muy bien como maté a mi primer hombre; tenía sólo diecisiete años. Aquel día,
hacia el mediodía, una banda de gansos voló bajo nosotros. Recuerdo haberlos mirado sobre
la borda de la canasta y que pensé que tenían el aspecto la cabeza de una pica. Naturalmente,
aquello era un presagio, pero no le presté atención.
Era un claro día de otoño... un poco frío. Lo recuerdo. Debía ser hacia la mitad de octubre.
Buen tiempo para usar el globo. Clow tendía la mano cada cuarto de hora o así, echando
algunos puñados de paja al brasero, y eso era lo único necesario. Habitualmente volábamos a
un par veces la altura de un campanario.
¿Nunca han estado en un globo? Bueno, o muestra cómo han cambiado las cosas. Antes
de que apareciesen los aeróstatas, casi no había ningún combate, y las espadas a sueldo tenía
que viajar por todo el continente, buscando algún lugar en que combatir. Y les aseguro que un
globo es mucho mejor que el tener que ir caminando. Miles (que era nuestro capitán en
aquellos días) decía que en donde había tres soldados juntos, era seguro que alguno iba a
lanzar una flecha contra el globo, pues era un blanco demasiado grande para poder
resistírsele, y eso le mostraba a uno donde estaban los ejércitos.
No, eso no nos hubiera matado. Tendría que rajarse el globo de arriba abajo antes de que
cayese con rapidez, y un pequeño agujero como el producido por la cabeza de una pica solo
serviría para hacernos saber que había alguien allá abajo. Y ya que estamos aquí, les diré que
las cestas no se balancean, como piensa la gente. ¿Por qué iban a hacerlo? No notan el
viento, pues están viajando con el mismo. Cuando está en una de ellas, un hombre parece
colgar del cielo, y el mundo gira bajo él. Lo puede oír todo: cerdos y gallinas, y el chirrido de
una polea al sacar agua de un pozo.
—Buen tiempo para volar —me dijo Clow.
Asentí con la cabeza. Supongo que con bastante solemnidad.
—En tiempo como este se tiene todo el empuje hacia arriba que se quiera. Cuanto más frío
hace, mejor se sube. Al calor del fuego no le gusta el frío, y trata de escapar de él. Al menos
eso es lo que dicen.
La rubia Bracata escupió por sobre la borda.
—No hay nada en nuestras tripas—dijo—. Eso es lo que nos hace subir. Si tampoco
comemos hoy, no tendrás que encender el fuego mañana... yo sola os podré subir.
Era más alta que cualquiera de nosotros, exceptuando Miles, y la más robusta de todos
nosotros; pero Miles no hacía distingo de su tamaño cuando repartía la comida, así que
supongo que también era la que pasaba más hambre.
—Deberíamos haber acabado con alguno de los tipos de ese último grupo que
encontramos alrededor del fuego. Al menos, así nos hubiéramos quedado con su pote de
cocido.
Miles negó con la cabeza.
—Eran demasiados.
—Hubieran huido como conejos.
—¿Y si no lo hubieran hecho?
—No tenían armaduras.
Inesperadamente, Bracata intervino en favor del capitán.
—Eran veintidós hombres y catorce mujeres. Los conté.
—Las mujeres no hubieran luchado.
¡Al fin estoy aquí! Después de doce mortales días a bordo del Princesa de Fátima —doce
días de frío y tedio, doce días de mala comida y estruendo de motores— la alegría de volver a
estar en tierra es como el deleite que un condenado debe sentir cuando una carta del sha le
arranca de la misma cuchilla de la muerte. ¡América! ¡América! ¡Se acabaron los días de
monotonía! Dicen que todos los que llegan aquí o te aman o te odian, América. ¡Yo te amo, por
Alá!
Tras decidirme a iniciar este relato, no sé por dónde empezar. Yo había leído diarios de
viajes antes de abandonar el hogar. Y cuando te vi, ¡oh, Libro!, tan cuadrado y grueso en tu
estantería del bazar... ¿por qué no iba a tener aventuras y escribir un libro igual que el de
Osman Aga? Al fin y al cabo, pocas personas llegan a este triste país del borde del mundo, la
mayoría toman tierra en la costa más septentrional.
Y eso me da la pista que estaba buscando: cómo empezar. Norteamérica empezó para mí
como agua coloreada. Ayer por la mañana, cuando salí a cubierta, el océano había cambiado
de verde a amarillo, Nunca me habían hablado de una cosa así, ni siquiera en mis charlas con
tío Mirza, que estuvo aquí hace treinta años, y tampoco lo había leído. Creo que me comporté
igual que el mayor necio imaginable, deambulando por el barco, balbuceando y sin dejar de
asomarme a la barandilla para asegurarme de que el exuberante color mostaza seguía allí y no
se había desvanecido como Suele ocurrir en los sueños cuando señalamos este tipo de cosas
a otra persona. El camarero me dijo que ya lo sabía. Golam Gassem, el gran mercader (al que
había evitado durante el viaje entero hasta aquel momento) contestó: «Sí, sí», y se alejó de un
modo que indicaba que él también había estado evitándome, y que seria preciso algo más que
el milagro del agua amarilla para cambiar sus sentimientos.
Uno de los primeros norteamericanos con pasaje de primera clase se presentó en aquel
mismo instante: mister (ese es el tratamiento aquí) Tallman, esposo de la encantadora señora
Tallman, que en realidad se merece un tall man como yo. (Tal vez su marido eligió el apellido
para burlarse de sí mismo, o quizá para que su debilidad se borrara en la memoria de otras
personas; o quizá lo eligió su padre, y se trata de una más de las incontables ironías del
destino. No lo sé. Al parecer tenía algún defecto en la espalda.) Como si aún no me hubiera
puesto bastante en ridículo, cogí por la manga a este señor Tallman y le pedí que se asomara a
la barandilla, explicando cómo el agua se había vuelto amarilla. Temo que e] señor Tallman se
volvió blanco, y me volvió otra cosa —su espalda— con aspecto de haberme golpeado si se
hubiera atrevido. Fue algo muy cómico, supongo (después me enteré de que otros pasajeros
¡He comido uno de los huevos! Confieso que me resultó difícil dar el primer bocado. Pero
disciplinar mi resolución fue como forzar una pared de vidrio: la resistencia se quebró de
repente, cogí el huevo, y lo engullí en pocos mordiscos. Era agudamente dulce, mas no había
otro sabor. Veremos qué ocurre. Esto es muchísimo más atemorizante que el parque.
No sucedió nada, así que salí a cenar. Estaba anocheciendo, y el ambiente de carnaval de
las calles era más marcado que nunca: luces de colores en todas las tiendas y música en las
terrazas, donde los nativos más acaudalados poseían jardines privados. He hecho en el hotel
la mayoría de mis comidas, pero me habían informado de que existe un «buen» restaurante de
estilo norteamericano no muy lejos hacia el sur, en Maine Street.
Era tal como lo habían descrito: gente sentada en bancos forrados en reservados. La parte
superior de las mesas es de una sustancia similar a piedra labrada, grasienta y de grano fino.
Parecían muy antiguas. Pedí la cena número uno: sopa de pescado de un color amarillento
acompañada con el espeso pan norteamericano, seguida de un bocadillo de carne picada y
legumbres crudas aderezadas con salsa de tomate y servidas en un panecillo blando e
impregnado de aceite. Para ser sincero, no me gustó la cena; pero creo que es mi obligación
probar la comida típica en mayor medida que hasta la fecha.
Estoy muy tentado a terminar aquí el relato del día, y de hecho ya había dejado el bolígrafo
sobre la mesa después de escribir tanto, y estaba dispuesto a irme a la cama. Sin embargo,
¿puede ser bueno un relato deshonesto? No permitiré que alguien lo vea, me limitaré a
guardarlo para releerlo cuando llegue a casa.
Al salir del restaurante y volver al hotel pasé junto al teatro. El pensamiento de volver a ver
a Ellen fue irresistible. Pagué la localidad y entré. Hasta ocupar el asiento no me di cuenta de
que el programa había cambiado.
La nueva obra era Mary Rose. Yo la había visto representada por una compañía inglesa
hacía varios años, con gran autenticidad. Y me sorprendió que (como la misma Mary) hubiera
sobrevivido tanto a su época. La producción norteamericana tenía tanta falta de autenticidad
como corrección la inglesa. Por dicha razón, conservaba (o quizá debería decir había
adquirido) enorme interés.
Los norteamericanos son supersticiosos en cuanto al interior de su nación, no respecto a
sus costas, y por eso la isla de Mary Rose está trasladada a uno de los grandes lagos
centrales. El montañés, Cameron, es consecuentemente canadiense, interpretado por el actor
que desempeñaba el papel de ayudante del general Powers. Los Spelding se han transformado