Seleccion de Relatos Cortos

Descargar como doc, pdf o txt
Descargar como doc, pdf o txt
Está en la página 1de 82

Gene WOLFE

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 1


CONTENIDO:

Reseña Biográfica y Bibliográfica

Como perdí la Segunda Guerra Mundial


Contra la escuadrilla Lafayette
Creación
Cuando yo era Ming el Inclemente
El Señor de la Tierra
Esclavos de plata
Loco Parentis
Paja
Siete noches americanas

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 2


RESEÑA BIOGRAFICA DE

Gene Wolfe

(De Wikipedia e Interzona Editora)

Gene Wolfe (7 de mayo de 1931 - ), escritor norteamericano de ciencia ficción y fantasía.


Nació en Nueva York en 1931.
Célebre por su prosa nítida y alusiva, cuentista y novelista enormemente prolífico, ganó varios premios
Nebula y World Fantasy. Combatió en la guerra de Corea y de regreso en Estados Unidos trabajó como
ingeniero mecánico (algo pocas veces dicho es que inventó la máquina con que se fabrican las papas
fritas Pringles).
Se dedica casi con exclusividad a la ciencia ficción. Su obra más celebrada es El libro del Sol Nuevo,
cuatro volúmenes y una coda que transcurren en un futuro remoto, en un planeta de sol agonizante
llamado Urth, y narran la peripecia de Severian, aprendiz de torturador que llega a ser un mesías. En la
década de 1990 publicó las cuatro entregas de El libro del Sol Largo, historia de intrigas políticas y
revolución en un mundo metido dentro de una vastísima nave espacial; el héroe es un humilde sacerdote
de barrio. A continuación emprendió El libro del Sol Corto, que trata de la colonización de los planetas
Verde y Azul. Las tres zagas forman una obra llamada Ciclo Solar.
Wolfe es tan admirado por los lectores como por críticos y escritores, muchos de los cuales lo
consideran uno de los grandes novelistas vivos sin distinción de géneros. Se ha dicho que su
poética se basa en el narrador sospechoso: una persona no especialmente sagaz, un soldado
perturbado, un ingenuo, a veces un mentiroso por desmemoria, exageración o defecto. Pero
siempre fue un espécimen raro, uno de los pocos autores del género “aceptados” por los
cenáculos de la literatura mayor, que llegó a publicar relatos en el New Yorker.
Wolfe vive en Illinois.

Bibliografía en español (incompleta)


 La quinta cabeza de Cerbero (1972)
 Paz (1975)
 Serie El libro del Sol Nuevo
1. La sombra del torturador (1980)
2. La garra del conciliador (1981)
3. La Espada de Lictor (1982)
4. La Ciudadela del Autarca (1983)
5. La Urth del Sol Nuevo (1987)
 Puertas (1988)
 Especies en Peligro (1989)
 Castleview (1990)
 Serie El libro de Sol Largo
1. Nocturno del Sol Largo (1993)
2. Lago de Sol Largo (1994)
3. Caldé del Sol Largo (1994)
 The Knight (2003)

Premios
 Nébula de 1982 a la mejor novela y Locus de 1982 a la mejor novela de fantasía por La garra del
conciliador
 Locus de 1983 a la mejor novela de fantasía por La espada del lictor
 John W. Campbell Memorial de 1984 a la mejor novela por La ciudadela del autarca
 Premios Gigamesh de novela de 1990 y 1994.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 3


COMO PERDI LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
Y CONTRIBUI A RECHAZAR LA INVASION ALEMANA

1 de abril, 1938
Señor Editor:
A lo largo de varios años como suscriptor—en realidad, desde el momento en
que establecí mi residencia en Gran Bretaña—he observado frecuentemente con
agrado que además de ocuparse de los detalles de los diversos Juegos Originales,
todos, nuevos y lógicos imaginados por sus lectores, usted ha dado acogida en sus
columnas, algunas veces, a viñetas de vida rural y urbana, especialmente las que
tengan relación con juegos. Por ello, espero que el relato de una aventura lúdica
que me ocurrió hace poco, y que me permitió codearme (por decirlo así) no sólo
con el señor W. L. S. Churchill—el hombre que, como usted sin duda sabe, fue
destituido de su cargo como Primer Lord del Almirantazgo durante la Gran Guerra
por su apoyo a la desgraciada Expedición de los Dardanelos, y por consiguiente es
persona de especial interés para todos los que (como yo) estamos relacionados con
los Juegos de mesa Militares—sino también con una celebridad del calibre del actual
Reichschancellor de Alemania, Herr Adolf Hitler.
Todo esto, como usted habrá adivinado, tuvo lugar a propósito de la gran
Exposición de Bath; pero antes de empezar mi recuento de los extraordinarios
sucesos (observados por pocos—al menos, en esa idea me recreo—desde una
posición tan ventajosa como la mía), debo explicar, aunque sea en líneas generales
(ya que los detalles son extremadamente complejos) el juego de Guerra Mundial,
tal como fue inventado por mi amigo Lansbury y yo. Al igual que muchos otros,
empleamos un gran mapa mundial como tablero; nos ha resultado conveniente
montarlo con engrudo sobre una plancha de madera de uno veinte por uno ochenta
y cubrir la superficie con barniz; apoyado sobre una amplia mesa de mi estudio,
nos sirve admirablemente. Las naciones que apoyan a cada contendiente se
determinan al azar; las unidades de tierra, mar y aire de todo tipo se representan
simbólicamente por medio de chinchetas de diversos colores; pero al determinar la
naturaleza de estas unidades hemos introducido un principio nuevo, que, según
creemos, no aparece en ningún otro juego. Es que uno u otro competidor puede, en
cualquier momento, proponer una nueva clase de buque, arma de fuego u otro
armamento; si presenta su probabilidad (no necesariamente su utilidad, atención;
si no resulta útil el único que pierde es él) con suficiente fuerza para convencer a su
oponente, se le permite convertir tantas de sus unidades como desee al nuevo tipo
y tener su uso exclusivo por tres movidas, después de lo cual su adversario puede
convertir también, si así lo desea. De este modo, un jugador de Guerra Mundial, tal
como la vemos nosotros, debe destacarse no sólo en facultades estratégicas sino
también en facilidad de inventiva y argumentación.
La cosa es que Lansbury y yo habíamos pasado la mayor parte de este invierno
último en preparar el juego y establecer las reglas para el movimiento de las
unidades. Los dos teníamos considerable experiencia con esta clase de juegos y,
sabiendo que con frecuencia unas reglas que traten de manera inadecuada
contingencias dudosas (o que pueden parecerlo en algún caso) ocasionan confusión
y desacuerdos, escribimos las nuestras meticulosamente. El 17 de febrero
(Lansbury y yo nos reunimos una vez por semana) echamos a suertes; a mí me
tocaron Alemania, Italia, Austria, Bulgaria y Japón; Gran Bretaña, Francia, China y
los Países Bajos, a Lansbury. Confieso que esta alineación parece improbable—un

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 4


hombre de mente literal objetaría que Japón e Italia, habiendo sido aliados de Gran
Bretaña en la Gran Guerra, no cambiarían de chaqueta en el segundo conflicto.
Pero un estudio detallado de la historia revelará cambios de frente aún menos
probables (como por ejemplo cuando Francia, en el siglo dieciséis, se alineó con
Turquía en lo que se ha llamado la Insanta Alianza) y Lansbury y yo decidimos
aceptar la suerte que nos tocó. El día 24 íbamos a hacer las primeras jugadas.
El día 20 sucedió que estaba yo pensando mi estrategia cuando hojeando
distraídamente The Guardian, llamó mi atención el anuncio de la inauguración de la
Exposición; enseguida se me ocurrió que, entre los representantes de las muchas
naciones exhibidoras, podría encontrar a alguien cuyas ideas me fueran útiles. De
todos modos, no tenía cosa mejor que hacer y así—sin saber que me convertiría en
testigo de la historia—me metí una agenda al bolsillo y salí hacia la feria.
Supongo que no es preciso describir el espacioso lugar a los lectores de esta
revista. Baste decir que, como todo el mundo sabe, estaba rodeado por un
hipódromo ovalado de más de once kilómetros de largo y dominado por la Torre del
Dirigible que formaba una parte impresionante de la muestra alemana, y por la
gran mole plateada del Graf Spee que, habiendo traído a Gran Bretaña al principal
funcionario del Reich, aguardaba, esclavo de la antorcha de Kultur, para llevarle de
vuelta. Era, en realidad, el mismo día en que el Reichschancellor Hitler—por quien
se había inaugurado temprano la exposición iba a descubrir la muestra del "Coche
del Pueblo". Había banderines incluso a través de la entrada principal con leyendas
como:
¿QUE PUEBLO DEBERIA TENER UN "COCHE DEL PUEBLO"? ¡EL PUEBLO INGLES!
ARTESANIA ALEMANA ENTUSIASMO BRITANICO POR LAS MAQUINAS BUENAS
y hasta
EN ESPIRITU SON BRITANICOS COMO LA FAMILIA REAL
Recordando que Alemania era la más poderosa de las naciones que me habían
tocado en suerte, me dirigí a la exposición alemana.
Había mucha gente; la atmósfera era de fiesta, pero con un tono de cálculo
mesurado; se oía a obreros discutir los méritos mecánicos (verdaderos y
supuestos) de las máquinas alemanas, hablar de su baratura y de los préstamos sin
interés que ofrecía la Reichshaptkasse. Se vendían dulces alemanes, Lebkuchen y
pastelitos de Baviera en vasos de papel, pregonando la mercancía roncas voces
cockneys. En el gran salón de exhibición, antes de una hora, el Reichschancellor en
persona iba a comenzar la invasión de Gran Bretaña por el "Coche del Pueblo",
haciendo una demostración del vehículo para un escogido círculo de celebridades;
la multitud se agolpaba de diez en fondo, aunque el edificio (según supe después)
estaba lleno hacía rato y ya no se admitían más espectadores.
Los alemanes no poseían el campo en exclusiva, sin embargo. Entre la gente
había modelos sin conductor sólo algo más pequeños (o así lo parecía) que el
"Coche del Pueblo" alemán. Estos "juguetes", si puedo denominar así a algo tan
complicado y sin embargo tan inherentemente frívolo, llevaban en sus antenas la
divisa del sol naciente del Imperio Japonés y recitaban por altavoces, con
ceremoniosos siseos, las virtudes de los productos de esa industriosa nación, en
especial los gramófonos, aparatos de radio, y otros, que empleaban esas maravillas
recién inventadas, los transistores.
Como los demás, pasé algunos minutos mirando—o mejor dicho, empinándome
— para tratar de ver. Pero a mí no me interesaba el "Coche del Pueblo" ni el
Reichschancellor más que las marionetas de automóviles japoneses, y pronto me
dediqué a buscar a alguien que pudiera ayudarme en la próxima batalla con
Lansbury. En esto fui muy afortunado, pues no bien miré a mi alrededor, vi a un
robusto hombre con uniforme de oficial de la Flugzeugmeistere que compraba unos
dulces germánicos a un vendedor ambulante. Me dirigí a él de inmediato, me incliné
y, después de disculparme por haberme aventurado a hablarle sin haber sido

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 5


presentados, me atreví a felicitarle por el gran dirigible que flotaba sobre nuestras
cabezas.
—¡Ah! —dijo—. ¿Así que le gusta ese marinero gordo? Bien, es una hermosa
nave, no hay duda.
Se esponjó a la manera jocunda de los alemanes al decir eso y engulló un dulce;
pude ver que estaba contento. Iba a preguntarle si había considerado alguna vez
los aspectos militares de la aviación, cuando observé las condecoraciones de su
guerrera. Viendo la dirección de mi mirada, preguntó:
—¿Sabe qué son?
—Por cierto—respondí—. Nunca estuve en combate, pero habría dado cualquier
cosa por haber sido piloto. Iba a preguntarle, Herr...
—Goering.
—Herr Goering, ¿en qué cree que variaría el empleo de los aviones si—aunque
suene absurdo—la Gran Guerra empezara ahora?
Una cierta luz en sus ojos me indicó que acababa de encontrar un alma gemela.
—Es una buena pregunta—dijo, y por un momento se me quedó mirando con
todo el aspecto de un maestro holandés a punto de dar a la respuesta de un
alumno favorito toda la atención que merece—. Y le diré una cosa; lo que teníamos
entonces no era nada. Cometas con fusiles. Si viniera la guerra ahora...—Hizo una
pausa.
—Es impensable, por supuesto.
—Ja. Hoy la Vaterland, que no pudo conquistar Europa con bayonetas en aquella
guerra, conquista todo el mundo con dinero y nuestros cochecitos. Con esas cosas
nuestro líder ha derrotado a los enemigos del partido, y toda la industria de
Polonia, de Austria, es nuestra. La gente dice "nuestra compañía, nuestro banco",
pero ahora las acciones están en Berlín.
Todo esto era conocido para mí, como para cualquier persona bien informada;
estuve a punto de desviar la conversación nuevamente al tema de las nuevas
técnicas militares, pero no fue necesario.
—Pero a usted y a mí, amigo mío, ¿qué nos importa?—continuó Goering, con
ánimo súbitamente alegre—. Eso es para los financieros, Nich Warr? ¿Sabe qué
haría yo—se golpeó el amplio pecho—cuando viniera la guerra? Construiría
Stutzkampfbombers.
—¿Stutzkampfbombers?
—Cada uno con una bomba. Una sola, pero grande. Aviones veloces...—Se
agachó e hizo un gesto de picado con la mano derecha, dejando caer en el último
minuto un pastelito de Baviera que se estrelló contra mi zapato—. Aviones veloces.
Pondría mis tanques... ¿Conoce los tanques?
—Un poco —respondí, asintiendo con la cabeza.
—En columnas. Los Stutzkampfbombers delante de los tanques, las tropas de
asalto detrás. Tanques rápidos también, no muy acorazados pero rápidos, con
cañones grandes.
—Brillante... Una guerra relámpago.
—Ja, Btitzkrieg. Escuche, amigo mío. Ahora debemos ir junto a nuestro Führer,
pero aquí hay alguien a quien debería conocer. A usted le gustan los tanques; este
hombre es su creador, estuvo en la marina aquí durante la guerra y, cuando el
ejército no quiso hacerlo, él lo hizo con la marina y dijeron a los periódicos que
estaban haciendo tanques de agua. Se usa aún ese nombre tonto, y cuando se está
fuera se habla de cubiertas a causa de él. Está allí.—Indicó con el dedo el enorme
pabellón donde el Reichschanceltor pronto mostraría el "Coche del Pueblo" a un
encantado público británico.
Le dije que me sería imposible llegar, estaba todo lleno ya y la gente se
agolpaba de veinte en fondo.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 6


—Observe. Con Hermann, entrará. Venga conmigo y ponga cara de ser de algún
periódico.
Seguí dócilmente al voluminoso y rubio alemán que se metía como un ariete
entre la gente, tanto por su corpulencia y volumen de voz como por su imponente
uniforme. A la puerta, la guardia (Conlederhose) le saludó y no hizo ningún
esfuerzo por impedir mi entrada.
Enseguida me encontré en un inmenso salón, obra del mismo genio alemán de
la ingeniería que había asombrado al mundo recientemente con la Autobahn. Una
bóveda metálica brillante como un espejo reflejaba con reluciente distorsión todos
los detalles de abajo. Allí se veía el suelo enlosado, con baldosas de casi treinta
centímetros de lado, que formaban una enorme imagen del cochecito que daría
preeminencia a la industria alemana en medio mundo. Con un arte no menos
impresionante que la riqueza y poder que habían permitido erigir este gran edificio
en el real de la exposición en cuestión de semanas, se podía ver la cara del
conductor del automóvil a través del parabrisas; no con claridad, sino
borrosamente, como se verían en la realidad los rasgos de un conductor a punto de
atropellar al observador; era, por supuesto, el rostro de Herr Hitler.
A un extremo del edificio, sobre una plataforma, estaban sentados los "clientes",
los notables de la sociedad y la política cuidadosamente escogidos que tendrían la
fortuna de presenciar una demostración del "Coche del Pueblo" especialmente para
ellos, por el conductor de la nación alemana en persona, nada menos. A la derecha,
en una plataforma más baja, estaban los representantes de la prensa, identificables
por sus cámaras y cuadernos y su vestimenta llamativa, a veces algo ajada. Hacia
ese grupo me condujo audazmente Herr Goering; pronto identifiqué (creo que
podría decir sin faltar a la verdad "antes de la mitad de camino") al hombre que
mencionara cuando estábamos fuera.
Estaba sentado en la última fila, pero parecía estar a más altura que los demás;
tenía el mentón apoyado en las manos, cruzadas sobre el pomo de su bastón. Su
interesante rostro, ancho y rubicundo, tenía a la vez algo de niño y de bulldog.
Daba impresión de inocencia, de incontaminado gozo de vivir, junto con ese valor
para el cual la rendición no es, en el sentido normal en la conversación,
"impensable", sino que no se piensa jamás. Su ropa era de precio y usada, de
modo que podría haber imaginado que era un valet si no le hubiera sentado tan
perfectamente; además, algo en él impedía pensar que hubiera sido sirviente de
nadie a excepción, quizás, del Rey.
—Herr Churchill—dijo Goering—, le he traído a un amigo.
Levantó la cabeza del bastón y me miró con agudos ojos azules.
—¿Suyo—preguntó—o mío?
—Es bastante grande para que lo compartamos—replicó Goering con soltura—.
Pero por ahora le dejo con usted.
El hombre a la izquierda de Churchill se apartó y yo me senté.
—Usted no es ni periodista ni chulo —tronó Churchill—. No es periodista, porque
los conozco a todos, y los chulos todos parecen conocerme a mí, o así dicen. Pero
puesto que nunca he visto que a ese hombre le guste nadie que no pertenezca a la
segunda clase, ni sea cortés con nadie excepto los primeros, me veo obligado a
preguntarle cómo diablos lo consiguió.
Empecé a describir nuestro juego, pero fui interrumpido al cabo de unos cinco
minutos por el hombre sentado delante de mí, que sin mirar me tocó con el codo y
dijo:
—Aquí llega.
El Reichschancellor había entrado en el edificio y, entre filas de
Sturmsachbearbeiters (como se denominaba a la escogida fuerza de ventas),
caminaba rígida y rápidamente hacia el centro del salón; desde un balcón a quince
metros de altura, una banda atacó el Deutschland, Deutschalnd uber alles con

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 7


suficiente brío para echar al local abajo, mientras un anunciador americano cerca
de mí gritaba a nuestros compatriotas al otro lado del Atlántico que Herr Hitler
estaba aquí, que ya, con admirable puntualidad teutona, se acercaba al lugar donde
debía estar.
Inesperadamente, un agudo bocinazo sonó entre la música; en el mismo
instante la banda se interrumpió tan abruptamente como si le hubieran echado
encima una campana de vidrio. Sonó otra vez la bocina y la multitud de
espectadores empezó a apartarse como hierba alta por donde se abriera paso un
animal, no visto todavía. Otro sonido y por fin los afortunados que estaban al borde
del área acordonada donde el Reichschanceltor haría sus demostraciones se
separaron y pudimos ver que el "animal" era un pequeño "Coche del Pueblo"
amarillo canario; mientras el Reichschanceltor se aproximaba al punto señalado por
un lado, el vehículo lo hacía por el otro; su curso recto y lento y el brillante color se
combinaban para dar la impresión de personalidad a la vez dócil y alerta, de una
despreocupación agradable y fundamentalmente obediente.
Justamente enfrente del estrado de los notables se encontraron y detuvieron. El
"Coche del Pueblo" hizo sonar el claxon de nuevo, tres notas, a compás, y el
Reichschanceltor se inclinó, sonrió (una sonrisa casi encantadora por lo inesperada)
y dio unas palmaditas en el capó; se abrió la portezuela y salió una rubia alemana
vestida con un bonito traje aldeano; era bastante alta y sin embargo—como vieron
todos— había estado cómodamente sentada en el automóvil un momento antes.
Tiró un beso a las personalidades, hizo una pequeña reverencia ante Hitler y se
retiró; el espectáculo iba a comenzar.
No voy a aburrir a los lectores de esta revista repitiendo otra vez los detalles
que han leído tan a menudo, no sólo en las páginas de sociedad del Times y otros
periódicos, sino también en varias revistas nacionales. Que Lady Woolberry fue
aclamada por su habilidad en hacer el circulo completo de la zona de pruebas
marcha atrás es un hecho quizás demasiado conocido. No lo es menos el que no se
descubriera que Sir Henry Braithewaite no sabía conducir hasta que hubo cogido el
volante. Baste decir que las cosas fueron bien para Alemania; las personalidades
quedaron impresionadas, la prensa y los espectadores prestaron atención. Los
presentes no cayeron en la cuenta de que sólo después de la última de las pruebas
programadas, la Historia misma iba a quitarle la pluma a la Crónica. Entonces fue
cuando Herr Hitler tomó una de esas inesperadas y totalmente imprevisibles
decisiones que le han hecho famoso. (Viene de inmediato a las mentes la orden,
emitida desde Berchtesgaden en un momento en el que no se podía esperar nada
por el estilo y, en verdad, cuando todos los comentadores creían que Alemania
estaría satisfecha, al menos por un tiempo, con explotar la soberanía económica
que ya había ganado en Europa Oriental y en otros sitios, por la cual todos los
"Coches del Pueblo" vendidos durante mayo, junio y julio deberían equiparse con
bandas nórdicas en los neumáticos sin gasto extra). Habiendo agotado el número,
si no el interés, de la nobleza, Herr Hitler se volvió al estrado de la prensa y ofreció
una demostración a cualquier periodista que se adelantara.
La oferta, como he dicho, se hizo al estrado en general; pero no había duda—no
podía haberla—de a quién iba destinada; aquellos ojos, brillantes de energía
fanática y del orgullo natural de quien gobierna una poderosa organización
industrial, estaban clavados en un rostro plácido. Ese hombre se levantó y
lentamente, sin decir una palabra hasta estar frente a frente con el más poderoso
de Europa, aceptó el desafío; siempre recordaré la manera en que exhaló el humo
de su puro mientras decía:
—Creo que esto es un automóvil, ¿verdad?
Herr Hitler asintió con la cabeza.
—Y usted—le dijo—creo que estuvo alguna vez en el alto mando de este país.
¿Es usted Herr Churchill?

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 8


Churchill asintió.
—Durante la Gran Guerra—dijo suavemente— tuve el honor, por un tiempo, de
tener un cargo en el Almirantazgo.
—Durante esa época—dijo el líder alemán—yo era cabo en el ejército del Kaiser.
No habría esperado encontrarle trabajando en un periódico.
—Era periodista antes de comenzar a ser político—informó Churchill con calma
—. En realidad, cubrí la guerra de los Boers como corresponsal. Ahora he vuelto a
mi antiguo oficio, como debería hacer todo político cuando deja de tener cargos.
—¿No le gusta mi automóvil?
—Me temo—dijo Churchill imperturbable— que tengo prejuicios ineludibles a
favor de los artefactos producidos democráticamente, para los pueblos de las
democracias, al menos. Nosotros los británicos también fabricamos un cochecito, ya
sabe, el Centurión.
—He oído hablar de él. Le ponen agua.
Para entonces los estrados se habían vaciado. Todos, hasta el último hombre, no
sólo los periodistas sino también los notables, estábamos apiñados alrededor de los
dos gigantes (digo intencionalmente dos, pues la grandeza permanece aún cuando
esté desprovista de poder). Fue un momento de nervios y habría sido peor si la
tensión no se hubiera aflojado por una interrupción inesperada. Antes de que
Churchill pudiera responder oímos las sílabas sibilantes de una voz japonesa, y uno
de los automóviles de juguete del Imperio Nipón vino corriendo como si fuera a
meterse debajo del "Coche del Pueblo" amarillo (aunque era demasiado grande
para hacerlo); luego giró a la izquierda y desapareció otra vez entre la
muchedumbre. No sé si fue locura lo que se apoderó de mí al ver la veloz marcha
del cochecito, o inspiración, pero grité:
—¿Por qué no corren una carrera?
Y Churchill, sin dudar un instante, me secundó:
—Sí, ¿qué es lo que dicen de esta máquina alemana? ¿No la llaman campeón de
carreras?
Hitler asintió.
—Ja, es muy veloz, para su tamaño y economía. Sí; correremos contra ustedes,
si lo desean.
Se expresó, con perfecta compostura; pero observé, y creo que otros también,
que estuvo a punto de decirlo en alemán.
Hubo un excitado murmullo de comentarios ante la respuesta del
Reichschancellor, pero Churchill lo silenció levantando su cigarro:
—Tengo una idea—dijo—. Nuestros autos, después de todo, no están hechos
para carreras.
—¿Se retira?—preguntó Hitler.
Sonreía, y en ese momento le odié.
—Iba a decir —continuó Churchill— que los vehículos de este tamaño se fabrican
para el transporte urbano y suburbano. Me refiero a aparcar y conducir entre el
tráfico, el valiente y callado esfuerzo con el que el inglés medio se gana la vida.
Propongo que en la pista circular que rodea esta exposición erijamos un circuito que
imite las condiciones reales que encuentra el ciudadano británico al conducir, y que
en la carrera los conductores deban aparcar cada cien metros, por ejemplo. La
mitad de la pista podría duplicar el tráfico normal del centro de Londres y la otra
mitad simular un barrio residencial; creo que podríamos persuadir a los japoneses
de que nos proporcionaran tráfico usando sus coches sin conductor.
—¡De acuerdo! —aceptó Hitler de inmediato—. Pero usted ha puesto todas las
reglas. Ahora los alemanes introduciremos una. Se conduce por la derecha.
—Aquí en Gran Bretaña —dijo Churchill—conducimos por la izquierda.
Seguramente usted lo sabe.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 9


—Mis alemanes conducen por la derecha y estarían en desventaja haciéndolo
por la izquierda.
—La verdad—dijo Churchill lentamente—es que había pensado en eso antes de
empezar a hablar. Esto es lo que propongo: Un lado de la pista, por razones de
verosimilitud, ha de estar cubierto de tiendas, camiones aparcados y autobuses.
Que el otro quede expedito para los espectadores. Los alemanes, conduciendo por
la derecha, seguirán el sentido de las agujas del reloj, mientras que los británicos,
por la izquierda...
—¡Van en dirección contraria!—exclamó Hitler—. Y en el medio... ZERSTOREND
GEWALT!
—Atasco de tráfico—tradujo Churchill tranquilamente—. ¿No tendrá miedo?
Se fijó pronto la fecha: quince días después de aceptado el desafío. Los
japoneses consintieron en proporcionar tráfico con sus cochecitos y los funcionarios
de la exposición en levantar una calle artificial en la pista. No preciso decir que la
excitación era intensa. Una firma americana, Movietone News, envió no menos de
tres equipos para filmar la carrera, y había también varias compañías de noticieros
británicos. El día señalado, el nerviosismo era febril; se calculó que los apostadores
habían recibido más de tres millones de libras y que las apuestas estaban tres a dos
a favor de los alemanes.
Como las normas (escritas en gran parte por el señor Churchill) y el
funcionamiento de los coches japoneses sin conductor tuvieron importancia y, en
todo caso, serán de interés para los que se ocupan de juegos lógicos, permítanme
darles un resumen antes de seguir adelante. Se les explicó a los operadores
japoneses que su tarea sería semejar tráfico real. Se asignaron inicialmente diez
coches controlados por radio a la mitad "suburbana" de la pista (la salida para los
alemanes, la llegada para el equipo británico), mientras que en la sección "urbana"
operarían cincuenta. Se distribuyeron ochenta puestos de aparcamiento al azar a lo
largo de la pista; los operadores—que podían ver todo el recorrido desde un punto
alto en una de las cubiertas de observación de la torre del dirigible—recibieron
instrucciones de aparcar sus vehículos durante quince segundos, continuar y
proceder al próximo puesto desocupado, según la fórmula siguiente: si el espacio
de estacionamiento estaba en sector urbano, se le asignaría un "valor de distancia"
igual a una distancia real de la máquina del operador, determinada contando las
"líneas de distancia" verde que rayaban la pista a intervalos de cinco metros; pero
si el puesto de aparcamiento estaba en la zona suburbana de la pista, su valor de
distancia sería la distancia contada más dos. De este modo el tráfico estaría
"inclinado" —si se me permite decirlo así—hacia el sector urbano. Los conductores
ingleses y alemanes que participaran, a diferencia de los japoneses, debían
estacionar en todos los puestos a lo largo de la ruta, pero podían ir en cuanto
hubieran entrado. Los espacios entre puestos se llenaron con vehículos inmóviles
prestados para la ocasión por concesionarios y público, y varias firmas londinenses
habían levantado edificios falsos similares a los decorados de estudio en el lado de
aparcar de la pista.
Me temo que debo decirle que no tuve escrúpulos en usar mi breve
conocimiento del señor Churchill para obtener admisión el Haddock (por decirlo así)
el día de la carrera. Era un día brillante, uno de esos hermosos días del principio de
primavera de los que hace justo alarde el oeste de Inglaterra; yo me sentía
estupendamente, además de satisfecho conmigo mismo. La verdad es que mi juego
con Lansbury progresaba de manera altamente satisfactoria— poniendo en práctica
las sugerencia de Herr Goering había dominado uno de los territorios más
poderosos de Lansbury (Francia) en sólo cuatro movimientos, y me parecía que
sólo la tozudez le impedía dar la partida por ganada. Se comprenderá que, cuando
vi al señor Churchill dirigirse hacia mí, mordiendo el puro y con el viejo sombrero
encajado casi hasta las orejas, le dediqué mi sonrisa más amplia.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 10


—Usted es el amigo de Goering, ¿no? Veo que ha oído lo de nuestros
conductores—me dijo.
Le respondí que no había oído nada.
—Traje cinco corredores conmigo, profesionales que se habían ofrecido
voluntarios. Pero los Hunos han protestado. Dicen que sus conductores iban a ser
los Sturmsachbearbeiters, y que no era de buenos deportistas enfrentarlos con
profesionales; el comité de la exposición ha tomado partido por ellos y ahora voy a
tener que reclutar un equipo que corra por Inglaterra. Todos aficionados. No puedo
ofrecerles nada más que sangre, trabajo, lágrimas y sudor, y esos malditos SS son
de calibre casi profesional. Tengo tres hombres pero todavía me falta uno, aún
contándome yo...
Nos miramos durante un momento; luego dije:
—No he participado nunca en carreras, pero mis amigos dicen que conduzco
demasiado de prisa, y he sobrevivido a varios accidentes; espero que no creerá que
mi conocimiento de Herr Goering me tentaría a no jugar limpio si me alistara por
Gran Bretaña.
—Claro que no.—Churchill hinchó los carrillos— Así que sabe conducir, ¿no?
¿Puedo preguntar qué marca?
Le dije que tenía un Centurión, el modelo que usaría el equipo británico; algo en
su manera de mirarme y chupar del cigarro puro me indicó que sabía que estaba
mintiendo... y que lo aprobaba.
Me gustaría que mi inexperta pluma hiciera justicia a la carrera en sí, pero no
puede. Con otros cuatro —uno de los cuales era el señor Churchill—esperé con la
máquina a punto en la línea de salida británica. Detrás, de espaldas a nosotros,
estaban los cinco Sturmsachbearbeiters alemanes en sus "Coches del Pueblo".
Delante de nosotros se extendía una fiel imitación de una calle londinense, donde
los cochecitos japoneses ya iban de un lado a otro en creciente desorden.
Sonó el pistoletazo de salida y todos los coches se lanzaron hacia adelante;
mientras maniobraba con mi pequeño vehículo en el primer estacionamiento me di
cuenta de que los alemanes, habiendo entrado por el lado suburbano, estarían
cubriendo dos o tres puestos, por cada uno nuestro. Se abollaron parachoques y se
calentaron los ánimos mientras yo—y todos—conducíamos y aparcábamos,
conducíamos y aparcábamos, hasta que nos pareció que no habíamos hecho otra
cosa en la vida. El sudor había ablandado hacía tiempo el cuello de mi camisa;
podía sentir crecer las ampollas en mis manos; entonces vi, a unos treinta metros,
un árbol en una tina y un edificio pintado para imitar no una tienda de ciudad sino
una villa suburbana. Entonces caí en la cuenta—fue como si me hubieran dado una
copa de champán frío—de que no habíamos encontrado a los alemanes. Todavía no
los habíamos encontrado y la marca estaba justo enfrente, la mitad del recorrido.
Entonces supe que habíamos ganado.
Del resto de la carrera, ¿qué se puede decir? Habíamos avanzado doscientos
metros por el sector suburbano antes de ver la nariz del primer "Coche del Pueblo".
Mi vehículo terminó último—entre el equipo británico—pero quinto en la
clasificación general, lo que significa que los británicos se hicieron con todo. Nos
trataron como a héroes (incluso a mí); y cuando el Reichschancellor Hitler en
persona corrió a la pista a regañar a uno de sus conductores y fue derribado por un
juguete japonés, simplemente ya no hubo esperanzas para el "Coche del Pueblo"
alemán en el mundo anglófono. Algunos individuos que ya habían tomado
concesiones presentaron demandas para que les devolvieran el dinero, y los
primeros barcos con "Coches del Pueblo" que llegaron a Londres (Hitler había
ordenado que salieran mucho antes de la carrera, esperando explotar el éxito en
que confiaba) no descargaron. (He oído que el cargamento se malvendió después
en Marruecos).

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 11


Todo esto es del dominio público; pero creo estar en posición de añadir una
postdata que será de interés especial para los aficionados a los juegos.
Como ya mencioné, había explicado al señor Churchill el juego imaginado por
Lansbury y por mí, mientras esperábamos la demostración del "Coche del Pueblo,.,
y le había prometido mostrarle cómo jugábamos si se molestaba en venir a mi
casa; y vino, aunque varias semanas después de la carrera. Le mostré nuestro
tablero (el mapa lacado, y lamenté no poder mostrarle una partida, ya que
acabábamos de terminar la primera, que (como contábamos la Gran Guerra como
uno) habíamos llamado Segunda Guerra Mundial.
—Entiendo que salió victorioso—dijo.
—No; perdí. Pero como yo era Alemania eso no le molestará, y de todos modos
preferí haber ganado aquella carrera contra los alemanes reales que todos los
juegos que Lansbury y yo podríamos jugar.
—Sí—acordó—. Nunca tantos han debido tanto a ustedes, por lo menos eso
creo.
Algo en su sonrisa despertó mis sospechas; recordé haber visto la misma
expresión en el rostro de Lansbury (aunque, en realidad, sólo me di cuenta
después) cuando me convenció de que intentaba invadir Europa por Grecia;
finalmente estallé:
—¿Fue limpia de verdad aquella carrera? Quiero decir... Nos fue
sorprendentemente bien.
—Incluso usted —observó Churchill— aventajó a los mejores conductores
alemanes.
—Lo sé—respondí—. Eso es lo que me inquieta.
Se sentó en mi sillón más cómodo y encendió un puro.
—Se me ocurrió la idea—dijo—cuando entró aquella endiablada máquina
japonesa mientras hablaba yo con Hitler. ¿Lo recuerda?
—Por supuesto. ¿Se refiere a la idea de usar los cochecitos japoneses como
tráfico?
—No sólo eso. Una invención reciente, el transistor, hace posibles esas cosas.
¿Conoce el principio del funcionamiento de un transistor?
Dije que lo había leído; que en su forma más sencilla se trataba de un simple
fragmento de material que era conductor en una sola dirección.
—Precisamente. —Churchill chupó su cigarro—. Lo que es decir que los
electrones pueden moverse más fácilmente en un sentido que en otro. ¿No le
parece notable? ¿Sabe cómo se hace?
Admití que no lo sabía.
—Pues bien, tampoco lo sabía yo antes de leer un artículo de Nature sobre el
tema, una semana o dos antes de conocer a Herr Hitler. Lo que hacen los chicos
que fabrican estas cosas es tomar un material llamado germanio —el silicio vale
igual, aunque el transistor termina funcionando de manera algo diferente—en un
estado muy puro y luego agregarle algunas impurezas. Tienen mucho cuidado con
lo que ponen, por supuesto. Por ejemplo, si añaden un poquito de antimonio el
material que obtienen tiene más electrones que lugares libres para éstos, de modo
que algunos vagabundean sueltos todo el tiempo. Hay otras clases de impurezas —
el boro es una de ellas—que hacen que el material tenga más lugares para
electrones que electrones para ocuparlos. Los expertos llaman a esos huecos
"vacíos" pero yo prefiero decir "aparcamientos"; el transistor se hace poniendo los
dos tipos de material uno contra otro.
—¿Quiere decir que nuestra pista era...?
Churchill asintió.
—Aparte de una pequeña inexactitud técnica, sí. Era un transistor grande;
primitivo, si quiere, pero grande. Tome un transistor real. ¿Qué pasa en el punto de

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 12


unión donde se juntan los dos tipos de material? Bien, muchos electrones del lado
donde sobran se pasan al lado donde faltan, tienen mucho más espacio allí.
—Es decir que si un coche —quiero decir un electrón—trata de pasar al otro lado
desde el lado que tiene muchos lugares de aparcamiento...
—Lo pasa muy mal. No me pregunte por qué, no soy ingeniero electrónico, pero
hay algunos aspectos que cualquiera puede entender, hasta un periodista político
como yo. Uno es que el electrón que usted mencionó está nadando contra
corriente, por decirlo así.
—Y nosotros íbamos a favor—dije—. Es decir, si no le importa que dejemos los
electrones.
—En absoluto. Paso con alivio del picado mar de las causas y teorías a la tierra
firme de los resultados y los hechos. Sí; nosotros conducíamos a favor de la
corriente; tal vez también a usted se le ha ocurrido que el entrar en la parte
urbana, donde estaba la mayoría de los coches japoneses, originó una ola que nos
precedía; nosotros íbamos cubriendo los espacios, de modo que ellos eran atraídos
hacia los alemanes cuando trataban de encontrar uno; por supuesto, una ola de ese
tipo viaja mucho más de prisa que los individuos que la forman. Supongo que un
experto en transistores diría que por tener cargas iguales les repelíamos.
—Pero eventualmente se amontonarían entre los equipos; recuerdo que la
marcha se hizo verdaderamente pesada justo cuando pasábamos entre los
alemanes.
—Correcto. Y al ocurrir eso ya no había motivo para que siguieran corriendo
delante de nosotros; para entonces los teutones los repelían también, si quiere
expresarlo de esa forma, y las reglas (mi famosa fórmula de la distancia, recuerde)
les llevaban de nuevo al área urbana, donde los pobres Hunos tenían que seguir
luchando con ellos mientras nosotros corríamos tranquilamente hacia la meta.
Nos quedamos un rato en silencio. Luego dije yo:
—Supongo que no fue muy honrado; pero me alegro de que lo hiciera.
—La falta de honradez—dijo Churchill tranquilamente—consiste en violar reglas
que uno ha aceptado, por lo menos implícitamente. Yo me limité a proponer reglas
que consideré ventajosas, y eso es diplomacia. ¿No hace usted lo mismo cuando
juegan sus batallas?—Miró al mapa mundial puesto sobre la mesa—. De paso, ha
quemado su tablero.
—Sí, ahí. Cayeron unas brasas de la pipa de Lansbury, hacia el final de la
partida. Me temo que nos costaron un par de ciudades del sur del Japón.
—Más vale que tengan cuidado, o la próxima vez quemarán el tablero entero. A
propósito de los japoneses, ¿se ha enterado de que sacan un automóvil? Recibieron
tanta atención en la prensa cuando la carrera que le van a poner un nombre que el
público asocie con los autitos de juguete que presentaron aquí.
Le pregunté si creía que eso podría significar que Gran Bretaña tendría que
rechazar una eventual invasión japonesa; respondió que suponía que sí, pero que
los americanos deberíamos hacerles frente antes. Había oído que los primeros
coches de fabricación japonesa ya estaban desembarcando en Pearl Harbour. Se
fue poco después de eso; dudo que vaya a tener nuevamente el placer de su
compañía, muy a mi pesar.
Pero mi historia no ha terminado. Los lectores de esta revista se alegrarán de
saber que Lansbury y yo estamos a punto de comenzar otro juego, que habrá de
realizarse por correspondencia, ya que yo dejaré Inglaterra pronto. En nuestra
nueva lucha Estados Unidos, Gran Bretaña y China se enfrentan a la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas, Polonia, Rumania y varios otros estados del Este
de Europa. Como Alemania debe tomar parte en cualquier guerra que merezca ese
nombre, y Lansbury no me permitiría tenerla otra vez, la hemos dividido entre los
dos. Intentaré tener presente la advertencia del señor Churchill, pero mi
contrincante y yo somos fumadores empedernidos.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 13


Atentamente,
"Soldado Desconocido"

Nota del Editor: Aunque no deseamos rasgar el velo del nom de guerre con que
"Soldado Desconocido" concluye su agradable comunicación, creemos lícito
descubrir que es un oficial americano de ascendencia alemana, no muy joven ya y
sin embargo con demasiados pocos años para haber visto la acción de la Gran
Guerra, aunque nos dicen que estuvo muy cerca. Actualmente, "Soldado
Desconocido" está agregado a la embajada americana en Londres, pero tenemos
entendido que, convencido de que su país no volverá a necesitar fuerzas militares,
intenta abandonar su cargo y volver a su Kansas natal, donde dirigirá una agencia
de automóviles Buick. Buena suerte, Dwight.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 14


CONTRA LA ESCUADRILLA LAFAYETTE

¿Recuerda usted el relato Como Perdí La Segunda Guerra Mundial Y Contribuí A Rechazar La
Invasión Alemana? Pues aquí tienen ahora otro cuento en el mismo estilo, y por el mismo autor que aquel.
Gene Wolfe del que pueden leer en español la novela "La quinta cabeza de Cerbero" en Ediciones Acervo,
y el cuento "La muerte del doctor Isla" en las antologías Universum de Terry Carr publicadas por la
colección argentina Andrómeda, es un escritor realmente peculiar, que se aparta de todas las normas.
Puede que a usted, personalmente no le gusten este tipo de relatos. Pero para tranquilidad de su
conciencia le diremos que precisamente éste mereció, en el año de su publicación 1972, el premio Nebula
a la mejor historia corta. Lo cual quiere decir que no todo el mundo opina como usted.

He construido una réplica perfecta de un Fokker triplano, si exceptuamos el tipo de pintura


del fuselaje. Mide cinco metros y setenta y cinco centímetros de largo y tiene un ancho de ala
de siete metros y diecinueve centímetros, igual que el original. El motor es una copia auténtica
de un Oberursel UR II. Tengo un torno y una fresadora y he construido la mayoría de las piezas
del motor yo mismo, aunque algunas debí encargarlas a una compañía de Cleveland, y la
mayor parte de los componentes eléctricos fueron hechos en Louisville, Kentucky.
Al principio esperaba haber conseguido un motor original, y escribí mis primeras cartas a
Alemania con esa idea en mente, pero no fue posible; hay sólo unos cuantos, y por lo que yo
pude averiguar ninguno en manos privadas. El Oberursel Worke ya no está en existencia. Pude
realizar mis planes a pesar de todo, mediante la cooperación de algunos aficionados alemanes.
Hice un nuevo plano de mi proyecto, traduciendo yo mismo el alemán que fue necesario, y lo
envié a Cleveland. Un hombre del periódico vino a tomar algunas fotos cuando el Fokker
estaba casi listo para volar, y estimé entonces que había empleado más de tres mil horas en la
construcción. Hice todo el fuselaje y el ensamblaje yo mismo, y también la hélice.
He intentado hacerlo todo tan parecido a la realidad como fuera posible, y hasta tengo dos
ametralladoras 7.92 mm Maxim "Spandau" montadas justo al frente de la carlinga.
Naturalmente que no están cargadas, pero si acopladas al motor con el mecanismo interruptor
del Fokker Zentralsteuerung.
La cuestión de la pintura me creó un problema con un hombre de Oregon, con el que
mantenía correspondencia, que volaba en un Nieuport Ecout. La pintura auténtica, como ya
deben saber ustedes, era extremadamente inflamable. El quería saber si yo la había usado, y
cuando le dije que no empezó a criticarme. Tal como expliqué entonces, quiero demasiado al
Fokker para exponerme a que se incendie, y si Antony Fokker y Reinhold Platz hubieran tenido
pintura a prueba de fuego la habrian utilizado. Esto no dejó satisfecho al hombre de Oregon y
finalmente se puso tan pesado que ya no contesté sus cartas. Sigo creyendo que lo que hice
fue correcto, y si tuviera nuevamente la oportunidad volvería a repetirlo.
Precisé de un remolque especialmente construido para trasladar el Fokker, y cambié mi
coche por un camión para arrastrarlo y transportar piezas y repuestos, pero procuro dejarlo en
un pequeño campo que hay cerca de aquí donde tengo alquilado un hangar, y moverlo lo
menos posible por las carreteras. Cuando hago esto, debido al ancho de la carga, he de
conducir muy lentamente y utilizar exclusivamente ciertas carreteras. La gente siempre se para
a mirar cuando paso, y algunas veces puedo oír como desde los porches llaman a otras
personas para que salgan a verme. Creo que, particularmente, les interesan las tres alas del
Fokker, y será muy raro que lo vea alguna vez un veterano de la guerra... casi siempre un
hombre que fuma pipa y tiene un bastón. Cuando puedo oír los comentarios son bastante
estúpidos, pero disfruto viendo como una luz emerge en los ojos de los que miran.
La mayor parte del tiempo el Fokker está en su hangar en el campo y ustedes no me
reconocerían cuando me dispongo a volar. Hay una cruz negra pintada sobre la puerta de mi
camión, pero no significaría nada para ustedes. Supongo que no significaría nada para ustedes
ni siquiera si me hubieran visto salir el día que vi al globo.
Era uno de los primeros días de la primavera, con una sensación de frescor en el ambiente
realmente indescriptible. Tres días antes me había elevado por primera vez aquel año, yendo
después del trabajo y volando con un tiempo más bien malo con muy poca luz; un vuelo de

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 15


invierno, realmente. Ahora era sábado y todo había cambiado. Recuerdo como revoloteaba mi
bufanda mientras estaba hablando con el mecánico en el campo.
El viento era bueno, viniendo de la parte más ancha del campo hacia mí, llegando bajo las
alas del Fokker y levantándolo como a una cometa antes de haber recorrido treinta metros.
Giré ligeramente entonces, echando una buena mirada al campo, con toda la hierba, verde y
renovada, empezando a brotar, y ajustándome las gafas.
¿Han estado alguna vez en una carlinga abierta viendo las riostras de las alas temblar y la
tierra oscilando abajo, muy lejos? No hay cosa parecida. Eché hacia atrás el timón, sin parar, y
ascendió cada vez más hasta que me encontré mirando hacia abajo la espalda de todos los
pájaros, y no podía asegurar cuál de los pequeños tejados que contemplaba era el de mi casa
o el de la fábrica donde trabajaba. Luego dejé de mirar abajo y lo hice hacia arriba y muy lejos,
siempre acordándome de observar por encima de mi hombro el sol donde los S.E. 5 del Royal
Flying Corps acostumbran a fluctuar como dragones voladores, invisibles a causa del
resplandor.
Luego miré a lo lejos y vi, casi sobre el horizonte, un punto naranja. Entonces no sabía,
naturalmente, lo que era; pero hice señales a los otros miembros del comando Jagstaffel y viré
hacia él, con el Fokker estremeciéndose ante el desafío. Aquello se movía con el viento, es
decir, alejándose de mí porque el viento era de cola, y nos dirigimos hacia él, elevándonos
constantemente.
En realidad no era rojo naranja como yo había pensado al principio. Se trataba más bien de
mil colores y matices, con rojos, amarillos y blancos predominando. Me elevé hacia él casi
verticalmente con el timón tirado hacia atrás, casi hasta el suelo. Debido a ello no había podido
ver, al principio, la cesta que pendía del aerostato. Luego me coloqué a su altura y estuve
dando vueltas alrededor a cierta distancia. Fue entonces cuando me di cuenta de que era un
globo. Después de un momento vi también que era un modelo construido a la vieja usanza con
una cesta de mimbre para los pasajeros, y que había alguien en ella. Por el momento me
interesaba más la profusión de los colores y proseguí girando alrededor lentamente hasta que
pude verlos mejor. Los azules de un huevo de Pascua y los negros, los rojos, blancos y
amarillos.
Lo comprendí todo cuando divisé a la muchacha. Ella era la pasajera, una mujer muy
hermosa que llevaba faldas almidonadas y cuyo cabello castaño rizado caía sobre sus
hombros desnudos. Me hizo señas y fue entonces cuando entendí.
Las damas de Richmond lo habían confeccionado para el ejército Confederado, utilizando
para ello sus vestidos de seda. Recordé haber leído algo sobre ello. La muchacha de la cesta
me tiró un beso y yo le hice señas, intentando comunicarle que ninguno de los hombres de mi
escuadrilla podría causarle ningún daño; que habíamos pensado en principio que su artefacto
pudiera haber sido un globo de observación francés o italiano, pero que en el futuro ella no
debía temer a ningún arma al servicio del Flugzeugmeisterei del Kaiser.
Estuve volando en círculos alrededor del aerostato por algún tiempo, mientras ella se
giraba lentamente para seguir el movimiento de mi aeroplano, y hablamos lo mejor que
pudimos mediante gestos y sonrisas. Finalmente, cuando observé que el combustible se
estaba terminando, le indiqué que debía irme. La muchacha se acercó a un recipiente oculto
por el borde de la cesta y asió una botella marrón tapada con un corcho, defectuosamente
modelada. Volé mucho más cerca del globo hasta que pude ver la casi destrozada etiqueta de
color amarillento. Era una botella original, uno de los refrescos más antiguos. Mientras la
observaba la mujer destapó el envase, bebió y, simbólicamente, me ofreció la bebida.
Luego debí marcharme. Volví al campo pero me vi obligado a tomar tierra con la última
gota de mi combustible cuando me hallaba a medio kilómetro. Naturalmente realimenté el
Fokker rápidamente y volví a despegar, pero no pude encontrar el globo.
Nunca he podido volver a localizarlo, aunque vuelo casi cada día y siempre que el tiempo
lo permite. Sólo veo un cielo vacío y unos cuantos aviones. Algunas veces, a decir verdad, me
pregunto si las cosas no habrían sido diferentes en caso de que hubiera utilizado, una vez
terminado el Fokker, la pintura original auténtica e inflamable. Ella era tan real... De vez en
cuando, al llegar la noche, pienso que la veo a lo lejos, por encima de las nubes, y prosigo mi
vuelo tanto como puedo a través del silencioso firmamento con el Fokker estremeciéndose a mi
alrededor y con la válvula de paso abierta al máximo.
Pero únicamente está el sol.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 16


FIN

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 17


CREACION

Un conductor despiadado de lo sencillo, del aquí-no-está-pasando-nada. Gene Wolfe (1931) suele plantear
sus relatos en escenarios planos, en paisajes diáfanos y deja toda la sustancia ígnea bullendo en el interior.
Infinitamente laureado, Wolfe es uno de los escritores más sutiles y profundos que ha producido el
género. "Creación" es una pincelada; como "Paja", como "Contra la escuadrilla de Lafayette", como "El
hombre sin cabeza".

Lunes, 1 de agosto. Hoy tuve un destello de comprensión. Estuve dando vueltas alrededor de
la noción de Gott (Harvard) acerca de que el universo contiene sólo un monopolo magnético,
porque ésa es su semilla, de la misma forma que cada gota de lluvia contiene sólo una
partícula de polvo. (Significa que los tipos de Berkeley y de la U. de Houston están
equivocados respecto a querer atraparlas en su globo sobre Nebraska, por supuesto). ¿Por
qué no hacer uno en el acelerador? Porque no se puede mover algo tan pesado; los
monopolos deberían tener diez billones de veces (aproximadamente) la masa de un átomo de
hidrógeno. Destello de comprensión: Para hacer diamantes industriales, la presión se obtiene
mediante una explosión. ¿Por qué no usar una descarga eléctrica? Lo hice un rato en el
acelerador, lo intenté. Nada. Disparé electrones al aire a ver si eran atraídos o repelidos.
Obtuve electrones, unos pocos positrones. Probablemente el equipo se fundió.

Martes, 2 de agosto. Una anormalidad en el foco. Lo saqué del acelerador, lo lavé, lo fregué
con piedra pómez, etc.; sin obtener resultados. Lo puse en el microscopio. Mancha oscura de
agua y purgante que no se limpiará. El material pesado parece estar asentándose.

Miércoles, 3 de agosto. Les dije a Sis y a Marta: ¿Les gustaría decir, "mi hermano (marido), el
Premio Nobel"? Marta: "Gene, estás loco, fíjate un poco en lo que dices, etc." Sis, interesada.
(Lo que esperaba de ambas, al fin y al cabo). Le conté a ella sobre todo el asunto —el
monopolo esencial, la fabricación del microverso, el derecho de Gott—. La llevé al laboratorio.
El microverso parecía piramidal. Extraño. Lo incliné, el agua fluía como de la gravedad,
dejando algunos sedimentos secos. Gravedad interuniversal. Quería llamar a John Cramer
para contárselo, pero está enseñando en Berlín. Tengo una conferencia y aún no he hecho casi
nada.

Jueves, 4 de agosto. Equipé de luz el laboratorio para usarlo en el estudio del microverso. Ya
no es piramidal, sino cúbico y de mayor tamaño. Lo que sólo significa que ha pasado de 4
ángulos a 8. No hay duda de que seguirá hasta convertirse casi en una esfera, si lo dejo. Es
gracioso pensar que yo he escrito sobre esta extraña partícula (como el monopolo) o lo que
sea "existiendo en algún extraño rincón del universo" sin suponer que podía ser verdad. (¿Hay
propiedades especiales en esos rincones?) De cualquier forma, no importa cuán grande se
vuelva, no ocupa espacio, no existe en nuestro universo en absoluto. Cuando mido el foco con
el calibrador, todavía tiene el tamaño adecuado. Pero las reglas en el microverso le hacen
perder un poco de tamaño, aparentando que el foco ha crecido. (Acordarse de escribir sobre el
concepto de espacio para Physical Review C.)

Viernes, 5 de agosto. Introduje material celular (ralladuras) de la manzana que Sis incluyó en
mi almuerzo. Resultados sorprendentes. Materia verde se desparramó por sobre todo el
material inorgánico por encima del agua. (Eso estuvo creciendo por sí solo, creo;
aparentemente se está expandiendo junto con el microverso, aunque no tan rápido). Volví a la
Biología, y coloqué muestras de tejidos de conejos, ratones y demás. Nada; aparentemente
han muerto.

Sábado, 6 de agosto. Parece que estaba equivocado respecto al tejido animal. Hoy vi un par de
pequeñas cositas moviéndose por allí y una o dos nadando. Parecían demasiado grandes para
ser microorganismos; quería agarrar algunos y traerlos pero eran demasiado rápidos para mi.
Lo que es más sorprendente, la materia vegetal se ha vuelto musgo o algo parecido. Con un

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 18


buen lente, incluso pude ver gérmenes de vainas colgando de las ramas. ¡Fascinante! Quería
probar de nuevo con los tejidos de los animales, pero había tirado los cultivos. Escarbé mi
muñeca y puse las raspaduras adentro. También crecieron. Tomé al pequeño critter antes de
que se volviera demasiado vivaracho y lo raspé a él también. Lo devolví a su lugar. Pronto
estaba dando vueltas como siempre, y el tejido que le extraje cambió.

Domingo, 7 de agosto. Decidí no ir al campus hoy, aunque sabia que significaría (tal cual
sucedió) que Marta me sermonearía. Dormí hasta tarde, vi béisbol por la televisión. Hablé del
microverso con Sis, y ella quería contarle "a la gente" acerca de nosotros. Tonto, pero ella
estaba tan entusiasmada que no pude negarme a ayudarla. Hizo pequeños dibujos en un papel
que pudiera ser doblado y usado como folletín, comenzando con la descarga del arco eléctrico
y terminando conmigo mirando a los Yankees marcando un tanto frente a los Angels. Fuimos al
campus, hicimos una reducción de la copia a un sexto, y ella la dobló. Tal vez no debería
decirlo aquí, pero nunca en mi vida me sentí tan orgulloso como cuando le mostré el
microverso, ella estaba tan emocionada. (Ya está hablando de colocar algunas células suyas
en él). Pero cuando usé la lente, ¡qué horror! Los critters estaban comiéndose los gérmenes de
las vainas, o lo que fueran. Yo quería verlos mejor, de modo que comencé a meditar una forma
de espantarlos. Había una mosca volando sobre los restos de la manzana en mi papelero, de
modo que la cacé y la introduje. Actuó como un embrujo, y pronto se escabulleron todos. Sis
dijo que teníamos que ponerle un nombre a su libro, pero no pudimos encontrar ninguno
apropiado. Después de mucho discutirlo, simplemente escribimos nuestros nombres, GENE y
SIS, en la cubierta, y lo tuvimos listo.

Título original en inglés: "Creation"


©1983 OMNI Publications Int. Ltd.
Traducción de Cecilia Polisena.
Publicado en Parsec N°1 – Junio 1984

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 19


CUANDO YO ERA MING EL INCLEMENTE

"Gracias. ¿Puedo sentarme? Bien. No, no puedo quejarme, realmente...


"Querría decir que todos los aquí presentes han sido lo corteses que puede esperarse –no
es del todo cierto, en realidad, pero ustedes me entienden. Nadie me ha pegado.
"No, no fumo. Aunque tomaría un café. Esa era una de las cosas que extrañábamos, el
café. Por lo menos al principio. Había cantidades de té en las provisiones, pero nada de café.
Empezaba a gustarme cuando estaba allá –quiero decir el té–, pero ahora no puedo tolerar el
sabor.
"Yo no sé si hubo intencionalidad. Pensé que ustedes lo sabrían.
"Es extraño que ustedes lo hayan tomado de esta forma. Porque yo mismo lo he pensado a
menudo, desde el final, exactamente de esa manera. Recuerdo cómo eran las cosas... cómo
era yo mismo, afuera. Y lo que pienso a continuación son los psicoayudantes irrumpiendo a
través de la pared con las culatas de sus armas, y la forma en que mis guardias los
combatieron. Nosotros teníamos lanzas, saben. Lanzas y espadas –las espadas estaban
reservadas a los oficiales. Alguien me dijo días atrás que tres de los psicoayudantes resultaron
heridos; pero estoy seguro que deben haber sido más. Estábamos sorprendidos, por supuesto
–cualquiera lo hubiera estado en esas circunstancias. Sin embargo, peleamos bien. Mis
guardias estaban bien entrenados, y cada uno de ellos, hombre o mujer, era un guerrero de
probada valentía.
"Escuchen, no tienen que detenerlo así. Eso fue una pregunta legítima, '¿No le da
vergüenza?' Y yo le daré una respuesta legítima: –No, no estoy avergonzado. Estoy orgulloso
del Imperio, orgulloso de lo que hicimos, orgulloso de la forma en que luchamos al final. Era
una lucha que no podíamos ganar, pero luchamos bien. Eso es lo que importa –luchar bien.
Quién gana, es una cuestión de posibilidades y ventaja.
"No necesitan decirme que me relaje; estoy perfectamente relajado. Levanté la voz sólo
para darles a entender claramente mi punto de vista –un pequeño truco que tengo, tal como
golpear el brazo del sillón al pronunciar cada palabra.
"Estábamos hablando de moralidad, y yo siento que es un tema de lo más fructífero e
interesante; pero les puedo decir muy brevemente cómo construimos nuestras armas, si
quieren –siempre que entiendan que después vamos a volver a la cuestión moral.
"No, no siento ningún tipo de necesidad de justificarme –ni ante ustedes ni ante nadie. Pero
quiero hacerles entender los imperativos de la situación. Después de todo, esa era toda la
razón del experimento: clarificar los imperativos de ese tipo de situación. Para qué si no todo el
tiempo...
"Oh Dios, el edificio y la lucha...
"Lo siento. Estoy bien. Gracias por el café. Las lanzas fueron fáciles, en realidad. Había
varias cuchillas en la cocina, y un montón de cuchillos. Quitamos los mangos de escobas y
estropajos, y los juntamos de dos en dos. Hicimos juntas biseladas en los extremos ¿saben lo
que es biselado? Como un escalón en la madera, para darle más área al encolado. Había una
cola en la carpintería que era más fuerte que la propia madera, si se la dejaba secar toda la
noche. Hicimos pruebas, como ven. Encolábamos pedazos y después los quebrábamos.
Serramos una ranura en los extremos de los palos, pusimos dentro las hojas de los cuchillos, y
las encolamos. Después pusimos clavos en los agujeros correspondientes al mango –eso era
sólo una precaución extra. Aquí afuera habrá más campo para la inventiva; podríamos hasta
conseguir algunos fisionables. Sólo bromeaba, por supuesto.
"Allá, las cuchillas eran lo mejor del material de cocina. Las introducíamos unos veinte
centímetros en el mango, y en la punta poníamos una hoja de cuchillo de deshuesar. Con un
arma así, el guerrero podía rajar o apuñalar; era casi tan buena como una espada.
"Las espadas resultaban más difíciles de hacer –por eso yo las restringí, las hice sólo para
los oficiales. De esa forma, también servían como insignias de rango. Levantamos los pisos del
Centro de Artes Gráficas para conseguir las barras de refuerzo de acero, y las calentamos en el
quemador del horno, machacándolas después. Muchas se rompían, y tenían que ser forjadas

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 20


de nuevo, a veces una y otra vez. Yo tenía la mejor, naturalmente. Ahora está en vuestro poder,
¿supongo?
"Sí, creo que me gustaría verla –la llevé en muchas batallas brillantes. Ustedes no lo
entenderían. El mango era de hueso, casi como marfil, y yo hice que Althea grabara el Lung–
Rin en el hueso. Althea era nuestro mejor artista.
"¿El Lung–Rin? Es el símbolo del Imperio: dos dragones luchando.
"No, no adorábamos al Lung–Rin. Era un símbolo, eso es todo. A la larga, si me entienden,
nosotros éramos el Lung–Rin. Teníamos ceremonias, sí. Colocábamos una figura para
representar a los Amarillos. Don la hizo de madera y cuero, y eso era el centro de las
ceremonias. Althea lo ayudó con la cara, y yo hice que se pareciera un poco a mí; entienden,
un poco de psicología. Es extraño, pero uno puede hacer una cosa como esa, y tener a todo el
mundo inclinándose frente a ella, y ofreciéndole los botines de la guerra, y al cabo de un tiempo
se vuelve... no sé, algo más. Más que simplemente la figura que uno levantó al principio. ¿Han
hablado con Don?
"Él tenía una teoría –no sé si él mismo la creía. Yo no, pero sin embargo... Había algo.
¿Entienden lo que quiero decir? No era verdad; pero sin embargo...
"Muy bien, esto era lo que él pensaba. O por lo menos, lo que decía que pensaba. Que hay
cosas de las que nada sabemos que viven con nosotros en el mundo –cosas en otro plano de
la realidad. Y cuando uno hace algo como aquello, se presenta –se presenta uno de ellos.
Toma la forma de la figura, y se vuelve el verdadero Espíritu de los Amarillos. De cualquier
manera, cuando hacíamos las procesiones con antorchas, a veces uno pensaba que la veía
moverse. Era sólo el reverbero de la luz, por supuesto, y el hecho de que por ser tan alta la
cara estaba iluminada desde abajo. Cualquier cara parecería extraña iluminada así, supongo.
Cazamos ratas y palomas y las pusimos dentro cuando la construimos, para que hicieran
sonidos extraños; algunas deben haber vivido bastante.
"No, no sé qué pasó después con ella, ni me interesa. No se puede matar la cosa, el
Espíritu de los Amarillos. No a menos que nos maten a todos, y ustedes no lo van a hacer.
Algún día seremos libres. ¿Cómo podríamos olvidar? El experimento fue lo más grande de
nuestras vidas. Por la noche, antes de que triunfáramos, acostumbrábamos a sentarnos
alrededor del fuego –afuera, los edificios eran demasiado peligrosos entonces– y conversar.
Ustedes nunca lo hicieron. No estaban allí.
"No, no acerca de lo que íbamos a hacer cuando ganáramos –al menos, no generalmente.
Ni siquiera acerca de nuestros planes para el día siguiente. Generalmente hablábamos sobre
nuestras vidas antes del experimento. Cada uno contaba las cosas desagradables que le
habían sucedido, y luego hablaba otro. Nunca lo dijimos, pero todos estábamos pensando que
allí no era así. Estábamos todos juntos –todos los Amarillos juntos. Esa fue una de las primeras
cosas que hicimos, creo que alrededor del cuarto día después que los portones se cerraron.
Juramos que íbamos a permanecer juntos o caer juntos; no iba a haber ningún tipo de
disgregación. Habíamos visto lo que pasaba con los Verdes; estaban siempre yendo en todas
direcciones; no se apoyaban entre ellos. Para cuando se pudieron organizar era ya demasiado
tarde. Los otros tenían las armas y la organización y el espíritu de lucha. Habían sido
demasiado golpeados y demasiado reducidos, ¿entienden lo que quiero decir? Si uno toma
gente como esa, y los golpea una y otra vez, la mayoría quedan abatidos. Uno o dos
reaccionarán de forma opuesta –volviéndose tan duros y fuertes que serán como lo mejor que
se pueda conseguir. Pero no la mayoría. Entonces cuando esos uno o dos intentan
encabezarlos, no hay apoyo. Además, está también el efecto sexual. Tal vez no debiera hablar
de esto. ¿Quieren apagar el magnetófono?
"Bien, de acuerdo. Todos vieron, casi desde el principio, que las mujeres tendrían que
luchar al igual que los hombres. Jan era la mejor guerrera que teníamos, y se reveló así desde
el comienzo. Los Azules ya lo estaban haciendo, y si no lo hubiésemos hecho, hubiésemos
perdido. Además, si las mujeres no luchaban, no podía haber igualdad real, porque si una
mujer decía que debíamos resistir a los otros colores, todos los hombres dirían que no era su
sangre la que iba a ser derramada.
"Algunas de ellas no querían, por supuesto. Y algunos de los hombres tampoco querían
que lo hicieran. Yo diría que había tal vez ocho mujeres en contra, y cinco hombres. Allí fue
cuando apareció el adiestramiento. Sobre todo, allí. Es difícil –muy difícil hacer que la gente se
adiestre. Hay que introducirlos poco a poco. Pero una vez que lo hacen, aprenden a obedecer

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 21


órdenes, y cuando uno dice '¡Vamos!', responden. Yo los inicié con prácticas en el uso de
armas (entonces eran sólo los cuchillos y los garrotes) y más tarde lo formalicé. Les dije que
aunque no fueran a la lucha, lo menos que podían hacer era practicar con el resto de nosotros;
y entonces, si en algún momento tenían que hacerlo, sabrían cómo. Por supuesto una vez que
estuvimos mejor organizados yo hubiera podido ordenarlo, sencillamente; pero yo no tenía ese
tipo de autoridad por entonces –no era Emperador.
"No, yo era un especialista en ciencia política.
Muchos eran estudiantes de psicología, muchos más eran de la escuela de sociología.
Nunca noté que se comportaran de manera diferente al resto de nosotros.
"A lo que quería llegar, es que cuando un hombre –digamos, un varón– ha estado luchando
con una mujer, y él gana y la derriba, y ella deja caer lo que tenía, una maza o lo que fuere, y
tal vez ella está sangrando por donde él la cortó o le partió el labio, y muchas veces su camisa
y pantalones están desgarrados, hay un impulso que se impone. Puede ser que las mujeres no
lo sientan así, pero sí los hombres. Cuando a una mujer le ha sucedido eso una o dos veces,
termina con ella. No quieren luchar más; sólo quieren correr, o a veces esconderse. Algunos de
los hombres decían que en realidad les gustaba, en el fondo, pero yo no lo creo. Sin embargo,
esas eran, mayormente, las que querían unírsenos.
"No, por supuesto que no las dejamos. No podíamos dejarlas. Eso era precisamente la
razón de todo. Teníamos las bandas –yo tengo aún la mía, ven, alrededor de la muñeca– y no
podíamos quitárnoslas. No podemos. Una vez que a uno se le colocaba el brazalete, uno era
un Amarillo, o un Azul o un Verde; y eso era todo. Algunos de los Verdes, sobre todo, trataron
de cortarlas antes de que tuviéramos el control de todas las herramientas. No pudo hacerse;
una lima ni siquiera las rayaba.
"¿Les preocupaba eso? ¿La ropa? Sí, teníamos ropa de colores para empezar –pantalones
cortos y camisas amarillos. Pero no importaban realmente; eran los brazaletes. Al final yo hice
que mis guardias fueran desnudos hasta la cintura, con sólo una banda de tela amarilla
alrededor de la cabeza para identificarlos. Vean, yo había notado que cuanto más bravo era
alguien, más desgarrada llevaba la camisa, hasta que a los mejores no les quedaba nada.
"Sí, también las mujeres. Les diré un secreto. Cuando uno sale a luchar, cualquier cosa que
haga para parecer diferente –extraño– ayuda. Apabulla a los otros. Creo que los Azules tenían
esa ventaja al principio –esas camisas y pantalones azul oscuro. Parecían la Policía Federal.
Pero los pechos desnudos y los jirones amarillos en la cabeza dieron cuenta de eso. Nos
manteníamos juntos y avanzábamos hacia ellos en una masa sólida –las espadas al frente, y
las lanzas asomando entre ellas, y todo el mundo dando alaridos. Eso es muy importante. Y la
bandera. Yo di mi propia camisa para hacer la bandera. La parte delantera estaba hecha jirones
para entonces, pero no había ni un desgarrón en la espalda, ni uno. Esa fue la parte que
separamos para hacer la bandera. Althea le cosió el Lung–Rin con hilo rojo. Algunos decían
que no iba a destacarse porque no había suficiente corriente en el edificio, que era donde más
se luchaba. Yo les dije que si se adelantaban a suficiente velocidad se destacaría, y tuve razón.
También tenía otra utilidad: una o dos veces nos dispersamos –recuerdo una vez que los
Azules nos tendieron una trampa –y ella nos indicaba dónde estaba nuestro núcleo. Nils la
llevaba. No sé qué ha pasado con ella ahora. Sería bueno tenerla cuando volvamos a estar
juntos.
"Ya les he hablado de eso. No se podía hacer: si uno era un Amarillo, era un Amarillo; un
Azul era un Azul, y un Verde era un Verde; y nada que alguien pudiera decir hacía diferencia
alguna. Jan tuvo un tiempo un esclavo–amante Verde –hasta que peleó un par de veces contra
los Azules. Los Verdes estaban terminados por entonces, y él no era demasiado bueno.
"No, como ya dije, los Verdes tenían pocos luchadores natos. No tengo idea de sus
nombres. Esa fue una de las primeras reglas que hice –los Verdes y los Azules no tenían
nombres. Si uno conocía a alguno de ellos por su nombre antes del experimento, lo olvidaba lo
más pronto posible. Si teníamos que hablar de alguno en particular, decíamos: 'la Azul rubia', o
'el chico Verde de Jan'. Así.
"Otra cosa que nos ayudaba en la lucha era la idea del Imperio. Si uno habla de una cosa
como ésa, se vuelve real. Como la figura. Teníamos los Guardias Imperiales, y eran valientes
porque si no lo eran perdían su lugar, dejaban de ser guardias; y los otros luchaban con más
ahínco en la esperanza de entrar –si alguien se distinguía, yo lo nombraba guardia. Y si lo

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 22


hacía un guardia, lo hacía oficial. Una vez tuve los guardias, los utilicé para mantener en orden
al resto.
"¿De qué se trataba? ¿Todo el experimento? Bueno, el mundo. Sólo que tantos recursos,
se dan cuenta, y tantos grupos de gente. Entiendo que algunos de los otros aspectos del
experimento resultaron algo diferentes; pero ellos querían ver cómo probábamos nosotros –
cuál era nuestra solución. Por eso no me arrepiento de lo que hice. Era nuestro problema,
presentado a nosotros (si quieren considerarlo así), y lo resolvimos. Cuando rompieron la pared
estábamos organizados –todo el mundo sabía cuál era su lugar, de quién recibía órdenes, y
qué le correspondía: cuántos alimentos, agua potable, agua para bañarse. Eso era el Imperio.
"Generalmente lo llamábamos así: 'El Imperio'. Oficialmente, empezamos llamándole
Mongolia. Porque éramos los Amarillos. Más tarde lo acortamos.
"No, no me arrepiento de ella, quienquiera que haya sido. Originariamente éramos todos
voluntarios, recuérdenlo. Y ella seguía saliéndose de la disciplina, una y otra vez, cuando no
era más que una repugnante Verde o Azul o lo que fuere. Entonces decidí que debía ser
castigada. Hicimos una ceremonia de eso, con fuego en los braseros, y el gran gong.
"Hice que Jan lo hiciera. Jan era coronel. Neal y Ted la sostuvieron y Jan le atravesó el
vientre con la espada –para que viviera el tiempo suficiente de saber qué estaba pasando.
Cuando la sacó, Jan lamió la sangre de la hoja. El resto de Verdes y Azules hubieran
obedecido después de eso, créanme.
"Sí, cuando finalmente murió, derribaron la pared. Estaban adiestrando a unos pocos
individuos seleccionados, supongo, aunque nosotros no lo sabíamos. Ella debe haber sido uno
de ellos.
"Naturalmente. Entiendo cómo se sienten ahora con respecto a ello –cómo se siente la
escuela y cómo se sienten el público y el Presidente. ¿Pero ustedes entienden cómo nos
sentíamos nosotros? Ustedes no han pasado por lo que nosotros pasamos juntos. Nosotros
hemos aprendido una gran cantidad de cosas que recordaremos, pero ninguno de ustedes
podrá saber posiblemente cómo era entonces, cuando yo era Ming el Inclemente."

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 23


EL SEÑOR DE LA TIERRA

El nebraskano se inclinó hacia adelante con una afable sonrisa y movió la mano derecha
en una gran curva.
—Sí, desde luego dijo—, es justamente el tipo de cosa que me interesa. Hábleme de ello,
señor Thacker, por favor.

Todo este despliegue de calor humano tenía como objetivo apartar la atención del viejo
Hop Thacker de la mano izquierda del nebraskano, que acababa de introducirse sigilosamente
en el bolsillo izquierdo de su chaqueta para poner en marcha la minigrabadora que había
dentro de él. El micrófono quedaba oculto por la solapa del nebraskano, y el delgadísimo cable
marrón era casi invisible.

Naturalmente, es posible que al viejo Hop tampoco le hubiese importado. Podían decirse
muchas cosas de él, pero no que fuese tímido.
—Bueno... empezó a decir—. Según me han contado, ocurrió hace muchos, muchos años.
Supongo que debió de ser antes de la época de mi abuelo, señor Cooper, o puede que incluso
antes de eso.

El nebraskano asintió con la cabeza animándole a continuar.


—Había tres chicos, y uno de ellos tenía una mula vieja que no servía para nada que no
fuese para atraer a los cuervos. Uno de ellos era el coronel Lighfoot, aunque entonces nadie le
llamaba coronel, claro está... El otro era Creech y el otro... —El anciano se quedó callado y se
acarició los escasos mechones de su barba con los dedos—. Bueno, supongo que no me
acuerdo de quién era, aunque lo sabía. Su nombre me vendrá a la cabeza cuando no haya
nadie a quien le interese oírlo. Es el que tenía la mula.

El nebraskano volvió a asentir.


—Ha dicho que eran tres jóvenes, ¿verdad, señor Thacker?
—Eso es, y el coronel Lighfoot tenía un rifle nuevo. Y el otro, el que era un amigo de mi
abuelo o de no sé quién, también tenía un rifle y todo el mundo decía que era el mejor tirador
de la comarca. Bueno, pues Laban Creech dijo que él también era un gran tirador, y fue a
buscar su rifle... Era el que tenía la mula. Me acabo de acordar.

"Sacaron la vieja mula del establo y la llevaron hasta un kilómetro o un kilómetro y medio
de allí. Ya sabe cómo se hacen estas cosas, ¿verdad? Creech le pegó un tiro en la oreja y la
mula se tumbó en el suelo y se murió. Era vieja y además estaba enferma, así que no coceó ni
nada, y el coronel Lighfoot sacó su cuchillo y le abrió el vientre, y después se escondieron entre
la espesura para esperar a que llegaran los cuervos.
—Comprendo dijo el nebraskano.
—Uno de ellos disparó, y luego el otro, y los dos dieron en el blanco, y siguieron
disparando. Ya casi había oscurecido, ¿sabe?, y el coronel Lighfoot tenía su rifle nuevo y el
otro tenía un rifle muy bueno, y siempre iban igualados, y el pobre Laban Creech se había
quedado bastante atrás. Supongo que debía de haber como cien cuervos por allí. Ya sabe que
no puedes matar un cuervo, dejarlo allí y esperar que venga alguno más, ¿verdad? En cuanto
ven un cuervo muerto los otros cuervos se dicen: "Caray, fíjate en lo que le ha pasado a ése.
No pienso acercarme por allí, no señor...".

El nebraskano sonrió.
—Son unos pájaros muy listos.
—Oh, hay toda clase de historias sobre ellos —dijo el anciano—. Gracias, Sarah.
Su nieta les había traído dos vasos de limonada. Se quedó quieta en el umbral el tiempo
suficiente para secarse las manos con su delantal a cuadros rojos y blancos, y contempló al

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 24


nebraskano con una mezcla de susto y timidez antes de volver apresuradamente al interior de
la casa.
—Entonces no teníamos agua corriente. —El anciano acarició un cubito de hielo con un
dedo huesudo y no muy limpio. Y cuando yo era pequeño tampoco teníamos, no hasta que la
TVA1 se puso en marcha. Ahora hablas de la TVA y la gente cree que te refieres a esos
programas, ¿sabe?—Agitó el vaso de limonada—. Los veo de vez en cuando.
—La televisión —dijo el nebraskano para ayudarle.
—Eso es. Sí, señor Cooper... Por ejemplo, me acuerdo de cuando Bud "Sombrero Rojo"
pasó a mejor vida. ¿Calor? Nunca ha visto nada parecido. Todos los pájaros iban con la boca
abierta y no daban ni un aletazo. Recuerdo que aquel mismo día perdimos dos cerdos. Mi pa
quiso guardar la carne, pero no se podía hacer nada con ella. Contaba que era como si
aquellos cerdos ya estuviesen podridos por dentro antes de caerse muertos, y hacía tanto calor
que no se atrevía a dejar que se los comieran los perros. De todas formas los perros estaban
durmiendo debajo del porche, así que... No salían de allí para nada.

El nebraskano sintió la tentación de volver al tema de la cacería de cuervos, pero un


instinto nacido de los miles de horas que había pasado escuchando en situaciones parecidas le
impulsó a asentir y sonreír en silencio.
—Bueno, sabían que la única solución era meterle bajo tierra lo más deprisa posible,
¿comprende? Le arreglaron, le limpiaron, le pusieron su mejor traje y todo eso. La casa estaba
llena de gente, pero hacía un calor horrible, y la verdad es que se le podía oler, así que me fui
escabullendo poco a poco hasta que llegué a la puerta. Nadie se fijaba en mí, ¿sabe? Las
mujeres estaban llorando a moco tendido, y los hombres pensaban que ya iba siendo hora de
enterrarle y tomarse otro trago de whisky.

El bastón del anciano cayó al suelo con un golpe seco. El nebraskano se agachó para
recogerlo y durante una fracción de segundo pudo ver el pálido rostro de Sarah al otro lado del
umbral.
—Me fui al cobertizo. Apuesto a que debía faltar poco para los cuarenta grados, pero
después de haber estado allí dentro... Bueno, era un auténtico alivio. Entonces fue cuando lo vi
bajar por la colina al otro lado del camino. Se mantenía lo más pegado posible a las sombras y
la verdad es que parecía una sombra, pero podías ver cómo se movía, y siempre era un poco
más negro que las sombras. Nada más verle supe que era el chupador de almas y me asusté
pensando que podía llevarse a mi ma. Me eché a llorar, y mi ma salió de la casa y me llevó al
arroyo para que bebiera un poco de agua, y que yo sepa ésa es la última vez en que le ha visto
nadie.
—¿Por qué le llama el chupador de almas? —preguntó el nebraskano.
—Porque eso es lo que hacía, señor Cooper. Supongo que usted ya sabe que no sólo las
personas tienen fantasmas, ¿verdad? Un hombre puede ver el fantasma de otro hombre,
desde luego, pero también puede ver el fantasma de un perro o de una mula o de cualquier
otro animal. Aunque los más conocidos son los fantasmas de la gente, claro... El fantasma es el
espíritu del que se ha muerto, ¿no? ¿Por qué no está en el Cielo o abajo en el lugar malo
donde se supone que ha de estar? ¿Qué está haciendo en la casa, o caminando por el
sendero o donde sea que lo ha visto? Yo tuve un perro que vio un fantasma y era el fantasma
de otro perro, ¿comprende? Yo nunca llegué a verlo, pero él sí, y yo supe que lo había visto por
su forma de comportarse. ¿Qué estaba haciendo aquí?

El nebraskano meneó la cabeza.


—No tengo ni la más mínima idea, señor Thacker.
—Caray, pues yo se lo diré. Cuando un hombre pasa a mejor vida, o un caballo o un perro,
o lo que sea, se supone que debe esperar a que llegue el Juicio Final, ¿no? El Señor
Jesucristo es nuestro juez, señor Cooper. Pero a veces no quiere esperar tanto tiempo sin
hacer nada... Quizá tenga miedo de ser juzgado, o quizá tenga algún asuntillo que otro del que
1
La TVA, Tennessee Valley Authority (Autoridad del Valle de Tennesse), fue un proyecto gubernamental que se
encargó de proporcionar agua potable y controlar las inundaciones periódicas que asolaban aquel estado mediante
un complejo sistema de presas y canalizaciones. (N. del T.)

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 25


ocuparse o, por lo menos, eso es lo que cree, como enseñarle dónde está escondido algún
dinero a otra persona que sigue con vida. Eso es algo bastante frecuente, y puede que alguna
vez le cuente unas cuantas historias de ésas. Pero si no tiene nada que resolver aquí, si sólo
está asustado... Bueno, entonces se quedará donde está y ésos son los fantasmas que
aparecen allí donde han sido enterrados. Y si puede atraparlos... Bueno, entonces pertenecen
al chupador de almas, ¿comprende? Pero si tiene mucha hambre intentará chupar a una
persona viva, y si esa persona no le planta cara morirá. —El anciano hizo una pausa para
humedecerse los labios con limonada y sus ojos recorrieron el pequeño cementerio familiar y
los campos repletos de tallos de maíz resecos hasta llegar a las montañas color púrpura donde
ya nunca volvería a cazar—. Y ganarle es muy difícil... No es algo que ocurra con frecuencia.
Creo que el primero en conseguirlo debió de ser un indio. Sí, algo así... ¿Le he contado qué tal
disparaba Creech?
—No, señor Thacker, no me lo ha contado. —El nebraskano tomó un sorbo de su
limonada, que estaba agradablemente ácida—. Me gustaría mucho oírlo.

El anciano se meció en silencio durante lo que pareció un tiempo muy largo.


—Caray —dijo por fin—, llevaban todo el día disparando. Supongo que eso ya se lo había
contado, ¿no? Bueno, al menos llevaban mucho rato... El coronel Lighfoot y Cooper iban
empatados, y Creech les seguía de cerca. Ahora le tocaba disparar a Creech, y Creech no
paraba de decirles que se quedaran un rato más, y que en cuanto apareciese un cuervo y
hubiese disparado se irían a casa tanto si le daba como si fallaba el tiro. El caso es que se
quedaron, pero no aparecieron más cuervos porque ya habían matado a todos los que había
en muchos kilómetros a la redonda. Empezó a ponerse muy oscuro, y entonces Cooper dijo
que ahora ya nadie podía darle a nada, y le dijo que había perdido y tenía que aceptarlo como
un hombre.
"Y Creech le dijo que no era justo porque, caray, la mula era suya, y justo entonces
apareció algo más grande que cualquier cuervo, y negro, algo que venía dando saltitos por el
suelo como hacen los cuervos algunas veces, ¿comprende? Venía directo hacia la mula
muerta... Creech alzó su rifle. Después el coronel Lighfoot dijo que estaba tan oscuro que no
debía ver ni la mira, así que supongo que se limitó a apuntar guiándose por el cañón, tal y
como se ha hecho siempre en las montañas, ¿sabe?, y hay montones de personas
convencidas de que es la mejor forma de dar en el blanco.
"Bueno, el caso es que disparó y aquella cosa negra cayó al suelo. El coronel Lighfoot le
dio una palmadita en la espalda y le dijo que había ganado y que ahora ya podían irse, pero
Cooper sabía que aquello era demasiado grande para ser un cuervo, así que fue hacia allí para
echarle un vistazo. Y, caray, señor, era como un hombre sólo que con las piernas torcidas y un
cuello muy flaco y raro. No era un hombre, pero se le parecía mucho, ¿comprende? Y entonces
aquella cosa preguntó que quién le había disparado y cuando abrió la boca Cooper vio que
estaba llena de gusanos. Eran gusanos de la tumba, ¿sabe?
"Sí, preguntó que quién le había disparado, y Cooper dijo que había sido Creech y
entonces empezó a gritar para que Cooper y el coronel Lighfoot fuesen corriendo hasta allí. El
coronel Lighfoot dijo que tenían que enterrarlo, y Creech volvió a su casa para coger un pico y
una pala vieja. Y temblaba tanto que el pico y la pala no paraban de chocar entre sí,
¿comprende? El coronel Lighfoot y Cooper se dieron cuenta de que no podría cavar, así que
empezaron a hacer un hoyo, pero cuando miraron a su alrededor Creech ya no estaba, y el
chupador de almas tampoco.

El anciano hizo una pausa dramática.


—Y la siguiente vez que vieron al chupador de almas era Creech, y cuando yo le vi
supongo que también debía ser él, o quizá fuera otro, no lo sé. No dispare nunca contra nada
sin estar totalmente seguro de lo que es, Jovencito.

Las palabras con que puso punto final a su relato hicieron que Sarah apareciese en el
umbral.
—La cena está lista. He puesto un cubierto para usted, señor Cooper. Pa dijo que lo
pusiera. Supongo que se quedará, ¿verdad? No es ninguna molestia.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 26


El nebraskano se puso en pie.
—Es usted muy amable, señorita Thacker.

El anciano se levantó ayudado por su nieta y fue lentamente hacia la casa, apoyándose en
el bastón que sostenía con la mano derecha mientras la joven le guiaba cogiéndole del brazo
izquierdo. El nebraskano les siguió y le sostuvo la silla para que se sentara.
—Pa se está lavando —dijo Sarah—. Ha estado cambiando el aceite del tractor. Cuando
llegue bendecirá los alimentos. No hace falta que me sostenga la silla, señor Cooper. Iré
trayendo lo que falta mientras pa llega... Ande, siéntese.
—Gracias.

El nebraskano se sentó enfrente del anciano.


—Tenemos jamón, maíz, tortas y patatas. No es ninguna cena de gala, pero...
—Todo huele maravillosamente bien, señorita Thacker —dijo el nebraskano, y no podía ser
más sincero.

Su padre entró en la habitación. Se había lavado concienzudamente hasta la altura de los


codos, pero trajo consigo un olor a aceite de tractor que se mezcló con los aromas que
brotaban de la cocina.
—Bien, señor Cooper, ¿se ha enterado de todo lo que deseaba averiguar?
—He oído algunas historias maravillosas, señor Thacker dijo el nebraskano.

Sarah colocó el jamón en el sitio de honor, delante de la silla ocupada por su padre.
—Creo que está haciendo una labor realmente maravillosa. Poner por escrito todas esas
viejas historias antes de que se pierdan...

Su padre asintió de mala gana.


—Sí, claro, pero nunca me habría imaginado que se pudiera vivir de eso.
—No vive de eso, pa. Enseña. Es profesor. —El jamón fue seguido por una bandeja que
contenía una montaña de tortas. Sarah se dejó caer en una silla—. Iré a buscar el maíz y las
patatas dentro de un momento. El maíz aún necesita un poco de tiempo.
—Oh, Señor, bendice estos alimentos y a quienes los comerán. Ayúdanos a agradecer
como es debido el que tengamos esta granja, la familia y las amistades. Da la bienvenida al
forastero que hay debajo de nuestro techo tal y como nosotros se la hemos dado. Y ahora,
comamos.

El hijo del señor Thacker se puso en pie, clavó un inmenso cuchillo de carnicero en el
jamón y el nebraskano se acordó por fin de apagar su minigrabadora.

Dos horas después el nebraskano estaba más que saciado y había accedido a quedarse
aquella noche en casa de los Thacker.
—No es muy elegante, pero está limpio —dijo Sarah mientras le enseñaba el dormitorio
para los huéspedes—. Cambié las sábanas y puse la colcha mientras hablaba con el abuelo.

La puerta crujía. Sarah accionó el interruptor de la luz.

El nebraskano asintió.
—Preveía que iba a aceptar la invitación de su padre, ¿eh?
—Bueno... Tenía la esperanza de que la aceptara. —Sarah hacía todo lo posible para no
mirarle a los ojos—. Llevaba años sin ver tan contento al abuelo... ¿Hablará un rato más con él
mañana? Puede poner sus cosas en esta cómoda. Vacié los cajones de arriba y ya he aireado
un poco la cama. El baño es la puerta que está después de la habitación de pa, ya sabe...
Supongo que toda esta comarca debe parecerle terriblemente atrasada, ¿no?
—Crecí en una granja cerca de Fremont, Nebraska —dijo el nebraskano.

Sarah no dijo nada. Cuando se volvió a mirar, Sarah estaba soplándole un beso desde el
umbral, y un instante después ya había desaparecido.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 27


El nebraskano se encogió de hombros, puso la maleta encima de la cama y la abrió. Aparte
de sus cuadernos de anotaciones, había traído consigo su manoseado ejemplar de Variedades
del cuento popular y Los dioses que precedieron a los griegos, de Schmit, que tenía intención
de leer desde hacía tiempo. Los Thacker pronto estarían en su sala viendo la televisión. El
nebraskano supuso que una o dos horas de ausencia les parecerían disculpables. De hecho,
hasta era posible que su inesperada visita hubiera sido una sorpresa agradable. Tuvo la
corazonada de que Sarah, rubia y esbelta como el tronco de un sauce, estaría sentada en el
sofá y que no habría ningún otro sitio libre salvo a su lado.

Pero el dormitorio contaba con un asiento libre, una vieja pero robusta silla de madera con
el fondo de enea. El nebraskano la llevó hasta la ventana y abrió el libro de Schmit, decidido a
leer mientras hubiera luz suficiente. Sabía que Dis llegaba en su carroza para llevarse las
almas de los griegos que habían fallecido, y quienes tenían miedo de pronunciar su nombre le
llamaban El que Recoge a Muchos; pero el chupador de almas deforme y casi digno de
compasión descrito por Hop Thacker no parecía tener nada en común con la oscura y
majestuosa figura de Dis. ¿Habría existido alguna deidad anterior que prefigurase claramente
al chupador de almas? Como la mayoría de estudiosos del folklore, el nebraskano estaba
firmemente convencido de que sus temas y motivos básicos quizá no llegaran a alcanzar la
categoría de eternos, pero sí eran muy antiguos. Abrió Los dioses que precedieron a los
griegos. El índice de referencias parecía muy concienzudo.

Muertos, sus momias visitadas por Anuat.

El nebraskano asintió para sí mismo y buscó la página indicada.

An-uat, Anuat, "Señor de la Tierra (la Necrópolis)", "El que Abre el Norte". Aunque es
frecuentemente confundido con Anubis, al cual prestó su forma, está claro que el dios chacal
An-uat mantuvo una identidad separada durante el período del Nuevo Reino. Las almas que se
habían negado a subir en la barca de Ra (lo que implicaba no presentarse ante el trono de
Osiris resucitado) quedaban bajo el poder de Anuat, quien visitaba a sus momias y arrastraba
las almas hasta Tuat, el valle sin luz habitado por demonios que se extendía entre el lugar
donde moría el viejo sol y aquel donde nacía el nuevo. Anuat y Anubis, no tan amenazador,
rara vez pueden ser distinguidos en el arte, pero allí donde tal distinción resulta posible An-uat
siempre es la figura más musculosa. Van Allen ha informado de que An-uat sigue siendo
invocado por los magos modernos de Egipto (tanto musulmanes como coptos), quienes le
llaman Ju'gu.

El nebraskano se puso en pie, dejó el libro sobre la silla, fue hasta la cómoda y volvió. La
función de aquel mito de cinco mil años de antigüedad era idéntica a la del chupador de almas,
y no estaba nada seguro de que la similitud fuese meramente accidental. Que el folklore de los
Apalaches pudiera haber sido influido por las creencias ocultistas del Egipto moderno parecía
una hipótesis salvajemente improbable, pero no tenía nada de imposible. El nebraskano se
recordó que después de la guerra de secesión el Ejército de Estados Unidos había importado
no sólo camellos sino también camelleros egipcios; y Harry Houdini, el artista de las fugas,
había descrito con todo lujo de tétricos detalles su encierro dentro de la Gran Pirámide. No
cabía duda de que su relato había sido adornado por la imaginación, pero... ¿Sería posible que
alguna de sus giras europeas hubiese incluido una visita a Egipto? Miles de soldados
norteamericanos debían de haber visitado Egipto durante la segunda guerra mundial, pero
tampoco cabía duda de que la historia del chupador de almas era más antigua y,
probablemente, anterior a Houdini.

El aspecto también parecía ser distinto, pero... ¿Cuáles eran las auténticas diferencias
entre el tal Ju'gu y el chupador de almas? Anuat era representado como un hombre muy
musculoso con cabeza de chacal. El chupador de almas era...

El nebraskano sacó la minigrabadora del bolsillo, rebobinó la cinta y se puso el audífono.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 28


El chupador de almas parecía un hombre, "sólo que con las piernas torcidas y un cuello
muy flaco y raro". Y, sin embargo, no era un hombre, aunque el rasgo que le separaba de la
humanidad no quedaba nada claro... Una cabeza semejante a la de un perro parecía una
posibilidad, desde luego, y An-uat podía haber cambiado mucho a lo largo de cinco mil años.
El nebraskano volvió a sentarse y abrió el libro, pero el sol ya casi rozaba el horizonte.
Estuvo uno o dos minutos pasando páginas al azar y acabó saliendo del dormitorio para ir a la
sala y reunirse con los Thacker.

Las vacuidades de la televisión jamás le habían parecido menos reales o carentes de


significado. Sus ojos seguían los movimientos de los actores que aparecían en la pantalla, pero
su atención estaba concentrada en el calor del cuerpo de Sarah y el olor de las más bien
excesivamente generosas dosis de perfume que se había puesto y, todavía más que en eso, en
una escena que quizá nunca había ocurrido. El nebraskano no paraba de pensar en aquella
mula muerta hacía mucho tiempo que yacía en un campo y en los tiradores ocultos allí donde
empezaba la espesura del bosque. El coronel Lighfoot debía de haber sido una figura histórica
de considerable fama local, y parecía lógico suponer que la mayoría de quienes habían
escuchado las narraciones del señor Thacker estaban familiarizados con él. Laban Creech
quizá hubiera sido real y quizá no. En cuanto al tercer tirador, el que parecía desempeñar un
papel menos importante, el señor Thacker había optado por llamarle Cooper, el mismo apellido
que el nebraskano, y ahora que pensaba en ello su elección le pareció un tanto misteriosa.

Naturalmente, el que hubiera tres tiradores se debía a que en el folklore casi nunca hay
ningún número superior a la unidad salvo el tres; pero el que hubiera usado su apellido le
parecía bastante extraño. Debía de haber sido algún capricho de la ya algo vacilante memoria
del anciano. Recordaba que su apellido era "Cooper", y había cometido el error de atribuírselo
al tercer tirador.

Poco a poco y de forma casi imperceptible el nebraskano se dio cuenta de que los Thacker
estaban prestando tan poca atención a la pantalla como él. Reían chistes que nadie había
contado, no mostraban ninguna irritación ni ante los anuncios más insistentes y no comentaban
aquel horrible programa ni entre ellos ni con él.

La hermosa Sarah estaba sentada decorosamente a su lado con las rodillas muy juntas,
sus largas piernas cruzadas a la altura de sus esbeltos tobillos y sus manos algo enrojecidas
de tanto lavar platos encima del delantal. El anciano se mecía a su derecha, y las leves
protestas de su mecedora eran tan regulares y lentas como el tic tac del reloj de péndulo que
había en un rincón de la sala. El señor Thacker tenía las manos apoyadas en la curva de su
bastón, y su rostro mostraba un fruncimiento de ceño que no parecía dirigido a nada en
particular.

Su hijo se había sentado a la izquierda de Sarah, y el nebraskano apenas podía verle. El


más joven de los dos Thacker se puso en pie y fue a la cocina haciendo crujir los nudillos
mientras caminaba, volvió sin traer consigo nada de comer o de beber y volvió a sentarse, pero
se levantó menos de medio minuto después.
—Quizá quiera algunas galletas o un poco más de limonada —invitó Sarah volviéndose
hacia él.

El nebraskano meneó la cabeza.


—Gracias, señorita Thacker; pero si como un bocado más me quedaré dormido.

Qué extraño. Sus manos se habían tensado.


—Podría traerle un trozo de pastel.
—No, gracias.

Por suerte, el episodio de aquella horrible serie acababa de terminar y había sido sustituido
por un amanecer multicolor en las llanuras de África. El nebraskano pensó que ése era el

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 29


paisaje que debía verse desde la embarcación de Ra cuando surgía en todo su esplendor de la
garganta oscura llamada Tuat para dar luz a la humanidad. Durante un momento se imaginó
una embarcación mucho más pequeña y menos radiante, un casco negro en el que se
amontonaban los muertos recalcitrantes cuyo timonel era un hombre con cabeza de chacal.
Una mancha minúscula recortándose contra el disco llameante del sol africano... ¿Cómo se
titulaba aquel libro de Von Daniken? Naves..., no, Las carrozas de los dioses. Nada menos que
naves espaciales... Y eso también era folklore o, por lo menos, estaba convirtiéndose
rápidamente en folklore. El nebraskano ya lo había visto ocurrir en dos ocasiones.

Una cebra yacía inmóvil sobre la llanura. La cámara se fue acercando a ella. Cuando
estuvo muy próxima apareció la cabeza de una hiena inmensa con las fauces llenas de
carroña. El anciano apartó la vista y la brusquedad de su movimiento atrajo la atención del
nebraskano.

Miedo... Sí, naturalmente, era eso. Se maldijo por no haber identificado antes la emoción
que impregnaba la atmósfera de la sala. Sarah estaba asustada, y el anciano también lo
estaba..., tenía un miedo horrible. Hasta el padre de Sarah parecía asustado y nervioso, y no
conseguía estarse quieto. Se reclinaba en su asiento y se echaba hacia adelante, movía los
pies y se limpiaba las palmas de las manos en la descolorida tela caqui que cubría sus muslos.

El nebraskano se puso en pie y se estiró.


—Tendrán que disculparme. El día ha sido muy largo.
—Estaba a punto de acostarme, señor Cooper —dijo Sarah después de que el largo
silencio de los dos hombres dejara bien claro que no iban a abrir la boca—. Si quiere bañarse...

El nebraskano vaciló, intentando adivinar cuál sería la contestación que se esperaba de él.
—Si no es demasiada molestia... Sí, sería muy agradable.

Sarah se levantó a toda prisa.


—Le traeré algunas toallas y lo demás.

El nebraskano volvió a su habitación, se desnudó, se puso el pijama y un albornoz. Sarah


estaba esperándole ante la puerta del cuarto de baño con una barra de jabón Zest y un mínimo
de seis toallas.
—¿Puede contarme cuál es el problema? —murmuró el nebraskano mientras aceptaba las
toallas—. Quizá pueda ayudarles...
—Podríamos ir al pueblo, señor Cooper. —Sarah alzó la mano y, después de vacilar
durante unos momentos, se la puso en el brazo—. Soy bastante bonita, ¿no le parece? No
tendría que casarse conmigo ni nada parecido, podría marcharse por la mañana...
—Sí —dijo el nebraskano—. De hecho, es usted muy bonita, pero su familia... Nunca
podría hacerles algo semejante.
—Vuelva a vestirse. —La voz de Sarah apenas si era audible y sus ojos no se apartaban
del final de la escalera—. Dígales que le duele algo, que necesita ver a un médico. Yo saldré
por la parte de atrás y daré la vuelta a la casa. Espéreme debajo de ese olmo tan grande.
—Señorita Thacker, no puedo hacerlo... De veras —dijo el nebraskano.

Una vez dentro de la bañera se dijo que se había comportado como un perfecto imbécil.
¿Cómo le había descrito aquella chica de su última clase? Un romántico incurable... Pasar la
noche con una joven atractiva habría sido muy agradable (y llevaba varios meses sin acostarse
con una mujer), y además la habría salvado de... ¿De qué? ¿De una paliza administrada por su
padre? No había visto morados en la piel de sus brazos, y no le faltaba ningún diente. En
cuanto a aquella nariz tan delicada... No, jamás había sido rota.

Podría haber pasado la noche con una joven preciosa..., de la que luego se habría sentido
responsable durante el resto de su existencia. Se imaginó la referencia en la Revista de
Folklore Norteamericano: "Recogida por el doctor Samuel Cooper, U. de Neb., de Hopkin
Thacker, 73 años, cuya nieta fue seducida y abandonada por el doctor Cooper".

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 30


Lanzó un bufido de disgusto, se puso en pie, dio un tirón a la cadenita del tapón de goma
blanco que obstruía el desagüe de la bañera y cogió una de las toallas que le había traído
Sarah. Un trocito de papel aleteó por el aire hasta caer sobre la alfombra de baño color
amarillo. El nebraskano lo cogió y sus dedos humedecieron el trocito de papel rayado
arrancado a un cuaderno de anotaciones.

No le diga nada de lo que el abuelo le ha contado. Era la letra de una mujer, tan
concienzuda y decidida a resultar legible que casi parecía infantil.

Estaba claro que Sarah había previsto su negativa y había actuado en consecuencia para
protegerse. Supuso que la persona a quien no debía decirle nada era su padre, a menos que
hubiera otro varón en la casa o se esperara la visita de alguno. No, estaba casi seguro de que
se refería a su padre.

El nebraskano rompió la nota en trocitos muy pequeños y los echó por el retrete, se secó
con dos toallas, se cepilló los dientes y volvió a ponerse el pijama y el albornoz. Después salió
al pasillo sin hacer ningún ruido y se quedó inmóvil escuchando.

La televisión de la sala seguía encendida, aunque el volumen estaba bastante bajo. No


había más voces que las del aparato, y tampoco pudo oír ningún sonido de pasos o golpes.
¿Qué era lo que tenía tan asustados a los Thacker? ¿El chupador de almas? ¿Las viejas
divinidades egipcias que llevaban tanto tiempo convertidas en polvo?

El nebraskano volvió a entrar en su habitación y cerró la puerta detrás de él. Fuera lo que
fuese, no era asunto suyo. Por la mañana desayunaría con ellos, oiría una o dos historias más
de labios del anciano y se olvidaría de toda aquella familia.

Algo se movió cuando apagó la luz, y durante un segundo vio su propia sombra sobre la
persiana de la ventana con la de algo o alguien detrás de él, un hombre todavía más alto que
él, un silueta de hombros muy anchos que tenía las orejas puntiagudas o un par de cuernos.

Lo cual era ridículo, naturalmente. La vieja lámpara de latón del techo estaba en el centro
de la habitación y el interruptor se encontraba junto a la puerta, con lo que no podía estar más
lejos de la ventana. No había forma alguna de que su sombra —o cualquier otra—, pudiera
haberse proyectado sobre esa persiana. Él y lo que creía haber visto, fuera lo que fuese,
tendrían que haber estado de pie en el otro extremo de la habitación, entre la luz y la ventana.

Parecía que alguien había movido la cama. Esperó a que sus ojos se acostumbraran a la
oscuridad. ¿Cuál era el mobiliario de la habitación? La cama, la silla en la que había estado
leyendo —debía seguir junto a la ventana, allí donde la había dejado—, una cómoda con un
espejo algo deslustrado y... Se devanó los sesos intentando recordar. Quizá hubiera una
mesilla de noche. La mesilla debía estar junto a la cabecera de la cama, si es que había una.

La habitación se había llenado de susurros. Era el viento del exterior. Las ventanas estaba
abierta de par en par, y la vieja casa se encontraba rodeada por un macizo de arces enormes.
Las ventanas ya eran visibles: unos rectángulos pálidos en la oscuridad. Fue hacia una de ellas
lo más cautelosamente que pudo y subió la persiana. La luz de la luna invadió el dormitorio. Allí
estaba su cama y allí su silla, a su izquierda delante de una ventana. Ninguna ráfaga de aire
hacía moverse las ramas cargadas de hojas.

Se quitó el albornoz y lo colgó sobre uno de los postes de la cama, tiró de la colcha y la
sábana de arriba hasta dejarlas a los pies del lecho y se acostó. Había oído algo..., o quizá no
fuese nada. Había visto algo.... o nada en absoluto. Pensó con añoranza en su apartamento de
Lincoln y en el año sabático que había pasado en Grecia, hacía ya casi doce meses. El sol
arrancando destellos al golfo de Salónica...

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 31


El círculo blanco amarillento de la luna flotaba sobre las aguas estancadas. La ciudad de
los muertos estaba más allá, calles y más calles angostas llenas de tumbas silenciosas, un
laberinto de muerte y piedra. Un chacal aulló a lo lejos. Nada se había movido allí durante eras.
Los rostros de límpidos ojos pintados en las paredes parecían burlarse de los cráneos vacíos
que se amontonaban al otro lado de los restos de las puertas.

Un segundo chacal apareció al final de una de las serpenteantes avenidas de los muertos.
Alzó la cabeza, irguió las orejas y contempló el vacío escuchando el silencio antes de volver a
clavar los dientes en la cosa destrozada que había arrastrado hasta allí. Sin ojos, reseco,
manchado de bitumen y envuelto en vendajes podridos... El nebraskano reconoció su propio
cuerpo.

Y un instante después estaba allí, yaciendo impotente en la calle bajo el sudario de la


noche. Los ojos relucientes del chacal ardieron durante un segundo sobre él; sus fauces se
cerraron y una de sus clavículas se partió...

El chacal y la ciudad iluminada por la luna se desvanecieron. Se irguió de golpe, asustado


y tembloroso. No sabía dónde estaba. El sudor corría por su frente y le entraba en los ojos.

Un sonido.

Se puso en pie y buscó a tientas el interruptor de la luz. Tenía que expulsar definitivamente
al chacal y el recuerdo de aquella ciudad maldita donde nunca brillaba el sol. El dormitorio
estaba tal y como lo recordaba o, al menos, eso le pareció—, dejando aparte el contorno de
humedad que su delgado cuerpo había producido en la sábana. Su maleta estaba delante de la
cómoda con su estuche de afeitado encima; Los dioses que precedieron a los griegos
esperaba que su cuerpo volviera a posarse en el enrejado de enea de la vieja silla.
—Debes venir a mí.

Giró en redondo. Estaba solo en la habitación y no pudo ver a nadie en las ramas del arce
o en el suelo que había debajo. Pero las palabras habían sonado con toda claridad, y quien las
pronunció parecía estar casi junto a su oreja. Miró debajo de la cama, sintiéndose como un
perfecto idiota. No había nadie, y tampoco había nadie en el armario.

El picaporte se negaba a girar en su mano. Le habían encerrado. Quizá fuera ése el ruido
que le había despertado... El chasquido del pestillo al entrar en el hueco del quicio. Se acuclilló
para mirar por el agujero de aquella vieja cerradura. El tramo de pasillo sumido en la penumbra
que podía ver estaba vacío. Se puso en pie. Un objeto duro se incrustó en la planta de su pie
derecho y se inclinó para ver qué era.

Era la llave. La cogió. Alguien había cerrado su puerta con llave, la había deslizado por
debajo del panel y (posiblemente) había hablado con los labios pegados al agujero de la
cerradura.
O quizá sólo fuese un fragmento del sueño que había permanecido con él. Sí, tenía que
haber sido la voz del chacal...

La llave giró en la cerradura sin hacer ningún ruido. Salió al pasillo y creyó detectar la
fragancia del perfume de Sarah, aunque no podía estar seguro. Quizá hubiera sido Sarah. Le
había encerrado y había deslizado la llave por debajo de la puerta para que pudiera salir por la
mañana. ¿A quién intentaba impedir la entrada en su dormitorio?

Volvió al dormitorio, cerró la puerta y se quedó inmóvil junto a ella durante unos momentos
contemplando la llave que sostenía en la mano. Aquella cerradura tan tosca y anticuada no
habría detenido durante mucho tiempo a un intruso y, naturalmente, le haría perder algún
tiempo cuando respondiera... ¿Cuando respondiera a la llamada de quién? ¿Y por qué debía
responder a alguna llamada?

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 32


Volvía a estar asustado, o quizá nunca había dejado de estarlo. Buscó alguna otra luz.
Nada. Ninguna luz para leer encima de la cama, la mesilla de noche estaba vacía, no había
ninguna lámpara de pie, las paredes estaban desnudas... Hizo girar la llave en la cerradura y,
tras habérselo pensado unos momentos, la dejó caer en el primer cajón de la cómoda y cogió
el libro.

Abadón. El ángel de la destrucción enviado por Dios para convertir el Nilo y todas sus
aguas en sangre y para matar al primogénito varón de cada familia egipcia. La mano de
Abadón no cayó sobre los Hijos de Israel porque habían untado sus puertas con la sangre del
cordero pascual. Esta sustitución ha sido considerada en más de una ocasión como un
precedente del sacrificio de Cristo.

Am-mit, Ammit, "Devorador de los Muertos". Esta diosa egipcia vigilaba la entrada que
llevaba al trono de Osiris en el mundo subterráneo y se alimentaba con las almas de aquellos
que eran condenados por Osiris. Tenía la cabeza de un cocodrilo y las patas delanteras de un
león, y el resto del cuerpo de hipopótamo. El gran templo consagrado a Am-mit en Henen—su
(Heracleópolis) fue destruido por Octavio, quien hizo empalar a sus sacerdotes.

An-uat, Anuat, "Señor de la Tierra (la Necrópolis)", "El que Abre el Norte". Aunque es
frecuentemente confundido con Anubis...

El nebraskano dejó el libro a un lado. La luz de la lámpara del techo no permitía leer. La
apagó y volvió a acostarse.

Alzó los ojos hacia la oscuridad del techo y empezó a pensar en el extraño título de An-uat,
El que Abre el Norte. Devorador de los Muertos y Señor de la Tierra... Esos dos no encerraban
ningún misterio. O, mejor dicho, Señor de la Tierra parecía lógico gracias a que Schmit
explicaba la referencia a la necrópolis. (Estaba claro que esa explicación era la fuente de su
sueño.) Entonces, ¿por qué no daba ninguna explicación que aclarase por qué se le llamaba El
que Abre el Norte? Presumiblemente porque no tenía ninguna que dar. Bueno, "abrir" podía
entenderse como haber sido el primero en seguir cierta dirección. Quien abría el camino dejaba
huellas y hacía más fácil que quienes venían detrás pudieran seguirlo. El Nilo fluía hacia el
norte, por lo que Anuat podía haber sido concebido como el dios que precedió a los egipcios
cuando abandonaron las aguas de su río para navegar por el Mediterráneo. De hecho, unas
horas antes él mismo se había imaginado a Anuat en una embarcación porque se suponía que
existía un Nilo celeste (¿sería la Vía Láctea?) y porque sabía que los egipcios creían que
existía un análogo divino del Nilo por donde viajaba la embarcación solar de Ra. Y, por
supuesto, la Vía Láctea era el lago de estrellas donde flota el sol... Sí, literalmente era eso...

El chacal soltó el cadáver que había estado transportando en sus fauces, tosió y vomitó un
montón de carroña que hervía de gusanos. El nebraskano cogió una piedra que se había
desprendido de una de las tumbas medio derrumbadas y se la arrojó. El proyectil golpeó al
chacal justo debajo de una oreja.

El chacal se alzó sobre sus patas traseras. Su rostro seguía siendo el de una bestia, pero
sus ojos eran los de un hombre.
—Esto es para ti —dijo señalando hacia la masa de carne que se agitaba incesantemente
—. Cógelo y ven a mí.

El nebraskano se arrodilló y cogió uno de los gusanos que se deslizaban sobre el vómito
maloliente. El gusano era de un color blanco con rayas y manchas escarlata, y le bastó con
verlo para sentir un anhelo que jamás había experimentado antes. Se lo metió en la boca y el
gusano trajo consigo paz, salud, amor y el deseo de algo que no podía nombrar.

La voz del viejo Hop Thacker le llegó desde una distancia infinita.
—No dispare nunca contra nada sin estar totalmente seguro de lo que es, jovencito.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 33


Otro gusano, y otro más, y cada uno era tan bueno como el anterior.
—Te enseñaremos —dijeron los gusanos hablando con su boca—. ¿Acaso no hemos
venido de las estrellas? El deseo que ellas te inspiran ha despertado, Hombre de la Tierra.

Y la voz de Hop Thacker...

Gusanos de la tumba, ¿sabe?


—Ven a mí.

El nebraskano cogió la llave que había guardado en el cajón. Bastaría con abrir la tumba
más próxima. El chacal señaló la cerradura.
—Si tiene hambre chupará una persona viva, y la persona tiene que luchar o morir.
—Ven a mí, Hombre de la Tierra. Ven, deprisa...

La voz de Sarah se había unido a la del anciano y sus palabras se confundían. La oyó
gritar, y las figuras pintadas que adornaban la tumba desaparecieron.

La llave giró en la cerradura. El hijo de Hop Thacker salió de la tumba.


—Joe, chico! Joe! —gritó su padre detrás de él.

Y le golpeó con su bastón. La sangre brotó del cuero cabelludo de su hijo, pero no se volvió
a mirar.
—¡Lucha, jovencito! ¡Tienes que luchar!

Alguien encendió la luz. El nebraskano retrocedió hacia la cama.


—¡Pa, no!

Sarah llevaba el enorme cuchillo de carnicero en la mano. Lo alzó por encima de la cabeza
de su padre y lo hizo bajar. Su padre la cogió por la muñeca y giró sobre sí mismo. El
movimiento reveló una herida que recorría toda su espalda. El cuchillo y Sarah cayeron al
suelo.

El nebraskano agarró al hijo de Thacker por el brazo.


—¿Qué está ocurriendo? —le preguntó.
—Es amor —replicó él—. Ésa es tu palabra, Hombre de la Tierra. Es amor.

Tenía la boca abierta, pero no había ninguna lengua visible entre sus labios. Su boca
estaba llena de gusanos que no paraban de retorcerse, y entre los gusanos se distinguía el
brillo de las estrellas.

El nebraskano golpeó aquellos labios con toda la fuerza de su puño derecho. El impacto
hizo que la cabeza del hijo de Thacker saliera despedida hacia atrás y una punzada de dolor
recorrió el brazo del nebraskano. Volvió a golpearle, esta vez con la izquierda, y el hijo de
Thacker le agarró por la muñeca como había agarrado antes a Sarah. El nebraskano intentó
retroceder y luchó por liberarse. La cama chocó con sus piernas a la altura de las rodillas,
haciendo que le resultara aún más difícil moverse.

Vio cómo se inclinaba sobre él. Su boca seguía abierta y los labios sangraban, y en sus
ojos había un dolor tan inmenso que el nebraskano jamás lo habría creído posible.
—Ábrete a mí —dijo el chacal.
—Sí —dijo el nebraskano—. Sí, lo haré.

No sabía que poseyera un alma, pero pudo sentir cómo corría hacia su garganta y
empezaba a subir por ella.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 34


El hijo de Thacker puso los ojos en blanco. Su boca se abrió al máximo, revelando por un
instante la criatura de cuerpo viscoso con un gran número de tentáculos que había dentro de
ella. Después se derrumbó sobre la cama, medio cayendo y medio rodando.

Hop Thacker le contempló con las manos temblorosas durante un segundo que pareció
mucho más largo. El anciano dio un paso hacia atrás y cayó también, desmadejándose de una
forma horrible y torpe, y su cabeza golpeó el suelo con un crujido claramente audible.
—¡Abuelo!

Sarah se arrodilló junto a él.

El nebraskano se puso en pie. El gastado mango marrón del cuchillo de carnicero asomaba
de la espalda del hijo de Thacker. Un poquito de sangre, mucha menos de la que había
esperado ver, se deslizó a lo largo de la madera pulida por el uso y formó un charco carmesí
sobre la sábana.
—Ayúdeme, señor Cooper. Tengo que acostarle.

El nebraskano asintió, se inclinó sobre el único señor Thacker que seguía con vida y le
incorporó.
—¿Cómo se encuentra?
—No muy bien —admitió el anciano—. No me encuentro nada bien...

El nebraskano se pasó el brazo derecho del anciano por encima de su cuello y le alzó en
vilo.
—Puedo llevarle. Tendrá que enseñarme dónde está su dormitorio.
—Joe casi siempre se comportaba como si no hubiese cambiado. —La voz del anciano era
un murmullo tan débil y distante como cuando la había oído en la ciudad de los muertos del
sueño—. Eso es lo que ha de entender... La mayor parte del tiempo, y cuando... Cuando lo
hacía ya estaban muertos, ¿comprende? Muertos o a punto de morir... No hacía mucho daño a
nadie.

El nebraskano asintió.

Sarah ya estaba en el pasillo, tambaleándose y sollozando. Vestía un viejo camisón blanco


que bien podía haber pertenecido a su madre.
—Entonces llegó usted. Y Joe... Nos obligó. Dijo que tenía que seguir hablando y ordenó a
Sarah que le invitase a cenar.
—Me contó esa historia para advertirme —dijo el nebraskano.

El anciano asintió débilmente con la cabeza. Acababan de entrar en su dormitorio.


—Fui muy astuto, ¿verdad? Pero la historia era cierta, aunque no se llamaban Cooper ni
Creech...
—Comprendo dijo el nebraskano.

Acostó al anciano sobre su cama y le tapó con una manta.


—Le he matado, ¿verdad? He matado a Joe, he matado a mi chico...
—No fuiste tú, abuelo.

Sarah había encontrado un gran pañuelo de hombre. Debía haber estado hurgando en los
cajones de su abuelo. Se sonó la nariz con él.
—Eso es lo que dirán.

El nebraskano se dio la vuelta.


—Tenemos que encontrar a esa cosa y destruirla. Es lo que tendría que haber hecho
primero...

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 35


Antes de haber completado el pensamiento ya estaba corriendo por el pasillo hacia el
cuarto en que había dormido.

Hizo rodar a Thacker sobre sí mismo todo lo que permitía el mango del cuchillo y puso sus
piernas sobre la cama. La mandíbula de Thacker colgaba fláccidamente; su lengua y su
paladar estaban cubiertos por una capa de gelatina traslúcida que emitía un débil olor parecido
al del amoníaco. Por lo demás, su boca era perfectamente normal.
—Es un espíritu —dijo Sarah desde el umbral—. Ahora se meterá dentro del abuelo porque
lo mató. Es lo que siempre dijo.

El nebraskano se irguió y se volvió hacia ella.


—Es una criatura viva, una especie de calamar, y llegó aquí desde... —Movió la mano
como queriendo indicar que eso no tenía importancia—. Tanto da. Aterrizó en el norte de Africa,
o por lo menos creo que debió de ser ahí, y si estoy en lo cierto fue devorada por un chacal.
Por lo que he leído, los chacales son capaces de comerse casi cualquier cosa. Sobrevivió
dentro del chacal convertida en una especie de parásito intestinal. Después debió arreglárselas
para pasar al cuerpo de un hombre, no sé cómo...

Sarah estaba contemplando a su padre. Ya no le escuchaba.


—Ahora descansa en paz, señor Cooper. Un día disparó contra el viejo chupador de almas
en el bosque. Eso es lo que cuenta el abuelo, y desde entonces no ha conocido el descanso,
pero ahora está en paz. Entonces yo sólo tenía ocho o nueve años, y durante mucho tiempo el
abuelo temió que se metiera dentro de mí, pero nunca lo hizo...

Puso sus pulgares sobre los párpados del muerto y se los bajó. O se ha alejado reptando
o... —empezó a decir el nebraskano.

Y, de repente, Sarah se dejó caer de rodillas junto a su padre muerto y le besó.

El nebraskano fue retrocediendo a tientas hacia el umbral, y cuando por fin logró salir de la
habitación el muerto y la joven seguían sin haberse movido, unidos en aquel beso. El rostro de
Sarah mostraba una expresión de éxtasis y sus dedos se enredaban en la cabellera del
muerto. Cuando cruzó el Missisippi dos días después, el nebraskano seguía viendo aquel beso
en las sombras que había junto a la carretera.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 36


Esclavos de plata

Después de los viajes espaciales, lo más común en un relato de ciencia—ficción es un robot. Sería
sorprendente no incluir una historia de este tipo en esta selección.
No hay por qué sorprenderse, pues está aquí.

Está aún claramente grabado en mi memoria el día que conocí a March B. Street. Esto
demuestra, claro, que mi subconsciente..., mejor será decir mi monitor... Tenéis que
perdonarme si a veces tengo algún desliz en estos términos antropomórficos. Es un sesgo
profesional... ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí. Mi monitor, que revisa mi memoria y borra todos
los datos obsoletos en los períodos de mantenimiento, guarda esta conexión como algo
importante. Un lazo no demasiado fuerte, se puede decir. Pero sí que ha durado en el tiempo.
Era tarde. Ya había hecho la última visita a domicilio y estaba lloviendo. A lo mejor cuido de
mi salud más de lo que debiera, pero mi profesión me hace ser así y, después de todo, hay un
gran número de personas que dependen de mí. En cualquier caso, en vez de ir andando a
casa como hago de costumbre, me compré un periódico y me senté bajo un techado para leer
mientras esperaba la llegada del monorraíl.
En veinte minutos ya había leído todo lo que podía tener interés y puse el periódico en el
banco, al lado de mi maletín. Después de unos cinco minutos contemplando la lluvia gris y pen-
sando en algunos de mis pacientes más problemáticos, cogí el periódico de nuevo y empecé a
ojear los anuncios de pisos (mi habitación era, en varios aspectos, menos que satisfactoria).
Creo recordar lo que decía exactamente el anuncio:
«Profesional soltero desea compartir apartamento (arm. exp.) ambiente tranquilo
CRS/MO.»

El precio era más bajo de lo que estaba pagando por mi habitación y la idea de un
apartamento —aunque fuera solamente un armario expandido y además compartido— era
tentadora. Estaba más cerca del centro de lo que estaba mi habitación, y en la misma línea de
mono. Estaba meditándolo mientras subí al mono y, cuando llegamos a la parada más cercana
(La Catedral), me bajé.
El edificio era viejo y pequeño; la fachada era de hormigón deslucido que el tiempo había
vuelto casi negro. La dirección que buscaba estaba en el piso vigésimo séptimo. Lo que una
vez había sido sólo un apartamento se había desplegado en un complejo de viviendas por
medio de expandidores de espacio, cuyos constantes zumbidos me recibieron cuando abrí la
puerta. Se tenía la sensación de estar entrando de cabeza en golfos de vacío. Entonces, una
mujer bajita, la casera, subió para averiguar qué quería. Era, como pude ver en seguida, una
humana desclasada.
Le enseñé el anuncio:
—Ah —dijo ella—, eso es del señor Street, pero no creo que quiera a uno como usted.
Claro que eso depende de él.
Podía haber sacado a colación la ley de derechos civiles, pero, sólo dije:
—¿Así que es humano? El anuncio decía «Profesional soltero». Yo, naturalmente, pensé
que...
—Claro, es lo que da entender —dijo la mujer bajita, mientras miraba de nuevo el anuncio
—. No es como yo. Quiero decir que aunque sea un desclasado todavía es joven. El señor
Street es un tipo raro.
—¿No le importa si subo entonces?
—Oh, no. Lo único que me preocupaba es que se llevara una desilusión —estaba mirando
a mi maletín—. ¿Es médico?
—Un biomecánico.
—Médicos... Así les llamábamos antes. Es por allí.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 37


Había sido un armario empotrado destinado a guardar abrigos y sombreros, supongo, en el
apartamento original. Sobre la puerta se podía leer:

MARCH B. STREET
INGENIERO
ASESOR
Y
DETECTIVE

Estaba leyéndolo por segunda vez cuando se abrió la puerta y pregunté, sin pensar
demasiado cómo sonaría:
—¿Qué narices hace un ingeniero asesor?
—Pues, asesorar —contestó el señor March Street—. ¿Es usted un cliente, señor?
Y así fue como le conocí. Debí haberme impresionado —si lo hubiera sabido, quiero decir
—, pero en ese estado de cosas, sólo me sentía un poco confuso. Le dije que había venido por
el anuncio y me dijo muy educadamente que pasara. Era un lugar inmenso, lleno a reventar
con máquinas en varias fases de desmontaje y muebles.
—No es bonito —comentó el señor Street—, pero es mi casa.
—No tenía ni idea de que iba a ser tan grande. Debe haber.. .
—Tres expandidores, cada uno de seiscientos caballos de vapor. Hay sitio de sobra entre
las galaxias, así que ¿por qué no bajarlo aquí abajo que es donde hace falta?
—Por un lado el costo, supongo. Por eso mismo quiere...
—¿Compartir el apartamento? Sí, eso es una razón. ¿Qué le parece el lugar?
—¿Quiere decir que me aceptaría? Yo creía que...
—¿Sabe una cosa? Habla tan despacio que es difícil no interrumpirle. No, no prefiero a un
humano, ¿no quiere sentarse? ¿Cómo se llama?
—Westing —dije yo—. Es un nombre bastante tonto... como llamarle a un humano Jaimito
o Tomasillo. Pero la vieja Westinghouse estaba escasa de imaginación cuando fui montado.
—Eso quiere decir que tiene unos cincuenta y seis años, cosa que confirma el grado de
desgaste que veo en sus rodillas, que son originales. Es un biomecánico, por su maletín, y eso
siempre vendrá bien. No tiene mucho dinero, es honesto... y obviamente no demasiado
charlatán. Vino aquí en mono, y casi estaría dispuesto a jurar que actualmente vive en un piso
alto de un edificio bastante nuevo.
—¿Cómo ha sabido...?
—Es muy sencillo, Westing. No tiene dinero o no estaría interesado en este apartamento.
Es honesto, pues de lo contrario tendría dinero. Nadie tiene mejores oportunidades que los
biomecánicos de robar dinero. Cuando un pasajero con billete de ida y vuelta se sube al mono,
el inspector rompe el billete y la mitad de las veces, lo deja caer al suelo... hay uno pegado en
su pie por un chicle. El hormigón ligero y las fachadas de plástico nos han proporcionado
edificios tan altos y tan estrechos que los pisos superiores se balancean con el viento como si
fueran barcos. Las personas que viven o trabajan en ellas son dadas a agarrarse como solían
hacerlo los marineros... como está haciendo ahora con el sofá.
—Es usted una persona extraordinaria —dije—, y me sorprende aún más que... —en este
momento dejé de hablar y me incliné hacia delante para mirarle fijamente.
—Soy extraordinario en más maneras de las qué usted se cree —dijo Street—. Pero si
alguna vez enfermara, le aseguro que le contrataré como médico. Hasta ahora nunca he enfer-
mado.
—Me parece bien —dije. Me relajé aunque todavía estaba algo desconcertado.
—¿Está todavía interesado en compartir mi apartamento?
¿Quiere que se lo enseñe?
—No —dije yo.
—Ya entiendo —dijo Street—, y siento haberle hecho perder tanto tiempo, doctor.
—Tampoco quiero que me acompañe hasta la puerta —aunque estaba alterado, admito que
disfrutaba del placer malévolo de poder contradecir a mi anfitrión—. Quiero quedarme aquí
pensando un rato.
—Oh, claro —dijo Street, y se quedó en silencio.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 38


Vivir con un humano desclasado (para qué me iba a engañar, esto es lo que se me estaba
proponiendo) era una cosa bastante vulgar. Seguro que me iba a restar pacientes pero, por
otro lado, la mayor parte de mis pacientes eran humanos desclasados y mi situación no podía
empeorar mucho más de lo que estaba ya. Los enormes espacios del apartamento, incluso en
su estado actual de desorden, eran muy atractivos después de haber pasado varios años en
una sola habitación abarrotada de cosas.
Pero, sobre todo, o por lo menos me gusta recordarlo así, fue la personalidad de Street lo
que me hizo decidirme... y el hecho de que detecté, quizá por un instinto profesional no del
todo racional, una anormalidad física. No podía clasificarlo. Y, además, estaba la cosa de
sorprender a mis amigos, los cuales me consideraban demasiado convencional para hacer una
cosa tan exótica. Estaba dando el dinero a Street —la mitad de lo que costaba el alquiler del
apartamento—, cuando se paró en seco, con la cabeza erguida, para escuchar un ruido que
venía del vestíbulo.
Al cabo de un momento dijo:
—Tenemos un invitado, Westing. ¿Lo oye?
Oí a alguien que venía de fuera.
—La luz y esas pisadas inseguras son las de nuestra querida casera, la señora Nash. Pero
hay otras pisadas, distinguidas aunque nerviosas. Con casi total seguridad es un cliente.
–U otra persona preguntando por el apartamento —sugerí.
—No.
Antes de que pudiera objetar a su contundente negación se abrió la puerta revelando a la
mujer que me admitió, quien indicaba el camino a una persona de apariencia distinguida que
medía bastante más de dos metros de altura, cuya pulcritud y maneras daban evidencia
inequívoca, si no de riqueza, por lo menos de una suficiencia que yo —y millones de otras
personas— envidiaría el resto de mi vida.
—¿Es usted Street? —preguntó, mirándome con expresión confusa.
—Este es mi asociado, el doctor Westing —dijo Street—. Yo soy el hombre que ha venido a
ver, comisario Electric. ¿No quiere sentarse?
—Me sorprende que conozca mi nombre —dijo Electric.
—Al lado del tocadiscos —dijo Street—, verá que hay un espacio destinado a proyecciones
tri-D. Hay varias cámaras alrededor de este lugar. Cuando aparece un hombre que no conozco,
lo fotografío para tener una futura referencia. Usted fue entrevistado hace tres meses por haber
solicitado expandidores adicionales para la Oficina de Contratación, ya que el estado deprimido
de la economía los hacía necesarios.
—Sí —asintió Electric, y estaba claro que esta recopilación de los hechos deprimieron aún
más los ánimos que ya estaban al borde de la desesperación.
—No tiene ni idea, señor Street, de lo irónico que resulta tener que oír, precisamente aquí,
cosas referentes a una solicitud rutinaria de fondos, y que se me recuerde de esta manera los
días en los que nuestra oficina estaba llena hasta reventar de desactivados.
—De lo que deduzco —dijo Street lentamente—, que ahora está vacía, o por lo menos casi.
Tengo que decir que me sorprende. Yo creía que la economía estaba aún peor, si cabe, que
hace tres meses.
—Pues lo está —admitió Electric—. Y su primera suposición también es correcta. La
oficina, aunque no completamente vacía, está lejos de estar abarrotada.
—Ah —dijo Street.
—Esto me ha llevado, en las últimas seis semanas, a considerar seriamente la posibilidad
de llevar a cabo una reprogramación. Los desactivados están siendo robados. La policía pa-
rece estar haciendo algo, pero es obvio que no están llegando a ninguna parte. No van mucho
más allá de las pesquisas rutinarias. Un pariente mío —no diré su nombre por ser un oficial
militar con puesto importante— sugirió anoche que viniese a verle. No me dijo que era usted un
humano desclasado. Supongo que sabía que, de decírmelo, no habría venido; pero ahora que
estoy aquí, estoy dispuesto a arriesgarme.
—Qué amable —dijo Street en tono seco—. Si consigo evitar futuros robos, detener a los
criminales y llevarlos ante la justicia, mi precio será... —dijo una cifra astronómica.
—¿Y si no los pilla?
—Sólo le cobraré mis gastos.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 39


—Trato hecho. Se da usted cuenta que estos ladrones están minando las bases de nuestra
sociedad, señor Street. El viejo grito dé «Mercados libres y robots libres», puede que sea un
chiste para algunos, pero es la base de nuestra civilización. Se construyen robots cuando la
demanda de trabajo excede a la oferta. Cuando la oferta excede a la demanda —es decir, en
términos prácticos, cuando el exceso de ciberciudadanos no pueden ganarse la vida—, se
entregan en la Oficina de Contratación, donde se les desactiva hasta que son necesitados de
nuevo. Si se filtra alguna noticia de estas desapariciones...
—No se entregaría nadie para ser robado —dijo Street—. Ya comprendo lo que me quiere
decir.
—Precisamente eso. Los desempleados acudirían a la mendicidad y al robo, como en los
viejos tiempos. Ya tenemos suficientes problemas, si me permite decirlo, con los humanos
desclasados. Usted, obviamente, es una excepción, pero con seguridad sabrá cómo son la
mayoría.
—La mayoría de nosotros —contestó serenamente Street—, son como mi portera, gente
que perdió la clase por negarse a morir después de pasado su período de vida natural. No es
fácil aprender a ganarse la vida cuando, durante cien años, la sociedad te ha estado
entregando suficientes ingresos para hacerte rico.
No era un asunto de mi incumbencia, pero no pude remediar decir:
—Pero si ayuda al comisario Electric, Street, estará ayudando a su propia gente,
precisamente en este aspecto.
Street volvió sus ojos —que eran de un azul intenso sobre mí.
—¿Ah, sí, doctor? Me temo que no entiendo demasiado bien lo que me quiere decir.
Electric dijo:
—A mí me parece obvio. Con seguridad, el motivo de los robos de nuestros trabajadores
desactivados es para usarlos como fuerza de trabajo, presumiblemente en una fábrica clan-
destina o algo así. Si este es el caso, los criminales están compitiendo deslealmente con
aquellos que intentan ganarse la vida honradamente, incluyendo a los desclasados.
Asentí, dando a entender mi acuerdo total. La idea de una fábrica ilegal, quizá en alguna
cueva o mina abandonada, llena de siluetas trabajando en la penumbra incesantemente bajo la
amenazada de ser destruidos, ya me había quitado el sueño más de una noche.
—Esclavos de plata —murmuré en voz baja—, trabajando en la oscuridad.
—Posiblemente —dijo Street—. Pero se me ocurren otras posibilidades, posibilidades que
resultarían aún más espeluznantes.
—En cualquier caso —dijo el comisario Electric—, querrá visitar la oficina.
—Sí, pero no acompañado por usted. Es muy probable que la entrada esté siendo vigilada.
Supongo que los humanos visitan la oficina. ¿No?
—Sí. Normalmente para contratar domésticos.
—Excelente. ¿Usted los atiende directamente? —Normalmente, no. A no ser que todos mis
subordinados estén ocupados.
— Street me miró.
—Parece querer participar en todo este asunto. ¿Está dispuesto a venir conmigo? Deberá
tener en cuenta que puede desaparecer, y para el caso podemos desaparecer los dos.
—Oh, no —protestó Electric—, las desapariciones sólo ocurren después de que está
oscuro, cuando la oficina está cerrada.
—Claro que iré.
Street sonrió.
—Estaba seguro que lo haría. Comisario, le seguiremos en media hora. Encárguese de que
todos sus subordinados estén ocupados cuando lleguemos.

Cuando el comisario por fin se hubo marchado, pude preguntarle a Street algo que me
llevaba torturando durante toda la entrevista..
—Street, ¿cómo es que sabía que el comisario Electric no había venido por el piso antes de
que la señora Nash le abriera la puerta?
—Sé un buen chico y mira en el cajón de la mesa de palo de rosa que encontrarás en el
otro lado de la cámara oscura, a la izquierda de la tarima del tri-D, y te lo diré. Ahí encontrarás
un amperímetro. Lo necesitaremos.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 40


No sabía lo que era una cámara oscura, pero afortunadamente la mesa de palo de rosa era
un mueble bastante llamativo, y sólo había un instrumento dentro del cajón, entre cartas de
tarot y cuadernillos para apuntar la puntuación de bridge. Lo levanté para que Street lo pudiera
ver y asintió:
—Es eso. Fíjate, Westing, cuando llega alguien interesándose por un anuncio del periódico,
casi invariablemente, noventa y dos con seis por ciento de las veces, según mis cálculos, trae
el periódico consigo y lo muestra a la persona que le abre la puerta. Cuando no oí el ruido del
periódico al dirigirse nuestro visitante a la señora Nash, supe que la probabilidad de que viniera
por el piso era muy pequeña.
—¡Asombroso!
—No es nada —dijo Street modestamente—. Pero, venga, muévete. No podemos bajar en
el mismo ascensor con Electric, pero vamos a seguirle. No se puede confiar en un funcionario
público.
A pesar de las sospechas de Street, el comisario Electric no hizo nada extraño, al menos en
mi opinión, mientras le seguíamos. Para darle tiempo a prepararse para nuestra llegada, como
dijo Street, nos entretuvimos un cuarto de hora o más delante del escaparte de una tienda tri-D
cerca de la oficina. El programa que había en el aparato de muestra en el escaparate era
completamente banal, y casi podía jurar que Street no le prestó ni una fracción de su atención.
Estaba absorto, mientras yo paseaba nerviosamente.
Cuando Electric nos llevó al interior de la oficina, pudimos ver que era un sitio enorme;
impresionante desde fuera, pero inmensamente más grande por dentro y lleno del zumbido de
los expandidores. Los corredores estaban tapizados de personas de todas las edades y en
todos los estados de reparación imaginables. Esto parecía continuar durante varios kilómetros,
como cuando se coloca un espejo delante de otro. Espacios vacíos indicaban dónde habían
tenido lugar los robos, e impresionaban por lo siniestro, aunque a veces eran un alivio después
de esos miles de ojos invidentes. Street preguntó acerca de cada uno de los robos y apuntó la
fecha y el número de personas que faltaban en un cuaderno. No parecían tener nada en común
los distintos robos, salvo que todos ocurrieron por la noche.
Al fin llegamos al final de este enorme edificio. El comisario Electric no pidió la opinión de
Street acerca del caso (aunque yo podía ver que estaba deseando hacerlo), y Street tampoco
se la dio. Pero una vez que nos hubimos marchado, Street, paseando impacientemente por la
acera mientras yo trotaba para intentar mantenerme a su lado, irrumpió en una irascible in-
vectiva:
—Westing, esto es tan sencillo como un tubo de aluminio de medio metro y confío en que
sé todo, menos lo que necesito saber. Y no tengo la más mínima idea de cómo voy a conseguir
la respuesta. Sé cómo se llevan a los robots, creo. Y creo que sé el motivo. La pregunta es:
¿Quién es el responsable? Si pudiera conseguir que la patrulla cooperara...
Volvió a un silencio agrio que duró hasta que estuvimos de vuelta en el enorme y
desordenado piso, al que yo todavía no había tenido tiempo de acostumbrarme a llamar
«nuestro». De hecho, mi trato con Street era tan reciente que aún no había tenido la
oportunidad de traer mis posesiones desde mi vieja vivienda, ni de poner fin al contrato. Me
excusé, aunque Street no pareció darse cuenta siquiera, y fui a atender estos asuntos.

Cuando regresé, no había cambiado nada. Street estaba sentado, como antes, envuelto en
tristeza. Y yo, contagiado por su ejemplo, no encontré nada mejor que hacer que, sentarme a
contemplarlo. Después de que hubiera pasado una hora, se levantó de su silla y durante un
rato paseó desconsoladamente por el apartamento para, al final, volver a sentarse en la misma
silla, su cara aún más triste, si cabe, que antes.
—Street... —dije.
—¿Sí? —levantó la mirada—. ¿Westing? ¿Ese es tu nombre, no? ¿Todavía estás aquí?
—Sí. Llevo un buen rato mirándote. Imagino que tienes consejero médico, sin duda, pero
me dijiste que si alguna vez te hiciera falta, me llamarías. Por eso...
—Venga, hombre. Acaba de una vez.
—Por supuesto que no te cobraré. Iba a decir que no sé exactamente qué medios químicos
utilizas para distorsionar la realidad, pero me da la impresión de que llevas mucho tiempo...
—¿Desde la última vez que me coloqué? Desde luego que ha pasado mucho tiempo —se
rió—, una reacción que me pareció positiva.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 41


—Sugeriría que...
—No utilizo drogas, Westing. Ninguna en absoluto.
—No estaba refiriéndome a drogas fuertes... Posiblemente alguna anfeta de vez en cuando,
o quizá...
—Te lo digo en serio, Westing. No tomo anfetas, ni ninguna otra cosa. No tomo otra cosa
que no sea comida, y bastante poca, agua y aire.
—¿Hablas en serio?
—Completamente.
—Street, lo encuentro increíble. Nos enseñan en la facultad de medicina que los seres
humanos, al ser una especie que ha evolucionado para la vida fuera del bosque más que para
nuestra civilización clímax, eran incapaces de mantener la cordura sin alivio farmacéutico.
—Muy posiblemente sea verdad, Westing. Pero yo no tomo nada.
Esto era demasiado para absorberlo de una vez y mientras intentaba digerirlo, Street volvió
a su anterior tristeza.
—Street —dije de nuevo.
—¿Qué ocurre esta vez?
—¿Te acuerdas? Cuando nos conocimos te dije que detectaba, quizá por mi deformación
profesional, una anormalidad física que no podía clasificar.
—No dijiste nada de eso. A lo mejor lo pensaste.
—Sí que lo pensé, y tenía razón. No sabes lo tranquilo que me quedo.
—Tengo algunas nociones sobre las recompensas intelectuales de llegar a una conclusión
válida a través de la deducción.
—Seguro que sí. Pero, si me permites decirlo; una persecución demasiado ávida de esa
recompensa te ha llevado a un grave estado depresivo. ¿Quizá un estimulante.,.?
—En absoluto, Westing. El pensamiento es mi droga... y créeme, es a la vez estimulante y
frustrante. Yo lo que necesito es un soporífero, y tu conversación lo hace mejor que cualquier
otra cosa que pudieras recetarme.
Lo dijo en un tono tan alegre y burlón que no pude ofenderme, aunque con una pizca
apenas perceptible de amargura. La marcada mejoría que esta pequeña conversación había
tenido sobre la cara de Street me animó a seguir arriesgando mi vanidad.
Así que le contesté:
—Tu poder de concentración, que es admirable, posiblemente sea, sin embargo, tu ruina.
¿Te acuerdas del cuarto de hora que pasamos delante del escaparate de la tienda? ¿Donde el
tri-D tenía una recepción tan mala? Me dirigí a ti varias veces, pero juraría que no oíste ninguna
de mis preguntas.
—Las oí todas —dijo Street— y como ninguna de ellas admitía una respuesta inteligente,
las ignoré todas. Y el tri-D, si no de calidad exquisita, no dejaba nada que desear. Lo siento si
parezco malhumorado, pero, Westing, tienes que aprender a observar.
—Yo no soy un ingeniero —contesté, quizá demasiado cortantemente—, de manera que no
puedo decir si la culpa era simplemente de una mala recepción. Pero puedo decirte que la
observación es una necesidad en mi profesión y te puedo asegurar que la estabilidad del color
en ese aparato que estaba en el escaparate era abominable.
—Tonterías. Estuve todo el rato mirando el aparato y podría describir todas las tonterías del
programa por orden de aparición.
—A lo mejor puedes —dije yo—. Y no lo dudo cuando me dices que estabas viéndolo con
gran atención mientras esperábamos para entrar en la oficina. Pero seguro que no te fijaste
cuando nos marchábamos. Estabas excitado, hablando, según recuerdo... y mientras estabas,
hablando, pasamos por el escaparate de nuevo. Los actores estaban enrojecidos, si es que
puedo usar esa expresión aquí, un color rojizo—naranja. Luego se volvieron de un color
verdoso—azul; luego azul, y por fin un tono chillón de verde. Pasaron por este ciclo de colores
varias veces en el poco tiempo que tardamos en pasar por el escaparate.
El efecto de esta afirmación recargada de detalles y combatividad fue extraordinario. En vez
de contestar con un argumento o una negación, como yo esperaba, se quedó mirándome
fijamente durante un rato. Luego se levantó de un salto y se dedicó a pasear por la habitación
en silenciosa agitación, tropezando dos veces con la misma pata de garras sujetando una bola
de la cómoda.
Al fin se dirigió a mí, casi como una fiera, y dijo:

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 42


—Westing, creo que recuerdo exactamente las palabras que dije cuando volvimos a pasar
por delante del escaparate. Las voy a repetir ahora mismo y quiero que me digas cuándo,
exactamente, notaste la inestabilidad de color que mencionaste. Dije: «Westing, esto es tan
simple como un tubo de aluminio de medio metro y confío en que sé todo... menos lo que
necesito. No tengo la más mínima idea de cómo voy a conseguir la respuesta. Sé cómo se
llevan a los robots, creo. Y creo que sé el motivo. La pregunta es: ¿Quién es el responsable? Si
pudiera conseguir que la patrulla cooperara...» Aquí fue donde dejé de hablar, creo. Ahora,
dime, en qué momento notaste el color rojizo—naranja que mencionaste... ¿Me parece que ese
fue el tono por primera vez.
—Si no me falla la memoria, Street, coincidió con la palabra «creo».
—Yo dije «Sé cómo se llevan a los robots», creo. Y luego «creo», y fue entonces cuando
notaste que las figuras del tri-D lucieron el color que me describiste como rojizo—naranja. ¿No
es así?
Yo estaba asintiendo, asombrado.
—Excelente. Entre otras antigüedades, Westing, he logrado reunir una colección de
cuadros. ¿Te gustaría verlos? Me harías un gran favor si aceptas.
—¿No se como? Pero no tengo ningún inconveniente.
—De nuevo, excelente, particularmente si mientras disfrutas de su belleza, te tomas la
molestia de señalarme —las tonalidades que más se acercan a los cuatro colores que viste
cuando empezó a funcionar mal el tri-D. Pero debes ser preciso. Si las tonalidades no
coinciden completamente, no hace falta que me las señales.
Estuvimos una hora o más mirando los cuadros de Street, los cuales eran
extraordinariamente variados y, en su mayoría, en pésimo estado de conservación. En cuanto
al tamaño, había desde miniaturas indias, más pequeños que las monedas, hasta un ciclorama
bíblico de cinco metros de altura, y según me contó Street, más de tres kilómetros de largo. El
verde—azulado se nos escapaba, pero al final lo localicé en una execrable representación de
Sussana y Los Mayores y, con esto, la muestra de arte se terminó abruptamente. Street me dijo
vagamente —sus modales habrían sido ofensivos si no fuera porque yo sabía que su mente
estaba completamente ocupada en un problema de dimensiones formidables— que me
entretuviera con algo y se enterró entre una serie de libros viejos y tablas polvorientas, uno de
los cuales recuerdo particularmente bien. Era como un arcoiris que doblaba hasta convertirse
en un círculo, con colores ardientes que se fundían unos con otros como las cantidades
infinitesimales de una ecuación diferencial.
Las horas de la tarde siguieron su curso sobre ruedas silenciosas de goma, mientras los
estudiaba. Otros, con el trabajo cumplido de una jornada, descansaban; sin embargo, yo espe-
raba. Los humanos, ricos y afortunados o desclasados, podían dormir u ocupar su tiempo en
cuestiones que carecerían de relevancia para nosotros; pero Street aún trabajaba. Al final, me
preguntaba si no seríamos las dos únicas mentes medio despiertas en toda la ciudad.
De repente, Street me estaba sacudiendo:
—Westin, —exclamó—, lo tengo. Déjame que te lo enseñe.
Le expliqué que había aprovechado su concentración para editar mis bancos de memoria.
Street murmuraba algo y finalmente dijo:
—Aquí —dijo—. Mira esto y déjame que te explique. Me dijiste, si no me falla la memoria,
que viste un ciclo de cuatro colores y que este ciclo se repitió varias veces.
—Eso es.
—Muy bien. Ahora observa, ¿se te ha ocurrido alguna vez pensar en cómo hablan los
robots, como tú?
—Supongo —dije con tanta dignidad como podía..., que en alguna parte de mi monitor
están almacenadas en forma de patrones de vibración las palabras del inglés y...
—El sistema chino. No, estoy convencido que tiene que ser algo mucho más eficiente. El
inglés se habla con poco más de sesenta sonidos; incluso las palabras más largas se crean
combinando y recombinando éstos. Por ejemplo, podemos usar la «a» como aparece en arma,
la «r» de rata y la «o» de ogro, y tenemos la palabra aro que, combinadas de otra manera, nos
da la palabra ora.
—¿Quieres decir que todo el inglés hablado se puede almacenar en mi unidad central de
procesamiento en una disposición lineal de sesenta y tantas unidades?
—Eso es precisamente lo que he estado diciendo.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 43


—¡Street, eso es maravilloso! No soy un hombre religioso, pero cuando contemplo la
ingenuidad de esos primeros programadores y los analistas de sistemas...
—Exactamente. Bien, lo que no sé es el orden en que estos sonidos fueron listados, pero
hay un orden que se utiliza con frecuencia en los textos que he consultado, que es listar los so-
nidos alfabéticamente y dentro de estas secciones alfabéticas, ordenarlos de más largos a más
cortos. Por lo tanto, estas listas empiezan con la «a» larga de ale, seguido por el intermedio en
longitud de chaotic, y éste es seguido a su vez por la «a» circunfleja de careo Lo que he hecho
aquí es tomar estos sonidos y los he espaciado uniformemente a lo largo de espectro visible.
Me enseñó una tabla dibujada a mano en la cual no había, sin embargo, colores, sino una
multitud de nombres.
—Pero —objetaba yo—, sólo hay unos pocos colores verdaderos y tú dijiste que había más
de sesenta...
—Unos pocos colores primarios —me contestó—, pero créeme, Westing, si los artistas
tuvieran que hacer una tabla conteniendo todos los óleos y acuarelas conocidas por ellos, ten-
drían bastante más de sesenta. Como seguramente recordarás, describiste los cuatro colores
que viste como rojizo—naranja, verdoso—azul, azul verdadero y verde brillante.
—Sí.
—Luego, cuando señalaste estos colores sobre los lienzos, pude identificarlos como
escarlata, azul ciano, azul y verde. Por favor, observa que en mi tabla éstos corresponden al
sonido de la vocal «o», la consonante «s», la «o» y la «c».
Todo esto me pareció asombroso durante un rato, pero luego contesté:
—Parece pensar que alguien está intentando comunicar algo utilizando los colores del tri-D,
pero no veo que los sonidos a los que supuestamente corresponden estos colores tengan sig-
nificado alguno.
Street se echó hacia atrás en su asiento sonriente:
—Supongamos, Westing, que tú te diste cuenta cuando ya se estaba terminando el
mensaje. Que te enteraste solamente de parte de una palabra repetida.
—¡Ya veo! —exclamé, levantándome de un salto—. ¡SOCORRO!
—Precisamente eso.
—Pero...
—No hay tiempo que perder, Westing. Te he explicado sólo parte, porque quiero que seas
un testigo inteligente de lo que estoy a punto de hacer. Habrás observado que hay montada
una cámara tri-D ante la tarima del tri-D, lo cual me permite grabar para mi propio uso
cualquier, imagen que aparezca allí.
—Sí, le dijiste algo de eso al comisario Electric.
—Es verdad. Lo que tengo intención de hacer ahora es codificar esa tienda cerca de la
oficina y pedir una demostración. A esta hora de la noche parece improbable que haya alguien
allí excepto el robot dependiente, y parece poco probable que él esté implicado en esto.
Street estaba apretando los botones de codificación mientras hablaba y un dependiente —
un robot— apareció justo después de que hubiera terminado de decir la última palabra.
—Preferiría tratar con un ser humano. —le dijo Street, fingiendo excelentemente ser un
hombre con prejuicios.
El dependiente, humillado, dijo:
—Oh, lo siento, señor. Mis superiores, y nadie los ha tenido mejores, se han marchado para
tomarse unas horas de merecido descanso. Si no le importa...
—Está bien —Street le interrumpió—, tú me vales. Estoy interesado en comprar otro tri-D y
quisiera una demostración.
—Una decisión inteligente, señor. Tenemos...
—Da la casualidad de que pasé por su tienda esta tarde y el aparato que había en el
escaparate me gustó. Supongo que tendrá algún descuento por estar de muestra en el
escaparate.
—Tendría que consultar con mis jefes —contestó el dependiente suavemente—, pero
supongo que se podrá llegar a algún arreglo.
—Muy bien.
—¿Hay algún programa en particular...?
—No sé lo que están poniendo en este momento durante un minuto fingió estar indeciso—.
¿Siempre están emitiendo El hombre de las respuestas, no?

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 44


—Desde luego que sí, señor. ¿Personal, sexual, académico o asuntos civiles?
—Creo que me gustaría asuntos civiles.
En un instante, El hombre de las respuestas, una imagen generada por ordenador y
diseñada para dar información de primera mano en el campo de los asuntos civiles, apareció
en la tarima del tri-D.
Inclinó la cabeza educadamente y nos pregunto:
—¿Quieren un informe general... o tienen alguna preocupación específica?
—He oído rumores —dijo Street— referente a... pues... la verdad es que un viejo sirviente
de mi familia está descansando en la Oficina de Contratación. ¿Es un lugar seguro?
El hombre de las respuestas le aseguró que sí, pero mientras lo hacía, la imagen entera se
tornaba a los colores más sorprendentes e inesperados.
—Nombres —preguntó Street suavemente—. Necesito saber los nombres.
—¿Cómo dice? —preguntó El hombre de las respuestas, pero mientras hablaba, brillaba
con destellantes aberraciones cromáticas.
—Quise decir –contesto Street— que tendría usted que saber el nombre de mi sirviente
antes de informarme adecuadamente. Pero no es necesario. Ya he oído...
El hombre de las respuestas desapareció repentinamente, sustituido por el dependiente
robot.
—No sabe cuánto lo siento, dijo. Parece estar estropeado el control del color. ¿Quiere que
le enseñe otro aparato?
—No hace falta —le contestó Street—. El fallo fue en la señal. ¿Es que no se enteró? Las
manchas solares.
—¿Ah, sí? –el dependiente parecía aliviado—. Es sorprendente que no me haya enterado.
—Tengo que decir —dijo Street en tono severo— que por su trabajo debería estar
informado de esas cosas.
—No sé cómo pudo... ¿Pudo haber ocurrido hace una hora?
Tuve que marcharme momentáneamente para deshacerme de un exceso de agua creado
por mis células energéticas.
—Sin duda fue entonces —dijo Street—. Le deseo buenas tardes, señor —apagó el tri-D—.
¡Lo he conseguido, Westing! Tengo todo lo que necesitamos aquí.
—¿Quieres decir que revisando las cintas y comparándolas con la tabla...?
—No, no, claro que no —interrumpió Street malhumorado—. Memoricé la tabla mientras
estabas dormido. Las cintas las grabé para tener pruebas.
—¿Entonces entendías lo que...?
—Claro que sí. Tan bien como te estoy entendiendo a ti ahora, aunque debo confesar que
nunca se me había ocurrido que la palabra temor, especialmente con la pronunciación pre-
rafaeliana de nuestro infortunado amigo, pudiera tener tanta belleza.
—Street —dije yo—, estás jugando conmigo. ¿Con quién te estás comunicando cuando
hablas con esos colores? ¿Y cómo fueron robados los robots desactivados? ¿Y por qué?
Street sonrió, mientras jugaba con una hucha de hierro en forma de cerdito que había
cogido de la mesa que había al lado de su silla.
—Me estoy comunicando, como debería ser obvio a estas alturas, con uno de los robots
robados. Y el método por el que se cometió el robo no fue nada complicado. Lo que me sor -
prende es que no se utilice más a menudo. Uno de los ladrones se escondía en las
inmensidades de la oficina durante el día. Cuando se habían marchado todos, desconectaba
momentáneamente la corriente de uno de los expandidores, devolviendo de esta manera el
espacio del expandidor a su posición original entre las galaxias, a la vez que su contenido
consigo. Como sabes, la porción exacta de espacio tomado por un expandidor depende de la
cuarta derivada del voltaje sinusoidal en el momento inicial, así que es muy improbable que, a
pesar de ser conectado un instante más tarde, el espacio volviese con su contenido al sitio de
partida. Los robots son recogidos por un carguero espacial y, con el tiempo, devueltos a la
Tierra. El amperímetro que logré conectar con la red principal de la oficina mientras nos la
enseñaba Electric, nos dirá si alguien intenta hacerla de nuevo. Valdrá asimismo para
convencer a un tribunal, que posiblemente no crea mi explicación.
—Pero... ¿Y los colores, Street? ¿Me estás intentando hacer creer que la Televisión
Nacional está usando esclavos?

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 45


—En absoluto —dijo Street con expresión grave, que luego se convirtió en una sonrisa—.
Los robots de la Oficina están allí porque la sociedad no tiene ninguna necesidad de ellos.
Pero... ¿Se te ocurrió pensar alguna vez que los componentes electrónicos que contienen
pueden ser de utilidad para alguien?
—¿Quieres decir...?
Street asintió:
—Eso mismo. Un aparato tri-D necesita una potencia informática considerable. Tienen que
decodificar una señal bastante compleja casi instantáneamente para producir una imagen tri-
dimensional. La unidad central de procesamiento de un robot, sin embargo, sería más que
suficiente, y muy económico, sino gratis. Desgraciadamente para ellos, claro, los criminales
cometieron un error. Un criminal siempre comete un error, Westing.
—¿Conectaron los centros de habla con los codificadores de color?
—Eso mismo. Estoy orgulloso de ti, Westing.
Me alegré tanto que me levanté de un salto y paseé nerviosamente por la habitación
durante un rato. ¡El triunfo de la justicia... La caída de los criminales! ¡El mérito sería para
Street y, en cierta medida, por ser su amigo, también sería mío! Finalmente me asaltó un nuevo
pensamiento, que me llegaba con la claridad de una campana.
—Street —dije.
—Pareces abatido, Westing.
—Has hecho un gran servicio a la sociedad.
—Lo sé. Y el dinero que me van a pagar me vendrá muy bien. Hay una antigüedad de los
primeros años del siglo XX en la chatarrería de la calle cuatrocientos cuarenta y cuatro y ya
llevo algún tiempo tras ella. Necesita algunos arreglos, pero creo que podré repararlo.
—Street, ya sabes que Electric es un hombre influyente y posiblemente...
—¿Qué estás diciendo, Westing?
—A lo mejor puedes ser reclasado. Que te restauren los ingresos de tu derecho de
nacimiento.
—¿Estás insinuando, Westing, que piensas que me han desclasado por actividades
criminales?
—Es que todos los humanos nacen con clase, y tú no eres lo suficientemente viejo como
para haberte negado a morir.
—Créeme, Westing, mis ingresos existen y, de alguna manera, los estoy recibiendo. Tú
eres un biomecánico y deberías entenderlo.
—¿Quieres decir que...?
—Sí. He tenido un hijo por reproducción asexual. Un hijo que duplica mi propia composición
genética, un segundo yo. La ley, que sin duda conoces, exige que los ingresos del progenitor
vayan al hijo. Tiene que ser criado y educado.
—Podías haberte casado.
—Prefiero tener una casa. Y ningún hombre tiene una casa a no ser que sea el dueño de
un lugar donde no tenga que complacer a nadie... Un lugar donde puede ir y cerrar la puerta
con llave tras sí.
Esto era lo que me estaba temiendo, y le dije:
—A lo mejor prefieres que... Quiero decir que ahora, con el dinero que vas a recibir de
Electric no necesitarás compartir el apartamento. Yo lo entendería, de verdad que sí.
—¿Tú, Westing? —rió Street—. Tú no estorbas más que un frigorífico.

Publicado en: Sherlock Holmes a través del tiempo y el espacio


Ediciones Jucar; Col. Etiqueta Negra, nº 12; 1986

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 46


LOCO PARENTIS

Papá: Es hermoso, ¿verdad?


Mamá: ¡Tan nuevo, sin un rasguño! ¡Igual que un coche de la sala de muestras o una
turbina que nunca ha girado! ¡Como un reloj nuevo!
Papá: Estás entusiasmada, ¿eh? ¿Intentas decirme algo?
Enfermera: ¿No es precioso? Pero sólo tiene diez meses. Necesitará todo tipo de
cuidados. Limpieza y alimentación.
Papá: Oh, yo sé de todo eso. He estado observando.
Mamá: Querrás decir que los dos sabemos.
Enfermera: Ambos aprenderán, estoy segura. (Deja al bebé y se va).
Papá: ¿Por qué has hablado de una turbina? He oído decir que, debido a que hay tantas
parejas como nosotros, que desean tener hijos pero no pueden tenerlos, construyen robots,
simulacros semivivientes, igual que niños, para satisfacer el instinto. Una noche al mes los
cambian por otros mayores, de manera que los propietarios creen que el niño está creciendo.
Algo así como comer fruta de cera.
Mamá: Eso es absurdo. Pero mutan el plasma germinal de los chimpancés (Pan satyrus)
para que se parezcan a los humanos, produciendo simios semihumanos para que se ocupen
de ellos. Es como si el órgano ofreciera su música cuando nadie escuchara salvo el mono que
lo toca.
Papá: (Apartando la sábana del bebé). Él no es un chimpancé mutado. Fíjate en lo rectas
que son sus piernas.
Mamá: (Tocando al niño). No es una máquina. Nota lo caliente que está. Calor auténtico. Y
lo tiene aun cuando ninguna de sus partes esté moviéndose.
Hijo: ¿Puedo irme a jugar?
Mamá: ¿Con quién?
Hijo: Con Jock y Ford. Jugaremos con cometas y nos subiremos a los árboles.
Mamá: En tu lugar, yo no jugaría con Ford. Le vi cuando cayó y se hirió la rodilla. La sangre
no brotaba en chorros normales. Salía, eso es todo, como algo que se está vaciando. Papá: En
tu lugar evitaría a Jock. Come demasiada fruta y no apruebo su gusto para vestir.
Hijo: Jock no se pone ropa.
Mamá: A eso se refiere tu padre.
Hijo: Quiero a su hermana. (Se va).
Papá: No llores. Crecen tan de prisa... Todo el mundo te lo ha dicho siempre, ¿no?
Mamá: (Todavía sollozando). No es eso. ¡La hermana de Jock!
Papá: Una chica encantadora. Perturbadoramente hermosa, de hecho.
Mamá: ¡La hermana de Jock!
Hijo: (Vuelve a entrar, seguido de un matrimonio de edad madura). Mamá, papá, estos
señores me dicen que ellos son mis verdaderos padres. Y que ahora que ya he crecido lo
bastante como para no darles demasiados problemas, aparte de la enseñanza, han venido a
reclamarme.
Señor Dumbrouski: Hemos explicado al muchacho lo útiles que son unos seudopadres
adoptivos, al permitir a la gente auténtica el necesario tiempo de ocio.
Señora Dumbrouski: Siempre he opinado que es una profesión honorable. Además, al
ocupar el lugar de personas en oficinas donde se supone que éstas se encuentran trabajando,
los seudopadres incrementan de un modo provechoso el prestigio de sus supervisores
nominales. ¿No es cierto, querido?
Señor Dumbrouski: Sí, muy cierto. Tengo varios trabajando en mi lugar, aunque jamás lo
reconocería en la oficina.
Hijo: Adiós, mamá y papá. Sé que uno de vosotros, o los dos, podéis ser una máquina, o
un mono, o ambas cosas a la vez, pero nunca os olvidaré. No vendré a visitarlos, porque
alguien podría verme, pero nunca los olvidaré. (Se vuelve hacia el señor Dumbrouski).
¿Distinguiré cuál es el uno y cuál es el otro cuando haya tenido tiempo de pensar en ello?

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 47


Enfermera: ¿No es precioso? Pero sólo tiene diez meses. Necesitará todo tipo de
cuidados. Limpieza y alimentación.
Papá: ¡Como un renuevo de bambú!
Mamá: ¡Igual que el reflector de un faro que acaba de salir del tanque plateado!
Enfermera: Aprenderán, estoy segura. (Deja al bebé y se va).
Niño: ¿Puedo sentarme aquí, junto al reloj, para comer mi plátano?
Mamá y Papá: ¡Hijo mío!

FIN

Título Original: Loco Parentis © 1972 by Gene Wolfe.


Digitalización, Revisión y Edición Electrónica de Arácnido.
Revisión 3.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 48


PAJA

Se puede "racionalizar" este relato diciendo que es una narración de lo que sucederá tras la Bomba, o
que es un cuento que pasa en un universo alterno, o una historia sucedida en una colonia perdida,
cualquier cosa. De lo que no cabe duda es de que se trata de un buen ejemplo de lo que los
estadounidenses han venido a llamar "viñeta", es decir una pequeña narración que ni se inicia ni acaba,
pero que sirve para, con unas pinceladas bien aplicadas, describir toda una ambientación un fondo sobre
el que podemos imaginar lo que deseemos.

Si, recuerdo muy bien como maté a mi primer hombre; tenía sólo diecisiete años. Aquel día,
hacia el mediodía, una banda de gansos voló bajo nosotros. Recuerdo haberlos mirado sobre
la borda de la canasta y que pensé que tenían el aspecto la cabeza de una pica. Naturalmente,
aquello era un presagio, pero no le presté atención.
Era un claro día de otoño... un poco frío. Lo recuerdo. Debía ser hacia la mitad de octubre.
Buen tiempo para usar el globo. Clow tendía la mano cada cuarto de hora o así, echando
algunos puñados de paja al brasero, y eso era lo único necesario. Habitualmente volábamos a
un par veces la altura de un campanario.
¿Nunca han estado en un globo? Bueno, o muestra cómo han cambiado las cosas. Antes
de que apareciesen los aeróstatas, casi no había ningún combate, y las espadas a sueldo tenía
que viajar por todo el continente, buscando algún lugar en que combatir. Y les aseguro que un
globo es mucho mejor que el tener que ir caminando. Miles (que era nuestro capitán en
aquellos días) decía que en donde había tres soldados juntos, era seguro que alguno iba a
lanzar una flecha contra el globo, pues era un blanco demasiado grande para poder
resistírsele, y eso le mostraba a uno donde estaban los ejércitos.
No, eso no nos hubiera matado. Tendría que rajarse el globo de arriba abajo antes de que
cayese con rapidez, y un pequeño agujero como el producido por la cabeza de una pica solo
serviría para hacernos saber que había alguien allá abajo. Y ya que estamos aquí, les diré que
las cestas no se balancean, como piensa la gente. ¿Por qué iban a hacerlo? No notan el
viento, pues están viajando con el mismo. Cuando está en una de ellas, un hombre parece
colgar del cielo, y el mundo gira bajo él. Lo puede oír todo: cerdos y gallinas, y el chirrido de
una polea al sacar agua de un pozo.
—Buen tiempo para volar —me dijo Clow.
Asentí con la cabeza. Supongo que con bastante solemnidad.
—En tiempo como este se tiene todo el empuje hacia arriba que se quiera. Cuanto más frío
hace, mejor se sube. Al calor del fuego no le gusta el frío, y trata de escapar de él. Al menos
eso es lo que dicen.
La rubia Bracata escupió por sobre la borda.
—No hay nada en nuestras tripas—dijo—. Eso es lo que nos hace subir. Si tampoco
comemos hoy, no tendrás que encender el fuego mañana... yo sola os podré subir.
Era más alta que cualquiera de nosotros, exceptuando Miles, y la más robusta de todos
nosotros; pero Miles no hacía distingo de su tamaño cuando repartía la comida, así que
supongo que también era la que pasaba más hambre.
—Deberíamos haber acabado con alguno de los tipos de ese último grupo que
encontramos alrededor del fuego. Al menos, así nos hubiéramos quedado con su pote de
cocido.
Miles negó con la cabeza.
—Eran demasiados.
—Hubieran huido como conejos.
—¿Y si no lo hubieran hecho?
—No tenían armaduras.
Inesperadamente, Bracata intervino en favor del capitán.
—Eran veintidós hombres y catorce mujeres. Los conté.
—Las mujeres no hubieran luchado.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 49


—Antes, yo era de uno de esos grupos. Y hubiera luchado.
La suave voz de Clow añadió:
—Casi cualquier mujer lucha, si se puede colocar a espaldas de uno.
Bracata lo miró, no muy segura de si estaba apoyándola o no. Tenía puestos sus guantes
de combate (era tan buena con ellos como cualquier otro luchador que jamás haya visto) y
recuerdo que, por un instante, pensé que iba a balancearse sobre Clow, allá mismo en la cesta.
Estábamos apretados como polluelos en el nido, y de haber luchado, se hubieran necesitado al
menos tres de nosotros para tirarla al exterior... y antes de eso nos hubiera matado a todos,
supongo. Pero le tenía miedo a Clow. Luego, descubrí el porqué. Creo que respetaba a Miles,
por su valor y su juicio, pero sin tenerle miedo. No le importaba demasiado Derek, en ningún
sentido, y, naturalmente, en lo que a ella concernía yo era como si no estuviese allí. Pero le
tenía un poco de miedo a Clow.
Y Clow era el único del que yo no tenía miedo... pero eso también es otra historia...
—Pon más paja—dijo Miles.
—Ya casi no queda.
—No podemos aterrizar en este bosque.
Clow agitó la cabeza y añadió paja al fuego del brasero... aproximadamente la mitad de la
que echaba habitualmente. Nos estábamos hundiendo hacia lo que parecía una alfombra roja y
dorada.
—De cualquier modo, al menos nos dieron paja—dije, solo para que los otros supieran que
estaba allí.
—Uno siempre puede conseguir paja —me dijo Clow. Había tomado un dardo de lanzar y
estaba haciendo ver que se limpiaba las uñas con el mismo—. Incluso de los porquerizos,
gente de la que uno piensa que no tendría por qué tener. Nos la consiguen para librarse de
nosotros.
—Bracata tiene razón—dijo Miles. Daba la impresión de que no nos había oído ni a Clow ni
a mí—. Tenemos que conseguir comida hoy mismo.
Derek resopló.
—¿Y si hay unos veinte?
—Nos cargamos a uno. ¿No es eso lo que tú has sugerido? Y si hay que luchar, pues
luchamos. Pero es necesario que comamos hoy—me miró—. ¿Qué es lo que te dije cuando te
uniste a nosotros, Jerr? ¿Mucho dinero, o nada? Pues hoy toca nada. ¿Quieres dejarnos?
—No, a menos que queráis que lo haga —le respondí.
Clow estaba recogiendo las últimas briznas de paja del saco. Apenas si era un puñado.
Mientras lo echaba al brasero, Bracata preguntó:
—¿Vamos a posarnos en los árboles?
Clow agitó la cabeza y señaló. A lo lejos, en la distancia, podía ver un punto blanco sobre
una colina. Parecía demasiado lejos, pero el viento nos llevaba hacia allí, y creció y creció
hasta que pude ver que era una gran casa, construida toda ella con ladrillos blancos, y provista
de jardines y edificios auxiliares, y un camino que llegaba hasta la puerta. Supongo que ya no
queda nada como eso.
Los aterrizajes son la parte más excitante de un viaje en globo, y a veces también la más
desagradable. Si uno tiene suerte, la cesta se queda en pie. No la tuvimos. Nuestra canasta
tropezó, cayó de lado y fue arrastrada por la bolsa, que luchaba con el viento y no quería
descender, a pesar de lo fría que ya estaba. Si aún hubiera habido fuego en el brasero,
supongo que hubiéramos prendido en llamas la pradera. Tal como estaban las cosas, nos
vimos arrastrados como muñecos. Bracata cayó encima mío, tan pesada como una piedra. Y
tenía los garfios de los guantes sacados, tratando de clavarlos en el césped para lograr
detenerse, por lo que, por un momento, pensé que iba a matarme. La pica de Derek había
estado cargada y el seguro se soltó en la confusión: la cabeza salió disparada a través de los
campos, casi dándole a una vaca.
Para cuando recuperé el aliento y pude ponerme en pie, Clow ya controlaba la bolsa y la
estaba recogiendo. Miles también estaba en pie, poniéndose bien su cota de mallas y el cinto
de la espada.
—A ver si tienes aspecto de soldado —me gritó—. ¿Dónde están tus armas?

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 50


Una maza de pinzas y mi pica era todo lo que tenía, y la maza de pinzas había caído de la
cesta. Tras cinco minutos de buscarla, la encontré entre la alta hierba y fui a ayudar a Clow a
plegar la bolsa.
Cuando hubimos terminado, la metimos dentro de la cesta y colocamos nuestras picas a
través de las anillas de los lados, para poder transportarla. En aquel momento ya podíamos ver
a unos hombres a caballo que bajaban de la casona.
—No podremos enfrentarnos contra jinetes en este campo—dijo Derek.
Por un instante vi como Miles sonreía. Luego, se puso muy serio.
—Antes de que pase media hora ya nos habremos cargado a algunos de esos tipos.
Derek estaba contado, y también yo. Ocho jinetes, con un carro que les seguía. Varios de
los jinetes tenían lanzas, y podía ver como el sol parpadeaba sobre cascos y corazas. Derek
comenzó a golpear el mango de su pica contra el suelo, para cargarla.
Le sugerí a Clow que tendríamos un aspecto más amistoso si recogiésemos el globo y
fuéramos al encuentro de los jinetes, pero negó con la cabeza.
—¿Para qué molestarnos?
El primero de ellos habían llegado a la verja que rodeaba el campo. Montaba un ruano que
dio un limpio salto sobre la valla y llegó al galope hacia nosotros, pareciendo tan alto como una
torre.
—Saludos—le dijo Miles—. Si estas tierras son vuestras, caballero, os damos las gracias
por vuestra hospitalidad. No hubiéramos entrado en ellas si no fuera porque nuestro artefacto
se ha quedado sin combustible.
—Os doy la bienvenida—respondió el jinete. Era tan alto como Miles, o más por lo podía
ver, y tan ancho de espaldas como Bracata—. Lo primero es lo primero, como se acostumbra a
decir, y lo habéis hecho ningún daño.
Tres de los otros habían saltado con sus caballos sobre la verja, tras él. El resto estaba
quitando los travesaños para que el carro pudiera pasar.
—¿Tenéis paja, señor? —preguntó Miles. Pensé que hubiera sido mejor si le hubiera
pedido comida—. Si nos pudierais dar unos atados de paja ya no os molestaríamos más.
—No hay por aquí—dijo el jinete, abarcando los campos que nos rodeaban con un gesto
de su brazo enfundado en mallas—. Pero, no obstante, estoy seguro de que mi administrador
os podrá encontrar algo. Venid a mi salón para tomar un bocado de carne y un vaso de vino, y
luego podréis hacer vuestro ascenso desde la terraza; a las damas les encantará veros, de eso
estoy seguro. Pues supongo que sois espadas voladoras, ¿no?
—Eso somos —afirmó nuestro capitán—, pero, en cualquier modo, también somos
personas de buen carácter. Nos llamamos los Cinco Fieles... ¿No habréis oído hablar de
nosotros? Somos animosos y feroces luchadores del aire, como se dice entre los que usamos
el globo. Un joven, que había detenido su montura junto a aquel al que Miles llamaba
"caballero", resopló:
—Si ese crío es animoso o un feroz luchador, soy capaz de comerme sus calzones.
Naturalmente, no debiera haberlo hecho. Siempre he sido muy quisquilloso toda mi vida, y
eso me ha metido en más líos de los que podría contarles aunque estuviese hablando hasta la
puesta del sol, si bien debo reconocer que las cosas tampoco me han ido tan mal... pues
podría haberme pasado la vida siguiendo al arado. Supongo que así hubiera sido, si no
hubiese derribado a Derek cuando este trató de apoderarse de nuestros gansos. Pero ya
saben cómo son las cosas. Allí estaba yo, pensando en mí mismo como un duro soldado
aeróstata, y entonces tenía que oír algo como aquello. El caso es que blandí la maza de pinzas
en cuanto hube agarrado con fuerza su estribo. Tenía miedo de que el muelle de extensión
estuviese algo débil, pues jamás había usado una de aquellas cosas antes, pero funcionó bien:
las pinzas lo aferraron por el sobaco izquierdo y entre la oreja y el hombro derecho y le hubiera
partido el cuello con facilidad si no hubiera llevado puesta una gargantilla. Tal como estaban las
cosas, lo arranqué de su montura limpiamente y saqué la pequeña daga que iba enfundada en
el mango de la maza. Un par de los otros jinetes aprestaron sus lanzas, y Derek colocó el dedo
sobre el seguro de su pica; de modo que parecía como si, después de todo, fuera a haber una
buena lucha. Pero el "caballero" (luego me enteré de que era el Barón Ascolot) le dio un grito al
joven que yo había derribado de su silla, y Miles me gritó a mí y me agarró por la muñeca
izquierda, de modo que todo quedó en nada.
Cuando hubimos movido el muelle, abierto la maza y retraído las pinzas, Miles dijo:

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 51


—Caballero, lo castigaré. Puede confiar en mí. Y seré severo, se lo aseguro.
—No, a fe mía —declaro el Barón—. Esto le enseñará a mi hijo que tiene que cuidar más
su lengua cuando esté en compañía de guerreros. Lo han educado en mis salones, capitán, en
donde todo, el mundo dobla la rodilla ante él. Tiene que aprender que no ha de esperar tal cosa
de los desconocidos.
Entonces llegó el carro, tirado por dos excelentes mulas (cualquiera de las cuales supuse,
habría valido tanto como el terreno de mi padre) y, urgidos por el Barón, cargamos nuestro
globo en él, y subimos encima, sentándonos sobre la bolsa. Los jinetes se marcharon al galope
y el carretero hizo restallar su látigo sobre los lomos de las mulas.
—Un buen lugar—comentó Miles. Estaba mirando hacia la gran casona, que era el lugar al
que nos dirigíamos.
—Yo diría que es un palacio—le susurré a Clow, y Miles me oyó y me dijo:
—Es una villa, Jerr... la propiedad campestre no fortificada propiedad de un caballero. Si
tuviera un muro y una torre, sería un castillo, o al menos un castillete.
Delante había jardines, muy bellos, si no recuerdo mal, y una fuente. El sendero se detenía
ante la puerta y bajamos y entramos en el vestíbulo, en donde el mayordomo del Barón, que
iba vestido de un modo más rico que cualquier otra persona que yo hubiera visto hasta
entonces, y que era un hombre gordo de cabello canoso mandó a dos de los mozos de las
caballerizas a cuidar nuestro globo mientras lo metían en los establos.
Sobre la mesa había venado y carne de vacuno, e incluso un faisán al que le habían vuelto
a colocar todas las plumas; y el Barón y sus hijos se sentaron con nosotros y bebieron algo de
vino y comieron un poco de pan, para cumplir con las normas de la hospitalidad. Entonces, el
Barón dijo:
—Supongo que no voláis en la oscuridad, ¿verdad, capitán?
—No, a menos que nos resulte necesario, caballero.
—Entonces, como el día está ya terminado no os resultará inconveniente el que no
tengamos paja. Podéis pasar la noche con nosotros y, por la mañana, enviaré a mi
administrador a la aldea con el carro. Podrán ascender a media mañana, cuando las damas
puedan verles perfectamente, mientras suben.
—¿No hay paja aquí?—preguntó nuestro capitán.
—Me temo que no. Pero en la aldea tienen mucha, no lo dude. La colocan en el camino
para silenciar los cascos de los caballos cuando una mujer está a punto de parir, como he
podido ver en muchas ocasiones. Les haré el regalo de todo un carro de paja, si es que pueden
usar tanta—el Barón sonrió mientras decía esto; tenía un rostro amistoso, redondo y tan rojo
como una manzana—. Ahora, explíquenme qué es eso de ser una espada voladora. Siempre
me interesan las profesiones de los demás, y creo que la de ustedes es una de las más
fascinantes. Por ejemplo, ¿cómo calculan lo que le van a cobrar a quien les emplea?
—Tenemos dos escalados, caballero —comenzó a decir Miles. Ya había oído todo aquello
antes, así que dejé de escucharle. Bracata estaba sentada a mi lado en la mesa, así que tenía
que hacer verdaderos esfuerzos para conseguir comer algo, y dudo que lograse probar siquiera
el sabor del faisán. Por fortuna, un par de muchachas, las hijas del Barón, habían entrado, y
una de ellas comenzó a juguetear con uno de los rizos del cabello de Deerek, lo que le distrajo
la atención del venado, y Bracata echó un brazo sobre los hombros de la otra para advertirla de
la maldad de los hombres. Si no hubiera sido por esto, casi no hubiera podido probar bocado;
pero tal como estaban las cosas, me harté de carne de venado, hasta que tuve que
desabrocharme el cinto. De donde yo venía, la carne, de cualquier tipo, era casi una rareza.
Había pensado que el Barón nos iba a dar camas en la casa, pero cuando hubimos comido
y bebido todo lo que nos cabía en el interior, el hombre gordo de cabello canoso nos llevó a
una puerta lateral, haciéndonos pasar a un edificio de paredes de cañas lleno de catres, que
supongo que se utilizaba para los trabajadores adicionales necesarios en tiempo de cosecha.
No era la alcoba palaciega en la que yo había estado soñando; pero estaba más limpio que mi
casa, y había un gran hogar en un extremo con troncos preparados ya, así que probablemente
era más confortable para mí de lo que hubiera podido ser una cama en la casona.
Clow tomó un trozo de madera de cerezo y comenzó a tallar la figura de una mujer, y
Bracata y Derek se echaron a dormir. Yo traté de hablar con Miles, pero él estaba lleno de
pensamientos, sentado en un taburete junto al hogar y haciendo resonar la bolsa (que era igual
que esta que llevo aquí) que le había dado el Barón; así que yo también traté de dormir. Pero

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 52


había comido demasiado para poderme dormir y, dado que aún había luz, decidí dar una vuelta
por la villa y tratar de hallar a alguien con quien charlar. La parte delantera me parecía
demasiado lujosa para mí, así que fui hacia la de atrás, pensando que no estaría mal
asegurarme de que nuestro globo no hubiera sufrido daño alguno, y quizá que podría darle otra
ojeada a aquellas mulas.
Tras la casa había tres cobertizos, hechos en piedra hasta la altura de mi cintura y madera
por encima, y luego blanqueados. Caminé hasta el más cercano, no pensando apenas en nada
como no fuese mi tripa llena, hasta que un enorme caballo de guerra con una estrella blanca en
el testuz alzó la cabeza de su pesebre y me puso en hocico sobre la mejilla. Tendí la mano y le
acaricié el cuello en la forma en que a ellos les gusta. Relinchó, y me volví para mirarlo mejor.
Fue entonces cuando vi lo que había en su establo. Estaba de patas sobre un palmo o más de
la paja más limpia y más amarilla que yo jamás hubiese visto. Miré entonces sobre mi cabeza y
allí había un altillo totalmente lleno de ella.
En un minuto, más o menos, estuve de vuelta en el edificio en el que debíamos dormir,
agitando a Miles por el hombro y diciéndole que había encontrado toda la paja que se pudiera
desear.
No parecía comprenderme, al menos principio.
—Carretadas de paja, capitán —le dije—. ¡Si sólo los caballos de este lugar tienen tanta
paja para dormir encima como la que necesitaríamos para recorrer más de cien leguas!
—Está bien—me respondió Miles.
—Pero, capitán...
—Aquí no hay paja alguna, Jerr. No para nosotros. Ahora, sé un buen chico descansa un
poco.
—Pero te aseguro que la hay, capitán La he visto. Puedo traerte un casco lleno.
—Ven aquí, Jerr —me dijo, y se alzó y me llevó al exterior. Pensé que me iba a pedir que le
enseñase la paja; pero en lugar de regresar a donde estaban los cobertizos, me llevó lejos de
la casa, encima de un montículo cubierto de hierba—. Mira allí, Jerr, en la lejanía. ¿Qué es lo
que ves?
—Árboles —le respondí—. Quizá haya un río en el fondo del valle; luego hay más árboles
al otro lado.
—Aún más lejos.
Miré hacia el horizonte, donde parecía estar señalando. Allí se veían pequeñas hebras de
humo negro que se alzaban, pareciendo en la distancia como hilos de telaraña.
—¿Qué es lo que ves?
—Humo.
—Eso es paja ardiendo, Jerr. La paja de los techos de unas casas. Y por eso es por lo que
aquí no hay paja. Oro sí, pero no paja, porque a un soldado le dan paja solo cuando no es
bienvenido. Esos de ahí llegarán al río a la caída del sol, y me han dicho que puede ser
vadeado en esta estación del año. ¿Lo comprendes ahora?
Llegaron aquella noche, al alzarse la luna.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 53


SIETE NOCHES AMERICANAS

ESTIMADA Y DOCTA SEÑORA:


Tal como le dije en mi última carta, creo probable que su hijo Nadan (¡que Alá le proteja!)
se haya ido de la vieja capital y viajado —por su voluntad o por la de otra persona— hacia el
norte, hacia la región de la bahía de Delaware. Mi conjetura queda confirmada ahora por el
descubrimiento en tales regiones del cuaderno de notas que le adjunto. No es de fabricación
norteamericana, como podrá ver; y aunque solo con tiene las notas de una semana, diversos y
sugestivos detalles nos dan nuevos motivos de esperanza.
He fotocopiado el texto para que me sirva de guía en mis investigaciones; pero estoy
atento a la posibilidad de que usted, señora, con su superior conocimiento del joven, pueda
buscar, pueda descubrir implicaciones que yo he pasado por alto. Si así fuera, la insto a
escribirme al momento.
Aunque he dudado de mencionar esto junto a un descubrimiento tan halagüeño, su
esperada remesa no ha llegado todavía. Supongo que la tardanza está ocasionada por el
retraso del correo, que aquí es francamente abominable. Debo advertirle, empero, que me veré
obligado a suspender la investigación a menos que reciba fondos suficientes para mis gastos
antes de la llegada del invierno.
Con indecible respeto
Hassan Kerbelai

¡Al fin estoy aquí! Después de doce mortales días a bordo del Princesa de Fátima —doce
días de frío y tedio, doce días de mala comida y estruendo de motores— la alegría de volver a
estar en tierra es como el deleite que un condenado debe sentir cuando una carta del sha le
arranca de la misma cuchilla de la muerte. ¡América! ¡América! ¡Se acabaron los días de
monotonía! Dicen que todos los que llegan aquí o te aman o te odian, América. ¡Yo te amo, por
Alá!
Tras decidirme a iniciar este relato, no sé por dónde empezar. Yo había leído diarios de
viajes antes de abandonar el hogar. Y cuando te vi, ¡oh, Libro!, tan cuadrado y grueso en tu
estantería del bazar... ¿por qué no iba a tener aventuras y escribir un libro igual que el de
Osman Aga? Al fin y al cabo, pocas personas llegan a este triste país del borde del mundo, la
mayoría toman tierra en la costa más septentrional.
Y eso me da la pista que estaba buscando: cómo empezar. Norteamérica empezó para mí
como agua coloreada. Ayer por la mañana, cuando salí a cubierta, el océano había cambiado
de verde a amarillo, Nunca me habían hablado de una cosa así, ni siquiera en mis charlas con
tío Mirza, que estuvo aquí hace treinta años, y tampoco lo había leído. Creo que me comporté
igual que el mayor necio imaginable, deambulando por el barco, balbuceando y sin dejar de
asomarme a la barandilla para asegurarme de que el exuberante color mostaza seguía allí y no
se había desvanecido como Suele ocurrir en los sueños cuando señalamos este tipo de cosas
a otra persona. El camarero me dijo que ya lo sabía. Golam Gassem, el gran mercader (al que
había evitado durante el viaje entero hasta aquel momento) contestó: «Sí, sí», y se alejó de un
modo que indicaba que él también había estado evitándome, y que seria preciso algo más que
el milagro del agua amarilla para cambiar sus sentimientos.
Uno de los primeros norteamericanos con pasaje de primera clase se presentó en aquel
mismo instante: mister (ese es el tratamiento aquí) Tallman, esposo de la encantadora señora
Tallman, que en realidad se merece un tall man como yo. (Tal vez su marido eligió el apellido
para burlarse de sí mismo, o quizá para que su debilidad se borrara en la memoria de otras
personas; o quizá lo eligió su padre, y se trata de una más de las incontables ironías del
destino. No lo sé. Al parecer tenía algún defecto en la espalda.) Como si aún no me hubiera
puesto bastante en ridículo, cogí por la manga a este señor Tallman y le pedí que se asomara a
la barandilla, explicando cómo el agua se había vuelto amarilla. Temo que e] señor Tallman se
volvió blanco, y me volvió otra cosa —su espalda— con aspecto de haberme golpeado si se
hubiera atrevido. Fue algo muy cómico, supongo (después me enteré de que otros pasajeros

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 54


se rieron disimuladamente), pero creo que nunca antes había visto tanto odio en un rostro
humané. Luego llegó el capitán, y yo, considerablemente desinflado si bien aún no aplastado, y
pensando que el marino no nos había oído, mencioné por última vez aquel día que el agua se
había vuelto amarilla.
—Lo sé —dijo el capitán—. Es este país. —En este momento señaló con la cabeza al
apenado señor Tallman—. Se está desangrando.
Anochece de nuevo, y veo que ayer por la noche dejé de escribir antes de explicar mi
primer vislumbre de la costa. Bien, lo dejo así. Es medianoche en casa, o falta poco, y la vida
de las cafeterías estará en su apogeo. ¡Cómo me gustaría estar allí, contigo, Yasmin, y no con
estos extranjeros vestidos de rojo y púrpura que atestan las calles como un ejército invasor y
que se agazapan en sus casas igual que ratas en sus agujeros! Pero tú, Yasmin, o tú, madre, o
quienquiera que lea esto, querréis conocer mi jornada... Solo vosotras pensaréis en mi de vez
en cuando, tal como yo pienso en vosotras ahora, inclinado ante una vieja y destrozada mesa
en una ruinosa habitación de dos camas, escuchando los pies que se apresuran en el exterior,
en las calles.
Esta mañana he dormido hasta muy tarde. Creo que el viaje me cansó más de lo que
supuse. Cuando me desperté, la ciudad entera bullía a mi alrededor; los vendedores
anunciaban fruta y pescado al otro lado de mi cerrada ventana, y los enormes carromatos de
madera que los norteamericanos llaman trucks retumbaban al avanzar sobre el agrietado
asfalto con sus grandes ruedas de hierro, trayendo alimentos descargados de los barcos del
fondeadero del Potomac. Aquí se ven yuntas muy raras, Yasmin. Cuando fui a desayunar (hay
que salir al aire libre para llegar al vestíbulo y al comedor de estos hoteles norteamericanos,
cosa que me parece será muy inconveniente cuando haga mal tiempo) vi Uno de estos trucks
con dos bueyes, un caballo y una mula en los arreos, algo que te haría reír. Los cocheros no
dejan de hacer restallar sus látigos.
La primera impresión que se tiene de Norteamérica es que no es tan pobre como se dice.
Solo más tarde resulta obvio cuántas cosas han heredado del siglo anterior. Las calles están
pavimentadas, pero son viejas y abundan en grietas. Hay magníficos, aunque ruinosos,
edificios por todas partes (este hotel es uno de ellos. «Inn of Holidays», se llama), con una
apariencia más moderna que los que he visto en casa, donde la arquitectura tradicional fue
impuesta por la ley durante mucho tiempo. Nos encontramos en Maine Street, y en cuanto
terminé mi desayuno (muy bueno, y muy barato para nosotros, aunque me aseguran que aquí
es imposible que te den algo fuera de estación) pregunté al gerente a quién podía recurrir para
ver los lugares interesantes de la ciudad. El gerente es un hombre bajito y fenomenalmente
feo, una especie de jorobado que abunda por aquí.
—No hay viajes turísticos —dijo—. Ya no.
Le expliqué que solo deseaba dar una vuelta por mi cuenta, y tal vez hacer algunos
bocetos.
—Puede hacerlo. Los edificios al norte, el teatro al sur, el parque al oeste. ¿Piensa ir al
parque, señor Jaffarzadeh?
—Aún no lo he decidido.
—Deberá alquilar un mínimo de dos guardaespaldas si va al parque... Puedo recomendarle
una agencia.
—Tengo una pistola.
—Necesitará más que eso, caballero.
Como es lógico, decidí en ese mismo momento que iría al parque, y sin compañía. Pero he
resuelto no agotar esta única pizca de aventura que esta tierra me ha ofrecido hasta el
momento, antes de averiguar qué otras cosas puede ofrecerme para enriquecer mi existencia
En consecuencia, me dirigí al norte al salir del hotel. No he Visto de noche, hasta la fecha,
esta ciudad o cualquier otra población norteamericana. No puedo imaginar qué aspecto tendría
Si la gente atestara las calleras a esas horas, tal como hacemos nosotros. Incluso en lo más
claro del día existe una impresión de carnaval, de cierto circo alocado cuya actuación se inició
hace cien años, o más, y aún no ha terminado.
Al principio me pareció que solo una de cada cuatro o cinco personas mostraban algún
vestigio del daño genético que destruyó la vieja Norteamérica, pero al irme acostumbrando a
las calles, y por tanto a no darme tanta prisa en despreciar como norteamericanos y nada más
a la desdichada anciana que quería venderme flores y al muchacho que pasaba rápidamente,

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 55


chillando, entre las ruedas de un truck, y empezar a considerarlos como seres humanos (en
otras palabras, a mirarlos igual que miraría a una persona con la que me topara casualmente
por nuestras calles), vi que apenas había un alma que no estuviera marcada de algún modo.
Estas deformidades, pese a que individualmente son repugnantes, en combinación con la
brillante y raída ropa tan común aquí, dan carácter de espectáculo ostentoso al conjunto más
humilde. Seguí deambulando, sin que un grupo de músicos callejeros estuviera totalmente
fuera del alcance de mi oído antes de encontrar otro grupo similar, y enseguida me crucé con
un hombre tan alto que, sentado en un escalón bajo, me superaba en altura aunque yo estaba
de pie; un enano barbudo con un brazo desecado, y una mujer con una cara que algún espíritu
maligno había dividido en dos: una mitad con un ojo enorme y una expresión abatida e
idiotizada, y otra mitad con un ojo desviado y aspecto burlón.
No hay duda posible: Yasmin no debe leer esto. Hace al menos una hora que estoy
sentado aquí, contemplando la llama de la vela. Sentado y prestando atención a algo que de
cuando en cuando golpea los postigos de acero que cierran la ventana de la habitación. La
verdad es que me paraliza un temor que me sobrecogió —no sé su origen— ayer, y que ha ido
creciendo.
Todo el mundo sabe que estos norteamericanos fueron en otro tiempo los más expertos
creadores que el mundo ha conocido de sustancias alteradoras de la consciencia. El mismo
conocimiento que les permitió inventar los productos químicos que les destruyeron (así
pudieron tener un pan que nunca se ranciaba, innumerables venenos contra las sabandijas e
infinidad de materiales artificiales con incontables finalidades) ingenió también los alcaloides
Sintéticos que produjeron interminables y febriles imágenes.
No hay duda de que esta pericia, al menos en parte, sobrevive. Y si no es así, entonces
son las mismas sustancias las que han perdurado, conservadas en ocultos armarios durante
ochenta o cien años, e indudablemente volviéndose más peligrosas conforme el mundo se
olvida de ellas. Creo que alguna persona del barco debió suministrarme alguna de estas
drogas.
¡Por fin ha salido! Me sentí mucho mejor poniéndolo por escrito —me costó enorme
esfuerzo—, tanto es así que di va: s vueltas a esta habitación. Ahora que lo he puesto por
escrito, no puedo creerlo.
Sin embargo, ayer por la noche soñé con ese pan, del que oí hablar por primera vez en el
aula de la casa de campo de tío Mirza. No fue un sueño complicado, no fue un extremado
sueño «literario» como algunos que he tenido otras veces, uno de esos sueños que luego se
adornan jactanciosamente mientras se toma café. Solo la visión de una hogaza de blando pan
blanco en un plato en el centro de una mesita: un pan que conservaba la fragancia del horno
(seguramente uno de los más deliciosos mundo) aunque estaba manchado con un moho gris.
¿Para qué deseaban algo así los norteamericanos? No obstante, todos los historiadores
convienen en que lo deseaban, igual que deseaban que sus cadáveres dieran la impresión de
estar siempre vivos.
Es este país, con sus calles fétidas y llenas de colorido, con sus habitantes deformes y su
áspera y extraña lengua, el que me hace sentir drogado y en sueños. ¡Loado sea Alá por
permitirme hablar en farsi contigo, oh, Libro! ¿Querrás creer que me he quitado todas las
prendas que llevaba, solo para leer las etiquetas de los fabricantes? ¿Lo creeré yo mismo,
cuando lea estas notas en casa?
Los edificios públicos del norte —en otra época el gran centro, creo, de la actividad política
— ofrecen un agudo contraste con las calles de las zonas aún ocupadas. En estas últimas, los
viejos edificios se hallan en las últimas fases de la decadencia, o han sido reparados siguiendo
métodos improvisados o inapropiados; pero rebosan de vida, la vida de los que dependen del
tipo de actividad que aún procura el puerto, y la vida de los que dependen de estos últimos y
así sucesivamente. Los edificios monumentales, debido a que fueron construidos con
materiales imperecederos, están casi enteros, pese a que algunas columnas han caído y hay
pórticos hundidos, y en varios lugares árboles de pequeño tamaño (fundamentalmente del
género carpinus caroliniana, creo, de aspecto triste) han echado raíces en las grietas de los
muros. Pero si es cierto que, tal como se ha escrito, la barba del Tiempo no encanece con el
transcurso de los años sino con cl polvo de las Ciudades en ruinas, entonces es aquí donde el
Tiempo recoge ese polvo. Estas imponentes estructuras no son más que eso. Fueron
Construidas, así lo parece, para ser enfriadas y ventiladas por maquinaria. Muchas carecen de

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 56


ventanas, sus interiores son ahora cuevas sin sol que apestan a decadencia; no me he
aventurado en estas grutas. En otros edificios se dispusieron ventanas que en tiempos eran
simples muros de cristal; y algunos han sobrevivido, de manera que pude bosquejar su
construcción. La mayoría, empero, están destruidos. La barba del Tiempo ha barrido incluso los
fragmentos.
Aunque estos viejos edificios (con escasas excepciones) están abandonados, me topé con
varios mendigos. Parecían norteamericanos a los que sus deformidades impiden hacer un
trabajo útil, y uno no puede menos que sentir pena por ellos, pese a que su aspecto suele ser
tan desagradable como su insistencia. Se ofrecieron a mostrarme la antigua residencia de su
sha, y les acompañé como excusa para darles algunas monedas, tras hacerles prometer que
se marcharían en cuanto la hubiera visto.
La estructura que me indicaron se hallaba situada al final de una larga avenida bordeada
por impresionantes edificios; por eso supongo que aquella gente tenía razón al pensar que fue
importante en otra época. En la actualidad queda poco más que los cimientos, escombros y
una ruinosa ala, y es imposible que su construcción original fuera resistente. Sin duda alguna
se trataba de un palacio veraniego o algo parecido. Los pordioseros ya han olvidado el nombre
del edificio, y lo llaman simplemente «la casa blanca».
Una vez me guiaron hasta la reliquia, simulé que deseaba hacer algunos bosquejos, y los
mendigos se fueron tal como habían prometido. Al cabo de cinco o diez minutos, no obstante,
volvió un tipo particularmente decidido. Carecía de maxilar inferior, por lo que al principio me
resultó difícil entenderle: pero después de gritarnos un buen rato (yo diciéndole que se
marchara y amenazándole con matarle allí mismo, y él protestando) me di cuenta de que se
veía forzado a pronunciar la b como d, la ni como n y la p como t, y nuestro trato mejoró.
No voy a intentar reproducir de un modo fonético la forma de hablar de aquel hombre, pero
me dijo que ya que yo era tan generoso, deseaba mostrarme un gran secreto, algo que los
extranjeros como yo ni siquiera sabíamos que existía.
—Agua limpia —sugerí.
—No, no. Un gran secreto, capitán. Usted piensa que todo está muerto. —Señaló con una
desfigurada mano las desoladas estructuras que nos rodeaban.
—Naturalmente que lo pienso.
—Hay algo que sigue vivo. ¿Le gustaría verlo? Le acompañaré. No se preocupe por los
otros... me temen. Los mantendré alejados.
—Si va a llevarme a una trampa, le advierto que usted será el primero en sufrir.
Me miró muy serio durante unos momentos, y tuve la impresión de que un hombre me
miraba con los ojos de aquella devastada cara, por lo que sentí una punzada de auténtica
simpatía.
—¿Ve aquello? ¿El gran edificio que hay al sur, en Pensilvania? Capitán, el padre del
padre de mi padre era jefe de un departamento («detartanento») en ese sitio. No voy a
traicionarle.
Por lo que he leído sobre la política de esta nación en los tiempos del padre del padre de
su padre, sus palabras me dieron muy poca seguridad, pero le seguí.
Cruzamos en diagonal varios bloques y atravesamos dos construcciones en ruinas. En
estas últimas había huesos humanos y, al recordar el alarde del mendigo, le pregunté si los
huesos eran de personas que habían trabajado allí.
—No, no. —Se dio una palmada en el pecho (supongo que debe ser un gesto habitual),
puso las manos alrededor de un cráneo del suelo, y lo alzó a la altura de su cabeza para que
yo pudiera ver que exhibía deformidades parecidas a las del mendigo—. Nosotros dormimos en
estos lugares, nos escondemos detrás de muros fuertes para protegernos de los seres que
surgen por la noche. Morimos aquí, sobre todo en invierno. Nadie nos entierra.
—Deberían enterrarse ustedes mismos unos a otros —dije.
Dejó caer el cráneo, que se hizo añicos en el terrazo, levantando un millar de lúgubres
ecos.
—No hay palas, y escasean los tipos fuertes. Pero acompáñeme. El edificio al que me llevó
parecía, a primera vista, más deteriorado que muchas ruinas. Uno de sus capiteles había caído
y los ladrillos yacían en la calle. Pero al volver a mirar, vi que el pordiosero debía tener parte de
razón. Las destrozadas ventanas habían sido cerradas con herrajes, un trabajo al menos tan

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 57


bueno como el de los postigos que protegían mi habitación del hotel, y la puerta, aunque vieja y
gastada por la intemperie, cerraba a la perfección y parecía fuerte.
—Es el museo —comentó mi guía.—. Prácticamente lo único que queda de la Ciudad
Silenciosa que aún vive a la antigua. ¿Le gustaría ver el interior?
Le manifesté mis dudas en cuanto a que pudiéramos entrar.
—Máquinas maravillosas. —Me tiró de la manga—. Las verá dentro, capitán. Venga.
Seguimos las paredes del edificio, doblamos varias esquinas, y finalmente entramos en
una especie de nicho situado en la parte trasera. Había una reja en el suelo cubierto de hierba,
y el mendigo la señaló con aire de orgullo. Hice que permaneciera a cierta distancia y me
arrodillé, tal como él me había indicado, para mirar 1 a través de la reja.
Al otro lado había una ventana de vidrio intacto. Estaba muy sucia, pero logré vislumbrar el
sótano del edificio, y allí, tal como había dicho el pordiosero, se hallaba una ordenada serie de
complejos mecanismos.
Los contemplé durante in rato, intentando formarme alguna idea de su finalidad; y a lo
lejos, entre los aparatos, apareció un anciano norteamericano que iba examinando las
máquinas y que limpiaba con un trapo las relucientes barras y aparatos. El mendigo había ido
acercándose poco a poco mientras yo observaba. Señaló al anciano.
—La gente sigue viniendo del norte y del sur para estudiar aquí. Algún día volveremos a
ser grandes.
Entonces pensé en mi amada patria, cuyo eclipse, pese a no producir lesiones genéticas,
había durado veintitrés siglos. Di algún dinero al mendigo, le dije que si, que estaba convencido
de que los Estados Unidos volverían a ser grandes algún día, y le deje para regresar al hotel.
He abierto los postigos para mirar el obelisco y sentir la luz del sol que agoniza. Los ígneos
campos y valles del sol no me parecen mas ajenos, o amenazadores, que esta tierra extraña,
abatida. Pues sé que todos somos iguales: el mendigo, el anciano que se movía entre las
máquinas de una era muerta, las mismas máquinas, el sol y yo. Hace un siglo, cuando esta
ciudad era próspera, los filósofos solían especular sobre la razón por la que los neutrones,
protones y electrones tenían la misma masa que todos los de su especie. Ahora sabemos que
solo existe una partícula, una partícula que avanza y retrocede en el tiempo, un electrón
cuando viaja como nosotros, un positrón cuando su desplazamiento temporal es retrógrado,
que las mismas y escasas partículas aparecen millones y millones de veces para formar un
solo objeto, y que esas partículas forman todos los objetos, de forma tal que nosotros somos
los esbozos, por así decirlo, hechos con los mismos colores al pastel.
He salido fuera para comer. Hay un buen restaurante a poca distancia del hotel, incluso
mejor que el comedor que hay aquí. Al regresar, el gerente me dijo que iba a haber una
representación teatral por la noche, y me aseguró que, puesto que el teatro está muy cerca del
hotel (en realidad, el gerente se muestra muy orgulloso del teatro, y no hay duda de que su
proximidad a este hotel es la única circunstancia que permite que el establecimiento siga
abierto), no me arriesgaré si acudo sin escolta. Para ser sincero, me avergüenza un poco no
haber alquilado un bote para atravesar el canal y llegar al parque hoy mismo. Así que ahora
asistiré a la representación y me enfrentaré a las calles nocturnas.
Aquí estoy de nuevo, de vuelta a esta habitación demasiado grande, demasiado vacía y sin
alfombras, que ya está empezando a parecerme un segundo hogar, sin ninguna aventura que
detallar tras mi salida a las peligrosas calles nocturnas. La verdad es que el teatro apenas se
encuentra a cien pasos de distancia hacia el sur. He mantenido la mano en la culata de mi
pistola y he caminado junto a muchísimas personas (norteamericanos, en su mayor parte) que
iban igualmente al teatro, y me he sentido como un imbécil.
El edificio es tan viejo como los de la Ciudad Silenciosa, diría yo. Pero ha ido
beneficiándose de algunas reparaciones. Entre el auditorio había más regocijo (aunque para mí
ha sido, con mucho, un regocijo extraño) que en casa, y menos ambiente de lo que yo me
atrevería a llamar santidad del arte. Eso me indicó que el drama es realmente sagrado aquí,
como la llamativa vestimenta del populacho deja claro siempre. Un respeto exagerado y
solemne indica invariablemente una pérdida de fe.
Puesto que acababa de cenar, no hice caso de los mostradores del vestíbulo en que los
norteamericanos —que al parecer no dejan de comer siempre que pueden— elegían diversos
pasteles y comidas frías, y ocupé mi sitio en el teatro propiamente dicho. Apenas me había
acomodado cuando un caballero entrado en años, un norteamericano, expresó su deseo de

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 58


que yo me moviera para que pudiera llegar hasta su asiento. Me levanté gustosamente, claro
está, y le saludé como a un «abuelo», tal como exige nuestra cortesía (desconozco la
estadounidense). Pero mientras él se acomodaba y yo continuaba a su lado, contemplé su cara
bajo el mismo ángulo con que la había visto por la tarde, y le reconocí como el anciano que
había observado a través de la reja.
Una situación difícil. Quería entablar conversación con él, pero no podía confesar que
había estado espiándole. Me esforcé en encontrar una solución hasta que las luces se
apagaron y empezó la representación.
Se trataba de Visita a un pequeño planeta de Vidal, una de las obras clásicas del viejo
teatro norteamericano de la que yo había leído muchos comentarios pero que ni una sola vez
(hasta ahora) había visto representar en el teatro. Me habría gustado mucho más Verla con los
trajes y escenarios del período adecuado; por desgracia, el director ha preferido
«modernizarla» por completo, igual que nosotros, a veces, representamos Rustam Beg como si
Rustam fuera un héroe de la última guerra. El general Powers es un soldado estadounidense
contemporáneo con las peculiaridades de un cobarde bandido, Spelding edita explícitos
panfletos difamatorios, y así sucesivamente. Los únicos personajes que me deleitaron fueron el
astronauta cojo, Kreton, y la ingenua Ellen Spelding, interpretada por una rubia norteamericana
de radiante belleza.
Durante todo el primer acto mi atención volvió (sobre todo cuando intervenía Spelding) al
problema del anciano que había a mi lado. Al caer el telón ya había decidido que la mejor
manera de iniciar una conversación sería ofrecerle un kebab (o algo que le apeteciera) del
vestíbulo, ya que su ajado aspecto sugería que estaría dispuesto a dejarse cuidar, y la
debilidad de sus piernas ofrecía una excusa admirable. Ensayé la estratagema en cuanto los
candelabros volvieron a encenderse, y dio el resultado que yo había ansiado. Cuando regresé
con una bandeja de papel, bocadillos y bebidas amargas, él observó con bastante
espontaneidad que se había dado cuenta de las flexiones de mi mano durante la
representación.
—Sí —dije—. He estado escribiendo mucho antes de venir aquí. Esto hizo que el anciano
se pusiera a hablar y disertar, frecuentemente con mucho más detalle del que yo podía captar,
sobre el tema de las máquinas de escribir. Finalmente interrumpí el flujo de palabras con cierta
pregunta que debió revelar que yo sabia menos del tema de lo que él suponía.
—¿Alguna vez —me preguntó— ha grabado una letras en una patata antes de
humedecerla con una almohadilla entintada y usarla para imprimir papel?
—Sí, cuando era niño. Nosotros usamos un nabo, pero no hay duda de que el principio es
el mismo.
—Exactamente. Y se trata del principio de la abstracción ampliada. Le hago una pregunta:
¿Qué es comunicación, en su forma más simple?
—Hablar, supongo.
La estridente risa del anciano se elevó por encima del bullicio del auditorio.
—¡Nada de eso! Oler —dijo al tiempo que asía mi brazo—, oler es la esencia de la
comunicación. Fíjese en la misma palabra esencia. Cuando olemos a otro ser humano,
productos químicos del organismo de este se introducen en nuestro cuerpo, los analizamos y,
gracias a este análisis, deducimos con precisión el estado emotivo de la otra persona. Lo
hacemos de un modo tan constante y automático que apenas somos conscientes de ello, y nos
limitarnos a comentar, «El parecía asustado» o «El estaba enfadado». ¿Entiende?
Asentí, involuntariamente interesado.
—Al hablar, estamos diciendo a otro individuo cómo le oleríamos si pudiéramos olerle
adecuadamente y si él nos pudiera oler de forma apropiada desde el lugar en que está. Es casi
seguro que la facultad de hablar no se desarrolló hasta que las glaciaciones que pusieron fin al
plioceno incitaron al género humano a inventar el fuego, y después de que la frecuente
inhalación del humo de la leña hubiera entorpecido los órganos olfatorios.
—Ya veo.
—No, usted escucha... a menos que esté casualmente leyendo mis labios, cosa que con
este alboroto sería un logro provechoso.
—Dio un enorme bocado a su bocadillo, derramando una carne rosada que seguramente
no procedía de un animal natural—. Al escribir, estamos diciendo a otros individuos como

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 59


hablaríamos si fueran capaces de oírnos, y al imprimir con el nabo estamos diciéndoles cómo
escribiríamos. Observará que ya hemos alcanzado el tercer nivel de abstracción.
Asentí otra vez.
—Solía creerse que solo un limitado número K de niveles de abstracción era posible antes
de que el tema original desapareciera por completo... Se hizo un trabajo matemático muy
interesante hace setenta años en una tentativa de derivar una expresión generalizada de K en
varios sistemas. Ahora sabemos que ese número puede ser infinito si la disposición representa
una curva abierta, y que también son posibles curvas cerradas.
—No comprendo.
—Usted es joven y apuesto... tiene muy buen aspecto con su amplitud de espalda y su
bigote negro. Supongamos que una mujer joven le ama. Si usted, ella y yo estuviéramos
agazapados en una rama de árbol, usted olería el deseo de la mujer. Tal vez hoy ella le hable
de su deseo. Pero también es posible que no lo haga, que lo exponga por escrito.
Recordé las cartas de Yasmin, y asentí.
—Pero supongamos que las cartas estén perfumadas... un perfume almizclado, dulce.
¿Comprende? Una curva cerrada: el perfume no es el olor del cuerpo de ella, sino una
simulación artificial. Ial vez no refleje lo que ella siente, pero es lo que ella le dice que Siente.
Usted ama en realidad a una ballena, a un venado macho y a un lecho de rosas.
El anciano iba a proseguir, mas el telón se levantó para el segundo acto.
Ese acto me pareció más ameno, y más lamentable, que el primero. La primera escena, en
la que Kreton (al que pronto se une Ellen) lee la mente del gato de la familia, resulta
excepcionalmente eficaz. La orquesta oculta ofrece música para indicar pensamientos de gato;
ojalá supiera la identidad del compositor, pero mi programa no facilita esa información. La
pared del dormitorio se convierte en una pantalla para sombras en la que vemos siluetas de
gatos cazando pájaros, y luego, cuando Ellen hace cosquillas en la panza al gato auténtico,
mientras hace el amor. Tal como he dicho, Kreton y Ellen fueron los mejores personajes de la
obra. La yuxtaposición de la cimbreña belleza y alegre ingenuidad de Ellen y el claro deseo de
Kreton por ella ilustra perfectamente los problemas pafios que tendría un telépata potente, en
caso de que una persona así existiera.
Por otra parte, la escena en que Kreton convoca a los presidentes, que cierra el acto, no
puede ser más censurable. Al gobernante extranjero evocado por error se le representa como
de nacionalidad turca, y del modo más abierto posible. Confieso que tengo ciertos prejuicios en
contra de esa raza sedienta de sangre, mas lo que hace en la obra es inexcusable. Cuando
aparece el presidente del Consejo Mundial, se le describe como ciudadano norteamericano.
Yo no estaba de muy buen talante al acabar esa escena. Creo que aún no me he zafado de
las fatigas de la travesía. Y esas fatigas, combinadas con el día bastante agotador que he
pasado merodeando por las ruinas de la Ciudad Silenciosa, me han dejado en ese estado en
que hasta la más mínima irritación asume las dimensiones de un insulto terrible. El viejo
encargado que había a mi lado percibió mi irascibilidad, pero confundió el motivo, y empezó a
excusarse por la situación del teatro norteamericano, diciendo que todos los actores de talento
emigraban en cuanto tenían fama, y que solo regresaban tras fracasar en la costa oriental del
Atlántico.
—No, no —dije yo—. Kreton y la chica son buenos actores y el resto del reparto es, como
mínimo, adecuado.
El anciano pareció no haberme prestado atención.
—Los contratan en cualquier parte... los eligen por sus caras. Si han participado en tres
obras, ellos mismos se llaman actores. En el Smithsonian... Trabajo allí, quizá ya lo he
mencionado... En el Smithsonian... tenemos grabaciones de teatro auténtico: Laurence Olivier,
Orson Welles, Katharine Cornell. Spelding es barbero, o al menos lo era. Solía poner la silla
bajo la estatua del viejo Kennedy y afeitar a los transeúntes. Ellen es ramera, y Powers
acarreador. El tipo cojo, Kreton, engatusaba a los marineros para llevarlos a un espectáculo de
Portland Street.
El menosprecio del anciano a su cultura nacional me turbó, aunque también mejoró mi
humor. (He notado que ambas cosas suelen ir juntas... tal vez estoy secretamente humillado al
ver que personas de poca importancia son capaces de afectar mi estado interior con un flaco
servicio o algunas palabras.) Me excusé y fui al puesto de dulces del vestíbulo. Los
norteamericanos tienen la fina costumbre de hacer duplicados de mazapán de los moteados

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 60


huevos de las aves salvajes, y compré una caja, no solo porque deseaba probarlos, sino
también porque estaba seguro de que constituirían un buen obsequio para el anciano, que rara
vez debe tener dinero para permitirse esos gustos. No me equivoqué: comió los huevos
ansiosamente. Pero cuando yo probé uno, encontré tan desagradable el olor (como si estuviera
comiendo violetas artificiales) que no cogí más.
—Estábamos hablando de escribir —dijo el anciano—. La curva cerrada y la curva abierta.
No he tenido tiempo para observar que ambas pueden lograrse mecánicamente. Pero la
monografía que estoy escribiendo en la actualidad trata ese problema, y sucede que tengo
ejemplos. En primer lugar, la curva cerrada. En los tiempos en que nuestro presidente se
hallaba entre los diez hombres más poderosos del mundo (la realidad del Paul Laurent que
está en el escenario), todos los presidentes recibían a diario centenares de solicitudes que
debían firmar. Autorizarlas les habría costado horas de trabajo. Rechazarlas habría creado una
hueste de enemigos.
—¿Y qué hacían?
—Recurrían a los recursos de la ciencia. Esa ciencia diseñó la máquina que escribió esto.
Sacó una doblada hoja de papel de su limpio y raído abrigo. Desplegué la hoja y vi que
estaba cubierta por el texto de lo que aparentaba ser un discurso público, redactado con letra
infantil. Esforzando mi mente para revisar la lista de presidentes de los Estados Unidos que
había visto hacía mucho tiempo en un compendio de historia universal, pregunté a quién
pertenecía aquella escritura
—A la máquina. Qué escritura se imita aquí es una de las cosas que estoy intentando
descubrir.
En la penumbra del teatro era casi imposible distinguir la descolorida caligrafía, pero vi la
palabra Cerdeña.
—Seguramente, relacionando el contenido con hechos históricos será posible fijar su fecha
de un modo preciso.
El anciano movió negativamente la cabeza.
—El texto fue compuesto por otra máquina para obtener cierto efecto psicológico nacional.
No es probable que guarde relación con los problemas de su tiempo. Pero fíjese en esto.
Sacó una segunda hoja, y la abrió. Por lo que vi, estaba completamente en blanco. Aún la
contemplaba cuando el telón se levantó de nuevo.
Mientras Kreton movía por el escenario su aeronave de juguete, el anciano cogió el último
huevo y se volvió para contemplar la representación. Aún quedaba un envase y yo, pensando
que él tal vez querría más, y temeroso de que los huevos cayeran de mi regazo y se perdieran
en el suelo, cerré la caja y la introduje en el bolsillo lateral de mi chaqueta.
Los efectos especiales del aterrizaje de la segunda nave espacial fueron bien ejecutados;
pero hubo otro detalle del tercer acto que me proporcionó idéntico deleite que la escena del
gato en el segundo. La última escena se basa en el ardid que nuestros poetas denominan
asfódelo de peri, un truco tan trillado que solo es aceptable si se presenta de un modo original.
El método usado en esta obra es que John, el amante de Ellen, encuentra el pañuelo de Kreton
y, tras indicar que parece perfumado, hunde la nariz en él. Durante un instante se ilumina la
pared para sombras usada al principio del segundo acto para presentar gráficamente (o
pornográficamente, diría yo) el deseo de Ellen, transmitiendo al auditorio al hecho de que John
ha compartido, en ese momento, las facultades telepáticas de Kreton, al que todos han
acabado por olvidar.
El ardid es enormemente eficaz, y me dejó con la sensación de que de ningún modo había
perdido la noche. Participé en el aplauso general cuando el reparto salió a saludar. Luego, al
disponerme a salir, noté que el anciano tenía aspecto de hallarse muy enfermo. Le pregunté si
estaba bien, y él confesó con pesar que había comido en exceso, y agradeció una vez más mi
amabilidad.., cosa que en ese instante debió precisar de una gran dosis de resolución.
Le ayudé a salir del teatro, y al ver que no disponía de otro medio de transporte aparte de
sus pies, le dije que le acompañaría a su casa. Me dio las gracias otra vez y me informó de que
tenía una habitación en el museo.
Así pues, el paseo de media manzana hasta el hotel se transformó en un trayecto de tres o
cuatro kilómetros, iluminados por la luz de la luna, y en su mayor parte a través de las avenidas
salpicadas de grava de las abandonadas partes de la ciudad.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 61


Durante el día apenas había dedicado una ojeada al rígido esqueleto de la vieja autopista.
Esta noche, mientras caminábamos bajo sus ruinosos pasos superiores, estos me parecieron
indeciblemente viejos y siniestros. Entonces se me ocurrió pensar que tal vez había una falla
temporal, como las que los astrónomos dicen que hay en el espacio, en alguna parte del
Atlántico. ¿Cómo es posible que esta costa occidental parezca más anticuada entre los restos
de una civilización que murió hace menos de un siglo que nosotros a la sombra de Darío?
¿Acaso todos los barcos que surcan ese océano recorren diez mil años?
En la última hora (no puedo dormir) he meditado en si debía o no hacer esta anotación.
Pero, ¿cuán bueno puede ser un diario de viaje si uno no apunta todos los detalles? Lo
revisaré cuando vuelva a casa, y regalaré una copia corregida a mi madre y a Yasmin para que
lo lean.
Al parecer, los estudiantes del museo no tienen más ingresos que los derivados de la venta
de tesoros entresacados del pasado. Y compré un frasco de lo que se supone es la mayor
creación de la antigua química alucinatoria a la mujer que me ayudó a meter en la cama al
anciano. Tiene —tenía— el tamaño de la mitad de mi dedo pulgar. Es muy probable que fuera
alcohol y nada más que alcohol, pese a que pagué un precio considerable.
Me apenó haber comprado esto antes de partir, y estaba aún mas apenado al llegar aquí.
Pero parecía que iba a ser la única oportunidad, y mi único pensamiento era aceptar la
aventura. Después de ingerir la droga podré hablar con autoridad sobre estas cosas durante el
resto de mi vida.
Esto es lo que he hecho. He empapado con el fluido el poroso azúcar de uno de los
huevos. No tardará en secarse. La droga. Suponiendo que lo sea, permanecerá. Después
mezclaré los huevos en un cajón vacío y, todos los días empezando mañana por la noche,
comeré uno.
Hoy escribo antes de bajar a desayunar, en parte porque sospecho que el hotel no presta
servicios tan temprano. Hoy pretendo visitar el parque al otro lado del canal. Si es tan peligroso
como afirman, es muy probable que no regrese para hacer una anotación esta noche. Si
regreso... bien, ya pensaré en ello cuando me encuentre aquí otra vez.
Después de apagar la vela ayer por la noche no pude dormir. Pese a que estaba agotado.
Tal vez fue por la excitación del largo trayecto para volver del museo; pero no pude liberar mi
mente de la imagen de Ellen. Mis divagaciones la asociaban con los huevos, e imaginé que yo
era Kreton, incorporado en la cama con el gato en mi regazo. En mi fantasía (no estaba
dormido) Ellen me traía el desayuno en una bandeja, y el desayuno consistía en seis huevos
de dulce.
Cuando mi mente se agotó con este tipo de imaginaciones, decidí que el gerente me
buscara una chica para poder liberarme de las tensiones del viaje. Al cabo de una hora, que
pasé leyendo, el hombre llegó con tres muchachas. Y después de permitirme. vislumbrarlas a
través de la puerta entreabierta, entró en la habitación, dejando solas a las chicas en el pasillo.
Le dije que solo había pedido una.
—Lo sé, señor Jaffarzadeh, lo sé. Pero pensé que le gustaría poder elegir.
Ninguna de las mujeres, a juzgar por mi vislumbre de ellas, se parecía a Ellen. Pero
agradecí la solicitud del gerente y le indiqué que las hiciera pasar.
—Antes quiero pedirle, señor, que me permita fijar el precio con ellas... Puedo conseguirlas
por mucho menos que usted, señor, porque ellas saben que dependen de mi para que las
presente a mis huéspedes en el futuro. —Estipuló una suma que en realidad era insignificante.
—Perfectamente —dije—. Hágalas pasar.
Inclinó la cabeza y me sonrió, haciendo que su contraída y mísera cara reflejara la máxima
afabilidad posible y trayendo a mí memoria un cuadro que había visto en cierta ocasión, un
duende convocado ante la corte de Suleiman.
—Pero antes, señor, deseo informarle de que si le gustan las tres, en conjunto, podrá
tenerlas por el precio de dos. Y si solo desea a dos de ellas, podrá tenerlas por el precio de una
y la mitad del precio de otra. Las tres son encantadoras, y pienso que tal vez quiera considerar
esa posibilidad.
—Muy bien, ya la he considerado. Hágalas pasar.
—Encenderé otra vela —dijo, y puso manos a la obra apresuradamente—. No habrá
recargo alguno por las velas, señor, teniendo en cuenta lo que ya está pagando. Las chicas las

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 62


incluiré en su factura. En la partida de servicio en habitación... Estoy seguro de que se hará
cargo.
Tras encender la segunda vela y colocarla a su gusto en la mesa de noche que había entre
las dos camas, el gerente abrió la puerta e hizo una seña a las chicas.
—Me voy —dijo—. Quédese con la que le guste y despida a las otras.
Estoy convencido de que se trataba de una estratagema. El creía que yo tendría
dificultades para deshacerme de alguna de las mujeres y que debería pagar el precio de las
tres.
Yasmin no debe enterarse de esto. Está decidido. No porque el incidente pueda molestarla
en gran medida, sino a causa de lo que sucedió a continuación. Yo estaba sentado en la cama
más próxima a la puerta, esperando decidir con rapidez cuál de las tres mujeres guardaba un
mayor parecido con la actriz que había interpretado a Ellen. La primera era bajita, y tenía un
rostro pálido y arrugado. La segunda era alta y rubia, pero regordeta. La tercera, que pareció
dar un traspié al entrar, era igual que Yasmin.
Durante unos instantes creí que realmente era Yasmin. La ciencia nos ha acostumbrado a
idear y aceptar teorías para explicar los hechos que observamos, por muy fantásticos que
estos sean, y nuestras mentes inician la producción antes de que nos demos cuenta. Yasmin
había ido sintiéndose cada vez más sola sin mí. Había reservado pasaje pocos días después
de mi partida, o quizá había preferido el avión, arriesgándose a las famosas instalaciones de
aterrizaje norteamericanas. Al llegar aquí, había hecho pesquisas en el consulado, y estaba
cerca de mi puerta cuando el gerente encendió la vela. Desconociendo lo que ocurría, había
entrado en compañía de las prostitutas que el gerente había llamado.
Un disparate total, por supuesto. Me puse en pie de un salto y levanté la vela, y vi que la
tercera chica, pese a poseer los grandes ojos oscuros y la barbilla redondeada de Yasmin, no
era ella. Su cabello negro como la noche y sus delicadas facciones indicaban inequívocamente
que era norteamericana. Y al acercarse hacia mí (animada, sin duda, al ver que había atraído
mi atención), vi que tenía un pie deforme igual que Kreton en la representación teatral.
Como veis, finalmente he regresado vivo del parque. Esta noche, antes de acostarme,
comeré un huevo. Pero antes redactaré brevemente mis experiencias.
El parque se halla al otro lado del canal de Washington, entre la ciudad y el río. Se puede
llegar por tierra, aunque solo por el extremo norte. Como yo no deseaba caminar tanto, alquilé
una embarcación de pequeño tamaño con una andrajosa vela roja para llegar a la punta
meridional, denominada Hains Point. Ahí había Una fuente, me informaron, en los viejos
tiempos; pero nada queda de ella en la actualidad.
No había nubes, gozamos de un soleado cielo primaveral, y avanzamos sobre vivificantes
ondulaciones de las aguas, sin aquellas terribles oscilaciones que tanto me oprimieron a bordo
del Princesa de Fátima. Yo iba sentado en la proa, contemplando el ondulado verdor del parque
a un lado del canal y las ruinas del viejo Puerto al otro, mientras un anciano manejaba la caña
del timón y su delgado y bronceado nieto, de unos once años de edad, accionaba la vela.
Al dar la vuelta al promontorio, el anciano me dijo que por muy poco más me llevaría a
Arlington para que viera los restos de lo que supuestamente es la mayor construcción de la
antigüedad de esta nación. Rechacé la oferta, determinado a reservar esa experiencia para
otro momento, y desembarcamos en una parte de la antigua albardilla de cemento que
permanecía intacta.
Vestigios de viejas carreteras se extendían paralelos a ambas orillas, pero decidí evitarlos,
y avancé por el centro, manteniéndome en el terreno más elevado posible. En otros tiempos,
no hay duda, toda esta zona estuvo dedicada al esparcimiento. Poca cosa queda, empero, de
las glorietas y estatuas de que estaba salpicado cl terreno. Hay algunos montículos,
desgastados, que probablemente fueron acumulaciones rocosas pero que ahora están
cubiertos de tierra, y numerosas charcas de agua estancada. En infinidad de lugares vi los
escondrijos de las famosas ratas gigantes norteamericanas, mas nunca a los animales. A
juzgar por los agujeros, el tamaño de las ratas no es una exageración; yo habría podido pasar
con facilidad por varios de ellos.
Los perros salvajes, contra los que me habían prevenido el gerente de] hotel y el viejo
barquero, empezaron a seguirme cuando había recorrido un kilómetro hacia el norte. Tienen
poco pelo y abundantes y características manchas negras y marrones moteadas de blanco.
Opino que su peso medio debe ser de veinticinco kilos. Con las orejas tiesas, y con sus vivaces

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 63


e inteligentes caras, no parecen particularmente peligrosos. Pero no tardé en darme cuenta de
que, fuera por el camino que fuera, los perros que me seguían se acercaban cada vez más. Me
senté en una piedra, de espaldas a un estanque, y tomé diversos apuntes de los animales
antes de decidirme a probar la pistola. Los perros no intuyeron el peligro, por lo que pude
apuntar cómodamente el láser rojo al pecho de un ejemplar de gran tamaño antes de apretar el
botón que producía un impulso altamente energético.
Después, durante largo rato, oí a mi espalda el melancólico aullido de estos perros. Quizá
se lamentaban de la caída de su líder. Por dos veces me topé con oxidadas máquinas que tal
vez habían sido usadas para llevar a los inválidos por los jardines cuando hacía un tiempo tan
magnifico como el que yo mismo he experimentado hoy. El tío Mirza opina que soy un buen
colorista, mas he abandonado la esperanza de poder igualar los matices negros perturbados
por verdes con que el declinante sol teñía el parque.
No encontré a nadie hasta que casi había llegado a los pilares del abandonado puente
ferroviario. Entonces cuatro o cinco norteamericanos que fingían pedir limosna me rodearon.
Los perros, que a mi entender se alimentan fundamentalmente con los desperdicios que
arrastra el río, fueron más honestos en sus intenciones y se mostraron más pulcros. Si estos
individuos se hubieran asemejado a las tristes criaturas que encontré en la Ciudad Silenciosa,
les habría echado algunas monedas. Pero se trataba de hombres y mujeres relativamente
fuertes y sanos, capaces de trabajar, y que en vez de eso preferían robar. Les expliqué que me
había visto obligado a matar a un compañero de ellos (sin mencionar que era un perro) que me
había asaltado. Y les pregunté dónde podía informar del hecho a la policía. Se echaron atrás al
oír esto y me permitieron llegar tranquilamente al extremo norte del canal, no sin un millar de
salvajes miradas. He vuelto aquí sin más incidentes, fatigado y bastante satisfecho de mi
jornada.

¡He comido uno de los huevos! Confieso que me resultó difícil dar el primer bocado. Pero
disciplinar mi resolución fue como forzar una pared de vidrio: la resistencia se quebró de
repente, cogí el huevo, y lo engullí en pocos mordiscos. Era agudamente dulce, mas no había
otro sabor. Veremos qué ocurre. Esto es muchísimo más atemorizante que el parque.
No sucedió nada, así que salí a cenar. Estaba anocheciendo, y el ambiente de carnaval de
las calles era más marcado que nunca: luces de colores en todas las tiendas y música en las
terrazas, donde los nativos más acaudalados poseían jardines privados. He hecho en el hotel
la mayoría de mis comidas, pero me habían informado de que existe un «buen» restaurante de
estilo norteamericano no muy lejos hacia el sur, en Maine Street.
Era tal como lo habían descrito: gente sentada en bancos forrados en reservados. La parte
superior de las mesas es de una sustancia similar a piedra labrada, grasienta y de grano fino.
Parecían muy antiguas. Pedí la cena número uno: sopa de pescado de un color amarillento
acompañada con el espeso pan norteamericano, seguida de un bocadillo de carne picada y
legumbres crudas aderezadas con salsa de tomate y servidas en un panecillo blando e
impregnado de aceite. Para ser sincero, no me gustó la cena; pero creo que es mi obligación
probar la comida típica en mayor medida que hasta la fecha.
Estoy muy tentado a terminar aquí el relato del día, y de hecho ya había dejado el bolígrafo
sobre la mesa después de escribir tanto, y estaba dispuesto a irme a la cama. Sin embargo,
¿puede ser bueno un relato deshonesto? No permitiré que alguien lo vea, me limitaré a
guardarlo para releerlo cuando llegue a casa.
Al salir del restaurante y volver al hotel pasé junto al teatro. El pensamiento de volver a ver
a Ellen fue irresistible. Pagué la localidad y entré. Hasta ocupar el asiento no me di cuenta de
que el programa había cambiado.
La nueva obra era Mary Rose. Yo la había visto representada por una compañía inglesa
hacía varios años, con gran autenticidad. Y me sorprendió que (como la misma Mary) hubiera
sobrevivido tanto a su época. La producción norteamericana tenía tanta falta de autenticidad
como corrección la inglesa. Por dicha razón, conservaba (o quizá debería decir había
adquirido) enorme interés.
Los norteamericanos son supersticiosos en cuanto al interior de su nación, no respecto a
sus costas, y por eso la isla de Mary Rose está trasladada a uno de los grandes lagos
centrales. El montañés, Cameron, es consecuentemente canadiense, interpretado por el actor
que desempeñaba el papel de ayudante del general Powers. Los Spelding se han transformado

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 64


en los Moreland, y los Moreland se han convertido en estadounidenses. Kreton es Harry, el
soldado al que hieren lanzándole un cuchillo. Y mi Ellen es Mary Rose.
El papel le va tan bien que creo que la obra ha sido elegida como vehículo para ella. Su
estatura realza la inmadurez artificial del personaje, y su esbeltez, y la vulnerabilidad de su
pálido cutis, nos indicaría, creo, en caso de que no lo hiciera la obra, que ella era una víctima
inconsciente. Más importante que estos detalles es la alocada e inocente atracción por lo
sobrenatural, que ella hace resaltar a la perfección. Esa característica, por sí sola, es la que
nos hizo creer la noche anterior (así lo entiendo ahora) que la nave espacial de Kreton podía
aterrizar en los rosales de los Spelding: él había sido atraído por Ellen, pese a no haberla visto
nunca. Y en esta obra hace que las desapariciones y reapariciones de Mary Rose resulten
verosímiles e incluso adecuadas. Es tan posible que espíritus invisibles anhelen a Mary Rose
como que ese teniente Blake (John Randolf en la obra anterior) la ame.
Francamente más posible. Y en cuanto comprendí esto, todo el misterio de Mary Rose (que
fue inmediatamente inexplicable y banal cuando vi la obra bien interpretada en Teherán) se
reveló ante mí. Nosotros, el público, somos los espíritus envidiosos y ávidos. Si los Moreland
no advierten que una pared de un confortable salón no es más que un mar de oscuros rostros,
si Cameron no repara en que nosotros somos el telón de fondo de su isla, la culpa es de ellos.
En consecuencia, por derecho, Mary Rose debía venir con nosotros al desaparecer. Al final del
segundo acto empecé a buscarla, y al principio del tercero la encontré, silenciosa e inadvertida,
de pie detrás de la última fila de butacas. Yo me encontraba a solo cuarto filas del escenario,
pero abandoné mi asiento del modo más discreto posible y avancé por el pasillo hacia la actriz.
Demasiado tarde. Antes de recorrer la mitad de la distancia, Mary Rose tuvo que hacer su
entrada al final de la escena. Observé el resto de la obra desde el fondo del teatro, pero ella no
regreso.
La misma noche. Tengo muchísimos problemas para dormir, aunque durante mi estancia
en el barco dormía nueve horas todas las noches, y caía dormido en cuanto mi cabeza tocaba
la almohada.
La verdad es que esta noche, mientras yacía en la cama, recordé la observación del viejo
encargado del museo en cuanto a que todas las actrices eran prostitutas. Si ello es cierto y no
simplemente una expresión de odio hacia las personas más jóvenes con cuerpos que aún son
atractivos, entonces he sido un necio por gimotear al pensar en Mary Rose y Ellen, siendo así
que podía haber conseguido a la misma chica.
Se llama Ardis Dahl. Acabo de mirarlo en el programa del teatro. Voy a ir al despacho del
gerente para consultar la guía telefónica.
Escribo antes del desayuno. Ayer por la noche encontré cerrado con llave el despacho del
gerente. Eran más de las dos de la madrugada. Apoyé el hombro en la puerta y la abrí con
relativa facilidad. (La cerradura no encajaba en metal como es costumbre en casa; solo había
un agujero, una muesca en el marco). La guía relacionaba varias Dahl en la ciudad, pero
puesto que estaba casi ocho años anticuada no me inspiró excesiva confianza. Reflexioné,
empero, que en un lugar tan apartado como este no era probable que la gente se trasladara
tanto como nosotros nos trasladamos en casa, y que si la guía no tenía utilidad, el gerente no
la conservaría. Así pues seleccioné el apellido Dahl que, por su dirección, parecía estar más
cerca del teatro, y me puse en camino.
Las calles estaban completamente vacías. Recuerdo haber pensado que yo hacía lo que
previamente me había atemorizado tanto hacer, ya que lo que había leído de la ciudad me
había asustado. Qué ridículo es suponer que los ladrones están acechando cuando no hay un
solo individuo por la calle. ¿Qué iban a hacer, permanecer horas y horas en las solitarias
esquinas?
La luna llena estaba en lo alto, en el cielo meridional, inundando la calle con el blanco y
suavemente brillante flujo de su luz. De no haber sido por el notable olor a suciedad
característico de las zonas residenciales norteamericanas, habría pensado que caminaba en
una ilustración de cierto libro antiguo sobre relatos fantásticos, o que era un actor en una
pantomima para niños, tan fascinado por el escenario que ha olvidado al auditorio.
(Después de escribir esto —que, para ser sincero, no pensé en el momento mismo, sino
únicamente ahora, sentado ante mi mesa— me doy cuenta de que en realidad algo así debe
sucederle a la joven norteamericana a la que acostumbro a llamar Ellen y a la que tendré que

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 65


habituarme a llamar Ardis. Ella no podría actuar así de no ser porque en algún rincón de su
mente el escenario se ha transformado en realidad.)
Las sombras que surgían de mis pies tenían un siglo de antigüedad y seguían fielmente los
cursos que habían decidido mucho antes de que Nueva Tabriz adornara la faz lunar con su
zafiro Enmarañado en mis pensamientos de ella —¡mi Ellen, mi Mary Rose, mi Ardis!— y en la
magia de esa pálida luz que gobierna todas las mareas, me elevé hasta un punto tal que soy
incapaz de describirlo.
Entonces se apoderó de mí la idea de que cualquier cosa que sintiera podía no ser más
que el efecto de la droga.
Súbitamente, igual que alguien que cae de una torre y se aferra hasta a los jirones de
niebla, me esforcé en volver a la realidad. Mordí la parte interna de mis mejillas hasta que la
sangre llenó mi boca, y golpeé con el puño la insensible pared del edificio más próximo. El
dolor me calmó al momento. Permanecí junto al bordillo de la acera durante un cuarto de hora
o más, escupiendo en la cloaca e intentando limpiar y vendar mis nudillos con tiras de ropa
arrancadas de mi pañuelo. Mil veces pensé en qué espectáculo iba a mostrar yo si en realidad
lograba ver a Ellen, y me tranquilicé con el pensamiento de que si ella era realmente una
prostituta, mi aspecto no le interesaría en absoluto: yo le ofrecería algunos riales más y todo
iría bien.
Pero lo cierto es que ese pensamiento no resultó muy tranquilizador. Incluso cuando una
mujer vende su cuerpo, un hombre se complace con la idea de que ella no estaría tan
dispuesta a hacerlo si él no fuera quien es. En el mismo momento en que mi baba
sanguinolenta caía a la calle, yo estaba felicitándome por el patente rostro varonil que tantas
mujeres habían admirado; y preguntándome cómo iba a excusarme si al besarla le manchaba
los labios de rojo.
Tal vez fue un tenue sonido lo que me hizo volver en mí. Tal vez fue la conciencia de que
me estaban observando. Saqué la pistola y me volví a uno y otro lado, mas no vi nada.
Pero la sensación persistía. Seguí andando. Y suponiendo que retuviera alguna percepción
de irrealidad, ya no era el júbilo sobrenatural que había experimentado antes. Al cabo de unos
pasos me detuve y presté atención. Un áspero sonido, matraqueos y arañazos, me había
seguido. El sonido cesó.
Me encontraba cerca de la dirección que había obtenido en la guía. Confieso que mi mente
estaba repleta de fantasías en las que la misma Ellen me rescataba, aunque en definitiva debía
estar más asustada que yo, pero que arriesgaba su encantadora vida para salvar la mía. Sin
embargo, yo sabía que esto último eran simples fantasías, y que el ser que me perseguía no
era una ilusión, aunque más de una vez pensé que quizá fuera cierto druj que se había vuelto
visible y palpable para mí.
Otra manzana, y llegué a la dirección que buscaba. El edificio no era distinto a los que
habla a ambos lados: construido con los restos de otros edificios todavía más antiguos, tenía
tres pisos y pesadas puertas, y prácticamente carecía de ventanas. En la planta baja había una
librería (a juzgar por un viejo letrero) con viviendas encima. Crucé la calle para ver mejor la
casa, y me quedé in. móvil, envuelto de nuevo en mis sueños, mirando fijamente la solitaria
línea de luz amarilla que asomaba entre los postigos de una ventana con gablete.
Mientras contemplaba la luz, fue aumentando la sensación de que estaba siendo
observado. El tiempo fue pasando, deslizándose por la cintura del gran reloj de arena del
universo igual que el erosionado suelo de este continente se desliza por los ríos hasta los
océanos. Finalmente mi temor y mi deseo —deseo por Ellen, temor de lo que estaba
mirándome con invisibles ojos— me llevó a la puerta de la casa. Golpeé la madera con la
culata de mi pistola, aunque sabia lo improbable que era que un norteamericano respondiera a
una llamada a tales horas de las noche, y después de haber golpeado varias veces, oí lentos
pasos en el interior.
La puerta chirrié al abrirse hasta que una cadena le impidió seguir moviéndose. Vi a un
hombre de cabello gris, completamente Vestido, que sostenía un anticuado rifle de cañón largo.
Detrás de él, una mujer mantenía en alto un trozo de vela, humeante, para poder ver, Y aunque
ella era notablemente más madura que Ellen, y además estaba marcada por las deformidades
que tanto abundan aquí, poseía cierta belleza y nobleza en sus facciones, cosa que me
recordó la derrumbada estatua que se rumorea subsiste en una isla más al norte, y que yo he
visto en fotografías.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 66


Expliqué al hombre que yo era un viajero —¡muy cierto!— y que acababa de llegar en un
barco procedente de Arlington; que no tenía lugar donde alojarme, y que por ello había
caminado por la ciudad hasta ver la luz que había en su ventana. Pagaría, dije, un rial de plata
si me ofrecían una cama para pasar la noche y un desayuno por la mañana, y les enseñé la
moneda. Mi plan era ser huésped de la casa para poder descubrir si Ellen la habitaba. En caso
afirmativo, habría sido muy fácil prolongar mi estancia.
La mujer quiso susurrar algo al oído de su marido pero él no le hizo caso, aparte de hacer
gesto de nerviosa irritación.
—No me arriesgaré a dejar entrar a un extraño. —Para estar en consonancia con su tono,
yo debía ser un león, y su rifle la silla de un domador—. No cuando aquí solo estamos mi
esposa y yo.
—Entiendo —le contesté—. Comprendo perfectamente su posición.
—Puede probar en la casa de la esquina —dijo mientras cerraba la puerta—, pero no diga
que le envía Dahl.
Escuché el ruido de la pesada barra al ajustarse después de la palabra final. Di media
vuelta.., y entonces, gracias a la misericordia de Alá, que es realmente compasivo, se me
ocurrió mirar por última vez la raya amarilla que había entre los postigos de la alta ventana. Un
parpadeo de luz escarlata todavía más alta llamó mi atención, quizá únicamente porque la luz
de la luna en su puesta bañaba el tejado bajo un ángulo distinto. Creo que la criatura que
vislumbré allí estaba aguardando a saltar sobre mí cuando nuestras miradas se encontraron.
Apenas tuve tiempo de levantar la pistola antes de que aquel ser me golpeara y tirara contra el
destrozado pavimento de la calle.
Creo que perdí el conocimiento durante un breve período. Si mi disparo no hubiera dado
muerte a la criatura mientras caía, yo no estaría sentado aquí esta mañana, escribiendo este
diario. Al cabo de medio minuto, más o menos, me recobré lo suficiente como para
desembarazarme de aquella carga, levantarme y frotar mis contusiones. Nadie había acudido
en mi ayuda, aunque tampoco una sola persona había salido de las casas circundantes para
matarme y robarme. Me encontraba tan a solas con la criatura que yacía muerta a mis pies
como cuando había estado contemplando la ventana de la vivienda de la que ese ser había
surgido.
Después de encontrar mi pistola y asegurarme de que seguía siendo útil, arrastré a la
criatura hasta una zona iluminada por la luna. Cuando la vislumbré en el tejado me pareció un
perro feroz, igual que el que había recibido mi disparo en el parque. Mientras estuvo muerta
ante mí, pensé que era un ser humano. A la luz de la luna comprobé que no era ni lo uno ni lo
otro, o que quizá era ambas cosas. Un hocico prominente. Y la parte del cráneo situada por
encima de los ojos, que los antropólogos aseguran es el distintivo de la humanidad y de la
facultad de hablar, tenía un desarrollo tan insuficiente que no parecía ser mayor de la que yo
había visto en un macaco. Pero brazos, hombros y pelvis.., incluso los mugrientos harapos de
ropa... todo indicaba humanidad. Era una hembra, con senos pequeños y aplastados aún
visibles a ambos lados del abrasado pecho.
Yo había leído algo sobre estos seres hacía diez años, en Misterios tras la puesta del sol
de Osman Aga. Mas resultaba muy distinto estar temblando en la desierta esquina de una calle
de la vieja capital y examinar en persona a la criatura. Según el relato de Osman Aga (que
nadie, creo, excepto algunas ancianas, ha creído), estos seres eran realmente seres
humanos... o al menos descendientes de seres humanos. Durante el siglo pasado, cuando rl
hambre se adueñó de la nación y el irreversible daño causado a las estructuras cromosómicas
de las personas fue patente, algunos individuos recurrieron a la carne humana como alimento.
No hay duda de que en un principio ese alimento fue obtenido de los cadáveres de los
hambrientos. Y no hay duda de que las personas que lo hicieron se felicitaron por haber
escapado así a los efectos de las enzimas que seguían empleándose para que los animales
que iban a ser sacrificados alcanzaran la madurez en cuestión de pocos meses. El detalle que
no tuvieron en cuenta es que los cadáveres de los seres humanos que comían habían
acumulado más cantidad de estas sustancias artificiales que la que se encontraba en la carne
del ganado de breve vida. De estos individuos, Según Misterios tras la puesta del sol, surgieron
las criaturas iguales que la que yo mate.
Pero nunca se ha dado crédito a Osman Aga. Por lo que yo se, se trata de un mero escritor
popular, que se ha hecho famoso glorificando las zonas turísticas del Mar Caspio (a cambio de

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 67


obtener hospedaje gratis) y complaciéndose en absurdas expediciones para engendrar nuevos
libros y dar publicidad a los que ya ha escrito (atravesando el desierto montado en un camello y
los Alpes en un elefante) y ninguna otra persona, que yo sepa, ha hablado de las criaturas de
este continente. Las ruinosas ciudades repletas de ratas y murciélagos rabiosos y las terribles
tormentas de arena del interior han colmado la paciencia de otros autores viajeros. Ahora me
arrepiento de no haberme procurado algo para cortar la cabeza de la criatura; estoy seguro de
que su cráneo habría sido de interés para la ciencia.
Nada más escribir el párrafo precedente me di cuenta de que aún tenía tina oportunidad de
hacer lo que no había hecho la última noche. Me dirigí a la cocina del hotel, y con un pequeño
soborno conseguí un largo y afilado cuchillo que oculté debajo de mi chaqueta.
Aún era muy temprano cuando recorrí las calles, y durante algunos minutos tuve grandes
esperanzas de que el cadáver siguiera en el mismo sitio. Pero me esforcé inútilmente. Había
desaparecido, y no quedaba rastro de su presencia: ni una gota de sangre, ni una sola señal
del rayo de mi pistola en la pared de la casa. Rebusqué en callejones y basuras. Nada.
Finalmente regresé al hotel para desayunar, y ahora (a media mañana) acabo de volver a mi
habitación para planear mi jornada.
Muy bien. Ayer por la noche no logré encontrar a Ellen. Hoy no fallaré. Compraré otra
entrada para el teatro, y esta noche no ocuparé mi butaca, sino que aguardaré detrás de la
última fila, donde la vi a ella. Si se acerca al final del segundo acto tal como hizo la última
noche, yo estaré allí para felicitarla por su actuación y hacerle algún obsequio. Si no viene, me
dirigiré a los camerinos. Por lo que sé de estos norteamericanos, un cuarto de rial me llevará a
cualquier parte, aunque no me importará perder varios dientes si es preciso.
¡Qué criaturas tan absurdas somos! Acabo de volver a leer lo que escribí esta mañana, y
habría sido lo mismo que escribir acerca de las especulaciones filosóficas del Congreso de las
Aves o de los asuntos de los demonios de Don Daniel, o de cualquier tema del que ni yo ni
nadie sabe o puede saber una sola cosa. ¡Oh, Libro! Tú que sabes lo que yo supuse que
ocurriría, sabrás ahora lo que en realidad sucedió.
Salí tal como había planeado para comprar un regalo para Ellen. Siguiendo el consejo del
gerente del hotel, recorrí Maine Street hacia el norte hasta llegar a la gran avenida que discurre
cerca del obelisco. Alrededor de la base de este monumento, todavía impresionante, se celebra
una feria perpetua en la que los comerciantes usan como mesas los bloques de piedra caídos
de la parte superior de la estructura. Lo que queda del fuste de la columna tiene aún, diría yo,
más de un centenar de metros. Pero se dice que anteriormente tuvo tres o cuatro veces más
altura. Buena parte del material caldo ha sido recogido y transportado en carros para construir
viviendas.
Los precios de este país no parecen tener lógica ninguna con la excepción de la regla
general: los productos alimenticios son baratos y la maquinaria de importación (cámaras y
cosas por el estilo) es cara. Los tejidos son costosos, lo que explica sin ninguna duda por qué
tanta gente viste andrajos que remienda y tiñe intentando que parezcan nuevos. Ciertos
artículos de joyería son bastante razonables; Otros se venden a precios mucho más altos que
en Teherán. Anillos de plata u oro blanco, por lo general con un solitario y modesto diamante,
pueden adquirirse en tal cantidad y a un precio tan bajo que estuve tentado a comprar algunos
para llevarlos a mi país a manera de inversión. Sin embargo, vi brazaletes que en casa se
habrían vendido a medio rial, como mucho, y por los que el vendedor pedía diez veces más.
Había numerosas e interesantes antigüedades, todas ellas supuestamente extraídas de entre
las ruinas de las ciudades del interior a costa de la vida de alguna persona. Tras hablar de
estos artículos con cinco o seis vendedores, pude creer que sabía cómo se había despoblado
el país.
Después de un buen rato de agradables y verbosas compras, en las que apenas gasté
dinero, elegí un brazalete hecho con viejas monedas (muchas de ellas de plata) como regalo
para Ellen. Razoné que a las mujeres siempre les gustan las joyas, que en ejemplar tan vistoso
sería útil para una actriz al interpretar cierto papel, y que las monedas debían poseer un buen
valor intrínseco. No sé si le gustaría o no, si es que llega a recibirlo; aún está en el bolsillo de
mi chaqueta.
Cuando la sombra del obelisco aumentó en longitud, regresé al hotel, disfruté de una
excelente comida a base de cordero y arroz, y me retiré a mi habitación dispuesto a asearme
para la noche. Los cinco huevos de dulce que quedaban me observaban desde encima del

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 68


tocador. Recordé mi decisión, y cogí uno. De repente me estremeció el convencimiento de que
el demonio que creía haber matado la noche anterior no era más que un fantasma engendrado
por la acción de la droga.
¿Y si habla disparado mi pistola al aire, al vacío? Un pensamiento aparentemente terrible..,
y en realidad así me lo sigue pareciendo Una idea peor es que la droga pudo hacer
efectivamente visible (algunas personas afirman que ese era el propósito de los preparados
antiguos) a un ser real si bien espiritual. Numerosas muertes y enfermedades repentinas
tendrían explicación si CSQ5 seres merodearan realmente por lo que consideramos son
habitaciones y tejados desocupados, y por las desiertas calles nocturnas. Y quizá explicarían
también los súbitos empeoramientos que observamos en otras personas y que otras personas
observan en nosotros, e incluso el nacimiento de hombres diabólicos. Esta mañana llamé druj a
esta criatura; tal vez sea cierto.
Pero si la droga estaba en el huevo que comí ayer por la noche, entonces el huevo que
tenía en las manos era inofensivo. Concentrándome en ese pensamiento, me forcé a comerlo
por completo, y después me tendí en la cama para esperar.
Dormí y soñé durante un período muy breve. Ellen se inclinaba hacia mí, me acariciaba con
una suave mano de largos dedos. Solo un instante, pero el tiempo suficiente como para
hacerme confiar en que los sueños son profecías.
En caso de que la droga hubiera estado en el huevo que consumí, ese sueño había sido su
único resultado. Me levanté, me lavé y me cambié de ropa, rociando generosamente mi camisa
limpia con nuestra agua de rosas Pamir, que los norteamericanos, por lo que he observado,
tienen en gran estima. Tras asegurarme de que la entrada y la pistola estaban en su sitio, salí
hacia el teatro.
La obra seguía siendo Mary Rose. Entré con retraso a propósito (después de que Harry y
la señora Otery hubieran conversado durante varios minutos) y me quedé detrás de la última
fila como si mi cortesía me impidiera molestar al público ocupando mi asiento. La señora Otcry
hizo su salida; Harry sacó el cuchillo de la madera del cajón y volvió a lanzarlo, y cuando las
nebulosidades del pasado terminaron su tránsito por el escenario, Harry había desaparecido y
Moreland y el pastor charlaban al son de las agujas de hacer calceta de la esposa del primero.
Mary Rose no tardaría en aparecer en escena. Mi esperanza de que ella saliera a contemplar
la escena inicial se había esfumado. Tenía que esperar a que desapareciera al final del
segundo acto para poder verla.
Estaba buscando una butaca libre cuando me di cuenta de que alguien estaba de pie a mi
lado. En la penumbra no distinguí nada aparte de que aquel hombre era más bien delgado, y
algunos centímetros más bajo que yo.
Al no encontrar asiento, retrocedí algunos pasos. El recién llegado tocó mi brazo y me
preguntó, en un susurro, si podía darle fuego. Yo ya sabia que aquí era costumbre fumar en los
teatros, y había cedido al hábito de llevar cerillas encima para encender las velas de mi
habitación. El resplandor de la llama reveló los ojillos y los abultados pómulos de Harry o, como
yo prefería imaginarle, Kreton. Ligeramente desconcertado, murmuré una insulsa observación
acerca de su forma de actuar.
—¿Le ha gustado? Es el más insignificante de los papeles. Alzo el telón para iniciar el
espectáculo, después lo bajo para indicar a todo el mundo que es hora de volver a casa.
Varios miembros del auditorio estaban mirándonos con aire de enojo, por lo que nos
retiramos a un punto del pasillo que, al menos legítimamente, se hallaba en el vestíbulo, y allí
le dije que también le había visto actuar en Visita a un pequeño planeta.
—Aquella sí que era una obra. El personaje, estoy seguro de que usted lo apreciaría, era
bueno y malo a la vez. Benigno, malévolo, diabólico...
—Usted lo representó maravillosamente bien, creo.
—Gracias. Este fracaso de ahora... ¿Sabe cuántos papeles tiene?
—Bien, está el de usted, el de la señora Otery, el del señor Amy...
—No, no. —Me tocó el brazo para hacerme callar—. Me refiero a papeles, personajes que
requieren una auténtica actuación. Hay uno: el de la chica. Ella consigue saltar por el escenario
como una joven de dieciocho años cuyo cerebro se atrofió a los diez. Y casi la mitad de lo que
hace se pierde entre el público debido a que la gente no comprende cuál es el problema de ella
hasta que el primer acto está prácticamente acabado.
—Ella es maravillosa —dije—. Me refiero a la señorita Dahl.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 69


Kreton asintió y apuró su cigarrillo.
—Es una ingenua muy competente, aunque sería preferible que no fuera tan alta.
—¿Cree que hay alguna posibilidad de que ella venga allí, igual que usted?
—Ah —dijo él, y me miró de arriba abajo.
Durante un momento habría podido jurar que la facultad telepática de que Kreton alardeaba
en Visita a un pequeño planeta no era ficticia. No obstante, repetí mi pregunta.
—¿Es probable, o no?
—No hay motivo para enfadarse... No, no es probable. ¿Le basta eso como pago de su
cerilla?
—Ella desaparece al final del segundo acto y no vuelve a salir a escena hasta casi el final
del tercero.
—¿Ha leído la obra? —dijo Kreton, sonriente.
—Estuve aquí ayer por la noche. Ella ha de estar casi cuarenta minutos fuera del
escenario, incluyendo el intermedio.
—Exacto. Pero no vendrá aquí. Es cierto que lo hace de vez en cuando, igual que yo esta
noche, pero acabo de saber que tiene compañía entre bastidores.
—¿Puedo preguntar quién es esa compañía?
—Puede preguntarlo. Hasta es posible que yo le responda. Usted es musulmán, supongo...
¿Bebe alcohol?
—No soy un musulmán estricto. Pero no, no bebo alcohol. Aunque será un placer invitarle,
si desea tomar algo, y yo tomaré un Café mientras tanto.
Salimos por una puerta lateral y avanzamos a empujones entre el gentío de la calle. Un
tramo de estrechos y sucios escalones descendía de la acera hacia un bar que poseía todo el
ambiente de un club privado. Había una barra con una fotografía (muy ensombrecida por el
polvo y el humo) del reparto de una obra teatral que yo no reconocí, tres mesas y algunos
reservados. Kreton y yo nos metimos en uno de estos y pedimos las bebidas a un camarero
con una cabeza desfigurada. Supongo que me quedé mirándole, porque Kreton dijo:
—Me torcí el tobillo al salir de un platillo, y ahora soy un soldado convaleciente.
¿Deberíamos compensarle también? ¿No podemos decir simplemente que el alfarero se
enfurece a veces?
—¿El alfarero? —pregunté.
—«Nadie respondió; pero después del Silencio habló / una Vasija de más torpe Hechura: /
Porque estoy torcida de mí se burlan. / ¡Y bien! ¿Acaso la Mano del Alfarero tembló?»
Agité la cabeza.
—Nunca lo había oído. Pero tiene razón, parece como si la cabeza de ese hombre hubiera
sido modelada en arcilla, y que recibió un golpe cuando aún estaba húmeda.
—Estamos en la república de la fealdad, como sin duda alguna, usted ya ha comprobado.
Se supone que nuestro símbolo nacional es un águila extinta. Es la pesadilla, de hecho.
—Me parece una nación muy hermosa —dije—. Aunque confieso que muchos habitantes
tienen un aspecto desagradable. Pero existen las ruinas, y en mi patria jamás he visto estos
cielos.
—Nuestras chimeneas están llenas de viento desde hace muchísimos años.
—Eso tal vez sea un bien. Un ciclo azul es mejor que la mayoría de cosas que se hacen en
las fábricas.
—Y no todos los habitantes tienen un aspecto desagradable —murmuró Kreton.
—¡Oh, no! La señorita Dahl...
—Estaba pensando en ella.
Comprendí que Kreyton estaba azuzándome, pero cambié de conversación.
—No, usted no es feo... de hecho, yo diría que es apuesto de un modo exótico. Por
desgracia, mis gustos tienden más hacia la señorita Dahl.
—Llámela Ardis, a ella no le importará.
El camarero trajo un vaso con un licor verde para Kreton y una taza de café, el flojo y
amargo café norteamericano, para mí.
—Iba usted a decirme a quién está agasajando ella.
—Entre bastidores. —Kreton sonrió—. Estaba pensando en eso... He usado la frase miles
de veces, como supongo hace todo el mundo. Esta vez es literalmente correcta, y su
nacimiento queda repentinamente claro, como el de Edipo. No, no creo que prometiera

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 70


contestarle esa pregunta... aunque supongo que dije que tal vez lo haría. ¿No hay otras cosas
que le interese realmente conocer? ¿El refugio secreto de Monte Rushmore, o cómo conocerla
personalmente?
—Le daré veinte riales si me la presenta, con cierta seguridad de que la presentación sirva
para algo. Nadie debe saberlo.
Kreton se echó a reír.
—Créame, es más probable que yo alardee de mi beneficio que no que lo mantenga en
secreto... aunque posiblemente tendré que dividir mis honorarios con la dama para satisfacer la
garantía.
—Así pues, ¿lo hará?
Agité la cabeza, riéndose todavía.
—Solo aparento ser corrupto. Va bien con esta cara. Venga a los camerinos después de la
función de esta noche, y me preocuparé de que conozca a Ardis. Usted es muy rico, supongo,
y si no lo es, de todos modos diremos que lo es. ¿Qué está haciendo aquí?
—Estudiar el arte y la arquitectura norteamericana.
—Gozará de gran reputación en su patria, sin duda.
—Soy discípulo de Akhon Mirza Ahmak. El es muy famoso, no hay duda. Incluso estuvo
aquí hace treinta años, para examinar las miniaturas de la Galería Nacional de Arte.
—Discípulo de Akhon Mirza Ahmak, discípulo de Akhon Mirza Ahmak... —murmuró Kreton
—. Eso es fantástico.., debo recordarlo. Pero ahora... —miró el viejo reloj que había detrás de
la barra— es hora de volver. Tengo que retocar mi maquillaje antes de salir en el último acto.
¿Prefiere esperar en el teatro, o simplemente presentarse en la entrada de artistas cuando
termine la representación? Le daré un documento que le permitirá entrar.
—Aguardaré en el teatro —dije, creyendo que así estaría menos expuesto a un
contratiempo y, además, porque deseaba volver a ver a Ellen en el papel de espíritu.
—En ese caso, acompáñeme. Tengo una llave de esa puerta lateral.
Me levanté para acompañarle y él pasó su brazo por encima de mi hombro, de tal modo
que me pareció descortés apartarlo. Noté su mano, tan fría como la de un muerto, a través de
la chaqueta, y tuve el desagradable recuerdo de las retorcidas manos del pordiosero de la
Ciudad Silenciosa.
Estábamos subiendo los estrechos escalones cuando noté un suave movimiento debajo de
mi chaqueta. Mi primer pensamiento fue que Kreton había visto el perfil de mi pistola y
pretendía cogerla para dispararme. Aferré su muñeca y grité algo, no sé el qué. Entrelazados, y
luchando, subimos tambaleantemente las escaleras y llegamos a la acera.
Al cabo de unos instantes estuvimos en el centro de una multitud. Algunos individuos
estaban de parte de Kreton, otros de la mía, pero la mayoría nos incitaban a pelear o se
interrogaban sobre el porqué del alboroto. El cuaderno de bocetos que llevaba en el bolsillo, y
que Kreton debió pensar que contenía dinero, cayó al suelo entre los dos. En ese instante llegó
la policía norteamericana, no por aire como la policía de nuestra patria, sino montando peludos
y corpulentos caballos, y agitando látigos. La muchedumbre se dispersó con los primeros
restallidos, y la policía tardó unos segundos en dejar inconsciente a Kreton. Incluso en ese
instante no pude menos que pensar lo terrible que era ser una de estas personas, cuya policía
se decide rápidamente por un extranjero de próspero aspecto enfrentado a uno de sus
ciudadanos.
Me preguntaron qué había ocurrido (el que me interrogó hasta desmontó para mostrarme
su respeto) y yo expliqué que Kreton había intentado robarme, pero que no deseaba que le
castigaran. La verdad es que verle tendido, inconsciente y con el rostro en una haga había
acabado con todos mis resentimientos. Por compasión, le habría dado gustosamente los pocos
riales que llevaba. Me dijeron que si él había intentado robarme debía hacerse una acusación
formal, y que si yo no quería hacer los cargos, los harían ellos mismos.
Entonces expliqué que Kreton era mi amigo y que, pensándolo bien, estaba convencido de
que su intento de robo había sido una travesura. (Al mantener esta postura me encontré en la
situación notablemente desventajosa de no conocer el nombre real del actor, que yo había
leído en el programa y olvidado después, por lo que me vi obligado a referirme a él como «este
pobre hombre».)
—No podemos dejarle en la calle —dijo finalmente el agente—, así que tendremos que
llevárnoslo. Pero si no hay denuncia...

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 71


En ese momento comprendí que los policías temían la reacción de sus superiores si
llegaba a saberse que habían golpeado y dejado inconsciente a un hombre sin que se hubieran
presentado cargos contra él. Y cuando me di cuenta de que si yo no hacía la denuncia, la que
presentarían los agentes sería mucho más grave (asalto y agresión, o intento de asesinato),
convine en hacer lo que ellos deseaban, y firmé un impreso alegando el robo de mi cuaderno
de bocetos.
En cuanto la policía se fue, llevando al infortunado Kreton sobre la silla de un caballo,
intenté volver a entrar en el teatro. La puerta lateral por la que habíamos salido estaba cerrada
con llave, y aunque yo habría pagado muy gustoso el precio de Otra entrada, la taquilla estaba
cerrada. Al ver que ya no podía hacer nada, regresé al hotel, diciéndome que mi presentación a
Ellen, si es que llegaba a producirse, debería esperar otro día.
Es muy cierto que caminamos por sendas que siempre se tuercen. Al llenar estas páginas
he logrado reprimir mi entusiasmo, aunque al describir mi espera detrás de la última fila del
teatro, y de nuevo al narrar la promesa de Kreton en cuanto a que me presentaría a Ardis, me
vi obligado a dejar el bolígrafo varios minutos seguidos y pasear por la habitación, cantando y
silbando y, para decirlo todo, ¡brincando encima de las camas! Pero ahora ya no puedo seguir
ocultándolo. ¡He visto a Ehlen! He tocado su mano. Y volveré a verla mañana, ¡y existen todas
las posibilidades de que se convierta en mi amante!
Acababa de desnudarme y tumbarme en la cama (pensando poner el día del diario por la
mañana), e incluso había empezado ya a adormecerme, cuando escuché un golpe en la
puerta. Me puse la bata y abrí el pestillo.
Fue la única vez en mi vida en que, durante un instante, he pensado estar soñando,
durmiendo, cuando en realidad estaba levantado y despierto.
Qué inadecuado es escribir que ella es más bella en persona que en el escenario. Es
cierto, y no obstante se trata del colmo de la improcedencia. He conocido mujeres más
hermosas, y en realidad Yasmin es una de estas, supongo, de acuerdo con los criterios
artísticos formales; es más encantadora. No es su belleza lo que me atrae hacia ella, sino.., el
cabello que parecía oro, la traslúcida piel que aún mostraba vestigios del maquillaje azulado
que se había puesto en su papel de espíritu, los rutilantes ojos tan parecidos a los puros y
despejados cielos norteamericanos. Es algo más profundo todavía, algo que permanecería si
todo Lo demás le fuera arrebatado de algún modo. No hay duda de que tiene hábitos que me
disgustarían en otra persona, además de esa vanidad que se opina es tan común en su
profesión, y pese a todo yo haría cualquier cosa por poseerla.
Ya es suficiente. ¿Qué es todo esto, sino vana jactancia, ahora que estoy a punto de
conquistarla?
Ellen estaba en la puerta. Me he esforzado en imaginar cómo podría expresar lo que sentí
entonces. Fue como si una espigada flor, tal vez una azucena, hubiera abandonado el jardín
para venir a llamar a mí puerta, algo que jamás había sucedido en la historia del mundo y que
nunca volverá a suceder.
—¿Nadan Jaffarzadeh?
Admití que lo era, y tímidamente, veinte segundos demasiado tarde, me aparté para que
ella pudiera pasar.
Entró, pero en vez de sentarse en la silla que yo le indicaba. Se volvió para mirarme con
unos ojos azules tan grandes como los huevos de colores de la cómoda, y rebosantes de una
fundente esperanza.
—Entonces, ¿es usted el hombre al que Bobby O’Keene ha intentado robar esta noche?
Asentí.
—Le conozco... Es decir, conozco su cara. Esto es una locura. Vino a ver Visita con su
padre, la última noche, y luego estuvo en el estreno de Mary Rose, y se sentó en la tercera o
cuarta fila. Creía que era norteamericano, y cuando la policía me dio su nombre pensé en un
hombre educado, grasiento y gordo. ¿Por qué condenada razón quería robarle Bobby a usted
precisamente?
—Quizá necesitaba dinero.
Ardis echó hacia atrás la cabeza y se echó a reír. He oído su risa en Mary Rose, cuando
Simon pide su mano a su padre. Pero esa risa tenía un acento infantil que (si bien muy acorde
con el papel) hacia desmerecer la belleza de la protagonista. Esta nueva risa era el júbilo de las
huríes deslizándose por un arco iris.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 72


—Estoy segura de que lo necesitaba. Siempre necesita dinero. Pero, ¿está seguro de que
él pretendía robarle? Tal vez usted...
Ardis vio mi expresión y se interrumpió. La verdad es que me desilusionaba no poder
complacerla.
—Si desea que yo haya cometido un error, Ardis, entonces cometí un error. El solo tropezó
conmigo en las escaleras, tal vez, e intentó coger mi cuaderno de bocetos al ver que caía.
Ardis sonrió, y su rostro fue el sol sonriendo sobre rosas.
—¿Diría eso por mí? ¿Y sabe mi nombre?
—Gracias al programa. Fui a verla al teatro... y aquel hombre no era mi padre, del que me
apena decir que murió hace mucho tiempo, sino solo un anciano norteamericano, al que conocí
ese día.
—Le compró bocadillos en el primer entreacto. Les estuve mirando por la mirilla del telón.
Debe ser usted una persona muy atenta.
—¿Observa con tanta atención a todos los que van al teatro?
Ardis se sonrojó, y durante un instante fue incapaz de mirarme a la cara.
—Pero, ¿va a perdonar a Bobby? ¿Dirá a la policía que quiere que le dejen en libertad? A
usted debe gustarle el teatro, señor Jef... Jaff...
—Ya ha olvidado mi apellido. Es Jaffarzadeh, un apellido muy común en mi patria.
—No lo había olvidado.., solo había olvidado la pronunciación. Mire, cuando vine aquí
había aprendido su apellido sin conocerle, y por esto no tuve ningún problema. Ahora usted es
una persona real para mi y no puedo pronunciar ese apellido tal como debería hacer una actriz.
—Se dio cuenta por primera vez, al parecer, de que tenía una silla detrás, y se sentó. Yo tomé
asiento delante de ella.
—Me temo que sé pocas cosas sobre el teatro.
—Estarnos intentando que sobreviva, señor Jaffar, y...
—Jaffarzadeh. Llámeme Nadan.., así no tendrá que pronunciar tantas sílabas.
Puso mi mano entre las de ella, y yo sabía que el gesto estaba tan estudiado como una
zalema y que ella estaba jugando conmigo como si yo fuera un tonto, pero yo estaba fuera de
mi, sumamente complacido. ¡Ella estaba jugando conmigo! ¡Estaba allí, ansiosa de cultivar mi
amistad! Y sin embargo el tonto acabaría atrayéndola. ¡Simple cuestión de tiempo!
—Así lo haré —dijo—. Nadan. Y aunque sepa pocas cosas del teatro, sus sentimientos son
como los míos, corno los de todos, o no habría ido allí. Ha sido una lucha tan larga... La historia
de los escenarios es una lucha total, es como tener un niño guapísimo que nace al borde la
muerte. Los moralistas, la censura y la represión, la tecnología y ahora la pobreza... todas esas
cosas han intentado destruirlo. Solo nosotros, los actores y los espectadores, lo hemos
mantenido vivo. Nos ha ido bien en Washington, Nadan.
—Francamente bien —dije—. Las dos producciones que he visto eran excelentes.
—Pero únicamente en las dos últimas temporadas. La compañía estaba casi deshecha
cuando yo entré. La revivimos, Bobby, Paul y yo. Fuimos capaces de hacerlo porque nos
preocupaba, y porque pudimos encontrar algunas personas dotadas de talento natural para la
dirección. Bobby es el mejor... Puede triunfar con cualquier papel que requiera un toque
siniestro... —Ardis pareció quedarse sin aliento.
—No creo que haya problemas para lograr que le den la libertad.
—Gracias a Dios. Estamos poniendo en pie el teatro otra vez. Atraemos nuevos
espectadores, y hemos logrado una clientela fija, gente que acude a ver todas las obras.
Incluso disponemos por fin de algún dinero extra. Pero lo previsto es que Mary Rose dure Otras
dos semanas, y después haremos Fausto, con Bobby en el papel de Mefistófeles. No tenemos
a nadie que pueda ocupar su lugar, a nadie capaz de estar a su altura.
—Estoy seguro de que la policía lo soltará si yo lo solicito
—Deben soltarle. Contamos con él mañana por la noche. Bill, un actor al que usted no
conoce, intentó reemplazarle en el tercer acto esta noche. Simplemente atroz. Los iraníes son
muy educados. Eso es lo que he oído decir.
—Nos complace pensar que es así.
—Nosotros no somos así. Nunca lo hemos sido. Y...
Su voz se quebró, pero el giro de un esbelto brazo evocó todo: el agrietado enyesado de
las paredes se hizo aire, y la decadente ciudad, el arruinado continente, entró en la habitación
con nosotros.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 73


—Comprendo —dije.
—Ellos... nosotros fuimos traicionados. En nuestro interior nunca hemos estado seguros de
quién nos traicioné. Cuando creemos que nos engañan estamos dispuestos a matar. Y es
posible que siempre nos sintamos engañados.
Ardis se hundió en la silla y yo me di cuenta entonces, aunque debía haberlo comprendido
mucho antes, de lo agotada que estaba. Había actuado en una representación culminada por el
de sastre, después se había visto forzada a implorar mi nombre y dirección ante la policía, y
finalmente había llegado al hotel procedente de la comisaría, muy probablemente andando. Le
pregunté cuándo podría obtenerse la liberación de O’Keene.
—Podemos ir mañana por la mañana, si está dispuesto a hacerlo.
—¿Desea venir?
Ardis asintió, se alisó la falda y se levanté.
—Tendré que saber el resultado. Vendré a buscarle a las nueve, si no hay ningún
problema.
—Si quiere aguardar fuera mientras me visto, la llevaré a su casa.
—No es necesario.
—Solo tardaré un momento —dije.
Los azules ojos volvían a tener un rasgo de súplica.
—Tú vas a quedarte aquí conmigo: eso es lo que está usted pensando, lo sé. Tiene dos
camas, dos camas más limpias y grandes que la Única que yo tengo en mi pisito. Si le pidiera
que las juntara, ¿seguiría queriendo acompañarme a casa después?
Realmente era como un sueño, un sueño en que todo lo que yo deseaba —el cosmos
purificado— me era proporcionado.
—No tendría que marcharse, podría pasar la noche conmigo —propuse—. Luego
desayunaríamos juntos antes de ir a liberar a su amigo.
Ardis se echó a reír de nuevo, irguiendo su exquisita cabeza.
—En casa tengo cientos de cosas que necesito. ¿Cree que yo desayunaría en su
compañía sin mis cosméticos, y con esta ropa sucia?
—Entonces la llevaré a casa... Sí, aunque viva en Kasvin. O en monte Kaf.
—Vístase, entonces —dijo ella, sonriente—. Esperaré fuera, y le enseñaré mi piso. Tal vez
no quiera volver aquí después.
Salió, y sus zapatos norteamericanos de suela de madera resonaron en el desnudo suelo.
Me puse unos pantalones, una camisa y una chaqueta, y apreté los pies dentro de mis botas.
Cuando abrí la puerta Ardis había desaparecido. Corrí hacia la enrejada ventana del extremo
del corredor, y llegué a tiempo de verla esfumarse por una calle lateral. Un último revoloteo de
su falda en una racha de viento nocturno, y desapareció en la aterciopelada oscuridad.
Me quedé inmóvil durante largo rato, contemplando los ruinosos edificios. No estaba
enfadado, no creo que pueda enfadarme con ella. Me sentía contento, aunque ahora sea difícil
ser sincero. Contento no porque temiera el abrazo del amor (no dudo de mi capacidad para
satisfacer a cualquier mujer), sino porque un fácil intercambio —mi cooperación a cambio de su
persona— no habría satisfecho mi necesidad de romance, de cierto tipo de aventura en que
peligro y amor están entrelazados como serpientes unidas. Ardis, mi Ellen, me proporcionará
eso, seguramente, eso que ni Yasmin ni la ramera digna de compasión que era su doble
pudieron ofrecerme. Presiento que únicamente ahora está abriéndose el mundo para mí, que
estoy naciendo, que ese pasillo era el conducto del alumbramiento y que Ardis, al dejarme,
estaba atrayéndome hacia ella.
Al regresar a la puerta de mi habitación, reparé en un trozo de papel que había en el suelo.
Lo transcribo exactamente, pero no puedo transmitir su aroma de lilas.
Es usted un hombre muy atractivo y me gustaría exagerar las cosas y decirle que podrá
disponer de mí con toda libertad cuando Bobby esté libre pero que no me venderé, etc... En
realidad ¡Me vendería por Bobby, pero esta noche tengo cosas más importantes que hacer. Le
veré por la mañana, y si consigue sacar a Bobby, O simplemente se esfuerza en lograrlo,
tendrá (auténtico) amor de la desaparecida
Mary Rose.
Por la mañana. Me he despertado temprano y he desayunado en el hotel como de
costumbre, terminando alrededor de las ocho. Escribir esta nota me servirá para hacer algo
mientras espero a Ardis. Hoy he tenido un desayuno norteamericano, la primera vez que me

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 74


arriesgo a comerlo. Copos de cereales, dulces y tostados y remojados con leche,
acompañados de Strudei y el usual café norteamericano. Muchos nativos toman carne de
cerdo sazonada en una forma u otra, cosa que soy incapaz de probar. Pero algunas personas
que estaban cerca de mí habían pedido huevos y pan tostado, cosa que paladearé mañana.
Esta noche he tenido un sueño muy desagradable. Me he esforzado en olvidarlo desde que
he despertado. Había oscuridad y yo estaba con Ardis bajo un cielo despejado, andando sobre
un terreno más áspero que los que vi en el parque, en la orilla más alejada del canal. Una
espantosa criatura como la que yo había matado la penúltima noche nos perseguía. O mejor
dicho, nos acechaba, ya que primero apareció a nuestra izquierda, luego a nuestra derecha,
perfilada sobre el fondo del cielo nocturno. En cuanto la veíamos, Ardis aferraba mi brazo y me
instaba a disparar, pero el minúsculo indicador luminoso de mi pistola tenía un fulgor rojo
indicativo de que no quedaba carga suficiente para un disparo. Una tontería, por supuesto,
pero compraré un nuevo alimentador en cuanto tenga oportunidad de hacerlo.
Ultima hora de la tarde (son más de las seis), pero aún no hemos cenado. Acabo de salir
de la bañera y estoy desnudo, con el huevo de dulce correspondiente (incluso más rosado que
yo) puesto en la mesa junto a este diario. Ardis y yo hemos tenido un día lamentable y aburrido,
y he vuelto al hotel para ponerme presentable. Nos encontraremos a las siete para cenar. El
telón se levanta a las ocho, así que la cena no durará demasiado, pero iré al teatro y veré la
obra desde un lado del escenario, lo que me permitirá hablar con Ardis cuando no esté
actuando.
Acabo de comer un trozo de huevo. El sabor no tiene nada de anormal, nada que no sea
una desagradable dulzura. Cuanto mas reflexiono en ello, más inclinado estoy a creer que la
droga se hallaba en el primero que comí. No hay duda de que el monstruo que vi se ocultaba
en mi cerebro desde que leí Misterios, y la droga lo liberó. Sí, había manchas de sangre en mi
ropa (¡el asfódelo de peri!), pero esa sangre pudo haber surgido de mi mejilla que aún está
dolorida. He pasado por la experiencia, y lo único que me queda son dulces. Casi estoy tentado
a tirar los demás. Otro bocado.
Todavía veinte minutos antes de que deba vestirme e ir en busca de Ardis. Ella me indicó
dónde vive, a tan solo algunas puertas del teatro. Así pues, a trabajar.
Ardis llegó un poco tarde esta mañana, pero se presentó tal como había prometido. Le
pregunté adónde debíamos ir para conseguir la puesta en libertad de Kreton, y cuando ella me
lo explicó (un edificio que todavía sobrevive en el extremo oriental de la Ciudad Silenciosa)
alquilé una desvencijada calesa norteamericana para llegar hasta allí. Como la mayoría de
estos vehículos, era arrastrado por un caballo famélico. Pero corrimos a buena velocidad.
La policía norteamericana está organizada de acuerdo con un sistema muy peculiar. La
policía secreta nacional (Secciones Federadas de Investigación, oficialmente) se halla en
posición tutelar respecto al resto de secciones, estando autorizada para inspeccionar las
decisiones de estas, además de poder ascender, degradar, castigar y, como mayor
recompensa, aceptar personal de las otras organizaciones. Asimismo, mantienen una fuerza
uniformada. De tal modo que cuando un norteamericano es detenido por policía uniformada,
sus amistades raramente saben si ha sido arrestado por la policía local, por la fuerza
uniformada de las SF1 o por miembros de la policía secreta que se hacen pasar por agentes de
cualquiera de las otras secciones anteriores.
Puesto que yo desconocía totalmente estas distinciones, no tuve medio de saber cuál de
las tres secciones había detenido a O’Keene. Pero la policía local con que Ardis había estado
hablando la noche anterior había dado a entender que eran los responsables. Irdis me explicó
todas estas cosas mientras nuestro vehículo traqueteaba y antes de añadir que nos dirigíamos
al edificio de las SFI para obtener la puesta en libertad de su amigo. Mi aspecto de confusión
debió ser igual que el que tengo ahora, porque ella añadió que «parte del edificio es una
dependencia del Departamento de Policía de Washington; alquilan el lugar a las SFI».
Mi impresión personal (al llegar allí) fue que la policía local no había alquilado nada, que
todo el aparato no era ni más ni menos real que uno de los decorados del teatro de Ardis, y que
la totalidad de hombres y mujeres con los que hablamos eran en realidad agentes de la policía
secreta que ejercen diez veces la autoridad que simulan poseer y que ejecutan un solemne
ritual de impostura. Mientras Ardis y yo íbamos de oficina en oficina, explicando nuestra sencilla
diligencia, llegué a pensar que Ardis Pensaba igual que yo y que se había refrenado de
expresarme sus Sentimientos en la calesa no solo a causa del riesgo, el temor a que yo la

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 75


traicionara o a que el conductor fuera un espía, sino porque se avergonzaba de su nación y
deseaba que yo, un extranjero, tuviera la impresión de que su gobierno era menos engañoso y
tortuoso de lo que es en realidad.
Si ello es así (y en aquella pétrea conejera desprovista de ventanas yo estaba seguro de
que lo era) entonces la explicación que Ardis ofreció en la calesa, y que ya he ofrecido en el
lugar apropiado, diferenciando claramente entre policía local, policía uniformada de las SF1 y
policía secreta, no era más que una fábula infantil que ocultaba una realidad menos franca y
más retorcida.
Los que nos interrogaron se mostraron corteses conmigo, bastante menos con Ardis y, así
me lo pareció, estaban obsesionados con la idea de que había algo más oculto aparte del
simple incidente que describimos una y otra vez. Tanto es así que en realidad yo mismo
empecé a creerlo. Ni tengo tiempo ni paciencia suficientes para describir todas estas
conversaciones, pero intentaré dar una muestra de una de ellas.
Entramos en una oficina pequeña y sin ventanas, empotrada entre otras dos que parecían
vacías. Una norteamericana de edad madura se hallaba sentada detrás de un escritorio
metálico. Tenía un aspecto normal y razonablemente atractivo.., hasta que empezó a hablar. En
ese momento sus encías cubiertas de cicatrices revelaron que en otro tiempo había poseído el
doble o el triple del número normal de dientes (cuarenta o cincuenta, supongo, en ambas
mandíbulas) y que el cirujano dental que había extraído los dientes no había mostrado toda la
pericia de que era capaz a la hora de elegir las piezas que iba a dejar tal como estaban.
—¿Qué tal se está fuera? —preguntó ella—. ¿Qué tiempo hace? Lo desconozco,
compréndanlo, todo el día aquí sentada...
—Un tiempo muy agradable —dijo Ardis.
—¿Le gusta, hadji? ¿Está disfrutando de una placentera estancia en nuestro gran país?
—Creo que no ha llovido desde que estoy aquí.
La mujer policía pareció considerar mi observación como una acusación encubierta.
—Ha venido demasiado tarde para ver llover, me temo. Estamos en una zona muy fértil, no
obstante. Algunas de nuestras monedas más viejas muestran espigas de trigo. ¿Las ha visto?
—Deslizó una monedita de cobre sobre el escritorio y yo fingí examinarla. Hay algunas
similares en el brazalete que compré para Ardis y que aún no le he ofrecido—. Debo
presentarle excusas en nombre del Distrito por lo que le sucedió —prosiguió la mujer—.
Estamos efectuando el máximo esfuerzo para controlar el crimen ¿No ha sido víctima de otro
delito antes de este?
Negué con un movimiento de mi cabeza, casi asfixiado en aquella oficina falta de
ventilación, y respondí que no.
—Y ahora se encuentra aquí. —La agente revolvió los papeles que tenía en las manos y
luego simulé leer uno de ellos—. Se encuentra aquí para obtener la libertad del ladrón que le
asaltó. Un acto de magnanimidad realmente loable. ¿Me permite preguntarle por qué ha venido
en compañía de esta mujer? Al parecer no se la menciona en ninguno de estos informes.
Expliqué que Ardis era compañera de trabajo de O’Keene y que había intercedido por él.
—Entonces es usted, señorita Dahl, la que está realmente interesada en obtener la libertad
de este prisionero. ¿Es pariente de él?
Y así sucesivamente.
Al final de todas las entrevistas se nos decía que el asunto estaba fuera del alcance de la
persona con la que acabábamos de pasar media hora o una hora entera hablando, o que era
necesario obtener permiso de otra persona, o que había que efectuar una nueva declaración.
Hacia las dos de la tarde nos enviaron al otro lado del río, hacia una jurisdicción que según mi
guía del viajero era totalmente distinta, para visitar una instalación penal. Ahí nos vimos
obligados a buscar a Kreton entre cerca de quinientos miserables prisioneros malolientes y
llenos de piojos. Al no encontrarle, regresamos al edificio de las SFI, pasando junto a la medio
derribada y sin embargo todavía cavilante figura llamada el Hombre Sentado, y junto a las
ruinas y mendigos de la Ciudad Silenciosa, para pasar por otra ronda de interrogatorios. A las
cinco, cuando se nos indicó que partiéramos, ambos estábamos exhaustos, aunque Ardis
parecía sorprendentemente esperanzada. Al dejarla junto a la puerta de su edificio hace pocos
minutos, le pregunté qué iban a hacer sin Kreton.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 76


—Sin Harry, querrás decir —contestó, sonriente—. Haremos todo lo que podamos,
supongo, si es preciso. Al menos Paul tendrá alguien dispuesto para reemplazar a Harry esta
noche.
Ya veremos como va todo.
He cogido este bolígrafo y vuelto a dejarlo sobre la mesa diez veces como mínimo. Muy
probablemente debería destruir este diario en lugar de continuarlo, si yo fuera prudente. Pero
he descubierto un escondite para él que creo será seguro.
Al volver del piso de Ardis esta noche solo quedaban dos huevos de dulce. Estoy
convencido, absolutamente convencido de que había tres cuando salí en busca de Ardis. Estoy
igualmente convencido de que, tras hacer la última anotación en este libro, lo puse como hago
siempre, en la parte izquierda del cajón. Se hallaba en el lado derecho.
Es posible que ello se deba meramente al trabajo de la criada que limpia la habitación. Le
habría sido fácil suponer que no iba a notarse la falta de un simple huevo de dulce, y tal vez ha
cambiado de posición este libro mientras limpiaba el cajón, o ha curioseado en el interior.
Empero, supondré lo peor. Un agente enviado a investigar en mi habitación iría equipado
para fotografiar estas páginas. Pero quizá no fuera así, y no es probable que pudiera tener
suficientes conocimientos para leer el farsi. Acabo de revisar el libro y he eliminado todos los
pasajes relativos a mis motivos para visitar este leproso país. Antes de salir de esta habitación
mañana, dispondré indicadores (cabellos y otros objetos cuya posición registraré con todo
cuidado) que me permitirán saber si vuelven a inspeccionar la habitación.
Ahora ya puedo poner por escrito los hechos de la tarde, que fueron realmente
extraordinarios.
Me reuní con Ardis tal como habíamos planeado, y ella me llevó a un pequeño restaurante
no muy lejos de su piso. Apenas nos habíamos sentado cuando entraron dos hombres con
grave aspecto. En ningún momento pude ver completamente el rostro de los recién llegados,
pero tuve la impresión de que uno de ellos era el norteamericano al que había conocido a
bordo del Princesa de Fátima, y que el otro era el gran comerciante al que tantas veces había
eludido allí mismo, Golam Gassem. Es imposible, creo, que mi divina Ardis pueda parecer
menos que hermosa. Pero en ese instante estuvo tan cerca de parecerlo como las leyes de la
naturaleza permiten: la sangre se secó en su semblante, su boca se abrió ligeramente, y
durante un momento creí que era un encantador cadáver. Iba a preguntarle qué ocurría, mas
antes de poder pronunciar una palabra ella puso un dedo en mis labios para silenciarme, y a
continuación, no sé cómo, recobró la compostura.
—No nos han visto —dijo—. Me voy. Ven detrás de mí como si acabáramos de cenar.
Se levantó, simulé limpiarse suavemente los labios con una servilleta (de forma que la
mitad inferior de su cara quedara oculta) y salió a la calle.
La seguí, y la encontré riendo a menos de tres puertas de la entrada del restaurante. El
cambio que había experimentado no habría sido más sorprendente si acabara de ser liberada
de un encantamiento.
—Es tan divertido —dijo—. Aunque no hace un momento...
Bien, será mejor que nos vayamos. Podrás invitarme a cenar después de la función.
Le pregunté qué significaban para ella aquellos dos hombres.
—Son amigos —dijo, todavía riéndose.
—Si son amigos, ¿por qué estabas tan ansiosa por que no te vieran? ¿Temías que nos
hicieran llegar tarde? —Yo sabía que una explicación tan trivial no podía ser cierta, pero
deseaba proporcionar a Ardis un medio para evadir la pregunta en el caso de que ella no
quisiese confiar en mi. Ardis movió negativamente la cabeza.
—No, no. No quería que ninguno de los dos pensara que no confiaba en él. Te lo explicaré
más tarde, si es que quieres verte envuelto en nuestra insignificante charada.
—De todo corazón.
Ardis sonrió al oír esto, con esa sonrisa que es un torrente de sol por el que yo entraría
gustosamente en la guarida de un león. Unos cuantos pasos más y estuvimos en la entrada
trasera del teatro, y no hubo tiempo para hablar más. Ardis abrió la puerta y oí a Kreton
discutiendo con una mujer que, según supe después, era la encargada del guardarropía.
—Está libre —dije, y él se volvió para mirarme.
—Sí. Gracias a usted, creo. Y le doy las gracias.
Ardis le contempló como si fuera un niño que había estado a punto de ahogarse.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 77


—¡Pobre Bobby! ¿Ha sido muy malo?
—Aterrador, eso es todo. Temí no salir nunca. ¿Sabes que Terry se ha ido?
Ardis agité la cabeza.
—¿Qué quieres decir? —inquirió, pero no me quedó duda ninguna (y aquí no estoy
exagerando o coloreando los hechos, aunque confieso que lo he hecho en otros puntos de esta
crónica) de que ella lo sabía antes de que Kreton hablara.
—Que no está aquí, simplemente eso. Paul va de un lado para otro como un lunático.
Tengo entendido que me echasteis de menos ayer por la noche.
—¡Dios, sí! —dijo Ardis, y entró en el local con demasiada rapidez para que yo pudiera
seguirla.
Kreton me cogió por el brazo. Yo esperaba que se disculpara por haber intentado robarme,
pero no fue así.
—Así que la ha conocido.
—Ella me persuadió a que retirara los cargos contra usted.
—Lo que me ofreció... ¿veinte riales? Tengo derecho moral a ese dinero, pero no lo
reclamaré. Venga a yerme cuando esté dispuesto a algo más saludable... Y mientras tanto, ¿le
gusta mucho ella?
—Eso debo decírselo a ella —contesté—--, no a usted.
Ardis volvió mientras yo estaba hablando, acompañada por un negro calvo y con bigote.
—Paul, este es Nadan. Tiene un inglés muy bueno, no tan británico como la mayoría de
ellos. Servirá, ¿no crees?
—Deberá servir... ¿Estás segura de que servirá?
—Ama el teatro —replicó decisivamente Ardis, y desapareció de nuevo.
Al parecer, «Terry» era el actor que había interpretado los papeles de marido y amante de
Mary Rose, Simon. Y yo, que ni siquiera había actuado en una representación escolar, iba a
yerme forzado a entrar en el reparto. Quedaba media hora para que se levantara el telón, de
modo que disponía de cincuenta minutos para aprender mi papel antes de entrar al final del
primer acto.
Paul, el director, me advirtió que si usaba mi nombre el público se mostraría hostil. Y puesto
que el personaje (en la versión de la obra que estaban representando) debía ser un
norteamericano, la gente iba a ver fallos aunque no se produjeran. Un momento después,
mientras yo continuaba mi frenético ensayo, le oí decir:
—El papel de Simon Blake lo hará Ned Jefferson.
El acto de salir a escena por primera vez fue realmente la peor parte del asunto. Por
fortuna, tuve la ventaja de interpretar a un joven nervioso que viene a pedir la mano de su
novia, por lo que mi tartamudeo y mi trémula risa parecieron ser fingidos.
Mi segunda escena, con Mary Rose y Cameron en la isla mágica, tenía que ser, por
derecho, mucho más difícil que la primera. Solo dispuse del entreacto para estudiar mi papel, y
la escena requería una aprensión pesimista más que una mera ansiedad. Pero todas las
intervenciones eran cortas y Paul, por aquel entonces, ya había logrado imprimirlas en grandes
hojas de papel, que él y el director de escena sostenían en alto en los laterales. Tuve que
improvisar en varias ocasiones, mas si bien había olvidado el texto de la obra, jamás perdí el
sentido del curso de la acción, y siempre logré ingeniar algo a que Ardis y Cameron pudieron
adaptar sus réplicas.
En comparación con el primer y segundo actos, mi breve aparición en el tercero fue como
un día de fiesta. Pero raramente he estado tan exhausto como esta noche, cuando el escenario
se oscureció para el enfrentamiento final entre Ardis y Kreton, mientras Cameron y yo, y la
pareja de edad madura que habían interpretado el papel de los Moreland, nos alejábamos en
silencio.
Debíamos permanecer con los trajes puestos hasta después de salir a saludar, y ya era
casi medianoche cuando Ardis y yo pudimos cenar algo en el mismo diminuto y sucio bar en
que Kreton había intentado robarme. Con los humeantes platos delante, Ardis me preguntó si
había disfrutado actuando, y tuve que admitir que sí.
—Eso pensaba. Creo que eres una persona muy sensible, pese a esa fachada de firmeza.
Convine en que era cierto e intenté explicarle por qué lo que yo denomino el romance de la
vida es lo único que vale la pena buscar. Ella no me comprendió, por lo que lo atribuí a haber
sido educado según el Salt Namah, que ella desconocía por completo.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 78


Fuimos a su piso. Yo estaba determinado a amarla por la fuerza si era preciso; no porque
abusar de ella me hubiera proporcionado gozo, sino porque creí que ella pensaría de un modo
inevitable que mi amor disminuiría mucho si le permitía desembarazarse de mí por segunda
vez. Ardis me enseñé su vivienda (dos reducidas habitaciones muy desordenadas) y a
continuación, tras colocar la pesada barra que era el sello de cualquier morada
norteamericana, me abrazó. Su aliento despedía el aroma del licor anisado que le había
comprado minutos antes. En ese momento no tuve la menor duda de que ese olor me haría
recordar aquella noche durante el resto de mi vida.
Tras separarnos, empecé a deshacer las cintas que cerraban la blusa de Ardis, y en el
mismo instante ella apagó la vela con los dedos. Argumenté que al actuar así me estaba
privando de la mitad del gozo que podía tener con su amor. Pero ella no me permitió volver a
encender la vela, y las caricias y abrazos de nuestras cópulas se realizaron en perfecta
oscuridad. Yo estaba extasiado. De haberla visto, habría quedado deslumbrado; pero ninguna
otra cosa habría aumentado mi deleite.
Después de separarnos por última vez, ambos extremadamente agotados, y mientras ella
iba a lavarse, busqué cerillas. Primero en el cajón de la inestable mesita que había junto a la
cama, luego entre el desorden de mis ropas, tiradas en el suelo y pisoteadas por ambos.
Finalmente encontré una caja, pero no la vela... Ardis, creo, la había escondido. Encendí una
cerilla, pero mi amada se había cubierto con una túnica.
—¿No voy a verte nunca? —dije.
—Me verás mañana. Me llevarás a dar un paseo en barca y disfrutaremos de una comida
campestre junto al agua, debajo de los cerezos. Mañana por la noche el teatro estará cerrado
por ser Pascua de Resurrección, y podrás llevarme a una fiesta. Pero ahora te irás al hotel, y
yo a dormir.
En cuanto estuve vestido me acerqué a la puerta, y le pregunté si me amaba. Mas ella
acalló mis labios con un beso.
Ya he narrado el resto. Volví a mi habitación y encontré dos huevos en lugar de tres, y este
libro había sido movido. No volveré a escribir sobre estos detalles. Pero acabo de leer de
nuevo, entre este párrafo y el anterior, lo que escribí primero esta noche, y me parece que un
párrafo debería tener más importancia de la que yo le he dado: cuando digo que jamás perdí el
curso de la obra en mi papel de Simon.
Desconozco cuál será el mítico secreto enterrado por los antiguos norteamericanos bajo su
tallada montaña. Pero creo que, suponiendo que exista una llave del enigma de la vida
humana, esa llave debe ser cierta forma de ese secreto. Cualquier gran hombre, estoy seguro,
consciente o inconscientemente, en esos u otros términos, ha comprendido ese secreto...
excepto que en la obra que es nuestra vida podemos controlar ese curso y variarla a derecha o
izquierda si nos apetece hacerlo.
Eso estoy haciendo yo en estos momentos. Si ingerir el huevo no fue importante, haré que
lo sea a pesar de todo. (En realidad ya lo he hecho, al llenar de droga uno de los huevos). Si la
intriga en que está enmarañada Ardis, con Golam Gassem y el señor Tallman (en el supuesto
de que fueran ellos), no es un asunto de política o un oscuro tesoro, haré que lo sea antes del
final, a pesar de todo. Si nuestro amor no es un gran amor, destinado a pervivir siempre en los
corazones de los jóvenes y en los labios de los poetas, lo será antes del final.
Una vez más, aquí estoy. Y con toda sinceridad, estoy empezando a preguntarme si no
escribo este diario únicamente para leerlo. Ningún hombre ha sido tan feliz como yo en estos
momentos. Tan feliz, de hecho, que he estado sumamente tentado a no probar ninguno de los
dos huevos que quedan. ¿Y si la droga, en lugar de alucinación, agudeza de juicio y euforia,
proporciona una locura permanente y desesperada? No obstante, he ingerido el huevo, he
tragado entero ese dulce grumo en unos cuantos bocados. Aguardo los efectos con
ecuanimidad.
El hecho es que estoy excesivamente contento por la fáustica determinación que puse por
escrito ayer por la noche. (¿Qué curioso que Fausto sea la siguiente representación de la
compañía! Kreton será Mefistófeles, por descontado. Así lo dijo Ardis, y así será de todas
formas. Ardis será Margaret. Pero, ¿quién hará el papel del doctor?) Incluso ahora, cuando esa
determinación de dientes apretados y golpes en la mesa ha desaparecido por completo, sé que
pondré en práctica los puntos esenciales del plan con más seguridad que nunca. Con la
facilidad, de hecho, del consumado violinista que produce rasgando la música de una sencilla

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 79


tonada mientras su mente yerra en cualquier otro lugar. He estado examinando las ruinas del
Jeff (así lo llaman) y ello ha provocado que mi mente regresara otra vez al destino de los
antiguos norteamericanos. ¡Cuántas veces ellos, que elegían a sus líderes según las
superficiales apariencias de fuerza, sabiduría y resolución, deben haberlos preferido
únicamente porque estaban tan fatigados como yo ayer por la noche!
Tenía la intención de comprar una cesta de bocados exquisitos, e ir a recoger a Ardis a la
una, pero ella vino a buscarme a las once con una cestita ya preparada. Caminamos hacia el
norte junto a la orilla del canal hasta que llegamos a las ruinas del viejo sepulcro que ya he
mencionado, y al lago artificial casi circular que los norteamericanos denominan Basin. Está
bordeado por árboles en flor, viejos y rugosos, aunque muy bellos con sus ropajes de albas
flores. A cambio de una insignificante moneda norteamericana nos cedieron una barca de color
azul brillante con una vela dos o tres veces mayor que mi pañuelo para hacer frente a las
apacibles aguas del lago.
Una vez estuvimos bastante alejados de la gente que había en la orilla, Ardis me preguntó,
con cierta brusquedad, si yo pretendía estar únicamente en Washington durante mi estancia en
Norteamérica.
Le expliqué que mi plan original era no pasar en la ciudad más de una semana, antes de
proseguir mi camino costa arriba, hacia Filadelfia y el resto de las antiguas ciudades y regresar
a casa. Pero que ya que la había conocido me quedaría aquí para siempre si ella lo deseaba.
—¿No quieres ver el interior? Esta franja de playa que habitamos se mantiene medio viva
gracias al océano y al comercio que la atraviesa. Pero a cien kilómetros tierra adentro yace la
ruina de nuestra civilización, aguardando el saqueo.
—En ese caso, ¿por qué nadie la saquea? —pregunté.
—Ya lo hacen. Nunca pasa un año sin que alguien traiga de allí una gran ganancia... pero
aquello es tan extenso... —Me di cuenta de que Ardis estaba mirando más allá del lago y los
fragantes árboles—. Tan extenso que ciudades enteras están perdidas allí. Habla un arco de
oro a la entrada de San Luis y nadie sabe que fue de él. Denver, la ciudad de gran altitud,
anidaba en minas de plata. Ahora, nadie es capaz de encontrarlas.
—Aún deben existir muchos mapas antiguos.
Ardis inclinó lentamente la cabeza, respondiendo afirmativamente, y yo intuí que ella
deseaba decir más de lo que había dicho.
Durante breves instantes no hubo más sonido que el del agua que lamía el costado de la
barca.
—Recuerdo haber visto algunos mapas en el museo de Teherán... No solo mapas nuestros
sino también algunos mapas norteamericanos de hace cien años.
—Los cursos de los ríos han cambiado —dijo ella—. Y si no han cambiado, nadie puede
estar seguro de ello.
—Todavía debe haber muchos edificios en pie, igual que aquí, en la Ciudad Silenciosa.
—Se construyó con piedra, más sólidamente que cualquier otra cosa del país. Aunque, sí,
algunos, muchos edificios siguen todavía allí.
—Entonces sería posible llegar por el aire, aterrizar en cualquier parte y saquearlos.
—Hay muchos peligros, y tantos escombros que examinar que cualquiera podría pasarse
la vida buscando sin hacer más que arañar la superficie.
Noté que hablar de estas cosas solo servía para entristecer a Ardis e intenté cambiar de
conversación.
—¿No dijiste que te podría acompañar a una fiesta esta noche? ¿Cómo será la fiesta?
—Nadan, debo confiar en alguien. No conoces a mi padre, pero él vive cerca de tu hotel, y
tiene una tienda en donde vende libros y mapas antiguos. —(De modo que, al fin y al cabo, ¡yo
casi había visitado la casa correcta!)—. Cuando era más joven ansiaba ir al interior. Hizo tres o
cuatro viajes, pero jamás pasó de las estribaciones de los Apalaches. Finalmente se casó con
mi madre y pensó que ya no podía seguir corriendo riesgos...
—Entiendo.
—Las cosas que debían servirle como guía hacia la riqueza del pasado se convirtieron en
sus productos para el comercio. Incluso hoy día, la gente que vive tierra adentro le trae
documentos antiguos. El los compra y los revende. Algunas de estas personas apenas han
dado un paso más que las que excavaban en los cementerios en busca de las alianzas de las
mujeres muertas.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 80


Recordé las cosas que había comprado a la sombra del destrozado obelisco y me
estremecí, aunque no creo que Ardis lo notara.
—He dicho que algunos de estos tipos apenas eran mejores que los profanadores de
tumbas. Lo cierto es que algunos son peores... Hay individuos del interior que ya no son
personas. Nuestros cuerpos están envenenados... Tú lo sabes, ¿no es cierto? Todos nosotros,
los norteamericanos. Esa gente se ha adaptado, eso dice mi padre, pero ya no son humanos.
El pactó con ellos hace mucho tiempo, y sigue comerciando con ellos.
—No tienes obligación de contármelo.
—Sí, la tengo... Debo hacerlo. ¿Querrías ir al interior, si yo fuera contigo? El gobierno
intentará impedirlo si se entera, y tratará de confiscar cualquier cosa que encontremos.
Le aseguré, con todos los juramentos que pude recordar, que con ella a mi lado atravesaría
el continente si fuera preciso.
—Te he hablado de mi padre. Te he dicho que vende los mapas y documentos que le traen.
Lo que no te he dicho es que primero los lee. En el fondo no se ha dado por vencido,
¿comprendes?
—¿Ha descubierto algo? —inquirí.
—Muchas cosas... centenares de cosas. Bobby y yo las hemos usado. ¿Te acuerdas de
aquellos hombres del restaurante? Bobby fue a verlos con un mapa y varias cartas antiguas.
Los ha convencido para que colaboren en la financiación de una expedición al interior, y les ha
hecho creer, a cada uno por separado, que le ayudaremos a estafar al otro. Con ello evitamos
que se pongan de acuerdo para estafarnos, ¿comprendes?
—¿Deseas que te acompañe? —La alegría me puso fuera de mí.
—No íbamos a ir, de ningún modo... Bobby pensaba coger el dinero y partir hacia Bagdad o
Marrakech, y llevarme con él. Pero, Nadan —y en este momento, lo recuerdo, se inclinó hacia
adelante y me cogió las manos—, en realidad hay un secreto. Hay muchos, pero uno es
mejor... es más probable que sea cierto, es más probable que contenga realmente una riqueza
inmensa. Sé que la compartirías justamente conmigo. Repartiremos todo, y yo te acampanare
en el regreso a Teherán.
Sé que jamás he sido más feliz que en ese momento, en aquella rústica barca. Estábamos
sentados juntos, en la papa, casi hundiéndola, bajo la combinada sombra de la diminuta vela y
el sombrero de paja de Ardis, y nos besamos y acariciamos de tal modo que, en Teherán, nos
habrían empicotado diez veces.
Finalmente, cuando ya no pude resistir más aquel amor no consumado, comimos los
bocadillos que había traído Ardis y bebimos cierto brebaje cálido y con sabor a fruta, antes de
volver a la orilla.
Al acompañarla a su casa hace unos minutos, la insté de un modo apremiante a que me
permitiera subir al piso en su compañía. Yo sentía fuego por ella, estaba enfermo por espetarla
en mi Carne, por vaciarme en ella igual que un dios loco antes de la llegada del Profeta pudo
haber vertido su dorada sangre en el mar. Ardis no lo consintió. Creo que porque temía que su
piso no estuviera lo bastante a oscuras para satisfacer su recato. Estoy decidido a Verla a
pesar de todo.
Me he bañado y afeitado para estar a punto para la fiesta, y puesto que aún queda tiempo,
intercalaré aquí una descripción de la procesión con que nos topamos al volver del lago. Como
veréis, aun no he abandonado por completo la idea de un libro de viajes.
Un hombre muy viejo, supongo que un sacerdote, llevaba una cruz con un largo palo que
usaba como bastón, y prácticamente como muleta. Un hombre mucho más joven, gordo y
sudoroso, caminaba de espaldas al primero haciendo oscilar un humeante incensario. Dos
ataviados muchachos con largas velas les precedían, y detrás iban más niños con ropones,
cantando, propinándose codazos y pellizcos en cuanto creían que el hombre gordo no les
miraba.
Como cualquier otra persona, he presenciado este tipo de acto mucho mejor ejecutado en
Roma. Pero me afecté más lo que vi aquí. Cuando nació el anciano sacerdote, la grandeza de
los Estados Unidos debía ser un hecho tan reciente en el recuerdo que pocas personas se
habrían dado cuenta de que había terminado para siempre. Y la procesión entera, desde las
velas que fluctuaban en la clara luz del sol hasta el fallecido caudillo en alto, hasta los
porfiantes y desatentos seguidores... todo me parecía que encarnaba la filosofía y el dilema de
estas gentes. Así lo pensaba al menos, hasta darme cuenta de que estas personas

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 81


contemplaban la procesión con tanta incomprensión como si fueran viajeros llegados del
extranjero, y comprendí que su ritualizada súplica de vida renovada les era más extraña que a
mi.
Es muy tarde; las tres, señala mi reloj.
Decidí de nuevo no escribir en este diario. Quemarlo o hacerlo añicos, o darlo a algún
pordiosero. Pero ahora vuelvo a escribir porque me es imposible conciliar el sueño. La
habitación apesta por culpa de mi vómito, aunque he abierto de par en par las ventanas para
dejar entrar la noche.
¿Cómo he podido amar eso? (Y no obstante, hace solo unos instantes, mientras intentaba
dormir, las visiones de Ellen me acosaron hasta despertarme.)
La fiesta era un baile de disfraces, y Ardis me consiguió uno: una fantástica y dorada
armadura del vestuario del teatro. Ella vestía el ropaje de una princesa egipcia, y una máscara.
A medianoche levantamos nuestras caretas y nos besamos, y juré en mi interior que esa
misma noche también se levantaría la máscara de la oscuridad.
Al salir llevaba conmigo la botella que habíamos comprado aún medio llena. Y antes de que
Ardis apagara la vela con los dedos la convencí para que sirviera un último vaso, un vaso que
compartiríamos cuando la primera locura de nuestro deseo hubiera remitido. Ella (ello) así lo
hizo, y lo dejé en la mesita, cerca de la cama. Mucho tiempo después, mientras ambos
jadeábamos uno junto al otro, busqué a tientas la pistola y disparé el rayo hacia el abultado
vaso. De un modo instantáneo, la vasija se inundé con la llama azulada del ardiente alcohol.
Ardis chilló y se levantó bruscamente.
Me pregunto ahora cómo he podido amar. Cómo, en una sola semana, he estado tan cerca
de amar este país-cadáver. Su águila está muerta. Ardis es el apropiado símbolo de su regla.
Una esperanza, queda una ligerísima esperanza. Es posible que lo que he visto esta noche
sea únicamente una ilusión, provocada por el huevo. Sé ahora que la criatura que maté ante la
casa del padre de Ardis era real, y entre este párrafo y el anterior he comido el último huevo. Si
van a empezar las alucinaciones, sabré que lo que he visto a la luz del llameante licor era en
realidad un ser con el que he estado acostado, y sea como sea me preocuparé de no volver a
corromper las puras matrices de las mujeres de nuestra resistente raza. Tal vez acabe
reclamando las miniaturas de nuestra herencia después de todo, y permita que los guardias me
maten... Pero, ¿y si tuviera éxito? No soy digno de tocarlas. Quizá el mejor final para mí sea
viajar solo por este continente acribillado por los gusanos. De este modo moriría en manos
apropiadas.
Más tarde. Kreton está avanzando por el pasillo, cerca de mi puerta, y la pisada de su
torcido zapato negro hace vibrar el edificio como si fuera un terremoto. Oigo la palabra policía
como si de un trueno se tratara. Mi extinta Ardis, muy menuda y brillante, ha salido de la llama
de la vela, y un peludo rostro se asoma por la ventana.
La anciana cerró el libro de notas. La mujer más joven, que había estado leyendo por
encima del hombro de la primera, se dirigió al otro lado de la mesita y tomó asiento en un cojín,
con los pies finamente colocados para que no se vieran las plantas.
—Entonces, esta vivo —dijo.
La anciana guardó silencio. Su cana cabeza estaba inclinada sobre el diario, que sostenía
con ambas manos.
—Es indudable que se halla en la cárcel, o está enfermo. De otro modo, se habría puesto
en contacto con nosotras. —La mujer más joven hizo una pausa, alisando el tejido de su
chador con la mano derecha, mientras la izquierda jugueteaba con el simulador de gema que
llevaba en una delgada cadena—. Es posible que ya lo haya intentado, pero que sus cartas se
hayan extraviado.
—¿Crees que se trata de su escritura? —preguntó la anciana, abriendo al azar el diario. Al
ver que la mujer más joven no respondía, añadió—: Quizá. Quizá.

Selección de relatos cortos de Gene Wolfe 82

También podría gustarte