Diez Cuentos Policiales Argentinos

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DIEZ CUENTOS POLICIALES

ARGENTINOS

VARIOS
 
Selección y noticia de Rodolfo J. Walsh
Librería Hachette - Evasión 29
Buenos Aires - 17 de abril de 1953
RESEÑA

El texto que se incluye a continuación es del año 1953.

El cuento policial en la Argentina tiene apenas diez años de existencia.


En ese breve lapso, sin embargo, no son pocos los escritores de primera fila
que han probado sus recursos en las complejidades del género.

Los ingenios del "detectivismo", antes exclusivamente anglosajónes o


franceses, emigrana otras latitudes. Aquí los vemos actuar en un escenario
que para los aficionados a la novela policial es nuevo y al mismo tiempo
entrañablemente viejo y querido: Buenos Aires. Un Buenos Aires
cotidiano, pero sorprendente, con sus calles que recorremos a diario quizá
sin presentir el secreto corazón de la ventura que late incesantemente
debajo de la superficie. Y aun en aquellos relatos que se desarrollan en
otros escenarios, o en un escenario impreciso, advertimos un afán de
concisión y una chsipa de gracia que son inconfundiblemente nuestros.

Esta antología de cuentos policiales argentinos, la primera que se publica


en el país, reúne lo más significativo que se ha escrito en la especialidad
dentro de la última década. Junto a los escritores consagrados y vastamente
conocidos como Borges, bioy, Peyrou, aparecen en ella otros que hacen sus
primeras armas en la literatura policial y que tratan de cumplir un
ambicioso programa de superación. Ingenio, suspenso, colorido ambiental
y ocasionalmente una sana dosis de humorismo son los elementos que en
feliz conjunción harán de este libro uno de los preferidos por los
aficionados a la buena literatura policial.
NOTICIA

Hace diez años, en 1942, apareció el primer libro de cuentos policiales en


castellano. Sus autores eran Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Se
llamaba “Seis problemas para don Isidro Parodi”1·, y tenía el doble mérito
de reunir una serie de plausibles argumentos, y de incorporar al vasto
repertorio del género un personaje singular: un “detective” preso, cuyo
encierro involuntario —y al parecer inmerecido— ponía de relieve la
creciente tendencia de los autores policiales a imponerse un afortunado
rigor y una severa limitación de los medios al alcance del investigador.
Forzosamente despreocupado de indicios materiales y demás accesorios de
las pesquisas corrientes, Parodi representa el triunfo de la pura
inteligencia. El mismo año de 1942 Borges había escrito un cuento policial
—”La muerte y la brújula”2— que constituye el ideal del género: un
problema puramente geométrico, con una concesión a la falibilidad
humana: el detective es la víctima minuciosamente prevista. Estas obras
junto con “Las nueve muertes del Padre Metri”, de J. del Rey, y “La
espada dormida”, de Manuel Peyrou, son el comienzo de una producción
que ha ido creciendo en cantidad y que quiere estar al nivel de la excelente
calidad técnica de los iniciadores.
Paralelamente a este desarrollo, se ha producido un cambio en la
actitud del público: se admite ya la posibilidad de que Buenos Aires sea el
escenario de una aventura policial. Cambio que puede juzgarse
severamente a la luz de una crítica de las costumbres, pero que refleja con
más sinceridad la realidad del ambiente y ofrece saludables perspectivas a
la evolución de un género para el que los escritores argentinos me parecen
singularmente dotados. Buenos Aires no es ya la ciudad hostil a la novela,
como aquella otra de Nashville, en la que según Frank Norris nada podía
suceder… hasta que O. Henry la convirtió en el escenario del mejor de sus
cuentos.
Una prueba del interés que despierta el género fue el concurso
organizado en 1950 por una conocida revista y una editorial locales. Se
recibieron nada menos que ciento ochenta cuentos. La revelación más grata
de ese certamen fue Facundo Marull, quien combina la regocijante
descripción de ambiente y caracteres con el rigor argumental.
Los autores incluidos en este volumen no son todos los que merecerían
incluirse. El espacio impone esa limitación. Ignacio Covarrubias, Edmundo
Zimmerman, Nicolás Olivari, A. Ferrari Amores y otros han escrito buenos
relatos policiales. Queden sus nombres para una segunda colección, si la
presente encuentra la favorable acogida que esperamos.
De los cuentos reunidos, unos se han publicado previamente en libro,
otros en revistas, alguno es inédito. Todos —creo— presentan algún
enfoque original, algún problema nuevo, alguna situación memorable. Y
dos o tres —”El Jardín de Senderos que se bifurcan”, “La Playa Mágica”,
“La Mosca de Oro”— añaden la excelencia del estilo que los convierte en
verdaderas obras maestras.
R. J. W.
EL JARDÍN DE SENDEROS QUE SE
BIFURCAN

JORGE LUÍS BORGES

JORGE LUÍS BORGES es, notoriamente, el mejor cuentista


argentino. Sus relatos, su obra poética y su labor de ensayista y
antologista lo colocan entre los primeros escritores
contemporáneos. Obras: Inquisiciones (1925), Evaristo Carriego
(1930), Discusión (1932), Los Kenningar (1933), Historia
Universal de la Infamia (1935), Historia de la Eternidad (1936),
Poemas (1922-1943), Ficciones (1944), Nueva Refutación del
Tiempo (1947), El Aleph (1949), Antiguas Literaturas Germánicas
(1951), Otras Inquisiciones (1952). En colaboración con Adolfo
Bioy Casares, bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq, ha
publicado Seis Problemas para Don Isidro Parodi (1942), cuentos
policiales y, Dos Fantasías Memorables (1946); bajo el seudónimo
de B. Suárez Lynch, Un Modelo para la Muerte (1946).
El cuento que incluimos dio título a la colección publicada por
Sur en 1941, incorporada más tarde al tomo de “Ficciones”.
“En El Jardín de Senderos que se bifurcan —dice J. L. B.— el
lector asistirá a la ejecución y a todos los preliminares de un
crimen cuyo propósito no ignora, pero que no comprenderá, me
parece, hasta el último párrafo.”
Borges nació en Buenos Aires en 1899.
A Victoria Ocampo
 

En la página 252 de la Historia de la Guerra Europea de Liddell Hart,


se lee que una ofensiva de tres divisiones británicas (apoyadas por mil
cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre—Montauban había
sido planeada para el veinticuatro de julio de 1916 y debió postergarse hasta
la mañana del día veintinueve. Las lluvias torrenciales (anota el capitán
Liddell Hart) provocaron esa demora, nada significativa, por cierto. La
siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun,
antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una
insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales.
“… y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que
había contestado en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden,
en el departamento de Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros
afanes y —pero eso parecía muy secundario, o debía parecérmelo—
también de nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado,
o asesinado3. Antes que declinara el sol de ese día yo correría la misma
suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser
implacable. Irlandés a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza
y tal vez de traición, ¿cómo no iba a abrazar y agradecer este milagroso
favor: el descubrimiento, la captura, quizá la muerte, de dos agentes del
imperio alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con llave y
me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los
tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que ese
día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable. A
pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un niño en un simétrico
jardín de Hai Feng, ¿yo, ahora, iba a morir? Después reflexioné que todas
las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de
siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el
aire, en la tierra y en el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí…
El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas
divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa
hablar de terror; ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi
garganta anhela la cuerda) pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda
feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar
del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre. Un pájaro rayó el
cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en
muchos (en el cielo francés) aniquilando el parque de artillería con bombas
verticales. Si mi boca, antes que la deshiciera un balazo, pudiera gritar ese
nombre de modo que lo oyeran en Alemania… Mi voz humana era muy
pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del jefe? Al oído de aquel hombre
enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en
Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina de
Berlín, examinando infinitamente periódicos… Dije en voz alta: Debo huir.
Me incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si
Madden ya estuviera acechándome. Algo —tal vez la mera ostentación de
probar que mis recursos eran nulos— me hizo revisar mis bolsillos.
Encontré lo que sabía que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la
cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las
comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta,
una carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), una
corona, dos chelines y unos peniques, el lápiz rojo—azul, el pañuelo, el
revólver con una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor.
Vagamente pensé que un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos
mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el nombre de la única
persona capaz de transmitir la noticia: vivía en un suburbio de Fenton, a
menos de media hora de tren.
Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término
un plan que nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su
ejecución. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro,
que me ha obligado a la abyección de ser un espía. Además, yo sé de un
hombre de Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es menos que
Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue
Goethe… Lo hice porque yo sentía que el Jefe tenía en poco a los de mi
raza —a los innumerables antepasados que confluyen en mí. Yo quería
probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir
del capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi
puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé la
calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero juzgué
preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser
reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y
vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se detuviera
un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi
penosa; iba a la aldea de Ashgrove, pero saqué un pasaje para una estación
más lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y
cincuenta. Me apresuré; el próximo saldría a las nueve v media. No había
casi nadie en el andén. Recorrí los coches: recuerdo unos labradores, una
enlutada, un joven que leía con fervor los Anales de Tácito, un soldado
herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió
en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard Madden.
Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido
cristal.
De esa aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que ya
estaba empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar,
siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de
mi adversario. Argüí que esa victoria mínima prefiguraba la victoria total.
Argüí que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario
de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos
sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz
de llevar a buen término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no
me abandonaron. Preveo que el hombre se resignará cada día a empresas
más atroces; pronto no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este
consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha
cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado.
Así procedí yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto registraban la
fluencia de aquel día que era tal vez el último, y la difusión de la noche. El
tren corría con dulzura entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo:
Nadie gritó el nombre de la estación. ¿Ashgrove?, les pregunté a unos
chicos en el andén. Ashgrove, contestaron. Bajé.
Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en
la zona de sombra. Uno me interrogó: ¿Usted va a casa del doctor Stephen
Albert? Sin aguardar contestación, otro dijo: La casa queda lejos de aquí,
pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada
encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la
última), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario camino. Este,
lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían las ramas,
la luna baja y circular parecía acompañarme.
Por un instante, pensé que Richard Madden había penetrado de algún
modo mi desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso era
imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal
era el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos
laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel
Ts'ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal
para escribir una novela que fuera todavía más popular que el Hung Lu
Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres.
Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero
lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo
árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y
perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por
arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos
ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos…
Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que
abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros.
Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de perseguido. Me
sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El
vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo
el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era
íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba entre las ya confusas
praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en
el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancias. Pensé que un
hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros
hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos
de agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portón herrumbrado. Entre las
rejas descifré una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de
pronto, dos cosas: la primera trivial, la segunda casi increíble: la música
venía del pabellón, la música era china. Por eso yo la había aceptado con
plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un
timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música
prosiguió.
Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que
rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma
de los tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su
rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi
idioma:
—Veo que el piadoso Hsi P'eng se empeña en corregir mi soledad.
¿Usted sin duda querrá ver el jardín?
Reconocí el nombre de uno de nuestros cónsules y repetí desconcertado:
—¿El jardín?
—El jardín de senderos que se bifurcan.
Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible
seguridad:
—El jardín de mi antepasado Ts'ui Pên.
—¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.
El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a
una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados
en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que
dirigió el Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca
a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce.
Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos
siglos, de ese color azul que nuestros artífices copiaron de los alfareros de
Persia…
Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de
rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y
también de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin
“antes de aspirar a sinólogo”.
Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y
a un alto reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi
perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar.
—Asombroso destino el de Ts'ui Pên —dijo Stephen Albert—.
Gobernador de su provincia natal, docto en astronomía, en astrología y en la
interpretación infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta
y calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto.
Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho,
de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante trece años en
el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no
encontraron sino manuscritos caóticos. La familia, como usted acaso no
ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea —un monje taoísta o
budista— insistió en la publicación.
—Los de la sangre de Ts'ui Pên —repliqué—, seguimos execrando a ese
monje. Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de
borradores contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer
capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa
de Ts'ui Pên, a su laberinto…
—Aquí está el laberinto —dijo, indicándome un alto escritorio
laqueado.
—¡Un laberinto de marfil! —exclamé—. Un laberinto mínimo…
—Un laberinto de símbolos —corrigió—. Un invisible laberinto de
tiempo. A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio
diáfano. Al cabo de más de cien años, los pormenores son irrecuperables,
pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts'ui Pên diría una vez: Me
retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos
imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto.
El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal
vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto
físico. Ts'ui Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio
con el laberinto; la confusión de la novela me sugirió que ése era el
laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del problema.
Una: la curiosa leyenda de que Ts'ui Pên se había propuesto un laberinto
que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que
descubrí.
Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón
del áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora
rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts'ui
Pên. Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso
pincel redactó un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a
todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Devolví en silencio la hoja.
Albert prosiguió:
—Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera
un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un
volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a
la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también
esa noche que está en el centro de las 1001 Noches, cuando la reina
Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a referir
textualmente la historia de las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a
la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra
platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo
individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página
de los mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna parecía
corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios capítulos
de Ts'ui Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito
que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los
varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Casi
en el acto comprendí; el jardín de senderos que se bifurcan era la novela
caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la
bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra
confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se
enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del
casi inextricable Ts'ui Pên, opta —simultáneamente— por todas. Crea, así,
diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan.
De ahí, las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto;
un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente,
hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso
puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etc. En la
obra de Ts'ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de
partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto
convergen: por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados
posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi
pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un
anciano, pero con algo inquebrantable y aún inmortal. Leyó con lenta
precisión dos redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera, un
ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror
de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con
facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio
en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla les parece una
continuación de la fiesta y logran la victoria. Yo oía con decente veneración
esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las
hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las
restituyera, en el curso de una desesperada aventura, en una isla occidental.
Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un
mandamiento secreto: Así combatieron los héroes, tranquilo el admirable
corazón, violenta la espada, resignados a matar y a morir.
Desde ese instante sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una
invisible, intangible pululación. No la pululación de los divergentes,
paralelos y finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más
inaccesible, más íntima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen
Albert prosiguió:
—No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las
variaciones. No juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita
ejecución de un experimento retórico. En su país, la novela es un género
subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable. Ts'ui Pên fue un
novelista genial, pero también fue un hombre de letras que sin duda no se
consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos
proclama —y harto lo confirma su vida— sus aficiones metafísicas,
místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su novela. Sé que
de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal
problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema que no figura en
las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo.
¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?
Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin,
Stephen Albert me dijo:
—En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez, ¿cuál es la única palabra
prohibida?
Reflexioné un momento y repuse:
—La palabra ajedrez.
—Precisamente —dijo Albert—. El jardín de senderos que se bifurcan
es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa
recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra,
recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más
enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los
meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pên. He confrontado
centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de
los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he
restablecido, he creído restablecer, el orden primordial, he traducido la obra
entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La
explicación es obvia: El jardín de senderos que se bifurcan es una imagen
incompleta, pero no falsa, del universo como lo concebía Ts'ui Pên. A
diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un
tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempo, en una red
creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos.
Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que
secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la
mayoría de esos tiempos; en alguno existe usted y no yo; en otros, yo, no
usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha
llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado
muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un
fantasma.
—En todos —articulé no sin temblor—, yo agradezco y venero su
recreación del jardín de Ts'ui Pên.
—No en todos —murmuró con una sonrisa—. El tiempo se bifurca
perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo
jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles
personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes
en otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó.
En el amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era
fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el
capitán Richard Madden.
—El porvenir ya existe —respondí—, pero yo soy su amigo. ¿Puedo
examinar de nuevo la carta?
Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un
momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo
cuidado: Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su
muerte fue instantánea: una fulminación.
Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He
sido condenado a la horca.
Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto
nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los
mismos periódicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio
sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El
jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través
del estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro
medio que matar a una persona de ese nombre. No sabe (nadie puede saber)
mi innumerable contrición y cansancio.”
PIGMALIÓN

LEOPOLDO HURTADO

Pigmalión constituye la única incursión de LEOPOLDO


HURTADO en el género policial. Estudioso del arte
contemporáneo, cuenta en su haber con obras tan enjundiosas
como Estética de la Música Contemporánea, Espacio y Tiempo en
el Arte Actual, La Música Contemporánea y sus Problemas. Su
aporte a lo puramente literario está representado por Sketches
(cuatro relatos).

—Veintiocho, treinta y dos, treinta y nueve, cuarenta y siete, cuarenta y


siete, cincuenta y tres, cincuenta y cinco, llevo cinco; siete, once,
diecinueve… —Seguía sumando una factura cuando oyó los tiros. Sonaron
secos, duros, apagados por las alfombras y las paredes.
El señor Dussek levantó la cabeza azorado y miró hacia el lado de los
estampidos. Durante un instante quedó inmóvil y luego se lanzó hacia fuera.
Tomó por el corredor, atravesó dos salas pequeñas y llegó al salón grande,
del frente. A esa hora, con las luces apagadas, con la puerta de calle
entornada, todo estaba en la penumbra. Alcanzó a divisar un bulto caído en
el suelo y le llegó a las narices el olor de la pólvora. En la sala no había
nadie, y la quietud del ambiente hada el cuadro más impresionante aún.
Con ojos desorbitados, el señor Dussek se acercó al bulto. Era el de un
hombre de edad madura, caído de costado. En la alfombra comenzaba a
ensancharse una mancha oscura. Abrió la cancela de vidrio, corrió por el
corto zaguán que daba hacia la calle, abrió la puerta y se lanzó despavorido
por la vereda, en busca de un agente de policía. Algunos transeúntes lo
miraron, aunque un hombre corriendo por la calle no les llamó mucho la
atención. Con ademanes desordenados y gritos histéricos llamó al vigilante
de la esquina.
—Venga, venga —gritaba agitando los brazos—. Han matado a un
hombre.
El vigilante se dio vuelta y lo miró; luego se acercó. Echaron a correr
por la vereda y llegaron a la casa. Instintivamente, el vigilante echó mano al
silbato y tocó la pitada de auxilio; a esa hora, con el bullicio del tránsito, era
muy improbable que algún otro agente la oyera. Lo único que consiguió fue
que la gente se arremolinara.
Luego entraron. El vigilante se dirigió al bulto que yacía en el suelo, lo
dio vuelta y lo examinó rápidamente. El hombre estaba exánime y las
manchas rojas de las ropas y del suelo se hacían cada vez más grandes.
Luego llamó por teléfono a la comisaría y a la Asistencia Pública. Algunos
curiosos se asomaban ya por la cancela. El agente los echó con dureza y se
plantó delante de ella. Por el momento, no había más que esperar.
El señor Dussek no sabía qué hacer; se paseaba por el salón, entre los
bustos, las cabezas; se detenía delante del muerto —o del herido, vaya uno
a saber—; luego volvía a reanudar la marcha, con todo el aspecto de un
loco. Hasta el pelo se le había desordenado, ese largo mechón
cuidadosamente engominado que daba zigzags por su cabeza tratando,
inútilmente, de ocultar la calva. El señor Dussek —perdón, Adolfo Dussek,
de Hamburgo—, gerente de la Galería Rosenberg, sucursal argentina, era un
hombre regordete, bajo, de anteojos dorados, de mejillas sonrosadas y
mofletudas. Por lo general plácido y cordial, tenía ahora tal aspecto de susto
que hubiera sido muy difícil reconocerle, de primera intención.
Durante unos minutos, lo único que se agitó en el salón fue el señor
Dussek. El agente se mantenía junto a la puerta, y las esculturas —ni que
decirlo— mantenían su acostumbrada inmovilidad. Las cabezas, los
escorzos, surgían aquí y allá, en la penumbra, sin dar muestras de que el
suceso los afectara. Hasta la estatua que estaba en el centro del salón —una
hermosa figura de muchacha— miraba hacia lo lejos, sin dignarse bajar los
ojos hacia el bulto que yacía a sus pies.
Algunos oficiales de policía irrumpieron en el salón. Mandaron al
agente que se apostara en la puerta de calle y se dirigieron hacia el bulto; lo
examinaron de cerca, sin decir palabra. Casi simultáneamente sonó en la
calle la sirena de la Asistencia Pública. Entraron dos hombres con
guardapolvos. Uno de ellos dio vuelta al bulto, le levantó la cabeza, le alzó
un párpado; luego le tomó el pulso y puso el oído en el pecho.
—Está muerto —dijo—. No hay nada que hacer.
Cubrieron al muerto con una sábana y se pusieron a esperar al juez de
instrucción. Los oficiales de policía se llevaron adentro al señor Dussek y
empezaron a interrogarlo. Este dijo que, como de costumbre, a eso de las
doce y media había apagado las luces del salón y entornado la puerta. A esa
hora se cerraba la Galería hasta las quince y media, en que volvía a abrirse.
Luego se había puesto a ordenar unas cuentas en su escritorio, cuando oyó
los tiros. No había visto a nadie, ni había oído que alguien hubiera entrado o
salido. Como él estaba todavía adentro, no había creído necesario cerrar con
llave la puerta de calle.
Le dijeron al señor Dussek que estaba detenido; y a decir verdad, por el
aspecto despavorido que presentaba, parecía el asesino. Fue palpado de
armas y llevado a la comisaría por un agente.
Lo difícil fue poder salir. A esa hora transita por la calle Florida un
mundo de gente, y ya toda la cuadra parecía el centro de una manifestación
política. A duras penas pudo el señor Dussek ser sacado, y subido a un auto
de la policía.
Poco después, por orden del juez de instrucción, el bulto fue levantado y
llevado en una camilla hasta la ambulancia. La policía inició un minucioso
registro del local. Hasta los bustos y los cuerpos fueron levantados de sus
pedestales y examinados por dentro, pero inútilmente se buscó el arma. La
pesquisa más cuidadosa no dio resultado alguno. Sólo se hallaron objetos
personales del señor Dussek, algunos no muy recomendables; pero, como
no hacen al caso, no es menester detallarlos.
Tres artistas exponían sus obras en ese momento en la Galería
Rosenberg: en las dos salas interiores, un paisajista y un grabador; en la sala
grande del frente, el escultor Bronzini exponía cabezas, algunos estudios,
torsos y tres figuras de tamaño natural. Todo esto fue revuelto, como ya
dijimos, y puesto patas arriba, pero nada se pudo hallar.
La identificación del muerto se hizo inmediatamente. No sólo llevaba
consigo su cédula, sino también tarjetas y cantidad de documentos
personales. Resultó ser una persona sumamente conocida en el mundo de
los negocios y de las finanzas: el señor Luis Milani, director de la compañía
de seguros “La Mutual”.
Pudo también reconstruirse perfectamente el empleo que había hecho el
señor Milani del que debía ser el último día de su vida. Estuvo en su
despacho toda la mañana, atendiendo los asuntos de rutina de la compañía.
A eso de las once y media recibió un llamado telefónico de su amigo Carlos
Paglioretti —la telefonista le reconoció la voz— diciéndole que estaba con
dos amigos en el “grill” del Plaza, y que se reuniera con ellos para tomar
algo y conversar. El director resolvió rápidamente algunas cuestiones y
cerró con llave los cajones de su escritorio. Dio órdenes a su secretaria y le
dijo que volvería a eso de las tres; después salió.
Momentos después llegaba al Plaza. Buscó a su amigo y lo encontró
conversando animadamente con los otros, alrededor de una mesa.
Paglioretti los presentó. Milani estuvo cordial con todos. No sólo conocía a
aquél de tiempo atrás, sino que en ese momento lo necesitaba como agente
de enlace o algo así. No podía decirse que “La Mutual” anduviera mal, o
que se encontrara en dificultades; los negocios se mantenían firmes, pero el
rubro de los seguros se mostraba cada día más incierto. Existía la
perspectiva de una crisis o de que el Gobierno, como lo había anunciado
varias veces, oficializara las compañías y se hiciera cargo de los seguros en
todo el país. El plan que Milani quería llevar a la práctica consistía en
derivar hacia la capitalización o la financiación de construcciones
colectivas; pero para ello necesitaba nuevos capitales, y aquí entraba a tallar
Paglioretti.
Aunque durante la tertulia no se habló para nada de negocios, Milani
tuvo la clara impresión de que los otros dos tenían alguna relación oculta
con la gestión en que estaba empeñado. Su aspecto no le resultó grato. Uno
de ellos —Rívoli o Rígoli, Milani no entendió bien— era un hombre
pequeño, vestido con llamativa elegancia, de una insoportable vulgaridad,
que denunciaba a la legua al advenedizo, al recién subido. El otro era un
chinazo gordo, callado, no acostumbrado todavía a su traje nuevo, a quien
Paglioretti dio un nombre ridículo, Crisanto Rodríguez, o algo por el estilo.
Conversaron de bueyes perdidos, y a eso de las doce y media Milani se
despidió, después de convenir entrevistarse nuevamente con ellos. Salió del
Plaza y tomó por Florida, para ir a almorzar al Jockey. Al pasar frente a la
Galería Rosenberg vio en el cartel el nombre de Bronzini y se acordó que
tenía interés en ver sus esculturas. (Sobre su escritorio se encontró el último
suplemento dominical de “La Prensa”, con la reproducción de las obras del
escultor.) La puerta estaba entornada; la empujó y entró despacio. Un chico
que estaba parado enfrente declaró después que había visto salir un hombre,
vestido de gris o de oscuro —no recordaba bien—, que había caminado de
prisa por Florida y doblado por Paraguay hacia el río.
Los tres contertulios se quedaron en el “grill”. Después, Paglioretti se
despidió; dijo que era el cumpleaños de su mujer y que tenía que ir a
almorzar a su casa. Los otros, después de un rato, también salieron y
tomaron por Florida. Al acercarse a la Galería Rosenberg advirtieron el
gentío y tomaron prudentemente por la vereda de enfrente. De la Galería
sacaban una camilla y la metían en una ambulancia. Varios agentes de
policía contenían al público.
 

***
 
Lo que desde un principio confundió a la policía no fue tanto la falta de
pistas, para dar con el asesino, como la abundancia de éstas. Cada detalle
suministró el hilo de una pesquisa, y hubo que hacer innumerables
averiguaciones. Pero todas ellas condujeron a una vía muerta.
Quien más indicios procuró fue el propio Milani. Una somera
indagación de su vida dio detalles interesantes. Por lo pronto, se supo que
tenía dos casas, y en cada una de ellas mujer e hijos, que ninguna relación
tenían entre sí. El suceso dio motivo a que se conocieran e intimaran. Las
dos viudas —llamémoslas así —se unieron en la desgracia y se ofrecieron
para coadyuvar en la pesquisa, pero poco es lo que pudieron aportar. Salió
también a relucir una liaison anterior con una mujer del ambiente artístico,
pero ya había muerto y poco o nada se sacó de ello.
Cuando se revisaron los cajones de su escritorio, la caja de hierro y la
del Banco, se reunió un material que hubiera sido muy interesante para un
estudio de costumbres —o de malas costumbres—, pero nada que arrojara
alguna luz sobre el crimen. Los cajones de su escritorio fueron vaciados uno
por uno, y revisados por los pesquisas. Durante un momento, cierta
fotografía de mujer estuvo peligrosamente cerca de la página en
rotograbado de un suplemento dominical, pero los de la policía —por suerte
— estuvieron demasiado atareados para constatar el extraordinario parecido
de algunas figuras. Durante unos segundos, dos reproducciones muy
semejantes estuvieron una junto a otra, y un hombre corrió inminente
peligro de pudrirse toda su vida en la cárcel; pero el empleado hizo un
montón de todos los papeles y los apiló a un costado del mueble. Cada uno
de estos papeles significó una maraña difícil de descifrar, y parecía que a
cada momento se estaba sobre la pista del criminal, pero todo, luego, se
desvanecía como por encanto. Para colmo, los diarios mantenían pendiente
al público acerca de la pesquisa y de las peripecias de la investigación.
El tal Paglioretti también tuvo muy ocupada a la policía durante un
tiempo. Para empezar, no pudo dar ninguna explicación satisfactoria de su
reciente y cuantiosa fortuna. Por último, hubo de confesar que la debía a
negociados, a especulaciones tortuosas y a negocios de agio en la bolsa
negra. Sus relaciones turbias y nada recomendables con Milani parecieron,
por un tiempo, orientar la indagación, pero Paglioretti pudo probar que se
había retirado del Plaza después de la hora del crimen y que no tenía nada
que ver con él. Por otra parte, aunque Milani mantenía el control de la
mayoría de las acciones de “La Mutual” y Paglioretti era su posible sucesor,
este interés y esta rivalidad no pasó de ser una presunción en su contra. De
allí no se pudo pasar.
Los otros dos compinches tampoco salieron bien parados, aunque sólo
desde el punto de vista moral. La justicia les sacó los trapitos al sol, pero
ellos lograron escapar de sus garfios. El tal Rígoli resultó un truhán de
opereta, aparentemente sospechoso, pero en el fondo un infeliz. No era más
que el testaferro de Paglioretti para sus negocios sucios; el otro, Crisanto
Rodríguez, resultó no ser más que un provinciano rico, dueño de vastísimos
campos por el norte, atraído por el cebo de los negocios suntuosos.
Otros muchos testigos desfilaron: el escultor Bronzini y los otros
expositores, quienes poco es lo que pudieron decir acerca de la
concurrencia a la exposición; el personal de la oficina —empleados,
telefonistas, ascensoristas, porteros, etc.—, el personal de servicio, amigos
y conocidos que no hicieron más que complicar las cosas sin aportar nada
útil.
Quedaba el pobre señor Dussek, que seguía detenido e incomunicado,
en su calidad de casi testigo presencial del crimen. El señor Dussek revivió,
poco más o menos, los días de sus pasadas andanzas con la Gestapo, pero
nada se le pudo probar que indujera a sospechar la mínima relación con el
crimen. Después de dos meses de encierro tuvo que ser puesto en libertad y
sobreseído. Los diarios dejaron por fin de ocuparse del crimen, y la policía,
desorientada, confió en que el azar y el tiempo le trajeran el esclarecimiento
deseado.
 

***
 
El señor Dussek estaba en su escritorio arreglando papeles cuando oyó
pasos en el corredor. Levantó la vista y se encontró con el escultor Bronzini.
Se dieron cordialmente la mano.
—Venía a felicitarlo —le dijo éste—, por la feliz terminación de sus
penurias. Nunca hemos dudado un minuto, ni yo ni todos los que lo
conocemos, de que usted fuera inocente.
El señor Dussek sonrió detrás de sus anteojos.
—Yo tampoco he dudado nunca —dijo, e invitó al escultor a sentarse—.
Pero han sido largos estos dos meses —añadió, y quedó un rato en silencio
—. Hablando de otra cosa, ¿cómo le fue con su exposición?
—Magníficamente. Fue una romería; todo el mundo quería ver la sala,
no por los trabajos, claro está, sino por el crimen; y eso que cometieron la
tontería de lavar la alfombra
—¿Vendió mucho?
—Prácticamente, todo. Ahora ya tengo la clave del éxito; cada vez que
haga mis exposiciones trataré de que se cometa un crimen.
—¿Vendió la “Flora” también?
—La “Flora”, no.
—¿A pesar del ofrecimiento que le hicieron del Museo de Bellas Artes?
—A pesar de ese ofrecimiento.
—Me lo figuraba.
—¿Por qué se lo figuraba?
El señor Dussek no contestó. Después de un instante, dijo:
—Y si yo le ofreciera comprársela, ¿me la vendería?
—Esa figura no la vendo, Dussek, por todo el oro del mundo.
Dussek miró al escultor con sus ojillos risueños.
—Lo comprendo —dijo al cabo—. Es lo mejor que usted ha hecho. Es
el trabajo de un maestro, en toda la extensión de la palabra. Pero es curioso
que no haya querido cederla al Museo. ¿Quizá tiene para usted algún otro
valor que no sea el exclusivamente artístico?
—Quizá…
—Me parece que recuerdo a esa modelo. Creo haberla visto alguna vez
por aquí. Además, usted me ha mostrado una serie de dibujos y esbozos
preparatorios; debe ser una mujer encantadora. ¿La conoce usted bien,
Bronzini?
—La conocía. Ya murió —dijo Bronzini en voz baja.
El señor Dussek siguió hablando como para sí:
—¡Qué magnífica figura! Tengo aquí el recorte del suplemento donde
salió reproducida, Y no me canso de contemplarla. La calidad del modelo,
la vibración del busto bajo el chal que lo cubre, la perfección de los brazos,
la forma en que están equilibradas las líneas, todo, me parece magistral. —
Buscó entre unos papeles y quedó mirando una figura…— Con unos años
menos, yo también me hubiera animado a cometer cualquier atrocidad por
ella…
_¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir, mi querido Bronzini, que yo también me he ocupado de
este enigma, Y que tengo mi hipótesis, mi hipótesis particular sobre el
criminal.
—¿Cómo así?
Dussek quedó un instante en silencio. Luego dijo en voz baja:
—En estos dos meses de cárcel he meditado mucho sobre este suceso.
Un poco por matar horas perdidas, otro poco por instinto de salvación. Era
el primer interesado en que el crimen se aclarara cuanto antes.
—¿Y qué ha descubierto?
—Eran largas las horas en la celda —continuó Dussek sin contestar la
pregunta—. E infinidad de veces me he preguntado cómo y con qué fin
pudo cometerse el crimen. No sabía nada de la víctima, ni tenía noticia de
su existencia; pero poco a poco he ido concretando una hipótesis.
Bronzini lo miró interrogativo.
—Sí, como le digo— continuó Dussek—, no sabía si tenía enemigos y
si alguien deseaba matarlo. Pero me he leído un montón de diarios, y
despacio, despacio, he ido atando cabos hasta hacer me una idea de lo que
ocurrió.
—¿Y qué cree usted que ocurrió?
—Para decírselo en pocas palabras, tengo la impresión de que Milani
cayó en una trampa… —Hizo un paréntesis, miró de soslayo con sus ojillos
a Bronzini, y continuó—: Si alguien deseaba matar a Milani, el salón, a esa
hora, se prestaba admirablemente. La víctima estaba sola y el asesino pudo
ultimarla tranquilamente, y luego huir sin peligro. Pero, para aprovechar esa
oportunidad, era menester que el asesino hubiera seguido a la víctima, y no
hubo nadie que siguiera a Milani. ¡El asesino estaba aquí adentro, Bronzini!
Pudo haber entrado por casualidad, aprovechando la puerta entornada. El
chico —ese chico que estaba aquí enfrente y que vio entrar a Milani— ha
declarado que no vio a nadie detrás de él y que, por el contrario, alguien que
no era Milani salió apresuradamente instantes después. ¿Qué hacía ese
hombre aquí sino esperar a la víctima, y no a una víctima cualquiera, sino
precisamente a él? ¿Cómo podía saber ese hombre que Milani entraría a la
casa de exposición? ¿Y cómo pudo esconderse aquí sin que yo, que había
apagado las luces y entornado la puerta, lo viera? Ese fue el enigma que me
planteé en la cárcel. Y después de mucho pensar, he llegado a una
solución…
—¿Cuál es la solución?
—Yo no soy un detective, Bronzini. No soy más que un pobre
comerciante, vapuleado por la policía de dos continentes. Pero, quizá por
motivos profesionales, me intereso mucho por las cosas del arte. Créame, su
exposición ha sido magnífica, pero nada de ella ha sido comparable a esa
“Flora”. He repasado una por una las fotografías del catálogo, y cada vez
me convenzo más de que fue esa figura la que sirvió de cebo.
—¿De cebo?
—Sí. Se me ocurre que el asesino no conocía al hombre a quien deseaba
matar, que tenía algún viejo y tremendo rencor contra alguien a quien
deseaba individualizar a toda costa. Milani, al enfrentarse a la “Flora”,
debió haber hecho algún gesto, pronunciado una palabra que lo delató. Y
entonces el hombre, agazapado en la sombra, no titubeó: tuvo la súbita
intuición de que ésa era la persona a quien buscaba y disparó contra ella.
—Todo eso es muy hipotético —dijo Bronzini con aire de duda—.
¿Cómo podía saber el asesino… el hombre, digamos, que Milani visitaría la
exposición, y cómo podía saber que era él a quien buscaba?
—Todo eso ya lo he pensado —dijo Dussek—. He tenido muchas horas
para pensarlo. En realidad, creo que no necesitaba descubrir a su hombre en
ese instante; podía saber muy bien que el objeto de su venganza, o de su
rencor, o de su odio —qué sé yo—, era precisamente Milani, y al verlo allí
pudo ese odio exacerbarse. Y en cuanto a su visita a la exposición, recuerdo
que la noticia de la misma se publicó en todos los diarios, y que varias
esculturas salieron reproducidas en el suplemento de “La Prensa”.
Precisamente tengo aquí el recorte de “Flora”… ¡Qué hermosura!—dijo,
contemplándola una vez más—. Sería cuestión de saber —agregó al cabo
de un instante—, si Milani tuvo algo que ver, alguna vez, con esta
muchacha. Eso le sería muy fácil averiguarlo a la policía. En ese caso,
estaríamos casi sobre la pista del criminal.
Bronzini levantó la cabeza.
—¿Piensa usted —preguntó después de un momento— comunicar su
hipótesis a la policía?
—Quizá —contestó Dussek sin mirarlo— quizá…
—En ese caso, puede agregar algo más: que Milani fue un perfecto
canalla, y que Flora ya está vengada. Ahora lo que venga no me importa.
Dussek se levantó de su sillón y le puso una mano sobre el hombro.
—Mi querido Bronzini —le dijo, saboreando la escena como si fuera
espectador de la misma—. Mañana me embarco para Hamburgo. No he
tenido suerte en este país, y, por mal que me vaya por allá, no me va a ir
peor que aquí. Usted es para mí el primer escultor de la Argentina y tiene
toda una vida de triunfos por delante. Sólo quiero pedirle un favor —agregó
—. Aquí tiene mi dirección en Hamburgo —y le alcanzó una tarjeta—.
Cuando tenga tiempo, sáquele un calco a la cabeza de la “Flora” y
mándemelo. Yo también estoy enamorado de esa figura. ¿Fuma usted?
Y le ofreció su cigarrera con gesto amistoso.
UNA BALA PARA RIQUELME

FACUNDO MARULL

En 1950 FACUNDO MARULL obtuvo uno de los dos


primeros premios en el certamen de cuentos policiales realizado
por la revista “Vea y Lea” y la editorial Emecé. El cuento premiado
era Una Bala para Riquelme, que integra el presente volumen.
En 1941 publicó un tomo de poesía: Ciudad en Sábado; el resto
de su obra ha aparecido en distintas revistas y publicaciones de
Buenos Aires.

“De mortus nihil nisi bonum.”


 

El Torpe pasó ante el café “El sol naciente” sin entrar, con lo cual
consumó un hecho insólito. Decir que nos dejó con la boca abierta y
desagradablemente asombrados es usar los términos veraces y acordes a
nuestro estado de ánimo. Porque la explicación es como sigue:
constituíamos una comunidad tan armoniosa y estricta que a ninguno de sus
fieles se le ocurría aventurarse más allá del núcleo de mesas y parroquianos
que la formaban para penetrar en el mundo riesgoso de la ciudad. De
manera que, sin ser amigos, todos nos conocíamos en “El sol naciente”, y
cuanto ocurría y le pertenecía nos era común a todos, aunque el mísero
ambiente del café poseía sus grupos bien definidos, invariables, ajenos entre
sí. Y distribuidos de manera que la mesa de la vidriera nos correspondía al
Torpe, a Sender, al Gato y a mí; la segunda hacia el interior, a los
quinieleros; enfrente, a un sastre italiano que recordaba París; después a los
maquereaux y aspirantes menores, y así hasta el fondo, donde se recluían
los ladrones. Todos nos desplumábamos a los dados durante el día, sin
variantes. Era un café tranquilo, inocente, y sólo nos regía la mirada sin
patria de un soplón desafortunado.
Bien; el caso fue que quienes nos hallábamos más hacia la entrada nos
volvimos extrañados por la conducta (casi una infidelidad) del Torpe
Rodríguez; pero, sin dar tiempo a nadie a hacer algún comentario, se detuvo
de pronto para sostener por las delanteras del saco a un vendedor ambulante
que se hallaba entretenido maltratando a un pequeño gato. Y con un recio
upper cut le proporcionó una incómoda posición sobre la locomotora de un
manisero.
Yamada, el camarero del café, felicitó al Torpe en su idioma
sobrecargado de eles, en razón de que ambos compartían una difícil
creencia, cuyas raigambres se extravían para el curioso en las encrucijadas
de las huellas morfodeístas (ver Rafn, “Antiquitates”, etc.), y que se referían
a esa clase de animales. Los demás nos limitamos a hacerle sitio porque lo
sabíamos apenado a causa de las torturas sufridas por el felino.
Aquella tarde no sucedió nada más.
Porque Riquelme llegó a la noche. Y la mujer, y el resto.
A ninguno de los que estábamos rodeando la mesa, cuya frecuentación
ejercíamos por el derecho que nos otorgaba la consumición de un café por
parte del Gato, a ninguno de todos, se nos hubiera ocurrido nunca que el
Torpe poseía juntas dos monedas que sumaran más de diez o quince
centavos. De manera que, cuando colocó su moneda de diez en la mesa, y
además ordenó (ordenó tal vez sea poco, pero sea) a Yamada los tres cafés
que faltaban en el grupo, ninguno de nosotros aceptó el desafío de aquella
moneda “handicapeadora” que estaba ahí, según declaración de su legítimo
propietario, opuesta a cinco centavos más el derecho a tirar tres veces
contra una hasta el full victorioso. Al rato, y tal vez tentado, Sender, que
casi habitualmente guardaba monedas en sus bolsillos, recogió el guante:
puso cinco centavos sobre la otra moneda y pasó el cubilete al Torpe. El lo
sacudió largamente, sopló en su interior, miró en dirección al inútil
ventilador del techo, mientras murmuraba algo parecido a una plegaria,
volcó el cubilete y lo mantuvo apretado contra la mesa, mirándonos
fieramente. No había más que tres dados en el cubilete, pero, durante los
quince minutos que transcurrieron después, no apareció la jugada ganadora,
porque las muchas combinaciones posibles burlaron la copiosa aparatosidad
y las fórmulas ciegas del Torpe. Sender transpiró, pero logró un par de tres
que le salvaron su dinero. y el Torpe sonrió.
—Van diez más contra una escalera.
Colocó honradamente su moneda en el centro de la mesa y el juego
continuó. Siendo las 20,20, como dijeron los diarios a la mañana siguiente,
entró Riquelme. El Torpe lo vio por el espejo de propaganda del Ocho
Hermanos; perdía a esa altura de los acontecimientos, y tras una larga y
recargada función de alternativas más o menos monótonas, la suma de un
peso veinticinco; es decir, había ganado de lo que había perdido, pero al
final de cuentas había perdido. El Gato no fumaba, pero yo me atasqué de
tabaco a cuenta de los beneficios de Sender, de tal manera que, cuando fui
al hospital a raíz de la afección sufrida, el médico accedió a obsequiarme
dos cajas de inyecciones de esas que se destinan a una enérgica
desintoxicación bronquial y cuya venta está penada por la ley en razón
directa de su gratuidad. No conocí los beneficios que pudieran haberme
proporcionado las ampollas, pero tampoco la ley se ocuparía de mis
transacciones comerciales, sin contar con que actué discretamente.
Riquelme entró con pesadez, como convenía a sus ocupaciones, que
consistían, aproximadamente, en hacerse subvenir por noctámbulas furtivas.
Gracias a sus plácidos recursos económicos, Riquelme vestía de impecable
gris plomo; el sombrero gris perla, la corbata de seda, también gris, camisa
blanca de cuello blando y botines de charol negro, con polainas también
grises. Su Ocupación del tiempo se dividía entre dedicar buena parte del
mismo a la pulcritud de sus uñas y a arriesgar al frenesí del cubilete sumas
cuyo monto hubiera bastado para vestir, como a él, a cualquiera de los
parroquianos del café. Se supo, tiempo después, que se constituían grupos
en sociedad para tratar de despojado, mediante los recursos del azar, de
algunas cantidades que nunca satisficieron a los confabulados: éramos
demasiados.
El buen Riquelme, sentándose a la mesa de costumbre, pidió a Yamada
bicarbonato doble, mientras desplegaba ante sí el programa de las carreras
del Hipódromo y nos miraba con inmodesta presunción. Sabíamos que él
tenía la costumbre de cenar, pero considerábamos de dudoso gusto exhibido
públicamente. Nos manifestamos naturalistas en nuestras expresiones que le
dedicamos casi a coro y que se referían a la desafortunada parte que le
correspondía en su amistad con una señora presumiblemente rubia y viuda,
relación cuyas noticias llegaron al café de fuentes inconfesas. Aparte de
nuestras apreciaciones, tal vez un poco entusiastas como reacción, existía
en verdad una situación irregular entre Riquelme y la joven supuesta viuda;
en tanto que él se rodeaba de méritos ante la señora, méritos que consistían
en numerosas entregas de dinero en efectivo, supuesto homenaje a la
apariencia estructural de la favorecida, ella correspondía con espaciadas
comidas y diarias cortesías, corrientes y adecuadas, que terminaban en la
puerta de la calle. Pero se decía que Riquelme amaba. Y cuando un hombre
sin ley o con un sentido estrictamente personal del orden de cosas que la ley
establece como ajenas a ella, por esas extrañas e inexploradas virtudes del
carácter, se enamora, no hay más que dejarlo solo para comprobar, con el
tiempo, hasta dónde puede llegar. Yo pienso, cuando no tengo algo más
interesante que hacer, y he llegado a suponer que los ángeles nada pueden
en salvaguardia del enamorado; he visto, no recuerdo si en el cementerio o
acaso en algún álbum de reproducciones artísticas, un grupo de ángeles
blancos llorando desconsolados. “He aquí —me dije en la oportunidad—
los ángeles del hombre enamorado.” Nunca he sabido de nadie que en tan
desastrosas condiciones haya llegado a algo. En cuanto a Riquelme, no creo
que nadie lo considerase una excepción: él entregaba su dinero a la
sospechada de rubia y en cambio recibía reticencias y un pudoroso retener
la mano regordeta en cada despedida. Aquello duró lo suficiente como para
que se enterara hasta el soplón, y nada de bueno augurase todo. Estas
situaciones irregulares acarrean violencias innecesarias. Yo debía haberlo
previsto, pero uno no puede estar en todo. Y la claridad se hizo en mí, como
dicen los que se arrepienten y en seguida cantan himnos, cuando vi a la
mujer de Riquelme ahí, casi a mi lado, detenida en la puerta.
No la miré más que una vez. Y no porque ella no lo mereciese, sino
porque el asunto empezó en seguida: la mujer, despeinada y presa de una
angustiosa sofocación, se detuvo un instante donde yo la viera, para buscar
con la mirada a alguien. Entonces Riquelme, que también la vio, estiró su
presencia impecable poniéndose de pie junto a la mesa que ocupaba, porque
su prestigio le impedía acercarse y, por el contrario, le dictaba esperar que
ella lo hiciese. Pero, ella se tomaba su tiempo, mientras yo hacía mis
consideraciones mentales sobre la conducta de Riquelme, desaprobándola,
porque no siempre corresponde someterse a los principios, que son una
forma de esclavitud.
La mujer vio al Torpe. Lo que no puedo asegurar es si el Torpe la vio a
ella; pero, cuando la mujer gritó, el Torpe, que es sumamente largo y
delgado, en el tiempo que necesitó el gatillo para caer sobre el percutor,
estaba pegado al zócalo de la pared y oculto por la puerta de vaivén, a la
que mantenía inmóvil en un ángulo de dieciocho grados con relación a
Riquelme.
Yo sólo vi el principio y el fin. Y no creo que nadie que no sea la policía
me lo reproche: vi a la mujer llorosa arrojándose a las rodillas del Torpe y
señalando luego a Riquelme.
—¡Querido! ¡Te comió los gatitos blancos! ¡El canalla! ¡Me obligó a
preparárselos con salsa Perry!
El balazo sonó justamente con el pocillo de Sender; después supe que el
autor del disparo fue Riquelme, y además me enteré de los detalles. Pero
eso fue después. Inmediatamente pugnamos el Gato y yo disputándonos el
hueco (felizmente vacío) destinado al radiador de la calefacción. Sender,
más afortunado, planeó a través de la ventana hacia la calle, pero no se
lastimó con el golpe sino con el cristal, que después de todo sólo le ha
dejado una pequeña cicatriz visible y que, si se ignora el origen, le suma
méritos. Claro que él dijo que el cristal ya estaba roto por la bala cuando
salió, pero, de cualquier manera, no me imagino cómo se las van a arreglar
para cobrárselo.
Los balazos continuaron. El sastre, a quien interrumpieron cuando
entonaba con bella voz C'est mon homme, tres quinieleros y dos aspirantes,
fueron los que quedaron de este lado de la puerta del pequeño excusado,
porque no cabían todos. Mientras yo le colocaba la rodilla en la garganta al
Gato y él me pisaba sin consideración el epigastrio, ya que no había manera
de que entrásemos al mismo tiempo en el hueco, oímos a la mujer que
gritaba: “¡No!”, como sólo puede hacerla una mujer, en tanto corría al
encuentro de Riquelme, que cargaba otra vez.
Hubo entonces lo que podría llamarse un silencio, y, para ofrecer una
clara y comprensible medida del mismo, un silencio de redonda. Pero no
nos atrevimos a salir, aunque entonces vi otra vez: la dama corría en
dirección a Riquelme, quien terminaba de llenar el tambor (reconozco su
superioridad, en lo que a mí se refiere, por unos décimos de segundo) y se
trababa en riesgosa lucha con ella. Entonces el Torpe se desprendía de la
puerta y con sus tremendas piernas daba dos pasos sin competencia, que
terminaron junto a la pareja. Vi su puño como un destello y entonces creí
que se rompía algo más, pero no: era la mandíbula de Riquelme. Creo que
fueron tres mesas las que éste afectó cuando se fue de espaldas hacia el
rincón donde se hallaba la máquina “express”.
Cuando se incorporó, lo hizo con una silla en alto que descendió en
impecable parábola sobre la cabeza del Torpe, que trató de asirse, pero
demasiado tarde: lo vimos estornudando bajo la mesa vecina. Y aquí está lo
que he dicho siempre: pongan un revólver en manos de una mujer y no
estará satisfecha en su curiosidad hasta que lo descargue sobre alguien de la
familia. Tal vez se deba a una remota distinción preferencial.
Riquelme, andando a gatas, buscaba su revólver por debajo de las
mesas, cuando lo vi en manos de la mujer, que lo curioseaba. Entonces yo,
que lo sabía en poder de la inexperiencia, traté de desalojar al Gato a viva
fuerza del hueco, metiendo mi cabeza por el costado inferior de sus
costillas, entre éstas y la pared. Todavía pude ver a Riquelme desarmando
otra silla sobre la parte superior del Torpe, y a éste coceándolo desde el
suelo en pleno vientre, lo que hizo que Riquelme se fuese contra la puerta,
la cual cedió, provocando su caída en plena acera, de cara al cielo. Nadie se
movió, esperando el próximo movimiento de los actores. Y, en efecto,
Riquelme reapareció, enfurecido como un toro de lidia, y nos distribuyó una
torva mirada circular. Estaba magnífico, el pobre.
Entonces empezaron esos malditos disparos otra vez, que uno sabía mal
dirigidos. Cuando sonó el último y hubo la evidencia de que la mujer no
contaba con más proyectiles, nos dispusimos a salir; pero un tropel salvaje
nos hizo refugiarnos otra vez en el hueco del radiador, al Gato y a mí: eran
los protegidos del fondo que, con Yamada a la cabeza, huían para no
comprometerse. Pero vaya usted a engañar a la policía; allá fuimos todos en
el término de dos días.
Por eso hubo tiempo sobrado para las complicaciones, y el asunto no
terminó con claridad y normalmente, como todos habíamos pensado; no nos
llamaron como testigos, sino que nos encarcelaron a todos por sospechosos.
Que Riquelme había fallecido a consecuencia de un balazo en el vientre, no
se puso en duda. Pero lo que llamaba la atención e inquietaba a la policía
era el balazo que lucía Riquelme: no correspondía a los disparos efectuados
en el café. Y la señora no necesitaba más que un abogado para salir del
asunto y dejar negros a los peritos policiales.

***
Entonces apareció Leo, el de la 4ª. Sir John C. Raffles, como él se hacía
llamar.
—El caso del sexto balazo, dicho sea con todas las reservas que merece
el sumario, deslinda responsabilidades: el primer impacto de la serie A (que
no nos interesa) lo recibió el pocillo de café que se hallaba sobre la mesa
ocupada por uno de los actores del drama y otros; los restantes cuatro
muestran su evidencia y la correcta dirección en que fueron efectuados,
porque aún permanecen incrustados en la madera de la puerta. Correcto.
Quedan ahora los cinco disparos que le siguieron; designarémoslos como
los de la serie B. La señora (aquí una inclinación hacia la hipotética viuda,
porque nos habían trasladado a todos a “El sol naciente”, donde
permanecíamos a puerta cerrada), la promotora del incidente, disparó la
carga completa, según ha quedado establecido, sin herir al finado. Prueba
fehaciente son los cinco impactos dispares debidamente registrados y
clasificados por la inspección ocular y el peritaje balística llevado a cabo en
este recinto. De donde se deduce, como sostiene la Superioridad, de cuyo
punto de vista me corresponde el honor de participar (y aquí una
interrupción no localizable, a la que Leo prestó oídos sordos), que un
heridor cuya conducta ha escapado a la atención de los testigos que resultan
del hecho, y que se oculta en el grupo que animaba la concurrencia, fue el
autor del sexto disparo que truncó la animosa si bien lamentable carrera de
Riquelme. Recordar con exactitud está sujeto a tal cantidad de
incertidumbres como factores gravitables en el estado psíquico de cada uno;
y prueba de ello es que nadie, entre ustedes, interrogados por turno, pudo
afirmar haber oído tal cantidad de disparos. Para ilustración de ustedes daré
una prueba, interesante como experimento: interróguese a un número
cualquiera de asistentes el día posterior a un concierto sobre el color de la
batuta con que el director conducía su orquesta, y se obtendrán tantas
respuestas diferentes como personas sometidas al experimento. Resultado:
el hombre dirigió su conjunto sin batuta.
Festejamos con simpatía el aserto de Leo el de la 4ª; pero, a pesar de
todo, él volvió a la carga:
—Bien, ya veo que la cordialidad nos va ganando a todos. Trataré de
corresponder dignamente a tal manifestación de aprecio: ¡O me dicen quién
fue el autor del sexto disparo o envejecen todos en el calabozo, porque no
pienso permitir que se cierre el sumario aunque pasen veinte años!
Como es natural, todos mirábamos a otro lado. Leo acercó sus anteojos
de acusada miopía para simular que observaba uno de los impactos con
exagerada atención, pero a nadie escapó que esperaba la respuesta
reveladora. Por último se volvió.
—Vamos. El responsable de la muerte del pobre hombre sabe que a mí,
por lo menos a mí, no se me escapa nadie. Aparte, alguien debe haber visto
algo… Recuerden que yo reintegré al calor de su hogar a Opez y Villegas,
arrancándoselo de las garras al pibe Anselmo cuando lo mantenía
secuestrado en el irreductible bastión de su morada: Recuerden también que
lo reduje sin salir de casa y consideren que ahora me tienen de cuerpo
presente, como quien dice; soy como esas novias a quienes creemos haber
olvidado y con quienes nos hallamos un día, de pie, escuchando la lectura
del contrato por un oficial del Registro Civil. (Escalofriantes reminiscencias
en el auditorio.) Inductivamente, ya sé quién mató a Riquelme. Que se
confiese el autor y ahorraremos emolumentos al Estado, que bastante caro
le estoy costando.
Ni una boca dijo “ésta es la mía”.
Leo se volvió a Yamada.
—Café para todos. Vamos a darles tiempo para que se decidan. Alguno
hablará.
Yamada hizo un ademán de sorpresa y alarma, que se metamorfoseó en
una expresión de feliz agradecimiento cuando Leo le explicó que pagaría él.
Entonces pedí que se me permitiese ampliar mi opción hasta café con leche
y pan y manteca. Leo hizo una generosa indicación a Yamada. El ambiente,
gracias a mi acertada intervención, se hizo entonces menos tenso.
Algunos aspirantes se mostraban de buen humor por lo que significaría
esa aventura para ellos, cuando sólo quedase en la memoria la confusa
leyenda del escándalo; otros, graves porque trataban de aparentar que
lamentaban la pérdida sufrida por la hermandad, a la cual aun eran extraños
por incapacidad innata (véase José Ingenieros, “Simulación en la lucha por
la vida”, y otros); y otros, de jeta estirada, dispuestos a asumir la culpa por
amor a la carrera.
Me volví; la vanidad es algo más digno. La rubia de los disparos había
adoptado una actitud de viuda, pero su apariencia me fue difícil adjetivar.
Sender meditaba sobre la honrada posibilidad de instalar un taller para la
compostura de instrumentos musicales. El sastre italiano, pespunte ando
una solapa, entonaba bajamente La Madelon, versión libre. Yamada, que
por su carácter racial se hallaba ajeno a las sospechas, desempeñaba sus
funciones habituales. Faltaba el soplón, que se encontraba ausente a raíz del
fuerte colapso sufrido y del cual se asistía en la Asistencia Pública, bajo
vigilancia. Leo, el de la 4ª, revisaba los agujeros producidos por las balas,
sin desechar su aire socarrón. El Torpe, enfurruñado porque no se le
permitía aceptar el desquite que le ofreciera Sender, se dedicaba a mirar los
espejos con aire ofendido. El Gato Rodríguez chupaba un escarbadientes
como un fumador, su antigua costumbre. Y yo esperaba legítimamente que
alguien me ofreciese un cigarrillo, porque había concluido mi café con
leche, pan y manteca.
Como se ve, las cosas andaban demasiado bien para que aquella
tranquilidad durase mucho. Rara vez estoy desprevenido, pero debo
confesar que en esa oportunidad Leo anduvo bastante rápido. De improviso
me encaró, precisamente cuando yo, que esperaba un ataque, dejaba de
aparentar encontrarme distraído y confiado.
—P. H., ¿qué tiempo emplea usted para cargar, en caso de apuro, un
revólver?
Para no aparentar que lo pensaba contesté en seguida. Y él comprendió,
entonces, que se hallaba ante un digno adversario.
—¿Quién de los presentes puede igualar su performance?
El oficio de delator se cuenta entre los pocos que no he desempeñado,
pero luego pensé que de cualquier manera Riquelme, el pobre, ya no podría
ser perjudicado, y le hice notar honestamente que, entre los presentes, si era
que se lo podía enumerar ya que nos reunía su causa, sólo admitía la
supremacía, por escaso margen, del finado.
Entonces, Leo perdió pie bellamente. Lo consigno para quienes aprecian
las verdaderas piezas policiales. Atacó de frente y esto lo perjudicó.
—¿Requiere larga práctica, pericia, o existe un recurso tramposo para
lograrlo?
Se arrepintió de su imprudencia, pero era tarde. Yo me había refugiado,
con todo derecho, en un silencio profesional, y, para demostrárselo, aparté
la taza vacía del café con leche. El captó la intención y se volvió
bruscamente. Un dejo de lamentable reproche tenía su voz cuando habló
otra vez.
—Tengo que ganarme la vida y no encuentro más que incomprensión y
susceptibilidades a mi alrededor; vine engañado con la convicción de
encontrar gente dispuesta a preferir el ejercicio de la justicia, fundamento
del orden en toda sociedad, y me encuentro con quienes someten a
apreciaciones personales los recursos de la institución que me honra
representar; alargo mi mano amiga inspirado por la solidaridad de las
funciones sociales, y, precisamente, aquel en quien confío, con el que creo
contar, me vuelve la espalda seducido por el ergotismo falaz del
individualismo. Entonces, señores, me queda un solo camino: recojo el
guante y pronuncio, como el otro: “Echada está la suerte, ¡guay de los
vencidos!”
Estuvo magnífico, casi académico; todos convinimos en que aquel gesto
debía ser registrado por la tradición para que perdurase en los anales de “El
sol naciente”. Dio varios pasos con la cabeza erguida y se detuvo de
espaldas a la puerta, custodiada por dos policías que descansaban ya en uno,
ya en el otro pie. Su misión era la de alejar a los curiosos ocasionales y
garantizar nuestra permanencia en el interior. Leo nos miró pensativo
durante un tiempo y comenzó un paseo que luego se hizo largo, y, a juzgar
por los resultados, bastante fructífero. Iba y venía por el local, se detenía
ante alguno de nosotros, lo miraba un rato insistentemente y meneando la
cabeza en señal de duda. Aquello era monótono, si no aburrido. Por eso casi
nos alegramos cuando sonó el teléfono y Leo, el de la 4ª (el magnífico,
como se lo llamó más tarde), se acercó al aparato. Estuvo atareado varios
minutos en una conversación en la que abundaron exclamaciones, respingos
de sorpresa, alaridos que exteriorizaban satisfacción y risas. Por último,
colgó el auricular, y, ubicándose en una mesa como parroquiano
despreocupado, pidió a Yamada una copa de coñac y un café bien caliente,
para en seguida comportarse como si nos ignorase. No le he perdonado tal
grosería, y me indigna recordado.
Al rato llegó un policía uniformado, portador de un envoltorio que
entregó a Leo, el de la 4ª, quien extrajo de entre aquellos papeles el revólver
de Riquelme y una bala. Luego se acercó a los cristales y se dedicó a
curiosear ambas piezas con intrigante minuciosidad. Comprendí que todo
había terminado y me dispuse a retirarme, pero él me advirtió amablemente
que aun se requería mi presencia por un tiempo. No quise malherir su
vanidad y me quedé. Lo que sucedió en seguida me sugirió la siguiente
reflexión: se claudica amargamente a veces, y eso es lo triste; la conducta,
cualquiera que sea, debe ser defendida con lucidez hasta en la
desesperación.
Leo se volvió para enfrentarse con el Torpe, que, entretenido en
concertar un próximo encuentro a los dados con Sender, recibió una
sorpresa.
—¿Reconoce el arma empleada en el hecho que nos ocupa?
El Torpe sonrió con amargura.
—Ya no me siento seguro, señor. Me han preguntado tantas veces lo
mismo y he visto esa arma tanto, que me estoy familiarizando con ella.
—¿La vio en otra ocasión, aparte de aquella en que se supone fue
descargada sobre su legítimo propietario?
—Para decirlo de una vez, la vi por primera vez en este mismo lugar.
Leo le volvió la espalda antes de que terminara de hablar, para acercarse
amablemente a la única dama que asistía a aquella reunión. Se inclinó ante
ella mientras le mostraba el revólver en una muda pregunta, a la que
respondió la señora asintiendo, mientras deslizaba su mano por los cabellos
en una inequívoca muestra de coquetería.
—Ese es, señor.
Leo se irguió para mirarnos a todos como quien indica un ejemplo
loable ante la incomprensión y malas formas mostradas por los demás en
idénticas circunstancias. Pero yo estaba muy triste por todo y filosofaba sin
interés sobre lo que veía. Leo insistió aún ante la señora.
—¿Declaró usted, señora, haberlo descargado sobre su antiguo
pretendiente durante un momento de ofuscación, consecuencia del mal trato
y los riesgos a que exponía a su amigo?
La rubia hizo un mohín infantil de indignación.
—Sí, señor; ya he declarado que mi actitud fue incontrolada, aunque
debo manifestar que Riquelme se merecía el trato que recibió y lamento no
haberle disparado la bala que lo tumbó.
Leo se apartó hasta la mesa próxima, colocó el arma y la bala ante sí y,
cruzando los brazos, se quedó mirando hacia la entrada, sonriendo como si
pensase en algo muy agradable. Luego anduvo unos lentos pasos, adoptó
una grave expresión de condolencia y se me acercó.
—P. H., espero que no me guarde rencor. He tenido que proceder como
un policía y me entristece presentir que pierda su amistad.
Le respondí con un epíteto digno del sitio de Troya, y en seguida,
volviéndome con dignidad a Sender, le solicité un cigarrillo. Leo se acercó
entonces hasta la puerta batiente y, golpeando los cristales, llamó la
atención de los dos policías que la custodiaban para hacerles indicación de
que entrasen.
Los dos uniformes se alinearon ante la puerta, y entonces Leo, el de la
4ª, se decidió bruscamente y señaló con el dedo al Torpe, casi acostado en la
silla que ocupaba.
—Detengan a ese hombre.
“Defenderse con lucidez, hasta en la desesperación”, me repetía yo,
enamorado de mi frase, mientras la viuda gritaba por segunda vez en ese
mismo café, y toda la concurrencia, salvo honrosas excepciones, se lanzaba
bajo las mesas. Un espectáculo que me resigné a mirar con repugnancia.
Leo se había vuelto velozmente para indicar con el brazo extendido que
se observase a la señora mientras ella evidenciaba imprudentemente su
pericia, recogiendo con presteza el revólver y la bala de sobre la mesa
donde los había dejado Leo, introduciendo en un tiempo casi record el
proyectil en el tambor que, aparentemente, no era movido de su sitio. La
rubia aulló:
—¡Nadie toque a ese hombre!
Y, amenazando a unos y a otros, se encaminó a la salida, escudada por
el revólver. Leo hizo una indicación a los policías, que abrazaron a la
señora, al tiempo que el percutor funcionaba inútilmente. Y acercándose a
ella, le retiró el arma de las manos.
—Esta vez no disparó, señora, porque es un proyectil de utilería. Como
todas las cosas bien pensadas, el caso es muy sencillo: nos llamaron la
atención en el arma ciertas limaduras que hacían peligroso su uso por la
facilidad con que podía deslizarse el tambor; pero la intriga resistió cuatro o
cinco suposiciones para mi mente policial, hasta que, basado en la
comprobación pericial de que la sexta bala había sido disparada con el
mismo revólver y en el hecho de que el arma no había pasado, ni por un
instante, a las manos del orgulloso y hábil P. H., forzosamente debió ser
disparada por usted. Entonces reconstruí: el imprudente de Riquelme puso a
usted al tanto del mecanismo de su arma, sin suponer que la misma podía
volverse en su contra en la primera desavenencia. Y ésta ocurrió cuando
Riquelme, que se sospechaba engañado, descubrió sus relaciones
clandestinas con el Torpe y, por lo tanto, no sólo se vengó cenando los
animalitos favoritos de su rival, sino que se negó a continuar entregando a
usted las sumas regulares. Con el propósito de culminar su venganza, vino
al café, donde sabía que encontraría al Torpe, y comenzó a provocarlo, pero
no contaba con que usted irrumpiría en su programa para la gresca que se
traía programada, y menos previó el fin que sufriría en sus manos. Porque,
cuando Riquelme volvía a cargar su arma y usted trataba de impedírselo,
alguna bala debió caer o quedar sobre la mesa, bala que usted, inspirada por
las circunstancias y por su conocimiento de los recursos de aquella arma,
disparó matando a Riquelme con el primer disparo, para luego dedicarse a
dejar huellas en las instalaciones de este acogedor café, demasiado distantes
entre sí, de cinco balas, la última de las cuales entró al tambor del revólver
con el procedimiento conocido. Detalle más o menos, ésta es la historia.
Señora: la detengo por el asesinato de Riquelme. Búsquese atenuantes, y
buena suerte.
La rubia lloró amargamente, pero no hubo nada que hacer.
LOS CRÍMENES VAN SIN FIRMA

A. L. PÉREZ ZELASCHI

ADOLFO PÉREZ ZELASCHI, nació en 1920. En 1941


publicó su primer libro de cuentos: Hombres sobre la Pampa. En
1946 una colección de poemas: Cantos de Labrador y Marinero.
En 1949 obtuvo el primer premio en el concurso organizado por la
Cámara Argentina del Libro, con su colección de cuentos titulada
Más Allá de los Espejos, que mereció la “Faja de Honor” de la S.
A. D. E.

En la vida, lo principal es ser inteligente. Por eso, cuando el croupier se


llevó mis dos últimas fichas de quinientos y decidí matar a mi socio Froebel
—como lo tenía meditado—, hube de hacerlo de manera inteligente. Es
decir, en la misma forma como había distraído de las cuentas sociales —yo
atiendo los asuntos administrativos y contables, en tanto que Froebel anda
de aquí para allá ocupado con los clientes— varios miles de pesos al año,
los que hasta entonces repuse realizando negocios por mi cuenta y también
inteligentes.
Pero ahora Froebel sospechaba algo. En esos días lo vi revisar los
libros, y cerrados con aire vacilante. Sin duda no entendía nada, porque yo
complicaba a propósito la contabilidad, y él no conoce estas cosas. Con
todo, dijo a Lys —nuestra secretaria, la única empleada que tenemos— que
quería revisar él mismo los resúmenes de cuenta corriente que
trimestralmente nos enviaban los bancos. Tal vez él llevara alguna
contabilidad sumaria como la de los almaceneros, con sólo dos columnas,
una de pagos y otra de cobros, pero suficiente para mostrarle una diferencia
entre el saldo real de banco y el que debiera haber: unos cuarenta mil pesos.
Es decir, el importe de un Chevrolet 45, que yo había comprado en esa
suma y para el cual, previos reajuste y pintura generales, tenía ya un
comprador que pagaría cincuenta y tres mil pesos. Repuesto el dinero
social, quedarían para mí alrededor de siete mil de ganancia. Negocios
como éste había realizado muchos, y prueban que la inteligencia es lo
principal para que triunfe un hombre. Lo malo es que Froebel, como digo,
comenzó a sospechar. Por lo tanto, más valía prevenir que curar.
La nuestra era una sociedad a medias: de él eran los tres cuartos del
capital y la totalidad de las relaciones comerciales que nos servían para ir
adelante. Hubiera sido un mal negocio que se enterase de todas estas cosas
y disolviera la sociedad, con lo cual desaparecerían para mí oportunidades
como las que anoté. Por otra parte, Froebel no tenía más herederos que dos
viejas hermanas solteras. Eran buenas amigas mías y podría convencerlas
para que siguieran en sociedad conmigo. ¡Entonces sí que habría buenas
ocasiones para un tipo inteligente!
Froebel se fue a Montevideo el 20 de junio, sin haber podido verificar
sus sospechas, y diciéndome que estaría allí más de un mes. Por si acaso, y
para ver si podía evitar darle el último pasaporte, no bien tomó el avión para
Montevideo, yo hice lo mismo con el expreso a Mar del Plata. Llevé diez
mil pesos, que convertí en fichas grandes y un juego que no me había
fallado casi nunca: jugar fuerte a dos decenas —o columnas— luego de
esperar que la restante se dé dos veces seguidas, pues casi nunca se repite la
columna o decena que ya salió en dos ocasiones. Se gana poco, es cierto —
la mitad de lo jugado—, pero apostando fuerte y con inteligencia, y con
nervios de chino, se pueden levantar hasta cinco o seis mil pesos por noche.
Salió primera y primera… Jugué. Y otra vez primera. Me llevaron las fichas
y esperé un rato. Se dio tercera y tercera. Volví a jugar…, y otra vez tercera.
Primera, primera… Coroné con mil…, y de nuevo primera. Y la mala racha
siguió. Perdí los diez mil pesos que había traído… y el negocio del
automóvil sólo se haría después que volviera Froebel de Montevideo. Ni
siquiera podía buscar otro comprador, porque me habían dado seña,
precisamente esos diez mil pesos que había perdido.
No tuve, pues, culpa en la muerte de Froebel. Las responsables fueron la
ruleta y la mala suerte. Siempre me había salido “cara” la taba. Era natural
que alguna vez me mostrara el otro lado.
Pero todo tiene remedio para una persona inteligente. Matar a Froebel
era fácil, pero yo sería acusado en seguida y, aunque saliera indemne, nadie
pasa por los juzgados del crimen sin dejar alguna sospecha para los demás.
Además, los clientes de la firma no eran amigos míos sino de Froebel, y el
solo conocimiento de que me enredaban en un sumario haría que huyeran
del socio supérstite como una bandada de patos del fusil del cazador. Así no
me convenía la muerte de Froebel, que sólo beneficiaría a los competidores.
Pero, naturalmente, un tipo inteligente o posee recursos o los inventa.
Matar a un hombre, no es difícil —cualquier imbécil lo hace— y si uno
mata a cualquier persona, la policía no dará jamás con el criminal, a menos
que éste deje su tarjeta de visita prendida can un alfiler en una de las
solapas de la víctima. Lo que descubre a un asesino no son las pistas, ni los
rastros, ni nada de eso, sino su conexión —visible, disimulada u oculta—
con la víctima. Así, si después de ese cualquiera se liquida también a otro
cualquiera, la policía se desorientará todavía más y, si por último, se mata a
Froebel, es otro cualquiera y no Froebel, es decir, no Froebel vinculado
conmigo, sino con los dos cualesquiera anteriores, que no poseían relación
alguna conmigo, salvo la de haberlos mandado al otro mundo. y esto será
así con mayor fuerza si uno deja en cada caso un rastro evidente, una marca
de fábrica, digamos así, lo bastante extravagante como para que esas
muertes se entrelacen aparentemente entre sí. Creado un vínculo artificioso
entre las tres, el verdadero quedaría oculto, y con ello, oculto también el
criminal. Una acusación contra mí parecería el recurso de policías
desesperados por dos fracasos anteriores, pues aunque probaran alguna
conexión entre la desaparición de Froebel y mi provecho, no podrían
esclarecer la más remota entre éste y los dos primeros asesinados. Bien.
No recuerdo dónde leí que lo mejor para partir un cráneo como si fuera
un huevo es una cachiporra flexible y barata, que se construye dando a un
lienzo fuerte la forma de un tubo largo y estrecho, y llenándolo con arena de
Montevideo. Así lo hice, agregándole un buen peso de municiones y una
pequeña bola de plomo en el extremo. Resultó una varilla bastante pesada,
pero muy cómoda para llevar atada a la cintura, donde resulta tan discreta
como una monja.
Como vivo solo y salgo frecuentemente, nadie podía sorprenderse de
que esa noche no volviera a mi departamento. Fui a un cinematógrafo, bebí
un café después de la salida —era ya medianoche— y tomé un ómnibus
cualquiera, que resultó ser el 126, pero cuyo número no elegí, y cuando éste
pasaba por un barrio que me pareció solitario —Escalada y Directorio—
descendí. Era una larga calle de barrio, flanqueada por casas bajas, arbolada
y sombría, donde a esa hora no transitaba un alma. Caminé unas cuadras al
azar. Por fin vi a un hombre que salía de un despacho de bebidas, abrigado
apenas el cuello por una bufandita y sin sombrero. Lo seguí
silenciosamente, pues me había puesto zapatos de suela de goma. El pobre
diablo iba con frío a pesar de la tranca, las manos hundidas en los bolsillos
y levantando los pies algo más de lo necesario, con ese paso livianito de los
borrachos.
Pude tomar todas las precauciones, avalar lo solitario de la calle,
descorrer el cierre de la correa, sopesar la cachiporra… Pobre diablo. Cayó
como si se hubiese dormido mientras caminaba. Arrojé junto a él un
número de “L'Europeo”, revista de la cual había comprado tres ejemplares
unos días antes en distintos puestos de venta, y con el mismo paso, sin
apresurarme, di vuelta a la primera esquina, a la segunda, a otra más…
Los diarios de la mañana destinaron poco espacio a este crimen, los de
la tarde fantasearon algo, y la policía, como lo preví, quedó a ciegas.
Ocho días después volví a prender la cachiporra bajo el abrigo, metí el
segundo ejemplar de “L'Europeo” en el bolsillo, fui a otro cine, tomé otro
café en otra parte, otro ómnibus, bajé en Un lugar de Villa del Parque, allá
por la vieja avenida Tres Cruces, donde sólo andaban los gatos y el fino y
cortante viento de la madrugada, y le hundí la cabeza a un tipo gordo y
calvo, que volvía a su casa resoplando de frío y de cansancio, y sobre cuyo
cadáver dejé “L'Europeo”, mi marca de fábrica.
¡Entonces sí que hablaron los diarios! Desde la hipótesis de una
venganza corsa, emitida por “Crítica” —para lo cual el número de
“L'Europeo”, a pesar de no editarse en ninguna ciudad de Córcega, le servía
muy bien—, y la revelación de que existía en Buenos Aires una
organización anarquista, lanzada por “El Pueblo”, hasta la prueba de que se
trataba de una obra de refugiados fascistas, ofrecida por “La Hora”, se
barajaron cien fantasías. La policía no pudo establecer conexión alguna
entre un muerto y otro, ni, por tanto, entre un crimen y otro. El primero
había sido un pobre diablo, tranviario jubilado, sin más familia que un perro
y las botellas; el segundo resultó un catalán, propietario de una mercería en
Villa del Parque, hombre acomodado, sin enemigos, casado en segundas
nupcias y sin hijos.
Naturalmente, de revisar mi departamento, hubieran hallado el Otro
ejemplar de “L'Europeo”, la cachiporra y hasta los boletos de los ómnibus
que tomé esas dos noches, pero ¿por qué habrían de hacerlo? Yo era uno
más entre cinco millones de habitantes de Buenos Aires que tenían las
mismas probabilidades que yo de ser sospechosos.
Entre tanto, concurría como siempre a mi oficina. Estaba preparado para
esto y así en menos de una semana —sin exceder en un minuto mis
jornadas habituales de labor, sin entrar a deshoras, sin licenciar a Lys—
arreglé los libros de modo que, una vez muerto Froebel, nadie pudiera
descubrir nada. Vivo él, sin duda comenzaría a recordar fechas, hechos y
nombres que sólo conocíamos los dos, y entonces saldría a flote que los
asientos y contrasientos, tal como los dejé, no eran los que él habla visto
antes de viajar a Montevideo. Pero para un extraño nada quedó en los libros
fuera de lo natural, o, por lo menos, de lo explicable con las normas, mejor
dicho, con las triquiñuelas lícitas de que debe valerse una empresa pequeña
como la nuestra, de medianos recursos, y uno de cuyos atareados socios
lleva los libros.
Froebel regresó contento. Inferí que había cerrado por su sola cuenta y
con su propio dinero dos o tres buenos negocios, y el que no me hablara de
ellos significaba que tarde o temprano me pediría la disolución de la
sociedad. Desgraciadamente para él.
Y digo desgraciadamente porque dos noches después de su llegada me
aposté en la esquina de su casa, bajo las altas y heladas acacias de hojas
perennes que ensombrecen la calle como grandes paraguas negros, y esperé
a que saliera.
Sabía que lo hacía siempre: a las diez y media terminaba metódicamente
su cena, a las once u once y cuarto se encaminaba al club, donde jugaba
hasta las tres de la mañana.
Por suerte la noche era oscura, de modo que pude permanecer bajo la
ancha sombra de las acacias como si esperase a alguna sirvienta que deja su
trabajo después de comer. Era, por lo demás, un barrio señorial y tranquilo,
de grandes casas burguesas y casi ningún peatón.
Como uno es un tipo inteligente, llevé conmigo un pequeño receptor de
radiotelefonía de esos que se llevan en el bolsillo para escuchar los
programas. Era una precaución más. “Vea, oficial, yo anoche me quedé en
casa oyendo la radio.” El oficial sonreiría: “Ah, muy interesante…” y de
pronto, incisivamente: “¿Y qué es lo que oyó entre las diez y las doce?”
“Espere usted… ah, sí: oí a los hermanos Abalos a las diez, y después, sí,
unos discos de Alberto Castillo.” “¿No recuerda cuáles?” “Sí, fueron
“Charol”, “Uno”, también otro sobre los barrios porteños…” Esto era casi
imposible saberlo sin haberlo oído, como efectivamente lo escuchaba a la
máxima sordina, pegando el receptor a mi oído.
A las once —en ese momento Castillo cantaba “Charol”— se abrió la
forjada puerta de hierro. Froebel se envolvió en la bufanda y echó a andar
hacia la Avenida Cabildo, que centelleaba tres o cuatro cuadras más abajo.
Descorrí el cierre y lo seguí. El caminaba despacio, con satisfechos y
pesados pasos, gozoso de su comida y de sus vinos que, efectivamente, eran
muy buenos. Ni siquiera me oyó llegar: se derrumbó lentamente, como si se
acostara a dormir. Nada mejor que repetir una cosa para lograr la
perfección. Dejé “L'Europeo” al lado del cuerpo y me alejé a buen paso,
doblando esquina tras esquina hasta que llegué a Barrancas de Belgrano
diez minutos después, y tomé un tren casi vacío. Regresé a mi casa a
medianoche, sin tropezar con nadie. Al receptor y a la cachiporra los arrojé
al Riachuelo.
Realmente, estaba satisfecho. Aquellos dos primeros muertos se
encadenarían a éste —y al cuarto, desde luego—, de tal manera que la
policía y los diarios, alucinados por la similitud aparente —mejor dicho
real, pero conducente a una semejanza engañosa— de los tres casos, darían
vueltas en el vacío. Yo me hallaba en la situación de cualquiera de los
parientes, amigos o conocidos de Froebel. Conocía a uno solo de esos
hombres, pero no a los otros dos. La policía buscaría al hombre relacionado
con los tres. Ese hombre, desde luego, no era yo. En realidad, no existía. Y
si aceptaban la teoría del asesino maniático, yo, reconocidamente cuerdo,
no podría ser culpado con mayor razón que tantos otros.
Todo salió como lo pensé. Interrogaron a Lys, a las hermanas de
Froebel, a sus amigos, a mí, a nuestros clientes. Nada apareció. Aquel
ejemplar de “L'Europeo” alucinaba a todos. Un redactor de “Noticias
Gráficas” tejió una íntegra teoría en torno a él, pues, por distintos caminos,
y por pura y retorcida casualidad, esos tres hombres se unían en un punto:
Alemania. Froebel era alemán, de Baviera; la mujer del hermano del dueño
del bar de donde salió el borracho era alemana, de Brandenburgo, y el
principal fiador del mercero de Villa del Parque era también alemán, del
Palatinado. En torno de eso, y mezclándolo bien con una dosis de espionaje,
dos gotas sobre los funerales de Hitler, medio vaso acerca de la
desvalorización del marco, otro medio sobre la República de Weimar y un
poquito de Italo Balbo resultó un lindo cóctel. Esa noche la edición sexta
del diario, agotada en las paradas principales, no alcanzó a llegar a muchos
barrios. Al día siguiente se pagaba hasta un peso por ejemplar con la
historia del “Triple misterio alemán”. Yo me divertí bastante.
Naturalmente, las cosas no podían quedar así. Si Froebel era el último
muerto, cualquier azar podría ponerme en evidencia, más cuando quedaría,
según pensaba, como agente y socio a la vez de la firma. Si nadie había
aprovechado las otras dos muertes, yo usufructuaría brillantemente la
tercera, y eso era casi tan peligroso como pararse delante del blanco cuando
un maestro tirador dispara sobre él. En esta situación —y en la mía— no
conviene exponerse demasiado.
Por eso, cuando las cosas se calmaron, fabriqué otra cachiporra, y una
noche de perros —lluvia y viento del este— salí de la casa para seguir el
camino de siempre: Un restaurante, un cinematógrafo, un bar, un ómnibus,
una calle solitaria y apagada, otra calle solitaria, en pleno Flores… Un
hombre caminaba delante de mí, solo, mojado y propicio. Abrí de nuevo el
cierre de la cachiporra… y entonces me iluminaron dos linternas, cuyos
haces se cruzaron sobre mí. Los imbéciles de la policía me habían seguido.
 

***
 
—Esto es lo que confesó Juan Bernal, amigo Pérez Zelaschi, porque no
tenía más remedio. Ahí terminó el caso del “Triple misterio alemán”.
—¿Y esto fue todo, Leoni?
El inspector Leoni sonrió. Cuando lo hacía se parecía mucho a un Buda
gordo, calmo y lustroso, pero santiagueño.
—Tres asesinatos y otro en puerta… ¿Le parecen pocos?
—No me refiero a eso sino a la pesquisa.
Estábamos en la cocina de su casa, llena, a esa hora lluviosa y caída de
la tarde, por el aceitoso aroma de las tortas que freía la patrona. Leoni llenó
el mate. Sólo cuando sobre la boquilla floreció un apretado copete verde,
me contestó.
—Los tipos inteligentes sólo hacen macanas; guerras, revoluciones,
libros, teorías raras, crímenes, bombas atómicas… No sirven para nada,
pero se creen superiores. Bernal era uno de esos. Menos mal que la
humanidad está compuesta por tontos o por pobres diablos, como usted y
yo… Bien. Los muchachos de la Federal estaban despistados, lo confieso.
Casi tanto como el de “Noticias Gráficas”. Investigaron por todos lados,
tratando de relacionar al tranviario con el catalán, pero no salieron ni para
atrás ni para adelante… Entonces al subcomisario de la 23 se le ocurrió que
se tratara caso por caso, es decir, como si entre uno y otro no existiera lazo
de unión alguno. Al jefe le pareció bien y así se hizo, al principio sin
resultado. Bernal nos desorientó sólo en cuanto a los resultados, pero no
alcanzó a constreñimos a un método único. Quiso vencernos por pura
teoría, pero se olvidó de que hay muchachos de la Federal que llevan treinta
y cinco años en Moreno al 1500. Cuando se produjo el tercer asesinato
volvimos a investigar con los dos métodos, es decir, tratando de vincularlo
con los anteriores y también como si fuera un caso aislado. Y así supimos
unas cuantas cosas: que Bernal tenía sus asuntitos, que había jugado fuerte a
la ruleta (la policía del Casino es especialista en manyamiento), que esos
pesos habían salido de una seña dada por un automóvil comprado con plata
sospechosa, etc. Un sábado y un domingo enteros, dos ex inspectores de la
Dirección Impositiva revisaron los libros y, como estaban sobre aviso,
hallaron cosas que a cualquiera se le hubieran escapado. Nada ilegal, pero sí
poco claro. Por entonces aun no sospechábamos de Bernal más que de
otros, pero pronto encontramos que aquí, en el caso Froebel (no en éste y
los otros dos, como Bernal supuso que pensaríamos), nos pareció el más
probable asesino. Le pusimos vigilancia, y vimos que hacía algunas
compras: municiones en una ferretería, dos pedazos de plomo en otra, y
otras cosas raras… Raras para nosotros y en su caso, por supuesto. Esa
noche —y otras que él no advirtió— yo y dos más lo seguimos. Estuvimos
en el cine, el bar, el ómnibus y después, saliendo de detrás de una esquina,
me puse a caminar delante de él. Y colorín, colorado, el cuento se ha
terminado. Bernal se perdió por querer terminar su obra demasiado bien,
con demasiada inteligencia. Un cuarto crimen quizás hubiera desviado
nuestra labor. ¡Lástima que hayan levantado el presidio de Ushuaia! Está en
Santa Rosa con cadena perpetua. Ahora decora lapiceras con sedas de
colores. Ya ve para qué le sirvió su inteligencia. Tipo zonzo…
El mate restalló en una serie de pequeñas burbujas. Leoni lo cebó otra
vez.
—¿Y la moraleja, Leoni?
Leoni volvió a sonreír, con su media sonrisa parecida a la de Hipólito
Irigoyen.
—No sé… Se me ocurre que podría ser: No hay que firmar los crímenes
o algo así. Ahí tiene un lindo título para un cuento.
—Me parece bueno: Los crímenes van sin firma. Gracias, Leoni.
LA PLAYA MÁGICA

MANUEL PEYROU

Abogado, periodista, critico cinematográfico, MANUEL


PEYROU es uno de los más destacados cultores del género policial
en nuestro país. Dos obras le han bastado para asentar su prestigio:
El Estruendo de las Rosas (novela, 1948). Y anteriormente la serie
de cuentos La Espada Dormida (1945), que obtuvo el Premio
Municipal y de la que está entresacado el relato que aquí
incluimos. Peyrou nació en San Nicolás en 1902.

Las nubes corrían hacia la luna. Por una ilusión óptica —o psicológica
— también la luna parecía correr y hasta humanizarse en aquel proceso
dramático en que moría la tarde. Hubiérase dicho —con una suficiente
concesión a la fantasía— que un impulso de voluntad personal presidía la
destreza con que sorteaba los pliegues blandos y grises, que la rodeaban en
un caos tenebroso y flotante. Pero todo fue en vano. Después de luchar unos
minutos, la luna desapareció. Y fue tan instantáneo su eclipse que Jorge
Vane, en la explanada, se sobresaltó al interrumpir este hilo pueril de
pensamientos. Le quedó tiempo, sin embargo, para imaginar algo que
contrariaba bruscamente la humanización anterior de ese astro; pensó, más
bien, que un dios oculto y expeditivo había apagado la luna antes de irse a
dormir.
El parpadeo del faro iluminó entonces el espigón a intervalos fijos. Se
oyó una voz femenina que llegaba de la playa y, a los cinco minutos, Clara
van Domselaar subía la escalera de la explanada. Era una joven rubia, de
estatura normal, angulosa, peinada según la moda de 1900. Bajo la
estilizada disposición de los cabellos, el rostro era diáfano, expresivo, con
cierta gravedad en la sonrisa; sus ojos eran grandes y claros, y éste es el
único dato seguro acerca de su color, pues en algunos instantes parecían
verdes y en otros resultaban azules; ese conjunto regular y, si se quiere,
plácido, estaba cortado por una nariz audaz, levantada, que era todo un
desafío. Frente a esa nariz era forzoso admitir que en días de tormenta
lloviera adentro, o que en tiempos convulsos la confundieran con un
manifiesto antisemita. Al llegar a la explanada, la muchacha se volvió y
saludó a Vane con la mano. Y bajo el reflejo de la tarde su pelo brilló con
un lento fulgor de oro apagado, como si en él se retrasara la última luz del
crepúsculo.
—Le devuelvo su libro —dijo al llegar junto a Vane—; lo terminé en
pocas horas.
—¿Le interesó? —interrogó Vane.
—Me intrigó, sobre todo —contestó la joven.
—A mí no me gustan los crímenes con bombones envenenados, flechas
misteriosas y otras armas inusitadas —dijo Vane—. Me parece que son al
cuento policial lo que la niña huérfana a la novela rosa; en su mecanismo es
visible la mala fe…
—Sin embargo, un procedimiento complejo puede ser explicado por los
conocimientos especiales que tenga el autor del crimen. Creo que usted me
dijo ayer algo parecido…
—Sí. Eso me parece admisible —repuso Vane.
—Por ejemplo: si un médico quiere asesinar a alguien… —dijo la
joven, arreglando una mecha rebelde de su pelo.
—A un médico le basta con equivocarse —comentó Vane.
—¡Oh, con usted no se puede hablar en serio! Le digo que conozco el
caso de un médico que mató a una mujer de un modo muy sutil. Ella se iba
a casar con otro. El médico tenía que aplicarle unas inyecciones.
Despechado, dejó pasar unas burbujas de aire en la vena y ella murió de un
síncope. Puede ser el principio de un tema, ¿no le parece? —terminó la
joven con animación.
Subieron a la terraza del Casino y se sentaron en dos grandes sillones,
frente a una mesa que dominaba el mar.
—Yo voy a tomar un cognac en vaso grande —dijo Clara.
—A mí tráigame un whisky con ginger ale —ordenó Vane al mozo.
Luego Volvió su rostro hacia la joven, que fijaba en él una limpia mirada, y
continuó—: El caso del médico asesino es interesante, pero su desarrollo,
que es lo que importa desde el punto de vista policial, me parece
complicado…
Una animada conversación, llena de exclamaciones y risas, hizo callar a
Vane. Era el general Tulio Brunelli, que subía con sus ayudantes Publio y
Tito. Pomposo, con la cabeza hacia atrás, Brunelli esbozó un saludo lateral
y breve y se sentó a una mesa próxima. Publio y Tito saludaron con más
llaneza y se instalaron a su lado. Tito era un joven muy alto, excesivamente
delgado, que caminaba con cierta flojera, como si las piernas le colgaran en
vez de sostenerlo; Publio, en cambio, era muy pequeño, aplomado, con las
cejas espesas y unos ojos diminutos; parecía un gnomo afeitado. El general
Brunelli —hombre atezado, de regular altura, mentón enérgico y cejas
pobladas —llegaba de un país que en aquel ciclo de los días se asemejó
peligrosamente al Destino (por la forma de atacar), y cuya preferencia por
el modo indirecto se prueba con una cicatriz que tiene Francia en la espalda.
En esos tiempos de diplomacia dinámica y renovadora, el general Brunelli
no ofrecía credenciales oficiales: era, simplemente, enviado personal de un
gran caudillo.
El general y su séquito ocupaban todo el segundo piso del Hotel Casino;
en el tercero, en dos habitaciones, vivían Jorge Vane y su secretario,
Jeffries.
Como en esa época el país aún se conservaba neutral, las relaciones
entre Vane y Brunelli se mantenían dentro de un plano que el primero
designaba como de paz armada, “no tan amena, por supuesto, como una
guerra desarmada, pero al menos tolerable”. Vane, de vez en cuando,
lanzaba cordiales ofensivas de buen humor que Brunelli resistía
impertérrito. Hablaba, por ejemplo, de una oficina en el país de Brunelli,
dedicada a investigar los hechos heroicos y los que, gracias a una adecuada
interpretación, merecían ser considerados como tales. Hábiles sabuesos,
hechos en tiempos de paz a la investigación de crímenes, robos y estafas,
acompañaban a los ejércitos, a la espera de cualquier actitud que mereciera
una citación en la orden del día. Otros pesquisantes —psicólogos—
interpretaban las reacciones físicas y morales y clasificaban y encasillaban
todo acto que pudiera merecer la cruz de guerra.
Se realizaron milagros de hermenéutica con el fin de dar salida a la
producción en masa de insignias y medallas. Y Vane afirmaba que Brunelli
había logrado su ascenso a general en virtud de haberse retirado al trote de
su bridón en el curso de aquella célebre batalla en que todo el ejército se
retiró al galope. El jefe del cuerpo de pesquisantes militares calificó esta
hazaña como “magnífico ejemplo de Fuga relativa”.
—Parece que el general también escribe —dijo Clara—. He visto que
estaba en el hall firmando unos volúmenes. ¿Se tratará de novelas
policiales?
—No creo que le interesen los crímenes, salvo en gran escala. Debe
tratarse de una colección de libros sobre estrategia, que ha ofrecido al
gobierno para la enseñanza en los institutos técnicos. Creo que el primero se
llama La retirada como solución momentánea, y el segundo, Técnica del
armisticio.
—¡Oh, usted inventó esos títulos! —exclamó la Joven.
—El último de esos títulos —continuó Vane con falsa gravedad—
contiene un sesudo estudio sobre las banderas de parlamento: tamaño
reglamentario, forma, calidad del tafetán empleado y (detalle apasionante)
facilidad y rapidez para enarbolarlas. Yo pienso que en todo esto hay un
exceso de bizantinismo. Al fin y al cabo, si alguna vez la camisa de Nemrod
sirvió de estandarte, cualquier otra prenda puede ser útil en la hora infausta
de la entrega…
El viento barrió las grandes masas de nubes y de nuevo la luna, intensa,
flotó sobre los fragmentos grises y desmadejados. Clara volvió el rostro y la
plateada luz marcó la curva de su mejilla; Vane la miró y en su cara se
esbozó una ligera ansiedad. Pero si algo quiso expresar, debemos suponer
que lo que después dijo no era lo que pensaba.
—Creo que en Santa Ana se cometió, hace tres meses, un crimen que
nadie ha logrado explicar aún —dijo, mientras llenaba de nuevo las copas
—. Se ha construido con esto una leyenda, pero yo no he conseguido que
nadie me relate los hechos con claridad.
—Sí. El asesinato de Laurentino Azevedo, padre de mi amiga Delia —
respondió Clara—, Conozco los detalles. Azevedo fue muerto de un balazo
en la espalda el día primero de octubre. El crimen se descubrió a la mañana
siguiente. La bala entró por la espalda y se incrustó, después, en el reloj de
Azevedo, que se detuvo. Marcaba las once. La policía sospechó en seguida
de Ricardo Grollmann, sobrino de Azevedo, porque se encontró en la casa
un sombrero de su propiedad. Además, se supo entonces que Delia no era
más que hija adoptiva de Azevedo y que éste pensaba hacer testamento el
día siguiente; se proponía desheredar a Ricardo y legar su fortuna a Delia.
Ricardo fue detenido y, después de largo interrogatorio, confesó su crimen.
Sin embargo, el comisario Velho de Barbosa —hombre muy hábil—
observó que Ricardo había estado en el club la noche del crimen desde las
diez y media hasta las doce. Más de veinte personas atestiguaron el hecho.
Ante esa comprobación, volvió a interrogar a Ricardo Y éste, finalmente,
dijo la verdad: él no era el asesino de Azevedo, pero había confesado para
salvar a alguien.
—¿Dijo el nombre de esa persona? —interrogó Vane, encendiendo un
cigarrillo.
—No. Afirmó, además, que no lo diría por nada en el mundo. El hecho
es que actualmente la investigación está paralizada.
En ese momento, Marco, otro de los hombres del séquito de Brunelli,
salió con paso vivo del Casino y se dirigió a la mesa de su jefe. Era un
hombre de regular estatura, nada corpulento pero fuerte, que causaba la
impresión (indefinible, ya que no se basaba en nada concreto) de ser menos
temperamental que sus compañeros. Habló unos instantes con el general
Brunelli, que le contestó en forma enérgica, y luego saludó y giró sobre sus
talones. Al pasar frente a Vane, éste vio en su rostro una brusca palidez, que
acentuó sus rasgos finos y el brillo de sus ojos negros.
—Tengo una impresión curiosa —dijo Vane a Clara, que lo miraba con
asombro—; me parece que estamos viviendo en dos planos a la vez. Uno es
el del asesinato de Azevedo, que usted me ha relatado tan concisamente;
otro pudiera ser el de la génesis de algo extraño, que posiblemente ya está
en marcha en este instante.
—¡Qué original! —dijo Clara, que exageraba cortésmente la impresión
que le suscitaban las paradojas de Vane.
—No tanto. Ya los judíos llamaban Gnosis al conocimiento intuitivo de
los misterios. Siempre he pensado que los terapeutas y los eremitas eran los
detectives del más allá. Pero yo prefiero a veces estar de este lado y razonar.
Usted dijo que Ricardo estaba en el club desde cerca de una hora antes que
el crimen se cometiera. Bien. También me dio una escueta versión de los
hechos. Pero me gustaría saber algo del carácter de Azevedo y de sus
costumbres.
—Era un anciano maniático, dueño de una famosa colección de relojes
de todas las épocas y estilos. También coleccionaba otros objetos, pero los
relojes constituían su pasión. Creo que la colección se compone de
quinientos ejemplares.
Vane aspiró profundamente el humo del cigarrillo y miró hacia el
espigón. La luz de la luna, borradas ya las últimas nubes, caía sobre la
suave rampa arenosa y sobre el largo brazo de piedra donde rompían las
olas; atrás, como en una decoración teatral, aparecía el faro, muy nítido.
—Es curioso que en un crimen cuya coartada es una cuestión de tiempo
aparezca un coleccionista de relojes, ¿no le parece? —dijo Vane mirando
hacia la playa.
—Sí. Pero no olvide que Ricardo había confesado y que la coartada
funcionó al revés, pues lo obligó a declararse inocente —aclaró la joven.
—Es verdad. De todos modos, no se habrá hecho lo suficiente si no se
especula sobre esta faz del problema. Conviene, también, indagar el espíritu
del coleccionista. Este no ama las cosas con amor de hombre común, sino
de don Juan, ¿no lo cree usted? Es, a un tiempo, apasionado y versátil.
También es cruel. Una inexperta estampilla del Uruguay no debe hacerse
ilusiones con su dueño; es muy posible que pronto sea engañada con otra
del Congo Belga. La verdad es que las cosas no tienen trascendencia por sí
mismas; sólo pueden satisfacer la pasión del coleccionista mediante la
acumulación de ejemplares. Y mientras más ejemplares tiene un
coleccionista menos atención presta a cada uno. No le preocupa, además —
y esto no deja de ser interesante—, el destino para que fue fabricada una
cosa. Si un hombre tiene un reloj es para saber la hora; si tiene quinientos,
es probable que pida la hora a la telefonista.
—¿Qué quiere demostrar usted? —interrogó Clara, levantándose. Dio
unos pasos por la explanada. Y volvió a sentarse.
—Quiero insinuar que un hombre que tiene quinientos relojes no se
preocupa de un simple reloj.
—¿Entonces? —insistió Clara, que parecía vislumbrar la solución.
—Creo que Azevedo hizo algo o dejó de hacer algo que favoreció un
error cometido por Barbosa. Ahora necesito su colaboración. El día del
crimen o el día anterior, ¿hubo algún cambio en la hora oficial?
—Sí —dijo Clara, con alivio—; el primero de octubre empezó a regir el
atraso de la hora.
—Entonces el asunto es claro. Azevedo se olvidó de atrasar la hora.
Ricardo lo mató a las once del horario anterior y llegó al club a las diez y
cuarto o diez y veinte del actual. Pero no se dio cuenta de la coartada que el
destino le ofrecía, y cuando lo abrumaron a preguntas, confesó. Barbosa
descubrió la contradicción y, en un exceso de celo, imaginó que Ricardo
mentía para salvar a alguien. Cuando volvió a interrogar al detenido y le
hizo notar la falsedad de su declaración, Ricardo pescó al vuelo la coartada
que el detective le facilitaba y la utilizó para desdecirse. ¡Pero ya decía yo
que estábamos en dos planos a la vez! ¡Venga conmigo al otro lado!
—¿A qué lado? No entiendo —balbuceó Clara—. ¿Cómo quiere que
vaya al otro lado?
—¡Es fácil, corra conmigo hacia la playa!
Clara se levantó y miró hacia el mar. En la mitad del espigón estaban
dos hombres. Uno era de estatura elevadísima; el otro, muy pequeño. A la
distancia se percibieron los movimientos de una animada discusión o de una
lucha; un segundo después, sonó un tiro y el gigante cayó.
Vane y Clara bajaron la escalera y corrieron hacia la playa. Con
instintivo impulso, Vane miró hacia atrás: el general Brunelli también
corría, junto a los hombres de su séquito. Durante dos largos minutos, Clara
y el joven hundieron trabajosamente sus pies en la arena y su marcha se
hizo más lenta; Brunelli y sus compañeros los alcanzaron, y todos se
detuvieron al principio de la rampa. Tenía un suave declive y por ella se
subía al espigón. Entonces vieron que dos personas se les habían
adelantado: un pescador llamado Bautista, que tenía su negocio cerca del
Casino, y el capitán Marco. Bautista hablaba animadamente. Decía:
—¡Un enano mató a Petersen! ¡Le aseguro!
Y Marco, después de leve vacilación:
—Por más enano que sea tiene que haber salido por alguna parte…
—¡Era como él! ¡Era como él! —gritó el pescador, señalando a Publio
desde arriba.
—¡Mida sus palabras! —gritó el jefe—. Publio ha estado conmigo todo
el tiempo y hemos presenciado el hecho desde lejos.
—Así es —completó Vane—. Yo puedo atestiguarlo.
Se disponían a cruzar la franja final de arena que los separaba del
espigón cuando Vane los contuvo gritando:
—¡Por favor! ¡Deténganse! ¡De aquí en adelante no hay más que tres
clases de huellas!
Entonces vieron que, en efecto, el acceso al espigón sólo ofrecía las
huellas ascendentes de tres personas. La marea de la tarde había alisado esa
parte de la playa, y nadie había caminado por allí hasta que el gigante
Petersen subió para encender la luz del faro. Las huellas restantes eran las
de Bautista y Marco.
El hombre asesinado —Joannes Petersen— era el cuidador del faro;
exánime y tendido en las piedras, no modificaba de ningún modo la
impresión de gigantismo producida a la distancia; sus manos eran enormes,
así como sus pies y su cabeza. Pronto el grupo se ensanchó con la gente que
llegaba de la playa; arreciaron las conjeturas y las exclamaciones y, con
cierto impresionante y lento formalismo, la autoridad se hizo cargo del
asunto.
Esa noche, después de la cena, Vane caminó por la playa desierta
durante media hora; nadie supo la naturaleza de sus pensamientos, pero es
lógico imaginar que eran confusos y heterogéneos. Cuando volvió al Casino
encontró a Clara, seguida de varios jóvenes, como un cometa Y su estela.
Pensó retirarse, pero ello lo alcanzó.
—¿Se sabe ya algo concreto?
—Nada más concreto que un enano —repuso Vane.
Llegaron al bar, se sentaron en dos altos bancos frente al mostrador, y
Vane pidió al mozo dos whiskies.
—Usted parece preocupado… —dijo Clara.
—Sí. Me parece que éste no es un asunto de orden interno ni un crimen
vulgar. Estoy seguro de que es casi un acto de guerra.
—¡Un acto de guerra! —exclamó la joven.
—¿Ha encontrado usted alguna vez un hombre apasionadamente rengo?
—continuó Vane.
—¡Apasionadamente rengo! ¡Qué desatino!
—¿Qué me dice usted del exaltado lirismo de los tullidos? —prosiguió
Vane imperturbable—. ¿La vida interior de los tuertos no le resulta
apasionante? Debe ser curiosa esa impresión de mirar siempre el mundo por
el ojo de la cerradura.
—No entiendo su idea.
—Hoy he visto un hombre muy pequeño, en cuyos ojos sorprendí
reflejos de una astucia diabólica; era un cuerpo minúsculo y contrahecho,
pero allí estaba concentrada un alma potente y audaz. Se me ocurrió que era
un alma demasido grande para ese cuerpo y que lo rebasaba. Y se le
escapaba, no sólo por el aliento, sino por los ojos y hasta por las manos. Yo
creo que el alma luchaba por hacer que el cuerpo del hombre creciera unos
veinte centímetros… Sin embargo, sé muy bien que Publio no es el asesino;
yo mismo lo vi correr detrás de nosotros en el muelle.
—Aparte de crecer, ¿qué otra cosa puede hacer un enano para salvarse?
—dijo bruscamente Clara, con una expresión entre enigmática y soñadora.
Jorge Vane olvidó pronto sus confusas ideas acerca de la relación entre
alma y cuerpo, o entre continente y contenido, y se dedicó a buscar por
todas partes al exiguo y misterioso asesino de Petersen. Pasó revista a todos
los homunculi, reales o imaginarios, de que tenía noticia y caminó
largamente por la playa, mientras Clara jugaba en las mesas de ruleta o
bailaba en el salón del Casino. Transcurrieron veinticuatro horas y Vane no
encontró, entre las personas que habitaban el lugar, ningún hombre o mujer
que respondieran, ni remotamente, a la imagen entrevista en el muelle. Sólo
Publio, nervioso secuaz del general Brunelli, era de la talla del asesino, pero
todo el mundo podía jurar que durante el hecho estuvo junto a su jefe, frente
a la mesa de la terraza.
Al atardecer llegó a la capital el inspector Velho de Barbosa y se hizo
cargo de la pesquisa. Era un hombre delgado, con nariz de pájaro y ojos
pequeños y vivos. Conocía su oficio y tardó pocos minutos en recoger los
elementos esenciales de toda investigación. En una transitoria oficina,
instalada en un pequeño salón del Casino, recibió las declaraciones de los
testigos y conversó largamente con Jorge Vane.
—Esta mañana recibí un telegrama de mi gobierno. Me ordena volver
de inmediato —dijo Vane, de cara a la ventana y con la vista fija en el
muelle—; sin embargo, me gustaría saber algo antes de salir. Tengo la
seguridad de que esto tiene algo que ver con la guerra y que se trata de un
asunto de espionaje.
—¿En qué basa usted su idea?— inquirió el falcónido inspector.
—Anoche pasó por aquí un convoy de sesenta barcos mercantes,
acompañados por tres cruceros. Suponga usted que la señal convenida para
avisar a los submarinos fuera la interrupción de la luz del faro. El espía fue
al muelle con ese propósito, pero el gigante Petersen se interpuso. El
asesino, después, no pudo consumar su propósito por falta de tiempo.
Barbosa no contestó y Vane miró hacia la playa. A diferencia de la
noche anterior, en que las nubes y la luna luchaban entre sí por el dominio
del cielo, esta vez el astro monótono flotaba plácidamente en un cielo
oscuro y vacío.
Hubo un silencio, cortado por un creciente murmullo exterior. La puerta
se abrió y apareció Clara. Estaba vestida con un traje azul, de mangas
cortas, y su piel, quemada por el sol, parecía más oscura que de costumbre.
Sus ojos claros brillaban.
—Tengo un indicio —dijo, ante el gesto contrariado del inspector, que
indudablemente no toleraba la intromisión femenina en asuntos de la
burocracia policial—; pero no sé en contra o en favor de quién es el indicio.
—¿De qué se trata? —interrogó Vane.
—Se trata de esto: desde ayer por la tarde, después del asesinato, Marco
no abandona al pequeño Publio. Está a su lado todo el tiempo, como para
evitar que cometa alguna indiscreción o arriesgue alguna palabra
comprometedora.
—Hemos hablado tanto de que un pigmeo mató a Petersen que es muy
posible que también Marco sospeche de Publio —comentó el inspector.
—Publio está descartado —objetó Vane—; estaba junto a nosotros
cuando ocurrió el crimen. Además, sólo Marco y Bautista estuvieron en el
espigón después que Petersen. Lo hemos comprobado por las huellas. El
hombre de Liliput que mató a Petersen tuvo que llegar allí de un modo casi
mágico.
—¿Y si hubiera llegado en una lancha? —propuso el inspector, pedestre
—. Un barco más grande podría esperarlo mar afuera. Un barco… o un
submarino,
—Imposible —dijo Vane—. A una milla de la playa los arrecifes y los
bajos de Punta Delgada se unen con los que salen de Cabo Lammont.
Anoche estuve estudiando eso. Toda esta parte del mar es, en realidad, un
gran lago. No hay cómo entrar ahí, ni aún en un bote de poco calado.
—Entonces me rindo —dijo Barbosa—. En muchas millas a la redonda
no hay un hombre que responda a las características del que mató a
Petersen.
—Ahí van —dijo Clara acercándose a la ventana—. Miren ustedes:
Marco no abandona al pigmeo.
Miraron hacia la playa y vieron a Marco caminando junto a Publio. El
enano avanzaba rápidamente, como si quisiera desasirse de Marco, pero
éste no le perdía pisada. Cuando llegaron frente a la ventana el inspector los
detuvo:
—¿Quieren ustedes hacerme el favor de llamar a su jefe? Necesito
hablar con él.
—Yo iré —dijo con decisión el pequeño Publio.
—Yo lo acompañaré —agregó Marco, y salió disparando junto a Publio.
El inspector, Vane y Clara se quedaron estupefactos. Luego Vane dijo:
—Voy a buscar inspiración junto a un vaso de cualquier cosa. ¿Me
acompañan?
Salieron y bajaron a la explanada. Buscaron la misma mesa de la noche
anterior y se sentaron. A los dos minutos apareció Brunelli y se detuvo
frente a Vane.
—Me ha parecido que ustedes sospechan de mi ayudante Publio. Esa
sospecha es incalificable.
—No la califique…
El general esbozó un gesto de impotencia, cerró los puños, contuvo una
exclamación y siguió su marcha. Atrás pasaron Publio y Marco, en silencio
y muy juntos. Y los diminutos ojos de Publio brillaban bajo la espesura de
unas cejas tan frondosas que parecían haber crecido desde la noche anterior.
—Ya que no encontramos solución a este problema, hablemos de otros
—dijo Vane, dirigiéndose al inspector—. Usted intervino, según creo, en el
caso Azevedo.
—Así es —repuso Barbosa—. Un hombre, Ricardo Grollmann, confesó
un crimen para salvar a alguien. Nunca logramos averiguar a quién
encubría, pero la falsedad de la confesión se demostró después.
—Era una verdadera confesión —dijo Vane—; lo descubrimos anoche
con Clara.
—No sea modesto; lo descubrió usted —cortó Clara, sin volver el
rostro. Estaba mirando con atención hacia la playa y su perfil, en la
dilusoria luz de la tarde, parecía más agudo aún e increíble.
Ante el agradecido asombro de Barbosa, Vane repitió su razonamiento
de la noche anterior, mediante el cual se probaba que Grollmann era el
asesino de Azevedo.
—Lo que tengo que hacer —dijo Barbosa— es comprobar si otros
relojes de la colección dejaron de ser adelantados.
—Después de tres meses todos los relojes se habrán detenido, o alguien
los habrá adelantado —opinó Vane.
—Es cierto. Este es un verdadero contraste en mi carrera policial…
—¿Contraste? —dijo Clara con animación—. Usted se refiere a la
acepción de contratiempo, ¿no es así? No es lo mismo…
—¿Qué quiere usted decir? —interrogó Barbosa, acercando su nariz de
pájaro. Las cejas, habitualmente obstinadas, se le enarcaron de asombro.
—Debí haberlo pensado —terció Vane—; pero los honores serán para
usted, Clara.
—¿De qué están hablando ustedes? —volvió a interrogar Barbosa, ya en
tono suplicante.
—¿Cómo se le ocurrió? —preguntó Vane, sin hacer caso de Barbosa.
—Quizá por esa palabra que usted dijo anoche: la Gno… este… la
Gnosis, creo —contestó Clara con humildad ficticia.
—Señor Vane: con todo el respeto que ustedes merecen, me veo
obligado a sugerir que las bromas combinadas para enardecer a un
funcionario correcto, que dedica todos sus afanes… —empezó Barbosa en
el colmo del desconcierto.
—Tranquilícese —cortó Vane—; no se trata de bromas. Sencillamente,
cuando estábamos hablando del caso Azevedo, volvimos al caso Petersen.
Eso es todo. Y creo que gracias a Clara van Domselaar esta noche usted
podrá detener al asesino del gigante.
—Entonces, ¿quién es el asesino?
—!No lo sabemos. Sólo sabemos quién no es el asesino.
—Espero comprenderlos a ustedes mejor dentro de un rato —terminó
Barbosa alejándose ofuscado.
Un viento destemplado empezó a soplar desde la playa y Clara
estornudó. Hubo un instante de silencio y luego Clara estornudó
nuevamente. —¡Qué nariz más incómoda! —dijo, sacando un minúsculo
pañuelo.
—Nunca he pensado en la comodidad de las narices —repuso Vane—,
pero sé que la suya es audaz y define su carácter. Desde que llegué aquí he
estado pensando decirle algo que usted me sugiere, pero me contienen
algunas cosas inútiles y terribles: las guerras, las distancias, la misión que
debo cumplir, el viaje que inicio mañana…
Clara no contestó. Miró de frente a Vane y ninguna sombra empañó el
metal impasible de sus ojos. Luego dijo con lentitud:
—¿Qué solución le damos a Barbosa?
—Es fácil: todo depende de un detalle que observaré luego. Vamos a
citar a todos en la oficina de Barbosa para dentro de media hora.
A la hora fijada estaban en el despacho de Barbasa, Jorge Vane, Clara,
el general Brunelli, Publio, Marco y Tito. Las ventanas abiertas dejaban
pasar una brisa cada vez más fría. Algunas nubes de tormenta se acercaban
a la luna. Poco a poco, el cielo de esa noche se iba pareciendo al de la noche
anterior. La luz del faro empezó a iluminar el espigón.
—Señores —dijo Vane, ofreciendo cigarrillos a izquierda y derecha—:
éste parecía ser un asunto sin pies ni cabeza, pero me he convencido de que
anoche hubo, de ambas cosas, la cantidad necesaria: pies para llegar al
espigón y cabeza para aprovechar una coartada excelente.
El diminuto Publio enrojeció, y los ojos casi se le perdieron en la
maraña de las cejas.
—¿Usted no insinúa que mi investidura está comprometida en este
asunto, no es así? —inquirió el general con pomposa lentitud.
—No —repuso Vane—. El crimen se cometió, por decido así, a sus
espaldas. Como yo lo adelanté al comisario Barbosa, anoche pasó por aquí
un convoy de sesenta barcos. Ayer, por la línea del Ferrocarril de Magnolia
y Noroeste, llegó del Sur un hombre con instrucciones para comunicar la
noticia a los submarinos que operan al norte del Cabo Lammont. La señal
era una interrupción en la haz del faro. Pero ese hombre debió partir antes
de la noche, debido a una nueva misión, más urgente, que se le encargó por
telégrafo. Entonces decidió confiar el asunto a otra persona: el enano que
todos vimos en el espigón.
Los ojos de Publio ardieron como dos brasas diminutas. Hizo un gesto
hacia Vane, pero Brunelli lo contuvo con la mano. El general se adelantó
hacia el joven y dijo:
—Esta expectativa es enervante. Dígame usted si es posible que Publio
estuviera al mismo tiempo conmigo y matando a Petersen.
—Sólo en un sentido visual —repuso el joven—. Y nuestra excursión a
Liliput fue decepcionante. Aquí hubo una peregrina coartada, basada en una
ley de la perspectiva. Hace un tiempo, en este mismo lugar, se produjo un
crimen, y la coartada resultó un asunto de tiempo: anoche fue cuestión de
espacio. Petersen medía exactamente dos metros con tres centímetros. A su
lado, y a cien metros de distancia, bajo la luz de la luna y contra el
resplandor del faro, cualquier hombre de estatura normal resulta enano.
Cuando el pescador Bautista formuló en una frase la ilusión colectiva, todos
nosotros lo seguimos en el error, sin detenernos a analizar los hechos. Pero
el asesino era un aficionado y perdió finalmente los estribos: se dedicó a
exagerar la coartada, a parecer más alto de lo que es, a caminar todo el
tiempo al lado de…
En ese instante, todos notaron que alguien había salido sigilosamente; la
puerta quedó abierta y una corriente de aire dispersó los papeles de la mesa;
Vane y Clara miraron hacia la explanada y vieron a Marco que corría por la
playa.
—Esto compromete mi honor: nosotros no somos espías —dijo Brunelli
conmovido—. Haré castigar al culpable.
—Creo que no es necesario —repuso Vane. Marco se había detenido; en
su mano brilló un revólver y, un segundo después, sonó un disparo; su
cuerpo, al desplomarse, se convirtió en un punto negro en la playa mágica.
—Ahora tiene la estatura de la muerte —dijo Clara mirando a Vane con
ojos inexpresivos.
—No —repuso éste—; ahora ha logrado una estatura de hombre.
JAQUE MATE EN DOS JUGADAS

W. I. EISEN

W. I. EISEN es el seudónimo de un prolífico escritor policial a


quien se deben numerosos cuentos, y las siguientes novelas: Tres
Negativos para un Retrato, Manchas en el Río Bermejo, La
Tragedia de los Cinco Círculos, La Tragedia del Cero. Ha hecho
incursiones en la Televisión con sus Cuentos de suspenso, y en el
cine con la adaptación de Tres Negativos para un Retrato.

Yo lo envenené. En dos horas quedaba liberado. Dejé a mi tío Néstor a


las veintidós. Lo hice con alegría. Me ardían las mejillas. Me quemaban los
labios. Luego me serené y eché a caminar tranquilamente por la avenida en
dirección al puerto.
Me sentía contento. Liberado. Hasta Guillermo resultaba socio
beneficiario en el asunto. ¡Pobre Guillermo! ¡Tan tímido, tan mojigato! Era
evidente que yo debía pensar y obrar por ambos. Siempre sucedió así.
Desde el día en que nuestro tío nos llevó a su casa. Nos encontramos
perdidos en el palacio. Era un lugar seco, sin amor. Únicamente el sonido
metálico de las monedas.
—Tenéis que acostumbraros al ahorro, a no malgastar. ¡Al fin y al cabo,
algún día será vuestro! —bramaba. Y nos acostumbramos a esperarlo.
Pero ese famoso y deseado día se postergaba, pese a que tío sufría del
corazón. Y si de pequeños nos tiranizó, cuando crecimos colmó la medida.
Guillermo se enamoró un buen día. A nuestro tío no le agradó la
muchacha. No era lo que ambicionaba para su sobrino.
—Le falta cuna…, le falta roce… , ¡Puaf! Es una ordinaria… —
sentenció.
Inútil fue que Guillermo se prodigara en encontrarle méritos. El viejo
era terco y caprichoso.
Conmigo tenía otra suerte de problemas. Era un carácter contra otro. Se
empeñó en doctorarme en bioquímica. ¿Resultado? Un perito en póquer y
en carreras de caballos. Mi tío para esos vicios no me daba ni un centavo.
Debí exprimir la inventiva para birlarle algún peso.
Uno de los recursos era aguantarle sus interminables partidas de
ajedrez; entonces cedía cuando le aventajaba para darle ínfulas, pero él, en
cambio, cuando estaba en posición favorable alargaba el final, anotando las
jugadas con displicencia, sabiendo de mi prisa por disparar al club. Gozaba
con mi infortunio saboreando su coñac.
Un día me dijo con aire de perdonavidas:
—Observo que te aplicas en el ajedrez. Eso me demuestra dos cosas:
que eres inteligente y un perfecto holgazán. Sin embargo, tu dedicación
tendrá su premio. Soy justo. Pero eso sí, a falta de diplomas, de hoy en
adelante tendré de ti bonitas anotaciones de las partidas. Sí, muchacho,
llevaremos sendas libretas con las jugadas para cotejarlas. ¿Qué te parece?
Aquello podría resultar un par de cientos de pesos, y acepté. Desde
entonces, todas las noches, la estadística. Estaba tan arraigada la manía en
él, que en mi ausencia comentaba las partidas con Julio, el mayordomo.
Ahora todo había concluido. Cuando uno se encuentra en un callejón sin
salida, el cerebro trabaja, busca, rebusca, escarba. Y encuentra. Siempre hay
salida para todo. No siempre es buena. Pero es salida.
Llegaba a la Costanera. Era una noche húmeda. En el cielo nublado,
alguna chispa eléctrica. El calorcillo mojaba las manos, resecaba la boca.
En la esquina, un policía me encabritó el corazón. El veneno, ¿cómo se
llamaba? Aconitina. Varias gotitas en el coñac mientras conversábamos. Mi
tío esa noche estaba encantador. Me perdonó la partida.
—Haré un solitario —dijo—. Despaché a los sirvientes… ¡Hum!
Quiero estar tranquilo. Después leeré un buen libro. Algo que los jóvenes
no entienden… Puedes irte.
—Gracias, tío. Hoy realmente es… sábado.
—Comprendo.
¡Demonios! El hombre comprendía. La clarividencia del condenado.
El veneno surtía un efecto lento, a la hora, o más, según el sujeto. Hasta
seis u ocho horas. Justamente durante el sueño. El resultado: la apariencia
de un pacífico ataque cardíaco, sin huellas comprometedoras. Lo que yo
necesitaba. ¿Y quién sospecharía? El doctor Vega no tendría inconveniente
en suscribir el certificado de defunción. No en balde era el médico de
cabecera. ¿Y si me descubrían? Imposible. Nadie me había visto entrar al
gabinete de química. Había comenzado con general beneplácito a asistir a la
Facultad desde varios meses atrás, con ese deliberado propósito. De
verificarse el veneno faltante, jamás lo asociarían con la muerte de Néstor
Álvarez, fallecido de un síncope cardíaco. ¡Encontrar unos miligramos de
veneno en setenta y cinco kilos, imposible!
Pero, ¿y Guillermo? Sí. Guillermo era un problema. Lo hallé en el hall
después de preparar la “encomienda” para el infierno. Descendía la
escalera, preocupado.
—¿Qué te pasa? —le pregunté jovial, y le hubiera agregado de mil
amores: “¡Si supieras, hombre!”
—¡Estoy harto! —me replicó.
—¡Vamos! —Le palmoteé la espalda—. Siempre estás dispuesto a la
tragedia…
—Es que el viejo me enloquece. Últimamente, desde que volviste a la
Facultad y le llevas la corriente en el ajedrez, se la toma conmigo. Y
Matilde…
—¿Qué sucede con Matilde?
—Matilde me lanzó un ultimátum: o ella, o tío.
—Opta por ella. Es fácil elegir. Es lo que yo haría…
—¿Y lo otro?
Me miró desesperado. Con brillo demoníaco en las pupilas; pero el
pobre tonto jamás buscaría el medio de resolver su problema.
—Yo lo haría —siguió entre dientes—; pero, ¿con qué viviríamos? Ya
sabes cómo es el viejo… Duro, implacable. ¡Me cortaría los víveres!
—Tal vez las cosas se arreglen de otra manera… —insinué bromeando
—. ¡Quién te dice…!
—¡Bah!… —sus labios se curvaron con una mueca amarga—. No hay
escapatoria. Pero yo hablaré con el viejo sátiro. ¿Dónde está ahora?
Me asusté. Si el veneno resultaba rápido… Al notar los primeros
síntomas podría ser auxiliado y…
—Está en la biblioteca —exclamé—, pero déjalo en paz. Acaba de jugar
la partida de ajedrez, y despachó a la servidumbre. ¡El lobo quiere estar solo
en la madriguera! Consuélate en un cine o en un bar.
Se encogió de hombros.
—El lobo en la madriguera… —repitió. Pensó unos segundos y agregó,
aliviado—: Lo veré en otro momento. Después de todo…
—Después de todo, no te animarías, ¿verdad? —gruñí salvajemente.
Me clavó la mirada. Por un momento centelleó, pero fue un relámpago.
Miré el reloj: las once y diez de la noche.
Ya comenzaría a surtir efecto. Primero un leve malestar, nada más.
Después un dolorcillo agudo, pero nunca demasiado alarmante. Mi tío
refunfuñaba una maldición para la cocinera. El pescado indigesto. ¡Qué
poca cosa es todo! Debía de estar leyendo los diarios de la noche, los
últimos. Y después, el libro, como gran epílogo. Sentía frío.
Las baldosas se estiraban en rombos. El río era una mancha sucia cerca
del paredón. A lo lejos luces verdes, rojas, blancas. Los automóviles se
deslizaban chapoteando en el asfalto.
Decidí regresar, por temor a llamar la atención. Nuevamente por la
avenida hacia Leandro N. Alem. Por allí a Plaza de Mayo. El reloj me
volvió a la realidad. Las once y treinta y seis. Si el veneno era eficaz, ya
estaría todo listo. Ya sería dueño de millones. Ya sería libre… Ya sería… ,
ya sería asesino.
Por primera vez pensé en el adjetivo substantivándalo. Yo, sujeto,
¡asesino! Las rodillas me flaquearon. Un rubor me azotó el cuello, subió a
las mejillas, me quemó las orejas, martilló mis sienes. Las manos
traspiraban. El frasquito de aconitina en el bolsillo llegó a pesarme una
tonelada. Busqué en los bolsillos rabiosamente hasta dar con él. Era un
insignificante cuentagotas y contenía la muerte; lo arrojé lejos.
Avenida de Mayo. Choqué con varios transeúntes. Pensarían en un
beodo. Pero en lugar de alcohol, sangre.
Yo, asesino. Esto sería un secreto entre mi tío Néstor y mi conciencia.
Un escozor dentro, punzante. Recordé la descripción del tratadista: “En la
lengua, sensación de hormigueo y embotamiento, que se inicia en el punto
de contacto para extenderse a toda la lengua, a la cara y a todo el cuerpo.”
Entré en un bar. Un tocadiscos atronaba con un viejo rag—time. Un
recuerdo que se despierta, vive un instante y muere como una falena. “En el
esófago y en el estómago, sensación de ardor intenso.” Millones. Billetes de
mil, de quinientos, de cien. Póquer. Carreras. Viajes… “Sensación de
angustia, de muerte próxima, enfriamiento profundo generalizado,
trastornos sensoriales, debilidad muscular, contracturas. Impotencia de los
músculos.”
Habría quedado solo. En el palacio. Con sus escaleras de mármol.
Frente al tablero de ajedrez. Allí el rey, y la dama, y la torre negra. Jaque
mate.
El mozo se aproximó. Debió sorprender mi mueca de extravío, mis
músculos en tensión, listos para saltar.
—¿Señor?
—Un coñac…
—Un coñac… —repitió el mozo—. Bien, señor —y se alejó.
Por la vidriera la caravana que pasa, la misma de siempre. El tictac del
reloj cubría todos los rumores. Hasta los de mi corazón. La una. Bebí el
coñac de un trago.
“Como fenómeno circulatorio, hay alteración del pulso e hipotensión
que se derivan de la acción sobre el órgano central, llegando, en su estado
más avanzado, al síncope cardíaco…” Eso es. El síncope cardíaco. La
válvula de escape.
A las dos y treinta de la mañana regresé a casa. Al principio no lo
advertí. Hasta que me cerró el paso. Era un agente de policía. Me asusté.
—¿El señor Claudio Álvarez?
—Sí, señor… —respondí humildemente
—Pase usted… —indicó, franqueándome la entrada.
—¿Qué hace usted aquí? —me animé a farfullar.
—Dentro tendrá la explicación —fue la respuesta, seca, torpona.
En el hall, cerca de la escalera, varios individuos de uniforme se habían
adueñado del palacio. ¿Guillermo? Guillermo no estaba presente.
Julio, el mayordomo, amarillo, espectral, trató de hablarme. Uno de los
uniformados, canoso, adusto, el jefe del grupo por lo visto, le selló los
labios con un gesto. Avanzó hacia mí, y me inspeccionó como a un cobaya.
—Usted es el mayor de los sobrinos, ¿verdad?
—Sí, señor… —murmuré.
—Lamento decírselo, señor. Su tío ha muerto… asesinado —anunció mi
interlocutor. La voz era calma, grave—. Yo soy el inspector Villegas, y
estoy a cargo de la investigación. ¿Quiere acompañarme a la otra sala?
—¡Dios mío! —articulé anonadado—. ¡Es inaudito!
Las palabras sonaron a huecas, a hipócritas. (¡Ese dichoso veneno
dejaba huellas! ¿Pero cómo… cómo?)
—¿Puedo… puedo verlo? —pregunté.
—Por el momento, no . Además, quiero que me conteste algunas
preguntas.
—Como usted disponga… —accedí azorado.
Lo seguí a la biblioteca vecina. Tras él se deslizaron suavemente dos
acólitos. El inspector Villegas me indicó un sillón y se sentó en otro.
Encendió con parsimonia un cigarrillo y con evidente grosería no me
ofreció ninguno.
—Usted es el sobrino… Claudio. —Pareció que repetía una lección
aprendida de memoria.
—Sí, señor.
—Pues bien: explíquenos qué hizo esta noche.
Yo también repetí una letanía.
—Cenamos los tres, juntos como siempre. Guillermo se retiró a su
habitación. Quedamos mi tío y yo charlando un rato; pasamos a la
biblioteca. Después jugamos nuestra habitual partida de ajedrez; me despedí
de mi tío y salí. En el vestíbulo me topé con Guillermo que descendía por
las escaleras rumbo a la calle. Cambiamos unas palabras y me fui.
—Y ahora regresa …
—Sí…
—¿Y los criados?
—Mi tío deseaba quedarse solo. Los despachó después de cenar. A
veces le acometían estas y otras manías.
—Lo que usted manifiesta concuerda en gran parte con la declaración
del mayordomo. Cuando éste regresó, hizo un recorrido por el edificio.
Notó la puerta de la biblioteca entornada y luz adentro. Entró. Allí halló a
su tío frente a un tablero de ajedrez, muerto. La partida interrumpida… De
manera que jugaron la partidita, ¿eh?
Algo dentro de mí comenzó a botar como una pelota contra las paredes
del frontón. Una sensación de zozobra, de angustia, me recorría con la
velocidad de un buscapiés. En cualquier momento estallaría la pólvora.
¡Los consabidos solitarios de mi tío!
—Sí, señor… —admití.
No podía desdecirme. Eso también se lo había dicho a Guillermo. Y
probablemente Guillermo al inspector Villegas. Porque mi hermano debía
de estar en alguna parte. El sistema de la policía: aislarnos, dejamos solos,
inertes, indefensos, para pillarnos.
—Tengo entendido que ustedes llevaban un registro de las jugadas. Para
establecer los detalles en su orden, ¿quiere mostrarme su libretita de
apuntes, señor Álvarez?
Me hundía en el cieno.
—¿Apuntes?
—Sí, hombre —el policía era implacable—, deseo verla, como es de
imaginar. Debo verificarlo todo, amigo; lo dicho y lo hecho por usted. Si
jugaron como siempre…
Comencé a tartamudear.
—Es que… —y después, de un tirón—: ¡Claro que jugamos como
siempre!
Las lágrimas comenzaron a quemarme los ojos.
Miedo. Un miedo espantoso. Como debió sentirlo tío Néstor cuando
aquella “sensación de angustia… de muerte próxima…, enfriamiento
profundo, generalizado…” Algo me taladraba el cráneo. Me empujaban. El
silencio era absoluto, pétreo. Los otros también estaban callados. Dos ojos,
seis ojos, ocho ojos, mil ojos. ¡Oh, qué angustia!
Me tenían… , me tenían… Jugaban con mi desesperación… Se
divertían con mi culpa…
De pronto, el inspector gruñó:
—¿Y?
Una sola letra, ¡pero tanto!
—¿Y? —repitió—. Usted fue el último que lo vio con vida. Y, además,
muerto. El señor Álvarez no hizo anotación alguna esta vez, señor mío.
No sé por qué me puse de pie. Tieso. Elevé mis brazos, los estiré. Me
estrujé las manos, clavándome las uñas, y al final chillé con voz que no era
la mía:
—¡Basta! Si lo saben, ¿para qué lo preguntan? ¡Yo lo maté! ¡Yo lo
maté! ¿Y qué hay? ¡Lo odiaba con toda mi alma! ¡Estaba cansado de su
despotismo! ¡Lo maté! ¡Lo maté!
El inspector no lo tomó tan a la tremenda.
—¡Cielos! —dijo—. Se produjo más pronto de lo que yo esperaba. Ya
que se le soltó la lengua, ¿dónde está el revólver?
—¿Qué revólver?
El inspector Villegas no se inmutó. Respondió imperturbable.
—¡Vamos, no se haga el tonto ahora! ¡El revólver! ¿O ha olvidado que
lo liquidó de un tiro? ¡Un tiro en la mitad del frontal, compañero! ¡Qué
puntería!
CRIMEN EN FAMILIA

AMELTAX MAYFER

AMELTAX MAYFER es el actual “yo policial” de Abel


Mateo, escritor y periodista nacido en Buenos Aires en 1913.
En 1940 publicó su primera novela policial: con la Guadaña al
Hombro, que mereció del “Publisher's Weekly” el siguiente
comentario: “Esta extraordinaria novela, tan intrincadamente
brillante como las primeras de Queen, que posee en Bernal Cheste
un detective competente en grado sumo, figura como la primera
entre las novelas argentinas largas de tipo deductivo.” Emecé
publicó en 1948 su comedia Un viejo Olor a Almendras. Amargas.
Humorista, crítico y ensayista, colabora en las principales revistas
de Buenos Aires. Su novela Reportaje en el Infierno, en la que
reaparece Bernal Cheste, ha sido filmada recientemente en nuestro
país.

PERSONAJES
HERIBERTO DRAPER - Rico viudo reincidente
YOLA CANNING DRAPER - Su mujer
WILLY y DIANA DRAPER - Hijos de Heriberto Draper
FÉLIX HOCQUART - Novio de Diana
TEÓFILO AYMERICH - Coronel retirado
URSULA AYMERICH - Su hermana
RAFAEL VALDEDUERO - Autor dramático
COMISARIO MONTROY - De la Policía Judicial

I
Diana Draper miraba por la ventanilla del tren, pero no veía más paisaje
que el de su pensamiento. Hacía ya muchos meses que faltaba de su casa,
aquella vieja quinta que había sido la delicia de su infancia, aquella vieja
quinta que había sido azotada por la tragedia, aquella vieja quinta que había
sido emponzoñada por la desconfianza y el rencor… No la esperaban hasta
el día siguiente, pero Diana había preferido anticipar su llegada, algo por
dar una sorpresa a su padre y mucho por dar un sofocón a su madrastra. ¡Su
padre y su madrastra! ¡Dios, qué escándalo fue aquél!
Rafael Valdeduero, sentado casi frente a Diana, del otro lado del pasillo,
volvía mecánicamente las hojas de un libro, pero no tenía ojos más que para
ella. “¿Qué estará viendo esta chica en ese paisaje que no ve?”, se
preguntaba. “¡Y es guapa de veras!”
Diana Draper volvió un instante la mirada y la detuvo fugazmente en su
joven observador. “¡Vaya!”, se dijo. “Parece que he hecho una conquista.”
Pero no llegó a interesarle. Sonrió con placer a la imagen de Félix
Hocquart, que acababa de saltar al primer plano de su pensamiento, y
suspiró. ¡Félix! También él se sorprendería al verla llegar aquella noche.
Habían sido novios toda su vida, pero, en realidad, no hacía más que dos
años que lo habían descubierto. ¡Cómo habían jugado de niños en aquella
casa inolvidable, en aquel parque a un tiempo espeso y transparente! Félix
Hocquart era el mejor, casi el único amigo de Willy … ¡Willy!
“Está pensando en el novio de su infancia”, observó Valdeduero
mientras trataba de encender un cigarrillo. “Pero hay algo más que un novio
de la infancia en su pensamiento.”
“¡Pobre Willy!”, murmuró Diana. Siempre había querido con delirio a
aquel muchacho de aspecto indefenso, a aquel su único hermano… ¡Cómo
había sufrido Willy! Le parecía verlo con aquel rebelde mechón de pelo
sobre la frente, jugando a ser hombre cuando niño, jugando como un niño
cuando hombre… ¡Y la vida le había hecho aquella jugarreta inconcebible!
Diana volvió a sentir la escrutadora mirada de su desconocido
compañero de viaje, y se agitó nerviosamente. “¿Por qué vuelve las hojas
de su libro, si parece estar leyendo en mí?” Quiso desafiar la muda
inquisición del hombre, pero desvió rápidamente la mirada hacia el soleado
verdor de la monótona llanura indiferente.
“Es evidente que le intereso tan poco que ya empiezo a preocuparla”,
reflexionó Valdeduero satisfecho.
Todo había sido felicidad en casa de los Draper hasta el día de la
tragedia, hasta el día en que la madre de Diana murió en el camino de las
casas de arriba. Fue como si el tiempo se rompiera. Pero se había roto algo
más que el tiempo. Su padre y su madre, su hermano y Félix… y además,
Yola… Yola había sido su amiga; en realidad, lo era todavía, a pesar de
todo. Se habían conocido en el colegio, y se había sentido atraída por
aquella muchacha enérgica, llena de vida, ambiciosa y dispuesta como una
flecha en el arco; una flecha que parecía haber dado de lleno en la
expectativa ingenua y asombrada de Willy. Yola tenía cuatro años más que
Diana y dos más que Willy. Quizá había sido eso. Willy estaba
enamorado… “¿Habrá estado realmente enamorado?”, parecía preguntar
Diana a un recio pino erguido que pasó fugazmente a su lado. Pero Yola
había evitado siempre una definición. Insinuante y esquiva, coqueta y
distante, cariñosa y frívola, parecía aceptarlo y rechazarlo continuamente en
sutil esgrima de sonrisas y desaires. “¿Habrá estado jugando con él, en
realidad?”, murmuró Diana a media voz.
Rafael Valdeduero siguió el movimiento de sus labios y asimiló la frase.
“Una comedia de amor; un drama de celos”, concluyó. Y siguió con la vista
la extraña trayectoria de la colilla que arrojó al capricho del aire.
Diana Draper recordaba aquel día radiante súbitamente ennegrecido por
la muerte de su madre. Se había caído del caballo. Nada más que una caída
del caballo. Y la recogieron muerta. Nada más. El tiempo quedó roto. Todo
quedó roto. Todos quedaron rotos. Su padre, un Heriberto Draper deshecho
y acabado, se marchó de viaje. Willy se fue a vivir con Félix a su casa de la
ciudad. Ella aceptó aquel puesto en un colegio, también en la ciudad. Y
Yola… Yola desapareció.
La bomba estalló cuando Heriberto Draper regresó. Habían ido a
recibirlo al puerto los tres:
Willy, Félix, Diana… “¡Allí está papá!” “¿Dónde?” “¡Allí! ¿No lo ves?
Junto a…” Y las palabras naufragaron en la sorpresa. “¡Pero…! ¿Con quién
viene?” “¿No es …?” Y era, ¡por cierto que era! ¿Qué hacía Yola a bordo,
con su padre?
Willy había tenido una escena violentísima con su padre; allí, en la vieja
casa de la quinta. Pero todo pareció arreglarse al fin. Diana frunció el
entrecejo al recordar aquellas palabras que Willy le contó luego: “Tienes
que comprenderlo, hijo. No te he quitado nada, porque nunca lo tuviste.
Jugaste a tenerlo, pero no lo tuviste. Y yo la necesito más que tú. Debes
perdonarme si te he herido, pero advierte que si he ofendido algo en ti no ha
sido como rival afortunado, sino en tus sentimientos de hijo que se subleva
ante la idea de ver a su madre reemplazada.”
Siempre fue un misterio para todos el encuentro en el extranjero de
Heriberto Draper y Yola Canning… Jamás preguntó nadie nada. Habían
vuelto casados, simplemente. Eso fue todo. La intervención de Félix
Hocquart había terminado por resolver las cosas. Fue el verdadero
pacificador. ¡Cuánto le debían todos!
La maleta de Diana comenzó a oscilar sobre su cabeza, en la red de
equipajes. Valdeduero la miraba curiosamente, como calculando la fuerza
que necesitaría para caer.
Heriberto Draper había querido que todos vivieran nuevamente en la
quinta. Fue un ensayo penoso. No es fácil acostumbrarse a ver a su más
íntima amiga convertida en madrastra. Es imposible soportar como mujer
de su padre a la mujer que uno ha deseado para sí. “¡Pobre Willy!” Había
perdonado a su padre —¿o quizás no?—, pero no había podido perdonar a
Yola. ¿La seguía queriendo en un silencio devorado de amargura? “Siempre
he temido que la odiara desde entonces”, se dijo Diana, y no consiguió
dominar un estremecimiento.
Rafael Valdeduero pareció seguir la estela de aquel escalofrío, y sus
ojos se detuvieron en las manos entrelazadas de la joven.
“Y esas miradas suspicaces de papá… Eso es lo peor. Papá está celoso
de Willy…”
La maleta de Diana se asomó peligrosamente al borde de la red, como
atraída por la magnética mirada de Rafael Valdeduero. Diana levantó la
cabeza, misteriosamente advertida… Y el hábil salto del hombre le permitió
recibir en sus brazos la no muy pesada carga.
El primer instante de estupor fue seguido, naturalmente, por las
obligadas frases de gratitud, y la conversación quedó inaugurada.

II
Seis personas conversaban esforzadamente en el salón de la villa de los
Draper, en Arroyo Blanco. El diálogo languidecía asfixiado por la
enrarecida atmósfera que pesaba sobre la casa.
—Mañana llegará Diana —decía Heriberto Draper—, y después de
almorzar explicaré a todos los motivos de esta reunión de familia que he
convocado.
—¿No puedes adelantarnos nada? —inquirió Yola más curiosa que
interesada.
—No. Tienen que estar todos.
—¿A qué hora llegará Diana? —preguntó Félix Hocquart casi con
avidez.
—A las nueve iremos a la estación —repuso Willy con afectada
indiferencia—. ¿Se te hace largo el tiempo?
Félix no contestó, sumergido, acaso, en la contemplación mental de su
novia.
El coronel Teófilo Aymerich, viejo amigo de la casa, se atusaba los
generosos bigotes con ademán mosqueteril. Su hermana Ursula, la más
querida amiga de Graciela Conti —la primera mujer de Draper—, miraba
con no disimulado encono a Yola Canning…
“Te las arreglaste para engatusarlo, bruja traicionera, pero no saldrás
con todo tu plan…”
Yola Canning correspondía a las miradas de Ursula Aymerich con
desdeñosa sonrisa.
“Lo siento por ti. Eres una arpía solterona, pero no te tengo miedo. Un
poco de lástima, nada más.”
—¿Crees, realmente, que es una buena idea? —dijo el coronel
señalando a Draper con un índice casi acusador.
—¿De qué hablas? —preguntó el interpelado, sorprendido.
—De ese reunión de familia…
Ursula Aymerich miró un momento a su hermano, y volvió a clavar los
ojos en Yola.
“No quieres más que su dinero, ¿eh? Y crees que mañana será tu día…”
Yola Draper encendió un cigarrillo y echó el humo en dirección de
Ursula.
“No puedes con tu despecho, ¿verdad? Estás enamorada de él desde que
ibais juntos al colegio… El pueblo entero lo sabe.”
“No saldrás con la tuya…” “No podrás conmigo…”
Willy abría y cerraba su encendedor, produciendo un ruido monótono y
exasperante que parecía marcar los tiempos de la tensión creciente.
—¿No puedes quedarte quieto? —estalló su padre, irritado.
—Perdona —repuso Willy sin mirarlo.
Félix Hocquart se levantó y salió al parque sin decir una palabra.
—¿Quieres que bailemos, Willy? —preguntó Yola con dulzura.
Heriberto Draper miró inquisitivamente a su hijo.
—¿Bailar?… —dijo éste como para sí—. ¿Qué?
—Lo que tú quieras. Algo movido.
—Bueno.
III
Diana Draper estaba asombrada de la naturalidad de su conversación con
Rafael Valdeduero. Parecía que aquel extraño conocía su vida como si la
hubiera dictado. En realidad, la había obligado a contársela…, sin la menor
presión, desde luego.
—¿Amigos? —había dicho él.
—Amigos —repuso ella—. Pero, la verdad, me miraba usted de una
manera… Llegó a fastidiarme.
—Me interesaba usted —aclaró él haciendo un guiño—.
Profesionalmente…, por supuesto.
—¿Profesionalmente?…
—Eso es. Escribo para el teatro, ¿sabe usted?
—¡Ah!… Y le pareció que yo desfallezco por dedicarme al teatro.
¿Cree que tengo tipo de actriz?
—De actriz, no. De personaje. De personaje de drama familiar,
exactamente.
Y por allí había empezado Valdeduero a sonsacarle la historia de su vida
y su familia.
—Así que va usted a una reunión de familia… —comentó él cuando
ella hubo terminado.
—Algo por el estilo. Pero no sé en qué terminará todo.
—Tal vez se case usted con su novio —contestó él volublemente—. Es
un final algo vulgar, pero acaso tenga sus atractivos.
—¡Sí! —saltó ella con no contenido entusiasmo—. Pronto nos
casaremos. Papá le está tan agradecido por su intercesión cuando… Bueno,
ya lo sabe. Le está tan agradecido, que ha hecho de él su hombre de
confianza. De modo que…
El tren llegó a la estación de Arroyo Blanco. Rafael Valdeduero tomó la
maleta de Diana en el momento en que ésta se levantaba y dejaba caer su
bolso de mano. La muchacha miró consternada a su compañero, quien se
agachó a recoger las llaves y el tubito de carmín que se escaparon del
abierto bolso.
Atardecía cuando Diana Draper y Rafael Valdeduero se despidieron en
el portón de la villa. “¡Qué casualidad que viniera también a Arroyo
Blanco!”, pensaba Diana mientras avanzaba por el cuidado camino. “¿Y por
qué se pondría pálido cuando nombré a Yola Canning?”… y llegó a la casa
diciéndose que Rafael Valdeduero había aceptado demasiado pronto su
invitación a tomar café aquella noche.

IV
Diana Draper se detuvo ante la puerta del ala izquierda y entró
sigilosamente. Dejó la maleta al pie de la escalera y tomó por el largo
corredor que se abría a su izquierda. Su padre estaría seguramente en la
biblioteca y podría darle su proyectada sorpresa…
Andando de puntillas, Diana abrió la puerta de la biblioteca… y allí, en
la penumbra de la espaciosa sala, junto a la ventana francesa que daba al
parque, vio algo que la llenó de horror… Permaneció rígida un instante,
luego sintió que las piernas cedían bajo su peso… Iba a caer, pero se agarró
fuertemente del escritorio… Abrió la boca para gritar, pero consiguió
dominarse… ¿Dominarse? ¿No giraba todo a su alrededor? ¿Qué era
aquella sangre que parecía anegarlo todo? Y empezó a caer, a caer, a seguir
cayendo, cayendo…, cayendo…

V
Un grito aterrador rompió la quietud del aire.
—¡Yola!…
Y una carrera plural se desató hacia la biblioteca.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó la autoritaria voz del coronel Aymerich.
Willy, Félix Hocquart y Ursula llegaron tras él.
Heriberto Draper, de rodillas en el suelo, contemplaba espantado la
damasquinada empuñadura que parecía plantada con abono de sangre en la
espalda desnuda de Yola Canning, que yacía junto a la ventana francesa que
daba al parque.
Teófilo Aymerich no esperó respuesta. Apartó a Draper con cierta
solícita brusquedad y se inclinó sobre Yola. Buscó la mirada de su hermana
antes de menear casi imperceptiblemente la cabeza, y tomó el mando.
—Que salgan todos, por favor —ordenó.
Willy Draper cambió una mirada con Félix Hocquart, y ambos
obedecieron en silencio. Ursula Aymerich tomó afectuosamente del brazo a
Heriberto Draper, todavía alelado, y lo llevó hacia la puerta.
El coronel miraba fijamente el cadáver.
—¡Yola Canning!… —murmuró.
Había oscurecido casi totalmente. Aymerich encendió la luz y volvió a
inclinarse sobre el cuerpo de la mujer asesinada.
—¡Yola Canning!… —volvió a decir.
Y una especie de eco inesperado le repuso débilmente:
—Yola…
Aymerich se incorporó bruscamente. ¿Qué era aquello? Y otra vez el
apenas audible gemido:
—Yola…
El coronel sacudió ferozmente la cabeza.
—¿Qué demonios…? —empezó a decir. Y se calló de súbito.
Caído junto al escritorio había otro cuerpo de mujer, casi oculto por el
mueble. Se precipitó literalmente hacia él…
—¡Diana! —exclamó.
Pero Diana Draper recobraba ya el conocimiento.
—Yola… —repetía—. ¡Yola!…
VI
El comisario Montroy, de la Policía Judicial, había actuado con su habitual
rapidez.
—Asesinato; sin duda alguna —diagnosticó un poco innecesariamente.
—Es usted asombroso —le había contestado el coronel con agresivo
sarcasmo.
Todos habían sido ya interrogados, y todos habían declarado qué
estaban haciendo en el supuesto momento del crimen. Pero nadie había
conseguido demostrarlo.
Félix Hocquart había estado paseando por el parque. Willy se estaba
vistiendo para la comida. El coronel leía en su cuarto. Ursula se negó a
declarar y afirmó, muy rotundamente, su absoluta solidaridad con el
asesino.
—¿Debo entender que es usted su cómplice? —había sugerido Montroy
ahogando una maldición.
—No, señor —repuso ella con altivez—. Debe usted entender que soy
su partidaria.
Heriberto Draper se había quedado solo en el salón escuchando las
informaciones de bolsa que transmitían por radiofonía. Luego se había
dirigido a la biblioteca, según su invariable costumbre, a leer los diarios de
la tarde y…
—Y descubrió usted el cadáver —terminó el comisario—. ¡Que me
maten si puedo negarlo! Bien. Y ¿usted, señorita?…
Diana Draper explicó los motivos de su temprana llegada.
—Quería darle una sorpresa a mi padre. Entré de puntillas en la
biblioteca, creyendo que ya estaría allí, y…
—Y vio usted el cadáver cubierto de sangre, y se desmayó —concluyó
Montroy con cierta empecinada monotonía—. Ya me doy cuenta. Todo está
perfectamente, ¡por Satanás!
El coronel carraspeó en evidente alarde de disgusto y se encaró con el
comisario.
—Vea usted —le dijo—; no me gusta nada su manera de preguntar, ni
me da la gana de permitir que siga usted con sus reticentes juramentos. ¿Me
ha entendido?
Montroy torció el gesto.
—Usted verá, coronel… Tampoco a mí me gusta nada este maldito
asesinato, y no puedo permitirme el lujo de creer todo lo que me dicen.
—¿Insiste usted?
—No tengo más remedio. Que el diablo me lleve; pero un condenado
asesinato necesita un condenado asesino…
—Y un asesino debe ser detenido —le interrumpió Aymerich—. Sí; lo
comprendo, por supuesto. Por eso me pregunto qué espera usted para
ordenar una batida por los alrededores. Tal vez esté todavía en el pueblo…
El comisario Montroy logró lo que podría llamarse una sonrisa sintética.
—¿Y por qué no en esta casa, coronel?… —replicó, ponzoñoso.

VII
La llegada de Rafael Valdeduero a la casa de los Draper no fue,
precisamente, un éxito de recepción, pero no fue tampoco, evidentemente,
un alarde de inoportunidad.
—¿Quién diablos es usted? —le había preguntado el comisario cuando
se lo encontró entrando casi en vilo al imaginaria de la puerta.
—Soy un invitado que viene a tomar café —respondió tranquilamente
Valdeduero, depositando cuidadosamente en el suelo al pataleante y furioso
guardia.
—¿Y cómo rayos se atreve a entrar así? ¿No le han dicho que aquí se ha
cometido un asesinato?
—Por supuesto. Por eso he entrado así. ¿O cree usted que yo tengo la
manía de entrar en las casas enarbolando porteros?
Montroy estaba ya a punto de congestión.
—Pues se me está usted largando con viento fresco —le gritó—, o lo
pongo yo a la sombra hasta que se le pase.
Rafael Valdeduero sonrió seductoramente.
—Lo siento, comisario; pero es imposible. Si aquí se ha cometido un
asesinato, no puedo marcharme hasta haberlo resuelto. Créame usted; el
desenlace es fundamental y es mi fuerte, ¿sabe usted? Soy un verdadero
experto en desenlaces.
El comisario miraba fascinado a su interlocutor.
—Además, comisario —concluyó Valdeduero—, aquí hay una señorita
que me interesa… Es el personaje que me encontré en el tren.
Y ante la mirada extraviada de Montroy, se dirigió serenamente hacia el
interior de la casa.
Diana Draper recibió muy amablemente a su invitado y lo presentó a
cada uno de los presentes. La acogida general fue bastante fría, pero él lo
comprendió perfectamente. ¡No estaban las cosas para cortesías! Contempló
sucesivamente a todos, y llegó a una conclusión asombrosa:
“¡No hay uno que no sea culpable!”
Padre e hijo se conducían como dos desconocidos. Estaban situados
muy lejos el uno del otro, pero las pocas veces que sus miradas coincidían
se contemplaban como si no se hubiesen visto en la vida. Félix Hocquart
era muy mal actor, desde luego. Ocultaba algo, y se le notaba casi sin verlo.
Además, rehuía la compañía de Diana, que, afligida, se refugiaba en los
bizarros hermanos Aymerich.
Cuando el comisario Montroy volvió al salón, Valdeduero le salió al
paso.
—Bien, comisario, ¿sabe usted algo?
—¡Sí! —rugió el interpelado—. ¡Sé que usted se marcha!
—No, comisario. Información falsa. Yo me quedo. ¿Cómo va usted a
resolver el caso si me voy?
—El caso está resuelto, joven. ¿Me entiende?
—¡Magnífico! ¿Cuál es su opinión?
Montroy lanzó una torva mirada a la redonda, y anunció:
—Uno de ustedes ha declarado en falso.
“¡Vaya!”, murmuró Valdeduero para su coleto. “¡Qué hombre
deduciendo!”
Teófilo Aymerich dirigió al comisario una mirada incendiaria, pero no
dijo palabra.
—Ese de ustedes que ha declarado en falso es, obviamente, el asesino
—continuó Montroy.
En el momento en que el comisario se aclaraba la voz para lanzar su
solemne orden de arresto, ocurrió algo tremendo…
—¡No…! —gritó una voz que más parecía el aullido de un espectro.
Y alguien se desplomó pesadamente.
Montroy no pudo ocultar su extrañeza, y se acercó con paso inseguro a
Heriberto Draper.
—¡Está muerto! —anunció con voz ronca.
Rafael Valdeduero estuvo instantáneamente a su lado.
—Un síncope, comisario —declaró después de examinar al caído.
—¿Es usted médico? —preguntó Montroy, aun sin reaccionar.
—No, comisario. Ya le dije a usted que soy especialista en desenlaces.

VIII
Se había encontrado en un bolsillo de Heriberto Draper la confesión del
crimen, y el asunto se cerró sin mayor publicidad.
—Usted pensaba arrestar a Willy, ¿verdad? —preguntó Valdeduero al
sorprendido comisario.
—¿Cómo demonios lo sabe?
—Experiencia, amigo mío. Usted sabe, el teatro… El móvil pasional era
perfecto.
—Fue pasional, de todos modos —anotó Montroy.
—No lo sabe usted bien, comisario. ¡No sabe usted hasta qué punto!
Montroy se encogió de hombros.
—Usted está loco, sin la menor duda —dijo—. Más loco que una cabra
subiendo por las paredes, ¡así me cuelguen!
IX
Rafael Valdeduero y Diana Draper conversaban al borde del estanque del
parque.
—No creo que haya sido papá —decía ella.
—Tampoco yo, por supuesto —coincidió él.
La joven lo contempló largamente.
—¿Y la confesión? —indagó nerviosamente.
—Un oportuno embuchado para convencer al comisario; nada más.
—¿Qué quiere usted decir?
—Eso; nada más que eso. El comisario iba a detener a Willy, y Willy es
inocente. Su padre sufrió el síncope, incapaz ya de soportar la situación, y
alguien pudo aprovechar su muerte para que nadie sufriera más por causa
de Yola Canning…
Diana Draper miró a Valdeduero horrorizada.
—¿Pero quién pudo prever que papá sufriría un síncope?
—Supongo que nadie. Pero alguien previó que Montroy detendría a un
inocente, y preparó esa confesión para que el culpable reflexionara…
Hubo un momento de silencio; un profundo silencio sólo turbado por el
plácido rumor de la fronda. Diana levantó la cabeza, que había ocultado
entre las manos.
—De modo que la muerte de papá…
—Salvó al criminal.
—Pero manchó su memoria.
—Nadie lo sabrá nunca.
—¿Sabe usted quién es el asesino?
—Por supuesto.
—¿Por qué no lo denunció?
—Porque tengo una viga en el ojo, que me impide ver la mota en el ojo
de mi hermano.
—¿Qué espera usted de él?
—Que busque a un sacerdote y se confiese cuanto antes.
—¿Nada más?
—Nada menos.
Diana Draper se levantó pesadamente y echó a andar hacia la casa.
Valdeduero la siguió y se detuvo tras ella ante la puerta del ala izquierda.
Entraron en silencio, y siguieron por el largo corredor que se abría a su
izquierda, hasta la puerta de la biblioteca… Cruzaron el umbral y se pararon
ante el escritorio.
—¿Cómo lo supo? —murmuró Diana conteniendo un sollozo.
—Porque allí, junto a la ventana francesa que da al parque, Yola
Canning y Félix Hocquart se estaban besando al caer la tarde…
Diana se mantuvo rígida.
—Porque el arma que mató a Yola Canning es la plegadera en forma de
puñal que tenía su padre en el escritorio… Porque eso fue lo que encontró
la mano de la persona que entró aquí a dar una sorpresa, cuando la
impresión de la sorpresa que ella recibió la hizo aferrarse al escritorio para
no caer…
—¿Qué más? —susurró Diana con voz ausente.
—Porque se encontró un bolso de mano junto a usted, aquí, al lado del
escritorio… Pero el pincelito del carmín estaba debajo del cadáver. Por todo
eso, Diana… Porque Yola Canning había pisoteado demasiadas cosas
respetables… y porque las seguía pisoteando.
—¿Cómo sabe usted que Félix?…
—El perfume de Yola en la camisa de Félix…
Diana se apoyó en el brazo de un sillón y permaneció así, con la mirada
perdida a través del vano de la ventana francesa.
—¿Y ahora? —murmuró al cabo de un rato que pareció una eternidad.
—El telón ha caído, Diana —contestó él muy quedo—. Ya no hay nadie
en el teatro. Me voy a casa.
Rafael Valdeduero salió al parque y se perdió tras un grupo de naranjos
que ofrecían al aire la promesa de sus ramas en flor.
LA MOSCA DE ORO

JERÓNIMO DEL REY

JERÓNIMO DEL REY es seudónimo del Pbro. Leonardo


Castellani, cuya obra vasta y diversa comprende: Camperas, El
Nuevo Gobierno de Sancho, Elementos de Metafísica,
Conversación y Crítica Filosófica, El Libro de las Oraciones
(poemas), Crítica Literaria, amén de traducciones de Santo Tomás
de Aquino, Chesterton, Ghéon, etc., El presente relato procede del
libro Las Muertes del Padre Metri, reeditado por la Editorial Sed
(1952).

“Precisaría un gran volumen para describir la vida,


apostólica y excéntrica, de aquel eficaz varón.”
(De las Memorias de don Carlos Roselli, poblador de Reconquista.)
 
El Padre Metri (fray Demetrio Constanzi) presenció los primeros fuegos
artificiales que hubo en Resistencia quién sabe por qué. Creo que había
venido a la capital del Chaco a hacerse arrancar una muela. La noche esa
de los fuegos estaba de pie bajo la cálida bóveda estrellada en mitad del
gentío, justo delante del palco oficial que cobijaba al gobernador y a las
autoridades, y casi más divertido con los comentarios pirotécnicos de la
paisanada que con la misma pirotecnia, a pesar de que ésta fue muy buena
según decir de testigos —traída de Buenos Aires por la Sociedad Italiana
“Unione e Benevolenza” para festejar las bodas de S. M. Humberto
Primero—. Se había venido al olor todo el pueblaje de en torno a cinco
leguas: chacareros gringos (ni qué decir), mensús de los ingenios, peones y
reseros, hacheros de los obrajes y hasta indiada mansa, una muchedumbre
recia que se arremolinaba alrededor de los mágicos fogones en nutrida y
ondulante corona; y para la parte “caté” de la ciudad se habían levantado
más lejos tablados con sillas y sitiales no del todo exentos de herrumbre
por abajo y de “cuetes y buscapieces” por arriba. El fraile, recostado con
desgano en un poste del palco oficial, tenía a un lado un grupo de jinetes
muy atareados en la guapeza de sofrenar sus montados, que tiritaban,
piafaban y bufaban, materialmente locos de espanto —ocurrencia de estos
gauchos brutos no ser capaces de dejar el caballo ni para ver relámpagos
con truenos y luces malas— y delante de él había un grupo de peones de
crencha negra y chiripá sucio en pleno éxtasis de asombro y regocijo, que
solamente había que oírlos. Uno tenía un huaynito de unos siete años
parado sobre los hombros, y gritaba a todo pulmón a cada nueva rueda
multicolor que se incendiaba:
—¡Ayjuna, gran perra, que lo retiró y la punta del sauce verde! ¡Mirá,
Panchito! ¡Mirá, Panchito! (como si el pibe fuera capaz de hacer otra cosa).
.¡Qué no inventan estos gringos de la gran flauta!
Un mulato repetía con gran convicción y a gritos sin saber decir otra
cosa:
—¡De l'Inglaterra l’han traído, a mí no me vengan a decir! ¡De
l'Inglaterra! ¡A mí no me vengan a decir! ¡De l'Inglaterra! ¡De l'otro lao
l'Uropa l'han traído! ¡Son pólvora de colore! ¡Guarda! ¡Uepa, ch'amigo, y
porá catú, aña—rahy, que disparó feo! ¡Uepa el otro ahora! ¡Guarda, loco
viejo, que se le desbocó el jueguería! ¡Cha que soma loco! ¡Uepa, ch'amigo,
y otro! ¡Y otro más!
Y así entre la gritería, los estruendos, chiflidos, incendios multicolores,
estrellas de pedrería, artillería celeste, roja y plata con humaredas y
quemazones de ensueño, llegó el clú del espectáculo, las moscas de oro.
Una llamita verde dibujó contra el cielo una gran colmena fulgurante que
empezó a vomitar por sus cuatro piqueras un enjambre tupidísimo de
chispas doradas, que revoloteaban en torno, partían en todas direcciones y
estallaban con ruido graneado de fusilería. Como una enjambrazón de
abejas en un sol de fantasmagoría. La vista era pasmosa y el estruendo
ensordecedor. La muchedumbre estaba absorta: sin embargo, en este preciso
momento fue cuando se aguó de golpe la fiesta. Aunque parezca increíble,
un clamor humano, un grito de muchas voces juntas superó el granizado
bombardeo, llegó hasta los palcos y desparramó hasta el último espectador
la tétrica noticia:
¡Una muerte! ¡Una muerte! ¡Un hombre muerto! El grito había partido
de la delantera del monstruo de mil cabezas, el cual se arremolinaba
peligrosamente. El fraile se abrió paso a tremendos empujones. Una voz
dijo a su lado: “¡Cayó Sanabria! ¡Es el gato Sanabria!” Otras voces
comentaban rencorosamente: “¡Así tenía que acabar! ¡En su ley!” “¡Le dió
un ataque!”, exclamó otro. “Soy cura, dejen pasar”, gritaba Metri,
navegándose la turba a codazo seco.
Finalmente llegó al núcleo del loco remolino y casi cayó sobre un
despojo tumbado de bruces en el suelo, que dos hombres medio ahogados
por la apretura estaban poniendo boca arriba. Parecía un muñeco de trapo.
—¡Fuera! —gritó furioso el fraile—. A ver ustedes cuatro si pueden
hacer cancha (vos, vos y estos dos), que de nó, lo vamos a matar del todo…
A la luz viva de la colmena ígnea que todavía chisporroteaba
alegremente, una cara redonda y congestionada, negra de polvo y sangre,
que encuadraban dos manos crispadas, apareció en el centro del círculo, los
labios moviéndose. El fraile se arrodilló y aproximó el oído. El moribundo
dijo:
—¡Me han… asesinado! Golpe de atrás. Rebenque. Busquen. Cobarde.
Golpe tremendo. Muero.
Era verdad. Burbujas de sangre reventaban en la boca estertórica y los
negros ojos se empañaron. El fraile intimó:
—Dentro de poco estará delante de Dios. ¿Se arrepiente de sus
pecados?
La boca del herido se despalancó toda y de su garganta brotó un sonido
sordo. No había un minuto que esperar.
—Misereatur tuo, Omnipotens Deus —dijo Metri alzando la mano—, et
dimisis peccatis tuis…
En ese momento el bramido del pecho del moribundo se hizo inteligible
y el fraile escuchó las siguientes palabras pronunciadas con lentitud y
claridad siniestra:
“Dominus Jesus Christus te absolvat, et ego, autoritate ipsius, te
absolvo, ab omni vinculo excomunicationis et interdicti in quantum possum
et tu indiges. Deinde ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patris, et Fili
et Spiritus Sancti.”
¡La fórmula de la absolución! El asombro había enmudecido al
sacerdote. Quiso repetirla él, como debía, y en ese instante un brutal
empujón lo incorporó mientras una mano poco dulce lo retiraba a un lado.
Unos agentes de policía habían traído linternas y hacían cancha con brutal
apuro. El médico de policía había ocupado el lugar del fraile, y al lado suyo
la alta figura del gobernador se recortaba en la noche como una imponente
figura de Rembrandt roja y negra.
El médico se alzó en seguida y dijo:
—Este hombre está muerto. Apoplejía probablemente. Nada que hacer
yo.
El fraile se desprendió con verdadero furor de los brazos del milico, se
arrodilló de nuevo y absolvió casi a gritos al cadáver. Entonces lo
reconocieron.
—Un pobre —dijo el cabo—. Déjenlo.
El sacerdote se alzó hecho una furia. Se encaró con el gobernador y el
médico y empezó a increparlos con amargura:
—¡Ahí lo tienen! ¡Ahí tienen el desdichado que fue instrumento de
ustedes! Muerto sin confesión. Usted, que ya no lo puede curar, me impide
que yo lo absuelva. Y eso es en puridad lo que hace usted cada día con
tantos colonos, impidiéndoles llegar a tiempo y cerrándoles las puertas del
cielo. Algún día dará cuenta a Dios. Médico de cuerpos, asesino de almas.
Eso es un crimen, más crimen que el que mató al pasquinero Sanabria.
Porque este hombre no ha muerto de apoplejía, sino de un atroz golpe en el
cráneo con un cabo de rebenque. Ha sido asesinado.
El médico cayó de nuevo sobre la lívida cabeza descompuesta y la
palpó cuidadosamente. Cuando se alzó, se oyó su característica risita
sarcástica.
—La autopsia dirá qué —dijo—. Pero de un golpe en el cráneo
sencillamente idiota, no hay el más leve chichón y la caja cránea está ilesa.
Se volvió al gobernador y dijo sonriendo:
—Este es el mentado padre Metri.
Se volvió al fraile y le dijo:
—Mañana, a las diez, en la Comisaría a declarar. Usted parece que sabe
algo. Y no intente hacer estupideces.
Y mientras dos agentes angarillaban al muerto y la muchedumbre se
volvía en grupos cabizbajos, una corona de estrellas policromas subió al
cielo y, como una atroz ironía, empezó a deshacerse en lluvia de monedas
de oro, de rosas de púrpura, de florones de sangre, de ojos de gato, en un
fondo de humo color naranja…
Era voz corriente en Resistencia que el doctor Leónidas Mascagno,
socialista, el que, como Diego Corrientes, se preciaba de curar de balde a
los pobres y sangrar a los ricos, impedía también sacramentar a sus
enfermos con esta frase temerosa para la gente humilde: Donde entra el
cura no entro yo. Ustedes elijan. También era voz común que el gato
Sofanor Sanabria había de morir un día con los botines puestos. Este era un
ciudadano español, director de Prensa Libre, hojita semanal que llevaba
como subtítulo: Defensora de la libertad, la democracia y el derecho. Este
hombre tenía un talento fenomenal al decir del pueblo: hasta latín sabía;
lástima que era medio sinvergüenza. Ello no obstaba a que su despabilada
hoja fuera devorada con delicia, aun por las personas más decentes, incluso
el cura y los maestros. ¡Tenía una gracia este sinvergüenza para sacar el
cuero al prójimo! Es cierto que algunas veces iba muy lejos: chismes
envenenados, calumnias atroces, adulterios veros o supuestos y otros
gattiperios gravísimos había echado al viento, con hábiles alusiones. Corría
la voz que extorsionaba dinero a cambio de su silencio. En suma, era un
canalla; pero era un canalla respetado o al menos absolutamente impune. El
secreto era estar siempre bien con los de arriba y no atacar jamás a muchas
víctimas a la vez. Cuando Sanabria le ponía los puntos a uno, todos los
demás reían —pueblo chico infierno grande— sin precaver que mañana le
tocaría a otro. El padre Metri sintió como una náusea de asco: maldiciente
vulgar, verdadero bandolero de la pluma, resumidero de veneno y humana
víbora, el pasquinero Sanabria era llevado en palmas por el Gobierno
porque era un rodaje necesario de la máquina electoral. Si no estuviera mal
maldecir de un finado…
Llegó con retraso al Juzgado; el doctor había hecho ya la autopsia y
estaba explicándola al gobernador, al jefe político, al juez de Instrucción, al
comisario, al cabo cuarto y a la chinita Bonifacia que contemplaba
horrorizada los pedazos de calota o de cerebro que el galeno manoseaba,
perfectamente olvidada de su función profesional de cebar el mate. El
médico mostraba un sanguinolento pedazo de casco cerebral aun cubierto
de cuero cabelludo y peroraba con fuerza:
—… un hombre que no tuviera espíritu científico. Un hombre sin un
corte de cerebro científico hubiese dicho: ojos sanguinolentos, hemorragia
bucal, facies congestionada, masa encefálica bañada en coágulos de sangre,
¿qué significa eso? La cosa era clara, ¿no es verdad? Apoplejía. Yo, no. Yo
estoy acostumbrado al método experimental.
Puso la calota a la luz y dijo:
—Yo hice trasquilar al melenudo Sanabria, fotografié la cabeza y la
deshice metódicamente. Ya el peluquero encontró en la nuca un pequeño
coágulo. Hay que ver que el gallego Sanabria tenía una melena aceitosa
como para nidal de cucaracha. ¿Y? Ningún chichón, señores, atención
(mirando al fraile). Pero, ¿qué es esto que está aquí en el seno posterior
occipital, voto a Cristo? Un agujerito de dos a tres milímetros, señores,
hecho con la perfección de una perforadora eléctrica. Y aquí empieza el
misterio.
Los oyentes se habían arrimado vivamente, y constataban con asombro
el fenómeno. En el trozo de cráneo rapado correspondiente a la nuca, una
limpia estrellita de borde rojo colaba la luz de la ventana. El gobernador
hizo un gesto de asombro.
—¿Balazo? —preguntó.
—No existe arma ninguna de calibre tan diminuto —replicó el médico
—. Si existiera, la bala no podría tener fuerza para perforar tan limpio este
casco, gobernador. Y los tres testigos, ¿qué han dicho? ¿No estaban detrás
del muerto? Ningún tiro, ningún golpe de rebenque sino Sanabria que se
lleva las manos al mate y se va de boca como un tronco, de golpe.
El juez de instrucción examinaba el hueso con atención extática. Opinó
meditabundo:
—Una esquirla. Una astilla de madera o de hierro, un trozo de alambre
calentado al rojo que se desprende de los fuegos de artificio y alcanza al
hombre. Sí. Supongamos un recortado de alambre como los de gomera de
muchacho puesto al rojo. Una chispa de oro, las malditas moscas de oro del
italiano ese.
El médico rió sardónico:
—Sí… una mosca de oro que da vuelta carnero en el aire para clavarse
en la nuca de un hombre. Reflexione, doctor. ¿Y dónde hay aquí señal de
quemadura? Pero su mosca picó y se fue, doctor Masedo. Porque en el
cerebro no encontré absolutamente nada.
En ese momento sonó la voz del cabo cuarto.
—¡Pero Bonifacia, estás aquí toavía, qué andás haciendo, marche
inmediatamente a la cocina, grandísima descarada!
La chinita, con el mate en la mano, que había estado acechando muy
curiosa, se aproximaba al muerto hipnotizada.
—La mosca de oro, Karaí (señor) —decía—. Yo la conozco. Hay en mi
tierra, Karaí; en Paraguay y el Brasil, Karaí. Pica y pone güevo y se va, y
sale un gusano rechoncho como un barrilito, duro, con cerditas negras, a
modo de catanga blanquecina, Karaí. ¡Y el gusano come la carne, y va
haciendo un canalito en la carne, y aujerea el güeso limpio con un aujerito
igual a ése!
Todos los circunstantes rompieron a reír sin ganas. La muchacha
levantó con impudor hasta la mesa su patita descalza y señaló el tobillo.
—Es una mosca dorada que se llama ña—caú —dijo—. ¡Mire la
cicatriz, Karaí! ¡De aquí me lo sacó el doctor González! ¡Mire si no es el
mismo tamaño y laya! ¡Igualito que ése de áhi fue el aujero del tobillo!
El cabo tomó del brazo a la negrita y la sacudió sin contemplaciones.
Pero ella no cejaba:
—Se le pasmó —dijo— al mbaracayá Sanabria. Siguro. La mosca le
entró por la boca, durmiendo (un suponer), y el gusano le bandió los sesos y
salió por el otro lao. Y cuando abrió el güeso, entró el aire y se pasmó la
herida y murió el mbacarayá; porque una herida nunca uno la siente hasta
que se enfría. ¡Siguro, doctor, siguro!
—Retírate, muchacha, estás estorbando —dijo una voz detrás de ella.
Todos miraban al fraile, que habían olvidado; pero él no los veía. Con el
ceño fruncido clavaba los ojos en el cráneo despedazado, como a taladrado
de nuevo. Se alzó la voz del médico, sarcástica.
—Reverendo sacerdote —dijo—. ¿Qué explicación propone? Usted es
teólogo… ¿No le parece científica la explicación de la “huayna?” ¿Qué dice
la teología sobre eso?
El membrudo misionero levantó unos ojos como dormidos, y sonrió,
como un tonto.
—Y bueno —articuló lentamente—. Del punto de vista teológico me
parece bien la explicación de la muchacha. Del punto de vista físico, doctor,
yo propondría un recorrido.
—¿La mosca de oro, eh?
—O bien de plomo. Pero caminando al revés. Y qué hay de imposible
en eso, ¿a ver? Esas moscas metálicas, azules, verdes y doradas, van a lo
podrido. ¿Acaso no estaba podrido el cerebro de este hombre? ¿Su boca no
echaba continuamente mal aliento, teológicamente hablando? Era un
hombre de talento, sépanlo, y un hombre de estudio. No porque lo hayan
visto degradado, amancebado con una china en un rancho asqueroso, con
cinco o seis hijos hambrientos, envenenando a su pueblo, y lamiendo los
pies de los mandones… Era un hombre de estudios, un hombre nacido para
la vida intelectual, pero su intelecto se había pervertido. Había nacido para
el más alto oficio, para la más alta dignidad que hay en la tierra, que es
buscar y enseñar la verdad. Ustedes mismos lo usaban como ariete y mano
de gato, lo respetaban y lo temían. La inteligencia, por degradada que esté,
es una fuerza cósmica. ¿Por qué se llaman ustedes libres pensadores?
Oponen el pensamiento a la religión porque sienten que el pensamiento es
la cosa más sutil, más fuerte, más terebrante, más vivaz y más explosiva
que existe. Pero ¡ah del maestro que traicionó su alto llamado! “Guardaos
de los falsos profetas”, dijo Cristo.
—¿Es verdad que fue sacerdote? —interrumpió el gobernador con un
gesto.
—Teológicamente fue un cerebro podrido, es decir la cosa más horrible
y más parecida al demonio que hay en el mundo —prosiguió el cura
impertérrito—. Y entonces vino la mosca, con alas de fuego movidas por la
ira de Dios… Yo hablo de una mosca de metal con alas de fuego, mucho
peor que la de Bonifacia. Pero no le entró por la boca y salió por la nuca,
sino justamente al revés. Entró por la nuca y salió en un borbollón de sangre
que manchó estas manos mías. Estoy seguro. Allá la hallarán ustedes entre
el polvo y el pasto si fuera posible hallarla después de aquel pisoteo.
El gobernador asintió.
—Una bala. Ya lo dije yo. Es evidente, una bala minúscula. Astuto
asesino. ¿Dónde poder soltar un tiro que no se advierta, oiga ni vea? En
medio de unos fuegos artificiales.
—Pero, permítame, gobernador, permítame —barbotó el médico
exaltándose—. ¡Es imposible! Ya lo indiqué antes. ¿No ve el calibre de este
orificio? Es el de una munición de liebre. Y una munición se hubiera
aplastado contra el cráneo, o resbalado bajo la piel, inevitablemente.
—Disparada con una fuerza enorme —dijo el fraile.
—Si usted tuviese un cerebro de corte científico —exclamó el médico
impaciente—. Ni disparado con un cañón puede un perdigón horadar un
cráneo como un barreno de acero. La percusión es proporcional a la
velocidad y la velocidad es función de la masa. ¡Compréndanme! Aunque
un gigante me tire un corcho de botella no me va a atravesar el cuerpo.
Aunque un titán me arroje una hoja de papel, no me va a cercenar la cabeza.
Si Hércules mismo me tira con una pluma, no me va a romper las costillas.
No hay peso bastante. Esta mosca de aquí tendría que volar más que un
vendaval y pesar mucho más que plomo…
—¡Pesar más que un plomo! —gritó el fraile sobresaltado.
Se quedó frente al médico con la boca tan abierta, que éste tuvo ganas
de meterle adentro el trépano que tenía en la mano. La cara se le demudó y
la mirada se le volvió para adentro. Un instante pareció que ni respiraba.
Después volvió la cabeza, y encontrando la ventana, empezó a mirar las
casas en frente, recorriéndolas lentamente, hasta que se posó en una, allá
lejos.
Al fin suspiró y dijo:
—Bien. Ya sé. Ya sé cómo fue y también quién lo hizo, y lo que tengo
yo que hacer. Doctor, hasta luego. Busque a ver si encuentra la mosca
fatídica, la mosca de plata holandesa, pesada y brillante como una chispa de
fuego.
Y salió, sin despedirse ni hacer el menor caso del gobernador que lo
voceaba.
Los crímenes misteriosos son los más fáciles de descubrir. En un crimen
vulgar, usted encuentra al autor allí mismo o no lo encuentra más, porque se
cortó al Paraguay o se perdió en la masa humana con su fatal secreto. Pero
en un crimen bien planeado, apenas el asesino se pone a hacer cosas para
encubrirse o inculpar ajeno, entonces empieza a sembrar rastros propios. Si
este sujeto hubiese asesinado a su enemigo con un vulgar Colt 38 jamás lo
hubiese yo rastreado —pensaba el padre Metri, sentado tranquilamente
esperando turno al atardecer de aquel día en la antesala del dentista. Elfas
Pontancbis, cirujano dentista diplomado, rezaba la placa de cobre de la
antesala, salita alargada más bien sombría, con un sofá manido y butacas de
diversas hechuras, empapelada de flores rojizas y ornada con una oleografía
de la batalla de Maipú, otra de Alfonso XIII, una acuarela con una ninfa en
cueros y una tarjeta de mimbre. Dos chiquilines del dentista, varoncito y
nena, vestidos de guardapolvos negros, jugaban allí bochincheramente.
El fraile los miró un momento con ternura.
La nena, que tendría unos cuatro años, había inventado un jiu—jitsu
para tirarlo al suelo al varón bastante mayor que ella; una maniobra en dos
tiempos que repetía siempre igual con agudos grititos de júbilo y risotadas.
Pero cuando el pibe se ofendía y la tiraba a ella, se ponía simplemente a
llorar y le decía: ¡Malo! Otro pibito, retenido en el regazo de una señora
gorda en turno, miraba con envidia la escena. De repente se desprendió de
la madre y quiso hacerse invitar, acercándose a los alborotados con una
sonrisa estereotipada de lo más gracioso: una sonrisa tímida y ancha de
humilde súplica y enorme comprensión y simpatía, que vertida al castellano
era ¿Por qué ustedes no se dan cuenta de mi existencia y juegan sin mí?
¿No ven qué simpático que soy yo? Pero recibió una dolorosa repulsa.
El varoncito cesó un momento, lo miró de arriba abajo y le dijo
categórico:
—¡Vo no só de nosotro!
El pibe forastero se apoyó en el sillón con un amago de pucherito. La
madre seguía leyendo su revista. El fraile suspiró y, dejando de
contemplarlos, prosiguió una especie de operación aritmética que había
comenzado en la carátula de un “Caras y Caretas”.
—En el papel había estos signos cabalísticos:
 
P.=d X m
den. plato = 393,
Masa = 4/ R2.
Π= 3,141517
R = 0,0025
X= 393,4 X 3,141517 X 4 (0,0025)3
3
 
Acabadas estas cifras, sacó del bolsillo un perdigón mediano de
cartucho para liebres, y por otra parte una cantidad de diminutos perdigones
pateros, y sopesando en la diestra el uno, iba añadiendo unidades de los
otros, al mismo tiempo que hacía cálculos en voz alta. Miró alrededor y vio
que estaba solo: el último. Entonces, un incidente en el juego de los niños lo
distrajo, y atrajo nuevamente. Sigilosamente había entrado un mayorcito, de
unos ocho años, también de riguroso luto, y mostraba a los otros
deslumbrados un objeto metálico, celándolo como un culpable.
—Lo encontré— en el aljibe —decía—. Me mandó Ugenia a sacar un
balde y me lo encontré.
—Te va a dar tu padre —dijo el menor.
—¿Y por qué? ¿No es mío acaso? Me lo regaló tío a mí. Padre se enojó
porque no pudo matar el gato. Tienen siete vidas los gatos. Se le aplastó la
bala en la cabeza en vez de entrar. Tienen dura la cabeza los gatos. Por eso
lo habrá tirado padre. Pero yo me lo pesqué, y entonces le he de pedir a
padre que me dé otravé las balas.
El fraile miraba intensamente. Sacó una estampa del bolsillo y llamó al
chico con la mano. Déjame ver tu matagato, le dijo. Era, en efecto, una de
esas pistolas de niños, de calibre diminuto y construcción tan somera que
son peligrosas. Todos los que hemos tenido matagatos de chicos nos hemos
baleado. El fraile tomó el arma y se entregó a una inspección extravagante:
la examinó, la olió, metió el pico del pañuelo en el caño y olió el pañuelo; y
por último la empuñó y, ocultándola bajo la manga del hábito, gatilló una o
dos veces como quien tira cautelándose mucho. En ese momento el chico
dió una exclamación de alarma, y el padre Metri vio al dentista que lo
miraba desde la puerta del consultorio con ojos furiosos, mientras salía el
chiquilín forastero con la señora gorda.
—¡Jaleo! —pensó el fraile—. ¡Me han visto!
El dentista solía ser un hombrecillo petizo, arrugado, cojo, de aspecto
sumiso. Pero ahora estaba transfigurado de rabia. Balbuceó dos o tres
gruñidos confusos y al fin barbotó con ira:
—Váyase de aquí. No lo puedo atender. No puede usted hablar con mis
hijos. Es tarde. ¡Márchense inmediatamente de aquí, malandrines! —gritó a
los chicos despavoridos.
Pero el potente fraile hizo todo lo contrario. Se incorporó súbito y se
dirigió a la puerta y, dando un tremendo empujón al tío plantado en ella, lo
metió y se encerró con llave. El resultado fue bien inesperado y más allá de
sus intenciones. El dentista, que tenía una pierna seca y nunca andaba sin
bastón, rodó por el suelo lastimosamente, y se agotó después en esfuerzos
por levantarse hasta que su contrincante le tendió la mano; y entonces
estalló en un terrible sollozo o rugido, dejándose caer en un sillón con la
cabeza entre las manos.
Lo miró con lástima largamente. Decían que era un hombrecito extraño,
sin relaciones, sin amigos, llegado de la capital hacía unos meses, siempre
retraído, preocupado de sus tres chicos, irreligioso, ateo, hereje, susurraba la
gente. En este momento era una pobre cosa humana transida en inmenso y
desesperado desconsuelo. El fraile, no obstante, dejó caer palabras duras:
—Sólo el joyero y el dentista —dijo— manejan platino, metal caro y
raro. Joyero aquí no hay, dentista uno solo. Cuando vi que el gato Sanabria
había sucumbido a un proyectil de platino vine aquí. ¿Por qué lo hizo?
El otro levantó la cabeza al oír el nombre de Sanabria y apretó los
dientes.
—¡Canalla! —tartamudeó—. Mi mujer.
—¿Muerta? —apuntó el fraile, recordando los chicos de luto.
—Vive. Vive mal. Mala mujer. Me abandonó. En Buenos Aires. Es
preciso que mis hijos crean que ha muerto. Y ese hombre me amenaza
contar mi historia en su diario. Me sacó plata, plata, plata. No había más
remedio que matarlo. ¡Mis hijos! La ley dice: Ojo por ojo y diente por
diente.
El rostro del fraile se ensombreció todavía:
—¡No había más remedio! —exclamó—. ¡Un asesinato no remedia
nada! Jamás el mal remedia el mal sino que lo aumenta. Mire el remedio
que ha conseguido usted con su crimen: nunca más se sentirá usted padre de
sus hijos; y ellos mañana serán hijos de una ramera y un presidiario.
El efecto de estas palabras fue fantástico. El hombrecillo se retorció
como tocado por un rayo. Incorporóse, se arrodilló en el suelo, y después se
postró en tierra con los brazos rodeando la cabeza; y entonces empezó a
gemir o cantar una especie de salmodia incomprensible, desgarradora, más
triste que la muerte. Acostumbrado a actitudes y a momentos
extraordinarios, Metri no pudo sin embargo reprimir su asombro.
Comprendió que era una actitud religiosa y una especie de plegaria, aunque
para él desconocida. De repente, empezó a entender algunas palabras y
comprendió qué lengua se mezclaba allí al castellano:

Mimma gha makkin kerafiha Jahué.


Adonaí shin - gau bekolí…

El llanto tristísimo del pobre hombre decía más o menos:

“Nunca más padre de mis hijos, y ellos hijos de un preso. Así


es. Lo sentí desde el primer instante.
Al tomar a mi nena en las manos llenas de sangre alucinante.
Llegó el fin. Las tinieblas cayeron sobre mí y la ruina abrió su
boca.
La tierra me es un hierro candente y el cielo es una roca.
He aquí que mi triste vida llena de males se hizo pedazos.
Ya tengo derecho a irme, el infierno me abre sus brazos.
Lisiado salí del seno materno, mi padre me desprecio.
Esta vida es demasiado para mí. Se acabó.
La Vida me corrió con dos pies y yo tenía una pierna inerme.
Mi madre murió al parirme por no verme.
Mi mujer para no estar conmigo se prosternó a un transeúnte.
Y ahora se entrega por dinero al primero que se le junte.
Mas he aquí yo tengo en mi mano la llave y la decisión
irrevocable.
Y si Dios existe y mi suerte le interesa, que hable.”

Esta salmodia, tal como la pongo aquí, la escribió más tarde el padre
Metri para dar una idea a mi tío Celestina de lo que decía aquella plegaria—
sollozo que, como una lava candente, rugía mezclando versículos de salmos
hebreos con frases castizas y exclamaciones de tristeza inenarrable. Pero
después se supo que en ese instante Metri no estaba para versos, sino
inclinado sobre la víctima, levantándola en vilo y estrechándola a su pecho,
como un papá con un chiquilín caído. Y sus ojos estaban llenos de lágrimas.
Y sus modales arrebatados se habían hecho torpes y cuidadosos.
—¿Israelita? —preguntó.
—Sefardí —gimió el otro—. Rabino.
—Tu Dios es mi Dios —dijo el fraile—. Siéntate y escucha.
Para sacar a una criatura humana de un clima emotivo hay que hablarle
seco, desapasionado, intelectual, hipnotizante. Pero hay que hablarle de su
propio caso.
—Tu caso es común —empezó el fraile, reteniéndole una mano—. No
eres el primero ni el único. Ya los antiguos llamaron ignavia a ese terrible
sentimiento de inferioridad que acarrean al alma los defectos físicos
irremediables: una timidez, tristeza y derrota amarga, un terrible
concentrarse de todas las fuerzas anímicas en el punto débil para cubrirlo,
una delicadeza exagerada, una necesidad de ser ultraquerido y mimado. Así
mismo, cautelosa, tímida y sutilmente se venga el hombre resentido de la
vida, el Lebenracher. El estilo de tu crimen es revelador; debí haberlo
adivinado. ¡Y para mejor tenías hasta por raza esa herencia de la tristeza
ignavia!
Se detuvo a mirarlo un rato. El otro sollozó silenciosamente.
—Yo puedo ver toda tu vida desde aquí como un cuadro… —continuó
Metri—. Tu padre te trataba con dureza… quizá el pobre quería curarte,
endurecerte. Te empeoró. Son las madres, con su previsión divina, las que
pueden tocar esas llagas, cuando ellas son buenas; no la tenías. Para los
padres vulgares muchas veces el problema es por demás complicado. Los
sacerdotes, que debían suplir, por falta de ciencia, a veces ni lo ven. Y así
sube la plantita humana roída en la médula misma —dijo Metri.
Suspiró. Miró al hombre a los ojos.
—Yo —dijo—. Yo he tenido una terrible inferioridad física visible y
vergonzosa.
Estuvo mirando un rato en el suelo.
—La depravación o el heroísmo, la encrucijada de todos los
contrahechos. Mala facies, malum facies, decían cruelmente los paganos: el
hombre contrahecho tiene el alma torcida. Pero el cristiano conoce otra
solución mejor. El cuerpo contrahecho se hará un alma sublime. Pues es
difícil que pueda mantenerse en el medio y ser un hombre común. Los otros
hombres comunes no lo dejarán. Y más cuando más comunes sean. No hay
cosa más despreciadora que el hombre mediocre y satisfecho. Tu mujer
debió ser una mujer mediocre. Pero probablemente pecaste contra ella de
falta de firmeza. La mujer debe ser sostenida. Una mujer sin religión es
punto menos que una vaca. No la culpes a ella sola. Jamás el hombre debe
culpar de sus desdichas a los demás solamente.
—¿Qué remedio queda para mí? —preguntó el lacerado.
—Suicidio —dijo el fraile severamente—. Has estropeado más tu causa
con este crimen. Una derrota más se sumó a las otras. La mosca metálica se
te alojó en el corazón para siempre. Con esa indignidad has minado hasta la
pureza de tu apasionado amor paterno, que era el resorte que te quedaba.
¿Quieres saber ahora cuál es tú único camino?
El judío asintió vigorosamente:
—Vivir para tus hijos como esclavo de ellos —dijo—. No como padre.
Rebajándote en tu corazón hasta la tierra, servir a Dios en esas criaturas
tuyas.
—¿Nunca más podré apagar, borrar, olvidar esta horrible vergüenza y
repugnancia, esta molestia insufrible que sentí ahora al tomar mi nena en
brazos?
—Es muy difícil —dijo el otro—. A menos que no resucite el muerto…
o bien algún día salves la vida a un hombre, o bien…
El fraile miró largamente la lejanía y cuando volvió a hablar su gesto
tenía casi la seguridad de un profeta sacro.
—Algún día aparecerá tu mujer en tu casa —profirió—, más degradada
que una perra, fea, vieja, gastada y humillada hasta la tierra por la cruel
lascivia del hombre; y sin embargo orgullosa, caprichosa y depravada. Y
entonces tú la recibirás en tu casa y curarás sus pústulas con la energía
sobrehumana que no tuviste para impedir que se fuera. Esta es tu redención
única. Esa es tu penitencia.
—Jamás, por Dios vivo y verdadero —gritó el desdichado,
descompuesto y perlático—. Jamás traspondrá mi umbral, jamás verá a mis
hijos, no infectará mi casa o la mato. No hay fuerzas en mí para eso, no se
me puede pedir eso. No puedo. En nombre de Dios, no puedo. Rehuso.
Toda su agitación se había convertido en un manso llanto que corría a
hilos interminables de sus ojos cerrados, mientras repetía suplicante:
—No hay una sola gota de fuerza en mí para eso. El fraile lo miró un
rato: lloraba serenamente, las manos sobre las rodillas, inmóvil, sosegado.
Y entonces el fraile, con gran deliberación y tiento, en punta de pies, como
para no despertar a alguno, ganó la puerta sin rumor ninguno y se marchó
sin más trámites. Mas al llegar al pie de la escalera notó que había perdido
en la lucha del consultorio su gran crucifijo de bronce, el crucifijo de los
votos, que llevaba siempre atravesado al cinto como un facón, al modo
misionero. Volvió con las mismas precauciones a buscarlo, y al entornar de
nuevo el batiente vio esta escena:
El dentista había alzado el artefacto y lo tenía sobre una rodilla, la otra
mano en el pecho y la cabeza estaba caída y los ojos estaban escudriñando
curiosamente el extraño hombre coronado de espinas y prendido con tres
garfios de un palo. Lloraba todavía.
El fraile no entró. Hizo un gesto indefinible y se fue sin hacer ruido. Al
día siguiente estaba en su reducción de San Salvador del Toba.
Allí recibió varias circulares del juzgado y una carta apremiante del
gobernador del Chaco para comparecer como testigo en el proceso en curso
acerca de la muerte del mbacarayá Sofanor Sanabria. Todas las cuales
desobedeció tranquilamente.
LAS PREVISIONES DE SANGIACOMO

H. BUSTOS DOMECQ

ADOLFO BIOY CASARES, que junto con JORGE LUÍS


BORGES es autor de Seis Problemas para Don Isidro Parodi, obra
de la que hemos seleccionado el cuento aquí incluido, nació en
Buenos Aires en 1914. Es autor de La Invención de Morel (Premio
Municipal de Literatura), El Perjurio de la Nieve, Plan de Evasión,
La Trama Celeste, etc. En colaboración con J. L. Borges Y Silvina
Ocampo ha realizado una considerable labor antológica.
Con respecto a Borges, véase páginas anteriores.

A Mahoma

I
El recluso de la celda 273 recibió con marcada resignación a la señora de
Anglada y a su marido.
—Seré rotundo; daré la espalda a toda metáfora —prometió gravemente
Carlos Anglada—. Mi cerebro es una cámara frigorífica: las circunstancias
de la muerte de Julia Ruiz Villalba —Pumita, para los de su clase—
perduran en ese recipiente gris, incorruptas. Seré implacable, fidedigno;
miro estas cosas con la indiferencia del deus ex machina. Le impondré un
corte transversal de los hechos. Lo conmino, Parodi: sea usted un nervio
auditivo.
Parodi no levantó los ojos; siguió iluminando una fotografía del doctor
Irigoyen; el introito del vigoroso poeta no le comunicaba hechos nuevos:
días antes había leído un sueltito de Molinari, sobre la brusca desaparición
de la señorita de Ruiz Villalba, uno de los elementos juveniles más
animados de nuestro mundillo social.
Anglada impostó la voz; Mariana, su mujer, tomó la palabra:
—Ya Carlos hizo que me costeara a la cárcel y yo que tenía que ir a
opiarme en la conferencia de Mario sobre Concepción Arenal. Qué salvada
la suya, señor Parodi, no tener que ir a la Casa de Arte; hay cada figurón
que es un plomo, aunque yo siempre digo que Monseñor habla con mucha
altura. Carlos, como toda la vida, va a querer meter su cuchara, pero al fin y
al cabo es mi hermana, y no me han arrastrado hasta aquí para que yo esté
callada como una ente. Además las mujeres, con la intuición, nos damos
más cuenta de todo, como dijo Mario la vez que me felicitó por el luto (yo
estaba hecha una loca, pero a las platinadas nos sienta el negro). Mire, yo,
con la suite que tengo, voy a contarle las cosas desde el principio, aunque
no me hago la difícil con la manía de los libros. Usted habrá visto en la
rotogravure que la pobre Pumita, mi hermana, se había comprometido con
Rica Sangiácomo, que tiene un apellido que es matador. Aunque parezca un
cache era una pareja ideal: la Pumita, tan mona, con el cachet Ruiz Villalba
y los ojos de Norma Shearer, que ahora que se nos fue, como dijo Mario, ya
no quedan más que los míos. Es claro que era una india y que no leía más
que Vogue y por eso le faltaba ese charme que tiene el teatro francés,
aunque Madeleine Ozeray es un adefesio. Es el colmo venir a decirme a mí
que se ha suicidado, yo que estoy tan católica desde el Congreso y ella con
esa joie de vivre que yo también la tengo, aunque no soy una mosca muerta.
No me diga que es una plancha y una falta de consideración este escándalo,
como si yo no tuviera bastante con lo del pobre Formento, que le clavó el
cuchillito por el sillón a Manuel que estaba embobado con los toros. A
veces me da qué pensar y digo que es llover sobre mojado.
“Rica tiene fama de buenmocisimo, pero qué más quería él que entrar
en una familia como la gente, ellos que son unos parvenus, aunque al padre
yo lo respeto porque vino al Rosario con una mano atrás y otra adelante. La
Pumita no se chupaba el dedo, y mamá con el faible que le tenía tiró la casa
por la ventana cuando la presentaron, y así no es gracia que se
comprometiera cuando era una mocosa. Dice que se conocieron de un modo
lo más romántico, en Llavallol, como Errol Flynn y Olivia de Havilland, en
Vamos a Méjico, que en inglés se llama Sombrero; a la Pumita se le había
desbocado el pony del tonneau al llegar al macadam, y Ricardo, que no
tiene más horizonte que los petizos de polo, se quiso hacer el Douglas
Fairbanks y le paró el pony, que no es una cosa del otro mundo. Él se quedó
chocho cuando supo que era mi hermana, y la pobre Pumita, ya se sabe, le
gustaba afilar hasta con los mucamos de adentro. La cuestión es que se lo
invité a Rica a La Moncha, y eso que no nos habíamos visto ni en caja de
fósforos. El Commendatore —el padre de Rica, usted recuerda— les hacía
un gancho bárbaro, y Rica me tenía enferma con las orquídeas que él
mandaba todos los días a la Pumita, así que yo hice rancho aparte con
Bonfanti, que es otra cosa.
—Tómese un resuello, señora —intercaló respetuosamente Parodi—.
Ahora que no garúa, usted podría aprovechar, don Anglada, para hacerme
un resumido.
—Abro fuego…
—Ya tuviste que salir con tus pesadeces —observó Mariana, aplicando
a sus labios desganados un cuidadoso rouge.
—El panorama erigido por mi señora es terminante. Falta, sin embargo,
tirar las coordenadas de práctica. Seré el agrimensor, el catastro. Acometo
la vigorosa síntesis.
“En Pilar, contiguos a La Moncha, se afirman los parques, los viveros,
los invernáculos, el observatorio, los jardines, la pileta, las jaulas de los
animales, el golf, el acuario subterráneo, las dependencias, el gimnasio, el
reducto del Commendatore Sangiácomo. Este florido anciano —ojos
irrefutables, estatura mediocre, tinte sanguíneo, níveos mostachos que
interrumpe el toscano festivo— es un moño de músculos, en la pista, en la
pedana y en el trampolín de madera. Paso de la instantánea al
cinematógrafo: abordo sin ambages la biografía de este vulgarizador del
abono. El oxidado siglo XIX se revolvía y gimoteaba en su silla de enfermo
—años del biombo japonista y del velocípedo tarambana— cuando el
Rosario abrió la generosidad de sus fauces a un inmigrante itálico; miento, a
un niño italiano. Pregunto: ¿quién era ese niño? Contesto: el Commendatore
Sangiácomo. El analfabetismo, la maffia, la intemperie, una fe ciega en el
porvenir de la patria, fueron sus pilotos de cabotaje. Un varón consular —
confirmo: el cónsul de Italia, conde Isidoro Fosco— adivinó el encaje moral
que encerraba el joven y más de una vez le brindó un consejo desinteresado.
“En 1902 Sangiácomo encaraba la vida desde el pescante de madera de
un carro de la Dirección de Limpieza; en 1903 presidía una flota pertinaz de
carros atmosféricos; desde 1908 —año en que salió de la cárcel— vinculó
definitivamente su nombre a la saponificación de las grasas; en 1910
abarcaba las curtiembres y el guano; en 1914 columbró con ojo de cíclope
las posibilidades de la gomorresina del asa fétida; la guerra disipó ese
espejismo; nuestro luchador, al borde de la catástrofe, dió un golpe de timón
y se consolidó en el ruibarbo. Italia no tardó en detonar su grito y su
músculo; Sangiácomo, desde la otra margen atlántica, gritó “¡Presente!” y
fletó un barco de ruibarbo para los modernos inquilinos de las trincheras.
No le desanimaron los motines de una soldadesca ignorante; sus
cargamentos nutritivos abarrotaron dársenas y almacenes en Génova, en
Salerno y en Castellammare, desalojando más de una vez a densas
barriadas. Esa plétora alimenticia tuvo su premio: el novel millonario
crucificó su pecho con la cruz y el mandil de Commendatore.”
—Qué manera de contar que parece que estás hecho un sonámbulo —
dijo desapasionadamente Mariana, y siguió levantando sus faldas—. Antes
que lo hicieran Commendatore ya se había casado con la prima carnal que
mandó buscar a Italia a propósito, y también te comiste lo de los hijos.
—Ratifico: me he dejado arrastrar por el ferry—boat de mi verba. Wells
rioplatense, remonto la corriente del tiempo. Desembarco en el tálamo
posesivo. Ya nuestro luchador engendra su vástago. Nace: es Ricardo
Sangiácomo. La madre, figura vislumbrada, secundaria, desaparece: muere
en 1921. La muerte (que a semejanza del cartero llama dos veces) lo privó
ese mismo año del propulsor que nunca le negara su aliento, conde Isidoro
Fosco. Lo digo, lo redigo, sin trepidar: el Commendatore se asomó a la
locura. El horno crematorio había mascado la carne de la esposa; quedaba
su producto, su impronta: el párvulo unigénito. Monolito moral, el padre se
consagró a educarlo, a adorarlo. Subrayo un contraste: el Commendatore —
duro y dictatorial entre sus máquinas como una prensa hidráulica—, fue, at
home, el más agradable de los polichinelas del hijo.
“Enfoco a este heredero: chambergo gris, los ojos de la madre, bigote
circunflejo, movimientos dictados por Juan Lomuto, piernas de centauro
argentino. Este protagonista de las piscinas y del turf, es también un
jurisconsulto, un contemporáneo. Admito que su poemario Peinar al viento
no constituye una férrea cadena de metáforas, pero no falta la visión espesa,
el atisbo noviestructural. Sin embargo, es en el terreno de la novela donde
nuestro poeta rendirá todo su voltaje. Predigo: algún crítico musculoso no
dejará tal vez de subrayar que nuestro iconoclasta, antes de romper los
viejos moldes, los ha reproducido; pero habrá de admitir la fidelidad
científica de la copia. Ricardo es una promesa argentina; su relato sobre la
condesa de Chinchón aglutinará el buceo arqueológico y el espasmo neo—
futurista. Esa labor exige la compulsa de los infolios de Gandía, de Levene
y de Grosso. Felizmente, nuestro explorador no está solo: Eliseo Requena,
su abnegado hermano de leche, lo secunda y lo empuja en el periplo. Para
definir a este acólito seré conciso como un puño: el gran novelista se ocupa
de las figuras centrales de la novela y deja que plumas menores se ocupen
de las figuras menores. Requena (estimable sin duda como factótum) es uno
de tantos hijos naturales del Commendatore, ni mejor ni peor que los otros.
Miento: acusa un rasgo individual: la insospechable devoción por Ricardo.
Acude ahora a mi mente un personaje pecuniario, bursátil. Le arranco la
máscara: presento al administrador del Conmendatore, Giovanni Croce. Sus
detractores fingen que es riojano y que su verdadero nombre es Juan Cruz.
La verdad es muy otra: su patriotismo es notorio; su devoción al
Commendatore, perpetua; su acento, muy desagradable. El Commendatore
Sangiácomo, Ricardo Sangiácomo, Eliseo Requena, Giovanni Croce, he
aquí el cuarteto humano que presenció los últimos días de Pumita. Relego al
justo anonimato la turba asalariada: jardineros, peones, cocheros,
masajistas…
Mariana intervino irresistiblemente:
—¿Cómo vas a negar esta vez que sos un envidioso y un mal pensado?
No has dicho ni un poquito de Mario, que tenía la pieza llena de libros al
lado de la nuestra y que se da cuenta muy bien cuando una mujer
distinguida sale de lo vulgar, y no pierde tiempo mandando cartitas como un
pavo. Bien que te dejó con la boca abierta cuando no dijiste ni mu. Es
bestial cómo sabe.
—Exacto; suelo darme una mano de silencio. El doctor Mario Bonfanti
es un hispanista adscrito a la propiedad del Commendatore. Ha publicado
una adaptación para adultos del Cantar de Myo Cid; premedita una severa
gauchización de las Soledades, de Góngora, a las que dotará de bebederos y
de jagüeles, de cojinillos y de nutrias.
—Don Anglada, ya me tiene mareado con tanto libro —dijo Parodi—.
Si quiere que le sirva de algo, hábleme de su cuñada, la finadita. Total,
nadie me salva de oírlo.
—Usted, como la crítica, no me capta. El gran pintor —he dicho:
Picasso— ubica en los primeros planos el fondo del cuadro y posterga en la
línea del horizonte la figura central. Mi plan de batalla es el mismo.
Abocetadas las comparsas ambientes —Bonfanti, etc.—, caigo de lleno en
la Pumita Ruiz Villalba, corpus delicti.
“El plástico no se deja arrastrar por las apariencias. Pumita, con su
travesura de Efebo, con su gracia algo despeinada, era, ante todo, un telón
de fondo: su función era destacar la belleza opulenta de mi señora. La
Pumita ha muerto; en el recuerdo esa función es indeciblemente patética.
Brochazo de gran guiñol: el 23 de junio, a la noche, reía y chapoteaba en la
sobremesa al calor de mi verba; el 24, yacía envenenada en su dormitorio.
El destino, que no es un caballero, hizo que mi señora la descubriese.”

II
La tarde del 23 de junio, víspera de su muerte, la Pumita vio morir tres
veces a Emil Jannings en copias imperfectas y veneradas de Alta traición,
del Angel Azul y de La última orden. Mariana sugirió esa expedición al
Club Pathé—Baby; al regreso, ella y Mario Bonfanti se relegaron al asiento
de atrás del Rolls—Royce. Dejaron que la Pumita fuera adelante con
Ricardo y completara la reconciliación iniciada en la compartida penumbra
del cinematógrafo. Bonfanti deploró la ausencia de Anglada: este polígrafo
componía, esa tarde, una Historia Científica del Cinematógrafo, y prefería
documentarse en su infalible memoria de artista, no contaminada por una
visión directa del espectáculo, siempre ambigua y falaz.
Esa noche, en Villa Castellammare, la sobremesa fue dialéctica.
—Otra vez doy la palabra a mi viejo amigo, el Maestro Correas —dijo
eruditamente Bonfanti, que animaba un saco tejido en punto de arroz, una
doble tricota de Huracán, una corbata escocesa, una sobria camisa color
ladrillo, un juego de lápiz y estilográfica tamaño coloso y un cronómetro—
pulsera de referee—. Fuimos por lana y volvimos trasquilados. Los
boquirrubios que detentan el cacicazgo del Pathé—Baby Club nos han
fastidiado: dieron un muestrario de Jannings en el que falta lo más
enjundioso y egregio. Nos han escamoteado la adaptación de la sátira
butleriana Ainsi va toute chair, De carne somos.
—Es como si la hubieran dado —dijo la Pumita—. Todos los films de
Jannings son De carne somos. Siempre es el mismo argumento: primero le
van acumulando felicidades; después lo enyetan y lo hunden. Es una cosa
tan aburrida y tan igual a la realidad. Apuesto a que el Commendatore me
da la razón.
El Commendatore vaciló; Mariana intervino inmediatamente.
—Todo porque fui yo la de la idea que fuéramos. Bien que lloraste
como una cache a pesar del rimmel.
—Es cierto —dijo Ricardo—. Yo te vi llorar. Después te ponés nerviosa
y tomás esas gotas para dormir que tenés en la cómoda.
—Serás más que zonza —observó Mariana—. Ya sabés que el doctor ha
dicho que esas porquerías no son buenas para la salud. Yo es otra cosa,
porque tengo que lidiar con los mucamos.
—Si no duermo, no me faltará qué pensar. Además, no será ésta la
última noche. ¿Usted no cree, Commendatore, que hay vidas que son
idénticas a las vistas de Jannings?
—Tiene razón la Pumita: nadie se salva de su destino. Morganti era una
fiera para el polo, hasta que se compró el tobiano que le trajo yeta.
—No —gritó el Commendatore—. El hommo pensante no cree en la
yeta porque yo la venzo con esta pata de conejo. —La sacó de un bolsillo
interior del smoking y la esgrimió con exultación.
—Eso es lo que se llama un directo a la mandíbula —aplaudió Anglada
—. Razón pura, más razón pura.
—Lo que es yo, estoy segura que hay vidas en que no sucede nada por
casualidad —insistió la Pumita.
—Mirá, si lo decís por mí, estás paf —declaró Mariana—. Si mi casa
está hecha un barullo, la culpa la tiene Carlos, que siempre me está
espiando.
—En las vidas no debe suceder nada por casualidad —zumbó la voz
luctuosa de Croce—. Si no hay una dirección, una policía, caemos
directamente en el caos ruso, en la tiranía de la Cheka. Debemos confesarlo:
en el país de Iván el Terrible, ya no queda libre albedrío.
Ricardo, visiblemente reflexivo, acabó por decir:
—Las cosas, es una cosa que no pueden suceder por casualidad. Y… si
no hay orden, por la ventana entra volando una vaca.
—Aun los místicos de vuelo más aguileño, una Teresa de Cepeda y
Ahumada, un Ruysbrokio, un Blosio —confirmó Bonfanti—, se ciñen al
imprimátur de la Iglesia, al marchamo eclesiástico.
El Commendatore golpeó la mesa.
—Bonfanti, yo no quiero ofenderlo, pero es inútil que se esconda: usted
es, propiamente, un católico. Vaya sabiendo que nosotros los del Gran
Oriente del Rito Escocés, nos vestimos como si fuéramos curas y no
tenemos que envidiarle a nadie. La sangre se me enferma cuando oigo decir
que el hombre no puede hacer todo lo que le pasa por la fantasía.
Hubo un silencio incómodo. A los pocos minutos, Anglada, pálido, se
atrevió a balbucir:
—Knock—out técnico. La primera línea de los deterministas ha sido
rota. Nos desbordamos por la brecha; huyen en completo desorden. Hasta
donde alcanza la vista, el campo de batalla queda sembrado de armas y de
bagajes.
—No te hagas el que ganaste la discusión, porque no fuiste vos, que
estabas como mudo —dijo implacablemente Mariana.
—Pensar que todo lo que decimos va a pasar a la libreta que trajo de
Salerno el Commendatore —dijo abstraídamente la Pumita.
Croce, el lóbrego administrador, quiso cambiar el rumbo de la
conversación.
—¿Y qué nos dice el amigo Eliseo Requena?
Le contestó con una voz de laucha un joven inmenso y albino:
—Estoy muy atareado: Ricardito va a concluir su novela.
El aludido se ruborizó y aclaró:
—Trabajo como un topo, pero la Pumita me aconseja que no me apure.
—Yo guardaría los cuadernos en un cajón y los dejaría nueve años —
dijo la Pumita.
—¿Nueve años? —exclamó el Commendatore, casi apoplético—.
¿Nueve años? ¡Hace quinientos años que el Dante publicó la Divina
Comedia!
Con noble urgencia, Bonfanti apoyó al Commendatore:
—Bravo, bravo. Esa vacilación es netamente hamletiana, boreal. Los
romanos entendían el arte de otra manera. Para ellos, escribir era un gesto
armonioso, una danza, no la sombría disciplina del bárbaro, que procura
suplir con mortificaciones monjiles la sal que le deniega Minerva.
El Commendatore insistió:
—El que no escribe todo lo que le fermenta en la testa es un eunuco de
la Capilla Sixtina. Eso no es un hombre.
—Yo también opino que el escritor debe darse entero —afirmó Requena
—. Las contradicciones no importan; la cuestión es volcar en el papel toda
esa confusión que es lo humano.
Mariana intervino:
—Yo, cuando le escribo a mamá, si me paro a pensar no se me ocurre
nada, en cambio si me dejo llevar es una maravilla, son páginas y páginas
que lleno sin darme cuenta. Vos mismo, Carlos, me prometiste que yo había
nacido para la pluma.
—Mirá, Ricardo —la Pumita insistió—, yo que vos no oiría más que mi
consejo. Hay que poner mucho ojo en lo que se publica. Acordate de Bustos
Domecq, el santafecino ese que le publicaron un cuento y después resultó
que ya lo había escrito Villiers de l'Isle Adam.
Ricardo respondió con aspereza:
—Hace dos horas hicimos las paces. Ya estás provocando de nuevo.
—Tranquilícese, Pumita —aclaró Requena—, la novela de Ricardito no
se parece nada a Villiers.
—No me entendés, Ricardo, yo lo hago por tu bien. Esta noche estoy
muy nerviosa, pero mañana tenemos que hablar.
Bonfanti quiso lograr una victoria, y pontificó:
—Ricardo es demasiado sensato para rendirse a los reclamos falaces de
un arte novelero, sin raigambre americana, española. El escritor que no
siente ascender por su savia el mensaje de la sangre y del terruño es un
déraciné, un descastado.
—No lo reconozco, María —aprobó el Commendatore—; esta vuelta no
habló como un bufón. El arte verdadero sale de la tierra. Es una ley que se
cumple: el más noble Maddaloni yo lo tengo en el fondo de la bodega; en
toda Europa, mismo en América, están guardando en sótanos reforzados las
obras de los grandes maestros, para que no las importunen las bombas; la
semana pasada un arqueólago serio tenía en la valija un pumita en barro
cocido, que desenterró en el Perú. Me lo dió a precio de costo y ahora lo
guardo en el tercer cajón de mi escritorio particular.
—¿Un pumita? —dijo la Pumita asombrada.
—Así es —dijo Anglada—. Los aztecas la presintieron. No les exijamos
demasiado. Por futuristas que fueran, no podían concebir la belleza
funcional de Mariana.
(Con bastante fidelidad, Carlos Anglada transmitió a Parodi esta
conversación.)

III
El viernes, a primera hora, Ricardo Sangiácomo conversaba con don Isidro.
La sinceridad de su congoja era evidente. Estaba pálido, enlutado y sin
afeitar. Dijo que no había dormido esa noche, que hacía varias noches que
no dormía.
—Es una brutalidad lo que me pasa —dijo sombríamente—. Una
verdadera brutalidad. Usted, señor, que habrá llevado una vida más bien
pareja, del inquilinato a la cárcel, como quien dice, no puede sospechar ni
remotamente lo que esto representa para mí. Yo he vivido mucho, pero
nunca he tenido un contratiempo que no lo haya resuelto en seguida. Mire:
cuando la Dolly Sister me vino con el cuento del hijo natural, el viejo, que
parece todo un señor, incapaz de comprender estas cosas, la arregló acto
continuo con seis mil pesos. Además, hay que reconocer que tengo una
cancha bárbara. Vez pasada, en Carrasca, la ruleta me limpió hasta el último
centésimo. Era imponente: los tipos sudaban para verme jugar; en menos de
veinte minutos perdí veinte mil pesos. Fíjese la situación mía: no tenía ni
para telefonear a Buenos Aires. Sin embargo, salí lo más fresco a la terraza.
¿Quiere creer que resolví ipso facto el problema? Apareció un petizo
gangoso que había seguido mi juego con mucha aplicación, y me prestó
cinco mil pesos. Al día siguiente estaba de vuelta en Villa Castellammare,
habiendo rescatado cinco mil pesos de los veinte mil que me robaron los
uruguayos. El gangoso ni me vio el pelo.
“De los programas con mujeres ni le hablo. Si quiere divertirse un rato,
pregúntele a Mickey Montenegro qué clase de pantera soy yo. En todo soy
así: vaya usted a averiguar cómo estudio. Ni abro los libros, y cuando llega
el día del examen, el tipo se manda un bromuro y la mesa lo felicita. Ahora
el viejo, para que me saque de la cabeza el disgusto de la Pumita, quiere
meterme en política. El doctor Saponaro, que es un lince, dice que todavía
no sabe qué partido me conviene; pero le juego lo que quiera que el
próximo half—time me corro un clásico en el Congreso. En polo es igual:
¿quién tiene los mejores petizos? ¿Quién es crack en Tortugas? No sigo
para no aburrirlo.
“Yo no hablo por gusto, como la Barcina, que iba a ser mi cuñada, o
como su marido, que se mete a hablar de fútbol y que nunca ha visto una
pelota número cinco. Quiero que usted se vaya haciendo su composición de
lugar. Yo estaba por casarme con la Pumita, que tenía sus lunas, pero que
era una maravilla. De la noche a la mañana apareció envenenada con
cianuro, muerta, para serle franco. Primero hacen correr la bola de que se ha
suicidado. Un loquero, porque estábamos por casarnos. Imagínese que yo
no voy a dar mi nombre a una alienada que se suicida. Después dicen que
tomó el veneno por distracción, como si no tuviera dos dedos de frente.
Ahora salen con la novedad del asesinato, que a todos nos salpica. Yo, ¿qué
quiere que le diga?: entre asesinato y suicidio, me quedo con el suicidio,
aunque también es un disparate.”
—Mire, mozo: con tanta charla esta celda parece Belisario Roldán. En
cuanto me descuido, ya se me ha colado un payaso con el cuento de las
figuras del almanaque, o del tren que no para en ninguna parte, o de su
señorita novia que no se suicidó, que no tomó el veneno por casualidad y
que no la mataron. Yo le voy a dar orden al subcomisario Grandona que en
cuanto los vislumbre los meta de cabeza en el calabozo.
—Pero si yo quiero ayudarlo, señor Parodi; es decir, quiero pedirle que
usted me ayude…
—Muy bien. Así me gustan los hombres. A ver, vamos por partes. ¿La
finada había apechugado con la idea de casarse con usted? ¿Está seguro?
—Como que soy hijo de mi padre. La Pumita tenía sus lunas, pero me
quería.
—Ponga atención a mis preguntas. ¿Estaba encinta? ¿Algún otro zonzo
la festejaba? ¿Necesitaba dinero? ¿Estaba enferma? ¿Usted la aburría
mucho?
Sangiácomo, después de meditar, respondió negativamente.
—Explíqueme ahora lo de la medicina para dormir.
—Y, doctor, nosotros no queríamos que tomara. Pero ella la compraba
vuelta a vuelta y la tenía escondida en el cuarto.
—¿Usted podía entrar en el cuarto de ella? ¿Nadie podía entrar?
—Todos podían entrar —aseguró el joven—. Usted sabe, todos los
dormitorios de ese pabellón dan a la rotonda de las estatuas.

IV
El 19 de julio, Mario Bonfanti irrumpió en la celda 273. Se despojó
resueltamente del perramus blanco y del chambergo peludo, arrojó el
bastón de malaca sobre la cucheta reglamentaria, encendió con un briquet a
kerosene una moderna pipa de espuma de mar y extrajo de un bolsillo
secreto un cuadrilongo de gamuza color mostaza con el cual frotó
vigorosamente los cristales oscuros de sus antiparras. Durante dos o tres
minutos, su respiración audible agitó la bufanda tornasolada y el denso
chaleco lanar. Su fresca voz italiana, exornada por el ceceo ibérico, resonó
gallarda y dogmática a través del freno dental.
—Usted, maese Parodi, ya se sabrá de corro los tejemanejes policíacos,
la cartilla detectivesca. Palmariamente le confieso que a mí, más dado al
papeleo erudito que al intríngulis delictuoso, me tomaron de sopetón. En
fin, ahí están los esbirros, erre que erre con que el suicidio de la Pumita fue
un asesinato. El hecho es que esos Edgar Wallace de rebotica me tienen
entre ojos. Soy netamente futurista, porvenirista; días pasados, juzgué
prudente hacer un “donoso escrutinio” de cartas amatorias; quise higienizar
el espíritu, aligerarme de todo lastre sentimental. Superfluo traer a colación
el nombre de la dama: ni a usted ni a mí, Isidro Parodi, nos interesa el
pormenor patronímico. Merced a este briquet, si usted me pasa el galicismo
—añadió Bonfanti, esgrimiendo con exultación el considerable artefacto—
hice en la chimenea de mi dormitorio—bufete una resoluta pira postal. Pues
vea usted: los sabuesos pusieron el grito en el cielo. Esa piroctenia inocente
me ha valido un week—end en Villa Devoto, un duro exilio de la petaca
doméstica y de la cuartilla consuetudinaria. Claro está que en mi fuero
interno les puse de oro y azul. Pero ya he perdido la euforia: hasta en la
sopa me parece encontrar a esos tíos feísimos. Le pregunto con máxima
lealtad: ¿juzga usted que estoy en peligro?
—De seguir hablando hasta después del Juicio Final —respondió Parodi
—. Si no amaina, todavía lo van a tomar por gallego. Hágase el que no está
mamado, y dígame lo que sepa de la muerte de la Pumita.
—Disponga usted de todos mis recursos expositivos, de mi cornucopia
verbal. En un santiamén le bosquejaré a grandes rasgos la sinopsis del caso.
No ocultaré a su perspicacia, Parodi cordialísimo, que la muerte de la
Pumita había afectado —mejor, desbarajustado— a Ricardo. Doña Mariana
Ruiz Villalba de Anglada no chochea, de cierto, al refirmar con ese
envidiable gracejo, que “los jacas de polo son el horizonte de Ricardo”; cale
usted nuestro pasmo cuando supimos que de puro marchito y avinagrado
había vendido a no sé qué chalán de City Bell esas caballerías supernas, que
ayer eran las niñas de sus ojos y que hoy miraba capotudo, sin afición. Ya
no estaba de grox ni de regolax. Ni siquiera le desaturdió la publicación de
su crónica novelesca La espada al medio día, cuyo manuscrito adobé yo
mismo para las prensas y en la que usted, que es todo un veterano en estas
lides, no habrá dejado de advertir, y aplaudir, más de una contrafirma de mi
estilo personalísimo, tamaña como huevo de avestruz. Trátase de una fineza
del Comendador, de una treta longámina: el padre, para puntofinalizar la
murria del hijo, apresuró a lo somorgujo la impresión de la obra, y, en
menos que trepa un cerdo, le sorprendió con seiscientos cincuenta
ejemplares en papel Wathman, formato Teufelsbibel. A la chiticallando el
Comendador es proteiforme: dialoga con los médicos de cabecera,
conferencia con los testaferros del banco, niega su óbolo a la baronesa de
Servus, que blande el cetro perentorio del Socorro Antihebreo, biseca su
caudal en dos ramas, de las cuales destina la mayor parte al hijo legítimo —
una millonada sumida en los raudos convoyes del Soterraño, que se
triplicará en un lustro—, y la menor, dormijosa en frugales cédulas, para el
hijo habido en buena guerra, Eliseo Requena; todo ello sin desmedro de
postergar sine die mis honorarios y de entigrecerse con el regente de la
imprenta, moroso de suyo.
“Más vale favor que justicia: a la semana de la publicación de La
espada, etc., don José María Pemán dió al papel un encomio, a no dudar
engolosinado por ciertos arrequives y galanuras que no se le ocultaron al
muy certero, y que no se compadecen con lo ramplón de la sintaxis de
Requena y con su desmayado vocabulario. La buena fortuna le bailaba el
agua delante, pero Ricardo, desconsiderado y monótono, se empecinaba en
estérilmente plañir el deceso de la Pumita. Ya le oigo a usted murmujear
para su coleto: “Dejad que los muertos entierren a sus muertos.” Sin
enfrascamos por ahora en disputaciones inútiles sobre la validez del
versículo, puntualizaré que yo mismo sugerí a Ricardo la necesidad, más
aún, la conveniencia, de cancelar la cuita inmediata y recabar conforte en
las fuentes muníficas del pasado, arsenal y aparador de todo rebrote. Le
sugerí que reviviera alguna aventurilla carnal, anterior al advenimiento de la
Pumita. Consejo de Oldrado, pleito ganado: sus y manos a la obra. En
menos que tose un viejo, nuestro Ricardo, redivivo y jovial, tripulaba el
ascensor de la residencia de la baronesa de Servus. Reportero de raza, no le
escatimo el pormenor auténtico, el nombre propio. La historia, por otra
parte, sintomatiza el refinado primitivismo que es monopolio incuestionable
de la gran dama teutónica. El primer acto, se desliza en una tribuna
acuática, anfibia, en esa candorosa primavera de 1937. Nuestro Ricardo
avizoraba con un distraído prismático los altibajos de una regata preliminar,
femenina: las walkirias del Ruderverein contra las colombinas del
Neptunia. De súbito, el cristal meterete se detiene; queda boquiabierto:
absorbe sediento la grácil y garrida figura de la baronesa de Servus, jinete
en su clinker. Esa misma tarde, un número obsoleto del Gráfico fue
mutilado; esa noche una efigie de la baronesa, realzada por la fidelidad del
doberman pinscher, presidió el insomnio del joven. Una semana después,
Ricardo me dijo: “Una francesa loca me está pudriendo por teléfono. Para
que se deje de secar voy a verla.” Como usted ve, repito los ipsissima verba
del interfecto. Bosquejo la primera noche de amor: Llega Ricardo a la
residencia de marras; asciende, vertical, en el ascensor; le introducen a un
saloncete íntimo; le dejan; de súbito se apaga la luz; dos conjeturas tironean
la mente del imberbe: un cortocircuito, un secuestro. Ya gimotea, ya se
plañe, ya maldice la hora en que vio la luz, ya extiende los brazos; una voz
cansada le impetra con dulce autoridad. La sombra es grata y el diván es
propicio. La Aurora, mujer al fin, le devolvió la vista. No postergaré la
revelación, Parodi amicísimo: Ricardo se desperezó en los brazos de la
baronesa de Servus.
“Su vida de usted y la mía, más apoltronadas, más sedentarias, quizá
más reflexivas, por ende, prescinden de lances de esa estofa; en la vida de
Ricardo, pululan.
“Este, cariacontecido por la muerte de la Pumita, busca a la baronesa.
Severo, pero justo, fue nuestro Gregorio Martínez Sierra cuando estampó
aquello de que la mujer es una esfinge moderna. Por de contado que usted
no exigirá de mi hidalguía que yo refiera punto por punto el diálogo de la
gran dama tornadiza y del importuno galán que la quería rebajar a paño de
lágrimas. Esas hablillas, esa cocina chismográfica, bien están en manos de
zafios novelistas afrancesados, que no de pesquisidores de la verdad.
Además, no sé de qué hablaron. El hecho es que a la media hora, Ricardo,
conejuno y alicaído, bajaba en el mismo ascensor Otis que otrora le
encumbró tan ufano. Aquí empieza la trágica zarabanda, aquí principia,
aquí da comienzo. ¡Que te pierdes, Ricardo, que te despeñas! ¡Guay, que ya
ruedas por la sima de tu locura! No le escamotearé ninguna etapa de la
incomprensible via—crucis: luego de departir con la baronesa, Ricardo fue
a casa de Miss Dollie Vavasour, una deleznable cómica de la legua, a la que
ningún lazo le ataba y de quien sé que estuvo amancebada con él. Usted
farfullará su enojo, Parodi, si me rezago, si me alongo, en esta mujerzuela
baladí. Un solo trazo basta para pintarla de cuerpo entero: tuve con ella la
atención de mandada mi Ya todo lo dijo Góngora, avalorado por una
dedicatoria de puño y letra y por mi firma ológrafa; la muy grosera me dió
la callada por respuesta, sin que la ablandaran mis envíos de confites, de
pastas y de jarabes, a los que sobreañadí mi Rebusco de aragonesismos en
algunos folletos de J. Cejador y Frauca, en ejemplar de lujo y portado a su
domicilio particular por las Mensajerías Gran Splendid. Me devano los
sesos preguntando y repreguntando qué aberración, qué bancarrota moral,
indujo a Ricardo a dirigir sus pasos a esa madriguera, que yo me jacto de
ignorar y que es el notorio y público precio de quién sabe qué
complacencias. En el pecado está el castigo: Ricardo al cabo de una plática
desolada con esa anglosajona, salió huidizo y disminuido a la calle,
mascando y remascando el amargo fruto de la derrota, abanicado el altanero
chambergo por los aletazos insanos de la locura. Próximo aún a la casa de la
extranjera —en Juncal y Esmeralda, para no desdeñar el brochazo urbano
—, tuvo un arresto varonil: no vaciló en abordar un taxi, que muy luego le
depositó frente a una pensión familiar, en Maipú al novecientos. Buen
céfiro insuflaba sus venas: en ese recoleto asilo, que el rebaño transeúnte
motorizado por el dios Dólar tal vez no señala con el dedo, habitaba y
habita Miss Amy Evans: mujer que sin abdicar su feminidad, baraja
horizontes, husmea climas, y, para decirlo todo en una palabra, trabaja en un
consorcio interamericano, cuya cabeza local es Gervasio Montenegro, y
cuyo loado propósito es —fomentar la migración de la mujer sudamericana
—”nuestra hermana latina”, que dice garbosamente Miss Evans—, a Salt
Lake City y a las verdes granjas que la ciñen. El tiempo de Miss Evans es
un Perú. No embargante, esa dama hurtó un mauvais quart d'heure a los
apremios de la estafeta y recibió con toda altura al amigo que, tras la
quimera de un noviazgo frustrado, había esquivado el bulto a sus fuegos.
Diez minutos de cháchara con Miss Evans bastan para vigorar el temple
más feble4; Ricardo, ¡pesia!, ganó el ascensor descendente, con el ánimo
por el suelo y con la palabra suicidio grabada claramente en los ojos, a la
vista y paciencia del zahorí que la descifrara.
“En horas de negra melancolía no hay farmacopea que valga la simple y
reiterada Naturaleza, que, atenta a los reclamos de abril, se desborda
profusa y veraneante por las llanadas y congostos. Ricardo, amaestrado por
los reveses, buscó la soledad campesina, marchó sin detenciones a
Avellaneda. La vieja casona de los Montenegro abrió sus cortinadas puertas
vidrieras para recibirle. El anfitrión, que en achaques de hospitalidad es
mucho hombre, aceptó un Corona extralargo, y, entre pitada y pitada,
chanza va y chanza viene, parló como un oráculo y dijo tantas y tales cosas
que nuestro Ricardo, apesadumbrado y mohino, hubo de contramarchar a
Villa Castellammare que no corriera más ligero si veinte mil feísimos
demonios le persiguiesen.
“Sombrías antecámaras de la locura, salas de espera del suicidio:
Ricardo, esa noche, no departe con quien pudiera alzaprimarle, con un
camarada, un filólogo: se empoza en e! primero de una luenga serie de
conciliábulos con ese desmantelado Croce, más árido y reseco que el
álgebra de su contabilidad.
“Tres días malgastó Ricardo en esas peroratas malsanas. El viernes tuvo
un destello de lucidez: apareció de motu proprio en mi dormitorio—bufete.
Yo, para desapestarle e! ánima, le invité a corregir las pruebas de galeras de
mi reedición del Ariel, de Rodó, maestro que al decir de González Blanco,
“supera a Valera en flexibilidad, a Pérez Galdós en elegancia, a la Pardo
Bazan en exquisitez, a Pereda en modernidad, a Valle Inclán en doctrina, a
Azorín en espíritu crítico”; barrunto que otro que yo hubiera recetado a
Ricardo una papilla al uso, que no ese tuétano de león. Sin embargo, pocos
minutos de magnetizante labor fueron bastantes para que el extinto se
despidiera, campechano y gustoso. No había concluido yo de calzarme las
antiparras para proseguir la fajina, cuando, del otro lado de la rotonda,
retumbó el balazo fatídico.
“Afuera me crucé con Requena. La puerta del dormitorio de Ricardo
estaba entornada. En el suelo, infamando de sangre reprobada el mullido
quillango, yacía de cúbito dorsal, el cadáver. El revólver, caliente aún,
custodiaba su eterno sueño.
“Lo proclamo bien alto. La decisión fue premeditada. Así lo corrobora y
confirma la deplorable nota que nos dejó: indigente, como de quien ignora
los recursos riquísimos de! romance; pobre, como de chapucero que no
dispone de un stock de adjetivos; insulsa, como de quien no juega del
vocablo. Viene a patentizar lo que no pocas veces he insinuado desde la
cátedra: los egresados de nuestros sedicentes colegios desconocen los
misterios del diccionario. La leeré: usted será el más inflamado guerrero en
esta cruzada por el buen decir.”
Esta es la carta que Bonfanti leyó momentos antes de que don Isidro lo
expulsara:

Lo peor es que siempre he sido feliz. Ahora las cosas han


cambiado y seguirán cambiando. Me mato porque ya no
comprendo nada. Todo lo que he vivido es mentira. De la Pumita
no me puedo despedir porque ya se murió. Lo que mi padre ha
hecho por mí no lo ha hecho ningún padre en el mundo; quiero que
todos lo sepan. Adiós y olvídenme. Fdo.: Ricardo Sangiácomo.
Pilar, 11 de julio de 1941.

V
El día viernes 17 de julio de 1942, Mario Bonfanti —perramus desvaído,
chambergo fatigado, pálida corbata escocesa y flamante sweater de Rácing
—entró confusamente en la celda 273. Lo entorpecía una fuente espaciosa,
envuelta en una servilleta sin mácula.
—Municiones de boca —gritó—. En menos que cuento un dedo, usted
se chupará los suyos, Parodi amenísimo. ¡Miel sobre hojuelas! Las
empanadas las estofaron manos atezadas; la fuente que las porta se ufana
con el arma y el lema —Hic jacet— de la Princesa.
Un bastón de malaca lo moderó. Lo esgrimía ese triple mosquetero,
Gervasio Montenegro —clac Houdin, monóculo Chamberlain, negro bigote
sentimental, sobretodo con bocamangas y cuello de piel de nutria, plastrón
con una sola perla Mendax, pie calzado por Nimbo, mano por Bulpington.
—Celebro encontrarlo, mi querido Parodi —exclamó con elegancia—.
Usted disculpará la fadaise de mi secretario. No nos dejemos ofuscar por
los sofismas de Ciudadela y de San Fernando: todo espíritu ponderado
reconoce que Avellaneda, por derecho propio, está en la plana de honor. No
me canso de repetir a Bonfanti que su juego de refranes y de arcaísmos
resulta, decididamente, vieux jeu, fuera de ambiente; en vano dirijo sus
lecturas: un riguroso régimen de Anatole France, de Oscar Wilde, de Toulet,
de don Juan Valera, de Fadrique Mendes y de Roberto Gache, no ha
penetrado en su entendimiento rebelde. Bonfanti, no sea terco y révolté,
prescinda bruscamente de la empanada que acaba de substraer y diríjase
motu proprio a la Rosa Formada, Costa Rica 5791, empresa de obras
sanitarias, donde su presencia puede ser útil.
Bonfanti murmuró las palabras atentamente, zalemas, albricias,
besamanos y huyó con dignidad.
—Usted, don Montenegro, que está en caballo manso —dijo Parodi—,
tenga la fineza de abrir ese respiradero, no vaya a ser que se nos ataje el
resuello con estas empanaditas que por el olor parecen de grasa de chancho.
Montenegro, ágil como un duelista, se trepó a un banco y obedeció la
orden del maestro. Bajó con un salto escénico.
—No hay plazo que no se cumpla —dijo mirando fijamente un pucho
aplastado. Sacó un potente reloj de oro; le dió cuerda y lo consultó—: Hoy
es el día 17 de julio; hace precisamente un año que usted descifró el cruel
enigma de Villa Castellammare. En este ambiente de cordial camaradería
alzo la copa y le recuerdo que entonces me prometió, para esta fecha, año
vista, la franca revelación del misterio. No disimularé, querido Parodi, que
el soñador ha perfilado en minutos escamoteados al hombre de bufete y de
pluma, una teoría interesantísima, novedosa. Quizá usted, con su mente
disciplinada, logre aportar a esa teoría, a ese noble edificio intelectual,
algunos materiales aprovechables. No soy un arquitecto cerrado: tiendo la
mano a su valioso grano de arena, reservándome, cela va sans dire, el
derecho de repudiar lo deleznable y lo quimérico.
—No se aflija —dijo Parodi—. Su grano de arena va a resultar idéntico
al mío, sobre todo si hablo antes. Tiene la palabra, amigo Montenegro. El
primer maíz es para los loros.
Montenegro se apresuró a responder:
—De ningún modo. Apres vous, messieurs les Anglais. Por lo demás,
inútil ocultarle que mi interés ha decaído prodigiosamente. El
Commendatore me defraudó: yo le creía un hombre más sólido. Ha muerto
—prepárese para una vigorosa metáfora— en la calle. El remate judicial
apenas bastó para pagar las deudas. No le discuto que la situación de
Requena es envidiable y que el oratorio Hamburgués y el casal de tapires
que adquirí a precio irrisorio en esas encheres me han resultado mucho.
Tampoco la Princesa puede quejarse: ha rescatado de la plebe ultramarina
una serpiente de barro cocido, una fouille del Perú, que otrora atesorara el
Commendatore en un cajón de su escritorio particular, y que ahora preside,
densa de mitológicas sugestiones, nuestra sala de espera. Pardon: en otra
visita ya le hablé de ese ofidio inquietante. Hombre de gusto, yo me había
reservado in petto un agolpado bronce de Boccioni, monstruo dinámico y
sugestivo, del que tuve que prescindir, pues esa deliciosa Mariana —
substituyo: la señora de Anglada— le había echado el ojo, y opté por una
retirada elegante. Este gambito ha sido recompensado: ahora el clima de
nuestras relaciones es decididamente estival. Pero me distraigo y lo
distraigo, querido Parodi. Espero a pie firme su boceto y le adelanto desde
ya mi palabra de estímulo. Le hablo con la frente bien alta. Sin duda, esta
afirmación motivará la sonrisa de más de un espíritu maligno; pero usted
sabe que no giro en descubierto. He cumplido punto por punto mi
compromiso: le he bosquejado un raccourci de mis gestiones ante la
baronesa de Servus, ante Loló Vicuña de De Kruif y ante esa obsesionante
fausse maigre, Dolores Vavassour; he logrado, poniendo en juego un
mélange de subterfugios y amenazas, que Giovanni Croce, verdadero Catón
de la contabilidad, arriesgara su prestigio y visitara esta cárcel penitenciaria
poco antes de darse a la fuga; le he brindado no menos de un ejemplar de
ese viperino folleto que inundó la Capital Federal y las localidades
suburbanas, y cuyo autor, respaldado por la máscara del anonimato y ante el
cenotafio aun abierto, se cubrió del más soberano ridículo denunciando no
sé qué absurdas coincidencias entre la novela de Ricardo y la Santa
Virreina, de Pemán, obra que sus mentores literarios, Eliseo Requena y
Mario Bonfanti, eligieran como riguroso modelo. Felizmente, ese don
Gaiferos que se llama el doctor Ahíta, subió a la pedana y dió el do de
pecho: demostró que el opúsculo de Ricardo, a pesar de admitir algunos
capítulos del romanzón de Pemán —coincidencia harto disculpable en el
primer hervor de la inspiración—, debía más bien considerarse un facsímil
del Billete de lotería, de Paul Groussac, rápidamente retrotraído al siglo
XVII y prestigiado por una evocación incesante del descubrimiento
sensacional de las virtudes salutíferas de la quina.
“Parlons d'autre chose. Atento a sus más seniles caprichos, mi querido
Parodi, logré que el doctor Castillo, ese obsesionante Blakamán del pan
bazo y del agua panada, desertara momentáneamente de su consultorio
hidropático y lo examinara con ojo clínico.”
—Dele un descanso a las payasadas —dijo el criminalista—. El enredo
de los Sangiácomo tiene más vueltas que un reloj. Mire, yo empecé a atar
cabos la tarde que don Anglada y la señora Barcina me contaron la
discusión que hubo en lo del Comendador la víspera de la primera muerte.
Lo que me dijeron después el finado Ricardo y Mario Bonfanti, y usted y el
tesorero, y el médico, confirmó la sospecha. También la carta que el pobre
muchacho dejó explicaba todas las cosas. Como decía Ernesto Poncio:
 
El destino, que es prolijo,
no da puntada sin nudo.
 
“Hasta la muerte de Sangiácomo viejo y el librito ese de la máscara del
anónimo, sirven para entender el misterio. Si yo no lo conociera a don
Anglada, sospecharía que había empezado a ver claro. La prueba está que
para contar la muerte de la Pumita se remontó hasta el desembarco de
Sangiácomo viejo en el Rosario. Dios habla por la boca de los zonzos: en
esa fecha y en ese lugar empieza realmente la historia. Los de la policía,
que son muy noveleros, no descubrieron nada porque pensaban en la
Pumita y en Castellammare y en el año 1941. Pero yo, de tanto estar a
galpón, me he puesto muy histórico y me gusta recordar esos tiempos
cuando el hombre es joven y todavía no lo han mandado a la cárcel y no le
faltan tres nacionales para darse un gusto. La historia, le repito, viene de
lejos, y el Comendador es la carta brava. Vaya tomándole el peso al
extranjero. En 1921 casi se volvió loco, me dijo don Anglada. Vamos a ver
qué le había pasado. Se le murió la señora emigranta que le mandaron de
Italia. Apenas la conocía. ¿Usted se figura que un hombre como el
Comendador va a volverse loco por eso? Hágase a un lado que voy a
escupir. Según el mismo Anglada, también le quitaba el sueño la muerte de
su amigo el conde Isidoro Fosco. Eso no lo creo, aunque lo diga el
Almanaque. El conde era un millonario, un Cónsul, y al otro, cuando era
basurero, no le daba más que consejos. La muerte de un amigo como ese es
más bien un descanso, a no ser que usted lo precise para ablandarlo a
golpes. Tampoco en los negocios andaba mal: a todos los ejércitos de
italianos los tenía atorados con el ruibarbo que les vendía a precio de
alimento, y hasta le habían dado las jinetas de Comendador. Entonces, ¿qué
le pasaba? Lo de siempre, amigo: la italiana le jugó sucio con el conde
Fosco. Para peor, cuando Sangiácomo descubrió la falsía, los dos ladinos ya
se le habían muerto.
“Usted sabe lo vengativos y hasta rencorosos que son los calabreses. Ni
que fueran escribientes de la 18. El Comendador, ya que no podía vengarse
de la mujer ni del farsante de los consejos, se vengó en el hijo de los dos, en
Ricardo.
“Un sujeto cualquiera, usted, por ejemplo, en trance de vengarse,
hubiera rigoreado un poco al putativo, y san se acabó. A Sangiácomo viejo
lo agrandó el odio. Se formó un plan que no se le ocurre ni a Mitre. Como
trabajo fino y de aguante, hay que sacarle el sombrero. Planeó toda la vida
de Ricardo: destinó los primeros veinte años a la felicidad, los veinte
últimos a la ruina. Aunque parezca fábula, nada casual hubo en esa vida.
Vamos a empezar por lo que usted entiende: las cosas de mujeres. Ahí tiene
la baronesa de Servo, y la Sister, y la Dolores, y la Vicuña; todos esos
amoríos el viejo se los preparó sin que él maliciara. Tan luego a usted
contarle estas cosas, don Montenegro, que habrá engordado como novillo
con las comisiones. Hasta el encuentro con la Pumita parece más preparado
que una elección en La Rioja. Con los exámenes de abogado, la misma
historia. El muchacho no se esmeraba, y le llovían clasificaciones. En la
política ya iba a sucederle lo mismo: con Saponaro en el pescante, nadie la
falla. Mire, es matarse: en todo era igual. Acuérdese de los seis mil pesos
para amansar a la Dolly Sister; acuérdese del petizo gangoso que le brotó de
golpe en Montevideo. Era un elemento del padre: la prueba es que no trató
de cobrar los cinco mil de oro que le prestó. Y ahora, tome el caso de la
novela. Usted mismo ha dicho hace un rato que Requena y Mario Bonfanti
le sirvieron de testaferros. El mismo Requena, la víspera de la muerte de la
Pumita, se mandó una agachada: dijo que estaba muy atareado, porque
Ricardo iba a concluir la novela. Más claro, echarle agua: el encargado del
librito era él. Después Bonfanti le puso unas contrafirmas del tamaño de un
huevo de avestruz.
“Así llegamos al año 41. Ricardo creía desempeñarse con libertad,
como cualquiera de nosotros, y el hecho es que lo manejaban como a las
piezas del ajedrez. Lo habían ennoviado con la Pumita, que era una niña de
mérito, bajo cualquier concepto. Todo iba como sobre ruedas, cuando el
padre, que había tenido la soberbia de imitar al destino, descubrió que el
destino estaba manejándolo a él; tuvo un atraso en la salud; el doctor
Castillo le dijo que apenas le quedaba un año de vida. Sobre el nombre del
mal, el doctor dirá lo que se le antoje; para mí que tenía, como Tavolara, un
pasmo en el corazón. Sangiácomo apuró el baile. En el año que le quedaba,
tuvo que amontonar las últimas dichas y todas las calamidades y las
penurias. La tarea no lo asustó; pero en la cena del 23 de junio, la Pumita le
dió a entender que había descubierto el enredo: claro que no lo dijo
directamente. No estaban solos. Le habló de las vistas del biógrafo. Dijo
que a un tal Juárez primero le acumulaban triunfos y después lo enyetan.
Sangiácomo quiso hablar de otra cosa; ella volvió a la carga y repitió que
hay vidas en las que no sucede nada por casualidad. Sacó también a relucir
la libreta en que el viejo escribía su diario; lo dijo para darle a entender que
la había leído. Sangiácomo, para estar bien seguro, le tendió una celada:
trajo a cuento una sabandija de barro, que un ruso le mostró en una valija y
que él tenía guardada en el escritorio, en el mismo cajón de la libreta.
Mintió que la sabandija era un león; la Pumita, que sabía que era una
víbora, pegó un respingo: de puro celosa, le había andado en los cajones al
viejo, buscando cartas de Ricardo. Ahí encontró la libreta y, como era muy
estudiosa, la leyó y se enteró del plan. En la conversación de esa noche
cometió muchas imprudencias: la más grave fue decir que al día siguiente
iba a hablar con Ricardo. El viejo, para salvar el plan que había construido
con un odio tan esmerado, decidió matar a la Pumita. Le puso veneno en el
remedio que tomaba para dormir. Usted se acordará que Ricardo había
dicho que el remedio estaba en la cómoda. No había dificultad para entrar
en el dormitorio. Todas las piezas daban al corredor de las estatuas.
“Le mentaré otros aspectos de la conversación de esa noche. La moza le
pidió a Ricardo que atrasara unos años la publicación de la novelita.
Sangiácomo se le retobó francamente: quería que la novelita saliera, para
repartir en seguida un folleto que mostrara que era toda copia. Para mí que
el folleto lo escribió Anglada, la vez que dijo que se quedaba para
componer la historia del cinematógrafo. Aquí mismo anunció que algún
entendido iba a fijarse que la novela de Ricardo estaba copiada.
“Como la ley no le permitía desheredar a Ricardo, el Comendador
prefirió perder su fortuna. La parte de Requena la puso en cédulas, que por
más que no rindan mucho son seguras; la de Ricardo, la puso en el
subterráneo: basta ver la ganancia que daba para saber que era una
inversión peligrosa. Croce lo robaba sin asco: el Comendador lo dejó para
estar bien seguro de que Ricardo no tendría nunca ese dinero.
“Muy pronto la plata empezó a ralear. A Bonfanti le cortaron el sueldo;
a la baronesa la sacaron como chijete; Ricardo tuvo que vender los petizos
de polo.
“¡Pobre mozo, que nunca había andado en la mala! Para entonarse fue a
visitar a la baronesa; ella, despechada porque le había fallado el sablazo, lo
puso como un suelo y le juró que si alguna vez había tenido amores con él,
fue porque el padre le pagaba. Ricardo vio cambiar su destino, y no
comprendía. En ese confusión tan grande, tuvo un presentimiento: fue a
interrogar a la Dolly Sister y a la Evans; las dos reconocieron que si antes lo
habían recibido fue por causa de una contrata que tenían con el padre.
Luego lo vio a usted, Montenegro. Usted confesó que le había apalabrado
todas esas mujeres, y otras. ¿No es verdad?”
—Al César lo que es del César —arbitró Montenegro, bostezando con
disimulo—. Usted no ignorará que la orquestación de esas ententes
cordiales ya constituye para mí una segunda naturaleza.
—Preocupado por la falta de plata, Ricardo consultó a Croce; estos
parlamentos le demostraron que el Comendador se estaba arruinando a
propósito.
“Lo azoraba y humillaba la convicción de que toda su vida era falsa.
Fue como si de golpe a usted le dijeran que usted es otra persona. Ricardo
se había creído una gran cosa: ahora entendió que todo su pasado y todos
sus éxitos eran obra de su padre, y que éste, quién sabe por qué razón, era
su enemigo y le estaba preparando un infierno. Por eso pensó que no le
valía mucho vivir. No se quejó, ni dijo nada contra el Comendador, a quien
seguía queriendo; pero dejó una carta para despedirse de todos y para que
su padre la comprendiera. Esa carta decía: Ahora las cosas han cambiado y
seguirán cambiando… Lo que mi padre ha hecho por mí no lo ha hecho
ningún padre en el mundo.
“Será porque hace tantos años que vivo en esta casa, pero ya no creo en
los castigos. Allá se lo haya cada uno con su pecado. No está bien que los
hombres honrados sean verdugos de los otros hombres. Al Comendador le
quedaban pocos meses de vida; ¿a qué amargárselos delatándolo y
revolviendo un avispero inútil de abogados y jueces y comisarios?
Pujato, 4 de agosto de 1942.
CUENTO PARA TAHÚRES

RODOLFO J. WALSH

RODOLFO J. WALSH nació en 1927. Colabora en revistas de


Buenos Aires. Esta editorial publicará próximamente en una de sus
colecciones policiales, la serie de relatos titulada Variaciones en
Rojo.

Salió no más el 10 —un 4 y un 6— cuando ya nadie lo creía. A mí qué


me importaba, hacía rato que me habían dejado seco. Pero hubo un
murmullo feo entre los jugadores acodados a la mesa del billar y los
mirones que formaban rueda. Renato Flores palideció y se pasó el pañuelo a
cuadros por la frente húmeda. Después juntó con pesado movimiento los
billetes de la apuesta, los alisó uno a uno y, doblándolos en cuatro, a lo
largo, los fue metiendo entre los dedos de la mano izquierda, donde
quedaron como otra mano rugosa y sucia entrelazada perpendicularmente a
la suya. Con estudiada lentitud puso los dados en el cubilete y empezó a
sacudirlos. Un doble pliegue vertical le partía el entrecejo oscuro. Parecía
barajar un problema que se le hacía cada vez más difícil. Por fin se encogió
de hombros.
—Lo que quieran… —dijo.
Ya nadie se acordaba del tachito de la coima. Jiménez, el del negocio,
presenciaba desde lejos sin animarse a recordarlo. Jesús Pereyra se levantó
y echó sobre la mesa, sin contarlo, un montón de plata.
—La suerte es la suerte —dijo con una lucecita asesina en la mirada—.
Habrá que irse a dormir.
Yo soy hombre tranquilo; en cuanto oí aquello, gané el rincón más
cercano a la puerta. Pero Flores bajó la vista y se hizo el desentendido.
—Hay que saber perder —dijo Zúñiga sentenciosamente, poniendo un
billetito de cinco en la mesa. Y añadió con retintín—: Total, venimos a
divertirnos.
—¡Siete pases seguidos! —comentó, admirado, uno de los de afuera.
Flores lo midió de arriba abajo.
—¡Vos, siempre rezando! —dijo con desprecio.
Después he tratado de recordar el lugar que ocupaba cada uno antes de
que empezara el alboroto. Flores estaba lejos de la puerta, contra la pared
del fondo. A la izquierda, por donde venía la ronda, tenía a Zúñiga. Al
frente, separado de él por el ancho de la mesa del billar, estaba Pereyra.
Cuando Pereyra se levantó, dos o tres más hicieron lo mismo. Yo me figuré
que sería por el interés del juego, pero después vi que Pereyra tenía la vista
clavada en las manos de Flores. Los demás miraban el paño verde donde
iban a caer los dados, pero él sólo miraba las manos de Flores.
El montoncito de las apuestas fue creciendo: había billetes de todos
tamaños y hasta algunas monedas que puso uno de los de afuera. Flores
parecía vacilar. Por fin largó los dados. Pereyra no los miraba. Tenía
siempre los ojos en las manos de Flores.
—El cuatro —cantó alguno.
En aquel momento, no sé por qué, recordé los pases que había echado
Flores: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10… y ahora buscaba otra vez el 4.
El sótano estaba lleno del humo de los cigarrillos. Flores le pidió a
Jiménez que le trajera un café, y el otro se marchó rezongando. Zúñiga
sonreía maliciosamente mirando la cara de rabia de Pereyra. Pegado a la
pared, un borracho despertaba de tanto en tanto y decía con voz pastosa:
—¡Voy diez a la contra! —Después se volvía a quedar dormido.
Los dados sonaban en el cubilete y rodaban sobre la mesa. Ocho pares
de ojos rodaban tras ellos. Por fin alguien exclamó:
—¡El cuatro!
En aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo.
Encima de la mesa había una lamparita eléctrica, con una pantalla verde. Yo
no vi el brazo que la hizo añicos. El sótano quedó a oscuras. Después se oyó
el balazo.
Yo me hice chiquito en mi rincón y pensé para mis adentros: “Pobre
Flores, era demasiada suerte.” Sentí que algo venía rodando y me tocaba en
la mano. Era un dado. Tanteando en la oscuridad, encontré el compañero.
En medio del desbande, alguien se acordó de los tubos fluorescentes del
techo. Pero cuando los encendieron, no era Flores el muerto. Renato Flores
seguía parado con el cubilete en la mano, en la misma posición de antes. A
su izquierda, doblado en su silla, Ismael Zúñiga tenía un balazo en el pecho.
“Le erraron a Flores”, pensé en el primer momento, “y le pegaron al
otro. No hay nada que hacerle, esta noche está de suerte.”
Entre varios alzaron a Zúñiga y lo tendieron sobre tres sillas puestas en
hilera. Jiménez (que había bajado con el café) no quiso que lo pusieran
sobre la mesa de billar para que no le mancharan el paño. De todas maneras
ya no había nada que hacer.
Me acerqué a la mesa y vi que los dados marcaban el 7. Entre ellos
había un revólver 38.
Como quien no quiere la cosa, agarré para el lado de la puerta y subí
despacio la escalera. Cuando salí a la calle había muchos curiosos y un
milico que doblaba corriendo la esquina.
***
Aquella misma noche me acordé de los dados, que llevaba en el bolsillo
—¡lo que es ser distraído!—, y me puse a jugar solo, por puro gusto. Estuve
media hora sin sacar un 7. Los miré bien y vi que faltaban unos números y
sobraban otros. Uno de los “chivos” tenía el 8, el 4 y el 5 repetidos en caras
contrarias. El otro, el 5, el 6 y el 1. Con aquellos dados no se podía perder.
No se podía perder en el primer tiro, porque no se podía formar el 2, el 3 y
el 12, que en la primera mano son perdedores. Y no se podía perder en los
demás porque no se podía sacar el 7, que es el número perdedor después de
la primera mano. —Recordé que Flores había echado siete pases seguidos,
y casi todos con números difíciles: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10… y
a lo último había sacado otra vez el 4. Ni una sola clavada. Ni una barraca.
En cuarenta o cincuenta veces que habría tirado los dados no había sacado
un solo 7, que es el número más salidor.
Y, sin embargo, cuando yo me fui, los dados de la mesa formaban el 7,
en vez del 4, que era el último número que había sacado. Todavía lo estoy
viendo, clarito: un 6 y un 1.
Al día siguiente extravié los dados y me establecí en otro barrio. Si me
buscaron, no sé; por un tiempo no supe nada más del asunto. Una tarde me
enteré por los diarios que Pereyra había confesado. Al parecer, se había
dado cuenta de que Flores hacía trampa. Pereyra iba perdiendo mucho,
porque acostumbraba jugar fuerte, y todo el mundo sabía que era mal
perdedor. En aquella racha de Flores se le habían ido más de tres mil pesos.
Apagó la luz de un manotazo. En la oscuridad erró el tiro, y en vez de matar
a Flores mató a Zúñiga. Eso era lo que yo también había pensado en el
primer momento.
Pero después tuvieron que soltarlo. Le dijo al juez que lo habían hecho
confesar a la fuerza. Quedaban muchos puntos oscuros. Es fácil errar un tiro
en la oscuridad, pero Flores estaba frente a él, mientras que Zúñiga estaba a
un costado, y la distancia no habrá sido mayor de un metro. Un detalle lo
favoreció: los vidrios rotos de la lamparita eléctrica del sótano estaban
detrás de él. Si hubiera sido él quien dió el manotazo —dijeron— los
vidrios habrían caído del otro lado de la mesa de billar, donde estaban
Flores y Zúñiga.
El asunto quedó sin aclarar. Nadie vio al que pegó el manotazo a la
lámpara, porque estaban todos inclinados sobre los dados. Y si alguien lo
vio, no dijo nada. Yo, que podía haberlo visto, en aquel momento agaché la
cabeza para encender un cigarrillo, que no llegué a encender. No se
encontraron huellas en el revólver, ni se pudo averiguar quién era el dueño.
Cualquiera de los que estaban alrededor de la mesa —y eran ocho o nueve
— pudo pegarle el tiro a Zúñiga.
Yo no sé quién habrá sido el que lo mató. Quien más quien menos tenía
alguna cuenta que cobrarle. Pero si yo quisiera jugarle sucio a alguien en
una mesa de pase inglés, me sentaría a su izquierda, y al perder yo,
cambiaría los dados legítimos por un par de aquellos que encontré en el
suelo, los metería en el cubilete y se los pasaría al candidato. El hombre
ganaría una vez y se pondría contento. Ganaría dos veces, tres veces… y
seguiría ganando. Por difícil que fuera el número que sacara de entrada, lo
repetiría siempre antes de que saliera el 7. Si lo dejaran, ganaría toda la
noche, porque con esos dados no se puede perder.
Claro que yo no esperaría a ver el resultado. Me iría a dormir, y al día
siguiente me enteraría por los diarios. ¡Vaya usted a echar diez o quince
pases en semejante compañía! Es bueno tener un poco de suerte; tener
demasiada no conviene, y ayudar a la suerte es peligroso…
Sí, yo creo que fue Flores no más el que lo mató a Zúñiga. Y en cierto
modo lo mató en defensa propia. Lo mató para que Pereyra o cualquiera de
los otros no lo mataran a él. Zúñiga —por algún antiguo rencor, tal vez— le
había puesto los dados falsos en el cubilete, lo había condenado a ganar
toda la noche, a hacer trampa sin saberlo, lo había condenado a que lo
mataran, o a dar una explicación humillante en la que nadie creería.
Flores tardó en darse cuenta; al principio creyó que era pura suerte;
después se intranquilizó; y cuando comprendió la treta de Zúñiga, cuando
vio que Pereyra se paraba y no le quitaba la vista de las manos, para ver si
volvía a cambiar los dados, comprendió que no le quedaba más que un
camino. Para sacarse a Jiménez de encima, le pidió que le trajera un café.
Esperó el momento. El momento era cuando volviera a salir el 4, como
fatalmente tenía que salir, y cuando todos se inclinaran instintiva mente
sobre los dados.
Entonces rompió la bombita eléctrica con un golpe del cubilete, sacó el
revólver con aquel pañuelo a cuadros y le pegó el tiro a Zúñiga. Dejó el
revólver en la mesa, recobró los “chivos” y los tiró al suelo. No había
tiempo para más. No le convenía que se comprobara que había estado
haciendo trampa, aunque fuera sin saberlo. Después metió la mano en el
bolsillo de Zúñiga, le buscó los dados legítimos, que el otro había sacado
del cubilete, y cuando ya empezaban a parpadear los tubos fluorescentes,
los tiró sobre la mesa.
Y esta vez sí echó clavada, un 7 grande como una casa, que es el
número más salidor…
NOTAS

1
Sur, 1942.
2
Incluido más tarde en “Ficciones”, Sur, 1944.
3
Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener, alias
Viktor Runeberg, agredió con una pistola automática al portador de la orden
de arresto, capitán Richard Madden. Este, en defensa propia, le causó
heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor.)
4
A veces Mario es atacante. (Nota cedida por doña Mariana Ruiz
Villalba de Anglada.)

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