Nietszche o La Educación PDF
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DOI: http://dx.doi.org/10.14201/teoredu2016282113138
RESUMEN
© Ediciones Universidad de Salamanca / CC BY-NC-ND Teor. educ. 28, 2-2016, pp. 113-138
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FRIEDRICH NIETZSCHE: SOBRE LA EDUCACIÓN. UNA CONSIDERACIÓN INTEMPESTIVA
SUMMARY
SOMMAIRE
Il est proposé dans cet article une considération inactuelle, au sens de Nietzsche,
sur l’éducation. Le but principal est de penser la dépossession contemporaine de
l’expérience de l’éducation entre les générations. Lorsque seulement enseigne et trans-
mettre ce qui provient de la demande sociale, l’érosion de l’éducation comme forma-
tion (Bildung) et expérience imprévisible est inévitable. Avec la montée de la soi-disant
«société d’apprentissage», l’insistance sur la fonction démocratique de l’enseignement
scolaire a été accompagnée par une foule de besoins éducatifs dérivés de la société
et le marché, dont l’effet le plus immédiat est une sensation d’étouffement sur l’expé-
rience éducative de l’apprentissage. Comme on doit se tenir dans ce texte, l’éducation
doit faire, pas possible, mais avec l’impossible, pas avec les continuités, mais avec des
interruptions, pas avec l’obsession de l’action, mais avec la passivité et le retard.
INTRODUCCIÓN
Nadie puede construirte el puente sobre el que precisamente tú tienes
que caminar sobre el río de la vida, nadie lo puede hacer excepto tú, y
sólo tú. En efecto, hay innumerables senderos y puentes y semidioses que
quieren llevarte por el río; pero sólo a condición de que te vendas a ellos.
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1. A lo largo del artículo citaré las ediciones en castellano de las ediciones de Nietzsche que me
parecen más solventes. La edición alemana de las obras completas en 15 volúmenes se puede encontrar
en NIETZSCHE (2008).
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2. En efecto, la Paideia de la época helenística operaba sobre el éthos del individuo con el objeto
de ayudarle a «armonizar» sus acciones con el orden del mundo. En este sentido, perseguía «curar» al
alma de sus inquietudes y fragilidades, y estaba estrechamente conectada con el «cuidado de sí» (epi-
meleia heautou), en principio una tarea destinada a los ciudadanos libres y privilegiados, pero poco
a poco cada vez más extendida como una exigencia para todos los ciudadanos. La palabra Bildung
(formación), por su parte, parece designar de un modo intuitivo la esencia de la educación en el sentido
griego del término, al incluir tanto la configuración artística y plástica como la imagen o idea de tipo
normativo que se cierne sobre la intimidad del artista.
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–jóvenes y viejos– y hablar, conversar sobre el mundo para que vuelva a parecer
en público a través de las transmisiones.
El sujeto escolarizado se adentra en ese lugar llamado escuela (en griego,
scholé, apartamiento temporal del mundo y tiempo libre), y es ahí donde, supues-
tamente, comienza su aprendizaje, como si lo que ya hubiese aprendido antes y
a solas (por sí mismo) –la lengua que habla, por ejemplo– no contase para nada.
El asunto al que me refiero tiene que ver con lo que le pasa a una sociedad ente-
ramente pedagogizada, una sociedad en la que todo el mundo explica a todo el
mundo: los profesores y los manuales; las instituciones, los ministerios, las comisio-
nes; los comités de expertos, la prensa, la radio, la televisión; las necesidades del
mercado laboral: «Este gigantesco sistema de explicaciones trabaja sin tregua para
separarnos de lo que vemos y de lo que hacemos, transformando cualquier cosa
en un enigma que necesita el auxilio de expertos y comentadores en cualquier
materia» (Rancière, 2008a, 20). De este modo, los gobiernos y las clases dominan-
tes se presentan como pedagogos que nos explican el secreto del mundo, del que
ellos son los guardianes, yendo siempre un paso por delante de nosotros, a quienes
tratan como aprendices con alma infantil que todavía tienen mucho que aprender
hasta participar plenamente del mundo. Lejos, entonces, de poder considerar que
para la resolución de los «asuntos comunes» la competencia que hay que reivindi-
car es la capacidad cualquiera (Rancière, 2009), esta lógica reafirma la separación
entre creadores y consumidores, sabios expertos e ignorantes inexpertos, emanci-
padores y emancipados, maestros explicadores y alumnos ignorantes.
Si lo imposible anuncia acontecimientos por venir, lo posible se arraiga en la
idea de una potencia que ignora su cara más desventurada: el poder de no hacer.
Pero centrémonos ahora en cómo la mutación contemporánea en el lenguaje de
la educación tiene bastante que ver con lo que se ha dado en llamar «sociedad del
aprendizaje» (Learning Society), la cual insiste, a cualquier precio, en que siempre
se debe y se puede. Se trata de un orden social para la cual el impulso a aprender
permanentemente y «educarse a lo largo de toda la vida» (Lifelong Education) pro-
duce un aprendiz funcional y orientado al éxito, aunque al mismo tiempo perfec-
tamente «alumnizado» e «infantilizado»: una especie de aprendiz eterno.
La conexión entre este orden social y la economía es más que evidente. El
premio Nobel de economía Joseph E. Stiglitz (2016) lo deja muy claro en su último
libro: observar las políticas económicas a través de las lentes del aprendizaje,
advierte, ofrece una perspectiva diferente sobre muchos asuntos que hoy resultan
cruciales, pues, para bien o para mal, las políticas gubernamentales tienen efectos
directos e indirectos sobre el aprendizaje. Hay que seguir insistiendo, se dice una y
otra vez, en la importancia de un «aprender haciendo» (learning by doing, el viejo
lema del pragmatismo americano, pero ahora renovado). De este modo, no hay
duda de que «la única manera» de aprender lo que se requiere para el crecimiento
económico es potenciar el sector industrial, mediante la formación de profesiona-
les en ese campo. Hay que apostar por la competitividad. Educación y tecnología
son los pilares fundamentales de la igualdad, se sugiere. Y como educación y
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sociales– los griegos lo tenían claro. Como recuerda en uno de sus cursos Foucault
comentando algunos textos de Séneca:
La vida entera es una educación. Y la epimeleia heautou (cuidado, inquietud de
sí), llevada ahora a la escala de la totalidad de la vida, consiste en que uno va a
educarse a sí mismo a través de todas las desventuras de la vida […] Debemos
educarnos perpetuamente a nosotros mismos, a través de las pruebas que se nos
envían y gracias a esa inquietud de sí mismo que hace que las tomemos en serio.
Nos educamos a nosotros mismos a lo largo de toda la vida y la formación es la
primera característica de la vida como prueba (Foucault, 2005, 210).
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3. Platón narra la expulsión de los poetas, como se sabe, en la República (PLATÓN, 2003, X,
607ab).
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doma («civilización») del ser humano fueron tiempos de intolerancia para con las
naturalezas más espirituales y más osadas. La civilización quiere una cosa diferente
de lo que la cultura quiere: quizá una cosa contraria (Nietzsche, 1888, 16 [10], 673).
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fuerte relación con la estética: anhelo de bellas y nobles acciones por amor de sí y
no por respeto a una regla universal a priori. Es de aquí desde donde también se
alimentará la ética como una estética de la existencia en Foucault4.
La civilización es una especie de olvido de sí (de lo animal e instintivo del
hombre), pues es gracias a este olvido como resulta posible el nacimiento
del animal humano en tanto que humano, y donde los seres humanos pueden
entenderse a sí mismos como seres racionales y morales. Pero este comienzo trae
como consecuencia la degeneración de la vida humana y de la cultura. La civiliza-
ción desvincula al ser humano de su inicio animal, produciéndose un vacío que la
civilización misma tratará de llenar mediante la ficción de un relato según el cual
el mundo es una especie de orden moral y racional. En ese punto, los discursos de
la civilización y del cristianismo comparten su interés por el mejoramiento moral
del ser humano a base de control y procesos de domesticación pastoral del rebaño:
Llamar a la domesticación del animal ‘mejoramiento’ suena a nuestros oídos casi
como una broma. Cualquiera que sepa lo que sucede en una casa de fieras dudará
que en ellas la bestia ‘mejore’. Es debilitada, es hecha menos dañina, es convertida,
mediante el efecto depresivo del miedo, mediante las heridas, mediante el hambre,
en una bestia enfermiza. –Lo mismo ocurre con el humano domesticado que el
sacerdote ha ‘mejorado’– (Nietzsche, 2013, 94).
El nuevo lenguaje del aprendizaje del que antes hablábamos parece, en este
sentido, enteramente fundado en una imagen de la «persona educada» que instituye
una especie de maquinaria antropológica según la cual lo «humano» se forja contra
lo «no humano» que hay en nosotros: nuestra parte animal, es decir, no moral y
no racional. De modo que lo que llamamos «ser humano educado» no es sino el
«sujeto civilizado», donde la «civilización» ha establecido un pacto con el olvido:
el olvido del comienzo animal de lo humano. El «afuera» de lo humano se produce
(y esto significa que, en rigor, «se fabrica»), dirá Agamben (2005, 52), por medio de
un dispositivo de exclusión de algo que está dentro (nuestra parte animal), de modo
que lo inhumano se construye como animalización de lo humano, lo que produce
una serie de imágenes que históricamente están bien documentadas: semi-hombre,
enfant-sauvage, Homo Feres; pero, igualmente: esclavo, bárbaro, extranjero, y
4. La relación entre ética y estética, la posibilidad misma de una ética como estética de la exis-
tencia –el mismo Foucault lo dice en sus cursos y entrevistas– puede ser acusada de cierto aristocra-
tismo, de cierto dandismo esteticista, à la Oscar Wilde, y de producir individuos, como antes dijimos en
relación a la polémica entre Kultur y Zivilisation, desapegados de la política y, en ese sentido, también
ajenos a las miserias y sufrimientos del mundo. Algunos pueden llegar a decir que hay demasiado «yo»,
demasiada «subjetividad» o demasiado «ego» y olvido del otro en semejante ética esteticista. Sobre esto,
hay que recordar lo que el mismo Foucault decía: «En lo que podríamos llamar el culto contemporá-
neo de sí, el objetivo es descubrir el verdadero yo propio, separándolo de lo que pueda oscurecerlo o
alienarlo y descifrando su verdad gracias a un saber psicológico o un trabajo psicoanalítico. Por eso, no
solo no identifico la cultura antigua de sí con lo que podríamos llamar el culto contemporáneo de sí,
sino que creo que son diametralmente opuestos» (FOUCAULT, 2015, 361).
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Quien como espíritu libre quiera emplear bien su dinero, debe fundar institutos
conforme al estilo de los conventos, para posibilitar una convivencia amigable en
medio de la mayor sencillez con aquellas personas que no quieran tener nada más
que ver con el mundo (Nietzsche, 2007, 17 [50], 250).
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Pero resulta que entre lo que esperamos lograr y lo que finalmente termina suce-
diendo se abre un abismo. Nadie sabe de antemano lo que pasará al final. Como
le pasó al pedagogo Joseph Jacotot en 1808, en su experiencia de Lovaina como
profesor de francés que era de un grupo de estudiantes que no podían comuni-
carse sino en holandés, como él no podía hacerlo en otra lengua que no fuera el
francés. Con la única ayuda de una versión bilingüe de Las aventuras de Telémaco,
de Fenelón, y una consigna –aprenderse el texto francés ayudándose de la traduc-
ción– los resultados fueron asombrosamente buenos.
Y es que existe esa imprevisible libertad que define todo encuentro humano.
Intervenimos y experimentamos educativamente una situación no porque sepamos
de antemano qué hacer, sino precisamente porque lo ignoramos. Nos entromete-
mos en el otro y le ofrecemos cosas que no tienen que ver ni con sus necesidades
iniciales ni con lo que socialmente se demanda o con lo que el mercado impone.
Desbordamos el acto, y nos desbordamos en él. Se dan cosas –y en esto consiste
hacer un regalo–, precisamente porque no se necesitan, y porque al establecer el
encuentro educativo nos pasan cosas que no habíamos previsto y, entonces sí, nos
reencontramos, como aprendices, con las necesidades que no sabíamos que tenía-
mos y que son las que verdaderamente cuentan. Así, la experiencia educativa es
impredecible en sus resultados, irreversible en sus efectos, un medio sin fin ni des-
tino predeterminado, un vínculo que une a dos generaciones que pertenecen a dos
tiempos distintos y que aprenden a amarse en un encuentro inédito y desbordante.
Se trata de una promesa de transformación cuyo rumbo y devenir se desconoce de
antemano. La educación está fuera de toda medida: es lo que, contando, porque
vale la pena, está fuera de toda cuenta, de toda aritmética. No hay medida (Antelo,
2005). Y es esta falta de medida la que nos debería empujar, como dice Carlos
Skliar, a «prestar una atención más escrupulosa a las máscaras institucionales con
las que se pretende regular, administrar y, muchas veces, destruir la conversación
educativa» (Skliar, 2014, 205).
Todo esto explica por qué la educación es un encuentro o un tipo de relación
que se resuelve en un acto de transmisión (transmitir es trasladar, hacer pasar algo
de un tiempo a otro tiempo), y que ese encuentro se ofrezca en el tiempo. Tiempo
en el que perderse y aprender a hacer un buen uso de uno mismo, no simplemente
de lo que se nos enseña. Se trata, entonces, de ejercitar la conversación entre las
generaciones. Pues sin conversación no hay educación. Una conversación abierta
en la que siempre hay voces dominantes y voces más conversables que otras,
porque no están seguras de ninguna verdad. Como seres «educables» somos los
herederos de una conversación antiquísima que comenzó muchísimo antes de
nuestro nacimiento. Educarse en el curso de esta conversación significa aprender
los hábitos, intelectuales y morales, para participar de ella, para encontrar los
momentos oportunos para intervenir, y para la escucha. No se trata de una disputa,
ni es un debate, ni se trata de hacer congresos entre especialistas. Se trata de con-
versar, cuando conversar no supone tener que llegar a un punto de acuerdo al cual
ya se había previsto debía llegarse. Una conversación presidida, no por un saber
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ya adquirido, sino por una voluntad de saber que nos instala en nuestras ignoran-
cias y busca articularlas, tomando conciencia de ellas.
Arendt llama la atención sobre esta parábola porque lo que quiere pensar es
el pensamiento bajo sus coordenadas estrictamente contemporáneas. Deseo traer a
colación aquí este relato para tratar de pensar esta fórmula desde el punto de vista
de cierta consideración de la educación muy alejada de la visión que he tratado de
ofrecer en algunos momentos de las líneas precedentes.
En casi todas sus modalidades –y esto es algo que se puede rastrear a lo largo
de la historia de las ideas pedagógicas–, la educación, bajo el formato de la escuela,
está en el centro de esas fuerzas en contradicción, en medio de un campo de
batalla que amenaza constantemente con destruirla: entre la presión de unas tradi-
ciones a menudo consideradas insostenibles y la de los dueños del futuro, que se
empeñan en programar cómo debe ser lo que todavía no es. De este modo, pensar
la educación «entre» el pasado y el futuro supondría tratar de pensarla bajo el signo
de un gesto de resistencia que se ejerce desde el propio presente. No es huyendo
del presente como construimos la conciencia de lo que somos, sino afrontándolo,
inmiscuyéndonos en él, haciéndonos presentes en cada aquí y en cada ahora.
El tiempo en el que se enmarca el vínculo educativo es el tiempo vital y bio-
gráfico (destinado a colmarse de experiencias) de cada uno de los integrantes de la
relación (adulto/joven); pero se trata, también, de una experiencia de la duración.
Mi percepción es que, hoy, ese tiempo –el tiempo de la escuela, el tiempo de los
estudios, el tiempo del enseñar y del aprender, el tiempo de la educación– se ha
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como tal se trataría de una especie de «tierra de nadie», una tierra no colonizada
pero que podría estar destinada a serlo. Una tierra que excita nuestros deseos de
apropiación. Y, en segundo término, el entre como camino o como viaje. Pode-
mos entender ese «entre», no como un espacio o un tiempo preparatorio para algo
extrínseco, sino como un camino o un viaje. Es decir: como la realización de una
experiencia. Se trata de un lugar de tránsito en el que pasan cosas; un lugar y un
camino o una experiencia que valen por sí mismos.
Vamos a detenernos en esta segunda imagen. En esa experiencia, propiamente
hablando, no habría un «método» que dijese anticipadamente cómo hay que cami-
nar o viajar o experimentar (el aprender, por ejemplo); no es una trayectoria que
se determine en función de unos objetivos previos, sino mediante el interés que la
propia experiencia del camino va suscitando en el viajero, en el sujeto de la expe-
riencia. Es un modo de hacer el camino, un modo de recorrerlo, una forma de
colocar nuestros pasos, de caerse, tropezarse, avanzar, detenerse y seguir.
Hay un tipo de viaje que podemos concretar en la figura del «turista». «Tour-iste»
comporta una carga semántica muy peculiar, y contiene dos elementos: por una parte,
el sufijo «-ista», que indica la cualidad de lo excesivo o exasperante de una actitud,
hábito o práctica; y, de otro lado, el significado de dicha actitud, hábito o práctica:
«tour», «dar vueltas». Así, según esto, quien «da una vuelta» lo hace porque no tiene
nada, o no tiene otra cosa, que hacer. Pero, al mismo tiempo, dar una vuelta es
abrirse a todo lo que hay, es poder distraerse para, precisamente, poder captar,
prestar atención, a más cosas. Es mirar de otro modo. Pero al turista el viaje se le
ofrece como una experiencia ya hecha (ready-made), es decir, como ya construida,
empaquetada, como si la experiencia directa y en bruto que alguien pudiera hacer no
fuese del todo, o todavía, una experiencia significativa (González Marín, 2013, 11).
A este tipo de viaje podemos confrontar otra modalidad: el viaje no planifi-
cado, el viaje no organizado, el viaje que es una aventura que nadie más que el
viajero construye. Si en el turista el viaje se ofrece como un prêt-à-vivre, en este
otro viaje no es así: se trata de un viaje imprevisible, con el azar de sus paradas,
la incertidumbre de las noches y la asimetría de todos los recorridos. Un viaje que
siempre recomienza, que siempre hay que volver a empezar, cuando uno menos
se lo espera, una especie de continuo preámbulo o un preludio de algo que está
por venir y no se sabe qué es ni se puede anticipar. Viajar de este modo no es un
simple medio para una meta o un fin, sino que es una experiencia valiosa en sí
misma (realizarla es su propio fin), algo que concierne a la vida entera del sujeto
de la experiencia, ya que cada decisión y cada elección que se toma sobre la mar-
cha involucra toda la existencia. Viajar de este modo, como vamos a ver ahora, es
un medio sin fin; y compromete un gesto.
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En ese libro inmenso que es Así habló Zaratustra, una obra que –como bellí-
simamente escribe Béatrice Commengé (2013, 21)– no nace de un razonamiento
ni de un análisis, sino del color del cielo y de la claridad del aire; del insomnio
vencido o de una migraña dominada; de los caminos y de los senderos; de una
inmensa soledad y de la desesperación en una sombría alcoba; del frío que estre-
mece los músculos y torna de color azul labios y manos, o del calor que hincha
los pies; en ese libro en el que todo pasa por el cuerpo, porque es él el que marca
la ruta, el camino, la dirección y el destino; en ese libro, digo, Nietzsche, el último
profeta, lo proclama: «No me entienden, no soy la boca para esos oídos. ¿Habrá
que destrozarles primero los oídos para que aprendan a oír por los ojos […]. Tienen
algo de lo que están orgullosos. ¿Cómo llaman a eso que tanto los enorgullece? Lo
llaman formación, es lo que les distingue de los cabreros» (Nietzsche, 2015b, 72).
Hoy, esa vieja idea de la formación –que todavía usamos para referirnos a la
educación– parece haber perdido la riqueza de su inmemorial pasado. Nuestros
modos de encarar la educación de los jóvenes, lejos de ayudarles a madurar, los
empequeñecen cada vez más y los alumnizan transformándoles en aprendices
eternos. Al mismo tiempo, la llamada sociedad del aprendizaje les fuerza al diseño
de su propia «formación» obligándoles a un cambio constante de actividad y de
tarea. Incapaces de permanecer largo tiempo en una sola actividad, para iniciarse
en la temporalidad natural del crecimiento personal y la propia maduración, devie-
nen sujetos inscritos en la estulticia de la que hablaba Séneca en una de sus cartas
morales a Lucilio. Insensatos, a su pesar, pero funcionales y actuales; ignorantes,
aunque inocentes de su propia ignorancia. Este es el peor legado pedagógico que
podemos ofrecerles. Un tremendo insulto a su condición de homo educandus. La
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