El Alma Humana
El Alma Humana
El Alma Humana
EL ALMA HUMANA
Y OTROS ESCRITOS INÉDITOS
PRESENTACIÓN Y EDICIÓN
José Ángel García Cuadrado
Rubén Pereda
SECRETARIO
ISSN 1137-2176
Depósito Legal: NA xxxx -xxxx
Pamplona
http://www.unav.es/filosofia/publicaciones/cuadernos/serieuniversitaria/
E-mail: [email protected]
Teléfono: 948 42 56 00 (ext. 2316)
Fax: 948 42 56 36
SERVICIO DE PUBLICACIONES DE LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA. S.A.
ZIUR NAVARRA POLÍGONO INDUSTRIAL. CALLE O, Nº 34. MUTILVA BAJA. NAVARRA
ÍNDICE
El trabajo con que se abre este Cuaderno lleva por título “El alma humana y
su inmortalidad”. Es, en realidad, el último trabajo que García López revisó
8 José Ángel García Cuadrado
1 Ha sido recientemente editada de nuevo dentro del libro: Jesús García López, Escritos de
Antropología filosófica, Eunsa, Pamplona, 2006, pp. 191-206.
10 José Ángel García Cuadrado
Amor y libertad
El siguiente trabajo, que lleva por título “Amor y libertad”, es una ponencia
presentada a un congreso del que no hemos podido determinar la fecha ni el
lugar de celebración. No obstante debe situarse muy próxima en el tiempo a las
tres conferencias antes citadas; en gran medida esta ponencia supone una pro-
longación de las reflexiones iniciadas sobre el tema de la libertad; más concre-
tamente a la libertad psicológica y la libertad moral. También encuentra simili-
tudes significativas con el artículo “El amor humano” publicado en la revista
Persona y Derecho en 1974 2. Esta fecha puede servir de indicación bastante
aproximada para datar este trabajo.
En su exposición, García López retoma la distinción tomista entre amor de
concupiscencia (“amor de cosa”, como lo denomina nuestro autor) y amor de
benevolencia (“amor de persona”) y desarrolla desde esta distinción lo que po-
dríamos denominar un “personalismo tomista”, porque la persona humana es
considerada como fin en sí mismo y revestida, por tanto, de una especial digni-
dad. De este modo se desarrolla una “norma personalista” del amor: “De aquí se
sigue que el amor tiene un orden o una norma objetivos: a las personas se las
ama por sí mismas (como se ama por sí mismo el fin objetivo), y a las cosas se
las ama en orden a las personas (como se ama a los medios por el fin, y al fin
subjetivo por el fin objetivo); y si este orden o esta norma son alterados, enton-
ces estamos ante una aberración del amor, que […] puede adoptar tres formas:
la que consiste en amar a las personas como si fueran cosas; la que resulta de
amar a las cosas como si fueran personas; y la que se concreta en amar a las
personas sin amar cosa alguna para ellas”.
Desde esta perspectiva se analizan las relaciones entre el amor y la libertad
de elección o dilección, que se manifiesta en la “unión” con la persona amada (a
nivel cognoscitivo, afectivo y volitivo), el “éxtasis” y el “celo”. Por último, sin
abandonar la tradición tomista, el autor desarrolla la consumación del amor en
la libertad moral: el amor supone la verdadera liberación de la condición huma-
na que se abre a la persona amada trascendiéndose en ella.
3 Jesús García López, Los derechos humanos en Santo Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona,
1979; 2ª edición con el título Individuo, familia y sociedad. Los derechos humanos en Santo
Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona, 1990.
Presentación 13
4 Jesús García López, El sistema de las virtudes humanas, Editora de Revistas, México, 1986.
Presentación 15
Los dos últimos textos son de carácter más estrictamente metafísicos. “La
causa formal de la creación” es la contribución remitida a la XXI Semana To-
mista que llevaba por “La Creación, la obra de Dios y la obra del hombre”, y se
celebró en Buenos Aires, en septiembre de 1996. Los trabajos presentados a
dicha semana se recopilaron como instrumento de trabajo, pero no llegaron a ser
publicadas formalmente.
En realidad el tema abordado en esta contribución es el de la relación tras-
cendental, asunto muy debatido y controvertido dentro de la tradición tomista.
Como es habitual en sus escritos metafísicos, el profesor García López vuelve
su atención a las fuentes. Desde los textos tomistas es posible acceder a una
explicación equilibrada y realista. Para nuestro autor, no hay inconveniente en
afirmar que la causa formal intrínseca de la creación, pasivamente considerada,
es el ser mismo, participado en cualquier concreto individual realmente existen-
te; y que dicho ser es, por lo tanto, el efecto más formal y más propio de la crea-
ción, activamente considerada. El concreto individual, con su ser, con su esen-
cia y con todos sus accidentes, y entre ellos con todas sus relaciones reales –
tanto aquélla que lo pone en relación con Dios, como las que lo relacionan con
el conjunto de los seres del universo–, es el término directo e inmediato de la
creación divina. Término directo porque Dios no crea, ni puede crear, una exis-
tencia sin esencia, ni una esencia sola, sin existencia, ni tampoco una sustancia
exenta de todos sus accidentes, ni un accidente no inherente en alguna sustancia.
Además, es también término inmediato, porque la creación es efecto propio de
16 José Ángel García Cuadrado
Dios y ninguna causa creada, ni siquiera como mero instrumento, puede ser
asociada a la creación.
Una vez contextualizada la cuestión, pasa a analizar la relación de la criatura
al Creador. La relación, como todo accidente, no es propiamente creada sino
concreada, ¿por qué insiste Santo Tomás en afirmar que la creación pasivamen-
te considerada es una relación real de dependencia al Creador con novedad en el
ser, y en afirmar a esa relación real como un accidente de la sustancia creada?
Porque para el Aquinate, tratándose de relaciones reales, una cosa es la relación
y otra el fundamento de la relación. Y el fundamento sí que puede ser una sus-
tancia, o una parte de la sustancia, como la materia o la forma, o un accidente,
como una acción, o una cualidad, o una cantidad; pero la relación misma es
siempre un accidente, que constituye una categoría especial, no identificable
con ninguna otra categoría. Solamente fuera del ámbito del ente finito, en el
seno de la Divinidad, admite Santo Tomás la posibilidad de relaciones “sustan-
ciales”, o mejor, de relaciones “subsistentes”.
En el pensamiento de Santo Tomás, si se afirma que la materia es relativa a
la forma, o la forma a la materia, o los accidentes a sus respectivas sustancias, la
contestación siempre es la misma: todas esas cosas son –o pueden ser– funda-
mentos de alguna relación; pero las relaciones mismas son siempre accidentes
inherentes en una sustancia individual completa, que es lo verdaderamente exis-
tente. Afirmar que la relación es un accidente no equivale a decir que es “acci-
dental”, en el sentido de “contingente” o no necesariamente vinculada al sujeto,
ya que los accidentes son de dos clases: contingentes y necesarios. Y lo mismo
puede decirse de las relaciones: unas son necesarias y otras contingentes. Fuera
de las relaciones reales, es decir, en el campo de las relaciones de razón, el pen-
samiento de Santo Tomás está abierto a los más amplios horizontes. Y de ahí
que resulte posible concebir con cierto fundamento a la materia prima como una
pura relación a la forma sustancial; o a un acto de la voluntad, como una pura
relación al bien. Se trataría de ficciones conceptuales con las que se quiere sub-
rayar que estamos ante los fundamentos de unas relaciones esenciales, sin de-
terminar las relaciones mismas que resultan de esos fundamentos.
El último de los escritos inéditos de Jesús García López que ahora se presen-
tan es el más antiguo (fechado en 1954) y posee una historia un tanto intrincada.
Presentación 17
* * *
Excepto el primer trabajo que ahora se presenta (“El alma humana y su in-
mortalidad”), el resto no fue expresamente preparado por el autor para su publi-
cación. En todo caso, dado el tipo de exposición académica pienso que los tra-
bajos inéditos que ahora salen a la luz pueden contribuir a perfilar mejor el pen-
samiento del profesor García López y a dar a conocer la integridad de su pro-
ducción intelectual5.
En la edición de estos trabajos he respetado al máximo la versión que se
conserva en los originales. Sólo en algunos casos he realizado mínimas modifi-
caciones de estilo y presentación, añadiendo subtítulos en los epígrafes corres-
INTRODUCCIÓN
Por otro lado, es curioso observar que la inmensa mayoría, por no decir to-
dos, de los defensores de la espiritualidad y la inmortalidad del alma humana
son también resueltamente teístas, o sea, admiten sin vacilación la existencia de
un Dios único, soberano, omnipotente, que constituye la última explicación del
universo todo y de la misma existencia del alma humana, como espiritual e in-
mortal.
Pero esto nos lleva a reconocer que el nivel filosófico en el que estos pro-
blemas se plantean es el más elevado que tiene la Filosofía, que es el de la Me-
tafísica. Razón por la cual los argumentos utilizados en ese estudio no son (no
pueden ser) populares ni superficiales ni fáciles de comprender, sino complejos
y difíciles, y que no se pueden entender acabadamente si no se han hecho estu-
dios previos en el campo filosófico general. Dicho sea esto para que los lectores
de este trabajo no se llamen a engaño, o piensen que los argumentos esgrimidos
aquí no son concluyentes, sencillamente porque no se comprenden con facili-
dad. El estudio del alma humana y de sus propiedades, incluyendo la inmortali-
dad, es un estudio filosófico serio, y no una apología popular.
Mas con todo y con eso, el autor de este trabajo ha tenido el atrevido empeño
de volver nuevamente sobre ese viejo asunto filosófico, por dos razones funda-
mentales: primera, por creer que, con cierto esfuerzo, es posible alcanzar en su
desarrollo un suficiente grado de claridad, sin perjuicio del rigor, y segunda, por
no ceder a la tentación, tan frecuente hoy, de refugiarse en un pudoroso “silen-
cio sobre lo esencial”, en frase de J. Guitton1.
Respecto al alma humana, lo primero que hay que dilucidar es lo que signifi-
ca tal expresión: “alma humana”. Lo segundo es demostrar que el alma humana
existe. Y lo tercero, en qué consiste, o cuál es su esencia, manifestada en gran
medida a través de sus propiedades, y especialmente de su espiritualidad y de su
inmortalidad.
1 J. Guitton. Silencio sobre lo esencial; traducción al español por Miguel Montes, Edicep,
Valencia, 1988.
El alma humana y su inmortalidad 21
En cuanto a lo primero hay que decir que “alma” proviene del latín anima,
que significa “lo que anima o vivifica”. Según su sentido nominal, “alma” signi-
fica, pues, “principio primero y más radical de la animación o de la vida de cada
viviente”. En consecuencia, por “alma humana” se entiende “el principio prime-
ro y radical de la vida del hombre, de cada hombre”.
Pasando a la segunda cuestión hay que decir que la “existencia” del alma es
conocida por sus operaciones, de las que tenemos experiencia inmediata. Estas
operaciones son muy variadas: unas, que pertenecen a la llamada “vida vegeta-
tiva”, como crecer, nutrirse o producir gérmenes ordenados a la reproducción;
otras, pertenecientes a la denominada “vida sensitiva”, como sentir, percibir,
tender a lo percibido o trasladarse de un lugar a otro; otras, finalmente, que co-
rresponden a la que llamamos vida racional, como entender, razonar, querer
libremente, hablar o producir artefactos. Pero todas ellas proceden de un princi-
pio radical único, al que denominamos “yo”.
Cada uno de nosotros, en efecto, puede decir (y así lo vive): “yo veo y yo
ando y yo crezco y yo hablo y yo entiendo, etc., etc.”, aunque para llevar a cabo
cada una de esas operaciones tengamos que valernos, como de otros tantos ins-
trumentos unidos a nuestro propio ser, de facultades distintas: los ojos, para ver;
las piernas para andar; la boca para hablar, etc. El “yo” es el sujeto radical y
unitario de todas nuestras operaciones vitales. Pues bien, el alma humana es ese
mismo yo, como después veremos. Luego es evidente que el alma humana, el
alma de cada uno de nosotros, existe.
Conviene reparar que no se trata, en lo expuesto anteriormente, de un razo-
namiento o inferencia que, partiendo de las operaciones vitales de cada hombre,
concluyera en la existencia de la causa o el origen de ellas. Aquí no hay inferen-
cia, sino experiencia. No tendría, en efecto, sentido que dijéramos: “conozco,
luego existe el conocer”, o “quiero, luego existe el querer”; entonces se trataría
de pasar de algo concreto a algo abstracto, y en la experiencia descrita no sali-
mos de lo concreto. Cuando digo “conozco”, lo que digo es “yo conozco”; el
“yo” está, pues implicado desde el primer momento. Por consiguiente, la exis-
tencia del propio “yo” está dada en la existencia de sus operaciones. Ambas
cosas, “yo” y “operaciones”, se perciben o co-perciben a la vez, en una expe-
riencia integral.
Por lo demás, esa percepción o experiencia de nuestro propio yo no es pri-
mariamente reflexiva. No es que tomemos por objeto al yo con un acto de cono-
cer distinto y posterior a las operaciones en las que el yo se patentiza. En las
mismas operaciones vitales que llevamos a cabo hay una dimensión consciente
o cognoscitiva, que por vía de percepción o experiencia inmediata, nos pone en
22 Jesús García López
La quinta propiedad del alma humana, que debe considerarse aquí, es la in-
mortalidad. El alma humana es inmortal, no puede morir, no puede dejar de
existir jamás. Es evidente que el alma humana, cada alma humana, ha comenza-
do a existir en un determinado momento; pero una vez implantada en la existen-
cia, ya no puede perder esa existencia suya, sino que la conserva por toda la
eternidad. El alma humana es un hecho, una realidad que comienza a darse en
determinado instante, pero es un hecho para la eternidad, que durará por siem-
pre. Por lo demás, la inmortalidad del alma humana puede demostrarse a partir
de su simplicidad y de su espiritualidad.
Finalmente, apoyándonos en la inmortalidad y en la espiritualidad, hay que
decir también que el origen del alma humana no puede asimilarse al origen del
El alma humana y su inmortalidad 25
cuerpo humano. Es cuestión que deberemos estudiar con detenimiento más ade-
lante y nos hará llegar a la conclusión de que el alma humana tiene que ser in-
mediatamente creada por Dios, es decir, que tiene un origen inmediatamente
divino; pues no es posible que una realidad espiritual proceda por producción o
por generación a partir de una realidad corpórea; sólo puede proceder de la nada
merced a un acto creador de Dios. Y de aquí también se desprende la afinidad
que existe cualquier alma humana y Dios, su Creador; lo que ha dado lugar a
que el hombre, precisamente por su alma inmortal, merezca ser llamado “ima-
gen de Dios”.
Por último estudiaremos, aunque sea brevemente, la peculiar existencia y ac-
tividad del alma humana separada del cuerpo. Si en efecto el alma humana es
inmortal y, por consiguiente, continúa existiendo una vez que nuestro propio
cuerpo se deshaga o corrompa, es necesario que, como principio de vida que es,
continúe viviendo o ejerciendo aquellas operaciones vitales que son congruentes
y posibles a un alma humana separada del cuerpo o de la materia. Esas opera-
ciones serán, sin duda, las puramente espirituales, como el entender y el querer;
pero habremos de investigar de qué modo se habrán de realizar, en ese estado de
separación, las susodichas operaciones del alma humana.
actual más radical es unitario; no hay varias formas sustanciales (varias almas)
en dicho sujeto completo; y es principio de todas las operaciones vitales del
hombre, de las puramente vegetativas (vivimos), de las sensitivas (sentimos), de
las locomotivas (nos movemos localmente) y de las racionales (entendemos).
Es, pues, una definición del alma humana, única que, además de vegetar y de
sentir, es también capaz de pensar o entender.
Como es claro, aquí debemos atenernos a esta segunda definición, sobre todo
en cuanto completa y determina a la primera, y así se refiere exclusivamente al
alma humana. Por lo demás, más adelante trataremos de explicar mejor la rique-
za que encierra el concepto aristotélico de “forma sustancial”.
5 R. Descartes, Discurso del método, parte IV, en Oeuvres de Descartes, Ch. Adam / P. Tanne-
ry (eds.), Libraire Philosophique J. Vrin, Paris, 1996, p. 32.
6 Tomás de Aquino, De veritate, q. 10, a. 8, respuesta.
30 Jesús García López
los actos cognoscitivos, sino también en todos los actos intelectualmente cons-
cientes, como los de querer, consentir, elegir o ejecutar, que no son atribuibles
al intelecto, sino a la voluntad.
Concretamente lo que Descartes designa con la expresión “pensar”, no abar-
ca sólo los actos de conocer, sino también los de querer, y en general todos los
actos conscientes7, y cualquier “pensar” es para él camino para detectar –
intuitivamente, no discursivamente– la propia existencia, o la existencia de
nuestro yo.
Es lo mismo que dice Santo Tomás en un texto ya citado; “Porque en esto
percibe alguien que tiene alma y que vive y que existe, en que percibe que él
siente y entiende y ejerce otras operaciones vitales semejantes”8. Y el propio
Aristóteles también dejó escrito: “Por el hecho de que sentimos que sentimos y
entendemos que entendemos, sentimos y entendemos que nosotros existimos”9.
Queda, por último recordar aquí que ningún conocimiento (o mejor, percep-
ción) de la existencia de algo puede estar completamente separado de un cierto
conocimiento, por muy general o confuso que sea, de lo que ese algo es, o de la
esencia de eso mismo cuya existencia detectamos; y aquí, en el caso de nuestro
yo, la noción general que va unida, y podríamos decir que por necesidad, a su
existencia es la noción de sujeto real, o de sustancia, aunque sobre esto tendre-
mos que volver más adelante. Porque en este momento, ni siquiera la “defini-
ción nominal” del alma de la que hemos partido puede ser convenientemente
desarrollada. Seguiremos ahora tratando de las propiedades del alma.
En una de las definiciones del alma que propone Aristóteles, y que hemos
desarrollado más atrás, aparece como primordial la noción de “acto”, y concre-
que le hace ser lo que realmente es, y que lo distingue de otros cuerpos esen-
cialmente distintos. Ciertamente que dentro de una misma especie de cuerpos se
encuentran, por lo general, muchos individuos numéricamente distintos de la
misma especie; pero es claro que las diferencias entre los cuerpos no son sola-
mente individuales, sino también específicas y genéricas. Por eso, si llamamos
“forma” a ese peculiar modo de ser de cada cuerpo, a su estructura o configura-
ción específica, a su naturaleza o esencia propias, no puede negarse que cada
cuerpo tiene su forma (que no hay que confundir aquí con “figura”), y, más en
concreto, su forma “sustancial” o “fundamental”, que permite distinguir su ser
permanente y sus propiedades específicas, de sus distintos “estados”, más o
menos pasajeros, y de sus “accidentes” individuales.
Ahora bien, la esencia integral de un cuerpo ¿puede explicarse solamente por
ese principio intrínseco, es decir, por la forma sustancial?
Dos hechos innegables de la experiencia ordinaria nos fuerzan a responder
que no. Esos dos hechos son: el cambio “esencial” al que están sometidos los
cuerpos, y la multiplicidad puramente “numérica” que encontramos dentro de
una misma especie de cuerpos.
Por supuesto que hay bastantes cambios en los cuerpos que no afectan a su
esencia, sino sólo a sus accidentes o a sus estados. Pero tampoco se puede dudar
que hay en los cuerpos otros cambios más profundos; por ejemplo, cuando un
ser vivo muere y se corrompe, o cuando un cuerpo combustible se quema y se
reduce a cenizas y humo, o cuando una estructura molecular compleja se des-
compone en sus átomos elementales, o, por el contrario, cuando de los átomos
elementales pasamos a la estructura molecular compleja. Y para explicar esos
cambios profundos, sobre todo el último indicado, no basta con apelar a la sola
forma, o a la sola estructura, o a la sola organización interna de cada sustancia
corporal. Se necesita algo más, se necesita apelar a la “materia primera” de que
las cosas corpóreas están hechas.
Se podría pensar que, para encontrar la explicación que aquí se requiere, bas-
ta con apelar a la teoría atómica y a la tabla de los elementos. El conjunto de
esos elementos sería la materia primordial del universo, y las distintas “combi-
naciones” de ellos (combinaciones, no simples mezclas) darían razón cumplida
de aquellos cambios “esenciales”. No cabe duda que una tal reflexión propor-
ciona una cierta salida, que puede parecer suficiente en un primer momento.
Pero si profundizamos algo más sobre el asunto, enseguida nos damos cuenta
que lo que ahora queda por aclarar es precisamente el hecho mismo de la “com-
binación”. ¿En qué consiste esa maravillosa síntesis de varios cuerpos elementa-
les esencialmente diferentes entre sí (por ejemplo, el hidrógeno y el oxígeno),
El alma humana y su inmortalidad 33
que da como resultado un nuevo cuerpo (el agua), también esencialmente dife-
rente de todos los otros en él integrados? Porque ahora se trata de otra naturale-
za distinta, con propiedades y energías distintas, que exige, por ello, una forma
sustancial nueva. ¿Qué pasó entonces con las formas sustanciales de aquellos
cuerpos elementales integrados en la nueva sustancia? Todo indica que han
desaparecido, o que han quedado subsumidas y superadas por la nueva forma,
que las sustituye con ventaja. Luego ya no es posible apelar a dichos “elemen-
tos” para dar razón de la “materia” o “substrato” del cambio esencial aquí ope-
rado. Esa “materia”, al integrarse en la nueva forma, ha debido perder las “for-
mas” que antes tenía; y así debe tratarse de una pura materia, de una “materia
prima”, completamente indeterminada, que, por lo mismo, nunca podrá existir
separada de toda forma, sino siempre informada por alguna, sea la que sea. Ésta
es la tesis del “hilemorfismo”, tal como la concibió Aristóteles.
El segundo hecho de experiencia, que reclama una conveniente explicación,
es el de la multiplicidad individual o numérica dentro de una misma especie
determinada. Esto se observa, sobre todo, en los seres vivos, aunque no sólo en
ellos. En los cuerpos vivientes, en efecto, resulta patente que, manteniéndose la
unidad de la especie, se suceden y multiplican los individuos, mediante la gene-
ración natural. Esos individuos pertenecen muy claramente a la misma especie,
y por ello, en lo esencial, no se diferencian. Sin embargo, son muchos, distintos
numéricamente, y también en sus accidentes individuales, los cuales, precisa-
mente por ser accidentes, están suponiendo una individuación previa de las
mismas sustancias en las que arraigan. Luego la radical individuación de cada
uno, y la multiplicidad de todos ellos, deben ser colocadas en el plano de la
misma sustancia, y no sólo en el plano de los accidentes.
Pero en la sustancia de tales cuerpos no puede encontrarse otra cosa que es-
tos dos principios, que el hilemorfismo reclama: su forma sustancial y su mate-
ria prima; y es claro que la individuación no puede correr a cargo de la forma
sustancial, que es la que mantiene la unidad de la especie. Luego tiene que co-
rrer a cargo de la materia prima. Luego de no reconocerse dicha materia prima,
no habría explicación posible para la multiplicidad numérica de los individuos,
dentro de la misma especie. Es la segunda argumentación para probar que dicha
materia prima existe, como parte integrante y constitutiva de la naturaleza espe-
cífica de las sustancias corpóreas.
Por decirlo todo, es necesario añadir que no puede encomendarse por entero
a la materia prima el papel de “principio de individuación” de las sustancias
corpóreas, pues ya hemos dicho que se trata de una realidad completamente
indeterminada; y por eso es también preciso, para completar la explicación, que
34 Jesús García López
ma. Por eso, cuando dichos compuestos se deshacen, pierden su ser, se corrom-
pen. Mientras el ser del alma humana, ya veremos por qué (por su espirituali-
dad), conserva el ser que la actualiza, aunque se retire del cuerpo. Éste es un
punto central para defender, como luego veremos, la inmortalidad del alma
humana.
Y aparte están las “actualidades” de los accidentes del alma, de los cuales,
los más importantes son las facultades y los hábitos, que pertenecen al género
de la cualidad. Hay unas facultades que son del alma sola, como el intelecto y la
voluntad, y otras que son del alma y el cuerpo, como las facultades del conoci-
miento sensitivo, tanto externo como interno, o los apetitos sensitivos, o la fa-
cultad locomotiva, o las potencias de la nutrición, del crecimiento y de la gene-
ración; y el ser que tienen todas ellas es el ser accidental correspondiente, ser
accidental que radica en la propia sustancia del hombre, y que en consecuencia
no rompe la unidad estricta de la sustancia humana.
Finalmente están las “actualidades dinámicas” de las acciones y operaciones
(actividades transitivas y actividades inmanentes) que proceden de las distintas
potencias activas y de las facultades, y que muchas veces dan lugar a los distin-
tos hábitos operativos; todo lo cual tiene también su ser accidental correspon-
diente. Es el dinamismo propiamente dicho de nuestra alma, al que se puede
llamar “vida en acto segundo”.
imagina, que ve y oye y toca, y que realiza también, aunque ya de manera nece-
saria y no libre, las funciones de la vida vegetativa.
Esta unicidad del yo es también la unicidad del alma, o de la forma sustan-
cial del hombre. Profundizando más, podríamos decir que, ontológicamente
hablando, el yo humano es el único ser (o existir) sustancial que el hombre tie-
ne, y por eso se descubre como “intimidad”, porque nada hay más íntimo a cada
cosa que su ser sustancial. “El ser es lo más íntimo a cada cosa”12, escribe Santo
Tomás.
Ya hemos señalado más atrás que ese ser sustancial del hombre, aunque ac-
tualiza a todo el compuesto: el cuerpo y el alma, se adscribe esencialmente al
alma, y se comunica al cuerpo mientras los dos forman un todo sustancial; pero
si el cuerpo se destruye sigue actualizando sólo al alma, de suerte que nunca
desaparezca el único y verdadero yo.
Desde esta perspectiva se revela no sólo que el alma es única en cada hom-
bre, sino que su riqueza ontológica y operativa es muy amplia, pues no sólo
tiene actualidad para informar al cuerpo en todas sus partes, sino que le quedan
reservas de actualidad (lo que podríamos llamar un “exceso formal”) que le
permite llevar a cabo operaciones no dependientes del cuerpo. Pero sobre esto
volveremos después.
No cabe duda de que esta unidad o unicidad del alma humana no es incom-
patible con las distintas facultades o energías operativas que en ella se encuen-
tran. La unicidad de que aquí hablamos está en el plano sustancial, y la multipli-
cidad de facultades está en el plano accidental. Son ciertamente accidentes inse-
parables, que brotan por resultancia natural de la misma sustancia del alma, pero
son realmente distintos de ésta. Éste es uno de los progresos de la Psicología
escolástica, respecto de Platón y Aristóteles, e incluso de San Agustín.
Por lo demás, dichas facultades del alma humana son de dos clases: unas, las
primeras y más radicales, son las inorgánicas, a saber, el intelecto y la voluntad,
y otras, que derivan de aquellas primeras, son las orgánicas, o sea, las que se
encuentran radicadas en algún órgano corporal, como la vista, que informa al
Dejando por ahora el asunto de la infusión, o primera unión, del alma huma-
na en su cuerpo, lo cierto es que el alma humana confiere al cuerpo (o mejor, a
la materia primera a la que directamente se une) toda la actualidad y todas las
energías que dicho cuerpo tiene. “Por el alma racional –escribe San Tomás– el
hombre no sólo es hombre, sino que es animal y es viviente y es cuerpo y es
sustancia y es ente”13. Por ello la unidad del alma no es una unidad de composi-
ción, sino de simplicidad, como veremos más ampliamente después, al hablar de
la simplicidad del alma.
“Si algo existe, existe la sustancia”. Así suele formularse el principio de sus-
tancialidad, que resulta evidente desde el momento en que se conoce el signifi-
cado del término “sustancia”, en contraste con el “accidente”. Por “sustancia”
entendemos, en efecto, aquello a lo que le compete existir en sí y no en otro,
como en su sujeto de inhesión; mientras que por “accidente” entendemos aque-
llo a lo que le compete existir en otro como en su sujeto, y nunca en sí mismo.
En el alma humana ya hemos visto que se dan muchos accidentes: las facul-
tades cognoscitivas y apetitivas, tanto del orden sensible como del intelectual, la
potencia locomotiva, las potencias propias de la vida vegetativa, y después los
actos de todas esas facultades y potencias activas. Pero si se dan en ella todos
esos accidentes es porque dicha alma es una sustancia, o sea, el sujeto de in-
hesión del que emanan y en el que descansan los susodichos accidentes.
Ahora bien, entre los filósofos importantes que se han ocupado de esta cues-
tión tenemos, seguramente como el más destacado, al filósofo alemán Immanuel
Kant, que ha mantenido resueltamente, y tratado de demostrarlo, que, en el or-
den teórico, no es posible determinar al alma humana o al yo humano como
sustancia real y verdadera. Veámoslo.
14 I. Kant, Crítica de la razón pura, Analítica trascendental, lib. I, §25, Losada, Buenos Aires,
1970.
15 I. Kant, Crítica de la razón pura, §16.
16 I. Kant, Crítica de la razón pura, §22.
42 Jesús García López
conocimiento (y por tanto también, por medio de él, los conceptos puros del
entendimiento) pueden ser aplicados a intuiciones empíricas”17.
En consecuencia, si echamos mano del “sentido interno”, el cual el propio
Kant admite (a semejanza del llamado en la filosofía clásica “sensorio común”
en su función de conciencia sensible), la determinación que él puede dar respec-
to del “yo pienso” será ciertamente una intuición empírica, y en consecuencia
nos proporcionará un conocimiento empírico, que, como todos los demás que
poseemos los hombres, nos dará a conocer las cosas tal como nos aparecen, no
tal como son. Así lo dice el mismo autor paladinamente: “Según esto, pues, no
tengo conocimiento alguno de mí mismo, tal como soy, sino sólo tal y como me
aparezco a mí mismo”18.
En consecuencia, si aplicamos al alma, o al yo, el concepto de “sustancia”,
que es, por lo demás, la categoría que reclama la “intuición del sentido interno”,
esto no quiere decir que seamos verdadera o realmente “sustancias”, sino sim-
plemente que así nos aparecemos a nosotros mismos.
Pero conviene completar esta exposición con lo que más adelante defiende
Kant en “Los paralogismos de la razón pura”. En este punto de su obra mantiene
la tesis de que si la Psicología se apoya en alguna intuición empírica interna (del
sentido interno), entonces se trataría de una Psicología empírica, que no nos
daría a conocer el yo o el alma tal y como es, sino tal como nos aparece, como
ocurre con toda ciencia empírica; pero que si se intenta elaborar una Psicología
racional, sin recurso alguno a la intuición empírica, sino apoyándose solamente
en la apercepción trascendental, es decir, en el “yo pienso”, se quedaría en el
nivel del solo pensamiento, sin proporcionar conocimiento alguno.
En efecto, el esquema general de esta Psicología racional sería el siguiente:
“1. El alma existe como sustancia; 2. Es, según su cualidad, simple; 3. Es según
los diferentes tiempos en que existe, numéricamente idéntica, es decir, es uni-
dad (no pluralidad); 4. Está en relación con los posibles objetos en el espacio. –
De estos elementos nacen todos los conceptos de la doctrina pura del alma, por
simple composición, sin conocer en lo más mínimo otro principio. Esta sustan-
cia, meramente como objeto del sentido interior, da el concepto de la inmateria-
lidad; como sustancia simple da el de la incorruptibilidad; la identidad de la
misma como sustancia intelectual da la personalidad; estas tres cosas juntas
hacen la espiritualidad; la relación con los objetos en el espacio da el comercio
Sin embargo, nuestro autor deja abierta una puerta, cuando se refiere al
“hecho” de la moralidad, puesto que para hacer inteligible ese “hecho”, será
necesario admitir, como postulados de la razón práctica, estos tres ineludibles:
la libertad humana, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios. Como
muestra de ese nuevo sesgo que toma en él la cuestión de la que hemos tratado,
véase este texto:
“No hay, pues, Psicología racional como doctrina, que nos proporcione un
aumento del conocimiento de nosotros mismos. Sólo existe como disciplina,
que pone a la razón especulativa en este campo límites infranqueables; por
una parte, para no echarse en brazos del materialismo sin alma, y, por otra
parte, para no perderse fantaseando en el espiritualismo, sin fundamento para
nosotros en la vida. Más bien nos recuerda que debemos considerar esa ne-
gativa de nuestra razón a dar respuesta satisfactoria a las curiosas preguntas
acerca de lo que sucede allende esta vida, como una advertencia de la mis-
ma, para que apartándose de la estéril especulación trascendente acerca de
nuestro propio conocimiento, nos apliquemos al uso práctico lleno de rique-
zas; éste, aun cuando siempre está dirigido a objetos de la experiencia, toma
sin embargo sus principios de algo más alto y determina la conducta como si
nuestro destino sobrepujase infinitamente la experiencia y por lo tanto la vi-
da”23.
Pero sobre esto último volveremos más adelante al tratar de la inmortalidad
del alma humana.
Ahora llevaremos a cabo una reflexión crítica sobre la postura de Kant en su
negación teórica de la sustancialidad del alma humana.
del valor de nuestra razón (por ejemplo, la kantiana), estaría montada en el aire,
no tendría fundamento alguno, puesto que se hacía, o se llevaba a cabo, sin po-
derlo evitar, ejerciendo esa misma razón de la que se duda, o se pone en tela de
juicio, que tenga aptitud para alcanzar la verdad.
De modo que, tanto porque disponemos de una intuición intelectual (percep-
ción o experiencia, la hemos llamado), como porque nuestra mente está natu-
ralmente ordenada a conocer las cosas como son en sí y no sólo como nos apa-
recen, podemos dar por superada la “Crítica” de Kant; y entonces el concepto de
“sustancia” no es sólo una “categoría mental”, vacía de contenido, sino la ex-
presión real de lo que las cosas son en sí mismas. Nuestra alma, pues, es verda-
deramente una sustancia, es decir, algo que existe en sí y no en otro, como en un
sujeto de inhesión. Por tanto, no es un mero accidente, ni un conjunto de ellos,
ni un flujo o despliegue de operaciones o de fenómenos psíquicos, sin funda-
mento alguno, sin un substrato permanente, sin sustancia en suma.
Mas para ser más exactos, es preciso añadir que el alma humana es una sus-
tancia incompleta “en razón de especie”, puesto que la especie o esencia del
hombre no está constituida sólo por el alma, sino también por el cuerpo; es la
síntesis de esa forma sustancial que llamamos alma humana, y la materia prime-
ra, que es la raíz de la corporeidad del sujeto humano. Cuando se trata de sus-
tancias compuestas, como lo son todas las corpóreas, los dos elementos o prin-
cipios esencialmente constitutivos de las mismas –la materia y la forma– perte-
necen al género de la sustancia, que es el primero y más radical, y así los suso-
dichos principios son ciertamente “sustancias”, pero “incompletas”.
Sin embargo, hay una diferencia radical entre las otras sustancias corpóreas
y la sustancia humana, ya que la forma de ésta tiene, como ya hemos dicho, un
clarísimo “excedente formal”, o sea, que la forma sustancial humana no agota ni
mucho menos su actualidad en animar o vivificar a la materia primera, o al
cuerpo humano, sino que le quedan muchas reservas de energía para obrar (y
también para existir) al margen de la materia. De aquí la distinción entre las
sustancias incompletas “en razón de especie”, como el alma humana (y toda
otra alma), y las sustancias incompletas “en razón de sustancialidad”, es decir,
aquellas formas sustanciales que no son almas, o las que son almas solamente
vegetativas, o incluso sensitivas, pero no racionales. Ninguna de esas formas
El alma humana y su inmortalidad 47
1. Inmaterialidad y espiritualidad
cie’ inteligible es inmaterial se sigue también que el intelecto (en el que radica)
es cierta realidad independiente de la materia”28.
Un segundo argumento puede extraerse de la naturaleza misma del conoci-
miento, ya que “los seres cognoscitivos se diferencian de los que no lo son en
que los no cognoscitivos están constreñidos a la posesión de su sola forma,
mientras que los cognoscitivos pueden poseer, además de la suya, la forma de
otra cosa”29. Ahora bien, esta posesión cognoscitiva, no puede ser una posesión
material, sino inmaterial, incluso en el plano sensitivo, aunque en este plano
conserve las condiciones de la materia, es decir, la concreción y la singularidad.
Pero no ocurre así en el conocimiento intelectual, porque así como cualquier
facultad cognoscitiva debe estar desprovista de suyo de la forma que aprehende
como objeto (la pupila del ojo tiene que estar privada de todo color, y el oído
tiene que estar privado de todo sonido, etc.), así la facultad de entender debe
estar privada de toda esencia o naturaleza sensible, para poder tener a todas ellas
como objeto de manera abstracta y universal. De lo que se sigue que el intelecto
es enteramente inmaterial y no puede tener órgano corporal alguno. Y si el inte-
lecto es realmente inmaterial también lo será el alma de la que emana. El alma
humana es espiritual. Por eso también se considera al espíritu como la capaci-
dad de abrirse mediante su conocimiento y su volición a toda la amplitud irres-
tricta del ser, de la verdad y del bien.
Otra manera de manifestar la espiritualidad del alma humana la tenemos en
la consideración del “conocimiento reflexivo”. Nuestro conocimiento no sólo se
endereza hacia los objetos directos sobre los que normalmente versa, sino que
puede volver sobre sí mismo, y lo hace en muchas ocasiones y en diferentes
grados. A veces se trata de considerar con un nuevo acto de conocer otro acto de
conocimiento distinto llevado a cabo por otra facultad, tal como ocurre en la
conciencia sensible, donde el sensorio común es capaz de percibir los actos
llevados a cabo por los distintos sentidos externos, es decir, sentimos que sen-
timos (sentimos que vemos, o sentimos que oímos, etc.); y éste es un modo de
reflexión de ínfimo grado.
Pero otras veces se trata de que una misma facultad vuelve sobre sus propios
actos, bien sea para percibir sin más la existencia de ellos (y esto se puede lo-
grar con el mismo acto del conocimiento directo, como ocurre en la llamada
“conciencia concomitante”, más atrás explicada), bien sea para considerar, con
un nuevo acto, la naturaleza del acto del conocimiento anterior (y esto, que sólo
se da en el intelecto, es la reflexión en su sentido más propio).
Pero tampoco la reflexión humana concluye aquí, puesto que puede sucesi-
vamente prolongarse al conocimiento de la facultad –el intelecto– de la que
tales actos proceden, y llegar, por último, a la consideración de la naturaleza del
sujeto de dicha facultad, o sea, el alma espiritual. En este caso tenemos una
vuelta completa del conocer sobre sí mismo, vuelta que termina en el mismo
principio donde comienza, y esta es la reflexión en el máximo grado: aquella
que termina en la misma alma espiritual de la que arranca. Pues bien, ese tipo de
reflexión es imposible en una facultad orgánica, y exige, por consiguiente, la
espiritualidad de la facultad que la lleva a cabo –el intelecto–, y asimismo la
espiritualidad del sujeto humano dotado de tal facultad –el alma humana.
Una cuarta manifestación de la espiritualidad de nuestra alma la encontra-
mos en la “libertad psicológica” o el “libre albedrío”. En efecto, dicha libertad
psicológica es ya de suyo una reflexión del querer sobre sí mismo. Elegir libre-
mente es en realidad un querer el propio querer, en el que el sujeto que elige se
muestra dueño o señor de sus propios actos, de los actos de elección y de los
actos de ejecución de lo elegido.
Y ese señorío es de la mayor amplitud, pues no sólo podemos elegir entre los
diversos medios que conducen a un determinado fin, sino que también podemos
elegir entre los fines más radicales y opuestos. Es verdad que hay siempre un fin
último –la felicidad abstractamente concebida– que no podemos dejar de querer
(y que por tanto no puede ser objeto de elección), pero también es cierto que, si
bien no podemos dejar de querer la felicidad si pensamos en ella, sí que pode-
mos, en cambio, no querer pensar en la felicidad, y dejar de hecho de pensar en
ella. Y es claro que a ninguna realidad material le es posible una amplitud tal en
la dirección de sus acciones, ni tener siempre un dominio directo o indirecto
sobre ellas. Esto sólo puede hacerlo el espíritu por su capacidad de abrirse al
“ser” en toda su universalidad, o sin restricción alguna.
Y ahora debemos reconocer y enfatizar que el ser espiritual es muy superior
al ser puramente material. Algunos filósofos contemporáneos, como Max Sche-
ler y Nicolai Hartmann, defienden lo contrario: que la materia es más fuerte que
el espíritu. Así, Max Scheler escribe: “Las categorías superiores del ser y del
valer son, por naturaleza, las más débiles”30; y también: “El espíritu no tiene,
por naturaleza ni originariamente, energía propia”31. Esta extraña tesis, contra-
30 Max Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, Revista de Occidente, Madrid, 1936, p. 92.
31 Max Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, p. 94.
El alma humana y su inmortalidad 53
ria, por lo demás, a todo lo que entendió siempre la filosofía clásica, sólo puede
explicarse si por “fuerza” se entiende exclusivamente la “fuerza bruta”, o la
“energía física”.
Pero ¿qué decir entonces, por ejemplo, de la energía que suponen “la razón
técnica” o la “virtud de la fortaleza”? Ambas son fuerzas espirituales, no físicas,
y sin embargo son muy superiores a las fuerzas físicas. Con la técnica el hombre
domina, cada vez mejor, las energías de la Naturaleza, y no sólo las domina,
sino que las pone al servicio de sus propios fines; y con la fortaleza de su volun-
tad persevera en superar las resistencias que todavía le ofrece la Naturaleza,
hasta vencerlas; o, cuando no es posible, reparar ulteriormente, e incluso mejo-
rar las cosas, tras los daños materiales que puedan producir aquellas fuerzas
físicas desatadas. Además, las fuerzas físicas son las más de las veces variables
y perecederas, mientras que las energías espirituales son constantes e inagota-
bles, puesto que crecen más cuando más se ejercen, es decir, ni se desgastan ni
se consumen.
Por lo demás, el espíritu no es ningún hálito evanescente, que sólo se posa en
el hombre de cuando en cuando; el espíritu –ya lo vimos– es en nosotros una
sustancia, que permanece intacta, como núcleo permanente de nuestro propio
yo, y de la cual dimanan todas las energías y operaciones propias del hombre. Y
es tan estable y permanente, que, como veremos, no perecerá nunca, es inmor-
tal.
1. La noción de simplicidad
La simplicidad tiene mucho que ver con la unidad. Unidad significa indivi-
sión, y puede ser de dos clases: unidad de composición y unidad de simplicidad.
Aquí se trataría de una unidad de simplicidad, que entraña, no solamente la
indivisión, sino también la indivisibilidad. Porque simple es lo que no tiene
partes, y al no tenerlas, no se puede dividir, no se pueden separar unas partes de
otras. Pues bien, esta unidad de simplicidad es la que corresponde al alma hu-
mana, o a la forma sustancial que es el alma humana.
54 Jesús García López
Pero para concretar más acerca de esta simplicidad, conviene recordar algo
que ya hemos explicado anteriormente, al tratar de la unidad del alma humana, a
saber, que las partes de un todo pueden ser de varias clases: partes “integran-
tes”, partes “subjetivas” y partes “potenciales”. Y por su lado las partes inte-
grantes, si se trata de todos corpóreos, se expresan, en primer lugar, en las partes
“cuantitativas”. Repitamos, ampliándolo un tanto, lo ya dicho más atrás.
Como es obvio, las partes cuantitativas son aquéllas en las que se divide la
cantidad, que es el primer accidente, el accidente más propio, de la sustancia
corpórea. La peculiaridad de esta división cuantitativa es su carácter de inaca-
bable; todo cuerpo continuo puede ser dividido indefinidamente, pues por muy
pequeñas que lleguen a ser sus partes, habrán de tener alguna extensión, y por
tanto serán divisibles. Es cierto que físicamente habrá un momento en que no se
podrá dividir más; pero sólo de hecho, no de derecho; pues de suyo una tal divi-
sión podría seguir haciéndose hasta el infinito, esto es, se podría reiterar la divi-
sión hasta el infinito, sin que nunca se llegara a partes indivisibles, o a las partes
últimas, que habrían de ser infinitas. De modo análogo a como la serie de los
números no se puede agotar, pues siempre es posible añadir una unidad más a la
cantidad numérica dada, sin que nunca dicha cantidad pueda ser infinita. Pues
bien, una primera manifestación de la simplicidad del alma humana es que no es
divisible en partes cuantitativas, pues ya hemos visto que no es corpórea, sino
espiritual, y por tanto no es extensa.
Por lo demás, no es posible admitir la tesis de Leibniz sobre las “mónadas”.
El citado autor escribe en su Monadología: “1. Llamo ‘mónada’ a la sustancia
simple. Simple quiere decir sin partes”. Y a continuación: “2. Es evidente que
existen las mónadas, puesto que existen las sustancias compuestas, y éstas no
son otra cosa que un aggregatum de sustancias simples”32.
Pero es absolutamente imposible que la agregación de una muchedumbre,
por grande que sea, de sustancias simples (que como tales han de ser inextensas)
pueda dar lugar a una sustancia extensa, con partes cuantitativas. La única salida
en esta tesitura es negar la existencia de las sustancias corpóreas (y por ello
extensas) y limitarse a admitir una infinidad de sustancias incorpóreas (y por
ello inextensas). En una palabra, hay que negar la existencia de la materia, y
admitir solamente la existencia de las formas sustanciales.
Volviendo a considerar las distintas partes de un todo, digamos que las lla-
madas partes “subjetivas” son las que corresponden a los “conceptos” universa-
les, genéricos o específicos. Así un concepto genérico de bastante amplitud
Con todo lo dicho podemos ahora establecer, con mayor precisión, en qué
consiste la simplicidad de nuestra alma.
El alma humana es simple como lo es toda forma sustancial, pues cualquier
unión que una forma sustancial tenga con una materia prima, acarrea a dicha
56 Jesús García López
33 J. Balmes, Filosofía fundamental, Editorial Católica, Madrid, 1980, lib. IX, cap. 11.
58 Jesús García López
a cada cosa), y por ello tal “yo” no se destruye cuando el alma humana se separa
del cuerpo, como veremos más adelante.
Tratándose, como aquí se trata, de la propiedad del alma humana que ha sido
más estudiada y debatida por los filósofos, a saber, su inmortalidad, no estará de
más que comencemos haciendo aquí una breve reseña histórica de los más so-
bresalientes defensores de dicha inmortalidad, con argumentos múltiples y va-
riados.
En primer lugar tenemos a Platón, que en varios de sus diálogos, pero espe-
cialmente en el Fedón, dedica una amplia argumentación a probar la incompati-
bilidad del alma humana con la muerte, por lo cual la susodicha alma ha de ser
inmortal.
Por lo que se refiere a Aristóteles, que tiene un concepto del alma humana
distinto de Platón, porque no la considera como “motor” del cuerpo, sino como
“forma sustancial” del mismo, tropieza con mayor dificultad para defender la
inmortalidad de dicha alma, aunque está convencido de que una parte, o dimen-
sión, o facultad del alma humana, concretamente el “intelecto”, “viene de fuera”
y es de naturaleza “inmortal”.
Dentro del estoicismo y el eclecticismo romano, destacan los nombres de
Séneca y de Cicerón, y ambos defienden la inmortalidad del alma humana, aun-
que para ello se apoyen sobre todo en Platón.
Por lo que hace a Plotino es también defensor de la inmortalidad del alma
humana, aunque hay que decir que ello conviene propiamente al alma universal,
mientras que al alma individual, por su inmersión o contacto con el cuerpo, sólo
puede alcanzar la inmortalidad cuando se une al alma universal o participa de
ella.
En cambio, San Agustín, que se ocupó bastantes veces de esta cuestión, de-
fiende resueltamente la inmortalidad de nuestra alma individual, sobre todo por
el hecho de hallarse unida a las verdades eternas, y así como éstas no pueden
El alma humana y su inmortalidad 59
2. Argumentos metafísicos
existir, por creación, claro está, otra sustancia cualquiera, o que no surgiera
ninguna nueva.
Pues bien, el alma humana es ciertamente una sustancia simple. Por supuesto
que es también la forma sustancial que anima o vivifica al cuerpo humano, y
forma con él una sustancia completa “en razón de especie”. Pero es también un
sujeto, independiente en su ser y en su obrar, una sustancia simple, y completa
“en razón de sustancialidad”, una sustancia con su existencia propia, con ese
tipo de existir que hemos denominado “subsistencia”.
Si “simple” quiere decir “sin partes”, no está de más el añadir que se trata de
partes “integrantes” o “constitutivas”, como son, por ejemplo, la materia prima
y la forma sustancial en las sustancias meramente corpóreas. Porque es verdad
que el alma humana tiene partes “potenciales”, que no son otra cosa que sus
facultades o potencias activas, es decir, las distintas energías que emanan de la
sustancia misma del alma. Pero tales energías no hacen más que manifestar la
riqueza de la forma sustancial en la que el alma humana consiste; son por ello
accidentes propios, connaturales, y enteramente inseparables de dicha alma, y
que no afectan a la simplicidad de la misma.
En realidad, los accidentes, cualesquiera que sean, no pueden subsistir sepa-
rados de la sustancia en la que inhieren. Por consiguiente, si hay algunos acci-
dentes que se separan de su sustancia, dejan de existir inmediatamente, sin afec-
tar a la unidad y a la subsistencia de la sustancia, y sin que rompa su simplici-
dad, si se trata de una sustancia esencialmente simple. Y de igual manera los
accidentes que no pueden separarse de una determinada sustancia simple, tam-
poco afectan para nada a su simplicidad esencial.
Podría alegarse aquí que toda sustancia finita, sea o no simple, está de hecho
compuesta de esencia y ser (o existir), porque el ser es la actualidad de todos los
actos, incluso de las mismas formas sustanciales. Por eso hay que seguir inda-
gando en la cuestión de la inmortalidad del alma humana, en su aspecto metafí-
sico.
Ya dijimos más atrás que en las sustancias compuestas de materia y forma,
incluso si esa forma es alma, pero no racional, sino vegetativa o sensitiva, tienen
un ser que corresponde al compuesto; ni es sólo de la materia, ni sólo de la for-
ma, sino de las dos conjuntamente. De aquí que si la sustancia corpórea se des-
truye por la separación de sus partes constitutivas, la sustancia entera, y espe-
cialmente su forma y su ser, junto con sus accidentes todos, se destruyen tam-
bién. Sólo quedaría la materia prima, pero no sola, sino inmediatamente con-
formada por otra nueva forma sustancial con sus accidentes propios.
62 Jesús García López
todos los demás seres, y especialmente de los seres espirituales, que sólo pue-
den comenzar a ser por creación.
Casi el mismo argumento desarrollado a partir de la simplicidad del alma
humana puede hacerse también basándonos en la espiritualidad de la misma.
Porque el ser espiritual entraña la completa inmaterialidad, y no de un modo
negativo, como ocurre con las nociones abstractas de tercer grado, o sea, las
nociones metafísicas, como ente, esencia, ser, cosa, uno, algo, etc., sino de un
modo positivo, como lo inmaterial real; así, un acto de entender, o de querer;
pero en este caso no es un accidente sino una sustancia el sujeto de tales actos
de entender y querer.
Como el alma humana es única para todo el hombre, es ella la que conforma,
anima y vivifica al cuerpo humano siendo el principio radical de nuestro ser
corpóreo y de nuestra vida inferior (la vegetativa y la sensitiva) los que necesi-
tan para darse una cooperación de alma y cuerpo. Pero en virtud, tantas veces
invocado de su “excedente formal”, esa única alma del hombre, lleva a cabo
también operaciones espirituales, con independencia de cualquier órgano corpo-
ral, y en cuanto tal, es realmente espíritu, y no simplemente alma.
Ahora bien, el espíritu, o mejor, la sustancia espiritual, tiene un ser asimismo
espiritual, que no puede perecer; pues si la forma sustancial, que es el alma
humana, por carecer de toda materia real en esa dimensión suya por la que es
espíritu, carece también de partes cuantitativas y constitutivas, es forma sustan-
cial pura, indescomponible e imperecedera, y así reclama un ser, que sea asi-
mismo inmortal.
Es verdad que en esa alma espiritual quedará siempre la aptitud a comportar-
se como alma, como principio animador de un cuerpo, pero mientras no tenga
cuerpo o esté separada de él será sólo espíritu, y seguirá viviendo con arreglo a
él, ejercitando las operaciones que en ese nivel le pertenecen, como el entender
y el querer.
3. Razones psicológicas
4. Razones morales
El hecho clave de la vida moral humana es el deber. Todos los hombres ex-
perimentan en su vida moral la constricción del deber que les empuja a hacer el
bien y evitar el mal. Como dicha constricción va dirigida a un ser libre, éste
puede cumplir ese deber o rechazarlo, pero ni en este último caso deja de cons-
treñirle el susodicho deber.
Este hecho indudable hace nacer en todos los hombres unas valoraciones po-
sitivas o negativas en el terreno moral, y una correspondiente exigencia de que
determinadas personas hayan de ser premiadas y otras castigadas. Así lo exige
la justicia, que además de una virtud, es un sentimiento firmemente arraigado en
la inmensa mayoría de los hombres.
Pero ocurre que durante esta vida mortal no encontramos, ni en los demás, ni
en nosotros mismos, una adecuación generalizada entre las conductas libres
66 Jesús García López
1. Planteamiento de la cuestión
Uno de los problemas más importantes y difíciles que se plantea respecto del
alma humana es el de su origen. Porque supuesto que el alma humana es inmor-
tal, hay que explicar cómo viene a la existencia. Y es que si bien el alma huma-
na extiende su duración por toda la eternidad a parte post, no se puede decir lo
mismo de su duración a parte ante; ésta tiene necesariamente un comienzo que
coincide con el propio cuerpo humano. Mas ¿cómo hay que explicar dicho co-
mienzo?
En primer lugar hay que insistir en que el comienzo del alma humana está
íntimamente unido al comienzo del cuerpo humano. No hay ninguna razón para
suponer o poder defender una preexistencia de las almas humanas que luego
irían uniéndose a sus respectivos cuerpos. Por otro lado, la teoría general de la
individuación de las formas sustanciales que pertenecen de la misma especie (y
éste sería el caso de las almas humanas) reclama que dicha individuación se
haga por referencia a la materia a la que esa forma sustancial haya de unirse.
Dentro de la misma especie cada forma sustancial se individúa por la materia
prima referida a una determinada cantidad, que se une a la dicha forma. Y esto
mismo debe decirse de cada alma humana al unirse a su cuerpo. En consecuen-
El alma humana y su inmortalidad 67
El que en los hombres de todos los tiempos y lugares se realice una misma
naturaleza común no es incompatible con el hecho de las grandes diferencias
históricas y geográficas entre ellos, ni tampoco con el carácter personal e insus-
tituible de cada ser humano. La admisión de una cosa no lleva aparejada la ne-
gación de la otra, sino que más bien se complementan ambas verdades. Ningún
hombre es tan singular, tan personal, tan suyo, que deje por eso de ser hombre.
Ni tampoco la naturaleza humana puede darse pura, sin modular, sin matizar,
sin una singularidad irrepetible, en hombre alguno. Por este lado, pues, no se ve
por qué haya que negar la naturaleza o la esencia humana.
La segunda razón de las contempladas más atrás, presentaba una incompati-
bilidad entre el carácter mudable y libre de nuestro ser y la presencia en noso-
tros de una naturaleza humana, que como toda naturaleza, habría de ser algo
estático y necesario.
Pero esta incompatibilidad es sólo aparente. Consideremos, en primer lugar,
la mutabilidad del ser humano. Todo hombre es ciertamente mudable y de he-
cho muda y cambia mucho a lo largo de su vida. Cualquiera de nosotros, si
vuelve la vista atrás, puede comprobar en sí mismo esta mudanza de su ser con
relación a los años de la niñez o de la adolescencia. No solamente ha cambiado
nuestro cuerpo, en cuanto al tamaño y al vigor físico y a la agilidad de sus mo-
vimientos, y a tantas otras cosas; también ha cambiado, y acaso en mayor medi-
da, nuestra alma, nuestro mundo interior. Han cambiado muchas de nuestras
convicciones y se han mudado muchos de nuestros afectos. Si todavía perdura
en nuestra conciencia la imagen de la propia intimidad personal de los años de
la adolescencia, nos costará mucho reconocerla en esta otra intimidad que ahora
tenemos. Pero, a pesar de todos estos cambios seguimos reconociéndonos a
nosotros mismos. Luego la mudanza no es tan grande como para tener que ne-
gar toda naturaleza humana.
Pensemos que no es lo mismo el cambio que la sustitución. El cambio puede
ser más o menos profundo, pero mientras sea cambio exigirá la permanencia del
sujeto que cambia. Tan necesario es admitir ese sujeto permanente a través del
cambio, como el cambio efectuado en ese sujeto. Las dos cosas: la permanencia
y la mudanza vienen implicadas en el concepto de cambio. Cuando la perma-
nencia falta no nos encontramos ante un cambio mayor, un cambio que es más
cambio, sino ante otro fenómeno, ante la sustitución, que no es cambio alguno.
Si, por ejemplo, debido a la acción del fuego, un trozo de papel se convierte en
un montoncito de cenizas, el cambio ciertamente habrá sido muy grande, pero
algo de aquel papel permanecerá en estas cenizas. Por el contrario, si sustituyo
aquel trozo de papel por otro papel o por un pergamino o una tablilla, aquí no
Tres conferencias sobre la libertad 77
habrá nada del primer papel que permanezca, y por eso no habrá cambio, sino
mera sustitución. En consecuencia, cuanto más se insista en la variabilidad y
mutabilidad del ser humano más habrá que subrayar la necesidad de un sujeto
permanente, que es precisamente la esencia o la sustancia humana; y no sólo la
esencia universal y común a todos los hombres, sino también esa esencia singu-
lar e irrepetible que es cada uno de nosotros.
Y algo semejante sucede con la libertad, entendida como libre albedrío. Las
posibilidades de elección, por amplias que se supongan en cada caso, siempre
requieren un horizonte dentro del cual se enmarcan, y este horizonte no se elige,
sino que se impone necesariamente. Dicho de otra manera: la elección siempre
versa sobre los medios que hay que poner para conseguir un fin, y toda la razón
de querer los medios estriba en el querer previo del fin. Puede suceder que el fin
haya sido objeto de otra elección anterior, pero en este caso el fin no es conside-
rado como fin, sino como medio en orden a otro fin. Pero no es posible proceder
aquí al infinito, porque si no hubiera un fin absoluto o último, no habría ningún
fin relativo o intermedio. La elección, en la que consiste propiamente la libertad
de arbitrio, así como está limitada por el término final del proceso de la delibe-
ración, así también tiene que estar por e1 punto de partida de dicho proceso.
Cuando se elige o decide, se corta el proceso de la deliberación a parte post,
pues una acción concreta y determinada la que se elige; pero también es necesa-
rio que el susodicho proceso esté limitado a parte ante, pues siempre es de la
intención de un fin determinado de la que partimos para deliberar acerca de los
medios. “La libertad –decía Kant– es ilimitada, pero dentro de ciertos límites”.
Y la experiencia nos lo atestigua a cada paso. Porque nuestra vida no es una
perplejidad continua ni una serie de inhibiciones, sino que está hecha de deci-
siones libres, que se encadenan una detrás e otra. Y toda decisión es ya un límite
de la libertad. Cuando nos decidimos por una acción entre las muchas que po-
dríamos escoger en cada momento, anulamos o apartamos de nuestro campo de
actividad esas otras posibles opciones, y así la libertad se limita o concreta en la
acción elegida. No la limita algún agente externo, sino que es ella misma la que
se limita; pero aunque se trate de una autolimitación, es limitación al fin. Y lo
mismo pasa con el punto de partida de la deliberación. Si elegimos ésta o aque-
lla acción es con vistas a éste o aquel fin, y si a su vez, deliberamos acerca de
los fines, es necesario que lo hagamos con vistas a otro fin, y así sucesivamente,
aunque nunca de modo inacabable, pues si no hubiera un fin último o supremo,
no elegido, nunca podría dar comienzo la deliberación.
Así, pues, por un lado y por otro la libertad se encuentra limitada, aunque de
manera distinta. Porque la limitación que encontramos al acabar el proceso de la
78 Jesús García López
deliberación es, como hemos dicho, una autolimitación; pero esto no ocurre con
la limitación que hay al comienzo de dicho proceso, pues aquí se trata de una
heterolimitación.
Como lo explicaremos más ampliamente en la siguiente conferencia, ese lí-
mite de la libertad humana a parte ante, es decir, en el comienzo de la delibera-
ción, no es otro que la tendencia natural del hombre a la felicidad que es el fin
supremo al que todos necesariamente aspiramos. Nadie puede elegir, en efecto,
entre la felicidad y la infelicidad absolutas, aunque, eso sí, cada cual se forme
una idea muy distinta de la verdadera felicidad, y pueda incluso, en algún mo-
mento, no querer pensar en ningún tipo de felicidad. Pero esta actitud no puede
prolongarse. De una manera o de otra todo hombre termina por pensar en la
felicidad, según el modelo o tipo que él elija, y ordena sus actos a conseguirla,
ponderando o sopesando los medios más aptos para ello. Y ahí es donde la li-
bertad encuentra su campo de juego, su ámbito de movimientos.
De esta suerte, lo mismo que sucede con el movimiento que para explicarlo
es necesario suponer algo permanente y estable, es decir, un sujeto del movi-
miento; así también sucede con la libertad, que para explicarla de alguna mane-
ra, es necesario partir de una intención necesaria del fin supremo, del bien sin
más o de la felicidad, concebida todo lo ampliamente que se quiera, pero siem-
pre como lo que sacia o satisface plenamente el cúmulo inmenso de nuestros
deseos. Eso es lo que todo hombre busca, y lo busca necesariamente, a la larga
o a la corta.
Mas entonces tampoco se ve por aquí la necesidad de eliminar toda naturale-
za. Esa iniciación natural –necesaria– de todos los hombres a la felicidad o al
bien sin más, es indicio de que hay una verdadera naturaleza humana que cons-
tituye intrínsecamente a todos los hombres. Sin esa naturaleza humana no se
explicaría –no tendría sentido– la susodicha inclinación natural a la felicidad y
sin esa inclinación natural a la felicidad no podría darse deliberación alguna ni
elección alguna, es decir, no habría libertad de arbitrio en el hombre.
La tercera razón, de las aducidas anteriormente, trata de presentar como in-
compatibles la determinación ad unum de toda naturaleza con el carácter de
abierto propio del hombre. Pero esto, a lo que nos debe llevar es a distinguir
radicalmente entre la naturaleza corpórea –la cosa, en el sentido estricto de esta
palabra–, y la naturaleza espiritual –la persona. Ciertamente que el hombre no
es una mera cosa, aunque también participe de la condición de cosa, porque es
esencialmente corpóreo. El hombre es persona, es una sustancia individual de
naturaleza racional, es espíritu, aunque encarnado o cosificado en parte. La cosa
o la sustancia corpórea, tiene una naturaleza restringida coartada, cerrada. En
Tres conferencias sobre la libertad 79
dejar ser al ente. […] La libertad, antes que todo, es el compromiso con el des-
velamiento del ente como tal. […]. La libertad, entendida como dejar ser al
ente, cumple y realiza la esencia de la verdad en el sentido del desvelamiento
del ente”. Dicho de otra manera: la esencia del hombre es no tener esencia algu-
na; el hombre es un ser, un existente, cuya única esencia consiste en existir, en
estar totalmente abierto y ofrecido a la llamada o a la instancia del ser sin más:
una pura apertura o pura libertad.
Por su parte, Jean Paul Sartre no tiene inconveniente en identificar al hombre
con la nada. El establece una contraposición irreductible entre el “ser en sí” que
es cualquier objeto, cualquier ser real o ideal dado a la conciencia, y el “ser para
sí”, que es el polo subjetivo, la conciencia misma, a la que es dado cualquier
objeto. Pues bien, la contraposición entre el “en sí” y el “para si” es, literalmen-
te, la contraposición entre el ser y la nada. Por ejemplo, escribe: “El para-sí no
agrega nada al en-sí, excepto el hecho mismo de que haya en-sí […]. No hay
nada fuera de lo que veo o de lo que podría ver. De este ser (el en-sí) que me
embiste por todas partes y del que nada me separa, estoy separado precisamente
por la nada. Hay ser porque soy negación del ser […]. Esta mesa que está ahí es
ser y nada más; esa roca, ese árbol, aquel paisaje, ser y si no, nada”. En una
palabra, para Sartre: “El conocimiento es el mundo […]. El mundo y fuera de
esto nada […]. Esta nada es la realidad humana en sí misma”.
Hasta estos extremos lleva el existencialismo la negación de toda esencia o
naturaleza humanas. Pero ¿es preciso llegar a ellos?
En primer lugar hay que decir que el estar abierto a todo no quiere decir lo
mismo que estar privado de todo. Por el contrario, cuando se está de hecho y en
acto abierto a todo, se es todo de alguna manera “no nada”. Por eso, no dijo
Aristóteles que el alma humana (o el espíritu humano) está en cierto modo pri-
vada de todas las cosas, sino que dijo que “el alma es en cierto modo todas las
cosas”. Si se conoce todo, se es cognoscitivamente todo; si se ama todo, se es
volitivamente todo. La nada, la ausencia o la falta sólo se dan cuando no se
conoce en acto, sino que simplemente se puede conocer, o cuando no se quiere
en acto, sino que simplemente se puede querer. Por lo que hace al conocimiento,
Santo Tomás lo dice lapidariamente, siguiendo a Aristóteles: “Lo sensible en
acto es lo mismo que el sentido en acto, y lo inteligible en acto es lo mismo que
el entendimiento en acto […]. Y por tanto, si el sentido o el entendimiento son
algo distinto de lo sensible o lo inteligible, será porque uno y otro están en po-
tencia”. Ahora bien, el hombre nunca se encuentra privado de todo conocimien-
to actual (o habitual) ni de todo querer actual (o habitual). Por consiguiente, ni
siquiera desde este punto de vista puede decirse que el hombre sea una pura
82 Jesús García López
no se conoce tal enlace necesario, aun dado que exista (y ésta es una indetermi-
nación subjetiva).
Por su parte, el dominio actual de los actos se da cuando la voluntad tiene en
su poder aquello mismo por lo que se determina a obrar, es decir, el último jui-
cio práctico del entendimiento. Pero nótese que la libertad como libre albedrío,
en lo que tiene de más propio y perfecto, no consiste precisamente en la inde-
terminación de la voluntad (en ninguno de los sentidos señalados), sino en el
actual dominio que la voluntad tiene sobre sus actos. La indeterminación, al
menos objetiva, es condición necesaria, pero no suficiente del libre albedrío.
Mas todavía, la indeterminación subjetiva, sea respecto de los actos, sea respec-
to de la ordenación al fin, es un índice de imperfección y potencialidad, pues la
primera revela una voluntad en potencia que no tiene de suyo acto alguno, aun-
que pueda poner muchos actos, y la segunda una voluntad deficiente, que puede
inclinarse al mal bajo la apariencia de bien, sea por falta de suficiente ilustra-
ción sea por un positivo desorden respecto del fin. Pero sobre esto tendremos
que volver más adelante.
Examinemos ahora brevemente aquella triple indeterminación de la volun-
tad. La voluntad humana está indeterminada respecto a todos sus actos. Se trata,
en efecto, de una potencia operativa que de suyo o esencialmente, está privada
de todo acto. Por ello, no sólo carece de toda exigencia o necesidad natural de
poner éste o aquel acto determinado, sino incluso de poner algún acto. La vo-
luntad humana puede querer o no querer, y si no quiere, no por eso se destruye
su naturaleza, que no consiste en querer actualmente, sino en poder querer. A la
misma conclusión se llega considerando el ámbito objetivo de la voluntad hu-
mana, que es el bien en general o en toda su amplitud. Por eso, sólo ante el bien
sin más, ante el bien sin restricción alguna, queda la voluntad rigurosamente
determinada. Pero todos los actos que la voluntad humana puede ejecutar son
bienes particulares, e incluso la no ejecución de un determinado acto puede
tener en algún caso razón de bien particular. Luego ninguna volición concreta
puede convenir por naturaleza a la voluntad humana, pues ninguna volición
concreta es el bien sin más. Luego nuestra voluntad se halla subjetivamente
indeterminada respecto a todas sus voliciones.
La voluntad humana está asimismo indeterminada respecto a aquellos obje-
tos que tienen razón de bien particular. Ciertamente la voluntad como dijimos
en la conferencia anterior, es también una naturaleza, y por lo tanto está de al-
guna manera determinada ad unum, pero este unum es el bien sin más, sin res-
tricción alguna; no un bien particular o de alguna manera restringido. Por eso
resulta contradictorio o carente de razón de ser un acto voluntario que estuviera
Tres conferencias sobre la libertad 87
dolos todos por lo que haya de bueno en cada una de las acciones que proponen,
y es claro que una deliberación no puede concluir definitivamente así. Se preci-
sa en último término que la voluntad elija uno de tales juicios prácticos con
preferencia a los otros. Sólo en el caso de que la deliberación propusiera un solo
juicio práctico, la elección se confundiría con el consentimiento.
¿En qué consiste, pues, la elección? Es un acto mixto en el que intervie-
nen el entendimiento y la voluntad. Aristóteles la llama “intelecto apetitivo” o
“apetito intelectivo”. El entendimiento, desde luego, es necesario para la delibe-
ración y para la formulación de algún juicio práctico (porque la voluntad es
ciega: quiere, mas no conoce); pero la voluntad es no menos necesaria para que
ese juicio sea efectivamente aceptado y se convierta en último. El entendimiento
aporta la materia de la elección, a saber, los juicios prácticos; pero la voluntad
pone la forma de la misma. Por eso, atendiendo a la forma propia del acto, la
elección pertenece a la voluntad
Nótese bien, que esa intervención de la voluntad en que la elección consiste
no violenta la ordenación del entendimiento a su propio objeto, que es la reali-
dad o la verdad, no deforma o falsea el juicio intelectual. Cuando la voluntad
elige, no corta violentamente el proceso de la deliberación ni se entromete en el
campo de la especificación, que es privativo del entendimiento. Aquí sólo inter-
viene si interviene a titulo objetivo, esto es, cambiando las circunstancias con-
cretas que el entendimiento debe sopesar, entre las cuales se encuentran sobre
todo las propias disposiciones subjetivas. Una voluntad malamente dispuesta,
bien porque esté adherida a un fin malo, bien porque carezca de energía sufi-
ciente para adherirse al fin bueno, siempre será algo con lo que la deliberación
del entendimiento podría encontrarse y que habría de ponderar. Por eso es tan
importante la rectitud de la voluntad para que el juicio intelectual sea asimismo
recto. Pero en todo caso, la elección de la voluntad supone un movimiento
absolutamente original, colocado de lleno en el orden del ejercicio y que no es
reducible a la especificación en cuanto tal.
Mas entonces, ¿no habrá ninguna explicación para la elección misma? ¿No
habrá ninguna explicación para el hecho de que la voluntad prefiera un juicio
práctico entre varios indiferentes? Pueden apuntarse tres explicaciones genera-
les. En primer lugar, puede ocurrir que un objeto sea verdaderamente mejor que
otro, y entonces, si la voluntad lo elige, no hace más que seguir el dictado de la
recta razón. En segundo lugar, puede suceder que, por cualquier circunstancia
accidental, el entendimiento se detenga en la consideración de un bien particu-
lar, que no es precisamente el mejor de los que la voluntad podría elegir en ese
momento, pero que termina por imponerse. Finalmente puede ocurrir que la
Tres conferencias sobre la libertad 91
se con éste según su ser real y no sólo en la representación. Por esta razón escri-
be Santo Tomás que “el amor es más unitivo que el conocimiento”.
Tenemos pues, que la inclinación a la unión real es lo característico del
amor; pero precisamente porque se trata de una inclinación a esa unión real, no
entraña de suyo dicha unión. Se puede buscar la unión sin conseguirla, como se
puede seguir inclinado a la unión una vez lograda. En la inclinación a la unión
real se pueden considerar estos tres casos: primero, inclinación a la unión real
todavía no lograda, y esto es el deseo; segundo, inclinación a la unión real ya
lograda, y esto es el gozo o la fruición; tercero, inclinación a la unión real pres-
cindiendo de su logro o no, y esto es el amor en su acepción amplia. De este
modo el amor se presenta como la raíz común del deseo y el gozo.
Insistamos todavía en la unión real que el amor procura o mantiene. Amor y
unión real son dos términos que se implican y se suponen mutuamente. El amor
importa la unión real del que ama y de lo amado y a su vez esta unión real está
suponiendo el amor. Y es que éste se halla precedido, constituido en cierto mo-
do, y seguido por aquélla. Santo Tomás lo expresa así “La unión implica respec-
to del amor una triple relación. Hay una primera unión que es causa del amor, y
ésta es la unión sustancial, por lo que se refiere al amor con el que uno se ama a
sí mismo, y a la unión de semejanza (lo semejante ama a lo semejante) por el
que toca al amor con el que uno ama a otro. La segunda unión es esencialmente
el mismo amor, y ésta es la unión por sintonía de afectos, la cual se asemeja a la
unidad sustancial en cuanto que, en el amor de persona, el que ama se comporta
con respecto a lo amado como consigo mismo, y en el amor de cosa, como con
algo suyo. Una última unión es efecto del amor, y ésta es la unión real que el
que ama busca con lo amado, y esta unión es según la conveniencia del amor; y
así cita Aristóteles una frase de Aristófanes que dice que “los amantes desean de
dos hacerse uno, pero toda vez que sucedería que o los dos o por lo menos, uno
de ellos se destruirían, busca la unión que es conveniente y adecuada, a saber: la
convivencia, el coloquio y otras parecidas”.
Se habrá observado en el texto anterior que se hace alusión a dos tipos dis-
tintos de amor: el amor de persona y el amor de cosa. Es preciso aclarar esto,
pues se trata de una distinción fundamental. Pero dejemos nuevamente la pala-
bra a Santo Tomás: “Dice Aristóteles que amar es querer el bien para alguien, y
siendo esto así es evidente que el movimiento del amor tiene dos términos: el
bien que se quiere para alguien (ya sea uno mismo ya otra persona), y ese al-
guien para quien se quiere el bien. Al susodicho bien se le tiene amor de domi-
nio (o de cosa), mientras que a la persona para quien se quiere el bien se le tiene
amor de amistad (o de persona). Por lo demás, esta división es análoga o con
98 Jesús García López
el amado, se pone en lugar de él, y así se puede decir que está en él. Desde esta
perspectiva podía escribir Santa Teresa: “vivo sin vivir en mí”, y San Pablo:
“vivo yo, pero no yo”.
Algo semejante cabe decir de otro de los efectos del amor, que es el éxtasis:
la salida de sí. El éxtasis se da también en el orden cognoscitivo y en el afectivo.
En el orden cognoscitivo puede hablarse de éxtasis en sentido lato siempre que
conocemos algo distinto de nosotros, y puede conducir a una elevación de nues-
tro ser, en cuanto la mirada del espíritu se dirige a objetos superiores, o a un
rebajamiento, en la medida en que dirigimos nuestra capacidad cognoscitiva a
objetos inferiores. Pero en sentido propio el éxtasis comporta un rebasamiento
de las fronteras connaturales de nuestro conocimiento, tanto sensible como ra-
cional, bien porque seamos llevados a conocer o vislumbrar realidades que ex-
ceden la capacidad de nuestra razón (así tenemos los arrobamientos y las inspi-
raciones), bien porque caigamos en el furor o la locura, que deprimen y trastor-
nan nuestra razón, motivo por el cual de una persona loca o furiosa se dice que
está “fuera de sí”. Con todo, el éxtasis en el orden cognoscitivo sólo tiene una
relación indirecta con el amor: concretamente cuando se concentra la capacidad
cognoscitiva en lo amado de tal suerte que apenas se pueda pensar en otra cosa.
Donde verdaderamente tiene que ver el éxtasis con el amor es en el orden afec-
tivo, y especialmente en el amor de persona. Porque en el amor de cosa no se da
tanto una salida de sí por el afecto, ya que lo que este amor busca es unir la cosa
con nosotros mismos (o con otros), ponerla bajo nuestro dominio (o bajo el
dominio de otros). Se dice aquí que el amante sale de sí mismo porque, no con-
tento con gozar del bien que tiene, quiere alcanzar algún otro bien fuera de sí;
pero en último término lo que busca es unir ese bien extrínseco a sí mismo,
hacerlo suyo (o de otra persona), y así no sale el amante plenamente de sí, sino
que retorna a sí. En cambio, en el amor de persona, la salida, el éxtasis, es com-
pleto (dentro de lo posible), porque en este amor el afecto del amante sale sim-
plemente fuera de él, ya que busca sólo el bien de la persona amada y obra con
la mira puesta en ella, cuidando de la misma como si de sí propio se tratase,
poniéndose en lugar de ella por el puro amor que le tiene.
De esta suerte el amor es liberador; especialmente (y en muchos aspectos
exclusivamente) el amor de persona. Este tipo de amor, en efecto, es la forja
más real y verdadera que tiene el hombre de superar la angostura de su ser y de
alcanzar su plenitud, porque se trata de un auténtico salir de sí, de una libre
donación de nuestro ser, que es lo que de verdad engrandece al hombre: “el que
quiera salvar su vida la perderá, pero el que la perdiere la volverá a ganar”.
Tres conferencias sobre la libertad 101
después de creados, digo, nos ha invitado, nos ha llamado (a cada cual por su
propio nombre y por un camino asimismo propio) a corresponder a su amor, a
entablar con Él un vínculo de amistad, destinada de suyo a ser eterna y sobera-
namente íntima y estrecha. Sin esta iniciativa del amor de Dios, nuestra amistad
con Él sería imposible; mas una vez que esa iniciativa ha sido tomada y conti-
núa perpetuamente ofrecida, podemos fácilmente nosotros corresponder a ella,
devolviendo amor por amor.
Y esta amistad con Dios de cada uno de nosotros, de cada hombre que la
quiera aceptar, nos levanta hasta cimas insospechadas, nos enriquece hasta lími-
tes impensables, nos libera de manera radical y absoluta. Mediante esta amistad,
el hombre vive en Dios, por el conocimiento y el afecto, aunque siga viviendo
en sí mismo, por su ser. Porque no hay aquí ninguna identificación ontológica
con Dios, ninguna especie de panteísmo. Y por su parte Dios vive en el hombre,
con una presencia amorosa e inefable. No cabe imaginar un mayor engrandeci-
miento del hombre, una plenitud mayor.
También es claro que siendo Dios eminentemente generoso (no busca nada
fuera de Sí, sino que sólo intenta comunicar su propia bondad), reclame, sin
embargo, la correspondencia a su amor por parte del hombre. Si verdaderamen-
te busca Dios el bien del hombre y es evidente que lo busca, pues por puro amor
lo sacó de la nada y por puro amor lo enriqueció de innumerables dones), tiene
que buscar también que el hombre le ame a Él pues sólo en este amor se en-
cuentra la absoluta plenitud y la completa felicidad del hombre mismo. A veces
esta correspondencia al amor divino comporta sacrificios por nuestra parte, pero
¿qué amor no los comporta? Existen íntimas y misteriosas relaciones entre el
amor y el dolor porque el salir de sí siempre cuesta. No llegamos nunca a ver
claro cómo para ganar la vida es preciso perderla, entregarla. Por eso el amor
entraña siempre dolor, pero es un dolor sabroso y esperanzado; no un dolor que
nos cierra, sino un dolor que nos abre.
Por otra parte, esta amistad con Dios tampoco puede ser lograda de una ma-
nera plena en esta vida. Estamos rodeados de obstáculos que se oponen a ella:
las pasiones sensibles nunca completamente dominadas, las necesidades corpo-
rales, la extraversión al mundo de las realidades materiales, la inconstancia de
nuestra voluntad, etc. Por eso, mientras vivamos en el mundo, nuestra amistad
con Dios es imperfecta, y es también imperfecta nuestra plenitud. Lo que aquí
vislumbramos entre velos y símbolos, enciende, sin embargo, nuestros más
ardientes deseos. El hombre que ha emprendido este camino, anhela con fervor
llegar al término del mismo, donde será plena realidad lo que aquí sólo es pre-
anuncio o incoación. San Juan de la Cruz lo expresó con admirables versos:
104 Jesús García López
De aquí se sigue que el amor tiene un orden o una norma objetivos: a las
personas se las ama por sí mismas (como se ama por sí mismo el fin objetivo), y
108 Jesús García López
a las cosas se las ama en orden a las personas (como se ama a los medios por el
fin, y al fin subjetivo por el fin objetivo); y si este orden o esta norma son alte-
rados, entonces estamos ante una aberración del amor, que por desgracia se dan
con harta frecuencia. Por lo demás, esa aberración puede adoptar tres formas: la
que consiste en amar a las personas como si fueran cosas; la que resulta de amar
a las cosas como si fueran personas; y la que se concreta en amar a las personas
sin amar cosa alguna para ellas.
Ya señalábamos antes que el amor de persona tiene por objeto un bien sus-
tantivo o en sí, mientras que el amor de cosa se endereza hacia un bien adjetivo
o relativo, lo que quiere decir que la relación entre los objetos de estos dos amo-
res es semejante a la que hay entre la sustancia y los accidentes. Pues bien, sería
falsear la relación sustancia-accidentes, ya el tomar a los accidentes por sus-
tancias, ya el tomar a las sustancias por accidentes, ya, por último, el tomar a las
sustancias en su puridad, sin el complemento necesario que los accidentes son
para ellas. Y esto es lo mismo que sucede con la relación “amor de persona”-
“amor de cosa”. En efecto, si amamos a las personas como si fueran cosas, es-
tamos instrumentalizando a las personas, convirtiéndolas en medios, cuando por
su propia naturaleza son fines; si amamos a las cosas como si fueran personas,
estamos personalizando a las cosas, es decir, las sustantivizamos y espirituali-
zamos, hacemos de ellas fines, siendo así que son medios; y si amamos a las
personas sin amar cosa alguna para ellas, estamos separando los medios de los
fines, o lo que es peor y más aberrante, estamos separando el fin objetivo (aque-
llo que se ama) del fin subjetivo (el acto por el que nos unimos con aquello que
se ama).
Para simplificar el estudio que queremos llevar a cabo en esta ponencia so-
bre las relaciones entre el amor y la libertad, vamos a referirnos en lo que sigue
al amor de persona casi con exclusividad. El amor de cosa será considerado aquí
en muy escasa medida y sólo cuando sea necesario para entender mejor, por
contraste, el amor de persona. Esto significa también que nos vamos a referir
aquí casi exclusivamente al amor racional del hombre, ya que el amor sensitivo
no puede ser amor de persona. Por eso tampoco va a ser aquí considerado el
aspecto pasivo que tiene en un primer momento el amor humano –el amor sen-
sitivo es una pasión. El enamoramiento, que es las más de las veces el origen
del amor humano, comporta en el amante un ser llevado hacia el amado, un ser
arrebatado o imantado por él; momento primero del amor del cual parece que
está ausente la libertad de elección por parte del amante. Todo esto hay que
cargarlo en el haber del amor sensible y sensitivo; pero no pertenece propiamen-
te al amor en sentido pleno, que es el amor personal.
Amor y libertad 109
ro, que exista y viva; segundo, todos los bienes; tercero, el hacerle bien; cuarto,
el deleitarse con su convivencia, y finalmente el compartir con él sus alegrías y
tristezas, viviendo con él en un solo corazón”6.
Además, el amor es la donación primera y principal. Como dice también el
Doctor Angélico: “Propiamente hablando, un don es una entrega desinteresada,
una donación que se hace sin intención de retribución. Y así el concepto de don
entraña la gratuidad de la entrega. Pero la razón de toda gratuidad es el amor.
En efecto, si damos gratis algo a una persona es porque la queremos bien. Lue-
go el primer don que le hacemos es el amor por el cual la queremos bien. Y así
es manifiesto que el amor es el don primero”7.
Pero si esto es así ¿cómo puede decirse que el auténtico amor de persona re-
clama de suyo la correspondencia? Si pensamos un poco veremos que la para-
doja se resuelve por sí misma. Se trata sencillamente de que el amor del amado
hacia el amante es más un bien del amado que del propio amante y es además la
disposición necesaria en el amado para que pueda recibir nuevas donaciones del
amante; como lo que el amante busca es el bien del amado de manera incondi-
cional por eso procura que el amado le corresponda con su amor: sólo así podrá
seguir creciendo en el amor por él y aumentando sus dones. Sólo en efecto
cuando se da esa íntima unión de dos corazones que la amistad recíproca com-
porta se está en condiciones de comunicar al amigo todos aquellos bienes que el
verdadero amor de persona tiende a comunicar. Si de dos personas, una ama a la
otra, pero esta otra no corresponde a la primera con su propio amor, entonces no
se estará comportando como persona con relación a ella, y así no se tratará de
un amor entre personas, sino entre una persona y una cosa.
cualquier amigo verdadero quiere para su amigo es que exista y viva”, y asi-
mismo que “el amor es el don primero y principal”.
Pues bien, ese acto de puro querer, que es la dilección propiamente dicha, es
soberanamente libre con libertad psicológica. Al versar sobre un fin, que no es
último y que por tanto no es necesariamente querido, goza incluso de una liber-
tad mayor que la que tendría si versara sobre un medio, porque el medio está
subordinado al fin y se elige por relación a él. Esta elección de la persona amada
no está condicionada en modo alguno, ni siquiera por nuestras apetencias o
deseos de perfeccionamiento, porque no se va buscando aquí nuestro propio
provecho, sino en todo caso el provecho y el bien de la persona a la que hace-
mos objeto de nuestra predilección. Una copla popular española recoge esta idea
cuando canta: “Te quiero porque te quiero, / porque me sale del alma”.
Por otro lado, y como veíamos más atrás, este acto de amor de una persona a
otra, cuando se afirma y fortalece en intensidad y duración, desemboca de suyo
en la amistad, que se nutre de la correspondencia en el amor y crece a la par de
ella. Pues bien, el vivir y conocer esta correspondencia sólo es posible por la fe
en el amigo, en el amado, lo que hace que se mantenga ininterrumpida la liber-
tad de la entrega, mientras perdure la amistad.
En efecto, sólo se cree si se quiere creer. Aunque la fe sea un acto del enten-
dimiento, depende esencialmente de la voluntad y más en concreto de la volun-
tad libre. Es famosa a este respecto la frase de San Agustín: “nadie cree si no
quiere creer”8. Por consiguiente, la fe está siempre embebida en la libertad y no
es posible sin la libertad.
Ahora bien, ¿cómo puede el amante saber que es correspondido en el amor
por el amado? Sólo por la fe; sólo si cree en él y en él confía.
La intimidad de una persona nunca puede ser conocida directamente sino só-
lo indirectamente, por las manifestaciones externas de la misma. Pero si esto es
así, siempre cabe que una persona manifieste exteriormente cosa distinta de lo
que piensa o siente, es decir, siempre está en juego la veracidad de la persona
que manifiesta su intimidad; y por ello el conocimiento de la intimidad del otro
apoya necesariamente en la fe y en la confianza que este otro nos inspire.
No es lo mismo saber lo que una persona es o lo que tiene de común con
otras personas que saber lo que una persona piensa o quiere, es decir, lo que
existe en su intimidad: lo primero puede llegar a ser objeto de ciencia; pero lo
segundo sólo se alcanza por la creencia. Véase cómo expone San Agustín este
que exceden la capacidad de nuestra razón (así tenemos los arrobamientos y las
inspiraciones), bien porque caigamos en el furor o en la locura, que deprimen y
trastornan nuestra razón, motivo por el cual de una persona loca o furiosa se
dice que “está fuera de sí”. Con todo, el éxtasis en el orden cognoscitivo sólo
tiene una relación indirecta con el amor: concretamente cuando la capacidad
cognoscitiva del amante se concentra de tal modo en el amado que apenas se
puede pensar ya en otra cosa. Donde verdaderamente tiene que ver el éxtasis
con el amor es en el orden afectivo cuando por el afecto el amante sale simple-
mente fuera de sí, pues sólo busca el bien de la persona amada (no el suyo pro-
pio), y obra con la mirada puesta en ella, cuidando de la misma como si de sí
propio se tratara, poniéndose en lugar de ella por el puro amor que le tiene. El
amar o querer bien a una persona no consiste en querer para ella lo que uno
quiere para sí mismo, sino precisamente en poner en lugar de la persona amada
y querer para ella precisamente lo que ella quiere para sí misma.
Por último, tenemos el celo, como efecto del amor. El celo, como dice Santo
Tomás, resulta de la intensidad misma del amor, “por la cual el que ama inten-
samente nada soporta que repugne a su amor”12. Y es que “el amor busca el bien
del amigo; por lo cual, cuando es intenso, impulsa al hombre contra todo lo que
es opuesto al bien del amigo, y en este sentido se dice que uno tiene celo por su
amigo cuando se esfuerza por rechazar todo lo que se hace o dice contra el bien
del mismo; e igualmente se dice que uno tiene celo por Dios cuando procura en
lo posible rechazar todo lo contrario al honor o la voluntad de Dios”13.
Es natural que así sea, porque si, por la mutua inhesión y el éxtasis, el aman-
te vive en el amado, cualquier cosa que lesione al amado lesiona en realidad al
propio amante.
Y ahora veamos cómo el amor, tanto por lo que es como por los efectos que
produce, lleva a la auténtica liberación del hombre, a su libertad moral.
La libertad moral puede ser caracterizada por estas dos notas esenciales: la
superación del egoísmo y la apertura al bien común. La libertad moral es siem-
pre el fruto de un esfuerzo humano; es una conquista trabajosa. En esto se dife-
ponerlas a nuestro propio servicio. Egoísmo es amar a una persona para mí con
amor de concupiscencia, con amor de posesión o de dominio, olvidando que
toda persona es fin en sí misma y no medio, ni para mí ni para nadie.
Por otra parte, el amor de las cosas para nosotros, para cada uno de nosotros,
tiene que tener ciertos límites. En primer lugar porque, tratándose de bienes
materiales que no pueden ser a vez poseídos y consumidos por varios, sino por
uno sólo, la justicia reclama un conveniente reparto de los mismos; porque si
alguien acumula en provecho propio muchos de estos bienes, puede dejar sin
ellos a otros hombres, y entonces, indirectamente, sacrificaría a esos otros hom-
bres en aras de su propio enriquecimiento desmesurado y esto sería caer en un
claro egoísmo. Y en segundo lugar, el de las cosas para nosotros tiene que estar
moderado, especialmente por lo que se refiere a los bienes materiales, por la
virtud humana de la pobreza. Esta virtud consiste en no dejarse absorber por el
afán de dichos bienes, y conservar así un desprendimiento y un cierto desapego
respecto de los bienes superfluos, que dotan al hombre de una gran libertad de
espíritu. La superación del egoísmo es, como se ve, la primera condición para la
conquista de la libertad moral. Y esa superación del egoísmo está fundada casi
por entero en el amor a los demás hombres, en el amor de benevolencia o amis-
tad.
La segunda condición para la conquista de la libertad moral es la apertura al
bien común. Veamos en qué relación se encuentra esa apertura con el amor de
persona, que es la causa de nuestra liberación.
Cuando se da el amor mutuo entre dos personas, ambas rebasan el bien par-
ticular que les es propio y se abren a un bien mayor, a un bien común, que es el
bien de la propia convivencia. Al buscar el bien de la convivencia con el amigo,
como se trata de un bien común, cada cual busca también su propio bien, pero
según un giro especial que mata de raíz todo egoísmo. Lo que cada amigo busca
in recto es el bien del otro amigo, y sólo in obliquo su propio bien, pues lo bus-
ca en tanto en cuanto es bien también del otro amigo. Por el fenómeno de la
mutua inhesión, cada amigo puede decir “vivo yo, pero no yo, sino que es mi
amigo el que vive en mí”. En la convivencia amorosa se destierra definitiva-
mente el egoísmo y se produce la apertura al bien común: se logra en suma esa
soltura y expansión del alma que hemos llamado libertad moral.
Y esto cuando se trata de solo dos amigos. ¡Cuánto más si se trata de una
comunidad mayor de personas, pero no muy grande, que se aman entre sí tier-
namente, viviendo cada una de ellas para todos los demás! Tal ocurre, por
ejemplo, en algunas familias especialmente unidas, en las que el padre y la ma-
dre viven entregados el uno al otro y se desviven por el bien de los hijos; los
Amor y libertad 119
En resumen: para amar y amar de veras se necesita ser libre y ejercer sin tra-
bas esa libertad; pero a su vez, el amor llevado a su plenitud procura por su
parte la mayor libertad, la libertad moral en su grado máximo.
DERECHOS Y LIBERTADES
EN LA DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA*
El derecho en general tiene una íntima relación con la justicia. Aunque la pa-
labra castellana “derecho” deriva de la latina directum (“enderezado o dirigido
en línea recta”), en realidad traduce la voz latina ius, que entra, como es obvio,
en el vocablo iustitia, del que deriva “justicia”. Y así la justicia es definida des-
de muy antiguo como “la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su
derecho”.
En su sentido más propio el derecho es, pues, el objeto de la justicia; aquello
a que la justicia inclina: lo justo, lo debido a alguien, lo que le corresponde, lo
que le pertenece. Y éste es el sentido que se le da a la expresión “derecho obje-
tivo”.
Pues bien, partiendo de ese sentido primario se ha pasado a otro, que es hoy
el más generalizado, al “derecho subjetivo”, que es la capacidad que alguien
tiene de reclamar ante los demás y ante los poderes públicos lo que le corres-
ponde en justicia, lo que es suyo, lo justo para él.
Conviene tener muy presente que el derecho subjetivo tiene por objeto al de-
recho objetivo. Lo que cada cual tiene derecho o capacidad jurídica de reclamar
ante los demás es lo justo, lo que objetivamente es recto y le es debido. Por ello
no puede decirse que alguien tenga derecho a lo que es injusto, a lo que es malo
o vitando, a lo que daña injustamente a los demás o a uno mismo; el derecho
subjetivo siempre tiene por objeto a lo que es justo o recto, es decir, a lo que
constituye un derecho objetivo. Aclarado este punto, podemos en adelante usar
la palabra “derecho” en el sentido que hoy es más frecuente, como derecho sub-
jetivo, sin necesidad de tener que advertirlo a cada paso.
Cuando hoy se habla de derechos suele hacerse una primera distinción entre
aquellos que son comunes a todos los seres humanos, sin distinción de razas, de
clases, de sexo, de edad, etc., y los que son propios de unos, pero no de otros,
por atender a circunstancias especiales. Por ejemplo, no todos tienen derecho a
gobernar, o a elaborar las leyes de un país, o a juzgar las infracciones de esas
leyes e imponer sanciones, etc. Pues bien, no nos vamos a ocupar aquí de estos
últimos, de los derechos privativos o propios de determinadas personas, sino de
los primeros, de los derechos comunes a todos los hombres y que se llaman por
ello “derechos humanos”.
Además de esta expresión de “derechos humanos” se han usado otras, y se
usan aun, para designar lo mismo o casi lo mismo, a saber: “derechos natura-
les”, “derechos fundamentales” y también “derechos del hombre y del ciudada-
no”; aunque cada una de estas expresiones entraña cierta matización y obedece
a determinados supuestos. Veámoslo con algún detalle.
Comencemos por la expresión “derechos naturales”. Con ella se alude a la
existencia de una naturaleza humana, común a todos los hombres de todos los
tiempos y lugares, en la cual se fundan o arraigan los susodichos derechos. Por
ello se trata de derechos de todos y además de derechos inalienables e irrenun-
ciables, que pertenecen al hombre mismo por el mero hecho de ser hombre y en
cualquier estado en que se encuentre, ya sea que viva aislado o dentro de un
pequeño grupo, ya sea que viva en el seno de la sociedad civil. Porque la natura-
leza del hombre no varía por el hecho de que éste se encuentre integrado en la
Derechos y libertades 123
expreso, bien sea tácito), pierden gran parte de sus libertades y de las otras ven-
tajas que antes tenían. De aquí que, dentro ya de la sociedad civil, hayan de
tomarse precauciones para que los individuos o los ciudadanos no queden ente-
ramente supeditados al poder estatal. Por ello los derechos humanos se conciben
aquí como otras tantas parcelas de autonomía o de independencia frente a los
poderes públicos, y de esto ha nacido, sin duda, la tendencia a identificar los
derechos con las libertades, que es tan frecuente hoy día.
Pero dejando a un lado las matizaciones que introducen estas distintas con-
cepciones, hablemos aquí, sin más, de derechos humanos, es decir, de los que
son inherentes a todos los hombres, ya se les considere en sí mismos, ya se les
tome en cuanto miembros de la sociedad familiar primero, y de la sociedad civil
después: sociedades naturales ambas, y a las que nadie puede sustraerse sin
grave quebranto.
A todos estos derechos se podrían además añadir los que tienen que ver con
las creencias religiosas de cada uno, como el derecho a la libertad religiosa y el
derecho a la libertad de conciencia.
El elenco que acaba de hacerse es largo, pero no exhaustivo. Se podría au-
mentar añadiendo otros nuevos o desarrollando con mayor detalle alguno de los
enumerados. Pero no es necesario para el propósito que aquí se persigue y que
no es otro que el de comparar los derechos humanos con las libertades políticas
o democráticas. Pasemos ya a hablar de ellas.
Por otra parte, es claro que dentro de la sociedad civil no puede admitirse
una ilimitada libertad política, entendida como ausencia total de coacción física
o moral para cualquier iniciativa de cualquier ciudadano. Hay iniciativas perni-
ciosas, que dañan o pueden dañar positivamente a la comunidad o a algunos de
sus miembros sin justificación alguna, y esas iniciativas es claro que deben im-
pedirse con coacciones adecuadas, o bien sólo morales, o incluso físicas. Por
eso, las libertades políticas, es decir, las iniciativas de los miembros del cuerpo
social en el seno de la sociedad, deben estar limitadas, o mejor, delimitadas,
enmarcadas, reguladas.
Una primera delimitación y consiguiente regulación de las libertades políti-
cas es la que puede y debe hacerse en el marco de los derechos de todos los
ciudadanos y en consonancia con ellos. Para que tales derechos no se queden en
meras declaraciones programáticas o en una simple manifestación de intencio-
nes, es necesario que cada derecho expresamente reconocido quede enmarcado
en un ámbito de libertad, es decir, de ausencia de coacción física o moral, que
permita su puesta en práctica efectiva. Así, el derecho a la vida de cada ciuda-
dano debe quedar protegido, con garantías adecuadas, dentro de un ámbito de
libertad de vivir, que comporta la desaparición o represión de las asechanzas de
otros ciudadanos que cometan asesinatos. Es lo que hoy se conoce con el nom-
bre de seguridad ciudadana. Si esa zona o ámbito de protección de la vida de
todos no existiese, porque camparan a sus anchas los homicidas de toda laya,
sería ridículo e hipócrita proclamar el derecho a la vida de todos los seres hu-
manos dentro de una determinada comunidad política. Tal derecho estaría sólo
en las palabras o en los textos legales, pero no en la realidad.
Hemos escogido como ejemplo un caso extremo, pero igualmente podrían
considerarse otros muchos, tal vez menos llamativos, pero no por eso menos
ilustrativos. Así, el derecho a una información veraz sobre los asuntos públicos
reclama la libertad de difusión, por cualesquiera medios de comunicación social
(prensa, radio, televisión, etc.), de toda clase de noticias verdaderas sobre he-
chos públicos que interesan a la comunidad, y es incompatible, por tanto, con el
monopolio de dichos medios de comunicación por sectores partidistas, que sólo
difunden las noticias que pueden favorecerles, y ocultan las que pueden perjudi-
carles. Sin esa libertad de difusión, el derecho a la información es papel mojado.
Del mismo modo el derecho a la educación reconocido a los padres en relación
con sus hijos, reclama la libertad de enseñanza, es decir, la protección jurídica
para la creación de toda clase de centros docentes, siempre que cumplan las
Derechos y libertades 127
interés estriba en esto: en que los derechos humanos son parte integrante y aun
principal del bien común de la sociedad.
El bien común de la sociedad es la única razón de ser de ésta, su finalidad
esencial. Si no fuera por el bien común, los hombres no se reunirían en sociedad
y la convivencia social no existiría. Pero ¿en qué consiste el bien común?
Es el bien de todos y de cada uno, pero no se reduce a la suma de los bienes
particulares, sino que es mucho mayor que esa suma. El bien particular es el que
puede alcanzar un individuo aislado, y es claro que los hombres, constituidos en
sociedad, y aunando sus esfuerzos, pueden conseguir un bien mayor que la su-
ma de los bienes particulares. Ese bien común es mayor porque es el resultado
de los esfuerzos mancomunados de todos, y también porque todos participan o
gozan de él; es bien común porque es un bien hecho entre todos y para el prove-
cho de todos.
Y ¿cuál es el contenido de ese bien común? De manera resumida diremos
que se trata del conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible, e
incluso que favorecen, el que todos y cada uno de los miembros del cuerpo so-
cial, alcancen la perfección o el desarrollo de su personalidad en el grado de que
sean capaces. Pero es claro que esa perfección o desarrollo entraña el respeto y
el ejercicio de los derechos humanos. Luego ese respeto y ese ejercicio son par-
te integrante del bien común social. Éste es, pues, el principal interés que tiene y
debe tener la sociedad en que se respeten y favorezcan los derechos humanos:
que forman parte esencial del bien común.
Y ahora reparemos en otro aspecto de la cuestión al que todavía no hemos
aludido: es la correspondencia de los derechos con los deberes. Hay derechos
que entrañan un deber en la propia persona que los tiene. Así, cada hombre tiene
derecho a la vida, pero también el deber de conservarla; y los padres tienen el
derecho de educar a sus hijos, pero también la obligación de hacerlo. En cam-
bio, hay otros derechos que no llevan aparejados los correspondientes deberes
en la misma persona que los tiene. Así todos tienen el derecho a la propiedad
privada, pero no el deber de poseer determinados bienes en propiedad, y por eso
algunos no los poseen por haber renunciado a ellos en provecho de otros; y to-
dos tienen el derecho a fundar una familia, pero no el deber de hacerlo, y por
eso algunos permanecen célibes sin que se les pueda reprochar nada. Sin em-
bargo, cuando uno tiene un derecho, corresponde a todos los demás el deber
ineludible de respetar ese derecho, y por consiguiente de no poner trabas al
mismo, y aun de favorecerlo en lo que esté de su parte.
Por lo demás, en todos los ciudadanos existe el derecho y el deber de trabajar
en la medida de sus posibilidades en la prosecución del bien común de la socie-
130 Jesús García López
dad, aunque ese derecho y ese deber urjan más y en más alto grado a aquellos
que tienen a su cargo el cuidado de la comunidad, es decir, a los gobernantes. Y
aquí es donde encaja una nueva fórmula para la libertad política, que nos permi-
te profundizar más en ella y entenderla mejor. Veámoslo.
Supongamos un ciudadano que ejerce todos los derechos a los que está tam-
bién compelido por otros tantos deberes. Además, respeta con todo cuidado los
derechos de los demás, porque está asimismo obligado a ello. Al susodicho
ciudadano no parece que se le pueda exigir más. Pero supongamos que el ciuda-
dano en cuestión sobrepasa el ámbito de sus deberes con un plus de generosi-
dad. No está, por ejemplo, obligado a repartir sus bienes entre los demás, aun-
que indudablemente tendría derecho a ello. No está, y es otro ejemplo, obligado
a montar una industria que dé trabajo a bastantes personas, aunque por supuesto
tendría derecho a hacerlo. Sin embargo, hace todo eso. ¿Cómo se puede califi-
car esa conducta? Sin duda de liberal o generosa, e incluso de magnánima.
Porque se parte del supuesto de que el susodicho ciudadano cumple religio-
samente todos sus deberes para consigo mismo y para con los demás. Por ejem-
plo, labora por el bien común en la medida en que está obligado por sus posibi-
lidades, y así paga escrupulosamente sus impuestos y las otras prestaciones que
el bien común demanda. Además, ejerce con competencia una determinada
tarea profesional, un trabajo eficaz y honrado, que también redunda en pro del
bien común. En justicia no se le puede pedir más de lo que ya hace. Pero se trata
de un hombre magnánimo, o sea, con grandeza de alma. No se contenta con
cumplir estrictamente sus deberes; quiere algo más; y entonces pone su iniciati-
va personal, su ingenio y su esfuerzo, al servicio de todos, al servicio del interés
general.
Algunos políticos (o teóricos de la política), afectados de una radical descon-
fianza de la capacidad de los particulares para trabajar en los asuntos que atañen
al bien común, piensan que éste último –el bien común– sólo puede ser procu-
rado por el Estado o por los poderes públicos. Y esto puede ser cierto respecto a
la mayoría de los ciudadanos; pero no se puede erigir en norma general. Por el
contrario, una sociedad será tanto más libre y más humana cuanto mayores sean
las posibilidades de que todos aporten algo propio, personal, libre, a la cons-
trucción del bien común. Por encima y más allá del estricto cumplimiento de los
deberes cívicos, la libertad política encontrará un ancho cauce cuando haya
muchos o bastantes ciudadanos que no encuentren obstáculos, sino más bien
facilidades para poner su iniciativa privada al servicio del interés general; por-
que esa forma de actuar los ciudadanos es la que representa el más alto grado de
Derechos y libertades 131
libertad política, después de salvados los otros dos grados anteriormente descri-
tos.
LA TRILOGIA FUNDAMENTAL
DE LA REALIDAD Y DE LA CONCIENCIA
En diversos lugares de sus obras hace suya Santo Tomás la doctrina agusti-
niana de que la realidad creada está integrada por estos tres componentes fun-
damentales: el “modo”, la “especie” y el “orden”. Dicha doctrina la expone San
Agustín ex professo en su opúsculo De natura boni contra Manicheos, pero
hace aplicaciones de ella en muchos otros sitios de su extensa obra. La trilogía
en cuestión es coincidente con esta otra: la “medida”, el “número” y el “peso”, y
se corresponde con la que el propio San Agustín descubre en la conciencia hu-
mana o en la mente, a saber, la “memoria”, la “noticia” y el “amor”. Todo lo
cual se relaciona en el pensamiento del Obispo de Hipona con la concepción de
que en todas las cosas creadas hay un vestigio o una imagen de la Trinidad in-
creada; y así el “modo”, la “medida” y la “memoria” (entendida, por cierto,
como conciencia o como experiencia íntima) representan al Padre; la “especie”,
el “número” y la “noticia” representan al Hijo, y el “orden”, el “peso” y el
“amor” representan al Espíritu Santo.
También Santo Tomás recoge esta concepción y distingue entre las personas,
que son imágenes de la Trinidad, y las meras cosas, que son vestigios de la
misma Trinidad. Véase el siguiente texto: “Las procesiones de las divinas per-
sonas se establecen con arreglo a los actos del entendimiento y de la voluntad,
pues el Hijo procede como Verbo del entendimiento y el Espíritu Santo como
Amor de la voluntad. Así, pues, en las criaturas racionales, en las cuales hay
entendimiento y voluntad, se encuentra la representación de la Trinidad por
modo de imagen, en tanto que se da en ellas el verbo concebido y el amor pro-
cedente. Pero en todas las criaturas se halla la representación de la Trinidad por
modo de vestigio en cuanto que en cualquier criatura se dan algunas cosas que
es necesario referir a las divinas Personas como a su causa. Pues cualquier cria-
tura subsiste en su ser, y tiene una forma por la cual se incluye en una especie, y
tiene algún orden a otra cosa. Así, en cuanto es cierta sustancia creada represen-
ta a su causa y principio y se refiere a la Persona del Padre, que es el principio
sin principio; en cuanto tiene cierta forma o especie representa al Verbo, pues la
forma del artefacto procede de la concepción del artífice; y en cuanto tiene al-
134 Jesús García López
gún orden representa al Espíritu Santo, que es Amor, porque el orden del efecto
a alguna otra cosa procede de la voluntad del Creador. Por eso dice San Agustín
que el vestigio de la Trinidad se encuentra en cualquier criatura, en tanto que es
algo uno, en tanto que está informado por alguna especie, y en tanto que tiene
algún orden. A estas tres cosas se reducen también la medida, el número y el
peso, de que se habla en la Escritura, pues la medida se refiere a la sustancia de
la cosa limitada por sus principios; el número, a la especie, y el peso, al orden.
Y lo mismo significan el modo, la especie y el orden de que habla San Agus-
tín”1.
Esta doctrina ha sido descuidada por los comentadores y seguidores de Santo
Tomás, los cuales han insistido más en una concepción dualista de la realidad y
de la conciencia. Por lo que se refiere a la realidad han hablado de potencia y
acto, materia y forma, esencia y existencia; y por lo que atañe a la conciencia,
de entendimiento y voluntad, o de conocer y apetecer. Esta concepción dualista
es innegable en Santo Tomás, sobre todo cuando pesa en él la tradición aristoté-
lica; pero no es menos innegable aquella otra concepción triádica, que es más
fina y precisa, y que se debe al influjo de San Agustín. Vamos a dedicar aquí
unas breves reflexiones acerca de dicha concepción triádica.
da, y por ello tiene algún modo, que se refiere a la medida. Por último, por
su forma cada cosa se ordena a otra”7.
Tal es, pues, según Santo Tomás, la constitución de todo bien y de todo ente
creados. Todo ente creado, en efecto, o toda realidad finita, tiene una forma o
esencia o especie (por la que es lo que es y es cognoscible o inteligible); tiene
también un modo, una realización concreta y singular con su correspondiente
existencia (por el que tal cosa existe), y tiene además un orden o inclinación
(por el que se relaciona con su fin). Simplificando y actualizando los nombres
de esta trilogía podemos decir que cada realidad creada consta de esencia, exis-
tencia y valor, pues el orden de cada cosa a su fin es lo que le confiere su bien o
su valor.
Pues bien, a esta trilogía de la realidad creada corresponde otra trilogía en la
conciencia humana: la experiencia, el conocimiento y la apetición, como vamos
a ver enseguida.
el que se conoce como existente en tal individuo. Y así, por este conocimiento
se conoce si existe el alma, como cuando alguien percibe que tiene alma; en
cambio, por el otro conocimiento se sabe qué es el alma y cuáles son sus pro-
piedades”8.
Conocer la existencia de algo es tener experiencia o vivencia de ello. Ahora
bien, la experiencia puede ser sensitiva o intelectual. Para Santo Tomás la expe-
riencia se dice principalmente del conocimiento sensitivo, pero también puede
trasladarse al conocimiento intelectual. Véase este texto: “La experiencia perte-
nece propiamente a los sentidos, pues aunque el entendimiento no conoce sólo
las formas separadas, como dijeron los platónicos, sino también los cuerpos, sin
embargo, no conoce a estos en su singularidad, en lo que consiste propiamente
la experiencia, sino en su universalidad. Y con todo el nombre de experiencia se
transfiere al conocimiento intelectual, como también los mismos nombres de los
sentidos, como la vista y el oído”9.
Esta traslación al conocimiento intelectual se debe, bien a que el entendi-
miento también puede conocer lo singular material, por cierta reflexión sobre
los contenidos de la sensibilidad, captando de modo inmediato lo inteligible en
lo sensible; bien a que el entendimiento puede conocer asimismo sus propios
actos singulares, y los actos de la voluntad, y la misma existencia del sujeto
cognoscente y volente. Por lo que hace a este último conocimiento véase este
texto de Santo Tomás en el que emplea claramente el nombre de experiencia:
“El conocimiento que se tiene del alma es certísimo en cuanto que cada uno
experimenta en sí mismo que él tiene alma y que se dan en él una serie de actos
del alma”10.
En resumen, para Santo Tomás la experiencia es un conocimiento de lo sin-
gular, que tiene una necesaria vertiente existencial. Este conocimiento se da
propiamente en los sentidos, pero se extiende también al entendimiento, tanto
por lo que hace al conocimiento de las cosas materiales (por cierta continuidad
con los sentidos), como por lo que toca al conocimiento de los propios actos
espirituales y de la misma existencia del yo.
Diciéndolo de otra manera: puede hablarse de tres tipos de experiencia, a sa-
ber, la puramente sensitiva, la puramente intelectual y la sensitivo-intelectual.
No nos vamos a ocupar aquí de la puramente sensitiva. En realidad es para no-
sotros sumamente difícil el llegar a saber qué sea una experiencia puramente
sensitiva, como la que suponemos en los animales irracionales. Esa experiencia
no es la nuestra, pues todo conocimiento sensitivo está en nosotros transido de
racionalidad. Y es que el conocimiento sensitivo no es para nosotros verdadero
conocimiento, sino en cuanto es de alguna manera asumido por el intelectual,
del que es como el preámbulo o la prolongación. Aquí vamos a referirnos sólo a
la experiencia intelectual, por una parte, y a la sensitiva en cuanto transida de
racionalidad, por otra.
El primer tipo de experiencia es el que tenemos que utilizar para conocer
nuestra propia existencia concreta y la existencia de nuestros actos puramente
espirituales; el segundo tipo de experiencia es el que ponemos en juego para
conocer la existencia de las cosas materiales que nos afectan y la existencia de
nuestro propio cuerpo y de sus partes. Por experiencia puramente intelectual
conocemos la existencia de nuestra subjetividad más íntima y de los actos pu-
ramente espirituales que de ella brotan. Este conocimiento es, más bien, una
vivencia. No se trata en él de saber lo que somos nosotros mismos y lo que son
aquellos actos; se trata simplemente de experimentar o de vivir la existencia de
todo ello. Tampoco hay aquí una objetivación propiamente dicha; la objetiva-
ción pertenece al plano del conocimiento esencial, y aquí estamos en la dimen-
sión existencial. Sin embargo, esta experiencia no está totalmente aislada, no
trabaja en el vacío, sino que se liga necesariamente con algún conocimiento
esencial, por muy general y confuso que sea, de nosotros mismos y de nuestros
actos.
De la experiencia sensitivo-intelectual habrá que hacer una descripción bas-
tante parecida a la que acabamos de hacer de la puramente intelectual. Tan sólo
que en la experiencia sensitivo-intelectual no nos vivimos como activos, sino
como pasivos, como afectados o constreñidos por una realidad distinta de noso-
tros. Conocemos que existen la cosas que nos rodean (y en buena medida tam-
bién nuestro propio cuerpo) porque nos resisten o presionan sobre nosotros o
nos afectan de alguna manera en el nivel de la sensibilidad. Teniendo la viven-
cia de esta constricción a que estamos sometidos, vivimos al mismo tiempo la
existencia de las cosas mismas que nos constriñen. Por supuesto que conocemos
también simultáneamente lo que esas cosas son (al menos con un conocimiento
muy general y confuso); pero este conocimiento acompaña a aquella vivencia, y
no se identifica con ella, ni la puede suplir. Tampoco se trata aquí de un cono-
cimiento objetivo en sentido propio: experimentar no es representar objetiva-
mente lo experimentado, sino vivirlo, aunque la representación objetiva tenga
que acompañar necesariamente a la vivencia.
140 Jesús García López
coloca muy por encima de cualquier cosa material, pues toda cosa material es
perecedera, está abocada a la corrupción y al cese de su ser.
Además, la persona humana, junto a esa elevación de su ser espiritual, tiene
también la elevación que le corresponde por su libertad, pues es capaz de go-
bernarse a sí misma, de elegir libremente su destino; y no sólo su destino terre-
no, dentro de la trama de la historia humana, sino también su destino definitivo,
más allá de las fronteras de esa historia humana, su destino en la eternidad. Esa
prerrogativa de ser dueñas de sus actos, y poder así labrarse un destino propio,
libremente elegido, tanto temporal como eterno, es la propiedad más excelsa de
las personas humanas que las hace además sujetos de derechos y de deberes
inalienables.
Y como el tener un alma espiritual e inmortal, y el tener, por su libertad, un
dominio sobre los propios actos y sobre el propio destino, es algo que necesa-
riamente pertenece a todo ser humano, independientemente de las circunstancias
de su nacimiento, o del color de su piel, o de las condiciones externas de su vi-
da, y con independencia también del buen o mal uso que pueda hacer de su li-
bertad, se sigue de aquí que todo ser humano posee por sí mismo, de modo in-
alienable, una excelencia, una elevación, una dignidad “natural”, que en ningún
caso puede perder, y por la que merece el más absoluto respeto.
Es verdad que los seres humanos, según el uso que hagan de su libertad,
pueden hacerse mejores o peores, y desde el punto de vista moral hay mucha
diferencia entre un santo y un asesino; pero en cuanto personas todos los seres
humanos son iguales, y merecen que se les trate como tales, y de ninguna mane-
ra se les considere como meras cosas. Todos son fines en sí mismos, y no me-
dios, y por ello no se les debe utilizar nunca como medios, o como meros ins-
trumentos. Kant tenía toda la razón al afirmar: “Los seres racionales llámanse
personas, porque su naturaleza los distingue como fines en sí mismos, esto es,
como algo que no se puede usar simplemente como medio”. Y de acuerdo con
ello formula así el primer imperativo moral: “Obra de tal modo que trates a la
humanidad, tanto en tu persona como en la de los demás, siempre como fin,
nunca simplemente como un medio”.
Pero veamos ahora los otros sentidos que tiene, aplicada a los seres huma-
nos, la palabra “dignidad”.
La dignidad “social” equivale al prestigio que alguien alcanza en la sociedad
por el modo excelente de ejercer cualquier oficio o profesión. Ese prestigio lo
puede tener un deportista, o un cantante, o un pintor, o un cineasta, o un ciruja-
no, o un abogado, o un profesor, etc. No se trata propiamente de un prestigio
moral, sino más bien de un prestigio técnico. En parte puede deberse a las ex-
146 Jesús García López
cepcionales cualidades innatas de esa persona, a estar muy bien dotada por la
naturaleza para ese oficio, por ejemplo, por la voz, o por la constitución física, o
por la facilidad de palabra, o por la memoria, o por la agudeza intelectual, etc.
Pero en otra gran parte se debe al cultivo esforzado de unos determinados estu-
dios, o de unas determinadas técnicas, y junto con ello, al ejercicio sobresaliente
del oficio o profesión que se haya elegido. Y todo ello es socialmente recono-
cido. Esas personas son estimadas como muy valiosas en el seno de la sociedad.
Y no precisamente porque sean eso que se llama “buenas personas”, que mu-
chas veces no lo son., sino porque son “buenos médicos”, o “buenos músicos”, o
“buenos profesores”. Esté prestigio profesional es la dignidad “social”. También
se le suele llamar “autoridad”.
Por su parte, la dignidad “política” (o en su caso, eclesiástica) es la que una
persona tiene por el puesto de “poder” que desempeña en la sociedad. Por eso,
más que dignidad de la persona, es dignidad del cargo: Presidente del Gobierno
o de la Comunidad Autónoma, o Ministro, o Alcalde, o Director o “jefe”, de
cualquier entidad civil: y también Obispo, Vicario, Arcipreste, Cura, o Rector
de cualquier entidad eclesiástica. Todo lo que se conoce como “cargo” político
(o eclesiástico), sea cualquiera el modo como se haya accedido a él, o bien por
elección, o bien por designación directa de quien puede hacerlo. Como digo,
aquí la dignidad la lleva el cargo más que la persona. Y aunque suele suceder
que las personas que llegan a ocupar “cargos” (o encargos de poder o de go-
bierno) son, desde luego, competentes o expertas para el desempeño de esos
cargos (o sea, tienen a la par prestigio o dignidad social), no siempre ocurre así,
pues a veces llegan también a puestos “políticos” personas poco aptas.
Este tipo de dignidad se llama “poder” o “potestad”, que no es lo mismo que
“autoridad”. Siempre es deseable que la potestad y la autoridad coincidan, pero
a veces, lamentablemente, no es así. De todos modos, cualquier persona que
ocupa un cargo de gobierno tiene siempre la dignidad propia del cargo, y es una
muestra de civismo reconocer en todas las ocasiones, esa dignidad.
Pero vayamos finalmente a la dignidad “moral”. Esta dignidad es aquélla a la
que toda persona humana está llamada según el recto uso de su libertad. Porque
el ser humano, todo ser humano, está llamado, y obligado, a desplegar la serie
casi infinita de sus posibilidades de perfeccionamiento, precisamente en la di-
rección “moral”, o mediante él uso “recto” de su libertad, es decir, mediante
aquél uso de su libertad que le permita alcanzar la perfección que le correspon-
de precisamente como persona; que ésta es precisamente la perfección moral, la
que hace que una persona sea, en absoluto, “buena” como persona, y no buena
La dignidad de la persona humana 147
con todo respeto, cuando alcanza la dignidad moral, alcanza, sin duda, una dig-
nidad mayor, y merece, por supuesto, un mayor respeto. Esa persona, conser-
vando intacta su dignidad de persona, la acrecienta. Mientras que la persona
degradada por una conducta moralmente deforme, si es verdad que no destruye
del todo su dignidad de persona, desde luego no la acrecienta, sino que más bien
la rebaja o disminuye.
LA CAUSA FORMAL DE LA CREACIÓN*
* Contribución a la XXI Semana Tomista: “La Creación, la obra de Dios y la obra del hom-
bre”, (Buenos Aires, septiembre de 1996).
150 Jesús García López
las mismas formas sustanciales, que también son actos primarios respecto de las
operaciones y de los otros accidentes. Y ese carácter primordial del ser es el que
ha dado pie a que se lo considere como lo más formal de la creación. “Prima
rerum creatarum est esse”, se dice en el Libro sobre las causas1, o sea, lo prime-
ramente creado en todas las cosas y con todas las cosas es el ser, la actualidad
más radical y fundamental. Parece, pues, que la causa formal intrínseca de la
creación sea el ser creado.
Por su parte, Santo Tomás comenta así el aforismo citado: “Cuando se dice
que la primera de las cosas creadas es el ser la palabra ser no designa a la sus-
tancia individual creada, sino la razón propia del objeto de la creación. En efec-
to, se dice que algo es creado en cuanto que es ente sin más, no en cuanto es tal
ente, puesto que, como ya se ha dicho, la creación es la producción de todo el
ser por la causa universal”2. Y en otro sitio, añade esta nueva razón: “El primer
efecto es el mismo ser, porque el ser está presupuesto en todos los otros efectos,
mientras que él no presupone efecto alguno. Por tanto, es necesario que el dar
en ser en cuanto tal sea el efecto propio y exclusivo de la primera causa, en
cuanto que actúa por su propia virtud”3.
Aclaradas así las cosas, no hay inconveniente en afirmar que la causa formal
intrínseca de la creación, pasivamente considerada, es el ser mismo, participado
en cualquier concreto individual realmente existente, y que dicho ser es, por lo
tanto, el efecto más formal y más propio de la creación, activamente considera-
da.
Pero esto no quiere decir que lo único que pone la acción creadora en la cria-
tura sea el susodicho ser participado, pues, como también escribe Santo Tomás,
“Dios, al mismo tiempo que da el ser, produce aquello que recibe el ser”4. El
concreto individual, con todas sus partes, o sea, con su ser, con su esencia y con
todos sus accidentes, y entre ellos con todas sus relaciones reales, tanto aquélla
que lo pone en relación con Dios, como las que lo relacionan con el conjunto de
los seres del universo, todo eso es el término directo e inmediato de la creación
divina; directo porque Dios no crea, ni puede crear, una existencia desnuda, sin
esencia, ni una esencia sola, sin existencia, ni una sustancia exenta de todos sus
accidentes, ni un accidente no inherente en alguna sustancia; y es también tér-
mino inmediato, porque la creación es efecto propio de Dios, y ninguna causa
1 Liber de causis, c. 4.
2 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 45, a. 4, ad 1.
3 Tomás de Aquino, De potentia, q. 3, a. 4.
4 Tomás de Aquino, De potentia, q. 3, a. 1, ad 17.
La causa formal de la creación 151
subsiste es la sustancia individual, y con ella y en ella (nunca fuera de ella) exis-
te todo lo demás: las partes de la sustancia (su materia y su forma, y las partes
cuantitativas), así como todos los accidentes.
Por eso, al tratar de la creación, afirma reiteradamente que lo verdaderamen-
te creado son las sustancias individuales, con todas sus partes y con todos sus
accidentes; mientras que esas partes y esos accidentes son, más bien, concrea-
dos. Entonces, a cuestiones como éstas: la materia es relativa a la forma, o la
forma, a la materia, o los accidentes, a sus respectivas sustancias, o a la inversa,
la contestación siempre será la misma; todas esas cosas son, o pueden ser, sin
duda, fundamentos de alguna relación; pero las relaciones mismas son siempre
accidentes inherentes en una sustancia individual completa, que es lo que ver-
daderamente existe. Y así, propiamente hablando, la materia, por ejemplo, no es
relativa a la forma, sencillamente porque no es, porque no existe fuera del com-
puesto; y lo mismo se diga de la forma material respecto de la materia, o de un
accidente respecto de su sustancia, o de un acto de conocer respecto de la reali-
dad conocida, etc. Se trata, exclusivamente, de fundamentos de otras tantas
relaciones, y las relaciones correspondientes a ellos surgirán, si han de surgir, en
la sustancia misma en la que se integran tales fundamentos.
Por otra parte, es obvio que decir que la relación es un accidente no equivale
a decir que es “accidental”, en el sentido de “contingente” o no necesariamente
vinculada al sujeto en el que inhiere. Porque los accidentes son de dos clases:
contingentes y necesarios; y lo mismo ocurre con las relaciones: las hay necesa-
rias (como lo es, por ejemplo, la relación de la criatura al Creador) y las hay
contingentes (como la de un cuerpo, al lugar que ocupa).
Tampoco introduce una diferencia radical entre las relaciones el que el fun-
damento de la relación esté constituido por la íntegra realidad de la cosa rela-
cionada, o sólo por una parte o dimensión de ella. Así, la relación de creación
tiene por fundamento la realidad íntegra de la criatura, pues toda ella es relativa
a Dios; pero la relación de convivencia social no tiene por fundamento la reali-
dad íntegra de cualquier miembro del cuerpo social, sino sólo de alguna dimen-
sión suya. Sin embargo, en los dos casos se trata de accidentes. El que toda la
realidad de una cosa sea fundamento de una determinada relación inherente a
ella es, sin duda, razón para que dicha relación sea “esencial”, o necesaria e
inseparable; pero no para que no sea accidente.
Esto por lo que atañe sólo a las relaciones reales, porque, fuera de ellas, en el
inmenso campo de las relaciones de razón, el pensamiento de Santo Tomás está,
por supuesto, abierto a los más amplios horizontes. Y así resulta posible que
alguien, con cierto fundamento, conciba a la materia prima como una pura rela-
154 Jesús García López
ma doctrina del Angélico, tratando de dar solución desde sus principios a los
nuevos problemas.
* * *
Los comentarios de Tomás de Vio al De ente et essentia, que por vez prime-
ra se publican ahora traducidos al castellano, son obra de juventud: adulescen-
tiam adhuc ago, escribe de sí mismo Cayetano al final de su obra. Como ha
hecho notar M. H. Laurent, O. P., fueron primero expuestos oralmente por su
autor durante el curso 1493-1494, cuando profesaba la Cátedra de Metafísica en
Padua, y publicados más tarde –en 1496–, a instancias de varios amigos, dedi-
cados al Dr. Benito Tyriaca.
Aunque el comentario de Tomás de Vio no fue el único ni el primero de que
ha sido objeto la citada obrita de santo Tomás –baste recordar los de Armando
de Belvézer y Juan Versor–, ha tenido, sin embargo, y por cierto con toda justi-
cia, mayor fortuna histórica. Y es que, si el opúsculo del Aquinate es la más
vigorosa y precisa síntesis de sus ideas metafísicas –divinum opus Metaphysicae
ianua, lo llama el propio Cayetano–, el comentario de éste último, aun con to-
dos sus defectos, no es indigno de aquél en reciedumbre y precisión y deja bien
poco que desear respecto al esclarecimiento del texto y a la defensa de un gran
número de sus tesis. Por lo demás, aun cuando la principal preocupación de
nuestro comentador es aquí la de explayar el pensamiento contenido en el texto
tomista, con todo dedica gran parte de sus esfuerzos a rebatir las opiniones de
los adversarios, sobre todo de Escoto y de su seguidor y representante más des-
tacado en aquel momento, Antonio Trombeta. En este empeño, llevado de su
natural vehemente y acerado ingenio, no siempre guarda la debida mesura, sur-
giendo aquí o allá alguna frase desenfadada.
* * *
* * *
* * *
* * *