Simulacro
Simulacro
Simulacro
18/05/2019
Observando el comportamiento de los animales es fácil advertir cómo presentan, desde su nacimiento,
algunos comportamientos típicos que no derivan de ninguna experiencia, que llevan a cabo instintivamente,
En cambio, otros comportamientos son fruto de la experiencia y son aprendidos en el curso de la vida.
Los primeros, llamados comportamientos innatos o instintivos, son parte de un bagaje hereditario que lleva
a los animales de una especie determinada a responder, con acciones bien precisas e inmutables, a ciertas
situaciones, como ante la vista del enemigo, la necesidad de nutrirse, la llamada de sus descendientes, etc.
Son comportamientos innatos el del pollito recién nacido, cuando pica; el de los patos pequeños, que siguen
a su madre en el agua; el de la araña, al construir su tela; el de la ardilla, que la incita a almacenar provisiones
para el invierno; el de los hijos de cualquier mamífero, cuando beben la leche de su madre; el de cualquier
pájaro, al fabricar su propio nido; el de las golondrinas, al emigrar a la llegada del otoño, etc.
En cambio, el comportamiento que pone en práctica cualquier animal, fruto de la experiencia pasada, y que
deriva, por tanto, de su capacidad de aprender, es conocido como comportamiento aprendido, o aprendizaje.
Este comportamiento, que no se hereda de los progenitores, es particularmente evidente en los vertebrados, y
todavía más en el caso de los primates, en los cuales las capacidades de recordar una experiencia, de
almacenarla y de reutilizarla en el momento oportuno, están más desarrolladas.
¿De modo que quieres saber por qué te odio hoy? Te será, sin duda, más difícil entenderlo que a mí
explicártelo, pues creo que eres el más bello ejemplo de impermeabilidad femenina que cabe encontrar.
Habíamos pasado juntos una larga jornada que me resultó corta. Nos habíamos prometido que nos
comunicaríamos todos nuestros pensamientos el uno al otro y que en adelante nuestras almas serían una sola;
claro que este sueño no tiene nada de original, como no sea que ningún hombre lo ha visto realizado, aunque
todos lo hayan concebido.
Al anochecer, como estabas algo cansada, quisiste sentarte en la terraza de un café nuevo que hacía esquina
con un bulevar también nuevo y todavía lleno de escombros, que ya mostraba su esplendor inacabado. El café
estaba resplandeciente. Hasta el gas del alumbrado desplegaba todo el fulgor de un estreno e iluminaba con
toda su fuerza las paredes de una blancura cegadora, las superficies deslumbrantes de los espejos, los dorados
de las molduras y cornisas, los mofletudos pajes arrastrados por perros con correas, las damas sonriendo al
halcón posado en el puño, las Hebes y los Ganímedes ofreciendo con los brazos extendidos un ánfora con
jaleas o un obelisco bicolor de helados con copete; toda la historia y toda la mitología puestas al servicio de
la glotonería.
En la calzada, justo delante de nosotros, se había plantado un buen hombre de unos cuarenta años, con cara
de cansancio y barba entrecana, que llevaba de una mano a un niño, mientras sostenía en el otro brazo a una
criaturita demasiado pequeña para andar. Estaba haciendo de niñera y llevaba a sus hijos a tomar el fresco de
la noche. Todos iban andrajosos. Los tres rostros estaban extraordinariamente serios y los seis ojos
contemplaban fijamente el café nuevo, con igual admiración, aunque diversamente matizada por la edad.
Los ojos del padre decían: “¡Qué precioso, qué precioso! Se diría que todo el oro de este pobre mundo se ha
concentrado en esas paredes”. Los ojos del niño exclamaban: “¡Qué precioso, qué precioso!, pero ése es un
sitio donde sólo puede entrar la gente que no es como nosotros”. En cuanto a los ojos del más pequeño, estaban
demasiado fascinados para no expresar más que una alegría estúpida y profunda.
Dice la letra de una canción que el placer hace a las almas buenas y ablanda los corazones. Por lo que a mí se
refería, la canción tenía razón esa noche. No sólo me había enternecido aquella familia de ojos, sino que me
sentía un tanto avergonzado de nuestros vasos y de nuestras jarras, mayores que nuestra sed. Había dirigido
mis ojos a los tuyos, amor mío, para leer en ellos mi pensamiento; me había sumergido en tus ojos tan bellos
y tan extrañamente dulces, en tus ojos verdes, habituados por el capricho e inspirados por la luna, cuando me
dijiste: “¡No soporto a esa gente con los ojos abiertos como platos! ¿No puedes decirle al encargado del café
que los eche de ahí?”
¡Hasta qué extremo es difícil entenderse, ángel mío! ¡Hasta qué extremo es incomunicable el pensamiento,
incluso entre aquellos que se aman!