Antología Poética Posguerra I

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ANTOLOGÍA POÉTICA I

LITERATURA ESPAÑOLA DESDE 1940

CURSO 2018-2019

CLASE 9: PRECEDENTE DE LA POESÍA DE POSGUERRA: LA POESÍA DE LA GUERRA CIVIL

«El Quinto Regimiento»


«Canción del flecha»

CLASE 10: LA INMEDIATA POSGUERRA, EXISTENCIALISMO E INTIMISMO

«Monstruos», Dámaso Alonso (Hijos de la ira, 1944)


«Nacimiento de Dios», José García Nieto (Del campo y soledad, 1946)
«Ante un cementerio en Castilla», José García Nieto (Del campo y soledad, 1946)
«Patria», Eugenio de Nora (1946)
«Canto funeral por mi época», Carmen Conde (Mi fin en el viento, 1947)
«Lo fatal», José Luis Hidalgo (Los muertos, 1947)
«Muerte», José Luis Hidalgo (Los muertos, 1947)
«Sólo el aire, Señor», Concha Zardoya (Dominio del llanto, 1947)
Comienzo de La casa encendida (1949), Luis Rosales
«Hombre», Blas de Otero (Ángel fieramente humano, 1950)
La cuestión divina

CLASE 11: POESÍA SOCIAL

Antecedente: «El poeta en la calle», Rafael Alberti (1938)


«Poesía contemporánea», Eugenio G. de Nora (España, pasión de vida, 1950)
«Labradores castellanos», Ramón de Garciasol (Canciones, 1952)
«Los días duros», Ángela Figuera (1953)
«Llamamiento», Gabriel Celaya (1953)
«Homenaje a mi tiempo», Salvador Pérez Valiente (Por tercera vez, 1953)
«En la plaza», Vicente Aleixandre (Historia del corazón, 1954)
«A la inmensa mayoría», Blas de Otero (Pido la paz y la palabra, 1955)
«La poesía es un arma cargada de futuro», Gabriel Celaya (Cantos iberos, 1955)
«Postguerra», Ángela Figuera (1956)
«El cielo», Ángela Figuera Aymerich (Belleza cruel, 1958)
«En tierra escribo», Ángela Figuera Aymerich (Toco la tierra: letanías, 1962)

CLASES 12 Y 13: EXILIO DE LOS AÑOS 40, 50 Y 60

«El exiliado», María Zambrano (Los bienaventurados)


«Español», León Felipe (Español del éxodo y del llanto, 1939)
«Elegía española», León Felipe (fragmentos) (Español del éxodo y del llanto, 1939)
«[Hoy que llevo mis campos…]», Pedro Garfias (Primavera en Eaton Hastings, 1939)
«Por dos yeles», Juan Ramón Jiménez (En el otro costado, 1936-1942)
«No me recuerdes aquí», Bernardo Clariana (Arco ciego, Nueva York, 1946)
Antología poética
Literatura Española desde 1940
Grado en Español: Lengua y Literatura
Lucía Cotarelo Esteban

«Cero», Pedro Salinas (Todo más claro, 1936-1949)


«Romance», Bernardo Clariana (Arco ciego, 1952)
«Elegía española [II]», Luis Cernuda (Las nubes, 1943)
«[En este inmenso campo]», Marina Romero (Sin agua, el mar, 1961)
«El ruiseñor sobre la piedra» (Fragmentos), Luis Cernuda (Las nubes, 1943)
«[Echamos de menos]», Marina Romero (Sin agua, el mar, 1961)
«Tierra nativa», Luis Cernuda (Como quien espera el alba, 1947)
«[Dame, Señor]», Marina Romero (Sin agua, el mar, 1961)
«DIPTICO ESPAÑOL I: Es lástima que fuera mi tierra» (Fragmentos), Luis Cernuda
(Desolación de la quimera, 1962)
«[Me duele la paciencia fatigada]», Marina Romero (Sin agua, el mar, 1961)

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Antología poética
Literatura Española desde 1940
Grado en Español: Lengua y Literatura
Lucía Cotarelo Esteban

CLASE 9: PRECEDENTE DE LA POESÍA DE POSGUERRA. LA POESÍA DE LA


GUERRA CIVIL

«El Quinto Regimiento» «Canción del flecha» (Agustín de Foxá)

El 18 de julio
en el patio de un convento ¡En pie, flechas de España!
el Partido Comunista Falange es victoriosa.
fundó el Quinto Regimiento. Dame el fusil pequeño,
que suena ya una clara voz:
Venga jaleo, jaleo
Suena la ametralladora Para que yo creciera
Y Franco se va a paseo. sobre una Patria hermosa,
mis hermanos mayores
Con Líster, el campesino, cayeron cara al sol.
Con Galán, y con Modesto,
Con el comandante Carlos Un día dejaremos
No hay miliciano con miedo. los viejos camaradas;
escuelas y talleres
Venga jaleo, jaleo e iremos todos a formar
Suena la ametralladora
Y Franco se va a paseo. en un soto florido,
al pie de las espadas
Con los cuatro batallones porque la Patria joven
Que Madrid están defendiendo ha amanecido ya.
Se va lo mejor de España
La flor más roja del pueblo. Para que yo creciera…

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Grado en Español: Lengua y Literatura
Lucía Cotarelo Esteban

CLASE 10: LA INMEDIATA POSGUERRA, EXISTENCIALISMO E INTIMISMO

«Monstruos», Dámaso Alonso (Hijos de la ira, 1944)

Todos los días rezo esta oración


al levantarme:

Oh Dios,
no me atormentes más.
Dime qué significan
estos espantos que me rodean.
Cercado estoy de monstruos
que mudamente me preguntan,
igual, igual, que yo les interrogo a ellos.
Que tal vez te preguntan,
lo mismo que yo en vano perturbo
el silencio de tu invariable noche
con mi desgarradora interrogación.
Bajo la penumbra de las estrellas
y bajo la terrible tiniebla de la luz solar,
me acechan ojos enemigos,
formas grotescas que me vigilan,
colores hirientes lazos me están tendiendo:
¡son monstruos,
estoy cercado de monstruos!

No me devoran.
Devoran mi reposo anhelado,
me hacen ser una angustia que se desarrolla a sí misma,
me hacen hombre,
monstruo entre monstruos.

No, ninguno tan horrible


como este Dámaso frenético,
como este amarillo ciempiés que hacia ti clama con todos sus tentáculos enloquecidos,
como esta bestia inmediata
transfundida en una angustia fluyente;
no, ninguno tan monstruoso
como esa alimaña que brama hacia ti,
como esa desgarrada incógnita
que ahora te increpa con gemidos articulados,
que ahora te dice:
«Oh Dios,
no me atormentes más,
dime qué significan
estos monstruos que me rodean
y este espanto íntimo que hacia ti gime en la noche.»

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«Nacimiento de Dios», José García Nieto (Del campo y soledad, 1946)

Y Tú, Señor, naciendo inesperado,


en esta soledad del pecho mío,
Señor, mi corazón lleno de frío
¿en qué tibio rincón lo has transformado?

¡Qué de repente, Dios, entró tu arado


a romper el terrón de mi baldío!
Pude vivir estando tan vacío,
¡cómo no muero al verme tan colmado!

Lleno de Ti, Señor; aquí tu fuente


que vuelve a mi sus múltiples espejos
y abrillanta mis límites de hombre.

Y yo a tus pies dejando humildemente


tres palabras traídas de muy lejos:
el oro, incienso y mirra de mi nombre.

«Ante un cementerio en Castilla», José García Nieto (Del campo y soledad, 1946)

Hasta la sombra del ciprés se os niega,


oh, puñado de muertos en Castilla;
quemados bajo el sol; con una orilla
de piedra y una cruz de hierro ciega.
Qué triste en la llanura y qué pequeño,
cuando el agua se alegra en la pendiente,
este trozo de tierra, suficiente
para el hondo manar de vuestro sueño.
Una sala de alientos hay vacía,
un bosque de cinturas derribado;
la mano cuidadosa del arado,
el pie con que el camino se rendía.
La luz, enloquecida, irremediable,
de rama en rama va, de loma en loma,
pidiéndole al silencio una paloma
que por vuestras oscuras bocas hable.
Muda brilla en sus labios la mañana;
quiebra el pinar el pájaro y su acento,
y se queda en los álamos el viento
con su amorosa lengua de campana.
No llegará la música al oído
que la tierra implacable mina y puebla,
y un gigantesco corazón de niebla
recogerá la sangre sin latido.
Lejos está la piel cerrada en besos,
está el amor, el hombre que ahora canta,
el estrecho collar que a la garganta
pone la claridad de vuestros huesos.
Si bajo la quietud de Dios no hay nada

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más que esta soledad y esta manera


que da la muerte al labio y su sonido,
Señor, deja tu mano sosegada
sobre mi corazón, que ya te espera
en lo eterno del campo y del olvido.

«Patria», Eugenio de Nora (1946)

La tierra, yo la tengo sobre la sangre escrita.


Un día fue alegre y bella como un cielo encantado
para mi alma de niño. Oh tierra sin pecado,
sobre cuyo silencio sólo la paz gravita.
Pero la tierra es honda. La tierra necesita
un bautismo de muertos que la hayan adorado
o maldecido, que hayan en ella descansado
como sólo ellos pueden, haciéndola bendita.

Fui despertado a tiros de la infancia más pura


por hombres que en España se daban a la muerte
Aquí y allí, por ella. ¡Mordí la tierra, dura,
y sentí sangre viva, cálida sangre humana!
Hijo fui de una patria. Hombre perdido, fuerte
para luchar, ahora, para morir, mañana.

«Canto funeral por mi época», Carmen Conde (Mi fin en el viento, 1947)

Yo misma reclamando a los arcángeles,


¿qué soy más que una voz descompasada?
La tierra suma tierras sin raíces,
oscuros vendavales de tormentas...
Los cuerpos van sin alma, son tan sólo
los pozos del instinto desatado.
¡Qué triste mi yantar de pan sombrío,
mi oscuro acontecer por el trascielo!
Ni lloro ni sonrío, que la risa,
el llanto, son de vivos, y no soy
ni viva ni tan muerta que no sepa
que me puedo morir dentro de poco.

Hablar de lo celeste imaginado.


Latir los estertores de la dicha.
Sentirme delirar, acongojada
por tanto goce limpio en el amor.
¿Acaso todo ello no es posible,
temiendo, como temo, que la vida
se acabe para mí sin prolongarla
en vida de la eterna persistencia?
¡Oh carnes de dolor, hombres funestos;
mujeres de placer, viejos sin lumbre;
criaturas del descuido irresponsable!
Penando por vosotros yo arrebato

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mis pulsos en amarga calentura.

A nadie importa nadie. Que asesinos


de otros que serían matadores
componen la corteza de la tierra.
Delatan lenguas frías sus venganzas,
y un pueblo universal ulula odios
encima de la sangre derramada.
¿Qué puedo yo crear; quién hace lirios,
de no ser Dios potente, de este cieno?
¿Quién puede remediar mi incertidumbre,
de no ser Dios eterno, en esta charca?
(…)
¿Qué hacemos ahora aquí, quién nos requiere
si no es para colmar nuestro fracaso?
¡Oh tristes del llorar, sumad mi queja
al negro de la noche sin orillas!

Muy largo es el dormir sin esperanzas.


Muy largo y muy profundo, despertarse.
Y busco entre vosotros, los ajenos,
la calma de inefables beatitudes.
—Hay hombres que no quieren ser el eco
de tales resonancias dolorosas.
Mujeres sin dolor, cuerpos de sexo
que empapan su animal perseverancia—.

¿Quién dijo que la voz del que clamara


podría desnudar indiferencias?
¡Que clama mi dolor por los que sufren,
y estoy sola en amor por cuantos lloran!
(…)
Están sin luz las sendas; los atajos
bañándose en la sangre derrochada.
En dientes sin blancor gimen pedazos
de carnes en agraz. Balan su ira
los castos y en temor, que nada impiden.
Transcurre todo así; bilis y sangre
debajo de los puentes lujuriosos.
Codicias y ruindad, grandes altezas
imperan bien aquí, donde yo clamo.
¡Abridme como res que todos matan,
sacad mi sangre entera, destruidme,
que quiero deshacerme entre vosotros!

«Lo fatal», José Luis Hidalgo (Los muertos, 1947)

He nacido entre muertos, y mi vida


es tan solo el recuerdo de sus almas,
que, lentas, van soñando entre mi sangre
y sobre el mundo ciego la levantan.

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Lucía Cotarelo Esteban

Quedó lejos la tierra; mis raíces


no saben del frescor que en ella canta.
De inasibles cenizas es mi cuerpo.
Los muertos de la tierra me separan.

Quisiera ser yo mismo, luz distinta,


brillando, cada día, con el alba;
estrella de la noche, siempre joven,
que fulge de sí misma solitaria.

Pero ya no estoy solo. Mi ser vivo


lleva siempre los muertos en su entraña.
Moriré como todos, y mi vida
será oscura memoria en otras almas.

«Muerte», José Luis Hidalgo (Los muertos, 1947)

Señor: lo tienes todo; una zona sombría


y otra de luz, celeste y clara.
Mas dime Tú, Señor, ¿los que han muerto,
es la noche o el día lo que alcanzan?

Somos tus hijos, sí, los que naciste,


los que desnudos en su carne humana
nos ofrecemos como tristes campos
al odio o al amor de tus dos garras.

Un terrible fragor de lucha, siempre


nos suena oscuramente en las entrañas,
porque en ellas Tú luchas sin vencerte,
dejándonos su tierra ensangrentada.

Dime, dime, Señor: ¿por qué a nosotros


nos elegiste para tu batalla?
Y después, con la muerte, ¿qué ganamos,
la eterna paz o la eternal borrasca?

«Sólo el aire, Señor», Concha Zardoya (Dominio del llanto, 1947)

Sólo el aire, Señor, en torno mío.


Si tu luz inmortal no se cerniera
en el camino eterno de los astros
¿cómo podría yo buscar tu lumbre?

Mas tu luz amenaza o nos derriba


con su rayo potente sobre el suelo.
Con ella nos golpeas en los ojos:
los paraísos caen como frutas.

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Lucía Cotarelo Esteban

Para aplacarla hay hombres que te ofrecen


los tiernos hijos suyos como víctimas.
Yo sólo tengo versos, cual un aire
vacío entre los labios tan humanos.

A la deriva voy por los senderos,


encendida de amor como una antorcha.
Pero Tú vas dejando yertamente
la blanca indiferencia de tu huella.

¿Mueve tu mano el aire? ¿Nieblas alza?


¿El rojo corazón convierte en fuego,
perdida chispa tuya en los mortales?
¿Tu creadora estirpe sobrevive?

Sólo el aire, Señor, en torno mío.


Por detrás va tu nube, la morada
de tus altos relámpagos y rayos:
tus luces que amenazan o derriban.

Comienzo de La casa encendida (1949), Luis Rosales

Vivir es ver volver. El tiempo pasa; las cosas que quisimos son caedizas, fugitivas; se van. Y esto
es morir: borrarse de sí mismo, borrarse dentro de sí mismo (…) es justo y necesario conservar
los afectos como eran y los recuerdos como serán (…) es justo y necesario saber que todo cuanto
ha sido, todo cuanto ha temblado dentro de nosotros, está aún como diciéndose de nuevo en
nuestra vida y en la vida de los demás (…) el esfuerzo por mantener, como se pueda, esa memoria
del vivir (…) la poesía, y solamente la poesía, sigue diciendo su palabra.

Porque todo es igual y tú lo sabes,


has llegado a tu casa y has cerrado la puerta
con aquel mismo gesto con que se tira un día,
con que se quita la hoja atrasada al calendario
cuando todo es igual y tú lo sabes.
Has llegado a tu casa,
y, al entrar,
has sentido la extrañeza de tus pasos
que estaban ya sonando en el pasillo antes de que llegaras,
y encendiste la luz, para volver a comprobar
que todas las cosas están exactamente colocadas,
como estarán dentro de un año,
y después,
te has bañado, respetuosa y tristemente, lo mismo que un suicida,
y has mirado tus libros como miran los árboles sus hojas,
y te has sentido solo,
humanamente solo,
definitivamente solo porque todo es igual y tú lo sabes.

Has llegado a tu casa,


y ahora querrías saber para qué sirve estar sentado,
para qué sirve estar sentado igual que un náufrago
entre tus pobres cosas cotidianas.

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Lucía Cotarelo Esteban

Sí, ahora quisiera yo saber


para qué sirven el gabinete nómada y el hogar que jamás se ha encendido,
y el Belén de Granada
–él Belén que fue niño cuando nosotros todavía nos dormíamos cantando–
y para qué puede servir esta palabra: «ahora»,
esta palabra misma: «ahora»,
cuando empieza la nieve
cuando nace la nieve,
cuando crece la nieve en una vida que quizás está siendo la mía,
en una vida que no tiene memoria perdurable,
que no tiene mañana,
que no conoce apenas si era clavel, si es rosa,
si fue azucenamente hacia la tarde.

Sí, ahora
Me gustaría saber para qué sirve este silencio que me rodea,
Este silencio que es como un luto de hombres solos,
Este silencio que yo tengo,
Este silencio
Que cuando Dios lo quiere se nos cansa en el cuerpo,
Se nos lleva,
Se nos duerme a morir
Porque todo es igual y tú lo sabes.

Sí, he llegado a mi casa, he llegado, desde luego, a mi casa,


Y ahora es lo de siempre,
(…)
Sí, he vuelto de la calle: estoy sentado;
La nieve de empezar a ser bastante
Sigue cayendo,
Sigue cayendo todo, sigue haciéndose igual,
Sigue haciéndose luego,
Sigue cayendo,
Sigue cayendo todo lo que era Europa, lo que era mío y había llegado a ser más importante que
[la vida,
Sigue cayendo,
Sigue cayendo todo lo que era propio,
Lo que ya estaba liberado,
Lo que ya estaba desolorido por la vida,
Sigue cayendo,
Sigue cayendo todo lo que era humano, cierto y frágil.
(…)
siento de pronto,
ahogada en la espesura de silencio que me rodea,
como una vibración mínima y persuasiva
de algo que se mueve para nacer,
y es un ruido pequeño,
casi como un latido que sufriera,
como un latido en su claustro de musgo,
(…)
Y es un sonido de algo interior que vibra,
de algo interior que está subiendo a mi garganta
como el agua en un pozo,

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igual que esa palabra que no has pensado aún


mientras la estás diciendo,
y después se hace radiante, ávido, irrestañable,
y ahora es ya la memoria que se ilumina como un cabo de vela que se enciende con otra,
y ahora es ya el corazón que se enciende con otro
corazón que yo he tenido antes,
y con otro que yo entristezco todavía,
y con otro
que yo puedo tener, que estoy teniendo ahora,
un corazón más grande,
un corazón para vivirlo, descalzo y necesario,
un corazón reunido,
reunido de otros muchos,
igual que un olor único que hacen diversas flores;
y pienso
que quizás estoy ardiendo todo,
que se ha quemado la palabra «igual»,
nos vibra el corazón como cristal tañido;
nos vibra,
está vibrando ya con este son que suena,
con este son, con este son que suena enloqueciendo
ya la casa toda,
mientras que se me va descoloriendo el alma
por una grieta dulce.

«Hombre», Blas de Otero (Ángel fieramente humano, 1950)

Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte,


al borde del abismo, estoy clamando
a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en el vacío inerte.

Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte


despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo
oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando
solo. Arañando sombras para verte.

Alzo la mano, y tú me la cercenas.


Abro los ojos: me los sajas vivos.
Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.

Esto es ser hombre: horror a manos llenas.


Ser –y no ser– eternos, fugitivos.
¡Ángel con grandes alas de cadenas!

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La cuestión divina

❖ Soledad u orfandad del hombre y silencio impasible de Dios

➢ «Tengo miedo de ser náufrago solitario, Miedo de que me ignores» (Alonso, «En la
sombra»).
➢ «El hombre ha ido / volviéndose del barro que le diste. / Dejado de tu mano lo pusiste /
sobre la tierra ya, sobre el olvido» (Montesinos, «El arrepentimiento»).
➢ «Dios mío, dime / si somos sólo sombras fugitivas, / sueños de tu rencor, llamas que
avivas / con tu viento» (Gaos, «Pregunta»).
➢ «Y en mi insignificante trascendencia, / levanto un haz de sangre o de preguntas / y un
eco de silencio me responde [...] después de todo, / Tú me diste esta voz con que te llamo»
(Manuel Alcántara, «La palabra de Dios»).

❖ Duda y amor sobre el Ser Supremo: búsqueda necesitada de un Dios perdido

➢ «Señor, / dime quién eres, / ilumina quién eres, / dime quién soy también, / y por qué la
tristeza de ser hombre» (Panero, «Tú que andas sobre la nieve»).
➢ «Desde entonces te siento, Señor, ya tan lejano, / que no sé si es que existes o fuiste solo
un sueño» (Hidalgo, «Mano de Dios»).
➢ «¿Ardes sin tregua tras el cielo negro, / o habitas solamente en mi palabra?» (Hidalgo,
«Verbo de Dios»).

❖ Paradójico anhelo de muerte redentora y temor ante la fugaz existencia humana

➢ «Nada es tan necesario al hombre como un trozo de mar / y un margen de esperanza más
allá de la muerte» (Otero, «A punto de caer»).
➢ «Ved la muerte; mirad cómo Dios nos la endulza / y nos lleva hacia ella de la mano, /
cómo nos la prepara antes, igual que un lecho...» (Valverde, «Salmo de la mano de
Dios»).
➢ «¿He de morir, Señor, / para encontrar la brecha / por donde derramarme / en tu luz
verdadera?» (Hidalgo, «Manos que te buscan»).
➢ «¡Tengo miedo a ese pozo vacío, / a esa noche sin fondo, aunque esté Dios detrás! / [...]
Oh Señor, anestésiame la muerte» (Valverde, «Elegía para mi muerte»).
➢ «Dime, oh Dios, que no es quimera / la esperanza, la fe, y aunque así fuera, / engáñame
-¿no puedes tal vez?- para / poder dormir, soñar hasta que muera» (Gaos, «No me mueve,
mi Dios, para odiarte»).
➢ «Y yo de pie, tenaz, brazos abiertos, / Gritando no morir» (Otero, «Gritando no morir»).

❖ La muerte de Dios

➢ «¿qué aullas, can, qué gimes? / ¿Se te ha perdido el amo? / No: se ha muerto [...] Solo.
Estás solo» (Alonso, «Hombre»)
➢ «Aquí tenéis mi voz / alzada contra el cielo de los dioses absurdos (…) Él ha muerto hace
tiempo, antes de ayer» (Blas de Otero, «En castellano»).

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CLASE 11: POESÍA SOCIAL

Jean Paul Sartre en ¿Qué es la literatura? (1948) hablaba ya de cómo el testimonio deriva en
compromiso: «Escribir es, pues, revelar el mundo (…) el escritor proporciona a la sociedad una
conciencia inquieta y, por ello, está en perpetuo antagonismo con las fuerzas conservadoras que
mantienen el equilibrio que él procura romper (…) porque nombrar es mostrar, y mostrar es
cambiar». Función útil de la poesía, que recuerda a la poesía de guerra.

José Hiero en «Poesía y poética» (1953): «Para mí, la poesía de hoy ha de ser épica…
reconoceré a mi poeta nuevo cuando lea el poema narrativo donde esté mi historia y mi
intimidad. Donde todos leamos nuestra historia y nuestra lírica».

Vicente Aleixandre en Historia del corazón (1954): «el verdadero protagonista [es] el hombre
en su dimensión temporal, la mirada derramada sobre los demás, porque el hombre no vive solo
y su conciencia de la vida es también… conciencia de compañía (…) el proceso de clarificación
del lenguaje alcanza aquí su punto máximo de sencillez y transparencia».

Vicente Aleixandre en «Algunos caracteres de la nueva poesía española» (1955): «El tema
esencial de la poesía en nuestros días, con proyección mucho más directa que en épocas
anteriores, es el cántico inmediato de la vida humana en su dimensión histórica».

Leopoldo de Luis en Poesía social española contemporánea (1965): «La poesía social coincide
con la poesía política en aquellos aspectos de realismo, historicidad y narratividad, comunes a
la poesía civil, y además en su carácter comprometido. Otro es, no obstante, su compromiso, al
margen de todo dogma o consigna (…) la poesía social no prejuzga soluciones (como la poesía
política o religiosa) sino que denuncia estados que han de corregirse (…) si es obvio que la poesía
social parte de un realismo, tiene un claro matiz histórico: un aquí y un ahora, y se objetiva
narrativamente, deben añadirse el carácter testimonial y la intención denunciadora (…) el poeta
social es una voz que clama, una conciencia puesta en pie».

Félix Grande en 30 años de literatura (1969): «Entiendo por poesía social aquella que toma la
decisión de constituirse en testimonio sobre las realidades colectivas (…) puede decirse
entonces que la poesía social es una necesidad de la cultura motivada por la presión de las
hostilidades de la realidad».

Antecedente: «El poeta en la calle», Rafael Alberti (1938)

Un fantasma recorre Europa

...Y las viejas familias cierran las ventanas,


afianzan las puertas,
y el padre corre a oscuras a los Bancos
y el pulso se le para en la Bolsa
y sueña por las noches con hogueras,
con ganados ardiendo,
que en vez de trigos tiene llamas,
en vez de granos, chispas,
cajas,
cajas de hierro llenas de pavesas.
¿Dónde estás,

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Lucía Cotarelo Esteban

dónde estás?
Los campesinos pasan pisando nuestra sangre.
¿Qué es esto?
—Cerremos,
cerremos pronto las fronteras.
Vedlo avanzar de prisa en el viento del Este,
de las estepas rojas del hambre.
Que su voz no la oigan los obreros,
que su silbido no penetre en las fábricas,
que no divisen su hoz alzada los hombres de los campos.
¡Detenedle!
(…) —Pero nosotros lo seguimos,
lo hacemos descender del viento Este que lo trae,
le preguntamos por las estepas rojas de la paz y del triunfo,
lo sentamos a la mesa del campesino pobre,
presentándolo al dueño de la fábrica,
haciéndolo presidir las huelgas y manifestaciones,
hablar con los soldados y los marineros,
ver en las oficinas a los pequeños empleados
y alzar el puño a gritos en los Parlamentos del oro y de la sangre.

Un fantasma recorre Europa,


el mundo.
Nosotros le llamamos camarada.

«Poesía contemporánea», Eugenio G. de Nora (España, pasión de vida, 1950)

Medito a veces
en la triste materia de mi canto.

Bien sé que hay muchos, soñadores,


(como yo rodeados de desgracia y caminos)
pero entre nubes blancas, con sus ángeles
abanicando tímidas
alas prerrafaelistas, lejos;
que quizá en el estío
cultivan la nostalgia de la lira imposible,
decoran las palabras, sumisas como rombos
de plaza pobre en farolillos
de verbena y papel colorado.

Oh Dios, cómo desamo,


cómo escupo y desprecio
a esos cobardes, envenenadores,
vendedores de sueños, mientras ponen
sedas sobre la lepra, ilusión sobre engaño, iris
donde no hay más que secas piedras.
Esclavos, menos
aún, bufones de esclavos.
Malditos una y siete veces,
en nombre de la vida, aunque juren que aumentan
la belleza del mundo; en verdad,

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la belleza del mundo no precisa


ser aumentada ni disminuida
con sus telas. Lo que necesitamos
es una luz, es un desnudo brazo
que señale las cosas. La poesía es eso:
gesto, mirada, abrazo
de amor a la verdad profunda.
Ay, ay, lo que yo canto
miradlo en torno y despertad: alerta.

Ahí están, reunidos


en sociedad devoratoria y número.
(Llamar bestia asesina
al que, como el pesado
elefante del sátrapa,
hunde la pata hasta estrujar el rostro
que niega; ladrón vil
al emplumado grajo de cadáveres;
canalla al miserable…
acaso sepa a música
derrotada, a lamento
débil. A lo que no queremos.)
Pero nombrar no es sueño.

No sigáis las palabras. Contra ellos


yo canto hombres que tienen las tiránicas caras
como rostros con látigo: sonríen
al dolor, pero miran
al sol, y aprietan
los firmes dientes.
Y ya acabo.
(Esto no es un poema; son palabras
apretadas también, con saña.) Adiós. Es tiempo
de no plantar rosales. ¡Acordaos!

«Labradores castellanos», Ramón de Garciasol (Canciones, 1952)

Labradores castellanos:
Bajo la paz de la tierra
Hay muchos muertos sembrados
Por la guerra.

Aunque ahondéis mucho el arado


No se quiebran.

A labrar sobre los muertos,


Labradores castellanos,
Sobre el corazón caliente,
De tu hermano y de mi hermano.

A labrar y a que nos labren


Con su muerte.

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Lucía Cotarelo Esteban

Que ya labrar en el campo


No es faena de la tierra:
Es labrar en camposanto.

«Los días duros», Ángela Figuera (1953)

No. Ya no puedo estar, como solía,


oculta en matorrales de madreselvas,
de musgo delicado, de jazmines
que perfumaban la ilusión precisa
de mi vivir aparte, preservada.

No puedo deslizarme por el fácil


canal de los ensueños sin escollo
con los alegres ojos enfocados
a un horizonte matizado en rosa.

Bien lo sabéis cómo era yo de tierna.


Cómo canté mi arcilla y mis claveles.

(…)

Hoy ya no puedo. He de salir. Alzarme


sobre mi dócil barro femenino.
Gritar hacia las cosas que me gritan
con labios erizados, con garganta
hostil y azuzadora.

Los días duros, agrios, se levantan


como árida montaña. Hay que treparlos
en puro afán, dejando bien ceñida
a su áspero contorno, viva, roja,
la hiedra de la sangre derramada.

Hay que vivir a pulso los minutos


sin rémora, sin miedo, cabalgando
en la delgada arista del presente.

Ya no es escudo el hijo entre los brazos.


Ya no es sagrado el seno desbordante
de generoso jugo, ni nos sirven
los rizos de blasón, ni nos protege
la condecoración de la sonrisa.
Está la miel, pero la miel no basta.
Ni el espejuelo sabio de los ojos.
Ni el círculo encantado que trazaron
siglos atrás en torno a la belleza.

Hoy nuestra vida, violenta, astuta,


avanza con estruendo de motores
de cientos, de millares de caballos

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Lucía Cotarelo Esteban

armados de pezuñas aceradas


bajo las cuales se hacen imposibles
frágiles vidrios y delgada hierba.

Inútil es la huida y el gemido.

Hay que luchar, rugir, sincronizarse


con el compás terrible de los hechos.
Crujir, arder, vibrar, abrir los ojos
con osadía firme y suficiente.

Temblar la fibra más sensible y mansa


de nuestros nervios y forjarla en hojas
de inquebrantable filo.

(…)

«Llamamiento», Gabriel Celaya (1953)

Da miedo ser poeta; da miedo ser un hombre


consciente del lamento que exhala cuanto existe.
Da miedo decir alto lo que el mundo silencia.
Mas, ¡ay! es necesario, mas ¡ay! soy responsable
de todo lo que siento y en mí se hace palabra,
gemido articulado, temblor que se pronuncia.

Pensadlo: ser poeta no es decirse a sí mismo.


Es asumir la pena de todo lo existente,
es hablar por los otros, es cargar con el peso
mortal de lo no dicho, contar años por siglos,
ser cualquiera o ser nadie, ser la voz ambulante
que recorre los limbos procurando poblarlos.

A través de mí pasa: yo irradio transparente,


yo transmito muriendo, yo sin yo doy estado
al hombre que si mira parece que algo exige,
y simplemente mira, me está siempre mirando,
y esperando, esperando desde hace mil milenios
que alguien pronuncie un verso donde poder tenderse.

Sonámbulos acuden a mí los que no saben


si sufren o si sólo por no muertos del todo
aún siguen suspirando sin encontrar su forma,
su expresión absoluta, su descanso y mi olvido.
Y como quien conjura fantasmas yo pronuncio
palabras en que dejo de ser quien soy por ellos.

Cuando grito, no grita mi yo para decirse.


Cuando lloro, quien llora dentro de mí es cualquiera,
y es tan sólo en los otros donde vivo de veras.
Mis cantos son los cantos rodados que una mansa
corriente milenaria suaviza y uniforma,

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y el murmullo del agua los va deletreando.

¡Oh jóvenes poetas!, mirad, estoy llamando,


hundido en ese fondo que aún no ha sido expresado
de los muertos y el muerto que yo sumo al fracaso.
Decid lo que no supe, lo que nadie aún ha dicho.
Yo cumplí lo que pude, pero todo fue en vano,
y hoy me siento cansado –perdonadme–, cansado.

No me hagáis más preguntas. Cantad cara al mañana


lo común de la sangre, lo perpetuo y corriente.
No, al solo yo atenidos, penséis que vuestra muerte
es la muerte sin vuelta y el fin de vuestro anhelo.
Mientras haya en la tierra un solo hombre que cante,
quedará una esperanza para todos nosotros.

«Homenaje a mi tiempo», Salvador Pérez Valiente (Por tercera vez, 1953)

No me compadezcáis. Oídme.
(…)

Es por el pan por lo que grito,


Por sólo el pan y los zapatos,
Por respirar, por ir muriéndome
Tan duramente solitario.

Hacéis las cárceles, los premios,


Lleváis la cuenta de la rosa,
Asesináis tan lentamente
Que oigo mi sangre gota a gota.

Es por el pan, es por la luz


Que milagrosa se derrama.
Nace mi voz entre fusiles;
Alguien la esposa y la amordaza.

Llegará el día de los hombres,


De los que mueren cara a cara,
Desnudos, altos como torres.

«En la plaza», Vicente Aleixandre (Historia del corazón, 1954)

Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,


sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.

No es bueno
quedarse en la orilla
como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca.
Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha

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de fluir y perderse,
encontrándose en el movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita extendido.

(…)

Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.


Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.

Y era el serpear que se movía


como un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso,
pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.

Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse.


Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca,
quisieras algo preguntar a tu imagen,

no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.

(…)

Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.


Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir
para ser él también el unánime corazón que le alcanza!

«A la inmensa mayoría», Blas de Otero (Pido la paz y la palabra, 1955)

Aquí tenéis, en canto y alma, al hombre


aquel que amó, vivió, murió por dentro
y un buen día bajó a la calle: entonces
comprendió: y rompió todos su versos.

Así es, así fue. Salió una noche


echando espuma por los ojos, ebrio
de amor, huyendo sin saber adónde:
a donde el aire no apestase a muerto.

Tiendas de paz, brizados pabellones,


eran sus brazos, como llama al viento;
olas de sangre contra el pecho, enormes
olas de odio, ved, por todo el cuerpo.

¡Aquí! ¡Llegad! ¡Ay! Ángeles atroces


en vuelo horizontal cruzan el cielo;
horribles peces de metal recorren

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las espaldas del mar, de puerto a puerto.

Yo doy todos mis versos por un hombre


en paz. Aquí tenéis, en carne y hueso,
mi última voluntad. Bilbao, a once
de abril, cincuenta y uno.

«La poesía es un arma cargada de futuro», Gabriel Celaya (Cantos iberos, 1955)

Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,


mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmando,
como un pulso que golpea las tinieblas,

cuando se miran de frente


los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.

Se dicen los poemas


que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.

Con la velocidad del instinto,


con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.

Poesía para el pobre, poesía necesaria


como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.

Porque vivimos a golpes, porque a penas si nos dejan


decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.

Maldigo la poesía concebida como un lujo


cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.
Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.

Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,


y calculo por eso con técnica, qué puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.

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Tal es mi poesía: poesía-herramienta


a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.

No es una poesía gota a gota pensada.


No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.

Son palabras que todos repetimos sintiendo


como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra, son actos.

«Postguerra», Ángela Figuera (1956)

Alegraos, hermanos, porque vivos seguimos.


Verticales, calientes sobre tierra segura
persistente al estruendo y a la dura piqueta.
Aún nos queda la carne y un acero de huesos
nos mantiene flexibles bajo el cielo de siempre
que absorbió indiferente los agónicos gritos.

Alegraos, hermanos, porque es bueno quedarse


como espiga escapada a la hoz y a la muela.
Como res condenada que evadió la cuchilla.

Yo poeta, os lo digo: Tanta gracia borrada,


tanta hermosa mecánica, tantos arcos triunfales,
tantos techos humildes destruidos a ciegas.
Tantos cráneos hundidos, tantas bocas inmóviles
taponadas de arcilla, no interrumpen la serie
de los días ligeros que nos llevan en andas
porque vimos el caos y quedamos exentos.

Porque estamos enjutos transcurrido el diluvio,


alegrémonos, hijos. En las ruinas y grietas
que dejó el terremoto sembraremos el grano
y veremos crecer el tomillo y la rosa.

Yo, poeta, os lo digo: las corolas son dulces


bajo un sol sin careta de mortíferos gases,
y, olvidado el rugido de los huecos aceros,
un idilio de pájaros y de arroyos nos mece.

Cuando el ácido llanto de las madres sin hijo


se ha perdido en el polvo, una edénica savia
hinche en curva golosa las mejillas, los vientres
virginales y tibios que se rinden al hombre
prolongando su estirpe.

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Somos, somos, amigos, más allá del desastre.


Continuemos. Hagamos cosas, hijos, sonetos,
sinfonías, retablos
donde Dios Padre oculte la sonrisa indulgente
en las barbas fluviales recamadas de plata.
…………………………….
He mirado a mi lado. Como sombras caminan.
Adherido a sus piernas, pesa un lodo de siglos.
Hay un resto de sangre que embadurna sus ojos.

Añorando el contorno de las duras culatas


cuelgan lacias sus manos. Y los labios abiertos
a su antigua congoja, desconocen la hartura.

No me escuchan. ¿Qué largas resonancias tremendas


ensordecen sus almas? No me miran. ¿Son alguien?
¿Son los mismos? ¿Son todo lo que hoy día subsiste?
¿Esto queda del hombre tras la furia del hombre?
Y yo sé que no puedo darles nada. Como ellos
soy un resto, una fuga,
una angustia cercada de horizontes difíciles,
un pulmón oprimido por tiránicos puños,
una estancia, vacía de divinas presencias,
cuyos muros gotean de sudor y de llanto.

La venganza callada de millones de muertos.

«El cielo», Ángela Figuera Aymerich (Belleza cruel, 1958)

Colegas queridísimos, estetas defensores


del pájaro y la rosa y el mundo está bien hecho
etcétera, y cantemos el cielo en primavera,
porque es azul y estalla de gracia y poesía,
amigos y enemigos, es cierto, estáis sobrados
de sólidas razones. Seguir vuestro camino
acaso lograría salvarme de estas cosas.
De tantos anatemas comiéndose mis versos.
Pensándolo, es loable. El cielo azul tan lindo.
El cielo bondadoso de Dios y de sus ángeles.
Precioso. Pero amigos, decidme, por los clavos
de Cristo, por los clavos del hombre, ¿estáis seguros?
¿Creéis que un bello cielo nos cubre todavía?
¿Aún brilla luminoso sobre el cieno?
¿Y sigue siendo azul sobre la sangre?
Yo, así, lo cantaría con toda unción. Palabra.
Con versos bien rimados, para dormir tranquila
sabiendo que tenía mi puesto asegurado
en las Antologías del Arte más conspicuo.
Pero es casi imposible. Pues yo no veo el cielo.
No acierto a verlo, hermanos, desde hace largas fechas.
Desde hace mucho llanto me falta de los ojos.

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Porque no puede verse vuestro cielo perfecto


desde un mundo entoldado con las nubes más hoscas.
Y no puede mirarse con la espalda doblada.
Ni se goza su lumbre con la nuca partida.
No puede verse el cielo con el pecho quemado
en la boca del horno,
ni se ven sus fulgores con los párpados sucios
del sudor más espeso,
ni su luz nos alcanza tanteando en las simas
de las cuencas mineras,
ni podemos mirarlo retirando las redes
con la sal en los ojos.
No es posible encontrarlo a través de la efigie
coronada de gloria del tirano sangriento,
ni se encuentra en las togas de los negros fiscales
ni en el frío destello de los sables de gala
en los bellos desfiles,
ni durmiendo en la iglesia mientras suenan las preces
por los fieles difuntos.

No se llega hasta el cielo desde tantas prisiones,


desde tantos cuarteles con sargentos y piojos,
desde tantas escuelas con los bancos helados,
desde tantos lugares con letreros que dicen:
se prohíbe la entrada.

No puede verse el cielo desde el fondo del cáncer,


desde el fondo más hondo del infierno más negro,
desde el fondo de todos los que están en el fondo,
los que son tierra sucia que pisáis sin mirarla
cuando vais extasiados por las líricas nubes.

«En tierra escribo», Ángela Figuera Aymerich (Toco la tierra: letanías, 1962)

Si por amar la tierra, pierdo el cielo,


si no logro completa mi estatura
ni pongo el corazón a más altura
por no perder contacto con el suelo;

si no dejo a mis alas tomar vuelo


para escalar mi pozo de amargura
y olvido el resplandor de la hermosura
para vestir el luto de mi duelo,

es porque soy de tierra: en tierra escribo


y al hombre-tierra canto, que, cautivo
de su vivir-morir, se pudre y quema.

Mi reino es de este mundo. Mi poesía


toca la tierra y tierra será un día.
No importa. Cada loco con su tema.

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CLASES 12 Y 13: EXILIO DE LOS AÑOS 40, 50 Y 60

«El exiliado», María Zambrano (Los bienaventurados)

«Comienza la iniciación al exilio cuando comienza el abandono, el sentirse abandonado (…) Algo
encuentra dentro de lo cual depositar su cuerpo que fue expulsado de ese lugar primero (…) Y en
el destierro se siente sin tierra, la suya, y sin otra ajena que pueda sustituirla. (…) El encontrarse
en el destierro no hace sentir el exilio, sino ante todo la expulsión. Y luego, luego la insalvable
distancia y la incierta presencia física del país perdido. Y ahí empieza el exilio.

En el abandono, sólo lo propio de que se está desposeído aparece. Lo propio es solamente en tanto
que negación (…) imposibilidad de vivir que, cuando se cae en la cuenta, es imposibilidad de
morir. (…) Peregrinación entre las entrañas esparcidas de una historia trágica. Nudos múltiples,
oscuridad y algo más grave: la identidad perdida que reclama rescate. (…) [El exiliado] anda fuera
de sí al andar sin patria ni casa. Al salir de ellas se quedó para siempre fuera (…) [se ve] en sus
raíces sin haberse desprendido de ellas, sin haber sido de ellas arrancado.

[El exiliado] es el devorado, devorado por la historia.

El exiliado es el que más se asemeja al desconocido (…) orfandad, no tener lugar en el mundo,
ni geográfico, ni social, ni político (…) No ser nadie, ni un mendigo: no ser nada. (…) De destierro
en destierro, en cada uno de ellos el exiliado va muriendo, desposeyéndose, desenraizándose (…)
se reitera su salida del lugar inicial, de su patria y de cada posible patria.

Para no perderse, enajenarse, en el desierto hay que encerrar dentro de sí el desierto. Hay que
adentrar, interiorizar el desierto en el alma.

Camina el refugiado entre escombros. Y en ellos, entre ellos, los escombros de la historia. La
Patria es una categoría histórica, no así la tierra ni el lugar. La Patria es lugar de la historia, tierra
donde una historia fue sembrada un día. (…) el exilio es el lugar privilegiado para que la Patria
se descubra, para que ella misma se descubra cuando ya el exiliado ha dejado de buscarla».

«Español», León Felipe (Español del éxodo y del llanto, 1939)

Español del éxodo de ayer


y español del éxodo de hoy:
te salvarás como hombre,
pero no como español.
No tienes patria ni tribu. Si puedes,
hunde tus raíces y tus sueños
en la lluvia ecuménica del sol.
Y yérguete... ¡Yérguete!
Que tal vez el hombre de este tiempo...
es el hombre movible de la luz,
del éxodo y del viento.

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«Elegía española», León Felipe (fragmentos) (Español del éxodo y del llanto, 1939)

¿Por qué habéis dicho todos


que en España hay dos bandos,
si aquí no hay más que polvo?

En España no hay bandos,


en esta tierra no hay bandos,
en esta tierra maldita no hay bandos.
No hay más que un hacha amarilla
que ha afilado el rencor.
Un hacha que cae siempre,
siempre,
siempre,
implacable y sin descanso
sobre cualquier humilde ligazón:
sobre dos plegarias que se funden,
sobre dos herramientas que se enlazan,
sobre dos manos que se estrechan.
La consigna es el corte,
El corte,
El corte,
El corte hasta llegar al polvo,
Hasta llegar al átomo.
Aquí no hay bandos,
aquí no hay bandos,
ni rojos
ni blancos
ni egregios
ni plebeyos…
Aquí no hay más que átomos,
átomos que se muerden.

España,
En esta casa tuya no hay bandos.
Aquí no hay más que polvo,
Polvo y un hacha antigua,
Indestructible y destructora
Que se volvió y se vuelve
Contra tu misma carne.

«Hoy que llevo mis campos…», Pedro Garfias (Primavera en Eaton Hastings, 1939)

Hoy que llevo mis campos en mis ojos


y me basta mirar para verlos crecer
siento vuestra llamada, prados de verde edad,
oigo vuestra palabra, árboles de cien años,
y os busco inútilmente a través de la tarde.
Ni el vuelo de los trinos ni el canto de las ramas
han de romper el duro silencio de mi boca.
Si me quedase inmóvil, como esta buena encina,

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vendrían vuestros pájaros a anidar a mi frente,


vendrían vuestras aguas a morder mis raíces
y aún seguiría viendo con su blancura intacta
quién sabe si dormida, la España que he perdido.

«Por dos yeles», Juan Ramón Jiménez (En el otro costado, 1936-1942)

Préndeme, sol, mis espacios


De ese oro que tú sabes,
Dobla en lo blanco que espera,
Los pinares y los mares.

Que yo respire en el alba


La pureza de dos aires
Y dos olores de día
Nuevo y limpio me embriaguen.

Que se junte en mi pasión


Lo que despierte y que cante,
Lo que mire,
Lo que entre,
Lo que sonría y que hable.

Que de una belleza en otra


Yo corresponda y yo pase
Con el corazón conforme
En dos abeirtas mitades.

Como en esta entera rosa,


En mi sangre entera dame,
Y que en el único azul
Dos vuelos pierda mi enjambre.

Por dos yeles que yo sé


Por dos mieles que tú labres,
Sol, amor, alta presencia,
Aquí y allí, de luz grande.

«No me recuerdes aquí», Bernardo Clariana (Arco ciego, Nueva York, 1946)

La bañista del Jantzen


Se zambulle en el azul automático del cielo de neón
Mientras el aviador del Camel
Arroja bocanadas de vapor
Y la Coca-Cola insiste en entontecer la vida por un níquel
Por más que la pistola de un film de Bogart
Ponga un poco de drama en la epidermis de los espectadores.
Parece de día bajo las marquesinas
Del Times Square
Pero es mentira.
Ved entrar a la gente silenciosa en los cines

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Como en iglesias que administraran


Un poco de mentira
En vez de Eucaristía:
(…)
Tal anticipo de tumba
De la era del átomo,
El espongiario de Manhattan yergue
El luminoso columbario de sus rascacielos
–gótico cubista–
Donde el hombre ensaya dócilmente
La postura de la muerte
En apartamentos y oficinas numerados.
No me recuerdes aquí
Tú que descansas en paz
Bajo la tierra de España.
(…)
Disolviendo en un bar
Las lágrimas de mi regreso
Esperando la muerte
En mi estrecho aposento,
Célula de rascacielo
Sin cielo y sin vida
(…)
Sin viajar nunca
Al prado ni a la playa
Donde creí tanto en Dios
Porque tú me besabas.
Perdóname, pues, que no navegue
A la orilla de tu tumba;
Perdóname esta espera desvelada.
El hombre ha lanzado dos bombas atómicas
Para acortar la guerra,
Pero también en la paz la vida se disgrega.
No me recuerdes aquí,
Suéñame como antes.

«Cero», Pedro Salinas (Todo más claro, 1936-1949)

Invitación al llanto. Esto es un llanto,


ojos, sin fin, llorando,
escombrera adelante, por las ruinas
de innumerables días.
Ruinas que esparce un cero —autor de nadas,
obra del hombre—, un cero, cuando estalla.

Cayó ciega. La soltó,


la soltaron, a seis mil
metros de altura, a las cuatro.
¿Hay ojos que le distingan

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a la Tierra sus primores


desde tan alto?
¿Mundo feliz? ¿Tramas, vidas,
que se tejen, se destejen,
mariposas, hombres, tigres,
amándose y desamándose?
No. Geometría. Abstractos
colores sin habitantes,
embuste liso de atlas.
Cientos de dedos del viento
una tras otra pasaban
las hojas
—márgenes de nubes blancas—
de las tierras de la Tierra,
vuelta cuaderno de mapas.
Y a un mapa distante, ¿quién
le tiene lástima?
(…)

Él hizo su obligación:
lo que desde veinte esferas
instrumentos ordenaban,
exactamente: soltarla
al momento justo.

Nada.
Al principio
no vio casi nada. Una
mancha, creciendo despacio,
blanca, más blanca, ya cándida.
(…)
Mientras,
detrás de tanta blancura
en la Tierra —no era mapa—
en donde el cero cayó,
el gran desastre empezaba.

II

Muerto inicial y víctima primera:


lo que va a ser y expira en los umbrales
del ser. ¡Ahogado coro de inminencias!
(…)
¿Y esa mano —¿de quién?—, la mano trunca
blanca, en el suelo, sin su brazo, huérfana,
que buscas en el rosal la única abierta,
y cuando ya la alcanza por el tallo
se desprende, dejándose a la rosa,
sin conocer los ojos de su dueña?
(…)
¡Qué cadáver ingrávido: una mañana
que muere al filo de su aurora cierta!
Vísperas son capullos. Sí, de dichas;

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sí, de tiempo, futuros en capullos.


¡Tan hermosas, las vísperas!
¡Y muertas!

III

¿Se puede hacer más daño, allí en la Tierra?


Polvo que se levanta de la ruina,
humo del sacrificio, vaho de escombros
dice que sí se puede. Que hay más pena.
Vasto ayer que se queda sin presente,
vida inmolada en aparentes piedras.
(…)
¿Vida? Invención, hallazgo, lo que es
hoy a las cuatro, y a las tres no era.

IV

El cero cae sobre ellas.


Ya no las veo, a las muchas,
las bellísimas, deshechas,
en esa desgarradora
unidad que las confunde,
en la nada, en la escombrera.

Por el escombro busco yo a mis muertos;


mas me duele su ser tan invisibles.
Nadie los ve: lo que se ve son formas
truncas; prodigios eran, singulares,
que retornan, vencidos, a su piedra.
Muertos añosos, muertos a lo lejos,
cadáveres perdidos,
en ignorado osario perfecciona
la Tierra, lentamente, su esqueleto.
Su muerte fue hace mucho. Esperanzada
en no morir, su muerte. Ánima dieron
a masas que yacían en canteras.
Muchas piedras llenaron de temblores.
(…)

«Romance», Bernardo Clariana (Arco ciego, 1952)

Barro soplado es la vida


Soplo que mueve mi cuerpo
Viento es de muerte que encuentra
Fácil camino de huecos.

Apenas ya si a los labios


Que me soplan les ofrezco
Blanda materia de arcilla
Cuenco que labre mi hueco.

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Un puro agujero soy:


Ventana alta en invierno
Que alguien se dejara abierta,
Alguien que jamás ha vuelto.

Perfil casi de una hoja


De un árbol que fuera enhiesto,
Curvado luego en carena
De ancha mar y poco Duero.

Álamo que no ciprés,


Lira de amor para el viento
Fui en el río de la vida.
¡No flecha de cementerio!

Me arrastraron vendavales
Que yo soplé imaginero,
Pensando que mucho aire
Iba bien para mis huesos.

Flauta de amor me hice yo,


Soñándome el alfarero
De mi vida y mi destino,
Dios de mi propio suceso.

¡Puro agujero de Dios


Donde soplara el contento
De crearme y recrearme!
¡Pura forma y puro viento!

Cantor de mi misma suerte,


Viento malo de febrero
Trájome a una mala playa
Donde arena y Pirineo

Imagen me dieron doble


De mi prisión y mi cuento:
Por ser demasiado álamo,
Poco ciprés de silencio.

Prisión porque cual muralla


Separó dos elementos:
Corazón que se desgarra
Y los puntiagudos huesos.

Cuento de mis amarguras


Porque las arenas cuento
Cada día y cada noche
Cuando velo y me desvelo.

Tanta muralla y arena


Hiciéronme cementerio:

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Lápidas vueltos los párpados,


Losa la lengua en silencio.

(…)

Destápiame mis paredes,


Señor, y sóplame recio;
Ponme en el agua del río
Y hazme en el amor un hueco.

Ojo de puente que enhebre


El olvido y el recuerdo.

(…)

Conjunto 1: «Elegía Española II» y «En este inmenso campo»

«Elegía española [II]», Luis Cernuda (Las nubes, 1943)

Ya la distancia entre los dos abierta


Se lleva el sufrimiento, como nube
Rota en lluvia olvidada, y la alegría,
Hermosa claridad desvanecida;
Nada altera entre tú, mi tierra, y yo,
Pobre palabra tuya, el invisible
Fluir de los recuerdos, sustentando
Almas con la verdad de tu alma pura.
Sin luchar contra ti ya asisto inerte
A la discordia estéril que te cubre,
Al viento de locura que te arrastra.
Tan sólo Dios vela sobre nosotros,
Árbitro inmemorial del odio eterno.

(…)

Fiel aún, extasiado como el pájaro


Que en primavera hacia su nido antiguo
Llegaba a ti y en ti dejaba el vuelo,
Con la atracción remota de un encanto
Ineludible, rosa del destino,
Mi espíritu se aleja de estas nieblas,
Canta su queja por tu cielo vasto,
Mientras el cuerpo queda vacilante,
Perdido, lejos, entre sueño y vida,
y oye el susurro lento de las horas.

Si nunca más pudieran estos ojos


Enamorados reflejar tu imagen.
Si nunca más pudiera por tus bosques,
El alma en paz caída en tu regazo,

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Antología poética
Literatura Española desde 1940
Grado en Español: Lengua y Literatura
Lucía Cotarelo Esteban

Soñar el mundo aquel que yo pensaba


Cuando la triste juventud lo quiso.
Tú nada más, fuerte torre en ruinas,
Puedes poblar mi soledad humana,
y esta ausencia de todo en ti se duerme.
Deja tu aire ir sobre mi frente,
Tu luz sobre mi pecho hasta la muerte,
Única gloria cierta que aún deseo.

«[En este inmenso campo]», Marina Romero (Sin agua, el mar, 1961)

En este inmenso campo


De ladrillo y de acero,
Donde se gana el gemido
Y la compañía se pierde,
Llevamos ya embargado
este trozo de vida
que nos queda.
Hay que andar
Muchas calles
Sin luceros,
Contar
Muchos números
Sin sentido,
Repetir
Muchas señas
Sin recuerdo,
Aprender
Muchos nombres…
Y con el corazón
Siempre en su sitio.
Hambrientos de esperanza
Braceamos
En esta alberca
Sin rumor
Ni reflejo.

Conjunto 2: «El ruiseñor sobre la piedra» y «Echamos de menos»

«El ruiseñor sobre la piedra» (Fragmentos), Luis Cernuda (Las nubes, 1943)

Porque me he perdido
En el tiempo lo mismo que en la vida,
Sin cosa propia, fe ni gloria,
Entre gentes ajenas
y sobre ajeno suelo
Cuyo polvo no es el de mi cuerpo;
No con el pensamiento vuelto a lo pasado,

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Grado en Español: Lengua y Literatura
Lucía Cotarelo Esteban

Ni con la fiebre ilusa del futuro,


Sino con el sosiego casi triste
De quien mira a lo lejos, de camino,
Las tapias que de niño le guardaran

(…)

me sentí a solas con mi tierra,


y la amé, porque algo debe amarse
Mientras dura la vida. Pero en la vida todo
huye cuando el amor quiere fijarlo.
Así también mi tierra la he perdido,
y si hoy hablo de ti es buscando recuerdos
En el trágico ocio del poeta.

Tus muros no los veo


Con estos ojos míos,
Ni mis manos los tocan.
Están aquí, dentro de mí, tan claros,
Que con su luz borran la sombra
Nórdica donde estoy, y me devuelven
A la sierra granítica en que sueñas
Inmóvil, por la verde oscura de los montes
Brillando al sol como un acero limpio,
Desnudo y puro como carne efímera

(…)

«[Echamos de menos]», Marina Romero (Sin agua, el mar, 1961)

Echamos de menos
Esta vida
Y la otra,
Y la del otro,
Porque tomamos
El té a las cinco,
Y a las cinco
Aramos la tierra,
Y a las cinco
Matamos el toro
En la plaza.
(…)
Y echamos de menos
La bendición de Dios
Y la maldición del diablo
En este no estar
Del estar forzado;
En este estar sin ser.

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Lucía Cotarelo Esteban

Conjunto 3: «Tierra Nativa» y «Dame, Señor»

«Tierra nativa», Luis Cernuda (Como quien espera el alba, 1947)

Es la luz misma, la que abrió mis ojos


Toda ligera y tibia como un sueño,
Sosegada en colores delicados
Sobre las formas puras de las cosas.

El encanto de aquella tierra llana,


Extendida como una mano abierta,
Adonde el limonero encima de la fuente
Suspendía su fruto entre el ramaje.

El muro viejo en cuya barda abría


A la tarde su flor la enredadera,
Y al cual la golondrina en el verano
Tornaba siempre hacia su antiguo nido.

El susurro del agua alimentando,


Con su música insomne el silencio,
Los sueños que la vida aún no corrompe,
El futuro que espera como página blanca.

Todo vuelve otra vez vivo a la mente,


Irreparable ya con el andar del tiempo,
Y su recuerdo ahora me traspasa
El pecho tal puñal fino y seguro.

Raíz del tronco verde, ¿quién la arranca?


Aquel amor primero, ¿quién lo vence?
Tu sueño y tu recuerdo, ¿quién lo olvida,
Tierra nativa, más mía cuanto más lejana?

«[Dame, Señor]», Marina Romero (Sin agua, el mar, 1961)

Dame, Señor,
Raíz que aferre
La hondura de mi alma.

Dame, Señor,
Savia que apague
La angustia de mi sangre.

Dame, Señor,
Flores que inunden
De luz esta penumbra.

Dame, Señor,
Hijas que envuelvan

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Lucía Cotarelo Esteban

Este cuerpo pequeño.

Dame, Señor,
Ramas que cubran
El frío de mi noche.

DAME, SEÑOR,
Algo que arranque
Mi tronco de la nada.

Conjunto 4: «Díptico español» y «Me duele la paciencia fatigada»

«DIPTICO ESPAÑOL I: Es lástima que fuera mi tierra» (Fragmentos), Luis Cernuda


(Desolación de la quimera, 1962)

Lo que el espíritu del hombre


Ganó para el espíritu del hombre
A través de los siglos,
Es patrimonio nuestro y es herencia
De los hombres futuros.
Al tolerar que nos lo nieguen
y secuestren, el hombre entonces baja,
¿Y cuánto?, en esa dura escala
Que desde el animal llega hasta el hombre.

(…)
La vida siempre obtiene
Revancha contra quienes la negaron:
La historia de mi tierra fue actuada
Por enemigos enconados de la vida.
El daño no es de ayer, ni tampoco de ahora,
Sino de siempre. Por eso es hoy.
La existencia española, llegada al paroxismo,
Estúpida y cruel como su fiesta de los toros.

Un pueblo sin razón, adoctrinado desde antiguo


En creer que la razón de soberbia adolece
y ante el cual se grita impune:
Muera la inteligencia, predestinado estaba
A acabar adorando las cadenas
y que ese culto obsceno le trajese
Adonde hoy le vemos: en cadenas,
Sin alegría, libertad ni pensamiento.

Si yo soy español, lo soy


A la manera de aquellos que no pueden
Ser otra cosa: y entre todas las cargas
Que, al nacer yo, el destino pusiera
Sobre mí, ha sido ésa la más dura.

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Soy español sin ganas


Que vive como puede bien lejos de su tierra
Sin pesar ni nostalgia. He aprendido
El oficio de hombre duramente,
Por eso en él puse mi fe. Tanto que prefiero
No volver a una tierra cuya fe, si una tiene, dejó de ser la mía,
Cuyas maneras rara vez me fueron propias,
Cuyo recuerdo tan hostil se me ha vuelto
y de la cual ausencia y tiempo me extrañaron.

«[Me duele la paciencia fatigada]», Marina Romero (Sin agua, el mar, 1961)

Me duele la paciencia fatigada,


De ser en tierra extraña forastera,
Y de ser en mi tierra una extranjera,
De frutos falsamente alimentada.

De los años que lleva mi mirada


Compartiendo a dos mares la ladera,
No sé de cuál me hiciera compañera
Ni de cuál me sintiera rechazada,

Que ya se me han borrado los olivos


Del roce de mi mano viajera
Por todas las arenas de este mundo,

Pero siguen mis pájaros cautivos


En ansia de una playa verdadera
Que refugie este cauce vagabundo.

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