Culdbura 13

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primavera 2019/nº13

Destacado:
*Lucía Sánchez Saornil y
la tierra de Burgos,
artículo de Ignacio C.
Soriano Jiménez

*Carpeta artística de
Álvaro Álvarez Villamartín

Además:

* Artículos, relatos,
poemas..
.
Cuando no se elige al más animal de todos, parece que no es realmente democracia.

(Albert Guinon)

Además de la portada, ilustra este número Elvira Mateos. Muchísimas gracias.

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Contraportada: Papiroflexia, de Álvaro Álvarez.

En las bibliotecas municipales y pública de Burgos hay a disposición del lector ejemplares impresos de esta revista.
No podemos sino expresar nuestra gratitud por ello.

Cul ura es un empeño de: Fernando Ortega, Fernando Arnaiz, José Mª Izarra, Alfonso Hernando, Jesús Borro, Luis
Carlos Blanco y Félix J. Alonso, entre otros.
©de los textos (faltas de ortografía incluidas), ilustraciones y fotos, los respectivos autores.
©del logo, grafismo y maquetación: el maquetista, JMI.
Contacto: [email protected]
Dónde se esconden las mujeres, Mery Varona......................................................Pág. 5
Desde mi invierno: la sombra del Cid, Fernando Pinto Cebrián ......................................9
Madrigal de las Altas Torres, Luis C. Montenegro ...................................................13
Enriqueta, Esther Pardiñas .....................................................................................19

IO
Lucrecia, J.A. Martínez Gutiérrez .............................................................................23
Nuestra ciudad: La casa propia, Montserrat Díaz Miguel .............................................27
Años de amistad y Una bonita historia, Alfonso Hernando ...........................................29

R
Psiquiátrico siniestro y Heridas del pasado, Enrique Angulo Moya.................................31
Propuestas dinamizadoras, José María Izarra ............................................................33

A
Carpeta artística de Álvaro Álvarez ..........................................................................39
Antología poética: Declaración de intenciones, Paco Arana ..........................................57
Fort Dupree, South Dakota, Pedro Olaya ..................................................................59
M
Lucía Sánchez Saornil y la tierra de Burgos, Ignacio C. Soriano Jiménez .......................61
La vida, Jesús Barriuso ..........................................................................................65
U

In memoriam, Manuel Prado Antúnez ......................................................................67


45 cerebros y 1 corazón, Cristina Pereira .................................................................71
S

Clubes de lectura en Burgos. Año 2019, Angélica Lafuente Izquierdo............................75


Tipos de Gamonal (1), Jesús Borro Fernández ...........................................................79
Miedo a no estar muerto, Martín de Frutos ...............................................................83

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ELVIRA MATEOS
Ella misma se presenta:
Nací en Burgos en 1990 y estudié Bellas Artes
entre el 2008 y 2013 en la Universidad del País
Vasco. Allí encontré grandes profesores que me ins-
truyeron sobre todo en el arte de los siglos XX y XXI.
Supongo que es entonces cuando empiezo a apasio-
narme por los complejos collages dadaístas, las en-
soñaciones surrealistas y los colores del pop; estilos
que, sin duda, sirven de referente en cada uno de mis
cuadros.
En todas las escenas que pinto la figura humana
es la protagonista. Plasmo ideas que me rondan, que
me obsesionan, a veces de carácter más íntimo,
otras más social. A fin de cuentas, el arte no deja de
ser una búsqueda del interior de cada uno, que expresamos como podemos y enseñamos a
los demás con la esperanza de que sea valorado. Existe por tanto, un compromiso en lo
que hago conmigo misma y con la técnica y el esfuerzo que conlleva la pintura.
https://www.elviramateos.com
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Dónde se esconden las mujeres

Es un lugar común que desde que los señores de Atapuerca decidieron asentarse en
lugar fijo, elegir su propia caverna y dedicarse a un oficio como han mandado los dioses de
toda la vida, las tareas quedaron distribuidas de tal manera que ellos, los chicos, saldrían a
buscar el sustento familiar mientras ellas, las chicas, se quedarían a cuidar de la prole y a
tener arreglada la caverna. Esto es, mientras ellos creaban, ellas procreaban. Con el tiempo,
continúa el relato comúnmente aceptado, los chicos fueron sofisticando sus trabajos hasta
el punto de que algunos llegaban a esa tarea abstrusa de gestionar empresas del Ibex35 en

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tanto que las chicas arañaban espacios de poder a la pata coja, lastradas por una mochila
con pañales y biberón.
Como en todos los tópicos algo hay de verdad en la historia. Y algo de falsedad. La
verdad es que desde el invento de la palabra y la escritura la historia la han contado y escrito
ellos. Y desde ese preciso instante se han dedicado a hablar de sus cosas, a contar sus ha-
zañas, a medirse con sus colegas o con sus adversarios, a narrar sus prodigios o sus mise-
rias. Las suyas, de ellos. La falsedad es que en todo tiempo y lugar las mujeres han tratado
de hacer lo mismo que sus compañeros. Con desigual fortuna.
¿Qué hacían ellas? Lo que podían. Y siempre contra corriente. Por ceñirnos a la piel de
toro que habitamos, las mujeres han tratado de hacerse un hueco en la historia a fuerza de
hincar codos y, llegado el caso, de meter esos mismos codos en los riñones del sistema para
hacerse visibles. Unas lo consiguieron y brillaron a la altura de los mejores, otras se quedaron
en el camino y otras más se rindieron a la vista de los obstáculos. Las primeras fueron aga-
sajadas en su tiempo y luego, olvidadas. De ahí esa creencia tan extendida de que las mu-
jeres siempre se han conformado con permanecer al calor del brasero, con la pata quebrada
mientras ellos construían el mundo.
Ha tenido que venir el movimiento feminista para sacar el candil y darse a la búsqueda.
Queda mucho por investigar pero, con lo que ya se sabe podemos concluir que en cada pe-
ríodo histórico han surgido mujeres destacadas, valientes, heroicas, ilustres, letradas, artis-
tas, viajeras, descubridoras, inventoras... A poco que se escarbe, en cada siglo aparecen
individualidades o generaciones enteras de mujeres brillantes, a la altura de sus coetáneos
varones. Son las pioneras. Para no hacer demasiado larga la relación pongamos la lupa en
el primer milenio de nuestra era.
Quienes a finales del siglo IV transitaran por los caminos que iban de Gallaecia hacia
el este quizá se encontraron con una mujer noble acompañada del séquito que corresponde
a su clase. Esta dama, de nombre Egeria, tiene intención de llegar a Jerusalén, donde Elena,
la madre del emperador Constantino asegura haber descubierto los Santos Lugares, el lugar
donde fue crucificado Jesús. Andando, andando, siguiendo la Vía Domitia, se presentó en
Constantinopla y desde allí, por la vía militar que pasa por Capadocia y Antioquía, en el 381
llega a Jerusalén. Se toma su tiempo para conocer la Tierra Santa, visita el Sinaí, cruza el
Jordán, y vuelve a Jerusalén para celebrar la Pascua del año 384, momento en el que decide
emprender el viaje de vuelta. Recorre Mesopotamia, se para en Edesa y en el camino se en-
cuentra con su amiga, la diaconisa Marthana, lo que demuestra que ya en el siglo IV el mundo
era un pañuelo donde podían encontrarse dos mujeres viajeras.
Si conocemos las andanzas de Egeria es porque, como todo viajero que se precie, ella
se encargó de ir contándolo a sus amigas. Como una bloguera moderna, describe los lugares,
habla de las costumbres de los pueblos que va conociendo, de sus leyendas, todo en un len-
guaje vivo y ameno, en el latín vulgar de su tiempo. El relato apareció en 1884 en un perga-
mino de una biblioteca de Arezzo. Por él sabemos que en su viaje fue recibida por los obispos
y los clérigos de las ciudades por las que pasa, que dispuso de escolta militar cuando transita
por lugares peligrosos, que es una mujer madura, que viaja a pie, a caballo, en camello o en
barco, que duerme al raso y que soporta el frío de las montañas o el calor del desierto. Sa-
bemos también que es culta, que viaja con sus libros, algunos en lengua griega, y que, a
falta de postales, envía dibujos de los edificios singulares que va conociendo. Todo ello nos
descubre a una mujer curiosa, reflexiva e irónica, de espíritu crítico. Una mujer libre, autó-
noma, independiente y moderna.
Otra construcción aceptada como verdad incuestionable es que el poder es masculino.
Ya lo era en el primer milenio por donde transitamos. No obstante, no es raro que surjan
mujeres capaces de gestionar ese poder macho, de manera vicaria cuando no queda otro re-
medio. Toda Aznar o Aznárez, más conocida como Toda de Navarra (876-970), es lo que hoy
llamaríamos un animal político. Inteligente y enérgica, intervino en los principales aconteci-

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mientos de su época con una visión muy adelantada a su tiempo. Casada con Sancho Garcés
I, con su prole ―siete hijos― tejió una red de alianzas matrimoniales que aumentaron la in-
fluencia de su pequeño reino. Al enviudar, ejerció la regencia en nombre de su hijo García
Sánchez y siguió gobernando cuando el mozo cumplió la mayoría de edad. También intervino
en el reino de León en defensa de los derechos de su nieto Sancho I. Cuando este fue des-
tronado porque su obesidad ―cuentan las crónicas que pesaba doscientos kilos― le impedía
cabalgar, lo que equivalía a no poder guerrear, Toda atravesó la península, de Navarra a Cór-
doba, con Sancho, no en vano apodado el Craso o Gordo, para que lo curara el médico de la
corte de Abderramán III, con quien también estaba emparentada. Hasday Ibn Saprut, el mé-
dico, sometió al nieto a una dieta draconiana que le permitió recuperar el trono leonés.
Tan masculina como el poder es la cultura, refugiada en estos siglos en el silencio de
los claustros monacales. Los scriptorium eran su reino, de donde salía todo lo que pudiera
escribirse. Los monjes son a un tiempo escribas e historiadores, literatos y periodistas, twitter,
facebook e instagram en una sola aplicación, pues no se limitaban a copiar los libros sagrados
o a narrar lo que sucedía en derredor del convento, también iluminaban los textos, añadían
dibujos, personajes, escenas. Los scriptorium acabaron siendo un negocio como pueda serlo
hoy cualquier editorial. ¿Solo de monjes? No, al menos desde el siglo VIII hay monjas dedi-
cadas a copiar e iluminar documentos. El trabajo de ellas y ellos es anónimo casi siempre,
excepto cuando el resultado es extraordinario.
Acerquémonos al scriptorium del monasterio dúplice de Tábara en el siglo X ―habitado
por seiscientos monjes de ambos sexos― y encontraremos a Magius, un artista innovador, el
Picasso de su tiempo, y junto a él, a Emeterio y En, mujer no se sabe si monja o seglar, quizá
una noble leonesa, como apunta John Williams, experto en códices medievales. Williams se-
ñala que es en este tiempo cuando se consolida en León el infantado, formado por mujeres
nobles, cultas y ricas, que no querían casarse ni profesar en religión, que conservaban sus
bienes y los administraban según su conveniencia, mecenas de artistas o artistas ellas mis-
mas. En fue sin duda persona principal y de gran valía desde el momento en que se le enco-
mienda iluminar uno de los códices manuscritos del Apocalipsis de San Juan, conocidos como
beatos porque fue Beato de Liébana quien realizó el primero.
Sabemos poco de En, excepto que iluminó el Beato de Gerona y que su trabajo se con-
sideró magistral pues su nombre sigue al del abad Dominicus, que es quien pagaba la obra,
y precede al de su compañero Emeterio, ya que la norma era que los nombres de los artífices
figuraran en los documentos por orden de importancia. En es, pues, la primera pintora espa-
ñola de la que se tiene noticia, quizá la primera incluso de Europa. En depintrix et D(e)i
aiutrix fr(a)ter Emeterius et pr(e)s(bite)r (En, pintora y ayudante de Dios, Emeterio,
hermano y sacerdote) constata el Beato de Gerona, salido de Tábara. El códice con-
tiene 114 ilustraciones y muchas miniaturas más de estilo mozárabe y está conside-
rado uno de los más innovadores y extraordinarios de los que se conservan.
Conocemos la existencia de En porque destacó como pintora y porque se ha conser-
vado el beato con su nombre, pero ¿cuántas mujeres más destacaron y nadie escribió
su nombre o, habiéndolo escrito, se ha perdido?
Pero si hay algo macho de verdad es el heroísmo y entre los héroes, la quintae-
sencia es el Cid, que por ganar, ganaba batallas incluso muerto, si hay que atenerse
a la leyenda. Tuvo suerte Rodrigo Díaz pues encontró un escribano propicio que re-
latara sus hazañas, reales o no, que a estas alturas importa poco. El Cantar de Mío
Cid es un canto épico al macho alfa de la tribu, donde las mujeres tienen poco papel
y el que tienen es en función del héroe.
Menos suerte tuvo su esposa, Jimena Díaz, mujer noble, emparentada con la di-
nastía reinante en León, sobrina de Urraca y Alfonso VI, educada en la corte, donde
tuvo ocasión de aprender los secretos del poder con Urraca, maestra competente en
la materia. No tuvo suerte porque además de tener que competir con la versión épica
del Cantar luego se ha visto pringada del almíbar resbaladizo que emana de las adap-
taciones cinematográficas de la vida del héroe.

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En la vida real, el matrimonio de Rodrigo y Jimena formaba parte del paquete
de medidas elaborado por Alfonso VI para congraciarse con los nobles castellanos.
Se casaron entre 1074 y 1076 en la iglesia de San Miguel de Palencia, si bien la ar-
monía entre la nobleza y el rey duró poco pues en 1080 Rodrigo es desterrado por
vez primera bajo la acusación de haberse excedido en su expedición contra el rey
árabe de Toledo, vasallo real. El caballero castellano, probablemente acompañado de
Jimena, parte al frente de su mesnada y se ofrece al servicio del rey moro de Zara-
goza. La pareja torna a Castilla poco después pero enseguida Alfonso vuelve a des-
terrar a Rodrigo. No solo lo destierra sino que le expropia sus bienes.
Entonces, el Cid decide hacer la guerra por su cuenta. Deja a Jimena y a sus
hijos bajo vigilancia en el monasterio de Cardeña y se encamina con su tropa a Va-
lencia. Rinde la plaza en 1094, se nombra a sí mismo señor de la ciudad, esto es,
Príncipe Campeador, y manda llamar a su mujer e hijos, que ese mismo año se reú-
nen con él.
Rodrigo y Jimena tuvieron tres hijos, un chico, Diego, y dos chicas que, a des-
pecho de la leyenda y contra lo que sostiene Dióscoro Puebla, el pintor burgalés cuyo
lienzo cuelga en el Museo del Prado, no se llamaron Elvira y Sol ni se casaron con los
condes de Carrión, ni fueron abandonadas en Corpes ni en ningún otro lugar. Se lla-
maban Cristina y María y casaron, la primera con Ramiro Sanchez, señor de Monzón,
y la segunda, con Ramón Berenguer III, conde de Barcelona. El pobre Diego murió
en 1097, casi un niño, luchando donde le había enviado su padre, en el ejército de
Alfonso VI contra los almorávides, en la batalla de Consuegra.
Cuando el Cid muere, en 1099, Jimena asume el mando de Valencia, como se-
ñora de la ciudad y durante tres años defenderá la plaza, ayudada por su yerno
Ramón Berenguer III, hasta que en 1102 el rey, el mismo Alfonso VI, se presenta en
la ciudad, comprueba la dificultad de mantenerse en ella, manda evacuarla ―incluido
el cuerpo del héroe difunto―, la prende fuego y acompaña a Jimena hasta Castilla.
En Burgos vendrá a buscar la muerte a Jimena Díaz, probablemente en 1116.
Será enterrada primero en el monasterio de San Pedro de Cardeña, junto al Cid. Du-
rante la francesada de 1808 las tumbas son profanadas; el general Thiébault recu-
pera los restos y los deposita en un mausoleo construido en el Espolón, desde donde
son devueltos a Cardeña en 1826 y nuevamente extraídos en 1842, tras la desa-
mortización del monasterio. Depositados entonces en el ayuntamiento de Burgos,
allí permanecerán hasta que en 1921 son depositados en la catedral de Burgos.
Bajo el hermoso cimborrio de Francisco Vallejo y Francisco de Colonia duermen
el sueño eterno Rodrigo y Jimena Díaz. La lápida sepulcral alude a ella únicamente
como esposa del héroe. Los hombres que escriben las historias olvidaron añadir que
esta mujer de estirpe real fue mediadora entre el rey y el Campeador, señora de Va-
lencia y que, como tantas mujeres de esta y otras épocas, supo tejer alianzas, edu-
car y formar a sus hijos y gobernar cuando fue preciso.
Si hablamos de lugares comunes, uno definitivo es que lo que no se nombra no
existe. En el primer milenio hubo mujeres viajeras, artistas, políticas hábiles, gue-
rreras y gobernadoras pero, como ya advirtió Eduardo Galeano, la historia está es-
crita por los blancos y los ricos, los militares y los machos. Y ellos gustan de hablar
solo de sus cosas. Es hora, pues, de que las mujeres hablen ya y nombren a tantas
mujeres que existieron y existen.

Mery Varona

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Desde mi invierno: la sombra del Cid

Me lo había contado mi hijo a mediados del invierno y no lo había tenido en cuenta,


pero allí, acurrucado en la escalinata del Solar del Cid, junto al primer pilar de la derecha,
estaba, vistiendo un ropaje indefinido, acompañado de una nudosa vara de caminante,
con su larga barba banca, bello y enérgico rostro, entre anciano cano y maduro guerrero,
tal y como me lo habían descrito, el viejo narrador de cuentos, leyendas e historia de la
vieja Castilla medieval, impasible al frio, cubierto por los espesos copos de nieve,
manteniendo su mirada fija en las agujas de la Catedral...
Mas tarde y en el calor de mi casa, disfrutando del jugueteo del viento con la nieve

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que manchaba los cristales de mis ventanas, recordé, junto a la imagen del anciano,
algunas de las historias que mi hijo y sus amigos, me recontaron.
Historias que les servían de inspiración para sus juegos de caballeros y villanos…,
para ´cabalgar`, con burdas espadas de madera al cinto, por el Castillo, la zona vieja de
la ciudad y el río Arlanzón en sus correrías y hazañas, gestas de honor y de justicia...
Me dijeron que nuestro personaje un día lloró de alegría o quizá de nostalgia al
caminar por el Puente de San Pablo y que, más tarde, depositó una flor, un
´pensamiento`, arrancado de un jardín cercano, en el pedestal de la estatua de doña
Jimena.
También me dijeron que era frecuente verle de rodillas, orando, ante el sencillo altar
de la iglesia de Santa Águeda, antes Santa Gadea, o paseando por la muralla de los
Cubos, el Arco de Santa María, el Espoloncillo y lugares cidianos de la zona vieja
burgalesa.
El ´viejo Cid` terminaron por llamarle a fuer de sus cuentos y actitudes.
En la escalinata o en el arco de San Gil, en la subida al arco de San Francisco, en el
arrabal de San Esteban…, mi hijo, con sus amigos, se reunían con el ´viejo Cid` cuando
se lo encontraban, sin fecha ni hora fijada…, y desde allí, entretejiendo con sus palabras
personajes, luchas, intrigas y paisajes, marchaban a sus juegos o a sus casas con los
ojos brillantes, el andar vivo y, el espíritu repleto e inflamado de nobles ideas que siempre
me terminaban por contagiar.
A tal punto llegó la amistad con los niños que algunos padres, entre ellos yo mismo,
temerosos de que las relaciones con aquel incierto vagabundo no fueran aceptables
decidimos vigilarle, hablarle e incluso escuchar su narrativa.
Y así lo hicimos.
Con gran sorpresa para todos, la belleza de sus cuentos, y el buen trato que
dispensaba a los niños, cambió nuestros recelos por un mesurado respeto.
Y sus juegos continuaron con su buen hacer …
Picado por la curiosidad decidí regresar al lugar donde el anciano debía estar
soportando la tormenta de nieve.
La ventisca arreciaba cada vez más, la nieve alcanzaba ya un espesor notable que hacía
difícil caminar …, pero la imagen fija en mi mente de su soledad me empujaba, me ordenaba
buscarle en la idea de protegerle…
Y allí lo encontré, tal y como le había dejado, en la misma postura, acurrucado, más
cubierto de nieve, y con la mirada fija en la Catedral…
En silencio, con respeto me senté a su lado lentamente para no molestarle, y, así,
mirándole a la cara esperé…
Sus labios se movían despacio, articulando palabras que, en principio, no alcancé a
comprender…, parecían lamentos, quizás provocados por el intenso frío que ya se reflejaba
atenazador en su rostro.
Transcurrieron varios minutos que se me antojaron una eternidad antes de que pareciera
darse cuenta de mi presencia…
Y entonces, con un suave y dulce ademán, sus ojos penetrantes me traspasaron y sus
palabras me alcanzaron:
¡Castilla!... ¡Castilla!… ¡Tú también eres Castilla!...
Quise hablarle, preguntarle…, más cuando en mi garganta se deshizo el nudo de mi
ansiedad…, sus ojos se cerraron y sus pestañas blancas por la nieve los sellaron…
Su inmovilidad me hizo dudar… ¿se había dormido o se había muerto?... No me atreví
a tocarle y sentí miedo por él…, la nieve empezaba a cubrirle …, había que hacer algo y con
esa idea, tras taparle con mi abrigo, salí corriendo para buscar ayuda, sin importarme las
caídas y la ventisca que me cegaba,…
De regreso con un amigo, la noche, ya entonces en ciernes, hizo su aparición …, la
obscuridad, apenas rota por la escasa iluminación callejera y el velo de nieve que seguía
cayendo no permitían ver el solar hasta estar casi encima…, apenas podíamos barruntar las

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tres agujas monolíticas que imaginaba ángeles guardianes del lugar y del anciano…
Muy contento por poder ayudarle, nos acercamos al lugar donde le dejé, más la
escalinata estaba vacía, el viejo Cid había desaparecido…, no había huellas de su marcha,
tan sólo encontramos mi abrigo casi totalmente cubierto por la nieve…
Buscamos por los alrededores preguntando a los escasos viandantes que
encontrábamos a nuestro paso…, pero nada…
Apesadumbrado volví a mi casa deseando encontrarle en el camino… pero nada…
La noche, el frio y la nieve me deslizaron al abandono …, me sentía derrotado…
Aquella noche apenas pude dormir…, las ensoñaciones de lo vivido me mantuvieron en
alerta por si surgía una señal,la que fuera, que me empujara al reencuentro con el anciano…
Sin pensar en lo peor, aún tenía la esperanza que hubiera sido recogido por alguien…
Al día siguiente, mi hijo y sus amigos, conocedores de lo acaecido, le buscaron por todas
partes, por sus lugares habituales, sus caminos de paseante… y preguntaron y preguntaron…,
pero nada…
Y el tiempo no perdonó y esta historia de aquel invierno entro en el olvido…
Pero un día, ya en el invierno de mi vida uno de mis nietos, inocente y feliz, al contarme
sus andanzas me hablo de un anciano de espesa barba blanca, de aspecto impresionante que,
apoyado en un largo cayado, les contaba cuentos y leyendas de la vieja Castilla y que siempre
al final decía a sus oyentes con gravedad que ellos también eran Castilla…
Temblando como un azogado me lancé a la calle y le busqué por aquellos lugares en
los que le recordaba, pero no pude encontrarle, ni tampoco mi hijo, ni sus amigos de niñez…
Sin embargo, en nuestra turbación comprendimos que nuestro momento había
pasado…, que ahora aquella sombra del Cid era solo visible para ellos, para aquellos que en
su corta edad estaban en el tiempo de aprender a ser Castilla…

Fernando Pinto Cebrián


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Elvira Mateos
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Elvira Mateos
Madrigal de las Altas Torres*

Salvo él, parecía no quedar ya orfebres en Madrigal de las Altas Torres ni en los ve-
cinos pueblos de Castilla. Temía por ello se perdiera el secular oficio familiar, pues tres
hembras había parido Dolores su mujer, y ningún varón.
Mientras estas cosas pensaba, Juan Francisco Fernández de Arfe, concluía el último
de los tres prendedores de plata con cabezas de rosas idénticos y relucientes, en los que
había trabajado para embellecer los faldones de sus amadas niñas.
Del buril, en sus manos hábiles como pájaros anidando, habían surgido formas de-
licadas y perfectas que llevadas a su casa, seguro estaba llenarían de júbilo a sus hijas.

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Juan Francisco era cuarto nieto de Juan Arfe de Villafañe, orfebre de Felipe II y
autor del “Quilatador de la plata, oro y piedras” impreso en 1572 del que atesoraba un
original. Se explicaba allí con detalle y pormenor, la técnica para la fundición, aleación y
trabajo de los metales preciosos. Otro tanto sobre calidades, corte y engarce de preciosas
piedras.
Había sido el tratadista, autor de las custodias sacramentales de las catedrales de
Sevilla y de Valladolid, e hijo de Antonio de Arfe, orfebre afamado por la autoría de la de
Santiago de Compostela en estilo plateresco.
Su padre y su abuelo, honrando el oficio, habían realizado obras menos conocidas
pero, a su criterio, de ponderable valor artístico.
Madrigal de las Altas Torres, que había sido residencia de Juan II de Castilla y en
la cual naciera entre otros, su hija Isabel luego “la Católica”, se mostraba ya decadente
en ese año del Señor de 1724.
El ruinoso palacio real y otras casas principales, habían sido recuperados por órde-
nes religiosas para instalar sus conventos. La febril actividad política y comercial de otrora
se había esfumado siendo sustituida por una cadencia pueblerina, quieta y pastoril.
Juan Francisco se sentía a los treinta y nueve años, de alguna manera frustrado. Si
bien poseía la técnica de su arte como el mejor y un taller montado para emprender tra-
bajos de envergadura, creía no haber recibido aún reconocimiento suficiente a sus capa-
cidades. De hecho, nadie le conocía en el pueblo por “el orfebre”. Quizá por “el herrero”,
“el cerrajero” o “el hojalatero”.
Le enorgullecía sí, ser el autor del atril filigranado con medallones de gemas semi-
preciosas que reposaba sobre el altar de San Nicolás y también de los copones, cálices y
navetas encargados por un mercader de telas para donarlos a Santa María del Castillo. Y
muy a su pesar, de no mucho más.
Dos años atrás, había recibido el encargo de Don José Núñez de Céspedes, vecino
de Almendralejo, para alhajar la capilla de su renovada casa-torre. Se trataba de un rico
indiano quien le había pagado con generosidad su trabajo. Desde entonces ningún pro-
yecto importante le había sido confiado.
No obstante, hombre bondadoso y cristiano cabal, agradecía tener una familia que le
colmaba de felicidad y que nunca hubiera faltado el pan en su hogar. De hecho sus tres hijas,
Beatriz, Leonor y Antonia, habían sido educadas en el convento de las monjas agustinas.
También el producto de su trabajo había alcanzado para comprar una heredad con su
huerta, de la que se ocupaba Dolores con ayuda de las niñas. La cosecha de granos, frutas
y hortalizas, proveía el consumo doméstico y el excedente, era vendido en el abasto del
pueblo.
Cavilaba sobre estas cosas, sin olvidar la inminente llegada de su sobrino Agustín,
enviado desde Arévalo por sus padres para intentar aprender el oficio familiar. No sabía si
eso resultaría una ayuda para el taller o una carga para su casa.
De cualquier manera, había decidido complacer los deseos de su único hermano. Ya
habría tiempo de evaluar las condiciones del aprendiz, a quien no veían desde pequeño.
A la salida de misa del siguiente domingo, en el atrio románico de San Nicolás, les
aguardaba Agustín. Era un joven veinteañero, alto, bien parecido y ataviado con pulcritud.
El pelo rojizo arremolinado, potenciaba el brillo de sus ojos risueños. Un atado con ropas y
un cesto con setas, olivas, dulces y nueces para los hospitalarios tíos, completaban su equi-
paje.
Durante el almuerzo dominical, el llegado se mostró alegre y locuaz. Dio noticias sobre
sus padres y contó con gracia los intentos vanos de éstos para encauzarlo al sacerdocio. La
categórica opinión del obispo de Oviedo bajo cuya tutela había vivido unas semanas, había
terminado con la ilusión paterna. El relato ilustrado con la imitación del asturiano acusándole
de algunas picardías, había disparado la hilaridad de todos.
Agustín les confió, había disfrutado desde muy niño del placer por el dibujo. Al advertir
que con esto había despertado la curiosidad de la familia, pidió permiso para mostrar algunos

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bocetos que traía consigo y su tío al verlos, se sorprendió. Apuntes a lápiz de una Sagrada
Familia con influencias inocultables de Leonardo, se encontraban fragmentados en varios fo-
lios. La definición de las formas, las líneas de fuga, el sombreado de los mantos y la firmeza
de los bellos trazos, provenían de una mano dotada y hábil.
Juan Francisco se alegró. La principal condición de un buen orfebre, era saber pro-
yectar con exactitud y en escala perfecta. La lección primera, sin duda la más tediosa que
debía ofrecer a su discípulo, parecía estar bien aprendida.
Leonor, la segunda de sus hijas había permanecido callada mientras comían. Un ex-
traño cosquilleo en la boca del estómago le sorprendió y apenas probó bocado. Advirtió que
no podía apartar los ojos de los de su primo e intentó disimular su turbación ajetreando
fuentes y platos.
El amplio taller se encontraba a poca distancia de la casa. Allí habían aprendido el
oficio Juan Francisco, también su padre y su abuelo. También allí tendría su abrigo, lavabo,
cuja y jergón, el recién llegado.
Esa misma tarde, tío y sobrino se instalaron a examinar docenas de dibujos que el
artista guardaba en polvorientos carpetones. Disfrutaba por fin, tener quien los discutiera y
quizá, quien los valorara.
Por la noche, Juan Francisco confió a Dolores su agrado por la inteligencia viva y el
interés en aprender que demostraba su sobrino. Alentaba fuera el eslabón ya casi inesperado
para continuar la familiar cadena del oficio.
Aprovechó su mujer para reprocharle con ternura el gasto innecesario de los prende-
dores de plata para las niñas y obtuvo por respuesta un abrazo tierno y conocido, al que se
entregó callada y gozosa.
En Madrigal de las Altas Torres, donde nunca nada pasaba, con la integración de Agus-
tín a la familia y al aprendizaje, hubieron novedades inesperadas. La madre superiora de las
agustinas, convocó a Juan Francisco para el encargo de un significativo proyecto.
En el cenobio, antiguo palacio cedido por Carlos V a la orden a través del Marqués de
Oropesa, al tiempo de retirarse aquél en Yuste, se encontraban los enterramientos de su
propia hija la infanta Juana, el de Isabel de Barcelós, abuela materna de Isabel la Católica,
y el de las infantas María de Aragón, y Catalina de Castilla. Todos en un mismo y magnífico
panteón de alabastro.
El paso del tiempo, había ocasionado el natural deterioro y las religiosas deseaban
la restauración y reemplazo de sus metales. Más aún; deseaban agregar un suntuoso re-
mate sobre el monumento, con una barandilla rectangular filigranada en oro y plata con
detalles de pedrería. Una cruz central sobreelevada y las figuras de los cuatro evangelistas
sedentes en cada esquina, deberían completar la ornamentación en estilo gótico flamí-
gero.
A Juan Francisco le bailó el corazón. Luego de años sin ser solicitado, se le hacía
impensable enfrentar el desafío de una obra tan calificada. El taller, su propia casa y su
familia se revolucionaron. De inmediato comenzó a plasmar ideas en bocetos, que corregía
una y otra vez luego de evaluarlos con su sobrino.
El amanecer les sorprendía con frecuencia carbonilla en mano y sobre la mesa de
trabajo. Para no interrumpirles, Dolores les enviaba las comidas en manos de alguna de
sus hijas. Leonor se excusó de hacerlo por la emoción inocultable que le provocaban los
encuentros con su primo, pero al fin los pretextos se le agotaron.
Al abrirse la puerta, se conmovió ante la mirada cálida de Agustín. Con prontitud y
en silencio distribuyó platos, cucharas y viandas. Se movió con rapidez, casi sin levantar
la mirada y contestó con parquedad para no denunciar su turbación. Intentó distraerse
mirando los dibujos que ocupaban mesas, apoyos y paredes, y desatender así lo que con-
versaban los hombres mientras comían. El dulce sufrimiento que padecía, era una nueva
sensación para ella.
Terminados de comer, Agustín le ayudo a recoger el menaje. Al alcanzarle los tras-
tos, sus manos se tocaron. Desconcertada, temió dejar caer la loza pero se sobrepuso.

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Saludó con apuro y regresó a la casa.
Desde esa primera oportunidad, esperó con ansiedad sus turnos, para llevar lo co-
cinado hasta el taller. Comprobó entonces que aquel encuentro de manos no había sido
casual. El ritual se repetía y se prolongaba cada vez más. Agustín a espaldas de su tío y
simulando ayudarle, acariciaba sus manos cada vez con mayor descaro. Ella disfrutándolo,
demoraba desprenderse del contacto aunque sin animarse a mirarle a los ojos.
Leonor advirtió, que ni su madre ni sus hermanas hacían comentarios sobre el
huésped que a ella tanto conmovía, salvo los de circunstancias. Eso le dio tranquilidad y
optó por tampoco ella nombrarlo.
Pero en él se deleitaba pensando. Las noches le sorprendían despierta, dominada
por una extraña emoción, en la que temió hubiera algo de pecaminoso. Casi sin advertirlo,
comenzó a encontrarse con más frecuencia frente al espejo. Su pelo rubio, lucía cepillado
varias veces al día y la firmeza de sus pechos, se hizo ostensible bajo su ropa ahora más
ceñida. Aparentaba cumplir sus tareas rutinarias, pero su corazón estaba dedicado sólo a
esperar los fugaces encuentros con Agustín.
Las religiosas del convento se admiraron con la perfección de la maqueta que, tras
meses de arduo trabajo, les presentaron tío y sobrino. Engrudo, papel, madera, hierro,
escayola y pinturas, simulaban en tamaño natural la ornamentación que presentada sobre
el mausoleo, se integró a éste con perfección realzando su belleza original.
Una semana más tarde recibieron la deseada conformidad. La comunidad en pleno
suscribió con el orfebre un contrato ante el notario de número de Madrigal, estableciendo
el costo de la obra, pormenorizados detalles de la misma y el tiempo de realización. En
ese acto le entregaron al artista una letra por los escudos necesarios para comprar los
materiales y así, iniciar de inmediato su trabajo.
Su postergado sueño de realizar una obra que le trascendiera, estaba a punto de
cumplirse. En Mérida, donde se comercializaban las piedras y los metales nobles, encon-
traría lo necesario.
En pocos días ordenó sus cosas y partió, dejando a su sobrino a cargo del taller y
abrumado de instrucciones.
Leonor, estuvo muy atenta a todas las novedades que se precipitaron sobre su
hogar. Desde la partida de su padre, el alma se le escapaba del pecho presintiendo un
encuentro a solas con Agustín. Sin embargo debió esperar.
Una indisposición inoportuna la condenó a la cama por más de una semana, du-
rante la cual sus hermanas Beatriz y Antonia llevaron las viandas al taller. La fiebre la
transportaba a ensoñaciones calenturientas, de las que regresaba extenuada, confusa y
culpable. El mundo onírico que visitaba, le permitía disfrutar de fantasías que la vigilia
le vedaba.
Cuando al fin se repuso, recibió exultante la indicación materna para realizar el
mandado. Se esmeró con su atuendo. Su camisa blanca de lino con botones de madera
contrastaba con la larga basquiña negra, y el broche de plata regalo de su padre en la
cintura, realzaba su talle grácil y esbelto. Una redecilla tejida con hilos color ciruela, re-
cogía su pelo dorado y sus ojos celestes, esa mañana resplandecían.
No bien su madre y sus hermanas partieron a las labores de la huerta, Leonor lo
hizo con premura rumbo al taller. Unos metros antes de llegar descubrió a su primo
aguardándole en la puerta. El corazón se le aceleró. Entendió que la ansiedad por el de-
morado encuentro, era compartida. Devolvió la sonrisa que su primo le regalaba, sin re-
huir esta vez su mirada. Había en todos esos gestos una entendida complicidad.
La puerta se cerró tras ellos. Agustín descargó con apuro los platos y la marmita
con el guisado que le alcanzaban. Se volvió y sin titubeos la abrazó decidido contra su
cuerpo. Leonor se sintió allí protegida y confiada. Cuando su primo buscó su boca con la
suya, se la ofreció sin remilgos mientras le devolvía el abrazo. Dejó que sus manos ávidas
recorrieran libres su espalda, sus caderas y sus senos. Le sorprendió su respirar agitado
y cálido y eso le animó a no disimular su propia emoción. La redecilla se enredó en los

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dedos del joven, y dejó que el pelo lloviera sobre sus hombros. Sin resistirse sintió como
los botones de su camisa se abrían uno a uno y luego la rosa de plata que prendía su
falda. Se deslizaron entonces sus ropas dejándola de pie, desnuda y atenazando sus ver-
güenzas contra el cuerpo de Agustín. Con dulzura, éste desprendió el abrazo y en se-
gundos se quitó las suyas.
A Leonor le excitó ver su sexo erguido y la poblada mata rojiza de su pubis.
Sobre el jergón, Agustín estrenó sin apuros su feminidad adolescente, mientras
llenaba sus oídos de frases tiernas y su cuerpo virginal de besos prolongados. Leonor se
dejó transportar hasta compartir con él una incontenible explosión de gozo desconocido.
Quedaron luego en silencio y entrelazados por caricias mutuas. Cuando manos y
lengua le invitaron a renovar el placer, aceptó de inmediato ofreciendo su vientre palpi-
tante y sus pechos juveniles y enhiestos.
No supo cuanto tiempo había transcurrido. Descendió de la nube en la que se ha-
llaba y comenzó a vestirse con un apuro que intentaba ser pudoroso. Agustín recostado,
prolongó su placer mirándole cubrirse. Sin ocultar su propia desnudez, se paró y la besó
largo y profundo. Le susurró le prometiera regresar lo antes posible. A Leonor no le costó
hacerlo, pues sabía le pertenecía desde el instante en que le había visto.
Dejó le abotonara la espalda de la camisa. Cuando quiso ayudarle con el prendedor
de plata de su cintura, Leonor lo detuvo. Apartó un instante de duda y se lo entregó ro-
gándole lo conservara. Apretó su boca dolorida de besos sobre la de su amante y regresó
presurosa a la casa.
Por fortuna, llegó con tiempo suficiente para lavarse y acicalarse. Escudriñó con el
espejo en la mano posibles huellas que delataran su secreto y agregó un delantal a su
atuendo para disimular la falta del prendedor. Ya vería luego el momento de mentir su
extravío.
La llegada de las féminas le encontró bordando un mantel, manualidad colectiva
en la que se turnaban las cuatro mujeres y deseaban concluir antes de la Navidad. Con
fingido aplomo y sin levantar la cabeza de su labor, preguntó por las novedades de los
sembradíos y recibió a cambio inesperadas noticias sobre su padre.
Un vecino con quien se había encontrado en Mérida, había traído unas líneas del jefe
de familia. Pidió leerlas y aprovechó para hacer cantidad de comentarios sobre las buenas
nuevas de los negocios paternos.
Ahuyentaba con la charla los silencios, por temor le preguntaran por Agustín y casti-
garse con un rubor traicionero. Pero para su tranquilidad, nada de eso ocurrió.
Al caer el sol, rezaron el rosario pidiendo por la salud y el pronto regreso de su padre.
Su mente, sin embargo, se mantuvo muy lejos de todo ello.
Cenaron conversando con naturalidad y por fin llegó la hora del descanso. Era el mo-
mento que ansiaba. Al acostarse quedó protegida por la barrera de sus pensamientos y sin
riesgo alguno de ser descubierta.
No había tenido tiempo de evaluar lo ocurrido, ni de juzgarse a sí misma. Se sentía
acosada por sentimientos encontrados que buscaban su lugar dentro de la dicha que le en-
volvía. Sabía la gravedad del paso que había dado y las consecuencias que éste podría aca-
rrearle. Recordó tendría que enfrentar una difícil confesión para poder comulgar el siguiente
domingo y eso la inquietaba. Resultaría grave paradoja acusarse de un pecado del que no
se arrepentía, ni se proponía enmendar.
Dejaba esto, para deleitarse una y otra vez recordando cada detalle de la maravillosa
experiencia. El cuerpo se le estremecía tal si soportara sobre sí y aún, el del hombre que
amaba y con el que estaba segura ahora, deseaba compartir su vida.
Al regresar del éxtasis, advirtió que sus hermanas a su lado, descansaban apacibles
sobre sueños de inocencia. A pesar de la oscuridad, una llama de vergüenza le quemó la
cara. Decidió concentrarse en el rezo de otro rosario, pero la fatiga la venció.
Agustín disfrutó del perfume que Leonor había dejado sobre su piel. Quedó recostado
prolongando la intensidad de las emociones vividas. Se sentía halagado por la fogosidad de-

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mostrada por esa dulce y bella niña al sentirse desflorada. Recordarla ardiendo entre sus
brazos, le instaló de nuevo el deseo en la sangre y notó que ésta pujaba bajo la manta.
Se vistió con lentitud. Hambriento, devoró su bien demorado almuerzo y luego co-
menzó a ordenar los cartones y las carbonillas, dispuesto a regresar a su tarea.
Sobre la mesa, el prendedor de Leonor con sus rosas de plata perfectas y relucientes,
testimoniaba la visita de su enamorada y la seguridad de las siguientes que ya anhelaba. Lo
acarició con sensualidad disfrutando de su contacto.
Destrabó la gaveta privada del bargueño y lo depositó satisfecho junto a los otros
dos, idénticos, con sus rosas de plata perfectas y relucientes, que parecían estar esperando
la llegada de su trillizo.

Luis C. Montenegro

*Publicado en el libro de cuentos que transcurren en España “Pastor de Leyenda”, editado


por Editorial del Candil.
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Elvira Mateos
Enriqueta

―Mamá, Mamá. Déjame quedarme. Seré muy buena ―El grito de la pequeña Enri-
queta, llorosa, entre hipos entrecortados, no hizo que su madre se volviera. Siguió de es-
paldas, vestida de negro completamente, vuelta la cara hacia el zaguán de la casa familiar
de Madrid que ya no lo sería más.
Este recuerdo, confuso pero triste y tenaz, perseguiría a Enriqueta durante muchos
años. El coche de punto a la puerta, el desconocido que se la llevaba con sus pocas perte-
nencias, el lazo negro en la cintura y en el pasa cintas de la capota, y su madre de espaldas,
sin querer mirarla. No sabía Enriqueta que su madre se volvía para tragarse las lágrimas,

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para resistir el dolor de su pérdida, el impulso de tomarla entre sus brazos de nuevo y no
dejarla marchar. Aquel era un sacrificio muy grande, pero era por el bien de todos sus hijos,
a todos ellos les había buscado un lugar, ella sola no podía mantenerlos.
Enriqueta había quedado huérfana de padre y su madre viuda. No alcanzaba a com-
prenderlo aún, pero el capitán ya no existía. Su padre era guardia civil y había muerto en
Cuba, con honores, sí, pero solo y de fiebres, o eso se pensaba, en un mundo que resultó
demasiado hostil. Apenas recordaba a aquel hombre; cuando se marchó ella era demasiado
pequeña, el recuerdo se resumía al uniforme de azul dado en tina, a la mano amplia y afable
que a veces se posaba en su cabeza y le revolvía su pelo rubio, a los hermanos atentos en
el salón y el padre hablando, ella completamente ajena pero feliz a sus pies, en un escabel.
Los hermanos de Enriqueta, los tres varones fueron a parar a Valdemoro al colegio de
Guardas Jóvenes, y ella se fue con la prima de su madre, al torreón de los Boain en Ávila,
donde fue recibida como un regalo por aquella pariente con posibles que no había tenido
hijos. Enriqueta a pesar de todo tuvo suerte.
El capitán José Gutiérrez se embarcó para Cuba como voluntario en el año de 1869,
cuando la guerra larga, el temor a los cimarrones, a los asiáticos huidos de ingenios y plan-
taciones, hiciera que, España, reforzara la protección de las fincas y sus propietarios, con la
creación de tercios contra los denominados bandoleros. Allí fue a parar el padre de Enriqueta,
al tercer tercio, en la parte oriental de la Isla. El día que su padre marchó de Madrid, Enri-
queta solo tenía tres años y medio y no volvería a verlo nunca.
El calor era espantoso, la ropa se pegaba a la piel, a pesar de que el uniforme de ra-
yadillo azul estaba hecho en un tejido relativamente ligero, de fibras de lino. No ayudaban
tampoco las garrapatas, ni los piojos refugiados en los dobladillos de pantalones y casacas,
ni las miríadas de insectos que flotaban sobre el cañaveral y que terminaban aplastados a
docenas en cualquier parte del cuerpo. El capitán José tenía descarnado el pescuezo de tanto
rascarse. Llevaban horas allí, disimulados entre las cañas, con los fusiles, que a esas horas
pesaban ya como plomos en las manos. Los colonos de las plantaciones tenían miedo. Meses
antes los insurrectos se habían levantado en Camagüey, y Bayamo había ardido por los cua-
tro costados. De la metrópoli llegaban las órdenes del capitán general Ramón Blanco, todas
reducidas a frenar cualquier tentativa de levantamiento. Estaban aún muy frescas las ma-
tanzas, los incendios, como se había arrasado con todo, plantaciones de tabaco, viviendas,
ingenios de azúcar. Hasta las antiguas chozas de los esclavos habían desaparecido.
José Gutiérrez formaba parte de una de las columnas móviles de los batallones com-
pletados con voluntarios, entre ellos no faltaban tampoco pardos y morenos, así les llama-
ban, nacidos en la isla que habían decidido luchar por aquella patria que no conocían, al otro
lado del océano. Pero allí cubiertos de sudor, con un cansancio imposible, comidos por los
mosquitos, José no tenía la sensación de que su presencia fuera a servir para algo ¿cómo
iban a poder frenar a los rebeldes? Le estaba ganando el desánimo. El calor húmedo, la sed,
las fiebres y aquellas diarreas y vómitos diezmaban sin piedad a los hombres, morían uno
tras otro, muchos sin llegar a entrar en combate, sin que los médicos pudieran hacer nada.
José Gutiérrez agitó la cantimplora y dio un sorbo, el agua sabía amarga y estaba muy
caliente. Hacía ya una horas que había acabado con el contenido de la fiambrera, la ración
de morcilla prusiana. Había que comérsela antes de que la humedad la pudriera y la llenara
de gusanos. Se sostenía por pura fuerza de voluntad. No pudo evitar pensar en sus hijos y
en su mujer, les echaba de menos, casi un año en la isla, desde que se embarcó en aquel
crucero donde se mareó los primeros días, muy a su pesar. Pensaba en Enriqueta, que mayor
se estaría haciendo, a esa edad crecían muy deprisa. Añoró las risas de sus hijos y la figura
de su mujer recortada contra la ventana de la sala familiar.
La picadura de un mosquito lancero particularmente molesta le hizo volver a la realidad.
Sus botas cubiertas de barro habían dejado una profunda huella en el suelo encharcado por
las lluvias torrenciales que habían durado toda la noche. Cambió de posición, a pocos pasos
notó el movimiento del sombrero jipijapa de su compañero más próximo, había sacado el
machete. A pocos metros de ellos estaba la trocha, la línea fortificada que tendría que im-

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pedir el paso libre de los insurrectos. Se alarmó, ¿tanto rato se había quedado abismado en
el recuerdo de casa? Hacía días que sentía la fiebre, y la quinina, que le mantenía en pie,
empezaba a dejar de hacerle efecto, tenía temblores.
Sonaron los disparos de los fusiles. Una partida insurgente se abría paso en la manigua,
feroz, con arrestos, decididos a todo. Aun así, como no esperaban encontrarse con ningún
puesto avanzado en ese punto fueron sorprendidos por los soldados. José Gutiérrez alzó el
fusil y disparó contra las cañas que se movían. Puede que diera en el blanco, no lo sabía, el
fragor de la lucha le envolvió y ya no hubo nada más. Era como si se movieran por inercia,
se imponía la supervivencia en el combate cuerpo a cuerpo, evitar ser alcanzado por una
bala, atajar un machete. No importaba nada, ni el calor, ni la humedad, ni el hambre, ni los
mosquitos. Todo consistía en defenderse, esquivar, imponerse. Pronto el cañaveral quedó
convertido en un lodazal de sangre, de cañas aplastadas, gemidos y estertores de los heridos
y moribundos de ambos bandos.
Habían detenido a la partida. Los insurrectos, los que quedaban vivos, estaban ahora,
maltrechos, maniatados, en el sendero abierto que llevaba a la trocha; algunos no podían
tenerse en pie pero los aprehensores no estaban mucho mejor. Habían perdido muchos hom-
bres en aquella escaramuza y el capitán José Gutiérrez se mantenía en pie de milagro, su
cabeza goteaba la sangre de un mal golpe.
Vencidos por el cansancio y las heridas, la columna regresó a su puesto, cercano al
pueblo, poco a poco. No se dieron cuenta hasta que fue demasiado tarde. El aire ardía, un
viento oscuro y terrible cargado de pavesas encendidas azotaba la manigua, casi hasta los
manglares del sur, kilómetros abajo. Los ingenios de caña de azúcar, las plantaciones que
estaban a punto de ser cosechadas ardían. También se quemaban las viviendas coloniales
de los dueños de las plantaciones. Los soldados corrieron para prestar ayuda, para intentar
sofocar el incendio, para salvar lo que se pudiera, para salvar la vida. Sin embargo ya no
quedaba que se pudiera rescatar. El oriente ardía. Había prendido la llama de la insurrección
y del levantamiento y ya no cesaría.
Enriqueta volvió a reunirse con su familia muchos años después, lejana ya la infancia,
la vida había hecho de ella una “señorita de bien”, educada y distinguida, arropada por su
madrina. Nunca supo lo que había sido de su padre. Su rastro quedó perdido para siempre
en aquella isla al otro lado del océano. Nadie sabía que había sido de él, si murió de fiebres,
en los incendios o en algún encontronazo. Su nombre fue solo una línea en el registro de
caídos, un nombre perdido en el olvido.

Esther Pardiñas

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Elvira Mateos
Lucrecia

Recién terminada mi actuación en el capítulo cuarto de la telenovela “Mátame de amor”,


Julito me entregó el sobre lila. Es de tu madre, me dice, por fin te escribe.
Hace año y medio que interpreto papeles que devoran, especialmente mujeres, ávidas
de encontrar en la pantalla el modo de llenar el vacío de sus vidas, buscando en las ajenas
el despertar de unos sueños, que “se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”.
Trespaderne es el autor de moda, teje melodramas banales, adobados de pasión y de amores
que terminan en desdicha y abandono. Me paga bien para lo poco que actúo, papeles se-
cundarios y en general antipáticos. Tienes la presencia y la voz que conviene, me dice. El

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espectador te ve, te oye, te odia, no es preciso que robes, seas corrupto, interpretas a un
comisario sin escrúpulos, violento y corrompido, abres la boca y ahí cualquiera quisiera rom-
perte el alma a fuego lento.
En la calle, pienso en las palabras de Julito. No, no puede ser mi madre. Escribir no es
lo suyo, no la llegan las palabras, se pone nerviosa. Allá en el pueblo no es infeliz, vida tran-
quila, sin sobresaltos, alejada de la ciudad que no desea: sus gallinitas, el huerto, la partida
con la Pruden y Carmen, sus hábitos sencillos. Al fin, “hijo, la vida es un lento caminar hacia
el final”. Lento, dice ella, qué voy a agregar.
Acostumbrado a la nada en tantas de sus formas, me guardé el sobre en el bolsillo
antes de llegar al café, y en la segunda cerveza con Basurto y Celemín me vino el recuerdo
del color del sobre y me di cuenta de que no había leído la carta; no comenté nada delante
de ellos, porque los aburridos desean oír, buscan tema y un sobre lila es una mina de oro.
Llegué a mi apartamento, donde Ulises, el perro, no se fija en estas cosas, abrí el sobre y
conocí a Lucrecia.
Leí: no me importa que digan que es perverso, malvado, indigno de vivir. No me im-
porta que sus papeles engañen a todo el mundo, al contrario, me ilusiona pensar que solo
yo conozco la verdad. Ud. sufre cuando interpreta esos papeles, les pone su talento, pero
yo sé que Ud. finge esas vidas que no son la suya. Ud. no es Barone, el chantajista sin es-
crúpulos, tampoco Levascal, el indeseable ultra, capaz de reunir maldad, desigualdad e in-
justicia. Ud. cree, como yo que se necesita ayudar, proteger al desposeído, al parado, al
disidente y marginado. Créame, me gustaría ser la única que sabe pasar al otro lado de sus
papeles, que estoy segura de conocerlo de veras y de admirarlo. Es como con Shakespeare,
su papel Casio, me gustó más que Julio César. Y terminaba, escribo mi dirección, pero no se
vea obligado a contestarme, si no lo hace, yo me sentiré lo mismo feliz de haberle escrito
todo esto.
Pasaron algunos días, la noche caía, en la intimidad del cuarto, en soledad y cansado,
volví a ver la letra de Lucrecia, liviana, fluida, sin intención de contestarla, pero le contesté
antes de irme al cine, un viernes por la noche. Me conmueven sus palabras, estimada Lu-
crecia, y esta no es una frase de cortesía. Claro que no lo era, escribí como si esa mujer que
imaginaba de pelo negro, de mirada cálida y soñadora, de ojos del mismo color, estuviera
sentada ahí y yo le dijera que me conmovían sus palabras. El resto era convencional, no en-
contraba qué decirle después de la verdad, todo se quedaba en puro relleno. Mi gratitud y
mi simpatía. Incertis Delgado. Añadí otra verdad. Me alegro que me haya dado su dirección,
de otro modo no me hubiera sido posible decirle lo que siento.
De muchacho tenía aventuras sentimentales. La naturaleza se mostró generosa conmigo.
Además tenía el corazón sensible y cuando llegaba el caso, era capaz de enternecimiento y
tenía las lágrimas fáciles. Solo que mis devaneos se volvían siempre hacia mí, mis enterneci-
mientos me concernían. Pienso ahora que el acto de amor es en verdad una confesión. En él
grita con descaro el egoísmo, la vanidad, o bien se revela una generosidad verdadera. Sabía,
por otra parte, que no les gustaba que uno fuera demasiado rápido a la meta. Primero era ne-
cesario la conversación, la ternura, la palabra adecuada, en el momento más inesperado.
Pero después de estas aventuras que languidecían probado el “fruto”, o se demoraban
porque su facilidad no restaba mérito a mi habilidad para enamorarlas, llegó Adela, y eso duró
cuatro años; a los cuarenta y cinco la vida en esta ciudad empieza a desteñirse, parece que
se encoge, se achica, al menos para mí que vivo solo con un perro y no soy amigo de caminar
mucho. ¿Me siento viejo? No, al contrario; más bien parecería que son los demás, las cosas
mismas que envejecen y se agrietan; por eso me quedo en el apartamento, leo, imagino, ana-
lizo el papel, con el perro mirándome, escuchando como si buscara aprobarme o rechazara mi
interpretación, vengarme de esos papeles ingratos llevándoles a la perfección, haciéndoles
míos y no de Trespaderne, ahondando, matizando las frases más banales en un juego de es-
pejos que enriquece lo peligroso y turbador del personaje.
Le acepté la simple, conmovedora invitación a conocerla en una cafetería de la calle
Mayor. Había el detalle necesario, monótono del reconocimiento, ella de negro, bufanda azul

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y yo llevando gabardina negra y el diario doblado en cuatro. El resto era Lucrecia escribién-
dome de nuevo, en el piso compartido con la madre, apenada y sombría por la otra hija
muerta. Y si Ud. no quiere o no puede yo sabré comprender, no me corresponde anticiparme,
pero también sé que alguien como Ud. está por encima de muchas cosas. Y añadía. Ud. no
me conoce, salvo esa otra carta, pero yo hace un año que vivo su vida, lo siento como es de
veras en cada personaje, lo saco del texto y es el mismo para mí cuando ya deja de asumir
su papel.
Lucrecia era una mujer de más de treinta años, de muy buen ver y con un encendido
pelo negro que parecía vivir por su cuenta cuando movía la cabeza. De la cara de Lucrecia yo
no tenía una imagen precisa salvo los ojos negros y la tristeza; los que ahora me recibieron
eran de color avellana, y nada tristes bajo ese pelo movedizo.
Que le gustara la ginebra no dejó de sorprenderme. Por el lado de Trespaderne todos los
encuentros románticos empezaban con té. De veras lo pasamos bien, como si nos hubieran
presentado por casualidad, sin necesidad de sobreentendidos como empiezan las buenas re-
laciones en que nadie tiene cada que exhibir o disimular.
Era lógico que se hablara sobre todo de mí, yo era el conocido, y ella sólo dos cartas y
Lucrecia. Trespaderne tiene la intención de regresar a Shakespeare, le dije, montar el “Rey
Lear” en seis capítulos. Un personaje que me persigue desde hace años, le vivo, le llevo dentro,
me obsesiona hasta el punto de que algunas noches, interpreto, como si estuviera en el es-
cenario, alguno de sus diálogos. Su desmedida tragedia mide la capacidad de un actor. Reco-
nozco que la obra es muy triste. Muestra cómo deshacemos los afectos más profundos, cómo
la soberbia y la mentira prevalecen sobre los sentimientos puros, como lo banal, la astucia, la
adulación se imponen sobre la verdad de los corazones. Lucrecia me escuchaba absorta, en-
cantada de mi voz y de la pasión que la obra despertaba en mí.
Pero no seré el agraciado. Seré un secundario más, tal vez el conde de Gloucester. El rey
Lear será para Bonilla, actor mediocre que no lo merece, ni mucho menos. Pero resulta, Lu-
crecia, que es atractivo, las mujeres esperan su salida del estudio para pedirle el convencional
autógrafo o un tierno abrazo. Trespaderne sabe que si Bonilla aparece de protagonista la
audiencia femenina subirá.
Si Adela hubiera estado aún en mi vida no creo que me hubiera enamorado de Lucrecia;
su ausencia era todavía demasiado presente, un hueco que Lucrecia empezó a llenar, sin
saberlo, tal vez sin esperarlo. Con ella todo fue más rápido, fue pasar de mi voz a ese otro
Incertis Delgado, de pelo lacio y menos personalidad que los retorcidos, diabólicos persona-
jes de Trespaderne. Todo se cumplió en dos encuentros en cafés, un tercero en mi aparta-
mento, el perro se adaptó al perfume y a las caricias. Lucrecia se mudó a mi casa.
Hubo anocheceres que le invitaba a ver algún vídeo, secuencias que conocía de “Má-
tame con amor” o “Juego de lágrimas”, y me hacía bien mirar a Lucrecia atenta al drama,
alzando a veces la cabeza cuando escuchaba mi voz y sonriendo de gratitud y afecto. ¿Te
sirvió de algo escucharte?, me preguntó tomando mi mano entre las suyas. Sí, mucho, hablé
de problemas de respiración, de dicción, de silencios, registros, matices de voz, cualquier
cosa que ella aceptaba con respeto. Y tal vez fue uno de esos días de otoño, o un poco des-
pués, que una tarde me quedé mucho tiempo a su lado, la besé largamente y le dije que la
quería, que nunca la había querido como en ese momento, y que así sería un día y otro día
para ser merecedor de su afecto, de su ternura, de su amor. Ella no dijo nada, sus dedos ju-
gaban con mi pelo, me acariciaba el rostro, sentía su temblor posado en mis labios, su ca-
beza se quedó en mi hombro, y se estuvo quieta, como ausente.
¿Por qué esperar otra cosa de Lucrecia? Ella era como los sobres lila, como las simples,
tímidas, frases de sus cartas. En la memoria de mi amor, andaba por la casa o jugaba con
Ulises, esa imagen que al atardecer entraría una y otra vez en lo que yo había querido, en
lo que me hacía amarla tanto.
¿Por qué no se lo dije? No tuve tiempo, pienso que vacilé porque prefería guardara así;
la plenitud era tan intensa que no quería pensar en su vago silencio.
Sé que al despertar en la noche, mirándola dormir a mi lado, sentí que había llegado

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el momento de decírselo, de que fuera definitivamente mía. No se lo dije, porque Lucrecia
dormía, porque estaba despierta, porque tenía que esperar para llevarla al Centro de Salud,
porque estaba buscando una oficina de viajes para las vacaciones, porque la vida venía lu-
minosa antes y después de los atardeceres. Que guardara el prolongado silencio, y me ha-
blara tan poco, que me mirara como si buscara alguna cosa perdida demoraba en mí la
necesidad de confesarle la verdad.
No tuve tiempo. Un horario cambiado me llevó al centro, compré la novela recomen-
dada por Basurto, que resultó ser el libro de relatos de John Cheever, “La geometría del
amor”, la vi saliendo de un hotel, no la reconocí al reconocerla, no comprendí al compren-
derla, apretaba el brazo de un hombre, más alto que yo, que se inclinaba un poco para aca-
riciar la mejilla de Lucrecia, para besarla en los labios después.

J. A. Martínez Gutiérrez
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Elvira Mateos
NUESTRA CIUDAD: La casa propia

La situación era la siguiente: habían dado las seis de la tarde de un día bastante frío
en el que llovía y a ratos salía el sol. Yo vestía una chaqueta gruesa de lana, pues había es-
tado paseando desde el mediodía por la orilla del río, según me pedían las piernas, sintiendo
intensamente el viento y la esporádica lluvia sobre mi rostro. Había caminado deprisa, ner-
viosa, casi desesperada.
A esa hora, a las seis en punto, estaba sentada en el despacho del notario, todavía
ofuscada, y miraba sombríamente lo que me rodeaba. Éramos tres las personas que nos ha-
llábamos esperando, alrededor de la gran mesa, de superficie brillante y forma ovalada, qui-

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zás para evitar aristas, que poseen todos los despachos de notarios del mundo. Al otro lado
se sentaba el matrimonio que iba a adquirir mi casa. Recuerdo que mis pensamientos eran
atroces. Miraba los rostros de ese hombre y esa mujer y sentía hacia ellos un odio intenso.
En términos jurídicos, éramos dos partes: una, ellos; otra, yo. Después de la lectura
comprensible del contrato de compraventa, tras la plasmación de las firmas, una propiedad
pasaría legalmente de unas manos a otras…
¿Y eso era todo? ¡Se iban a quedar con mi casa, donde había jugado, sido niña y ado-
lescente, donde había aprendido a soñar! Cierto que no vivía allí de forma habitual, y que
iban a pagar por ella, pero, ¿y mis sentimientos, mi arraigo? ¡Iba a perder mi origen en la
tierra! ¿No iba a penar, vagar por el mundo, hasta tocar una puerta que ya no estaría
abierta para mí? ¿Iba a poder volver a soñar? Desfallecía de dolor. Me había visto empujada,
me habían obligado las circunstancias, pero no quería perder mi casa, mi huerto, mi jardín…
Pasaría por delante y les vería sentados en el comedor. ¿Arrancarían mis flores, se dejarían
secar la higuera? Quizás, sencillamente, lo demolerían todo, los muy brutos. No quería re-
cordar que casi les había suplicado que me la compraran, tan grande era mi apuro. Necesi-
taba el dinero. La deuda que debía pagar era como una pistola apretando mi sien.
Miraba aviesamente al matrimonio que tenía enfrente, sentados muy juntos. Dos
manos se apoyaban encima de la mesa, una sobre otra, como en ademán protector. La mano
que más se veía era grande, muy desarrollada, deforme, llena de nudos y callosidades, los
dedos gruesos, las uñas cortas y descuidadas… ¡Se permitían unirse por la manos, en com-
plicidad, en afecto…! ¡Odiaba aquellas manos!
Los dos me miraban circunspectos, sin saber a qué atenerse. Ella tenía un aire inex-
presivo, el pelo entrecano, recogido, mal cortado y peinado con descuido; ojos oscuros, muy
abiertos, sin brillo; la boca dibujando una línea recta. No parecía pensar en nada. El hombre
tenía el cabello casi enteramente blanco. Estaba pálido, con un color enfermizo, encogido,
los hombros hundidos. Podría haber en sus ojos más malicia que en los de ella.
Me conocían desde pequeña. Eran los labriegos que vivían en la casa contigua a la mía.
A pesar de todo, ¡les odiaba! Casi lloraba de rabia al pensar que no podría volver a entrar
en mi casa. Ellos contemplaban confusos mi aspecto enajenado.
El notario ya había llegado e iniciado la lectura. Miré fijamente los rostros de aquellos
dos usurpadores. Con los papeles delante, lentamente, sangrando en cada movimiento, fui
trazando las líneas de mi firma. Ya estaba. Ya lo había hecho. El notario cogió el contrato y
se lo pasó a ellos, que hicieron un ligero movimiento en sus sillas. El hombre levanto los
hombros y sacó las manos de debajo de la mesa, donde las había tenido apoyadas en las
rodillas.
Sin embargo, ¡las dos manos que observara al principio seguían juntas, sin moverse,
una sobre otra, aún sobre la mesa…! ¡Las dos manos eran de ella! ¡Esa mano deforme,
grande, desarrollada, que parecía sujeta al sufrimiento del trabajo duro, esa mano llena de
callosidades era de ella! ¡Dios mío! ¡Eran las manos de una mujer!
Por encima de mi propio drama, recordaré esa imagen. No podré olvidar jamás aquellas
manos…

Montserrat Díaz Miguel

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Años de amistad y Una bonita historia

AÑOS DE AMISTAD

Lo conocí hace muchos años, coincidimos en unas pocas ocasiones y me pareció un


cretino.
Al cabo de un tiempo estuve con él en un congreso de Triangulaciones Semióticas Pru-
ténicas y cambié de opinión. Llegué a mirarle con agrado y no tenía que hacer esfuerzos
para reír sus interminables y aburridísimos chistes. Intercambiábamos miradas cómplices y
nos burlábamos del resto de los congresistas. Entonces creí que ya comprendía su forma de

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comportarse. Se podría incluso decir que llegue a tomarle cierto afecto.
Luego se hundió en el olvido. Como tantas cosas. Hace algo más de un año coincidimos
de manera casual en una vuelta al mundo patrocinada por un irresponsable que reunió un
pequeño grupo de inconscientes en un barco de 12 metros de eslora. Esto fuerza a una con-
vivencia muy estrecha. Casi siempre demasiado estrecha. De nuevo cambié de opinión.
Había quedado muy atrás el tipo que conocí superficialmente y aquel otro con el que traté
un tiempo. Las personas en las distancias cortas cambian mucho. Es imposible esconder la
mierda mucho tiempo. A él supongo que le pasaría lo mismo conmigo. Fue aquello tan de-
sagradable que solo recordarlo me dan ganas de vomitar. Una vez terminado aquel tormento
nos despedimos entre grandes abrazos y juramentos de amistad imperecedera. Desde en-
tonces he tenido buen cuidado de no cruzarme con él ni con ninguno de aquellos botarates
con los que perpetré aquella humorada disfrazada de epopeya.

Hace unas horas, tras algunas gestiones, cayó su diario íntimo en mis manos. Natural-
mente, lo he leído con atención y sin remordimiento. Acabo de llegar a la última línea y debo
reconocer que todas mis ideas anteriores estaban completamente equivocadas. Sin embargo,
una cosa me ha quedado clara: realmente sigo sin conocerle. Ahora bien, como siempre me
ocurre después de leer diarios íntimos (es una de mis aficiones secretas), me caen más sim-
páticas las criaturillas.

UNA BONITA HISTORIA (junio 2009)

Hoy han dado una noticia realmente edificante. Una niña tenía una enfermedad incu-
rable. Algo así como una leucemia crónica que la abocaba a una vida llena de dolores y a
una muerte prematura. La única solución era hacerle un trasplante de médula de una per-
sona compatible. Al no haber nadie (ni siquiera en su familia) con esas características, era
necesario que sus padres tuvieran un hermanito con una genética adecuada. Para hacerlo
posible había que producir una gran cantidad de embriones, y, una vez conseguido, selec-
cionar justamente el que cumpliera los requisitos. Ese procedimiento no estaba autorizado
en España. En la noticia no se explica muy bien la razón, que, supongo, será de tipo legal.
No hay duda de que las nuevas técnicas médicas plantean problemas morales muy delicados.
Sin embargo, en este caso, y permitan que exprese mi opinión personal, me parece una
monstruosidad cerrar las puertas a una curación y permitir a cambio el sufrimiento de una
criatura inocente.
Como consecuencia, la familia se tuvo que trasladar (creo, a Bruselas) lo que supuso
un gasto considerable. Finalmente, sin embargo, tras muchas vicisitudes todo acabó con-
forme a lo previsto (al menos, así lo anuncia jubiloso el periodista que da la noticia). La pa-
reja tuvo otra hija con cuyo cordón umbilical se pudo hacer el trasplante a su hermana, y
ahora las dos hermanas estas sanas y sus padres felices.
Una bonita historia con un bonito final.
Se me olvidaba decirles que yo soy uno de los muchos embriones que se produjeron y
que, al no tener la suficiente compatibilidad, tuvieron que ser desechados. La vida, lo digo
sin acritud, es una cuestión de suerte. Naturalmente, de mí no tendrán más noticias.

Alfonso Hernando

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Elvira Mateos
Psiquiátrico siniestro y Heridas del pasado

Psiquiátrico siniestro

El doctor Avellaneda le dijo a Don Quijote que Sancho Panza era un producto de su
imaginación. El enjuto caballero se enfureció mucho pues pensaba que lo estaba tratando
de loco; por lo cual, profirió un aluvión de amenazas, incluso intentó agredirlo, pero no pudo
hacerlo porque unos robustos celadores se lo llevaron para encerrarlo en su habitación.
Avellaneda estaba satisfecho, pues con la misma estratagema había conseguido privar
de libertad al escudero del estrafalario personaje, ninguno de los dos se interpondría entre

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él y sus planes, consistentes en sustituirlos a ambos en el mundo real por un par de indivi-
duos que le eran fieles.
Todo iba según había previsto, pero al mirar al exterior por la ventana de su despacho,
se sobresaltó al ver que el inspector Cervantes, acompañado por dos de sus hombres, se
bajaba del coche que acababa de aparcar frente al hospital psiquiátrico y entraba en él.
“Seguro que lo sospecha todo y da al traste con la obra maestra que he pergeñado”,
se dijo, mientras pensaba qué iba a responderle al avezado detective cuando comenzase a
interrogarlo.

Heridas del pasado

“Nos lo has contado muchas veces, mamá”, te decíamos cada vez que rememorabas
aquel funesto día: el cielo oscuro de una noche de invierno, las nubes fantasmagóricas, el
viento agitando las hojas de los árboles, la luz agónica de las farolas... Y nuestro padre, ma-
niatado, entre dos hombres, girando el cuello a cada paso que daba para mirar, desde la
plaza desierta, el balcón de nuestra casa donde tú gemías y llorabas desesperada; mientras
nosotros, que entonces éramos unos niños, llorábamos también abrazados en nuestra habi-
tación. No lo volvimos a ver. Nuestro padre fue uno más de los miles de fusilados de la guerra
civil española.
Hoy, tras muchos años de indagaciones y de luchas, ha sido posible recuperar sus hue-
sos. A mis hermanos y a mí se nos han saltado las lágrimas ante esos restos, ante esa ca-
lavera, ante esas cuencas vacías donde antaño estuvieron los ojos que te buscaron a ti,
mamá, con miedo y tristeza, aquella terrible noche. Dentro de poco, descansaréis juntos en
el panteón familiar.

Enrique Angulo Moya


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Elvira Mateos
Propuestas dinamizadoras

Me callé para que creyera que otorgaba. Cierto fulano con carnet de partido (un buen
hombre, pese al partido que había tomado; un tanto pachón y absurdo, eso sí), requerido
por un compañero de militancia y candidato en las próximas elecciones locales a repetir
como concejal de cultura para que le indicase todas las propuestas originales que se le ocu-
rrieran para dinamizar la cultura de la ciudad, me exhortó a su vez con el propósito de que,
en los próximos días, yo le aportara cinco.
Precisamente cinco. Lo achaqué a la idiosincrasia del personaje, pazguato y supersti-
cioso hasta el paroxismo (cada tres pasos cojeaba de una pierna: no hacerlo lo pondría,

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según sus demonios, en peligro de cualquier accidente o desgracia, el que primero le viniera
a la cabeza; creía en los parabienes y amenazas de los mensajes en cadena, así que no de-
jaba uno sin hacer las copias y envíos pertinentes; por la calle iba sumando los números de
las matrículas de los coches: trece, al infierno; quince, la niña bonita, que luego no llegaba…);
supersticioso hasta el paroxismo y elemental, como poco. Cinco… Por barlovento te la…
Hice que otorgaba callando, desde el convencimiento de que faltar a mi palabra no iba
a suponerme remordimiento alguno. ¿Qué propuesta original ―es decir, que no la hubiera
ideado nadie antes, o que se le hubiera ocurrido a un hotentote ágrafo, manco y mudo, por
ejemplo, y, por ende, no se conociera por estos pagos― podría discurrir, si no debía de haber
ocurrencia alguna que no estuviese patentada?
En esa tesitura, se me ocurrió que, puesto que se me antojaba tarea imposible realizar
nuevas propuestas y todas las llevadas a efecto hasta la fecha por la autoridad no habían
servido para dinamizar la cultura en la urbe, lo mejor tal vez fuera tratar de deconstruir
todas ellas, las cuales habían sido formuladas sin excepción afirmativamente o en sentido
positivo. Que las exposiciones no habían servido para dinamizar la vida cultural… ¿Por qué?
Porque el Ayuntamiento no había puesto las salas de exposiciones de las que era titular al
servicio de los artistas sino de los contribuyentes diletantes. ¡Fuera exposiciones! Que tam-
poco las ayudas a la creación habían servido para que vieran la luz libros, discos, cortome-
trajes decentes… ¿Por qué? Mutatis mutandis, por la misma razón dada anteriormente;
porque las ayudas siempre se habían repartido atendiendo a la condición de contribuyente
de quien la solicitaba en lugar de por la calidad de la obra que optaba a ellas. ¡Fuera las
ayudas a la creación literaria y artística! Además, además, todos los libros, discos, videoce-
dés, cuadros engendrados con esas ayudas y depositados en las dependencias municipales
correspondientes deberían ser puestos en almoneda o expuestos en una tómbola de “siem-
pre toca”, a céntimo el boleto. Y quién sabe, a lo mejor tales iniciativas, por lo que tenían de
juego, quizá sí contribuyeran a dinamizar la vida cultural ciudadana. Si se montaba una feria
del libro con carácter anual, ¿por qué no una almoneda o una tómbola del libro, del disco de
audio, del videocedé, de la pintura? Si la feria del libro conseguía que el andén superior del
Espolón estuviera concurrido durante la semana larga en que acontecía, gracias fundamen-
talmente a libreros, dependientes, azafatas y azafatos, conferenciantes, músicos, actores
y animadores de todo tipo, también algún lector que otro, ¿por qué no celebrar la del
disco, videocedé o la de la pintura? ¿Y por qué no la almoneda o la tómbola, o las dos en
ese mismo ámbito, en fechas lógicamente diferentes? Tales actuaciones dinamizarían la
cultura, o por lo menos causarían la impresión de que la dinamizaban.
Había que echarle imaginación, estaba claro; pero, sobre todo, había muchas acti-
vidades cuyo patrocinio debería reconsiderarse: conferencias de todo tipo, presentaciones
de libros, congresos de escritores, historiadores, lingüistas; salones de anticuarios, del
libro viejo; sesiones de jazz y de jotas, exposición de trabajos manuales, dramatizaciones
varias… Los que quisieran presentar los libros de que eran autores o conferenciar sobre
un tema del que pretendidamente eran especialistas, o tocar un instrumento (en solitario
o formando parte de un grupo u orquesta), exponer su producción artística, actuar en
una obra de teatro, etc., a cambio de la cesión gratuita del local ad hoc, estuvieran obli-
gados a pagar un tanto a los asistentes. Así, por lo menos recibirían una audiencia en
consonancia con el desembolso que estuvieran dispuestos a hacer, consiguiéndose para-
lelamente que la estadística sugiriera cierta dinamización de la cultura.
En todo caso, habría que convertir los conciertos en desconciertos, mucho más di-
vertidos, con esgrima entre músicos y lanzamiento de notas musicales; el Premio de Poe-
sía Ciudad de Burgos, en Castigo. Resultaría mucho más barato y concitaría la presencia
de autores muchísimo más interesantes que los que habían concurrido hasta el momento,
todos ellos coleccionistas de premios; pero, sobre todo, y la ventaja no era pequeña, su-
pondría la ausencia de estos.
Por lo que respecta al festival internacional de folclore, no estaría de sobra que am-
pliara contenidos (sobre todo porque había acabado viniendo monótono) y, en conse-

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cuencia, pasara a denominarse de folclore y, verbigracia, filosofía, astronomía, primeros
auxilios o cualquier otra disciplina o práctica que le diera variedad globalizadora, susci-
tando así el interés, al mezclar tres conceptos muy caros a la modernidad, multi- e in-
terculturalismo e interdisciplinariedad, de los mass media de carácter nacional, aunque
el experimento perdiera atractivo para el espectador, especialmente para las amas de
casa.
―Ya sabes que tienes que hacerme llegar cinco propuestas para dinamizar la cultura
de la ciudad ―me recordó a los pocos días esa persona innominada, aprovechando que
me había llamado por teléfono para otro asunto―. A lo mejor las tienes ya ―se apresuró
a vaticinar en tono punto menos que entusiástico.
Como de costumbre, callé, aunque no para otorgar, como creía mi interlocutor.
―Dímelas, anda ―me urgió.
―Espera un poco más ―le dije, y colgué el aparato.
A las veinticuatro horas exactas ―ya he dicho que era supersticioso―, juzgó el in-
teresado que ya me había dejado tiempo suficiente.
―Qué, ¿las tienes ya?
―¡Joder! No sé qué decirte. Las tengo y no las tengo.
Aún estaba indeciso sobre si darle gusto o dejarle con un palmo de narices, pero,
no sé por qué, me pegaba en la nariz que me iba a inclinar por lo primero, más que nada
por hacerle un favor. Veríamos.
―A ver; explícate.
―No las tengo, porque no son originales; en realidad, se limitan a enunciar alguna
variación de actividades que ya se están llevando a cabo.
―Bueno ―dijo―. Suelta por esa boca.
Y me puse a ello.
―Para que la gente se anime a leer ―comencé exponiendo el objetivo que per-
seguía la propuesta que iba a pronunciar a continuación―, se podrían programar jor-
nadas de manipulación de textos, o de detección de erratas, en los libros de las
bibliotecas municipales, o jornadas detectivescas, también en dichos establecimientos,
a la búsqueda de una o varias palabras más bien de poco uso en cualquiera de los vo-
lúmenes exhibidos en los anaqueles, excepción hecha de los diccionarios… ―Mi interlo-
cutor me interrumpió para decirme que tal vez aquello sonara demasiado atrevido, que
procurara ser más concreto y menos incendiario. Y sí, reconocí para mis adentros que tal
vez me había pasado una mica; debía tener en cuenta que estaba tratando con un mili-
tante. Lo tranquilicé diciéndole que no había para tanto y que, en cualquier caso, no tenía
más que recoger las ideas y vestirlas con el luto que, a su juicio, las hiciera más serias y
presentables. Después de lo cual, seguí adelante con mis propuestas de dinamización de
la cultura―: Con el fin de hacer más atractiva la creación de audio y video, podrían orga-
nizarse audiciones de discos comentadas y sesiones de vídeo en las que se pasaran pelí-
culas no comerciales, con diálogo posterior ―Me pareció oír un “bah” de protesta, por lo
que me apuré a admitir que, en efecto, tales actividades no tenían mucho de novedosas,
hacía muchos años que habían dejado de programarse, pero que tuviera en cuenta que,
en este mundo, todo lo pasado de moda, en algún momento volvía a estar de moda. ―
No debió de disgustarle mi argumento, porque no me hizo reproche alguno; así que pro-
seguí―: Por lo que respecta al fomento del teatro y, al mismo tiempo, del gusto por la
cosa pública ―aquí me dio que mi interlocutor arrugaba la nariz (qué tenía que ver dina-
mizar la cultura con el fomento de la participación de los ciudadanos en el gobierno de la
república) y, sin solución de continuidad, procuré explicarme―: Estaría bien que, una vez
al mes, siempre que los meteoros no lo impidieran, se celebrara un pleno del consistorio
al aire libre, con obligatoriedad de asumir con todas sus consecuencias la propuesta del
ciudadano que más apoyos recibiera entre el público asistente y los miembros de la cor-
poración.; ―“¡Para! ¡Para un poco!”, el innominado deseaba que detuviera mi discurso,
alegando que se había perdido apuntando las propuestas; pero servidor se hizo el lon-

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gui―. También podrían organizarse concursos de piropos literarios tipo “Eres más guapa
que la Laura de Petrarca” “¿Ana? ¿Ana Ozores” “Contigo sería más feliz que Dante con su
Beatriz” “¿Me guardarás la ausencia como Penélope?” “Ya quisiera, como tú, ser de her-
mosa aquella vaquera de la Finojosa”. No deberían faltar tampoco los concursos de pintura
con obligatoriedad de adquisición de todas y cada una de las obras admitidas, a precio de
tasa, por parte del ente convocante, así como los conciertos vespertinos de verano en los
parques de la ciudad de la banda municipal (también de la OSBU y la JOSBU), con el
acompañamiento sobrevenido de mirlos, currucas mosquiteras, gorriones y algún que otro
ruiseñor.
―Hace tiempo que me he perdido. No sé lo que estás diciendo ―protestó en cuanto
detuve mi discurso―. Me he quedado, creo, en la tercera propuesta.
―¿Y cuál era la tercera propuesta? ―pensé en voz alta.
―Lo del pleno consistorial ―acudió, solícito, a refrescarme la memoria―. ¿Podrías
repetírmela, así como las dos siguientes?
―¿Solo he referido dos más?
―No sé. Yo tengo tres apuntadas. Quedan dos hasta completar las que te he pedido.
No quiero ni una más ni una menos.
―Cinco ―proferí―. Por barlovento te la… ―farfullé para que no me entendiera.
―¿Qué dices?
―Nada ―me escabullí―. ¿Sabes lo que vamos a hacer? ―lo incluí a continuación
para darle coba―. Te voy a enviar las propuestas vía email, ya que, si no, por teléfono,
nos vamos a eternizar.
―¡Sí, sí! ―asintió alborozado.
―Allá voy ―dije―. Hasta pronto.
Él también se despidió, y colgamos.

Me puse manos a la obra.

“Buenas (encabecé como solía):


De acuerdo con lo hablado telefónicamente contigo hace unos minutos, ahí te van
mis propuestas (las agrupé en cinco, porque me salían más de esas):

1.-Para el fomento de la lectura:


1.a.-Jornadas de añadido y borrado de texto en los títulos planteados, mediante el
empleo de cualquier útil de escritura para el añadido, o de cualquier medio apropiado (goma
de borrar tinta, tijeras, cúter, cuchillas de afeitar, navajas, raspadores…) para su eliminación,
con elaboración de un informe final, sucinto, en el que se haga constar lo borrado, lo añadido,
dónde y por qué. El considerado mejor por los propios participantes dará derecho a su autor
a un diploma que será computado con un punto en la baremación de cualquiera de los con-
cursos de méritos que se convoquen en el futuro para acceder a las plazas de censor muni-
cipal de libros.
1.b.-Búsquedas detectivescas de palabras malsonantes en los volúmenes expuestos
en los anaqueles de las bibliotecas municipales, excepción hecha de los diccionarios. El pri-
mero en lograr encontrar todas las de la lista entregada, será distinguido con el título de Le-
xicón de la edición correspondiente.

2.-Para despertar el interés por la creación de audio y vídeo:


2.a.-Organización de campeonatos de lanzamiento de disco por categorías: vinilos,
CD y DVD.
3.-Para estimular el gusto por el teatro popular y la cosa pública:
3.a.-Celebración de un mínimo de cuatro plenos municipales a modo de teatrillo, al
aire libre, coincidiendo con las témporas, en las que los ediles habrán de expresarse en verso
rimado, y el público asistente deberá manifestar el aplauso o la repulsa, según, bien aplau-

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diendo, bien lanzando los productos típicos de la estación, al merecedor o merecedores de
cada cosa.
3.b.-Concurso de insultos literarios dirigidos a las autoridades municipales, del tipo
“Tienes menos luces que don Quijote de la Mancha”, “Eres más corto que el clérigo Cerba-
tana, con ser tan largo”, “Se da usted un aire, en lo hipócrita y chulo, a don Fermín de Pas”,
“Eres más puta que madame Bovary” “Para feminista, señorita concejala, la mujer barbuda…
mejorándolo lo presente”...

4.-Para el impulso de las artes plásticas:


4.a.-Certámenes de pintura, con botada final de los cuadros desde los puentes.
4.b.-Cursos de cerámica, en los que será necesario la superación del examen de tiro
al plato para la obtención del diploma distintivo.
4.c.-Concursos de corta de troncos, levantamiento de piedras y fundido de metales
entre los escultores y aficionados a la escultura.

5.-Para la promoción de la música culta


5.a.-Conciertos de la banda municipal y también de la OSBU y de la JOSBU fuera de
su sitio natural; por tanto, nunca en templetes y auditorios; en cualesquiera otros espacios
que, a primera vista, puedan parecer hostiles para interpretar y escuchar música (garajes,
estaciones de metro, grandes almacenes…), y preferentemente al aire libre en días de mucho
viento o tormenta aparatosa.

En fin, espero haber cumplido con tus pretensiones.

Un abrazo.

P.D. (Acabo de recibir la posdata que a continuación entrecomillo completando un men-


saje en el que se me conmina, por mi bien, a añadirla en el primer email que tenga que en-
viar, y, aunque no creo mucho en estas cosas, ya ves, por si acaso. Lo curioso es que tiene
su origen en el IMC): ‘Remite este mensaje al conjunto de tus contactos, por una sola vez
y exceptuando al que te lo haya enviado a ti, y empezarás a sentir que la vida te sonríe en
todos los aspectos; por el contrario, si rompes la cadena, hoy mismo se inaugurará en tu
existencia una larga sucesión de adversidades’”.

Le haría un favor si, por mi culpa, lo echaran del partido.

José María Izarra

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Elvira Mateos
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[Carpeta artística]
Álvaro Álvarez
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Lo arroparon las sombras


La materia y los sueños
Álvaro Álvarez Villamartín

Nace en Burgos en el año 1977 bajo el signo astrológico del dragón de fuego y en plena
efervescencia del punk. Se licencia en Humanidades, Patrimonio Histórico, en 2001. Su for-
mación artística es autodidacta: Πάνταῥεῖ. Viajero infatigable; ha dejado obra menor repar-
tida por media Europa. Su primera exposición: Café Blue Moon (Burgos, 1997) coincidió con
la inauguración del Guggenheim en Bilbao. Después siguieron: Café BMV (Aranda de Duero,
1998 y 2000); Galería de Arte Ra del Rey (Madrid, 2003); Sala El Casino (San Sebastián,
2004); Sala Espolón (Burgos, 2012) “Perdidos en la luz” Consulado del Mar (Burgos, 2012);
“Imágenes del mañana” Arco de Santa María (Burgos, 2013); Centro Comercial Indepen-

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dencia (Zaragoza, 2015); “Cinco tratados sobre el presente” Fórum Evolución (Burgos, 2015)
y ”La materia y los sueños” Abadía de Santo Domingo de Silos (Burgos, 2019). Cartelista de
teatro y colaborador en revistas literarias como escritor e ilustrador (Luzdegás, Calamar,
Plaza de San Juan, Cuadernos del Matemático, etc.). Su lema es: “dialoga, pasea; la tierra
alimenta el espíritu”.

www.alvaroalvarezburgos.com

Anunciación
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Otra Anunciación

“Que ya solo el amor es mi ejercicio” S. Juan de la Cruz


“No puedo pintar sin una actitud previa positiva. Se le puede llamar impulso o energía
que desencadena el hecho creativo; esa energía, que interviene en los procesos químicos
del cuerpo, se proyecta también en el espíritu. A partir de ahí comienzo a pintar. Queda
claro, pues, que la realidad marca mis lienzos. La energía les da forma, la naturaleza devora
su materia, y el espíritu deja parte de mi presente en cada tela.”

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Mandala II
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Las tentaciones de San Antonio


“No es fácil explicar para qué pinto. Lo de la terapia sería una respuesta fácil. Yo ha-
blaría más bien de renovación interior. Guardamos bellas piedras de colores en los bolsillos
sin acusar demasiado su peso. Pero llega un momento en el que es necesario vaciarlos para
ver esas piedras en su conjunto. También para dejar un espacio abierto a nuevos estímulos,
a nuevos hallazgos. En ocasiones pasan meses hasta que me sacude esa necesidad”.

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“Sin otra luz y guía” S. Juan de la Cruz


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“Cesó todo y dejeme” S. Juan de la Cruz


Decía Berger que la belleza está donde la mirada descansa. Pero, ¿cómo descansar en
un espacio acosado por innecesarias intromisiones en el hecho ―mágico― de contemplar?
Sí, la excesiva solemnidad (de los museos) asociada al hecho artístico puede quitarle viveza,
darle un cierto toque funéreo a lo que, bien mirado, debe desencadenar una dinámica in-
terna”.

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Las iluminaciones de San Hilarión


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“Y pasaré los fuertes y fronteras” S. Juan de la Cruz


“Me suelen comentar que mis cuadros abstractos son ‘espaciosos’. Es decir, que invitan
a adentrarse en ellos para buscar su magia. En este sentido, quizá convendría, para no con-
dicionar la visión, omitir el título. Serían así espacios totalmente libres: abstractos”.

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Nueva visión del Apocalipsis


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“De flores y esmeraldas en las frescas mañanas escogidas” S. Juan de la Cruz


“(En mi última exposición en Silos) he utilizado versos de San Juan de la Cruz, que
contienen un misterio, una polisemia, una cantidad de sugerencias que los hacen idóneos
para una lectura del cuadro plural y abierta. Así, la poesía de San Juan de la Cruz, con su
carga de irracionalismo visionario, me pareció un medio excelente no tanto para describir o
narrar lo pintado como para trasladar al espectador a un determinado clima emocional.”

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Pantocrátor
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Sin título
“Goya me interesa, sobre todo, por los dibujos y las pinturas negras. Responden a otro
concepto, muy audaz, de belleza. Es el horror sorprendido por una mirada distinta. Por pri-
mera vez, en la pintura española, se crea un mundo inquietante con muy pocos colores. Max
Ernst es el creador total, más incluso que Picasso. Por una parte de adhiere a todas las van-
guardias; y por otra, dando un paso más allá, logra transformarlas. Se reinventa continua-
mente. En cuanto a Picasso, me gusta especialmente lo que hace a partir de 1950. Esa etapa
se caracteriza por una pincelada aparentemente más descuidada, más suelta. El registro,
menos formalista, potencia la idea de libertad. Para la mirada del otro la expresividad y la
sugerencia son mayores. De Pollock destacaría su etapa figurativa; y reconozco una influen-
cia latente en mi obra en papel, correspondiente a mis primeros años de actividad creativa.
Y Bacon es la ruptura total de las convenciones del retrato. Figuras solitarias, distorsionadas,
perturbadoras, sobre fondos planos de colores amables”.

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“Y el espíritu dotado de un entender no entendiendo” S. Juan de la Cruz


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“Y luego a las subidas avernas de las piedras nos iremos” S. Juan de la Cruz
“Mi pintura yo me atrevería a definirla como optimista. Me explico: parte de una actitud
receptiva que no sería compatible ni con el inmovilismo ni con el desánimo. La euforia, como
trasfondo de mi trabajo, de una u otra forma debe llegar al lienzo. Eso no me impide repre-
sentar el dolor o la muerte; porque la actitud se traduce en el hecho mismo de pintar, no
tanto en el carácter de lo representado. La idea de optimismo tampoco me impide admirar
a pintores que, como James Ensor, están caracterizados por una visión trágica del mundo.
Veo mi pintura, en fin, como un proceso con arraigo en el presente y el pasado, pero que
mira, sobre todo, hacia el futuro. Mi cuadro ideal sería aquel que estuviese hecho con la ma-
teria de los sueños que aún no he descubierto”.

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Visión sin figuras


ANTOLOGÍA POÉTICA:
Declaración de intenciones

Qué habrá sido del poeta aquel que escribiera sus versos a instancia de lo que las
musas le inspirasen, revelando sus vivencias y su fantasía para entregárselos luego, hechos
copla, a los rapsodas y cantaores de su tiempo.
Aquel trovador que divulgara sus nuevas letras flamencas por los escenarios, emisoras,
templos, paraninfos, tabancos jerezanos, tabernas bulliciosas, cafetines musiqueros y otros
lugares de recreo para que, junto a la música de su tierra, viajaran por los caminos, rincones
y encrucijadas del anonimato y, llevados así de boca en boca, reinstalarse en la memoria y
el sentir de los juglares que propagasen su presencia en el tiempo.

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Qué emoción debió sentir al girar la ruleta de la emisora de radio y escuchar alguno de
sus versos, ajustados al compás y melodía de un romance historiado por él y aliñado con las
inquietudes, quimeras y recelos que, en su día, le asaltaron, pensando que quizás en su
pueblo, en su país o en cualquiera otra parte del mundo, volaran ya sus cantares como los
de alguno de sus poetas preferidos y se les hicieran copla sus paisanos para que siguieran
siendo del y para el Pueblo.
Dicen que ya de viejo, advirtió su memoria trasnochada para recordar con claridad sus
viejas coplas, y buscó con impaciencia por todos los escondrijos de la casa, hasta tropezarse
con una carpeta, que guardara él de cuando entonces, todavía repleta de viejos manuscritos
olvidados. Allí estaban sus poemas, en un sombrío rincón de la existencia, con el color de la
edad en sus cuartillas, un ligero olor a musgo florecido y algún renglón de tinta china ceni-
ciento y agrietado por el devenir despiadado de los años.
La carpeta aquella de cartulina azul y gomas blancas, contenía los romances más cer-
teros de su lenguaje juvenil y campechano; así que los liberó del cautiverio y los fue cantu-
rreando verso a verso, hasta quedarse dormido en un ensueño, que apetecía dulce, eterno
y satisfecho, pensando que alguna de sus coplas sonara otra vez en romerías bailables, al-
garabías varias y otra suerte de festejos.
Sintió así el poeta realizado su espejismo y lo pudo, finalmente, contemplar en una
rapsodia emocionada, que diera cobijo a sus poemas, para que resurgieran entre las páginas
de un libro de trovas, cantares, homenajes y otros versos.

Paco Arana
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Elvira Mateos
Fort Dupree, South Dakota

Todo ha sido un sueño. Siempre estuvimos solos. Caminamos entre la nada. Ajenos a la luz per-
seguimos sólo sombras.

Contra el imperio de la tarde inventamos la desdicha, y fuimos felices sin saberlo.

Ahora miro al cielo y nada me responde; ¿acaso mi mirada es una pregunta? Ni siquiera un deseo.
Tantos años lo he visto entretenido en su constante afán que ya no espero nada, sino mirarlo largamente,
tendido en sus orillas; como aquel que contempla ensimismado un abismo despierto.

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Por fin he comprendido. Un día, acaso un día fui lo que estoy mirando. Algo indiferente, perdido,
impenetrable como yo mismo, como todos los hombres. Como una especie de latido que suena en mi
costado, golpeando en tus orillas y suena como un pacto obscuro.

Acaso un día nos acercamos los dos; tú, con tus nubes de reclamo; yo, con mis pupilas borrosas
en tu vasto enigma.

Un misterio que nos unió y nos mantuvo separados. Que nunca sabremos si fue terror o gracia,
extraños ambos extremos en que latió nuestra propia vida.

Pedro Olaya
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Elvira Mateos
Lucía Sánchez Saornil y la tierra de Burgos

Quiero en mi ley cumplirme


Ni la bestia ni el ángel,
quiero mejor la exacta medida de lo humano;
a través de mi carne
hacer tangible el soplo
divino que me mueve;
quiero mascar con gusto
el puñado de tierra que me llena la boca,

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complacerme en el pan
que mi sudor amasa,
en el canto que brota de mi lado encendido
y, apasionadamente,
hacer mis días densos, de olor y sabor míos,
en torno a mí apretados.
ni pezuñas ni alas.
Prefiero pies ligeros para medir andando
los caminos del mundo
y unos brazos abiertos,
saetas disparadas a los cuatro horizontes
en una incontenida efusión de ser vivo.
Quiero en mi ley cumplirme;
escuchar el obscuro redoble de la sangre,
sentir la escocedura de la lágrima
y el fresco rezumar del gozo.
Me complace la exacta medida de lo humano;
pero si la pasión desborda la medida
amo sentir como se trueca en fuego
la arcilla ordinaria.

Este poema de Lucía Sánchez Saornil (1895-1970) fue publicado en la página 8 de la


revista Estrofa, cuaderno mensual de los artistas burgaleses, número 22, octubre de 1955.
En ese momento, poca gente sabría que la autora había estado en Burgos participando de
oradora en un mitin anarquista en el Teatro Principal en agosto de 1932 y, poco después, en
otro en La Horra1. Hasta hoy ―creemos― el poema trascrito no ha salido de las hojas de
esa revista, pues los numerosos esbozos biográficos que existen sobre esta mujer hasta tiem-

1 Así puede verse en I. C. Soriano Jiménez, F. J. Barriocanal Nuño y F. Ortega Barriuso, El anarquismo en
Burgos (Madrid, Fundación de Estudios Libertarios Anselmo Lorenzo, 2015).
pos recientes afirman que no publicó nada desde que regresó del exilio a España, al iniciarse
la década de 1940.
Lucía era mujer de letras, de organización y de acción. Coetánea de las ahora llamadas
sinsombrero2, no pertenecía al estatus social de la mayoría de ellas, por lo que no se educó
en las tertulias de los clubes, en las aulas universitarias ni en los salones sociales de la bur-
guesía. Lo que sí tuvo desde pequeña fue ese «ardor literario insaciable» que le hacía emplear
el escaso dinero de que disponía en libros de ocasión en los puestos de la zona de San Ber-
nardo, así como aprovechar las oportunidades que se le ofrecieron para profundizar en sus
aficiones literarias y artísticas.
Nacida en el seno de una familia obrera en el barrio de Las Peñuelas, de Madrid, su
madre y su hermano primogénito murieron cuando ella era joven, por lo que quedó al frente
del hogar, en el que vivía con su hermana pequeña, Concha, de naturaleza enfermiza, y su
padre, empleado en la central telefónica del duque de Alba.
Gracias a la Biblioteca Virtual de Prensa Histórica3, conocemos una notable parte de su
producción periodística y literaria, en especial la que desarrolla en la revista Avante, de Ciudad
Rodrigo, entre 1914-1918. La sigue una época ultraísta y creacionista, estudiada esta con
profusión4, en especial por ser la mujer que más colabora en esta tendencia vanguardista
―la primera poética que se produce en España, entre 1918 y 1925―, al contar con el aval
de Cansinos-Assens; revistas como Los Quijotes, Grecia, Ultra, Los Tableros o Reflector son
receptoras de sus versos, a veces firmados como Luciano de San Saor.
Es fácil que en el Colegio Hijos de Madrid, en el que estudia, recibiera las primeras en-
señanzas artísticas, las cuales le servirían en los años de privanza para pintar sobre seda,
confeccionar flores y redecillas para el pelo, retocar fotografías o realizar copias de cuadros
por encargo.

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Con 18 años, en marzo de 1913, envía a La Correspondencia de España el texto «Hablan
las muchachas», el primero que se conoce hasta ahora de ella; con prosa elegante y tono
leído, se ocupa de la educación de la mujer y muestra la discriminación que sufrían las niñas
frente a los grupos de niños exploradores que los domingos salían al campo y disfrutaban de
las maravillas que este ofrecía. Es un asunto en el que irá profundizando, hasta ser el faro en
1936 de Mujeres Libres, organización que contaba con 20.000 afiliadas.
En 1916 entra a trabajar en la compañía madrileña de teléfonos ―Telefónica desde
1924―, sin dejar de lado sus inquietudes culturales, que paulatinamente se convierten en
sociales. En 1927 es trasladada a Valencia, en lo que puede tomarse como represalia empre-
sarial. Vuelta a Madrid hacia 1930, participa en huelgas, por lo que será despedida pronto, e
incluso será detenida en los conflictos que se producen en torno a la conocida huelga de Te-
lefónica de junio de 1931. A partir de abril de 1936 se consigue el reingreso de gente repre-
saliada; para Sánchez Saornil se hace efectivo en octubre de ese año, y se incorpora en
diciembre. Figura en plantilla hasta el 31 de mayo de 1939, en que es suspendida a causa de
la depuración.
Cuando Lucía viene a Burgos en agosto de 1932, pudiera haber sido para conmemorar
el cincuentenario de la formación en la ciudad de sociedades de resistencia obreras anarquis-
tas, pues estas se crearon en 1882, con una de sombrereros y las correspondientes de can-
teros, albañiles, jalmeros, zapateros y manufactureros, lo que las convierte en las primeras
de este cuño habidas en la capital, anteriores a las católicas y socialistas, según puede leerse
en el mentado El anarquismo en Burgos. Pero no, ahora, se trata de un mitin de afirmación
sindical organizado por la Federación Local de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT).
Tras superar las trabas burocráticas que solían interponer las autoridades al sindicato
anarcosindicalista ―en abril de 1932 había sido la primera vez que conseguían un local pú-
2 No obstante, es incluida en el segundo volumen de la obra de Tània Balló, Las sinsombrero (Madrid,
Espasa, octubre de 2018), págs. 95-124; y en la segunda parte del documental correspondiente.
3 Base de datos gestionada por el Ministerio de Cultura, que agrupa prensa de variadas hemerotecas
españolas http://prensahistorica.mcu.es/es/consulta/busqueda.do
4 Citemos únicamente a Juan Manuel Bonet, Diccionario de las vanguardias en España, 1907-1936 (Madrid,
Alianza, 1995), pág. 558.
blico―, el acto se celebró en el Teatro Principal el domingo, día 7, a las 10:30 de la mañana5.
Intervino F. Mora, por la Federación Local, y Feliciano Benito y Lucía Sánchez Saornil, llegados
desde Madrid, por la Regional Centro confederal. En esta ocasión, Lucía vino acompañada
de su hermana Concha y trabó amistad, entre otras, con Carmen Pérez, con la que seguirían
manteniendo correspondencia.
Meses después, en noviembre, Lucía interviene en un mitin en La Horra. Según informa
Diario de Burgos (30-XI-1932), el día 27, domingo, a las seis de la tarde, se celebra un acto
público en el que intervienen el burgalés Juan Ortega Carbonero (1887-1940), Acracio Bar-
tolomé y Lucía Sánchez Saornil; disertaron sobre la «Labor perniciosa de todas las órdenes
religiosas» y sobre la «Decadencia del socialismo»; su palabra fue escuchada por numeroso
público, en el que predominaba el elemento femenino; el acto discurrió en «perfecto orden».
Pasa el tiempo en el tráfago republicano y, en abril de 1936, Carmen Pérez retoma la
correspondencia6 con Lucía, esta en Madrid. La razón es que se ha enterado por Trinidad
Urién de que se está proyectando la salida de una revista, de título Mujeres Libres, que se
ocupará de los asuntos femeninos desde el punto de vista anarquista, editada por la agru-
pación madrileña de Mujeres Libres. Se presta para ser corresponsal en la provincia y solicita
20 ejemplares del primer número, los cuales le enviaron a mediados de mayo. Las previsio-
nes quedaron desbordadas, y se vendieron apenas llegaron a la ciudad, por lo que solicitó
otros 20 ejemplares para llevar a los pueblos (en especial a Castrojeriz), pero ya no pudo
recibirlos, pues la tirada nacional se agotó en días.
Carmen Pérez Balbás veía necesario que esta propaganda llegara «a manos de esas
mujeres que todavía siguen creyendo que no hemos nacido más que para ser esclavas del
fogón y se las quita esa venda que no ven más que lo que las han enseñado». Había nacido
en Lerma en 1911, pero vivía en Burgos. Era camisera. El comunismo intentó llevarla a sus

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filas, pero se inclinó por el anarquismo, y se afilió a CNT en 1931. En época de clandestini-
dad, en 1934, se asoció al Ateneo Popular y fue la única mujer que formó parte de la Junta
Administrativa de este centro. Tras el 18 de julio de 1936 fue detenida7, y permaneció en la
Cárcel Provincial hasta el 2 de agosto de 1939. El 28 de febrero de 1947 es juzgada en con-
sejo de guerra celebrado en Burgos por el supuesto delito de Rebelión militar, junto a 68
más.
Sánchez Saornil marcha al exilio de 1939 a Francia, pero, inopinadamente, regresa a
España a finales de 1942, primero a Madrid y, en 1944. Allí mantiene un exilio interior, en
especial hasta que consigue la documentación personal en 1954. Continúa escribiendo y en
su casa se celebran tertulias, a las que asisten pintores y escritores afines al régimen, a los
que ella había cubierto durante la guerra. Y, en este contexto, es en el que se publica el
poema con el que abrimos este artículo.
Estrofa nace en julio de 1952, de la mano de un grupo de jóvenes poetas reunidos en
torno al Círculo de la Unión ―figura como editor: Rincón de los poetas y sus amigos―, diri-
gida por Julián Velasco de Toledo, y se extiende hasta el número 25, en 1956. Pronto co-
mienzan a verse en ella firmas valencianas, tal las de María Mulet, María Beneyto y Matilde
G. de Lloria, continuadas con las de Luis Guarner, E. L. Transit y, en especial, Juan Lacomba,
a quien creemos que haya que atribuir el que Lucía Sánchez Saornil enviara el susodicho
poema para el número 22, octubre de 1955. Ya no vuelve a aparecer más, desconocemos si
porque ella no quiso o porque fuera vetada de alguna manera.
Quede constancia en Culdbura de la primicia de estos versos, que no dudamos serán
reproducidos en sitios web anarquistas y feministas.

Ignacio C. Soriano Jiménez

5 Un mitin de la C.N.T., Diario de Burgos; El Castellano (5-VIII-1932)


6 Se halla en el Centro Documental de la Memoria Histórica (CDMH) en Salamanca.
7 En el Archivo del Centro Penitenciario de Burgos (Expediente de Venancio González Illera), y en el Archivo
Militar de Ferrol (Consejo de Guerra número 116/46), se encuentran estas noticias. Además, en el Archivo
Municipal de Burgos, se hallan datos personales.
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Elvira Mateos
La vida
(con una pregunta de Marta Aranaz como motivo)

Quise esperar a que la vida se me apareciera al fin al terminarla;


que cuando acabara de vivirla para otros
regalando cachitos de no yos,
alicatando sus vidas con mi negarme a vivirla
y colmando de desamor el amor que derramaba,
pudiera al fin vivirla
guardando para mí un único hueco,
un claustro prenatal:

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la poesía;
una platónica pared donde imaginaba y ponía nombre
a esas sombras que la luz me regalaba
mientras me negaba el calor sobre la piel
de la propia luz de esa luz distorsionada,
y esperando
―¡he esperado siempre, siempre...; tanto tiempo!...―
agazapado, fetal,
guareciéndome en ese sueño
que contiene todo lo que el hombre ha soñado
desde que fue capaz de mirar sin miedo a las estrellas,
en esa luz que tanto se ha negado a los que apenas visitó
y que la analizan a la luz de una luz atardecida,
la clasifican, la valoran, ponen precio y aún expenden,
hacen ensayos y la detentan como propia,
la glosan, la esconden o la exhiben
como néctar al alcance tan sólo de unos pocos,
eligiendo a quienes sin derecho se la niegan,
creyendo que ahora, que he sobrevivido a la vida,
podría cuadrar las cuentas, ser feliz, vivir por fin,
sentirme,
para dar sentido a una vida malgastada en malgastarla
y ver por fin que era eso de vivir en propia piel,
desde el patio de butacas,
esto a la que llaman vida y que yo no he vivido en mi vida;
y vivir como un monólogo esta farsa.

Jesús Barriuso
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Elvira Mateos
In memoriam

Nunca tuve seis años, nací así,


las manos de carbón, la mirada hendida
y sin saber bailar, las piernas sin gracia,
aguardo a que alguien dé órdenes, sin más,
sentado ante la lluvia que, incesante,
moja las piedras blandas, los oteros,
los calcetines viejos y los peros
que toda boca lanza a mi pasar,

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a mi pesar, goteras en la cruz,
esa que todo el mundo porta siempre,
que duda del futuro y del recuerdo,
oyendo los murmullos en la niebla,
como rayo de sol suben del río,
luz de luna se clava en la mirada,
procesión de murmullos boreales,
luminiscencias leves en un cielo,
que gritan sosegadas la locura,
susurran convencidas la fortuna,
y su voz como el viento me convence
de que nací así, muerto como todos,
murmullo del murmullo que como red
se extiende como un río y se expande,
es una onda explosiva de calor
en esta noche terca de furor
en su caligrafía cancerosa
como un deseo abierto a mi albur.

El sol peina mi vida acariciada,


el viento agrieta simple voz vaciada,
el agua liquidó la mar avezada,
la piedra, a patadas conversada.

Todo queda grabado en nuestra lápida


―nuestra carne― sol, viento, agua, piedra
―nuestra sangre― el haber de derroche
bebible, comestible, moldeable.
Así me nació lenta la literatura,
de la mitad del medio del ombligo,
como a quien le nació un carúncula
o una guerra civil o una aventura.

Como una procesión de versos dichos


de boca de los poetas en compaña,
poetas de Castilla seca y recia,
poetas de un lugar indefinible,
poetas en una santa compaña,
poetas al sol, poetas nocturnos,
poetas de un vaso de güisqui,
poetas de las manos de alcanfor,
poetas arrulladores que mienten,
poetas conspiradores que imitan,
todos crucificados en la ausencia.

Voy a decir los versos más desesperados esta noche


donde habite el sentido,
en la orilla de un río sin nombre,
guiado de una mujer y su culpa,
hendido de un puñal siempre escondido
bajo el chal de la aurora,

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en los vastos dominios de lo escindido,
donde los niños claman
por los pechos de la noche,
es de noche a media tarde,
nado en un mar de dudas
y tú me escudas,
titilas en el cielo como estrella,
amamantas la noche como un pecho,
crucificas mi alma como un Cristo,
me devuelves la vida como a un monstruo,
me revuelves la vista y me ciegas,
pero no sé qué hacer con tus besos,
aunque no sé qué hacer con tus retos,
mas me dirás qué hacer con los rezos,
sin embargo, qué hacer con los trazos.

Desnuda, así te quieren mis manos


que te acarician leve,
que repasarán toda tu piel,
y horadarán tu ombligo,
y taparán tu herida,
se beberán tu sangre,
complaciente amatoria poesía
que supura del grano adolescente.

Versos que son murmullos en el sol


que se desprende en carne de la santa
Compaña, son murmullos que amplifico
de la piedra de un pueblo olvidado,
murmullo del murmullo de mi vida
este río de olvido en que me ahogo,
este pozo de horror que es mi castigo.

Nunca tuve seis años, nací así,


estela de vapor que cruza el cielo:
justo cuando el mundo dobladillo.

José Manuel Prado Antúnez

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Elvira Mateos
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Elvira Mateos
45 cerebros y 1 corazón

En 2010 se realizó una excavación en el monte de La Pedraja para exhumar los restos
de 104 fusilados en la Guerra Civil. En esa fosa común, una de tantas, surgió la sorpresa:
entre los restos óseos aparecieron 45 cerebros y 1 corazón saponizados, es decir sin destruir,
embalsamados, aunque por la pérdida del agua de esos órganos, los cerebros habían pasado
de pesar los 1,2/1,5 kilos que es la media habitual de los humanos, a solo 50 gramos. Dos
de ellos conservaban en su interior la bala que los asesinó.
Es la única ocasión ―excepto en los enterramientos históricos de Egipto y Chile- que
se han encontrado ese tipo de restos, por lo que los forenses han solicitado que se consideren

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este hallazgo Patrimonio Científico Mundial.
La lluvia y el frío que predominaron en esta zona el último semestre de 1936, más la
tierra en la que fueron enterrados, arcillosa y ácida, explican la conservación de esos res-
tos.
Esa insólita noticia, que saltó a los medios nacionales, provocó que los músicos cata-
lanes Maria Arnal y Marcel Bagés compusieran una canción, que con el tiempo se convirtió
en un éxito de audiencia y de concienciación del drama de los miles de personas que aún
están enterrados en las cunetas y montes. Maria y Marcel actuaron de la mano de la Fun-
dación Caja de Burgos en su espacio de Coordenadas polares y privadamente el 1º de no-
viembre de 2018, en el lugar en el que fueron hallados esos 45 cerebros y 1 corazón.
Esa canción consiguió en 2018 el premio al mejor álbum y la mejor artista emergente
de los Premios de Música Independiente.

Ver: YouTube y otras plataformas digitales

Cristina

45 cerebros y 1 corazón (canción)

[Intro]
¡Silencio!

[Verso 1]
Encontraron
Donde siempre supieron
Que estaban
45 cerebros y un corazón
Ante tal descubrimiento
Y estupor de los presentes
Vieron la luz, conservados
Cual cuerpos de faraón

Aquí sin mito ni rito


Abandonados al tiempo
Arropados por el lodo
Cerca de alguna urbanización
45 cerebros y 1 corazón

[Estribillo]
¡Silencio!
Siguen ahí en silencio
Suspendidos sus anhelos
Sucia suerte
Sus sueños susurran
Sucio silencio, sí
Siguen ahí

[Verso 2]
Encontraron

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Donde siempre supieron
Que estaban
45 cerebros y 1 corazón

Ante tal descubrimiento


Y estupor de los presentes
Vieron la luz, conservados
Cual cuerpos de faraón

El suelo los hizo suyos y nuestros


El cielo los tuvo vivos y muertos
Joyas de la desmemoria moderna
¿quién se olvida, quién se acuerda?

45 cerebros y un corazón

¡Silencio!

[Verso 3]
¿Dime muerte, muertecita mía
Dime dónde vas a arder?
La dama responde:
"Vendré al amanecer
Vendré al anochecer
Vendré donde tú estés"

Mi tiempo no es tu tiempo
Ella quiso esclarecer
Que yo vivo en las piedras
Las de hoy y las de ayer
Yo soy el rumbo del mundo
Yo sólo soy un segundo
Después no hay más después

[Outro]
Después de ochenta años
Después de ocho décadas
Mientras yo canto
Mientras él toca
Mientras me escuchas
Mientras respiras
Mientras, durante, después
Siguen ahí
En silencio

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Elvira Mateos
Clubes de lectura en Burgos.
Año 2019

“Hay libros que nos tienen en cuenta;


Ven en nosotros lo que de nosotros ignoramos.
Descubrirlos es un placer duradero”
Ida Vitale (Premio Cervantes 2018)

En 2006 la Biblioteca Pública de Burgos creó el primer club de lectura en la ciudad.


Desde entonces se ha multiplicado, y mucho, esta red social que comparte el amor por la
lectura.

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Trece años después son casi cincuenta los grupos de lectura que se reúnen en Burgos
y provincia. Los espacios bibliotecarios iniciaron el camino, intuyendo esta necesidad de
crecimiento personal y diálogo alrededor de un punto común, la lectura.
Otros centros se han sumado: bibliotecas escolares, universidad, centros culturales,
asociaciones de padres de alumnos, de vecinos, de amas de casa.
Por lo tanto las instituciones y asociaciones han recogido una demanda social y la co-
munidad ha aceptado ampliamente este modelo de debate, diálogo y reunión.
Incluso, para la persona que físicamente no pueda asistir a un club presencial existe el
Club de Lectura Virtual Castilla y León:

https://clubdelecturavirtualcyl.wordpress.com/

O también la posibilidad de informarse sobre lo que leemos en:

https://clubesdelecturabpburgos.blogspot.com

Blog de la Biblioteca Pública de Burgos

http://www.aytoburgos.es/biblioteca/clubes-de-lectura

Página web de las Bibliotecas Públicas Municipales de Burgos

•Lectores, libros, coordinadores y moderadores son las cuatro patas que sostienen este
asiento.

Los lectores participantes


Son tan variados como los clubes. Aunque predominan, las mujeres sobre los hombres
y la edad madura sobre la joven (están representados pero su compromiso es menor por
estar en un momento vital en el que han de cambiar de horarios, lugares de trabajo o estu-
dio, etc.) Los grupos son de 15 personas. No recomendamos que sean muchos más para que
la participación sea fluida.

Los libros:
Los primeros años fue la novela la única protagonista pero enseguida que los clubes se
afianzaron la temática se ha diversificado.
Trece años después las distintas inquietudes lectoras dedican grupos al ensayo, a los idio-
mas (lectura en francés y en inglés), a los artículos de prensa, al público infantil y familiar, al
juvenil o al que solo puede reunirse con la red, a través del Club Virtual.
Incluso la lectura de novela se ha especializado. En 2018 se creó un club de novela inglesa.
A lo largo de estos años las bibliotecas han ido creando un fondo con los lotes de los libros
que leemos. Este fondo se presta a los demás clubes previa solicitud y emisión de un carné al
club que lo solicita. El fondo es amplio, de calidad y muy variado.

Los moderadores y coordinadores


Son varios los modelos de coordinación y moderación.
En la Biblioteca Pública de Burgos las bibliotecarias se implicaron desde el principio en la
moderación y coordinación de los clubes. Concentraron la gestión y organización, estableciendo
pautas de funcionamiento, periodicidad, horarios, criterios de calidad en la selección de lecturas,
estímulo para la participación de los miembros de los grupos…
Cuando los grupos se incrementaron hubo que decidir una estrategia para poder continuar
gestionándolos. La vía ha sido la colaboración entre biblioteca y voluntariado.
Las bibliotecarias coordinan a varios moderadores. Y los moderadores son personas vo-
luntarias entrenadas en esta tarea. Avezados participantes que se comprometen con constancia

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y dedicación con los lectores y con las instituciones.

•Un breve desglose de los clubes


Para tener una somera idea presentamos un pequeño recuento de clubes, en la ciudad, y
géneros a los que se dedican. Están casi todos.

- En AMPAS: 6 de adultos.
- En Asociaciones de vecinos, amas de casa y otras instituciones: 10
grupos de narrativa.
- En bibliotecas públicas y centros del Ayuntamiento y la Junta de Cas-
tilla y León:

19 grupos de adultos leen narrativa.


4 grupos ensayo.
3 grupos de idiomas, en inglés y francés.
2 grupos jóvenes (no están incluidos los que hay en colegios e institu-
tos)
4 grupos familiares.
3 grupos virtuales

•¿Cómo se desarrolla una sesión?


La lectura del libro, a comentar en cada sesión, es individual. Cuando se reúnen, los par-
ticipantes, traen consigo las notas que tomaron durante la lectura: ideas clave, temas, frases
relevantes, impresiones sobre personajes, argumento.
El ambiente es informal, la escucha atenta. Sin intención de impresionar ni destacar, se
expresa de forma reflexiva y sincera la opinión sobre la obra.
El intercambio comunicativo se concreta en compartir reacciones, ideas, pensamientos.
Significados diversos que amplían la lectura individual previa. Podríamos decir que los en-
cuentros se convierten en foros sociales e intelectuales.
Los clubes son generadores de relaciones sociales, intercambio de conocimientos, de
cultura y de ocio. Alrededor de ellos se generan nuevas actividades:

•Encuentros con autores, editores, ilustradores.


•Proyección de películas, adaptadas de novelas.
•Excursiones relacionadas con temas literarios.
•Encuentros de clubes de lectura como el que se celebrará el 18 de mayo

Una reflexión sobre este desarrollo de grupos alrededor de la lectura hoy día.
El incremento de los clubes, y parece que no es un fenómeno efímero, nos lleva a unas
cuantas reflexiones del porqué de su éxito. En este artículo presentamos el panorama en
Burgos y provincia pero es extensivo en todo el país.
Creo que en general a todos nos gusta comprender y compartir. Y vemos en la dinámica
del club de lectura ambas bondades.
La “lectura comparada”, en el sentido de hablada en alto con los demás miembros del
club, hace que el contraste de ideas, de argumentos, de sentimientos nos ayude a profun-
dizar en los que hemos leído.
Por otro lado, la lectura compartida propicia la empatía con las demás personas, la
escucha atenta y la reflexión. Un espacio de diálogo sosegado en pequeños grupos en los
que el desarrollo personal está garantizado.
Un “ágora” donde la comunidad se mezcla en un ambiente de conocimiento, socializa-
ción y ocio.
Cuando pensábamos que todo nos lo podía dar la Red, hemos decidido reequilibrar la
balanza y reunirnos nuevamente en el cara a cara en torno a la lectura.

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Angélica Lafuente Izquierdo
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Elvira Mateos
Tipos de Gamonal (1)

Andaba yo hojeando el Folklore burgalés del maestro Hergueta, ya saben ese libro de
1934 en el que se recoge una curiosísima recopilación, con nombre y apellidos, de extraor-
dinarios sucesos y anécdotas de la vida cotidiana en la capital y provincia burgalesa, desde
Goyete, el del Clarinete, hasta Gervasio, el Barrasviejas, y tantos otros buscavidas. Entonces
se me ocurrió que cien años después tampoco habíamos cambiado tanto, en el sentido de
que seguimos bautizando a amigos, vecinos, y a todo aquel que se nos ponga a tiro. Las no-
ticias de sucesos de los periódicos locales despiertan en nosotros una morbosa curiosidad,
sobre todo cuando se trata de alguien cercano, del barrio, sentimos la necesidad imperiosa

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de saber algo más, quién se esconde tras unas iniciales, o los motivos del desaguisado.
No pretendo llegar a la altura del gran Domingo Hergueta, no, pero trataré de explicar
en este artículo y en otros sucesivos algu-
nos hechos relacionados con este barrio
de Gamonal en los últimos tiempos, e ilus-
trar a toda la ciudadanía burgalesa con las
últimas novedades desde la confluencia de
los ríos Pico y Vena.

El cambio del nombre de las calles


A mediados del pasado año, el ayun-
tamiento decidió cambiar el nombre de un
lote de calles de la ciudad, cuyas denomi-
naciones parecían resultar hirientes a
buena parte de los concejales por contra-
venir la Ley de Memoria Histórica, entre
esos nombres se encontraba la que (con
permiso de la calle Vitoria, que fue indul-
tada) pasa por ser la arteria más signifi-
cada de este populachero barrio de
Gamonal: la avenida que hasta 2018 es-
taba dedicada al ex Gobernador Civil Ela-
dio Perlado, y que ha pasado a serlo a los
Derechos Humanos. Sin entrar en consi-
deraciones de tipo político, y a pesar de los
anuncios en los medios de comunicación
informando a los vecinos de que no iban a
quitar la calle, sino tan solo el nombre de
la calle, he de decir que el cambio se pro-
dujo antes en las cartelas luminosas de los
autobuses municipales, que en las placas de
dicha avenida, lo que creó gran confusión en
los usuarios, que iban a tomar el autobús de
Eladio Perlado (líneas 10 y 25), mientras
que el que aparecía te conducía a Derechos
Humanos, que aunque iba a ser lo mismo,
resultaba recomendable preguntar al chófer,
por si acaso. De hecho, en la página web del
Ayuntamiento sigue apareciendo «Eladio
Perlado» en el mapa de los trayectos.
Otro par de calles ilustres del barrio
que han mudado su nombre han sido las de
los Arzobispos, el de Castro y Pérez Platero.
Con lo que nos costó a los vecinos diferen-
ciar entre ambos, ahora resulta que nos las
cambian, asignando a la primera el nombre
del difunto compositor Alejandro Yagüe, y a
la segunda el nombre de la Igualdad -dícese
de la correspondencia entre las partes que
uniformemente componen un todo-. Me en-
contraba alternando con unos amigos en
una conocida taberna de la ya antigua calle
Arzobispo de Castro, cuando descubrí col-
gado dentro de la misma uno de esos anti-
guos carteles. Azuzado por la curiosidad,
pregunté al tabernero, que exhibió ante mí el justificante de compra de la histórica placa.

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Con media sonrisa le expliqué que no era inspector de Hacienda, ni de Trabajo, que solo de-
seaba cambiar impresiones acerca de la placa mientras trapiñaba una gilda. Él me dijo que
conservaba el documento de compra para que nadie pensase que la había robado con noc-
turnidad, provisto de una escalera o de un ingenio similar: la prosaica realidad era que ni si-
quiera la placa dedicada al «Arzobispo Castro» había estado expuesta mucho tiempo, porque
al fabricarla se habían olvidado del genitivo «de», lo que le había valido una larga reclusión
en los almacenes municipales, pues fue sustituida rápidamente por otra ya corregida.
Al parecer, y según informó la prensa local, las antiguas placas de «Eladio Perlado» y
de los respectivos arzobispos se vendieron rápidamente a particulares deseosos de conservar
ese recuerdo postrero de su calle, con la que tantos remites de cartas ilustraron en otras
épocas (cuando se escribían cartas manuscritas, ¡qué tiempos aquellos!).

El extraño caso del inquilino difunto


Otra noticia saltó a los medios de comunicación en febrero de este mismo año: la pro-
pietaria de una vivienda de Juan XXIII, que tenía una habitación alquilada a un inquilino, al
ver que no se levantaba a comer, acudió a ver qué le ocurría, descubriendo horrorizada que
éste había pasado a mejor vida (con el feo detalle de que el deceso había ocurrido a últimos
de mes, a ver ahora a quién iba a reclamarle la renta). La propietaria avisó inmediatamente
a la policía, para que procedieran a la retirada del cadáver.
Siempre diligente, apenas pasaron unos minutos hasta la llegada de los cuerpos poli-
ciales, pero ¿recuerdan aquella película de miedo relacionada con los siete pecados capitales,
en que cuando van a levantar a un difunto este empieza a toser aparatosamente? Pues la
escena debió ser bastante similar, pues cuando los uniformados asistieron al presunto finado
―que se encontraba tendido sobre la cama-, no tardaron en darse cuenta de que aún man-
tenía el pulso y la respiración, por lo que fue trasladado rápidamente al hospital universitario,
en lugar de a la morgue.

Jesús Borro Fernández

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Elvira Mateos
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Elvira Mateos
Miedo a no estar muerto

“Lo único que deseo para mi entierro es no ser enterrado vivo”


Lord Chesterfield

El terror a ser enterrado vivo supera al propio miedo a la muerte. Las historias que
se han relatado por el hallazgo de arañazos en la parte interior de los ataúdes y restos de
astillas en las uñas de algunos cadáveres cuando eran exhumados, tenían como base las
dificultades de la medicina para dilucidar los estados catatónicos y las tendencias a realizar
los enterramientos sin esperar cierto tiempo después de confirmada la muerte.

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Con la intención de apaciguar esta zozobra, a lo largo de la historia se han ideado di-
ferentes dispositivos para ser introducidos en el ataúd, generalmente un cordel unido a un
elemento sonoro en el exterior, que permitiera la comunicación en esas situaciones tan
poco habituales, como intranquilizadoras.

La aportación burgalesa
En 1927, Luis Valero Carreras, médico afincado en Burgos desde hacía diez años,
ideó un sencillo aparato con el objetivo de poder detectar algún resto de vida en un su-
puesto cadáver, siempre que se manifestase con pequeños movimientos. La descripción
que hizo el inventor es la siguiente:
“Un dispositivo adaptable a la cabeza del presunto muerto y dotado de un vástago
metálico inoxidable que se coloca entre dos láminas de cobre que descienden del techo. El
menor movimiento establece el contacto y hace sonar el timbre”.
La señal de alarma, en enviaba desde el mortuorio, a un cuadro receptor colocado en
la oficina del conserje del cementerio de San José. En ese lugar: “(…) se pondrá un aparato
sencillísimo, consistente en un tubo con un líquido atornasolado, que, al pasar la corriente
eléctrica se vuelve rojo, lo que permitirá comprobar, caso de haber sonado el timbre, si el
guardián se percató de ello”.
El sistema se ubicó en el depósito de cadáveres, donde, mediante un tabique dotado
de una ventana de cristal, se aislaba de la zona donde los familiares realizaban el velato-
rio, un cuarto: “(…) dotado de calefacción por estufa y provisto de retrete”. Los pobres
podían usar gratis los aparatos, mientras los pudientes, abonarían cinco pesetas cada día.
La prueba de inauguración se realizó el domingo 13 de marzo de 1927, con la pre-
sencia del inventor, del alcalde Ricardo Amézaga, de varios concejales y con la bendición
del capellán del Cementerio, Sr. Grijalvo. Según describen, la ley obligaba a todos los
Ayuntamientos a disponer de un dispositivo para esta finalidad, pero muy pocos lo cum-
plían.
Se desconocen los resultados obtenidos por la aplicación de este ingenioso invento,
pero no se ha podido obtener información que confirmase su utilización por mucho tiempo.
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Dibujo de Juan Mons


Las maniobras de reanimación
En la estancia inmediata a la localización del difunto, se colocó un armario con los ma-
teriales necesarios y un cuadro con las instrucciones a seguir en caso de activación de la
alarma, que pueden ser consideradas como maniobras pioneras de reanimación:

1.-Friccionar fuertemente con un cepillo todo el cuerpo, particularmente la región pre-


cordial.
2.-Azotar las plantas de los pies con un lienzo mojado en agua, hasta cerciorarse que
no cambian de color ni de temperatura.
3.- Envolver al enfermo entre mantas.
4.-Procurar depositar entre los labios del paciente unas gotas de un frasco con la eti-
queta ‘Poción cordial’.
5.-Poner una inyección de cafeína en cualquier parte del cuerpo, con una jeringuilla
hervida, ya dispuesta.
6.-Si se aprecia que el enfermo va recobrando el conocimiento, cubrir los demás cadá-
veres, si los hubiera, con un biombo.
7.-Avisar a la Casa de Socorro y guardia municipal para tener el apoyo de un médico.

D. Luis Valero Carreras


Nació en Toro (Zamora), el 29de abril de 1880, realizó los estudios de Licenciatura y
Doctorado de Medicina en Valladolid y consiguió la especialización en Tisiología.
Ejerció la profesión en Hornillos, Matapozuelos y Palenzuela, donde estuvo unos 14
años y se trasladó a Burgos en 1917, para establecer su consultorio. Tuvo también dedicación
política como concejal del Ayuntamiento en dos legislaturas, entre 1925 y 1930 y presidió

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el Colegio de Médicos de Burgos desde 1924 a 1926.
Desde diciembre de1924 atendió de forma gratuita a los pacientes de la especialidad
de Pulmón y Corazón en el Dispensario e la Cruz Roja de la calle Emperador y en el inicio de
la década de los treinta fue nombrado Presidente de la entidad. Al comienzo de la Guerra
civil, ocupó el puesto de Inspector general y estuvo encargado de la reorganización de la
Cruz Roja en todo el territorio controlado por el bando nacional.
Al terminar la contienda, se desplazó a Madrid, en el cargo de Secretario general de
la Cruz Roja, que desempeñó hasta unos años antes de su muerte, ocurrida el 28 de diciem-
bre de 1967.

Martín de Frutos
(Comité Ético de Investigación Clínica)
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