Vida y Misterio de Jesús de Nazaret. Tomo II: El Mensaje
Vida y Misterio de Jesús de Nazaret. Tomo II: El Mensaje
Vida y Misterio de Jesús de Nazaret. Tomo II: El Mensaje
EL MENSAJE
INTRODUCCIÓN.
“Pero ellos no entendían lo que les decía y no se atrevían a hacerle preguntas” (Mc 9, 32).
Lo que Él decía era, realmente, demasiado revolucionario, demasiado nuevo como para que
pudiera caber en sus cabezas. Pero lo verdaderamente desconcertante es que lo mismo nos
ocurra a quienes, dos mil años después, nos llamamos cristianos. Y lo prueba el hecho de
que, a pesar de llamarnos sus seguidores, nuestras vidas no han cambiado y se parecen
desgarradoramente a las de los no creyentes.
Sería bueno, por ello, que empezásemos por reconocer que el mensaje de Jesús sigue
siendo, aún para los cristianos, el gran desconocido. Sabemos, tal vez, de memoria sus
palabras, pero las hemos previamente desposeído de cuanto tenían de fuego y quemadura.
Conocemos los hechos de su vida, más los hemos convertido en una historia más, casi diría
que en una “historieta” como tantas.
Por ello será bueno que tercamente volvamos a leer el evangelio para preguntarnos qué
vino en realidad a decirnos Jesús, cuál fue la visión del mundo que Él nos aportó, qué tipo
de “cambio” fue el que vino a introducir en el mundo.
Nunca acabaremos de entenderlo, pero, habrá, pues, que seguir intentándolo. Y será
necesario hacerlo con coraje y respeto: como nos acercamos al fuego. Sin miedo a “hacerle
preguntas”, aunque nuestro corazón tiemble ante lo que nos exigirán sus respuestas.
Empezamos por no saber a qué edad comenzó Cristo su predicación y en qué año lo hizo.
El evangelista Lucas (3, 23) nos dirá que lo hizo teniendo “alrededor de treinta años”. Pero
ese “alrededor” puede querer decir veintiocho, o treinta y dos, o treinta y cinco.
Tampoco conocemos cuánto tiempo duró su vida pública. Juan, en su evangelio, alude a
tres celebraciones de la pascua, pero los sinópticos cuentan una sola pascua y parecen
reducir el tiempo de su predicación a pocos meses.
Menos conocemos aún el orden de los sucesos dentro de este período: Juan – que
habitualmente es mejor cronólogo que los demás evangelistas – coloca la expulsión de los
mercaderes del templo al comienzo, inmediatamente después de las bodas de Caná. Los
otros evangelistas la sitúan en las semanas anteriores a su muerte.
Juan, por su parte, coloca al comienzo de la vida pública una primera visita de Jesús a
Judea. Los sinópticos hacen pensar que las predicaciones iniciales tuvieron lugar en
Galilea. Es evidente que los evangelistas “organizan” los hechos de esa vida pública según
criterios teológicos o catequéticos y no cronológicos.
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Al fin lo único que va a contar es el encuentro personal del lector con Jesús y su mensaje.
Un mensaje que es mucho más que una teoría. No será verdadero si no es transformador.
Ojalá mis lectores puedan un día experimentar lo que decía aquel místico árabe, Ibn Arabi,
que aseguraba que quien padece una enfermedad llamada Jesús, ya nunca sanará.
Pero al fin, tal vez el lector descubrirá que el problema no es tanto el de encontrar a Jesús,
como el dejarse encontrar por Él. Porque al final de todas las palabras se descubre lo que
decía Ferid Ed-Din Attar: Durante treinta años, anduve a la búsqueda de Dios. Y, cuando,
al final de tanto tiempo, abrí los ojos, descubrí que era Él quien me esperaba.
El agua cambiada en vino en Caná era sólo un preludio. El gran cambio llegaría
inmediatamente después. Y aquel grupo de trece hombres silenciosos y unas pocas mujeres
iban a ser sus primeros testigos.
Lo que más les desconcertaba no era el que hubiese transformado el agua en vino, sino el
que lo hubiera hecho con tan asombrosa naturalidad. No, no era un embaucador. No había
rodeado su gesto de juegos de manos, de brillos y esplendores. No se esforzó en sacar
provecho de lo ocurrido. Fue tal el asombro entre cuantos lo presenciaron que nadie se
arrodilló, ni se decidió a formular el menor comentario.
En todo caso, algo reconocían todos sin dudarlo: una presencia misteriosa había pasado por
sus manos de carpintero. Y, ahora, Él se alejaba de Caná como tratando de huir del lugar
del prodigio, intentando poner sordina a los comentarios, regresando a ser el oscuro
caminante que era.
Pero ya nunca lograría pasar inadvertido. Lo ocurrido en Caná corrió de boca en boca por
toda Galilea. Lo negaban muchos. Al hombre siempre le cuesta aceptar precisamente lo que
más espera y necesita. Habían alimentado tantas alegrías que temían albergar en su alma
una más que se les pudiera convertir, una vez más, en amargura.
No, no. Es preferible no hacerse ilusiones, no creer… ¿Y si esta vez fuera verdad?...
Habrían dado sus vidas por poder responderse afirmativamente. El hombre no ha sido
hecho para vivir en la decepción. Y, para un pueblo ardiente como el judío, toda bandera de
esperanza se difundía como un incendio devastador. Pero ni siquiera los más optimistas
sospechaban la revolución que estaba acercándose.
empezó a decir “dulces” palabras, tan bellas como aburridas. Y nos disponemos a
dormirnos, como en los sermones.
Y, sin embargo, entonces no fue así. Fue, en todo menos en la violencia, como el estallar de
una guerra. No invitaba ni a defenderse, ni a matar, pero no era, por ello, menos radical o
revolucionaria. Porque lo que anunciaba era, nada más y nada menos, que había que
cambiar las mismas raíces del mundo.
Sus contemporáneos tuvieron, por fuerza, que sentir primero un asombro, después un
desconcierto, finalmente un entusiasmo. Por fin llegaba algo distinto, lo que todos soñaban
sin atreverse a esperarlo del todo. Sí, sonó entonces como un clarín de combate. Un clarín,
cuyo grito no se ha extinguido y sigue aún sonando para cada uno de los seres humanos…
Para mí… Para ti.
“Bajó a Cafarnaún” dice el evangelista (Jn 2, 12), como un buen topógrafo. No es difícil
comprender por qué prefirió Jesús Cafarnaún a Nazaret como centro de sus primeras
predicaciones. Lo cierto era que Nazaret quedaba al margen de la verdadera vida de
Galilea. Nazaret era un pobre villorrio perdido en el fondo de un valle y apartado de las
grandes vías de circulación y de los centros de población importantes.
A los pies de la ciudad se extendía el lago conocido por varios y muy diversos nombres. El
nombre más común en tiempos de Jesús era el de mar de Tiberiades o lago de Genesaret y
sus orillas estaban salpicadas de numerosas pequeñas ciudades: Cafarnaún, Betsaida,
Magdala, Tiberiades, Tariquea.
La tierra que rodeaba al lago, especialmente en la costa occidental, era hermosa y fértil.
Buena parte de esa belleza desapareció en los siglos pasados. La orilla del lago es
actualmente un cementerio de ciudades y la única que hoy se mantiene como tal es
Tiberiades. El mismo lago está hoy casi abandonado.
Pero más importantes que los paisajes eran las gentes. Y estas eran en Galilea muy
especiales. Los habitantes de Judea les miraban con desprecio. Los galileos se sabían
distintos, orgullosos como estaban de pertenecer al pueblo elegido. Al mismo tiempo,
sentían un cierto complejo ante los habitantes de Judea y una especie de temor reverencial
hacia los sacerdotes. Los propios apóstoles jamás se atreverán a hacer una manifestación
contra los doctores de la ley.
Todo esto hace que la institución de la sinagoga tuviera en Galilea una extraordinaria
importancia. El galileo bajaba al templo como era su obligación, pero no se sentía del todo
a gusto en Jerusalén. Permanecía, por ello, allí pocos días. ¿Qué hacer todos los demás
sábados del año?... La sinagoga era la respuesta a su profunda religiosidad.
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Jesús utilizó con muchísima frecuencia – y sobre todo al principio de su vida pública – la
sinagoga para predicar su mensaje. En ellas no se practicaba realmente un culto, eran
lugares de oración y de enseñanza y no precisaban, por tanto, de sacerdotes propiamente
tales.
Comenzaba, pues, como un predicador cualquiera. Pero pronto sus oyentes iban a descubrir
la profunda revolución que traían sus palabras. El sembrador había salido a sembrar. Y su
semilla era de fuego.
Al elegir la fórmula “reino de Dios” Jesús sabía perfectamente que estaba asumiendo un
lenguaje al mismo tiempo exaltante y ambiguo. Pero Jesús elegía la única fórmula que
podía embarcar a los judíos que le oían en una gran empresa. Porque en ella se resumía la
teología que conocían sus oyentes.
Por todo ello, sólo con ese lenguaje podía Jesús lograr que sus contemporáneos le
entendiesen. Él era la respuesta a esa “ansiosa espera” de la que habla el evangelista (Lc 3,
15). Sólo que los judíos esperaban una liberación puramente nacionalista. Y Jesús trajo otra
infinitamente más grande y universal. Tal vez por ello desilusionó a sus contemporáneos:
porque les traía mucho más de lo que ellos se habían atrevido a soñar.
El reino de Dios que Jesús anuncia no es una especie de “ghetto”, no es “un lugar” en el
que reina Dios, no es algo simplemente jurídico, externo. Es mucho más. Se trata de un
cambio en el hombre, en todo el hombre. Y no sólo en el “modo” de vivir de los hombres,
sino de un cambio en el “ser”.
En este sentido Jesús predica algo subversivo, revolucionario: porque viene a destruir todo
un orden de valores y anuncia un orden nuevo. ¿Y qué abarcaría esta revolución?... Todo.
Abarca el interior y el exterior, lo espiritual y lo mundano, el individuo y la comunidad,
este mundo y el otro.
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El reino de Dios en el mundo empezará cuando cada uno comience por barrer la puerta de
su propio jardín; el amor en la tierra crecerá si aumenta en mí; no nacerá la alegría en un
universo de hombres avinagrados; no habrá verdadera revolución de la realidad con
revolucionarios mediocres.
Pero ¿todo esto no es un sueño, una utopía imposible?... Sí, hay que decirlo sin rodeos: lo
que Jesús propone como proyecto y tarea es algo que entonces parecía y aún hoy parece
inalcanzable. No es algo imposible, pero sí algo que, aún reunidas todas las fuerzas de
todos los cristianos de todos los tiempos, sólo muy trabajosamente se irá abriendo paso en
la historia y en la realidad.
Esto debe decirse abiertamente para evitar inútiles desencantos: No hemos construido – ni
en su totalidad, ni en su mayor parte – todavía el reino de Dios. Las muchas experiencias
históricas de dos mil años no se han acercado, ni de lejos, al proyecto de Jesús. Ese reino
está aún en el horizonte de nuestra esperanza.
Es bueno recordar que ni la propia Iglesia puede decir que ella sea el reino de Dios. La
Iglesia está al servicio del reino, tiene como tarea fundamental empujar a los hombres hacia
él.
Para Jesús, ese reino es, a la vez, algo escatológico – es decir, algo que se realizará en
plenitud al final de los tiempos – y algo que ya está en marcha, que ya ha nacido.
Y ésta es la gran Buena Nueva de Jesús: todo mejorará; la muerte no tendrá la última
palabra; el mal será derrotado; al final Dios se impondrá en la lucha de la historia; la
humanidad tiene una meta; quienes colaboren en ese combate obtendrán la liberación y la
victoria. Esta es su gran noticia.
Y más que una noticia, un inicio. Porque el Reino ha comenzado ya en su persona, en sus
milagros, en su propia resurrección que ya inaugura, a la vez que anuncia, la resurrección
de todos los que escucharán su palabra. Con Jesús y en Jesús se realiza por primera vez ese
“hombre nuevo” y se nos concede la posibilidad de saber lo que el hombre es y, sobre todo,
lo que puede llegar a ser.
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Debemos añadir una gran perogrullada: este reino de Dios que Jesús anuncia es un reino
“de Dios”. Es asombroso que hoy sea necesario subrayar lo que es evidente. Pero lo mismo
que hoy existen quienes buscan un “Cristo sin Dios”, hay quienes – consciente o
inconscientemente – hablan de un reino de Dios en el que Dios habría perdido no sólo el
protagonismo sino hasta la presencia.
Esto es importante si queremos entender el “Dios de Jesús”. Porque el Dios del que Jesús
habla no es ese “cómodo” Dios típico de la burguesía moderna (y de tantos que se creen
creyentes católicos): un Dios abstracto, lejano, en el que se puede creer con una fe
inconcreta, “moderna”, un Dios que “todo lo perdona porque todo lo comprende”, un Dios
que haría posible esa religiosidad que “para nada molesta y a nada compromete”.
Jesús, en realidad, “no anuncia otro Dios – dice con exactitud Küng – que el incómodo
Dios del Antiguo Testamento”. Jesús no pretende inventarse un nuevo Dios. Cuando habla
de él se refiere siempre “al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, a Yahvé, el Dios del
pueblo de Israel, a ese Dios que hoy es gozosamente común para judíos, musulmanes y
cristianos.
Un Dios que nada tiene de común con los modernos ídolos: el dios-Mammón del dinero, el
dios-Sexo del placer como meta suprema, el gran dios-Poder, el gran dios-Ciencia, el dios-
Nación, el dios-Partido, todos esos diosecillos cuya idolatría hace imposible la entrada en el
Reino.
¿Y cómo es el Dios que Jesús muestra en sus palabras y obras y que ha de ser el
protagonista del Reino?... El Dios de Jesús, que aparece en tantas parábolas, actúa, ama,
interviene en la vida de sus hijos. Es un Dios vivo y dador de vida, de una vida que
“compromete” a quienes la reciben.
Es, en tercer e importantísimo lugar, un Dios para el hombre. Gracias a ello el reino de
Dios, para construirse, no necesita, primero, demoler el reino del hombre, al contrario, el
reino de Dios es garantizador de que el hombre reinará verdaderamente.
Es un Dios-amor, un Dios-libertad. Por eso el Reino que Él anuncia no es una nueva forma
de esclavitud del hombre, sino exactamente al contrario: la salvación de Jesús es liberación.
San Francisco de Asís lo resumía en una frase definitiva y genial: Yo soy libre. Mi único
amo es Dios.
Y, porque es liberador, es un Dios de la gracia más que de la ley. En esto el Dios de Jesús
no es el Dios oficial de los judíos, sino que será más bien un Dios-loco para los
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representantes oficiales de su pueblo. Porque no es el Dios del culto, del templo y de la ley
de los judíos, sino un Dios que está tan cerca de los pecadores como de los justos y que
somete todas las leyes al amor.
No es “otro” Dios que contraponer al de los judíos, pero sí es un Dios “distinto”, el Dios de
la Gracia concedida libre y gratuitamente a cuantos quieran recibirla, sean o no de su
pueblo. Es un Dios, a la vez, próximo y lejano. Lejano por grande y por inescrutable, lejano
por santo. Próximo por amante y por Padre. El Dios de Jesús es, como resumen y cima de
todo lo dicho, Padre.
Es el Rey y el Señor de ese Reino, pero es ante todo el Padre, el Dios engendrador, del que
el hombre se puede fiar sin condiciones, el próximo, el de la incomprensible bondad, el
perdonador de oficio, el que solidariza con sus hijos, con sus necesidades y sus esperanzas,
el que no pide, sino que da, el que no humilla sino que levanta, el que no hiere, sino que
cura, el que salva.
El Dios de Jesús, finalmente, es el que hemos visto, tocado y conocido en Él, en Jesús.
Porque Jesús hizo mucho más que hablarnos de Dios. Él mismo, su vida, su persona, se
constituyó en lugar de encuentro de los hombres con Dios, en sacramento del encuentro.
Este protagonismo de Dios en el Reino que Jesús anuncia tiene una consecuencia que no
podemos olvidar y que nos presenta una nueva paradoja: y es que ese Reino es, en su
origen, don de Dios y, en su logro, colaboración, tarea y responsabilidad del hombre.
Es cierto: el reino de Dios sólo Dios puede darlo. No es fruto directo de nuestros esfuerzos,
ni una prolongación de nuestras posibilidades humanas; no es consecuencia de nuestros
actos de virtud; no es algo que el hombre pueda conseguir o merecer, que él deba planificar,
construir, organizar. Es un regalo, una herencia que recibimos gratuitamente y por pura
misericordia (Lc 12, 32; 22, 29; Mt 21, 34).
La tarea del hombre está en creer en su venida, aceptar a este Dios que se nos acerca como
pura Gracia y que es capaz de transformar nuestra historia y de abrir a los hombres un
futuro esperanzador. No olvidemos que hablamos del reino de Dios y no de un nuevo reino
del hombre. O hablamos, si se prefiere, de un reino de Dios que tendrá como consecuencia
el reino y la felicidad del hombre.
La entrada en el Reino, ya lo hemos dicho, será un nuevo nacimiento, una nueva ontología,
una regeneración. Se entra desnudo en la vida. Sólo se entrará desnudo en el Reino de los
cielos, pues si desnudo se nace, desnudo se renace. Sólo quien se ha despojado de riquezas,
de ambiciones, de poderes, de falsas ilusiones, de odios y revanchas, podrá seguir esa nueva
palabra creadora que le introducirá en el Reino. Pues es cierto que Jesús no viene a
empobrecer al hombre, pero sí a sustituir una riqueza pasajera por la gran riqueza de Dios.
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Pero la predicación del Reino que hace Jesús no concluye con un simple anuncio: el
Maestro, después de levantar su bandera revolucionaria – “se acerca el reino de Dios” –
añade un tremendo imperativo que enarbola como una espada: “¡Convertíos!”.
No estamos ante un mero anuncio. Estamos ante alguien que nos coge por las solapas, nos
enfrenta con nosotros mismos y nos dice: este Reino que acabo de anunciarte es algo vital
para ti; si ingresas en él, vivirás; si permaneces al margen, serás un vegetal humano con
apariencias de vida. Este es el radicalismo de Cristo. Jesús respeta, claro, la libertad del
oyente, pero la respeta tanto que no le oculta a qué se expone – como ser humano – si su
respuesta es una negativa.
El radicalismo de Jesús es, en esto, absoluto: no hay posturas medias, no hay opciones
evasivas, no hay una vela a Dios y otra al diablo, no se puede ser “un poco” cristiano. Hay
que apostar. Luego de apostado, se mantendrá mejor o peor esa apuesta, pero lo que no se
puede es jugar a dos barajas. Cristo lo quiere todo. Aunque ese todo se viva después
cobardemente.
¿Se trata, entonces, solamente de un “mensaje para genios”, para hombres con alma de
primera?... No, Jesús – recuerda Guardini – no trae su mensaje a hombres particularmente
dotados, sino a “lo que había perecido”. Y tal vez por eso su mensaje esté especialmente
próximo a los pecadores: porque en ellos es menos fácil la componenda que en los que ya
se creen “en el buen camino”.
Y el camino – Jesús lo sabe cuando predica – es difícil y cuesta arriba. ¡Qué estrecha es la
puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida y cuán pocos son los que dan con ella!
(Mt 7, 13). No es Cristo un iluso cuando anuncia su Reino. Sabe que muchos - ¿los más? –
preferirán los reinos más tangibles. Y que serán pocos los que se atrevan a tomar
completamente en serio ese reto decisivo: ¡Convertíos!
Porque sabe todo esto, anuncia Jesús que su palabra será escándalo para muchos. Y el
escándalo será el arma que los hombres usarán para justificar su rechazo del Reino. Un
rechazo que seríamos ingenuos reduciéndolo sólo a los fariseos y sacerdotes. El gran drama
de la vida de Jesús es que fue rechazado por casi todos.
muerte de Cristo se entiende en esta clave: pedía “demasiado”, pedía que apostásemos por
Dios sin contemplaciones. Le costó carísimo.
Por eso llamamos al evangelio “Buena Noticia”. Por eso por todas sus páginas corre un
vino de entusiasmo, una alegría como las que este mundo no conocerá jamás. De hecho por
cada palabra en la que Jesús anuncia los riesgos del Reino añade cincuenta más para
asegurar el gozo de hallarlo. El Reino es un banquete, una fiesta (Mt 8, 11; Lc 13, 28; 14,
16-24; 22, 11-13; 12, 37); es una cosecha (Mc 4, 1-9; 4, 26-29; Mt 13, 24-30); una pesca
entusiasmante (Jn 21, 3-14); un árbol fructífero (Mc 4, 30-32); un tesoro, una perla (Mt 13,
44-45) cuyo hallazgo llena de alegría al afortunado que la encuentre.
Conseguir este gozo no es barato. Porque el reino de Dios padece fuerza y sólo los
esforzados lo arrebatan (Mt 11, 12). El reino de Dios es una espada, es cierto, pero el que
acepta esta espada – dice Guardini – recibe con ella la santa paz, la santa locura de amar,
el alto entusiasmo de estar lleno y vivo.
Jesús ha salido ya al camino. Mira a los buenos galileos que le rodean – y a quienes vivirán
dentro de veintiún siglos – y repite su gozoso anuncio: El reino de Dios se acerca y, luego
añade la tremenda palabra: Convertíos, entrad en él, atreveos. Mira a los ojos de cada uno y
repite: ¿Por qué no tú?...
2. CUEVA DE LADRONES.
El idumeo, grande en vicios y empresas, había volcado en aquella obra toda su ambición,
en parte por halagar a los judíos, que no le perdonaban el no ser de su raza, y en parte
porque consideraba que aquello le inmortalizaría en la historia.
La obra era aún más ambiciosa que la del propio Salomón. Se utilizaron para ello las más
ilustres piedras, las maderas más caras, mármoles raros y metales preciosos. En el santuario
propiamente tal, que era una masa cuadrangular de más de 20 metros de altura, no se
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conocían otros materiales que el mármol y el oro, y ese sector, que se componía de dos
amplias salas, estaban separadas por una gran cortina (el velo del templo) de arte
babilónico, de riquísimo tisú.
La parte más frecuentada era el atrio de los gentiles, mitad templo, mitad mercado. La plaza
se había convertido en una mezcla de banco, mercado, pajarería, albergue para ganado y
pastores y establo. Los cambistas extendían sus platillos de cobre, en los que brillaban las
monedas judías. Más allá, un grupo de levitas tenía sus tenderetes de sal, de harina, de
aceite o incienso para las ofrendas sagradas. Y, mezclado con todo ello, las ovejas, toros,
palomas para los sacrificios.
El olor a estiércol mezclado con el punzante de las especias; el griterío de los vendedores
revuelto con los balidos de los corderillos, los mugidos de los carneros, el gritar de los
vendedores de monedas, los chillidos de la pajarería y el agitarse de la multitud moviéndose
como una enorme gusanera…
No es difícil imaginarse lo que Jesús sintió al ver aquello. Quien pregonaba la salvación de
los pobres ¿podría tolerar aquella ofensa a la pobreza de Dios y de los hombres?... Tomó
del suelo algunas sogas de atar a los animales, e hizo un nudo con ellas. Y se lanzó sobre
los cambistas. El gesto del profeta era tal que nadie se atrevía a detenerle.
Hubo, sin duda, un momento de terror colectivo. Pero Jesús no se detuvo. Se dirigió a los
vendedores de palomas y, señalando sus jaulas, gritó: “Quitad eso de aquí y no convirtáis
la casa de mi Padre en cueva de ladrones” (Jn 2, 16). Las gentes huían y miraban
aterradas. Y, allá en lo mejor de sus almas, entendían la cólera de este Profeta desconocido.
Y se preguntaban quién era y quién le daba aquel poder y aquella majestad que hacía que
nadie se atreviera a detenerle.
Tenemos que preguntarnos ahora por el sentido de este gesto, tan inhabitual en la vida de
Jesús. ¿Cuál fue la verdadera razón de este estallido de cólera?... ¿Qué es lo que realmente
quería atacar con su látigo?...
Aparece aquí la tesis tradicional de que Jesús combate no el templo, ni la teología en que él
se basa, ni el culto que en él se realiza, sino los abusos del mismo, la mezcla de religión y
comercio, la falta de seriedad en la oración, el cambalache de unos sacerdotes protegiendo
el negocio y lucrándose de él.
Por otro lado, Jesús sabía que dos días después de su “purificación del templo” – y aún
quizá media hora después – los mercaderes regresarían a sus mesas y a su negocio. Su gesto
no podía tener la única intención de remediar un abuso concreto. Era un gesto profético que
valía por lo que significaba, no por lo que de práctico lograba.
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Cristo, en realidad, no había mostrado deseos de destruirlo, pero sí había profetizado con
claridad su destrucción material y la superación del culto. Y no podemos olvidar el evidente
valor simbólico del hecho que el velo del templo se rasgara coincidiendo con la muerte de
Jesús, dato que transmiten puntualmente los tres sinópticos por juzgar, sin duda, importante
el detalle como un claro anuncio de su final destrucción.
Podemos concluir, a la luz de estos hechos, que Jesús está anunciando el nacimiento de un
nuevo y distinto templo y de un nuevo y diferente modo de dar culto a Dios. Lo aclarará
después en su diálogo con los fariseos, pero tiene ya luz suficiente en la misma escena de la
expulsión leída en profundidad.
Para los judíos, el templo era casa de oración, pero, mucho antes, era signo nacionalista de
separación de los gentiles, de predilección de Dios hacia ellos.
¿Es casualidad el que Jesús al tomar el látigo use precisamente una frase de sentido
universalista?... La cita que en ese momento hace Jesús, tomada de Isaías (56, 7), sólo es
transcrita íntegramente por Marcos (11, 17) y no dice sólo, como suele citarse, mi casa es
casa de oración, sino que se añade: para todos los pueblos. Basta leer con atención el texto
completo de Isaías para comprender que lo sustancial de la frase no es ahí la oración, sino
su universalismo.
Jesús, al citar esa frase de Isaías, no la cambia de sentido. Lo que critica no es que se venda
en lugar de orar, sino que esas ventas y ese modo de entender el culto estén consagrando la
división entre judíos y gentiles, encajonando a Dios en ideas nacionalistas. Por eso Jesús no
“corrige” esas ofrendas, sino que las echa por tierra, las derriba. Porque se basan en una
teología falsificadora de Dios.
Jesús alude aquí – como es claro en el texto de Jeremías 7, 3-12 – a quienes han convertido
el templo en lugar de refugio para tapar u ocultar los pecados, las injusticias que han
cometido fuera. No critica los presuntos latrocinios que cometerían los mercaderes en el
atrio del templo; lo que critica son unas ofrendas que, hechas a Dios, pretenden servir de
tapadera a una vida de injusticia.
Por eso toda la teología paulina insistirá en que “el templo de Dios sois vosotros” (1 Cor 3,
16). Vuestros miembros son templo del Espíritu Santo (1 Cor 6, 19). Vosotros sois templos
del Dios vivo (2 Cor 6, 18). El gesto profético de Jesús anuncia el final de la separación
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entre culto y vida y el nacimiento del nuevo templo que es su cuerpo, anuncio de la
humanidad resucitada.
La acción de Jesús tenía forzosamente que provocar alguna réplica. Se acercó un grupo de
fariseos e hizo una extraña pregunta: ¿Qué señal das para obrar así? (Jn 2, 18). No critican
su acción, seguramente porque perciben que lo que ha hecho Jesús tiene más fondo y es
más un ataque a la institución del templo que al pobre grupo de mediocres traficantes.
Parten del supuesto que allí hay algo que sólo puede hacer un enviado de lo alto y lo que le
piden son sus credenciales.. Y no se les ocurre otra credencial que la que haga ante sus ojos
un milagro, una “señal”.
Eran muy habituados los judíos a esto de pedir milagros como si Dios actuase a través de
prestidigitadores. Pero Jesús contestará con una de sus frecuentes “salidas” de doble
sentido: Destruid este templo y en tres días lo levantaré (Jn 2, 19). Sus oyentes quedaron
desconcertados. Prefirieron ironizar: Llevamos cuarenta y seis años construyéndolo ¿y tú lo
levantarías en tres días? (Jn 2, 20).
Debieron de pensar que la salida de Jesús era tan tonta que no valía la pena seguir
discutiendo. Era un loco y no demasiado peligroso: la multitud podía medir su locura por
aquella frase absurda que acababan de oírle. Prefirieron dejarle en su ridículo.
Pero Juan apostilla: Él hablaba del templo de su cuerpo. Cuando resucitó de entre los
muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho esto, y creyeron en la Escritura y
en la palabra que Jesús había dicho (Jn 2, 21-22).
Sí, la respuesta era tan misteriosa que ni los propios discípulos la entendieron. Sólo a la luz
de su resurrección la comprenderían. Porque esa frase era la que daba a la escena todo su
peso. El verdadero horizonte de la expulsión de los mercaderes era nada menos que la
muerte y la resurrección. Se trataba, con este hecho, de anunciar que los días de aquel
templo segregador y de aquel culto-tapadera estaban contados.
Estaba en medio de ellos el nuevo templo, el nuevo y único lugar futuro de encuentro de los
hombres con Dios: su cuerpo, su persona que era, a su vez, el inicio de la humanidad nueva,
de la comunidad nueva.
De este día salió el odio de los sacerdotes y fariseos. Pero ellos, con su odio, no hacían otra
cosa que captar el sentido profético del gesto de Jesús que ya se encaminaba hacia su
muerte y – también y sobre todo – hacia su resurrección que le consagraría como el nuevo
templo donde el hombre y Dios se encuentran.
Ya sólo nos queda formularnos una pregunta: ¿qué sentido tiene este gesto de violencia en
quien se presentaría a sí mismo como un cordero que camina obediente hacia el matadero y
como alguien manso y humilde de corazón?...
El látigo no cayó sobre los mercaderes, porque un día caería sobre sus propias espaldas.
Cuando aquel día lo levantó, no contra los hombres, sino contra el mal, sabía muy bien que
un día sus hombros aceptarían cargar con ese mal de los hombres y que, en consecuencia, el
látigo caería sobre esas sus espaldas cargadas.
Por esa razón no le cabe a la Iglesia – si quiere seguir siéndolo de Cristo – otra violencia
que la de los mártires; la violencia del que muere, no la del que mata. Desgraciadamente no
siempre es así. Desde siempre una buena porción de cristianos ha venido utilizando la
escena de los mercaderes como tapadera de las propias violencias.
Pero el Jesús que toma el látigo en el templo anuncia inmediatamente que, antes que el de
Jerusalén, será destruido el templo de su cuerpo. No hay, en rigor, en el látigo de Cristo otra
violencia que la de la verdad gritada. Y no sería, por ello, injusto decir que los únicos que
entendieron la escena fueron los mártires.
Hay, evidentemente, una “violencia de mártir” y es la única cristiana. El mártir grita con su
sangre, protesta con su muerte, lucha con su dolor. El mártir usa la violencia del no
doblegarse. Y, misteriosamente, es ésta la única violencia que asusta a los violentos. Porque
es una violencia que no tiene otra respuesta que la del torturador y la del asesino.
El que imita, pues, al Cristo del látigo es y será el que proclama la verdad y no el que
amordaza o extermina, aunque crea hacerlo al servicio de la verdad. El gesto del Jesús del
templo puede parecerse a todo menos al gesto del que oprime o aplasta.
Él inauguró la violencia de los pacíficos. La de los que gritan la verdad y están dispuestos
no a matar en nombre de ella, pero sí a morir por ella. Y ésta es la violencia que temen los
poderes del mundo. Porque saben que el velo del Templo se rasgó el día que ellos
desgarraron el templo del cuerpo de Jesús. Porque saben que la semilla de la fe creció
mientras ellos destruían a los mártires.
3. EL VISITANTE NOCTURNO.
Hasta ahora Jesús se ha encontrado con gentes sencillas. Su palabra se ha dirigido a los
incultos. Ahora se tropezará por primera vez con un “intelectual”. Va a ser el primer
enfrentamiento entre la inteligencia de los hombres y la locura de Dios, entre el Dios de los
filósofos y el de Abraham.
Había – dice el evangelista – uno del partido de los fariseos, cuyo nombre era Nicodemo,
que era un príncipe de los judíos (Jn 3, 1). Teóricamente todo le predisponía contra Jesús:
su modo de entender la religión (el uno es fariseo, el otro proclama un Dios que no puede
14
Pero hay algo, más importante que todo lo demás, que les aproxima: los dos aman
sinceramente la verdad y Nicodemo busca honestamente al Dios verdadero. Verdad y amor
saltan cualquier barrera.
Nicodemo ha oído, sin duda, hablar al nuevo profeta, y le molesta el ver lo fácilmente que
sus compañeros descalifican al desconocido. La misma hostilidad de sus amigos hace que
el alma de Nicodemo se llene de preguntas. ¿Y si ese extraño mensajero dijera la verdad?...
Le desconcierta el tono de autoridad con que habla y la limpieza de quien anuncia una
verdad sin tratar de sacar ningún provecho de ella.
Pero le atrae - sobre todo – esa especie de abismo que parece abrirse detrás de cada una de
las palabras del Nazareno. Este hombre habla como nunca nadie habló: sus palabras no
terminan en sus palabras; no tratan de aclarar un problema, sino más bien de abrir un
misterio.
Él es un hombre ilustre, un sabio, él no es uno de los que sigue al Galileo como si fuera
Dios en persona. Pero, por más que se esfuerza, tiene que terminar por confesarse que ese
Nazareno se le ha metido en el alma. Puede que sea un iluso, pero ciertamente no es un
embaucador.
Todo ello le hace pasar días amargos. Tenía esa cobardía que, según Nietzsche, es propia
del intelectual típico, que siempre sabe encontrar razones inteligentes para retrasar las
decisiones que ya están claras en su mente. No le falta corazón, le sobra orgullo. Le sobra
esa autovaloración que tanto retrasa el acceso a la fe de muchos intelectuales.
Pero al fin se impone la honestidad: tiene que verle. Quiere hacerlo a solas. En esta decisión
se mezclan el orgullo y el amor a la verdad. Tendrá que ir a verle de noche pues sabe que su
gesto no sería ni comprendido ni bien visto por sus compañeros de grupo, los fariseos.
No podía decirse más, no cabe más claro reconocimiento. Pero, curiosamente, Jesús no
hace el menor caso de ello. Nicodemo hace una altísima confesión y Jesús parece querer
conducirle a profundidades mucho mayores. Contesta con una paradoja: En verdad, en
verdad te digo: aquel que no nace de lo alto, no está en condiciones de ver el reino de Dios
(Jn 3, 3).
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Pero el viejo no se irrita. Ha visto y oído muchas cosas. Se limita a poner un poco de ironía
en su respuesta: ¿Cómo puede el hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar de
nuevo en el seno de su madre y volver a nacer? (Jn 3, 4).
Tal vez si Nicodemo había estado alguna vez enamorado entendería – aunque de lejos –
esto del nuevo nacimiento. Sabría que el amor cambia a los seres, que hace posible lo que
parecía absurdo, que borra las fronteras entre “lo tuyo” y “lo mío”, que cambia el modo de
ser y la dirección de la vida…
Porque el profeta proseguía: Lo que ha nacido de la carne, carne es; lo que ha nacido del
Espíritu, es espíritu. No te sorprendas de que yo haya dicho: hay que nacer de lo alto (Jn 3,
6-7). Nicodemo empieza a entender qué era lo que le atraía hacia este Nazareno y también
qué era lo que le alejaba: era este misterio que se escondía detrás de sus palabras.
Tal vez Nicodemo había escuchado también la predicación del Bautista y recordaba
aquellas palabras misteriosas que Juan refería a Jesús: Yo os bautizo con agua, más Él os
bautizará con el Espíritu Santo (Mt 3, 11). Sí, Juan estaba aludiendo a este nuevo
nacimiento. El bautismo era un símbolo de una muerte y de un nuevo nacimiento. Jesús le
está pidiendo que muera a todo lo que es y nazca a una vida distinta. Y la idea le parece, a
la vez, maravillosa y aterradora.
¿Qué cambio es ese que pides y que dices que no está en mano del hombre?... ¿Es que Dios
juega con los hombres como el viento con las hojas?... En su pregunta hay altanería. Pero,
tras ellas, hay también una súplica. Nicodemo es testigo de su propia impotencia. Hace
muchos años que viene luchando por acercarse a Dios a través de la ley y el cumplimiento
de lo prescrito y, sin embargo, sabe que sigue siendo prisionero de sí mismo, encadenado a
su carne. Sabe que su amor a Dios es importante, pero, a la vez, insuficiente. Por eso,
interroga y suplica al mismo tiempo.
Esta vez es en los labios de Jesús donde aparece una punta de ironía: ¿Cómo? Tú eres
maestro en Israel ¿y no entiendes?... (Jn 3, 10). Te bastaría – quiere decir – con acudir a los
profetas para encontrar allí contada y anunciada esta renovación por el Espíritu: Yo
derramaré aguas sobre el suelo sediento y arroyos sobre la tierra seca y efundiré mi
espíritu sobre tu simiente y mi bendición sobre tus retoños y germinarán como la hierba
entre agua, como álamo junto a la corriente de las aguas (Is 44, 3-4); Y les daré otro
corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo, quitaré de su cuerpo el corazón de piedra y
les daré un corazón de carne (Ez 11, 19).
Todo esto no era nuevo para Nicodemo. Pero ahora, por primera vez en su vida, se
descorría el velo que descubría el verdadero misterio de aquellas palabras tantas veces
leída. Sentía – como más tarde los discípulos de Emaús – que su corazón ardía conforme
Jesús le iba declarando las escrituras.
Jesús hizo una pausa, y, de repente, como si bajara de golpe al mismo centro del misterio,
añadió solemnemente: En verdad, en verdad te digo: nosotros hablamos de lo que sabemos
y damos testimonio de lo que hemos visto. Solamente que vosotros no recibís nuestro
testimonio. Si no creéis cuando os he dicho las cosas que suceden en la tierra ¿cómo me
creeréis cuando os hable de las del cielo? Con seguridad nadie ha subido al cielo, sino
aquel que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre. Él está en el cielo (Jn 3, 11-13).
Ahora sí que el alma de Nicodemo había bajado a la raíz del desconcierto, ya que le
mostraba a Jesús como el único garante de todo cuanto estaba diciendo. Pedía una entrega
total a Él, una total confianza en la locura que anunciaba.
Nicodemo comprendió que allí se le pedía una apuesta en la que toda su vida giraría. No le
invitaba a un cambio moral, sino a un renacimiento integral. Pero las locuras nunca vienen
solas. El Nazareno prosiguió: Además, lo mismo que Moisés levantó la serpiente en el
desierto, es necesario que el Hijo del hombre sea levantado para que cualquiera que tenga
fe posea la vida eterna (Jn 3, 14-15).
¿Elevado?... Nicodemo entiende. Está hablando de muerte. Está diciendo que Él morirá y
que esa su muerte será salvadora para todos los que creen en Él. Es más: está invitando a
Nicodemo a esa muerte, está dándole una cita para ese día en que será “elevado” como la
serpiente de bronce de Moisés.
No entiende nada. No dice nada. El maestro de Israel ha quedado deslumbrado por estas
últimas palabras. Y el evangelio calla. Nicodemo desaparece de la escena. Pero su vida ha
sido trastornada. Ha entrado en la locura. Volveremos a encontrarle el día de esa “cita”.
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Estará allí, al pie de la cruz, portando cien libras de mirra y áloe para ungir el cuerpo
muerto de este Nazareno que ahora le habla.
San Juan evangelista – como si buscase un contraste – coloca casi al lado de la entrevista de
Jesús con Nicodemo, su conversación con la samaritana. Tras el fariseo cumplidor
escrupuloso de la ley, la mujer de vida afanosa. Junto al judío “pura-sangre”, la samaritana
de mil sangres y casi hereje. Al lado del sabio indeciso ante la verdad, la desgarrada
pregonera de lo que acaba de descubrir. ¡En verdad que el reino de Dios es una red en la
que cabe todo género de peces!...
En realidad las dos escenas no fueron seguidas. Si nos atenemos a la cronología de Juan,
entre ambas mediaron varios meses, hasta ocho señalan algunos exegetas. Meses sobre los
que poco sabemos salvo que Jesús y sus discípulos estuvieron bautizando por el sur de
Judea.
Lo cierto es que Jesús – quizá decepcionado de la dureza de una zona tan controlada por los
fariseos y sin querer, por otro lado, un enfrentamiento radical con ellos antes de que la idea
de su Reino arraigase entre los suyos – decidió volver a su Galilea donde las almas sencillas
se abrían más fáciles a la fe.
Y no hizo este regreso dando el giro habitual de las caravanas que preferían no pisar la
tierra hereje de Samaria, sino que tomó el camino más corto, como si tuviera una cita junto
al pozo de Jacob.
Para un verdadero judío, los samaritanos constituyen una secta detestable y detestada. Por
eso huían de pisar sus campos, que, sin embargo, eran, geográficamente, el corazón de
Palestina. Pero Jesús no tiene ese prejuicio y tras dos jornadas de camino llega a las
proximidades de Sicar. Hay allí un pozo que, aunque modificado, se conserva hoy y que es
una de las reliquias mejor acreditadas de cuantas se conservan de los tiempos de Jesús.
Jesús, dice el evangelista, llegó “cansado” Habían sido dos largas jornadas de camino; era
el mediodía y el sol picaba, aún siendo pleno invierno. Por el camino llegaba una mujer,
aún joven, llena de vida y atractivo, una mujer inteligente y “de arrastre” como los hechos
posteriores habían de indicar. Tenía muchas razones para no querer mezclarse con las
demás mujeres en la fuente pública. Prefería el cansancio de medio kilómetro con el
cántaro a cuestas que la vergüenza de las sonrisas irónicas.
Dame de beber (Jn 4, 7), le dijo Jesús cuando ella llegó a la altura del pozo. La mujer le
miró desconcertada. Jesús acababa de cometer dos graves faltas y luego cometería una
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tercera, a los ojos de cualquier escriba de Jerusalén: dirigir la palabra a una mujer; hablar a
una samaritana; y conversar con una mujer de temas religiosos.
“Agua viva” para un judío de la época era agua corriente, el agua de río en contraposición a
la estancada de los pozos. ¿De dónde iba a sacar aquel peregrino agua de río en aquel
páramo?... ¿Qué agua prometía si ni siquiera tenía el saquito de cuero con una cuerda que
era común que los viajeros llevaran en aquella época para casos como este?...
Así se lo dijo. Señor, no tienes con qué sacar agua y el pozo es hondo ¿de dónde, pues, te
viene ese agua viva?... (Jn 4, 11). Luego la ironía subió a sus labios. Y aún añadió una gota
de orgullo despectivo. Los samaritanos se consideraban los verdaderos descendientes de
Jacob. ¡Y aquel judío presumía de un agua que ni Jacob encontró en aquella tierra!...
¿Acaso – dice – eres tú más grande que nuestro padre Jacob que nos dio este pozo y de él
bebió él mismo, sus hijos y sus rebaños?... (Jn 4, 12).
Ahora Jesús se decide a atacar a fondo aquella alma que la misma ironía ha entreabierto:
Quien bebe de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere no
tendrá jamás sed, porque el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la
vida eterna (Jn 4, 13-14).
La mujer debió de mirarle aún más desconcertada ¿Qué absurdo era lo que estaba
diciendo?... ¿Qué agua era esa que jamás se acababa?... ¿Y cómo esa fuente podía nacer en
el interior de uno de manera que nunca más tuviera sed?... Pudo pensar que el extraño
estaba gastándole una broma. Por otro lado… ¿y si aquel absurdo fuera verdad?...
Por un momento soñó la maravilla de no tener que hacer todos los días esta larga caminata
hasta la fuente, cargada con sus cántaros. Y se volvió, suplicante, al extraño: Señor, dame
de esa agua para que no sienta más sed ni tenga que venir aquí a sacarla (Jn 4, 15).
Jesús ahora debió mirarla un tanto decepcionado. Era una mujer inteligente, ¿cómo es que
no entendía que Él estaba hablando de otro tipo de agua?... ¿Aquella especie de cerrazón
ingenua a lo espiritual era signo de un alma encadenada a la materia?...
Jesús se decide a llegar al fondo. Cambia de táctica: abandona las imágenes y ataca a la
conciencia de la mujer. En un giro brusco de la conversación, dice: Vete, llama a tu marido
y vuelve acá (Jn 4, 16). Era como sacudirla por las solapas. Y ella recibió el impacto.
19
Confusa, sonrojada buscó una respuesta ambigua y evasiva: No tengo marido (Jn 4, 17).
Podía haber respondido ¿A qué son viene esa pregunta?... Pero el golpe había sido
demasiado fuerte.
Pero Jesús ha decidido ya llevar su ataque hasta el final. Sonríe, pone en sus labios una
pequeña punta de ironía y responde: Bien dices: no tengo marido, porque has tenido cinco
y el que ahora tienes no es tu marido (Jn 4, 17-18).
La flecha ha dado en el blanco. No podemos suponer que una mujer joven hubiera quedado
viuda cinco veces. Todo hace pensar que era mujer a la vez seductora y tornadiza.
Conquistaba a los hombres igual que los abandonaba. Más de una vez ha sido repudiada por
adulterio. Y por cinco veces ha encontrado a quienes se sintieran felices de caer en sus
redes. Finalmente ya es demasiado conocida en la región para encontrar quien la acepte por
esposa.
Y sin embargo… Sin embargo es evidente que esa vida licenciosa no ha corrompido su
corazón. Ante el duro ataque de Jesús no se rebela. Mucho menos aún trata de mentir.
Confiesa sinceramente su vergüenza. Se entrega, atada de pies y manos, al desconocido:
Señor, veo que eres un profeta (Jn 4, 19).
Pero aún hay más. Con esa lógica ilógica tan propia de las mujeres, su conversación gira
ciento ochenta grados. Jesús ha puesto su alma al desnudo señalando su llaga y pronto
veremos que su alma está llena de inquietudes religiosas. En las manos de Jesús ha vuelto a
ser la niña que era y comienza a hacer preguntas de niña.
Propone problemas de catecismo, espinas que tiene clavadas dentro y que nadie ha resuelto.
Tiende la mano hacia el monte Garizin que les contempla y pregunta: Nuestros padres
adoraron en este monte, vosotros decís que es en Jerusalén donde hay que adorar (Jn 4,
20). Jesús ahora, ante aquel alma abierta, ya no vacila y contesta sin rodeos; muestra ante
esta pobre pecadora la aurora de los nuevos tiempos.
Llega el tiempo en que no habrá lugares encadenados a la presencia de Dios porque Dios
estará en todos los corazones de los que le amen. El verdadero templo estará en el espíritu y
en la verdad, será Cristo el único enlace con la divinidad.
La mujer ahora sí, ahora intuye el sentido más profundo de esta respuesta: Yo sé – dice –
que el Mesías está a punto de venir y que, cuando venga, él nos lo explicará todo (Jn 4,
25)… ¿Está intuyendo que el Mesías es precisamente este judío polvoriento que habla con
ella?... Nunca lo sabremos. Pero sí sabemos que, por primera vez, Jesús confiesa ante esta
mujer lo que oculta a las turbas: El Mesías soy yo, el que habla contigo (Jn 4, 26).
Apenas Jesús ha abierto su verdad ante aquella mujer, regresan los que fueron a comprar
alimentos. Y no entienden que esté hablando con una mujer. Y no porque vieran en ello
algo impuro, sino algo indigno de un rabí. Pero – comenta curiosamente el evangelista -
nadie se atrevió a preguntarle por qué hablaba con ella (Jn 4, 27). Era aquella mezcla de
respeto y temor que hacia Él sentían.
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Sí, porque se había convertido de repente en apóstol. Los discípulos de Jesús no lo eran
aún. Necesitarían del gozo de la resurrección para convertirse en pregoneros… necesitarían
la llamarada del Espíritu en Pentecostés para perder su miedo y salir a las calles gritando
que Jesús era el Mesías. Esta samaritana – mujer y pecadora – no necesita tanto.
Las mujeres temen no tener sitio en el evangelio. Los pecadores creen que pueden entrar en
él, pero por la puerta trasera. Y he aquí que una extranjera adúltera toma la delantera a
Pedro y Andrés como pregonera y es evangelista antes que Mateo y Juan.
Que prediquen los buenos, nos parece que cae dentro de lo normal, pero, el convertido que
ayer estuvo en el lodo que mancha aún nuestras manos y que, de pronto, deja atrás sus
cadenas y se convierte en pregonero de pureza, nos parece que puede equivocarse, pero rara
vez tememos que sea un hipócrita. El recién convertido tiene, además, el sabor de lo fresco
y lo nuevo. Sus palabras no huelen a rutina, La misma desmesura de su entusiasmo las
torna verdaderas.
Por eso los samaritanos escucharon a esta extraña mensajera. Y pidieron a Jesús que se
quedase entre ellos. Y el amor derribó todas las fronteras. De pronto, todos se olvidaron de
que eran samaritanos y de que Él era judío. Los prejuicios, los odios de generaciones, se
fueron como arrastrados por el viento.
Así brotó en Samaria. Y donde hubo fraternidad, hubo milagros. Y donde hubo milagros,
aumentó la fraternidad y con ella la fe. Y los apóstoles vieron con asombro que aquella
desventurada era capaz de roturar ese Reino con un solo estallido de entusiasmo y de fe.
Tras el corto paréntesis de Judea y Samaria, comienza para Jesús el tiempo de su primera
actividad en Galilea. El Maestro ha percibido ya que en Jerusalén ha brotado la hostilidad
ante sus primeros gestos y palabras.
Y el encarcelamiento de Juan el Bautista – que ocurre por estas fechas – le advierte que la
sombra de la muerte gravita sobre todo el que se atreva a decir ciertas verdades contra
corriente. Y Él no teme a la muerte. Pero tampoco es amigo de provocarla y precipitarla.
Regresará, pues, a sus cuarteles de Galilea, que le parecen un suelo más favorable para su
primera predicación. Allí la influencia política de sacerdotes y fariseos es menor. Y los
galileos – por su propia sencillez – parecen estar mejor predispuestos para oír su mensaje.
Es el primer encuentro de Cristo con las multitudes. Hasta ahora ha conocido a grupos de
amigos, a un intelectual, a una pobre mujer descarriada. Ahora va a padecer el asalto de las
masas. Y los evangelistas son testigos unánimes del entusiasmo de este primer encuentro.
“Todos te buscan” dirá Pedro a Jesús (Mc 1, 37). “Toda la turba trataba de tocarle”
comentará Lucas (6, 19). El propio Zaqueo tendrá que subirse a un árbol para verle
“porque no lo conseguía a causa de la multitud” (Lc 19, 4).
En cada página del evangelio impresiona encontrar la presencia de ciegos que aúllan,
leprosos que voltean sus cencerros lúgubres colgados al cuello, endemoniados que
blasfeman, cojos que golpean el asfalto con sus bastones, sordomudos que agitan sus brazos
como aspas, paralíticos que chillan desde sus camillas.
Y todo esto, es cierto, porque los miserables corren siempre hacia toda esperanza de
curación, pero también porque, en la Palestina de los tiempos de Jesús, la miseria y el dolor
eran el pan de cada día. Jerusalén y todas las grandes ciudades de aquel tiempo debían de
presentar el agónico y repugnante espectáculo que aún hoy ofrecen las calles de Benarés en
la India o los mercados y ferias de las ciudades del tercer mundo, como un enorme
escaparate de pústulas, gritos, muñones, plegarias y llagas.
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¿Qué actitud iba a tomar Jesús ante esta humanidad enferma?... Jesús se sumergió en el
dolor, descendió personalmente a la injusticia, la curó en lo que pudo y mostró, sobre todo,
con sus hechos, cómo en el Reino – cuando se haya construido – el dolor será derrotado.
Los “signos visibles” de esta victoria sobre el mal fueron sus prodigios, las “maravillas de
Dios”, sus milagros. Por eso, unánimes, los evangelistas nos cuentan algo sorprendente:
que Jesús, antes de predicar con palabras, predicó con obras; que dedicó mucho más tiempo
a acercarse al dolor de los hombres que a anunciar su mensaje.
Mateo abre la vida pública de Cristo subrayando este dato: Recorría toda la Galilea,
enseñando en las sinagogas, predicando el evangelio del Reino y curando en el pueblo
toda enfermedad y toda dolencia. Y extendióse su fama por toda Siria, y le traían todos los
que padecían algún mal: a los atacados por diferentes enfermedades y dolores y a los
endemoniados, los lunáticos, paralíticos y los curaba (Mt 4, 23-24).
Jesús, que haría suyas estas palabras de Isaías iba, efectivamente, a unir su vocación de
testigo de la Buena Nueva con su tarea de realizar esa buena noticia en el dolor de las
multitudes que le rodeaban, uniendo, inseparablemente, su papel de predicador al de
obrador de milagros.
“Los cristianos antiguos creían gracias a los milagros, los modernos creen a pesar de ellos”.
En esta frase resume acertadamente A. Javierre la problemática actual del milagro. Aunque
probablemente habría que añadir a este diagnóstico la palabra “algunos”, porque vivimos
en un mundo y una Iglesia que suele revolver o barajar ciertas hipótesis, y, en ambos, se
mezclan los que parecen desconfiar de todo lo sobrenatural y los que viven sedientos de
milagrerías.
En rigor hay que decir con Bruckberger: Nunca ha dejado de haber escándalo en torno al
relato de la vida de Cristo. Ha escandalizado que hubiera sido demasiado hombre o
demasiado Dios, que hubiera sufrido y hubiera muerto, o bien que hubiera resucitado, que
sus gestos y su apariencia fueran demasiado naturales o bien demasiado sobrenaturales.
Más no deja de llamar la atención este concentrarse del escándalo en torno a los milagros.
Incluso es perceptible el pánico que sienten todos cuantos escriben sobre Cristo al llegar a
este tema. O pasan por él sobre ascuas o simplemente lo omiten. La mayor parte de las
cristologías contemporáneas no lo abordan. Pero es evidente que se mutila sustancialmente
la figura de Jesús si se escamotea su acción de taumaturgo. Vamos a los hechos.
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El poder de Dios manifestado en los milagros no es arbitrariedad. Sale del amor y va hacia
la salvación. Dios actúa porque ama y para salvar, no para lucirse, ni para demostrar
espectacularmente su grandeza. Incluso cuando rompe las formas habituales de la
naturaleza es dentro de un plan prefijado de salvación.
Si nos acercamos a los textos evangélicos nos encontramos una serie de características en
las narraciones de milagros que merecen ser subrayadas si queremos entender el verdadero
sentido de estos hechos.
El primer dato es la comprobación de que los cuatro evangelistas y buena parte de los
restantes textos del Nuevo Testamento atribuyen a Jesús numerosos hechos milagrosos. No
se los atribuyen, en cambio, a Juan Bautista, ni dicen jamás que la Virgen hiciera ninguno.
Sólo los apóstoles cuando predican el Reino de Dios participan de esta prerrogativa.
El segundo dato es que estas narraciones están tan entretejidas con las enseñanzas de Jesús
y con el resto del Evangelio que forman una unidad indisoluble. Suprimidas las narraciones
de milagros el Evangelio quedaría absolutamente ininteligible. Quien rechace los milagros
o los reduzca todos a puros símbolos, tendrá, si quiere ser lógico, que rechazar todo el
Evangelio.
El tercer dato dice que el Evangelio nos muestra milagros de muchas clases. En la
presentación de tales fenómenos como hechos físicos, tangibles, coinciden los cuatro
evangelistas, la multitud, los fariseos. Estos hechos se presentan, además, en un clima nada
mágico. Normalmente se hacen al aire libre, a pleno sol y con la sola palabra de Jesús.
En muchos casos, incluso, las curaciones se hacen a distancia, sin ver siquiera al enfermo
aludido y en no pocos sin que la fe del curado participe para nada, sin que ninguna tensión
emotiva acompañe al suceso. Y son casi siempre milagros absolutamente repentinos. La
suegra de Pedro se pone a servirles la mesa recién curada; los paralíticos cargan a cuestas
con sus pesadas camillas y se van andando; la hija de Jairo, apenas resucitada, se pone
tranquilamente a comer.
El último dato fundamental es que Jesús hace los milagros a contracorazón. Jamás los
busca, muchas veces huye de hacerlos, se niega con frecuencia a intervenir y sólo lo hace
vencido por la insistencia de los pedigüeños. Con frecuencia manda guardar silencio a los
curados y parece tener interés en imponerles alguna tarea posterior como si no quisiera que
le atribuyeran a Él todo el milagro.
Más aún: reprende a aquellos para quienes el milagro es lo más importante y se pasan la
vida asediando a Dios para que les dé señales. Dice rotundamente que la fe mejor no es la
basada en los milagros y que felices son los que creen sin haber visto.
Cristo jamás hizo un milagro para su utilidad propia. Ya le vimos en las tentaciones,
negándose a convertir las piedras en pan y a descender asombrosamente desde el pináculo
del templo. Le veremos mendigar junto al pozo de Jacob el agua que pudo suscitar
milagrosamente. Responderá en silencio a Herodes que le pide milagros que pudieran
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Los milagros son los signos visibles que Jesús presenta para mostrar que ha llegado el
Reino de Dios y concluye el de Satán. Esta doble realidad de un Reino que llega y otro que
termina es expresada por las curaciones y por las expulsiones del demonio. Y también por
la presencia del Espíritu.
De hecho Jesús unirá siempre la idea del milagro con la de la acción misionera de los
apóstoles y de la Iglesia: Id proclamando que el Reino de Dios está al alcance de la mano;
sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, expulsad demonios (Mt 10, 7-8).
Curad los enfermos que haya en la ciudad y decidles: El Reino de Dios está cerca de
vosotros (Lc 10, 9).
Y cuando Juan envía mensajeros para preguntarle si ha llegado el Reino, Jesús responde: Id
y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos
quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena
Nueva (Mt 11, 4-5). Los milagros son, pues, la prueba de que esa nueva edad ha llegado ya.
Consiguientemente, para Jesús el rechazo de sus milagros es el rechazo del Reino que Él
anuncia. Jesús no hace milagros allí donde su Reino es rechazado, porque Él no hace
milagros por lucirse, sino para sembrar un mensaje.
Por eso condena el pecado de Corozaín y Betsaida: no porque no se admiren ante sus gestos
de taumaturgo, sino porque no se convierten, no entran en el Reino. Para Jesús “entender”
los milagros es cambiar de vida. La frase con que Mateo comenta esta maldición a las
ciudades que no entendieron sus milagros es suficientemente expresiva: Entonces se puso a
maldecir a las ciudades en que había realizado la mayoría de los milagros, porque no se
habían convertido (Mt 11, 20).
Tampoco puede decirse que el milagro fuerce sin más a la fe. En un alto porcentaje de
casos los prodigios de Jesús no la producen. El milagro es siempre una invitación a la fe, no
una violencia.
Y son muchas las raíces del rechazo. Puede provenir de embotamiento espiritual (Jn 6, 26);
respeto humano y envidia clerical (Jn 12, 42); cálculo político (Jn 11, 48); orgullo legalista
(Mc 3, 1-6; Lc 13, 10-16). En ocasiones se consigue el fruto contrario: los milagros son
atribuidos a Beelzebuh (Mc 3, 22-30). Y en muchos casos se quiere que Dios acepte
nuestras condiciones y se trata de subordinar la fe a un signo del cielo sin relación interna
con el mensaje (Mt 12, 38-39; Mc 8, 11-12; Jn 2, 18-19).
El milagro no se hace para forzar la fe, pero sí para ayudarla. Y la fe no es causa del
milagro, pero Jesús nunca deja de hacer un milagro allí donde encuentra fe.
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Pero era el clima el causante de la mayor parte de las dolencias. En esta región se dan con
frecuencia bruscos cambios de calor y frío. El tiempo fresco del año, con temperaturas
relativamente bajas, pasa, sin transición ninguna a temperaturas de 40 grados a la sombra.
Y, aún en esos mismos días, la noche puede registrar bruscos cambios de temperatura que,
en casas húmedas y mal construidas como las de la época, tenían que producir fáciles
enfriamientos.
Muy abundantes eran también las afecciones a la vista debidas a las grandes polvaredas tras
prolongadas sequías. En la época de Jesús no existían hospitales y muchas cegueras eran
simplemente conjuntivitis mal curadas.
De todas las enfermedades la más frecuente y dramática era la lepra que se presentaba en
sus dos formas: hinchazones en las articulaciones y llagas que se descomponen y supuran.
La primera curación la colocan los evangelios en el mismo lugar en que meses antes
cambiara el agua en vino. Jesús acaba de regresar a Galilea y la voz de su llegada se corrió
de pueblo en pueblo. Y esa noticia llegó hasta la casa de un funcionario de Herodes Antipas
que vivía en Cafarnaún.
Hasta hace poco tiempo este hombre se creía importante. El “régulo” le llamaban
(literalmente el reyezuelo). Pero desde hacía unas semanas este hombre sabía qué poco
importante era. La enfermedad había entrado por las ventanas de su casa y en la puerta
esperaba la muerte.
Su hijo (único hijo, según la fórmula que usa Juan) deliraba bajo el peso de las fiebres
malignas que frecuentemente sacudían aquella región, pantanosa a trechos y plagada de
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Las esperanzas decrecían. Alguien debió sugerir el nombre del más nuevo y extraño
curandero: el que había cambiado el agua en vino en Caná y de quien contaban y contaban
prodigios. El funcionario mandó a buscarle a Caná, a Nazaret, a todos los pueblos donde
podía estar. Pero de todas partes llegaba la misma descorazonadora respuesta: Se fue hace
meses a Judea, debe andar por Jerusalén. El régulo se sentía agonizar junto a su muchacho.
Jesús le miró desconcertado, casi colérico. ¿No podían dejarle en paz un solo día?... No
había comenzado a repartir su palabra y ya le pedían, le exigían que repartiera aquella otra
enorme palabra del milagro. Su voz se endureció: Si no véis señales y prodigios no creéis
(Jn 4, 48).
Cierto que era la primera vez que le negaban una cosa así. Otros curanderos habían corrido
a su casa con una sola insinuación. Su dinero podía permitirle ese lujo. Se comió por eso su
orgullo y sus preguntas y dejó paso a las súplicas de un padre angustiado: Señor, ven antes
de que mi hijo muera (Jn 4, 49).
Él mismo se asombró de sus palabras apenas las oyó salir de su boca. ¿Señor?... ¿por qué
había dirigido este título a aquel desconocido?... Él no tenía más señor que Herodes. Pero
aquel título se le había escapado de los labios sin pensarlo siquiera. ¿Era un comienzo de
aquella fe que el desconocido le pedía?...
El funcionario sintió que algo giraba en su corazón. En realidad la respuesta del misterioso
no significaba nada. Era, sin duda, una de esas contestaciones ambiguas que usan los
curanderos para asegurarse el éxito: si el muchacho curaba se atribuiría a sí el acierto; si
moría, en realidad el curandero no había prometido nada.
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Pero, asombrado, el funcionario se dio cuenta de que estaba creyendo. Aquel hombre
hablaba de tal manera que no cabía doblez en sus palabras. Lo que él decía “tenía” que ser
verdad. Por eso “creyó en la palabra que le había dicho Jesús y se fue” (Jn 4, 50).
Ahora llevaba en el corazón dos esperanzas: que su hijo curase y que aquel hombre hubiera
dicho la verdad. Parecían la misma, pero eran dos esperanzas distintas. Y el funcionario
comenzó a darse cuenta de que la veracidad de aquel hombre le importaba ya tanto como la
salud de su hijo.
Por eso cuando, cuesta abajo, vio venir enfrente, sudoroso, a uno de sus criados y cuando
éste gritó: “¡Curado, tu hijo está curado!” (Jn 4, 51), el funcionario, antes aún de dejar a su
corazón estallar de alegría, se precipitó a preguntar a qué hora había cesado la fiebre. Ya no
le bastaba que su hijo estuviera sano, quería que esta salud se la debiera a aquel extraño
Galileo.
“A la una” (Jn 4, 52), le dijeron. Y entonces comprendió que ya podía alegrarse del todo,
porque precisamente a aquella hora había dicho el hombre que su hijo estaba vivo. Y ahora
sí que creyó; ahora era verdadera fe; ahora estaba seguro de que, al curar a su hijo, aquel
hombre había hecho algo más: había dado un sentido a su vida personal, le había resucitado
a él.
Por eso repartió su alegría. Y habló de aquel hombre de tal modo que no sólo creyó él, sino
también los suyos, su mujer, sus criados. Él, como la samaritana, se había convertido en
misionero. Después, también como la samaritana, descendería al silencio de la historia.
¿Siguió a Jesús?... ¿Le dedicó el resto de su vida?... No lo sabemos. Lo único cierto es que
este hombre había vivido – aunque sólo fuera por un minuto – la plenitud de la fe. Su vida
estaba, con ello, llena y repleta para siempre.
El milagro siguiente aún fue más sencillo, casi diríamos que familiar. Jesús había bajado,
pocos días antes, a Cafarnaún. Y se hospedaba allí en la casa de Pedro y Andrés. Era
sábado y, antes de bajar a la casa, Jesús participó en los cultos sabáticos de la sinagoga.
Luego, para la cena, se dirigieron a la casa de los suegros de Pedro.
¿Vivía la esposa de Pedro?... Algunos exegetas suponen que no, al no verla aparecer en
escena y ser, después de curada, la suegra quien sirve la mesa. Pero, sea como fuera, lo
cierto es que Pedro vive con los padres de su esposa.
Y la suegra de Pedro estaba enferma. Según Mateo, Cristo la vio en la cama al entrar en la
casa (Mt 8, 14). Según Marcos, a Cristo “se lo dijeron” Mc 1, 30). Según Lucas alguien de
la familia se atrevió a pedirle que la curara (Lc 4, 38). No hacía realmente falta. Jesús, que
nunca hizo milagros para sí mismo, no podía regatearlos tratándose de los suyos.
Se acercó a la cama donde estaba postrada con fiebre la mujer. Con “fiebre alta” puntualiza
con frase científica Lucas, el evangelista médico. Eran las fiebres tan frecuentes de aquella
región próxima al lago.
28
Y todo fue sencillo. La tomó de la mano. Le mandó que se levantase. Y ella se puso en pie
y comenzó a servirles. Eran como dos milagros. No sólo desapareció la fiebre sino también
sus consecuencias: la debilidad, el vacío, la fatiga que una gran fiebre deja.
Y esta vez el prodigio de Cristo tuvo más repercusión de la que Él hubiera querido. La
noticia pronto corrió por la aldea. Por eso todos decidieron acudir a Él. Pero era sábado y
no podían transportar sus camillas. Esperaron, por ello, a la puesta del sol y entonces la
puerta de la casa de Pedro se llenó de enfermos y mutilados que imploraban.
Jesús no se resistió esta vez: imponiendo las manos sobre cada uno, los curaba (Lc 4, 40).
Y todos comenzaron a gritar: Tú eres el hijo de Dios (Lc 4, 41). Pero Jesús los mandaba
callar. El mismo que había pregonado su mesianismo a la samaritana, lo ocultaba aquí. Los
galileos ardían de esperanzas políticas. Sus milagros debían conducir al servicio, no a locas
ilusiones políticas.
Por el camino venía un gemido amargo de cencerros (campanas) rotos colgando del cuello.
Era un sonido que hacía temblar a los judíos. Había quienes corrían con sólo oírlo. Y todos
aceleraban el paso. Temían ver aparecer, de un momento a otro aquellas piltrafas de
hombres que llamaban leprosos. Oían sus gritos: “Tamé, tamé” (Impuro, impuro), y toda su
piel de hombres cumplidores de la ley se ponía en estado de alerta.
Porque no era sólo el horror físico. Era todo lo que aquella piel podrida, cayéndose a trozos,
simbolizaba. Dios estaba detrás con su látigo, y “golpe de látigo” quería decir exactamente
el nombre que los judíos daban a la lepra: Tzara’at. Y, aunque los judíos aplicaban esta
idea del mal físico como castigo del pecado a todas las enfermedades, la lepra se había
convertido en el chivo expiatorio de todas las demás.
Era la enfermedad por excelencia, la que manchaba cuerpo y alma más que ninguna.
Quienes la padecían vivían doblemente castigados: por la enfermedad y por la sociedad. La
lepra iba comiendo sus carnes y la soledad su corazón. Eran muertos vivientes que giraban
cerca de las carreteras esperando que alguien venciera su horror y les dejara algo de
comida. No eran muchos estos decididos. Más frecuentes eran quienes les arrojaban piedras
para mantenerlos a distancia.
Pero no estaban muertos. Alguno guardaba incluso dentro del alma una esperanza. Habían
oído hablar – quién sabe a quién – de un taumaturgo que cruzaba los caminos anunciando
un nuevo y venturoso Reino. Un mensajero que - ¡por fin! – no se limitaba a pronunciar
hermosas palabras: los enfermos se ponían en pie sólo con que Él les tocase.
29
¿Sería también capaz de vencer a esta enfermedad de las enfermedades que les corroía a
ellos?... ¿Cómo podía hablarse de un Reino de los cielos en el que existiera aquella
maldición suya?... Si el Reino de los cielos estaba cerca, como decía, ellos recuperarían la
limpia piel que tuvieron de niños. Casi no se atrevían a soñarlo. Pero lo soñaban.
Por eso este hombre aquel día rompió todas las leyes. Tiró lejos su cencerro infamante y -
¡blasfemia! – se plantó en medio del camino por el que Jesús venía. No suplicó siquiera. Si
este hombre decía verdad, él tenía tanto derecho al Reino como los demás. Por eso exigió
casi: Si quieres, puedes limpiarme (Mc 1, 40). No le faltaba fe. Necesitaba tanto la curación
que no podía ni permitirse el lujo de dudar. Se plantó allí, de rodillas y gritó, humilde y
exigente al mismo tiempo.
No conocemos con claridad cuál fue la primera reacción de Jesús. ¿Hubo en Jesús un cruce
de sentimientos en el que coexistieron la repugnancia que sentía hacia el pecado,
simbolizado en aquella enfermedad, y la compasión que el hombre le producía?... Es
probable.
Jesús está haciendo ciertamente algo más que una simple curación. Hay en su gesto algo de
la cólera de Dios ante el pecado. En rigor, el pecador no tiene “derecho” a presentarse ante
Dios, lo mismo que el leproso ha transgredido de hecho la ley, atreviéndose a saltar al
centro de la carretera.
Pero pronto el misericordioso venció al justo, y el redentor al Dios ofendido. Y el giro fue
tan grande, que entonces Jesús transgredió él mismo la ley: tendió la mano y tocó al
leproso. Jesús no violaba jamás la ley por capricho. Sólo movido por una honda razón
teológica.
La hay en este gesto. Ante el pecado, para Jesús, no hay más postura que tomarlo sobre sus
espaldas, hacerlo suyo. Eso es lo que simboliza este gesto de tocar: hacer suyo, tomar sobre
sí el peso de la contaminación: Jesús tomaba sobre sí la enfermedad y el pecado y el
leproso recibía, a cambio, la salud y la Gracia. Quiero, sé limpio (Mc 1, 41), dijo. Y, al
decirlo, supo que Él había dado un paso más hacia la muerte.
Que Jesús no había roto la ley por el placer de quebrarla, lo demuestra aún más la frase
siguiente en la que ordena al recién curado que se presente al sacerdote para que éste
confirme oficialmente la curación. Y también esta orden la da por dos razones: para
cumplir lo prescrito y para simbolizar en ella algo más alto: lo que el pecador no podía
ofrecer a Dios por sus propios méritos, puede presentarlo ahora por medio de Cristo.
Aún hizo Jesús otra advertencia al leproso: le pidió que no contara a nadie su curación.
Pero el aviso fue inútil. El leproso no fue capaz de ocultar su alegría. Al contrario: se
dedicó a propagarla. Y Jesús vio cómo la fama le asediaba, le devoraba. No podía ya entrar
a gusto en las ciudades y aldeas. La multitud de suplicantes llegaba siempre antes que la de
oyentes.
encontraban. Había enarbolado una gran esperanza. Y corrían tras ella los dispuestos a
seguirla y también los interesados en prostituirla convirtiéndola en una máquina de
beneficios personales.
Esta nueva curación ocurrió poco después del sermón de la montaña. Había en Cafarnaún
por entonces un destacamento de soldados de Herodes Antipas, que custodiaban el puerto y
la vía comercial que cruzaba la ciudad.
Al frente estaba un centurión, quizá romano él mismo. Era un hombre bueno, como lo son
casi todos los soldados de su categoría que cruzan las páginas evangélicas. Siguiendo las
políticas de Augusto, el centurión de Cafarnaún se había encargado de construir y
probablemente de pagar una bella sinagoga.
Además de inteligente y generoso, era un ser humano: tenía, dice el Evangelio, un criado al
que quería mucho, y este criado estaba enfermo, moribundo. El centurión había sin duda
oído hablar sobre Jesús. Es incluso probable que en un primer momento hubiera tenido
sospechas de Él: reunía multitudes, traía embobada a la gente… ¿No sería un revoltoso
más?...
Agotados todos los esfuerzos médicos para curar a su criado, se preguntó el centurión por
qué no podía también él acudir a Jesús para que se lo curase. Conocía, sin duda, el caso del
funcionario de Herodes a quien Él mismo había salvado un hijo. Pero no acababa de
decidirse: ¿cómo le recibiría Jesús, siendo él un extranjero, dado lo nacionalistas que eran
todos los judíos?...
Decidió, por ello, acudir a algunos de los notables de Cafarnaún para que intercedieran por
él ante el Nazareno. Y así lo hicieron estos… Cuando le contaron a Jesús lo de la sinagoga
– aquella en la que Él había orado y predicado tantas veces – no vaciló un momento: Él
sabía como nadie agradecer aquella amplitud de espíritu.
Pero he aquí que el propio centurión le salió al camino y le dijo: Señor, yo no soy digno de
que entres bajo mi techo; pero di una sola palabra y mi siervo curará (Mt 8, 8). En las
palabras del centurión se mezclaban un finísimo respeto y una admirable fe.
Respeto, porque el soldado sabía que para Jesús era un problema el entrar en su casa: él era
pagano. Y, si a Jesús esto no le importaba, podían, en todo caso, surgir murmuraciones
entre sus correligionarios que vieran a Jesús mezclándose con pecadores. El centurión tuvo,
además, el buen gusto de no mencionar siquiera esta razón y esconderla, humildemente,
tras la idea de que él no era digno.
31
Las siguientes palabras eran un prodigio de fe. Para él – con una mentalidad muy militar –
Jesús mandaba en la enfermedad tanto como él podía mandar en sus soldados que iban y
venían con una simple orden.
Y Jesús se admiró de tanta fe. Y lo proclamó a todos los vientos: En verdad os digo que en
ninguno de Israel he encontrado una fe tan grande. Y os aseguro que muchos vendrán de
Oriente y Occidente y comerán con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los cielos,
mientras que los hijos del Reino serán arrojados fuera Mt 8, 10-12).
El milagro giraba así: ya no era sólo la curación concreta del criado – que se obró al
instante - , era, además, el anuncio de que el Reino se ensanchaba. Aquel centurión era el
símbolo de la gran cosecha, las primicias de los gentiles, el poder de Dios que se dirige
ante todo al judío, pero que se abre al griego, al romano y al universo (Rom 1, 16).
Este centurión afortunado vería, además, sus palabras convertidas en prólogo eucarístico de
la espera de los cristianos a lo largo de todos los siglos. Su casa se convertiría en símbolo
de todo corazón que espera a Jesús. Cuando llegó a ella se encontró con su fe convertida en
alegría.
El tema de judíos y extranjeros vuelve a plantearse en otro milagro que ocurrirá bastante
más tarde. Jesús está ahora en la Galilea superior, en el territorio de Tiro y Sidón. Cansado
de ser perseguido por las multitudes, Jesús deseaba un poco de paz y se retiró, tal vez a la
casa de algún amigo, porque quería que nadie se enterase. Pero no pudo ocultarse (Mc 7,
24). De pronto, se le metió en la casa una mujer llena de gritos. Era una sirofenicia, de la
antigua raza cananea. Y suplicaba a Jesús la salud de una hija suya.
Es esta la escena en que Jesús aparece más duro en todo lo largo del Evangelio. Él, que
otras veces corría a sanar las heridas, esta vez ni siquiera contestó a la Cananea. Pero ella
era mujer… Insistió... Insistió. Tanto que los apóstoles se conmovieron ante sus gritos o, al
menos, ante la idea de que alborotase toda la ciudad y no les dejara pasar inadvertidos
como deseaban.
Jesús, sin volverse siquiera a ella, respondió a los suyos con una frase enigmática: No he
sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mt 15, 24). Pero ella dio por
no oída la respuesta, se plantó delante de Jesús y no le dejaba andar. Socórreme, gritaba
(Mt 15, 25). Jesús ahora se dirigió a ella por primera vez, pero sus palabras fueron aún más
duras: No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perros (Mt 15, 26).
Era casi un insulto y tanto más grave cuanto que los judíos solían llamar “perros” a quienes
no tenían su fe. Lo suavizó únicamente con un diminutivo que aludía más a los cachorrillos
que juegan en las casas que a los perros callejeros.
Pero a la mujer le interesaba demasiado lo que estaba pidiendo como para detenerse,
orgullosa, ante un posible insulto. Recogió la imagen de Jesús y se la devolvió insistente:
32
Sí, Señor; pero también los cachorrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus
hijos (Mt 15, 27).
El rostro de Jesús cambió ahora. Sus ojos se iluminaron y una larga sonrisa cruzó toda su
cara. Grande es tu fe, mujer: que te suceda como deseas, dijo (Mt 15, 28).
La escena es demasiado paradójica como para que pasemos sin más, por encima de ella.
Esa dureza de Jesús no es normal, y sólo puede entenderse si tiene un fin pedagógico que
va más allá de la mujer concreta con la que está hablando.
Es, efectivamente, el mismo Dios quien nos enseña los sistemas para luchar con Él. Jesús,
al mismo tiempo que se mostraba duro con la Cananea, estaba inspirándole la fe de la que
brotó el triunfo. No era, en definitiva otra cosa, que aquella tenacidad de Jacob en el
Antiguo Testamento cuando luchaba con Dios y le decía: No te dejaré hasta que me
bendigas (Gen 32, 24-32).
También es una mujer la protagonista de este milagro que podíamos llamar “secreto” o
“robado”. Lo colocan los tres sinópticos en medio de la narración de la resurrección de la
hija de Jairo. Jesús va hacia la casa de la muchacha muerta. La gente se apretuja en torno
suyo, ansiosa de no perderse el acontecimiento.
Y, de repente, Jesús detiene el paso. ¿Quién me ha tocado? (Mc 5, 30) pregunta. Los
apóstoles le miran asombrados. Al fin habla Pedro: Maestro, ves que todo el mundo te
apretuja ¿y preguntas quién te ha tocado? (Lc 8, 45). Pero Jesús habla de algo muy distinto
a los empujones de la gente. Sabe que alguien le ha “tocado” de manera distinta a los
demás.
Se adelanta entonces una mujer, feliz y enrojecido el rostro. Y cuenta su historia. Llevaba
doce años padeciendo de flujo de sangre. Había sufrido yendo de médico en médico, había
gastado en ello toda su hacienda y no había sacado provecho alguno. Al contrario: había ido
de mal en peor. (Es Marcos, quien, con cierta ironía, cuenta todos estos detalles que Lucas,
el evangelista médico, suaviza pensando en no molestar a sus compañeros de profesión).
Y, de pronto, un día oye hablar de Jesús. ¿Cómo podía acercarse ella a Él y exponerle su
problema?... En público nunca se atrevería. Su mal es algo vergonzoso para ella, sobre todo
en un pueblo que veía relacionado con el pecado todo cuanto atañía a la sangre. ¿Y si
bastase tocarle, no a Él, sino simplemente su vestido?... ¡Dicen que tiene tal poder!... Eso es
lo que ha hecho y ya está sintiendo que la salud cruza por sus venas.
33
La mujer ha contado todo esto temerosa y feliz al mismo tiempo. Sabe que no puede
irritarse quien acaba de curarla. Sabe que Él comprenderá: ella es mujer y a más no podía
atreverse.
Y Jesús comprende. Se diría que hasta le divierte este milagro que acaban de “robarle”. Le
gustó la testarudez de la Cananea; le gustan el ingenio y la audacia de la hemorroísa. Y ya
sólo tiene que confirmar lo que la mujer siente en su interior. Vete en paz y queda curada
de tu enfermedad (Mc 5, 34). Y ella se va riéndose, asustada casi de sí misma y de su
atrevimiento.
Más bien habría que decir, al contrario, que el Evangelio es el primer texto de la antigüedad
en el que el demonio se presenta como un enemigo al que se puede vencer. Y uno de los
grandes éxitos del cristianismo, en su primera difusión, se basó, precisamente en el poder
de los exorcistas cristianos sobre el demonio.
El diablo de los judíos de los tiempos de Cristo había llegado a ser casi un anti-Dios, un
Dios del mal. Era prácticamente invencible. En Jesús el demonio baja de categoría. No se
convierte sin más en un “pobre diablo”, pero jamás llega a los escalones de Dios y será
derrotado docenas de veces por una simple orden de Jesús.
Lo evangélico no es, pues, la supresión del demonio, sino la clarificación de que su poder
desaparece ante la simple sombra de Jesús. No puede negarse el gran papel que el
exorcismo y el demonio juegan en los evangelios. La curación de los enfermos y la
liberación de los posesos son en él dos signos de semejante categoría como explicación del
mensaje de Jesús.
Si nos acercamos al texto bíblico encontramos que no siempre quedan claras las barreras
entre posesión diabólica y enfermedad. Es verdad que entre los antiguos la epilepsia se
atribuía siempre a posesión diabólica, pero también lo es que el concepto de posesión
diabólica en el evangelio es más amplio que el de esta enfermedad.
Es un caso típico de epilepsia el del niño al que Jesús cura después de la transfiguración
(Mc 9, 17-27). Un ejemplo evidente de locura frenética es el del endemoniado de Gerasa
(Mc 5, 1-20). Pero en otras circunstancias el endemoniamiento va unido a enfermedades
34
físicas como la ceguera o la parálisis. Y en algún caso no parece que vaya acompañado de
ninguna enfermedad.
Tal vez por eso el evangelio habla unas veces de “curar” a los posesos (Lc 6, 18; 7, 21) y
otras simplemente de “expulsar a los demonios” (Mc 1, 34-39).
Pero el dato más sorprendente de esta diferencia entre enfermedad y posesión está en que,
mientras en otras curaciones queda claro el lazo entre enfermedad y pecado del que la tiene,
en ningún caso de posesión se presenta ésta como una consecuencia de los pecados del
endemoniado.
Jesús, al expulsar al demonio, lucha contra un ser distinto del curado y jamás acompaña la
curación con el perdón de los pecados del enfermo. Para él, como para sus contemporáneos,
el poseso es una simple víctima de Satanás que lo ha elegido libre y caprichosamente.
La posesión no es, pues, una consecuencia de un pecado de una persona, sino una
manifestación del poder del demonio en la realidad, poder que quedará sometido y será
avasallado por Jesús.
Son, así, los posesos quienes, en el evangelio, formulan las más rotundas afirmaciones
cristológicas: ¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos?
Te conozco: Tú eres el santo de Dios (Mc 1, 24). ¿Qué tengo que ver contigo, Jesús, Hijo
del Dios Altísimo? (Mc 5, 7). Y no les permitió hablar, pues le conocían (Mc 1, 34).
Es precisamente el poder del “fuerte armado” lo que nos demuestra el poder del “más
fuerte” que le derrota (Mt 12, 29). El desalojar del mundo a quienes se creían dueños y
señores, es lo que subraya el papel de quien vino a perderlos (Mc 1, 24).
No conocemos lo que dijo aquel día. Sabemos sólo que, luego, la gente hablaría de una
“doctrina nueva”. Y sabemos también que sus palabras encolerizaron a Satanás y le
hicieron saltar al ataque.
Había en el templo, dicen los evangelistas, un hombre poseído de un espíritu impuro. Era
normal que los endemoniados acudieran a la sinagoga cuando estaban sosegados.
35
Raramente la posesión era una constante y registraba notables altibajos. Pero era lógico que
las palabras de Jesús le hicieran abandonar su sosiego; se sintió herido, arrinconado.
El poseso lo hace. Grita de pronto e increpa a Jesús: ¿Qué tienes tú que ver con nosotros,
Jesús de Nazaret? Lo sé: Tú vienes a perdernos. Yo te conozco, tú eres el Santo de Dios
(Mc 1, 24). Las palabras son un claro ejemplo de trastorno mental: tan pronto usa el
singular (como hablando en su nombre) como el plural (hablando en nombre de todos los
demonios); tan pronto ataca como profiere los mayores elogios.
Pero, bajo el trastorno mental, dice enormes verdades: sabe que Jesús es lo más opuesto a
él, sabe cuál es la misión de Jesús, conoce quién es. Hay en sus palabras una mezcla de
rabia y de sarcasmo, de ironía y angustia.
Jesús reconoce los enormes elogios que hay bajo el ataque del poseso. Y, en su respuesta,
hay al mismo tiempo soberanía y compasión. Calla la boca, dice, con una expresión muy
familiar. Y añade inmediatamente: sal de ese hombre. El espíritu sacude entonces por
última vez al poseído, le tira por el suelo, pero se ve obligado a escapar sin herirlo (Lc 4,
35).
Cuando el hombre cesa de agitarse, los oyentes respiran tranquilos y ya no saben qué
admirar más en Jesús, si su palabra o su poder. Muchos comienzan a descubrir que una
nueva etapa se ha abierto en la historia del demonismo: Satanás huye ante la palabra de un
hombre; de un hombre que, sin duda, es mucho más de lo que aparenta.
De todos los milagros de Cristo éste es el más desconcertante. El único del que se deriva un
daño para alguien, el milagro “antipráctico” por excelencia. Lo colocan los evangelistas tras
el milagro de la tempestad calmada y hay entre las diversas narraciones algunas diferencias,
tanto en cuanto al lugar donde ocurrió, cuanto sobre el número exacto de los curados. Pero
coinciden los datos fundamentales.
Había en la región de los gerasenos un hombre afectado de la más violenta de las locuras.
Vivía desnudo y en permanente paroxismo. Muchas veces, para impedirle que se hiciera
daño a sí mismo, le habían encadenado y encerrado. Pero, como Sansón, rompía cadenas y
ligaduras y nadie lograba sujetarle.
Corría frenético por la montaña, lanzando gritos de animal salvaje y golpeándose contra las
piedras como si tratara de suicidarse. El resultado es que tenía a la comarca atemorizada y
nadie se atrevía a cruzar por los parajes por los que andaba el loco, por temor a ser atacados
por él. Los demonios – dice, en plural, el evangelio – habían tomado posesión de él.
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Pero aquel momento de cordura pronto se juntó con otro de odio, porque comenzó uno de
ellos a gritar a grandes voces: ¿Qué tienes tú que ver conmigo, Jesús, Hijo del Dios
Altísimo? Te conjuro en nombre de Dios que no me atormentes. ¿Has venido a
atormentarnos antes de tiempo? (Mc 5, 7).
También en estas palabras se mezclaban los aciertos y los desatinos. Y las comprenderemos
plenamente si recordamos que, en la mentalidad de la época, los demonios encontraban un
cierto alivio mientras vivían en una persona y temían más que nada verse encerrados en el
infierno. Por eso le suplicaban a Jesús que no les echase de donde estaban y que no
anticipase su tortura infernal del fin de los tiempos.
Jesús entabla entonces un misterioso diálogo con el poseso. ¿Cuál es tu nombre? A lo que
éste responde: mi nombre es legión, porque somos muchos (Mc 5, 9). Efectivamente, entre
los antiguos exorcistas era corriente creer que el conocimiento del nombre del demonio que
invadía el alma de una determinada persona daba mayor poder sobre él al exorcista, que
podía, por así decirlo, “agarrarlo” por su propio nombre. Por eso responde elusiva y
metafóricamente el poseso.
Pero la escapatoria de poco le servía. Él mismo tuvo la sensación de estar ante alguien que
iba a derrotarle. Por eso, como dice Lucas, comenzó a suplicarle que no les diera orden de
ir al abismo. Y sugiere una escapatoria: Envíanos a los cerdos, para que entremos en ellos
(Lc 8, 31-32).
Había efectivamente en los alrededores una piara, raro rebaño en un país donde el cerdo es
un animal impuro (aunque estamos en Perea, donde la ley se cumplía con mucha manga
ancha).
Jesús sonríe tal vez, y lo permite. Y, comenta el evangelista, los espíritus impuros salieron
del poseso y se fueron a los puercos; entonces el rebaño se lanzó desde la cima escarpada
hacia el mar (Mc 5, 13).
Los evangelistas añaden el espanto de los pastores de la piara, la llegada de los gerasenos y
su encuentro con el endemoniado tranquilo, su temor al enterarse de lo ocurrido a los
cerdos. Y todo concluye con una frase terrible: le rogaron que se alejase de su comarca,
porque estaban poseídos de un gran temor (Mc 5, 15-17).
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Este sí que es un final desconcertante y fecundo en lecciones. Había sido éste el primer
milagro hecho por Jesús cuyos frutos resultaban negativos para el bolsillo de los hombres.
Habían visto el poder de Dios, la liberación de un ser humano torturado y, precisamente
porque veían la grandeza de Jesús, le pedían que se alejase.
Había tocado su bolsillo y preferían su negocio a este poder de Dios que tocaban con sus
manos. Esto era lo que verdaderamente los hombres pensaban del milagro. No les
importaba lo que tenía de manifestación de Dios. Sólo medían sus frutos. Si estos eran
turbadores, preferían renunciar a los milagros.
Razón tenía Jesús al desconfiar de la fe que brotaba del prodigio. En no pocos casos era
más agradecimiento al favor obtenido, que reconocimiento de la mano que lo concedía.
Llámame perro y dame pan dice un cruel refrán castellano. Los gerasenos lo hubieran
traducido: deja tranquilos a mis puercos aunque seas Dios. Pero no eran, al pensar así, una
excepción. Desde el principio del mundo y hasta el final de él parece que los hombres
preferirán al demonio con cerdos antes que a Dios sin ellos.
5.3.4 La fe victoriosa.
Tal vez el exorcismo teológicamente más importante entre cuantos narra el evangelio sea el
del muchacho epiléptico. En ningún otro se muestra con tanta claridad la fuerza con que el
hombre cuenta para vencer a Satanás: la fe.
Y los discípulos han fracasado estrepitosamente en su intento, ante la burla de los fariseos.
Acude ahora el padre a Jesús para que logre lo que no consiguieron sus apóstoles. Y Jesús
estalla en una dura frase contra ellos, porque sabe que todo es posible a quien tiene fe (Mc
9, 23). Entonces el padre formula una conmovedora oración: Tengo fe. Pero socorre tú mi
incredulidad (Mc 9, 24).
Esta fe, que renuncia al orgullo, que no está segura de sí misma, que se sabe débil, que pide
ayuda al mismo tiempo que es proclamada, hará lo que no pudieron los esfuerzos
anteriores. Con ella y con la orden de Jesús, el demonio agitará por última vez al pequeño y
se irá definitivamente de él.
El demonio es invencible si con él se usan las armas del poder, del orgullo o la ironía. Sólo
la debilidad del hombre, unida por la fe al poder de Dios, puede vencerle y lo hace,
38
La gran tentación de la oveja frente al ataque del lobo es querer convertirse en lobo para
defenderse. San Juan Crisóstomo lo entendió perfectamente: Mientras sigamos siendo
ovejas venceremos. Aunque estemos rodeados por mil lobos, venceremos. Pero en cuanto
somos lobos, nos derrotan, pues entonces perderemos el apoyo del Pastor, que no alimenta
lobos, sino sólo a las ovejas.
Fue la humilde fe del padre del muchacho, al regresar a su condición de oveja, la que les
devolvió, a él y a su hijo, al gran rebaño contra el que Satanás nada puede.
Para Jesús la muerte no es algo divino, sino algo que debe ser derrotado, algo que es lo
contrario de Dios, que es vida. Algo horrible, en suma, Jesús sabe que Dios es superior a la
muerte, pero no cae por eso en el engaño de presentarla como dulce.
Si esto siente ante su propia muerte ¿sentirá algo diferente ante la muerte de los demás, él
que era lo contrario de un egoísta?... No, Jesús se conmueve, se revela, ante la idea de la
muerte. Sus tambores le parecen – como a todos sus compatriotas – lo más negro de cuanto
existe en el universo.
La vida era el gran don para el hombre bíblico. Por eso la quería larga y fecunda al
máximo. Llegar a ver los hijos de los hijos era la suprema bendición. Morirse sin haber
dejado una larga descendencia era como haber perdido la vida.
¿Quiere decir esto que el hombre bíblico ignoraba todo sobre la inmortalidad?... No, desde
luego. No consideraban que los muertos pasaran a ser pura nada, pero no veían con claridad
qué eran. Al otro lado, los muertos vivían su muerte, que era algo muy diferente de vivir la
vida. Eran una especie de sombras o espectros que llevaban una vida muy lánguida, un
sueño casi vacío.
El lugar de esta semivida era el sheol, que concebían como una inmensa fosa subterránea,
sumida en la oscuridad más espantosa, donde estos muertos, sin el hálito de Dios, dormían
su largo sopor.
Pero aún peor que la de los habitantes del sheol era la “vida” de los muertos que no habían
sido enterrados con decoro. La suerte del muerto estaba, para los judíos, ligada a la de su
cadáver. Si éste quedaba insepulto, era presagio de terribles desventuras. Los muertos en
combate no podían descansar ni bajar al sheol hasta que la sangre no quedara cubierta por
tierra.
¿Había una salida posible del sheol?... No la veían los judíos hasta muy poco tiempo antes
de Cristo. Para Job el sheol es el país sin retorno, rodeado de murallas y cercado con fuertes
barreras, de modo que nadie puede escapar de él.
39
El hombre bíblico tardó mucho en comprender que la acción de Dios no se restringe a los
dominios de la vida, sino que abarca también el horizonte mismo de la muerte.
De ahí que el concepto de resurrección fuera aún muy confuso entre los judíos del tiempo
de Jesús. Tenían, sí, en la Biblia dos minuciosas descripciones de personas que, por medio
de Elías y Eliseo, regresaron a la vida (1 Re 17, 17-24 y 2 Re 4, 31-37). Pero en ambos
casos verán mucho más un retraso de la muerte que un verdadero regreso a la vida y,
mucho menos, una resurrección definitiva.
En la mentalidad semita era común aceptar que el “hálito divino” permanecía merodeando
en torno al cadáver hasta que éste recibía honrosa sepultura. Se suponía, incluso, que el
ruah (lo que nosotros llamaríamos alma) no se desprendía definitivamente del difunto hasta
el comenzar del tercer día de su fallecimiento. Esta era la frontera definitiva, antes de la
cual la muerte no se adueñaba realmente del individuo. (Por eso se subrayará tanto lo del
tercer día en las resurrecciones de Lázaro y de Cristo).
El primer paso lo da en Naín. Es ésta una aldehuela de la que nada sabríamos a no ser por
esta escena. Nunca en ningún otro sitio la cita la Biblia.
A la caída de la tarde se acercaba Jesús a la puerta de mampostería que tenían aún las
menores aldeas de la época, cuando vio aparecer por ella un triste cortejo. Al frente de él
iba el rabino del pueblo; tras él, cuatro mozos portaban un cadáver en unas angarillas.
El cuerpo iba cubierto por unas sábanas que dejaban destapada la pálida cabeza de un
joven, casi un muchacho. Tras el cadáver, una mujer enlutada. Pero había otra razón más
para que aquella mujer presidiera el duelo y para que éste fuera tan numeroso que
prácticamente recogía a todos los habitantes de la aldea: era viuda y viuda reciente. El hijo
era, además, único.
Una muerte así impresiona siempre en una aldea pequeña y allí estaban todos. Publilio Siro
había escrito por aquella época que tantas veces muere un hombre, cuantas pierde a los
suyos. Esta mujer estaba, pues, muy muerta y era como si aquel entierro fuese doble.
Caminaba como sonámbula, sin enterarse casi del ruido que, en torno suyo, formaban las
plañideras. Tampoco vio al otro cortejo que, presidido por Jesús, avanzaba en dirección
contraria. Para ella, el mundo no era ya otra cosa que muerte.
Jesús lo entendió muy bien al acercarse a ella. Por eso se enterneció, como dice el
evangelista (Lc 7, 13). Pero no se limitó a la ternura. No echó a la madre un pequeño
sermón explicándole que en la otra vida encontraría a su hijo. Él se encontraba – como a
nosotros nos ocurre ante la muerte – desarmado de razones.
Por eso se limitó a decirle suavemente: No llores (Lc 7, 13). Eran palabras que la mujer
había oído aquel día docenas de veces. ¿Y cómo no iba a llorar?... Apenas levantó la
cabeza, al oírlas. Pero, entonces, Jesús se acercó a la camilla y puso en ella su mano.
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Aquí sí hubo un movimiento de asombro. Interrumpir un entierro era casi una profanación.
Por eso los portadores de la camilla se detuvieron asombrados. Ahora también la madre
levantó los ojos sin comprender. En realidad hacía veinticuatro horas que estaba como
vacía y nada podía comprender.
Miró a Jesús. Pero para Él ya ni la madre existía. Miraba el pálido rostro del muchacho
caído sobre las almohadas, amarillo, casi violeta ya. Joven, yo te lo digo, levántate (Lc 7,
14). Las palabras sonaron en un silencio terrible. Muchos, los que no conocían a Jesús,
hubieran querido preguntar quién era. Pero el desconcierto se lo impidió.
Todos tenemos un absurdo y misterioso terror a los muertos y no hay nada que nos
impresione más que la posibilidad de que un cadáver se incorpore. Por eso muchos se
hubieran echado a correr si el mismo pánico que les impulsaba a hacerlo se lo hubiera
permitido. Porque el muchacho se había incorporado en la misma camilla.
Miraba a un lado y otro como sin comprender dónde estaba y qué hacía allí toda aquella
gente rodeándole. Todo era, a la vez sencillo y asombroso. No había luces mágicas
coloreando la escena, ni sonaban lejanos violines. Sólo la luz de la tarde que se ponía y
aquel silencio que empezaba a parecer eterno.
Por fin rompió el silencio el muchacho. Preguntaba. Quería saber qué había pasado y dónde
estaba. Jesús no respondió, le ayudó a incorporarse, le cogió de la mano y le llevó hasta su
madre, que ni a abrazarle se atrevía.
Entonces, sí, estalló el griterío, casi histérico. El llanto de la madre y el hijo que se
abrazaban, fue ahogado por los gritos de la gente: Un gran profeta se ha levantado entre
nosotros, decían. Dios ha visitado a su pueblo (Lc 7, 16). Y tocaban al muchacho para
convencerse de que no era un fantasma, de que su carne estaba viva y caliente. Cuando
Jesús se fue, aún seguían abrazados la madre y el hijo.
El segundo suceso fue aún más llamativo, por ocurrir en Cafarnaún, una ciudad más
grande, y con la hija de un personaje muy conocido, llamado Jairo y que era jefe de una de
las sinagogas de la ciudad.
Jesús acababa de regresar de la otra orilla del lago y la fama de la curación del
endemoniado de Gerasa había corrido más que Él. En Cafarnaún le esperaban impacientes,
pero más que nadie Jairo, cuya hija de doce años estaba agonizante. Doce años eran la flor
de la edad para una muchacha de aquel tiempo. Era entonces cuando se prometían y muy
poco después se casaban. Y ahora llegaba a desposarla la muerte.
En cuanto la barca de Jesús atracó, el padre angustiado corrió a Él. Y esta vez Él no se
resistió y se puso en camino. Fue entonces cuando ocurrió la escena de la hemorroísa. Para
Jairo esta detención fue, al mismo tiempo, una angustia - ¡la muchacha podía morirse de un
momento a otro! – y una gran esperanza: si Jesús curaba a aquella mujer con sólo tocar la
orla de su manto, mucho más podría detener la enfermedad de su hija.
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Pero, apenas su corazón se había embarcado en esta esperanza, llegó la amarga noticia: No
molestes más al Maestro: tu hija ha muerto (Lc 8, 49). Jesús oyó la noticia y miró a Jairo.
¿Cómo hablar?... ¿Qué decir?... Había pasado tan rápido del entusiasmo a la más cruel
amargura que ni las lágrimas llegaban a sus ojos. Fue Jesús quien habló: No temas. Cree
solamente y será salva (Lc 8, 50).
Jairo no entendía nada. Sabía que la enfermedad podía curarse. Pero estimaba imposible
que alguien pudiera regresar desde el otro lado de la muerte. ¿O quizá…? Recordó las
lecturas de Elías y Eliseo, que más de una vez habían glosado en su sinagoga. Y se agarró a
aquel clavo ardiendo.
Cuando llegaron a la casa, oyeron esa algarabía oriental que tanto contrasta con el silencio
con que nosotros rodeamos hoy a los muertos. Las plañideras mercenarias – que estaban
como cuervos esperando la muerte de la muchacha para ganar unos denarios – habían
acudido y mesaban sus cabellos entre gritos, como si tuvieran el corazón realmente
desgarrado.
Apenas se hizo un momento de silencio al ver aparecer en la puerta al apenado padre. Jesús
aprovechó este silencio para hablar. Retiraos, dijo a las plañideras y flautistas, que vieron,
por un momento, en peligro sus esperadas ganancias. La niña, añadió, no está muerta, sino
dormida (Mt 9, 24).
Ahora saltaron las carcajadas de burla. Aquella frase les pareció a todos una broma de mal
gusto. El famoso taumaturgo debería tomarse, al menos, la molestia de ver a la muchacha
antes de hablar. Lo sabrían ellos, que la habían amortajado con su blanco vestido de novia.
Pero Jesús no se inmutó ante las risas. Con sereno ademán de autoridad, hizo salir a todos
de la casa y se quedó solo con los padres de la pequeña y con tres de los suyos. Se acercó
entonces al lecho donde la niña “dormía”. La tomó de la mano. Jairo pensó que tal vez se
tendería, como Eliseo, sobre ella. Pero Jesús nada de eso hizo.
Todo fue así de sencillo. Fue como despertar a una persona dormida. La niña se incorporó y
se puso a andar. También los padres vacilaron un momento. Pero, luego, los abrazos
parecían no concluir. Y, entre sonrisas, Jesús interrumpió los abrazos. ¡La muchacha estaba
tan débil y pálida! Dadle de comer, dijo (Lc 8, 55). Sólo ahora se dio cuenta de ello la
madre. Pero corrió a preparar algo. Y la muchacha miraba a todos, asombrada, mientras
volvía a hacer esa cosa desacostumbrada que era el comer.
Guardad silencio sobre esto, pidió a los padres (Lc 8, 56). Sabía que no le harían caso. Pero
quería que, al menos, le dejaran salir tranquilo de la casa. Pero la multitud que, mientras
tanto, se había acumulado a la puerta, entendió, sólo con ver su rostro al salir, que algo
enorme había ocurrido allí dentro.
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Y los milagros sobre la naturaleza ¿no son acaso gestos de poder?... ¿No son afanes de
ostentación el llenar de peces una red?... ¿Para qué andar sobre las aguas?... ¿No es
aparatosidad el calmar una tempestad que pudo sortearse con la simple habilidad de los
marineros?...
Son, ciertamente, tres extraños milagros. En ellos se multiplica la carga simbólica y son
como tres parábolas en acción. La historicidad rigurosa de los hechos es mucho menos
importante que la enseñanza que de ellos se desprende. Quedarse, una vez más, en el gesto
ostentoso de poder es, evidentemente, malentenderlos.
Sólo Lucas cuenta la pesca milagrosa, y lo hace en una narración que, aun literalmente, es
un modelo de tensión y suspenso, en la que todo se va descubriendo por pasos contados y
en el momento preciso.
A la orilla del lago hay dos barcas amarradas. Los pescadores – aún no sabemos quiénes
son – están en la orilla lavando las redes. Jesús sube a una de las barcas. Era la de Simón.
La barca de Pedro, que, como un símbolo inmarcesible, cruzará desde este día el mar de la
historia.
Tras haber predicado un rato desde ella, Jesús pide a sus discípulos que boguen mar adentro
y que echen sus redes. Pedro mira a Jesús con una sonrisa irónica. Se ve que Jesús sabe
poco de pesca. La hora es mala y ellos lo saben muy bien. Han pasado la noche entera
pescando y tienen su barca vacía. Mal van a coger de día lo que no lograron de noche.
Pero Pedro no quiere contrariar al Maestro. No sospecha que Jesús pueda hacer un
prodigio. Quizá ni el mismo Jesús ha decidido aún hacerlo. Lo que, probablemente, le
conmueve es esta fidelidad de Pedro que echa la red simplemente por darle en el gusto.
La red, de pronto, se ha vuelto pesada. Pedro no cree a sus ojos. Sabe que en este mar de
Genezaret son frecuentes los bancos de peces que aparecen donde menos se espera. Pero lo
que la red registra es mucho más que la mejor de las redadas. Grita a sus compañeros que
tiren la red y ésta comienza a romperse. Pedro se asusta aún más.
Grita ahora a los de la otra barca que vengan a ayudarle. Tiran lentamente y con pericia de
la red. Poco después, las dos barcas están llenas de peces hasta los bordes. Con poco más se
hundirían.
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Pedro, como buen pescador, ha trabajado primero y se asombra después. Todos se miran
los unos a los otros. Saben que lo que ha ocurrido no es natural. En un momento han
pescado más que en horas y horas de faena. ¿Jesús manda entonces a los peces como a los
demonios y a la enfermedad?...
Pedro siente ahora el milagro en su carne. Ha visto muchos, pero este le toca a él y le hace
estremecer. Cae, por ello, de rodillas. Todo su viejo orgullo parece muerto de repente.
Grita: Apártate de mí, que soy un pecador (Lc 5, 8). La frase que usa es dura: en su
formulación hebrea no designa a uno que ha cometido algún pecado, sino al que se dedica a
pecar, a quien puede definírsele por su pecado.
La gracia ha excavado ya grandes zonas del orgullo de Pedro. Jesús lo comprende y sonríe
satisfecho. Abre entonces todo el sentido de su milagro. No debe asustarles su poder: por
eso dice no temas (Lc 5, 10). Lo que ha querido es descubrirles el destino que les reserva.
Lo que Él acaba de hacer ante sus ojos es lo que tendrán que ellos hacer en el futuro. Pero
no con peces, sino con hombres, con seres a quienes – como dice literalmente el evangelio
– ha de “coger vivos” y no para la muerte, sino para lograr el que sería sueño de todo
pescador: lograr presas que puedan vivir después de pescadas.
Pedro apenas entiende, no puede entender. Pero Cristo está atravesando con sus ojos la
historia. Ve la gran red de su Iglesia. Ve a los hombres debatirse antes de entrar en ella
como lo hacen los peces, temiendo morir, sintiendo que les falta el elemento en el que hasta
ahora respiraban, sin sospechar aún el nuevo y gozoso aire que en esa red encontrarán.
También la narración siguiente hemos de leerla a doble luz, realista y simbólica. Desde el
punto de vista realista es una de las narraciones más dramáticas de los evangelios. Era ya
tarde; Jesús había predicado durante todo el día y estaba cansado. Decidió dormir durante
dos o tres leguas de mar que les separaba de la otra orilla. Y fue un sueño muy especial.
El mar estaba en calma cuando partieron. Pero poco después, inesperadamente, estalló la
tormenta. Estas tempestades abundan, sobre todo al final del otoño, en el mar de Galilea. Y
este lago sigue aún cobrándose cada año el tributo de varias vidas humanas.
Aquel día los apóstoles vieron en peligro las suyas. Eran buenos pescadores; llevaban años
y años luchando con aquellas aguas, amigas a ratos, hoy furiosas enemigas. Pero nunca se
habían sentido en peligro tan grande.
Y, junto a su angustia, Jesús dormía. Esto es lo que menos entendían los apóstoles. Casi les
parecía imposible que no se despertase con el agitarse del cascarón en que la barca se había
convertido. El agua tenía forzosamente que salpicar su rostro. Pero él seguía durmiendo.
Molestos, casi irritados, le despertaron. ¿Es que no te importa que perezcamos? (Mc 4, 38).
El duro reproche refleja bien su lenguaje de pescadores y nos parece oírlo en boca de
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Pedro. Era, por un lado, un reconocimiento del poder de Jesús; por otro una queja de que no
pusiera en marcha ese poder. Pedro no pedía, exigía.
Ahora Jesús se puso en pie y se dirigió al mar como si fuese una persona viva: Cállate, le
dijo, ¡guarda silencio! (Mc 4, 39). Y en un instante el viento se apaciguó y se produjo una
gran calma, ese dramático silencio que sucede a la tempestad. Luego se volvió a los
hombres y ahora era Él quien se quejaba: ¿Por qué sois tan miedosos? ¿Es que no tenéis
fe?... (Mc 4, 40).
Tenían fe, por eso habían acudido a pedir su ayuda, pero su miedo era más grande que su
fe. Habían visto docenas de curaciones, pero ahora el peligro de su vida les había hecho
olvidarse de todo. Así es el hombre.
Y ahora se llenaron de temor. Se daban cuenta de que habían salido de un mar y entraban
en otro: el misterio de Jesús. Aquel sí que era un mar profundo en el que se perdían y en el
que todo podía suceder. ¿Quién es éste que hasta los vientos y el mar le obedecen? (Mc 4,
41).
Era un hombre como ellos, lo veían, pero también era mucho más. Caminar a su lado,
entrar en su obra, era mucho más peligroso que adentrarse en el mar. Intuían que en aquella
navegación perderían sus vidas. Pero, misteriosamente, se sentían felices de ello.
Porque, evidentemente, Jesús había hecho mucho más que calmar una tormenta. Algo
quería explicarles con lo que acababa de hacer. Ellos sabían que en las páginas de la Biblia
que oían comentar en la sinagoga, el mar era siempre un símbolo del mundo inquieto y
pecaminoso y que el poder de Yahvé se expresaba precisamente diciendo que era Señor de
los vientos y las olas.
El salmo 89 decía: Tú dominas el orgullo del mar; cuando sus olas se encrespan las
reprimes (Sal 89, 10). Acallas el estruendo de los mares, el estruendo de sus olas y el
bullicio de los pueblos (Sal 65, 8). Y eran casi estas mismas palabras las que Jesús decía.
Jesús “reprendió” al mar dice san Marcos (4, 39) y le dijo: “Enmudece”. Son las mismas
palabras que según el mismo evangelista empleó Jesús para curar al endemoniado de
Cafarnaún (1, 25). Y es que para Marcos no hay diferencia entre exorcismos, curaciones y
milagros de la naturaleza: es el mismo poder el que encadena a los endemoniados y el que
agita las aguas del mar, aguas que son, a la vez, materiales y espirituales.
Temía, probablemente, que la multitud estuviera esperándole a la orilla del lago y, además,
quería orar con calma a su Padre. Por eso mandó a los apóstoles solos por delante. Id a la
otra orilla, les dijo, y yo os encontraré allí (Mc 6, 45). A los apóstoles debió de
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Habían cruzado ya 20 ó 30 estadios (entre cuatro y cinco kilómetros) cuando vieron algo
que se movía sobre las aguas. No era una embarcación. Más bien parecía una persona que
caminase en pie sobre el mar. Creyeron ver visiones. Eran sobre las tres de la mañana y aún
era de noche.
Aguzaron sus ojos y vieron que sí, el bulto avanzaba sobre el agua, como un caminante a
buen paso. Pasaba paralelo a ellos, como si fuera a adelantarles. Cuando estuvo más cerca
percibieron que era efectivamente una persona. Andaba, golpeaba el mar con los pies, se
abalanzaba sobre el mar como dice Mateo, caminaba sobre las aguas como puede hacerlo
un campesino sobre su sembrado.
Soplaba un viento fuerte. Y la soledad de la noche y del mar multiplicó su miedo. Era sin
duda un fantasma, pensaron. Y comenzaron a gritar. Y entre el rugido del mar y el soplo
del viento llegó la voz del caminante: Soy yo, no tengáis miedo (Mc 6, 49-50). Era su voz,
la reconocieron. Podían confundir todo menos aquella voz y aquellas palabras tantas veces
oídas.
Y Pedro obró entonces como quien era. Su miedo se convirtió en ímpetu, sus temores en
decisión. Y pidió una cosa absurda y maravillosa. Si eres Tú, mándame ir a ti sobre las
aguas (Mt 14, 28). No tenía ningún sentido su petición. Pero, de pronto, había sentido la
necesidad de unirse a su Maestro aunque sólo fuese en la locura. Ven, le dijo Jesús (Mt 14,
29).
Pero andar en las aguas – y en el mar agitado – no era tan sencillo como para que bastasen
unos gramos de locura. Pedro comenzó a hundirse. Se alejó el entusiasmo y regresó el
temor. Y ante la idea de morir, gritó. Y Jesús ahora le tiende la mano: ¿Por qué tiemblas,
hombre de poca fe? (Mt 14, 31). Y Pedro reconoció al mismo tiempo la verdad de estas
palabras y la nueva fuerza que le sostenía.
Cuando Pedro estuvo en la barca nadie se atrevía a hablar. A pesar de tantos milagros como
antes habían visto, estaban – dice Marcos – estupefactos en extremo, tanto más que no
habían pensado bien el suceso de los panes, sino que más bien su corazón estaba
petrificado (Mc 6, 51-52).
Era, sí, demasiado duro para ellos. Horas antes habían presenciado la multiplicación de los
panes, pero, entre la alegría y el dedicarse a repartir la comida para todos, apenas habían
prestado atención al prodigio. Pero luego, aquella misteriosa huida de Jesús, el dejarles
solos, la noche en la barca, el miedo por sus vidas, el fantasma que se acerca y les habla, la
locura de Pedro, la dura frase de Jesús… Demasiadas cosas para poder entenderlas juntas.
Sólo más tarde, mucho más tarde las entenderían, cuando le vieron andar de nuevo, pero ya
no sobre las aguas del mar, sino sobre las de la muerte. Entonces entendieron este caminar.
Anunciaba otro triunfo en otra madrugada como aquella.
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5.6 El Sábado.
Hay, entre los de Jesús, toda una serie de milagros que se caracterizan por su aire polémico.
El mismo Jesús que, en sus exorcismos, combatía con el demonio, lo hace, en estos otros
milagros, con su hijo mayor: la hipocresía.
El sábado era, en sus raíces, no sólo una institución limpia, sino también un día sagrado.
Seis días trabajarás; el séptimo descansarás; no has de arar en él, ni has de segar (Ex 34,
21). El decreto del Éxodo buscaba, al mismo tiempo, el respeto a Dios y el respeto al
hombre, no una nueva forma de esclavitud.
Pero toda esa zona de gozo, descanso, amistad y servicio, se había sumergido, por obra y
gracia de los fariseos, en un complejo tal de preceptos que la alegría había quedado
aprisionada entre tan espesa red. Existían dos libros enteros (Shabbath y Erubin) dedicados
a recopilar todas las prescripciones referentes al sábado, con nada menos que 39 grupos de
actos prohibidos en ese día.
Habían olvidado muchos judíos que lo importante es lo que san Agustín llamó “sábado del
corazón” porque, contrariamente a quienes piensan que sólo quien no guarda el sábado
peca, lo cierto es que quien no peca ése es el que verdaderamente guarda el sábado.
¿Y en cuanto a Jesús?... Él entiende y vive como nadie ese sábado del corazón. No
desprecia el que se dedique un día a Dios y al descanso, no suprime violentamente la
celebración. Al contrario: Él mismo lo observa en su sustancia. Ese día acude a la sinagoga
a orar más que en ningún otro día (Mt 4, 23; Mc 6, 2; Lc 4, 15; Jn 18, 20). Piensa que,
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además, ese es el día de la caridad: por eso casi gusta de multiplicar en ese día los milagros
(Mt 12, 9-14; Mc 1, 21; Lc 13, 10; Jn 5, 1-18). Sabe y pregona que el sábado ha sido hecho
para el hombre y no el hombre para el sábado (Mc 2, 27).
Y se proclama a sí mismo Señor del sábado (Mt 12, 8) y esto no sólo porque Él tenga
autoridad para ponerlo y quitarlo, sino, sobre todo, porque sabe que, cuando llegue su
Reino, allí todos los días serán sábado porque todos los días serán de Dios y de la alegría.
Desde estos puntos de vista el choque con los fariseos era absolutamente inevitable. La
primera escaramuza tuvo lugar en Galilea y con un motivo fútil: los discípulos de Jesús,
pasando junto a un trigal en sábado, se habían atrevido a coger unas espigas. Y los fariseos
no reprochaban este gesto como un robo, ya que el caso estaba expresamente permitido por
la ley, sino como una violación del sábado (Mt 12, 1-2).
Este primer enfrentamiento, aun puramente verbal, dejaba las espadas en alto. Y los
fariseos de Galilea, aun siendo muchos menos en número y poder que los de Jerusalén,
descubrieron dónde tenían al enemigo.
Esperaban, sin duda, que Jesús les contestaría con toda una teoría de distinciones
explicando qué masajes podían hacerse y cuáles no. O pensaban que diría que sólo era lícito
en caso de peligro de muerte.
Pero Jesús prefirió contestar con hechos y no con palabras. Había en la sinagoga un hombre
que tenía una mano paralizada y Jesús le mandó que se adelantara. Fue entonces Jesús
quien preguntó: Decidme ¿es lícito hacer bien o mal en sábado, es lícito salvar o arruinar
una vida? (Lc 6, 9)
Ellos se dieron cuenta de que Jesús había trasladado de campo el problema. No entraba en
debate de minucias, iba a la sustancia ética de las cosas. ¿Quién de ellos se atrevería a decir
que en el día de Dios estuviera prohibido hacer el bien?... Por eso callaron. Ese era un
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campo en el que se sentían perdidos. Y no se atrevían a confesar que ese era el verdadero
centro del problema.
Ante su silencio Jesús pasó a la acción: Extiende tu mano, dijo al enfermo. Y la extendió –
dice Mateo – sana como la otra (Mt 12, 13). El argumento era esta vez irrebatible: si Dios
rubricaba una acción con un milagro era evidente que no se trataba de una acción
moralmente mala.
Pero la cólera de verse arrinconados pudo más en los fariseos que la luz de la verdad. Por
eso, junto a la admiración de la gente sencilla, nació la silenciosa, airada y espantosa
decisión de los fariseos que preferían dudar de Dios antes que de sus ideas. Por eso sacaron
la más extraña conclusión que se puede sacar de un milagro: se reunieron para pensar qué
podían hacer contra Él, para estudiar cómo podían perderle.
Y esto lo hacían en el mismo momento en que descubrían que el poder de Dios estaba con
Él. En ese momento comenzó a parecerles verdaderamente peligroso. Mientras sólo
predicaba, no resultaba un enemigo serio. Pero ahora que se mostraba como mucho más
que un hombre es cuando comenzaba a resultarles intolerable.
Era para ellos como si Dios se hubiera escapado de su jaula. Llevaban años, décadas
fabricándole una cárcel a Dios. Habían tejido toda una tupida red de prescripciones en las
que Dios tenía la obligación de moverse y hacerse razonable. Pero he aquí que Dios parecía
querer salirse de su jaula e invadir dominios en los que ellos mandaban. ¿Cómo podían
soportarlo?...
Ellos estaban convencidos de hacer un servicio a Dios ayudándole a que los hombres le
obedecieran. Dios debería pagarles al menos con su silencio, dejándoles trabajar, puesto
que en su honor lo hacían. Si Dios se mostraba más grande de lo que ellos señalaban, habría
que recortarle a Dios ese sobrante peligroso, que ya no era ley, sino locura.
Por eso se reunieron. De ahora en adelante dedicarían tanto afán a acorralar y eliminar a ese
nuevo Dios como el que habían puesto antes en fabricar las reglas de juego del Dios que les
gustaba imaginar. La lucha había comenzado.
Pero el vulgo atribuía aquel inesperado borbollar a la mano de un ángel que removía, de
tiempo en tiempo, las aguas. Lo demás lo hacía la esperanza de cuantos allí se
arremolinaban. Porque los pórticos se habían convertido en un permanente lazareto en el
que se acumulaban ciegos, tullidos o simplemente gente pobre que se acogía a aquel techo
como su única propiedad.
¿Quieres curar?... (Jn 5, 6). La desconcertante pregunta no extrañó al enfermo. ¡Claro que
quería curar! Pero ¿cómo hacerlo?... Explicó a Jesús con humilde sencillez que no tenía a
nadie que le ayudase a introducirse en el agua cuando borbollaba. Tenía que arrastrarse él
solo, con un esfuerzo sobrehumano y, para cuando quería llegar al agua, el efecto curativo,
para él milagroso, ya había cesado.
Jesús no discutió, ni aclaró los absurdos sueños del enfermo. Hizo algo mucho más
sorprendente. Sin que el enfermo le pidiera nada, sin presentarse siquiera a él, sin que éste
pudiera poner en marcha su fe, puesto que no conocía a Jesús, el paralítico oyó la más
extraña de las órdenes: Levántate, toma tu camilla y anda (Jn 5, 8).
Era día sábado, dice el evangelista (Jn 5, 10), señalando lo que va a ser el centro de su
narración. Un hombre que, en pleno sábado, cruza las calles de Jerusalén con una camilla a
cuestas era, en aquellos tiempos, tan sorprendente como un cielo estrellado a mediodía. Las
gentes se detenían a mirarle y contemplaban su andar como un sacrilegio, pero nadie se
atrevía a decirle nada, precisamente por tan enorme como su falta era.
El hombre, que ni se había detenido a pensar qué día era de la semana, tan alegre iba, se
encaminó al templo para dar gracias a Dios. Y aquí la sorpresa de verle cargado fue aún
mayor. Alguien le salió al paso deteniéndole y pronto se formó en torno a él un corrillo de
gente.
¿Cómo te atreves a llevar eso a hombros, siendo día de sábado? (Jn 5, 10). Ahora entendió
el buen hombre por qué todo el mundo lo miraba con tal desconcierto. Pero dio entonces
una respuesta que para él era más que evidente: quien me ha curado me ordenó que tomara
mi lecho y anduviera (Jn 5, 11).
Los rabinos no replicaron a esta argumentación del hasta hoy enfermo. Sabían que era
absolutamente correcta. Ellos mismos lo enseñaban en el templo: Si un profeta te dice:
“Quebranta las palabras de la ley”, obedécele, excepto en lo que toca a idolatría. Por eso
lo que le pidieron al hombre fue el nombre de quien le había curado para comprobar si era
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Jesús, que se había preocupado primero del cuerpo del hombre, completa ahora su obra
ocupándose de su alma. Pecar, Él lo sabe, es una desgracia mayor que la que aquejaba hasta
hoy al pobre hombre.
Y éste se fue corriendo, ingenuo, a contar a los fariseos que era Jesús quien lo había curado.
No había en sus palabras nada parecido a una delación. ¿Cómo iba a suponer que los
fariseos – mucho mejores que él – no iban a admirar a Jesús por aquella obra que a él le
llenaba de entusiasmo?...
Pero no fue precisamente admiración lo que los fariseos sintieron. Se fueron a buscarle con
reproches y amenazas. “Le perseguían” dice san Juan (5, 16). Más la respuesta de Jesús
aún les encolerizó más: Mi Padre sigue obrando todavía y por eso obro yo también (Jn 5,
17).
Ellos le preguntaban por el sábado, por el día del descanso de Dios, y Jesús les contestaba
que el descanso de Dios no era inacción, que podía descansar de hacer, pero no de amar.
Por eso Jesús podía amar todos los días de la semana, sábado incluido.
Entendieron, entendieron muy bien. Y ahora la decisión que tomaron no se quedó a medio
camino: Por eso los judíos buscaban con más ahínco matarle, pues no sólo quebrantaba el
sábado, sino que decía que Dios era su Padre, haciéndose igual a Él (Jn 5, 18).
Ahora sí que el problema estaba planteado sin rodeos. No se preguntaron ya más por los
milagros de Jesús. No les interesaba saber si estos eran verdaderos o falsos. Él no podía ser
Dios porque no entraba en sus casilleros. En todo caso no era el Dios que ellos deseaban.
Debía morir. Sólo faltaba esperar el momento y la ocasión oportunos.
Entre todos los milagros de Jesús, el de mayor colorido popular es, sin duda, la curación del
paralítico de Cafarnaún. La escena ocurre una mañana luminosa. Jesús acaba de regresar de
una de sus correrías apostólicas por Galilea y, para descansar inadvertido unos días, se ha
refugiado no en la casa de la suegra de Pedro sino en casa de un amigo desconocido.
Pero la noticia de su presencia corre como pólvora por la ciudad. Y comienzan a llegar los
hambrientos de su palabra. Jesús, una vez más, no sabe negar el pan de su mensaje. Y la
casa va, poco a poco, llenándose de oyentes. Todos los rincones del cuarto donde habla
están ya ocupados. Abren la puerta y los últimos venidos se agolpan en el patio frente a la
casa. Desde allí oyen respetuosos la voz que llega desde el interior.
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Es entonces cuando se acerca a la casa un grupo de cuatro que traen a hombros, sobre su
camilla, a un joven paralítico. Intentan abrirse paso, pero la multitud no se mueve.
Discurren unos segundos y se les ocurre la hermosa locura: si abren un boquete en la
terraza y descuelgan por él a su amigo enfermo, Jesús se encontrará forzosamente ante él y
se verá obligado a curarlo.
Dicho y hecho. Quienes estaban abajo oyeron, sin duda con inquietud, los ruidos en el
techo. Vieron luego cómo se abría la luz y cómo en el agujero aparecían cuatro rostros que
retiraban tejas y ramas. Por un momento creyeron que eran simplemente cuatro oyentes
más, excepcionalmente curiosos. Pero luego en el agujero apareció un gran bulto que al
principio no identificaron.
Algo bajaba del techo sujeto con cuerdas, algo extraordinariamente pesado. El grupo que
rodeaba a Jesús se abrió y, cuando estuvo a la altura de sus ojos, vieron todos sorprendidos
que era un hombre lo que bajaba sobre el extraño atadijo de camilla.
Quedó el cuerpo del hombre ante Jesús y nadie se atrevía a decir nada. ¿Hacía falta pedir
algo?... ¿No decía ya suficientemente el gesto de los audaces, que ahora estaban medio
avergonzados, medio orgullosos de su atrevimiento?...
Pero no es el ingenio ni la osadía lo que impresiona a Jesús, sino la tremenda fe que el gesto
suponía. Se acerca al paralítico. Le llama “hijo” con un gesto casi más maternal que
paterno. Y, entonces, dice Él algo que es más desconcertante que la audacia del enfermo y
los suyos: Hijo, dice, tus pecados te son perdonados (Mc 2, 5).
¿Qué sintieron quienes escuchaban tan extraña “salida” de Jesús?... ¿Qué sintió el propio
enfermo?... Entre los judíos era frecuente unir el concepto de pecado con el de enfermedad.
Y aquí mismo, con su gesto, los distingue: ha perdonado sus pecados al enfermo, pero éste
sigue postrado en su camilla.
El dolor es un extraño árbol que produce muy diversos frutos según la tierra en la que se
planta. En algunos es una misteriosa bendición, en otros una siembra de sal amarga o
frívola. El dolor fecunda a algunos, atrofia a muchos.
Si el paralítico de Cafarnaún era de estos últimos debió de sentir, al oír a Jesús, una
profunda rebeldía interior. No entendía ni qué era el pecado, ni para qué podía servir el que
se los perdonasen. Pero, si era un enfermo vivificado por el dolor, debió de entender que
Jesús, aun no curándole, había tocado el nervio de su vida y de su alma.
No hay, evidentemente, Buena Nueva allí donde no hay perdón de los pecados. Jesús lo
dirá sin rodeos: No vine a llamar a justos, sino a pecadores (Mc 2, 17). Los antiguos unían
indebida y exageradamente las nociones de pecado y enfermedad. El suyo era un Dios
vengativo que respondía con la enfermedad a las ofensas de los hombres. El enfermo o era
un pecador o un hijo de pecadores.
Nosotros nos hemos ido hoy al otro extremo no solo separando pecado y enfermedad, sino
incluso reduciendo el pecado a una especie de neurosis más. Desde este planteamiento, mal
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podemos entender las curaciones de Jesús: forzosamente tenemos que reducirlas a puros
gestos de poder.
Un Cristo que “arreglase” brazos o piernas, sería simplemente un curandero un poco mejor
de lo normal. La salvación que Jesús trae es mucho más radical y profunda. Es del pecado
de lo que viene a salvar. Del pecado y todos sus bordes. Por eso urge antes que nada aclarar
aquí qué sea ser pecador.
Los escribas que aquel día de Cafarnaún escuchaban a Jesús, podían ser hipócritas pero no
eran superficiales. Por eso entendieron muy bien la hondura de lo que acababa de ocurrir
ante ellos.
No les pareció absurdo el que Jesús diera perdón donde le pedían curaciones, lo que les
pareció audaz es que se atreviera a conceder el perdón de los pecados: ¿Qué dice este
hombre? ¡Blasfema! ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios? (Mc 2, 7). Pensaban
en profundidad, aunque no se atreviesen a decirlo.
Jesús había logrado con su desconcertante frase lo que realmente quería: mostrar que, en
sus curaciones, iba más allá, hasta el fondo profundo del pecado. Y quiso expresarlo
visiblemente.
¿Qué es lo que estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más difícil: decir al
paralítico: “Tus pecados te son perdonados” o decirle: “Levántate y anda”? Pues bien:
para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados, “yo te lo
mando – dice al paralítico: Levántate, toma tu camilla y vete a casa” (Mc 2, 8-11).
Efectivamente, para curar una enfermedad, sólo hace falta poder. Para perdonar los pecados
hace falta además una infinitud de amor. Porque el perdón verdadero rebasa el poder
creador como el amor rebasa la justicia.
La razón de que no entendamos esto es que solemos confundir el perdón de Dios con el
perdón de los hombres. Cuando nosotros perdonamos algo, nuestro perdón no anula la
existencia de la ofensa que nos han hecho: el ofensor sigue siendo ofensor; lo que sucede es
que nosotros, benignamente, desviamos la mirada, no tenemos en cuenta esa ofensa, nos
esforzamos en olvidarla, no nos irritamos contra ella ni la castigamos.
El perdón de Dios va mucho más allá. Un perdón como el de los hombres no hubiera
necesitado una redención. Dios habría podido hacerlo “cómodamente” desde su cielo. Su
perdón implicaba una muerte y una nueva creación. El pecado era sumergido en el amor y
desaparecía como tal pecado.
Al mismo tiempo, el hombre que fuera pecador resucitaba a una nueva vida. No se
convertía en un “vacío de pecado”, en un “ex pecador”, sino en una plenitud de Gracia, en
un “justo”.
Es evidente que esta obra – que resume toda la tarea redentora de Cristo – es más difícil que
curar a un paralítico y que sólo puede ser obra de un Dios-Padre. Cristo se limitaba en esta
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página del Evangelio a adelantar la idea. Era para Él muy importante que nadie se quedase
en la pura piel del milagro, olvidando que era a todas las almas paralíticas a quienes Él
venía a decir: Levántate y anda.
Muchos lo intuyeron. Por eso se quedaron extasiados, por eso daban gloria a Dios y
exclamaban: Jamás hemos visto cosa semejante (Mc 2, 12).
El tema del perdón de los pecados reaparece en otro de los milagros, tal vez el más
minuciosamente narrado en los evangelios. Lo cuenta san Juan:
Había en la puerta del templo un ciego que pedía limosna. Era sin duda un personaje muy
conocido, puesto que todos sabían que su ceguera era de nacimiento. Al pasar ante él, los
discípulos preguntaron a Jesús: Maestro ¿quién pecó para que éste naciera ciego, él o sus
padres? (Jn 9, 2).
Pero Jesús, aunque en muchas ocasiones uniera las ideas de enfermedad y pecado, les invitó
a ir más en profundidad: Ni él pecó, ni pecaron sus padres. Está ciego para que se
manifiesten en él las obras de Dios (Jn 9, 3). Jesús rechaza un planteamiento mecanicista y
presenta al ciego como parte de esa humanidad doliente para la cual va a ser Jesús la luz del
mundo.
Se volvió entonces Jesús y, sin que nadie se lo pidiera, se dirigió al ciego, escupió al suelo,
formó un poco de barro y restregó con él los ojos del ciego. Ve, le dijo después, y lávate en
la piscina de Siloé (Jn 9, 6-7). Jesús volvía a usar la técnica de curación progresiva,
adoptando las técnicas entonces usuales entre los médicos.
El ciego, sin entender en absoluto lo que estaba ocurriendo y fiado sin duda en lo que de
Jesús había oído, obedeció. Y sus ojos se abrieron. Los vecinos le condujeron entonces a
los sacerdotes y fariseos. El prodigio era para ellos tan maravilloso que lo presentaban
como un triunfo común.
Y los fariseos reaccionaron según su lógica habitual. Podían haber concluido: Hace
milagros, luego es un profeta. Pero pensaban: cura en sábado, luego es un pecador. Pero la
solución no era tan sencilla. Alguno preguntó: Y si es un pecador ¿cómo es que hace cosas
tan prodigiosas?...
La pregunta hizo vacilar a los fariseos. Habría que comprobar ahora si el milagro era real.
No fuera a ser todo una farsa inventada por los discípulos del Galileo… Preguntaron a sus
padres. Y la respuesta de estos fue la típica del pobre ante el poderoso: Sabemos que éste es
nuestro hijo y que nació ciego. Cómo es que ahora ve, eso no lo sabemos. Preguntádselo a
él, que ya es mayorcito (Jn 9, 20-21).
Cerrada esta puerta, volvieron al ciego: Nosotros sabemos que ese hombre que dices que te
curó es un pecador. Reconócelo tú también. (Jn 9, 24). El curado volvió a refugiarse en el
lenguaje a la vez evasivo y retador: Si es un pecador o no, yo no lo sé. Lo que sé es que
estaba ciego y ahora veo (Jn 9, 25).
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La lógica era aplastante. Pero ellos inquirieron de nuevo cómo había ocurrido la cosa. El
ciego se volvió ahora irónico. Se sentía fuerte al ver retroceder a sus enemigos: Ya os he
dicho y no me habéis hecho caso. ¿Para qué queréis oírlo otra vez? ¿Es que acaso pensáis
haceros discípulos suyos? (Jn 9, 27).
La ironía de la última pregunta encolerizó tanto a sus adversarios que no encontraron otra
respuesta que los gritos y los insultos: Discípulo de ése lo serás tú. Nosotros somos
discípulos de Moisés. A nosotros nos consta que a Moisés le habló Dios. Pero éste ni
sabemos de dónde procede (Jn 9, 28-29).
La respuesta era tan concluyente que no admitía vuelta de hoja. Por eso, continuaron en su
“lógica” del insulto: Tú, que naciste lleno de pecado de los pies a la cabeza ¿vas a darnos
lecciones a nosotros? (Jn 9, 34). Y, muy en inquisidores, no encontraron mejor solución
que excomulgarle, echarle del templo.
A la puerta del templo el ciego se encontró con un desconocido que fue hacia él: ¿Tú crees
– le preguntó – en el hombre que te curó? El ciego nunca había visto al que le interrogaba,
pero su tono le impresionó. Por eso respondió sumisamente: Dime quién es, Señor, para
creer en Él. Jesús le dijo: Lo tienes ante tus ojos, es el que habla contigo. Él dijo: Creo,
Señor. Y cayó de rodillas. (Jn 9, 35-38).
Ahora estaba todo claro: Jesús había venido a curar a los enfermos. La enfermedad huía
ante su sola palabra. El problema era el de los incurables: los que no se creían enfermos, los
que ni se planteaban la necesidad de ser curados, los que ante Dios no sentían deseo alguno
de tender la mano de mendigos. Esa era la verdadera ceguera, ese el verdadero pecado. Esa
era la única cerrazón ante la que Dios se sentía impotente.
De todos los “signos” de Cristo el único que es narrado por los cuatro evangelistas es el de
la multiplicación de los panes. Juan es el único que recoge las muestras de entusiasmo de la
multitud ante lo que acaban de ver. Ninguno de los otros tres sinópticos, que narran el
milagro con una impresionante naturalidad, muestran su asombro ante lo ocurrido, ninguno
acentúa el aspecto de “maravilla” de la multiplicación, más bien parecen indicar que no
acabaron de entender su verdadero sentido hasta después de la resurrección (Mc 6, 52 y 8,
17-21).
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Los evangelistas sitúan la escena en las cercanías del lago. Eran las vísperas de la pascua,
por lo que numerosas caravanas convergían en Cafarnaún con destino a Jerusalén. Era
primavera. Los apóstoles de Jesús acababan de vivir también una apasionante experiencia:
por primera vez el Maestro les había enviado a predicar solos. Y habían regresado, a la vez,
felices y cansados.
Estaban hambrientos de soledad para comentar con Jesús esta su primera aventura
apostólica. Pero el ir y venir de la gente no les dejaba en paz. Eran tantos – comentan los
evangelistas – los que iban y venían que no tenían tiempo ni para comer.
Era lógico que Jesús sintiera necesidad de “huir” de Cafarnaún y de buscar un lugar
tranquilo para poder charlar a gusto con los suyos, por eso decidieron embarcar hacia
lugares más solitarios. Era de madrugada cuando salieron hacia Betsaida, la que está al otro
lado de la ribera del lago.
Cuando las caravanas del día llegaron a Cafarnaún y preguntaron por el profeta alguien
debió decirles que se había marchado. Y la decepción fue grande. Pero algún otro
informador les dijo que no sería difícil encontrarle en Betsaida. Y allá se fueron.
Si le encontraban podrían oírle y, tal vez, ver algún milagro. Si no, seguirían simplemente
su camino hacia Jerusalén. Pero, con las prisas de alcanzarle, muchos debieron de olvidarse
de reponer provisiones.
La barca de Jesús bogó aquel día sin prisa. No iban realmente a ningún sitio y los
discípulos tenían muchas cosas que contar a su Maestro. Por eso, cuando se aprestaron a
desembarcar se encontraron con que quienes venían a pie habían llegado antes que ellos y
que les esperaba una verdadera multitud: a las caravanas que bajaban del norte se habían
unido todos los curiosos de los alrededores.
La mayor parte eran varones – sólo ellos estaban obligados a peregrinar a Jerusalén – pero a
bastantes les acompañaban sus mujeres y niños. Sumaban así varios miles.
Era ya más del mediodía cuando la barca tocó la orilla. Y Jesús se conmovió al ver el
entusiasmo de aquella gente. Por eso Jesús se olvidó entonces de sus deseos de soledad.
Eran realmente como ovejas sin pastor (Mc 6, 34) y Jesús no pudo menos de conmoverse.
Bajó, pues, de la barca; subió a uno de los altozanos próximos a la orilla, se sentó y
comenzó a instruirles largamente (Mc 6, 34).
Ninguno de los evangelistas nos ha recogido lo que Jesús dijo en esta ocasión. Sólo Lucas
nos precisa que les hablaba del Reino de Dios (Lc 9, 11). Este tema era para Jesús una
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obsesión. No se cansaba de anunciar ese Reino. Y las gentes no se fatigaban de oírle. Era el
sueño de todas sus vidas.
¿Cuántas horas estuvo hablando?... No lo precisan los evangelistas. Pero debieron de ser
varias porque dice Marcos que la hora estaba muy avanzada; Mateo comenta que había
llegado la tarde; y Lucas escribe que el día comenzaba a caer.
En terminología hebrea estas frases quieren decir las cuatro o cinco de la tarde, hora
evidentemente tardía para quienes no habían comido aún. Jesús, una vez más, enfrascado en
asuntos del alma, se olvidaba o parecía olvidarse de lo material.
Tuvieron que ser, por eso, los apóstoles quienes le interrumpieran para llamarle la atención
de la hora que era. Se acercaron y le dijeron: El lugar es desierto y la hora muy avanzada;
despídelos para que puedan ir a las alquerías y a las aldeas de los alrededores a comprar
algo que comer (Mc 6, 35-36; Mt 14, 15). En la frase de los apóstoles se unía el interés de
aquella gente y una cierta cólera: ese “despídelos” tiene sabor de un “ya está bien de abusar
de ti y de nosotros”.
En la respuesta de Jesús hay una punta de ironía: Dadles vosotros de comer (Mc 6, 37).
Viene a decirles que, lo exige nuestro sentido de la hospitalidad. Si han estado
escuchándome y han venido aquí por mí, son mis invitados y debemos preocuparnos
nosotros de su comida. (¿O quizá estaba dando una orden a todos los futuros cristianos que
a lo largo de los siglos alzarán los hombros ante el hambre del mundo como si no fuera con
ellos?).
A los apóstoles no les hizo mucha gracia la respuesta de Cristo. Respondieron casi
molestos: ¿De dónde vamos a sacar comida para tantos?... Le están acusando de pasarse la
vida en las alturas. ¡Cómo se ve que son ellos los que tienen que preocuparse de lo material,
mientras Él se dedica a predicar!...
¿Qué quiere, que bajen a las aldeas próximas a comprar comida para tantos?... ¿Y con qué
dinero?... Felipe, que se presenta como gran calculador, dice que hacen falta, por lo menos,
doscientos denarios para dar simplemente pan a aquella gente. (Jn 6, 7)
Una hogaza de pan (de casi un kilogramo) costaba entonces un denario si era pan de trigo, y
medio si era de cebada. Y con una hogaza podían comer más o menos unas doce personas.
Con doscientos denarios tendrían pan para 4.800 personas tratándose de pan de cebada. ¿De
dónde sacar, por otro lado, la, para ellos, astronómica cantidad de 200 denarios?...
Andrés, más humorista que Felipe, o quizá más ingenuo, intervino en la conversación con
una frase que a todos debió de parecerles una pachotada: Aquí hay un muchacho que tiene
cinco panes de cebada y dos peces; pero esto ¿qué es para tantos? (Jn 6, 9).
¿Quién es este muchacho que parece ofrecer gratuitamente su comida?... Es uno de esos
“anónimos” que cruzan el Reino de Dios sin dejarnos siquiera su nombre. Sin embargo, es
posible que, sin su generosidad, no se hubiera producido el milagro.
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Jesús gusta de que el hombre ponga, en todas sus grandes cosas, algo que es,
objetivamente, inútil o totalmente insuficiente, pero, sin lo cual, tal vez el milagro no se
haría.
Quien hizo el mundo de la nada, construye el milagro sobre nuestras naderías, pero no sin
ellas. La oferta de Andrés era rigurosamente insuficiente. Pero como tenía en su raíz una
gota de generosidad (quien da lo que tiene ha dado realmente el infinito) hay ya más que
suficiente para que Jesús actúe.
“Haced que la gente se siente por grupos de mesas como de cincuenta” (Lc 9, 14). Y
ocurre el segundo milagro: ni los apóstoles le dicen que ya está bien de bromas, ni la gente
parece extrañarse de que les hagan sentarse como para un gran banquete.
Al sentarse, los cinco mil hicieron un misterioso acto de fe común. Tenían verdaderamente
hambre y, en lugar de ponerse en camino para llegar cuanto antes a donde pudieran
comprar alimentos, aceptan la locura de obedecer a quien es más pobre que ellos.
Se pusieron en sus manos de taumaturgo o de loco. Es natural que luego, cuando su hambre
se sació con el pan multiplicado, no se maravillasen en absoluto: el mayor de los milagros
se realizó cuando los cinco mil se sentaron confiados.
Lo demás fue ya sólo un añadido y asombra la naturalidad absoluta con que lo cuentan los
evangelios. Jesús, cuando todos se hubieron sentado (separados los hombres, las mujeres y
los niños, según la costumbre judía) actuó como el gran amo de la casa que prepara un
festín para sus invitados. Tomó el pan y los peces que le ofrecían sus discípulos, recitó
sobre ellos las tradicionales fórmulas de bendición, y se lo dio a sus discípulos para que
comenzaran a distribuirlos.
Y todo esto lo cuentan con la más absoluta naturalidad, sin los detalles inútiles de quien
trata de engañar o convencer al que escucha. Cuentan la cosa y la dejan ahí para que la crea
quien se atreva a creerla. No tienen el menor interés en convencer o demostrar.
Este milagro debe leerse a doble luz, porque aún es mayor lo que enseña que lo que narra.
Enseña, en primer lugar, que a Cristo le preocupa el pan de la tierra y no sólo el del cielo.
Su misión no era llenar los estómagos, pero sabía muy bien que su palabra redentora no
saciaba el hambre.
Sabía que “dar de comer al hambriento” era también una obligación para él y los suyos. Y,
en definitiva, su “dadles vosotros de comer” era un mandato a los apóstoles no menos
vinculante que el “id y predicad”.
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Sí, Jesús sabe unir el pan y la palabra. Jesús se preocupa de los “hombres” que le escuchan.
No sólo de sus cuerpos. No sólo de sus almas. No separa lo que está unido. No dice: esto es
espiritual, esto es material, éste es mi campo, éste no es mi campo. Berdiaev lo entendió
perfectamente al sentenciar: Si yo tengo hambre, es un hecho físico. Si tiene hambre mi
prójimo, es un hecho moral.
Por eso Jesús unió predicación y alimento: en realidad la multiplicación de los panes no fue
sino una continuación de su predicación sobre el reino de Dios. Su palabra se hizo pan. El
pan fue la última de sus palabras.
El riesgo existía, sin embargo. Dar pan es necesario, pero dar pan es peligroso. Porque la
naturaleza humana tiende a quedarse en el pan y olvidar la palabra. Jesús lo diría con tristes
palabras poco más tarde: En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis no porque
habéis visto portentos, sino porque comisteis pan hasta quedar saciados. Trabajad, no por
el alimento perecedero, sino por el alimento que dura hasta la vida eterna, que os dará el
Hijo del hombre (Jn 6, 26-27).
Se diría que otra vez juega Cristo a un doble juego: se preocupa del pan material, pero
recuerda enseguida que hay otro pan más alto; señala a los suyos su obligación de luchar
por la justicia, pero recuerda que aún hay otra justicia más alta; se expone a provocar una
revolución, pero huye porque su realeza es muy otra y porque no puede aceptar que su
revolución se quede a medio camino.
No separa, supera. El pan de los hambrientos es parte de su Reino. Pero su Reino es mucho
más. Él y los suyos tendrán que dar pan a los que tienen hambre. Pero éstos, una vez
saciados, descubrirán que aún tienen un hambre mayor.
Pero ese pan de que Jesús habla no sólo es más que el pan material, es también más que un
simple mensaje espiritual. Cuando Jesús habla con los fariseos estos aluden al maná. Ese,
piensan, sí que fue verdadero pan del cielo. ¿Por qué Jesús no les da algo así?... En verdad,
en verdad os digo – contesta Jesús – que Moisés no os dio pan del cielo; es mi Padre el que
os da verdadero pan del cielo, porque pan de Dios es el que bajó del cielo y da la vida
eterna (Jn 6, 32).
El maná venía del cielo, pero no era el verdadero alimento celeste. Calmaba el hambre por
unas horas, pero no daba ni podía dar la vida eterna. Es otro pan más alto el que ofrece esa
garantía y no es un pan material, sino una persona, Jesucristo mismo, que viene de Dios y
da la vida al mundo. Yo soy – dice sin rodeos - el pan de la vida; el que viene a mí no
padecerá hambre y el que cree en mí no padecerá sed jamás (Jn 6, 35).
Aquí los que oyen a Jesús vacilan y naufragan: entienden de pan material, pueden llegar a
entender que haya ideales más altos que el pan y que alimenten al hombre mejor que
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ningún alimento. Pero, ¿un pan hecho carne, una persona convertida en alimento del
mundo?... ¿Qué metáfora es esta?...
Jesús prosigue aún. No está usando ninguna metáfora: Él es el pan vivo bajado del cielo. Y
el Pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo (Jn 6, 51).
Ahora sí hemos descendido al verdadero fondo. Multiplicar los panes no fue una grandiosa
maravilla, fue un diminutísimo anuncio de una tremenda verdad: Dios ama al hombre hasta
el punto de estar dispuesto a hacerse comer de él, hasta convertirse en su diario alimento.
Reírse de unos panes que crecen cuando se bordea un volcán tan terrible, sólo puede ser
signo de no haberse enterado de nada. Limitarse a abrir la boca ante unos panes que crecen,
es tener un corazón demasiado pequeño para acercarse al Evangelio.
Pero sería ingenuo no descubrir que, tras sus palabras, se presenta una visión del mundo y
de la realidad tan honda como revolucionaria. Es la pobreza del lenguaje de Jesús lo que
garantiza su universalidad, la que permite que su doctrina no quede prisionera de ninguna
cultura, la que la vuelve pan caliente para todos los hombres del planeta.
Para Jesús la ley del Sinaí es sagrada, es el alimento de su vida. Por eso sabe que ni un solo
átomo de cuanto hay de Dios en esa ley debe perderse. Y descubre, además, que esa ley es,
ante todo, una vida.
¿Y cómo hace esto?... Cambiando, ante todo, el concepto de Dios. Pasando del Dios-temor
al Dios-amor y descubriendo, por consiguiente, que el eje central de toda ley tiene que ser
ese amor. Así ya no pide una obediencia-vasallaje, sino una obediencia-amor. Porque al
amor de Dios ya no se puede responder con el simple cumplimiento, sino con otro amor,
con una fe hecha vida.
Y, además, la radicaliza. Es necesario subrayar esto, porque hay quienes piensan que
relativizar la ley es, sin más, implantar el libertinaje. Pero esto sucede cuando, en lugar de
la ley, se coloca el capricho. Pero todo se hace más arduo, más cuesta arriba, más radical,
cuando la ley es sustituida por la fe y la caridad.
La fe va mucho más allá que la obediencia material; la caridad es mucho más exigente que
el simple cumplimiento. Porque la ley dice de dónde no se puede pasar y el Evangelio hasta
dónde hay que llegar: hasta ser perfectos como es perfecto nuestro Padre, es decir, hasta el
imposible.
Así Jesús, ni recorta, ni suaviza la ley: la lleva hasta sus límites, hasta la locura, hasta la
entrega total, hasta la muerte. Pide algo que, en rigor, nunca podrá alcanzar el hombre por
sí solo y para la que precisará inevitablemente el sostén y la ayuda de Dios.
Dios, en el Sinaí, había pedido a los hombres que llegaran hasta donde pudieran. Era la ley
que el hombre tenía que cumplir. Pero Jesús, en un monte de Galilea, iba a lanzar a gritos
una consigna más radical, más difícil, más cristiana: llega hasta donde no puedas. Es decir:
aquí estoy yo, con mi Gracia, para que juntos lleguemos hasta lo humanamente insoñable.
Así es como Jesús no trae una ley “mejor”, una ley “más alta”. Trae el Evangelio, trae su
amor, su redención.
6.1 Amarás.
Ya hemos señalado que la gran revolución de Jesús comienza por un cambio de eje de la
moral: la palabra “amarás” pasa a ocupar el centro. Por eso Jesús, en el sermón de la
montaña, comienza por atacar de frente el mismo núcleo del corazón humano: va a derribar
de su trono al egoísmo y a poner en su lugar al amor.
Y, como Jesús es un radical, empezará por pedir el más absurdo amor: el dedicado a
quienes no lo merecen teóricamente, a los enemigos.
Quiere, desde el primer momento, que quede claro que Él no pide “un poco más de amor”,
que “su” amor no es “ir un poquito más allá de lo que señalaría la justicia”, sino hacer, por
amor, lo contrario de lo que exigiría la justicia, yéndose al otro extremo por el camino del
perdón y del amor. Estamos, efectivamente, en el centro de la locura. Es decir: en el centro
del cristianismo.
Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os
digo: amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de
vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol sobre los malos y buenos y
llueve sobre justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman ¿qué mérito tendréis?
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¿No hacen también eso los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos ¿qué
hacéis de más? ¿No hacen también eso los gentiles? Sed, pues, perfectos, como perfecto es
vuestro Padre celestial (Mt 5, 43-48).
Haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os
calumnian. Al que te hiere en una mejilla ofrécele otra, y a quien te toma el manto, no le
impidáis tomar la túnica. Tratad a los hombres de la manera que vosotros queréis ser
tratados por ellos… Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir ¿qué gracia
tendréis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir de ellos igual favor.
Pero amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada… Sed
misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6, 27-36).
El día que estas palabras sonaron por primera vez en el mundo giraba la historia de la
humanidad, comenzaba – al menos en esperanza – la primera, la única gran revolución que
conoce o podría llegar a conocer el mundo. La gran revolución en realidad nunca
empezada, salvo, tal vez, en unos pocos corazones y a ráfagas perdidas.
Antes de Jesús algunas voces habían sonado en el mundo hablando de amor, voces
anunciadoras de lo que sólo en Él sería revelación plena.
Cuatro siglos antes de Cristo un sabio chino, Me-ti, escribió todo un libro – el Kie-siang-
ngai – para explicar que los hombres deberían amarse, pero, en el fondo, Me-ti pide más
cortesía y respeto que verdadero amor.
En el budismo hay una larga predicación del amor, pero también este amor budista termina
de algún modo en una forma altísima de amor propio. Amar a los demás es un magnífico
ejercicio para anegar el alma personal en un alma universal, en el nirvana, en la nada. El
hermano no es amado por amor al hermano, sino por amor a sí mismo.
En Séneca nos encontraremos con la afirmación de que el sabio no se venga, sino que
olvida las ofensas. Pero el olvido aún no es el verdadero perdón, mucho menos aún el
amor.
En las páginas del Antiguo Testamento nos encontramos también con un camino hacia esa
ley de amor. Pero es un camino a ciegas, que unas veces parece acercarse a las
formulaciones de Jesús y otras termina casi por santificar el odio. En el Éxodo nos
encontramos con el “ojo por ojo” que no es, como suele creerse, una incitación a la
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violencia, sino una invitación a no sobrepasarse en la justicia. Pero el perdón está muy
lejos.
Sólo más tarde, en el libro de los Proverbios, encontraremos frases que parecen anunciar ya
las de Jesús: No digáis: yo devolveré el mal; espera en el Señor y Él te salvará (Prov 20,
22). El enemigo, piensa el escritor bíblico, debe tener castigo, pero de manos más
importantes que las de los hombres.
Pero es en Jesús donde estalla el gran mandato. Surge neto, vibrante en el sermón de la
montaña. Esta es la novedad decisiva de la doctrina y la moral de Jesús, enlazada con la
otra gran novedad teológica de que Dios es Padre y es Amor. En estas dos afirmaciones
podría resumirse toda la aportación hecha por Jesús a la historia.
Para Jesús el amor no es una actitud moral, ni siquiera la suprema actitud moral, es una
verdadera ontología (la ontología es una parte de la metafísica, que tiene por objeto el
estudio del ser en general), una condición imprescindible para “ser”. Para Él, amar es estar
vivo; no amar es estar muerto. No es vivir “mejor”, es “empezar a vivir”. Y amar es estar
con Cristo. No amar es estar lejos de Él. Descubrir el amor, es descubrirle a Él. Y descubrir
a Jesús en el amor es encontrar el Camino, la Verdad y la Vida.
Por eso tiene razón absoluta lo que escribe Papini: Esas palabras del sermón de la montaña
son la carta magna de la nueva raza, de la tercera raza que va a nacer. La primera fue la
de los bárbaros sin ley, y su nombre fue “guerra”. La segunda fue la de los bárbaros
desbastados por la ley, y su más alta perfección fue la justicia y es la raza que dura
todavía, pues la justicia aún no ha vencido a la guerra y la ley no ha terminado de
suplantar a la brutalidad. La tercera debe ser la raza de los hombres verdaderos, no sólo
justos, sino santos, no semejantes a las bestias, sino a Dios.
Es cierto: de esta tercera raza que proclama el sermón de la montaña sólo ha existido un
espécimen total: Jesús, y algunos parciales, en los santos. Esta nueva raza quiere cambiar el
concepto del hombre desde sus cimientos. Por eso pone amor donde había egoísmo.
Porque es precisamente sobre el egoísmo donde reposa el hombre viejo. Por eso Jesús no se
preocupa de los pequeños cambios en la corteza del mundo. Ataca el nervio vivo. Y sólo
cuando se haya extirpado esa última raíz de todos los males humanos que es el egoísmo,
sólo entonces podrá cambiar el hombre y, con ello, el mundo.
Pero hay que contemplar también la “anchura” del amor que Cristo proclama. Porque el
amor evangélico es tridimensional: hay un amor que viene de Dios al hombre (Jesús
descubre que Dios nos ama); hay un amor que sube del hombre a Dios (Jesús recuerda que
ese Dios quiere ser amado); y hay un tercer amor de los hermanos entre sí (Jesús recuerda
que el amor al hermano y a Dios son inseparables).
Y hoy, en la Iglesia de nuestros años, parece que nos hubiéramos repartido ese triple amor
en lugar de sumar los tres amores. Ciertos grupos de tipo carismático parecen poner todo su
entusiasmo en exaltar el amor de Dios al hombre. Están luego los “piadosos” que sólo se
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preocupan por su amor a Dios. Y están los “sociales” que centran y reducen todo al amor a
los hermanos. Tres maneras de mutilar – y por tanto de falsificar – el amor evangélico.
En el cristianismo ¿es separable el amor a Dios y a los hermanos?... ¿Hay que amar
“primero” a Dios y “después” al hombre?... ¿El amor al hombre es pura “consecuencia” del
amor a Dios puesto que el hombre es hijo suyo?... O, por el contrario ¿amar al hombre “a
quien ve” es el “único” modo que tiene el hombre de amar a Dios “a quien no ve”?...
Comencemos por afirmar que, por de pronto, Cristo une ambos mandamientos como
inseparables. A la pregunta de cuál es el mayor de todos responde: “El primero es: Amarás
al Señor, Dios tuyo con todo tu corazón… El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo. No hay otro mandamiento mayor que estos” (Mc 12, 29-31).
La tercera característica del “nuevo” amor que Jesús enseña es su radicalmente nueva
fundamentación. El Dios del Antiguo Testamento es bueno y clemente, pero es, sobre todo,
justo. El Dios del Nuevo es, sobre todo, Padre; es el Dios que perdona y que crea, en Jesús,
una nueva familia. Ley de esa familia es el amor. El que no ama no es hijo. El que excluye
a alguien de su amor, se excluye a sí mismo de la familia de Dios.
Optar por el amor es optar por Cristo, optar por Cristo es optar por el amor. Y por un amor
sin fronteras. Por un amor en el que Dios y el hombre se unen inseparablemente: Si alguno
dice: Yo amo a Dios, al paso que aborrece a su hermano, es un mentiroso. Pues el que no
ama a su hermano a quien ve ¿cómo podrá amar a Dios, a quien no ve? (1 Jn 4, 20).
Y el amor es el centro porque Dios es Amor. Esta es, ya lo hemos dicho, la gran revelación
de Jesús. Esta visión de Dios, que había empezado ya a girar en el Antiguo Testamento que
señala, como primer mandamiento, el “amarás a Dios con todo tu corazón y toda tu alma”,
encuentra su nueva plenitud en la palabra y en la vida de Jesús. Dios, para Él, es el único
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bueno (Mc 10, 18), el Padre amoroso (Mt 5, 45; 6, 9) que busca la oveja perdida (Lc 15, 4-
7), porque es un Dios que busca y acoge lo que se había perdido (Lc 15, 2).
Pero será san Juan quien profundizará definitivamente en esta “naturaleza” de Dios como
Amor. Y en esto está la caridad: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él
nos amó primero a nosotros (1 Jn 4, 10).
Los creyentes somos los que hemos conocido y creído el amor que nos tiene Dios (1 Jn 4,
16). Porque el amor es lo que constituye la esencia misma de Dios. Y san Juan lo resume en
la frase definitiva: Dios es Amor (1 Jn 4, 8-16). Por eso el que permanece en el amor, en
Dios permanece y Dios en él (1 Jn 4, 16).
De esta visión de Dios como Amor se deduce una infinidad de consecuencias. No puede
haber un “culto al Dios del amor” que no sea un culto de amor. Por eso ya Oseas clamaba –
y Cristo lo repetirá – que este Dios misericordia quiere y no sacrificios (Os 6, 6; Mt 9, 13).
Y Jesús aún concretará más esta condición esencial de todo culto al Dios verdadero: Si, al
ir a presentar tu ofrenda ante el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti,
deja tu ofrenda allí y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y
presentas tu ofrenda (Mt 5, 23-24). Porque una ofrenda sin amor a un Dios-amor no es otra
cosa que una blasfemia.
Y para este Dios no hay otra circuncisión salvadora que la circuncisión del corazón. Ni hay
una celebración del sábado que no pase por ayudar ese día a quien lo necesita. Este
reconocimiento del Dios que ama es la clave más profunda del misterio, del gozo de la fe.
¿Cómo puede un ser humano sentirse amado por Dios y no ser feliz?...
Jesús vivió como nadie ese gozo. Tú me has amado desde antes de la creación del mundo
(Jn 17, 24). Y durante toda su vida luchará porque los suyos se sepan amados, se sientan
amados. Yo estoy en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad y para que el
mundo sepa que tú me has enviado y les has amado a ellos como me has amado a mí (Jn
17, 23).
A este sentirse amado por el Padre, responde Jesús fiándose del Padre. Y, aunque parezca
que Jesús vive habitualmente solitario, sabe que no lo está: Yo no estoy solo, porque el
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Padre está conmigo (Jn 11, 41). Y se siente acompañado tanto en los momentos de gozo
como en los de dolor.
Los que le rodean en la cruz le echarán en cara esa su confianza en el Padre: Ha confiado
en Dios; que lo libre ahora si le quiere bien (Mt 27, 42). Pero Jesús sigue confiando,
porque incluso cuando se siente abandonado – y clama contra ese abandono desde la cruz
(Mt 27, 46) – sabe que el Padre sigue estando con Él y amándole en medio del dolor y, por
eso, añade a continuación: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46).
Un cristiano es alguien que trabaja en paz. Que no vive como un atormentado. Y en cuya
alma – por encima de todo dolor – sobreabunda la alegría de saberse amado. En esto
deberían conocer que somos cristianos.
Pero no basta con saberse amados, hay que amar. Porque si la primera gran revelación de
Jesús es que Dios nos ama, la segunda es que Dios quiere ser amado. Este “deseo de amor”
es como la segunda cara de Dios.
A lo largo de toda la Biblia se nos muestra a Dios como un mendigo de amor, como un
Dios que no soporta no ser amado y que está dispuesto a todo – incluso a la encarnación de
su Hijo primogénito – para reconquistar el amor perdido por el pecado. Por eso su primer y
central mandamiento es ese: Amarás a Dios con todo tu corazón y toda tu alma.
Ese amor “de vuelta” se realiza en el Nuevo Testamento por tres caminos: por la fe, la
oración y la obediencia.
¿Qué es la fe para Jesús?... El evangelio nos explica, primero, qué no es la fe. Con duras
palabras reprende Jesús a los que le rodean y les llama generación incrédula y perversa
(Mt 17, 17; 12, 39; 16, 4). ¿Por qué?... Los judíos contemporáneos de Jesús creían creer.
Pronunciaban dos veces al día la confesión de la fe judía: Escucha Israel, sólo hay un Dios
y ningún otro fuera de él. Pero Jesús les llama incrédulos porque eso lo dicen sólo con la
boca y se puede formular constantemente la profesión de fe y ser incrédulo. La fe no está en
palabras.
Tal vez el lugar en que Jesús nos explica mejor lo que, para Él, es la fe, sea la narración de
Pedro caminando sobre el mar (Mt 14, 28-31). La fe empuja al creyente a descender a un
terreno en el que no hace pie. La fe no es suponer que el agua puede sostenernos. Es
atreverse a creer en una palabra que invita, y apostar por una realidad que se juzga más real
que la misma realidad visible.
No es apostar por la irrealidad. Es apostar por otra realidad más sólida que el agua. Es la
opción audaz en favor de una palabra que promete y que lo hace en medio de un mundo
amenazante. Y, como la fe es débil, no excluye los miedos ni los gritos de petición de
socorro.
La fe, en definitiva, para Jesús es la convicción de que Dios está siempre cerca, más de lo
que aparenta y sentimos; y que está cerca, con sólo que el hombre esté dispuesto a
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convertirse a Él. Dios es el rico todopoderoso que sólo precisa que el hombre se deje
obsequiar.
Por eso la fe es, de algún modo, omnipotente. Tened fe en Dios – dice Jesús -. En verdad os
digo que cualquiera que dijera a este monte: quítate de ahí y échate al mar, y lo dijera no
vacilando en su corazón, sino creyendo que cuanto dijere se ha de hacer, así se hará. Todo
es posible para el que cree (Mc 11, 23; 9, 23).
Esta fe tiene una expresión: el diálogo amoroso, la oración. Si tuviéramos que recoger aquí
todas las citas en que se nos presenta a Jesús orando o hablando de la oración
necesitaríamos páginas y páginas.
Y tendríamos que citar todos los milagros, antes de los cuales, levanta siempre los ojos al
cielo en oración. Y recordar, sobre todo, los tres grandes momentos de oración de Jesús: la
oración sacerdotal en la última cena; la del Huerto de los Olivos; y sus siete palabras en la
cruz. Realmente podemos concluir con Cabodevilla que la vida entera de Jesús fue vida de
oración: o hablaba al Padre, o hablaba del Padre.
¿Cómo es, en cambio, la oración de Jesús?... Repasando el Evangelio nos encontramos tres
niveles en la plegaria de Cristo:
En un primer nivel nos encontramos a Jesús asumiendo la oración propia del pueblo judío.
Jesús bendice la mesa como era típico entre sus compatriotas (Mt 14, 19; 15, 36; 26, 26);
observa el culto sabático y ora junto a la comunidad (Lc 4, 16); conoce y practica los tres
ratos de oración prescrita para todos los judíos; es reconocido por la multitud como un
“judío piadoso”.
En un segundo nivel encontramos a Jesús rezando siempre ante todo momento histórico
importante en su vida: antes del bautismo, al ir a elegir a sus apóstoles, al enseñar el
Padrenuestro, antes de cada milagro, en las horas decisivas ante su pasión.
Pero el nivel decisivo de la oración de Jesús es el que impregna su vida toda, cuando Jesús
“ora por orar” o cuando muestra que toda su vida es una convivencia con el Padre.
Lógicamente esta oración es gozosa. Porque para Jesús orar es comulgar con la alegría, la
sumisión, la acción de gracias.
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Por eso la oración de Jesús – aun cuando gustaba de orar solo – era la oración de todo el
pueblo de Dios e, incluso, la oración del mundo entero. En su oración se resumen los
gemidos de parto de la creación entera en espera de la redención (Rom 8, 18-25).
¿Acaso hay alguna palabra que repugne tanto al hombre contemporáneo como la palabra
“obediencia”?... Nuestro orgullo de hombres del siglo XXI parece consistir en habernos
liberado de todos los yugos, en poder proclamarnos retóricamente libres. ¿Libres?...
¿Fue alguna vez el hombre más esclavo?... ¿Es libre el cesante, el drogadicto, el atado al
sexo, el atado al yugo de la vanidad?... Pero ya hay quienes, como sólo “obedecen” a su
capricho, se creen que no obedecen a nadie. Sin descubrir que no hay amo más
esclavizador.
Jesús, que fue un hombre libre, el más libre de toda la historia, supo, sin embargo, que
realizaba esa libertad apostando sin vacilaciones por la obediencia. Precisamente porque
esa obediencia que elegía no era la obediencia del siervo, sino la del hijo, la del enamorado.
Por ello hay que afirmar, sin rodeos ni distinciones, que la vida del cristiano o es
centralmente obediencia a la voluntad de Dios, o no es vida cristiana. Seguir a Jesús es vivir
como Él: avizorando constantemente qué es lo que el Padre quiere de nosotros en cada
momento. El amor que no se concreta en esta búsqueda, es sentimentalismo amoroso, no
amor.
El hecho de que Dios, nuestro Dios, se nos haya mostrado en Jesús, condiciona
sustancialmente nuestro amor a Él. Al amar a Dios ya no amamos a una divinidad abstracta,
amamos al Dios que es nuestro hermano, amamos en Él también a la humanidad que en Él
consigue su pleno cumplimiento.
Se ha insistido mucho en la unión de los dos amores, a Dios y al hombre. Pero con
frecuencia se apoya esta unión en factores externos. Mas, a la luz de la encarnación, no sólo
no pueden ya contraponerse los dos amores, inseparables: se trata ya de un único amor o, si
se prefiere, de dos formas de un solo amor.
Tras la venida de Jesús ya no se puede amar a Dios sin amar, por ello mismo, al hombre.
Los intereses de Dios y del género humano no son ya separables. Dios ha “invertido” a su
hijo en el negocio y la aventura humana. Es accionista. Por esa “acción” definitiva que es la
encarnación de Dios.
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Esta encarnación es el modelo visible del diálogo de amor entre Dios y los hombres. Y toda
fe, toda oración, todo amor que no esté “calcado” de la convivencia entre Dios y el hombre
que se realiza en Cristo, no son ni fe, ni oración, ni amor cristianos. Ese es el gran
“misterio” de nuestro amor a Dios.
Sólo Dios es el autor de la vida del hombre, sólo Él podría quitársela (Mt 10, 28). Este
Dios, de hecho, está cuidando del hombre y de su vida, que, por eso, vale más que la del
resto del mundo, que de las flores o los pájaros (Mt 6, 25-32). Este Dios hace llover sobre
los hombres, aunque estos sean malos y pecadores (Mt 5, 45).
Por eso los hombres no deben vivir acongojados como hacen los gentiles que no creen,
pues Dios sabe muy bien lo que necesitan (Mt 6, 32). Y esta grandeza del hombre es tal que
todo está subordinado a él: el mismo sábado, el mismo culto, es inferior a él y se dirige a su
perfeccionamiento como hombre (Mt 12, 12; Mc 2, 27).
Pero la verdadera, la definitiva grandeza del hombre está en la apertura de su alma. Creado
a imagen de un Dios que es amor y apertura, también el hombre es apertura y amor. El
hombre no puede ser entendido en una visión individualista cerrada, el hombre es
sustancialmente – y esto es lo mejor de su alma – relación, relación con Dios, con los
demás.
El hombre es, ante todo, apertura, relación con Dios. Jesús no vacila en recordar que el
hombre es siervo de Dios y que en esta servidumbre está su mayor título de nobleza. En sus
parábolas, reiteradamente se señala esta necesidad de relación de dependencia con Dios (Mt
13, 27; 18, 23; 24, 45; 25, 14; Lc 12, 37). Y, siguiendo su doctrina, los primeros cristianos
no vacilan en reconocerse y llamarse a sí mismos “siervos de Dios” (Hech 4, 29; Tit 1, 1;
Stgo 1, 1; 1 Pe 2, 16).
El hombre es, después, apertura a la fraternidad. Y hay que subrayar que el amor, en Cristo,
no es una condición para que el hombre sea bueno, sino para que sea hombre. En Jesús, el
hombre que ama se humaniza, el que odia se deshumaniza. Recordemos aquel texto
tremendo de san Mateo: Amad a vuestros enemigos para que seáis hijos de vuestro Padre
celestial (Mt 5, 44).
Es decir: el que no ama no es que sea un mal hijo, un mal hombre, es que no es hijo, no es
hombre. El que odia se degrada, entra en “otra” humanidad. Quien odia al hermano
pertenece al reino del demonio (1 Jn 3, 10), en cambio, quien le ama camina en el reino de
la luz (1 Jn 2, 10) y de la vida (1 Jn 3, 14). Es decir, quien no ama está muerto, no es
verdaderamente hombre. Y es un mentiroso (1 Jn 4, 20).
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Por eso el primer y el segundo mandamiento son amarás a Dios y al hombre (Mc 12, 29-
31). El prójimo no es un añadido para el hombre. Su alma se mide por su apertura al
prójimo (Lc 10, 29ss).
Pero si el hombre es relación, también es libertad. Jesús no tiene una visión utópica e
idealista del hombre. Sabe lo que tiene de grandeza en su alma, pero sabe también cuántas
veces, de hecho, pisotea o malgasta esa grandeza.
No vacila en repetir varias veces, sin atenuantes y generalizando, que vosotros sois malos
(Mt 7, 11; Lc 11, 13); que quienes le rodean son una generación adúltera y perversa (Mc 8,
38; 9, 19).
Lo que hay en el hombre – y Jesús lo conoce muy bien – es el pecado, el mal uso del don
prodigioso de la libertad. El hombre, que es, por naturaleza, apertura, puede cerrarse.
Cerrarse a Dios, cerrarse a sus hermanos. Adorarse a sí mismo. Encastillarse en el egoísmo
de su corazón. Y esta es la gran tragedia de la historia, en la que Jesús viene a intervenir.
Porque el hombre puede ser apertura o cerrazón, la vida del hombre es riesgo, opción,
apuesta. A fin de cuentas, Jesús es centralmente un predicador de la conversión. No es
sólo el anunciador de un Reino. Es el profeta que grita que si el hombre quiere entrar en ese
Reino, tiene que cambiar.
Pero, probablemente, aún nos falte señalar lo más radical del planteamiento de Jesús: No
sólo invita a cambiar. Dice que, de hecho, el hombre puede cambiar. El hombre no es un
ser condenado al mal. El hombre puede evolucionar, cambiar. Su capacidad de llegar a ser
ciudadano del Reino, su posibilidad de convertirse en hombre nuevo, es la más definitiva de
sus grandezas.
Ser hombre a imagen de Dios es serlo como lo fue Cristo. Es identificar su voluntad con la
del Padre. Es convivir con Él. Es participar de su vida íntima. Es vivir su filiación como lo
mejor de nosotros mismos. Es saberse obediente, pero no siervo; sometido, pero hijo.
Ser hombre es estar abierto como Cristo lo estuvo. Abierto en plenitud a Dios y expropiado
por utilidad pública para los hermanos. Estar abierto es ser antiegoísta como lo fue Cristo.
No buscar nada para sí mismo, dar la vida por los demás. Y amar es eso: no sólo “amar un
poquito más”, sino “ser amor”, no ser más que amor.
Ser hombre libre es serlo como lo fue Cristo. Que fue libre porque estuvo al servicio. Que
fue libre porque, al apostar por Dios y por sus hermanos, no apostó por sí mismo y, por
tanto, no pecó, ni mancilló su libertad.
Ser hombre sin fronteras, sin miedo a la muerte es ser también como Cristo. En Jesús se
realiza el hombre pascual porque el hombre que ha vencido al pecado ha vencido también a
la muerte. La muerte es frontera para el hombre, pero sólo es un tránsito para el hombre
nuevo.
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En Jesús podemos, pues, decir que ese hombre-total no es sólo un anuncio, un sueño, una
esperanza, una promesa. En su vida podemos clamar que el hombre nuevo ya existe, que
existe una “vida realizada”, que existe un amor hecho vida y una vida hecha amor.
Y así es como Jesús es no sólo testigo del “realismo histórico” de unos hombres
incompletos y mutilados, sino también el testigo de la esperanza escatológica de un hombre
libre y liberado.
Jesús no oculta que aún estamos en ese período del realismo histórico. En su visión del
mundo anuncia que siempre habrá ovejas y cabras (Mt 25, 14), vírgenes sabias y necias (Mt
25, 1), siervos trabajadores y holgazanes (Mt 25, 14), oyentes de la palabra de Dios y
dispersadores de la misma (Mt 13, 3), buen grano y cizaña (Mt 13, 24), peces buenos y
peces inservibles (Mt 13, 47).
Pero también recuerda que el hombre puede elegir, optar, apostar por la luz. Y que, para
quienes hagan esta apuesta, habrá un mundo y un hombre diferente. Porque los
sufrimientos de este mundo desaparecerán (Mt 11, 5), no habrá más llanto (Mc 2, 19), la
muerte será vencida (Lc 20, 36) y los muertos resucitarán (Lc 7, 22).
En el Reino los últimos serán los primeros (Mc 10, 31), los pequeños serán grandes (Mt 18,
4), los humildes serán los maestros (Mt 5, 5), los enfermos serán curados (Mt 11, 5), los
oprimidos serán liberados (Lc 4, 18). Y, ante Dios, también cambiarán las cosas: porque los
pecadores serán perdonados (Mt 6, 14), los elegidos, hoy dispersos, serán reunidos (Lc 13,
29), los hijos de Dios encontrarán la casa paterna (Lc 15, 19) en la que todo hambre será
saciado, toda la sed calmada y llegará el tiempo gozoso de la liberación (Lc 6, 21).
Jesús es así el profeta del hombre verdadero. El testigo vivo de que ese hombre verdadero
puede empezar a nacer, ya, en cada uno de nosotros. Basta con apostar.
Y ¿en qué zona del hombre debe comenzar esa apuesta?... ¿dónde debe iniciarse ese
cambio?... La respuesta de Jesús no deja lugar a dudas: en el corazón de cada hombre.
Porque todas las cosas malas de este mundo salen del corazón. “Del corazón del hombre
salen las malas obras: fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, envidias, codicias,
fraudes, la impureza, la blasfemia, la altivez, la insensatez. Todas estas maldades salen del
hombre y manchan al hombre” (Mc 7, 21-23).
Por eso la reconstrucción del hombre debe comenzar por donde comienza la herida: por el
corazón que se prefiere a sí mismo. Sólo hombres transformados, transformarán el mundo.
Por eso el “convertíos” de Jesús no termina en mí, pero en mí comienza o no comenzará
nunca.
Y Jesús no sólo “enseña” cómo debe ser el hombre. Ni sólo “muestra” en sí mismo qué es
un hombre. Comienza ya en toda su vida a liberar al hombre de todo aquello que le impide
ser hombre plenamente.
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Libra al hombre de la idolatría de las cosas. Porque el hombre adorador de las cosas abdica
de lo mejor de su condición de hombre, esclavizándose al dinero, al placer, a la comodidad,
a la carrera, al interés. Convierte las cosas – que son medios – en fines. Renuncia a ser
hombre libre para ser esclavo y dejar de ser hombre.
Así Jesús redime a Zaqueo, que sólo cuando renuncia a sus riquezas adquiere verdadera
estatura humana (Lc 19, 5). E intenta liberar - y fracasa – al joven rico que prefiere ser rico
a ser libre. Porque el corazón tiene la llave por dentro y ni Cristo puede abrir un corazón
que se niega a cambiar (Mt 19, 16).
Salva al hombre de la idolatría de los falsos dioses. Muchos en torno a él vivían aterrados
ante un Dios tirano o egocéntrico que no deseaba otra cosa que tributos y sacrificios de los
hombres. Y les redescubrirá a todos el Dios del amor cuya gloria es conseguir que sus hijos
alcancen la plenitud de su propia grandeza.
Liberó al hombre de todo pecado con su vida y, especialmente, con su muerte redentora.
Tras el Viernes Santo, tras el Domingo de Resurrección el hombre podía empezar a ser
hombre del todo. Porque Él había muerto para que los hombres tuvieran vida y vida
abundante (Jn 10, 10).
Verdaderamente, con Jesús empieza un capítulo nuevo en la historia del hombre. Pero es el
hombre – cada hombre – quien debe apostar por ingresar o no en esa nueva humanidad.
Jesús sabe que más que mil palabras vale un hecho. Y, por ello, en un mundo de injusticia,
más que clamar contra la humillación de los pobres, elige voluntariamente el compartir la
vida de los humillados.
Él, que fue el único ser humano que ha podido con absoluta libertad escoger la familia en
que nacería, no se prepara ni la riqueza y ni siquiera un buen pasar, sino la total indigencia:
una familia obrera que vive de sus manos, que “malvive” de sus manos como de hecho
malvivían entonces cuantos vivían de ellas.
72
Del mundo obrero lo acepta todo: la inseguridad, la vivienda lóbrega, la pobreza cultural, la
opresión. Acepta el nacimiento más desvalido que pueda imaginarse. La compañía de los
animales, la soledad.
Conoce después la orfandad, el trabajar con sus manos, el tener que luchar, siendo un
muchacho, para sacar adelante a su madre y a su casa. Y esta oscura pobreza no será un
juego: durará treinta años.
Ni tampoco tendrá la pobreza del religioso que sabe que, a la hora de comer, tendrá quien
se ocupe de su comida y, el día de mañana, de su ancianidad. Y no hay en Él ni un solo
momento de preocupación por el futuro, un afán de construir o de ahorrar. Es pobre. Es
decir: es libre.
Y pobre muere. No dejará otra herencia que su madre y su palabra. Su lecho mortuorio será
una cruz de palo, su sepulcro será de prestado. Y hasta, antes de morir, se desprenderá de
sus vestidos, repartidos o sorteados. Sus labios, en la cruz, arderán de sed y, sobre su
cabeza de rey, no habrá otra corona que la de espinas, como en su mano no hay otro cetro o
propiedad que unos clavos.
En la historia de la humanidad no hay ningún otro pobre que haya elegido con tanta libertad
la pobreza, en la que sólo algunos seguidores suyos le han imitado. La historia tardía le
vestirá de oro en los mosaicos y ceñirá su frente de coronas imperiales. Pero nada hubo más
ajeno en su vida.
Pero no se limitó a lo personal. También los pobres fueron sus preferidos. Y aquí su opción
se hizo descarada. Pobres fueron sus padres que tuvieron que mendigar posada para su
nacimiento y que en el templo pagaron el rescate de los pobres.
Pobres fueron los primeros en conocer la noticia de su nacimiento: los pastores. Pobres los
elegidos para acompañarle en su vida y prolongar su obra tras su muerte: los apóstoles.
Escogió como primeros destinatarios de su mensaje a los humillados y analfabetos. Y
pobres fueron la casi totalidad de los beneficiados por sus milagros.
Pobre fue el lenguaje de su predicación. En ella se habla de los asuntos que a los pobres les
interesaban: se cuenta la historia de una mujer para la que perder una moneda es un drama
tremendo o la de otra que calcula cuidadosamente la cantidad de la cara levadura que ha de
poner para tres medidas de harina; se explica qué tipo de remiendos se han de usar para
conservar un traje viejo y dónde hay que colocar la única lámpara que se posee para que
ilumine bien la casa.
73
A la samaritana se le ofrece, como el sueño de los sueños, el no tener que sudar cada día
acarreando agua y al paralítico, tras la curación, se le dice que no deje abandonada la
camilla que probablemente necesitará para poder dormir mañana.
Los reyes de las parábolas de Jesús son un poco los de los cuentos soñados: disponen de
cantidades fabulosas, toman súbitas decisiones, o generosísimas, o feroces. Los amos son o
bondadosísimos o malvados y los administradores son todos hábiles truhanes inteligentes y
fulleros.
Y Jesús, cuando habla de asuntos de dinero, parece no tener muy claras las ideas y habla de
ello como quien no ha visto nunca muchos billetes juntos en su vida.
Esta es la segunda gran apuesta de Jesús (la primera es su apuesta por los pobres). En la
realidad social se coloca voluntariamente al margen, como si, en definitiva, el dinero no
tuviera mucho que ver con Él o con la verdadera vida.
Al señalar que Jesús “prefiere” como amigos a los pobres no estamos diciendo que
“excluya” a los ricos. Jesús, enemigo de toda discriminación, no iba a crear una más. En
realidad Cristo es el primer personaje de la historia que no mide a los hombres por lo
económico sino por su condición de personas.
Si al nacer eligió a los pastores como los primeros destinatarios de la Buena Nueva, no
rechazó, por ello, a los magos. Y si sus apóstoles eran la mayoría pescadores, no lo era
Mateo, que era rico y tenía mentalidad de tal.
Y Jesús no rechaza invitaciones a comer de los ricos, acepta la entrevista con Nicodemo,
cuenta entre sus amigos a José de Arimatea, tiene intimidad con el dueño del cenáculo,
gusta de descansar en casa de un rico, Lázaro, y, entre las mujeres que le siguen y le ayudan
en su predicación figura la esposa de un funcionario de Herodes.
Y aunque sea justo recordar que no sólo se refiere a la pobreza material, hay que cuidar de
no engañarse con una supuesta “pobreza espiritual”, sobre todo si se tiene en cuenta que de
74
las 94 veces que se habla de pobreza en los evangelios, en 93 casos se refiere a la pobreza-
pobreza y sólo en uno se refiere a la pobreza interior.
Pero aún más neto que el elogio de la pobreza es el anuncio del peligro y riesgo de las
riquezas. Aquí la palabra de Jesús no se anda con rodeos. Para Jesús la riqueza no es el mal
en sí, pero le falta muy poco. Prácticamente no se puede amar a Dios y a las riquezas (Mt 6,
24; Lc 16, 13); la riqueza casi inevitablemente ahoga la palabra de Dios (Mt 13, 22); es
sinónimo de “malos deseos” (Mc 4, 19); es uno de los grandes enemigos de la semilla
evangélica, junto a las preocupaciones y placeres (Lc 8, 14).
Todo esto queda iluminado por cuatro parábolas que son como cuatro ejemplos prácticos
para que midamos la postura de Jesús ante lo económico.
La primera es la del rico Epulón y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31). El rico nos es pintado
con todo lujo de detalles de depravación: vive en la ostentación, pasea soberbiamente su
riqueza, es refinado en su placer, se revuelca en su materialismo, vocea su lujo sin pensar
que hiere a los que le rodean.
Mueren los dos y el uno se condena mientras se salva el otro. ¿Se condena Epulón por
rico?... ¿Se salva Lázaro por pobre?... Evidentemente no. Se condena el rico por malo y se
salva Lázaro por bueno. La parábola se cuida bien de analizar la sucia riqueza del uno y la
limpia pobreza del otro. Al evangelista le preocupa mucho más el problema moral que el
aspecto económico del mismo.
Más iluminadora es la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30). Esta vez es un rey que, al
partir para un viaje, distribuye sus riquezas entre sus súbditos. Y las distribuye
desigualmente: a uno le da diez, a otro dos, a un tercero uno. A todos les da lo suficiente
para vivir y negociar.
Esta misma idea es profundizada en la parábola del convite (Lc 14, 16-24). Los ricos
invitados deciden no asistir. Tienen todos cosas más importantes que hacer que responder a
la llamada de Dios. Atrapados por sus riquezas se han vuelto sordos para toda voz que no
sea la de su propio egoísmo.
El dueño invita entonces a todos los pobres, a los indigentes de las calles, a cojos y
enfermos. Estos son inicialmente más generosos y acuden felices a la invitación. Sus almas
están más abiertas. Corren al banquete. Procuran adecentarse lo más posible. Los que
carecen de vestidos dignos los piden en préstamo o los toman de los que el mismo rey tiene
preparados en la antesala para sus invitados.
Pero hay un pobre que no se toma ese cuidado. Es pobre – piensa – y le han invitado como
tal. ¿Por qué habría de prepararse él de manera especial para su encuentro con el rey?...
Convierte su pobreza en mérito. No pone de su parte ni lo que tiene a su mano, algo tan
sencillo que los demás pobres pudieron fácilmente encontrar. Y entra, orgulloso de sus
harapos. Pero también él será condenado como los ricos sordos: no por ser pobre, sino por
haber creído que todo estaba ya conseguido con su propia pobreza.
Una cuarta lección encierra la parábola del perdón de las ofensas (Mt 18, 23-35; Lc 17, 3).
Alguien – ignoramos si rico o si pobre – tiene una gran deuda con su amo: diez mil
talentos. No sabemos si por mala fortuna o mala administración, los ha perdido. Es ahora
un pobre que no puede pagar.
Suplica al amo y éste, por pura benignidad, le perdona. Pero el perdonado, al salir,
demuestra con los hechos que está apegado al poquísimo dinero que tiene: los cien denarios
que le debe un compañero. Una verdadera miseria. Pero él, pobre en dinero, rico en
espíritu, no perdona. Y es entonces cuando el Señor le condena. Por ser rico e inclemente
en su corazón, ya que no en su dinero.
Pero nos falta aún un texto fundamental: el de la parábola del juicio final (Mt 25, 31-46).
En ella Jesús nos explica que Dios no juzgará por lo que tengamos o hayamos tenido –
mucho o poco – sino por lo que hayamos hecho, por lo que hayamos ayudado – con lo que
tengamos – a los demás. Se salvará – rico o pobre – el que haya dado de comer, de beber, el
que haya consolado al enfermo, el que haya tenido piedad con sus hermanos. Y se
condenará el que haya negado lo que tiene, mucho o poco, a los demás.
A la luz de todo lo dicho podemos ya adivinar la postura de Jesús ante la realidad social:
En segundo lugar, Jesús no establece discriminaciones entre los hombres. Él es “de todos”.
Pero esto no impide ver que, de hecho, en su Evangelio los encuentros con los pobres solían
terminar bien, mientras que con los ricos frecuentemente acabaron mal (Lc 7, 36-47; Mc
10, 17-22; Mt 19, 24).
Y tampoco puede olvidarse que Jesús en su predicación usaba una medida doble: frente al
pobre y necesitado lo primero era la liberación de su problema o dolencia y sólo después
venía la exigencia de conversión. Mientras que, frente al bien situado, lo primero era la
exigencia de conversión y, sólo cuando esa conversión se manifestaba en obras de amor a
los demás, anunciaba la salvación para aquella casa (Lc 19, 1-10).
Finalmente, por eso Jesús no condena sin más al rico, ni canoniza sin más al pobre. Pide a
todos que se pongan al servicio de los demás. Para Jesús el verdadero valor es el servicio.
El verdadero pobre es el que sirve a otros. El verdadero rico es el que no sirve a nadie. Por
eso la salvación del pobre no será convertirle en rico y la del rico robarle su riqueza, sino en
convertir a todos en servidores, descubrir a todos la fraternidad que cada uno ha de vivir a
su manera.
Jesús recuerda que la idolatría del dinero es mala porque aparta de Dios, pero también lo es
porque aparta del hermano. El verdadero rico es el que no “ve” al pobre, el que vive como
si el pobre no existiera, el que no hace nada por remediar la pobreza del otro.
Por eso la Iglesia de los pobres no es una Iglesia que opta por una clase contra otra, sino
una Iglesia que lucha por conseguir que todos tengan una clase de alma: un alma fraternal,
un alma centrada en el servicio, un alma que tiene, como primer principio económico, el
amor. Un amor que incita a construir, no a destruir. O que, en todo caso, incita a destruir
únicamente nuestro propio egoísmo.
Esta “nueva” fraternidad traída por Jesús es más honda que todas las anteriores: no niega el
patriotismo, pero abre las puertas al universalismo; no niega – sino que fortalece – los lazos
familiares, pero descubre que hay una familia más ancha y más profunda.
77
A veces esta enseñanza la predica con tal radicalismo que nos desconcierta. Basta recordar
aquella escena en la que una mujer entusiasmada por las palabras y obras de Jesús,
prorrumpe en uno de los más hermosos piropos de la historia: Feliz el seno que te llevó y
los pechos que te amamantaron (Lc 11, 27).
Jesús, al oírla, aunque sin duda se sintió feliz por aquel elogio dedicado a la madre que
tanto quería, subió aún más arriba y replicó que aún eran más felices quienes oyen la
palabra de Dios y la siguen, como queriendo recordar que el gran lazo que une a los
hombres es su unión en Dios y diciendo que incluso su madre tiene un título de gloria
mayor que el de haberle engendrado, el ser hija de Dios y fiel a su palabra.
El mismo mensaje repetirá cuando, durante una de sus predicaciones, alguien le anuncia
que están a la puerta su madre y sus parientes (Mc 3, 31-35) y Él recuerda que está
naciendo una nueva parentela fundada sobre la aceptación de la paternidad de Dios, que es
más honda e importante que la de la sangre.
Hoy difícilmente nos imaginamos hasta qué extremos llegó en el mundo antiguo la
discriminación de la mujer. Sócrates las ignoraba completamente. Aristóteles juzga a la
mujer “defectuosa e incompleta por naturaleza”. Para Eurípides es “el peor de los males”.
Para Aulo Gello “un mal necesario”. Cicerón escribe: “Si no fuera por las mujeres, los
hombres conversarían con los dioses”. Y en la Roma de los césares el gran elogio sobre la
tumba de una matrona era poder escribir: “Domi mansit, lanam fecit”, permaneció en su
casa, se dedicó a hilar lana.
Todo este desprecio se incrementaba al mezclarse con lo religioso entre los judíos
contemporáneos de Jesús. La mujer era indigna de participar en la mayoría de las fiestas
religiosas, no podía estudiar la Torá (de ahí su analfabetismo generalizado en un país donde
no había otra cultura que la religiosa) ni participar en modo alguno en el servicio del
santuario.
Los tres sinópticos señalan, como un hecho profundamente novedoso, el que Jesús se
hiciera acompañar habitualmente, durante su predicación, por un grupo de mujeres que
fueron fieles hasta el mismo calvario (Lc 8, 1-3; Mc 15, 40-41; Lc 23, 27-29).
Esto era algo inconcebible para las costumbres rabínicas de la época, que prohibían
tajantemente el hablar por la calle con una mujer (aunque fuera parienta), el hacerse
acompañar por ellas, el ser servido por manos femeninas.
Jesús, evidentemente, no tiene en este campo el menor prejuicio. No sólo habla siempre con
positivo afecto de las mujeres (con comprensión – Jn 8, 2-11 -; con palabras de perdón
sencillo – Lc 7, 36-50 -; de ánimo – Jn 4, 5-26 -; de ayuda – Mt 9, 18-26 -; de verdadera
78
amistad – Jn 11, 1-43; 12, 1-11; 20, 11-18), sino que no tiene el menor inconveniente en
conversar con ellas en público (con la madre de Santiago y Juan – Mt 20, 20-22; con la
samaritana – Jn 4, 1-42; con la hemorroísa – Mt 9, 20-22); o en dejarse servir por ellas
(caso de la suegra de Pedro – Mt 8, 14-15).
No hay en sus palabras ni un átomo de aversión hacia las mujeres, ni en sus actitudes nada
de encogimiento, sino una radiante naturalidad. Tampoco hay discriminaciones en sus
milagros: Jesús cura con normalidad a varias mujeres en el evangelio (Mt 9, 20-22; Lc 13,
10-13; Mc 1, 29-31; 5, 25-34). Y, llamativamente, tres de sus prodigios más espectaculares
– las tres resurrecciones – se hacen o por amistad hacia las hermanas de Lázaro (Jn 11, 1-
44); o por compasión hacia la viuda de Naín (Lc 7, 12-15); o porque se trata de una
muchacha, la hija de Jairo (Mc 5, 35-42; Lc 8, 49-55).
No faltan casos en los que a su trato con mujeres se añada el agravante – para los judíos
enorme – de hacerlo con extranjeras, malditas e idólatras para sus contemporáneos: es el
caso de la samaritana (Jn 4, 1-42), o el de la sirofenicia (Mc 7, 24-30). O se contrapone su
generosidad y sinceridad a la hipocresía de los fariseos, como en el ejemplo de la pobre
viuda que echa en el platillo todo lo que tiene (Lc 21, 1).
En algunas ocasiones su postura ante las mujeres llega al escándalo para sus compatriotas.
Es el caso de la pecadora que, en casa de Simón, se arroja a sus pies y se los lava con su
llanto y los enjuga con su cabellera (Lc 7, 36-50). Aceptar este gesto de una prostituta era
algo inconcebible para ellos que veían en ello una expresión erótica y no podían entender
que aquella mujer no supiera expresar de otro modo su agradecimiento al Maestro que la
había curado de sus demonios anteriores.
Más aún les extrañará la defensa por parte de Jesús de la mujer sorprendida en flagrante
adulterio (Jn 8, 2-11). Jesús que, naturalmente, reconoce que la mujer ha pecado y la trata
como pecadora (por eso perdona sus pecados), lo que no tolera es ni la discriminación de
quienes, en el adulterio, sólo veían el pecado de la mujer, ni el bárbaro castigo de
apedreamiento de los que se atribuían una sentencia que sólo corresponde a Dios.
no saben distinguir la profundidad que puede adquirir un sentimiento afectivo sin mezclarse
con una relación sexual. Jesús, que en su vida practicó el celibato profético no tuvo
inconvenientes en acercarse con profunda amistad humana a varias mujeres.
No nos es fácil determinar esta amistad, dado que los evangelios son siempre tan parcos a
la hora de informar sobre sentimientos íntimos. Pero es evidente que lo que siente María
Magdalena hacia Jesús es una forma de enamoramiento (purísimo, pero enamoramiento,
entrega apasionada del corazón) y que Jesús “quiere” profundamente a las hermanas de
Lázaro. San Juan no rehúsa decir que Jesús “amaba” a Marta y María (Jn 11, 5) y cuenta
cómo el Maestro lloró al ver llorar a María (Jn 11, 33).
La turbiedad en estas relaciones está en los ojos de quienes no logran entender hasta qué
punto, en un hombre adulto y maduro, puede haber, respecto a una mujer, un hondísimo
afecto que nada tenga que ver con la carne. Jesús es profunda y radicalmente hombre. Una
ausencia total de esta limpia afectividad le convertiría en un reprimido o en un ser
espiritualmente mutilado.
Y no sólo testigos casuales, sino personas elegidas para testificar, oficialmente encargadas
por el propio Jesús de testificar. Han ido ellas al sepulcro para una función puramente
material, embalsamar el cuerpo del difunto (Mt 28, 1-2; Mc 16, 1-2; Lc 24, 10), e,
inesperadamente, se encontrarán encargadas de transmitir la gran noticia a los apóstoles y al
propio Pedro (Mt 28, 7; Mc 16, 7; Lc 24, 10; Jn 20, 1).
Los cuatro evangelistas parecen haberse puesto de acuerdo para documentar este dato
trascendental que coloca a varias mujeres, y especialmente a la Magdalena, en la primera
fila del testimonio apostólico. Aquí asistimos a un giro histórico en el papel religioso de la
mujer.
Aquí se hace verdadero lo que más tarde formularía san Pablo: Una vez llegados a la fe, ya
no estamos sometidos a la ley, pues, por la adhesión a Cristo Jesús, sois todos hijos de
Dios. Porque todos, al bautizaros, vinculándoos a Cristo, os revestisteis de Cristo. Ya no
hay más judío, ni griego, esclavo ni libre, varón o hembra, pues vosotros hacéis todos uno,
mediante Cristo Jesús (Gál 3, 25-29).
Jesús, también en esto, es un radical. Vivió en uno de los siglos que más han despreciado la
infancia. Los niños no eran contados como personas. Conversar con un niño era tirar las
palabras. Cuando vemos a los apóstoles apartando de su Maestro a los críos entenderemos
que no hacían sino lo que hubiera hecho cualquier otro judío de la época.
La demagogia de los líderes de hoy que se fotografían besando o acariciando niños es una
hipocresía que los fariseos no habían llegado a aprender. Pero Jesús, una vez más, rompería
con su época. Volvería su mundo al revés. Donde prevalecía la astucia, entronizaría la
sencillez; donde mandaba la fuerza, ensalzaría la debilidad; en un mundo de viejos, pediría
a los suyos que volvieran a ser niños.
Y este no es un detalle que aparezca en un rincón del Evangelio. Lo invade todo entero. Un
buen olfato cristiano descubre en todas y cada una de sus páginas ese misterioso sabor de
infancia.
Jesús conoce a los niños, sabe cuáles son sus juegos y sus gracias. Y habla de ellos con
alegría. En Mt 11, 16 nos cuenta la parábola de los chiquillos que tocan la flauta a sus
amigos y que juegan imaginarios llantos.
Jesús valora a los niños. De la boca de los pequeños sale la alabanza que agrada a Dios (Mt
21, 16). Además, ellos son los que saben, ellos son los inteligentes, porque es a ellos, a los
párvulos y no a los sabios, a quienes Dios ha entregado su palabra (Mt 11, 25).
Jesús les quiere. Sólo dos veces encontraremos en los evangelios la palabra “caricias”
aplicada a Jesús. Y las dos veces serán caricias dirigidas a los niños (Mc 9, 35-36; Mt 18, 1-
5). Les “abrazaba” dice uno de los evangelistas, describiendo una efusión que nunca vimos
en Jesús ni referida a su madre siquiera.
Y los niños le quieren. Corrían hacia Él. Ellos tienen en esto un sexto sentido, y jamás
correrían hacia alguien en quien no percibieran esa misteriosa electricidad que es el amor.
Jesús se preocupa seriamente por ellos. Reprende a quienes les mirasen con desprecio (Mt
18, 10); señala, sobre todo, los más duros castigos para quien escandalizare a un niño (Mt
18, 6). Y hasta nos ofrece una misteriosa razón de esta especial preocupación de Dios por
ellos: Porque, en verdad os digo que sus ángeles ven de continuo en el cielo la faz de mi
Padre que está en los cielos (Mt 18, 10).
Hay, pues, para Jesús, una relación muy estrecha entre niños y ángeles. Y ángeles muy
privilegiados, que tienen la fortuna de estar siempre en la misma sala del Rey. Esta
presencia es como el recuerdo permanente que Dios tiene de los niños. Tal vez por eso
añade que es voluntad de vuestro Padre que no se pierda ni uno solo de estos pequeñuelos
(Mt 18, 14).
Pero aún no hemos entrado en el verdadero misterio de esa predilección. Jesús no es que
ame a los niños, es que les presenta como parte suya, como otros Él mismo. El que por mí
recibiere a un niño como éste, a mí me recibe (Mt 18, 5) dice en frase misteriosa.
81
Frase que se ahonda aún más en la versión de Marcos: Quien recibe a uno de estos
pequeños en mi nombre, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, no es a mí a quien recibe,
sino al que me ha enviado (Mc 9, 37). ¿Qué unión es esta?... Jesús se confiesa niño, sin el
menor recato.
Hay, evidentemente, en Jesús ese enorme misterio de una infancia permanente. Ha sido, en
rigor, el único personaje de la historia que llegó a la plena madurez sin dejar de ser niño. La
pureza, la limpieza de su alma, la ausencia de ambición y egoísmo, le constituyen en un
niño “vestido de treinta años”, en el único hombre “pertinaz en la infancia”. Debió de ser
esa luz infantil en sus ojos la que desconcertó a Pilato y enfureció a Herodes.
Digamos, por de pronto, que Jesús no habla de una infancia cronológica. No puede
regresarse al seno materno, no puede el hombre atarse a sus seis años. Jesús no habla de
una infancia que esté “detrás” sino “delante”. No habla de “volver a aquella infancia”, sino
de “construir” una infancia.
El verdadero niño sólo existe en cuanto sabe que su padre existe y en cuanto confía en él.
No hay niño sin padre, no hay niño sin confianza. El niño es fuerte porque sabe que su
padre lo es y que no le fallará. Es fuerte porque se sabe débil y porque no cuenta demasiado
con sus fuerzas. En cualquier momento llamará a su padre para que le defienda y su padre
vendrá y todo estará resuelto.
Son estos los niños que Dios quiere para su Reino. Niños de siete, de treinta, de sesenta, de
noventa años, pero niños, niños, niños. A la puerta del Reino habrá que dejar no sólo las
riquezas y los honores, sino hasta la misma “honorabilidad” y madurez.
El purgatorio será probablemente la gran tarea de los ángeles, no para ponernos méritos,
sino para quitarnos emplastos. La puerta del cielo es estrecha. El problema no será lo que
nos falte, sino lo mucho que nos sobrará. Y ¡ay de quienes ese día no encontremos, entre
los vericuetos de nuestras importantes vidas, al niño que un día fuimos!
Es realmente asombroso pensar que, aún hoy, Jesús siga siendo para los judíos – como ha
escrito Geza Vermes – “el apóstata y el espantajo de la tradición popular judía” y que, por
otro lado, para los cristianos, el pueblo judío visto, en su conjunto, siga siendo considerado
“traidor y asesino” de Jesús. Los dos hechos son histórica y teológicamente disparatados.
Hoy todos los datos objetivos obligan a reconocer que Jesús estuvo más cerca de la
tradición judía y amó a su pueblo mucho más apasionadamente de cuanto puede
imaginarse. Y, por otra parte, es también cierto que, en el pueblo judío – en cantidad y
sobre todo en calidad -, fueron muchos más los que amaron y comprendieron a Jesús que
los que le persiguieron.
Efectivamente, hoy no puede decirse ya que “el pueblo judío” no reconoció en Jesús al
Mesías que esperaba. Fueron muchos los hebreos que le reconocieron como tal y a ese
mesianismo se entregaron apasionadamente.
82
Todos los primeros apóstoles, todos los primeros seguidores de Jesús fueron hebreos. Hoy
nadie duda que el primer crecimiento del cristianismo se hizo gracias a las pequeñas
colonias de judíos que vivían esparcidas por el mundo. La propia Iglesia de Roma, la
Iglesia centro de la cristiandad, surge de los millares de hebreos llevados por Pompeyo
como esclavos.
Que hoy persistan rastros de antisemitismo es una vergüenza para la cristiandad, como lo es
que aún haya cristianos a quienes parece resultarles embarazoso el reconocer que Jesús era
judío.
Y no podemos dudar del apasionado amor afectivo de Jesús a su tierra. Galilea era la patria
de su corazón. Jerusalén era el eje de su alma. Basta recordar el llanto que le conmueve (Lc
19, 41) cuando, al ver desde el Monte de los Olivos la ciudad, presiente cómo será
destruida.
O recordar la tristeza que le produce el no haber sido aceptado por todos los suyos:
Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados.
¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a los polluelos bajo las alas y
no quisiste (Mt 23, 37; Lc 13, 34).
Hay en la voz de Jesús el dolor de una madre incomprendida por parte de sus hijos. Y todas
sus dramáticas profecías sobre el futuro de “su” ciudad y “su” pueblo (Mt 21, 43; Lc 21,
20) transmiten un temblor que obliga a pensar que el mayor de los dolores humanos vividos
por Jesús fue precisamente ese.
Aquí debemos comenzar reconociendo que el nacionalismo típico de los judíos era muy
distinto que otros puramente políticos. El pueblo de Israel se sentía poseído de una
vocación muy especial: era el pueblo de la promesa, elegido para llevar a cabo una
vocación muy propia y exclusiva.
Los judíos no ignoran su parentesco humano con los demás pueblos de la tierra, pero son
también testigos históricos de dos hechos: el primero es su historia de pueblo
permanentemente invadido por unos o por otros: egipcios, persas, babilonios, griegos,
romanos fueron, durante siglos, los sucesivos coartadores de su independencia nacional.
Más a ello se añadía un segundo factor: esas invasiones llevaban consigo la infiltración de
la idolatría, la falsificación de su misión espiritual en la historia. Que este pueblo viviera a
la defensiva, cerrado al paganismo, era absolutamente inevitable.
Y bastaba poco para que todos terminaran haciendo suyos los tópicos que convertían al
extranjero en la suma de todos los males. Y, por el contrario, para que se identificase “la
estirpe de Abraham” con la perfección absoluta.
Y el propio Jesús señalará a los fariseos que no basta con ser hijos de Abraham para
considerarse libres y salvados (Jn 8, 33), pues el Reino de los cielos es una patria más
abarcadora. Lo mismo que varias veces recordará que los lazos de la sangre no son los
decisivos para valorar a los hombres (Lc 14, 25; Mt 10, 37).
Por eso llama la atención de que en la narración de los evangelios ni se citen siquiera las
que eran, de hecho, las ciudades más grandes, bellas y pobladas de Galilea. No se cita
Séforis, aunque estaba situada a sólo seis kilómetros de Nazaret, ni Gabara, ni Tariquea, ni
la propia Tiberiades. Se habla, en cambio, de poblaciones diminutísimas (Cafarnaún,
Betsaida o Corozaín), que eran las rocafuertes del nacionalismo galileo.
Esto explicaría que Jesús inicialmente no sólo proyectase reducir su predicación a los
confines de su tierra natal, sino incluso que así se lo mandara inicialmente a los apóstoles:
No toméis el camino de los gentiles, ni entréis en la ciudad de los samaritanos; sino id más
bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mt 10, 5).
¿Cuáles son los fenómenos que le empujan a este cambio?... Dos fundamentales: su
desilusión al comprobar que su pueblo no recibe su mensaje tan fácilmente como Él
esperaba (Mt 21, 43; Lc 21, 20) y, a la vez, al descubrimiento de una fe sincera y de una
apertura de espíritu impresionante en algunos “paganos”.
El primer caso es el del centurión cuyo criado curará Jesús (Lc 7, 3). La fe de este hombre
impresionará a Jesús. Y le impresiona, precisamente, porque no la esperaba, porque según
su mentalidad judía tal vez era inverosímil en un no judío.
Más llamativo es el segundo caso: el de la mujer sirofenicia (Mt 15, 22-28). Aquí veremos
luchar los prejuicios populares heredados por Jesús y su encuentro con la realidad. Una
mujer venida de Canaán (la tierra de los ídolos, el corazón de la corrupción para un judío)
acude a él para que la cure.
Y Jesús tiene una primera reacción hostil e incluso desconcertantemente dura: No es justo
tomar el pan de los hijos y dárselo a los perros (Mt 15, 26). Con esta frase Jesús reacciona
como hubiera hecho cualquiera de sus compatriotas. Pero resulta que la mujer es más honda
de lo que podría esperarse. Y, en lugar de enfadarse por el insulto, reacciona con
inteligencia devolviéndole la pelota a Jesús: Es cierto, Señor, pero también los cachorrillos
comen de las migajas de la mesa de los amos (Mt 15, 27). Y ahora ve Jesús la tremenda fe
de esa mujer. Y no rehúye el decirlo abiertamente, antes de ceder: ¡Oh mujer, grande es tu
fe, hágase contigo como quieres! (Mt 15, 28).
84
Más tarde Jesús recibirá con cariño a un grupo de griegos que quieren conocerle (Jn 12,
24); proclamará abiertamente que tiene otras ovejas que no son de este redil (Jn 10, 16) y
hasta en su pasión recibirá inesperadas ayudas por parte de gentiles: la mujer de Pilato (Mt
27, 19), Simón de Cirene (Mt 27, 32), o el centurión que en el mismo calvario proclama
que este hombre era verdaderamente el Hijo de Dios (Mc 15, 39).
Pero será a la luz de la pascua cuando el mensaje de Jesús alcance ya la plenitud del
universalismo: los discípulos habrán de predicar a todas las naciones (Mt 28, 19) y los
gentiles serán tratados incluso con mayor benignidad que los habitantes de las ciudades que
no supieron entenderle (Mt 11, 23).
Y así acabarán de entenderlo – no sin dificultad, porque también ellos son judíos – los
apóstoles: En verdad – dirá Pedro antes de bautizar a Cornelio – estoy dándome cuenta que
Dios no tiene preferencias personales, sino que cualquiera que le teme y obra la justicia, a
cualquier pueblo que pertenezca, le es agradable (Hech 10, 34-35).
Al estudiar la vida real de Jesús tendremos que tener cuidado de no forzar los hechos en
función de nuestras actuales preocupaciones políticas, pero sin olvidar que el momento
concreto en que vivió Jesús era muy parecido al que viven hoy buena parte de los países
semilibres y semiocupados.
La tercera constatación es que, de hecho, en los evangelios lo político existe, aún cuando
ocupe un lugar muy secundario. Jesús no es un “militante político” que todo lo orienta
hacia su lucha por cambiar el mundo. Al contrario, se diría que se esfuerza por recentrar en
algo más alto a unos conciudadanos excesivamente politizados
No es que desprecie lo político. Es que lucha por sacar a flote unas ideas religiosas
demasiado contagiadas en su tiempo de politicismo. Típica puede ser aquella escena en la
que le cuentan el cruel asesinato de algunos galileos por parte de Pilato que había mezclado
su sangre con la de los sacrificios. Un buen patriota de la época hubiera reaccionado con
violencia ante este hecho. Jesús no menosprecia la crueldad del caso, pero lo eleva hacia su
verdadero significado: Si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis (Lc 13, 1-3).
No es que Jesús desprecie la política, es que la trasciende.
85
Hay una afirmación de Cullmann según la cual para Jesús todos los fenómenos de este
mundo deben ser relativizados, de modo que su actitud se sitúa más allá de la alternativa:
orden establecido o revolución. Jesús no menosprecia la necesidad de reformas
estructurales en el mundo, pero pone su acento en la conversión individual; no menosprecia
la necesidad de la política, pero pone los ojos en el Reino de Dios.
La escena de la moneda del César es una de las pieza claves de la visión política de Jesús
(Mt 22, 15; Mc 12, 13; Lc 20, 20). La cuentan los tres evangelistas sinópticos con muy
pocas variantes. Y ninguno especifica dónde y cuándo sucedió. Ciertamente en los tiempos
finales de la vida de Jesús, cuando ya los fariseos buscaban la manera de llevarle a la
muerte.
Como en ocasiones anteriores Jesús había dejado en ridículo a los fariseos, éstos
prefirieron, por ello, para dar a la cosa más impresión de candor, enviarle a sus discípulos,
jóvenes ya aprovechados en la ley, pero que aún no tenían el título de rabí. Eran conocidos
como talmidé hakhamín. Los sucios fariseos elegían a muchachos como espías. Con ellos
iban también algunos herodianos, colaboracionistas con Roma que tenían en el tema del
tributo un especialísimo interés.
Maestro, le preguntaron, ¿es lícito pagar tributo al César o no?... La trampa era
evidentemente hábil pues no había entre la multitud judía tema que suscitara más odio que
el de los tributos a Roma. En todo caso, pensaban los fariseos, perderá sea la que sea su
respuesta. Porque si contesta que es lícito pagar esos tributos, encolerizará a las masas que
le siguen, que le considerarán un cobarde y un colaboracionista. Pero si afirmaba que no
debía pagarse ese tributo, ya se encargarían los mismos herodianos de llevarle ante Pilato.
Jesús adoptaría, para responder, esa forma que Lagrange llama parábola en acción:
Traedme, dijo, un denario del censo. Cuando se lo trajeron preguntó: ¿De quién es esta
imagen y esta inscripción? Le contestaron: Del César. Dijo él, entonces: Pues devolved al
César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Pocas frases evangélicas han hecho correr más tinta interpretativa que ésta. Y aún hoy, en
el uso común, suele mutilarse reduciéndola sólo a su primera parte. Tendremos que
empezar por señalar, con Casciaro, que no es una respuesta evasiva o diplomática.
Desconcertó, maravilló a quienes la oyeron por primera vez.
86
Casi con certeza no la entendieron. De haberlo hecho se habrían dado cuenta que era una
respuesta mucho más comprometedora que un “si” o un “no”. Con un “si” hubiera
disgustado a los judíos, con un “no” a los romanos.
Con su respuesta tenía que haber enfurecido a los dos. Porque su frase iba contra los judíos
para quienes Dios es el César, y contra los romanos para quienes el César es Dios. Aquellos
regulaban la política con la religión, éstos regulaban la religión con la política. Jesús
quemaba la tierra bajo las plantas de todos.
La primera parte de su frase era la muerte del clericalismo propio de las civilizaciones
antiguas. Jesús, con una sola palabra, desacralizaba las realidades políticas. Frente al
problema moral de los judíos que pensaban que pagar tributo a los romanos era un pecado
religioso, Jesús afirma que el problema no existe.
Someterse a la dominación del César, aceptar o no sus leyes fiscales, será, en todo caso, un
problema político, pero no significa ser infiel a las exigencias de la fe para con Dios. Jesús
ni bendice ni rechaza la resistencia política, ni legitima ni descalifica la ocupación romana,
se limita a señalar que si aceptan la dominación romana es lógico que paguen su tributo,
que le “devuelvan” al César lo que el César invierte en organizar la vida pública.
La inscripción en su texto latino decía: “Tiberio César, hijo augusto del divino Augusto,
Pontífice Máximo”. Su texto griego era aún más explícito: “Emperador Tiberio, hijo
adorable del Dios adorable”.
La frase de Jesús, que ha preguntado expresamente qué dice la inscripción, tiene así un
sentido redoblado de protesta, de auténtica rebelión. Su respuesta: Dad a Dios lo que es de
Dios, alude evidentemente al primer mandamiento – sólo a Dios adorarás – que es violado
abiertamente por aquella inscripción. Jesús no se opone a que se pague el tributo; eso le
parece un problema sin importancia, frente a la ofensa a Dios que se hace con aquella
moneda.
Hay, pues, en su frase mucho más de rebelión de cuanto los judíos entendieron y de lo que
han entendido a lo largo de los siglos muchos cristianos. Porque lo principal de la respuesta
de Jesús está en su segunda parte.
Es así como la política de Jesús va más allá de toda política. Reconoce su autonomía en
todo lo que tiene de contingente, pero pone la meta del hombre mucho más allá. Por eso
Jesús es más que un revolucionario político, es un radical teológico.
Jesús no desprecia los problemas políticos, pero los teme en la medida que empequeñecen
la mirada del hombre; en la medida en que, absolutizándose, apartan la vista del Reino
definitivo.
Los cristianos de hoy desprecian la política en nombre de un reino que se esfuma, ignoran
que ese reino tiene las raíces en éste. Los otros cristianos que absolutizan la política y creen
que ella es el único instrumento para construir el Reino, empequeñecen el Evangelio como
los zelotes de entonces empequeñecían el amor que Jesús anunciaba. Jesús no fue entendido
entonces, ni lo es hoy, precisamente porque va más allá.
Hacia los meses finales del año 28, poco después del sermón de la montaña, hay un cambio
de estilo en la predicación de Jesús. Las comparaciones e imágenes, que han poblado
siempre los discursos de Jesús, se amplían y se convierten en verdaderas narraciones. Es la
hora de las parábolas.
Para los semitas la imagen es superior a la palabra, anterior a la palabra. Porque dice, a la
vez, mucho más y mucho menos que ella. La imagen es como el punto de apoyo y la pista
de lanzamiento de la inteligencia. Desde ella se puede llegar mucho más allá de lo que
alcanzaría un lenguaje de puras ideas.
Pero, al mismo tiempo, es un lenguaje que hay que descifrar. Revela y vela a la vez, dice y
no dice, descubre la verdad y la oculta. El oyente es mucho más libre de entender o no, de
aceptar o no la verdad que se le presenta.
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Todo este mundo de imágenes, de comparaciones es lo que los hebreos definen con la
palabra genérica de mashal, “semejanza”, que la versión de los setenta traducirá por
“parábola”.
La historia consagrará pronto el término “parábola” como algo referido a una narración
breve, inventada, pero verosímil, tomada comúnmente de la naturaleza o de la vida y usada
para expresar por su medio enseñanzas de tipo religioso o moral.
La parábola consta así, según escribe Lesetre, de “un cuerpo y un alma. El cuerpo es la
narración misma en su sentido obvio y natural. El alma es una serie de ideas paralelas a
las primeras que se desenvuelven siguiendo el mismo orden, pero en un plano superior, de
suerte que es necesaria atención para alcanzarlas”.
Los evangelistas no obraron sin embargo a capricho al ordenar las parábolas de Jesús.
Pertenecen claramente a diversos períodos de la vida de Jesús. Hay un primer bloque de
ocho parábolas que se centran en el tema del Reino de los cielos y que fueron, sin duda,
pronunciadas en el ambiente campesino de Galilea y dentro del primer período de la vida
de Jesús. Es san Mateo quien transmite la mayor parte de estas parábolas.
Un segundo bloque tiene como predominio el tema de la misericordia. Son las parábolas
del buen samaritano, del amigo que llega a medianoche, del criado sin compasión, del rico
insensato, de la higuera estéril, del gran convite, de la oveja perdida, del hijo pródigo, del
mayordomo sagaz, del rico avaro y el pobre Lázaro, del juez inicuo, del fariseo y del
publicano, de los obreros enviados a la viña. Es san Lucas quien conserva la mayoría de
este bloque.
La tercera serie recoge sólo seis parábolas y pertenecen evidentemente a la época más
tardía de la vida de Cristo y a un ambiente típico de Judea. Son la de los diez talentos, la de
los dos hijos, de los viñadores homicidas, la de las bodas reales, la de las vírgenes
prudentes y fatuas, la de las minas. Son narraciones más dramáticas y sus personajes se
juegan en ellas la vida o el destino; son textos que huelen ya a muerte.
Las parábolas tienen dos ventajas importantes sobre todos los demás textos bíblicos: que
son los fragmentos mejor conocidos por el pueblo cristiano y que son igualmente los que
tienen mayor garantía de fidelidad en su transmisión.
De hecho las parábolas son la página bíblica menos batida por el viento de la crítica.
Pueden discutirse sus interpretaciones, no su historicidad. Este tipo de narraciones son
especialmente fáciles de recordar. La memoria las fija mejor que cualquier otro tipo de
formulaciones abstractas.
Otra ventaja que tienen las parábolas es que han permanecido y calado en el corazón del
pueblo cristiano. Son pocos los que dominan el sermón de Jesús en la Cena, pero, ¿quién no
conoce la parábola del hijo pródigo, del buen samaritano o del fariseo y el publicano?...
Son pequeños cuadros encantadores, desprovistos de toda retórica, pero llenos de viveza y
colorido. Todo se dice sin que nada sobre. Hay en algunas – como en la del hijo pródigo –
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minuciosos análisis psicológicos de los personajes. Y muestran, mejor que ninguna otra
página evangélica, las dotes de observación de Jesús.
Pero las parábolas son mucho más que cuentecillos. Mucho más importante que lo que
narran es lo que enseñan. Como dijera san Bernardo su superficie, considerada desde fuera,
es agradable y graciosa, pero, rota la almendra, hállase en lo interior algo mucho más
deleitoso.
Tenemos aún que preguntarnos por qué gira de pronto Jesús en su modo de hablar,
abandona los anuncios genéricos y los sermones morales y adopta este nuevo estilo
narrativo. ¿Por qué, sobre todo, llega un momento en que ya sólo hablaba en parábolas a la
multitud?… ¿Qué quiere decir al explicar que lo hace para que viendo no vean y
escuchando no comprendan? (Mc 4, 11). ¿Es que Jesús no quiere ser entendido?... ¿Es que
Jesús no desea que los que le oyen se salven?...
Al contrario, excitan a muchos contra Él. Los fariseos toman sus palabras, las miran al
trasluz, las analizan, buscan en ellas algo que les permita seguir atados a sus viejas rutinas.
No buscan la verdad, buscan sorprenderle en una blasfemia o una herejía, para eliminarle.
Por otro lado está el pueblo dispuesto a desviar todas sus predicaciones hacia lo material.
Lo que quieren es pan que llene sus estómagos y no aspiran a otro reino que a una libertad
nacionalista. Jesús conocía como nadie la torpe pasta de que están hechos los hombres.
Decide, por ello, cambiar de estilo de predicación. En adelante lo hará con un lenguaje al
mismo tiempo muy sencillo y muy misterioso, para que sólo entienda quien esté
previamente dispuesto a entender. Todo en ellas es lúcido para quien tenga el corazón
limpio; todo oscuro para quien no lo haya purificado.
Hasta ahora, invitó a entrar en su Reino. Ahora, contará cómo es ese Reino sólo para
aquellos que ya decidieron dar ese paso. Los demás viendo no verán, oyendo no
entenderán. Así serán cegados los que hayan renunciado a sus ojos. Y las maravillas del
Reino se abrirán para quienes se atrevan a tenerlos.
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Son parábolas típicamente galileas. En ellas se nos describe toda la pequeña vida cotidiana
que rodea a Jesús durante sus primeras predicaciones. Vemos a los labriegos que siembran
o siegan mientras Él predica, descubrimos a los mercaderes que trafican, a las mujeres que
preparan el pan, a los criados que van y vienen al servicio de sus amos.
Todo es sencillo y luminoso en estas páginas, aunque tampoco falte la sombra negra del
enemigo que siembra cizaña. Son parábolas menos dramáticas y emotivas que las del grupo
llamado de la misericordia, parábolas más aptas para una predicación que comienza y en las
que aún no aparece la sombra lejana de la muerte. Parábolas optimistas en las que el bien
siempre vence al mal y con las que se anima a quienes, sintiéndose pocos o pequeños, no
imaginan aún la importancia de lo que están sembrando.
En una cultura griega o latina resultaría inverosímil esa gran parte de grano que cae en el
camino, entre piedras o entre espinas. Pero las cosas cambian si sabemos que los judíos
sembraban antes de labrar. El sembrador de la parábola camina sobre rastrojo no arado.
Por eso siembra sobre el camino que será inutilizado y desaparecerá al labrarlo. Siembra
sobre las espinas que han quedado marchitas sobre el campo, porque sabe que también esa
zona será labrada. Lo mismo deducimos si observamos que siembra sobre piedra: las rocas
calcáreas están en Galilea cubiertas por una ligera capa de tierra de labor y el sembrador no
puede verlas.
Sólo cuando mete la reja del arado que choca contra ellas, crujiendo, se da cuenta de que
allí había una roca. Lo que un occidental juzgaría excesiva licencia del narrador, es
simplemente lo normal en el estilo de trabajo de Palestina.
El sembrador sabe que, aún dentro de un mismo campo y siendo una sola la semilla
sometida a idénticos calores y gemelas lluvias, se darán diferencias en el fruto. Este
sembrador palestino no trabaja en las grandes llanuras fértiles del mundo occidental. Su
tierra está quebrada por mil accidentes. Y las aves del cielo son muchas y voraces.
También sabe Jesús que se está describiendo a sí mismo en este sembrar pensativo. Si su
mensaje es palabra de Dios ¿cómo es que los fariseos permanecen duros, los escribas
escépticos, los herodianos desconfiados e incluso muchos de los que le siguen lo hacen sin
terminar de creer?... Es la misma semilla la que reparte para todos.
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¿Cómo produce frutos tan diferentes?... ¿Por qué los doce le siguieron con sólo ver el
fulgor de sus ojos, y esos mismos ojos nada dicen a los demás?... Esta irregularidad ¿es un
defecto de la semilla o de la tierra que la recibe?...
Jesús sabe que, a lo largo de la historia, se harán estas preguntas cuantos intenten seguir su
tarea de sembrador. Conoce también el riesgo a que se exponen los que, oyéndole, no
quieren oírle o le escuchan a medias.
Traza, por ello, para serenidad de aquellos e intranquilidad de estos, un vivísimo cuadro
que, en muy pocas palabras, describe a la perfección los más profundos escondrijos del
alma humana.
Hay hombres que son como un camino, hombres petrificados por la vida, hombres que,
entre desconfianzas, ya no se abren a nada. Son gentes a quienes el dolor y los años
endurecieron en lugar de fecundarles, gentes de paso, gentes amargadas y escépticas. Es
inútil que la semilla de la palabra de Dios caiga sobre ellos. No la recogerán. Vendrán las
aves del cielo, vendrá el viento y arrebatará la semilla y, con ella, la esperanza de que ese
camino produzca algo aún.
Otros son como terreno pedregoso. Sobre las piedras o la roca, ha crecido una engañosa
capa de tierra. Cree el labrador que allí la semilla será fructífera. Y, efectivamente, con las
primeras lluvias y el rocío brotará un tallo verde. Pero, al primer rayo de sol, el tallo
amarilleará primero, se morirá después: no tenía raíces suficientes.
Son muchos los hombres que tienen más piedra que tierra en el alma. Son apasionados,
idealistas, fervientes. Reciben con gozo cualquier idea nueva. Son gentes “abiertas”, fáciles
a la entrega, hasta se diría que “generosas”. Pero pronto se ve que su piedra es fuente de
dureza, no de solidez. La vida les trae y les lleva. Y cualquier nueva idea seca la anterior.
Les gusta probarlo todo y morir por nada. Sobreviene la tribulación o la persecución por
causa de la palabra, y sucumben. Jesús conoció muchos de estos: el joven rico, los que le
abandonaron cuando anunció la Eucaristía, todos los que se alejaron a la hora de la pasión.
Otros hombres tienen el alma construida de buena tierra. Tierra que sería fecunda… si no
estuviera llena de espinas. Gentes con el alma llena de fuerza y aún de valores, pero
comidos por el amor a los negocios, del placer, de las preocupaciones del mundo, de las
ilusiones de riqueza.
En estos la semilla brota y hasta se diría que pujante. Pero pronto es asfixiada por las
espinas. La palabra de Dios sólo crece en la alta soledad de quienes han sabido limpiar su
alma de sucias adherencias.
Hay, luego, almas que son buena tierra. En ellas la palabra de Dios crece y fructifica, se
multiplica y ahonda. Pero aun entre la buena tierra hay clases de fecundidad. Algunos
producen el treinta por uno, otros el cincuenta, llegan algunos hasta el ciento por uno.
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Para los palestinos una buena cosecha era la que daba el cincuenta por uno. Una cosecha
asombrosa – como la que recogió Isaac en la tierra de Guerar (Gen 26, 12) – sería la de
alcanzar el ciento por uno. No serán muchos éstos en el Reino de Dios. Pero no faltarán. Y
serán los santos.
Los frutos de esta buena tierra serán el desquite del sembrador. Este es el centro de la
parábola: Jesús está enseñando a los suyos a no desanimarse; a pesar de los obstáculos, el
poder de Dios actúa y siempre hay una semilla que produce fruto.
Sabrán esto los predicadores de todos los siglos: que es importante la mano que siembra,
pero que aún lo es más la tierra que recibe la semilla; que tendrán que sembrar con una
mano y ayudar, con la otra, a que las tierras se conviertan en fecundas.
En los campos del mundo no sólo hay tierras infecundas, hay también simientes podridas o
venenosas. Por eso añade Jesús la parábola de la cizaña a la del sembrador.
Y ni siquiera se detenía en esta frontera. Dentro del mismo colegio apostólico entraría la
cizaña. ¿Cómo reaccionar ante este fenómeno?... Los maestros espirituales de la época
decían que la respuesta era violenta: clamaban por una intervención urgente de Dios
aniquilando a los no creyentes.
Santiago y Juan tendrían esta misma reacción ante una aldea que no recibió la palabra de
Jesús: que baje fuego del cielo y los destruya (Lc 9, 54). Pero Jesús predica la paciencia: no
es ese el estilo de Dios.
Jesús da, además, un sentido más hondo y universal a su parábola: el sembrador es Dios, el
hombre enemigo es el demonio, la semilla son los hombres, los cosechadores los ángeles. Y
ese fuego final que quema la cizaña nos traslada a un planteamiento netamente
escatológico.
La parábola es, pues, más una lección moral de paciencia. Se dibuja en ella el drama del
mal y la estrategia de Dios ante él. Es directamente Dios quien ha sembrado el bien en el
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mundo. Pero Dios ha entrado en el juego de la libertad y permite que actúen unas fuerzas
que hacen peligrar su misma divina cosecha.
Son lógicos al pensar que si hay cizaña es porque alguien la sembró; no lo son al desconfiar
de la sabiduría de su amo. En su reacción está reflejada la tan común postura ante el dolor
del mundo. ¿Por qué hay guerras, por qué muertes y dolor?... ¿No dicen que Dios es
bueno?... El hombre – incapaz de descubrir que es su pecado la fuente de esa cizaña –
encuentra más sencillo levantar colérico los ojos y la mano contra el cielo.
El amo de la parábola reacciona vivamente: no es suya esa cizaña, él sólo siembra bien.
Pero el enemigo malo sembró la cizaña mientras los hombres dormían. Jesús usa
evidentemente una explicación metafórica, pero demuestra una vez más aceptar la
presencia de una fuerza del mal exterior a los hombres: el enemigo.
Al oír la respuesta del amo, a los criados les urge el correr a arrancar esa cizaña mezclada al
trigo, pero, Dios presenta entonces la estrategia de su Gracia: No, dejadla crecer, no vayáis
a arrancar el trigo junto a la cizaña. Cuando la mies esté madura, yo mandaré a mis
segadores para que la separen bien. Es esta una estrategia muy especial, mezcla de
claridad y de paciencia.
El amo no piensa que la cizaña sea trigo. Sabe muy bien que el mal es mal y el bien es bien.
No pone todo en el mismo saco. Pero sabe que, con frecuencia, trigo y cizaña están tan
mezclados que es, en este mundo, casi imposible separarlos. Y le interesa castigar la cizaña,
pero le preocupa aún más que ni una espiga de trigo sea destruida en un afán intempestivo.
Esta es la más olvidada entre las parábolas del Reino; tal vez porque carece de acción,
generalmente se olvida. Pero es de las más sabrosas y sorprendentes. ¿Por qué hemos
olvidado esta parábola?... Tal vez por su sencillez; tal vez porque, en el fondo,
preferiríamos que la santidad fuese una obra de titanes y no creciera como el trigo en el
campo, bajo el sol de Dios.
La parábola es, sin embargo, contundente. El labrador ha arrojado su semilla. Hecho esto ha
concluido su tarea. El trigo crece y se levanta sin que el sembrador tenga que volver a
intervenir, sin que piense siquiera en ello, incluso sin que se dé cuenta de que el trigo crece.
La tierra da fruto por sí misma.
Hay, sí, un misterioso equilibrio en Jesús, una despreocupación, una seguridad: el trigo
crecerá. Y se equivocan quienes viven angustiados, los que se ahogan en el terror de qué
comerán o cómo vestirán. ¿No hay un Dios que cuida de los lirios y los pájaros?...
Esta confianza es una contraseña de los verdaderos cristianos. Así ha crecido la historia de
los santos, naturales, sencillos, como el trigo en el campo. Para san Pablo ser cristiano y ser
santo es lo mismo. La santidad no es, para él, un fenómeno extraordinario. Lo anormal es
un cristiano desangrado, miedoso.
San Gregorio Magno lo formula con bella precisión en su comentario a esta parábola:
La tierra da fruto por sí misma, porque el alma del hombre, ayudada por la gracia,
asciende por sí misma hacia el fruto de las buenas obras. Y esta misma tierra produce en
primer lugar la caña, después la espiga y por último los granos de la espiga. Producir la
caña significa que todavía se siente cómo la buena voluntad es débil.
Llegar a la espiga quiere decir que la virtud se está desarrollando y nos empuja a
multiplicar las buenas obras. Y la plenitud de los granos en la espiga significa que la
virtud ha hecho ya tales progresos, que hemos llegado a la plenitud de la acción y de la
constancia en el cumplimiento del deber. Cuando el fruto está maduro, se mete la hoz,
porque todo es cosecha de Dios, una mies que le pertenece.
Junto a la mies que crece pone Jesús otra paradoja de este reino de los cielos: crece pero
sigue siendo pequeño, su grandeza está precisamente en su pequeñez.
Porque una interpretación ingenua y triunfalista ve en esta parábola una especie de resumen
de la historia de la Iglesia en este mundo: empezó con pocos, ha llegado a muchos millones,
las aves del cielo de los pueblos paganos han venido a posarse en sus ramas.
Algo de realidad hay en esto: quien compara los pequeños inicios de la comunidad cristiana
en torno a los doce con el esplendor de un Vaticano II con sus 2.500 obispos, ve,
efectivamente, que el grano de mostaza ha hecho su camino.
Pero, si se mira en profundidad, se ve que esos millares de obispos siguen siendo aún el
grano de mostaza, perdido en la paganía del mundo. La Iglesia está hoy, en rigor, mucho
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más cerca de sus orígenes de semilla, que del triunfo final, un triunfo que no vendrá en esta
tierra.
La fuerza de ese árbol creciente sólo puede estar en la realización del Evangelio en las
vidas de los hombres y las sociedades. Y en esto siempre hemos estado cerca del grano de
diminuta semilla.
No es, pues, el número lo que hace crecer el árbol, sino la fidelidad al Evangelio. Por eso
siempre ha habido, dentro de la Iglesia, cristianos que regresaban a la semilla de la
mostaza: los anacoretas, los monjes, los mendicantes, quienes aún hoy se empeñan en vivir
la plenitud del Evangelio.
San Jerónimo lo señalaba casi con orgullo: La predicación del Evangelio es la más humilde
de las teorías intelectuales. Comparad esta doctrina con las enseñanzas de los filósofos y
sus libros, con el brillo de su elocuencia y el orden perfecto de sus discursos, y veréis cómo
la semilla del Evangelio es más pequeña que todas las otras simientes.
Gemela a la parábola del grano de mostaza es la de la levadura. San Mateo las une como
pronunciadas en la misma ocasión. El Maestro insiste tanto y con tan variadas imágenes en
que no debe juzgarse sólo por los ojos. Lo que hoy es un grupo pequeño será un día un
árbol frondoso; la pequeña lámpara que ellos son, iluminará toda la casa; ellos serán,
además, la levadura que fermentará toda la masa.
El Reino tiene comienzos humildes, pero el pequeño rebaño de hoy triunfará en el Reino
definitivo de Dios. Más nos quedaríamos a mitad de camino si considerásemos esta
parábola como un simple doble de la del grano de mostaza: en esta se hablaba de la
extensión del Reino de Dios; con la levadura, se señala además la misteriosa virtualidad
que ese ingrediente tiene, que no sólo fructifica en sí mismo, sino que influye en cuanto le
rodea.
El influjo de la comunidad de creyentes será así más ancho que la misma Iglesia. Aunque
no todo el pan se convierta en levadura, todo él tomará el sabor de ese fermento. ¡Cuántas
cosas cristianas hay hoy fuera del cristianismo!... ¡Cuántos valores evangélicos han calado
allí donde no ha logrado llegar la Iglesia!... Incluso ¡cuántas luces limpias de Dios, huidas
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un día de casa como el hijo pródigo, podemos hoy recuperar los cristianos en lo que
llamamos la “acera de enfrente”.
Las parábolas anteriores nos describen cómo es ese Reino de los cielos del que habla Jesús;
nos cuenta cómo progresa; cuáles son sus virtualidades de transformación del mundo. Falta
contar cuál debe ser la postura del hombre que descubre ese Reino. Y a ello se dedican las
dos últimas parábolas del grupo.
La primera habla de un campesino que encuentra un tesoro en un campo. Era éste un tema
que fácilmente excitaba la imaginación de los contemporáneos de Jesús. Debido a las
numerosas guerras que pasaron por Palestina en el correr de los siglos, éstas obligaron
muchas veces a enterrar lo más precioso cuando el peligro amenazaba.
Aún hoy no es infrecuente encontrar en Palestina vasijas de arcilla con monedas de plata o
piedras preciosas. Y el tema es parte del folklore oriental que en muchos de sus cuentos
espera encontrar en algún lugar un tesoro misterioso.
Dos datos hay que parecen centrales en ambas parábolas: que los dos se llenaron de alegría
con su hallazgo, y que vendieron todo para adquirirlo.
Porque se trata del abandono total y no de pactos intermedios. San Pedro diría un día a
Cristo: Señor, nosotros hemos dejado todo para seguirte (Mc 10, 28). Y san Pablo certifica:
Cuando fue del agrado de Dios revelarme a su Hijo, yo no he escuchado ni a la carne, ni a
la sangre (Gál 1, 16). Y un Francisco de Asís regala las piezas de tela y el caballo de su
padre, tira sus vestidos y lo explica así: Yo he abandonado el siglo.
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Y lo maravilloso no es la audacia del total abandono, sino la alegría de quienes saben que,
haciéndolo, han conseguido el mayor de los tesoros.
Hay un gran riesgo en las parábolas de Jesús: que sean confundidas con una serie de
ejemplos morales. Si sólo fuera eso estaríamos convirtiendo el Evangelio en una vaselina.
Hay efectivamente normas de conducta en las parábolas. Pero hay mucho más.
En las del Reino que acabamos de comentar hay, sobre todo, una profundización en la
naturaleza de ese Reino anunciado por Jesús. En ellas descubrimos que, ante todo, el Reino
es un don de Dios. No es algo que los hombres podamos construir con nuestras manos.
Todos los méritos juntos de todos los santos, toda la inteligencia junta de todos los
teólogos, todo el coraje y la entrega de los mártires, todo el valor de todos los guerreros, no
nos acercaría ni a la puerta de ese Reino.
Es Dios quien siembra la semilla. La tierra más fecunda y limpia que puede imaginarse
jamás podrá dar fruto si alguien superior y exterior a ella no la siembra. Ni encontraría el
campesino, por mucho que cavara, un tesoro que nadie hubiera enterrado previamente. Es
un don y un don exclusivo de Dios.
Pero, por encima de todo, el Reino será Cristo. Las parábolas del Reino son un autorretrato
de quien las predica. Sólo a esta luz adquieren su verdadero significado y cambiarían de
sentido de haber sido otro el predicador.
La semilla – Jesús mismo lo explicó – es la palabra de Dios. Jesús fue sembrado hace dos
mil años, sigue siendo sembrado en las almas de los hombres. Para muchos, su nombre y su
persona caen en el camino, sobre piedra, en las zarzas. Él está en muchas tierras que se
dicen cristianas, pero su semilla se la lleva el viento o los pájaros, o se muere con la llegada
de un dolor o es ahogado por el sexo o el dinero.
Jesús es también la levadura amasada por la Iglesia siglo tras siglo: Él tiene fuerza y poder
para fermentar toda la masa humana; Él sigue siendo lo único que hace que la aventura de
ser hombre no resulte insípida y sea soportable.
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Jesús es el grano de mostaza que, como escribe san Pedro Crisólogo, fue depositado en el
jardín del cuerpo virginal y creció en el árbol de la cruz por todo el orbe, y, cuando fue
machacado en la pasión, dio tanto sabor de su fruto, que todo cuanto es vital lo ha
adobado y condimentado con su influjo.
Él es, sobre todo, el tesoro escondido, la perla por la que debe ser vendido todo. Quien
verdaderamente la encuentra ha descubierto la alegría. Quien se decide a amarle ha
empezado ya a vivir en el Reino de Dios.
Aquí no se describe ya, como en el anterior bloque de parábolas, cómo será ese Reino al
que los hombres son llamados; ni se dan normas o consejos que la humanidad deba seguir.
El protagonista de estas páginas es directamente el amor de Dios, un amor que sobrepasa
todos los límites y que supera todas las razones.
Nacen estas parábolas en un clima mucho menos idílico que el que diera origen a las del
Reino. No estamos ya en Galilea, sino en Judea. Y la predicación de Jesús ha comenzado a
convertirse en problema. Ya ha estallado el asedio de quienes le conducirán a la cruz.
Jesús ha dejado ver ya que su Reino supone la muerte del que los fariseos habían instalado.
Va a nacer una “nueva justicia”, que nada tiene que ver con la que pregonan los maestros
oficiales de la época.
Jesús anuncia que trae un vino nuevo y que no va a ponerlo en los viejos odres (Mt 9, 15).
Dice claramente que no ha venido a curar a los sanos, sino a los enfermos (Mt 9, 12). Y, en
sus palabras, ataca ya frontalmente la hipocresía de sus adversarios: ¿Quién de vosotros si
se le cae una oveja en un hoyo, no va a cogerla y sacarla aunque sea día sábado? (Mt 12,
11).
Lucas, al abrir el capítulo en que las incluye, dice que los publicanos y los pecadores se
acercaban para escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: ¡Este
hombre acoge bien a los pecadores y come con ellos! (Lc 15, 1-2).
Este escándalo de los “puros” era lógico dentro de su mentalidad: acoger a los pecadores,
mezclarse con ellos no era precisamente lo que en aquella época encajaba mejor con la
conducta que se suponía a un hombre piadoso.
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Pero Jesús anuncia otra pureza, otra ley. Más claramente: anuncia “otro” Dios. Habla de un
Dios que es Padre ante todo, perdón ante todo, misericordia por encima de todo. Un Dios
que bajaba hasta los suyos para mezclarse con ellos. Un Dios con un extraño corazón
enorme. De este corazón es de lo que habla esta serie de parábolas.
7.2.1 El buen pastor y la oveja perdida. (Mt 18, 12-14; Lc 15, 1-7)
Esta primera es la parábola que más encaja en los carriles de la tradición judía. El pueblo de
Israel había sido desde siempre un pueblo ganadero. Pastores fueron muchos de los héroes
de Israel: Moisés (Ex 3, 1), David (1 Sm 16, 11), Amós (Am 1, 1). Nada tiene de extraño
que la figura del Mesías se presentase también bajo la figura del pastor.
Así lo habrían preanunciado muchas profecías: será un Pastor único (Ez 34, 23) que
recogerá las ovejas de en medio de las gentes, las reunirá de todas las naciones, las
llevará a su tierra y las apacentará sobre los montes de Israel (Ez 34, 13).
El amor de este Pastor se anuncia en tonos conmovedores (Is 40, 11). En boca del mismo
Pastor se pondrá la descripción de este tremendo amor (Ez 34, 16). Bajo este Pastor las
ovejas estarán seguras (Jer 23, 4). Bajo su cayado las ovejas se sienten felices (Sal 23, 1-4).
Todo esto que han anunciado los profetas, Jesús se lo aplica a sí mismo: Él es ese Pastor
prometido (Jn 10, 11); ha venido al mundo para congregar el rebaño de Dios (Mt 15, 24);
para alimentarlo con su doctrina (Mc 6, 34); para conducirlo al prado definitivo junto a las
aguas de la vida (1 Pe 5, 4).
Pero el amor de este Pastor va mucho más allá de cuanto los profetas imaginaron: éste
conoce a todas las ovejas y las llama por su nombre (Jn 10, 3); vive obsesionado por su
pequeño rebaño (Lc 12, 32); por él dará su vida (Jn 10, 11).
Más aún, hay otro misterio en este Pastor: parece preferir las ovejas sarnosas, enfermas,
perdidas, a las sanas. Hay, por ello, algo de desafío en la palabras de Jesús: ¿Quién de
vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja las noventa y nueve en el desierto para
ir detrás de la que se ha perdido?... Nadie hacía esto en el mundo de las almas en tiempos
de Jesús. Se daba por perdido al perdido.
Jesús no sólo no condena a la oveja perdida, sino que se convierte en la principal para él.
Por eso cuando la ha encontrado, la pone, lleno de alegría, sobre sus hombros. El gesto es
el clásico de los pastores, el que había anunciado Isaías: Recoge a los corderos con su
brazo, los lleva en su seno (Is 40, 11).
Pero, en realidad, el centro de la parábola no es ni siquiera ese gesto amoroso del pastor,
sino su alegría, la alegría de Dios cuando encuentra a un pecador. Este sí que es un
misterio: ¡el hombre, y el hombre pecador es la alegría de Dios!... Una alegría que escapa a
toda lógica: Os digo que hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente, que
por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia.
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Aquí sí que estamos en la paradoja de las paradojas: ¿Es que, entonces, es preferible el
pecado?... Si Dios prefiere un pecador a noventa y nueve justos ¿para qué esforzarse en
serlo?... ¿Es, entonces, mejor ser pecador?...
La respuesta es bastante sencilla: no hay, en ninguna parte del mundo, noventa y nueve que
no tengan necesidad de penitencia. No hay ni un solo justo que no tenga esa necesidad. Los
que se creen justos, los que creen no tener ninguna necesidad de penitencia, son los peores
pecadores: en ellos no sólo no hay arrepentimiento, sino que no hay ni siquiera lucidez y
honestidad para verse como son.
En realidad en el mundo sólo hay dos categorías de hombres: pecadores que se arrepienten
y luchan por llegar a ser justos; y pecadores que no se arrepienten. Los que se creen ya
justos son la última y más peligrosa especie de estos pecadores no arrepentidos. Por eso es
lógico y evidente que Dios prefiera un pecador que ya está empezando a dejar de serlo, a
noventa y nueve justos-pecadores que nunca dejarán de serlo puesto que no sienten ninguna
necesidad de penitencia.
Tenía razón san Hilario de Poitiers al ver en esa oveja perdida a toda la humanidad. La
historia de la humanidad es la historia de esa búsqueda: la terquedad del hombre empeñado
en extraviarse, frente a la terquedad de Dios empeñado en encontrar al hombre.
Esta es, sobre todo, la historia del corazón de Dios construido de una absurda alegría y una
extraña misericordia. La tradición musulmana atribuye a Mahoma la idea de que Dios creó
cien partes de misericordia, de las que se reservó noventa y nueve y dejó la otra al mundo.
Esta y no otra es la verdad del corazón de Dios.
Hay en la parábola de la dracma perdida una llamativa contradicción. Está, por un lado, su
absoluto realismo: la mujer que vive en una casa de campesino; en el suelo de losetas o de
tierra apisonada fácilmente se pierde una moneda; para buscarla la mujer enciende un
candil, barre el suelo, levanta los pocos muebles de su pobre ajuar.
Pero, por otro lado, está su falta de realidad: ¿Por qué tanto esfuerzo para una moneda de
tan corto valor?... Se trata de un celo exagerado, excesivo. Y excesiva es la alegría cuando
la moneda aparece. ¿Vale la pena ir por las casas de las vecinas diciendo que se ha
encontrado esa mísera moneda?...
¿Quiere Cristo decir que lo que Dios busca es lo inútil, lo que nada vale, que hace un
esfuerzo excesivo, un esfuerzo que no realizaría ninguna mujer sensata?... Probablemente.
No estamos, desde luego, en las parábolas de la sensatez, sino en las de la desmesura.
¡Y, de nuevo, el estallido de la alegría de Dios!... Y esta vez representado en una mujer,
mucho más alborotada y charlatana, que despierta con su gozo a todo el barrio. Este Pastor
es un Padre decididamente maternal. ¡Y se improvisa una fiesta!... En ella, sin duda, se
gastó mucho más que la dracma cuya pérdida parecía una tragedia.
101
Pero estamos en el mundo del loco amor de Dios que valora lo que no vale; que tira la casa
por la ventana para festejar el hallazgo de lo sin importancia.
No se equivoca Peguy al decir que ésta es la palabra de Dios que ha llegado más lejos: en
longitud y en hondura, en extensión y en profundidad. Es la más conocida, la más amada de
las parábolas. También la más bella y la que más horizontes nos descubre en el corazón de
Dios.
Un hombre tenía dos hijos. Vivían con él, en su casa, en la aburrida rutina de levantarse,
trabajar, comer, charlar y acostarse. En la casa había amor, mucho amor. Pero no todos ni
siempre sabemos ver el amor que nos rodea. Y menos en el estallido de la edad juvenil.
Por eso el más pequeño de los hermanos prefirió la aventura de sus sueños a la aparente
rutina de amor de su padre. Quería novedades, caminos. Su corazón no parecía caberle
dentro de las cuatro paredes de su casa. Y un día pidió la parte de su herencia. No le
correspondía en rigor, como señalaba el Deuteronomio (21, 17) hasta la muerte de su padre.
En vida, éste podía disponer con absoluta libertad de sus bienes, aun de la supuesta
herencia de sus hijos.
El Dios del Evangelio usa sólo la voz de la conciencia. Pudo haber mandado legiones de
ángeles para impedir la sentencia de Pilato; pudo al menos, intentar disuadir a Judas, pero
nada de eso hizo: su respeto a la libertad humana es casi escandaloso.
Porque le duró poco, como a todo el que no ha sudado para ganarlo. Se le fue como el agua
entre las manos. Un día, cuando el posadero le pasó la cuenta, se percató de que ni para
pagar los atrasos tenía. Acudió entonces a los amigos que tan fervorosamente le
acompañaban en días pasados. Pero pronto vio cómo se cierran tantas puertas a quien pide
como se le abren a quien da.
Tendría que abandonar su lujosa posada. Tal vez fue echado de ella violentamente. Y ahora
habría que ponerse a trabajar. Pero ¿en qué?... El muchacho se dio cuenta ahora de que
nada sabía. ¡Había vivido tan cómodamente a la sombra de su padre!... Y no era sencillo
encontrar un trabajo fácil en tierra extranjera. Al fin, alguien le ofrece un puesto como
pastor de cerdos. Se resiste, siente vergüenza. Pero el hambre aprieta. Y acepta.
102
Ahora aprende lo que es trabajar a las órdenes de un amo y de un amo cruel que hasta le
cuenta las bellotas que hay que dar a los cerdos. Era tiempo de hambre en la ciudad y
comenzó a saber lo que dolía dar a los animales lo que hubiera querido para él.
Una de aquellas noches las lágrimas subieron a sus ojos. Comenzó a recordar. Y, con los
recuerdos, vio su salvación. En verdad que era un pecador bastante poco pecador, un
pecador bastante infantil. Su mismo modo de despilfarrar demuestra que su problema era
más de falta de cabeza que de retorcimiento en el corazón.
G.Thibon ha observado con agudeza que si este muchacho hubiera depositado su fortuna en
valores bancarios, jamás habría regresado a su casa. Pero este muchacho era un pecador que
desconocía el cálculo. Pecaba como se ama, calientemente; no como se odia, en frío. Su
pecado le manchaba, pero no le corrompía.
Por de pronto sigue acordándose de su casa, sigue queriendo a su padre, sigue sintiéndose
hijo, sigue recordando que su padre es bueno y perdonador. Por otro lado no es
suficientemente orgulloso como para ignorar que está mal. Reconoce que hasta los
jornaleros de su casa están mejor que él, que hace días se sentía el hombre más importante
del mundo. Y eso demuestra no poca sinceridad. Tampoco es muy grande su orgullo
cuando le quedan fuerzas para volver.
Es claro que todo lo hace movido por el hambre y no por el amor hacia su padre o por el
reconocimiento de su error. Pero lo importante es que la luz entra en su alma, aunque sea
por el camino del hambre. Vive aquello que escribiera Peguy: la Gracia de Dios es terca, si
encuentra cerrada la puerta de la calle, entra por la ventana.
El padre había dejado marchar a su hijo. Había respetado su libertad con aparente
desinterés, pero con el corazón, en realidad, destrozado. De hecho, el paso de los días no
había hecho otra cosa que aumentar la necesidad que tenía del regreso del muchacho. Él le
conocía bien. Sabía que aquello había sido una acción poco juiciosa: el muchacho no era
malo. Volvería.
Y porque sabía que volvería, se pasaba las horas muertas en la ventana, fijos los ojos en el
camino por el que partió.
Y no supo esperar, digno, a que el muchacho llegara a arrojarse a sus pies. Cualquiera lo
hubiera hecho. ¡Es tan agradable mostrarse ofendido, ver cómo alguien viene a postrarse
103
Y es que en realidad este padre tiene más necesidad de perdonar que el hijo de ser
perdonado. Con el perdón, el hijo recupera la comodidad, el padre recupera el corazón; con
el perdón, el muchacho volverá a poder comer, el padre volverá a poder dormir.
El padre no puede creer a sus oídos ante las tonterías que está oyendo y sin dejarle llegar al
disparate mayor (ese de “trátame como a uno de tus jornaleros”) se pone a gritar que
preparen un banquete, que traigan los mejores vestidos y las joyas más caras, porque éste
mi hijo (y ¡cómo lo subraya!) que había muerto, ha vuelto a la vida; se había perdido y ha
sido hallado. Y comenzó el banquete.
Aquí solemos terminar esta parábola. Pero en el Evangelio tiene una segunda parte tan
larga e importante como la primera. En el banquete había una silla vacía y aquella silla
pregonaba que, además del pecado del muchacho y del perdón del padre, había en la casa
una tercera persona que no se parecía ni al uno ni al otro.
¡Extraño hijo éste!... Sabe que su padre está destrozado desde que se marchó el pequeño;
sabe que desde que se fue no hay en su casa otra cosa que lamentos… y, cuando oye
música y júbilo en el interior, no se le ocurre qué pueda ser aquello. ¿Es que podía haber
alguna otra causa que alegrara así a su padre?... Curiosamente este hermano mayor sabía de
su casa, estando en ella, menos que el pequeño en el lejano criadero de cerdos. ¡Tuvo que
preguntar!...
104
Y no quería entrar. Es la “rabieta” de los “justos”. ¿Cómo iba él a mezclarse con semejante
tipo?... Si quieren que él entre, tendrá que irse el intruso que, en definitiva, ahora no viene a
otra cosa que a robarle su parte de herencia, después de haber gastado la propia.
Y también a éste salió a buscarle el padre. Porque él recibe no sólo al que viene hacia la
casa, sino también al que se niega a venir.
Pero el hermano mayor tenía sus “razones”, tristes razones. Hace ya tantos años que te
sirvo sin jamás haber traspasado uno solo de tus mandatos y nunca me diste un cabrito
para hacer una fiesta con mis amigos, y al venir este hijo tuyo, que ha consumido su
fortuna con meretrices, le matas un becerro cebado.
Cada palabra es más triste que la anterior: se enorgullece de lo que es un deber y pasa
factura a su padre como si estando a su lado le hubiera hecho un favor; presenta como su
gran mérito no el haber amado, no el haber trabajado, sino el “no haber traspasado”, el no
haber hecho el mal; y, puesto a pedir, lo único que echa de menos es… un cabrito. Ni a la
hora de desear es generoso.
Pero aún son más graves las palabras que se refieren a su hermano: Al venir este hijo tuyo…
¡Ni siquiera le reconoce como su hermano!... ¡Si el padre quiere seguir considerándole hijo
suyo, él ya no puede considerarle como hermano!...
Acierta, seguramente; pero, olvidándose de las lágrimas de hoy, se cierne como un buitre
en la locura de ayer. Todo el tono de sus palabras muestra la secreta envidia que siente y
sus ocultos deseos no saciados, no porque sea mejor que su hermano, sino porque ni para
pecar tiene coraje.
Difícilmente podía Jesús retratar con mayor viveza la religiosidad de los fariseos, los justos
oficiales de ayer o de hoy que perpetuamente pasan a Dios la factura de sus bondades
mezclada con la acusación de la maldad de los otros.
Pero ni ahora se pone nervioso el padre: Hijo, le dice como prueba suprema de su amor, tú
estás siempre conmigo. ¿Te parece poco don mi compañía? No sólo un cabrito, sino todo
lo mío es tuyo permanentemente. Mas era preciso hacer fiesta porque este tu hermano
(recalca lo que el hijo olvidaba) estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha
sido hallado.
105
¿Entró el hijo mayor después de estas palabras?... Parece que sí, puesto que el evangelista
añade que se pusieron a celebrar la fiesta. Pero no sabemos si la razón fue la garantía dada
por el padre de que todo lo suyo era del hijo mayor o si es que este hijo sintió romperse la
dureza de su egoísmo ante el amor al padre.
En verdad que este padre llega a dar pena. En definitiva es el único que ama en la parábola.
El hermano pequeño regresa movido más por el hambre que por el amor. El mayor entró en
la alegría después de ruegos y de garantías. ¿Es que ningún hombre puede amar
desinteresadamente?...
¡En verdad que nada entendemos del corazón de Dios si pensamos en un corazón de
hombre sólo que más grande!... ¡Únicamente asomándonos a las entrañas de Cristo
podremos entender algo de este pobre padre que tanto ama y a quien nadie parece amar!...
Si la parábola del hijo pródigo es la más conocida, le sigue no de lejos la del buen
samaritano, en la que aún se nos presenta con más viveza la cara y el sello de la verdadera y
la falsa santidad. Hay, incluso, en ella algo de esas crueles caricaturas con las que Jesús
solía describir las lacras del fariseísmo.
El camino de Jerusalén a Jericó, una larga pendiente de 27 kilómetros, era y es aún hoy
famosa por los ataques de los bandidos. Y así fue que a este hombre de la parábola los
bandoleros no se contentaron con desvalijarle, y quizá porque se resistió al robo, ellos se
vengaron dejándole medio muerto al borde de la calzada.
Y sucedió que pasaron primero un sacerdote y después un levita y ambos dieron un rodeo
para no tocar siquiera al caído. Cumplían con ello una obligación legal. Ante un tribunal
religioso no habrían recibido más que elogios: habían huido de la impureza. Tocar la sangre
de aquel pobre hombre les hubiera impedido hacer el menor acto religioso después sin
purificarse.
Jesús estaba atacando ahora lo sustancial de la religiosidad judía de los puros de su tiempo:
haber puesto la pureza legal por encima de la caridad. Asombrosamente esos dos hombres
renunciaban al amor en nombre de su religiosidad: de ella sólo sacaban razones para
dispensarse de la misericordia.
Cuánta suciedad había en ese planteamiento que, aun siendo muy grande el egoísmo en el
hombre, el primer movimiento espontáneo es el del amor. Lo dice bien claro Peguy: La
caridad es algo natural. La caridad brota por sí sola. Para amar al prójimo no hay más
que dejarse llevar, ver un poco de miseria. Para no amar al prójimo, habría que
violentarse, torturarse, atormentarse, contrariarse. Habría que ir en contra de uno mismo.
Esta caridad espontánea es la que empuja al buen samaritano a detenerse. Luego necesitará
un amor mucho más hondo para no limitarse a una pequeña ayuda.
106
Era un viajero corriente. Venía de Jerusalén donde ciertamente no había estado para visitar
el templo. El monte Garizim era su templo. Llevaba lo que todo viajero de la época portaba
consigo: su mula y, dentro del sillín, una cantimplora de vino y algunas vendas de tela.
Llevaba, en realidad, algo más: un corazón caliente.
Por eso, cuando vio que su mula se espantaba ante la presencia de un bulto caído en el
suelo, detuvo al animal y bajó de su cabalgadura, pensando, probablemente, que aquel
hombre estaba ya muerto.
Ya en tierra, vio que respiraba aún. Y no tuvo los escrúpulos de quienes le habían
precedido, dejó que sus manos hicieran lo que su corazón ya mandaba: enjugó con vino las
heridas del apaleado; lo montó cuidadosamente en su mula y, caminando él a pie para
mejor sostener fraternalmente al herido, le llevó hasta la próxima posada y allí pagó al
posadero para que le cuidase hasta su regreso.
Asistimos en esta parábola a mucho más que una anécdota: vemos cómo la caridad queda
constituida en base de toda santidad. Así lo subraya el tradicional comentario de Bruce: La
moral de esta historia es que la caridad es la verdadera santidad. Esa es la clave del
edificio de la parábola.
Pero los padres de la Iglesia han ido más allá en la interpretación de esta parábola y la han
visto como un misterio: es del corazón de Dios de lo que aquí se sigue hablando. Toda la
humanidad – dice san Agustín – yace herida en el borde del camino en la persona de ese
hombre, a quien el diablo y sus ángeles han despojado. Y es Cristo el buen samaritano
quien, bajando desde el cielo, carga con la humanidad a hombros para curarla.
Por eso, desde entonces, todo gesto de amor tendrá siempre algo de cristiano, un recuerdo,
quizá inconsciente, de Cristo. Y la Iglesia deja de ser la de Cristo cuando pasa a lo largo del
camino de los que sufren, y es cristiana cuando se inclina hacia ellos.
Tiene por ello plena razón Cerfaux cuando afirma que toda la civilización cristiana ha
nacido de esta parábola. Aunque muchos, que se llaman cristianos, parezcan haber
heredado más del sacerdote y del levita que del buen samaritano.
Nuevamente nos encontramos con el tema de las dos religiosidades: la que se basa en el
orgullo y la que parte de la humildad.
El fariseo toma posiciones frente a Dios y casi contra Él. Está “de pie”. Los antiguos daban
una tremenda importancia a los gestos externos. Y todo es orgullo en la oración del fariseo;
comienza despreciando a los demás hombres, sigue pasándole factura a Dios por sus
107
bondades. Cuando pasa lista de los pecados se enorgullece de no robar ni matar, pero se
olvida de muchas otras oscuridades de su vida.
Es una oración que nos parece caricaturizadora. Pero Jesús no estaba inventando nada.
Aquel era verdaderamente el modo de rezar de los fariseos.
El fariseo mezcla así las dos cosas que nunca pueden unirse a la oración, porque la corroen:
la vanidad y la crítica contra los demás. Una oración con orgullo, aparte de ridícula, es una
antioración. Una oración sin caridad, aparte de absurda, es también lo contrario de orar.
Por eso, concluye con dureza la parábola, el publicano bajó justificado a su casa y no el
otro. Es el tiempo de la nueva justicia lo que Jesús anuncia, una justicia que será un regalo
de Dios y no un amontonamiento de “virtudes” por parte de los hombres. En rigor, Dios se
contenta con encontrar una tierra humilde y confiada en que sembrar sus dones.
Las parábolas de la misericordia nos han permitido una investigación sobre la hondura del
corazón de Dios. Pero ese corazón puede ser rechazado. Y otras cuatro parábolas describen
ese riesgo y la cólera de un Dios que, si ama hasta el final, no puede pasar por alto el
permanente desprecio de ese amor.
Por eso cuenta Jesús la historia de los niños que juegan en la plaza (Mt 11, 16-20). Frente al
amor de Dios se levanta la indiferencia de quienes escuchan sus llamadas. Vino Juan que ni
comía ni bebía y el pueblo judío no le escuchó con la disculpa de que era un endemoniado.
Vino el Hijo del hombre que come y bebe como los demás, y dijeron: es un glotón y un
bebedor, amigo de publicanos y pecadores. ¿Cómo juzgará Dios a este pueblo que parece
haberse encerrado en su voluntaria sordera?...
La misma historia cuenta la parábola de “los dos hijos” (Mt 21, 28-32). El primero es muy
obsequioso, muy respetuoso. Cuando su padre le manda ir al campo responde con un “sí”
rebozado de sonrisas. Pero no va.
El segundo es un rebelde, tiene la cabeza floja, pero posee un gran corazón y éste es el que,
al final, se impone. Dice que no a su padre, pero, por fin, aunque sea a regañadientes,
obedece sus órdenes. Una vez más son los menos obsequiosos, los menos “cumplidores”,
quienes – siempre que tengan el corazón sano – resultan preferidos por Dios.
108
Y aún es más dramática esta elección en la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 33-
46; Mc 12, 1-12; Lc 20, 9-19). Los tres sinópticos coinciden en presentarla como una
especie de adiós profético de Jesús al pueblo de Israel. Era el pueblo elegido, a él se le dio
la viña antes que a nadie. Pero, uno tras otro, mató a los profetas, mató también, por fin, al
hijo del dueño. El corazón de Dios no se ha cansado de perdonar, pero se ve obligado a
hacer justicia: tendrá que dar la viña a otros viñadores más honrados.
Jesús, al pronunciarla, está haciendo un llamamiento patético a quienes le rodean, les está
ofreciendo la última oportunidad, suplicándoles que no malgasten el postrer amor.
Y la misma idea rebrota en la parábola de los invitados al banquete (Lc 14, 15-24). La
generosidad del rey no tenía límites. Pero todos encontraron disculpas baladíes para eludir
la invitación: uno había comprado una tierra, otro un par de bueyes, un tercero acababa de
casarse. Y el rey tuvo que renunciar a los invitados previstos y abrir su casa a todo tipo de
pobres, harapientos, mendigos.
El amor no es amado, gritaba Francisco de Asís. Dios tiene necesidad de los hombres, se
titulaba una película de hace algunos años. Sí, esta es la historia de un amor que mendiga
respuesta, de un padre que es padre ante todo y cuyo mayor placer es encontrar alguien que
quiera reposar su cansada cabeza en sus infinitos hombros.
Se siembra para la siega. Esta verdad de perogrullo es olvidada demasiadas veces por los
cristianos. Y, sin embargo, el Evangelio está escrito siempre de cara al horizonte. Las
semillas no tienen más razón de ser que la de fructificar. El banquete es siempre signo de
otro banquete que aún no ha venido. Alguien espera al otro lado de las nubes.
Este sentido escatológico de la palabra de Jesús era perfectamente entendido por las
primeras comunidades cristianas que vivían con los ojos levantados a lo alto. Sentían a
Cristo al otro lado de cada puerta. Y esperaban que esa puerta se abriría de un momento a
otro.
Esta prisa por el Reino definitivo, creó en los cristianos posteriores una especie de
desencanto. Y ha hecho de la cristiandad una colección de desconfiados. Hoy no hay un
solo cristiano que espere esa segunda venida. Muchos esperan, sí, su encuentro con Cristo
tras su muerte personal, pero la idea de esa venida final del Señor se ha alejado del
horizonte de la comunidad eclesial.
Junto a las parábolas que anuncian la siembra del Reino y las que cuentan el nacimiento de
la nueva justicia, hay un tercer bloque que justamente son definidas como “parábolas del
juicio”.
Pero es, además, un juicio en el que se cambiarán muchas de las normas que la justicia
humana tiene por intocables: los últimos podrán ser los primeros; el que produce cinco, será
equiparado al que produce dos; alguien será condenado por el simple hecho de no producir,
109
Así, si las parábolas de la misericordia nos enseñaban los recovecos del corazón amoroso
de Dios, las del juicio nos dirán cómo está construido el corazón del juez de la hora final.
Un juez con leyes muy especiales. No será malo que quienes seremos juzgados conozcamos
bien esas leyes y ese juez.
La primera parábola de esta serie nos traslada al triste mundo de los obreros eventuales.
Escenas como ésta se ven hoy en todos los países subdesarrollados y aún en muchas plazas
rurales de nuestro país.
Casi al alba, los hombres sin trabajo acuden a la plaza, buscan un rincón con un poco de sol
y esperan a ser contratados. Los mayorales pasan con ojos inquisidores ante la hambrienta
fila y miden los lomos de los hombres como si de caballos se tratase.
“Tú, tú y tú, ¿queréis venir a mi viña?...” Eligen a los más jóvenes y fuertes. Apenas
preguntan el precio o lo hacen por pura rutina, porque aceptarán lo que les den. El mayoral
de la parábola no es ni generoso, ni tacaño: ofrece la soldada normal de un trabajador. Y
con él se van los elegidos.
A media mañana la fila ha disminuido notablemente: quedan los más viejos o los más
inhábiles. Un segundo mayoral hace una segunda selección rigurosa y se lleva otros cuantos
a trabajar a la viña del señor de la parábola.
Cuando la tarde comienza a declinar – falta ya una sola hora de sol – es el propio amo
quien cruza por la plaza y encuentra, cansados de esperar inútilmente, a los últimos
jornaleros aburridos. “¿Qué hacéis aquí sin trabajar?”, pregunta con voz en la que no se
oculta la dureza.
“¡Qué más hubiéramos querido nosotros que trabajar!” responden ellos con una punta de
rabia en las palabras. “Nadie nos ha contratado!”. La voz del amo cambia ahora: “Id
también vosotros a mi viña”. Esta vez ni se habla de salario. Los obreros saben que por una
hora no podrán pagarles el salario entero, pero algo ganarán. Se atreven a confiar en que
este amo será generoso.
Una hora más tarde el mayordomo comienza a pagar, por orden del amo, el salario de los
trabajadores. Y lo hace comenzando por los últimos. Estos no pueden creer a sus ojos
cuando ven brillar en sus manos una moneda de plata. Y la noticia corre como un
relámpago por la fila de los que esperan.
“Si a estos les han pagado, por solo una hora, un denario completo, a ellos les tocará el
doble, o quizá el triple” piensan, sin atreverse a formularlo en voz alta. Pero el mayordomo
sigue pagando la misma cantidad a todos. Y ahora, sí, estallan las quejas, casi la
sublevación.
110
¿Qué injusticia es ésta?... ¡No se está pagando lo mismo a quienes apenas trabajaron una
hora, que a quienes soportaron el peso del día y el calor!... La respuesta del amo es ahora
ilógicamente lógica. “¿Por qué habláis de injusticia?... ¿No os ajustaron a vosotros por un
denario?... ¿Qué os importa si yo quiero pagar lo mismo a los demás?... ¿Acaso no soy
dueño de lo mío?”.
Quienes oyen estas palabras saben que el amo tiene jurídicamente razón. Pero no por ello se
sienten menos víctimas de la injusticia. Y no les duele lo que les han pagado a ellos de
menos, sino lo que se pagó de más a esos que ellos bautizaron como holgazanes.
Este es, evidentemente, un amo muy especial. Esta es una justicia que poco tiene que ver
con lo que nosotros bautizamos con ese nombre. Este amo no mide el trabajo realizado,
sino la decisión de ir a hacerlo.
Este Amo-Dios mide el premio mucho más por el amor que Él siente hacia los trabajadores
que por el fruto que éstos hayan conseguido. Quienes creen haber producido tantas obras de
justicia que han conseguido convertir a Dios en su deudor, se equivocan. Dios no debe nada
a nadie. Su amor y su premio son siempre gratuitos.
El hombre debe trabajar porque ésta es su obligación y porque Dios se lo ha pedido, pero
no debe pensar que, con su trabajo, atrapa a Dios y le hace esclavo suyo. Él sigue siendo el
dueño. Él es quien da el valor a la obra humana y siempre medirá por la entrega del corazón
y no por el sudor de las manos. Un extraño juez, sí.
Aún es más paradójica esta parábola. Aquí nos encontramos a un mayordomo que es
acusado de dilapidar los bienes de su amo y es, por ello, despedido. Pero, antes de entregar
sus cuentas, hace una última jugada tan inmoral como inteligente: llama a varios acreedores
de su amo y les rebaja las deudas que con él tienen a base de falsificar los recibos. Así,
mañana, cuando se encuentre en la calle, encontrará, por lo menos, gentes que tendrán que
estarle agradecidas.
¿Volvemos a encontrarnos ante una extraña moral?... ¿Cómo puede Jesús elogiar un acto
tan torcido?... Es claro que no se está elogiando el acto en sí: es una sucia jugada de un
“hijo de este mundo”. Pero demuestra, al menos, que ese mayordomo está vivo, lucha
apasionadamente por su dinero, mucho más de lo que la mayoría de los creyentes por su
salvación.
A Dios, en el fondo, le gustaría que sus hijos le hicieran alguna vez trampas, que
demostraran preocuparse tanto por llegar a su Reino que intentaran colarse en él por puertas
engañosas.
111
Este juez quiere ser engañado: el que hace trampas demuestra, al menos, tener interés por
ganar, demuestra estar vivo. Pero los hijos de la luz o son tan tontos que se creen capaces
de ganar a Dios, o tan cómodos que hasta se olvidan del juego.
Una paradoja más. Esta es la historia de un gran rey que se fue de viaje y puso en manos de
sus criados toda su fortuna: era un hombre generoso y decidido. Pero no la distribuyó a
partes iguales, dio a cada uno según su capacidad o según su gusto: a uno le encomendó
cinco talentos, dos a otro, uno a un tercero.
En los tres casos eran verdaderas fortunas con las que se podían hacer suculentos negocios.
Y ocurrió que, mientras los dos primeros criados, se pusieron a trabajar y a sacarle
rendimiento a sus capitales, el tercero se llenó de vacilaciones y escrúpulos: por un lado no
tenía muchos deseos de trabajar, por otro prefería su cómoda pobreza al riesgo de invertir.
¿Y si fracasaba en sus negocios y perdía lo que el señor le había encomendado?... Optó por
la seguridad: enterró cuidadosamente bajo tierra su talento y se sentó a esperar. Para
justificarse a sí mismo se dijo que no debía jugar con su amo, que era muy exigente.
Lo era, efectivamente. Pero era también generoso y magnánimo. Más él sólo había visto la
cara dura de su dueño. Lo había confundido con un faraón temible. Conocía su rigor;
desconocía todo el resto del corazón de su amo. Y se dejó llevar por el demonio de la
lógica: si él devolvía a su amo exactamente lo que el amo le había entregado, obraría con él
en plena justicia. Con devolverlo bien limpiecito él habría cumplido.
Un día el amo regresó. Y premió ampliamente tanto al que, con cinco talentos, había
logrado otros cinco, como al que le devolvía cuatro, habiendo recibido dos. Pero todo fue
distinto con el criado “prudente”. Al Amo-Dios no le satisfizo el hecho de que le
devolvieran íntegro lo que había entregado. Porque Él no amaba el dinero, sino el esfuerzo
por multiplicarlo.
A los demás, en cambio, el gran premio: Entra en el gozo de tu Señor. El dirigir cinco o dos
ciudades no es un gran premio. El premio es estar con un Dios que es gozo, vida, riesgo.
La cuarta paradoja nos habla de un esposo y unas vírgenes que le esperan. Los hombres
todos, como estas diez mujeres, están invitados a participar en el cortejo de una boda, la
boda de Dios con la humanidad entera. Las diez vírgenes son, a la vez, novias y
compañeras de la novia.
112
Pero esta es una boda misteriosa. El novio se ha ido de viaje y nadie sabe cuándo volverá.
Se ha ido lejos, sólo rara vez nos llegan lejanas noticias de Él. Se diría que, a veces, hasta la
humanidad duda de que vuelva algún día. Muchos creen que ese novio lejano no es más
que un sueño de solterona abandonada.
Por eso los no creyentes se ríen a veces de la novia-Iglesia y de los cristianos que siguen
esperando a un novio a quien, en realidad, ni siquiera han visto. Más los creyentes saben
que existe y que un día volverá. Sólo les ha pedido que le esperen. Un día Él regresará, y
hay que tener encendida la lámpara para ese día de júbilo.
Pero tarda, tarda mucho. Hasta los mejores se duermen en esta larga espera. La Iglesia
primitiva se esforzaba por mantener esa esperanza bien despierta: el novio-Cristo iba a
llegar de un momento a otro. Mas pasaron los siglos y aún no ha regresado.
De las diez compañeras de la novia, dice la parábola, cinco eran prudentes y cinco alocadas.
Las prudentes se ocupaban, sí, de su adorno, pero también de tener encendida la lámpara
del corazón. Las otras cinco estaban tan afanadas en peinarse, arreglarse, enjoyarse, que no
dedicaron ni un minuto en pensar que la noche podía ser larga, que sus lámparas no eran
muy grandes, y que podían necesitar una segunda reserva de aceite.
Las cinco prudentes encontraron fácil solución: tomaron sus recipientes de reserva y
recargaron sus lámparas. Pero las cinco alocadas se aterraron ahora al encontrarse sin la
reserva para sus lámparas.
Y regresa de nuevo la paradoja: la parábola parece elogiar a las “egoístas”. Cuando las
alocadas pidieron aceite a las prudentes, éstas respondieron: No, no vaya a faltarnos a
nosotras y a vosotras. Id a los que lo venden y comprad lo que os haga falta.
Si un progresista hubiera formado parte del grupo de los que escuchaban a Jesús, habría
interrumpido airado esta parábola diciendo: “Debieron repartir su aceite, aun a riesgo de
quedarse todas sin él. En realidad eran estas tacañas-prudentes las que merecían el castigo”.
La objeción sería válida si el aceite del alma pudiera prestarse. No se trataba allí de
prestarse propiedades o méritos, sino de tener o no encendido el corazón. Y nadie puede
encender el corazón de quien no lo enciende él mismo. Nadie se salva con el alma del
vecino.
Por eso el esposo no reconoció a quienes tenían muerto el corazón, a quienes, cansados de
esperarle, le habían olvidado plenamente.
Pocas parábolas más apropiadas que ésta para nuestros días. Los cristianos se avergüenzan
de mirar a lo alto. Dicen que lo único que hay que hacer es trabajar en esta tierra.
113
Confunden al esposo con el sudor de cada día. Y es verdad que el esposo tiene mucho que
ver con ese sudor, pero no “es” ese sudor.
Está entre nosotros, pero también está en ese país al que sólo se llega por la fe. Y un día
vendrá como un grito en la noche. Ese día habrá en el mundo dos tipos de vírgenes
alocadas: las que tenían el corazón muerto y las que lo tenían tan atareado que ni oyeron el
grito en la noche, o, si lo oyeron, no lo reconocieron porque se habían olvidado ya del
esposo a quien esperaban o decían esperar.
¿Encontrará vírgenes con las lámparas encendidas?... ¿Cuándo vuelva el Hijo del hombre
encontrará fe en la tierra?... (Lc 18, 8). Esta es sin duda la frase más dramática, más
desgarradora que Cristo pronunció en su vida. ¿Temía que, un día, el grito nocturno del
esposo pudiera sonar en un infinito desierto de sordos o dormidos?...
Y, ahora, descalzaos, porque la tierra que vamos a pisar es de fuego. Vamos a hablar de las
Bienaventuranzas, las ocho locuras que resumen el mensaje de Cristo.
Si en el Sinaí se concentró toda la ley en los diez mandamientos, en este nuevo monte nos
encontramos con un nuevo – y bien diferente – decálogo. Lo que allí aparecía en rígidas
fórmulas legales, se convierte aquí en bendiciones para los que vivan el nuevo espíritu.
Allí se señalaban los mínimos que deben aceptarse; aquí se apuntan las cimas a las que hay
que tender con toda el alma y la felicidad que espera a quienes las coronen. Y tal vez
debiéramos detenernos para descubrir que las Bienaventuranzas son palabras en las que se
juega nuestro destino; palabras a vida o muerte.
Y no sería malo empezar pensando que este monte de las Bienaventuranzas es como un
preludio del Calvario. El día que nuestro Señor enseñó las Bienaventuranzas – escribe
Fulton Sheen – firmó su propia sentencia de muerte. Es cierto: no puede predicarse algo tan
contrario a la sabiduría de este mundo, sin que el mundo acabe vengándose y llevando al
predicador a la muerte.
Decir las cosas que dijo es el mejor camino para crearse enemigos. Predicar la pobreza, la
mansedumbre, la paz, decir que son bienaventurados los perseguidos, no puede gustar a un
mundo que sólo cotiza la riqueza, la violencia, el prestigio, el dominio, la comodidad, el
sexo.
Por eso hay que subir este monte descalzos y temblando. Por eso hay que empezar
destruyendo la piadosa caricatura que unta este sermón y estas Bienaventuranzas de dulzura
y confitería. Este es un monte de alegría. Pero de esa que hay al otro lado de la zarza
ardiendo.
Y Jesús comienza la predicación de su Reino desplegando la gran bandera que centra todas
las expectativas humanas: la felicidad. Su búsqueda es el centro de la vida humana. Pero va
a colocarla donde menos podría esperarlo el hombre: no en el poseer, no en el dominar, no
en el triunfar, no en el gozar; sino en el amar y ser amado.
8.1 Bienaventurados los pobres porque vuestro es el reino de Dios. (Mt 5, 3; Lc 6, 20-
26)
A la puerta de esta bienaventuranza nos espera una gran dificultad: ¿a quién se está
refiriendo Cristo?..., ¿a los “pobres” como transcribe Lucas o a los “pobres de espíritu”, a
“los que tienen alma de pobre” que recoge Mateo?...
Desde que la Iglesia es Iglesia vienen unos y otros tratando de arrastrar la bienaventuranza
hacia sus ideas. Para los que persisten en empobrecer al pueblo, Cristo estaría canonizando
la pobreza material sin más. Y, desde el otro lado, la comodidad burguesa se las ha
arreglado para, sacándole el jugo a la formulación de Mateo, poder combinar riqueza con
bienaventuranza.
Pero Jesús no pudo canonizar la simple ausencia de bienes materiales. Puede carecerse de
todo y tener dentro del alma hectáreas de ambiciones, toneladas de envidia, kilómetros de
deseos, montañas de codicia.
Mas la bienaventuranza evangélica va mucho más allá que un puro problema de dinero. La
palabra que Jesús usó para definir a los pobres fue anaw y este término señalaba en hebreo
a un grupo muy concreto. Anawines eran los humildes, los oprimidos, los desgraciados, los
cargados de deudas y de enfermedades, los desamparados, los marginados.
Pero a esta palabra “pobre” añadían siempre los judíos una segunda expresión y hablaban
de los “pobres de Yahvé”. Eran estos los que, precisamente por no tener nada, precisamente
debido a su desamparo, se acercaban a Dios, ponían en Él toda su confianza, cumplían su
voluntad, observaban la ley.
Estos son realmente los pobres de los que Jesús habla: los que no se detienen en la idolatría
de las riquezas y no tienen otro Dios que Yahvé; los que viven “abiertos” a Él y a su
palabra, los que no confían en el dinero, ni en los demás hombres y ni siquiera en sí
mismos, sino sólo en Dios.
Pobres son los que están permanentemente disponibles a caminar hacia Dios, los que no
están atados a ninguna propiedad, porque nada tienen, los que, como el propio Jesús, no
tienen una piedra donde reclinar la cabeza, los que son como Él que, según la frase de
Tresmontant, es “el vagabundo por excelencia”.
115
Pobres son los que han elegido la libertad de no estar encadenados a nada de este mundo y
ni siquiera a ellos mismos, a sus ambiciones y sus orgullos. La miseria obligada es
esclavitud, pero esta pobreza libre que Jesús pregona es liberación. La pobreza forzosa es
carencia, vacío; la libre pobreza de Jesús es plenitud, es apertura hacia todo.
Los pobres, los abiertos de corazón, los libres, los no encadenados ni al mundo ni a sí
mismos, esos formarán parte de esa nueva humanidad que, conducida por Él, traspasa las
barreras de este mundo.
Tendríamos que comenzar por distinguir fuerza y violencia. Fuerte es el que crea, violento
el que destruye. Fuerte es Dios, pero jamás violento. A Él le interesa crear y no destruir.
José María Cabodevilla ha escrito: Los mansos no son los débiles, ni tampoco los fuertes.
No son los impotentes para combatir en la vida, ni son tampoco aquellos que utilizan su
impotencia como un arma para derribar al enemigo, apelando a su compasión o su
ternura. No son mansos quienes se rebelan airadamente contra la injusticia, pero tampoco
son los que, con su resignación, contribuyen a la expansión del mal. Los mansos son,
simplemente, los que participan de “la mansedumbre de Cristo” (2 Cor 10, 1).
Con esta última frase nos hemos acercado al centro del problema. En el Evangelio sólo dos
veces aparece la palabra “manso”, aparte de la bienaventuranza. Y las dos veces se refiere a
Cristo (Mt 21, 4-5; 11, 29-30). Frente a la dureza e intransigencia de los fariseos, Jesús se
define como dulzura, alivio, refugio, descanso de las almas.
La mansedumbre, pues, más que una virtud, puede definirse, como ha escrito López Melús,
un complejo de virtudes, una forma especial de la humildad y de caridad, que abarca la
condescendencia, la indulgencia, la suavidad y la misma misericordia.
Pero sería equivocado reducir la mansedumbre a la suavidad. Cristo era suave, pero no sólo
eso. Era también fuerte. Le vemos cómo fustiga al mal sin rodeos. El ser manso no coarta
su dignidad ante Pilato y Herodes. Le oímos proferir los más duros insultos contra los
fariseos. Se atreve a decir que Él ha venido a traer una guerra. Cuando alguien le golpea, no
responde con otro golpe, pero sí levanta su palabra para protestar contra el golpe injusto.
Y a estos mansos promete san Mateo que poseerán la tierra. Se está hablando de la tierra
de promisión. No se trata de la propiedad material de unas tierras, sino del hallazgo de una
patria en la que el pueblo de Dios espera la llegada del Salvador. Este Salvador descubrirá
que esa tierra de promisión es sólo un símbolo de unos nuevos cielos y una nueva tierra (Is
65, 17 y 2 Pe 3, 13) en los que se realizará el Reino de Dios.
En definitiva, a los mansos se les promete lo mismo que a los pobres: unos y otros tendrán
por herencia el construir la humanidad nueva y entrar en la vida eterna. También se les dará
lo demás por añadidura. Serán más fuertes y eficaces que los violentos. Construirán, donde
éstos sólo destruyen. Pero esta su victoria en la tierra de los hombres será sólo el anuncio
de su gran victoria en la tierra de las almas.
8.3 Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados. (Mt 5, 4)
Y será Isaías el gran profeta del llanto y del consuelo, porque el tiempo de cautividad de
Babilonia es el tiempo de las lágrimas. Por eso Isaías anuncia como la gran misión del
Mesías la de ser el consolador universal. Vendrá – dice – para consolar a los tristes y dar
a los afligidos de Sión, en vez de ceniza, una corona (Is 61, 2-3).
Estos son los que Cristo proclama bienaventurados: los que son conscientes de que viven
en el destierro, los que tienen llanto en el alma, los que experimentan que están lejos de
Dios y de la patria prometida, los que sufren en su carne por estar sometidos a la tiranía del
pecado, del propio y de los demás. Son los que sufren porque saben que “el Amor no es
amado”, los que sienten el vacío de las cosas y no se enredan en ellas con “la risa del
necio, que es como el chisporrotear del fuego bajo la caldera” (Ecl 7, 6).
A todos estos trae Jesús el consuelo y promete bienaventuranza: “En verdad, en verdad os
digo que lloraréis y os lamentaréis y el mundo se alegrará; vosotros os entristeceréis, pero
vuestra tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16, 20).
No se anuncia pues la bienaventuranza a los que lloran por envidia de lo que no han podido
conseguir, por rabia de su fracaso, por cobardía o mimos infantiloides. No se elogia aquí a
los pesimistas, ni a los morbosos que gozan revolcándose en sus propias heridas.
Dios bendice las lágrimas que construyen y no las que adormecen; las lágrimas que no
terminan en las lágrimas, sino en el afán de convertirse; las que, al salir de los ojos, ponen
en movimiento las manos; las que no impiden ver la luz, sino que limpian los ojos para que
vean mejor. Para eso reserva Dios un infinito caudal de alegrías.
8.4 Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán hartos.
(Mt 5, 6)
¿Quiere esto decir que todo hambre y toda sed son, sin más, signos de bendición divina y
anuncios de saciedad?... Quiere decir, cuando menos, que el hambre es, como la pobreza,
una situación de privilegio en el reino de Dios, una proximidad a Él, pues Dios es amigo de
llenar lo que está vacío. Serán saciados.
Pero, entre todas las hambres, hay una que toca la misma esencia de la vida cristiana: el
hambre y sed de justicia. ¿A qué alude san Mateo con la palabra “justicia”?... ¿Habla de
una justicia jurídica y social o de una justicia religiosa?...
Es ésta una palabra muy típica de san Mateo. No la encontramos nunca en el evangelio de
san Marcos. Una vez, y muy incidentalmente, aparece en el de san Lucas (1, 75). San
Mateo en cambio la usa siete veces. Y en las siete habla de la justicia de Dios (Mt 5, 20; 6,
1; 6, 33). Dos veces aparece relacionada con Juan Bautista (3, 15; 21, 32). Y dos veces
aparece en las bienaventuranzas mismas.
En todos los casos se refiere a una justicia interior que proviene de cumplir la ley, de hacer
la voluntad de Dios. Justicia, pues, en Mateo es caminar por la senda del bien. No se habla,
pues, directamente aquí de la justicia jurídica o social, aunque, como es lógico, estas
justicias queden también incluidas dentro de la gran justicia de Dios.
Todo el que lucha por algo justo está luchando ya por el Reino de Dios, pero es claro que
quien busca el Reino de Dios tiene que hacerlo, además, con un espíritu que es el de Dios.
Tener hambre y sed de justicia es, pues, más que tener hambre y más que ser justos. Los
bienaventurados son los hambrientos justos y los justos hambrientos, los hambrientos que
no justifican su rencor en su hambre, los justos que no se sienten satisfechos ni de su
justicia, ni de la de los que les rodean y siguen buscando una justicia más ancha, más
honda, más pura, una justicia que se parezca algo a la de Dios.
Esta bienaventuranza nos la transcribe también solamente san Mateo y es, en apariencia,
muy parecida a la que glorifica la mansedumbre. Pero en la Biblia la misericordia es mucho
más que una virtud. Es una de las ideas fundamentales de ambos testamentos, es casi la
definición de Dios.
La misericordia es hija de Dios, un fruto que nace de Él espontáneamente. Para Dios, ser
justo es ser misericordioso. Por eso toda su obra – creación, redención – se define en clave
de misericordia.
Cristo, al encarnarse, será como la encarnación de esa misericordia de Dios. Se dice con
una metáfora casi desconcertante: Debía ser semejante a sus hermanos para llegar a ser
misericordioso (Hebr 2, 17). Toda su vida es un clamor de esa misericordia, su redención y
su muerte son sus frutos visibles.
Por eso pide a los hombres que sean misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso
(Lc 6, 36). Y, además, anuncia tajantemente: No juzguéis y no seréis juzgados; no
condenéis y no seréis condenados; absolved y seréis absueltos. Dad y se os dará; una
buena medida, apretada, rellena, rebosante, se os volcará en el seno; porque con la misma
medida con que midiereis seréis medidos vosotros (Lc 6, 37).
Por cada grano nuestro de trigo se nos devolverá un grano de oro; por nuestra pequeña
misericordia hacia nuestros hermanos, se nos dará la gran misericordia de Dios; por una
mano tendida, por un poco de pan, se nos dará nada menos que la salvación.
8.6 Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. (Mt 5, 8)
También esta bienaventuranza aparece sólo en san Mateo. Y es típicamente suya. No son
bienaventurados los limpios, sino los limpios de corazón. Mateo comienza por colocar
desde el primer momento la pureza – originariamente una cualidad material – en la órbita
del espíritu.
119
A todo lo largo del Antiguo Testamento y en el mundo moral de los fariseos la pureza es
ante todo un problema legal. Son impuros algunos animales, es impura la sangre, son
impuros los leprosos y los paganos. Pero es claro que Jesús no trata aquí de esa impureza,
sino de otra limpieza interior.
Esta pureza de corazón incluye también, aun cuando no sean centrales, los aspectos
referidos a la vida sexual. Cuando Jesús señala las obras del corazón alude abiertamente a
los malos pensamientos, de los cuales proceden las fornicaciones, los adulterios, todo
género de impureza (Mt 15, 19-20).
Jesús ni magnifica la grandeza del sexto mandamiento del Decálogo, ni lo anula. Reconoce,
incluso, que una buena parte de la impureza del corazón, llega desde el campo de la
afectividad y del sexo. No puede haber pureza de corazón donde hay impureza carnal.
Pureza es limpieza, es claridad, es transparencia, es diafanidad, es luz. Quien tenga los ojos
turbios de deseos, de mentiras, de ambiciones, de trampas, de turbiedad ¿cómo podría ver al
Dios tres veces puro, tres veces santo?... La condenación no será más que la prolongación
de esa ceguera.
8.7 Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán llamados hijos de Dios. (Mt 5, 9)
Pero la palabra original de la bienaventuranza de Mateo nada tiene que ver con este tipo de
hombres. La traducción literal debería ser “bienaventurados los pacificadores”, los que
hacen la paz, los que la construyen. Y no sólo en el sentido negativo de los mediadores en
las discordias, sino en un sentido positivo de difusores, sembradores de paz.
Frecuentemente los cristianos, para subrayar el sentido pacífico del Nuevo Testamento,
hemos exagerado el belicismo del Antiguo, como si Yahvé fuera ante todo y sobre todo “el
Dios de los ejércitos”. Pero el Dios bíblico es un Dios centralmente creador y no destructor;
sólo acepta la guerra en cuanto sea imprescindible para proteger a su pueblo.
120
Pero Jesús lo que anuncia es la paz, una paz activa. Quienes la realicen serán los verdaderos
seguidores de su Padre, los continuadores de su obra creadora y no destructora.
Jesús apuesta radicalmente por la paz y no por una paz cualquiera, sino por una de positivo
amor entre los hombres, por una paz sobre la que pueda asentarse un orden nuevo. Ese era
el gran sueño de todos los profetas: Mi pueblo habitará en morada de paz, en habitación de
seguridad, en asilo de reposo (Is 32, 18). La que, sobre todo, realizaría Él mismo en la
cruz: Quiso el Padre reconciliar consigo todas las cosas, pacificándolas por la sangre de
su cruz (Col 1, 19-20).
No se trata, pues, evidentemente de una paz aburrida y cobarde. Es una paz tensa y en
lucha: No penséis que he venido a traer la paz sobre la tierra; no vine a traer la paz, sino
la espada (Mt 10, 34). Una lucha, no una siesta. Pero una lucha creadora, no destructora,
que tiene, como objetivo y como medio, la vida y no la muerte.
A quienes adopten esta óptica suya, Jesús les anuncia que serán llamados hijos de Dios. Los
que asuman el espíritu de Cristo podrán llamar, verdaderamente, Padre a Dios (Rom 8, 15)
porque serán, en verdad, sus hijos. Los sembradores de paz habrán comenzado así a
sembrarla dentro de sus almas. Y en ellas crecerá y habitará el Dios de la paz (Rom 15, 33;
Filp 4, 9).
La vida del pueblo de Israel es una larga historia de persecución por parte de todos los
pueblos que le rodean. Y esta cruz se multiplicaba en los profetas, que sólo a la fuerza y
coceando contra el aguijón, aceptaban esa terrible vocación. Un falso profeta puede recibir
aplausos, uno verdadero sólo insultos.
Los falsos profetas decían lo que los oídos de sus oyentes estaban deseando escuchar. Y
eran aplaudidos por ello. Pero su palabra no iba más allá de los aplausos. Los verdaderos
profetas decían lo que los hombres necesitaban oír, hablaban contra corriente de los deseos
comunes. Y morían perseguidos o apedreados.
Ese será el destino que Jesús anunciará a los suyos: Si el mundo os aborrece, sabed que me
aborreció a Mí primero que a vosotros (Jn 15, 18). Os echarán de la sinagoga; pues llega
la hora en que todo el que os quite la vida, pensará prestar un servicio a Dios (Jn 16, 2).
Por eso habría que decir que el cristiano “normal” es el mártir. Los cristianos – en frase de
San Agustín – somos los herederos del Crucificado.
121
Pero no en una persecución cualquiera. Mateo se cuida muy bien de precisarlo cuando
añade: Bienaventurados seréis cuando os injurien y persigan y digan todo mal contra
vosotros, mintiendo, por mi causa (Mt 5, 12). No se trata, pues, de una persecución
cualquiera y menos aún de una por nuestras culpas y errores. Se trata de una persecución
basada en la calumnia (mintiendo) y una persecución hecha precisamente por ser discípulo
de Cristo.
Sufrir por ser cristiano, repitámoslo, es lo normal. El mundo no soporta el fuego, porque
ilumina, pero también quema. Que las fuerzas del mal se levanten contra el Evangelio es,
no sólo comprensible, sino inevitable, siempre que el Evangelio lo sea de verdad y no se
haya convertido previamente en un edulcorante.
Él fue el pobre. El pobre material y el pobre de espíritu. No tenía dónde reclinar la cabeza y
su corazón estaba abierto en plenitud a su Padre. Nació pobre, fue reconocido y seguido por
los pobres, vivió como un trabajador, murió desnudo y en sepulcro prestado. Su pobreza
santificó para siempre toda pobreza.
Él fue el manso. Era su dulzura lo que cautivaba a sus amigos y su fortaleza lo que aterraba
a sus enemigos. Era su dulzura lo que atraía a los niños y su seriedad lo que desconcertaba
a Pilato y Herodes. Los enfermos le buscaban, los pecadores se sentían perdonados sólo con
verle. Consolaba a los que sufrían, perdonaba a los que le crucificaban. Sólo el demonio y
los hipócritas le temían. Era la misma mansedumbre, es decir: una fortaleza que se expresa
dulcemente.
Él conoció las lágrimas. Pero no las malgastó en llantos inútiles. Lloró por Jerusalén, por la
dureza de quienes no sabían comprender el don de Dios que estaba entre ellos. Lloró
después lágrimas de sangre en Getsemaní por los pecados de todos los hombres. Entendió
mejor que nadie que alguien tenía que morir para que el Amor fuera amado.
Su corazón era tan limpio que ni sus propios enemigos encontraban mancha en Él. ¿Quién
de vosotros me argüirá de pecado? Se atrevía a preguntar (Jn 8, 46). Él era la pureza y la
verdad encarnadas. Era el Camino, la Verdad y la Vida. Por eso era verdaderamente Hijo de
Dios.
Era la paz. Vino a traer la paz a los hombres, a reparar la grieta belicosa que había entre la
humanidad y Dios. Los ángeles gritaron “paz” cuando Él nacía, y fue efectivamente paz
para todos. Al despedirse dijo: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14, 27).
Y murió en la cruz. Fue perseguido por causa de la justicia y por la justicia inmolado. Era
demasiado sincero, demasiado honesto para que sus contemporáneos pudieran soportarle. Y
murió.
Y, porque fue pobre, manso, limpio y misericordioso, y porque lloró y tuvo hambre de
justicia, porque sembró la paz y fue perseguido, por todo ello, en Él se inauguró el Reino de
Dios.
Si los cristianos hemos dulcificado las Bienaventuranzas, hemos olvidado en cambio las
maldiciones con que Jesús las acompañó. Porque no dijo Jesús sólo: “Bienaventurados los
pobres”, dijo también: ¡Ay de vosotros, ricos” (Lc 6, 24). Señaló la bendición de los que
tienen hambre y la maldición de los que están repletos. Anunció el triunfo de los que ahora
lloran y el fracaso de los que ahora ríen. Predijo la felicidad de los perseguidos e invitó a
temblar a los que eran alabados por los hombres.
Era una apuesta, una apuesta terrible con dos barajas ante las que todo hombre tenía que
optar. Y no se trata de elegir entre la felicidad y la mediocridad, sino entre la felicidad y la
desgracia. No hay término medio entre los pobres bienaventurados y los ricos malditos, ni
entre los hambrientos y los repletos.
Las palabras de Lucas están ahí, secas, terribles: ¡Ay de vosotros, los ricos, porque habéis
recibido vuestra consolación! ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis repletos, porque
tendréis hambre! ¡Ay de vosotros, los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis! ¡Ay
cuando os alaben todos los hombres! Igual hacían sus padres a los falsos profetas (Lc 6,
24-26).
Lucas escribe para una civilización pagana y tiene que afilar bien la punta de la espada de
sus recuerdos. Tiene que clavarla bien a fondo en las entrañas de un mundo que valora
sobre todas las cosas esa riqueza, esa plenitud, esa risa, esa cotización social. Lo mismo
hubiera hecho de haber escrito para una civilización como la nuestra de hoy, igualmente
pagana.
No, no son las bienaventuranzas de Jesús una bella historia sentimental y dulce. Son la
tremenda apuesta del hombre entre dos abismos. No hay un mundo intermedio de “malos
poco malos” y “buenos poco buenos”. La apuesta es radical y sin intermedios.
123
En rigor, hasta podríamos decir que para el cristiano no hay ni siquiera opción entre dos
posibilidades. Sólo hay una: parecerse a Jesús, el bienaventurado; ser perseguido y morir
como Él; y encontrar, detrás de la sangre y el llanto, la vida y la alegría.
9. EL PADRENUESTRO.
Desde aquel día en que Jesús nos enseñó el Padrenuestro, las relaciones entre Dios y los
hombres ya no serían las mismas. Algo giraba, algo definitivo y terrible. Se abría una
puerta directamente sobre el mismo corazón de Dios, una puerta que ya no se cerraría
nunca.
Dirá Peguy poniéndolo en la boca del Padre: Bien sabía lo que hacía mi Hijo Jesús cuando
puso entre los hombres y yo esas tres o cuatro palabras del Padrenuestro como una
barrera que mi cólera y mi justicia no franquearán jamás. Pero ¿cómo querrán que les
juzgue yo ahora después de eso? “Padre nuestro que estás en los cielos”. ¡Bien sabía mi
Hijo Jesús lo que había que hacer para atar los brazos de mi justicia y desatar los de mi
misericordia! Así que ya no tengo más remedio que juzgar a los hombres como juzga un
padre a sus hijos. Y ¡ya se sabe cómo juzgan los padres!
Sí, algo definitivo y enorme ocurrió en el mundo aquel día en el que Jesús anunció a los
hombres que Dios era su Padre y les invitó a tratarle como tal. Y he aquí que, de pronto,
Dios bajaba - ¿o subía? – a ser Padre del hombre, convertía la religiosidad en una historia
de amor, se ponía “a nuestra altura”. No había que descalzarse en su presencia. Bastaba,
simplemente, con descalzar el alma. Adorarle era sinónimo de amarle. El mejor de los
inciensos era sencillamente comenzar a sentirse hijo suyo.
Aquel día, en verdad, giró la historia del mundo. Si los hombres no se dieron cuenta es sólo
porque la ceguera parece ser la parte más ancha de nuestra naturaleza.
En la Iglesia primitiva esta era una oración que no se entregaba ni enseñaba a todos.
Rezarla constituía un privilegio que sólo se otorgaba a los ya bautizados. Era lo último que
se enseñaba a los catecúmenos, en la misma víspera de su bautismo. Era como la máxima y
más preciada joya de la fe.
Y aun los cristianos bautizados reservaban el rezo de esta oración para el momento más alto
de la misa. Y la hacían preceder de fórmulas que señalaban su respeto. En la liturgia
oriental de Crisóstomo se dice como introducción al Padrenuestro: Dígnate, oh Señor,
concedernos que gozosos y sin temeridad, nos atrevamos a invocarte a ti, Dios celestial,
como a Padre, y que digamos: Padrenuestro…
En la liturgia romana aún hoy el sacerdote precede la oración con la frase: nos atrevemos a
decir, reconociendo la enorme audacia que hay en su contenido. No ocurre así con el
creyente de hoy. El Padrenuestro es la primera oración que aprendemos de niños y hemos
terminado por no saber ni lo que supone, ni lo que encierra.
rutina con que se enuncian las verdades escolares, con la misma irresponsabilidad, con la
misma convicción. Digo: “Dios es mi padre” y no experimento emoción alguna. Ni
ternura, ni agradecimiento, ni alegría, ni orgullo. Y, bien mirado, habría razón sobrada
para morir, en ese momento, de ternura, de agradecimiento, de alegría, y también de
terror, de orgullo, y también de vergüenza.
Así es como “la oración peligrosa” de los primeros cristianos se ha convertido en la oración
rutinaria de los últimos. Tendríamos hoy que reconquistarla como quien descubre un
continente o conquista en guerra una montaña. Tendríamos que volver a sentirnos como
aquellos apóstoles que un día feliz oyeron de los labios de Jesús esas 58 palabras que son,
en frase de Tertuliano, resumen de todo el Evangelio.
Ante un mundo que sufre, son muchos los que no encuentran otra respuesta que la
blasfemia contra el Dios que lo hizo. Otros apuestan por teorías filosóficas o económicas
con las que esperan cambiarlo. Los más, se entregan a una pasiva resignación unida a un
hedonismo dispuestos a gozar avaramente de las pocas alegrías que parecen quedarnos.
Padre.
Y el primer asombro está ya en la primera palabra. Padre, sin más. Es esta una de esas
palabras totales que se empequeñecen si se les añade un adjetivo. Decir “padre bondadoso”
es mucho menos que decir sencillamente “padre”.
Dios es incluso, para nosotros, Padre antes que Dios. El primer mandamiento de la ley no
dice: “Adorarás al Señor tu Dios”, sino “Amarás al Señor tu Dios”. El señorío va detrás del
amor, detrás de la paternidad.
Ante esta idea de llamar “Padre” a Dios, los santos saltaban de gozo. Nosotros nos hemos
acostumbrado. Pero – como escribe Schürmann – esta forma de dirigirse a Dios no es tan
evidente como alguien podría suponer. Hacía falta que Jesús nos diera su permiso y nos
alentara para invocar a Dios con esta palabra “Padre”, tan íntima y familiar. Podríamos,
incluso, decir que ésta fue la gran revelación que nos hizo Jesús.
Aparte de multiplicarse el número de veces que se usa esta palabra (sólo en los evangelios
son 170) nos encontramos con que, en las oraciones de Jesús y en el comienzo del
Padrenuestro, se usa un vocablo que jamás se había dirigido a Dios: Abba.
Abba era el nombre que el niño pequeñito dirigía a su padre. El Talmud escribe: Cuando un
niño prueba el gusto del cereal (es decir: cuando lo destetan) aprende a decir abba e imma
125
(papá y mamá). Nadie antes de Jesús se había atrevido a dirigir a Dios una palabra de uso
tan íntimo y familiar.
Por eso no exageraba el papa Juan Pablo I cuando afirmaba tajantemente que Dios es Padre
y, todavía más, Madre.
Nuestro.
Si es cierto que cualquier adjetivo calificativo añadido al sustantivo “padre”, lo rebaja más
que concretarlo o subrayarlo, no ocurre lo mismo con el pronombre “nuestro”. Esta es, en
realidad, la única palabra que añadida al concepto de paternidad la amplía y engrandece.
Amor al hombre y amor a Dios son – contra lo que temía Marx – dos amores que no
pueden contraponerse, que no pueden separarse. Son dos hermanos gemelos, tan unidos y
próximos como la palabra “padre” del pronombre “nuestro”.
¿Pero, hasta dónde abarca ese “nuestro”?... ¿Sólo al círculo de los bautizados?... En cierto
lenguaje oficial así podría decirse. Y la Iglesia así lo reconocía al no permitir siquiera rezar
el Padrenuestro a los no bautizados. “¿Cómo podría ser hijo e invocar a su padre – decía
san Agustín – quien no ha nacido?”… Por eso llamamos a esta plegaria la “oración de los
fieles”.
Mas también es cierto que la Iglesia es más ancha que sus límites. Y el mismo san Agustín
escribía: Únicamente el amor es lo que distingue a los hijos de Dios de los hijos del
diablo… En definitiva, sólo por la caridad se disciernen los hijos de Dios de los hijos del
diablo. Los que tienen caridad han nacido de Dios; los que no tienen caridad no han
nacido de él.
Son, pues, hijos de Dios todos los que le aceptan por Padre; son hermanos nuestros todos
los que de algún modo participan de ese amor. Más aún: Dios es Padre incluso de los que
no le aman. Lo que constituye como padre a un hombre no es el amor con que él es amado,
126
sino el amor con que él ama. Todos los hombres son amados, todos tienen en el alma esa
semilla, presta a fructificar, de la filiación divina.
Podríamos, por tanto, hablar de tres círculos concéntricos. Una primera filiación en semilla
de aquellos que no conocen a Dios, pero ya están siendo amados por Él. Una segunda de
aquellos que aman a Dios aunque aún no hayan llegado al Evangelio. Y la filiación plena
de quienes, por su incorporación a Cristo, participan en plenitud de la vida de Dios. Sí, una
enorme familia de hermanos que se hace viva y consciente cada vez que rezamos esas
dulcísimas palabras que abren la oración de Jesús.
Si nos acaban de decir que Dios es Padre, que está próximo a nosotros, que es de nuestra
casa, ¿por qué ahora lo sitúan en los lejanos cielos?... Se diría que, como se ha escrito, el
Dios del Padrenuestro con una mano nos atrae y con la otra nos mantiene a distancia.
Este doble juego de proximidad y lejanía, de amor y asombro admirado es muy típico de
los evangelios. También Jesús era próximo y lejano para sus apóstoles. O, mejor que
lejano: hondo, alto, inabarcable.
Los cielos son sólo una metáfora ingenua para definir que Dios es grande, ancho, abierto,
estable, fecundo, inmutable, alto, inmenso, dominador de todo. Una metáfora ingenua,
repetiré, como todas las que pretendan hablar de Dios. No hay palabra humana que le
aprese y le defina.
Por eso decimos que está en los cielos, porque nunca le podremos abarcar, porque nunca le
terminaremos de encontrar. Está en todas partes, pero no terminamos de verle en ninguna.
Tienen razón los Salmos cuando dicen: Si subo a los cielos, allí estás Tú. Si bajo a los
infiernos, allí te encuentro. Si tomo las alas de la aurora, si voy a parar a los confines del
mar, también allí tu mano me coge, tu diestra me sorprende (Sal 139, 8-10). Pero también
tiene razón el Libro de Job cuando afirma: Si voy hacia el oriente, no estás allí; si hacia el
occidente, no lo encuentro. Cuando lo busco al norte, no aparece, y tampoco le veo si
vuelvo al mediodía (Job 23, 8-9).
Es así: paternal y lejano, cuidadoso de nosotros cada hora, y ausente no pocas veces de
nuestros ojos; interior a nosotros e invisible; concediéndonos constantemente su cariño y
obligándonos a seguirle buscando cada día. El Dios del Padrenuestro es el papá querido a
quien nunca terminamos de encontrar.
127
Por eso los judíos hambreaban conocer el nombre de Dios. Los judíos le llamaban entonces
por aproximaciones: El que está en los cielos; Aquel a quien nadie ha visto; Aquel cuyo
nombre es Santo; el Dios de Israel; el Dios de los ejércitos…
Cuando le ponen nombre más concreto le llaman Adonai, que significa simplemente
“Señor”; Él, que significa “fuerte, poderoso”; Elohim, que es un plural de intensidad de esa
misma fuerza y poder; Shadai, que quiere decir “omnipotente”; o Eliom, que equivale a
“altísimo”…
Y un día, por fin, Dios se da a sí mismo un nombre: Yahvé (YHWH). Este es para siempre
mi nombre (Ex 3, 15). Pero, en realidad, tampoco éste es un verdadero nombre. La versión
tradicional lo interpreta: Yo soy el que soy. La más moderna traduce: “Yo soy el que seré”.
En ambas versiones queda clara la voluntad expresa de Dios de no revelar su nombre.
Y tiene razón Dios para ocultar su nombre: ¡ha sido tantas veces mal usado, usado en vano,
puesto al servicio de causas más innobles! ¡Para tantos hombres es sólo una muletilla,
cuando no una blasfemia! O una disculpa para justificar la propia pereza a la hora de
mejorar el mundo; o un nombre ilustre con el que se tapa una sucia maniobra.
Por eso es necesario que el nombre de Dios sea purificado. Es un nombre que deberíamos
usar poco y con amor y temblor. Pero no basta purificarlo. El Padrenuestro pide que ese
nombre sea “santificado”.
¿Y quién podrá santificar lo que es la misma santidad?... El hombre puede, cuando más, no
profanarlo. Y unirse a la obra con que Cristo santificó el nombre de su Padre. Sólo Él lo
hizo, en rigor, porque sólo Él podía hacerlo.
El hombre puede unirse a esa obra derribando sus ídolos, borrando de su corazón los
becerros de oro, quitando de los labios y del alma todas esas falsas visiones de Dios de las
que tanto usamos y abusamos.
En el Padrenuestro hay, en todas sus frases, un extraño balanceo, todo es y no es. Dios es
Padre, pero está en los cielos. El hombre pide a Dios que sea santificado lo que es santo.
Ahora ruega que venga un Reino que está viniendo, que vendrá aunque el hombre no lo
pida.
En realidad creemos buscar a Dios y encontrarle, pero es Él quien viene a nosotros; y nunca
le encontraríamos si Él no nos hubiera previamente encontrado. El hombre cree subir hasta
128
Dios con su oración. Pero en rigor lo único que hace es describir en ella que Dios ha bajado
hasta él.
Así sucede con el Reino de Dios. Está viniendo a nosotros. Cuando un hombre pide que ese
Reino venga, es que ese Reino ya se ha realizado en él. O se realiza en ese preciso
momento en que se pide su venida y precisamente porque, al pedirla, el hombre hace sitio
para que el Dios que venía pueda entrar en él. Porque – en frase de Cabodevilla – Dios se
nos entrega en tanto en cuanto le hacemos sitio, nos ama en la medida en que le
permitimos que nos ame.
En realidad el reino de Dios era Cristo en persona. En Él estaba ya la totalidad del Reino y
el paso de los tiempos lo único que añadiría será el reflejo de Cristo en cada alma. El
número de espejos que recogen la luz del sol no aumentan la luz de éste. Pero Cristo es un
sol vivo que, siendo pleno en sí, encuentra su plenitud de amor iluminando a muchos, a
todos.
Hágase tu voluntad.
Esta es la más arriesgada, la más difícil de las peticiones del Padrenuestro. En rigor nada
desea tanto el hombre como que se haga su propia voluntad y nada teme tanto como que
alguien le imponga la suya. Por eso muchos de los que rezan el Padrenuestro se abstendrían
muy bien de rezarlo si pensaran realmente lo que piden en él.
En rigor una oración así sólo puede rezarse en el Huerto de los Olivos: Señor, que no se
haga mi voluntad, sino la tuya (Mt 26, 39). Por eso se ha escrito con justicia que si al decir
“hágase tu voluntad” Dios nos cobrara la palabra tal vez no volveríamos a repetirlo.
Una oración peligrosa, sí. Pero no tan peligrosa como creemos. Cabodevilla ha comentado
que los hombres tenemos la costumbre de atribuir a la voluntad de Dios las desgracias que
nos ocurren. En cambio nadie atribuye a Dios el que las cosas vayan bien, nos parece o
cosa natural o mérito nuestro. ¡Por lo visto sería voluntad de Dios el que todo nos marchase
mal!
Tal vez por eso pensamos que pedirle a Dios que se haga su voluntad es como ponernos en
lo peor. En realidad, lo que pedimos es que se haga la voluntad de quien es Padre, de quien
nos ama más que nosotros a nosotros mismos. Por eso al hombre le irá mucho mejor
cuando se haga la voluntad de Dios que cuando Dios concediera los tontos caprichos que el
hombre solicita.
Y he aquí que, de pronto, la oración parece girar: estamos hablando del Reino de Dios, de
su voluntad soberana y… surge una vulgaridad: alguien pidiendo pan. San Agustín decía:
Nada pidáis a Dios más que Dios mismo. Y sale el hombre pidiendo algo tan vulgar como
comida.
129
A muchos teólogos les ha escandalizado tanto este viraje en la oración de Jesús que han
corrido a buscarle interpretaciones místicas a la frase: Jesús estaría aludiendo al pan del
alma, a la vida celestial, a la eucaristía, a la salvación…
Sin embargo, la oración del Señor habla simplemente de pan, sin metáforas, sin sentidos
místicos. Jesús sabía que no sólo de pan vive el hombre. Sabía también que no vive sólo de
palabra de Dios. El pan y la palabra eran, para Él, dos necesidades profundas, ninguna de
ellas vergonzosa, las dos imprescindibles para una vida verdadera.
No se puede, en cristiano, separar el pan de la palabra. Desde que Cristo se hizo hombre los
intereses de la tierra son intereses del cielo. Y viceversa. Vivimos en un mundo demasiado
dividido entre quienes prometen la Gracia y quienes prometen el pan. Pero el Dios de los
cristianos no es “separatista”. La interesa salvar a sus hijos y alimentarlos.
Pedirle pan a Dios es, además, reconocer que es Él quien nos lo da, que sólo Él puede, en
realidad, dárnoslo. Es reconocer que somos pobres y que todo lo necesitamos de su mano.
Sólo se pide a quien tiene aquello que necesitamos. Es decir: sólo se pide desde la humildad
y hacia la grandeza. Sólo se pide, además, desde la esperanza. No se tiende la mano hacia el
avaro, sino hacia el generoso. Sólo se pide cuando se ama y cuando uno se sabe amado.
Este pan que pedimos es también “pan nuestro”. Al “Padre nuestro” es imposible, absurdo,
pedirle el “pan mío”. Todo es plural en esta oración. Plural el Padre, plural el pan pedido,
plural la tentación que nos acecha, plurales las deudas contraídas, plural el mal de que
esperamos ser librados. Quien reza esta oración sabe que no está solo. Que ni siquiera esta
solo él con su Padre. Quien reza esta oración sabe que la vida es una aventura que se vive
en común con muchos otros hermanos y que sólo puede ser vivida y superada todos juntos.
Los egoístas no encontrarán en esta oración ni un solo rincón en el que refugiarse.
Es, además, una oración exclusiva para gente pequeña, para niños. Se comienza llamando a
Dios “Padre” y se prosigue, lógicamente, pidiendo pan y protección. Un “adulto” sólo
puede rezarla regresando a ser niño. Un “adulto” pediría automóviles o acciones de la
bolsa. Sólo un crío se atreve a ir comiendo un pedazo de pan por la calle.
Sólo pan para hoy. Esta es oración de pobres, de gentes que se atreven a vivir al día, en la
seguridad de que Dios seguirá ayudándoles cada día. Oración de cristianos en suma: porque
hace falta la fe de cada día para seguir pidiendo sencillamente el pan de cada día.
Decididamente, toda la vida del hombre entra en juego en esta oración. El que la reza se ha
reconocido hambriento y necesitado en la petición anterior. Ahora va a reconocerse
insolvente, incapaz de pagar a Dios las deudas por él contraídas.
¿A qué deudas se refiere esta oración?... El Evangelio de Mateo, que es el que usa la
palabra “deuda”, la emplea en su sentido arameo netamente religioso, como sinónimo de
130
“pecado”, de “ofensa a Dios”, de “obligación” para con Él. Lucas, que escribe para
gentiles, emplea directamente la palabra “pecado”.
Y, sin embargo, es bueno que se use la palabra “deudas” porque lo que pedimos a Dios es
no sólo que nos perdone nuestros pecados, sino también nuestra falta de respuesta a todos
sus dones. Debemos a Dios la vida, el tiempo, el alma, el sol. Le debemos el habernos
amado tanto. El haberse hecho hombre por nosotros. Pero es el pecado la mayor de nuestras
deudas.
Más sucede que el hombre prefiere olvidarse del pecado. Y el hombre moderno sobre todo.
Era justo Pío XII al señalar que el mayor pecado de hoy era haber perdido el sentido del
pecado. El mal pasa a ser un “complejo”, y el pecado una obsesión que debería ser atendida
por la psiquiatría o eliminada por la frivolidad.
Hoy, en cambio, se diría que pecado y arrepentimiento fueran cosas pasadas de moda. Pero
el que reza el Padrenuestro sigue creyendo que el pecado es una herida que hay que restañar
y una cuenta que hay que saldar. El pecado abre una zanja entre Dios y el pecador. Zanja,
por lo demás, tan fácil de salvar como rezar sencillamente esas pocas palabras que piden
perdón. En todo caso la longitud del brazo del Padre a quien se invoca es mucho mayor que
la zanja que puede separarle del hombre.
Tal vez esta sea la frase más desconcertante del Padrenuestro, la que no deberíamos
pronunciar sin temblar: pobre del hombre si Dios sólo le perdonase como él perdona.
Dios quiere que entre Él y los que le aman se constituya una comunidad de perdonadores de
la que quede excluido el que no se decida a perdonar a los demás.
Tampoco es hoy el perdón fruto de moda. A muchos les parece una cobardía, una debilidad.
Ya Volney afirmaba que el perdón de las injurias, lejos de ser una virtud, llega a ser una
inmoralidad y un vicio. Y muchos cristianos, que no se atreven a ser tan brutalmente
sinceros, dicen realmente lo mismo cuando aseguran que ellos perdonan, pero no olvidan.
El rencor es uno de los nuevos reinos de nuestro mundo, convertido en una teoría de
trincheras. Ahí están las hostilidades de pueblos y clases sociales; ahí están las luchas
políticas armadas del insulto y la zancadilla; ahí pululan los odios familiares, transmitidos
hereditariamente de generación en generación.
Cristo conoció ya esta víbora negra en el corazón de los hombres. La padeció en su carne,
la experimentó en sus mismos discípulos. Haz bajar fuego del cielo, le decían al pasar ante
las ciudades inhospitalarias. Y Él tenía que reprenderles: No sabéis de qué espíritu sois (Lc
9, 55). Por eso unía tercamente el perdón de Dios al perdón de los suyos.
Para entrar en la comunidad del perdón hay que rubricar que se está perdonando. Porque el
único pecado que Dios no perdona es el de quien se niega a perdonar.
131
Si la primera parte del Padrenuestro se construyó bajo el signo de la luz, esta segunda parte
parece tener los pies bien puestos en la tierra. Tenemos hambre, dice la primera petición.
Somos pecadores, recuerda la segunda. La tentación nos rodea, recuerda esta otra.
Jesús no fue en su vida ningún optimista fanático. El mundo no era color de rosa para Él.
Sabía y decía que el hombre vive en claro peligro de perderse. Velad y orad para que no
entréis en tentación (Mc 14, 38), gritaba a sus apóstoles. Serán zarandeados por el mal;
surgirán falsos mesías y profetas (Mt 7, 15; 24, 26); muchos de los elegidos naufragarán.
Sabe también que la tentación no es objetivamente mala. Es, puede ser, incluso, un signo de
la predilección de Dios. Así aparece en numerosas páginas de la Biblia. El Señor os tienta
para saber si le amáis (Deuteronomio 13, 4). El oro se prueba en el fuego y los hombres
gratos a Dios en el crisol de la tribulación (Eclesiástico 2, 5). Como tú eras grato a Dios
convino que la tribulación probase tu fidelidad (Tob 12, 13). El que no ha sido probado
sabe muy poco (Eclesiástico 34, 10).
Todos los grandes personajes bíblicos pasaron por las manos de la tentación: Abraham fue
nombrado padre de todos los hombres cuando aceptó sacrificar al que había engendrado.
Job consiguió el premio después de pasar por todo tipo de pruebas. Moisés sucumbió en la
tentación de desconfianza al golpear por dos veces la roca.
También está en las manos de la tentación el cristiano de hoy. Mas si la tentación puede
multiplicar el alma, puede también encadenarla en la caída. Jesús sabe que muchos perecen
en ella, todos los que se fían de sus propias fuerzas. Por eso el Padrenuestro se vuelve a
quien tiene todo poder, al “más poderoso” que puede encadenar e inutilizar al “poderoso”.
Porque el mal existe. El Padrenuestro, que se abrió con la palabra más tierna, se cierra con
la más inquietante. Especialmente si la traducimos literalmente y leemos: líbranos del
Malo, de Satanás.
Él sabe que Satanás será vencido, le ha visto caer del cielo como un rayo (Lc 10, 18); pero
sabe también que sigue dando vueltas en torno a nosotros como león rugiente buscando a
quien devorar. Por eso se señala su arriesgada presencia en el Padrenuestro.
Es de este mal del que le pedimos a Dios que nos ayude a librarnos. De esa negrura
pedimos al Padre que nos libre, porque esa negrura es la esclavitud. Sí, el hijo pródigo era
libre mientras permaneció en casa de su padre, se hizo esclavo cuando huyó de ella en
132
busca de libertad. El que es hijo es libre, el que renuncia a la filiación se esclaviza. El que
es padre, libra.
Así se cierra la oración de Jesús. La tradición cristiana aún le ha añadido una pequeña
coletilla, el “amén” que resume la confianza de quien la reza: así es, así va a ser, así será.
Juan tuvo, efectivamente, una conducta que nos desconcierta. Señaló a Cristo, invitó a los
demás a seguirle, aceptó que varios de sus discípulos – cinco de los doce fueron antes
discípulos de Juan – siguieran a Jesús, pero él prefirió continuar bautizando y predicando
por su cuenta.
Hubo, incluso, una cierta rivalidad, no entre él y Jesús, pero sí entre sus discípulos y los de
Cristo. Lo cierto es que Jesús comenzó a tener éxito entre los predicadores. Jesús – dice el
evangelista – hacía más discípulos y bautizaba más que Juan (Jn 4, 1). No levantó esto
celos en el Bautista, pero sí entre los discípulos, que comenzaron a sentirse envidiosos de
que aquel recién llegado tuviera más éxito que su maestro.
Por eso se acercaron un día a Juan con una amarga queja en los labios: Rabbí, aquel que
estuvo contigo al otro lado del Jordán, de quien has dado testimonio, ahora bautiza y todos
se van tras Él (Jn 3, 26).
La respuesta del maestro a sus quejas debió de desconcertarle aún más: Nadie puede tomar
nada, si no le fuera dado del cielo. Vosotros mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy
el Cristo, sino que soy enviado delante de él. Esposo es el que posee esposa, pero el amigo
del esposo, el que asiste y le escucha, se alegra mucho con la voz del esposo. Pues esta
alegría mía se ha cumplido ya. Aquel debe crecer y yo debo disminuir (Jn 3, 28-30).
Juan había aceptado su misión con el más absoluto de los radicalismos. Él era simplemente
un precursor, y la misión del precursor es anunciar y desaparecer. Él no podía oscurecer a
Cristo, pero ni siquiera debía desviar la atención de Él ni un solo minuto. Si Juan se hubiera
convertido en compañero y aun en discípulo de Cristo, habría sido para él una sombra, un
segundo de a bordo. Y Jesús tenía que ser el primero, sin segundos.
133
No es fácil este eclipse voluntario. Hace falta una vertiginosa humildad para no aspirar
siquiera a ver el triunfo anunciado. El amigo del esposo no esperó ni siquiera a la boda. Se
sentía suficientemente alegre con saber que el esposo había llegado al mundo.
Había vivido en la soledad del desierto; había conocido un solo día de gozo al encontrarse
con el Anunciado; se preparaba ahora para ingresar en la segunda soledad de la cárcel y de
la muerte. Su vida había sido, más que ninguna, entre dos oscuridades, un relámpago.
Humilde, sereno, obediente, sabiendo cumplida su tarea, se encaminó hacia la muerte.
La muerte iba a llegarle de manos de la lujuria y la frivolidad de Herodes Antipas. Era éste
hijo de aquel Herodes el Grande que persiguiera a Jesús recién nacido y a quien vimos
morir retorciéndose de horribles dolores.
Herodes Antipas había subido a su trono con sólo diecisiete años, muy poco después del
nacimiento de Cristo y se mantendría en él hasta el año 40 de la era cristiana. Como buen
político, jugó siempre a dos barajas, adulando al emperador y presentándose magnánimo
con los judíos.
Pero su gran arma había sido la delación. Herodes Antipas era, en realidad, el espía del
emperador en Oriente. Vigilaba a los legados romanos, de quienes enviaba constantemente
información a Roma, y que, consiguientemente, le temían a la vez que le odiaban.
En uno de sus frecuentes viajes a Roma, hacia el año 28, se hospedó en casa de Filipo, su
hermano de padre, que había preferido instalarse en Roma a vivir en las pobres regiones
que en el reparto le habían correspondido. Allí conoció Herodes a la que sería su amante:
Herodías, que era esposa de Filipo y sobrina del propio Herodes, pues era hija de aquel
Aristóbulo, hijo de Herodes el Grande a quien su propio padre había hecho matar.
Pero los obstáculos para una unión estable eran muchos. Herodes tenía como mujer
legítima a la hija de Aretas IV, rey de los árabes nabateos, la que al saber las noticias de lo
ocurrido en Roma huyó a las tierras de su padre Aretas, por lo que Herodes Antipas, sin
preocuparse del escándalo, se presentó en sus tierras con Herodías y con la hija que ésta
había tenido de Filipo, una hermosa jovencita llamada Salomé.
Con lo que quizá no contaba Herodes era con Juan el Bautista. Mientras todos callaban su
escándalo bajo el imperio del terror, hubo alguien que se atrevió a llamar a Herodes con sus
nombres de adúltero e incestuoso.
Era este un riesgo inconcebible en aquella época. Cuantos oyeron por primera vez las
denuncias del predicador supieron que éste tenía los días contados. Pero algo ayudó a Juan:
Herodes era casi tan supersticioso como lujurioso. La fama del hombre de Dios había
llegado a sus oídos y le inspiraba una especie de temor reverencial.
134
Optó por dejarle vivo y amordazar su voz sepultando al profeta en los fosos de su castillo
de Maqueronte. Allí estaría callado, y podría, de paso, servirle de adivino o consejero.
Porque, como señala el mismo evangelio, Herodes, en su mezcla de violencia y
superstición, hasta hacía muchas cosas según el consejo de Juan, pues le oía con gusto
(Mc 6, 20).
Pasaría diez meses en las mazmorras del castillo y Herodes resistió durante esos diez meses
las presiones de Herodías que le instaba a terminar con él de una vez. Cristo le definiría un
día como zorro (Lc 13, 32) y como buen zorro sabía jugar con dos barajas. Mas como dice
el refrán popular los zorros son astutos, pero también se les coge. Y los hechos iban a
demostrar que la tenacidad de Herodías era más grande que su astucia.
Tal vez por eso fue la sorpresa lo primero que sacudió a los comensales al ver aparecer en
el tablado a aquella adolescente con aires de reina. ¿Quién es? ¿quién es? Se preguntaron.
Y el nombre de Salomé corrió de boca en boca entre los invitados.
Y tras el estupor vino el entusiasmo. El tetrarca estaba al mismo tiempo tembloroso, pálido,
aterrado y entusiasmado. El corazón le palpitaba agitado. Le parecía ver a Herodías en el
esplendor de la juventud y se sentía enloquecido por aquellos ojos color de mar y por el
ritmo de aquellos brazos retorciéndose como llamas en el aire. Y no pudo contener el grito
que se le escapó de los labios: Pídeme lo que quieras y te lo daré (Mc 6, 22). Y prorrumpió
en todo tipo de juramentos. Te lo daré aunque me pidas la mitad de mi reino (Mc 6, 23).
Cuando Salomé regresó a la sala tomó de encima de las mesas una bandeja de plata y dijo
con perversidad de adulto: Quiero que ahora mismo me des en esta bandeja la cabeza de
Juan, el Bautista (Mc 6, 25).
El silencio se hizo ahora más terrible. Todos esperaban que la muchacha pediría joyas,
vestidos, palacios. Y pedía aquel regalo sangriento. Todos los ojos se volvieron al rey.
Herodes temblaba más que nadie. Todos sus miedos supersticiosos subieron a su mente.
Pero vio como todos los ojos estaban clavados en él, como recordándole los juramentos que
aún vibraban en el aire. ¿Podía faltar a su palabra de rey?... Llamó a uno de sus soldados.
“Dale lo que desea”, dijo (Mc 6, 27).
La macabra escena, que hoy nos resulta inverosímil, no lo era tanto en los tiempos de
Herodes. Cicerón cuenta que siendo L. Flaminio procónsul en Galia, una cortesana le dijo
135
Y un caso parecido cuenta Herodoto referido a Jerjes. La vida de los hombres era entonces
- ¿sólo entonces? – capricho de los grandes, moneda para pagar el gasto de una fiesta de
lujuria y carcajadas.
Pero Herodes viviría desde entonces bajo el aterrador recuerdo de esta hora. Creía en los
espectros, como su padre Herodes, que durante meses y meses vagó por su palacio
invocando el espíritu de su esposa Mariamme a la que él mismo había mandado matar.
Así Herodes Antipas viviría bajo el recuerdo de Juan. Cuando le hablaron más tarde de
Jesús, creyó ver al Bautista resucitado. Yo degollé a Juan, se decía, luego no es posible que
sea él (Mc 6, 16). Pero entonces se preguntaba, ¿Quién es éste de quien tales cosas oigo?
(Lc 9, 9). Y, temblando de terror, se confesaba a sí mismo: Este es Juan el Bautista, que ha
resucitado de entre los muertos. Por eso hace milagros (Mt 14, 2). Así vivía, así esperaba
que le llegara la hora de la venganza.
Sería efectivamente aquel adulterio que denunciara Juan la causa de su catástrofe: Aretas,
rey de los nabateos, padre de la antigua esposa repudiada, esperaba la hora de su venganza.
Y ésta llegó en el momento en que, muerto Tiberio, Herodes Antipas se quedó sin
protección.
Cuando ahora pidió ayuda a Vitelio, el gobernador, tantas veces espiado por Herodes, éste
dejó al reyezuelo en manos de su suerte. Los árabes invadieron su reino, destruyeron y
arruinaron sus palacios. Y Herodes tuvo que huir desterrado a las Galias. Y Herodías
compartió su destierro.
El realismo de las páginas evangélicas nos muestra que la mayoría de las personas que
escucharon su mensaje optaban por la negativa o la pasividad. Podemos así decir que
fueron más los fracasos que los éxitos del apostolado de Jesús.
Los vendimiadores matan a los profetas enviados, terminan muchas de ellas con el crujir de
dientes y el castigo final. El mensaje de Jesús se vuelve, si no amenazante, sí, al menos,
terriblemente arriesgado. Se diría que la cruz brilla más que la cara en la apuesta que
ofrece.
¿Qué ha ocurrido?... ¿Qué está pasando?... Se han acumulado una serie de fenómenos cada
vez más agobiantes: Jesús ha comenzado a descubrir que los que le escuchan buscan más el
brillo de sus palabras y la utilidad de sus milagros que la honda enseñanza que éstos
encierran.
Al mismo tiempo la gente empieza a descubrir que Jesús no era el Mesías que ellos
esperaban. Descubre, además, que los que le escuchaban lo hacían con gusto, pero no se
convertían. Sus vidas seguían incambiadas.
En cambio, parecían saber mucho mejor lo que querían sus enemigos. Su asedio era cada
vez más intenso. La conclusión de todo esto empezaba a ser evidente para Jesús: No habría
otro camino que el de la muerte.
Tendremos que preguntarnos antes cuál fue la familia de Jesús. Además de José y María,
conocemos, además, a Isabel, prima de María y a su hijo, Juan, primo segundo de Jesús.
Pero ¿quiénes son esos a quienes en diversos lugares del Evangelio y en otros escritos del
Nuevo Testamento, se les llama “hermanos”?...
Tras su predicación en Nazaret comentaban asombrados sus oyentes: ¿No es este el hijo del
carpintero? ¿Su madre no se llama María y sus hermanos Santiago y José, Simón y Judas?
Sus hermanas ¿no están todas entre nosotros? ¿De dónde le viene, pues, todo esto? Mt 13,
55).
Estamos ante uno de los textos más discutidos a lo largo de la historia, pues muchos
detractores se han apoyado en ellos para negar la virginidad perpetua de María que siempre
ha defendido la Iglesia Católica. Pero la respuesta podemos encontrarla simplemente en la
filología (ciencia que estudia las lenguas):
Para comprobar la exactitud de todas estas afirmaciones bastaría con tomar una Biblia en la
mano y ver cómo en Gen 14, 16 se llama a Abraham “hermano” de Lot, cuando era su
sobrino. En Gen 29, 15 se presenta a Jacob como “hermano” de Labán, siendo en realidad
su sobrino. En Núm 16, 10 se habla de “hermanos” refiriéndose a primos. En Est 15, 13
Asuero llama “hermana” a su esposa Ester. En Job 6, 15 se llama “hermanos” a los amigos.
Hoy prácticamente todos los científicos serios afirman que los “hermanos y hermanas” de
Jesús eran simplemente sus primos, nacidos probablemente de María, la mujer de Cleofás y
que era, según algunos, la hermana mayor de la Virgen y, según otros, su cuñada.
Para los familiares de Jesús pronto su fama comenzó a ser un problema. Hoy nos afecta
mucho menos lo que pueda hacer la “oveja negra” de la familia y nos encogemos de
hombros cuando alguien nos cuenta las locuras de un primo o de un sobrino. Pero entonces
el clan era considerado responsable de todos los actos de todos sus miembros.
El triunfo o fracaso de uno de ellos era el triunfo o fracaso de toda una familia y más de una
vez habían sido ejecutados todos por el delito de uno. Con un pariente perseguido podían
convertirse todos en sospechosos.
Era forzoso el que tomaran cartas en el asunto. Un día se reunieron sin duda los varones de
la familia y tomaron la decisión de obligar a Jesús. San Marcos nos da una pista de esta
postura adoptada cuando escribe que los suyos salieron para recogerle, porque decían que
estaba fuera de sí (Mc 3, 21).
La frase es tan escalofriante que rara vez se cita en la predicación cristiana. Pero no
debemos tener miedo a nada de lo que el Evangelio nos cuenta. Y, en todo caso, nos dice
que, para sus parientes, Jesús estaba literalmente loco, que estaba fuera de sí, que no estaba
en sus cabales.
La expresión griega kratein (apoderarse de él) demuestra que iban dispuestos a llevárselo a
Nazaret, por la fuerza, si era necesario. Llegan, con ello, sus parientes más allá que los
propios fariseos… Sólo Herodes tratará de loco a Cristo en su pasión.
¿Cómo acabó la escena?... No sabemos si es la misma que volvería a citar Marcos unos
versículos más adelante. Si es la misma (como es muy probable) Jesús frenará a sus
parientes con una frase tajante: ya no son su familia, Él ha elegido otra: la de los que oyen
la palabra de Dios y la cumplen (Mc 3, 31-35).
Pero esta respuesta no debió de convencer a los suyos. En el Evangelio de san Juan
volveremos a encontrárnosles, ya en las proximidades de la pasión, tratando de interferir en
la obra de Jesús, esta vez no ya para llevarle a Nazaret sino empujándole a la definitiva
aclaración de quién es:
Estaba, sin embargo, próxima la fiesta judía de los Tabernáculos. Dijéronle, pues, sus
hermanos: Deja esto y ve a Judea, para que vean tus discípulos las obras que haces;
porque nadie que quiera ser públicamente conocido actúa en secreto. Si vas a hacer estas
cosas, manifiéstate al mundo. (En realidad ni sus mismos hermanos creían en Él). Y Jesús
138
les dijo: “Mi tiempo no ha llegado aún, el vuestro, en cambio, está siempre ahí. A vosotros
no puede odiaros el mundo, a mí, al contrario, me odia, porque atestiguo contra él que sus
obras son malas. Id vosotros a la fiesta; yo no subo a ella, pues mi tiempo no ha llegado
aún del todo”. Dicho lo cual, permaneció en Galilea. Y sólo después de que sus hermanos
subieron a la fiesta, subió entonces Él también, no abierta, sino privadamente (Jn 7, 1-10).
El párrafo de Juan no tiene desperdicio. Descubre que la tensión entre Jesús y sus parientes
fue larga y constante en toda su vida. Y se pinta a “los suyos” con palabras tentadoras
gemelas a las que usara Satanás en el desierto: Triunfa de una vez, muestra de hecho tus
milagros, aclárate. ¿Buscan el éxito de su familia?... ¿Buscan el hundimiento definitivo de
su pariente?...
Y las palabras de Jesús no son menos aclaradoras: Vosotros no tenéis nada que temer del
mundo, porque sois malos como él. Por eso no os odia como me odia a mi (Jn 7, 7). Pero
esta ruptura ha tenido su máxima expresión en Nazaret cuando tras sus primeras correrías
por Galilea, Cristo regresa por primera vez a su tierra natal.
El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me
envió a predicar a los cautivos libertad, a los ciegos, la recuperación de la vista; para
poner en libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor (Lc 4, 18-19).
Al concluir esta lectura de Isaías, Jesús devolvió el rollo al sacristán, se sentó y comenzó a
explicar lo que había leído mientras todos los ojos estaban fijos en Él. Y dijo: Hoy se
cumple esta escritura que acabáis de oír (Lc 4, 21).
Jesús no se andaba con rodeos ni con ocultaciones. Tomaba el centro de su mensaje por
donde más quemaba y lo hacía atreviéndose a hacer converger en su persona las palabras de
los profetas. Y el Evangelio certifica que, inicialmente, sus palabras gustaron a sus
paisanos. Hablaba bien.
Pero esta aprobación inicial parece que duró poco. El Evangelio no transcribe qué siguió
diciendo Jesús, pero sí que pronto nacieron las sospechas, la cólera, la violencia, el rechazo.
Pero el modo en que éste se produce nos certifica que nació de la envidia. O de algo más
profundo: de ese rechazo que el hombre parece sentir ante la presencia de Dios.
Es la vieja tentación de siempre: el hombre soporta a Dios siempre que se mantenga lejos.
Está dispuesto, incluso, a amarle, pero a condición de que no intervenga demasiado en su
vida, que no ponga trabas a su egoísmo, que no vaya a meterse en su propia familia.
Jesús lo entiende y cita entonces el terrible proverbio popular: Un profeta no está sin honor
más que en su propia tierra (Mt 13, 57). Y Marcos añade la última clave de ese rechazo,
139
Han sido, pues, ante todo y sobre todo, sus propios parientes los protagonistas del
escándalo. Escándalo que, esta vez, no termina en palabras. Ahora toman a empellones a
Jesús, lo llevan hasta el despeñadero del pueblo, quieren acabar con el rebelde, con el
baldón de la propia familia.
Hay familias que sirven de trampolín para lanzar al hombre y las hay empequeñecedoras.
Estas “familias enterradoras” es lo que Jesús rechaza. Y parece que la suya quiso serlo.
Jesús resultaba para sus parientes un ave demasiado voladora. Quisieron encerrarlo en su
corral.
No soportaban que uno de los suyos quisiera volar más allá del gallinero, porque los huevos
han de ponerse en casa y para la casa. Pero Jesús quería volar más alto y más ancho. Por
eso tuvo que iniciar su andadura como Abraham, rompiendo con su clan de origen: Sal de
tu país, de tu parentela, de la casa de tu padre; sal, te lo digo, sal…(Gen 12, 1).
El Evangelio vuelve a enfrentarnos con uno de esos silencios que no acabamos de entender.
Prácticamente nada nos dice de lo que María hizo durante los dos o tres años de la vida
pública de su Hijo. Y lo que nos cuenta parece reflejar algunos rastros de esa hosquedad
que hemos visto referida a sus parientes.
Por de pronto no nos cuenta si María acompañó a su Hijo durante sus predicaciones.
Sabemos que un grupo de mujeres le siguió durante aquel tiempo. San Lucas lo deja ver
con claridad:
Con ellos estaban los doce y algunas mujeres que Él había librado de los espíritus
malignos y de diversas enfermedades: María, por sobrenombre Magdalena, de la que
habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, mayordomo de Herodes; Susana y
otras muchas que les socorrían con sus bienes (Lc 8, 2-3).
Serán, más o menos, las mismas que, más tarde, encontraremos en el Calvario (Mc 15, 40-
41; Lc 23, 27-29; 23, 49).
Los hechos sorprendentes en ese texto son dos: que se diga, contra la tradición judía y
rabínica, que le acompañaban mujeres; y, más aún, que en esa lista no aparezca María, su
madre. La encontraremos en el Calvario, pero no en sus correrías apostólicas.
María, verdaderamente, entra en el Evangelio por la puerta del silencio. María ha concluido
la primera parte de la vida de Jesús con una palabra decisiva: Haced lo que Él os diga (Jn 2,
5). Es como su testamento apostólico. Su último sermón. Una vez dicho eso, María ingresa
en el silencio, para que hable la palabra, el Verbo, su Hijo. Ella ya nada tiene que decir.
Sólo volverá a hablar – y esta vez con su presencia silenciosa – en el Calvario.
140
Ahora estamos en la misma entraña del misterio de María: ella, desde su silencio, colabora
mucho más eficazmente con su Hijo a través de la fe de lo que hubiera hecho desde la
presencia. En cristiano no hay más “palabra” que el Verbo. María nada tiene que añadir.
Pero hay algo más desconcertante que ese silencio y esa distancia. Y es que las dos únicas
apariciones de María en la vida pública concluyen con dos ¿aparentes? rechazos. Jean
Guitton expresa así su desconcierto:
En el curso de la vida pública de Jesús, María no figura en ningún lugar destacado. Por el
contrario, lo que se aprecia son humillaciones que chocan con nuestra sensibilidad. La
escena que relata el Evangelio de san Marcos es tan sombría, de tonalidades tan crudas y
acentuadas, que se la creería obra de alguno de nuestros novelistas modernos, de un
Mauriac o de un Bernanos.
Efectivamente, es una escena que nos cuesta digerir. Pero la narran los tres sinópticos,
aunque sea san Marcos el que la sitúa con mayor crudeza. Leámosla, pues, en lo que los
tres sinópticos coinciden: (Mc 3, 31-35; Mt 12, 46-50; Lc 8, 19-21)
Sucedió que estaba un día Jesús predicando en el interior de una casa, y la gente, como de
costumbre, se agolpaba en la pequeña habitación. Fue entonces cuando a la puerta de la
casa llegó un grupo de personas en torno a una mujer ya mayor. Desde la calle podían oír la
voz del predicador, pero a Él no le veían.
Como no sabían cuánto duraría aquello, alguno de los recién llegados dijo que aquella
mujer que iba con ellos era la madre del Maestro y que ellos sus parientes. Seguramente
muchos ojos se volvieron hacia María con veneración y la noticia comenzó a correr de boca
en boca: ahí está su madre, ahí está su madre…
Al fin la noticia llegó al grupo de los apóstoles, que eran los más próximos a Jesús. Y
alguno de ellos se acercó al Maestro con la noticia: Ahí están tu madre y tus hermanos que
preguntan por ti. Todos esperaban que Jesús interrumpiera su sermón y saliera a recibirles.
Era lo normal. Cualquier rabino hubiera hecho lo mismo.
Pero Jesús volvió a desconcertar a todos. Él extendió la mano sobre sus discípulos, dice san
Mateo. Y san Marcos subraya: Entonces dirige una mirada a la gente que estaba sentada
en círculo a su alrededor… Ya es notable que los dos evangelistas subrayen (mano,
mirada) sus gestos físicos.
Con su gesto, Jesús quería acentuar lo que iba a decir. Preguntó: ¿Y quiénes son mi madre y
mis hermanos?... Nadie se atrevió a responderle, por lo que se puso en pie, hizo girar su
mano y su mirada sobre los oyentes y añadió: Mirad, fijaos bien: ¡Estos son mi madre y
mis hermanos! Porque cualquiera que haga la voluntad de mi Padre, que está en los cielos,
ese es, para mí, un hermano, y una hermana, y una madre.
Para María, la respuesta de Jesús debió de ser más desconcertante que para los demás.
¿Renegaba Jesús de su maternidad?... ¿La ponía a la misma altura que los demás?... Si
María hubiera sido una madre como las demás, aquello le habría resultado una puñalada.
141
Pero – desde la tiniebla dolorosa de la fe – pronto surgiría en ella la respuesta: ¿Qué había
sido hasta entonces y qué seguía siendo su vida sino un constante hacer la voluntad del
Padre?...
En realidad, Jesús no estaba negando la maternidad física; señalaba que había otra más alta.
Y María poseía las dos. La espiritual, más que ningún otro de los oyentes de su Hijo. Ella
estaba ciertamente ligada a Él por la carne, pero mucho más ligada por la voluntad del
Padre desde el día aquel del ángel.
Ahora se dio cuenta de que, aunque estuviera lejos de su Hijo, el predicador, no estaba sola.
Seguía haciendo sus funciones de madre y Él seguía siendo su hijo. Y los dos ejercían una
maternidad y una filiación que no tendría término. Entre la sorpresa de los demás, ella
estaba gozosa. Se dio cuenta de que no necesitaba abrazarle para estar con Él, ni hablarle
para sentirle cerca. No hacía falta que entrase a verle. Podía irse serena y feliz.
Y la respuesta del Maestro – Si yo hago los milagros en nombre de Belcebú, ¿en nombre de
quién los hacen vuestros hijos? (Lc 11, 19) - será tan contundente que entusiasmará a los
campesinos, que gozan viendo cómo Jesús humilla a quienes les aplastan.
Era un piropo a la vez profundamente popular y femenino: para elogiar a Jesús, se ensalza a
su madre. ¿A qué hijo no tenía que encantarle esa alabanza?...
Pero también en esta ocasión vuelve a ser desconcertante la respuesta de Jesús: ¡Dichosos,
más bien, quienes oyen la palabra de Dios y la cumplen!... ¿Es que molestaba a Jesús el
elogio a su madre?... Evidentemente no. Es que se daba cuenta de que se estaba elogiando a
su madre en lo menos importante de lo que ella había hecho.
Se diría que le urgiera dejar en claro una vez más su orden de valores: para Jesús lo
realmente importante de su madre no era tanto el hecho de haberle llevado en su seno,
cuanto el haberlo hecho siguiendo la palabra de Dios. Una vez más recuerda que todo
parentesco material debe subordinarse al gran parentesco en el Reino de Dios.
Estas explicaciones nos aclaran un poco las dos respuestas de Jesús. Pero siguen
dejándonos en el alma una pregunta: ¿Es que Jesús fue un hijo poco cariñoso?...
142
Desde luego no fue un hijo que causara fastidio por su zalamería y afectación. Lo mismo
que no había dado a su madre joyas, ni títulos ni brillos humanos, tampoco le dio ríos de
sentimentalismo. Le dio mucho más: un amor callado y hondo y, sobre todo, la plenitud de
la Gracia.
Todo cuanto conocemos de la conducta de los dos nos inclina a pensar que Jesús no hizo a
su madre ningún tipo de revelaciones previas de sus planes y que ella fue viviendo y
entendiendo la vida de Jesús conforme fueron sucediéndose los acontecimientos. Porque
Jesús sometió a María a la luminosa oscuridad de la fe.
Ella entró en el plan de Dios – ya desde la anunciación – sin conocer detalles. Y María
aceptó esta voluntad sin pedir más explicaciones. Quien tiene verdaderamente fe, no tiene
prisa por saber. María se limitaba a esperar, silenciosa, que fueran realizándose todas las
cosas que el ángel anunció y Simeón profetizó.
Estamos acostumbrados a pensar que en María todo fue fácil y espontáneo. Pero mal
podría, entonces, presentársela a los cristianos como ejemplo de fe. En realidad María –
como dice Guardini – sobrellevó el misterio de su hijo, con respeto y confianza, pero
también cuesta arriba.
El que María no sucumbiera a las pruebas, no demuestra que no las tuviera. Y tenemos que
pensar que, si su hijo fue tentado, ¿por qué no ella también?... Su gran prueba fue, sin duda,
la oscuridad. Esa “distancia”, esa cierta “falta de comprensión” que parece tener con su
hijo, son los rastros visibles de esa oscuridad, esa clara oscuridad de su fe. Porque, tras un
principio luminoso, con ángeles y prodigios, todo parecía haberse agrisado. Nadie sabía,
como ella, la misteriosa filiación de su hijo, pero, por eso mismo, para nadie resultaba tan
desconcertante ese “Dios venido a menos”, adaptado a la rutina cotidiana de ser hombre,
que en Jesús aparecía.
Pero, si su vida se abrió con aquel dichosa tú, que has creído de su prima Isabel, con esa
misma frase podría, el día de su muerte, resumirse su vida. Sólo entonces pasaría de la
oscuridad a la luz pascual. Sólo entonces saldría de la sombra para abrazar a su Hijo.
Ahora, en este mundo, tendría que vivir abrazadísima a Él, Pero desde lejos.
Aquello fue, diríamos hoy, una “comunidad de base” que compartía ideales y alimentos,
persecuciones y esperanzas. Nada les ataba entre sí sino la idea del Reino que se acercaba y
su admiración por Jesús. Habían llegado de distintos pueblos, de diversas condiciones
sociales, de discrepantes ideologías.
143
Eran ricos unos, y pobres otros; revolucionarios algunos, y colaboracionistas otros; solteros
los menos, y casados los más. Pero todos habían dejado todo. No habían construido un
monasterio en el desierto como los esenios; no tenían madrigueras en las montañas como
los más radicales de los zelotes; no merodeaban en torno a los templos y sinagogas como
escribas y fariseos; vivían deambulando bajo el aire y el sol, caminando sin meta,
durmiendo donde les sorprendía la noche.
Y Jesús, que entrega lo fundamental de su mensaje a la masa sin excepciones, reserva las
clarificaciones más íntimas para este pequeño grupo elegido. A ellos les explica el sentido
recóndito de las parábolas (Mt 13, 11-17). A ellos reserva, sobre todo, la revelación más
honda de su Padre (Mt 11, 25-28).
Pero, además, Jesús actúa con ellos de manera muy diferente a la de un maestro. Desde el
primer momento Jesús les habla como a compañeros de tarea, como a miembros de una
nueva familia, como a gente que va a compartir y continuar una misión.
Les forma en la vida, haciéndoles vivir con Él. No se porta con ellos como un lejano
superior: vive con todos en plena intimidad, come en su mesa y duerme a su lado. Va
delante de ellos, sobre todo hacia el riesgo. Caminaba el primero subiendo hacia Jerusalén,
recuerda Lucas hablando de la subida a la muerte (Lc 19, 28).
Desde el primer momento les lanza, además, a la tarea de predicar ellos solos. Un día envía
a los setenta y dos (Lc 10, 1-12), otro a los doce más escogidos (Mt 10, 5-42; Mc 6, 7-13;
Lc 9, 1-6). Y no les envía a tareas secundarias: ellos deben hacer exactamente lo mismo que
Él hace: anunciarán el Reino de Dios y confirmarán su proximidad con todo tipo de
milagros.
Es absolutamente sorprendente para su época, el estilo pedagógico con que Jesús forma a
los suyos. Les forma, en primer lugar, en grupo. Son muy raros en el Evangelio los
contactos de persona a persona: con Nicodemo, con la samaritana…
Les hace, además, trabajar juntos. Cuando les envía a la misión lo hacen de dos en dos.
Cuando elige testigos de su triunfo o su dolor, se lleva a tres de ellos. Sólo a Judas le da, en
la cena, un encargo que debe hacer en solitario: Lo que tengas que hacer, hazlo pronto (Jn
13, 27). Porque el pecado es lo único que puede hacerse solo. Por eso quiere que también
después de su muerte sigan unidos (Jn 17, 20).
Y les forma en la vida cotidiana. Y no les aleja del riesgo ni de las tormentas, no pone bajo
sus pies una tierra de algodones. Les anuncia sin rodeos que les envía como corderos en
medio de lobos (Lc 10, 3). Lucharán, sufrirán, serán perseguidos, morirán violentamente.
Serán odiados por su nombre y les perseguirán de ciudad en ciudad (Mt 10, 22).
Ninguno de ellos había sido elegido porque fuera santo de antemano. Y lo comprobamos al
descubrir otro gran misterio: Jesús, al menos inicialmente, fracasa con sus apóstoles. Viven
tres años a su lado y, aunque le quieren apasionadamente, casi nada aprenden.
144
Siguen siendo humanos, siguen llevando su alma taponada con barro mediocre. De hecho,
ni entienden a Cristo, ni su misión. Hay momentos en que a Jesús se le hace difícil
soportarles. Alguna vez hasta estalla: ¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con
vosotros? ¿Hasta cuándo os sufriré? (Mc 9, 19).
Y, entonces, no duda en reprenderlos, a veces con palabras durísimas. Les riñe por su falta
de fe. Es eso lo que les impide hacer milagros: Os aseguro que si tuvierais tanta fe como un
grano de mostaza diríais a ese monte: trasládate de aquí allá, y se trasladaría y nada os
sería imposible (Mt 17, 20).
Es, sobre todo, el miedo a la cruz lo que les espanta. Les resulta fácil aceptar que Jesús va a
fundar un Reino y que ellos formarán parte de él. Pero no se resignan a la idea de que, para
llegar a ese Reino, haya que pasar por la cruz y la muerte. Ante esta idea se tapan los oídos
de la inteligencia, no quieren entender.
También la idea de la Eucaristía les asusta. Les resulta absurdo, casi repulsivo, el que
anuncie que los hombres tendrán que comer su carne y beber su sangre. Esta idea le costó a
Jesús perder “muchos” discípulos, como señala Juan en su evangelio: Muchos de sus
discípulos dijeron: Dura es esta doctrina ¿quién puede soportarla? (Jn 6, 60-65).
Jesús conoce en este momento una de las más hondas amarguras humanas: no ser creído ni
comprendido por los propios amigos. ¿Por qué le siguen entonces?... ¿No será mejor que se
vayan?... ¡Todo, menos contar por amigos a un hatajo de hipócritas!... Sus palabras fueron
tan duras que los incrédulos comprendieron. Y desde entonces muchos de sus discípulos se
volvieron atrás, y ya no querían andar con Él (Jn 6, 66).
Y ahora el mayor terror: ¿se habría extendido la desconfianza hasta los doce íntimos?... La
voz de Jesús debió de temblar al formular la pregunta siguiente: ¿También vosotros queréis
marcharos?... Y la alegría transfiguró, sin duda, su rostro al ver que la fe de los doce era
más fuerte que su debilidad de hombres.
Los apóstoles caen también en un defecto que tendrá larga progenie en la historia de la
Iglesia: el capillismo. Un día correrán escandalizados a Jesús para contarle que han visto a
uno que arrojaba demonios en nombre de Cristo y queríamos prohibírselo, porque no era
de los nuestros (Lc 9, 49).
Pero Jesús corregirá a sus apóstoles y lo hará con la frase que menos éxito ha tenido entre
todas las del Evangelio: No se lo prohibáis porque quien no está contra vosotros, con
vosotros está (Lc 9, 50).
Curiosamente suele usarse mucho más la frase que el mismo evangelista escribe dos
capítulos más tarde: El que no está conmigo, está contra mí (Lc 11, 23). Pero se olvida que,
como precisa Plummer, esta segunda frase es la que nos sirve para saber si nosotros somos
o no discípulos de Cristo, es decir, si yo, después de oír su llamada, no le sigo, he apostado
contra Él.
145
Este Jesús, que no vacila en reprender, a veces con durísimas palabras, las torpezas de sus
apóstoles, sabe perdonar con una catarata de ternura. Ese Pedro, a quien ha denominado
Satanás, será su piedra elegida. Y después de la gran traición, del abandono de todos, de la
triple negación de Pedro, no habrá en sus labios una palabra de reproche y reiterará a ese
Pedro, que se ha avergonzado de Él, su papel de fundamento de su Iglesia.
No hay en todo el Evangelio un solo rastro de resentimiento en Jesús, mucho menos rencor.
Sólo tierno perdón, incluso olvido, respecto a sus apóstoles.
Acabamos de pronunciar una palabra decisiva: Iglesia. ¿Quiso, realmente, fundar una
Iglesia, una comunidad que, de algún modo, continuase y prolongase su obra o la Iglesia es
una superestructura surgida tardíamente y tal vez desviadora de su mensaje?...
Volvamos a preguntarnos: ¿Puede decirse que Cristo fundó verdaderamente una Iglesia?...
Todo dependerá de cómo entendamos esa palabra “fundar”. Si la entendemos como hoy se
usa al decir que “hemos fundado un partido”, es decir: que lo hemos organizado con unos
estatutos definidísimos, con toda una estrategia de funciones establecidas, la respuesta es,
evidentemente, negativa.
Pero si queremos decir que en la voluntad de Cristo estuvo crear una verdadera comunidad,
unida en torno a la fe en Él y a los signos bautismales y eucarísticos de su presencia, y
conducida a la unidad por el servicio de sus apóstoles, la respuesta tiene que ser
evidentemente afirmativa.
Jesús no organizó una institución calcada de los sistemas mundanos. Pero sí inspiró una
auténtica comunidad con variedad de dones y de responsabilidades. Toda su relación con
los apóstoles no se entendería si no se ve en ellos una “misión especial” y si no se percibe
que, incluso entre ellos, se estableció una diferencia con otra función específica para uno de
los doce.
Porque, aunque antes hemos señalado que en el Evangelio se atiende más al grupo que a la
personalidad de los individuos, esto es verdad con todos menos con uno. Es un hecho que
en las narraciones evangélicas se pone siempre un acento muy especial en la figura de
Pedro.
San Agustín subrayará esa falta de méritos especiales de Pedro con palabras conmovedoras:
Pedro era pescador… Si el Señor hubiera elegido a un orador, este orador hubiera podido
decir: se me ha elegido por mi elocuencia. Si hubiera elegido a un senador, este senador
hubiera podido decir: Se me ha elegido por mi dignidad. Finalmente si hubiera elegido a
un emperador, este emperador hubiera dicho: he sido escogido por mi poder…
Dadme, dice el Señor, por el contrario, dadme aquel pescador indocto e iletrado, dadme
aquel hombre con el que no se dignaría el senador discutir la compra de un pescado.
Dadme a ese hombre y así verá que yo lo he hecho todo. Pudiera haber elegido al senador,
al orador o al emperador… pero estoy más seguro con el pescador.
Pues bien, este Pedro, que ningún motivo especial tenía para una elección significada,
comienza a destacar visiblemente en los evangelios. Esta “vocación especial” había sido ya
apuntada en su primer encuentro con Jesús. Cuando Andrés le presenta a su hermano, Jesús
hace algo tan insólito como cambiar el nombre de Pedro.
¿Qué quiere decir Jesús al denominarle “roca”?... Sólo mucho más tarde lo entenderemos,
en la escena que cambiará para siempre el destino del apóstol.
Y esto ocurre en las tierras de Cesarea de Filipo cuando Jesús pregunta a los apóstoles:
¿Quién dicen los hombres que soy yo? (Mt 16, 13)… Jesús escuchó sonriente las respuestas
que le dieron sus discípulos, pero pronto hizo girar el problema con otra pregunta lanzada
como un látigo: Y vosotros ¿quién decís que soy? (Mt 16, 15).
Ahora la sonrisa saltó de rostro en rostro. Sí, se sentían satisfechos de lo que Pedro había
dicho en nombre de todos y que ellos jamás se hubieran atrevido a expresar tan bien. Pedro
hablaba en nombre de todos. Una especie de liderazgo personal había ido surgiendo entre
ellos.
Jesús aún siguió: Y yo también te digo que tú eres Piedra, y sobre esta piedra construiré mi
Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino
de los cielos y lo que hayas atado en la tierra será atado en los cielos, y lo que hayas
desatado en la tierra será desatado en el cielo (Mt 16, 18-19).
Jesús hablaba ahora ya sin rodeos de su proyecto de construir una comunidad organizada,
algo que tendría que durar después de Él, algo que sería tan sólido que ni las fuerzas del
mal podrían contra ella.
147
Hoy podemos entender bien esas palabras. Y comprobamos que el viento de los siglos ha
batido esa roca y ese texto en el que el papel de esa roca se describe. Porque pocas páginas
del Evangelio han sufrido tal cantidad de ataques como esta: prueba evidente de su
importancia.
Hoy la crítica da aún mayor importancia que al texto de Mateo que acabamos de comentar a
la otra escena que refiere Lucas (22, 32). Se acerca la pasión y Jesús prevé la traición de sus
apóstoles. E, inesperadamente, se dirige a Pedro con una tremenda profecía: Simón, Simón,
mira que el demonio anda en torno a vosotros para cribaros como se criba el trigo: mas yo
he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando te conviertas, confirma en ella
a tus hermanos.
Así nacía la Iglesia de Jesús. Más tarde llegaría la hora en la que herirían al Pastor y se
dispersarían las ovejas. Pero aquella semilla de rebaño sería el origen de una familia
innumerable que atravesaría los siglos.
Y esa Iglesia, mediocre, recordaría siempre que su verdadera riqueza era únicamente el ser
Iglesia de Cristo. Y ese es el gran “servicio” de Pedro y de los apóstoles: ayudar a la
comunidad creyente a prestar ese único e impagable servicio a la humanidad: mostrarle el
rostro vivo de Jesús.
¿Y qué es lo que siente Jesús ante las multitudes que le rodean?... El Evangelio resume su
reacción ante ellas con la palabra “compasión”. No es la ternura del que, al sentirla, se
queda fuera. Es la del que comparte. La de quien se siente reblandecido por dentro,
conmovido hasta las lágrimas, al ver que sufren los que ama.
Por eso Jesús mira a la multitud como se mira a los niños que juegan o duermen. Con una
ternura informe e inmensa. Como una madre que, en el sueño, se inclina sobre sus hijos,
buenos y malos, porque todos son suyos. Con una ternura compasiva que le llena de
lágrimas los ojos.
148
¿Y qué les ofrece?... Lo que tiene: su poder de curación, su palabra con autoridad, su amor
de pastoreo, el pan de la palabra y del milagro (Mt 14, 14; 15, 32; Lc 6, 19). Pero les ofrece,
sobre todo, un lugar de reposo: su propio corazón. Venid a mí todos los que estáis fatigados
y cargados, que yo os aliviaré (Mt 11, 28). Porque Dios y su amor son el mayor de los
milagros y la más segura de las curaciones.
Vivimos, es cierto, en un mundo en el que es cada vez más difícil predicar la alegría. Pero
la obligación de predicarla nos obliga a conocer las verdaderas dimensiones sufrientes del
mundo al que debemos anunciarla.
Medir la realidad de un mundo en el que tantos sufren en sus cuerpos y en sus almas:
enfermos, cesantes, olvidados, traicionados, amargados, aburridos. ¡Qué infinito hospital
sería necesario para cobijarlos a todos!
Y el mar de la injusticia: los oprimidos, los analfabetos, los hambrientos, los sin derechos,
los que nacen condenados a morir jóvenes por una falta de alimentación y cuidados
médicos, todo ese universo al que llamamos tercer mundo para no llamarle simplemente
submundo.
Y el podrido océano del mal moral. La montaña de la lujuria humana, el espanto del
orgullo, la droga, la mentira, el desamor que señorea el mundo, el aburrimiento, la
hipocresía, la violencia, la mediocridad, la angustia… Sí, el siglo de las luces ha pasado y
hoy – como dice Balthasar – lo ridículo es no creer en el infierno.
La verdad es que Cristo llegó a un mundo hastiado y vacío y penetró en él por la olvidada
puerta de la alegría. Hacía tiempo que los hombres no pasaban por ella. Y es que los
humanos, en lugar de recordar que Dios nos hizo a su imagen y semejanza, habían
preferido hacer a Dios a imagen y semejanza suya.
Y, como los hombres somos tristes y aburridos, nos habíamos inventado a un Dios triste y
aburrido. Como nosotros le amábamos poco, no podíamos imaginarnos que Él nos amase
149
demasiado. Y una vez convertido Dios en un viejo barbudo de mirada lánguida, ya todo el
universo se nos había vuelto insoportable. Tanto, que aún hoy son poquísimos los artistas
que se “atreven” a pintar a Cristo sonriente.
Pero la verdad es que la gran revelación que traía Jesús es que Dios es mucho mejor de lo
que nos imaginábamos. Él nos descubrió – dice Evely – que Dios era joven, tierno,
simpático, infinitamente amigo de los hombres, indulgente, audaz, comprensivo, alegre,
infantil, feliz. ¡Dios era Dios!
¿Cuál es la postura de Jesús ante el mal moral, ante el pecado?... Para Jesús el pecado no es
un juego de niños ni una simple falla legal. A sus ojos, el pecado es una esclavitud con la
que el hombre cae en poder de Satán.
Jesús no ignora que cuando Judas Iscariote decide su traición Satanás entró en él (Lc 22,
3); sabe que este mismo Satanás busca a sus elegidos para cribarlos como el trigo (Lc 22,
31); sabe que Él mismo será zarandeado por el pecado cuando llegue la hora del poder de
las tinieblas (Lc 22, 53).
Una lectura atenta a los evangelios nos descubre que no todos los pecados tienen la misma
gravedad ante sus ojos. Hay algunos frente a los que reacciona con especial violencia.
Incluso las prostitutas entrarán antes en el Reino de los cielos que los orgullosos fariseos
que despreciaron su palabra (Mt 21, 31). El propio Pilato, que firma su sentencia de muerte,
tiene menos pecado que quienes, con mayor conocimiento, le entregaron a él (Jn 19, 10-
11).
Especial importancia tiene también el escándalo a los pequeños. A estos pecadores dirige
también las palabras más duras: A quien escandalizare a uno de estos pequeñuelos que
creen en mí, mejor le sería que le colgasen una rueda de molino y lo arrojasen al profundo
del mar (Mt 18, 6).
150
Y no sólo los pecados de acción son considerados graves: también los pecados de omisión.
Bastará recordar la parábola de los talentos en la que uno de los siervos es condenado a las
tinieblas exteriores sólo por no haber hecho fructificar su denario (Mt 25, 30).
El contexto hace pensar que aquí no se está refiriendo Cristo a la tercera persona de la
santísima Trinidad, sino a la acción del espíritu divino que se mostraba en los milagros de
Jesús.
Blasfemia contra ese Espíritu sería, como acababan de hacer los fariseos, atribuir esas obras
de Dios al poder del demonio y cerrarse, con ello, a lo que Dios testimoniaba con esas
mismas obras.
Podemos, pues, concluir con García Cordero que ese pecado contra el Espíritu Santo no es
un pecado concreto, como transgresión de un precepto divino determinado, sino una
actitud permanente de desafío a la Gracia divina. Este cerrarse a Dios, este rechazo de su
obra y su mensaje hace imposible el arrepentimiento y, con ello, el perdón de Dios.
Pero la gran novedad de la visión cristiana del pecado es la radical distinción entre el
pecado y el pecador. Ese mismo Jesús, cuya cólera vemos arder cuando toma el látigo en el
templo o cuando condena genéricamente a los fariseos, se siente invadido por la ternura y la
compasión cuando está ante un pecador concreto.
Tras el pecador parece que viera sólo al posible hijo nuevo de Dios. Sus palabras se
ablandan; su tono de voz se suaviza; corre Él a perdonar antes de que el pecador dé signos
evidentes de arrepentimiento, lo mismo que el padre del hijo pródigo salió corriendo al
encuentro de su hijo.
Algunas escenas de su vida nos ayudan a entender esa cólera convertida en misericordia.
La primera es casi sólo una anécdota. Bajaba Jesús a Jericó y, precedido por su fama, un
buen número de curiosos se arremolinaban en torno a la puerta de la ciudad por la que
entraba.
Había en la villa un judío, llamado Zaqueo, que ejercía como jefe de los recaudadores del
distrito y que se había enriquecido en puesto tan lucrativo. Su cargo era aún más inmoral
que el de los recaudadores normales, pues era el jefe de distrito quien con mayor parte de lo
recaudado se quedaba. Era, por ello, despreciado en la ciudad, pero con ese desprecio
revestido de halagos que suele rodear a los ricos.
151
¿Qué sintió aquella tarde al saber que venía Jesús?... Probablemente, sólo curiosidad. Salió
a la calle y, cuando vio el gentío que se apretujaba en la calle, pensó que por su estatura no
muy brillante, no llegaría ni a verle siquiera, por lo que se encaramó en alguna de las ramas
bajas de un sicomoro y allí esperó.
¿Había en su alma un deseo de arrepentimiento?... Parece que no. O en todo caso una muy
leve semilla de la que el arrepentimiento podía brotar. A su curiosidad se había añadido un
interés sincero. No era una decisión de cambiar de vida, pero sí, al menos, una puerta
entreabierta a la luz.
Y a Jesús le bastó esa puerta entreabierta. Entre la multitud, sus ojos eligieron al pequeño
Zaqueo y, haciendo algo que nunca había hecho, se invitó a sí mismo: Zaqueo – dijo,
llamándole por su nombre -, baja de ahí presto, porque es menester que hoy me hospede yo
en tu casa (Lc 19, 5).
Y fue en el camino donde nació el arrepentimiento. Cuando Jesús llegó a su casa, Zaqueo le
esperaba respetuosamente a la puerta. Y, antes de que Jesús pronunciara una sola palabra,
dijo Zaqueo con la solemnidad de quien hace un juramento: Señor, he aquí que doy a los
pobres la mitad de mis bienes, y si a alguien le defraudé, le restituiré cuatro veces más (Lc
19, 8).
Jesús sonrió ahora, al ver que un alma más se abría a la conversión. Hoy – dijo – ha venido
la salvación a esta casa, porque éste también es hijo de Abraham, porque el Hijo del
hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 9-10).
Esta ternura de Dios y el desconcierto que crea en el hombre quedan especialmente claros a
la luz de un pasaje del Evangelio de Juan 8, 1-11 y del modo como nos ha sido transmitido.
Es el pasaje de la adúltera, uno de los más discutidos por la crítica de todos los tiempos.
La escena ocurre en el atrio del templo. Era por la mañana y Jesús enseñaba rodeado por un
numeroso grupo de gente. De pronto, su plática quedó interrumpida por un incidente
inesperado. Un alborotado grupo de escribas y fariseos arrastraba a empellones a una mujer
despeinada y a medio vestir.
punta de ironía en los labios: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante
adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrearla. Tú ¿qué dices?...
Su intempestivo celo les llevaba a la violencia. Pero les interesaba mucho más atrapar a
Jesús en algo que le obligara a desprestigiarse ante sus propios discípulos. ¿Se atrevería a
discrepar de la ley de Moisés en un punto tan grave?... Miraban a Jesús sonrientes, seguros
de haber hallado el lazo del que no lograría escapar.
Pero Jesús recurrió a un arma muchas veces usada por Él: el silencio. Sentado como estaba,
se inclinó y con su dedo índice se puso a escribir en el suelo. ¿Qué letras o garabatos
hacía?... Mucho se ha discutido también. Pero es muy probable que no escribiera nada
concretamente, que se limitara a hacer esos dibujos que espontáneamente hacemos cuando
nos hacemos los distraídos.
Este silencio puso nerviosos a los fariseos. Ante su insistencia y ante el silencio dramático
que se había creado, Jesús se incorporó y dijo mansamente: El que entre vosotros esté sin
pecado, que tire la primera piedra.
Quizá alguno de los fariseos llegó a levantar la piedra que llevaba en la mano. Pero,
lentamente, todos fueron bajando sus brazos. Miraban a Cristo con rencor: nuevamente
había escapado de su lazo.
Cristo planteaba un problema más hondo a sus conciencias: ¿quién, entre los hombres, es
capaz de juzgar?... ¿quién tiene el alma suficientemente limpia como para llamar pecador a
su hermano?... ¿quién es lo bastante puro para condenar a nadie?... Eran preguntas
demasiado graves como para ser cegadas por la hipocresía de los acusadores.
Por eso todos, uno tras otro y comenzando por los más viejos, fueron alejándose. Ninguno
se atrevió a mirar a la mujer y a Jesús, que, por su parte, se hacía también el distraído y
seguía escribiendo en el suelo.
Sólo cuando pasaron unos minutos levantó la vista: estaban solos Él y la mujer aún
temblorosa. ¿Dónde están tus acusadores? Preguntó. ¿Ninguno te ha condenado? La mujer
sacó, entre la vergüenza y el susto, fuerzas para responder: Ninguno, Señor.
Esto bastó a Jesús. Tampoco yo te condenaré, dijo. No negaba con ello la falta cometida
por la mujer, pero se negaba a ser un juez que no da oportunidades de arrepentimiento, se
negaba a entrar en la justicia automática de los hombres. Por eso añadió: Vete y no peques
más.
Echaba un telón sobre el pasado, reconocía la existencia de un pecado, pero sabía que el
perdón de Dios es más largo que nuestras miserias y, sobre todo, le interesaba mucho más
incitar a un futuro de pureza que sentenciar sobre un pasado de lujuria.
Nada más sabemos sobre esta mujer. ¿Cambió de vida?... Ciertamente no olvidaría ni el
terror de esta hora, ni la comprensión que había encontrado en el único que hubiera tenido
pureza suficiente para condenarla.
153
Otra de las páginas emotivas del Evangelio la encontramos en Lucas 7, 36-50, en que este
describe el encuentro de Jesús con la pecadora. En ninguna otra página se ha acumulado
tanta ternura. Tenía razón san Gregorio Magno cuando, al comentarla en una homilía, se
excusaba diciendo que, sobre este tema, le sería más fácil llorar que escribir.
La escena debió de suceder hacia la mitad de la vida pública de Cristo, y la casa donde
ocurre era la de un fariseo, de nombre Simón quien junto a sus compañeros no iban más
allá de la curiosidad hacia Jesús. No eran frontalmente hostiles, pero apenas si llegaban a la
cortesía.
La acogida fue más bien fría: Simón guardaba las distancias. Sin llegar a la descortesía,
redujo al mínimo los agasajos al huésped. Una vez en la sala los convidados se colocaron
como era la costumbre en este tipo de banquetes: recostados sobre divanes y apoyado el
torso sobre el codo izquierdo.
E, inesperadamente, ocurrió algo que resultó terrible para los dueños de la casa, algo que
sonó en la sala como una blasfemia. De pronto, una mujer que nadie supo de dónde había
salido, se precipitó en la sala y se arrojó a los pies de Jesús. Ya era escandaloso que una
mujer irrumpiera así en la sala del banquete donde se reunían hombres solos.
Sea como sea, lo cierto es que esta mujer se siente invadida por una gran sed de pureza.
Llevada por esa tremenda sed, se precipita a los pies que Jesús, según la costumbre oriental,
tiene desnudos, pues ha dejado las sandalias a la puerta de la casa.
Invadida por la emoción, se abraza a los pies de Cristo y siente que las lágrimas comienzan
a rodar por sus mejillas y corren por la piel del hombre a quien abraza. Quizá fue la
vergüenza de esto que, para ella, era una enorme falta de respeto hacia el hombre admirado,
lo que la condujo a una locura mayor, a algo que para una mujer de la época era la mayor
de las humillaciones:
Se quitó el velo, se soltó los cabellos sin pensar que estaba delante de hombres, que verían
en esto el gesto inmoral de una prostituta, y comenzó a secar con ellos lo que habían
mojado sus lágrimas. Aún no quedó contenta: comenzó a besar como enfebrecida los pies
del Maestro, y sólo entonces vertió sobre ellos el perfume de su vaso de alabastro.
No dijo una palabra. Pero en el interior de todos crecía el escándalo. En la mente del dueño
de casa se mezclaban la vergüenza y la satisfacción. Había invitado a Jesús para conocerle
mejor y con la secreta esperanza de que su diagnóstico coincidiera con el de sus
compañeros fariseos.
Lo que sus ojos veían le venía a confirmar en cuanto esperaba: Si éste fuera profeta –
pensaba en su interior – sabría qué tipo de mujer es esta que le toca y conocería que está
llena de pecados. Se sentía casi feliz de ver cómo aquel gesto “desenmascaraba” a Jesús.
154
Ningún profeta, ningún hombre de Dios se habría dejado tocar así por una prostituta. ¿No
mandaba la ley que había que permanecer, al menos, a cuatro codos de distancia de una
cortesana?... Una mujer así manchaba hasta con el aliento. ¡Cuánto más dejarse agasajar
por sus manos!...
Pero Jesús, como dice san Agustín, oyó los pensamientos del fariseo y se dispuso a
demostrarle que se estaba equivocando: no sólo conocía quién era aquella mujer, sino que
hasta sabía lo que Simón estaba pensando. Pero quiso hacerlo con delicadeza y recurrió a
una parábola.
Simón – dijo – te quiero decir una cosa. Maestro, di, respondió cortés e hipócritamente el
fariseo. Un prestamista – dijo Jesús – tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios,
y el otro cincuenta. Como ninguno de los dos tenía con qué pagar, perdonó la deuda a
ambos. ¿Cuál crees tú que le amará más?...
Simón no comprendía aún a dónde quería llegar Jesús, ni qué pudiera tener que ver lo que
decía con lo que estaba ocurriendo. Por eso respondió vacilante: Creo que aquel a quien
perdonó más.
Ahora el silencio se hizo aún más denso: Jesús acababa de dejar en ridículo a Simón y sus
amigos, acusándoles públicamente de falta de hospitalidad. Y había hecho algo peor: ponía
a aquella prostituta por encima de ellos, como más amante de Dios, como más digna del
perdón que ellos.
Por eso, para defenderse, volvieron a refugiarse tras el escándalo: ¿Quién es éste –
pensaban – para perdonar los pecados?... Pero esta vez Jesús no se detuvo a refutar su
pensamiento. La protagonista de la escena era ya la mujer. Se volvió, por eso, a ella y le
dijo con infinita ternura: Tu fe te ha hecho salva; vete en paz.
Ahora los ojos de la mujer se iluminaron. Era una luz que nunca en su vida había conocido.
Nacía en ella un nuevo amor que ni siquiera hubiera sospechado que existiera. Ya nunca
podría dejar de buscar y seguir ese amor. Quedaría encadenada a este hombre-Dios que
acababa de darle la paz. Ya nunca se separaría de aquél a quien venía buscando,
equivocadamente, de criatura en criatura.
Pero no siempre triunfará el amor de Jesús. Él busca las almas perdidas, casi se diría que las
persigue, pero, en su persecución, respeta siempre la libertad de los buscados. Llama a su
puerta, pero no la derriba; pide permiso para entrar en las almas que Él hizo; el dueño se
convierte en mendigo.
155
Y fracasa, por ello, con algunos, con muchos. De nada sirven sus esfuerzos por llevar a la
verdad a los fariseos. Estos no podían oír porque no querían hacerlo. Y fracasó su amor con
Judas. Aún a última hora intentó Jesús un nuevo acercamiento llamándole “amigo” en el
mismo momento de la traición (Mt 26, 50) pero el “hijo de la perdición” había ya decidido
perderse.
Con la pecadora, era ella la que lloraba. Ahora es Jesús el que llora. Llora por un amor
perdido e inútil al que se le han cerrado todas las puertas. Llora sabiendo que el amado, los
amados, se perderán. Pero el que puede perdonar los pecados, no puede hacerlo si el
pecador no da un primer paso, aunque sea un paso de vergüenza, de hambre de pureza.
Jesús llama a las puertas. Pero no las derriba.
Por eso, porque Jesús ofrece una respuesta al mal, pero respeta la libertad del hombre ante
Él, presenta Jesús, como centro de su mensaje, la visión de la vida como apuesta. Él no trae
una salvación “automática”. Ofrece una esperanza. Pero, para conseguirla, el hombre debe
entrar en ella como en un combate. Debe satisfacer una serie de exigencias para alcanzarla.
Y será eliminado de la salvación del mal si no las cumple.
Este doble rostro de “salvados y condenados” es parte sustancial del mensaje de Jesús. Los
textos podrían citarse a centenares. De ellos están llenas las parábolas. Y las palabras de
Jesús no dejan lugar a dudas: Habrá un juicio en el que los hombres serán medidos y
pesados. Y la sentencia de ese juicio será absolutamente radical; los ángeles de Dios
separarán a buenos y malos, e irán éstos al eterno suplicio y los justos a la vida eterna (Mt
25, 46).
Antes de ese juicio, el hombre deberá vivir en la tierra su gran apuesta, en la que se arriesga
nada menos que la pérdida del alma. Ni siquiera es Jesús optimista en lo que se refiere a la
facilidad de la salvación.
La entrada en la vida no es fácil: Entrad por la puerta estrecha; que es ancha la puerta y
espacioso el camino que lleva a la perdición y son muchos los que entran por ella; y es
estrecha la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y son pocos los que dan con ella
(Mt 7, 13).
Uno le preguntó: Señor, ¿son pocos los que se salvan? Él les contestó: Esforzaos por
entrar por la puerta estrecha; que muchos, en verdad os digo, intentarán entrar, pero no lo
conseguirán (Lc 13, 23).
Y en entrar o no entrar por esa puerta, el hombre se juega el mismo hecho de estar vivo, el
mismo sentido de su existencia: Todo árbol que no da fruto bueno, lo cortan y lo echan al
fuego (Mt 7, 19). El que no permanece en Mí es echado fuera, como el sarmiento y se seca
y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan (Jn 15, 6).
156
Es, además, una aventura que no se resuelve con palabras: No todo el que dice: ¡Señor!
¡Señor! Entrará en el reino de los cielos. Muchos me dirán en aquel día: ¡Señor! ¡Señor!
¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre arrojamos demonios, y en tu nombre
hicimos muchos prodigios? Pero entonces yo les diré abiertamente: Jamás os conocí;
apartaos de mí, ejecutores de maldad (Mt 7, 21-23).
El planteamiento de Jesús no puede tener más radicalidad y dureza. E implica toda una
visión del mundo. Para Jesús el hombre se lo juega todo en el sentido de sus actos. Él no
amenaza, se limita a señalar un hecho: que el que esté muerto, no servirá para la vida
eterna.
Cristo nos advierte de estos riesgos como un acto de amor. A un alpinista se le ama
diciéndole los riesgos de su escalada, se le odia pintándole todo de color rosa. Es este amor
al hombre lo que obliga a Cristo a ser radical y aparentemente duro.
Por eso habla sin rodeos de esta amenaza. Y la llama infierno. Jesús no teme a esta terrible
palabra, que parece ser indigesta a muchos cristianos de hoy. Habla de él completamente en
serio y no teme utilizar las más violentas y despiadadas imágenes escriturísticas del
infierno: el llanto y el crujir de dientes en el horno ardiente ((Mt 13, 42), la gehenna donde
su gusano no muere y el fuego no se apaga (Mc 9, 43-44; Mt 5, 22), donde Dios puede
hacer perder el alma y el cuerpo (Mt 10, 28).
Y no solo presenta el infierno como una realidad amenazadora, sino que anuncia que Él
mismo enviará a sus ángeles a arrojar al horno ardiente a los autores de iniquidad (Mt 13,
41-42) y pronuncia la tremenda maldición: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno (Mt
25, 41). Y pone en sus propios labios la dura réplica a los que no han amado: No os
conozco (Mt 25, 12). Y la orden: Arrojadlos fuera, a las tinieblas (Mt 25, 30).
Esto no quiere decir que la idea del riesgo sea el centro de la predicación de Jesús. Ese
lugar lo ocupa la esperanza. Jesús quiere que, ante la grandeza de su destino, el hombre una
la inseguridad ante el riesgo que vive y la seguridad de la esperanza de que será sostenido
por Dios.
Cuando Cristo habla de salvación no habla de un premio que le venga al hombre desde
fuera, como un acierto en la lotería; y, cuando habla de condenación, no alude a algo que le
llegue de fuera, como unos azotes.
157
Salvación supone la realización total del hombre tal y como fue soñado por Dios;
condenación es el fracaso del hombre como hombre, es su esencia malgastada, su
naturaleza traicionada.
El hombre salvado, el hombre nuevo, en realidad, no son otra cosa que el hombre plena y
absolutamente realizado en todas sus posibilidades de hijo de Dios. La salvación es lo que
da al mundo su valor absoluto, lo que realiza nuestras aspiraciones más profundas.
Por eso dice Lucas que, con Jesús – que fue el hombre pleno porque fue la primera
realización del Reino en este mundo -, comenzó una gran alegría para todos (Lc 2, 10).
Con Él descubríamos que el hombre no era “atrapado” por Dios, que la fe no era una rebaja
en nuestra condición humana, sino muy al contrario: el descubrimiento de su plenitud.
El infierno, a su vez, no era el espantapájaros manejado por Dios para tenernos a sus
órdenes, sino el único rincón a donde Dios no llegaba, era el refugio donde egoístas,
temerosos de Dios, se arrojaban, lejos de Él, convertidos en sus propios ídolos, en detritus
de sí mismos.
Creo que de una lectura de los evangelios podemos deducir que la respuesta de Cristo a la
muerte se inscribe en las siguientes coordenadas:
- Jesús tiene conciencia de que la muerte es parte de su vida y ese final está claro en
el horizonte de su vida.
- Para Jesús la muerte continúa siendo terrible y no deseable. Hasta última hora la
verá como algo que Él acepta y soporta, pero no sin dolor ni renuncia.
- Jesús considera que el dolor de la muerte es, en todo caso, inferior a la voluntad del
Padre y a la realización de la propia tarea.
- Por eso acepta esa muerte con total confianza en su Padre. Él sabe que la vida del
hombre vale más que la del pajarillo y que ni uno de estos muere sin que su Padre lo
quiera (Mt 10, 31).
- Esto le permite no sólo aceptar la muerte con serenidad, sino, incluso, ir hacia ella,
provocarla casi. Cuando decide subir a Jerusalén (Mc 11, 1-10) sabe los peligros
que arrostra.
158
- Se presenta, con todo ello, como “dueño” de su propia muerte. El Padre me ama
porque doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita, yo la doy
voluntariamente (Jn 10, 17-18).
- Todo esto parte del hecho de que Jesús está absolutamente cierto de su triunfo sobre
la muerte. Sabe quién es. Sabe cuál será el desenlace de su cruz (Jn 2, 18-19).
- Y es que Él no olvida nunca que tiene vida en sí mismo, una vida que nadie le puede
arrebatar (Jn 3, 35; 7, 30-44; 8, 20; 10, 39).
- Sabe, pues, que su muerte y la de todos los suyos se convertirá en resurrección (Mt
16, 21; Mc 8, 31-32; Lc 9, 22; Mt 17, 22-23; Mc 9, 30-32; Lc 9, 44-45; Mt 20, 17-
19; Mc 10, 32-34; Lc 18, 31-33).
- Sabe que, además, su muerte no será infecunda, sino que fecundará en los demás.
Ha venido para servir y dar la vida en rescate de muchos (Mt 20, 28; Mc 10, 45).
En esta última frase tenemos las grandes claves de Jesús ante la muerte: para Él, morir es
regresar a la casa del Padre; y su postura ante la muerte no es miedo ni acobardamiento,
sino acicate: tiene que amar más deprisa y más entregadamente porque le queda poco
tiempo.
Mas aquí las cosas no son tan simples: Jesús descubre que, cuando habla a sus apóstoles de
su muerte, éstos se entristecen o tratan de disuadirle de ese loco proyecto. La muerte la
entienden, sí. Pero, en cambio, no parecen entender nada cuando les habla de que resucitará
a los tres días. Esto no cabe en sus cabezas.
Ellos creían, sí, como la mayoría de sus contemporáneos judíos, en una resurrección al final
de los tiempos. Pero no podían imaginar que Jesús regresara a la vida tras la muerte. Si
moría ¿quién iba a resucitarle a él?... Por eso Jesús decide anticiparles una hora de gloria,
un relámpago de luz antes de que llegue la muerte, una especie de “anticipo” de la
resurrección. Es la transfiguración del Señor (Mt 17, 1-9; Mc 9, 1-10; Lc 9, 28-36).
No sabemos con exactitud dónde ocurrió la escena. Los evangelistas sólo nos dicen que
ocurrió “en una montaña” y que ésta era “muy alta”. Una tradición venerable ha colocado la
transfiguración en el monte Tabor. No es, en realidad, un gran monte. Apenas alcanza 400
metros sobre el Mediterráneo y 780 sobre el nivel del lago Tiberiades, pero, al estar tan
aislado, parece más elevado de lo que es en realidad.
159
¿Por qué Cristo no quiso mostrar su gloria a todos?... ¿Por qué reservó este regalo a sólo
tres de ellos: Pedro, Santiago y Juan?... Nos lo explican las últimas frases en las que Jesús
ordena a estos tres testigos que no lo cuenten ni a sus compañeros hasta que llegue la hora.
Él sabe que un secreto tan grande difícilmente podrá ser guardado entre muchos. Basta con
que algunos lo vean, para que puedan testimoniarlo en la hora de la oscuridad. Elige, por
eso, a los tres que verán también de cerca la hora más negra: la del Huerto de los Olivos.
Getsemaní y el Tabor son como los dos extremos de la vida de Cristo. En aquel asistimos a
un estallido de la humanidad de Jesús, aquí es su divinidad la que estalla. Allí, el miedo y el
dolor parecen sumergir la fuerza sobrenatural de Jesús. Aquí, es la luz de su gloria la que
parece situarle fuera de las fronteras humanas. Conviene que sean los mismos testigos
quienes presencien estas dos horas extremas de su vida.
Dejó, pues, a los demás discípulos en alguna de las aldeas de los alrededores y comenzó la
ascensión con los tres elegidos. ¿Qué pensaban los discípulos por el camino?... No les
extrañaba la decisión de su Maestro. Habían pasado cerca de Él más de una noche de
oración y no les espantaba hacerlo una vez más en este tiempo de verano.
Lo que sí les extrañaba era el que sólo les hubiera elegido a ellos tres. No lograban adivinar
el porqué.
De pronto, algo les deslumbró, un resplandor ofuscante. Abrieron, asustados, sus ojos y
vieron que esta extraña luz no venía de la dirección del sol, sino del lugar donde su Maestro
oraba. Se levantaron desconcertados y se acercaron. Sí, la luz venía de Él: su cuerpo, su
rostro brillaban en la media-luz de la media-tarde.
Lo más notable es que los tres evangelistas subrayan que esta luz no está “sobre” Él, sino
que sale de Él. Fue como si, por un momento, hubiera desatado al Dios que era y al que
tenía velado y contenido en su humanidad. Su alma de hombre, unida a la divinidad,
desborda en este momento e ilumina su cuerpo.
Así, en este momento, Jesús levanta el velo que cubría su rostro y toda su fuerza interior
desborda en sus ojos, su rostro, sus vestidos. Tanto que sus discípulos se sienten
deslumbrados.
Muchos años más tarde, san Pedro recordará aún conmovido esta hora: Con nuestros ojos
hemos visto su majestad. Porque recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando una voz
desde el esplendor de la gloria, habló diciendo: este es mi amado Hijo, en quien tengo mi
complacencia. Y esta voz la oímos nosotros enviada desde el cielo, estando con Él en el
monte santo (2 Pe 1, 16-19).
160
No habían salido aún de su asombro ante aquel rostro refulgente cuando se dieron cuenta de
que Jesús no estaba solo. Con Él conversaban “dos hombres distinguidos”, dos
“personalidades”, como señala solemnemente Lucas. Eran Moisés y Elías.
¿Cómo les reconocieron los apóstoles?... ¿Por su conversación o por la misma iluminación
interior de la que surgía la escena?... Porque también ellos fulgían, aparecían con una
especie de gloria, dice Lucas.
No eran una elección caprichosa entre los personajes del Antiguo Testamento: eran los
representantes de la ley y de los profetas. Moisés era el gran padre del pueblo judío y ya
otra vez había visto el pueblo el brillo de su rostro cuando descendió del Sinaí con las
tablas de la ley. Elías era el profeta que había de anunciar la inmediata venida del Mesías.
Pero no sólo estaban allí. Hablaban. Y los apóstoles podían escuchar la conversación. En
ella los dos grandes mensajeros decían a Jesús lo contrario de lo que poco antes le habían
dicho los apóstoles. Conversaban sobre su muerte y le animaban a la gran “subida” que
tenía que hacer en Jerusalén. Eran como una especie de anticipo del ángel que en el Huerto
de la agonía también animara a Jesús.
Los tres apóstoles debieron de quedar tan impresionados por la conversación que no se
atrevían a interrumpirla. Por eso Pedro sólo interviene en el momento en que ellos se
separaban de Jesús (Lc 9, 33). Pero, por sus palabras, se ve que no han entendido nada de
lo que los tres celestes personajes hablaban.
¿Y ahora se van?... Pedro piensa que debe retenerles consigo, para bajar al llano junto con
ellos a la mañana siguiente. Está anocheciendo y Pedro, que arde de buena voluntad y de
una casi infinita ingenuidad, sólo piensa en el frío de la noche. Maestro – dice – bueno será
quedarnos aquí. Voy a hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Pero las palabras de Pedro rebosan ingenuidad. No percibe que a Jesús, Moisés y Elías, en
el esplendor de la gloria, lo que menos puede molestarles es el frío de la noche. El
evangelista Marcos lo anota con precisión: No sabía lo que decía; porque estaban
asustados (Mc 9, 6).
Aún estaba hablando Pedro, cuando una nube los cubrió. Los apóstoles entendieron que
aquella era una presencia especial de Dios. La nube es, a través de toda la historia bíblica,
una de las señales de Dios, signo visible de su manifestación. Era la majestad de Yahvé
quien los cubría.
161
Y esa nube, que primero protegía a los seis, pronto se concentró y envolvió a Jesús y a los
dos antiguos personajes. Por lo que, como precisa Lucas, los apóstoles se llenaron de
miedo. ¿Temieron, por un momento, que Jesús sería arrebatado, junto con Moisés y Elías, y
que ya nunca volverían a verle?...
Pero los misterios no habían concluido. Porque entonces salió del seno de la nube una voz
que decía: Este es mi hijo muy amado, escuchadle (Mc 9, 7). Mateo, a las palabras “mi
Hijo amado”, añade: en quien yo me he complacido (Mt 17, 5). Lucas, en cambio,
puntualiza: mi Hijo, mi elegido (Lc 9, 35).
Estamos ante una de las más altas manifestaciones cristológicas de todos los evangelios.
Lucas, que poco antes ha hecho mención clara de la pasión de Cristo, tiene cuidado de
insistir aquí en su elección, en su mesianidad. Junto a la tragedia oscura, la declaración del
Padre de que esa tragedia es parte de la misión del Hijo. Y todos los evangelistas tienen
buen cuidado de unir esa idea de filiación con la de mesianidad.
La escena no puede ser más importante: la voz del Padre, los dos sumos testigos del
Antiguo Testamento, los discípulos que, aterrados, reciben el enorme mensaje.
Los tres apóstoles comprenden que no están ante un milagro más; algo definitivo y terrible
se ha abierto ante ellos. Por eso caen al suelo, se prosternaron, rostro en tierra,
sobrecogidos de un gran temor (Mt 17, 6).
Y, luego, un nuevo giro vertiginoso de página: alguien les toca en el hombro y, cuando
alzan la cabeza y abren los ojos, ya no ven a nadie sino a Jesús solo. Y al Jesús de cada día.
Todo vuelve a ser familiar y sencillo: el gesto de tocarles el hombro, su soledad entre los
arbustos de la montaña, la sonrisa con que acoge sus rostros aterrados. Al verle, se sienten
felices de que la nube no les haya arrebatado a su Maestro como se llevó a Moisés y Elías.
Ni siquiera preguntan por ellos. Casi se sienten aliviados de que haya cesado la tremenda
presencia y la luz de momentos antes.
Pero están aturdidos. No vieron venir a los dos profetas, no los han visto marcharse. Pero el
temblor que aún queda en sus almas les dice que aquello ha sido verdad. Y miran a su
Maestro con mayor admiración que nunca. Muchas cosas se han aclarado en sus corazones.
Han oído, además, la voz del Padre certificando todo lo que ellos intuían. Han interpretado
esa voz como una consagración. Pedro lo recordará en su epístola porque sabe que ha visto
con sus ojos su grandeza y no sigue fábulas inventadas. Sabe que el Padre le ha dado el
honor y la gloria y se siente feliz de que Dios le haya hecho conocer el poder y la parusía
de Nuestro Señor Jesucristo (2 Pe 1, 16-19).
Y los apóstoles ya no sabían si estaban llenos de terror o de entusiasmo. Sólo sabían que
habían vivido una de las horas más altas de sus vidas.
Aún les quemaba el alma cuando, de mañana, regresaron hacia donde les esperaban sus
compañeros. Y, entonces, Jesús aún les hace enfrentarse con otro misterio: Al bajar de la
montaña Jesús les prohibió contar a nadie lo que habían visto, a no ser cuando el Hijo del
hombre hubiera resucitado de entre los muertos (Mc 9, 9).
Les hubiera gustado hablar de ello. ¿Cómo compaginar lo que han visto con esa muerte a la
que Jesús sigue aludiendo?... ¿Y qué resurrección es ésa que parece más una supervida que
un simple volver a vivir?... Siguen también sin saber por qué, si esta luz existe ya, hay que
pasar por la muerte para llegar a ella.
La presencia de Elías les había golpeado el corazón. Más de una vez habían oído a los
maestros de Israel anunciar que Elías vendría de nuevo como anunciador del Hijo del
hombre. Ahora le habían visto. ¿Pero no venía un poco tarde?... ¿Y cómo había vuelto a
marcharse sin que su anuncio fuera percibido por todo el pueblo de Israel?...
Por eso preguntaban al Maestro: ¿Cómo dicen los escribas que Elías debe venir primero?
Y Jesús les respondió con nuevos enigmas: Está claro: Elías viene primero y vuelve a
poner todo en orden. Sin embargo ¿cómo está escrito sobre el Hijo del Hombre que debe
padecer mucho y ser despreciado? Pero yo os digo: Sí, Elías ha venido ya y no le han
reconocido, sino que han hecho con él lo que han querido. De la misma manera el Hijo del
hombre tendrá que sufrir, a su vez, por ellos (Mc 9, 11-13; Mt 17, 10-12).
Entendían ahora que Moisés y Elías hubieran venido no para celebrar su triunfo, sino para
animarle a la muerte. La luz que acababan de entrever no anulaba la sombra de la cruz, era
sólo un viático para hacerla soportable. Por eso Pedro, Santiago y Juan bajaban de tanta
alegría con el alma cargada de tristeza. La sombra de la humillación y el dolor seguía
estando en el horizonte.
163
Hacia ese horizonte de dolor se encaminaba ahora Jesús. Sus años de predicación han
terminado. Ha expuesto ya a los hombres su mensaje con palabras. Ahora ya no tiene más
armas que las de su carne. Será necesario dejar las palabras, para que se vea ya sólo a la
Palabra.
Este Jesús de ahora es el “Jesús del atardecer” al que rezaba santa Gertrudis. Es el que
todos nos encontraremos en la frontera entre nuestra muerte y nuestra resurrección. Es al
que hoy rezamos con la oración de la santa:
¡Oh, Jesús, amor mío, amor del atardecer de mi vida! Alégrame con tu vista en la hora de
mi partida. ¡Oh, Jesús del atardecer!, haz que duerma en ti un sueño tranquilo y que
saboree el descanso que Tú has preparado para los que te aman.
Al final te das cuenta de que no hacían falta tantas palabras. Que bastaba con una sola:
Jesús. Que su mensaje era Él. Que su Reino es Él. Que, en realidad, bastaba con sentarse a
sus pies, a la sombra de su corazón, para elegir, sin más, la mejor parte.
Su Padre hubiera podido enviarnos desde el cielo un libro de doctrina, unas nuevas tablas
escritas de la ley. Nos envió su carne y su sangre, sus pies paseando por nuestros caminos,
su corazón diciendo mucho más con sus latidos que con sus palabras.
Por eso todo su mensaje es Él; las parábolas son la historia de su amor; el Padrenuestro, su
oración vuelta palabras; las Bienaventuranzas, su retrato espiritual; cada una de sus
palabras, una esquirla de su alma. Y su Reino no es un paraíso perdido en un mundo
mitológico, es el paraíso encontrado en Él, con Él comenzado.
Y así es cómo, para entender su mensaje, no hace falta estudiar mucho, sino mirarle. Y no
hay más camino para seguir sus enseñanzas que el de imitarle, atreverse, desde la loca
penumbra de nuestra malicia, a mal copiar su vida.
Así lo entendieron sus primeros seguidores. San Pedro lo dijo: Él os dejó un ejemplo para
que sigáis sus pasos (1 Pe 2, 21). Y san Pablo se atrevió a decir: Sed imitadores míos, como
yo lo soy de Cristo (1 Cor 11, 1). Con ello no hacían otra cosa que ser eco del mandato de
Jesús: Yo os he dado ejemplo, para que vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros (Jn
13, 15).
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Pero - ¡ojo! ¡cuidado! – no se trata de una copia externa, como la del que imita malamente
el cuadro de un gran pintor. A Cristo sólo se le copia por dentro, sumergiéndose en su
persona. Por eso se trata, en rigor, más que de una imitación, de una incorporación, de una
convivencia, de un bajar con Él a beber la misma agua en el mismo pozo.
Y, segundo, porque no es cierto que Cristo muriera en una cruz; sigue muriendo en ella,
sigue viviendo entre nosotros, que podemos ser pálidas fotocopias de su vida.
Así pues, creer en el mensaje de Jesús es saber que Él sigue estando entre nosotros, a mi
lado, que está conmigo, en mí. No es un recuerdo. No le conmemoramos. El Cristo de hoy
es, es el mismo que fue, el mismo que será. Su encarnación no fue una anécdota en el
tiempo, sucedida una vez para siempre. Fue y es la única historia interesante que jamás
haya ocurrido, la única que no ha sido arrebatada por el tiempo.
Y precisamente por eso es hoy un aguijón que se nos vuelve escandaloso. Bienaventurado
el que no se escandalice de mí, profetizó una vez. Y es que sabía que su palabra, su
mensaje, sería siempre un escándalo para nosotros.. ¿O sería más justo decir que nosotros
seríamos un escándalo para esa palabra?... Tal vez sí. Porque durante siglos nos hemos
dedicado a echarle agua al vino de ese mensaje. Beberlo puro era peligroso, se nos podía
subir a la cabeza, podía trastornar nuestras vidas.
Y teníamos que defendernos, salvar a cualquier precio, nuestra comodidad. Aunque fuera a
costa de “adaptarle”. Se entregó, efectivamente, a nuestras manos de mediocres
comentaristas, a las manos de sus mediocres imitadores.
Sabía “lo” que haríamos de su mensaje, esa torpe mescolanza de falsa piedad, de burguesa
adaptación, de necia politiquería, de imitación empequeñecedora. Se entregó en manos de
nuestras teorías y de nuestras discusiones, de todas esas coartadas que empleamos para
seguirle… por nuestros caminos.
Amar a los enemigos tuvo que resultarle difícil. Pero menos que amarnos a los mediocres
amigos. Por eso, al fin de todo, no hay más remedio que pedirle que Él nos dé, como a
santa Teresa, un “libro viviente”, un libro sin palabras: su amor y su piedad. Porque, al cabo
de todas las palabras, la única que cuenta es Él, la Palabra hecha carne.
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165
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN 1
2. CUEVA DE LADRONES 9
3. EL VISITANTE NOCTURNO 13
9. EL PADRENUESTRO 123
ÍNDICE 165
Nota: Este es un extracto del libro “Vida y Misterio de Jesús de Nazaret”, Tomo II “El
Mensaje”, de José Luis Martín Descalzo. Ediciones Sígueme. Salamanca 1993.
Extractó: Daniel Henríquez Sepúlveda. Arquidiócesis de la Ssma. Concepción. Chile.2016.
Corrigió: Oscar Sepúlveda Paz. Arquidiócesis de la Ssma. Concepción. Chile. 2016.
Movimiento de Cursillos de Cristiandad