Annie Drillard
Annie Drillard
Annie Drillard
JACINTO ANTÓN
El libro, escrito bajo advocación de Thoreau (al que dedicó su tesis) y devoto de
la existencia al aire libre y la pasión por el espíritu de lo salvaje, es una especie
de diario, cuajado de historias e imágenes, de la vida de la autora en Roanoke,
junto al arroyo Tinker, en un valle entre las montañas Blue Ridge de Virginia, a
través de las estaciones. Mezcla de reflexiones, observaciones y anécdotas,
en Una temporada en Tinker Creek aparecen, descrito todo con un hondo
sentido de la maravilla, garzas de mirada verde y taciturna, chinches acuáticas,
ranas con las mandíbulas llenas de libélulas, ardillas, zarigüeyas, y una yegua
blanca, flechas indias, “bichos y brotes”, como diría Thoreau, pero también
pensamientos como que nuestra vida es “una tenue traza sobre la superficie del
misterio”, consejos sobre la forma de hacer un muñeco de nieve, ese arte
indispensable, o recomendaciones de viejo almanaque: el guiso de rata
almizclera o que para evitar pesadillas hay que comer zanahorias silvestres.
Su prosa es muy poética... “¡yo soy poeta!”, interrumpe la escritora, “pero para
algunas cosas, para explorar, para filosofar, has de acercarte con la prosa
porque a la gente en general no le gusta la poesía, ¿sabes?. Lo que yo hago es
usar en prosa las mismas técnicas que la poesía, y la gente no se da cuenta”.
En Una temporada en Tinker Creek resuena Huckelberry Finn. “Más Thoreau y el
estanque Walden, aunque, es cierto que algo hay de celebración de la existencia
y de la alegre intensidad de la novela de Mark Twain. Pero también hay mucho
de filosofía en el libro, y de ciencia. Y hay esperanza, hay esperanza”.
Al mencionarle otros ecos como los del Ray Bradbury de El vino del
estío o Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, se hace un largo silencio.
“Bradbury... lo leí hace tantos años, el problema es que odiaba a las
mujeres. Matar a un ruiseñor... aún hay ahí muchas iluminaciones”. ¿Es Drillard
una persona feliz? “Lo era, aún lo soy. La curiosidad ayuda. La tengo desde niña.
La mía fue una infancia muy americana en eso, interesada en descubrir todo lo
que la vida ofrece. Descubrimos la vida como otros descubren a Rimbaud. La
gente suele perder la curiosidad y el interés por las cosas al crecer, ¿por qué?”.
La escritora considera un deber hacer que el lector recupere esa curiosidad por
la vida, “y la ame”. “Cuando perdemos la inocencia”, advierte, “nos
desprendemos de nuestros sentidos”. Ella sigue siendo, proclama “una
exploradora y una acechadora”.
Su amor por la naturaleza no significa que no vea el lado oscuro de esta. “No
puedes separar la belleza de la naturaleza de su crueldad y su violencia”,
subraya. Su aparente idealismo posee un reverso duro y analítico, pero siempre
con un lado lírico o incluso místico. Para ella “los pájaros cantan para marcar su
territorio, pero no solo”. Cita la tradición jasídica según la cual una de las tareas
del hombre es ayudar a Dios santificando las cosas creadas. Y en su caso
descifrando la intrincada textura de las cosas del mundo.
Una temporada en Tinker Creek está lleno de una extraña luz. “Esa luz la creas
con palabras, es muy parecido a pintarla al óleo”, explica. “Has de dar capas y
aplanar, y trabajar y trabajar. En la pintura y en la literatura”. Y tienes que tener
“el bagaje de la poesía”. Entre sus poetas favoritos, nombra a Wallace Steven, a
Yeats, a Siegfried Sassoon, “y a los simbolistas franceses que aprendí a amar de
joven, Rimbaud, Verlaine”. Reconoce el mismo amor por los filósofos. “Platón,
Aristóteles, son también poesía y el intento de reconciliar pensamiento, ciencia
y espíritu”. De la dicotomía campo/ ciudad, considera que “la gente es más feliz
en el campo, no sabría decir por qué, pero por supuesto, ninguna generalización
es cierta”. No obstante, recuerda que “la maldición de la ciudad es la conciencia
de uno mismo” y que la urbe es territorio de la novela no de la poesía.
¿De dónde saca todas esas maravillosas anécdotas que aparecen en su libro? Lo
de que Jerjes detuvo su ejército para admirar la belleza de un sicomoro. O lo del
hombre que se consagró a introducir en América los pájaros que Shakespeare
menciona en sus obras. O que la llegada del mal tiempo se nota en el sabor a
membrillo del aire. O que la gente en Europa creía que los gansos y cisnes
invernaban en la luna. Annie Drillard ríe con una risa cristalina. “Es el mundo,
que es así. También es necesario que te escuche un alma gemela, aunque espero
que encuentres otra más cerca”.
Aprovecho esta circunstancia para recomendar un breve libro titulado “Vivir, escribir”, cuya autora es
Annie Dillard. Está editado por “Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja”.
Tan sólo conozco a Annie Dillard por este libro. Nació en 1945 en Pittsburgh. Ganó el premio Pulitzer
en 1975 por “Pilgrim at Tinker Creek”, libro de contenido espiritual, escrito durante el tiempo que
pasó viviendo en Tinker Creek, lugar donde mantuvo un contacto directo con la naturaleza y al que
acudió tras padecer un ataque de neumonía. Se trata de una especie de diario en el que plasma sus
experiencias y reflexiones de inspiración teológica, no en vano se define la autora como una
“promiscua espiritual”, dispuesta a aprender de distintas escuelas y religiones. Esta curiosidad se
refleja muy bien en “Vivir, escribir”.
Cuando estás atascado en un libro, cuando llevas avanzada la escritura y sabes qué
vienen a continuación y, sin embargo, no puedes seguir adelante; cuando todas las
mañanas a lo largo de una semana, o de un mes entero, entras en la habitación del
libro y le vuelves la espalda, el problema se encuentra con toda certeza en una de
estas dos cosas: o la estructura se ha bifurcado, de modo que la narración, o la
lógica interna, ha desarrollado una fractura mínima, una fisura del grosor de un
cabello que pronto terminará por resquebrajarse por la mitad, o bien es que te
acercas a un error de consecuencias fatales. Si sigues por el camino que llevabas,
el libro explotará o se vendrá abajo como un castillo de naipes; pero eso es algo que
aún no sabes del todo.
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No existe una relación proporcional, ni directa ni inversa, entre la estima que tenga
el escritor por su obra en curso y la calidad real de la misma. La sensación de que
la obra es magnífica, la sensación de que es abominable, son sendos mosquitos que
hay que espantar, que hay que olvidar o aplastar: insectos cuya presencia nunca
conviene consentir.
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Escribe como si estuvieras muriéndote. Al mismo tiempo, asume que escribes tan
sólo para un público lector compuesto por pacientes terminales. A fin de cuentas,
ése es el caso. ¿Qué te pondrías a escribir si supieras que vas a morir pronto? ¿Qué
podrías decirle a un moribundo, siempre y cuando no pretendas enojarlo a fuerza
de banalidad?
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annie dillard