Annie Drillard

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La escritora Annie Dillard vuelca su pasión por el espíritu de lo salvaje en

‘Una temporada en Tinker Creek’

JACINTO ANTÓN

Barcelona 4 ENE 2018 - 22:27 CET

Una temporada en Tinker Creek (Errata Naturae, 2017) empieza con la


autora,Annie Dillard, despertándose tatuada con las huellas de las patitas
ensangrentadas de su viejo gato que había estado merodeando y cazando por el
campo y luego aterrizó en su cama y se acurrucó sobre ella. Escribe que era
como si le hubieran dibujado pequeñas rosas. “¿Qué sangre era esa, qué rosas?
Podría haberse tratado de la rosa de la unión y la sangre del asesinato o de la
rosa de la belleza desnuda y la sangre de algún inefable sacrificio o nacimiento”.
Libro de estremecedor lirismo, con un eco de Emily Dickinson, pleno de
imágenes bellísimas y perturbadoras (la vez que la autora encontró una
serpiente enroscada dentro de una casita para pájaros), de exploraciones en la
naturaleza y en el alma, teñido de un sentimiento religioso casi panteísta, Una
temporada en Tinker Creek le hizo ganar en 1975 a Dillard (Pittsburgh, 1945),
una de las grandes escritoras estadounidenses contemporáneas, el Pulitzer a
una obra de no-ficción.

El libro, escrito bajo advocación de Thoreau (al que dedicó su tesis) y devoto de
la existencia al aire libre y la pasión por el espíritu de lo salvaje, es una especie
de diario, cuajado de historias e imágenes, de la vida de la autora en Roanoke,
junto al arroyo Tinker, en un valle entre las montañas Blue Ridge de Virginia, a
través de las estaciones. Mezcla de reflexiones, observaciones y anécdotas,
en Una temporada en Tinker Creek aparecen, descrito todo con un hondo
sentido de la maravilla, garzas de mirada verde y taciturna, chinches acuáticas,
ranas con las mandíbulas llenas de libélulas, ardillas, zarigüeyas, y una yegua
blanca, flechas indias, “bichos y brotes”, como diría Thoreau, pero también
pensamientos como que nuestra vida es “una tenue traza sobre la superficie del
misterio”, consejos sobre la forma de hacer un muñeco de nieve, ese arte
indispensable, o recomendaciones de viejo almanaque: el guiso de rata
almizclera o que para evitar pesadillas hay que comer zanahorias silvestres.

Drillard habla al otro lado del teléfono desde su casa en EE UU y de entrada se


enfada: “¡Quién es, qué quiere!”. Que el que perturba su bucólica tranquilidad
tenga nombre de flor la hace reír, y la apacigua aún más decirle que frente a los
ojos su interlocutor, tan lejos, tiene la foto de su arroyo Tinker para no mirar la
mesa desnuda durante la conversación. “Solía ir por allá, puedes descubrir
mucho de la vida asomándote a la naturaleza”. La voz de Dillard es tan bella y
asombrosa como su prosa, llena de matices y tonos diversos: las filigranas y
volutas de la textura del mundo, diría ella. “Pero no necesitas ir a lugares
salvajes profundos, Tinker Creek no es un sitio remoto. No es un paraje
recóndito y agreste, y sin embargo, guarda mi verdad”.

Su prosa es muy poética... “¡yo soy poeta!”, interrumpe la escritora, “pero para
algunas cosas, para explorar, para filosofar, has de acercarte con la prosa
porque a la gente en general no le gusta la poesía, ¿sabes?. Lo que yo hago es
usar en prosa las mismas técnicas que la poesía, y la gente no se da cuenta”.
En Una temporada en Tinker Creek resuena Huckelberry Finn. “Más Thoreau y el
estanque Walden, aunque, es cierto que algo hay de celebración de la existencia
y de la alegre intensidad de la novela de Mark Twain. Pero también hay mucho
de filosofía en el libro, y de ciencia. Y hay esperanza, hay esperanza”.

Al mencionarle otros ecos como los del Ray Bradbury de El vino del
estío o Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, se hace un largo silencio.
“Bradbury... lo leí hace tantos años, el problema es que odiaba a las
mujeres. Matar a un ruiseñor... aún hay ahí muchas iluminaciones”. ¿Es Drillard
una persona feliz? “Lo era, aún lo soy. La curiosidad ayuda. La tengo desde niña.
La mía fue una infancia muy americana en eso, interesada en descubrir todo lo
que la vida ofrece. Descubrimos la vida como otros descubren a Rimbaud. La
gente suele perder la curiosidad y el interés por las cosas al crecer, ¿por qué?”.
La escritora considera un deber hacer que el lector recupere esa curiosidad por
la vida, “y la ame”. “Cuando perdemos la inocencia”, advierte, “nos
desprendemos de nuestros sentidos”. Ella sigue siendo, proclama “una
exploradora y una acechadora”.

Su amor por la naturaleza no significa que no vea el lado oscuro de esta. “No
puedes separar la belleza de la naturaleza de su crueldad y su violencia”,
subraya. Su aparente idealismo posee un reverso duro y analítico, pero siempre
con un lado lírico o incluso místico. Para ella “los pájaros cantan para marcar su
territorio, pero no solo”. Cita la tradición jasídica según la cual una de las tareas
del hombre es ayudar a Dios santificando las cosas creadas. Y en su caso
descifrando la intrincada textura de las cosas del mundo.

Una temporada en Tinker Creek está lleno de una extraña luz. “Esa luz la creas
con palabras, es muy parecido a pintarla al óleo”, explica. “Has de dar capas y
aplanar, y trabajar y trabajar. En la pintura y en la literatura”. Y tienes que tener
“el bagaje de la poesía”. Entre sus poetas favoritos, nombra a Wallace Steven, a
Yeats, a Siegfried Sassoon, “y a los simbolistas franceses que aprendí a amar de
joven, Rimbaud, Verlaine”. Reconoce el mismo amor por los filósofos. “Platón,
Aristóteles, son también poesía y el intento de reconciliar pensamiento, ciencia
y espíritu”. De la dicotomía campo/ ciudad, considera que “la gente es más feliz
en el campo, no sabría decir por qué, pero por supuesto, ninguna generalización
es cierta”. No obstante, recuerda que “la maldición de la ciudad es la conciencia
de uno mismo” y que la urbe es territorio de la novela no de la poesía.

¿De dónde saca todas esas maravillosas anécdotas que aparecen en su libro? Lo
de que Jerjes detuvo su ejército para admirar la belleza de un sicomoro. O lo del
hombre que se consagró a introducir en América los pájaros que Shakespeare
menciona en sus obras. O que la llegada del mal tiempo se nota en el sabor a
membrillo del aire. O que la gente en Europa creía que los gansos y cisnes
invernaban en la luna. Annie Drillard ríe con una risa cristalina. “Es el mundo,
que es así. También es necesario que te escuche un alma gemela, aunque espero
que encuentres otra más cerca”.

Aprovecho esta circunstancia para recomendar un breve libro titulado “Vivir, escribir”, cuya autora es
Annie Dillard. Está editado por “Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja”.

Tan sólo conozco a Annie Dillard por este libro. Nació en 1945 en Pittsburgh. Ganó el premio Pulitzer
en 1975 por “Pilgrim at Tinker Creek”, libro de contenido espiritual, escrito durante el tiempo que
pasó viviendo en Tinker Creek, lugar donde mantuvo un contacto directo con la naturaleza y al que
acudió tras padecer un ataque de neumonía. Se trata de una especie de diario en el que plasma sus
experiencias y reflexiones de inspiración teológica, no en vano se define la autora como una
“promiscua espiritual”, dispuesta a aprender de distintas escuelas y religiones. Esta curiosidad se
refleja muy bien en “Vivir, escribir”.

Libro autobiográfico, reflexivo, que se centra principalmente en su relación con la literatura. De


hecho, es un sentido elogio al acto de escribir, a sus dificultades y compensaciones. Es una obra
breve pero intensa. No se trata de un manual, pese a que nos cuenta aquellos aspectos que para
ella son fundamentales a la hora de redactar una obra. Sus ideas las sustenta con historias que
demuestran que lo que aplica a la literatura puede aplicarse también a otras disciplinas u órdenes
de la vida. A veces la voz de Dillard suena categórica, como si hubiera encontrado realmente todas
las respuestas, pero pronto vemos sus dudas aflorar de nuevo, su asombro constante, la fuente de
su aprendizaje.

Cuando estás atascado en un libro, cuando llevas avanzada la escritura y sabes qué
vienen a continuación y, sin embargo, no puedes seguir adelante; cuando todas las
mañanas a lo largo de una semana, o de un mes entero, entras en la habitación del
libro y le vuelves la espalda, el problema se encuentra con toda certeza en una de
estas dos cosas: o la estructura se ha bifurcado, de modo que la narración, o la
lógica interna, ha desarrollado una fractura mínima, una fisura del grosor de un
cabello que pronto terminará por resquebrajarse por la mitad, o bien es que te
acercas a un error de consecuencias fatales. Si sigues por el camino que llevabas,
el libro explotará o se vendrá abajo como un castillo de naipes; pero eso es algo que
aún no sabes del todo.

**

No existe una relación proporcional, ni directa ni inversa, entre la estima que tenga
el escritor por su obra en curso y la calidad real de la misma. La sensación de que
la obra es magnífica, la sensación de que es abominable, son sendos mosquitos que
hay que espantar, que hay que olvidar o aplastar: insectos cuya presencia nunca
conviene consentir.

**

Escribe como si estuvieras muriéndote. Al mismo tiempo, asume que escribes tan
sólo para un público lector compuesto por pacientes terminales. A fin de cuentas,
ése es el caso. ¿Qué te pondrías a escribir si supieras que vas a morir pronto? ¿Qué
podrías decirle a un moribundo, siempre y cuando no pretendas enojarlo a fuerza
de banalidad?

**

El escritor estudia la literatura, no el mundo. Vive en el mundo: no lo puede pasar


por alto. […] Tiene cuidado con lo que lee, pues eso es lo que escribirá. Tiene
cuidado con lo que aprende, porque eso es lo que sabrá.

una de las pocas cosas que sé acerca de la escritura


es ésta: gástalo todo, dispáralo a bocajarro, piérdelo
sobre la marcha, una y todas las veces que sea
preciso. no conserves lo que parece provechoso para
más adelante, para otra fase del libro: dalo, dalo todo,
dalo ahora. el impulso de reservar algo bueno para un
lugar aparentemente mejor es la señal que se necesita
para gastarlo ahora, sin tardanza. ya aparecerá algo
distinto, puede que mejor, más adelante. estas cosas
se llenan por detrás, por abajo, como el agua de un
pozo. del mismo modo, el impulso de guardar para uno
lo que ha aprendido no sólo es vergonzoso, sino que
es destructivo. todo lo que no dé uno libre y
abundantemente termina por perdérsele. uno abre un
buen día la caja fuerte y se encuentra con cenizas.
la palabra escrita es débil. son muchas las personas
que prefieren la vida. la vida mueve la sangre en tus
venas. huele de maravilla. escribir es la mera escritura,
la literatura es poca cosa. apela únicamente a los más
sutiles sentidos -la visión y el oído de la imaginación-,
al sentido de la moral, al intelecto. esta escritura a la
que te entregas, y que tanto te emociona, que tanto te
conmueve y te alboroza, casi como si estuvieras
bailando junto a la banda de música, es apenas
audible para cualquier otra persona. el oído del lector
ha de ajustarse, rebajarse, para pasar del estruendo
de la vida a la sutileza de los sonidos imaginarios que
se desprenden de la palabra escrita.

annie dillard

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