Arcoiris Ana Alvarez PDF
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Ana Álvarez
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
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Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Epílogo
Nota de autora
Para todas aquellas mujeres que se adelantaron a su época, que fueron rebeldes con o
sin causa, tanto en su aspecto como en sus convicciones y que tuvieron que luchar con
su entorno social y familiar para ser ellas mismas. Para las que lo hicieron parapetadas
bajo una apariencia convencional y para las que se atrevieron a mostrarse tal como
eran, firmes y orgullosas frente al mundo.
Y en especial para ti, amiga del alma, que eras así, que luchaste por ser tú misma en
un entorno adverso, que te atreviste a bordar con colores tus vaqueros cuando el solo
hecho de usarlos ya era signo de rebeldía. Que vestías como te daba la real gana, que
pensabas diferente, y lo decías. Que desafiaste al mundo y lo pagaste muy caro.
Para ti, Lola, estés donde estés, porque estás presente en cada una de mis novelas,
porque siempre quise ser como tú y nunca me atreví, y porque no te olvido.
«Salud y suerte»
Carla se miró al espejo tratando de adivinar cómo la verían los demás. No podía
hacer mucho con su aspecto y sabía que este no era el más apropiado para una
entrevista de trabajo, pero de un día para otro no podía hacer más.
Miró el pelo rosa cortado estilo Bob, solo lo suficientemente largo para que le
cubriera el cuello por detrás y bastante más largo por delante. De todos los colores de
pelo que se había puesto este era, desde su punto de vista, uno de los que mejor le
quedaba. Y el corte atrevido daba a su cara un aire travieso que le encantaba. Aunque
aún recordaba la cara de su madre cuando la vio a su vuelta de Madrid al terminar los
exámenes.
También había buscado en su armario algo convencional, aun sabiendo que le iba a
costar trabajo encontrarlo, pero no había tenido tiempo de salir a comprar nada, todo
había sucedido demasiado rápido.
Había terminado la carrera hacía apenas un mes; después de acabar los exámenes en
junio, había preparado el proyecto durante el verano y lo había presentado en
diciembre, y hacía dos días había recibido una carta de la facultad comunicándole que
una empresa de Madrid estaba interesada en contratarla y que se pondría en contacto
con ella a través de su teléfono. Su sorpresa había sido grande cuando la noche anterior
había recibido una llamada telefónica del director en persona citándola para aquella
mañana a las nueve.
Tendría que coger el primer AVE que saliera de Puertollano, donde vivía con sus
padres desde que terminó la carrera, para estar en Madrid a la hora fijada.
Y debería también conseguir algo de ropa, que sin traicionar su estilo, pudiera
resultar apropiado para determinadas ocasiones, sobre todo si iba a entrar en el
mercado de trabajo.
Los vaqueros quedaban descartados, estaban demasiado gastados y rotos, pero no
tenía otro tipo de pantalones; las minifaldas también eran demasiado cortas. Si el
entrevistador era un hombre pensaría sin lugar a dudas que iba ofreciendo sexo a
cambio de trabajo, aparte de que con las medias de colores no quedarían muy finas.
Tendría que ponerse una de las faldas de lana gruesa, largas hasta el tobillo con las que
había afrontado durante su carrera el intenso frío de Madrid.
Se decidió por la negra, descartando las de vivos colores, y la bajó de la cintura al
Cuando se paró delante del edificio sintió que sus ánimos se venían abajo. Era una
torre de oficinas de varias plantas con suelo de mármol y mostrador de información de
madera. La mirada que le dirigió la chica a la que preguntó, vestida con un traje de
chaqueta azul con una pequeña chapa con su nombre en la solapa, terminó de
desilusionarla. Pero ya estaba allí, lo intentaría de todas formas.
Subió a la segunda planta como le habían indicado, y localizó el despacho en
cuestión. Este era menos formal que la entrada, aun así era elegante, con sus muebles
modernos de madera clara y dos sillas tapizadas de gris. Tras la mesa estaba sentada
una chica joven, rubia, vestida con un pantalón verde oscuro y un jersey negro.
—Buenos días, soy Carla Suárez. Estoy citada para una entrevista de trabajo.
—Sí, pasa, te estábamos esperando.
Inmediatamente Carla sintió simpatía por aquella mujer que no la había mirado como
si tuviera cuatro ojos, y se sintió cómoda por primera vez desde que había entrado en el
Víctor
Carla llegó a su casa feliz. No esperaba conseguir el trabajo con tanta facilidad.
Después de comunicárselo a su familia empezó a forjar planes para el futuro.
Lo primero sería encontrar casa, algo pequeño que pudiera decorar a su gusto y
sobre todo que le permitiera vivir a su aire. También tenía que comprar alguna ropa que
pudiera ponerse cuando tuviera que acudir a alguna empresa como le había dicho
Verónica, pero antes tenía que llamar a su amiga Irene, la hermana de Víctor, mucho
menos seria y estirada que él, para darle la noticia.
Hacía un par de años que la vida de ambas amigas circulaba por distintos caminos.
Al contrario que ella, Irene no había querido estudiar y se había matriculado en un
curso de arte dramático, se había hecho actriz de teatro, y recorría el país
representando obras no excesivamente comerciales. Pero siempre estaban en contacto.
En aquel momento se hallaba en Oviedo y, a juzgar por el éxito que estaban teniendo,
permanecería allí unos meses.
Miró el reloj, era la una del mediodía. Podría pillarla desayunando.
Marcó el número del móvil de su amiga y su voz somnolienta la saludó después de
varios timbrazos.
—Diga.
—Irene, ¿te he despertado?
—¿No se nota?
—Pues te aguantas que ya es más de la una.
—¿No te ha dicho nadie nunca que eres una zorra egoísta?
—Sí, tú a menudo, pero me da igual, ya lo sabes. Y la noticia que tengo que darte
merece que te haya despertado.
—¿Vas a casarte?
—¡Nooooo! ¡Ni de coña!
—Entonces nada merece que me hayas despertado.
—¿Que no? Ya verás cuando te lo cuente. Tengo trabajo, un trabajo en el que gano un
pastón al mes.
—¡Joder! —La voz de sueño sonó ahora muy despierta—. ¿Quiere eso decir que
podré pedirte un préstamo cuando no tenga un euro?
La casa multicolor
Carla aprovechó al máximo los cuatro días de que disponía hasta su incorporación.
Lo primero que hizo fue echar mano de sus ahorros y buscar un piso a su gusto.
No le costó encontrarlo porque lo que ella quería no estaba muy solicitado, y el
segundo que le ofertaron en la inmobiliaria fue totalmente de su agrado.
Había pedido una sola habitación con un baño y una cocina, no importaba que fuera
pequeña, o un espacio en la habitación principal donde pudiera instalar una.
El primero que vio era un caserón viejo que rechazó nada más entrar, pero el
segundo era una gran estancia cuadrada con un baño de tamaño mediano en un extremo
y una cocina minúscula en el otro, con apenas capacidad para un hornillo de gas con
horno, un fregadero y una pequeña tabla donde colocar un microondas. Le bastaba, no
iba a cocinar demasiado para ella sola.
Lo mejor de todo era una gran ventana que daba mucha luz con un banco debajo. La
parte superior del mismo se levantaba y ofrecía un espacio donde guardar cosas, y
Carla decidió que aquello sería ideal para tener las mantas y demás ropa de cama, y
que junto a aquella ventana colocaría el ordenador.
Era un quinto piso con una terrible escalera, pero era joven y tenía buenas piernas, y
además así se ahorraría el gimnasio. Al ser el último piso no tendría a ningún vecino
molesto encima y tampoco lo tenía enfrente, por lo que disfrutaría de mucha intimidad,
que en ese momento era lo que más deseaba, después de vivir toda su vida en casa de
sus padres y tras compartir habitación con una compañera durante cinco años.
Formalizó el contrato de alquiler, pagó la primera mensualidad y comprobó que aún
le quedaba para comprar pintura y algunos muebles imprescindibles. Ahora se alegraba
de no haber aceptado el regalo de fin de carrera que sus padres le ofrecían: el carné de
conducir, sino el dinero en metálico que era el que ahora le estaba permitiendo preparar
su casa. Se puso manos a la obra para instalarse.
Compró una gran lata de pintura verde manzana y le dio dos buenas manos a la pared;
fregó ventanas, cocina y baño a conciencia y después se fue a una tienda de muebles
que ofrecía rebajas en restos de serie.
Sin permitir que nadie le aconsejara, solo Irene le hubiera entendido, rebuscó entre
los muebles amontonados sin orden ni concierto en el almacén y compró una mesa de
madera para el ordenador y una silla azul regulable en altura para trabajar en él, un sofá
La empresa
La protesta
Carla agradeció el anticipo que Verónica le dio antes de salir hacia la notaría.
El trabajo en la misma apenas le duró dos horas; como había previsto, era un juego
de niños para ella.
Durante los días siguientes se repitió una rutina parecida: Víctor, y a veces Rafa, le
daban unas direcciones a las que debía desplazarse, casi siempre a realizar trabajos
fáciles y de principiantes, que la hacían sentirse frustrada.
Pensando que era lógico que hasta conocer sus capacidades se le encargaran trabajos
de poca importancia, aguantó sin rechistar.
Cuando veinte días después cobró su primera nómina, apartó el dinero del alquiler y
el necesario para comida y volvió a la tienda de muebles y menaje a comprar algunas
de las cosas que le seguían faltando.
Eligió una lona a rayas naranja y blanca y encargó unos estores para la ventana,
compró una vajilla turquesa con flores verdes que le costó bastante más de lo que había
pensado gastarse, pero a la que no pudo resistirse; una gruesa alfombra en tonos
amarillos y verdes, que intuía sería uno de sus asientos favoritos y un microondas,
además de los utensilios de cocina que necesitaba.
Había tenido que elegir entre la lavadora y todo lo demás y decidió que podría
seguir lavando la ropa en el lavabo durante otro mes. Y el frigorífico también debería
esperar. Como hacía frío se las arreglaría comprando solo lo necesario para un día o
dos.
Cada mañana llegaba al trabajo con la esperanza de que le encargasen algo un poco
más complicado, pero seguía sufriendo la misma decepción. Cuando les preguntaba a
los demás si ellos también hacían ese tipo de cosas, le contestaban con evasivas y
aconsejándole que tuviera paciencia.
Cuando iba a cumplirse su segundo mes allí, un buen día sintió que su paciencia se
agotaba. Al entrar en el despacho de Verónica a entregarle el informe del trabajo de la
jornada anterior, le dijo con cierta brusquedad:
—Aquí tienes el informe chorra del día.
Vero levantó la cabeza divertida. Ambas habían congeniado fácilmente y de todo el
personal era con quien Carla tenía más confianza. Esta sabía que dijera lo que dijese
aquella nunca soltaría una palabra.
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—¿De mal humor?
—No puedo tenerlo muy bueno después de las cosas que estoy haciendo. ¿Hoy
también vais a darme un trabajo de mierda?
—No tengo ni idea, yo no reparto los encargos, ya lo sabes.
—Pero sí conoces lo que se solicita cada día y seguro que intuyes lo que le van a dar
a cada uno. Marina hace tres días que casi no aparece por aquí, debe estar haciendo
algo importante, y también Rafa está de viaje desde ayer. Dime, ¿qué van a darme? Si
me dices lo que ha entrado hoy quizás yo pueda pedir algo un poco más interesante.
—No puedo decírtelo, Carla, de verdad. Es confidencial.
—¿Confidencial? ¡Y un cuerno! ¿Qué puede tener de confidencial quitarle a una
farmacia un programa coñazo que se le ha colado por Internet que cualquier niño de
ocho años puede eliminar? Todo esto es cosa suya, lo sé.
—¿De quién?
—¿De quién va a ser? De Víctor. Se está vengando de mí por lo fino. ¡Tanta
palabrita: «Vamos a olvidar el pasado... démonos una oportunidad...». ¡Y un cuerno! En
realidad quería decir: «Ahora te tengo bajo mis garras y te voy a fastidiar». Pero no
estoy dispuesta a consentirlo. ¡Como hoy me largue otro trabajo basura se va a enterar!
Si cree que voy a aguantarle que pague conmigo todas sus neuras está apañado. ¿Dónde
anda?
—En su despacho.
—Voy allá... Y por tu bien, Víctor Trueba, dame algo medianamente interesante.
Cerró la puerta del despacho de Verónica con cierta brusquedad.
«¡Caray, cómo me gustaría ver esto!», pensó aquella. Pero ni siquiera podría
escucharlo por mucho que gritara, porque todas las habitaciones estaban insonorizadas.
Carla entró en el despacho de Víctor sin ni siquiera llamar, y nada más verla, él supo
que iba muy alterada.
—Hola, Carla, pasa. ¿Ya has presentado el informe de ayer?
—Sí, quinientos folios a dos caras sobre cómo evitar que a un ordenador le salten las
mayúsculas cada vez que se pulsa la tecla «intro». He hecho una labor brillante y
genial, digna de un Premio Nobel.
—No es culpa nuestra si las empresas no saben arreglar ese tipo de cosas, tenemos
que atender todo lo que nos piden.
—Sí, eso lo comprendo —dijo ella sentándose en el borde de la mesa, en vez de
hacerlo en la silla frente a él como solía.
Víctor frunció el ceño, pero no dijo nada, sino que continuó mirándola imperturbable
sin demostrar la más mínima emoción en su cara.
—¡Lo que no entiendo es por qué todas esas chorradas me las largáis a mí!
—Porque eres la última que ha entrado en la empresa.
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—¡Y un cuerno! —estalló—. ¡Todo esto es cosa tuya, tú me estás boicoteando!
—Los trabajos los decidimos a medias Rafa y yo.
—Pero ahora él está de viaje y el trabajo de ayer me lo largaste tú solo. ¡Cinco años
de carrera y nueve idiomas para quitarle las mayúsculas a un PC que ni siquiera está
conectado en red! ¡Todo esto es cosa tuya! Te estás vengando de mí, lo sé. Lo tenías
todo pensado, viniste a buscarme para hundirme después profesionalmente. Has
esperado años para resarcirte.
Él la miraba en silencio sin alterarse lo más mínimo, mientras Carla sentía hervir la
sangre en su interior.
—Tú has visto muchas películas —dijo él al fin—. El mundo del trabajo, y sobre
todo el de los ordenadores, es mortalmente aburrido.
—Eso no es cierto. Todos los demás flipan con el trabajo y se callan cuando yo me
acerco, probablemente para que no sepa que me largáis toda la porquería de la
empresa. ¡Pero yo no soy tonta, Víctor! Me he dado cuenta de tu juego.
Viendo que él seguía sin inmutarse y que sus palabras no le afectaban, se bajó de la
mesa y, colocando ambas manos sobre la misma, se inclinó amenazadoramente sobre él,
que tampoco se movió un centímetro.
—¡Y no me mires así!
—¿Cómo te miro?
—Como si estuviera loca. No lo estoy, sé muy bien lo que me digo. Y tú también lo
sabes. No has podido olvidar nada de todo aquello.
—¿Qué es lo que no he podido olvidar, Carla?
—Lo sabes de sobra.
—Yo no sé nada ni recuerdo nada que motive esa venganza que tú dices. Al parecer
la que no ha podido olvidar ciertas cosas has sido tú... y creo que estás algo paranoica.
—¡A mí no trates de psicoanalizarme! Yo no soy ningún paciente tuyo.
—Afortunadamente, porque me volverías loco.
Con calma, Víctor cogió una carpeta de encima de la mesa y se la entregó.
—El trabajo de hoy.
Sin mirarla siquiera, Carla se la quitó de la mano de un tirón y se dispuso a salir.
—Hablaré con Rafa de esto cuando vuelva —dijo.
—Estás en tu derecho.
La verdad
El viaje de Rafa se prolongó durante una semana más. Mientras, los trabajos de
Carla continuaron siendo aburridos y ella se armó de paciencia esperando que llegase
su jefe para presentarle una reclamación en firme contra Víctor. A este ni siquiera le
dirigía la palabra cuando iba a recoger los encargos, pero él seguía tratándola como
siempre, con esa amabilidad cortés que le caracterizaba, y actuaba como si entre ellos
no hubiera existido ninguna discusión. La saludaba si se cruzaban en algún momento,
fingiendo ignorar que Carla no le respondía, le preguntaba por el trabajo del día
anterior sin acusar la sorna con la que ella le contestaba. Y así llegó el fin de semana.
Por fortuna, el lunes Rafa se incorporaría y Carla estaba dispuesta a no esperar ni un
día más para hablar con él. Le abordaría apenas llegara por la mañana, antes de que
Víctor le largara otra estupidez.
El sábado por la tarde estaba organizando unos libros en la estantería naranja cuando
le sonó el móvil. Miró el número que aparecía en la pantalla y no lo reconoció.
—¿Diga?
—Carla...
¡Joder! ¿Quién le habría dado el número?
—¿Qué quieres? Estoy ocupada.
—Tengo que hablar contigo.
—Tú y yo no tenemos nada que hablar fuera del trabajo.
—Es un asunto de trabajo.
—Entonces espera al lunes.
—El lunes será oficial, pero yo prefiero hablar contigo antes en privado para que no
te coja por sorpresa y estés preparada.
Carla apretó el móvil con fuerza hasta que se le pusieron blancos los nudillos. Se las
había ingeniado para que la despidieran, seguro, y quería darse la satisfacción de
decírselo él mismo. ¡Bien, si quería guerra, tendría guerra!
—De acuerdo, te daré la oportunidad de explicarte.
—Es un asunto bastante delicado y confidencial, Carla. No quisiera hablarlo en un
lugar público. ¿Voy a tu casa o prefieres venir tú a la mía?
—Mejor ven tú, prefiero estar en mi terreno. No me sentiría cómoda en tu casa.
El primer trabajo
Carla pasó por su casa y se cambió de ropa. Por ser su primer trabajo importante
decidió hacer caso a Rafa y vestirse un poco más formal. Se puso una falda larga negra
esta vez ajustada y con una gran abertura detrás, medias y zapatos, y también un jersey
blanco de cuello vuelto.
Apenas llegó a su casa, satisfecha por primera vez desde que empezó a trabajar, y se
puso cómoda para prepararse la comida, sonó el móvil. Víctor, seguro.
—Aquí 007 informando a central.
—¿No puedes tomarte nada en serio?
—A ti no, «chati».
—Solo te llamaba para preguntarte cómo te ha ido y para cambiar impresiones.
—Pues te va a costar un huevo la llamada porque tengo mucho que contarte.
Al día siguiente, cuando salió a desayunar, dejó el ordenador programado para que al
volver pudiera saber si alguien había entrado, qué había buscado y si lo había
encontrado.
Trató de alargar el desayuno fingiendo que, como el día anterior, esperaba que
«Pablo» se presentara. Cuando transcurrió la media hora que Víctor le había pedido,
regresaron al banco, y nada más entrar en su terminal supo que este había sido
manipulado y que el fichero del listado de clientes había sido abierto.
Fue al servicio y allí tecleó «Arcoíris» en el móvil e inmediatamente Víctor la llamó.
—He vuelto a verle manipulando tu ordenador —le dijo.
—Sí, ha entrado en el listado de clientes, e incluso sé qué clientes han sido
investigados.
—Bien, Carla, buen trabajo. Ahora sal ahí fuera y disimula como si no te hubieras
dado cuenta de nada. Hablaremos esta tarde.
Cuando apareció por la oficina al día siguiente un poco más tarde de las doce, Vero
la recibió con una sonrisa.
—¡Carla! Enhorabuena.
—Gracias.
—Víctor nos ha dicho que has bordado el trabajo.
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—¿Eso ha dicho? En realidad se lo debo a él. Él fue quien me puso sobre la pista. Si
no lo hubiera hecho aún estaría dando cabezazos.
—No ha dicho nada de eso. Tú siempre estás en guardia contra él, pero te aseguro
que Víctor siempre habla de ti con cariño.
Carla levantó una ceja.
—Es muy listo.
—Ve al despacho de Rafa, quiere felicitarte.
Feliz y orgullosa, se dirigió al despacho de su jefe dispuesta a recibir los honores de
su primer trabajo serio, sintiendo que ya era un miembro de pleno derecho en la
empresa.
Cuando Carla leyó el correo electrónico aquella mañana, el primer mensaje que
encontró fue: «Jornada de orgía y destrucción en casa del jefe. Esta noche a las nueve.
Se ruega acudir merendados.»
Se dirigió a Marina que estaba sentada en la mesa contigua a la suya.
—¿Qué significa esto?
—Este Javier, que es un cachondo. Hoy es el cumpleaños de Rafa y estamos
invitados a una cena informal en su casa.
—¿Y dónde vive?
—En El Escorial, un pueblo cercano a Madrid.
—Pues me tendré que ir con alguien, porque no tengo coche.
—A mí me llevará mi marido un poco más tarde, cuando salga del trabajo. Puedes
venirte con nosotros o pedírselo a Víctor o a Javier. Y puedes llevar pareja.
—No tengo pareja.
—Somos la empresa más aburrida del mundo; salvo Rafa y yo, todos solteros y sin
compromiso. Mira, aquí llega Javier.
—¿Qué pasa conmigo? ¿Me echabais de menos?
—Carla estaba preguntando si puede irse contigo esta noche a casa del jefe, que no
tiene coche.
—Pues claro que sí. Dime dónde te recojo.
—¿Tienes que pasar por la Plaza de Neptuno?
—Sí.
—Pues allí te espero.
—¿A las ocho y media?
—De acuerdo.
Se enfrascó en su trabajo y a la hora de la salida, Víctor se acercó a ella y le
preguntó:
—¿Te recojo esta noche para ir a la cena?
—Gracias, pero ya he quedado con Javier.
—¡Ah! Entonces nos veremos allí.
Un encargo
—Carla, espera —llamó Víctor cuando salían de trabajar el lunes—. Tengo algo
para ti en mi casa.
—¿Algo para mí?
—Sí. He pasado el fin de semana en Puertollano y tu madre me ha dado unos tuppers
con comida. Iba a llevártelos anoche, pero me pilló un atasco tremendo a la entrada de
Madrid y llegué muy tarde. No me pareció buena hora para presentarme en tu casa sin
avisar. Los tengo en el congelador.
—¡No me lo puedo creer! ¿De verdad que te ha dado tuppers con comida?
—Sí, tres o cuatro.
—Sigue pensando que no como.
—¿Y lo haces?
—Por supuesto que sí, aunque no lo que suele cocinar ella. No voy a preparar para
mí sola algunas cosas.
—Ven a casa y te los llevas ahora.
—De acuerdo y me ahorraré cocinar porque hoy no tengo nada preparado.
—¿De verdad que comes? —volvió a preguntarle mirándola de arriba abajo.
—Pues claro que sí. ¡No irás a empezar tú como ella! ¿Tengo acaso pinta de
famélica?
—No lo sé... con todos esos jerséis tan anchos unos encima de otros, no tengo ni idea
de lo gorda o delgada que puedas estar.
—Estoy en el punto justo. Eres tú el que está flaco como un palo.
—Soy delgado por naturaleza, pero no estoy flaco. Y trago como una lima, puedo
asegurártelo.
—Sí, tienes toda la pinta de ser de esos que comen a más no poder y no engordan ni
un gramo.
Carla subió con él al coche.
—¿Cómo llevas el carné?
—Bien, el teórico casi lo tengo preparado. El único problema es que no dispongo de
mucho tiempo para estudiar. El trabajo me absorbe demasiado. Y también tengo que
dedicar una serie de horas a mantener los idiomas al día, si no, todo lo que he estudiado
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no servirá de nada. Pero en realidad no tengo demasiada prisa por tenerlo, porque
aunque lo apruebe, de momento no me puedo permitir un coche. Sin contar con que las
clases prácticas también supondrán un dinero. Creo que me lo tomaré con calma y
esperaré al verano para dedicarle las vacaciones y que me dé tiempo para ahorrar un
poco.
—Sí, es buena idea. Además en verano puedes pillar alguna oferta.
—Y hay menos tráfico para practicar. No me apetece pagar un dinero y pasarme la
clase metida en un atasco.
—Como me pasó a mí anoche. Tres horas para entrar en Madrid. Ya pensaba que iba
a tener que abrir uno de tus tuppers y comer en el coche.
—¿Y por qué no lo hiciste? Mi madre cocina muy bien.
—Estuve tentado, no creas. Sobre todo uno de cocido. Hace años que no lo como.
—Podemos compartirlo si quieres. Si conozco a mi madre habrá mandado para un
regimiento.
—No me lo digas dos veces.
Cuando llegaron a casa de Víctor, este entró directamente en la cocina y abrió el
congelador. Carla se echó a reír al ver el contenido del mismo cuidadosamente
ordenado, lleno de pequeños recipientes todos cerrados, etiquetados y alineados. Él
cogió cuatro.
—Estos son los tuyos.
—Coge parte para ti.
—Están congelados. Pero si quieres lo caliento y comemos aquí los dos.
—Bueno. Ahora soy yo la que no va a rechazarte el que me ahorres fregar. Lo odio.
Tú tienes lavavajillas.
—Sí, pero lo uso poco. Para mí solo hay veces que no merece la pena.
—¿Puedo ayudarte en algo?
—Si quieres ve calentándolo. Sabes usar el microondas, ¿no?
—¡Noooo! Soy ingeniera informática, pero no sé usar un microondas.
Él se echó a reír. Sabía que se picaría.
—Es que como en tu casa todo es bastante elemental...
—Pero sin el «micro» no sobreviviría. Solo dedico el sábado a cocinar y caliento el
resto de la semana.
—¿Te pongo el cubierto en la mesa, o prefieres el suelo?
—Haré un esfuerzo y me sentaré a la mesa, pero solo por una vez, ¿eh? Y porque te
has molestado en venir cargado con todo eso. No te acostumbres.
Cuando Carla abrió el microondas un delicioso olor se extendió por toda la casa.
—¡Hum! Mi madre es única preparando el cocido. ¡Hala, se ha hartado de echar
La salida
Una llamada
Estaba rendida. Se había pasado el día corriendo de un sitio para otro: de casa a la
oficina, de allí hasta una empresa para la que tenía una mala combinación de metro y
autobús y había tenido que ir andando, y luego regresar a casa también a pie. Había
hecho la compra del mes en el supermercado y luego había tenido que colocarlo todo y
al final había escrito el informe para presentárselo a Víctor al día siguiente. Era lo
primero que le pedía cada mañana, inmediatamente después del «buenos días». Tendría
que estar medio muerta para que él le perdonara el informe una mañana.
Estaba tan cansada que ni siquiera se había preparado cena, sino que se había abierto
una lata y tomado un poco de fruta después, y estaba abriendo la cama para meterse en
ella y hasta dudando de ponerse una película en el ordenador o dormirse directamente.
Iba a apagar el móvil cuando este le vibró en la mano. Sonrió... Irene. Contestaría
porque era ella y hacía bastante que no hablaban.
—Hola, Carla.
—Hola. Me pillas de milagro.
—¿Y eso? ¿Dónde ibas a estas horas, gamberra? De juerga, ¿no?
—¡Qué va! A la cama como las viejas, aunque no te lo creas.
—¿A la cama a las once y cuarto? Acompañada, supongo.
—No, más sola que la una y hecha polvo.
—¿Estás enferma?
—No, solo cansada.
—¡No me lo puedo creer! ¿Cansada tú?
—A ver, no todo el mundo tiene tu suerte de trabajar de nueve a once de la noche y
luego dormir hasta la una del mediodía, y además de tener un novio que te resuelve la
comida, la compra y comparte contigo las tareas de la casa. Yo estoy sola para todo.
—Sí, Fernando es un cielo, eso hay que reconocerlo. Bueno, pues búscate un novio
tú también.
—No, gracias, las delicias de la vida en pareja no están hechas para mí.
—¿Sigues, como siempre, huyendo de la cama de los tíos apenas habéis terminado de
echar un polvo para no comprometerte?
—Peor, creo que los estoy aborreciendo.
Carla cogió el pañuelo una vez más y se secó los ojos. La conversación con Irene la
noche anterior la había dejado un poco baja de ánimos, y como cada vez que se sentía
sola o deprimida, cosa que afortunadamente no sucedía con mucha frecuencia, se
sentaba a ver Los Puentes de Madison, que tenía en versión original. Esa película, que
siempre le hacía llorar por muchas veces que la viera, tenía la facultad de calmarla, y
después se sentía mejor. Era como si la película se llevase todas las neuras.
Ella no se consideraba llorona, pero tenía que reconocer que la historia le podía.
En plena crisis de lágrimas escuchó el timbre de la puerta. ¿Quién podría ser a
aquellas horas? Eran más de las diez de la noche. Fuera quien fuese, se iba a tener que
marchar sin verla, porque no estaba dispuesta a recibir a nadie con la cara llena de
lágrimas y los ojos hinchados.
Después de varios intentos, el timbre dejó de sonar, pero a los pocos minutos
escuchó el móvil. Miró el número, aunque sabía muy bien quién era. ¿Qué quería
ahora? Descolgó de mala gana.
—Dime.
—Carla, ¿dónde estás?
—¿Y a ti qué te importa? No es hora de trabajo.
—Ya lo sé, mujer, ya lo sé. No te lo tomes así, se trata de una emergencia. He pasado
por tu casa para dejarte unos papeles que vas a necesitar mañana, pero no hay nadie.
Dime cómo puedo hacértelos llegar.
—Yo los recogeré por la mañana antes de ir a la empresa.
—No podrás. Tengo que marcharme esta misma noche con Rafa, y él no quiere
dejarle los documentos a nadie más que a ti. Es importante que les eches un vistazo
antes de entrar mañana. Dime dónde estás y te los llevaré donde haga falta.
Carla suspiró.
—Está bien, sube...
—¿Estás en casa?
—Sí, no te he abierto antes porque estaba medio dormida, no me encuentro muy bien.
Un admirador
Un error
Durante un par de horas Carla permaneció absorta en la película sin darse cuenta de
que Víctor no ponía la más mínima atención en la pantalla, sino que la miraba a ella.
Con los ojos entrecerrados y brillantes a causa de la fiebre, aún le costaba creer que
hubiera ido a hacerle compañía por su propia voluntad. Hubiera querido encontrarse
peor para que ella se ofreciera a quedarse allí con él aquella noche aunque fuera en otra
habitación. Pero comprendía que su idea era pueril. Aquello no era más que un acto de
buena voluntad por parte de Carla y no debía ver otra cosa.
Cuando la película terminó, ella se acercó a él y le tocó la frente de nuevo.
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—Ya no tienes fiebre.
—Me encuentro mejor.
—Tengo que irme. ¿Quieres que te deje algo de cena preparado antes?
—No te preocupes, tengo crema de verduras. Solo hace falta calentarla. Y tampoco
tengo mucha hambre.
—Pero comerás algo, ¿verdad?
—Sí.
—Me sabe mal dejarte, pero tengo la compra aún por recoger y muchas cosas por
hacer que no me da tiempo durante la semana.
—Estoy bien, esto no es más que un resfriado. He estado peor otras veces.
—Entonces me marcho. ¿Quieres que venga mañana por la tarde otro rato a hacerte
compañía?
—¿Vas a pasarte todo el fin de semana cuidando de un enfermo?
—Hace un frío de muerte, ¿dónde voy a ir sin un euro? Aún queda una película por
ver.
—Bueno, ven si te apetece. A mí me encantará tener compañía. Y gracias.
—No me las des, no quieras acaparar el papel de amigo que está ahí siempre que lo
necesitan.
—¿Es por eso que has venido, para devolver el favor?
—Claro que no, he venido porque estaba preocupada. Todos en el trabajo decían que
debías estar muy mal para irte antes de la hora. Y cuando te escuché la voz me di cuenta
de que era verdad. Ahora que te he visto me quedo más tranquila. Hasta mañana, jefe.
Cuídate.
—Adiós, Carla.
—Si me necesitas, llama a cualquier hora.
—Estaré bien.
Cuando Carla se presentó al día siguiente cargada con más películas le vio mejor
aspecto. No tenía fiebre y se encontraba menos adormilado. Volvieron a pasar la tarde
agradablemente viendo la televisión y merendando. Carla se sintió cómoda disfrutando
de la compañía de Víctor y por primera vez pensó que podría encontrar en él a un
amigo y que quizás había estado equivocada con respecto a él toda la vida.
Después de ver la película charlaron sin discutir sobre temas que nada tenían que ver
con el trabajo, y se marchó antes de la cena, rechazando la invitación que él le hizo. No
tenía prisa ni nada que hacer, pero algo en su interior le dijo que era mejor que se
marchase, que Víctor se encontraba bien y que su presencia allí ya no era necesaria. Y
El viaje a Toulouse
El día previsto, Carla salió para Toulouse. Se sentía feliz, era la primera vez que
viajaba al extranjero y el hecho de escuchar uno de los idiomas que hablaba en su país
de origen le encantaba.
La habitación que le había reservado Vero estaba situada en un pequeño hotel de tipo
familiar y era alegre y soleada.
En la empresa la acogieron con cortesía y la trataron con amabilidad, pero en ningún
momento la relación pasó de ahí, ni nadie intentó hacer amistad con ella.
Aparentemente todos se dedicaban a su trabajo y tampoco tenían mucha relación entre
ellos. Las conversaciones que captaba eran sobre situaciones del trabajo, y comprobó
que Rafa había tenido razón cuando dijo que era muy difícil fingir menos conocimientos
de los que tenía. Tratar de alargar trabajos que en realidad le suponían unas horas e
incluso menos le resultaba francamente difícil.
Pero su situación tenía algo de bueno y era que nadie se interesaba por lo que hacía y
podía permitirse hacer algunas incursiones en los ordenadores de los demás y fisgonear
un poco en cuanto la ocasión lo permitía.
Hasta que al fin, cuando llevaba doce días allí, encontró lo que buscaba. Dos clientes
españoles se habían incorporado hacía cinco meses y estaban registrados en un fichero
aparte del resto. Copió los datos bajo su contraseña codificada en un pendrive
alternativo idéntico al que estaba usando en aquel momento, que guardaba en el cajón
para no despertar sospechas, y luego continuó con su trabajo aburrido y monótono.
Carla estaba tecleando completamente absorta en su trabajo cuando notó dentro del
bolsillo de su pantalón la ligera vibración producida por el móvil que llevaba. Se
levantó y se metió en los servicios cerrando por dentro. Sabía que en unos segundos
recibiría una llamada que debía atender a solas.
—¡Sal de ahí ahora mismo! —Escuchó la voz de Víctor fría y escueta en cuanto
contestó.
—¿Qué pasa?
—La policía ha recibido un soplo para investigar un espionaje industrial. Están a
punto de llegar y no deben encontrarte ahí.
—Tengo que sacar el pendrive con la información, está en un cajón de la mesa. Si
cae en manos de la policía tendrán las pruebas que necesitan para ir por mí.
—Yo me encargaré, tú vete. Que no se den cuenta de que coges nada, no se te ocurra
abrir ningún cajón. Simplemente haz como que sales a tomar el aire y márchate. ¿Llevas
la documentación encima como te tengo dicho?
—Sí, en el bolsillo del pantalón, pero ¿cómo vas a encargarte tú? Estás en Madrid.
—Yo estoy en la puerta esperando a verte salir.
—Víctor, pero...
—Carla, no discutas y haz lo que te digo. Sal inmediatamente de ahí, te estoy
esperando fuera.
Ella hizo lo que le decía. Regresó a la sala, dijo que se sentía un poco mareada y que
iba a salir unos minutos a tomar el aire, y sin coger siquiera el bolso, salió.
Apenas estuvo en la calle miró a su alrededor tratando de ver a Víctor. Le descubrió
paseando por la acera como un transeúnte más en dirección a la esquina y le siguió. Al
volverla, le encontró esperándola.
—¡Víctor ¿Qué haces tú aquí? Estabas en Madrid...
—No estaba en Madrid, vine a la par tuya. He estado cerca todo el tiempo.
—¡Dios! ¿Qué pasa? ¿Que no os fiais de mí?
Él la agarró por ambos brazos con fuerza y la miró con los ojos más fríos que ella le
había visto nunca.
—No es momento para piques, la libertad de los dos está en peligro... y quizás
también la vida si nos pillan aquí. Haz lo que te digo, yo estoy al mando de esto. Las
quejas, cuando estemos a salvo.
Cuando Carla se despertó a la mañana siguiente, el olor a café recién hecho llenaba
la habitación. Miró a su lado y vio la alfombra vacía. El fuego de la chimenea era
apenas unos rescoldos y Víctor la había tapado con una manta. Él trasteaba de espaldas
a ella con tazas y platos.
A su mente acudieron las imágenes y las sensaciones de la noche anterior y no estaba
segura de si lo había soñado. Había sido todo tan extraordinario, había sentido cosas
tan fuertes tanto física como emocionalmente que de pronto sintió pánico.
Clavó la vista en la espalda de él, cubierta con el abrigado jersey negro de cuello
vuelto que ya le había visto otras veces y sintió unos enormes deseos de correr hacia él
y abrazarle, de pedirle que la besara de nuevo, que volviera a aquella cama
improvisada y le hiciera el amor otra vez. Y sintió más miedo aún. Miedo a implicarse
con él, a perder su libertad y su independencia, su estilo de vida y todo lo que tanto
Después de desayunar, Víctor volvió a llamar a Rafa para confirmar que tanto Carla
como él podían regresar a Madrid y, después de apagar el fuego de la chimenea y
recoger el escaso equipaje que él tenía en la otra habitación, se despidieron de la dueña
de la casa y Víctor le entregó la llave agradeciéndole en un perfecto francés todas las
atenciones que había tenido con él y también con su mujer el día anterior.
Carla le escuchó también decir que iban a dedicarse a hacer turismo por la zona
durante unos días antes de regresar a España.
Cuando subieron al coche, un Citroën que Víctor había alquilado para su estancia en
el país, Carla le dijo:
—Ya veo que te has convertido en íntimo de esta mujer.
—Una táctica de camuflaje ideal. Dale un poco de conversación a alguien como ella,
cuéntale toda la historia de tu vida y aunque sea inventada, ella jurará que es cierta a
quien se la pregunte. Confirmará a cualquiera que he estado aquí con mi mujer durante
más de una semana.
Él maniobró el coche por las estrechas calles del pueblo y saliendo a la carretera por
la que Carla había llegado el día anterior, condujo con cuidado tomando con precaución
las cerradas curvas de la misma.
—Víctor... —susurró Carla de pronto.
Él apartó por un segundo la vista de la carretera para mirarla.
—¿Qué?
—Esto ha sido un paso positivo en nuestra relación, ¿no es verdad?
—Creí que habíamos decidido olvidarlo.
Vuelta al trabajo
Después de haber dormido como un tronco, tal como había dicho Víctor la noche
anterior, se tomó su tiempo para ducharse y desayunar. Luego, sin prisas, se dirigió a la
oficina para hacer el informe y hablar con Rafa de lo ocurrido durante el viaje.
Le resultaba extraño, después de lo vivido los últimos días, volver a la rutina, y
apenas llegó pasó por el despacho de Vero para saludarla antes de ver a nadie.
—Bienvenida a casa, Carla. Ya nos ha dicho Víctor que lo tuvisteis un poco
complicado.
—Él lo tuvo peor, yo me limité a salir por huyendo.
—No voluntariamente.
—No, no por mi voluntad, yo no quería dejarlo solo.
—Hay veces en que los deseos personales están supeditados a las circunstancias y al
éxito de las investigaciones.
—Sí, ya lo sé.
—Esto supone todo un éxito para ti. Rafa está muy contento con tu trabajo.
—La mayor parte del éxito es de Víctor. Él consiguió el pendrive.
—Que tú habías elaborado con tu trabajo. Esto es un equipo, Carla.
—Sí, lo sé.
—Rafa te está esperando en su despacho, ha dicho que entraras en cuanto llegases.
—¿Y Víctor? —preguntó.
—Él no está.
—¿Va a resultar ser más dormilón que yo? —preguntó sonriente.
—No, que va. Ha estado aquí temprano informando a Rafa, pero ha salido a otro
trabajo con Javier.
—¿Otra vez le toca meterse en el ajo?
—Sí, me temo que sí. Estará fuera dos o tres días, no pensamos que dure más.
Una idea cruzó por la mente de Carla
—¿Es peligroso?
—Lo siento, ya sabes que no puedo informar a nadie sobre los trabajos de los
compañeros. Solo Víctor y Rafa los conocen todos.
Aquella tarde, después de comer, Carla sintió la imperiosa necesidad de hablar con
Víctor, de escuchar su voz. Y comprendiendo que debía darle las gracias por el detalle,
se decidió a llamarle.
Marcó el número y casi de inmediato él contestó.
—Hola, Carla.
—Hola. ¿Te pillo en un mal momento?
—No, estaba tumbado en el sofá leyendo y escuchando música.
—¿No estarías dormido?
—No suelo dormir a mediodía. De hecho, no duermo demasiado, me acuesto tarde y
me levanto temprano. Solo estaba relajándome un poco. Llevo un temporada muy
ajetreado y me he planteado una tarde sin hacer nada.
—Te vendrá bien.
—Ya he visto que has recogido la bolsa.
—Sí, para eso te llamaba, para darte las gracias por haberlas lavado.
—De nada, mujer. No iba a devolvértelas sucias, hubiera sido una guarrería.
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—No sé... Me da cosa que las hayas tenido que lavar tú.
—Ha sido la lavadora, no yo. Y de todas formas ya las conocía, no me ha supuesto
ningún trauma meterlas en la lavadora.
—Ya... bueno, pues gracias de nuevo. Y hablando de otra cosa, ¿cómo te ha ido el
viaje con Javier?
—Diferente al nuestro.
—Sí, ya lo supongo. Por lo menos no habéis tenido que salir a toda prisa.
—No, todo ha ido bien. Vero me ha dicho que estabas preocupada.
—Después de lo que ha pasado con nosotros es lógico que ahora sienta un poco más
de inquietud.
—¿Quieres dejarlo?
—No, claro que no. Es solo que me cogió un poco por sorpresa que te hubieras
marchado con tan poco tiempo de diferencia a dos trabajos. Supuse que se trataba
también de algo especial.
—Chica lista. Pero esta vez todo ha salido bien. Y durante unas semanas Rafa quiere
que los dos estemos haciendo trabajos limpios hasta que se termine de aclarar el asunto
de Toulouse. Salvo que surja una emergencia, yo no tendré que volver a trabajar de
forma activa, de modo que nos veremos en la oficina.
—Me alegro, a los dos nos hace falta un pequeño descanso. Y hablando de descanso,
te dejo para que puedas seguir disfrutando de tu tarde tranquila. Nos vemos mañana.
—Adiós, Carla. Me ha alegrado escucharte. Siempre soy yo el que te llama.
—Adiós.
Aquel sábado Carla se levantó con la firme decisión de coger el AVE hasta
Puertollano y pasar el fin de semana con sus padres. Desde que empezó a trabajar,
hacía ya cinco meses, no había vuelto por su casa; siempre encontraba alguna excusa en
el trabajo, que en muchas ocasiones era cierta porque durante la semana apenas tenía
tiempo para nada, y el sábado y el domingo tenía que hacer cosas en la casa que no
podía llevar a cabo el resto de los días. Compraba, lavaba, cocinaba y también
aprovechaba para pasear o ver algunas películas, salir a correr si hacía bueno o
cualquier otra cosa que le apeteciera. Siempre se decía que iría a Puertollano el fin de
semana siguiente, pero siempre encontraba una nueva excusa para no hacerlo. Y no es
que no quisiera ver a sus padres, solo temía la expresión preocupada de su madre, sus
intentos de averiguar su vida privada. Aunque últimamente no tenía ninguna o casi
ninguna. ¡Uff! ¿Qué diría su madre si supiera que se había acostado con Víctor? Era
probable que se escandalizara. Seguro que pensaba que aún era virgen, o como mucho
que solo se acostaría con alguien con quien pensara casarse. Y ella no tenía la más
mínima intención de casarse con nadie y mucho menos con Víctor. No, no le apetecían
las preguntas inquisidoras de su madre, pero tenía que reconocer que había dejado
pasar demasiado tiempo sin ver a su familia. Y de todas maneras era algo por lo que
tendría que pasar antes o después.
Por eso aquel sábado se levantó con la decisión de coger uno de los primeros trenes.
Y allí estaba, viendo el paisaje tan familiar y alegrándose a cada kilómetro de haberse
decidido.
Cuando ya faltaba poco para llegar llamó a su casa por el móvil para que fueran a
recogerla a la estación, y sonrió ante las nuestras de júbilo y sorpresa de su madre.
Al salir de la estación ya estaban allí esperándola y se abrazó a ambos sintiendo la
alegría de verles y prometiéndose a sí misma que no dejaría pasar tanto tiempo hasta la
próxima visita.
Subió al coche con ellos y emprendieron el camino hasta la urbanización de chalés
que se encontraba a tres kilómetros del pueblo.
—¿Por qué no te has venido con Víctor? —le preguntó su madre.
—¿Víctor está aquí?
—Sí, llegó anoche. Viene casi todos los fines de semana, ¿no lo sabías?
La mañana del domingo la dedicó a pasear con su padre por los alrededores. Este
era muy aficionado a hacer excursiones por el campo y Carla de pequeña solía
acompañarle con frecuencia. Luego, los estudios y el trasnochar los fines de semana la
habían vuelto perezosa y solo lo hacía de vez en cuando. Pero aquella mañana disfrutó
mucho del paseo y de su compañía.
Su padre no era como su madre, él no le preguntó si comía o dormía, ni por su vida
amorosa. Se limitó a charlar de lo que iban viendo, de amigos comunes y de libros.
Cuando regresaron a mediodía se sentía hambrienta, y también feliz y relajada. María
les recibió con la consabida cerveza y la mesa a punto.
—Víctor ha venido a preguntarte si te parece bien salir a las seis.
—Sí, estupendo.
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A la hora prevista y puntual como siempre, él llamó a la puerta.
—¿Estás lista?
—Sí, jefe.
Cargó en el maletero el equipaje y una nevera portátil llena de comida congelada y
se marcharon. Apenas llevaban unos kilómetros recorridos, Carla le preguntó:
—¿Qué tal lo pasaste anoche?
—Muy bien. Me reuní con algunos amigos y amigas de la época del instituto y me
dejé convencer para ir a la discoteca.
—Y bailaste salsa.
Él se echó a reír con fuerza.
—No, salsa no. Ni funky. Ya sabes que lo mío es bailar lento. Te hubieras divertido
si llegas a venir, había gente que tú también conocías.
—Otro día. Anoche lo pasé muy bien en casa con mis padres.
—¿Vas a venir el próximo fin de semana?
—Me temo que tengo que ir a comprar una mesa. Tal vez el siguiente.
Víctor se detuvo ante una señal de stop.
—¿Por qué te paras, si no viene nadie?
—¿Y tú te estás sacando el carné? ¿Acaso no sabes que en el stop hay que pararse
siempre sean cuales sean las condiciones de la carretera?
—Aún no he llegado a eso. Yo creía que solo tenías que pararte si venía algún coche.
—Eso es en el ceda el paso.
—¡Ajá!
—En el stop hay que parar y yo me paro.
Carla se lo quedó mirando.
—Ya, tú siempre cumples las normas.
—En efecto. Pienso que las normas están hechas para ser cumplidas.
Carla recordó lo que le había dicho Vero unos días atrás.
—Pero a veces te las saltas...
—¿Yo? No creo.
—No te hagas el santo. Vero me ha dicho que en una ocasión te las saltaste por mí en
el trabajo.
—¡Ah, eso! No debió contártelo.
—No me dijo lo que habías hecho, solo que una vez te saltaste la norma. Yo le había
dicho que eres una persona que siempre hace lo que se espera de ti y ella te defendió a
capa y espada.
—Sí, Vero es una buena amiga. Pero no sabía que ella y tú hablabais de mí.
—Solo de temas generales.
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—Ya...
—¿No vas a decírmelo?
—¿Qué? —preguntó a su vez él sin mirarla, con la vista fija en la carretera.
—Lo que hiciste por mí.
—No.
—¿Así de rotundo? Si no lo sé no podré agradecértelo.
—No lo hice para que me lo agradezcas.
—¿Para qué entonces? ¿Qué puede hacer que alguien como tú rompa las normas y
casi se juegue el puesto?
—Tal vez pensé que el riesgo merecía la pena.
—¿Tiene que ver con lo que pasó en Toulouse? ¿Rompimos entonces alguna norma
de la empresa?
—No. La empresa no pone normas sobre con quién puedes acostarte, mientras no
afecte al trabajo, claro. Ahí quizás solo rompí una norma mía. Pero afortunadamente
somos civilizados y no ha supuesto ninguna complicación. Los dos aceptamos que
aquello fue lo que fue, y nada más.
—Sí, en efecto. Y me alegra saber que nuestra relación ha vuelto a ser cordial
después de aquello.
—Sí, a mí también.
Las luces de Madrid a lo lejos les hicieron callar y el resto del camino lo hicieron en
silencio, un silencio agradable y cómodo.
Cuando se despidió de Víctor en la puerta de su casa le invitó.
—Mi madre ha mandado comida en cantidad, ¿quieres venir mañana a comer para
compartirla?
—Mañana no puedo. Quizás cuando tengas mesa.
—Para entonces ya no quedará nada.
—Bueno, pues entonces en otra ocasión. Nos vemos mañana.
—Adiós, Víctor. Y gracias por traerme.
Carla llegó a su casa, se calentó la comida, tendió la ropa, y previendo una larga
tarde sentada ante el ordenador se puso un pantalón vaquero viejo y cómodo y un jersey
grueso y ancho rojo y azul. Y metiendo discos de instalación y papeles en su gran bolso
de bandolera se dirigió a casa de Víctor, confiando en que la lluvia no la empapara
demasiado por el camino, porque esta empezaba a caer de forma torrencial a intervalos
imprevisibles.
Y como se temía, escasamente a doscientos metros del portal de Víctor la sorprendió
un tremendo chaparrón que casi le impedía ver. Buscó dónde refugiarse, pero era
mediodía y todas las tiendas estaban cerradas y los portales de las casas también, así
que decidió echar a correr y llegar cuanto antes a su destino.
Cuando llamó al portero y Víctor le abrió desde arriba, lo primero que hizo fue
quitarse los empapados zapatos y con estos en la mano llamó a la puerta de su piso.
—¡Caray, criatura, cómo vienes!
—Un poco pasada por agua. Trae un trapo o algo para que me seque los pies, si no
voy a ponerte la casa hecha un desastre.
Él la agarró del brazo y tiró de ella.
—Déjate de pamplinas y entra o vas a pillar una pulmonía. Tengo puesta la
calefacción. Dame el bolso y ven.
La llevó hasta el cuarto de baño y le dio una toalla.
—Sécate. Buscaré algo para que puedas cambiarte y trataremos de secar esa ropa
para cuando te vayas.
—Gracias.
La dejó sola y volvió poco después con un pantalón de chándal azul y un jersey del
mismo color.
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—Ponte esto, creo que te quedará bien. Lamento no tener nada amarillo ni turquesa,
tendrás que conformarte con el azul.
Ella se echó a reír.
—No me moriré por vestir de azul una tarde.
—Te dejo para que te cambies.
—No verás nada que no hayas visto antes...
—Ya... Pero decidimos olvidarlo, ¿recuerdas? Como si nunca lo hubiera visto —
comentó mientras abría la puerta del cuarto de baño y se marchaba.
Carla se quedó mirando el espejo y suspiró.
«Dichoso tú si has podido olvidarlo —pensó—, porque yo no me acuesto una sola
noche sin que mi cabeza se llene de imágenes y mi cuerpo de ganas de repetirlo. Pero
será mejor que olvide todo eso ahora, porque he venido aquí a trabajar.»
Se puso la ropa de él y no pudo evitar acariciar la suave lana del jersey, cálida y
esponjosa. Después salió con las prendas húmedas en el brazo y Víctor las colocó
sobre una silla que puso delante del aparato de calefacción.
—Aquí se secará. ¿Estás cómoda con la ropa?
—Sí, me queda bastante bien. Solo un poco largas las mangas y los pantalones, pero
nada que no se solucione con unos dobleces.
—Ven, el ordenador está en el despacho.
—Debí imaginarlo...
—¿Qué?
—Que también tenías un despacho.
La llevó hasta una habitación amueblada, contra lo que Carla esperaba, con muebles
claros y sencillos. En un extremo de la gran mesa estaba el ordenador. Víctor lo
encendió y le dijo:
—Es todo tuyo. Yo me iré al salón para no molestarte.
—No seas tonto, en la oficina trabajo en la misma habitación que Marina y Javier y
no tengo ningún problema para concentrarme, y eso que él está siempre de broma. Si tú
sueles trabajar aquí, a mí no me molesta. Es más, podré pedir tu opinión sobre unos
detalles que no acaban de convencerme.
—Está bien.
Trajo una silla del salón y se sentó frente a ella desplegando varios folios sobre la
mesa, y se sumergió en el trabajo.
También Carla cargó el programa y se concentró en él. De vez en cuando levantaba la
vista y lo miraba divertida, tamborileando con los dedos sobre la mesa a veces, otras
mordiendo el bolígrafo mientras leía. No pudo evitar sentir una sensación de intimidad
al estar allí con él trabajando y en silencio, con su ropa puesta... como si fueran una
pareja. Sacudió la cabeza mientras se recriminaba mentalmente.
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«¡Por favor, Carla! ¿Qué estás pensando? Concéntrate en el trabajo y deja de pensar
gilipolleces. Tienes que terminar este programa.»
Pero le costó un gran esfuerzo hacerlo, aunque al fin logró meterse de nuevo en el
trabajo.
Durante un buen rato se obligó a permanecer con la vista fija en la pantalla, pero en
un momento sintió sobre ella la mirada de Víctor, y le miró a su vez. Y todo su cuerpo
se agitó al encontrarse con sus ojos oscuros clavados en ella como si la estuvieran
acariciando. Él parpadeó y le sonrió cambiando de inmediato su expresión y su forma
de mirarla.
«Por favor, Víctor, no me mires así —pensó—, o no terminaré el dichoso programa.
¿Qué me pasa contigo? Si no eres mi tipo, ni estás bueno... eres largo y delgado... serio,
pijo, soso... No, no eres nada de eso. ¿Qué coño eres?»
—¿Quieres tomar algo? —La voz de él la sorprendió—. ¿Un café? ¿O quizás una
copa?
—No, un café estará bien.
Víctor salió del despacho interrumpiendo así un momento que Carla no supo cómo
calificar. ¿Especial? ¿Íntimo quizá? Lo cierto era que ella agradeció mucho la
interrupción que suponía la aparición de la merienda.
Regresó poco después, pero ya Carla se había recuperado, con una bandeja, dos
tazas, el azucarero, la leche condensada y un plato con pasteles.
—Espero que te gusten —dijo—. Sé que eres golosa, pero no cuáles son tus
favoritos. El otro día en Puertollano compraste de muchas clases.
—Los pasteles me gustan de cualquier tipo.
—Pues adelante, son todos tuyos.
—¿Todos? ¿Tú no comes?
—Por la tarde solo tomo café.
—¿Y sueles tener dulces?
—No, pero sabía que ibas a venir tú. Los compré de camino.
—Ya, tu sentido de la hospitalidad. ¿Y si te digo que me gustan los Kia Picanto me
tendrás uno la próxima vez que venga? Porque me vendrá muy bien cuando me saque el
carné.
—¿Cómo lo llevas?
—Bastante bien para el poco tiempo que le dedico. Doy las clases con bastante
irregularidad y no cuento con poder examinarme del práctico hasta que me den las
vacaciones. ¿Me tendrás el coche para entonces?
—Me temo que a tanto no llega mi hospitalidad.
Carla sonrió y se dedicó a dar cuenta de los pasteles ante la mirada divertida de
Víctor.
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—¿De qué te ríes?
—Me encanta verte comer. De hecho me gusta ver a la gente que come con apetito,
disfrutando. Y no a esa otra que se limita a picotear de los platos como si les diera
asco.
—Hay gente que no sabe disfrutar de los placeres de la vida.
—Y tú sí.
—Al menos lo intento.
Comió cuatro y apartó el resto.
—Ya no puedo más.
—Bueno, pues te los guardaré para que te los lleves para el desayuno.
—¿Y tú?
—Yo no como dulces.
—¿De verdad? No pudo entender que a alguien no le gusten.
—A mí no me gustan. Los encuentro demasiado empalagosos.
—¿Qué te gusta, Víctor? —pregunto ella poniéndose seria de pronto.
—Me gusta el café solo, el cine, sobre todo verlo en casa cómodo y a la hora que me
apetezca.
—No, me refiero a lo que te gusta de verdad... con intensidad.
—Creo que eso ya lo sabes.
—Ya, te refieres a hacer el amor despacio.
Él sonrió.
—Sí, a eso me refiero. No hay nada que me guste tanto como eso.
Carla respondió en tono de broma.
—Eres tonto, tú...
Pero en su interior pensaba que a ella pocas cosas le habían gustado tanto como
hacer el amor con él.
—Será mejor que continuemos con el trabajo —dijo Víctor retirando la bandeja con
los restos de la merienda.
Durante un rato Carla se concentró en el programa, animada por los resultados. Al
final lo terminó.
—Esto ya está. Solo queda probarlo.
Víctor se levantó de la silla colocándose a su espalda mientras ella probaba el
programa. Durante un buen rato manipuló el ratón y el teclado observando cómo la
pantalla respondía perfectamente a sus movimientos. Al fin lo cerró.
—Terminado. Ya te dejo tranquilo —dijo mirando el reloj, que pasaba de las once
—. Es tardísimo. Lo siento, Víctor, se me ha ido el santo al cielo. Estarás hoy de mí
hasta las narices.
Por la mañana, Víctor se despertó, pero en esta ocasión no se levantó sino que
permaneció acostado con la pierna de Carla sobre la suya y su brazo también
rodeándole la cintura, esperando pacientemente a que se despertara o que sonara el
despertador que tenía programado para la hora de levantarse.
Sabía lo que iba a ocurrir cuando Carla abriera los ojos, lo que iba a decirle. Sabía
que se repetiría lo de la otra vez, que ella trataría de dar marcha atrás a lo ocurrido,
pero en esta ocasión no le importaba demasiado. En Toulouse había sido un palo, tenía
que reconocerlo, porque realmente creyó que la noche mágica que habían compartido
significaba un cambio drástico en sus relaciones. No obstante, estaba convencido de
que lo había encajado bien, y ella no llegó a darse cuenta de cómo se sentía en realidad.
Ahora era diferente; aparte de estar preparado para lo que iba a escuchar, sabía el
cambio que se estaba operando en Carla lentamente, aunque todavía tendría que esperar
para que ella quisiera compartir con él algo más que la cama. Pero tendría paciencia,
siempre la había tenido. Desde que descubrió que estaba enamorado de ella a los
dieciséis años. Nunca había habido otra mujer para él, a pesar de que estuvo saliendo
con Valle durante un año. Nunca nadie había significado lo que Carla a pesar de que
durante mucho tiempo pensaba que jamás sería para él. Pero ahora... ahora estaba
seguro de que lo conseguiría. Después de ver cómo ella se le entregaba en la cama, de
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comprobar cómo poco a poco iba resquebrajando sus defensas, estaba seguro de que
con el tiempo le entregaría no solo su cuerpo sino también su alma. Y ese día él sería el
hombre más feliz del mundo, y no le importaba cuánto tuviera que esperar para
conseguirlo. Después de todo ya llevaba once años esperándola. ¿Qué importaba un
poco más? Al menos ahora tenía esperanzas. Con cualquier otra mujer irse a la cama
sería el paso final después de que se enamorase; Carla era tan atípica que tendría que
ser al revés.
Sintió que ella estaba también despierta aunque no hubiera abierto los ojos, y
continuó fingiéndose dormido.
Le restregó la cabeza mimosa contra su hombro y le acarició con suavidad el pecho,
y alzando la cara le besó en el cuello varias veces con ternura, mientras Víctor hacía
esfuerzos por no responder y permanecer quieto tratando de averiguar hasta dónde
llegaría pensando que estaba dormido aún. El timbre del despertador les sobresaltó a
los dos y abrieron los ojos a la vez.
—Buenos días —sonrió él.
—Buenos días.
—Hora de levantarse.
—Sí. ¡Joder, parece como si me acabara de dormir!
—Tres horas de sueño no es mucho.
—¿Tan tarde nos dormimos?
—Sí, tan tarde.
Carla apartó la pierna que tenía sobre él y se incorporó un poco sobre el brazo.
—Víctor...
Él le puso dos dedos sobre la boca.
—No hace falta que lo digas. Ya conozco la retahíla. No estás preparada para una
relación… no es nada personal... nos lo hemos pasado de puta madre en la cama
juntos... bla, bla, bla. Lo sé, y si no lo dices tú, lo digo yo. Estoy de acuerdo contigo,
esto ha sido otro buen polvo y nada más.
—Me alegro de que tú también lo veas así.
—Por supuesto. Y ahora, te acercaré a tu casa porque tendrás que coger otra ropa
para ir con Rafa a la presentación de tu programa. Hoy no pegan las medias de
colorines ni los jerséis deformados.
—No, tienes razón. Oye, eres un buen tío.
—No opinabas lo mismo anoche cuando me decías que era muy malo contigo.
Ella le pellizcó un brazo.
—Es que me tenías... No podía aguantar más y tú venga a moverte despacio, a
hacerme esperar...
—¿Y no mereció la pena?
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—Sí que la mereció.
—¿Entonces? Además, ¿quién fue la mala? Mira cómo me has puesto los hombros.
Carla reparó en los arañazos.
—¡Dios, lo siento! ¿De verdad te hice eso?
—No los tenía antes, y aquí no había nadie más que tú.
Ella los besó.
—Lo siento, de verdad.
—La próxima vez tendré que cortarte las uñas.
Carla le miró fijamente.
—¿Habrá una próxima vez?
—¡Quién sabe!
—Quizá... quizá deberíamos cortar esto ahora, Víctor. Me parece que nos estamos
metiendo en un juego peligroso.
—Para mí, sí. ¡Mira cómo he acabado!
—No, hablo en serio. Esto puede escapársenos de las manos y que uno de los dos
resulte lastimado. Incluso que acabe afectando al trabajo. Creo que esta debería ser la
última vez.
Él se encogió de hombros con indiferencia.
—Como quieras. Limitemos nuestra relación al trabajo.
—Creo que es lo mejor.
—Perfecto.
No pudo evitar sentirse un poco decepcionada, y aliviada a la vez, de que él hubiera
aceptado sus palabras con tanta facilidad. Pensaba que intentaría convencerla, pero era
mejor así.
Se desperezó en la cama mientras él se levantaba.
—Estoy molida... me duele todo el cuerpo.
—Te haría falta un buen baño de masaje.
—No hay tiempo para eso. Debemos estar en el trabajo en poco más de media hora.
—Espera un momento —dijo él cogiendo el móvil—, quizás pueda arreglarlo.
—¿Qué vas a hacer?
—Déjame. Pillaré a Rafa en su casa antes de que salga —dijo marcando el número
—. Hola, Toñi, buenos días. ¿Está Rafa todavía ahí? Bien, dile que se ponga.
—Hola, Víctor, ¿qué pasa? ¿Algún problema?
—No, nada de eso. Carla ha terminado la presentación.
—¿En serio?
—Sí, se vino a casa y la acabó en mi ordenador.
La llamada
Carla estaba revisando las notas que había tomado el día antes en la fase preliminar
del trabajo que tendría que llevar a cabo aquella semana. No era especialmente
complicado ni peligroso. Se trataba de averiguar quién estaba invadiendo el correo
electrónico de varios miembros de una empresa inmobiliaria y boicoteando las mejores
comisiones. Durante el primer día no había podido hacerse una idea de si se trataba de
uno de los vendedores para adjudicarse las mejores ventas o de una empresa de la
competencia que tuviera algún infiltrado. Apenas había tenido contacto con el personal
ese día, solo había tomado unas notas sobre los posibles motivos y las características
generales de cada empleado, como Víctor le había enseñado a hacer en el trabajo
preparatorio. Pero ahora, releyendo con cuidado los datos, seguía tan embrollada como
al principio porque la empresa presentaba un personal muy variopinto. Tendría que
buscar un hueco para comentárselo a Víctor por la mañana antes de ir al trabajo.
Aparentemente realizaba la instalación de un programa para enseñar pisos por
ordenador y mostrar a los clientes posibles reformas de manera gráfica.
Esperaba que él pudiera dedicarle un rato en cuanto llegara porque la inmobiliaria
abría temprano y le habían dicho que era a primera hora cuando se reunían todos los
vendedores, y había dos a los que ella aún no conocía. Aunque Víctor estaba tan
ocupado últimamente, que muchos días ni siquiera aparecía por la oficina o se había
marchado cuando ella llegaba.
Una idea cruzó por su mente. ¿Y si le llamaba ahora? Podría preguntarle si estaría
libre por la mañana y tal vez, en caso de que así no fuera, él le dijera que se acercara
por su casa para comentarlo en ese momento. La sola idea hizo que el corazón
empezara a latirle con fuerza y sintió que tenía autentica necesidad de estar un rato con
él a solas, aunque fuera hablando de trabajo. Desde que habían pasado la noche juntos,
hacía ya más de quince días, solo se habían visto brevemente en el despacho, y con
mucha frecuencia delante de Rafa. Parecía como si Víctor evitara quedarse con ella a
solas, pero lo echaba de menos.
Miró el reloj, eran la nueve y diez, temprano aún para que pudieran trabajar un rato,
si él quería.
Sin pensárselo dos veces cogió el móvil y marcó el número, aguardando impaciente
mientras oía repiquetear la llamada bastantes veces antes de que él respondiera.
Ayudada por el alcohol que había bebido, Carla se durmió, pero su sueño estuvo
plagado de cortes y pesadillas, y cuando sonó el reloj a la mañana siguiente se sentía
como si le hubiera pasado una apisonadora por encima, además de aguantar un
fortísimo dolor de cabeza.
Se obligó a soportar una ducha fría para despejarse y entonar los músculos y
tiritando se envolvió en el albornoz y se miró al espejo del baño.
—Bueno, tienes un aspecto de lo más encantador para ir a trabajar. Y lo último que
quieres es que él te vea así, ¿verdad? Vas a tener que recurrir a los trucos de mujeres
para presentar un aspecto decente.
Ella no solía maquillarse, pero siempre tenía algo en el armario para un caso de
extrema necesidad, sobre todo desde que trabajaba en la empresa, y decidió que
aquella era una buena ocasión para usarlo. Y para que colara tendría que ir
acompañado de ropa adecuada. Hoy tocaba ir vestida de chica mona.
Se echó espuma en el pelo recién lavado y se lo ahuecó con las manos, y luego se
maquilló ligeramente, solo lo suficiente para tapar las ojeras y la piel cansada.
Buscó en su armario entre la ropa que se había comprado para estos casos y se puso
un pantalón negro ajustado y una camiseta roja de manga larga y escote pronunciado.
—Carla, ni tú misma te reconoces, pero hay que admitir que te sienta bien. Y ahora
lo más importante —continuó diciéndose en voz alta y mirándose al espejo, como si
hablara con otra persona—, mucho cuidado con lo que dices. Él no puede notar lo
cabreada que estás, ¿me oyes? Ni que te gustaría arañarle a él y a la guarra con la que
se acostó anoche. Si puedes gastarle alguna broma al respecto, mejor. No, eso va a ser
imposible, mejor no tocar el tema. Y sobre todo, capulla, tienes que asimilar que eso es
lo que TÚ quieres, que TÚ dijiste que nada de mantener una relación, que aquello solo
fue un polvo bien echado y punto. No tienes motivos para estar tan cabreada como
estás, así que tienes que tragártelo como sea. Por mucho que te cueste. Vamos, Carla,
sonrisa de oreja a oreja y buenos modales.
Se apartó del espejo, cogió el bolso, se puso los zapatos y se marchó.
SOS
A las diez de la mañana la puerta se abrió y una pareja (Marina y Víctor) entraron y
se acercaron a una de las mesas. Era el momento acordado. Carla continuó trabajando
como si aquello nada tuviera que ver con ella mientras permanecía atenta a la
conversación.
—Buenos días. Estamos interesados en un piso. ¿Podría informarnos?
—Sí, claro. Siéntense.
Mientras escuchaba hablar de metros cuadrados, zonas, calidades y demás datos
referentes al hipotético piso, Carla puso en marcha su parte del plan.
—Ahora sí me apetece un café, Carlos. ¿Serías tan amable?
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—Enseguida, princesa...
Carla le observó mientras se dirigía a la cafetera, servía el café, y se lo llevaba hasta
la mesa. Colocó el vaso de plástico junto a ella y se sentó en el borde de la mesa
mientras encendía un cigarro.
Con la vista aparentemente clavada en el ordenador, le observaba con el rabillo del
ojo y sabía que Víctor y Marina también. Y apenas dejó caer la ceniza en el interior del
vaso ella giró la cabeza y le miró.
—El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, capullo
—le dijo fríamente.
Comprendiendo que le había descubierto, Carlos hizo un ademán para volcar el vaso,
pero se encontró con una mano de hierro sujetando su muñeca.
—¡Quieto! —dijo Víctor con voz tan fría que Carla apenas le reconoció—. Marina,
llama a la policía.
—¿A la policía? ¿Por qué? ¿Por servir un café?
—Por intento de envenenamiento.
Carlos hizo amago de echar a correr, pero la mano de Víctor le tenía fuertemente
agarrado y Carla a su vez extendió el pie y le hizo tropezar y perder el equilibrio.
—Dame una cuerda. Le hará estar tranquilo mientras esperamos a la policía.
—¿Hay alguna habitación que no esté a la vista del público? —preguntó Marina a
una de las chicas.
—Sí, ese es el despacho el director y ahora está vacío.
Víctor empujó a Carlos al interior del despacho y le ató los brazos al sillón. E
inclinándose amenazadoramente sobre él, le susurró:
—Da gracias a que no le ha pasado nada, porque si llega a ocurrirle algo serio te
hubiera despedazado con mis propias manos.
Carla intervino.
—Déjale, Víctor. Esto es cosa mía. ¿Puedes dejarme a solas con él un minuto?
—Carla...
—Por favor. Tengo unas cosas que decirle.
Víctor salió dejando la puerta entreabierta y Carla se acercó al sillón.
—¿Qué vas a hacer?
—Llevas tres días revoloteando a mi alrededor como si fueras un moscón intentando
ponerme cachonda. No voy a dejarte ir sin jugar un poco... —dijo a la vez que metía la
mano en el bolsillo de su pantalón.
—¿Qué haces? —se sorprendió él—. ¿Vas a meterme mano?
Pero Carla se limitó a sacar el paquete de tabaco que guardaba allí y extraer dos
cigarros. Con un abrecartas rasgó el papel y sujetando la nariz con una mano metió a
La visita de Irene
Carla escuchó los fuertes y repetidos timbrazos alarmada. ¿Quién demonios llamaría
así a esas horas de la noche? Por supuesto tenía que descartar que fuera Víctor, él
siempre empleaba dos timbrazos cortos y además estaba completamente segura de que
no aparecería en su casa a las doce de la noche sin llamar antes... por mucho que a ella
le apeteciera que lo hiciese. Cuando abrió la puerta su sorpresa fue mayúscula.
—¡Irene!
Ambas amigas se abrazaron.
—¿Cómo no me has avisado de que venías?
Esta entró en el piso sin esperar invitación y soltó el bolso de viaje que llevaba en el
suelo.
—Quería pillarte desprevenida.
Miró a su alrededor.
—¿Estás sola?
—Sí, claro. ¿A quién esperabas encontrar aquí?
—A mi hermano, por ejemplo.
—¿Y qué iba a pintar tu hermano aquí a las doce de la noche?
—¡Ah, eso tú sabrás! La última vez que te llamé era más de la una y él estaba aquí,
así que no te hagas la inocente.
—¿Víctor aquí a la una de la noche? ¿Cuándo?
—¿Recuerdas el día que me llamaste con la media melopea para decirme que mi
hermanito se tiraba a todas las tías habidas y por haber? Te llamé a la noche siguiente
para averiguar si se te había pasado la curda y preguntarte a qué demonios venía esa
frase. Y mi sorpresa fue mayúscula cuando cogió tu móvil Víctor y me dijo la gilipollez
de que estabas dormida porque te dolía la cabeza. Y ya me explicarás qué hacía él aquí
si a ti te dolía la cabeza y estabas dormida, como no fuera que estaba pasando la noche
contigo. Así que aprovecho estos días libres entre una obra y otra para venir a
averiguar qué está pasando.
—Veo que sigues siendo la mayor cotilla del mundo. Aquí no está pasando nada.
—¿Cómo qué no? ¿Puedo registrar?
Carla se dejó caer en el sofá muerta de risa.
A la mañana siguiente, Carla llegó al trabajo sin mucho entusiasmo. Había tenido
pesadillas durante toda la noche: niños pringosos de chocolate, bebés llorando y
tendiendo las manos hacia ella, y cuando ya casi amanecía, Víctor se le acercaba
llevando un niño de cada mano y, de alguna forma casi imposible, un bebé en los
brazos, y ella huía despavorida.
Se dio una ducha rápida y se marchó al trabajo dejando a su amiga en brazos de
Morfeo.
Después de lo ocurrido en la inmobiliaria, no había entrado ningún trabajo
importante y tendría que dedicarse a limpiar virus durante una temporada o a programar
en serio.
Rafa, y estaba segura de que también Víctor, querían tenerla retirada de los riesgos
durante unas semanas. Además, se aproximaba el verano y Vero le había dicho que
durante esa época siempre aflojaba el trabajo.
Aquel día no se sentía muy descansada. Después de que Irene hubiera cenado, se
habían acostado juntas en el sofá cama y habían continuado charlando hasta muy
avanzada la madrugada.
Cuando llegó a la oficina le preguntó a Vero por Víctor, tenía que decirle que Irene
estaba en la ciudad.
—¿Está ocupado?
—Víctor nunca está ocupado para ti.
—Ni para nadie. Pero quiero decir que si está recibiendo los informes de Marina o
Javier.
La cena
Por fin el calor empezaba a dejarse notar para alivio de Carla. El invierno tan duro
de aquel año parecía tocar a su fin, los días se iban haciendo poco a poco más largos y
era una delicia salir a pasear.
Esta aprovechó el buen tiempo para dirigirse andando hasta la nueva casa de Vero,
que celebraba su inauguración aquella noche con una cena informal. Carla se sentía muy
feliz por su amiga, porque sabía cuánto le había costado salir de la casa de sus padres
para independizarse, y lo que era más importante, convivir con Alicia, aunque para
todos en la oficina y para su familia, esta era solo una amiga con la que compartía piso.
Solo Víctor y ella sabían la verdadera relación que había entre ambas.
Vero la había invitado a llegar más temprano para presentarle a su novia en la
intimidad, y había aceptado encantada ofreciéndose de paso a ayudarlas a preparar la
comida.
Algún día ella también debería organizar algo en su casa, aunque no sabía cómo iba a
meter a todo el mundo allí con lo pequeña que era. Y ni siquiera tenía sillas.
Cuando llegó a casa de Vero, esta le presentó a Alicia y las tres pasaron un buen rato
preparando y colocando platos, vasos y demás.
Los primeros en llegar, como casi siempre, fueron Rafa y Toñi y a continuación
Javier.
Carla no dejó de extrañarse porque Víctor era siempre muy puntual y en esta ocasión
fue el último en llegar, acompañado de Julia, la chica de recepción. Vero se lo
reprochó.
—¿Qué te ha pasado? ¿Estás perdiendo el sentido de la puntualidad o te has quedado
sopa en la siesta?
—No, ya estaba casi llegando cuando Julia me llamó al móvil para decirme que su
coche no le arrancaba y que si podía pasar a recogerla, así que di la vuelta. Por eso he
llegado el último. Espero que me hayáis dejado algo de comer, porque me muero de
hambre.
Una punzada de celos cruzó por la mente de Carla, que conocía el apetito voraz de
Víctor después de hacer el amor. ¿Y si el coche de Julia no estaba averiado, sino que
habían pasado la tarde juntos? ¿Y si era ella la que estaba con Víctor aquella noche que
lo llamó? La frase que Javier le dirigió después solo sirvió para aumentar sus
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sospechas.
—¿Has cogido el móvil mientras conducías? Si en el coche siempre lo llevas
apagado... Está prohibido hablar por teléfono al volante y tú siempre cumples las
normas.
—De un tiempo a esta parte hago muchas cosas que no debo, Javier. Demasiadas.
Carla observó cómo se dirigía a la mesa y empezaba a comer mientras Julia se
acercaba a hablar con Marina. Al menos no estaban juntos en la fiesta, aunque eso no
quería decir nada.
Había esperado, no sabía por qué, que él se acercara a saludarla al llegar, pero no lo
hizo, y ella, molesta, se acercó a Javier, que le dijo:
—Que calladito se tenía Vero que su compañera de piso es un bombón.
Carla miró la exótica belleza morena de piel blanca y ojos verdes de Alicia y sonrió.
—Sí, es muy guapa.
—¿Guapa? Cómo se nota que eres mujer y tendéis a menospreciar el atractivo de las
de tu sexo. Es una mujer de bandera.
—¿Qué? ¿Te ha impactado?
—Oye, ¿no te enfadarás porque elogie a otra delante de ti, verdad?
—Claro que no. Ya sé que yo no soy ninguna mujer de bandera, ni siquiera del otro
tipo dulce y suave que os gusta a los tíos... que os asusto.
—A mí no me asusta ninguna mujer. Y tanto es así que voy a ir a por esta.
—¿Por Alicia?
—Sí. Mírala, está hablando con Víctor. Ya imagino lo aburrida que estará.
—Pues corre a animarla tú, corre.
Javier le guiñó un ojo.
—¡Allá voy!
—Lo llevas claro... ¡Qué ojo clínico tienes! Esto no me lo pierdo.
Haciéndose la despistada y con una copa en la mano se deslizó hasta el grupo
formado por Víctor, Alicia, y ahora también Javier, y se unió a ellos.
—Seguro que todo esto lo has preparado tú —decía este—, porque Vero no tiene ni
idea de cocina.
—Cada una ha contribuido con lo que sabe.
—¿Ella y tú os lleváis bien? Porque compartir piso no es fácil. Yo lo intenté, pero
ahora vivo solo. Es mucho mejor porque así cuando se te presenta un rollo, no tienes
que contar con nadie.
—Vero y yo no tenemos ningún problema con eso —dijo Alicia—. Cada una tiene su
habitación y lo que haga en ella no le concierne a la otra para nada.
—Ya... pero si tienes un piso para ti solo, mejor.
Se marchó con Marina. Cuando llegó a su casa se quitó los zapatos de una patada
lanzándolos al otro extremo de la habitación y se dejó caer pesadamente sobre la
alfombra apoyando la cabeza contra el sofá. Se sentía profundamente decepcionada,
frustrada y no sabía cuántas cosas más. Cuando le preguntó si podía irse con él su
cabeza iba mucho más allá que sus palabras. Se lo había imaginado acompañándola,
aceptando una copa primero y terminando en la cama después.
No estaba segura de si en realidad Vero le había pedido que se quedase o lo había
inventado para librarse de ella. Si había sido así, sabía que era culpa suya, que si en
vez de decirle que dejasen de bailar le hubiera pedido que se marcharan, no estaría allí
sola y con esa terrible sensación de haberlo estropeado todo, y lo que era peor, sin
poder dejar de pensar en él.
—¡Mierda, Carla! Tienes que acabar con esto. No puedes seguir así poniéndote
como una moto cada vez que está a menos de dos metros de ti. Sintiendo celos de
cualquier mujer que se le acerque... aunque sea lesbiana.
El sonido del móvil la hizo pegar un respingo. Miró el número. Víctor. ¿Se habría
arrepentido? El corazón empezó a latirle con violencia y las manos le temblaron tanto
que le costó trabajo pulsar la tecla para contestar la llamada.
—Dime, Víctor —dijo tratando de que la voz le sonara normal.
—¿Estás ya en casa?
—Sí.
—Oye, ¿no estarás enfadada, verdad?
—¿Por qué habría de estarlo?
—Por no haberte llevado. No eres tonta y te habrás imaginado que lo de Vero era
solo una excusa. Pero no podía hablarte claro allí delante de todos.
—No importa, Víctor. Simplemente no podías o no querías traerme y punto. Ya he
llegado, no hay problema. No voy a enfadarme porque no seas mi chofer particular, si
no tengo coche es asunto mío.
—Carla... —La voz de Víctor sonó extrañamente suave a través del móvil—. Sabes
que no es eso. Cuando antes me preguntaste si me gustabas y te dije que sí, era cierto.
Me gustas mucho, muchísimo... —dijo con voz tierna y cargada de emoción—. Y a ti te
pasa igual conmigo, ¿verdad? Existe entre los dos una atracción que no podemos evitar
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y no importa cuál sea su naturaleza. Esta noche cuando hemos bailado era bien
evidente. Si hoy te hubiera acompañado a casa sabes muy bien cómo habríamos
acabado... No hubiéramos podido evitarlo.
Carla cerró los ojos. ¡Ella no quería evitarlo, maldita sea! Al menos en aquel
momento. Aunque al día siguiente se arrepintiera.
Víctor continuó hablando.
—Pero hay una cosa que los dos tenemos clara y es que tú no quieres iniciar una
relación, ¿no es cierto?
Ella tardó unos segundos en contestar.
—Sí —dijo tratando de convencerse a sí misma.
—Entonces he hecho bien en no acompañarte. Es mejor dejar las cosas como están.
Cuanto menos caigamos en la tentación, más fácil será que se nos pase.
—Sí... tienes razón, es lo mejor. Gracias por llamar, Víctor.
—Buenas noches. Te veré mañana.
Carla pulsó el botón para colgar murmurando para sí que una vez más no iba a
cambiar nada. Pero luego recordó que había sido ella la que propuso cortar todo
contacto sexual la última vez que estuvieron juntos. Y por un momento se preguntó qué
habría ocurrido si ella no hubiera dicho aquello cuando él habló de una próxima vez.
Sintió lágrimas de rabia quemarle en los ojos, que se limpió de un fuerte manotazo.
—¡Joder, Carla! No puedes tomarte una copa, nunca sabes por qué te dará. ¡Lo único
que te hace falta ahora es una llorera de borracha!
Víctor, por su parte, apagó el móvil también y sacó la cabeza por la ventanilla del
coche mirando hacia arriba, hacia la ventana de Carla, iluminada con el resplandor de
las cortinas a rayas naranja y blancas. Había hecho bien en llamarla antes de subir. Y
hubiera bastado una vacilación o unas palabras menos tajantes para que hubiera volado
escaleras arriba a reunirse con ella. Pero Carla aún no estaba preparada... todavía no.
Suspiró y, arrancando el coche, se dirigió a su casa.
Víctor se revolvía entre la arrugada ropa de la cama dando una y mil vueltas. Se
sentía solo por primera vez en su vida y también por primera vez no le apetecía
marcharse de vacaciones.
Estaba tentado de quedarse en Madrid, de buscar a Carla y hacer que le conociera
del todo, que llegara hasta el fondo de su alma. Invitarla a cenar, al cine, a pasear y a
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todas esas cosas que hace la gente fuera de la cama y del trabajo. Hacer que se diera
cuenta de que no eran tan incompatibles como ella pensaba, que podían iniciar algo
juntos sin que se hundiera el mundo. Y por las noches amarla hasta conseguir que no
pudiera vivir sin él, que no quisiera vivir sin él. Porque a él cada día le resultaba más
difícil vivir sin ella.
Pero sabía que no lo haría. Porque ella ni siquiera había querido que la acompañase
a su casa después de las cosas que le había dicho. No podía ignorar que toda su
historia, todo lo que había hablado en la comida iba dirigido a ella, y su súplica
también iba para ella. Pero se había limitado a mirarle y a apartar la vista cuando sus
ojos se encontraron. Ni siquiera había querido estar con él a solas para hablar del tema.
No, lo que debía hacer era coger el coche y marcharse al amanecer y aceptar de una
vez que las cosas no iban a cambiar por mucha paciencia que él tuviera y por muy
especiales que hubieran sido las noches que habían pasado juntos. Carla no le quería de
la misma forma que él a ella y, aunque así fuera, nunca querría estar con él. Era tan
terca...
Ahora se arrepentía de todo lo que había dicho aquella tarde, no sabía qué le había
pasado. Él, que era tan reservado habitualmente, había abierto su alma y sus
sentimientos delante de todos y lo que era peor, delante de ella. Y Carla había fingido
ser una espectadora más, y ni siquiera se había emocionado como Vero o Marina.
Estaba decidido, se iría al día siguiente como tenía previsto y esperaba que a la
vuelta ambos lo hubieran olvidado todo. Era absurdo seguir esperando.
Se dio la vuelta de nuevo e intentó dormir, pero solo consiguió ver pasar las horas en
la oscuridad esperando inútilmente y a su pesar, escuchar el móvil con una llamada que
le dijese que se iría con él, o lo que era más improbable aún, el timbre de la puerta.
Pero amaneció sin que nada de eso ocurriera, y Víctor se dispuso a iniciar sus
vacaciones.
Estuvo esquivando a Valle y a Luisa todos los días que duró su estancia en
Puertollano, tratándola solo cuando no tenía más remedio, cuando ambas familias se
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reunían en su tradicional barbacoa de los sábados y poco más.
La mañana del cuarto día se levantó con un leve dolor en el bajo vientre. Un dolor
perfectamente reconocible, el que solía acompañar a la regla.
Fue al baño y comprobó que no estaba equivocada, y su primer pensamiento fue en el
disgusto que se iba a llevar Irene cuando se lo contara. Ella, en cambio, estaba muy
feliz de terminar con la incertidumbre, se dijo sintiendo una ligera humedad en los ojos.
Por un momento se permitió pensar en qué hubiera ocurrido si en verdad hubiera estado
embarazada. Hizo una mueca ante el espejo. ¡Qué horror! Víctor hubiera querido
compartir la custodia, seguro, lo hubiera tenido pegado al culo todo el tiempo. Menos
mal que todo se había resuelto. Y las ganas de llorar que sentía eran, como siempre,
debidas a los trastornos hormonales producidos por el retraso.
Se lavó la cara, y decidió que su estado emocional no le permitía seguir en
Puertollano ni un minuto más. No podía con su madre, con Luisa y con la gilipollas de
Valle, todas ellas hablando de lo feliz que iba a sentirse Víctor cuando regresara.
Un mensaje
El móvil vibró dentro del bolso por un segundo y dejó escuchar el sonido de un
mensaje. Estaba dando un paseo al atardecer aprovechando el fresco de la noche, pero
estaba oscuro, y decidió esperar hasta llegar a casa para leerlo.
No solía recibir mensajes, salvo los de la compañía del teléfono, así que no tenía
Carla, tumbada en el sofá a oscuras para aliviar el intenso calor, miraba la pantalla
del ordenador donde había puesto una película de difícil traducción tratando de
distraerse, cuando el sonido del móvil la sobresaltó, pero solo un segundo, porque esta
vez sabía quién la llamaba. Le había adjudicado un sonido diferente a cada número de
su agenda y sabía que se trataba de Irene. No quería seguir sobresaltándose cada vez
que este sonaba, porque aunque sabía que Víctor no la llamaría, su mente no le hacía
caso y se alteraba con cada llamada para sentirse más decepcionada después.
Y no sabiendo ya qué hacer para matar el tiempo, se había dedicado a buscar
melodías y a aplicarlas a los diferentes números. También había modificado el piso en
un intento inútil por centrar su atención en algo. No lo había conseguido, pero al menos
el piso había quedado mono.
Estuvo tentada de no contestar, intuía lo que le esperaba en cuanto descolgase, pero
conociendo a su amiga sabía de sobra que no se daría por vencida y el móvil sonaría
una y otra vez hasta que hablasen. Descolgó.
—Sí, Irene, dime.
—Carla, ¿dónde estás?
—En Madrid.
—¿Y qué haces ahí? Deberías estar ya en Puertollano, Víctor llega mañana.
—Dale recuerdos.
—¿Cómo que dale recuerdos? ¿No vas a venir?
—Me lo he pensado mejor. Ya vi a mis padres a primeros de mes y voy a pasar de
esta segunda visita.
—Pero quedamos en reunirnos aquí los tres esta última semana.
—Y habrá tres personas ahí. Yo sobro.
—¿No lo dirás...?
—Por Valle, claro. Víctor no me echará de menos.
—Pues claro que sí.
—Ella es el tipo de mujer que le va a tu hermano, no yo. ¿Qué iba a hacer él
conmigo?
—¿Maravillas en la cama?
Víctor llegó a mediodía, justo a tiempo para el almuerzo. Esperaba encontrar a Carla
y a Irene juntas en alguna de las casas, como solía ocurrir cuando coincidían. Estaba
deseando verla, el viaje se le había hecho muy largo y el mes de vacaciones también.
Había vivido pendiente del móvil cada vez que sonaba esperando alguna llamada o
algún mensaje, pero salvo el de contestación al suyo, nada. Las únicas noticias que
había tenido de ella habían sido a través de Irene, y por esta sabía también que seguía
en pie la idea de reunirse allí los tres a pasar el fin de las vacaciones. Ojalá Carla le
hubiera echado tanto de menos como él a ella y ese mes espantoso de separación
hubiera servido para algo. También esperaba que su hermana no fuera muy coñazo y les
dejara pasar algún rato a solas. Y si no, ya hablaría con ella.
Cuando llegó al chalé tocó el claxon para que le abriesen la verja de hierro y su
madre salió corriendo del interior de la casa. Cuando entró, se le abrazó.
—¡Hijo, qué ganas tenía de verte! ¿Has tenido buen viaje?
—Sí, muy bueno, mamá. ¿Está ya Irene en casa?
—Sí, y además tengo una sorpresa para ti.
Este levantó la cara y la miró sonriente. ¿Habría dicho Carla algo de su relación?
Acaso...
—Valle está aquí.
La sonrisa de él se heló en su cara.
—¿Valle?
—Sí. ¿A que te da alegría verla de nuevo?
Víctor sacudió la cabeza.
—Sí que es una sorpresa… No lo esperaba.
—Ven, entra y verás lo guapa que está.
Él la siguió al interior y cruzó hasta la piscina donde su hermana y Valle estaban
sentadas en sendas tumbonas leyendo.
—Hola —saludó.
Ambas mujeres se levantaron. Irene se colgó de su cuello efusiva.
—¡Hermanito! Qué guapo estás tan moreno.
Enrolló un dedo en uno de los rizos que llevaba un poco más largo de lo habitual. No
se había cortado el pelo en unos meses y se le rizaba ligeramente a la altura del cuello.
—¿Qué es esto? No me digas que vas a dejarte el pelo largo.
—Simplemente no me lo he cortado este verano. Pero tendré que hacerlo cuando
vuelva al trabajo.
Agosto finalizaba con el mismo calor con que había empezado. Carla había tenido
puesto el aire acondicionado durante toda la tarde y la ventana cerrada para evitar que
el sol se colara en la habitación. Ya había entrado en la última semana de vacaciones y
tenía que reconocer que estaba deseando que terminaran. Nunca un mes se le había
hecho tan largo a pesar de haber estado ocupada en tantas cosas. Había estado en
Puertollano, se había sacado el carné y había hecho reformas en el piso. Pero a pesar
de todo había tenido tiempo para pensar, y para añorar... Demasiado tiempo. Y sobre
todo desde el día anterior en que sabía que Víctor habría llegado a Puertollano, no
podía concentrarse en nada.
Muchas veces había intentado adivinar cuál habría sido su reacción al encontrarse
allí a Valle. Había esperado una llamada de Irene que le dijera cómo había sido el
reencuentro, pero esta no se había producido, lo cual le hizo pensar que se habría
mostrado encantado.
Durante la noche no había pegado ojo imaginando que Valle se había metido en su
cama. Había cerrado los ojos para borrar las imágenes que se colaban en su cabeza, se
había tapado la cara con la almohada. Se había desesperado a ratos y había dicho que
no le importaba otros. Pero sí le importaba, maldita fuera, y mucho.
Se alegraba de no estar allí para ver la buena pareja que hacían y lo bien que se
llevaban.
Como no había recibido noticias de Irene, cada vez estaba más convencida de que
Valle y Luisa habían conseguido su objetivo y su amiga no se atrevía a llamarla para
decírselo.
Para no pensar había limpiado la casa frenéticamente; había frotado, pulido y
abrillantado hasta que le dolieron las manos haciendo relucir hasta el último rincón.
La casa le había quedado muy bien después de la reforma. Había comprado una
estantería que también pintó de naranja y la colocó en el salón separando este en dos
zonas, y una cama japonesa que colocó casi al nivel del suelo y la cubrió con una gran
manta estampada con una puesta de sol en tonos anaranjados y la llenó de almohadones.
Separaba así la zona del dormitorio de la de estar. Compró también un mueble que
colocó pegado al ordenador, que en realidad se trataba de una mesa que al cerrarse
guardaba en su interior cuatro sillas plegables. Quería invitar a sus padres a pasar
Después de comer y tras preparar un rápido equipaje, Carla y Víctor salieron del
piso de esta para dirigirse a Puertollano a pasar los cinco días que les quedaban de
vacaciones.
Víctor abrió el maletero y después de guardar el macuto le tendió las llaves del
coche.
—¿Quieres conducir?
—¿Yo?
—Ya tienes el carné, ¿no?
—Sí que lo tengo.
—Entonces...
—¿De verdad me dejas el coche?
—Claro.
Carla cogió las llaves, acomodó el asiento y se sentó al volante. Arrancó y empezó a
conducir con soltura, como si lo hubiera estado haciendo toda la vida.
—Víctor.
—¿Sí?
—Ayer me pediste que me fuera a vivir contigo.
—Y te recuerdo que dijiste que sí.
—Bajo coacción.
—Puedo volver a coaccionarte.
—En tal caso te tendré que volver a decir que sí.
—¿Y sin coacción?
—También. Pero, ¿te lo has pensado bien? ¿Sabes dónde te metes?
—Por supuesto.
—¿Y cómo lo vamos a hacer? ¿Quién se muda? —preguntó, aunque ya sabía la
respuesta.
—Tu piso es muy pequeño, y además alquilado.
—O sea que me toca a mí dejar mi casa.
—No dejarla, solo trasladarla.
Carla se levantó después de una noche de sueño profundo. La primera desde que
cogió las vacaciones, y después de desayunar se dirigió a la casa de al lado dispuesta a
enfrentarse a lo que fuera.
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Apenas sonó la cancela, Luisa asomó la cara por la ventana de la cocina, y ni
siquiera la saludó.
Respiró hondo y se dirigió hacia la casa y empujando la puerta que sabía abierta,
entró y saludó a la que ya podía considerar su suegra.
—Hola, Luisa, buenos días.
—Están en la piscina —dijo esta señalando la parte de atrás del chalé.
—Bien, pero antes me gustaría hablar contigo —dijo decidida a agarrar el toro por
los cuernos.
—¿Conmigo? ¿Ahora?
—Sí, ahora. Víctor te lo ha dicho, ¿verdad?
—Sí, anoche. Lo que no entiendo es por qué no me lo dijiste tú cuando estuviste aquí
a primeros de mes.
—Porque entonces yo no lo sabía. No había nada entre nosotros todavía. Ni siquiera
estaba muy segura de lo que sentía yo. Lo único que tenía claro era que no quería estar
aquí cuando se reconciliara con Valle.
Luisa le dirigió una mirada sombría.
—Tú nunca pensaste que él y Valle se pudieran reconciliar.
—Sí lo pensé. Si no lo hubiera creído habría venido como tenía previsto, pero me
quedé en Madrid para darle la oportunidad de elegir. Si Víctor no me hubiera querido,
si no hubiera ido a buscarme, yo me habría mantenido al margen y hubiera dejado que
hiciera su vida con ella. Pero él también siente lo mismo que yo y no voy a dejar que
otra se lleve al único hombre que he querido en mi vida, por mucho que pienses que
Valle es más adecuada para él. Como ves estoy siendo sincera contigo. Ya sé que tú y
yo nunca nos hemos caído bien, siempre has pensado que soy una mala influencia para
Irene y que también crees que ahora lo seré para Víctor, pero te equivocas... Es él quien
ejerce una buena influencia sobre mí. Entiendo que estés enfadada, que te habías hecho
muchas ilusiones sobre Valle, que la querías a ella como nuera y que yo no soy ni
remotamente el tipo de mujer que tú deseabas para Víctor, pero solo puedo decirte una
cosa, y es que le quiero mucho y que lo que más deseo es hacerle feliz. Si no lo
entiendes como madre, trata de entenderlo como mujer. Yo estoy dispuesta a olvidar
nuestras diferencias y ser tu amiga cuando se te pase el enfado... Mientras no voy a
imponerte mi presencia... nunca lo haré.
Luisa seguía cortando verdura y no contestó.
—Eso es todo lo que quería decirte. Ahora me voy a casa. Diles a Víctor y a Irene
que estoy levantada y que pasen por allí si quieren darse un chapuzón conmigo.
Se dio la vuelta y ya estaba saliendo de la cocina cuando la voz de Luisa la detuvo.
—Díselo tú... están en la piscina. Yo estoy muy ocupada preparando el almuerzo. Te
quedas a comer, ¿verdad?
La casa compartida
Carla bajó el taladro con el que acababa de colocar en la pared un enorme cuadro
cuyo motivo principal era un arcoíris. Había sido regalo de Víctor para su nueva casa,
que ocupaba toda la planta superior de la de él.
Había pintado las paredes de distintos tonos de azul y había logrado acomodar en la
habitación todos los muebles de su antiguo domicilio.
Víctor le había ofrecido su ayuda, pero solo había aceptado que le echase una mano
para subir los muebles por la estrecha escalera, prefería ver su cara cuando ya todo
estuviera colocado.
Dio un vistazo a su alrededor. La cama, colocada contra la pared del fondo, le
permitía ver el cielo a través de la cristalera que daba acceso a la terraza. El sofá
verde, junto a la puerta de la misma, para disfrutar de la luz que entraba a raudales y el
resto repartido por los distintos ángulos de la habitación.
Le gustaba cómo había quedado todo. El espacio era mucho mayor que el que tenía
antes, y había sabido sacarle provecho. El armario, en esta ocasión contenía solo su
ropa, porque Víctor le había cedido uno de los muebles de la cocina para tazas de
colores, ollas y sartenes e incluso la bandeja de lunares tenía un hueco en la encimera
de mármol, poniendo un toque de color en la sobria cocina.
Se acercó a la escalera que comunicaba con la planta inferior y llamó a Víctor.
—Ya está todo. Puedes subir.
Pocos minutos después escuchó sus pasos subiendo los escalones. Llevaba en la
mano una botella de champán y dos copas.
—Hum… ¿celebración y todo?
—Por supuesto —dijo él colocando la botella sobre la mesa japonesa.
—Antes dime si te gusta.
Se giró y contempló el conjunto con expresión imperturbable.
—No tienes que mentir por compromiso.
—Cariño, ya sabes que los colorines no son lo mío. Solo me gustan en tu ropa
interior.
—Vaya… yo que me he vuelto a comprar el conjunto negro que rompí cuando me
mandaste el mensaje de felicitación por el carné…
Media hora después, ambos terminaban de darse los últimos toques ante el espejo
del cuarto de baño de la planta baja. Carla se maquillaba mientras Víctor se abrochaba
la camisa.
—Se te nota, jefe.
—¿Qué se me nota?
—Que acabas de echar un polvo de los buenos.
—Me importa un bledo.
—Se dice «me importa un carajo». Voy a tener que educarte.
—A lo mejor es al revés.
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—No creo.
Víctor sonrió a través del espejo. También a ella se le notaba el brillo del sexo
compartido en la mirada. Esa mirada pícara que lo volvía loco.
—Bueno… ¿Cómo lo vamos a hacer para compartir la casa? ¿Cada uno vive en su
parte y nos reunimos para hacer el amor o…?
Víctor terminó de pasarse el peine y propuso muy serio:
—He pensado hacer un cuadrante.
Carla detuvo el cepillo para las pestañas y su mirada relampagueó a través del
espejo.
—¡¿Un cuadrante?! ¡¿Has dicho un cuadrante?!
Él aguantó la risa lo mejor que pudo. Sabía que la iba a poner furiosa.
—¿No te parece buena idea?
—¿Hasta para esto tienes que ser cuadriculado?
—Bueno, ¿qué propones tú?
Ella sonrió pícara, comprendiendo que lo había dicho para hacerla saltar.
—Pues que tenemos dos casas, dos camas, dos sofás, dos baños y mucho suelo para
hacerlo donde primero nos pille. Y para dormir, lo mismo. No hace falta un maldito
cuadrante.
—Podría funcionar…
—Va a funcionar, Víctor Trueba. ¡Por mis ovarios que sí!
El timbre de la puerta les hizo terminar la discusión y precipitarse a recibir a sus
invitados.
Durante tres días, Carla se desesperó. Cada vez que entraba en la oficina, pasaba por
el despacho de Vero y esta negaba en silencio y agachaba la mirada. Como una zombi,
hacía su trabajo y luego se marchaba a casa, a intentar evadirse de la angustia y la
preocupación, sin conseguirlo.
El jueves, después de almorzar, Vero la llamó para decirle que había recibido un
toque en clave de Víctor anunciándole que estaba bien, pero ella seguía sin tener
noticias, sus llamadas perdidas seguían sin respuesta. Como si no las hubiera recibido,
y empezaba a pensar que así era.
Aquella tarde de viernes se sentía terriblemente nerviosa y preocupada. Hacía ya
siete días que no sabía nada de Víctor. Nunca había estado tanto tiempo sin noticias, y
lo que era peor, sin saber cuándo volvería.
Su madre la había llamado a principios de semana para pedirle que fuera, que su
padre estaba enfermo y ella había aceptado, pensando que Víctor estaría de regreso y
que podrían dar la noticia de su embarazo a las dos familias. Todos se volverían locos
de alegría, incluida Luisa, con la que había logrado al fin llevarse más o menos bien.
Sabía que debía ir, que se preocuparían si no lo hacía, pero la sola idea de hacerlo
sin tener noticias de Víctor, la asustaba. Como si fuera a sucederle algo malo mientras
ella estaba fuera.
La preocupación la consumía, el no saber nada de él era mucho peor que conocer el
peligro que realmente corría.
El sonido de los mensajes en el móvil la sobresaltó, y el corazón empezó a latirle
con fuerza al ver el número de Víctor. Leyó el mensaje: «Hola, cariño. Estoy en
Madrid, llegaré a tiempo para la cena. Ponte sexy, te he echado mucho de menos».
La angustia que sentía se evaporó de golpe dando paso a una rabia sorda. El muy hijo
de puta solo pensaba en acostarse con ella, después de la semana que le había hecho
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pasar, después de mentirle como un bellaco.
Poco más de una hora después escuchó las llaves en la cerradura. Contuvo el
impulso de correr hacia él y abrazarle, de tocarle para asegurarse de que estaba bien,
de suplicarle que no volviera hacerle eso nunca más, pero su enfado pudo más y
permaneció en la cocina, calentándole la cena como si se tratara de un día normal.
Lo sintió a su espalda, pero no se volvió, sino que continuó sacando platos y vasos
del mueble.
—Hola, preciosa, ya estoy aquí. —La abrazó por la espala y le besó el cuello—.
¡Cómo te he echado de menos!
Carla no respondió y permaneció rígida sin responder a su abrazo. Víctor intuyó su
enfado, pero aun así continuó diciéndole:
—¿No me das un abrazo de bienvenida?
—Estoy ocupada. Supongo que no habrás cenado.
—Olvida la cena, no es comida lo que necesito.
Ella se movió un poco desprendiéndose de sus brazos y Víctor se resignó a que sus
caricias no iban a ablandarla. Ignorando lo evidente, le preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Estás enfadada?
—¿Debería?
Él suspiró, y cogiéndole la mano la hizo salir de la cocina.
—Ven aquí, está claro que tenemos que hablar.
Carla lo siguió hasta el sofá y se sentó a su lado.
—¿Qué ocurre, Carla? ¿Es porque no he devuelto tu llamada? Ya sabes que cuando
estamos en una misión no podemos utilizar el móvil para asuntos personales.
—Eso ya lo sé, yo solo te di un toque para que me llamaras cuando pudieras.
—No he podido, te lo aseguro. Sé que debía tratarse de algo importante, no me
habrías llamado si no lo fuera… pero no he podido.
Ella estalló al fin dejando escapar el motivo de su enfado.
—¿Por qué me has dicho que ibas con Marina si no era verdad?
Él suspiró.
—Ya… es eso.
—¡Claro que es eso! ¿Qué pasa? ¿Qué después de tres años viviendo juntos todavía
no confías en mí? Estoy bien para follarme, ¿no?, pero en lo que se refiere al trabajo es
otra cosa.
—Carla, sabes que cuando empezamos nuestra relación acordamos que dentro de la
oficina seríamos compañeros de trabajo como todos los demás, que no habría ningún
tipo de favoritismos.
—Claro que sí… dentro de la oficina. Pero aquí es diferente, aquí soy tu mujer, o al
Carla se despertó con una ligera sensación de nauseas. Lo había pasado mal en el
tren, había tenido que hacer grandes esfuerzos para no vomitar y desde entonces no
conseguía quitarse de encima la sensación de estar a punto de hacerlo en cualquier
momento. Apenas había comido en la barbacoa del sábado, el olor de la carne asada la
mareaba y se había fingido cansada para retirarse a su habitación después de almorzar.
Víctor no la había llamado, le estaba dando el espacio que quería, pero se sentía
abatida y sola. Le había extrañado terriblemente durante la noche y su estado emocional
era una montaña rusa debatiéndose entre el enfado y la tristeza de no tenerle allí. Había
estado leyendo sobre el embarazo y atribuyó esa sensación de abatimiento a las
hormonas alteradas.
Se sentó en la cama y su revuelto estómago protestó ante la idea de bajar a
desayunar. Entró en el baño y vomitó antes de que nadie se percatase de su malestar. Su
madre era muy perspicaz y se daría cuenta enseguida de lo que le ocurría, y Víctor
debía ser el primero en saberlo.
Después bajó a la solitaria cocina y se sintió capaz de tomarse un café. Solo y negro,
como lo solía tomar Víctor. Se lo preparó y lo bebió a pequeños sorbos.
Cuando estaba lavando la taza, su madre entró en la cocina.
—¡Qué temprano te has levantado hoy!
—Sí.
—Tienes aspecto de cansada. ¿Por qué no te has quedado un poco más?
—Tengo cogida la hora. Y no he dormido bien últimamente, Víctor ha estado de viaje
y le he echado de menos.
—¿Y por qué has venido hoy en vez en quedarte con él?
—Quería ver a papá.
—Papá está bien, solo tiene una gripe.
—Quería asegurarme.
La mirada escrutadora de su madre la taladró.
—¿Va todo bien, Carla?
—Sí.
—Víctor no ha venido contigo.
—Ya te lo he dicho, llegó el viernes y tenía que presentar un informe el sábado.
—Tampoco te llamó ayer.