J.G.nadeau - 2004 - Cristianismo No Sepa
J.G.nadeau - 2004 - Cristianismo No Sepa
J.G.nadeau - 2004 - Cristianismo No Sepa
El presente artículo intenta demostrar que en la tradición cristiana existe una íntima
relación entre el alma y el cuerpo, como unidad indisoluble que constituye la
persona humana. Y a pesar de que determinadas necesidades de inculturación
hayan derivado en una valoración hasta cierto punto negativa del cuerpo, la unidad
de cuerpo y alma se ha mantenido siempre.
Non! Le christianisme n’a pas dissocié l’âme et le corps, Prêtre et Pasteur, 107/4
(2004) 194-202
Con este título provocativo, queremos destacar la radical unidad entre cuerpo y alma
a lo largo de toda la tradición cristiana, fundada sobre la encarnación y la resurrección.
En el cristianismo, lo que le sucede al cuerpo, le sucede también al alma. Los
sacramentos, a su vez, son un testimonio claro de la interacción entre cuerpo y espíritu,
empezando por el bautismo. Incluso la misma imaginería física del infierno y sus
tormentos es también una muestra evidente de la unión entre alma y cuerpo que el
cristianismo ha mantenido siempre. Y también nos podríamos preguntar si una cierta
separación de cuerpo y alma no sería quizá lo mejor que nos hubiese podido pasar al
liberar a la sexualidad del peso de culpabilidad y de la amenaza del infierno que le
impuso la moralidad cristiana.
La tradición cristiana, fundada en la resurrección y la encarnación, ha dado un gran
valor al cuerpo, cuerpo creado, resucitado y determinante para la salvación y la relación
con Dios. Las epístolas de Pablo nos ofrecen valiosos ejemplos: glorificar a Dios en
nuestro cuerpo (1Co 6,20; Flp 1,20); manifestar en nosotros la muerte y la resurrección
de Cristo (2Co 4,10); ofrecer nuestro cuerpo como oblación agradable a Dios (Rm 12,1).
Todo el dogma cristiano está también atravesado por esa unidad: la fe en la
resurrección de la carne, los sacramentos como signos de gracia y salvación, la
transmisión del pecado original mediante un fluido corporal, la Asunción de María,
incluso la imaginería del infierno reflejada en los murales de la Capilla Sixtina que Juan
Pablo II describe como «el santuario de la teología del cuerpo humano».
En la historia de la espiritualidad cristiana, por ejemplo en los ejercicios de santo
Domingo y de san Ignacio, aparece también el importante papel del cuerpo en la
experiencia espiritual.
La teología paulina del cuerpo une elementos de la tradición judía, del estoicismo
helénico y de la experiencia primitiva de la ecclesia. Por ello, resulta difícil delimitar su
concepto de cuerpo ya que Pablo lo usa indistintamente para designar la persona
humana, el cuerpo físico o incluso la Iglesia de Cristo. Lo cierto es que el cuerpo
constituye en Pablo el referente central tanto para el ser del cristiano como para el ser
de la Iglesia.
La primera carta a los Corintios (6, 12-20), es el texto clave de la visión cristiana del
cuerpo individual y colectivo. La comparación sexual es provocativa: quien se une a una
prostituta se funde en un solo cuerpo y convierte un miembro de Cristo en miembro de
prostitución. Esta identidad entre la unión sexual y la unión con Cristo pone de relieve la
importancia del cuerpo en la dinámica de la salvación. ¡Nada más lejos que la
disociación entre cuerpo y espíritu!
Confrontado a un problema ético y sobre todo comunitario, Pablo reaccionaba así a
la antropología gnóstica y dualista de los corintios. Para ellos, lo que afecta al cuerpo no
afecta para nada al alma. Para la antropología judía, sin embargo, la persona forma un
todo indisoluble. La salvación es también global: Dios salva a la persona en cuerpo y
alma. El cuerpo es objeto de la acción divina y está radicalmente asociado a la vida
nueva en Cristo Jesús. Las consecuencias son claras: la libertad cristiana frente a la
esclavitud de las pasiones asociadas al cuerpo.
Luego, Pablo retoma la ética estoica para dar respuesta al hedonismo ambiental
entre los corintios que consideraban el ejercicio sexual como algo saludable y necesario
para la satisfacción de las necesidades básicas de la vida. La moral estoica,
preocupada por liberar al hombre de la servidumbre de sus pasiones, rechaza los
instintos básicos sometiéndolos al control de la razón, lo único que determina el ser
humano. El placer aparece así como una desviación por la cual el hombre pierde su
naturaleza propia. Esta posición marcará el futuro de la tradición cristiana. Incluso santo
Tomás de Aquino, que considera el placer como algo intrínsecamente bueno creado por
Dios, considera que impide a la persona estar enteramente al servicio de Dios.
Dos máximas estoicas influyeron directamente en la postura de Pablo sobre el
cuerpo humano y el desenfreno: el hombre que se une a una cortesana peca contra sí
mismo y el hombre mancilla su divinidad en todo acto impuro. Pablo lo expresa así:
«Todo pecado que comete el hombre queda fuera de su cuerpo; mas el que fornica,
peca contra su propio cuerpo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del
Espíritu Santo que está en vosotros y habéis recibido de Dios? (1Cor 6, 18-19). Al
retomar este pasaje San Agustín subraya además la dignidad de la mujer. «No sólo
entregan su cuerpo a la prostitución, sino que ultrajan a esas mujeres, antes indemnes,
como si esas criaturas no tuvieran alma o como si la sangre de Cristo no hubiera sido
derramada también por ellas o como si la Escritura no dijera que las prostitutas y los
publicanos os precederán en el Reino de los cielos» (Sermones XVII, 7).
Al cristianizar la moral estoica, Pablo destaca el respeto del cuerpo humano salvado
y rescatado por la muerte de Cristo, miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo, en
una unidad física y espiritual indisoluble. La resurrección de la carne (1 Cor 15, 42-44),
que recoge el Credo, reafirma la dignidad del cuerpo frágil de pecado como sujeto de
resurrección.
El cuerpo crucificado
Conclusión