El Cuento de Terror
El Cuento de Terror
El Cuento de Terror
Cuento de terror
El cuento de terror (también conocido como cuento de horror o cuento de miedo, y en ciertos países de
Sudamérica, cuento de suspenso), considerado en sentido estricto, es toda aquella composición literaria breve,
generalmente de corte fantástico, cuyo principal objetivo parece ser provocar el escalofrío, la inquietud o el
desasosiego en el lector, definición que no excluye en el autor otras pretensiones artísticas y literarias.
Introducción
Contexto
Un cuento de terror sería, por tanto, un relato literario y no oral, ya que, si bien existe una amplia y antiquísima
tradición de cuentos con dichos contenidos, probablemente por tratarse de relatos transmitidos de boca en boca,
nunca han recibido otra denominación que la de cuentos o leyendas a secas. Ni siquiera cuentos infantiles, aunque de
índole terrorífica (e inscritos en la tradición oral en su día), como “La Cenicienta”, de Charles Perrault, o “Caperucita
roja” y “Blancanieves”, de los Hermanos Grimm, reciben la denominación de cuentos de terror, que parece haber
sido acuñada expresamente para las obras mayores del género aparecidas entre los siglos XIX y XX.
El cuento tradicional
La definición más amplia confunde, sin embargo, en muchos casos el
cuento de terror (más bien el cuento de miedo) con el cuento
tradicional. Se conocen cuentos de miedo desde siempre, desde la más
remota antigüedad: «El cuento de horror es tan antiguo como el
pensamiento y el habla humanos», manifestó H. P. Lovecraft. Este tipo
de historias o leyendas se alimenta primordialmente de los diversos
miedos naturales del hombre: la muerte, las enfermedades y
”Blancanieves en su ataúd”, Theodor Hosemann,
epidemias, crímenes y desgracias de todo tipo, catástrofes naturales... 1867. ¿Cuento de hadas o de miedo?
Relatado por los viejos del lugar al amor del fuego en noches propicias,
el cuento de miedo es elemento típico del folklore de los pueblos, y ha sido una de las primeras formas culturales de
la humanidad, tan antigua, sin duda, como la épica, la magia y la religión, de las cuales igualmente se nutría.
Pensemos en los dioses y demonios, los buenos y malos espíritus, los monstruos, leviatanes, magos y adivinos que, a
través de los mitos, leyendas, epopeyas y epopeyas mitológicas, han asustado al hombre a lo largo de toda la
Antigüedad, en culturas tan dispares como las de la India, Japón, Mesopotamia, América del Sur, Grecia, pueblos
nórdicos y celtas...
En la literatura de la Grecia clásica, por ejemplo, encontramos elementos que diríase ya prefiguran algunos aspectos
del relato de terror. El último canto de la Ilíada, que trata sobre el rescate del cadáver de Héctor, está impregnado de
una atmósfera casi sobrenatural, muy cercana al cuento de fantasmas, en la que el dios Hermes se comporta como un
espectro poderoso, omnipresente y protector. En la parte central de la Odisea nos adentramos en un mundo y en una
geografía imaginarios, a veces fantasmagóricos, con amenazas tales como la de la diosa Circe (cuya descripción
coincide con la de las brujas arquetípicas de toda la literatura posterior), y monstruos antropófagos como Escila,
Caribdis y Polifemo.
El antropólogo escocés James George Frazer recoge a lo largo de su obra capital, La rama dorada, cientos de
cuentos y leyendas, con especial atención a los tabúes de todo tipo, procedentes de todas las partes del mundo y de
todas las épocas. Uno de los mitos más antiguos en este sentido es el que Fraser llama alma externada, vinculado
con la muerte y la resurrección.
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Fábulas de esta clase están difundidas extensamente en el mundo, y del número y la variedad de incidentes y detalles
de que está revestida la idea principal podemos deducir que la idea de un alma externada es una de las que han tenido
más fuerte arraigo en la mentalidad de los hombres en una etapa histórica primitiva. Los cuentos populares son un
fidedigno reflejo del mundo tal como apareció ante la mente primitiva y podemos estar seguros de que una idea que
se encuentre corrientemente en ellos, por absurda que nos parezca, debió ser alguna vez artículo de fe corriente. Esta
convicción, en lo que se refiere al supuesto poder de separar el alma del cuerpo por un tiempo más o menos largo, se
corrobora ampliamente por una comparación de los cuentos populares en cuestión con las creencias y prácticas
actuales de los salvajes.
La rama dorada, de J. G. Frazer
En el cuento de miedo popular se entrecomilla de alguna manera al Mal, buscando atemorizar con él a las buenas
gentes, a fin de exorcizarlo, o quizá sólo por advertir de sus peligros. Así, el cuento de miedo llega en muchos
aspectos a confundirse en la forma y en el fondo con las citadas expresiones originales del espíritu colectivo (¿no
supone la propia Biblia un buen muestrario de relatos terroríficos?), cosa que no es de extrañar, dados los resortes
anímicos tan sutiles que suelen remover en el lector o en la audiencia sus espinosos contenidos.
En la Edad Media las crónicas y anales oficiales y oficiosos aparecen
salpicados de todo tipo de datos, supersticiones y consejas que versan sobre
ogros, aparecidos, brujas, duendes, vampiros, hombres lobo y otros seres y
animales malditos. En todos los países se ha asustado siempre a los niños con
los demonios indígenas respectivos, y más en concreto en los de habla
hispana, con las distintas variantes de El Coco, el Hombre del saco, el
Chupacabras y el Sacamantecas. Las antiguas herejías, la larga tradición de la
alquimia, las ciencias ocultas y las sectas prohibidas, inspiraron igualmente
multitud de fábulas y narraciones orales y escritas, largas y cortas, unas
tirando a lo didáctico y benévolo y otras directamente a lo terrible; historias
genuinas y deformadas en infinitas versiones, y dirigidas a un público en el
que no se diferenciaban las edades.
Tanto si se elevaban por los aires sobre escobas como sobre machos cabríos,
Un trol escandinavo. (Theodor Kittelsen,
1911). el volar podía ser peligroso para las brujas..., ya que el tañido de la campana
de una iglesia podía derribar su aéreo vehículo. Una bruja llamada Lucrezia
fue quemada después de confesar que, cuando regresaba del sabbat, su demonio la arrojó sin contemplaciones al oír
el toque del Angelus.
Historia de la brujería (1971), de Frank Donovan
En relación con la derivación literaria del terror popular, el crítico estadounidense Edmund Wilson, al final de la
Segunda Guerra Mundial, habló de lo que él llamó «horror homeopático»:
Entonces, ¿cuál es el motivo —en estos días en que una solitaria casa de campo probablemente está equipada con luz
eléctrica, radio y teléfono— de nuestro regreso a esos cuentos anticuados? Bastan, creo dos razones: primera, la
añoranza de místicas experiencias que siempre parecen manifestarse durante períodos de confusión social, cuando el
progreso político está bloqueado: tan pronto como sentimos que nuestro mundo propio nos ha fallado, tratamos de
encontrar evidencias de otros mundos; segunda, el instinto de inocularnos contra el pánico de los horrores reales
desatados en la tierra —Gestapo y G.P.U., ataques de tanques y bombardeos aéreos, casas equipadas con trampas—
por medio de inyecciones de horror imaginario, lo cual nos tranquiliza con la pasajera ilusión de que las fuerzas del
crimen y la locura puedan ser domadas y obligadas a proveernos con un simple entrenimiento dramático. Hasta
tratamos de hacerlas agradables y divertidas, como en Arsénico por compasión, que difícilmente hubiera podido
hacerse popular o siquiera ponerse en escena durante cualquier otro periodo de nuestra historia.
De “Un tratado sobre cuentos de horror” (1944)
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Sobre este terror literario (y ciñéndonos en todo momento a la literatura occidental), difícilmente se entiende el
hecho de que, pese a tratarse de una modalidad con tan venerables precedentes y que ha contado entre sus
cultivadores con algunos de los mejores escritores, tanto en Occidente como en el Oriente, de todas las épocas, hoy
en día se trate al objeto de este artículo con una cierta distancia, sin duda despectiva, como vulgar literatura de
género, fenómeno debido tal vez a las connotaciones negativas adquiridas por el contacto, en los últimos años, con
cierto tipo de cine y otras manifestaciones audiovisuales de baja calidad y peor gusto (el subgénero conocido como
gore, de origen anglosajón).
Técnica
Dejando aparte las fuentes tradicionales, nutridas de la cultura y la historia de los pueblos, el cuento de terror
literario trata de vérselas y hacerse eco de esos espantos mucho más personales que nos persiguen y agobian a través
de las pesadillas. Un cuento de terror no supone, en realidad, más que un intento de recrear con fines catárticos (si
bien no falta quien afirme que sádicos) tales mundos oníricos, con todo lo de estrambótico y siniestro que contienen,
aunque acatando siempre unas determinadas reglas. Sólo hay una salvedad: al final, llegada la necesidad, no le asiste
a uno el recurso de despertarse.
Como producto artístico, el cuento de miedo se ve constreñido, pues, por una normativa procedimental característica.
Adolfo Bioy Casares, en el prólogo a la Antología de la literatura fantástica, cita leyes generales, por un lado, y
especiales (para cada cuento específico), por otro, pero son tres los elementos o exigencias fundamentales que se
admiten comúnmente como requisitos a cumplir. En primer lugar, ha de verificarse un cuidado muy especial en el
diseño del clima, la atmósfera que rodea los siniestros acontecimientos de marras, aspecto este en el cual los grandes
autores se evidencian a menudo como auténticos virtuosos. «La atmósfera es siempre el elemento más importante,
por cuanto el criterio final de la autenticidad no reside en urdir la trama, sino en la creación de una impresión
determinada.» (Lovecraft, op. cit.)
El cuentista suele asimismo trabajar con gran detalle el desarrollo narrativo, la gradación de efectos, es decir, la
estructura secuencial de la historia, de manera que contribuya en todo lo posible a la suspensión de la incredulidad
del lector, a la verosimilitud (tan apreciada o más que la propia originalidad por Poe); lo que se pretende suscitar en
el lector es el miedo, y está de sobra demostrado que a tal efecto prima una mecánica lenta y gradual.
En el cuento propiamente dicho —donde no hay espacio para desarrollar caracteres o para una gran profusión y
variedad incidental—, la mera construcción se requiere mucho más imperiosamente que en la novela. En esta última,
una trama defectuosa puede escapar a la observación, cosa que jamás ocurrirá en un cuento. Empero, la mayoría de
nuestros cuentistas desdeña la distinción. Parecen empezar sus relatos sin saber cómo van a terminar; y, por lo
general, sus finales —como otros tantos gobiernos de Trínculo—, parecen haber olvidado sus comienzos.
de Marginalia, por Edgar A. Poe
Todo cuento de terror, finalmente, como se ha dicho, resulta en un pequeño tratado sobre el Mal en alguno de sus
infinitos rostros y formas, por lo que, en principio, conviene obviar toda otra consideración, moralista o sensible, a la
hora de abordar su ejecución o su lectura.
Bioy Casares, aunque refiriéndose a la literatura fantástica, añade otro factor de obviedad fundamental: la sorpresa,
que, además de argumental, puede ser verbal (por la terminología utilizada), e incluso de puntuación.
Caracterización y tipos
Los auténticos cuentos macabros cuentan con algo más que un misterioso asesino, unos huesos ensangrentados o
unos espectros agitando sus cadenas según la vieja regla. Pues debe respirarse en ellos una determinada atmósfera de
expectación e inexplicable temor ante lo ignoto y el más allá; han de estar presentes unas fuerzas desconocidas (...) la
maligna y específica suspensión o la derrota de las leyes desde siempre vigentes de la Naturaleza, que representan
nuestra única salvaguardia contra los asaltos del caos y los demonios del espacio insondable.
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temas siempre quedan cuentos que no se dejan clasificar. Los del subgénero de la ciencia-ficción son los que más se
resisten.
Anteriormente, los escritores y compiladores argentinos Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares,
a juzgar por el principio de selección que pareció animarlos a la hora de reunir los materiales de su célebre Antología
de la literatura fantástica (1940), habían hecho coincidir en gran medida el relato fantástico con el de terror, lo que
no ayuda precisamente como guía a aquellos con vocación clasificadora. Bioy Casares afirmaba en el prólogo de la
obra citada que no hay un tipo de cuento fantástico, sino muchos. Lo mismo puede aplicarse al cuento de terror. Tan
absurdo parece ya dividirlo en cuentos de vampiros, de fantasmas, de muertos vivientes, etc., como atender a
criterios puramente técnicos o estructurales para su estudio. El grado de sofisticación literaria en este campo concreto
(como en cualquier otra manifestación artística, a la vuelta del siglo XX, lo que en música se conoce por mestizaje)
ha llegado a tal punto que difícilmente resultará verosímil —meramente productivo— otro criterio de selección que
el meramente histórico.
Antecedentes
Los antecedentes inmediatos del formato breve, como tal, hay que buscarlos, no obstante, en el largo, más en
concreto en la llamada novela gótica (véase literatura de terror gótico), que floreció en la segunda mitad del siglo
XVIII y primera del XIX, en tierra de nadie entre racionalismo y romanticismo. Los grandes novelistas góticos,
inspirados principalmente en el romanticismo alemán y en autores como Daniel Defoe, S. T. Coleridge, el Marqués
de Sade, así como en los demonios de Goethe y los fantasmas de Shakespeare, entendieron por sobrenatural un
tétrico submundo poblado de nobles atrabiliarios, espectros aulladores y monjas ensangrentadas, pululando
preferentemente por lóbregas catacumbas de castillos medievales marcados por alguna oscura maldición,
convenientemente subrayada a cada paso por rayos, truenos y centellas de tormenta.
El inglés Horace Walpole fue el padre de la exitosa serie (El castillo de
Otranto, 1764). Años más tarde, tuvo como destacados continuadores a
William Beckford (Vathek, 1786), la escritora Ann Radcliffe (Los
misterios de Udolfo, 1794), a Matthew G. Lewis (El monje, 1796) y
Charles Maturin (Melmoth el errabundo, 1820), sin olvidar a la que fue
precursora de la ciencia-ficción Mary Shelley (Frankenstein o el
Moderno Prometeo, de 1817). También cabría mencionar aquí la
novela Manuscrito encontrado en Zaragoza (1805), del polaco Jan
Potocki. (Para más información, véase el artículo correspondiente:
Novela de terror.)
Primeras muestras
Entre los primeros cuentistas propiamente dichos, es preciso nombrar al alemán E.T.A. Hoffmann (1776-1822), a
quien Lovecraft llegó a tachar de ligero y extravagante, pero cuyo talento pionero anticipó muchos de los temas y
formas que dominarían en años posteriores, incluyendo la ciencia-ficción, a través de títulos como “El
magnetizador”, “El hombre de arena” o “Los autómatas”.
El francés Charles Nodier (1780-1844), bibliotecario de enorme prestigio en su tiempo, además de filósofo,
científico y alborotador político, a raíz de su devoción por Hoffmann, dejó a la posteridad un nutrido ramillete de
obritas repletas de brujas, vampiros y espectros varios, a medias entresacados de la tradición popular y de su propia
cosecha. En ellas se aúnan la sencillez de diseño y el delicioso sonsonete del viejo cuento de aparecidos: “El vampiro
Arnold-Paul”, “El espectro de Olivier”, “Las aventuras de Thibaud de la Jacquière”, “El tesoro del diablo”.
Los huéspedes infernales comenzaron entonces a mover las mesas, a aullar, a mirar por las ventanas, adoptando
formas de osos, lobos, gatos, y de hombres terribles, en cuyas manos se veían vasos llenos de vino, pescados y carne
cocida y asada.
“Historia de una aparición de demonios y espectros en 1609”, de Charles Nodier
Escritores netamente románticos como Théophile Gautier (“La muerta
enamorada”), Prosper Mérimée (“La venus de Ille”), Walter Scott (“La
habitación tapizada”), Víctor Hugo (“Hans de Islandia”), Washington Irving
(“La leyenda de Sleepy Hollow”) y el Barón de la Motte-Fouqué (“Ondina”,
novela corta), se sintieron pronto atraídos por la nueva corriente,
contribuyendo de una u otra forma y con desigual fortuna a la misma, si bien
ninguno de ellos cultivó con asiduidad el cuento de terror propiamente dicho.
Con Poe, el cuento de terror alcanzará sus más altas cimas muy pronto, hacia
los años 30 del siglo XIX, periodo que vio nacer el cuento como género
autónomo, al decir de Cortázar (introducción a Ensayos y críticas de E. A.
Poe). El norteamericano es maestro absoluto del género porque, en primer
lugar, siguiendo al propio Cortázar, lo es de la técnica del relato breve en sí.
Por un lado su gran instinto narrativo (que ya reconocía su detractor R. L.
Stevenson) y por otro su gran bagaje poético, le indujeron a incorporar a un
ámbito que él determinó muy exigente y especializado, elementos sin
embargo muy dispares, procedentes de las artes plásticas, de la música, de la
misma poesía, a los que incorporaba incluso los efectos distorsionantes de los
alucinógenos.
Imagen de Edgar Allan Poe. Decidió a la vez que era preciso despojar al relato de todo elemento narrativo
accesorio, alejándolo de la prolijidad novelística. Sobraba todo aquello que no
contribuyera al efecto puntual deseado; así, de entrada, en sus cuentos no tienen cabida las citadas consideraciones
sociales, morales, religiosas («Comprendió que la eficacia de un cuento depende de su intensidad como acaecimiento
puro, es decir, que todo comentario al acaecimiento en sí (...) debe ser radicalmente suprimido»: Cortázar, op. cit.
pág. 34). En sus poderosas fantasmagorías no se trasluce otra cosa que una imaginación y una inteligencia
portentosas rígidamente al servicio de un designio artístico. Poe no se fundamentó en una tradición específica. Ante
las acusaciones que se le dirigían de tratar de imitar a los alemanes, afirmó: «Ese terror no viene de Alemania, sino
del alma» (prólogo de Cuentos de lo grotesco y arabesco, afirmación que ha sido corroborada por gran parte de la
crítica). Ningún otro autor, anterior o posterior, ha sabido evocar como él una atmósfera malsana y de pesadilla,
hilvanar las escenas con tan infernal habilidad, culminar las historias con tan sonora consistencia; retratar «los
efectos de la condenación», según Van Wyck Brooks.
De Poe afirmó su seguidor Lovecraft: «Realizó lo que nadie había realizado o podía haber realizado, y a él debemos
el relato de horror moderno en su estado final y perfecto». (Títulos: “El gato negro”, “La caída de la Casa Usher”, “El
barril de amontillado”, “El corazón delator”.)
Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé
solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me
encontré a la vista de la melancólica Casa Usher. No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio
invadió mi espíritu un sentimiento de insoportable tristeza.
“La caída de la Casa Usher”, de Edgar A. Poe
Al igual que Herman Melville, el propio Poe alabó a su contemporáneo y compatriota Nathaniel Hawthorne
(1804-1864) como hombre de genio (reseña de Twice-Told Tales, de Hawthorne). Este autor, aunque gran estilista,
se hallaba muy lastrado por el rígido puritanismo en que se formó (un pariente suyo fue juez en los procesos contra
la brujería celebrados en Salem), y no supo o no quiso transmitir a sus historias ni la fuerza ni el desgarro artístico
que admiran en aquél. (Títulos: “Wakefield”, “El velo negro del predicador”, “El experimento del Dr. Heidegger”.)
En Francia, los alsacianos Erckmann y Chatrian, nacidos en 1822 y 1826, respectivamente, cultivaron un estilo
campechano muy eficaz, con grandes influencias alemanas (“Hugo el lobo”, “El burgomaestre embotellado”).
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Pleno desarrollo
Partiendo del contemporáneo de Poe, Charles Dickens, quien aportó joyas como “La casa encantada” o “El
guardavías”, en la segunda mitad del siglo XIX el terror encontró un grupo de dignísimos cultivadores entre los más
importantes novelistas de la época: Robert Louis Stevenson (“Markheim”), Rudyard Kipling (“El rickshaw
fantasma”), Arthur Conan Doyle (“El parásito”), H. G. Wells (“El difunto míster Elvesham”), Henry James (“Los
amigos de los amigos”), Bram Stoker (“El entierro de las ratas”)...
Lo que había oído cuando Chartie gritó —me refiero al otro grito, aún más trágico— ¿era el grito de desesperación
de la desdichada mujer al recibir el golpe, o el sollozo articulado (fue como una ráfaga de una gran tormenta) del
espíritu exorcizado y apaciguado? Posiblemente esto último, porque aquélla fue, misericordiosamente, la última de
las apariciones de Sir Edmund Orme.
“Sir Edmund Orme”, de Henry James
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El galés Arthur Machen (1863-1947) fue el autor que enterró definitivamente los exhaustos horrores góticos.
Encontró su principal fuente de inspiración en las antiguas leyendas romanas y celtas de su tierra. Al intentar una
especie de neopaganismo, anticipó la teogonía macabra desarrollada por su seguidor más notable, H. P. Lovecraft.
(Títulos: “La pirámide ardiente”, “El pueblo blanco”, “Los tres impostores”.)
Algernon Blackwood (1869-1951) es un gran cultivador del misterio fantasmagórico, pero en ocasiones aporta al
género un elemento desconocido hasta el momento, como es el horror enmarcado en majestuosos parajes de
naturaleza virgen, adornado de connotaciones paganas (en esto se equiparará a Machen). (Títulos: “El Wendigo”,
“Los sauces”, “La casa vacía”, “Culto secreto”.)
Por lo que Simpson puede recordar, fue un movimiento violento, como de algo que se arrastraba en el interior de la
tienda, lo que le despertó y le hizo darse cuenta de que su compañero estaba sentado, muy tieso, junto a él. Estaba
temblando. Debían de haber pasado varias horas, porque el pálido resplandor del alba recortaba su silueta contra la
tela de la tienda.
“El Wendigo”, de Algernon Blackwood
Walter de la Mare (1873-1956), también poeta y antologista de prestigio, fue uno de los mejores estilistas del género,
maestro del terror psicológico y urdidor de extrañas y sutiles tramas protagonizadas por los sueños, la ansiedad y una
callada desesperación. (Títulos: “La tía de Seaton”, “La orgía: un idilio”, “Todos los santos”, “La trompeta”.)
Edmund Wilson incluye en esta etapa a Franz Kafka, cuyos cuentos «son al mismo tiempo sátiras de la burguesía y
visiones de horror moral; narraciones que son lógicas y dominan nuestra atención y fantasías que generan más
escalofríos que toda la combinación de Algernon Blackwood y M. R. James juntos. Un maestro puede hacer que
parezca más horrible ser perseguido por dos pelotitas que por el espíritu de un maligno caballero templario, y más
natural covertirse en una cucaracha que ser mordido por una araña diabólica» (op. cit.).
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Lovecraft y compañía
H. P. Lovecraft (1890-1937), norteamericano de Providence, es reconocido por la crítica, junto a Poe, como el
máximo exponente del cuento de terror. Su aportación más importante fue el llamado cuento materialista de terror.
Mezclando el espanto con la ciencia-ficción, se trata de una narración de horror cósmico que propone una nueva
mitología plena de escalofriantes dioses y monstruosidades arquetípicos; se ha dicho que se trata de la última
mitología que ha conocido Occidente: los Mitos de Cthulhu. Devoto de Poe, sus otras fuentes conocidas son el
fantástico y enigmático mundo de los sueños, la historia y el paisaje de Nueva Inglaterra, su tierra, y un selecto grupo
de autores de su predilección: William Hope Hodgson (“Una voz en la noche”), Lord Dunsany (“El pobre Bill”),
Arthur Machen, Algernon Blackwood, et alii. (Títulos: “El horror de Dunwich”, “La sombra sobre Innsmouth”, “En la
noche de los tiempos”, “El clérigo malvado”...).
Robert Suydam había logrado su objetivo y su victoria en un esfuerzo final que le desgarró los tendones, provocando
el desmoronamiento de su cuerpo nauseabundo. El impulso había sido tremendo, pero su fuerza resistió hasta el
final; y mientras caía convertido en una pústula fangosa de corrupción, el pedestal se tambaleó, se volcó y finalmente
se precipitó desde su base de ónice a las espesas aguas, despidiendo un último destello de oro tallado al hundirse
pesadamente en los negros abismos del Tártaro inferior.
“El horror de Red Hook”, de H. P. Lovecraft
Pese a sus hábitos e idiosincrasia saturninos, Lovecraft conoció en vida una nutrida camarilla de imitadores y
seguidores que formaron con él el llamado Círculo de Lovecraft. Entre estos se encuentran algunos de los más
sólidos cuentistas de esa generación: Robert Bloch (“El vampiro estelar”), Fritz Leiber (“El expreso de Belsen”),
Frank Belknap Long (“Los visitantes de otoño”), Clark Ashton Smith (“Estirpe de la cripta”), August Derleth (“El
sello de R'lyeh”), Robert E. Howard (“La piedra negra”)...
Otros grandes cuentistas estadounidenses, nacidos entre 1854 y 1889: R. W. Chambers (“El signo amarillo”), F.
Marion Crawford (“La litera de arriba”), Edith Wharton (“La campanilla de la doncella”) y el prolífico escritor de
Weird Tales, Seabury Quinn (“El último hombre”).
En el mundo anglosajón
A partir de los años 70 del siglo XX, el terror literario registra una acusada
tendencia a la novela larga en detrimento del cuento. Entre los más conocidos
autores contemporáneos, en su mayoría norteamericanos, hay que mencionar
a Robert Aickman (“Las espadas”), T. E. D. Klein (“Los hijos del reino”), Dan
Simmons (“El río Estigia fluye corriente arriba”), Ramsey Campbell (“La
camada”), Peter Straub (“La esposa del general”), Dean Koontz (“Terra
Phobia”), Theodore Sturgeon (“Segmento brillante”), los clásicos Richard
Matheson (“A través de los canales”) y Ray Bradbury (“Y la roca gritó”), el
Stephen King. joven (en los 80) y rompedor Clive Barker (“Terror”) y el omnipresente e
irregular Stephen King (“La niebla”). Casi todos estos autores han cultivado
con acierto la ciencia-ficción, especialmente Bradbury y Matheson.
El motivo era evidente, pero al principio la mente de Randy se negó a aceptarlo... Era demasiado imposible,
demasiado demencialmente grotesco. Mientras miraba, algo tiraba del pie de Deke en el espacio entre dos de las
tablas que formaban la superficie de la balsa acuática. Entonces vio el brillo opaco de la cosa negra, más allá del
talón y los dedos del pie derecho sutilmente deformado de Deke; un brillo opaco en el que se movían giratorios y
malévolos colores.
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En castellano
La influencia de la literatura fantástica anglosajona se observa muy señaladamente en la obra de los argentinos Jorge
Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, a partir de las primeras décadas del siglo XX. Aunque el subgénero de cuento
gótico o de terror no fue el más desarrollado por estos autores y por sus continuadores (Silvina Ocampo, Juan
Rodolfo Wilcock...), sí lo es el cuento fantástico, que normalmente trata de recrear un proceso de extrañamiento
operado en la vida cotidiana, mostrándose un punto de vista de la realidad poco corriente, con visos de terror a partir
de esta situación.
Por tal motivo, en la obra de Borges y Bioy se rinde culto a los por ellos considerados maestros de la narrativa breve:
Edgar Allan Poe, R. L. Stevenson, G. K. Chesterton, Lord Dunsany, Nathaniel Hawthorne, Henry James, lo que se
advierte en las colecciones que editaron en los años 50, en Buenos Aires, que incluyen a éstos y otros muchos
autores ingleses y estadounidenses de terror, del género policial y de misterio.
De habla hispana, cabe mentar como auténticos especialistas en el cuento de
miedo, a tres continuadores de Edgar Allan Poe en castellano, el peruano
Clemente Palma (1872-1946, colección Cuentos malévolos), el uruguayo
Horacio Quiroga (1878-1937: “El síncope blanco”) y el argentino Julio
Cortázar (1914-1984): “Casa tomada”, “Todos los fuegos el fuego”, “La noche
boca arriba”...
otros.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las
tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final
inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del
sacrificio.
“La noche boca arriba”, de Julio Cortázar
En España, aparte del ya mencionado Bécquer, a lo largo de los siglos XIX y XX, escribieron cuentos de miedo,
entre otros, autores destacados como Agustín Pérez Zaragoza (colección Galería fúnebre de espectros y sombras
ensangrentadas), Emilia Pardo Bazán (“La resucitada”), Pedro Antonio de Alarcón (“La mujer alta”), Wenceslao
Fernández Flórez (“El claro en el bosque”), Pío Baroja (“Médium”), Miguel de Unamuno (“El que se enterró”) y Noel
Clarasó (“Más allá de la muerte”). Y más modernamente: Emilio Carrere (“La casa de la cruz”), Juan Perucho
(colección Aparicions i fantasmes), Alfonso Sastre (colección Las noches lúgubres), Juan Benet (“Catálisis”),
Leopoldo María Panero (“El lugar del hijo”), José María Merino (“Los libros vacíos”), Javier Marías (“No más
amores”), Luis Mateo Díez (“Los males menores”), Cristina Fernández Cubas (“El ángulo del horror”), Pilar Pedraza
(“Anfiteatro”), José María Latorre (“La noche de Cagliostro”), Gregorio Morales (“El devorador de sombras”), Ángel
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Olgoso (“Los demonios del lugar)”. Otros autores españoles se encuentran agrupados en la Asociación Española de
Escritores de Terror, “Nocte”, la cual cuenta con más de treinta miembros.
Publicaciones en castellano
Las editoriales en castellano nunca han parecido muy dispuestas a fomentar el género entre las nuevas generaciones
de escritores. No obstante, concretamente en España, desde los años 60 del siglo XX, no han dejado de aparecer
antologías de relatos macabros procedentes de poderosos sellos editoriales anglosajones, prefiriéndose la
importación del material a la creación vernácula. Tenemos así las múltiples ediciones en rústica de Editorial
Bruguera (Las mejores historias insólitas, Las mejores historias de ultratumba, Las mejores historias de
fantasmas...), a cargo de compiladores de prestigio en la materia como Kurt Singer, Forrest J. Ackerman o A. van
Hageland, así como las numerosas ediciones a cargo de las editoriales, alguna de ellas ya desaparecida, Minotauro,
Grijalbo, Molino, Acervo, Ultramar, Géminis, Fontamara, Versal, Uve, Siruela, Vértice, etc.
De Alianza Editorial contamos con las cuidadas selecciones de Rafael Llopis antes citadas, traducidas por él mismo
con la ayuda del traductor y gran especialista Francisco Torres Oliver (Premio Nacional de Traducción), quien
desarrolló desde entonces, por su cuenta, una intensa y brillante labor en este campo. Editorial Edhasa publicó en
1989 la canónica Historias de fantasmas de la literatura inglesa, de Cox y Gilbert. Ed. Martínez Roca había sacado
en 1977 la también excelente Relatos maestros de terror y misterio, editada por Agustí Bartra. Esta misma editorial,
en los años 80 y 90, ofertó nutridas selecciones de revistas norteamericanas de importancia, como Twilight Zone
(Dimensión Desconocida), que suponen un amplio muestrario de las últimas y eclécticas tendencias. Más
recientemente, de la especializada Editorial Valdemar, junto a otros muchos títulos, Felices pesadillas, en dos
generosos volúmenes, y han surgido iniciativas nuevas como las protagonizadas por las editoriales Jaguar y Factoría
de Ideas.
Hitos del género
Tomando como referencia los títulos que se acaban de citar, podría aventurarse una lista selecta de cuentos de terror,
en orden a la especial atención que han recibido tradicionalmente por parte de antologistas y críticos:
“El gato negro”, “La caída de la casa Usher”, “El barril de amontillado”, “El corazón delator”, de Poe. “El horror de
Dunwich”, “La sombra sobre Innsmouth”, de Lovecraft. “El Horla”, de Maupassant. “Un terror sagrado”, “La ventana
tapiada”, de Ambrose Bierce. “El rincón alegre”, de Henry James. *“El enemigo”, de Chejov. “Té verde”, de Sheridan
Le Fanu. “El armario”, de Thomas Mann. “La pata de mono”, de W. W. Jacobs. “Silba y acudiré”, de M. R. James. “El
guardavías”, de Dickens. “Las ratas del cementerio”, de Henry Kuttner. *“Una rosa para Emily”, de Faulkner.
*“Luvina”, de Juan Rulfo. *“El médico rural”, de Kafka. *“Las hermanas”, de Joyce. “El fumador de pipa”, de Martin
Armstrong. “El burlado”, de Jack London. “Vinum Sabbati” ( o “El polvo blanco”), “El gran dios Pan”, de Arthur
Machen. “Janet, la del cuello torcido”, de Stevenson. “El Wendigo”, de Algernon Blackwood. “La casa del juez”, de
Bram Stoker. “Casa tomada”, de Julio Cortázar. “La balsa”, de Stephen King.
(*Antologados como cuentos de misterio y terror por Agustí Bartra en la citada colección.)
La lista puede ampliarse indefinidamente:
“Ligeia”, “Berenice”, “El retrato oval”, “La verdad sobre el caso del señor Valdemar” de Poe. “El ser en el umbral”, “El
que susurra en la oscuridad”, “La sombra fuera del tiempo”, “La llamada de Cthulhu”, “Las ratas en las paredes”, “El
Sabueso”, de Lovecraft. “La noche”, de Maupassant. “La renta espectral”, de Henry James. “Schalken el pintor”, “El
fantasma de la señora Crowl”, de Sheridan Le Fanu. “El conde Magnus”, “El maleficio de las runas”, “Panorama
desde la colina”, “Mr. Humphreys y su herencia”, “El diario de Mr. Poynter”, “Los sitiales de la catedral de
Barchester”, “El grabado”, de M. R. James. “El pueblo blanco”, “El sello negro”, “La pirámide resplandeciente”, “N”,
de Arthur Machen. “Olalla”, “El ladrón de cadáveres”, de Stevenson. “Los sauces”, “Antiguas brujerías”, “Descenso a
Egipto”, de Algernon Blackwood. “La habitación de la torre”, de E. F. Benson. “El hijo”, “El espectro”, “El
almohadón de plumas”, “La gallina degollada”, de Horacio Quiroga. “Circe”, “Cartas de mamá”, “La noche boca
arriba”, “Las babas del diablo”, de Julio Cortázar. “Crouch End”, “Soy la puerta”, “A veces vuelven”, de Stephen King.
Cuento de terror 13
“La novia”, de M. P. Shiel. “La trama celeste”, “En memoria de Paulina”, de Adolfo Bioy Casares. “La puerta en el
muro”, de H. G. Wells. “¿Qué es esto?”, de Fitz James O'Brien. “La nave abandonada”, “La nave de piedra”, de
William Hope Hodgson. “El vampiro”, de John William Polidori, “El osito de felpa del profesor”, de Theodore
Sturgeon. “Los veraneantes”, de Shirley Jackson. “El joven Goodman Brown”, “La hija de Rappaccini”, de Nathaniel
Hawthorne. “John Barrington Cowles”, de Arthur Conan Doyle. “La marca de la bestia”, “La extraña cabalgada de
Morrowbie Jukes”, de Rudyard Kipling. “El beso”, de Gustavo Adolfo Bécquer. “La araña”, de H. H. Ewers. “Porque
la sangre es vida” de F. Marion Crawford. “Vera”, de Villiers de L´Isle-Adam. “La familia del vurdalak”, de Alekséi
Nikoláyevich Tolstói. “Hijo del alma”, de Emilia Pardo Bazán. “El jardín del Montarto, “Era una presencia muerta”,
de Noel Clarasó. “El grano de la granada”, de Edith Wharton. “El olor”, de P. McGrath. “Ovando”, de J. Kincaid.
“Mirad allí arriba”, de H. Russell Wakefield. “El patio, “La tercera expedición”, “Los hombres de la Tierra”, de Ray
Bradbury. “Lord Mountdrago”, de William Somerset Maugham. “Bethmoora”, “La oficina de cambio de males”, de
Lord Dunsany. “De profundis”, de Walter de la Mare. “Los perros de Tíndalos”, de Frank Belknap Long. “La reina
muerta”, de R. Coover. “El papel amarillo”, de Charlotte P. Gilman. “El valle de lo perdido”, de Robert E. Howard.
“El escultor de gárgolas”, “El final de la historia”, de Clark Ashton Smith. “Voces quedas en Passenham”, de T. H.
White. “Los cicerones”, de Robert Aickman. “Fullcircle”, de John Buchan. “Et in sempiternum pereant”, de Charles
Williams. “El monje negro”, de Antón Chéjov...
Bibliografía
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y EDAF).
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• VV. AA.: Segundo gran libro del terror (Kirby McCauley, ed.). Martínez Roca, 1990.
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• VV. AA.: Los nuevos góticos. Minotauro, 2000.
• VV. AA.: El vampiro. Siruela, 2006.
• VV. AA.: Felices pesadillas. Valdemar, 2003.
• VV. AA.: Malos sueños. Valdemar, 2004.
• VV. AA.: Relatos maestros de terror y misterio. (Agustí Bartra, ed.). Ed. Martínez Roca, 1977.
• VV. AA.: Horror 1-7. 'Colección Gran Super Terror' (7 vol.) Martínez Roca, 1986 - 1990.
Cuento de terror 14
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