El Circulo Dave Eggers

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El Círculo
DAVE EGGERS

Traducción de
Javier Calvo

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Título original: The Circle


© 2013, Dave Eggers
© 2014, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2014, Javier Calvo Perales por la traducción
Primera edición: octubre de 2014
Printed in Spain – Impreso en España
ISBN: 978-84-397-2908-2
Depósito legal: B-16727-2014
Fotocomposición: La Nueva Edimac, S. L.
Impreso en Cayfosa (Barcelona)

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El futuro no conocía ni límites ni fronteras.


Y tanto era así que los hombres ya no tenían
donde almacenar su felicidad.

John Steinbeck, Al este del Edén

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LIBRO PRIMERO

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Dios mío, pensó Mae. Es el paraíso.


El campus era enorme y laberíntico, inundado de los colores
del Pacífico, y sin embargo no había detalle que no hubiera sido
tenido en cuenta y diseñado con la máxima habilidad. En unas
tierras que antaño habían sido unos astilleros, después un autocine
y por fin un mercadillo y un solar deprimido, ahora había lomas
suaves y verdes y una fuente de Calatrava. Y una zona para picnics,
con mesas desplegadas en círculos concéntricos. Y pistas de tenis,
tanto de tierra como de hierba. Y una cancha de voleibol, donde
ahora estaban los niñitos de la guardería de la empresa, corriendo,
chillando y reverberando como el agua. Y en medio de todo esto
también había un centro de trabajo, más de ciento sesenta hectá-
reas de acero pulido y cristal que albergaban la sede de la empre-
sa más inf luyente del mundo. El cielo era impoluto y azul.
Mae estaba cruzando todo esto en su travesía a pie, desde el
aparcamiento al edificio central, intentando transmitir la impre-
sión de que se sentía cómoda allí. El sendero serpenteaba alre-
dedor de las arboledas de limoneros y de naranjos, y entre sus
adoquines rojos y silenciosos destacaban losas desperdigadas con
mensajes suplicantes de inspiración. En una de ellas había la
palabra «Sueña» grabada a láser en la piedra roja. En otra ponía:
«Participa». Y había docenas más: «Encuentra tu comunidad»,
«Innova», «Imagina». A punto estuvo de pisarle accidentalmente
la mano a un joven con mono de trabajo gris que estaba insta-
lando una nueva losa con la inscripción «Respira».
Aquel lunes soleado de junio, Mae se detuvo frente a la en-
trada principal, bajo el logotipo grabado en el cristal. Aunque la
empresa todavía no tenía seis años de antigüedad, su nombre y
su logotipo –un círculo rodeando una trama de líneas entreteji-
das, con una pequeña «c» en el centro– ya se contaban entre los
más conocidos del mundo. En aquel campus central trabajaban

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más de diez mil empleados, pero el Círculo tenía oficinas por


todo el planeta, y seguía contratando todas las semanas a cente-
nares de mentes jóvenes y brillantes. Llevaba cuatro años segui-
dos siendo elegida la empresa más admirada del mundo.
A Mae ni se le habría ocurrido que tuviera posibilidades de
trabajar en un lugar así de no haber sido por Annie. Annie era
dos años mayor que ella y ambas habían compartido habitación
durante tres semestres en la universidad, en un feo edificio que
habían hecho habitable gracias a lo extraordinariamente unidas
que estaban; eran algo a medio camino entre amigas y hermanas,
o bien primas a quienes les gustaría ser hermanas y así tener una
razón para no separarse nunca. El primer mes que habían vivido
juntas, Mae se había roto la mandíbula una tarde-noche, tras
desmayarse durante los exámenes finales por culpa de la gripe y
la mala alimentación. Annie le había dicho que se quedara en la
cama, pero Mae había ido al 7-Eleven en busca de cafeína y
había despertado en la acera, bajo un árbol. Annie la había lle-
vado al hospital y había esperado allí mientras le cosían la man-
díbula, y después se había quedado toda la noche con Mae, dur-
miendo a su lado en una silla de madera, y luego, ya en casa, se
había pasado días alimentando a Mae con una cañita. Era un
nivel tremendo de compromiso y aptitud, que Mae no había
visto nunca en una persona de su edad o más o menos de su
edad, y a partir de entonces Mae le había sido leal de una forma
que ella misma no habría imaginado nunca.
Mientras Mae seguía en Carleton, probando distintos itine-
rarios troncales, primero historia del arte, después marketing y
por fin psicología, y sacándose la carrera de psicología sin tener
plan alguno de trabajar en ese terreno, Annie se licenció, hizo su
MBA en Stanford y recibió ofertas de trabajo de todas partes,
aunque la más importante fue la del Círculo, adonde llegó cua-
tro días después de terminar el máster. Ahora tenía un título
altisonante –directora de Garantizar el Futuro, bromeaba ella– y
animó a Mae a que se presentara a un puesto de trabajo en la
empresa. Mae lo hizo, y aunque Annie insistía en que no había
usado sus inf luencias, Mae estaba segura de que sí las había usa-
do, de manera que ahora sentía una deuda incalculable hacia su
amiga. Había un millón de personas, mil millones, que querrían

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estar donde estaba Mae en aquel momento: entrando en aquel


atrio de diez metros de altura y surcado por la luz de California,
en su primer día de trabajo para la única empresa que importa-
ba realmente.
Empujó la pesada puerta para abrirla. El vestíbulo era tan
largo como un desfile y tan alto como una catedral. Las alturas
estaban llenas de oficinas, cuatro pisos de oficinas a cada lado,
con todas las paredes de cristal. Brevemente invadida por el vér-
tigo, bajó la vista, y en el suelo inmaculado y resplandeciente vio
ref lejada la expresión de preocupación de su cara. Notó una
presencia detrás de ella y obligó a su boca a sonreír.
–Tú debes de ser Mae.
Mae se giró para encontrarse una cara joven y hermosa sus-
pendida encima de un pañuelo violeta y una blusa de seda blanca.
–Soy Renata –dijo.
–Hola, Renata. Estoy buscando a…
–A Annie. Ya lo sé. Está de camino. –A Renata le salió de la
oreja un ruido, un tintineo digital–. Mira, está…
Renata estaba mirando a Mae pero viendo otra cosa. Interfaz
retinal, supuso Mae. Otra innovación que había nacido allí.
–Está en el Viejo Oeste –dijo Renata, volviendo a mirar a
Mae–, pero llegará pronto.
Mae sonrió.
–Espero que lleve galletas y un caballo bien recio.
Renata sonrió cortésmente pero no se rió. Mae sabía que la
empresa bautizaba cada parte del campus con el nombre de una
época histórica; era una estrategia para que aquel lugar enorme
resultara menos impersonal y menos corporativo. Mucho mejor
que llamar a los sitios Edificio 3B-Este, como hacían en el últi-
mo sitio donde Mae había trabajado. Solo habían pasado tres
semanas desde su último día de trabajo en las instalaciones mu-
nicipales de su pueblo –se habían quedado estupefactos al pre-
sentar ella su dimisión–, pero ya le parecía imposible el haber
malgastado una parte tan grande de su vida allí. Al cuerno con
aquel gulag, pensaba Mae, y con todo lo que representaba.
Renata seguía recibiendo señales de su auricular.
–Oh, espera –dijo–. Ahora me está diciendo que está liada.
–Renata miró a Mae con una sonrisa radiante–. ¿Por qué no te

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acompaño a tu mesa? Me dice Annie que pasará a buscarte den-


tro de una hora más o menos.
Mae se emocionó un poco al oír aquello, «tu mesa», y se
acordó inmediatamente de su padre. Su padre estaba orgulloso.
«Muy orgulloso», le había dejado grabado en el buzón de voz;
debía de haberle grabado el mensaje a las cuatro de la madruga-
da. Ella lo había encontrado al despertarse. «Muy, muy orgullo-
so», le había dicho con voz estrangulada. No hacía ni dos años
que Mae se había licenciado y allí estaba ahora, trabajando re-
muneradamente para el Círculo, con seguro médico incluido y
con un apartamento en la ciudad; por fin ya no era una carga
para sus padres, que tenían otras muchas cosas de que preocu-
parse.
Mae siguió a Renata hasta el exterior del atrio. En el jardín
salpicado de luz había un par de jóvenes sentados sobre un mon-
tículo artificial, con una especie de tablet transparente en las
manos y hablando con gran intensidad.
–Tú estarás en el Renacimiento, que es aquello –le dijo Re-
nata, señalando al otro lado del jardín, en dirección a un edificio
de cristal y cobre oxidado–. Es donde está toda la gente de Ex-
periencia del Cliente. ¿Habías venido aquí alguna vez?
Mae asintió con la cabeza.
–Sí. Unas cuantas veces, pero a ese edificio no.
–Así que has visto la piscina, la zona deportiva. –Renata hizo
un gesto con la mano en dirección a un paralelogramo azul y al
edificio enorme y anguloso, el gimnasio, que se elevaba tras él–.
Por allí están los centros de yoga, crossfit, pilates, masajes, spin-
ning… Me han dicho que haces spinning, ¿no? Ahí detrás están
las pistas de petanca y el nuevo espacio para jugar a espiro. La
cafetería está al otro lado del césped… –Renata señaló la exu-
berante extensión verde, donde había un puñado de personas
con ropa de trabajo y desparramados como si estuvieran toman-
do el sol en la playa–. Y ya hemos llegado.
Se detuvieron delante del Renacimiento, también provisto
de un atrio de diez metros, con un móvil de Calder girando
lentamente en las alturas.
–Ah, me encanta Calder –dijo Mae.
Renata sonrió.

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–Sí, ya lo sé. –Se lo quedaron mirando juntas–. Este estaba


colgado en el Parlamento de Francia. O algo parecido.
El viento que las había seguido hasta el interior hizo girar
ahora el móvil de tal manera que uno de sus brazos se quedó
señalando a Mae, como si le diera la bienvenida en persona.
Renata la cogió del codo.
–¿Estás lista? Subamos por aquí.
Entraron en un ascensor de cristal ligeramente tintado de
color naranja. Las luces se encendieron y Mae vio que aparecía
su nombre en las paredes, junto con su foto del anuario de su
instituto. bienvenida, mae holland. A Mae le salió un ruido
de la garganta, casi como una exclamación ahogada. Llevaba
años sin ver aquella foto y se alegraba mucho de haberla perdido
de vista. Debía de ser cosa de Annie, atacarla una vez más con
aquella imagen. Estaba claro que la chica de la foto era Mae –la
boca ancha, los labios finos, la piel cetrina y el pelo negro–, pero
en aquella foto, más que al natural, sus pómulos marcados le da-
ban una expresión severa, y sus ojos castaños no sonreían, sino
que se limitaban a mostrarse pequeños y fríos, listos para la gue-
rra. Desde la época de la foto –en la que salía con dieciocho años,
furiosa e insegura– Mae había ganado un peso que la favorecía
mucho; la cara se le había suavizado y le habían salido curvas,
unas curvas que llamaban la atención a hombres de todas las
edades y motivaciones. Después de acabar la secundaria, se había
esforzado por ser más abierta y más tolerante, y ahora la puso
nerviosa el hecho de ver allí aquel documento de una época
remota, en la que ella siempre estaba pensando mal del mundo.
Justo cuando ya no la podía soportar más, la foto desapareció.
–Sí, todo funciona con sensores –le dijo Renata–. El ascensor
lee tu acreditación y te saluda. Esa foto nos la dio Annie. Debéis
de ser muy amigas si tiene fotos tuyas del instituto. En todo caso,
espero que no te moleste. Es algo que hacemos sobre todo con
las visitas. Y normalmente se quedan impresionadas.
A medida que el ascensor subía, fueron apareciendo por las
paredes del ascensor las actividades programadas para la jornada,
imágenes y texto que se desplazaban de un panel al siguiente.
Cada anuncio venía acompañado de vídeo, fotos, animación y
música. A mediodía había un pase de Koyaanisqatsi, a la una

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demostración de automasajes y a las tres refuerzo abdominal. Un


congresista del que Mae no había oído hablar nunca, canoso
pero joven, daba una rueda de prensa en el Ayuntamiento a las
seis y media. En la puerta del ascensor se lo veía hablar en un
estrado, con banderas ondeando detrás, remangado y cerrando
los puños para mostrar su severidad.
Las puertas se abrieron, partiendo al congresista por la mitad.
–Ya hemos llegado –dijo Renata, saliendo a una estrecha
pasarela de rejilla de acero.
Mae bajó la vista y notó que se le encogía el estómago. Podía
ver hasta la planta baja, cuatro niveles más abajo.
Mae intentó aparentar ligereza.
–Supongo que no ponéis aquí arriba a nadie con vértigo.
Renata se detuvo y se giró hacia Mae, con cara de preocu-
pación.
–Por supuesto que no. Pero tu perfil decía…
–No, no –dijo Mae–. No me pasa nada.
–En serio. Te podemos poner más abajo si…
–No, no. En serio. Está perfecto. Lo siento. Estaba de broma.
Renata estaba visiblemente agitada.
–Vale. Tú dímelo si hay algún problema.
–Te lo diré.
–¿De verdad? Porque Annie querrá que me asegure.
–De verdad, te lo prometo –dijo Mae, y sonrió a Renata, que
se recuperó y siguió andando.
La pasarela llegó a la planta principal, amplia, llena de ven-
tanas y dividida en dos por un largo pasillo. A ambos lados, las
oficinas tenían fachadas de cristal del suelo al techo, con sus
ocupantes visibles en el interior. Todos ellos tenían su espacio
decorado de forma elaborada pero con gusto: una oficina estaba
llena de parafernalia marítima, la mayor parte de la cual parecía
f lotar en el aire, colgada de las vigas al descubierto, mientras que
en otra había hileras de bonsáis. Pasaron frente a una pequeña
cocina con todos los armarios y los estantes de cristal y la cuber-
tería magnética, pegada a la nevera en filas pulcras, todo ilumina-
do por una enorme araña de luces donde resplandecían bombillas
multicolores, extendiendo sus brazos de color naranja, melo-
cotón y rosa.

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