Niels Bohr, Wolfgang Pauli y Werner Heisenberg discuten las interpretaciones de la mecánica cuántica y su comprensión durante un congreso en Copenhague. Bohr explica que los filósofos positivistas aceptaron fácilmente la teoría cuántica sin cuestionarla porque sólo se centran en los hechos experimentales, no en su interpretación más profunda. Pauli argumenta que los positivistas ven cualquier discusión metafísica sobre la teoría como palabrería sin sentido. Heisenberg utiliza la analogía de predecir la trayector
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Niels Bohr, Wolfgang Pauli y Werner Heisenberg discuten las interpretaciones de la mecánica cuántica y su comprensión durante un congreso en Copenhague. Bohr explica que los filósofos positivistas aceptaron fácilmente la teoría cuántica sin cuestionarla porque sólo se centran en los hechos experimentales, no en su interpretación más profunda. Pauli argumenta que los positivistas ven cualquier discusión metafísica sobre la teoría como palabrería sin sentido. Heisenberg utiliza la analogía de predecir la trayector
Niels Bohr, Wolfgang Pauli y Werner Heisenberg discuten las interpretaciones de la mecánica cuántica y su comprensión durante un congreso en Copenhague. Bohr explica que los filósofos positivistas aceptaron fácilmente la teoría cuántica sin cuestionarla porque sólo se centran en los hechos experimentales, no en su interpretación más profunda. Pauli argumenta que los positivistas ven cualquier discusión metafísica sobre la teoría como palabrería sin sentido. Heisenberg utiliza la analogía de predecir la trayector
Niels Bohr, Wolfgang Pauli y Werner Heisenberg discuten las interpretaciones de la mecánica cuántica y su comprensión durante un congreso en Copenhague. Bohr explica que los filósofos positivistas aceptaron fácilmente la teoría cuántica sin cuestionarla porque sólo se centran en los hechos experimentales, no en su interpretación más profunda. Pauli argumenta que los positivistas ven cualquier discusión metafísica sobre la teoría como palabrería sin sentido. Heisenberg utiliza la analogía de predecir la trayector
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Positivismo, metafísica y religión (1952)
El restablecimiento de las relaciones entre los científicos de todo el mundo
reunió de nuevo en Copenhague a los viejos camaradas de la física atómica. A principios del verano de 1952 tuvo lugar un congreso en la capital danesa; el tema fundamental era la construcción de un gran acelerador a escala europea. Yo estaba especialmente interesado en este proyecto ya que suponía que en una colisión energética de dos partículas elementales podrían surgir muchas partículas semejantes, y esperaba que esta pregunta se pudiera confirmar experimentalmente mediante el acelerador. Además, quería saber si existían realmente muchas clases de partículas elementales que se diferenciasen, como en el caso del estado estacionario de un átomo o una molécula, por sus propiedades de simetría, su masa y su duración. Aunque me interesaban mucho todos los aspectos tratados en el congreso, no voy a informar aquí sobre sus contenidos, sino que prefiero referir una conversación que mantuve con Niels y Wolfgang en esta ocasión. Wolfgang había venido también al congreso desde Zúrich. Estábamos sentados los tres en el pequeño jardín de invierno entre el parque y la vivienda honorífica de Bohr y hablábamos sobre la vieja cuestión de si se había entendido realmente la teoría cuántica en su totalidad, y si se admitía de forma general en la física la interpretación que habíamos hecho de la misma en el mismo lugar veinticinco años antes. Niels nos contaba: «Hace poco se celebró en Copenhague un congreso de filosofía al que vinieron fundamentalmente partidarios del positivismo, y donde los representantes de la escuela vienesa desempeñaron un papel muy importante. Intenté explicar la interpretación de la teoría cuántica a estos filósofos. Tras mi conferencia no hubo ninguna oposición, tampoco me hicieron preguntas difíciles, pero debo confesar que esto me pareció lo peor. El que no se escandaliza en un primer momento ante la teoría cuántica es porque no la ha comprendido. Quizás expuse tan mal mis ideas que nadie se enteró de qué iba la cosa». Wolfgang replicó: «No tuvo que ser necesariamente porque tú lo hicieras mal. El aceptar los hechos sin poner reparos pertenece al credo de los positivistas. Si mal no recuerdo, Wittgenstein dice algo así: ‘El mundo es todo lo que sucede’. ‘El mundo es el conjunto de los hechos, no de las cosas’. Cuando uno se basa en estas dos frases, tiene que admitir sin vacilar la teoría que representa tales hechos. Los positivistas han aprendido que la mecánica cuántica describe correctamente los fenómenos atómicos, así que no ven motivos para oponerse a ella. Todo lo que añadimos después, por ejemplo, complementariedad, interferencia de probabilidades, relaciones de incertidumbre, corte entre sujeto y objeto, etc., les parece un complemento lírico poco claro, como un retroceso al pensamiento precientífico, en resumen, pura palabrería. En todo caso, no hay que tomarla en serio y en el mejor de los casos es inofensiva. Es posible que tal concepción sea en sí misma un sistema lógico cerrado, aunque en tal caso ya no entiendo lo que significa comprender la naturaleza». Intenté añadir: «Los positivistas dirían que comprender equivale a poder pronosticar. Si sólo se pueden calcular de antemano algunos hechos muy especiales, sólo se comprende una parte muy pequeña. Pero el campo de comprensión se amplía si se pueden pronosticar muchos acontecimientos diferentes. Existe una escala continua entre conocer muy poco y conocer casi todo, pero no hay una diferencia cualitativa entre poder pronosticar y comprender». «¿Crees que existe tal diferencia?». «Sí, estoy seguro», contesté, «y creo que ya hablamos de eso hace treinta años durante nuestro paseo en bicicleta por el lago de Walchen. Quizás pueda explicar mis ideas haciendo uso de una comparación. Cuando vemos un avión en el cielo, podemos calcular con relativa certeza dónde estará un segundo después. Tenemos que seguir la trayectoria en línea recta; si advertimos que el avión traza una curva, podemos incluir esta curvatura en nuestro cálculo. Lo más probable es que acertemos en la mayor parte de los casos. Pero eso no quiere decir que hayamos comprendido la trayectoria, pues esto sólo es posible si hablamos previamente con el piloto y éste nos informa sobre el vuelo que va a realizar». Niels no se quedó completamente satisfecho con mi explicación: «No es tan sencillo trasladar este símil a la física. Me resulta fácil coincidir con los positivistas en lo que quieren, pero no tanto en lo que no quieren. Permitidme que os lo aclare. Toda esta actitud mental, que conocemos especialmente bien de Inglaterra y América, y que los positivistas se han limitado a sistematizar, se retrotrae al ethos del comienzo de las modernas ciencias experimentales. Hasta entonces la gente sólo se interesaba por los grandes nexos causales del mundo —nexos que se debatían en relación con las antiguas autoridades, sobre todo Aristóteles y la doctrina eclesiástica—, pero no se preocupaba demasiado por los detalles de la experiencia. Como consecuencia de esto se extendió toda clase de supersticiones que desdibujó la imagen de los detalles y no se pudo hallar una respuesta a los grandes enigmas, pues no era posible completar las teorías de las viejas autoridades con material científico nuevo. Tan sólo en el siglo XVII se separó decididamente de las autoridades y se dirigió a la experiencia, es decir, a investigar los detalles de forma experimental. Se dice que en los comienzos de las sociedades científicas, por ejemplo, de la Royal Society de Londres, se dedicaba a combatir la superstición mediante experimentos para rechazar afirmaciones que se podían leer en todo tipo de libros dedicados a la magia. Por ejemplo, se decía que si se colocaba un ciervo volante encima de una mesa a medianoche, en el centro de un círculo de tiza, y se recitaban determinados conjuros, el animalito no podría abandonar el círculo. Así que dibujaron un círculo de tiza sobre la mesa, colocaron el escarabajo en su interior, recitaron los conjuros exigidos, y pudieron ver al bichillo saltando alegremente por encima del círculo pintado. También se dice que los miembros de algunas academias estaban obligados a no hablar nunca de los grandes nexos sino limitarse a los hechos concretos. Por eso sólo eran válidas las reflexiones teóricas sobre la naturaleza para grupos aislados de fenómenos, pero no para la conexión del conjunto. Una fórmula teórica estaba pensada más bien como una indicación para actuar, algo así como los libros de bolsillo que usan hoy en día los ingenieros con fórmulas útiles para calcular la resistencia al plegamiento de varillas. También se consideraba la conocida sentencia de Newton, en la que afirmaba sentirse como un niño jugando a la orilla del mar y alegrarse de encontrar a veces una peladilla más lisa que otras o una concha más bonita, mientras el océano de la verdad yacía ante sus ojos completamente inexplorado. También esta sentencia expresa el ethos de las modernas ciencias naturales. Naturalmente Newton hizo mucho más en realidad. Fue capaz de formular matemáticamente las leyes básicas para un amplio campo de los fenómenos de la naturaleza. Pero de eso no se debía hablar. En ocasiones se ha ido demasiado lejos en esta lucha contra la antigua autoridad y la superstición en el campo de las ciencias naturales. Por ejemplo, en algunos viejos relatos se afirmaba que ocasionalmente caían piedras del cielo y en algunos monasterios e iglesias se conservaban dichas piedras como reliquias. En el siglo XVIII se rechazaban tales cuentos, considerándolos como supersticiones, y se pidió a los monasterios que tiraran esas inútiles piedras. La Academia Francesa llegó incluso a tomar la decisión de no aceptar ninguna comunicación más sobre piedras llovidas del cielo. Ni siquiera el hecho de que en algunas lenguas antiguas el hierro se llamase materia que ocasionalmente cae del cielo, pudo disuadir a la Academia de su resolución. Sólo cuando un día cayeron cerca de París miles de pequeños meteoritos de hierro, tuvo la Academia que abandonar su oposición. Sólo quería contar esto para describir mejor la actitud intelectual en el momento en que nacieron las ciencias modernas, y todos conocemos la cantidad de experiencias nuevas y progresos científicos a los que dio lugar esta actitud. Ahora los positivistas intentan fundamentar y, hasta cierto punto, justificar, el procedimiento de la ciencia moderna por medio de un sistema filosófico. Advierten de la falta de precisión de los conceptos utilizados en la filosofía tradicional respecto a aquellos empleados en las ciencias naturales y piensan que las cuestiones que solían proponer y discutir a menudo carecían totalmente de sentido, que se trataba, por tanto, de problemas aparentes a los que no se debía prestar atención. Naturalmente puedo estar de acuerdo con la exigencia de aspirar siempre a la máxima claridad en todos los conceptos; pero no entiendo el motivo de vetar la reflexión sobre las cuestiones más generales por el mero hecho de que no se dé en ellas la necesaria claridad conceptual, pues con semejante prohibición tampoco se podría comprender la teoría cuántica». «Cuando dices que entonces no se podría comprender la teoría cuántica», quiso saber Wolfgang, «¿te refieres a que la física no consiste sólo en experimentos y mediciones, por un lado, y en un formulismo matemático, por otro, sino que debe actuar además una verdadera filosofía en el punto de encuentro entre ambas partes? Es decir, ¿se debería intentar explicar lo que ocurre en el juego entre experimentos y matemática usando el lenguaje natural? Además, supongo que todas las dificultades a la hora de comprender la teoría cuántica surgen justo en ese punto de encuentro que los positivistas suelen pasar por alto. Y lo pasan por alto justo porque es imposible aplicar aquí conceptos muy precisos. El físico experimental tiene que poder hablar sobre sus ensayos, y para ello utiliza de facto los conceptos de la física clásica, pero nosotros ya sabemos que dichos conceptos no se ajustan exactamente a la naturaleza. Éste es el dilema fundamental y no podemos ignorarlo sin más». En este punto intervine: «Los positivistas son extraordinariamente susceptibles a todos los problemas que, como ellos mismos dicen, presentan un carácter precientífico. Recuerdo un libro de Philipp Frank sobre la ley de causalidad en el que se rechazan continuamente cuestiones y formulaciones con el reproche de que se trata de restos de la metafísica, de una época precientífica o animista del pensamiento. De este modo rechazan, por ejemplo, los conceptos biológicos como totalidad, y entelequia considerándolos como precientíficos y se intenta demostrar que las afirmaciones en las que se suelen emplear normalmente tales conceptos carecen de contenidos verificables. En cierto modo el término metafísica resulta ser nada más que un insulto con el que se deben estigmatizar procesos mentales completamente imprecisos». Niels retomó la palabra: «Naturalmente tampoco estoy de acuerdo con esta limitación del lenguaje. Conoces el poema de Schiller Sentencias de Confucio, y sabes que siento especial predilección por las líneas: ‘Sólo la plenitud lleva a la claridad, y la verdad habita en el abismo’. Aquí la plenitud no es la mera abundancia de experiencias, sino también la abundancia de conceptos y de las maneras diferentes de hablar sobre nuestro problema y sobre los fenómenos. Sólo se puede transformar la estructura del pensamiento que es indispensable para comprender la teoría cuántica si continuamente se usan conceptos diferentes para hablar de las curiosas relaciones que se dan entre las leyes formales de la teoría cuántica y los fenómenos observados, iluminando las relaciones en todos sus aspectos y creando conciencia de sus aparentes contradicciones internas. Y éste es el presupuesto necesario para comprender la teoría cuántica. Por ejemplo, con frecuencia se dice que la teoría cuántica no es satisfactoria, pues solamente permite una descripción dualista de la naturaleza con los conceptos complementarios de ondas y partículas. Al que ha comprendido verdaderamente la teoría cuántica jamás se le ocurrirá hablar de dualismo. Concebirá la teoría como una descripción unitaria de los fenómenos atómicos que sólo puede parecer diferente cuando, al aplicarla a los experimentos, tiene que traducirse al lenguaje común. Por tanto, la teoría cuántica es un ejemplo maravilloso de que uno puede haber comprendido perfectamente un hecho, pero a la vez saber que sólo puede expresarlo con imágenes y metáforas. Estas imágenes y metáforas son esencialmente los conceptos clásicos, es decir, también los términos de onda y corpúsculo. Estos términos no encajan bien en el mundo real, además de encontrarse también en parte en una relación de cierta complementariedad mutua, por eso mismo se contradicen uno a otro. A pesar de todo, teniendo en cuenta que hay que ceñirse al ámbito del lenguaje común para describir los fenómenos, sólo nos podemos aproximar al hecho auténtico si utilizamos estas imágenes. Quizás suceda algo muy parecido con los problemas generales de la filosofía, especialmente con los de la metafísica. Estamos obligados a hablar con imágenes y metáforas que no expresan totalmente lo que en realidad queremos decir. A veces es imposible evitar las contradicciones, pero a pesar de todo podemos aproximarnos de alguna manera a los hechos verdaderos por medio de estas imágenes. No podemos negar el hecho mismo. ‘La verdad habita en el abismo’. Esto es tan cierto como la primera parte de la frase. Antes hablabas de Philipp Frank y de su libro sobre causalidad. Él también participó en el Congreso de Filosofía en Copenhague y dio una conferencia en la que la problemática metafísica, como tú has dicho, sólo aparecía como una palabra injuriosa, o, por lo menos, como ejemplo de una manera de pensar acientífica. Al terminar la conferencia tuve que tomar posición con respecto a esta conferencia y dije más o menos lo siguiente: para empezar, no podía entender por qué sólo se puede aplicar el prefijo meta a términos como lógica o matemática —Frank había hablado de metalógica y metamatemática—, pero no a la física. El prefijo meta no expresa ni más ni menos que se trata de cuestiones que van más allá, es decir, las cuestiones que tratan de los fundamentos del campo correspondiente. ¿Y por qué no podemos investigar lo que hay más allá de la física? Querría, sin embargo, comenzar con un planteamiento completamente diferente para explicar mi propia posición frente a este problema. Quería preguntar: ‘¿Qué es un especialista?’ Quizás muchos me respondan que un especialista es una persona que sabe mucho de su especialidad. Pero no estoy de acuerdo con esta definición porque nadie sabrá nunca mucho de una determinada especialidad. Preferiría plantearlo así: ‘Un especialista es aquella persona que conoce algunos de los errores más graves que se pueden cometer en su especialidad, y por eso sabe cómo evitarlos’. En este sentido denominaría yo a Philipp Frank un especialista de la metafísica, porque sabe cómo evitar algunos de los más graves errores de dicha ciencia. Ignoro si a Frank le gustó mi alabanza, pero no lo dije en sentido irónico, sino completamente en serio. Desde mi punto de vista, lo más importante en tales discusiones es que no se debe intentar eludir el abismo en el que habita la verdad. No hay que tratar las cosas a la ligera». Wolfgang y yo continuamos con la conversación aquella misma tarde. Estábamos en la estación de las noches claras. El aire era templado, el ocaso se prolongaba casi hasta la media noche y el sol envolvía la ciudad en una luz levemente azulado mientras se sumergía por el horizonte. Decidimos dar un paseo por la Línea Larga, un extenso muelle en el puerto donde casi siempre están amarrados algunos barcos en operaciones de descarga. La Línea Larga comienza al sur, aproximadamente donde está una roca en la playa sobre la que se encuentra la estatua de bronce de la sirenita de los cuentos de Andersen, y termina por el norte, en la dársena del puerto, cerca de un malecón en el que un pequeño faro ilumina la entrada. Al principio contemplamos los barcos que entraban y salían del puerto envueltos en una luz crepuscular y luego Wolfgang comenzó la conversación con esta pregunta: «¿Estabas de acuerdo con lo que dijo Niels hoy acerca de los positivistas? Tuve la impresión de que tu actitud frente a los positivistas es aún más crítica, o, para ser más preciso, que tú tienes un concepto de la verdad completamente diferente al de los filósofos de esta orientación; y no sé si Niels estaría dispuesto a aceptar el concepto de verdad que has insinuado». «Yo tampoco lo sé. Niels aún creció en una época en la que costó mucho esfuerzo librarse del pensamiento tradicional del mundo burgués del siglo XIX, especialmente del razonamiento filosófico cristiano. Como Bohr realizó este esfuerzo, siempre tendrá recelos a la hora de usar sin reservas el lenguaje de la antigua filosofía, y no digamos el de la teología. En nuestro caso es distinto porque después de dos guerras mundiales y dos revoluciones ya no nos hace falta esfuerzo alguno para liberarnos de cualquier tipo de tradición. A mí me parecería totalmente absurdo —pero con ello estamos de acuerdo con Niels— prohibirme plantear cuestiones o ideas de la antigua filosofía simplemente por no estar expresadas en un lenguaje preciso. A veces me es difícil entender el significado de estas ideas, así que intento traducirlas a una terminología moderna para ver si es posible encontrar nuevas respuestas. Pero no tengo escrúpulo alguno a la hora de volver a plantear las antiguas cuestiones, como tampoco me importa emplear el lenguaje tradicional usado por cualquiera de las antiguas religiones. Sabemos que la religión debe servirse de un lenguaje de imágenes y metáforas y que nunca expresará con exactitud lo que realmente se quiere decir. Al fin y al cabo, en la mayoría de las antiguas religiones, nacidas en una época anterior a la ciencia moderna, se trata del mismo contenido y de los mismos hechos que están relacionados principalmente con la cuestión de los valores que deben expresarse mediante imágenes y metáforas. Es posible que los positivistas tengan razón cuando dicen que hoy en día es difícil dar sentido a tales metáforas. Pero la tarea de comprender este sentido sigue aún vigente, puesto que dicho sentido explica una parte fundamental de nuestra realidad o por lo menos sigue vigente la tarea de expresarlo con un lenguaje nuevo, puesto que el antiguo ya no sirve». «Cuando reflexionas sobre estas cuestiones, se comprende inmediatamente que no puedes hacer nada con un concepto de la verdad que parte de la posibilidad de pronosticar. Pero ¿cuál es tu concepto de la verdad en las ciencias experimentales? Lo has insinuado antes en casa de Bohr con la comparación de la trayectoria del avión. No entiendo qué quieres decir con esta comparación. ¿Qué es lo que se corresponde en la naturaleza con la intención o la tarea del piloto?». Intenté responder: «Estas palabras, como intención o tarea, proceden de la esfera humana, y cuando las aplicamos a la naturaleza como mucho las podemos interpretar a modo de metáforas. Pero quizás podamos avanzar si usamos otra vez la vieja comparación entre la astronomía de Tolomeo y la teoría del movimiento de los planetas enunciada por Newton. Si nos atenemos al criterio de verdad del pronóstico, la astronomía tolemaica no era inferior a la newtoniana. Sin embargo, cuando comparamos ambas desde nuestra perspectiva actual, tenemos la sensación de que Newton formuló las trayectorias de las estrellas de forma más completa y correcta con sus ecuaciones de movimiento, es decir, describió la intención según la cual está construida la naturaleza. O para usar un ejemplo de la física actual: cuando aprendemos, por ejemplo, que los principios de conservación de la energía o de la carga eléctrica tienen un carácter totalmente universal, que se pueden aplicar en todos los campos de la física y que, mediante las propiedades de simetría, se llevan a cabo en las leyes fundamentales, es de suponer que estas simetrías son elementos decisivos del plan según el cual está trazada la naturaleza. Soy muy consciente de que las palabras plan y trazado provienen del ámbito humano y que por eso, a lo sumo, pueden ser válidas como metáforas. Pero se comprende que el lenguaje no puede proporcionarnos conceptos extrahumanos con los que aproximarnos a lo que se quiere decir. ¿Qué más puedo decir sobre mi concepto de verdad en las ciencias naturales?». «Sí, sí, ahora los positivistas podrían objetar, y con razón, que tus palabras son poco claras, que estás diciendo tonterías, y pueden estar orgullosos de que a ellos no les sucede tal cosa. Pero ¿dónde hay más verdad, en lo claro o en lo que no lo es? Niels cita: ‘La verdad habita en el abismo’. Pero ¿existe un abismo y existe una verdad? Y ese abismo, ¿tiene algo que ver con la pregunta sobre la vida y la muerte?». La conversación se paró por un momento ya que un enorme transatlántico navegaba unos cuantos metros delante de nosotros y con sus luces parecía algo fantástico y casi irreal en el crepúsculo azul claro. Durante algunos instantes me quedé absorto soñando con los destinos humanos que se podrían desarrollar tras los ojos de buey iluminados. Luego, en mi fantasía, las preguntas de Wolfgang se convirtieron en preguntas sobre el buque: ¿qué era el buque en realidad? ¿Era una masa de hierros con una fuente de energía, un sistema eléctrico de cables y bombillas? ¿O era la expresión de una intención humana, una figura formada como resultado de relaciones entre las personas? ¿O era la consecuencia de las leyes biológicas de la naturaleza que, como objeto de su fuerza formadora, no sólo habían usado moléculas de proteínas en este caso, sino también acero y corrientes eléctricas? La palabra intención, ¿es solamente un reflejo de esta fuerza formadora o de las leyes naturales en la conciencia humana? ¿Y qué significa la palabra solamente en este contexto? Mi soliloquio volvió a dirigirse a las cuestiones generales. ¿Sería algo totalmente absurdo pensar que existe una conciencia detrás de las estructuras que ordenan el universo, cuya intención revelan dichas estructuras? Claro que estamos «antropomorfizando» el problema si lo planteamos de esta manera, porque el término conciencia es una creación de la experiencia humana. Es decir, este término no debería usarse fuera del campo de actuación del ámbito humano. Pero si hacemos restricciones tan fuertes tampoco podríamos hablar, por ejemplo, de la conciencia de un animal, aunque nos damos cuenta de que tiene cierto sentido hablar así. Se percibe que el significado del concepto conciencia se amplía y desdibuja cuando lo usamos fuera del ámbito humano. Los positivistas tienen una solución muy fácil a este problema. Hay que dividir el mundo en lo que se puede decir con claridad y en lo que se debe callar. Por tanto, aquí tendríamos que callarnos. Pero no hay filosofía tan carente de sentido como ésta, porque no hay casi nada que se pueda expresar claramente. Si se elimina todo lo oscuro, probablemente sólo nos quedarían algunas tautologías absolutamente faltas de interés. Wolfgang reanudó el diálogo, con lo que se interrumpieron mis meditaciones. «Has mencionado antes que no te resulta extraño el lenguaje de las imágenes y metáforas usado por las antiguas religiones, y que por eso no estás de acuerdo con las limitaciones impuestas por los positivistas. También has dado a entender que, según tu opinión, las diferentes religiones con sus muy variadas imágenes pretenden expresar prácticamente el mismo estado de cosas que, según has dicho, está íntimamente ligado al problema de los valores. ¿Qué has querido decir exactamente con esto y qué tiene que ver este estado de cosas —para usar tu expresión— con tu concepto de la verdad?». «La cuestión de los valores es la cuestión de qué debemos hacer, a qué aspiramos y cómo hemos de comportarnos. Por tanto, es una pregunta planteada por el hombre en relación con el hombre. Es la cuestión de la brújula que debe orientarnos cuando buscamos nuestro camino en la vida. Esta brújula ha tenido nombres muy diversos en las diferentes religiones y concepciones del mundo: felicidad, voluntad divina, sentido…, por nombrar sólo algunos. La diversidad en las denominaciones denota las profundas diferencias presentes en la estructura de la conciencia de los grupos humanos que han denominado así su brújula. No pretendo minimizar estas diferencias, pero tengo la impresión de que en todas estas formulaciones de lo que se trata es de las relaciones del ser humano con el orden central del mundo. Naturalmente, sabemos que la realidad depende de la estructura de nuestra conciencia; el ámbito objetivable forma sólo una pequeña parte de nuestra realidad. Pero incluso allí donde se pregunta por el campo subjetivo, ese orden central actúa, y por eso nos deniega el derecho a considerar las imágenes de ese ámbito como un juego del azar o de la arbitrariedad. De todas formas, en el campo subjetivo, ya sea en el del individuo o en el de los pueblos, puede haber mucha confusión. Los demonios, por así decir, pueden gobernar y hacer de las suyas, o, para decirlo de forma más científica, pueden actuar órdenes parciales incompatibles y desgajados del orden central. Sin embargo, al final siempre se impone el orden central, ese Uno, para emplear la terminología antigua, con el que nos ponemos en contacto mediante el lenguaje religioso. Cuando se plantea el problema de los valores, parece existir la reivindicación de que deberíamos actuar según este orden central precisamente para evitar la confusión que puede surgir de los órdenes parciales que se han desgajado. La eficacia del Uno ya está demostrada por el hecho de que consideramos lo ordenado como lo bueno, lo confuso y caótico como lo malo. La visión de una ciudad arrasada por una bomba atómica nos parece horrible, pero nos alegra contemplar cómo se puede transformar un desierto en una zona floreciente y fructífera. En lo que respecta a las ciencias experimentales, el orden central se reconoce en la posibilidad de usar tales metáforas como ‘la naturaleza ha sido trazada según este plan’. Es aquí donde se vincula mi definición de la verdad con el contenido manifestado por las religiones. Creo que se pueden pensar mucho mejor estas relaciones desde que se ha comprendido la teoría cuántica, pues en ella podemos formular, mediante el lenguaje abstracto de las matemáticas, órdenes unitarios sobre campos muy amplios. Pero al mismo tiempo nos damos cuenta de que, si queremos describir los efectos de tales órdenes usando el lenguaje común, tenemos que recurrir a las metáforas, a puntos de vista complementarios que implican paradojas y contradicciones aparentes». «Es verdad que este modo de pensar es bastante comprensible», replicó Wolfgang, «pero ¿qué quieres decir cuando afirmas que el orden central siempre se termina imponiendo? Este orden está o no está. ¿Pero qué quieres decir con que se impone?». «Con esto me refiero a algo muy banal, por ejemplo, después de cada invierno crecen de nuevo las flores en las praderas, y tras cada guerra se reconstruyen las ciudades. En resumen, que el caos siempre termina por transformarse en algo ordenado». Continuamos caminando algún tiempo uno junto a otro en silencio y pronto llegamos a la punta septentrional de la Línea Larga. Desde allí continuamos nuestro camino por el estrecho malecón que conduce a la dársena hasta el pequeño faro. En el norte aún se veía una banda rojiza sobre el horizonte, indicando que el sol marchaba hacia el este sin separarse demasiado de la línea del horizonte. Se veían con claridad las siluetas de las construcciones del puerto. Después de quedarnos un rato en el extremo del malecón, Wolfgang me preguntó de pronto: «¿En el fondo crees de verdad en un Dios personal? Comprendo que es difícil dar un sentido claro a la pregunta, pero pienso que sabes adonde quiero ir con esta pregunta». «¿Me permites plantear la cuestión de otra manera?», repliqué. «Sería así: ¿puedes tú o puede alguien situarse tan cerca del orden central de las cosas o del acontecer, del que ya no cabe duda, y unirse de forma tan directa a él, tal como es posible unirse al alma de otro ser humano? Utilizo a propósito el concepto de alma, tan difícil de explicar, para que no haya malentendidos. Si me plantearas la pregunta de esta manera te diría que sí. Como aquí no se trata de mis experiencias personales, podría sacar a colación el famoso texto que Pascal siempre llevaba consigo y que él había iniciado con la palabra fuego. Pero este texto no me valdría personalmente». «¿Quieres decir que la presencia de dicho orden central puede ser tan intensa para ti como la del alma de otra persona?». «Quizás». «¿Por qué has usado aquí la palabra alma y no hablado simplemente de otra persona?». «Porque aquí alma significa precisamente ese orden central, el centro de un ser que puede ser multiforme y complejo en su apariencia externa». «No sé si puedo estar totalmente de acuerdo contigo. No hay que sobrevalorar las propias experiencias». «Claro que no, pero también en las ciencias naturales todo radica en las propias experiencias o en las experiencias que otros nos relatan de manera fidedigna». «Quizás no debería haber planteado la pregunta de esa manera. De todas formas, prefiero que volvamos a nuestro problema inicial: la filosofía positivista. Te resulta extraña porque no podrías hablar de todas las cosas que hemos hablado si tuvieras que hacer caso a sus prohibiciones. Pero ¿concluirías de esto que esta filosofía es completamente ajena al mundo de los valores? ¿Que, por principio, no puede haber ningún tipo de ética en ella?». «Eso es lo que parece a primera vista; sin embargo, desde el punto de vista histórico es probablemente al revés. Este positivismo del que estamos hablando y que percibimos hoy en día se ha desarrollado a partir del pragmatismo y de su actitud ética inherente. El pragmatismo ha enseñado al individuo que no debía cruzarse de brazos, sino tomar responsabilidades él mismo y esforzarse por realizar lo más próximo sin pensar de entrada en mejorar el mundo, y ha enseñado a actuar, allí donde le alcancen las fuerzas, para conseguir un orden mejor en los ámbitos pequeños. En este sentido el pragmatismo me parece incluso mucho mejor que la mayoría de las viejas religiones, porque las viejas doctrinas nos hacen caer fácilmente en una cierta pasividad y nos someten a lo que parece inevitable, cuando se podrían aún hacer tantas cosas mejores. Hay que comenzar con lo pequeño cuando se quiere mejorar lo grande; éste es un excelente principio en el ámbito de la conducta práctica y este camino puede ser incluso correcto en buena parte para la ciencia, siempre y cuando no perdamos de vista el gran nexo. En la física de Newton parece que ambas vías han sido eficientes: el estudio cuidadoso de las particularidades y la perspectiva de la totalidad. Pero el positivismo en su forma actual se equivoca porque no quiere ver el gran nexo general que —quizás exagero un poco con mi crítica aquí— lo deja en la niebla conscientemente o, por lo menos, no anima a nadie a pensar en él». «Sabes que comprendo perfectamente tu crítica al positivismo. Pero todavía no has contestado a mi pregunta. Si en esta actitud, mezcla de pragmatismo y positivismo, hay una ética —y tienes razón al decir que la hay, pues se la ve actuando continuamente en América y en Inglaterra—, ¿de dónde toma esta ética la brújula que la orienta? Has afirmado que al fin y al cabo la brújula siempre proviene sólo de la relación con el orden central, pero ¿dónde encuentras esta relación en el pragmatismo?». «Aquí coincido con la tesis de Max Weber cuando afirma que, a fin de cuentas, la ética del pragmatismo proviene del calvinismo, es decir, del cristianismo. Cuando en este mundo occidental nos preguntamos por lo bueno y lo malo, lo deseable y lo condenable, siempre nos encontramos con la escala de valores cristiana, incluso allí donde las imágenes y metáforas de esta religión ya no tienen vigencia. Si algún día se apaga por completo la fuerza magnética que ha guiado el movimiento de esta brújula —y por cierto, esta fuerza magnética sólo puede emanar del orden central—, entonces me temo que ocurrirán cosas terribles, incluso peores que los campos de concentración y las bombas atómicas. Pero no era nuestra intención hablar de este aspecto tan sombrío del mundo y quizás el ámbito central ya se hace visible por sí mismo en otro lugar. En la ciencia es como ha dicho Niels: podemos declararnos plenamente conformes con las exigencias de pragmáticos y positivistas, es decir, cuidado y precisión en el detalle y extrema claridad en el lenguaje. Pero hemos de pasar por encima de sus prohibiciones, porque si no podemos hablar y meditar sobre los grandes nexos generales, perderemos también la brújula con la que nos orientamos». A pesar de lo avanzado de la hora, una lanchita atracó en el malecón y nos llevó de vuelta a Kongens Nytorv, desde donde pudimos llegar sin problemas hasta la casa de Bohr.