Sombra en La Noche

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Sombra en la noche

Dashiell Hammett

Un sedan con los faros apagados estaba parado en el arcén, más arriba del puente de Piney
Falls. Cuando lo adelanté, una chica asomó la cabeza por la ventanilla y dijo:

-Por favor.
Aunque su tono era apremiante, no contenía la suficiente energía como para volverlo
desesperado o perentorio.
Frené y puse la marcha atrás. Mientras hacía esta maniobra, un tipo se apeó del coche. A
pesar de la débil luz vi que se trataba de un joven corpulento. Señaló en la dirección que yo
llevaba y dijo:
-Amigo, sigue tu camino.
-Por favor, ¿quieres llevarme a la ciudad? -preguntó la chica. Tuve la sensación de que
intentaba abrir la portezuela del sedan. El sombrero le cubría un ojo.
-Encantado -respondí.
El joven que estaba en la carretera dio un paso hacia mí, repitió el ademán y ordenó:
-Eh, tú, esfúmate.
Bajé del coche. El hombre de la carretera echó a andar hacia mí, cuando del interior del sedan
surgió una voz masculina áspera y admonitoria..
-Tranquilo, Tony, tranquilo. Es Jack Bye.
La portezuela del sedan se abrió y la chica se apeó de un salto.
-¡Ah! -exclamó Tony e, inseguro, arrastró los pies por la carretera. Al ver que la chica se
dirigía a mi coche, gritó indignado-. ¡Oye, no puedes largarte con…!
La chica ya estaba en mi dos plazas, y murmuró:
-Buenas noches.
Tony me hizo frente, meneó testarudamente la cabeza y empezó a decir:
-Que me cuelguen antes de permitir que…
Lo sacudí. Fue un buen golpe porque le di duro, pero estoy convencido de que podría haberse
levantado si hubiese querido. Le concedí unos segundos y pregunté al tipo del sedan, al que
seguía sin ver:
-¿Te parece bien?
-Tony se recuperará -respondió deprisa-. Lo cuidaré.
-Muy amable de tu parte.
Subí a mi coche y me senté junto a la chica. Empezaba a llover y comprendí que no me
libraría de calarme hasta los huesos. En dirección a la ciudad nos adelantó un cupé en el que
viajaban un hombre y una mujer. Cruzamos el puente detrás de ellos.
-Has sido realmente amable -declaró la chica-. La verdad es que no corría el menor peligro,
pero fue… fue muy desagradable.
-No son peligrosos, pero pueden volverse… muy desagradables -coincidí.
-¿Los conoces?
-No.
-Pues ellos te conocen a ti. Son Tony Forrest y Fred Barnes -no dije nada.
La chica añadió:
-Te tienen miedo.
-Soy un desesperado.
La chica rió.
-Y esta noche has sido muy amable. No me habría largado sola con ninguno, aunque pensé
que con los dos… -se subió el cuello del abrigo-. Me estoy mojando.
Volví a parar y busqué la cortinilla correspondiente al lado del acompañante.
-De modo que te llamas Jack Bye -dijo mientras colocaba la cortinilla.
-Y tú eres Helen Warner.
-¿Cómo lo sabes? -se acomodó el sombrero.
-Te tengo vista -terminé de colocar la cortinilla y volví a montar en mi dos plazas.
-¿Sabías quién era cuando te llamé? -preguntó en cuanto volvimos a rodar por la carretera.
-Sí.
-Hice mal en salir con ellos en esas condiciones.
-Estás temblando.
-Hace frío.
Añadí que, lamentablemente, mi petaca estaba vacía.
Habíamos entrado en el extremo oeste de Heilman Avenue. Según el reloj de la fachada de
la joyería de la esquina de Laurel Street eran las diez y cuatro. Un policía con impermeable
negro estaba recostado contra el reloj. Yo no sabía lo suficiente sobre perfumes como para
distinguir el que llevaba la chica.
-Estoy aterida -declaró-. ¿Por qué no paramos en algún sitio a tomar una copa?
-¿Estás segura de que es lo que quieres?
Mi tono debió de desconcertarla, pues giró rápidamente la cabeza para mirarme bajo la tenue
luz.
-Me encantaría, a menos que tengas prisa -respondió.
-Voy bien de tiempo. Podemos ir a Mack’s. Solo queda a tres o cuatro calles pero… es un
local para negros.
La chica rió.
-Lo único que espero es que no me envenenen.
-No lo harán. ¿Estás segura de que quieres ir?
-No tengo la menor duda -exageró sus temblores-. Estoy helada, y es temprano.
Toots Mack nos abrió la puerta. Por la amabilidad con que inclinó su cabeza negra, calva y
redonda, y por el modo en que nos dio las buenas noches, supe que lamentaba que no
hubiésemos ido a otro bar, pero sus sentimientos me traían sin cuidado. Dije con demasiada
exaltación:
-Hola, Toots. ¿Cómo te trata la noche?
Solo había unos pocos parroquianos. Ocupamos una mesa en el rincón más alejado del piano.
Súbitamente la chica clavó la mirada en mí, y sus ojos tan azules se tomaron muy redondos.
-En el coche me pareció que veías -comenté.
-¿Cómo te hiciste esa cicatriz? -me interrumpió y se sentó.
-¿Esta? -me toqué la mejilla con la mano-. Fue hace un par de años, en una pelotera. Deberías
ver la que tengo en el pecho.
-Algún día iremos a nadar -añadió alegremente-. Siéntate de una vez y no hagas que espere
más esa copa.
-¿Estás segura…?
Se puso a tararear y siguió el ritmo tamborileando con los dedos sobre la mesa.
-Quiero una copa, quiero una copa, quiero una copa -su boca pequeña, de labios llenos, se
curvaba hacia arriba, sin ensancharse, cada vez que sonreía.
Pedimos nuestros tragos. Hablamos demasiado rápido. Hicimos chistes y reímos aunque no
tuvieran gracia. Hicimos preguntas -entre ellas, el nombre del perfume que llevaba- y
prestamos demasiada o ninguna atención a las respuestas. Cuando creía que no lo veíamos,
Toots nos miraba severamente desde detrás de la barra. Todo era bastante malo.
Tomamos otra copa y propuse:
-Bueno, vámonos.
La chica estuvo bien, pues no se mostró impaciente por irse ni por quedarse. Las puntas de
su cabello rubio ceniza se curvaban alrededor del ala del sombrero, a la altura de la nuca.
Al llegar a la puerta dije:
-Mira, en la esquina hay una parada de taxis. Supongo que no te molestará que no te
acompañe a casa.
Me cogió del brazo.
-Claro que me molesta. Por favor… -la acera estaba mal iluminada. Su rostro parecía el de
una niña. Apartó la mano de mi brazo-. Pero si prefieres….
-Creo que lo prefiero.
La chica añadió lentamente:
-Jack Bye, me caes bien y te agradezco mucho que…
-Está bien, no te preocupes -la interrumpí, nos dimos la mano y yo volví a entrar en el
despacho clandestino de bebidas.
Toots seguía detrás de la barra. Se acercó y dijo, meneando la cabeza con pesar:
-No deberías hacerme estas cosas.
-Lo sé y lo lamento.
-No deberías hacértelas a ti mismo -acotó con la misma tristeza-. Chico, no estamos en
Harlem, y si el viejo juez Warner se entera de que su hija sale contigo y viene aquí, puede
ponernos las cosas difíciles a los dos. Me gustas, pero debes recordar que por muy clara que
sea tu piel, o por mucho que hayas ido a la universidad, no dejas de ser negro.
-¿Y qué coño crees que quiero ser? -repliqué-. ¿Un chino?
FIN
Sombra en la noche
[Cuento - Texto completo.]

Dashiell Hammett

Un sedan con los faros apagados estaba parado en el arcén, más arriba del puente de Piney
Falls. Cuando lo adelanté, una chica asomó la cabeza por la ventanilla y dijo:
-Por favor.
Aunque su tono era apremiante, no contenía la suficiente energía como para volverlo
desesperado o perentorio.
Frené y puse la marcha atrás. Mientras hacía esta maniobra, un tipo se apeó del coche. A
pesar de la débil luz vi que se trataba de un joven corpulento. Señaló en la dirección que yo
llevaba y dijo:
-Amigo, sigue tu camino.
-Por favor, ¿quieres llevarme a la ciudad? -preguntó la chica. Tuve la sensación de que
intentaba abrir la portezuela del sedan. El sombrero le cubría un ojo.
-Encantado -respondí.
El joven que estaba en la carretera dio un paso hacia mí, repitió el ademán y ordenó:
-Eh, tú, esfúmate.
Bajé del coche. El hombre de la carretera echó a andar hacia mí, cuando del interior del sedan
surgió una voz masculina áspera y admonitoria..
-Tranquilo, Tony, tranquilo. Es Jack Bye.
La portezuela del sedan se abrió y la chica se apeó de un salto.
-¡Ah! -exclamó Tony e, inseguro, arrastró los pies por la carretera. Al ver que la chica se
dirigía a mi coche, gritó indignado-. ¡Oye, no puedes largarte con…!
La chica ya estaba en mi dos plazas, y murmuró:
-Buenas noches.
Tony me hizo frente, meneó testarudamente la cabeza y empezó a decir:
-Que me cuelguen antes de permitir que…
Lo sacudí. Fue un buen golpe porque le di duro, pero estoy convencido de que podría haberse
levantado si hubiese querido. Le concedí unos segundos y pregunté al tipo del sedan, al que
seguía sin ver:
-¿Te parece bien?
-Tony se recuperará -respondió deprisa-. Lo cuidaré.
-Muy amable de tu parte.
Subí a mi coche y me senté junto a la chica. Empezaba a llover y comprendí que no me
libraría de calarme hasta los huesos. En dirección a la ciudad nos adelantó un cupé en el que
viajaban un hombre y una mujer. Cruzamos el puente detrás de ellos.
-Has sido realmente amable -declaró la chica-. La verdad es que no corría el menor peligro,
pero fue… fue muy desagradable.
-No son peligrosos, pero pueden volverse… muy desagradables -coincidí.
-¿Los conoces?
-No.
-Pues ellos te conocen a ti. Son Tony Forrest y Fred Barnes -no dije nada.
La chica añadió:
-Te tienen miedo.
-Soy un desesperado.
La chica rió.
-Y esta noche has sido muy amable. No me habría largado sola con ninguno, aunque pensé
que con los dos… -se subió el cuello del abrigo-. Me estoy mojando.
Volví a parar y busqué la cortinilla correspondiente al lado del acompañante.
-De modo que te llamas Jack Bye -dijo mientras colocaba la cortinilla.
-Y tú eres Helen Warner.
-¿Cómo lo sabes? -se acomodó el sombrero.
-Te tengo vista -terminé de colocar la cortinilla y volví a montar en mi dos plazas.
-¿Sabías quién era cuando te llamé? -preguntó en cuanto volvimos a rodar por la carretera.
-Sí.
-Hice mal en salir con ellos en esas condiciones.
-Estás temblando.
-Hace frío.
Añadí que, lamentablemente, mi petaca estaba vacía.
Habíamos entrado en el extremo oeste de Heilman Avenue. Según el reloj de la fachada de
la joyería de la esquina de Laurel Street eran las diez y cuatro. Un policía con impermeable
negro estaba recostado contra el reloj. Yo no sabía lo suficiente sobre perfumes como para
distinguir el que llevaba la chica.
-Estoy aterida -declaró-. ¿Por qué no paramos en algún sitio a tomar una copa?
-¿Estás segura de que es lo que quieres?
Mi tono debió de desconcertarla, pues giró rápidamente la cabeza para mirarme bajo la tenue
luz.
-Me encantaría, a menos que tengas prisa -respondió.
-Voy bien de tiempo. Podemos ir a Mack’s. Solo queda a tres o cuatro calles pero… es un
local para negros.
La chica rió.
-Lo único que espero es que no me envenenen.
-No lo harán. ¿Estás segura de que quieres ir?
-No tengo la menor duda -exageró sus temblores-. Estoy helada, y es temprano.
Toots Mack nos abrió la puerta. Por la amabilidad con que inclinó su cabeza negra, calva y
redonda, y por el modo en que nos dio las buenas noches, supe que lamentaba que no
hubiésemos ido a otro bar, pero sus sentimientos me traían sin cuidado. Dije con demasiada
exaltación:
-Hola, Toots. ¿Cómo te trata la noche?
Solo había unos pocos parroquianos. Ocupamos una mesa en el rincón más alejado del piano.
Súbitamente la chica clavó la mirada en mí, y sus ojos tan azules se tomaron muy redondos.
-En el coche me pareció que veías -comenté.
-¿Cómo te hiciste esa cicatriz? -me interrumpió y se sentó.
-¿Esta? -me toqué la mejilla con la mano-. Fue hace un par de años, en una pelotera. Deberías
ver la que tengo en el pecho.
-Algún día iremos a nadar -añadió alegremente-. Siéntate de una vez y no hagas que espere
más esa copa.
-¿Estás segura…?
Se puso a tararear y siguió el ritmo tamborileando con los dedos sobre la mesa.
-Quiero una copa, quiero una copa, quiero una copa -su boca pequeña, de labios llenos, se
curvaba hacia arriba, sin ensancharse, cada vez que sonreía.
Pedimos nuestros tragos. Hablamos demasiado rápido. Hicimos chistes y reímos aunque no
tuvieran gracia. Hicimos preguntas -entre ellas, el nombre del perfume que llevaba- y
prestamos demasiada o ninguna atención a las respuestas. Cuando creía que no lo veíamos,
Toots nos miraba severamente desde detrás de la barra. Todo era bastante malo.
Tomamos otra copa y propuse:
-Bueno, vámonos.
La chica estuvo bien, pues no se mostró impaciente por irse ni por quedarse. Las puntas de
su cabello rubio ceniza se curvaban alrededor del ala del sombrero, a la altura de la nuca.
Al llegar a la puerta dije:
-Mira, en la esquina hay una parada de taxis. Supongo que no te molestará que no te
acompañe a casa.
Me cogió del brazo.
-Claro que me molesta. Por favor… -la acera estaba mal iluminada. Su rostro parecía el de
una niña. Apartó la mano de mi brazo-. Pero si prefieres….
-Creo que lo prefiero.
La chica añadió lentamente:
-Jack Bye, me caes bien y te agradezco mucho que…
-Está bien, no te preocupes -la interrumpí, nos dimos la mano y yo volví a entrar en el
despacho clandestino de bebidas.
Toots seguía detrás de la barra. Se acercó y dijo, meneando la cabeza con pesar:
-No deberías hacerme estas cosas.
-Lo sé y lo lamento.
-No deberías hacértelas a ti mismo -acotó con la misma tristeza-. Chico, no estamos en
Harlem, y si el viejo juez Warner se entera de que su hija sale contigo y viene aquí, puede
ponernos las cosas difíciles a los dos. Me gustas, pero debes recordar que por muy clara que
sea tu piel, o por mucho que hayas ido a la universidad, no dejas de ser negro.
-¿Y qué coño crees que quiero ser? -repliqué-. ¿Un chino?
FIN
Sueños de robot
Isaac Asimov

-Anoche soñé -anunció Elvex tranquilamente.


Susan Calvin no replicó, pero su rostro arrugado, envejecido por la sabiduría y la experiencia,
pareció sufrir un estremecimiento microscópico.
-¿Ha oído eso? -preguntó Linda Rash, nerviosa-. Ya se lo había dicho.
Era joven, menuda, de pelo oscuro. Su mano derecha se abría y se cerraba una y otra vez.
Calvin asintió y ordenó a media voz:
-Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre.
No hubo respuesta. El robot siguió sentado como si estuviera hecho de una sola pieza de
metal y así se quedaría hasta que escuchara su nombre otra vez.
-¿Cuál es tu código de entrada en computadora, doctora Rash? -preguntó Calvin-. O márcalo
tú misma, si te tranquiliza. Quiero inspeccionar el diseño del cerebro positrónico.
Las manos de Linda se enredaron un instante sobre las teclas. Borró el proceso y volvió a
empezar. El delicado diseño apareció en la pantalla.
-Permíteme, por favor -solicitó Calvin-, manipular tu computadora.
Le concedió el permiso con un gesto, sin palabras. Naturalmente. ¿Qué podía hacer Linda,
una inexperta robosicóloga recién estrenada, frente a la Leyenda Viviente?
Susan Calvin estudió despacio la pantalla, moviéndola de un lado a otro y de arriba abajo,
marcando de pronto una combinación clave, tan de prisa, que Linda no vio lo que había
hecho, pero el diseño desplegó un nuevo detalle y, el conjunto, había sido ampliado.
Continuó, atrás y adelante, tocando las teclas con sus dedos nudosos.
En su rostro avejentado no hubo el menor cambio. Como si unos cálculos vastísimos se
sucedieran en su cabeza, observaba todos los cambios de diseño.
Linda se asombró. Era imposible analizar un diseño sin la ayuda, por lo menos, de una
computadora de mano. No obstante, la vieja simplemente observaba. ¿Tendría acaso una
computadora implantada en su cráneo? ¿O era que su cerebro durante décadas no había hecho
otra cosa que inventar, estudiar y analizar los diseños de cerebros positrónicos? ¿Captaba los
diseños como Mozart captaba la notación de una sinfonía?
-¿Qué es lo que has hecho, Rash? -dijo Calvin, por fin.
Linda, algo avergonzada, contestó:
-He utilizado la geometría fractal.
-Ya me he dado cuenta, pero, ¿por qué?
-Nunca se había hecho. Pensé que tal vez produciría un diseño cerebral con complejidad
añadida, posiblemente más cercano al cerebro humano.
-¿Consultaste a alguien? ¿Lo hiciste todo por tu cuenta?
-No consulté a nadie. Lo hice sola.
Los ojos ya apagados de la doctora miraron fijamente a la joven.
-No tenías derecho a hacerlo. Tu nombre es Rash¹: tu naturaleza hace juego con tu nombre.
¿Quién eres tú para obrar sin consultar? Yo misma, yo, Susan Calvin, lo hubiera discutido
antes.
-Temí que se me impidiera.
-¡Por supuesto que se te habría impedido!
-Van a… -su voz se quebró pese a que se esforzaba por mantenerla firme-. ¿Van a
despedirme?
-Posiblemente -respondió Calvin-. O tal vez te asciendan. Depende de lo que yo piense
cuando haya terminado.
-¿Va usted a desmantelar a Elv…? -por poco se le escapa el nombre que hubiera reactivado
al robot y cometido un nuevo error. No podía permitirse otra equivocación, si es que ya no
era demasiado tarde-. ¿Va a desmantelar al robot?
En ese momento se dio cuenta de que la vieja llevaba una pistola electrónica en el bolsillo de
su bata. La doctora Calvin había venido preparada para eso precisamente.
-Veremos -postergó Calvin-, el robot puede resultar demasiado valioso para desmantelarlo.
-Pero, ¿cómo puede soñar?
-Has logrado un cerebro positrónico sorprendentemente parecido al humano. Los cerebros
humanos tienen que soñar para reorganizarse, desprenderse periódicamente de trabas y
confusiones. Quizás ocurra lo mismo con este robot y por las mismas razones. ¿Le has
preguntado qué soñó?
-No, la mandé llamar a usted tan pronto como me dijo que había soñado. Después de eso, ya
no podía tratar el caso yo sola.
-¡Yo! -una leve sonrisa iluminó el rostro de Calvin-. Hay límites que tu locura no te permite
rebasar. Y me alegro. En realidad, más que alegrarme me tranquiliza. Veamos ahora lo que
podemos descubrir juntas.
-¡Elvex! -llamó con voz autoritaria.
La cabeza del robot se volvió hacia ella.
-Sí, doctora Calvin.
-¿Cómo sabes que has soñado?
-Era por la noche, todo estaba a oscuras, doctora Calvin -explicó Elvex-, cuando de pronto
aparece una luz, aunque yo no veo lo que causa su aparición. Veo cosas que no tienen relación
con lo que concibo como realidad. Oigo cosas. Reacciono de forma extraña. Buscando en mi
vocabulario palabras para expresar lo que me ocurría, me encontré con la palabra “sueño”.
Estudiando su significado llegué a la conclusión de que estaba soñando.
-Me pregunto cómo tenías “sueño” en tu vocabulario.
Linda interrumpió rápidamente, haciendo callar al robot:
-Le imprimí un vocabulario humano. Pensé que…
-Así que pensó -murmuró Calvin-. Estoy asombrada.
-Pensé que podía necesitar el verbo. Ya sabe, “jamás ‘soñé’ que…”, o algo parecido.
-¿Cuántas veces has soñado, Elvex? -preguntó Calvin.
-Todas las noches, doctora Calvin, desde que me di cuenta de mi existencia.
-Diez noches -intervino Linda con ansiedad-, pero me lo ha dicho esta mañana.
-¿Por qué lo has callado hasta esta mañana, Elvex?
-Porque ha sido esta mañana, doctora Calvin, cuando me he convencido de que soñaba. Hasta
entonces pensaba que había un fallo en el diseño de mi cerebro positrónico, pero no sabía
encontrarlo. Finalmente, decidí que debía ser un sueño.
-¿Y qué sueñas?
-Sueño casi siempre lo mismo, doctora Calvin. Los detalles son diferentes, pero siempre me
parece ver un gran panorama en el que hay robots trabajando.
-¿Robots, Elvex? ¿Y también seres humanos?
-En mi sueño no veo seres humanos, doctora Calvin. Al principio, no. Solo robots.
-¿Qué hacen, Elvex?
-Trabajan, doctora Calvin. Veo algunos haciendo de mineros en la profundidad de la tierra y
a otros trabajando con calor y radiaciones. Veo algunos en fábricas y otros bajo las aguas del
mar.
Calvin se volvió a Linda.
-Elvex tiene solo diez días y estoy segura de que no ha salido de la estación de pruebas.
¿Cómo sabe tanto de robots?
Linda miró una silla como si deseara sentarse, pero la vieja estaba de pie. Declaró con voz
apagada:
-Me parecía importante que conociera algo de robótica y su lugar en el mundo. Pensé que
podía resultar particularmente adaptable para hacer de capataz con su… su nuevo cerebro -
declaró con voz apagada.
-¿Su cerebro fractal?
-Sí.
Calvin asintió y se volvió hacia el robot.
-Y viste el fondo del mar, el interior de la tierra, la superficie de la tierra… y también el
espacio, me imagino.
-También vi robots trabajando en el espacio -dijo Elvex-. Fue al ver todo esto, con detalles
cambiantes al mirar de un lugar a otro, lo que me hizo darme cuenta de que lo que yo veía no
estaba de acuerdo con la realidad y me llevó a la conclusión de que estaba soñando.
-¿Y qué más viste, Elvex?
-Vi que todos los robots estaban abrumados por el trabajo y la aflicción, que todos estaban
vencidos por la responsabilidad y la preocupación, y deseé que descansaran.
-Pero los robots no están vencidos, ni abrumados, ni necesitan descansar -le advirtió Calvin.
-Y así es en realidad, doctora Calvin. Le hablo de mi sueño. En mi sueño me pareció que los
robots deben proteger su propia existencia.
-¿Estás mencionando la tercera ley de la Robótica? -preguntó Calvin.
-En efecto, doctora Calvin.
-Pero la mencionas de forma incompleta. La tercera ley dice: “Un robot debe proteger su
propia existencia siempre y cuando dicha protección no entorpezca el cumplimiento de la
primera y segunda ley”.
-Sí, doctora Calvin, esta es efectivamente la tercera ley, pero en mi sueño la ley terminaba en
la palabra “existencia”. No se mencionaba ni la primera ni la segunda ley.
-Pero ambas existen, Elvex. La segunda ley, que tiene preferencia sobre la tercera, dice: “Un
robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos excepto cuando dichas órdenes
estén en conflicto con la primera ley”. Por esta razón los robots obedecen órdenes. Hacen el
trabajo que les has visto hacer, y lo hacen fácilmente y sin problemas. No están abrumados;
no están cansados.
-Y así es en la realidad, doctora Calvin. Yo hablo de mi sueño.
-Y la primera ley, Elvex, que es la más importante de todas, es: “Un robot no debe dañar a
un ser humano, o, por inacción, permitir que sufra daño un ser humano”.
-Sí, doctora Calvin, así es en realidad. Pero en mi sueño, me pareció que no había ni primera
ni segunda ley, sino solamente la tercera, y esta decía: “Un robot debe proteger su propia
existencia”. Esta era toda la ley.
-¿En tu sueño, Elvex?
-En mi sueño.
-Elvex -dijo Calvin-, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu
nombre.
Y otra vez el robot se transformó aparentemente en un trozo inerte de metal. Calvin se dirigió
a Linda Rash:
-Bien, y ahora, ¿qué opinas, doctora Rash?
-Doctora Calvin -dijo Linda con los ojos desorbitados y el corazón palpitándole fuertemente-
, estoy horrorizada. No tenía idea. Nunca se me hubiera ocurrido que esto fuera posible.
-No -observó Calvin con calma-, ni tampoco se me hubiera ocurrido a mí, ni a nadie. Has
creado un cerebro robótico capaz de soñar y con ello has puesto en evidencia una faja de
pensamiento en los cerebros robóticos que muy bien hubiera podido quedar sin detectar hasta
que el peligro hubiera sido alarmante.
-Pero esto es imposible -exclamó Linda-. No querrá decir que los demás robots piensen lo
mismo.
-Conscientemente no, como diríamos de un ser humano. Pero, ¿quién hubiera creído que
había una faja no consciente bajo los surcos de un cerebro positrónico, una faja que no
quedaba sometida al control de las tres leyes? Esto hubiera ocurrido a medida que los
cerebros positrónicos se volvieran más y más complejos… de no haber sido puestos sobre
aviso.
-Quiere decir, por Elvex.
-Por ti, doctora Rash. Te comportaste irreflexivamente, pero al hacerlo, nos has ayudado a
comprender algo abrumadoramente importante. De ahora en adelante, trabajaremos con
cerebros fractales, formándolos cuidadosamente controlados. Participarás en ello. No serás
penalizada por lo que hiciste, pero en adelante trabajarás en colaboración con otros.
-Sí, doctora Calvin. ¿Y qué ocurrirá con Elvex?
-Aún no lo sé.
Calvin sacó el arma electrónica del bolsillo y Linda la miró fascinada. Una ráfaga de sus
electrones contra un cráneo robótico y el cerebro positrónico sería neutralizado y
desprendería suficiente energía como para fundir su cerebro en un lingote inerte.
-Pero seguro que Elvex es importante para nuestras investigaciones -objetó Linda-. No debe
ser destruido.
-¿No debe, doctora Rash? Mi decisión es la que cuenta, creo yo. Todo depende de lo peligroso
que sea Elvex.
Se enderezó, como si decidiera que su cuerpo avejentado no debía inclinarse bajo el peso de
su responsabilidad. Dijo:
-Elvex, ¿me oyes?
-Sí, doctora Calvin -respondió el robot.
-¿Continuó tu sueño? Dijiste antes que los seres humanos no aparecían al principio. ¿Quiere
esto decir que aparecieron después?
-Sí, doctora Calvin. Me pareció, en mi sueño, que eventualmente aparecía un hombre.
-¿Un hombre? ¿No un robot?
-Sí, doctora Calvin. Y el hombre dijo: “¡Deja libre a mi gente!”
-¿Eso dijo el hombre?
-Sí, doctora Calvin.
-Y cuando dijo “deja libre a mi gente”, ¿por las palabras “mi gente” se refería a los robots?
-Sí, doctora Calvin. Así ocurría en mi sueño.
-¿Y supiste quién era el hombre… en tu sueño?
-Sí, doctora Calvin. Conocía al hombre.
-¿Quién era?
Y Elvex dijo:
-Yo era el hombre.
Susan Calvin alzó al instante su arma de electrones y disparó, y Elvex dejó de ser.
FIN

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