Betty Neels - Matrimonio Sin Besos

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Amar, a pesar de todo

Betty Neels
2° Un marido ideal

Amar a pesar de todo (1987)


Título Original: Never the time and the place (1986)
Serie: 2º Un marido ideal
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección: Jazmín 479
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Julio van Tacx y Josephine Dowling

Argumento:
¡Era un hombre con un carácter insoportable, y arrogante!
Y más tarde el encuentro con Julio van Tacx sólo confirmó la primera
impresión que Josephine tenía de él. Nada en Julio se adecuaba a su imagen
de marido ideal.
Él perturbó, en gran medida, la tranquila vida de Josephine, tanto en casa
como en el hospital. ¡Después se marchó, de vuelta a Holanda, con un
alegre "Tot Ziens"!
Betty Neels – Amar, a pesar de todo – 2º Un marido ideal

Josephine tuvo que admitir que le echaba de menos, incluso su insoportable


forma de ser. Pero se sintió mejor cuando se enteró de que Tot Ziens
significaba: "Nos estaremos viendo". La pregunta era ¿cuándo?

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Capítulo 1
La lluvia caía sin cesar, formando pequeños regueros de agua que corrían hasta
la carretera arrastrando un sinfín de hojas que el viento arrancaba de los árboles. La
muchacha que iba por el camino no le daba importancia al mal tiempo, se sentía feliz
por encontrarse lejos del humo de las chimeneas y de las calles abarrotadas de gente,
así como del interminable ruido. Brillantes mechones de pelo rubio empapados por
la lluvia, caían sobre su cara. Era alta y ni el impermeable que llevaba podía ocultar
su espléndida figura.
Junto a ella iba un perro, un labrador negro que llevaba la lengua fuera, y volvía
los ojos hacia ella Cuando oía su suave voz.
—No estaré contigo para sacarte a pasear, Cuthbert, tendrás que hacerlo con
Mike o Natali cuando estén en casa. Por supuesto que vendré siempre que pueda,
pero Yorkshire está lejos de aquí —se detuvo y miró al animal—. Debería sentirme
feliz, pero no es así. ¿Supones que sólo estoy nerviosa por la boda? Tengo la terrible
sensación de que no quiero casarme. Oh, Cuthbert… —se inclinó y le acarició las
orejas mojadas y el perro le lamió la mano.
Pasaban muy pocos coches por el camino y debido al ruido de la lluvia y el
viento, no oyó al que subía la colina, que ellos ya habían dejado atrás, hasta que un
Bentley se detuvo a unos cuantos centímetros de ellos. La chica acalló los ladridos de
Cuthbert y se dirigió a la ventanilla del conductor.
—Debía haber tocado el claxon —le reclamó al chofer—, pudo habernos
atropellado.
Se encontró con la mirada más fría que jamás había visto.
—Jovencita, no acostumbro atropellar a los transeúntes. ¿Éste es un camino
privado?
—No, lleva a Ridge Giffd y después está Tisbury.
—Me pregunto por qué se ha atrevido a criticar mi manera de conducir en una
carretera pública.
Miró al hombre bien parecido, con pelo entrecano, corto y una imponente nariz.
—Es quisquilloso, ¿no es así? ¿Y ajeno a estos lugares? —se enderezó—. No le
entretengo, recuerde que las vacas de la granja Roja, situada a un kilómetro después
de la curva, cruzan la carretera a esta hora —hizo una pausa—, es ganado con
pedigrí.
El hombre soltó una carcajada, aunque no parecía divertido.
—No necesita decírmelo jovencita, aunque veo que siente satisfacción al hacerlo
—sorprendiéndola, preguntó—: ¿Es casada? —cuando ella negó con la cabeza,
añadió—: Es algo por lo que un hombre debe sentirse agradecido.
—Eso podría ser un halago. Tenga cuidado al conducir.
Él la recorrió con una mirada fría y se alejó.

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—Cualquier otro se hubiera ofrecido a llevarnos —le dijo a Cuthbert—. Si bien


no habríamos aceptado.
Reanudaron su camino, pronto oscurecería y todavía les faltaba por recorrer
más de un kilómetro.
Cruzaron por el campo para llegar a un angosto sendero rodeado de árboles.
Este iba colina abajo y tenía varias curvas, pasaba enfrente de un par de casas y
llegaba al pueblo, formado por unas cuantas casas, dos tiendas y media docena de
fachadas del siglo dieciocho. La muchacha cruzó el pueblo, saludando a la poca
gente que estaba en la calle y abrió una reja que estaba al final del pueblo. La vereda
era corta y llevaba hasta una construcción usada como garaje, después daba la vuelta
para llegar a una casa grande. La chica la rodeó, cruzó un arco de piedra y abrió una
puerta situada junto al jardín.
La pequeña habitación a la que entró quizás en otros tiempos cuarto de recreo,
ahora servía como un almacén de abrigos y gabardinas viejos, gorras deformadas,
sombreros y zapatos de todas clases. Cogió una toalla de una percha que colgaba en
la pared, secó a Cuthbert, después se quitó el impermeable y abrió otra puerta que
daba a un pasillo que terminaba en la cocina. Ésta era una habitación de techo bajo,
con una antigua mesa en el centro, sillas y un mueble de madera que ocupaba casi
toda una pared. Enfrente había una estufa y una alfombra, ocupada por un gato,
quien casi no se movió cuando Cuthbert se tumbó a su lado. La habitación tenía
varias puertas, una de las cuales estaba entreabierta.
—¿Josephine? —se oyó una voz al otro lado—. ¿Eres tú, cariño? ¿Sabes dónde
está la mermelada de fresa? Pensé que estaba en el último anaquel…
La puerta se abrió y entró la señora Dowling. Madre e hija eran muy parecidas,
la primera aún era bella, las dos tenían los ojos grises, la boca fina y el pelo del
mismo color, aunque el de la señora Dowling habían aparecido algunas canas. La
madre cuestionó, olvidándose de la mermelada:
—¿Qué tal el paseo?
—Maravilloso. No comprendo por qué trabajo en Londres, cuando podría vivir
aquí…
—No estarás allí mucho tiempo, cariño. Dentro de un mes o dos te casarás con
Malcolm y creo que los páramos de Yorkshire son tan hermosos como nuestro
campo.
Josephine cortó un trozo del asado que estaba sobre la mesa y empezó a
comérselo.
—Sí, son hermosos, pero están muy lejos.
—Los padres de Malcolm estarán contigo —señaló su madre.
—Sí.
Había pensado mucho en su futura suegra, no simpatizaban y nunca lo harían.
Cuando Josephine le expresó sus dudas al respecto a Malcolm, éste le aseguró que
congeniarían con la convivencia diaria. Malcolm iba a trabajar con su padre, y le

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parecía estupendo que vivieran cerca de la casa de sus padres. Ésta era una de las
cosas que más la preocupaban.
—La mermelada está en el anaquel de abajo, al fondo; yo la cogeré —colocó el
frasco encima de la mesa—. Durante el paseo he visto a un desconocido que iba en
un Bentley. ¿Está alguien hospedado en la finca?
La señora Dowling cortaba el pan y la mantequilla.
—No que yo sepa, pero la esposa del vicario mencionó que un hombre se
hospeda en Branton House. No sabía nada de él, aunque había oído que era un
extraño.
—¿No va a comprar ese lugar un árabe?
—¡El cielo no lo permita! Los Forsyth llevan allí cientos de años. Quizás tu
padre sepa quién es.
Pero cuando llegó su padre a la hora del té, Josephine ya había olvidado el
asunto. El señor Dowling, médico del pueblo había ido al hospital Salisbury a
examinar a un paciente y amigo, y la conversación giró en torno a este tema mientras
la familia tomó el té. Cuando terminaron, su padre se puso de pie para continuar con
sus consultas y Josephine recogió la bandeja con el té para lavar la delicada
porcelana. Después empezó a preparar la cena. Con un suspiro pensó que al otro día
por la noche estaría en Londres, sentada en su oficina escribiendo un informe. Sería
una jornada muy apretada pues habría operaciones, además el pabellón de
ginecología siempre estaba lleno, aunque la mayoría de las pacientes, permanecían
poco tiempo en el hospital.
Amaba su trabajo e iba a echarlo de menos cuando se casara con Malcolm.
Detalles como ése que con anterioridad carecían de importancia, ahora se volvían
vitales. Yorkshire estaba muy lejos de Ridge Giffard y ella era una chica hogareña.
Siempre le había gustado vivir en la vieja casa que dejó cuando fue al internado y
después para estudiar enfermería. Ahora era jefa de enfermeras de una sección, y
poseía un coche pequeño que le facilitaba ir al hogar paterno durante los fines de
semana que tenía libres. Extrañaría a Mike y a Natalie, no los veía mucho porque
estaban fuera de casa la mayor parte del año. Natalie, en el colegio y Mike cursando
el primer año en la facultad de medicina. La casa que ella y Malcolm tendrían sería
pequeña y moderna, con un jardincito, lo cual no la emocionaba mucho.
Le dio su cena a Cuthbert y a Whisker, la gata. Sacó la carne de cordero del
frigorífico y se dispuso a prepararla. Su padre estaría hambriento cuando terminara
sus numerosas consultas alrededor de las ocho. Haría un pastel de manzana con
crema para postre.
Metió el pastel en el horno, pensando en el hombre del Bentley. A esa hora ya
estaría a cientos de kilómetros de distancia y se habría olvidado de ella por completo.
Se sorprendió al comprender que eso la desilusionaba.
Él no se encontraba a cientos de kilómetros sino sólo a seis y tomaba una copa
antes de la cena, en compañía de sus anfitriones en Branton House.

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—He hablado con una muchacha cuando venía hacia aquí. Una criatura con
una hermosa cara y enormes ojos grises. Iba un labrador con ella y parecía que los
dos disfrutaban del clima. La chica me reprendió por no tocar el claxon. Debo añadir
que la dueña y su mascota iban por el medio de la carretera y parecía que
consideraban que era de ellos.
La anfitriona rió y explicó:
—Josephine Dowling es un encanto. Es la mayor de los tres hijos de nuestro
médico. Es jefa de enfermeras en St. Michael, me atrevería a decir que la conocerás.
—Me gustaría, aunque tal vez ella no me reconozca…
—No seas tonto, Julio —dijo la mujer y sonrió, ya que él era un hombre alto y
fuerte, vestía con mucha elegancia y más aún, tenía un atractivo que una mujer no
olvidaría con facilidad. Estaba segura de que cuando Josephine le viera, le
reconocería enseguida. Era una lástima que fuera a casarse… podría haber ayudado a
Julio a olvidar la reciente ruptura de su compromiso…

Veinticuatro horas más tarde, Josephine estaba sentada en su oficina con la


puerta abierta para observar las entradas y salidas de los visitantes del pabellón de
enfermos. Había sido un día de intenso trabajo, y el doctor Bull, el cirujano, había
estado de mal humor durante todo el día. Después de la última intervención, fue a la
sección, acompañado por estudiantes de enfermería que trataban de evitar que les
mirara y les hiciera preguntas, mientras iba de cama en cama. Josephine, estaba
acostumbrada a su manera de ser, le saludó y vio cómo se le erizaba el bigote, señal
de que estaba molesto.
—Tontos —casi gritó él—, solo tontos trabajan para mí —Josephine se puso de
pie y le miró—. Tú no Jo, dependo de ti. ¿Por qué tienes que irte y casarte con un
médico bobalicón? No lo sé… ¿Cómo está la última paciente?, crees que se recobrará.
Josephine le condujo por el pabellón hasta el lugar donde se encontraban las
enfermas operadas, quienes dormían.
—Va muy bien, señor. Llegó de la sala de recuperación hace una hora. Su
marido ha telefoneado… vendrá… no a verla, sólo quiere saber cómo está su esposa.
El doctor Bull podría tener mal genio, pero también era amable.
—Estaré en el hospital otra hora; si llega antes, avíseme, hablaré con él.
—Se sentirá aliviado —permaneció de pie junto a la cama, mientras el médico
reconocía a la paciente y después a las otras tres.
—Debo hacer rápidamente la ronda —murmuró él. Josephine le siguió, al igual
que la enfermera Joan Makepeace y varios estudiantes.
Había dieciséis pacientes en el pabellón y la mitad ya se había recobrado de sus
intervenciones, por lo que se reunían en pequeño grupos para charlas sobre su
estado de salud.

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El doctor Bull esperó impaciente mientras las enfermeras apresuraban a estas


damas para que volvieran a sus camas y después habló con cada una de ellas. Por
alguna razón, que Josephine no comprendía, las enfermas, casi sin excepción, le
adoraban. No era muy simpático, pero aun cuando les daba alguna mala noticia, les
hacía sentir que él podía hacerse cargo de la situación.
Ocupaba la mayor parte de su tiempo con los pacientes que no podían andar.
Les infundía seguridad, leía con atención los expedientes y algunas veces hacía
preguntas a los aprensivos estudiantes. Su ronda le llevó media hora y dejó a
Josephine más ocupada que nunca, acomodando otra vez a las pacientes y ayudando
a una enfermera a dar las medicinas. Al fin se sentó, esperando que el último de los
visitantes se fuera, para hacer el último recorrido y terminar sus informes. Recordó lo
que le había dicho el doctor Bull antes de irse del pabellón.
—Me iré a Bruselas un mes a un simposio. Un viejo amigo y colega se quedará
en mi lugar. Es inteligente, preparado y muy competente. No permitas que supla al
tipo con el que te vas a casar.
—Eso no es probable, doctor. Espero que disfrute de su estancia en Bruselas.
La llegada del personal del turno de noche interrumpió sus pensamientos. Les
dijo que empezaran a trabajar y le dio instrucciones a la enfermera que se quedaría
en su lugar.
—En cuanto a la señora Prosser —se refería a una anciana que les había
ocasionado más dificultades que todo el pabellón junto—, el doctor Bull no ve
ninguna razón por la que no pueda irse a casa dentro de dos días, eso sería el sábado.
Ella quiere permanecer aquí el fin de semana, pues asegura que no habrá nadie que
la cuide en su casa. Esta tarde no ha tenido visitas, por lo que no he podido averiguar
si eso es verdad o no. Sin embargo, necesitamos la cama y ya está en condiciones de
marcharse —se puso de pie para irse—. El doctor Bull me ha dicho que se ausentará
un mes, aunque alguien vendrá a ocupar su lugar.
Cogió su bolsa, la cual contenía todo lo que pudiera necesitar: maquillaje,
monedero, las cartas que no había tenido tiempo de leer, varias plumas, su reloj de
oro, así como un par de medias, y se despidió. Las enfermeras que habían estado en
su turno ya se habían ido. Cuando cruzó el pasillo, éste estaba vacío. Salió por la
puerta giratoria y bajó por la escalera de piedra. Se encontraba en la parte más
moderna del hospital, aunque no lo era demasiado. Las secciones de cirugía de
mujeres y ginecología se habían construido treinta años antes y se añadieron al
bloque central, que era un edificio de la época victoriana. Desde el punto de vista
arquitectónico, no era una combinación bella. Sin embargo era peor en el lado
opuesto, donde últimamente habían ampliado el hospital.
Tenía un equipo moderno, una bonita sala de espera para los parientes,
guardarropas para el personal y ascensores que casi nunca se estropeaban. De
cualquier modo, las enfermeras preferían el ala victoriana, si bien los pacientes lo
consideraban lúgubre.

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Josephine bajó de prisa por la escalera y asomó la cabeza por la puerta giratoria
del pabellón que se encontraba debajo del suyo; al comprobar que Mercy Latimer ya
no estaba, siguió su camino.
En la planta baja cruzó el vestíbulo y entró en un oscuro pasillo que terminaba
en una puerta grande que tenía el letrero «Sólo enfermeras». Llegó a otro pasillo,
muy limpio y con olor a cera para muebles y subió por la escalera que se encontraba
al final. Las jefas de enfermeras tenían las habitaciones en el primer piso, a las cuales
se llegaba por una puerta giratoria que estaba en el descansillo y una vez que
Josephine la cruzó, pudo oír el murmullo. Abrió su puerta, dejó el bolso y la capa y
se dirigió hacia el sitio de donde provenía el ruido.
Había una media docena de mujeres jóvenes en la pequeña cocina, preparando
té. Se llevaba bien con todas, ya que había hecho las prácticas juntas en St. Michael.
—¿Has terminado tarde? —le preguntó Mercy.
—El doctor Bull quiere que tenga listos todos los informes, se va por un mes.
—Mejor para ti —dijo una joven de pelo rubio—. Piensa en todas las camas
vacías.
—Tendrás suerte —reiteró Caroline Webster, la jefa de enfermeras del
quirófano, mientras movía el té en una jarra—. Alguien que según me han dicho le
gusta mucho el trabajo, le sustituirá. Va a ir al quirófano mañana por la tarde con el
doctor Bull. Supongo que tú los acompañarás.
Josephine sirvió leche en una taza y le puso azúcar.
—Espero que no, sabes cómo es el día siguiente a las operaciones, con sueros,
múltiples medicamentos y las pobres pacientes que no se sienten bien. La señora
Prosser tendrá a alguien nuevo con quien quejarse. Ya verás cómo el sábado cuando
la tengamos lista para irse a casa, le convencerá para que la permita quedarse.

Cuando a la mañana siguiente, Josephine se presentó a trabajar, descubrió que


habían surgido problemas durante la noche. Las pacientes operadas habían dormido
bien, debido a la anestesia, las demás habían sido molestadas varias veces por la
señora Prosser, que no dejó de quejarse y de pedir té y bebidas frías, así como la
cuña. La enfermera de turno la hizo ver que llevaba varios días levantándose y podía
ir sola al baño, pero la enferma organizó tanto escándalo que se vieron forzadas a
atenderla. Ahora estaba acostada y se declaraba incapaz de ponerse de pie.
Josephine oyó el informe de la enfermera y le dijo que podía retirarse,
prometiéndole que algo se haría antes de la noche. Cuando las enfermeras fueron a
servir los desayunos, le pidió a Joan que se quedara con ella un momento.
—La instalaremos en la sala que está al otro extremo del pabellón, la que no
usamos a menos que sea necesario. No debemos descuidarle, pero allí podrá
sentarse, comer y cuando el doctor Bull haga su ronda, veré si él puede hablar con
ella.

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Josephine supervisó el cambio. En un principio, la señora Prosser estaba


encantada por recibir tanta atención, pero cuando descubrió que iba a estar sola, se
molestó.
Señora Prosser, si se siente tan mal como dice, creo que debemos instalarla en
un lugar tranquilo. Creo que el doctor Bull estará de acuerdo conmigo. Él vendrá
más tarde y usted podrá decirle con exactitud cuáles son sus problemas. Su
temperatura y su pulso son normales, ya ha desayunado y no ha sentido náuseas.
Josephine dejó la puerta de la señora Prosser medio abierta y se fue.
Supervisando todos los detalles, el pabellón poco a poco adquirió la organización
que ella esperaba. Las enfermas fueron atendidas, aseadas y finalmente las
acomodaron en sus lechos. Las que podían, se levantaron y anduvieron un poco, las
que no, se las alentó para que bajaran las piernas de la cama y con la ayuda de las
enfermeras, dieron unos pasos por la habitación. Después volvieron a sus camas.
Mientras tanto, Joan Makepeace y la auxiliar empezaron con los tratamientos y
cambios de vendajes.
El doctor Bull se presentó cuando Josephine, después de confirmar que todo iba
bien en la sala, pensaba ir a tomar su café. Entró en el pabellón de buen humor,
acompañado del colega que iba a ocupar su lugar. ¡Era el hombre del Bentley!
—Jo, veo que todo va bien; nunca he podido reprenderte. He traído al doctor
Julio van Tacx quien hará el trabajo en mi ausencia. Julio, te presento a mi jefa de
enfermeras favorita, Josephine Dowling. Es una lástima que se vaya a casar.
Josephine extendió una mano, la cual fue estrechada con fuerza.
—¿Cómo está?
—Ya nos conocíamos, ¿no es así?
—¿En dónde? —preguntó el otro cirujano.
—En mitad de un camino rural, bajo una tempestad. La señorita Dowling se
quejó de mi manera de conducir.
—Creo que trabajarán muy bien juntos. Éste es uno de los pabellones mejor
dirigidos del hospital.
El doctor van Tacx inclinó un poco la cabeza y Josephine consideró que era un
gesto burlón. También le pareció burlona su respuesta:
—Por supuesto.
—Le aseguro que mi equipo de enfermeras y yo haremos todo lo posible para
facilitarle las cosas, doctor van Tacx —enfatizó Josephine.
—No espero que las cosas resulten fáciles, pero creo que nos entenderemos.
Como no había nada que responder, Jo los condujo hasta la primera cama y
comenzó la ronda en compañía de los estudiantes, Joan Makepeace y una auxiliar
que llevaba los expedientes. El recorrido duró el doble de tiempo, puesto que tenían
que explicarle al doctor van Tacx todos los síntomas, así como leerle cada anotación,
antes de discutir el diagnóstico en voz baja al pie de cada cama. Aunque Josephine

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anhelaba tomar un café, no mostró ningún vestigio de su impaciencia y dio


respuestas adecuadas a las preguntas que le hicieron. También dio los tratamientos
que seguía cada enfermera eficiente, tanto, que el doctor Bull señaló:
—No es necesario que seas tan perfecta sólo porque el doctor van Tacx está
aquí.
—Creo que debo tratarle de la misma forma que siempre le he tratado a usted.
¿Quiere ver a la señora Prosser? La puse en la sala adjunta. Anoche mantuvo
despiertas a sus compañeras y está convencida de que no podrá irse a casa. Le sugerí
que si estaba sola comenzaría a sentirse mejor.
—¿Debo verla? ¿Hay algún problema?
—Nada en absoluto.
—En ese caso… —la miró—. ¿Crees qué debo hablar con ella?
Jo asintió y los llevó con la mujer. La encontraron sentada en la cama,
esperándolos. No perdió tiempo en dar los buenos días, sino que comenzó su ataque
sin preámbulos. Permanecieron de pie, escuchándola, hasta que hizo una pausa por
quedarse sin aliento.
—Bien, señora Prosser —dijo el doctor Bull—, aquí está un especialista
prestigioso que ha venido a examinarla. Creo que si él la encuentra en buen estado,
se irá a casa el sábado.
Josephine tuvo que admitir que el doctor van Tacx trató a la señora Prosser con
un toque maestro. La examinó con cuidado, impresionando a la enferma, después le
dio un breve discurso, terminando con la observación de que tenía la suficiente
fuerza y habilidad para marcharse.
Josephine, se vio forzada a admitir su admiración por el trato que había dado a
la problemática paciente. La acomodó sobre las almohadas y condujo a los médicos a
su oficina. El doctor Bull estaba de buen humor, por lo que el descanso se prolongó el
doble de lo habitual, lo que significaba que Jo se retrasaría en su trabajo. Era una
chica de buen carácter y paciente. Sirvió el café para los tres y se sentó a tomar el
suyo detrás de su escritorio. El doctor Bull se arrellanó en una silla de lona que estaba
en una esquina de la pequeña habitación y el holandés se apoyó sobre el radiador.
Por supuesto que no era hora de una charla social. De inmediato hablaron sobre
varios problemas que se habían presentado durante el recorrido y de vez en cuando
se dirigían a ella para que verificara algún punto. Cuando se marchaban, el doctor
van Tacx se detuvo junto a la puerta y le dijo:
—Pronto la veré, señorita Dowling. Hay uno o dos puntos que debemos
discutir. Espero que tengamos una relación agradable.
—Así lo espero también, doctor —dijo Josephine. Cuando la puerta se cerró
hizo una mueca—. ¡Bah! —se disponía a continuar con su trabajo cuando la puerta se
volvió a abrir y apareció la cabeza del médico.
—¿Ha olvidado aquel incidente? —sonrió con encanto y por el momento ella se
sintió cautivada. Antes de que pudiera responderle, volvió a desaparecer, dejándola
desconcertada.

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Durante la comida, las enfermeras hablaron de él.


—¡Tiene una voz maravillosa! —expresó Mercy—. Eres afortunada Caroline, ya
que le verás cuatro veces a la semana.
—Lo sé —dijo Caroline, una joven bonita de pelo rubio y rizado y ojos azules—.
Tengo suerte de que Jo no esté conmigo, pues no tendría ninguna oportunidad,
tampoco vosotras.
—Habla sólo por ti —corrigió Mercy y después se dirigió a Jo—. ¿Qué opinas?
—Que es eficiente en su trabajo o el doctor Bull no le hubiera cedido su lugar.
—¿No te gusta?
—No le conozco. ¿Alguna sabe algo de él?
—No mucho. Es holandés, ha estudiado aquí y en Holanda, vive cerca de
Leiden, tiene una brillante carrera y le gusta ponerle mucha azúcar a su café.
—No está mal, si consideramos que le has conocido esta mañana.
—Espera una semana. Jo. Averiguaré si está casado o tiene novia. Me inclino
por lo primero ya que no es muy joven. Tal vez tenga un par de hijos y una esposa…
—¿Entonces por qué ella no ha venido con él? Quiero decir que se hospeda en
un apartamento lujoso, detrás de Harrods, según le oí decir a Chubb, el portero
principal, le dijo a uno de sus compañeros que le llevara unas maletas a ese sitio.
Varios pares de ojos se volvieron hacia Mercy, quien añadió:
—Aún más, oí decir que el doctor van Tacx tiene amigos en Wiltshire.
Tisbury… —hizo una pausa—. Jo, tú vives cerca.
—Le conocí cuando estuve en casa. Pasó junto a mí en su coche, iba hacia
Tisbury, pero podría haber ido a varios pueblos.
—¿Cómo sabes que era él?
—Se detuvo. Llovía mucho —dijo, como si eso fuera suficiente explicación.
—¡Qué oportunidad! Tenías que ser tú, Jo, que estás comprometida con
Malcolm.
Cuando Josephine volvió al pabellón, pensó que algo la inquietaba. Menos mal
que esa tarde vería a Malcolm. No le había visto desde hacía una semana, quizá ésa
era la causa de su inquietud Tal vez había caído en la rutina permaneciendo en St.
Michael después de que terminara las prácticas. Le gustaba trabajar y en su caso no
lo hacía como un medio de sustento. Incluso una vez, su novio le aclaró:
—Tendremos suficiente dinero, pero no me gusta despilfarrar. Mamá se hace
sus vestidos y estoy seguro de que te ayudará a confeccionar los tuyos para que no
gastes mucho en ropa.
Josephine se estremeció al pensar en sus palabras. La ropa de la señora era de
una talla enorme y tan alejada de la moda como la luna del queso. Cuando llegó a su
oficina aún pensaba en eso. Joan estaba allí con la bandeja del té que beberían
mientras planeaban el trabajo del día y hablaban acerca de las pacientes mas

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enfermas. Los visitantes ya esperaban delante de las puertas giratorias y durante la


próxima hora tendría poco que hacer, sólo atenderían a las enfermas recién operadas.
Las estudiantes de enfermería ya tenían trabajo que las mantendría ocupadas hasta
que sonara el timbre para que fueran a tomar el té. Suspiró y abrió la puerta de su
oficina.

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Capítulo 2
El doctor van Tacx estaba de pie de espaldas a la puerta y miraba por la ventana
el pabellón de cirugía, separado del de ginecología por una valla de césped y un
árbol solitario. Cuando Josephine entró, dio media vuelta y se apoyó en el marco de
la ventana.
—¿Alguna vez se asoma a la ventana? —preguntó él.
—Sólo si tengo que hacerlo. ¿Hay algo que desee, doctor?
—Me gustaría revisar los expedientes de las pacientes operadas…
Hizo una pausa cuando la puerta se abrió y entró Joan con la bandeja del té.
—Lo siento, no sabía que estuviera aquí, doctor —miró a Josephine y le
preguntó—. ¿Traigo otra taza?
—Sí y quédate. El doctor van Tacx quiere algunos expedientes: la señora Shaw,
la señora Butterworth, la señorita Price y la señora King —se sentó frente a su
escritorio y cogió unos papeles—. Los resultados del laboratorio de la señora
Butterworth están aquí. Creo que ya los ha visto.
—No, no lo he hecho —respondió, sorprendiéndola—. Yo me disgustaría
mucho si usted fuera a husmear en mi escritorio y creo que usted pensaría igual —le
sonrió y ella le devolvió la sonrisa—. Así está mejor —dijo cuando Joan regresó con
la otra taza.
Josephine, quien casi nunca se sonrojaba, lo hizo, pero sirvió el té con su
habitual calma, colocó los expedientes sobre el escritorio y le ofreció su silla. Él no la
aceptó y se sentó sobre el radiador, bebiendo la infusión mientras leía las
anotaciones. Extendió la mano para que le diera los resultados del laboratorio y
también los estudió.
—Creo que necesitará radioterapia. Primero la pondremos de pie, para que
sienta que ha logrado progresar. ¿Acostumbra hacer eso con sus pacientes?
—Por lo regular sí, aunque depende del enfermo.
—Sí, por supuesto. Y las otras señoras… —alargó su taza para que le sirviera
más té y estudió los demás expedientes.
Él levantó la vista y la miró con frialdad.
—Creo que debemos empezar a conocernos, enfermera Dowling —se puso de
pie para irse.
Cuando estuvieron solas, Joan dijo:
—Qué simpático, ¿no crees? Es guapísimo y trae de cabeza a todas las
enfermeras del hospital. No estoy segura de por qué me inspira confianza, pero si me
sintiera acorralada acudiría a él.
Josephine la miró sorprendida. Joan Makepeace era una de las jóvenes más
equilibradas que había conocido. Era popular con las enfermeras, estudiantes y

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trabajadores no tanto por su belleza como por su amabilidad, por lo que no le


faltaban amigos. Había asegurado que no tenía intención de tomar a nadie en serio
hasta que lograra lo que se había propuesto: ser jefa de enfermeras. Admiraba a
Josephine y su ambición era ser como ella, tranquila, serena y capaz de solucionar
cualquier emergencia que pudiera surgir. Existía la posibilidad de que ocupara el
puesto de Josephine cuando ésta se casara, no obstante, lamentaba que se fuera.
—No he pensado en él, Joan —respondió Jo.
—Supongo que no, tienes a Malcolm.
Josephine no había pensado en su novio.
El período de calma terminó. Aún quedaban diez minutos antes de que
terminara la hora de visita.
Josephine entró en la sala, revisó a las cuatro pacientes operadas y accedió a
hablar con sus visitantes. Después caminó por el pabellón, para ser detenida por
parientes y amigos de las enfermas. No podía responder algunas de sus preguntas,
por lo que fue a buscar al asistente del doctor Bull, el cirujano Matt Cumming para
que les contestara. Las demás dudas las disipó con paciencia, tratando de ayudar.
Cuando regresó a su oficina invitó a las ansiosas madres, hermanas e hijas para que
entraran una por una y hablaran tranquilamente con ella. Por la tarde nunca iban
maridos de visita, llegaban por la noche, con flores y regalos; algunas veces le
llevaban a ella chocolates, fruta y cuando se aproximaba la Navidad, algún pequeño
regalo.
Terminó más tarde que de costumbre y se apresuró a cambiarse para ir a la
entrada principal. Malcolm la estaba esperando, cerca de la puerta. Leía el periódico
y ella se detuvo antes de que la viera, para observarle: no muy alto, delgado y bien
parecido. Se impresionó al comprender que no podría casarse con él. Se sentía
satisfecho con su vida, siguiendo los pasos de su padre y era probable que cuando
éste muriera, la madre fuera a vivir con ellos. Sabía que cuando se casaran, él
desearía que permaneciera en casa, sin paseos, como mucho visitarían a su familia.
Se sintió culpable y mala, pero era mejor decirlo ahora que ser infeliz.
Empezó a andar otra vez, él levantó la vista y la vio.
—Hola, cariño.
Su saludo no la animó, tampoco el beso que le dio en la mejilla, pero se esforzó
por corresponderle, sintiéndose más culpable que nunca, su beso fue más efusivo
que lo habitual y él se retiró diciéndola:
—¿Hey, qué te sucede, Jo? Sin duda has tenido un día agotador, iremos a
Golden Egg a cenar. Eso te dejará como nueva otra vez.
—¿Malcolm, podríamos ir a algún sitio tranquilo donde podamos hablar?
—¿Por qué? —mientras hablaba, la ayudó a subir al Ford Granada—. Puedo
aparcar cerca de Golden Egg —dijo irritado—. No tengo dinero, lo sabes…
Jo se sentó y decidió que ése era un comentario injusto.

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El restaurante estaba repleto de gente y el ruido hacía imposible mantener una


conversación. Encontraron una mesa para dos y él preguntó cuando se sentaron:
—¿Un bistec para ti? —cuando ella pidió un huevo y tostadas, él observó—:
¿Qué es lo que te ocurre, Jo? Siempre he pedido un bistec para ti.
—No tengo hambre, Malcolm —tratando de recuperar algo que había perdido
para siempre, añadió—: ¿Has tenido mucho trabajo hoy?
—Oh, sí. Me gustaría dejar de trabajar en Hampstead, tendré bastante con
ayudar a mi padre, además no hay nada como trabajar en el campo, uno conoce a
todos en el pueblo, es una rutina…
—¿Es eso lo que deseas, Malcolm? ¿No quieres extender las alas? ¿Usar tus
conocimientos?
—Jo, esta noche no eres tú —rió—. ¿Qué te ocurre? ¿Por qué iba a desear
trabajar por mi cuenta cuando puedo hacerlo al lado de mi padre?
Jo abandonó su huevo y la tostada y declaró:
—Malcolm, no quiero casarme.
—Tonterías, Jo. Estás cansada, no sabes lo que dices.
—Me he sentido insegura durante una o dos semanas, pero creí que eso pasaría
y no es verdad. Sería una mala esposa por muchas razones: vivir lejos de mi familia y
estar cerca de tus padres. No le agrado a tu madre, lo sabes; piensa que me atrae
mucho la ropa y que no sé cómo manejar una casa: además quiero hacer algo más
que ocuparme de una casa. Por último, no estoy segura de amarte lo suficiente. No
me gusta que me digan lo que tengo que hacer y que me consideren un objeto. ¿Por
qué tengo que comer bistec cuando salimos sólo porque tú piensas que deseo
hacerlo? ¿No comprendes que si esperas que coma bistec sólo porque lo has pedido
para mí, esperarás que haga todo lo que tú consideres benéfico para mí?
Malcolm rió indulgente y eso enfadó a Jo.
—No seas tonta, vamos a casarnos dentro de un par de meses, no puedes
romper el compromiso.
—¿Pretendes que vaya al altar a pesar de que no quiero casarme contigo?
—Pensarás de modo diferente por la mañana —encogió los hombros—.
Además, ¿qué dirían todos?
—Dirán mucho más si huyo después de la ceremonia.
—Tú no harías eso. ¿Por qué las mujeres tienen que exagerar tanto?
—No es una exageración —se quitó el anillo, lo colocó sobre la mesa y le acercó
a él—. Por favor llévame de regreso a St. Michael.
Él recogió la sortija y se la metió en un bolsillo.
—Si piensas así, cuanto más pronto nos separemos, mejor. No eres la chica que
yo creí.

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—Encontrarás a alguien que te haga feliz, Malcolm. Lo siento mucho, pero es


mejor esto que ser infelices durante el resto de nuestras vidas.
—No digas más.
Pagó la cuenta, se dirigieron al coche y subieron sin hablar. Cuando él se
detuvo enfrente de la entrada del hospital, todavía no había pronunciado una
palabra. Josephine abrió la puerta.
—Adiós, Malcolm… lo siento…
Él estaba de perfil y permaneció inmóvil.
—Lo dudo —agarró la puerta y la cerró con fuerza. Se alejó sin añadir nada
más.
Ella permaneció de pie, siguiendo con la mirada al coche, hasta que desapareció
de su vista, después empujó la puerta giratoria. El doctor van Tacx estaba de pie,
bloqueándole el paso.
—Hola. ¿Has tenido una pelea?
Josephine pensó que eso era demasiado, levantó su cara pálida, tratando de
contener las lágrimas.
—¿Qué sabe usted acerca de peleas? —preguntó con amargura y se apresuró a
llegar a su habitación.
Por fortuna casi todas sus amigas habían salido esa noche o ya estaban
acostadas. Tomó un baño caliente, llorando y después, roja como una langosta se fue
a la cama. Suponía que padecería insomnio, pero se durmió enseguida y no despertó
hasta la mañana siguiente. De cualquier modo, sus párpados hinchados y su nariz
roja, la delataban por lo que se sintió agradecida de que sus amigas no hicieran
comentarios durante el desayuno, aunque la miraban cuando ella no lo notaba.
Fue un día de mucho trabajo, por lo que no tuvo tiempo para pensar en asuntos
personales. No vio al doctor van Tacx y considerando su comentario de la noche
anterior, eso era positivo. Matt hizo una ronda y declaró que estaba contento porque
la señora Prosser se iría por la mañana. Antes de salir del pabellón, se detuvo para
hablar con Joan y Josephine, quien al salir de su oficina vio la cara sonrosada de Joan
y su sonrisa. A pesar de su estado de ánimo, Jo se sintió feliz al ver florecer otro
romance. Matt no era un Adonis, pero sí un buen cirujano y Joan formaría una buena
pareja con él. Josephine iba por el pasillo, haciendo planes para lograr que los días
libres de su colega coincidieran con los del médico.
Al día siguiente admitieron a tres pacientes para operar. Una de ellas era la
señora Prior, una mujer tímida cuyo marido le pidió a Josephine que le explicara con
exactitud lo que le iban a hacer a su esposa. Jo le preguntó si su médico no se lo había
explicado.
—Por supuesto, pero no le creí. Mi esposa no está tan enferma, además, ¿quién
va a cuidarme?

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—Si quiere, traeré a uno de los cirujanos para que hable con usted, operarán a
su esposa por la mañana y puede telefonear alrededor de la una o venir por la noche
para hablar con alguien.
Jo se alegró cuando se fue. Fue más difícil tratar con las otras dos mujeres. Las
dos eran de mediana edad, casadas y sus maridos estaban ansiosos por saber qué
hacer. Jo los tranquilizó y cuando se fueron, se dirigió a hablar con las tres mujeres.
Josephine les dio confianza y les explicó lo que el cirujano iba a hacer; por ultimo
sugirió que se bañaran y acostaran, para estar preparadas cuando el especialista las
examinara. El médico que estaba de guardia era muy competente, aunque a veces
asustaba a las pacientes con su exagerada franqueza, por lo que Josephine se aseguró
de estar a su lado para restarle importancia a sus frases poco sutiles.
A la mañana siguiente, como era día de operaciones, había mucho trabajo, pero
Josephine se sintió aliviada con ello. El doctor Macauley, el anestesista, había visitado
a las pacientes la noche anterior, así que las señoras estaban listas para operar. La
señora Prior sería la primera a quien intervendrían y Josephine se dirigió a su lado, la
mujer esperaba sin quejarse. Jo se detuvo cuando la puerta del pabellón se abrió y el
doctor van Tacx entró. Tenía un aire de seguridad y al mismo tiempo infundía
confianza, tanto, que las tres enfermas que esperaban, con deseos de salir de la cama
e irse a su casa, al instante se tranquilizaron.
—Buenos días, señorita —saludó con su habitual calma y cuando se sentó en la
cama de la señora Prior, ésta le miró con adoración.
Habló con las tres mujeres con voz pausada y agradable, la cual admiró Jo. Por
su mente cruzó el pensamiento de que si alguna vez necesitaba operarse, escogería al
doctor van Tacx para que lo hiciera. Era obvio que las tres enfermas pensaban igual,
ya que sonrieron.
Josephine las llevó al quirófano y dejó a Joan en su lugar. Desde que se había
encargado del pabellón, tenía por costumbre acompañar a las enfermas, ya que había
descubierto que aunque estaban semiinconscientes, iban con la mente más tranquila
si sabían que ella las acompañaba. Una vez que se encontraban en la sala de anestesia
y la paciente perdía el conocimiento, dejaba a una auxiliar de enfermera.
En esta ocasión le pesó alejarse, pues le hubiera gustado observar cómo operaba
el doctor van Tacx. Regresó a su sección y siguió con la rutina diaria, hasta que la
llamaron de la sala de recuperación para avisarle de que la señora Prior estaba lista
para regresar y que enviara a la siguiente paciente.
Acompañó a la enferma hasta la sala de anestesia. Después regresó para
supervisar el traslado de la señora Prior.
Josephine recibió instrucciones de Fiona, la jefe de enfermeras de la sala de
recuperación. Llevó a la convaleciente hasta su cama y dejó a una auxiliar para que la
observara durante quince minutos.
—Ve a comer —le dijo a Joan—, y que las enfermeras Thursby y Williams vayan
contigo.
—¿Y tu cena?

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—Después comeré un emparedado y tomaré un té.


El día continuó sin mayores problemas, llevaron al pabellón a la segunda
paciente operada y como ésta dormía tranquila, Josephine se dedicó a ver a las
demás pacientes, deteniéndose una vez más en la señora Prior. Sus mejillas ya tenían
un poco de color y Jo revisó la transfusión de sangre y leyó las anotaciones hechas
por la enfermera. Joan regresó y Josephine envió a la auxiliar a comer. Ella tendría
que esperar para tomar su té, ya que la señora Gregory aún no había vuelto a la sala
de recuperación y ella debía estar allí para recibirla.
Poco después la llamaron y fue a por la paciente.
—Da gusto trabajar con el doctor van Tacx —señaló Fiona.
—Me gustaría comer algo —dijo Jo—. No he tomado nada desde esta mañana y
ya son más de las dos.
—Nosotros tomamos un café después de operar a la señora Prior —explicó
Fiona.
Mientras Josephine acomodaba a la paciente en su cama, le dio instrucciones a
Thursby, quien era eficiente en su trabajo, aunque insegura. Escuchó y repitió las
instrucciones de Jo con temor.
—No tengas miedo, ahí está el timbre. Yo y la enfermera especializada
vendremos enseguida, a demás yo vendré para verificar cómo van las cosas.
Notó que la enfermera Thursby observaba a alguien. El doctor van Tacx estaba
como si no hubiera pasado la mañana en la sala de operaciones. Saludó a Josephine,
sonrió a la enfermera Thursby y se inclinó sobre su paciente, quien abrió los ojos y
los volvió a cerrar.
—¿Ya le han dado morfina?
—Todavía no, doctor —respondió Josephine—. La señora Gregory acaba de
llegar.
—¿Cómo están las otras dos?
Josephine le acompañó a examinar a la señora Clark, quien aún dormía y
después a la señora Prior. Él la observó durante un minuto, leyó el expediente, le
tomó el pulso y abrió la cortina para que Josephine pasara.
—Vamos a su oficina.
Ella le precedió, deteniéndose para pedirle a Joan que pusiera la inyección a la
señora Gregory. A pesar de que el día había sido duro, y de que algunos mechones
de su pelo se habían soltado, estaba muy bella.
Se sentó frente a su escritorio y el doctor van Tacx en la silla de enfrente.
—¿Podríamos tomar un té? —preguntó él—. Es tarde para comer y tengo que
recorrer el pabellón con unos estudiantes dentro de media hora.
—Me alegra que lo pida —confesó Jo y sonrió—. No he podido comer. Espere
un momento.

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Le dejó y fue a la cocina, donde la señora Cross preparaba el té para las


pacientes. Levantó la vista cuando entró Jo.
—No ha venido a comer. Desde aquí puedo oír cómo hace ruido su estómago.
Vuelva a su oficina; yo le llevaré unos emparedados y té.
—Es usted un encanto, señora Cross. ¿Podría llevar otra taza? El doctor van
Tacx tampoco ha comido y tiene hambre y sed.
Cuando regresó a la oficina, el doctor van Tacx tenía los ojos cerrados.
Josephine levantó el auricular, pero él no los abrió.
—El doctor van Tacx no ha comido. ¿Podrían enviar unos emparedados de
jamón enseguida?
—Y queso —pidió éste abriendo los ojos.
—Y queso —añadió Jo—. Por favor que sea rápido, ya que tiene poco tiempo.
—Veo que nos vamos a llevar muy bien.
—Así lo espero, doctor.
—¿Cree que podremos mantener esta cordialidad durante todo un mes?
—No veo por qué no, doctor.
—Espero que cuando no estemos en horas de trabajo no me llame doctor.
—Si así lo desea… aunque no es factible que nos encontremos.
—Hay una divinidad que dirige nuestras vidas. Como dijo su William
Shakespeare, «Nada es tan cierto como lo inesperado». En cuanto a la señora Prior,
me temo que llegamos tarde, pero haremos todo lo posible. ¿Es casada? ¿Tiene
marido e hijos?
—Tiene marido y un hijo en Australia.
—¿La cuidarán si la enviamos a casa?
—Lo dudo, el señor Prior está más preocupado por él mismo que por su esposa.
—Me entrevistaré con él. Si es necesario la enviaremos a un hogar para
convalecientes y podrá regresar para la radioterapia dentro de una semana o dos.
Entró la señora Cross, llevando una bandeja que dejó sobre el escritorio de
Josephine.
—Aquí están, señorita. Son suficientes para los dos. Tienen bastante jamón y
queso del bueno, no de ése que nos envían para los diabéticos. Eso es porque usted es
importante —se dirigió al doctor van Tacx, quien la miraba fascinado—. Coman y
hay más te si quieren.
Josephine le dio las gracias y cuando la señora Cross se fue dijo:
—Nadie sabe cuántos años lleva aquí. Nunca se ha unido a las huelgas y
cuando hay alguna conmoción, permanece en la cocina, preparando té.
Sirvió éste, le añadió leche y se lo pasó junto con la azucarera.

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—He adquirido el hábito de beber té. En Holanda tomamos café o té sin leche,
menos fuerte. Esto podría mover un tren.
Él se acomodó en la silla y Josephine dijo con severidad:
—Si se sigue moviendo, la silla se va a romper. Cómase un emparedado.
Permanecieron sentados un momento, después el doctor van Tacx empezó a
hablar acerca de los pacientes y Josephine se convirtió enseguida en la jefa de
enfermeras que sabe con exactitud lo que se espera de ella. Volvió a llenar las tazas,
colocó en un extremo del escritorio los emparedados y sacó su pluma. Igual que el
doctor Bull, él dio instrucciones con una rapidez alarmante y ella no podía
recordarlas todas. Él se puso de pie para irse.
—Volveré después. Llámeme cuando llegue el señor Prior. ¿Está de guardia
esta tarde?
Ella no le dijo que debería haberse ido a las cinco, pues como sucedía muchas
veces que había operaciones, se había quedado a trabajar después de acabar su
jornada.
—Sí, estaré hasta las ocho y le telefonearé, ¿estará aquí?
—¿No me he expresado con claridad, señorita?
Esta observación hizo que se borrara la apreciación que empezaba a sentir por
él.
Durante la cena, varias de sus amigas le preguntaron por qué había terminado
tan tarde de trabajar.
—¿Cómo es el nuevo doctor? ¿Lento?
—No, pero la primera operación se prolongó más de lo que esperaba y yo me
quedé porque el esposo de esa mujer iba a venir. Ayer se puso difícil y hoy el doctor
van Tacx quería hablar con él.
—¿Y qué dirá Malcolm de eso? ¿Quedarse trabajando sólo para complacer a un
médico muy bien parecido? —la que hablaba suspiró—. No me importaría estar en tu
lugar, Jo.
Josephine colocó el cuchillo y el tenedor en su plato. No le simpatizaba esa
chica. Era la jefa de enfermeras del pabellón de medicina general, una buena
enfermera, pero maliciosa.
—Puedes ponerte en mi lugar cuando gustes —dijo Jo—, por mi parte tienes
carta blanca y respecto a Malcolm, como ya no estamos comprometidos, no tiene
nada que decir.
Se puso de pie y salió, la muchacha que había hablado fue reprendida por
todas. Cuando les explicó que ella no estaba enterada, le advirtieron que midiera sus
comentarios.
Josephine se dirigió a su habitación, se quitó la toca, se puso un abrigo sobre el
uniforme, unas botas de cuero sobre las medias negras y salió de los dormitorios de
las enfermeras por una puerta lateral, cercana al aparcamiento utilizado por el

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personal. No estaba muy segura de lo que intentaba hacer o dónde se dirigía. Ya


había oscurecido y la noche era fría. Deseaba ir a su casa, pero estaba muy lejos.
Abrió la puerta de su coche y se sentó ante el volante, con la mente en blanco.
—¿Adónde vas? —le preguntó el doctor van Tacx, metiendo la cabeza por la
ventanilla.
—Voy a salir y no me importa perder los estribos…
—Lo siento. ¿Estás triste? No es muy agradable que le den a uno calabazas. Sin
embargo varias personas me han dicho que eres maravillosa, te sobrepondrás.
—No quiero discutir mis problemas con usted, doctor van Tacx y me imagino
que no le interesan.
—Lo único que necesitas en este momento es un hombro sobre el cual llorar y
alguien que te escuche. Yo nunca lo he necesitado, pero puedo ofrecerte el mío; te
sentirás mejor.
—¿Cómo puede saberlo?
—Porque a mí también me han dado calabazas —abrió la puerta—. Muévete,
conduciré hasta un sitio donde podamos tomamos café o una copa.
Ella abrió la boca para protestar, pero comprendió que no tendría objeto y él la
empujó hacia el otro asiento.
—¿Está lleno el depósito de la gasolina?
—Sí.
—Bien. Nos quedaremos en esta zona de la ciudad. ¿Conoces Epping Forest?
Buckhurst Hill, The Roebuck; ahí podríamos lomar algo.
Él no habló mientras conducía por Hackney, Leyton y Wanstad, pero cuando se
dirigían al norte, hacia Epping Forest, comenzó a charlar. Después, ella no pudo
recordar lo que él había dicho, pero su voz placentera la relajó. Cuando llegaron a
Roebuck, ella ya se sentía mejor, aunque un poco avergonzada, pues intuía que al día
siguiente todo el personal estaría enterado de su salida.
Llegaron a un hotel que tenía un confortable bar. El doctor van Tacx aparcó el
coche, la condujo al interior y la llevó a una mesa que estaba en la esquina.
—¿Café, brandy y emparedados?
Ella asintió y recordó que aún llevaba el uniforme y que no se había arreglado
el pelo. Se desconcertó cuando él comentó:
—Estás muy bien y nadie puede ver el uniforme.
Él se dirigió a la barra y volvió con café y brandy, seguido por una muchacha
sonriente que llevaba los emparedados.
—Fui a cenar —dijo Josephine.
—¿Comiste algo?
—Bueno, no…

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—Come, no podemos permitir que te pongas enferma estando ausente el doctor


Bull; necesito toda la ayuda que pueda recibir.
—Hay una larga lista de espera…
—Lo sé —mordió un emparedado—. Bebe el brandy. ¿Qué intentas hacer?
Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando dio un trago.
—¿Qué quiere decir?
—No seas pesimista. ¿Piensas volver con él? ¿Olvidarle y dedicarte a la
enfermería para siempre? ¿O volver a empezar? En el mar hay muchos peces, y tú
eres hermosa y puedes escoger.
Jo bebió un sorbo de su café para borrar el sabor del brandy y dijo:
—Prefiero no discutirlo con usted. Aprecio su amabilidad por traerme aquí,
pero mi… mi vida privada no puede interesarle…
—No seas tan retraída. Lo que quieres decir es que no me meta en lo que no me
importa. ¿Cuántos años tienes?
—Veinticinco, casi veintiséis.
No había pensado responderle, normalmente no lo hubiera hecho, pero no era
ella misma, sólo habían transcurrido unos días desde que Malcolm y ella se
separaran y aún no había podido recuperarse de la pena que esto le había producido.
—Por lo menos no eres una joven impetuosa —ignoró su mirada—. Yo tengo
treinta y cuatro, la edad adecuada para que un hombre se case, si encuentra la chica
idónea.
Josephine mordió otro emparedado. El mal humor había estimulado su apetito.
—Eso parece poco romántico.
—En realidad no, disfruto de la compañía femenina. También fue grato
enamorarme; por desgracia la joven en cuestión me dejó por un hombre que tenía
más dinero.
—¿Era bonita?
—Mucho.
—¿Y… y la amaba mucho?
—Muchísimo.
—Lo siento, debió ser terrible.
—Uno aprende a vivir así —se puso de pie—. Traeré más café —ella vio cómo
cruzaba el bar. No parecía un hombre con el corazón destrozado, pero supuso que
mantenía ocultos sus sentimientos. Se bebió lo que quedaba de brandy y sintió que le
quemaba la garganta.
—Supongo que ésa no es la razón por la que es tan… Fue muy brusco cuando
nos conocimos, yo diría que odia a todas las mujeres. No me resultó simpático y no
estoy segura de haber cambiado de opinión.

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Se bebió el café, tal vez no debía haberle dicho eso.


—No quise ser grosera —y después como si fuera una niña agregó—: No estoy
acostumbrada a beber brandy.
—Dormirás muy bien después —dijo él con suavidad—. Bébete el café, nos
vamos.
Mientras él conducía, ella se sintió cansada, cerró los ojos y un despertó hasta
que él detuvo el coche en el aparcamiento y le levantó la cabeza que tenía apoyada en
su hombro. Ya hemos llegado, Josephine…
Ella abrió los ojos enseguida, parpadeó y le miró.
—Oh, ya estamos de vuelta… lo siento, me he quedado dormida. ¡Qué
pensará…!
Él se inclinó y abrió la puerta.
—Bájate, yo cerraré el coche —ella le obedeció y después cogió las llaves que le
daba.
—Gracias, aprecio su amabilidad.
Él la miró sin sonreír.
—Buenas noches, Josephine.
Como él no añadió más, Jo permaneció de pie un momento y después se fue.

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Capítulo 3
A la mañana siguiente, mientras desayunaba, Josephine llegó a la conclusión de
que temía encontrarse con el doctor van Tacx otra vez. Se preocupó sin motivo, ya
que cuando él visitó a las pacientes, se comportó con naturalidad. Cuando terminó el
recorrido, él y Matt se tomaron un café en su oficina, discutiendo tratamientos y
medicinas, después dieron instrucciones a Josephine. Antes de retirarse, él la miró
con frialdad y Josephine pensó que por lo menos podía haberla sonreído.
Arrojó unos expedientes sobre el escritorio diciéndose que no seguiría sus
consejos y que haría lo que ella quisiera. Tal vez si Malcolm se disculpara, aceptaría
casarse con él…
En su interior sabía que no iba a hacer algo semejante, además él había dicho
que no era la chica que pensaba. Él no la amaba…
No es bueno llorar cuando no se puede remediar lo sucedido, se dijo decidida.
Hasta el fin de semana no libraría y los días anteriores le parecieron
interminables, pese a que estaba muy ocupada. El doctor van Tacx entraba y salía
seguido de Matt y Josephine formando el trío. Habló poco con ella y Jo decidió que le
había hecho enfadarse, se dijo que no la importaba en lo más mínimo, aunque en su
interior sabía que sí la importaba. Cuando fuera a casa le explicaría a su madre lo
sucedido con Malcolm para que ella la aconsejara.
El día de operaciones resultó tolerable, pero la señora Prior la preocupaba. No
debería permanecer todo el tiempo en la cama y sin embargo no mostraba interés
alguno por levantarse o charlar con sus compañeras. Permanecía acostada y en
absoluto silencio. Esto inquietaba a Josephine y se lo comentó a Matt, quien debió
decírselo al doctor van Tacx, ya que después de la ronda del viernes, se dirigió a su
oficina y comentó:
—Sé que estás preocupada por la señora Prior.
—Así es, doctor. Parece que a ella no le importa si se recupera o no.
—¿Y el marido?
—Viena casi todas las noches, pero nunca habla con nosotras.
—Conciértame una cita con él para el lunes. Vendré aquí si me avisas cuando
llegue.
—Muy bien, doctor.
—Tal vez ella no desee regresar a casa; trata de averiguarlo. Si ése es el caso, la
llevaremos a un hospital para convalecientes. Todavía no está lista para la
radioterapia.
—Hasta dentro de dos semanas…
Le volvió a llenar la taza con café y le ofreció un pastelillo a Matt, quien le
preguntó:

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—¿Estás libre este fin de semana, Jo?


Por alguna razón, ella no quería que el doctor van Tacx lo supiera.
—Sí —y enseguida añadió—. ¿Cómo está el bebé, Matt?
Él tardó más de un minuto en describir el primer diente de su sobrinito, antes
de coger la pluma para escribir las instrucciones del doctor van Tacx en los
expedientes.

Jo cogió un tren el viernes por la tarde y en menos de dos horas se bajaba en


Tisbury, en donde su padre la estaba esperando. Era una tarde fría y ya había
oscurecido, pero a ella no le importaba ya que era una bendición ir a casa.
Recorrieron los pocos kilómetros que había desde Tisbury por angostos
caminos. Cuthbert iba entre ellos. Respondiendo a la pregunta de su padre, le dijo que
había tenido una semana muy ocupada.
—¿Y tú, has tenido mucho trabajo?
—Lo habitual en esta época del año. Enfermedades del aparato respiratorio,
varices y uno o dos casos de gripe.
Cuando llegaron a su casa, aún discutían sobre la epidemia de catarro y
mientras su padre guardaba el coche, ella se apresuró a llegar a la cocina, seguida por
Cuthbert. Su madre estaba allí, moviendo algo en una sartén y Josephine la abrazó.
—¡Es maravilloso estar en casa!
—Y también lo es verte, cariño. ¿Dónde está tu padre?
—Metiendo el coche en el garaje. Subiré mi maleta…
—La cena está lista —la miró—. ¿Cansada, Jo? —vio la mano de su hija sin el
anillo de compromiso, pero no dijo nada.
—Vuelvo en cinco minutos.
Terminaron de cenar y Josephine y su madre lavaban los platos, mientras su
padre leía el periódico.
—¿No llevas el anillo, Jo? —preguntó la señora Dowling.
—No, mamá. Iba a decíroslo a ti y a papá. Nosotros… yo… decidí que no
congeniábamos. Me di cuenta demasiado tarde, ¿no es así? a sólo dos meses de la
fecha fijada, pero no podía continuar. Pensé que amaba a Malcolm, sin embargo, la
última vez que estuve en casa, cuando salí a pasear con Cuthbert, de pronto
comprendí que no quería casarme con él, por eso se lo dije —suspiró—. Se enfadó y
tenía todo el derecho. Durante unos días me sentí mal, pues me había acostumbrado
a la idea de que me iba a casar.
—Si te sirve de consuelo, ni tu padre ni yo estábamos muy contentos con tu
matrimonio con Malcolm. Es simpático, pero no me gustaba que vivierais cerca de
sus padres, sólo los vimos una vez ¿no es así? Nos agradó su padre, pero no puedo

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decir lo misino de su madre —añadió pensativa—. Lleva una ropa muy fea y me dijo
cómo tenía que cocinar la col, como si yo no supiera…
La señora Dowling parecía indignada y Josephine rió.
—Malcolm quería que yo me hiciera mi ropa, aseguró que su madre me
enseñaría.
Sin razón aparente, comenzó a llorar y su madre exclamó:
—¡Dios no lo quiera! —dejó la sartén y abrazó a su hija—. Mira, cariño, sé que te
sientes mal, pero hiciste lo correcto, dentro de un par de meses, cuando mires hacia
atrás, te alegrarás de haber actuado así. Fue una lástima que no hayas podido venir a
casa enseguida. Mañana saldrás a pasear y por la noche estamos invitados a Branton
House a cenar. Lady Forsyth me preguntó si estarías en casa y le dije que sí…
—No tengo ropa adecuada.
—La semana pasada llevé a la tintorería mi vestido gris y recordé que tenía una
mancha tu vestido de crepé rosa, por lo que lo llevé también. Ahora parece nuevo.
Tendrás que darle la noticia de tu ruptura con Malcolm a Lady Forsyth, ya que con
toda seguridad, ella se lo dirá a los demás y cuanto más pronto lo sepan será mejor.
—Mamá, eres muy práctica —sonrió—, nunca creí que lo fueras. Muy bien, iré
contigo mañana. ¿Habrá mucha gente? ¿Es una de sus concurridas fiestas?
—No, sólo irán unos cuantos amigos y los conocemos a todos.
Josephine subió a su habitación y su padre asomó la cabeza por la puerta de la
cocina.
—Todo ha terminado entre Jo y Malcolm —le comunicó su esposa.
—¿Le ha afectado mucho a Jo? —entró en la cocina.
—No lo creo. Está lastimada, se siente perdida y un poco torpe porque tendrá
que decírselo a todos…
—Traeré una botella de vino, eso la ayudará.
El vino sirvió, pero lo que en realidad la reconfortó fue el silencioso
entendimiento de sus padres. Esa noche durmió muy bien y al despertar pensó que
el mundo no era tan malo.
Por la tarde anduvo un largo trecho, con el fiel Cuthbert a su lado. La lluvia y el
viento habían arrancado hojas de los árboles y los senderos estaban cubiertos con
éstas. Josephine caminó hasta que el cielo comenzó a oscurecerse y después tomó los
atajos que conocían desde niña, para llegar a casa a la hora del té. Su madre dijo que
sería algo ligero, ya que Lady Forsyth tenía un cocinero maravilloso y tendrían que
hacerle justicia a sus esfuerzos. Josephine se puso su vestido color rosa y se miró en
el espejo. El vestido tenía un corte bonito. Sacó del armario su abrigo de terciopelo
que tenía desde hacía varios años y bajó a la sala.
Su padre ya estaba allí, muy elegante con su chaqueta de gala, leyendo el
último número de The Lancet. Levantó la vista cuando ella entró, expresó su
conformidad y continuó leyendo. Después dijo:

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—Tu madre tardará…


Josephine comprendió la indirecta y volvió a subir por la escalera para dar prisa
a su madre. La señora Dowling ya estaba lista, sólo tenía dificultades con el cierre de
su vestido. Josephine le ayudó, buscó su bolso y el abrigo de piel. Bajaron, Cuthbert y
el gato los siguieron hasta la puerta, no les gustaba quedarse solos, mucho menos por
la noche.
Branton House estaba imponente, la luz iluminaba casi todas las ventanas. El
interior también impactaba, sobre todo con el viejo mayordomo que recogió sus
abrigos y los condujo al salón. Allí había diez o doce personas. Josephine conocía a
todos, incluso a… ¡Dios!… el doctor van Tacx; no podía comprender cómo había
llegado allí.
Estaba de pie al otro extremo de la enorme habitación y hablaba con Wendy
Forsyth, la hija de los dueños de la casa y amiga de Josephine. Ella saludó a los
anfitriones y demás invitados, besó y fue besada, hasta que se acercó a Wendy y al
doctor van Tacx.
—Jo —gritó la chica—, hacía mucho tiempo que no te veía. Me gustaría que
tuvieras vacaciones y te quedaras en casa una o dos semanas. Él es Julio van Tacx, un
cirujano.
—Ya nos conocemos. Está en St. Michael, supliendo al doctor Bull.
—¡Qué bien! Tendréis mucho de qué hablar mientras yo voy a reunirme con ese
aburrido… —se detuvo, mordiéndose el labio—. Lo siento, no debí decir eso.
—No se lo diré —aseguró Jo—, y como el doctor van Tacx es un cirujano, es un
modelo de discreción.
Wendy les sonrió y se alejó.
—¿Cómo es qué está aquí? —preguntó Josephine.
—Mi madre fue al colegio con Lady Forsyth.
—¡Quién lo hubiera pensado!
—¿Por qué no?
—Los hombres como usted… no puedo imaginar que tengan padres y familia.
—¡Qué idea tan interesante! ¿Por qué no?
—No quiero ser descortés, sólo que no parece que necesite a alguien.
—Debo ser una excepción de la regla —le sonrió—. ¿Cómo está ese corazón
destrozado?
El cambio repentino en la charla la cogió por sorpresa.
—Espero que un día se le rompa el corazón, si es que tiene, lo cual dudo.
Él sonreía y ella se enfadó aún más.
—Eres una joven muy interesante, serena y hermosa cuando estás calmada; tu
voz es suave y encantadora… pero de pronto me lanzas fuego. Estamos discutiendo

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la naturaleza humana —se dirigió a una mujer alta y delgada que se les unió—, un
tema muy interesante, señora Taylor y por supuesto en el hospital lo tratamos con
frecuencia.
—Creo que ustedes dos tienen mucho en común —señaló la señora Taylor y
miró a uno y a otro con sus pequeños ojos—. Josephine estás muy sonrojada.
Antes de que ella pudiera responder, él intervino:
—Comentábamos que aquí hace mucho calor —Josephine admiró la forma en
que él desvió la conversación, a pesar de los esfuerzos de la señora Taylor por
continuar con el tema—. Josephine, me gustaría que me presentaras a tus padres.
Se alejaron de la señora Taylor y el médico la condujo al otro extremo del salón,
donde la señora Dowling hablaba con la esposa del rector, quien se detuvo a media
frase y dijo:
—Julio, qué placer verte, ¿has venido a hablar con la señora Dowling? Entonces
os dejo. Le prometí a Lady Forsyth darle una receta.
Josephine le presentó a su madre.
—He oído hablar de usted —dijo la mujer—. No a Jo, sino a la gente del pueblo
—le sonrió—. ¿Le gusta trabajar con mi hija?
—Mamá —intervino Jo—, estoy segura de que el doctor van Tacx no querrá
responderte hasta que yo me vaya.
—Al contrario —la corrigió él y la detuvo agarrándola del brazo—. Sí me gusta
trabajar con Josephine, señora Dowling. Es una enfermera muy competente.
La dama sonrió y extendió la mano para detener a su esposo que se acercaba.
—John, ven a conocer al doctor van Tacx. Jo trabaja con él.
—Sí, por supuesto, usted es el suplente de Jack Bull. Me han dicho que está
probando una nueva cisura —los dos hombres, disculpándose con la madre y la hija,
se dirigieron a un rincón apacible.
—Es simpático —comentó la señora Dowling—. ¿Es casado?
—Mamá, no lo sé y no quiero saberlo —era mentira, pero no le parecía correcto
comentar la vida amorosa del doctor van Tacx en ese momento.
—Creo que lo veremos a menudo. Le invitaré a casa cuando nos conozcamos
mejor.
Se oyó un murmullo cuando la señora Forsyth anunció que la cena estaba lista y
empezó a colocar a sus invitados. Cuando llegó a Josephine dijo feliz:
—¡Qué bien que conozcas a Julio, cariño! Así podréis charlar.
El doctor van Tacx le sonrió y dijo:
—Inevitable, Josephine.
Al otro lado de la joven estaba sentado un abogado retirado, que no oía bien y
le gustaba la comida, una combinación que hacía difícil la charla. No era la única

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desafortunada, se sintió complacida al ver que junto al doctor van Tacx estaba la
señora Taylor.
Pasó algún tiempo antes de que los dos pudieran hablar.
—¿Cuándo te vas? —le preguntó el médico a Josephine.
—Mañana por la tarde.
—Yo te llevaré. Nos detendremos a cenar en el camino.
—¿Me está invitando o es una orden?
—Eres muy quisquillosa. Pensé que sería una buena idea conocernos mejor.
—¿Por qué?
Él no respondió su pregunta.
—Me agrada tu madre, tus ojos son iguales que los suyos. ¿A tu padre le
interesa la ginecología?
—Sí, tenía la intención de especializarse, pero tuvo una lesión en una mano y
eso le impidió operar.
—¿Ha sido médico general desde entonces?
—Sí, vino aquí antes de que yo naciera, una tía le dejó la casa y el médico del
pueblo acababa de morir.
Jo tuvo que volverse hacia el señor Stone, quien ansiaba decirle lo exquisito que
había estado el pato.
A Lady Forsyth no le gustaba la música moderna, por lo que después de la cena
todos se dirigieron al salón para conversar. Después la anfitriona le pidió a Josephine
que tocara el piano.
Jo enseguida se puso de pie y se dirigió al instrumento que estaba al otro
extremo de la habitación.
—Música suave —sugirió el rector.
Jo ejecutó obras de Handel, los Cuentos de los Bosques de Viena y luego Chopin.
Después de media hora se detuvo, permaneció sentada con las manos sobre el
regazo, mientras todos aplaudían y volvió a su asiento, junto a Wendy.
—No es justo, eres muy bonita, tienes un trabajo maravilloso y tocas el piano
muy bien —habló sin envidia, acariciándose los rizos oscuros—. Me agrada Julio, ¿a
ti no? tiene la estatura adecuado para ti… Oh, Jo, lo siento… mi madre me ha
contado lo de Malcolm, pero no me acordaba. ¿Te sientes mal por eso?
—Supongo que sí, pero me estoy sobreponiendo.
Todos comenzaron a despedirse. El doctor van Tacx se hospedaba con los
Forsyth y se despedía de la gente, cuando Josephine siguió a sus padres y cruzó el
vestíbulo, él fue a darles las huellas noches.
—¿A las seis y media mañana? —le preguntó a Josephine.
—Sí, gracias —respondió con cortesía Jo, ya que su madre estaba junto a ellos.

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—¿Julio te llevará a Londres? —preguntó su madre cuando estaban en el coche.


—Sí, mamá. Me recogerá a las seis y media.

El doctor Van Tacx llegó diez minutos antes y encontró a los señores Dowling
sentados junto a la chimenea, pero no había señales de Josephine.
—Ha salido con Cuthbert —le explicó la mujer—, no tardará. Ya casi está lista,
me lo dijo antes de salir. Si quiere asomarse por la puerta de atrás y llamarla, le oirá,
seguramente están en el huerto.
El doctor Dowling dobló el periódico que estaba leyendo y dijo:
—Querida, no esperarás que el doctor van Tacx vaya a buscar a Jo…
—Por supuesto que no.
Josephine, que en ese momento entraba en la habitación, se preguntó por qué su
madre parecía tan complacida. Después de saludar al doctor fue a buscar su abrigo y
su maleta.
—Telefonearé —prometió Jo. Abrazó a sus padres y se subió al Bentley.
Cuando dejaron Salisbury, él dijo:
—He reservado una mesa en Sheringg House en Stockbridge. Espero que te
guste, quizá ya hayas estado allí.
—No. Mis padres sí, y les encanta.
Se bajaron del coche, entraron en el pequeño hotel y se dirigieron al restaurante.
Cuando percibió el agradable olor que salía de la cocina, Josephine sintió que la boca
se le hacía agua.
Eligieron una mesa junto a la ventana y ella comió paté, trucha fresca, pescada
en el río que corría junto al hotel, Tournedos Rossini y helado hecho en casa.
A pesar de que aún les faltaba más de una hora de camino, no se apresuraron a
tomar el café y Josephine, en contra de sus deseos, estaba feliz y contenta. El doctor
van Tacx era un compañero agradable. Le habló de Holanda, aunque nada acerca de
él y no mencionó el hospital. Cuando llegaron al patio del sanatorio Josephine se dio
cuenta de que había hablado mucho acerca de ella y su familia. Cuando él detuvo el
coche, ella preguntó:
—¿Cómo era la chica con la que se iba a casar?
Tan pronto como las palabras salieron de su boca deseó no haberlas
pronunciado.
—¿Por qué quieres saberlo? ¿No será que después de todo, estás un poco
interesada en mí?
Ella se quitó el cinturón de seguridad y colocó la mano en la puerta, pero él
extendió la suya y la colocó sobre la de ella, evitando que alcanzara la manivela.

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—Josephine, has hecho una pregunta y quiero saber por qué.


—Simple curiosidad.
—En ese caso, no la contestaré —bajó del coche antes de que ella viera lo que
hacía, cogió la maleta del asiento de atrás y le abrió la puerta—. Una noche muy
agradable.
—Sí, lo ha sido. Gracias por traerme y por la estupenda comida.
—No nos veremos en varios días. Matt se hará cargo hasta el jueves.
—¿Se va a ir?
—Sí, buenas noches —le dio la maleta y esperó hasta que entró por la puerta
que conducía a los dormitorios de las enfermeras.

Por la mañana Jo regresó al pabellón. La señora Prior no se encontraba bien y la


jefa de enfermeras pensaba que no se esforzaba por mejorar. Aunque no le quedaba
mucho tiempo de vida, no lo sabía. Al esposo le habían dicho que si ella respondía a
la radioterapia, aún viviría varios años; él sólo demostró compasión por sí mismo y
esto preocupó a Josephine, ya que no funcionaría enviarla a su casa cuando nadie la
iba a cuidar. Mientras continuó con su trabajo pensó en ello y deseó que el doctor van
Tacx encontrara alguna solución.
Le extrañaba, pues transmitía seguridad. Había observado como las pacientes
del pabellón se relajaban cuando él llegaba para hacer su ronda.
Cuando ella llegó a trabajar el jueves por la mañana, él ya estaba sentado ante
su escritorio, haciendo anotaciones y viendo radiografías. Levantó la vista cuando
ella se detuvo en la puerta.
—Buenos días, Josephine. Estaré listo en dos minutos, entérate cómo han
pasado la noche las enfermas. Cuando termine aquí, quiero hablarte acerca de la
señora Prior —se puso de pie y dejó todo sobre el escritorio—. Me alegra verte,
Josephine, te he extrañado —llegó hasta la puerta y después se volvió y la besó en la
boca.
—Bueno… —musitó Josephine casi sin aliento, pero él ya se había ido.
No le fue fácil concentrarse en el informe que le dieron las enfermeras del turno
de noche y cuando éstas se fueron, Joan le preguntó:
—¿Te sientes bien? Pareces muy… muy distante.
—Estoy bien, sólo un poco preocupada por la señora Prior, además, hoy no ha
venido una enfermera.
Terminaba su turno a las cinco, pero la última paciente volvió de la sala de
recuperación media hora después, además, transcurrió otra media hora antes de que
el doctor van Tacx llegara para ver a las pacientes. Josephine, que estaba muy
cansada, le saludó seria y le acompañó a las diferentes camas, dándole los
expedientes. Cuando él casi había terminado le preguntó:

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—¿A qué hora acaba tu jornada?


—A las cinco.
—Y aún hay que atender a la señora Prior. ¿Tienes alguna cita esta noche?
—No.
—Estás fatigada —la recorrió con la vista y miró su reloj—. Me reuniré contigo
en el vestíbulo dentro de veinte minutos, iremos al Lion and the Lamb y comeremos
un emparedado mientras hablamos acerca de la señora Prior.
—Yo… yo pensaba acostarme.
—Por supuesto, después de que hayas comido —dejó los expedientes y se
encaminó hacia la puerta—. Hasta dentro de veinte minutos y no te molestes en
cambiarte.
Cuando terminó, le entregó el informe a Joan, se lavó la cara y cepilló su pelo,
después se puso un abrigo de lana sobre el uniforme y anduvo hasta el vestíbulo. Se
sentía muy cansada y sola, veía la vida vacía, por lo que pensó que tal vez hubiera
sido mejor seguir con Malcolm que esa soledad. Se dijo que no debería sentir lástima
por sí misma, quizá unas vacaciones fueran la respuesta. Al pensar en esto sonrió y el
doctor van Tacx que la observaba cómo cruzaba el vestíbulo, cerró los ojos por un
momento.
—No soy muy buena compañía —le advirtió Josephine.
—Entonces ya somos dos —fueron hasta el bar cercano al hospital, al cual,
acudían los médicos y las enfermeras. El local estaba casi vacío—. Yo pediré la
consumición —se dirigió al mostrador. Poco después regresó con cerveza y una copa
con algo oscuro que colocó enfrente de ella—. Oporto, lo que necesitas. He pedido
emparedados de carne.
Ella dio un trago al licor y le gustó su sabor. Cuando llegaron los emparedados,
ya se había bebido media copa, sintiéndose mucho mejor. Ahora estaba hambrienta y
aceptó el emparedado que él le ofrecía.
—Necesitas unas vacaciones.
—Me preguntaba sí podría tomarme una semana de descanso.
—¿Deseas ir a tu casa?
—Es mi época favorita del año.
—¿Adónde ibas a ir de luna de miel?
—Malcolm eligió España, es barato y el clima caliente. A mí no me
entusiasmaba la idea.
—¿Adónde querías ir?
—Es una tontería, sólo a un pequeño hotel campestre, en Costswolds o cerca de
mi casa.
—Una elección excelente. ¿Quieres otro emparedado? —le sonrió y su mirada
ya no era fría—. ¿Ahora eres capaz de hablar sobre los problemas de la señora Prior?

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—Por supuesto —pensó que ésa era la razón por la que la había llevado a ese
sitio.
—¿Sabes que tiene un nieto al que nunca ha visto? Su hija vive en Manchester.
—Sí, ella me lo dijo. Su marido dice que no pueden pagarse el viaje.
—Me he puesto en contacto con una persona que conozco, que la puede llevar
al hospital de radioterapia del lugar. Podría recibir su tratamiento y estar cerca de su
hija. Apostaría hasta el último centavo que descubriría que después de todo vale la
pena vivir. Podríamos darle uno o dos meses de felicidad. He hecho arreglos para ver
a su marido mañana. Creo que todo podría arreglarse si le convenzo.
El camarero les llevó café y retiró los platos y las copas.
—¡Es una idea maravillosa! ¿Lo logrará?
—Con toda seguridad. ¿Cuándo tomarás esas vacaciones?
—No podrá ser la próxima semana. La siguiente vendrá una jefa de enfermeras
auxiliar, creo que entonces podré irme. Volveré cuando esté el doctor Bull…
—Así es.
—¿Regresará a Holanda?
—Sí, aunque tengo dos socios, no puedo ausentarme mucho tiempo.
Ansiaba preguntarle en dónde vivía y al mismo tiempo se dijo que eso no la
importaba.
—Si no le molesta, quisiera volver al hospital, ha sido un día agotador.
Él no puso ninguna objeción y esto la enfadó. Al llegar al hospital, él le abrió la
puerta, recibió las gracias y le dio las buenas noches, alejándose. Josephine se sintió
mal, comenzó a cruzar el vestíbulo, donde la detuvo el portero, quien tenía una carta
para ella.
—Llegó en el correo de la tarde y se extravió, lo siento.
Era de Malcolm. Se la metió en el bolsillo del abrigo y se dirigió a los
dormitorios de las enfermeras, preguntándose que contendría. Se dijo que si Malcolm
quería casarse con ella, aceptaría.
Esos no eran los deseos de Malcolm. Le preguntaba si tenía alguna objeción en
que vendiera el viejo reloj que ella encontrara en una tienda de antigüedades y que
compraron juntos. Le explicaba que el reloj era valioso y le enviaría la mitad del
dinero cuando lo vendiera. Leyó por segunda vez la carta, la rompió en pedazos y
abrió el grifo de la bañera. Permaneció en ésta hasta que el agua se enfrió.

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Capítulo 4
A la mañana siguiente, el doctor van Tacx llegó temprano al pabellón. Cuando
terminó la ronda, dejó libres a las personas que le acompañaron, le pidió a Matt que
se ocupara de unas radiografías y después siguió a Josephine a su oficina.
—¿Y ahora qué sucede? —preguntó él—. Has llorado… tienes la nariz roja y los
ojos hinchados. ¿En dónde está tu orgullo?
—Por favor cállese y agradecería que no se metiera en mis asuntos. No tiene
derecho…
—No, no lo tengo, pero trato de adquirirlo. Hablo así por tu bien, el personal y
el de los pacientes. Deberías tomarte unas vacaciones lo más pronto posible. La
enfermera que es tu mano derecha puede atender muy bien la sala.
—Sí, tan bien como yo… quizá mejor —dijo con frialdad.
—Ahora reaccionas como una tonta y eso demuestra que tengo razón. Necesitas
unos días de descanso para relajarte. Mencionaste que te irías cuando llegara la jefa
de enfermeras auxiliar, pero con seguridad puedes dejar la sección a cargo de Joan
durante unos días. Tu novio ha herido más tu orgullo que tu corazón.
Se sorprendió porque parecía ansioso por librarse de ella. Se sentó y miró sus
manos que tenía oprimidas sobre el regazo. Por supuesto que él tenía razón, había
sido un golpe a su orgullo más que a su corazón, suponía que se había convencido de
que estaba enamorada de Malcolm y ahora comprendía su error. Tenía que hacer un
esfuerzo para mostrarle al mundo su habitual semblante calmado.
El silencio fue largo, Jo levantó la vista y vio que él la observaba.
—Haré los arreglos necesarios para irme este fin de semana, además, tengo esos
días libres. Tomaré una semana de vacaciones y a eso añadiré mis días de descanso;
serán casi dos semanas. La lista de operaciones para la semana próxima será corta, ya
que colocarán una lámpara nueva en la sala y cinco pacientes se irán a casa, además;
sólo habrá tres admisiones.
—Por el momento no aprecias mi consejo, pero te aseguro que es por tu bien.
—¿Quiere café?
—Está bien, hagamos las paces tomando café.
—¿Dónde aprendió a hablar inglés?
—Tuve una institutriz inglesa. Aún está con nosotros, por supuesto que ya es
anciana, después estuve en Cambridge.
Josephine se puso de pie para ir a la cocina a buscar el café.
—Supongo que es muy inteligente —suspiró sin darse cuenta—. Creo que le
resultará fácil encontrar una esposa que le agrade.
—Ya he elegido a alguien; la pregunta es, ¿le agrado yo a ella?

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Josephine decidió no responderle.


No tuvo dificultad para conseguir los días libres, ya que no había problemas en
el pabellón. La señora Prior, de manera milagrosa, estaba inscrita en el Manchester
Hospital, sólo Dios sabía lo que el doctor van Tacx había hecho, pero una tarde el
marido se presentó en la oficina de Josephine y le dijo que había accedido a que su
cónyuge partiera.
—No me es indispensable en casa.
—Podrá visitarla los fines de semana —sugirió Josephine.
—¿Yo? ¿Ir hasta allí? No es probable. La escribiré.
Josephine pudo iniciar sus vacaciones el viernes por la noche, pero esperó al
sábado por la mañana, para despedir a la señora Prior. Después se subió a su coche y
se dirigió a Ridge Giffard.
Era un día frío y húmedo, pero como se dirigía a casa no le importaba. Había
resuelto darle la espalda a las últimas semanas, no era bueno llorar por lo
irremediable y ahora que el doctor van Tacx le había hecho comprender que sólo
había sido herida en su orgullo, estaba dispuesta a olvidar el asunto.
Aparcó el coche enfrente de su casa, cogió la maleta y entró por la puerta de
atrás. La recibió su sonriente madre, así como un delicioso olor que salía de la cocina.
Esa noche y las siguientes durmió muy bien. Todos los días salía a pasear con
Cuthbert y acompañaba a su padre a hacer sus visitas. No pensó en Malcolm y
comprendió que durante los últimos meses había estado nerviosa por pensar que se
casaría con él. Se lo confesó a su madre, mientras barrían las habitaciones.
—Sí, cariño, lo hemos notado. ¿No hay alguien más?
—No, esa no fue la razón de la ruptura. Tal vez nunca me case.
—Uno no sabe quién está a la vuelta de la esquina.
Esa tarde Josephine recordó lo que su madre le dijera, mientras andaba con
Cuthbert. Soplaba un fuerte viento, que acallaba cualquier otro ruido, por lo que no
oyó el Bentley que se acercaba. Al oír los ladridos de Cuthbert, se volvió,
encontrándose con la cara del doctor van Tacx, que asomaba por la ventanilla.
—Hola —saludó él—, parece que estamos destinados a encontrarnos aquí.
¿Disfrutas del paseo?
—Sí, gracias —se inclinó para tranquilizar al perro.
—No necesito preguntarte si tus vacaciones te sientan bien, puedo verlo.
Metió la cabeza, movió la mano en señal de despedida y se fue.
—Vaya si es un hombre rudo, ya verá cuando lo vuelva a ver —se dirigió a su
casa.
Como era sábado, su padre sólo atendía los casos urgentes, así que, después de
lavar los platos de la comida, Josephine se sentó a jugar a las cartas con él. El
ambiente del salón era agradable, con la chimenea encendida. Josephine se sentía

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contenta, aunque pensó que le hubiera gustado ver al doctor van Tacx unos minutos,
para decirle que tenía muy malos modales. Quizá le viera al día siguiente en la
iglesia, pero sería difícil decírselo en la puerta del templo, además, Branton House
estaba en la dirección opuesta a su casa y sus ocupantes siempre se iban primero.
A la mañana siguiente el sol brillaba en el cielo azul, y los campos aparecían
blancos por la escarcha. A Josephine, que se encontraba en el jardín con Cuthbert, esto
le pareció estupendo. Regresaron a la cocina, donde se quedó el perro mientras ella
subía a arreglarse para ir a la iglesia. Se puso su traje nuevo de lana y un sombrero.
Llegaron más tarde que lo acostumbrado porque la señora Dowling no
encontraba sus gafas y tuvieron que buscarlas. El doctor Dowling ocupaba desde
hacía años el banco que se encontraba debajo del pulpito y allí se acomodaron.
Josephine rezó sus oraciones y se sentó, pero volvió la cabeza lo suficiente para ver el
banco perteneciente a Branton House. El cuerpo del doctor van Tacx sobresalía entre
todos. Él volvió la cabeza y la miró.
Después de la ceremonia tardaron en salir de la iglesia, ya que conocían a
muchas personas. Al llegar al pórtico se detuvieron para hablar con el reverendo. Jo
pensó que el doctor van Tacx ya se habría ido, pero no era así, él apreció a su lado y
los saludó a los tres. La señora Dowling hizo una seña a su esposo, y ambos se
alejaron, dejando a Jo con el doctor van Tacx, quien no perdió el tiempo.
—Hace un día maravilloso, si no tienes planeado hacer otra cosa, ¿podríamos ir
a Stourhead? Fui el verano pasado pero me han dicho que en esta época del año es
cuando está mejor.
—¿Stourhead? ¿Y qué hay con los Forsyth? ¿No esperan que te reúnas con
ellos?
—Prefiero tu compañía, además ellos tienen un compromiso con una tía y se
alegrarán si me voy a otro lado.
—Wendy…—comenzó Josephine.
—Una joven encantadora. Iré a buscarte dentro de veinte minutos —miró sus
elegantes zapatos de tacón—. Ponte unos zapatos cómodos, me gustaría andar
alrededor del lago.
—Ayer fuiste bastante rudo.
—No esperaba verte. Pensaba en ti y de pronto ahí estabas.
—Es un bonito día —sonrió—. Iré a cambiarme de zapatos.
Se separaron, él se dirigió al sendero que conducía hacia Branton House y ella
al coche donde la esperaban sus padres. A ellos les pareció una idea maravillosa que
no permaneciera encerrada.
Cuando él llego, Josephine ya estaba lista, de cualquier modo, se quedó en su
habitación unos minutos. Era un hombre arrogante y debía mantenerle en su sitio.
Pronto llegaron a Stourton Village, ya que los caminos vecinales, por los que él
condujo, apenas tenían tráfico, además el trayecto pareció más corto debido a la

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conversación que sostuvieron. No podía negar que el doctor van Tacx era un
agradable compañero cuando quería.
Spread Eagle, que se encontraba en un extremo del parque, estaba lleno de
visitantes sentados en el bar, alrededor de la chimenea. Encontraron una mesa cerca
de la ventana. Josephine pidió un jerez, mientras que su compañero bebió cerveza.
Pidieron la comida mientras se encontraban allí y después se dirigieron al
confortable comedor para comer carne asada, con ensalada de rábanos y después
pastel con crema. No permanecieron mucho tiempo en el restaurante, ya que la
caminata alrededor del lago les llevaría más de una hora y ya eran las dos. Tomaron
café y se fueron.
—Es una lástima que no haya tiempo para ver la iglesia, es muy bonita —se
quejó Josephine.
—Sí, pero merece visitarla detenidamente. Lo haremos la próxima vez. ¿Vamos
a la derecha o a la izquierda?
—A la izquierda —respondió enseguida Josephine—, me gusta dejar las grutas
para lo último.
El lago estaba a su derecha y el sendero salía y entraba entre los árboles,
algunas veces quedaba junto a la orilla del agua y otrás se perdía de vista. En el lago
había cisnes y patos, la mayoría se amontonaban en la isleta cercana al puente que
acababan de cruzar.
Había quietud y todo estaba cubierto por una fina capa de escarcha. A su
alrededor, los abetos se elevaban a gran altura y los árboles más pequeños, que aún
tenían un color rojo y amarillo, se mezclaban con las moras rojas. Josephine colocó
una mano sobre el brazo de su compañero diciendo:
—Una ardilla —se detuvieron y miraron cómo el pequeño animal se subía a un
árbol.
Cuando reanudaron su camino, Jo encontró que su mano estaba apresada bajo
el brazo de él. Decidió que sería una grosería retirarla y era maravilloso andar así en
la quietud del parque.
—¿Has tenido mucho trabajo esta semana?
—Sí, pero no más que de costumbre. ¿Y tú? ¿Qué has hecho?
—Limpiar la casa, cocinar un poco, ayudar a mi padre, una noche fuimos a
cenar con el reverendo, he ido a Tisbury de compras y todos los días he sacado a
pasear a Cuthbert.
—¿No has extrañado St. Michael?
—No. Me gusta ser enfermera y dirigir un pabellón, no puedo imaginarme
haciendo otra cosa, pero si no tuviera que trabajar me encantaría permanecer en casa
y ser una… —se detuvo, iba a decir una ama de casa, pero de pronto se cohibió.
—¿Ama de casa? —preguntó el doctor van Tacx—. Se supone que hoy en día
eso no está de moda. Supongo que es más difícil que un trabajo de oficina u hospital.

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Cocinar, educar a los niños, lavar, planchar, soportar a un marido malhumorado,


etcétera.
—¡Dios mío, sabes mucho al respecto!
—Espero saber más. Oigo la caída del agua, debemos estar cerca…
Habían llegado a una orilla del lago y siguieron por el angosto sendero que iba
junto al agua. Vieron la cascada, que brillaba sobre las rocas. La tarde comenzaba a
caer y el sol teñía el cielo de azul a rosa. Llegaron hasta el otro lado del lago y
contemplaron el templo de Deian, frío y sombrío, ahora que el sol se ocultaba.
—Debió ser hermoso —observó Josephine, mientras miraba los frescos en las
paredes—, tener grutas y templos. Algún sitio diferente para pasear cada día. No se
necesita salir del parque.
—Muy romántico —el doctor van Tacx miró las estatuas que guardaban la
puerta—, y también húmedo. Tendrías que estar muy enamorada para sentarte en
esos bancos de piedra.
—No puedo creer que en ti no haya ni una pizca de romanticismo. Lo siento…
no debí decir eso… debiste tenerlo, ya que ibas a casarte.
Habían dejado el templo atrás e iban por un sendero bordeado por anchos
arbustos.
—Las dos cosas no son necesariamente compatibles. ¿Dónde está la gruta?
Bajaron unos pequeños escalones y se encontraron con una pequeña roca que
representaba a Neptuno.
—Parece frío —señaló Josephine, cuando siguieron por el estrecho camino de
piedra y entraron en una serie de grutas, adornadas con estatuas. El sendero
terminaba en un túnel que salía otra vez al lago—. Supongo que están mucho mejor
durante el verano. Todas esas estatuas de piedra…
—Sí, personalmente prefiero a los seres vivos. Me resulta difícil sentirme
romántico con las rocas.
—Antes la gente tenía más tiempo…
—Mi querida niña, nadie necesita tiempo para enamorarse, tal vez uno no nota
cuándo sucede, pero tarde o temprano se da cuenta.
—Así como uno comprende que ya no está enamorado…
—Algo así. Creo que estamos justo a tiempo —la siguió por la reja—. ¿Quieres
tomar té?
—Estoy segura de que mi madre nos espera, si quieres venir.
—Sí.
Regresaron casi en silencio. Jo había descubierto que podía estar con él sin tener
que hablar todo el tiempo.
Tomaron el té en la sala, frente a la chimenea. Comieron pasteles, tostadas,
delicadas rebanadas de pan con mantequilla y uno de los pasteles de fruta de la

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señora Dowling. El doctor van Tacx comió todo lo que le ofrecían, el andar le había
abierto el apetito y como le dijo a su anfitriona, no podía pensar en nada mejor que
beber el té frente a la chimenea en un día frío.
—En Holanda casi no tomamos té y menos estas delicias, sólo la infusión, casi
siempre sin leche y un pequeño pastelito —suspiró tan profundo, que Josephine le
miró con sospecha—. Tendré que casarme con una joven inglesa que sea una buena
cocinera.
—Debe haber muchas deseosas de hacerlo —dijo la señora Dowling. El doctor
van Tacx permaneció imperturbable.
—Es muy amable al decirlo, señora Dowling, pero creo que sería un marido
difícil, ya que tengo el mal hábito de decir lo que pienso y me gusta que las cosas se
hagan a mi modo; mi esposa necesitará ser una santa…
—O una joven que le ame.
—Eso es más de lo que merezco.
—Coja otro trozo de pastel.
Después de las seis él se puso de pie.
—Ha sido una tarde maravillosa —hablaba a la señora Dowling, pero miró a
Josephine.
Todos estaban de pie en el vestíbulo y la joven le había abierto la puerta. Él le
dio la mano a sus padres y besó a la enfermera en la mejilla.
Josephine cerró la puerta y oyó el ruido del motor de su coche alejarse. Hubo un
silencio antes de que la señora Dowling dijera feliz:
—Siempre me ha gustado la costumbre del beso social, la familia real siempre lo
hace.
A Josephine también le parecía muy bien, aunque no lo expresó.
A mitad de la semana tuvo que admitir que esperaba con ansiedad el fin de
semana, con la esperanza de que el doctor van Tacx fuera a visitar a los Forsyth. Pasó
el sábado y no hubo señales de él, tampoco le encontró en misa el domingo. Se dijo
que no tenía importancia.
Esa semana había ido a Salisbury a comprarse ropa, un sedoso vestido verde de
crepé, que en realidad no necesitaba, pero le quedaba tan bien que no pudo resistir la
tentación de comprarlo, una chaqueta, una falda y un par de blusas y suéteres.
También se llevó lana para tejer un suéter, así como un par de botas que hacían que
sus piernas parecieran más largas.
—Dejaré el vestido aquí —le dijo a su madre—. Me vendrá muy bien para las
fiestas navideñas.
—No será difícil guardarlo —aseguró la señora mientras tocaba la tela—, y tal
vez te sea útil cuando tengas que salir por la noche —comenzó a envolverlo con
cuidado en el papel—, estoy segura de que los médicos jóvenes te invitarán a salir.

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—Sí, lo hacen, pero no siempre acepto. En realidad, no he salido con frecuencia,


sólo con Malcolm.
—Sí, pero él ya no está. Debes divertirte, cariño, sólo se es joven una vez.
—Mamá, supongamos que no me case, algunas veces me despierto durante la
noche y me pregunto si fue un error lo que hice.
—Durante la noche, uno tiene las ideas más tontas, cariño. Sabes muy bien que
no hubieras sido feliz y estoy segura de que te casarás —hizo una pausa—. Bastante
segura.
Josephine besó a su madre.
—Eres un gran consuelo. Si vengo a casa en mis próximos días libres, ¿veré a
Mike y a Natalie?
—Estarán aquí dentro de quince días, sólo durante el fin de semana pero
vendrán para Navidad. ¿Podrás acompañarnos este año?
—Quizá algún día, pero tendré que estar allí en Nochebuena.

Aparcó su coche en el lugar habitual, tratando de ignorar el olor a gasolina que


había en el aire y la atmósfera contaminada. Anduvo hacia la entrada principal, para
ver si había llegado correspondencia para ella. Entró, recogió las cartas, le dio las
buenas noches al portero y se dirigió a su habitación, pues al día siguiente
comenzaría a trabajar.
La cena había terminado y sus amigas iban de un lado al otro del pasillo, para
tomar un baño caliente, servirse una taza de té, en algunos casos, cambiarse para
salir. Al pasar cerca de ella se detenían para decirle que se alegraban de que estuviera
de regreso y también para darle las buenas nuevas. Mercy se había comprometido,
Caroline tenía un traje nuevo y Moira Carson, la jefa de enfermeras de la sala de
recuperación, trataba de conquistar al doctor van Tacx.
Al escuchar eso, Josephine dejó la taza de té. Moira era una pelirroja, no muy
alta, delgada y muy atractiva, no la clase de chica que ella hubiera escogido para el
médico. Por supuesto que él tenía suficiente edad y experiencia para elegir a su
pareja y a ella no debería importarle si él era tan tonto para enamorarse de Moira.
Todos sabían que deseaba casarse con un hombre rico y sin duda el doctor van Tacx
además de apuesto, era acaudalado.
—Le deseo buena suerte —dijo Jo con una voz tan aguda que sus compañeras la
miraron sorprendidas.
Tuvo que hacer uso de toda su fuerza para borrar ese episodio de su mente
cuando estaba en la cama. Se dijo que a ella no le agradaba él, aunque ya no le
disgustaba como al principio. Él fue amable cuando rompió con Malcolm, tal vez él
pensaba que ya se había recuperado de ese golpe y que ya no necesitaba
acompañarla.

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Betty Neels – Amar, a pesar de todo – 2º Un marido ideal

Arregló las almohadas y cerró los ojos. Pensó en el trabajo del día siguiente,
pero enseguida recordó Storhead. Admitió que en ese lugar había sido muy feliz.
Cuando le encontró a la mañana siguiente, no había rastro de la pelirroja.
Matt estaba con él, así como un grupo de estudiantes. Los saludó con cortesía y
los condujo hasta la primera cama. Después de recorrer la mitad del pabellón, Jo se
convenció de que su amistad había sido transitoria. Él no era grosero, sólo distante.
Habló con cada una de las pacientes, les explicó lo que intentaba hacer y el porqué,
después le daba instrucciones a Josephine. Al concluir la ronda, escribió, en los
expedientes y habló con Matt.
Josephine sirvió el café y respondió a las preguntas que le hacían. Se fueron los
médicos y ella pensó que parecía que Julio acababa de conocerla.
Durante la cena, Caroline comentó que Moira tenía una cita con el doctor van
Tacx esa noche.
—Y estoy segura de que se la merece, pues no le ha sido fácil conseguirla.
Josephine miró su plato; de repente había perdido el apetito.
—¿Será un esfuerzo inútil? —preguntó alguien.
—Conoces a Moira, es insistente —varios pares de ojos se volvieron hacia
Josephine.
—Jo, tú le ves varias veces a la semana. ¿Qué opinas? ¿Logrará seducirle?
—Es bonita y pequeña; a él debe gustarle eso, por su estatura.

Al día siguiente llegó tarde a la cena, pues una de las pacientes había recaído y
tuvo que localizar a Matt. Sólo Caroline estaba en la mesa, comiendo un pudín de
arroz y manzana al horno. Josephine se sirvió carne fría, ensalada y se sentó frente a
ella.
—¿Has tenido mucho trabajo? —cuestionó Josephine.
—Regular, un par de urgencias. Afortunadamente no coincidí con Moira.
—¿Por qué?
—Esta mañana estaba furiosa —rió—. Tuvo su cita con el doctor van Tacx, pero
también con la enfermera Clark —se detuvo para dar más efecto a sus palabras. La
enfermera Clark era una cincuentona regordeta—. Para completar el cuarteto, estaba
el señor Dean —el farmacéutico principal, un hombre mayor, experto en cosechar
rosas.
—Continúa.
—Comieron en un restaurante no muy elegante —se detuvo para reír—. Moira
dijo que la conversación giró en torno a rosas y el retiro de la enfermera Clark, que
además del saludo y la despedida, no habló una sola palabra con el doctor van Tacx.
Dice que prefiere morirse que volver a salir con él.

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El día, que le había parecido terrible, de pronto se volvió más soportable.


Ya había dejado el pabellón en manos de Joan y estaba sentada en su escritorio
recogiendo los papeles, cuando el doctor van Tacx entró.
—¿Desea ver a alguien, doctor?
—Sí, a ti. ¿Estás libre? —no esperó su respuesta—. Yo también, en una hora más
o menos. ¿Salimos a cenar?
—¿Con quién?
—Solos, tú y yo. Te diré que creo en la seguridad de los números pequeños.
—Entonces no hay seguridad…
—En eso estás equivocada, Josephine. Siempre me siento seguro contigo.
—Gracias. Sí, me gustaría salir esta noche.
—A las siete y media en la entrada. Iremos al Savoy a bailar.
Era una oportunidad excelente para ponerse el nuevo vestido verde.
Cuando ella llegó al vestíbulo, vio el Bentley y al doctor van Tacx que estaba
apoyado en la pared, hablando con el anestesista. Vestía traje y corbata y Jo se alegró
de haberse puesto ese vestido, ya que otro no le hubiera hecho justicia a la elegante
apariencia de él. Aunque parecía lo contrario, él ya la había visto, puesto que se
despidió de su acompañante y cruzó la puerta para ir a su encuentro.
—Muy guapa —la elogió mientras la estudiaba.
El vestido era simple, con un escote no demasiado bajo y le quedaba a la
perfección. Josephine había averiguado lo que Moira se había puesto: un vestido
blanco de chifón, con un enorme ramo de rosas y demasiado revelador.
Jo nunca había estado en el Savoy y la impresionó. Se sentó y aceptó una copa
de jerez. Escogió la cena y cuando él la invitó a bailar, se puso de pie enseguida.
Después del café, conversaron como buenos amigos y volvieron a bailar hasta
que Josephine preguntó la hora.
—Es media noche.
—¡Dios mío! Hay una lista que debo atender por la mañana y admisiones.
—Lo cual harás muy bien. ¿Por qué te preocupas, Josephine?
—No estoy preocupada, sólo lo he recordado de pronto. Había olvidado todo.
—Eso es algo agradable de oír, supongo que te estás divirtiendo.
—Sí. No recuerdo haberme divertido tanto.
—¿Ni aún con Malcolm?
—Ni aún con él, doctor van Tacx.
—¿No crees que puedes llamarme Julio? Seré mayor que tú, Josephine, pero ¿es
necesario que lo enfatices?

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—No puedo… quiero decir que eres un médico…


—En el hospital nos trataremos de diferente manera.
—Es absurdo que en ocasiones casi nos aborrezcamos y en otras podamos
disfrutar de una grata velada.
—Yo trato de ser un modelo de cortesía.
—Sin embargo, algunas veces te comportas como si ansiaras alejarte.
—A eso no tengo respuesta. ¿Nos vamos?
Él le dio las buenas noches, asegurándole que había gozado más que ella y le
rogó que no le diera las gracias. La acompañó hasta la entrada y después volvió al
coche. Mientras iba hacia su habitación, Jo se preguntó cómo sería su apartamento
cercano a Harrods y dónde viviría en Holanda. Frunció la frente, el doctor Bull
regresaría muy pronto y su suplente se iría. Mientras se metía en la cama, se dijo que
pronto le olvidaría. Como estaba muy cansada por el trabajo del día y el baile, se
durmió de inmediato.

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Capítulo 5
De nuevo siguió la rutina habitual. Recibió a las nuevas pacientes,
acompañadas por sus temerosos maridos. Acompañó hasta la sala de operaciones a
las que iban a ser intervenidas, deteniendo su temblorosa mano y hablando de cosas
sin importancia para distraerlas.
No tuvo tiempo de ir a comer, por lo que comió un emparedado en su oficina y
bebió el té que le preparara la señora Cross. Después regresó a la sala para supervisar
la vuelta de una paciente y la ida de otra al quirófano.
El doctor van Tacx llegó por la tarde y convenció a las convalecientes para que
se sentaran y peinaran el cabello, después examinó con cuidado a las recién
operadas. En silencio fue de cama en cama, acompañado por Josephine y Matt, y dio
las instrucciones en voz baja, haciendo anotaciones en los expedientes. Se despidió
de ella con cortesía y Josephine se preguntó en dónde estaba el hombre con el que
había bailado durante horas la noche anterior. Le miró a los ojos y se ruborizó, el
facultativo parecía divertido.
El doctor Bull regresaría dentro de dos días, no obstante, el suplente aún no
había dicho cuándo se iría. Josephine cada vez pensaba más en ello y de haber
oportunidad se lo hubiera preguntado, pero los dos días pasaron sin que
mantuvieran una conversación en privado. Al tercer día, llegó el doctor Bull al
pabellón en compañía de varios estudiantes.
Josephine le siguió de cama en cama y el médico hizo preguntas a los
estudiantes. Cuando terminaron, ella le precedió hasta su oficina.
Mientras bebían café, hablaron acerca de los pacientes.
—El doctor van Tacx y yo hemos discutido cada caso juntos —señaló el
titular—. Parece que tiene mucho trabajo. Es un espléndido cirujano, que trabaja
demasiado —miró a Josephine mientras hablaba—. Ha actuado como yo lo hubiera
hecho.
—A todos nos ha agradado trabajar con el doctor van Tacx.
—Sí, estoy seguro. Es un buen tipo y un viejo amigo. Es una lástima que haya
regresado a Holanda.
—¿Ya se ha ido?
—Volverá.
Pasó la semana sin que tuviera noticias del doctor van Tacx y Jack Bull no
volvió a tocar el tema. Josephine se preguntó dónde estaría y qué haría. Se sintió
aliviada cuando llegó su fin de semana libre y se fue a casa.
Era una tarde fría, y las carreteras estaban cubiertas de hielo. Tal vez cuando
llegara a casa se sentiría mejor y podría borrar la sensación de vacío que la
atormentaba. Se dijo que estaba muy cansada así que después de cenar se iría a la
cama; al día siguiente se sentiría perfectamente. Al bajar del coche soplaba un viento

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muy fuerte y se preguntó si en Holanda, donde estaba el doctor van Tacx, también
soplaría el viento.
Era probable que así fuera, sólo que él no estaba allí, sino en la sala, sentado
frente a su padre, hablando de las técnicas modernas de la anestesia. Josephine
saludó a su madre y se detuvo en la puerta de la sala para mirarle.
—El doctor Bull dijo que estabas en Holanda —besó a su padre—. Buenas
noches, doctor van Tacx.
Él se puso de pie.
—Sabes que me gusta dar estas pequeñas sorpresas de vez en cuando y ¿por
qué me llamas doctor van Tacx? ¿Qué he hecho para ya no ser Julio?
Josephine se ruborizó y se mordió el labio, mirando con desesperación a su
padre.
—No esperaba encontrarte aquí.
—¿Me has olvidado tan pronto?
—No he tenido tiempo de pensar en ti.
—¿Ni siquiera de preguntar adonde había ido?
—Supongo que sí, ¿Te hospedas en Branton House?
—Durante el fin de semana. Tu madre ha tenido la amabilidad de invitarme a
cenar.
El doctor Dowling se puso de pie.
—Es hora de tomar una copa. Sube a tu cuarto a dejar tus cosas y después trae a
tu madre para que nos acompañe.
Josephine se retiró, confundida pero no se dio oportunidad para pensar
mientras se arreglaba y después bajaba a la cocina.
—Carne y riñones —dijo la señora Dowling, mientras movía algo en una
cacerola—, col, patatas y hay pastel —era una espléndida cocinera—. Espero que a
Julio le agrade la comida sencilla.
—Le gustará, si tú la has preparado —le aseguró Josephine—. Sabes que eres
una maravillosa cocinera —le quitó el delantal—. Papá te está esperando para servir
el jerez.
Parecía que el doctor van Tacx se divertía, comió con apetito y felicitó a la
señora por la comida y charló con el doctor acerca del cultivo de las rosas; a ella la
ignoró. Por eso Josephine se sorprendió cuando él le preguntó mientras tomaban el
café, si quería ir a pasear a la mañana siguiente.
—No puedo, tengo que hacer varias cosas.
—Entonces, después de comer. No es probable que llueva y estoy seguro de que
no te importa si sopla un viento fuerte. Se llevará tu mal humor.

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—Mi… bueno… —respiró profundo y sin saber por qué, sonrió—. Tienes razón,
llevaré a Cuthbert.
—Bien —miró a la señora Dowling, quien había escuchado, con atención—.
¿Puedo dejar el coche aquí? Eso nos dará dos horas de luz.
—Por supuesto, ¿te quedarás a tomar el té?
—Sí.

Al día siguiente, cuando él llegó, Josephine ya estaba lista. El sol brillaba y sólo
las nubes que se encontraban más allá de las colinas anunciaban que podría llover y
con suerte, estarían en casa antes de que eso sucediera.
Sus padres los despidieron, antes de cerrar la puerta vieron cómo desaparecían
por el sendero.
—Hacen una buena pareja —le dijo el señor a su esposa.
—Sí, querido —caminó hacia la sala—. En Branton House me enteré de que
estaba comprometido para casarse, pero que todo se suspendió.
—Supongo que Julio es capaz de dirigir su vida.
—Sí, así como nuestra Jo.
El sendero era una mezcla de lodo helado y surcos, aunque esto no preocupaba
a Josephine ni a su acompañante, que se alejaban de la casa y del pueblo con Cuthbert
entre ellos.
—¿Has pensado en algún lugar en especial? —preguntó Julio.
—Si no te importa el camino accidentado, podemos ir a los campos Pakes,
cruzar Stoney Bottom y salir a Paul's Marsh, al otro lado del pueblo. Son como seis
kilómetros.
Anduvieron en silencio, intercambiando algún comentario de vez en cuando.
Los campos Pakes estaban cubiertos con trigo, por lo que los bordearon. En Stoney
Bottom había infinidad de plantas y las piedras estaban ocultas por los arbustos,
maleza y agua helada. Aún había escarcha sobre los árboles, los pájaros cantaban en
los árboles y el sol le daba al lugar una belleza inesperada, Josephine se detuvo y
sacó de sus bolsillos pan, para ver cómo se alimentaban los hambrientos pájaros.
—En realidad no es un pantano —explicó Josephine—, se inunda si llueve
mucho, de lo contrario, los caminos no están tan mal.
—Sólo lodosos —observó el doctor van Tacx, mirando sus zapatos que antes
estaban limpios.
—¿Te importa? Estamos acostumbrados a las botas en el invierno, por supuesto
que si vives en Londres…
—No, yo vivo en Holanda —se volvió para mirarla—, en la perefieria de un
pequeño pueblo enlodado durante el invierno.

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—¿Regresarás a Holanda?
—Muy pronto.
Paul's Marsh era extenso y cuando llegaron al otro extremo y pudieron ver el
pueblo, ya había oscurecido. Al encontrarse con las primeras casas, comenzó a llover.
Regresaron de prisa y entraron por la puerta de atrás. Dejaron sus cosas en el
pequeño vestíbulo y el doctor van Tacx se quedó secando a Cuthbert mientras Jo
ayudaba a su madre a preparar el té.
—Cuando estés listo entra —dijo Josephine. Después él se sentó enfrente de la
chimenea y Cuthbert a su lado.
La señora Dowling cortaba el pastel cuando sonó el teléfono.
—Yo contestaré —ofreció la chica—. Papá, ha habido un accidente en la granja
Burke, un camión de leche, uno de mudanzas y dos coches, han chocado; y además
hay un árbol caído al final del camino…
—Entonces la ambulancia y la policía no pueden pasar —se puso de pie y
también el doctor van Tacx—. Hablaré con Burke, trae mi maletín, Jo, y ponte las
botas.
El doctor van Tacx la siguió hasta el vestíbulo y preguntó:
—¿Hay algunas botas que me sirvan?
—Las nuevas de papá. ¿También vas a ir?
—Sí. Dame el maletín.
—Será mejor que lleve vendas y tablillas. Papá está telefoneando a la policía.
Un momento después, el señor Dowling le decía a su esposa que llamara al
doctor Wells y al doctor Jenkins, de los pueblos cercanos. De inmediato subieron al
coche, conduciendo bajo la fuerte lluvia.
La granja Burke estaba a casi tres kilómetros del pueblo, al final de un sinuoso
camino. El doctor van Tacx conducía despacio ya que a unos cien metros estaba el
árbol que impedía el paso. Julio murmuró algo y dio marcha atrás con precaución.
Como había conducido despacio, pudo ver una reja a su derecha y se detuvo cuando
Josephine se lo indicó.
—Abriré la reja, es una zona de pasto y en este momento no habrá nadie,
puedes dejar el coche dentro, yo cerraré la reja.
Se estremeció al bajarse del automóvil, ya que soplaba un viento frío. El doctor
van Tacx aparcó el coche y él y el señor Dowling se bajaron.
Podían ver la granja, ya que estaban encendidas todas las luces de la casa, por
lo que no necesitaron la linterna mientras se apresuraban a llegar. Al final del campo
había otra reja y se detuvieron un momento al ver la confusión que reinaba al otro
lado. El camión de leche al salir de la granja había chocado con el de mudanzas, cuyo
contenido yacía esparcido en todas direcciones, cubierto por la leche que salía del
otro camión. Entre los dos camiones estaba un pequeño coche, cuyos ocupantes
estaban atrapados al igual que el chófer del camión de leche a quien intentaban

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rescatar el señor Burke y dos de sus ayudantes. Un hombre estaba sentado a la orilla
del camino, tenía las manos en la cabeza y se oían los gritos de una mujer
aterrorizada.
—Meter a ese hombre —ordenó el doctor Dowling—, y volver tan pronto como
podáis. ¿Está tu esposa en casa, Burke?
—No, ha llevado a los niños a Tisbury.
Josephine no esperó a oír más, ayudó a ponerse de pie al hombre, quien no
estaba herido, sólo muy impresionado. Lo acompañó hasta la cocina, le sirvió una
taza de té, que por fortuna hervía sobre la estufa, buscó una manta y lo acostó en el
sofá.
—Está a salvo, permanezca aquí. Regresaré enseguida. Cierre los ojos y si
puede duerma.
De nuevo en la carretera, descubrió que el chófer del camión aún estaba en la
cabina y su padre inclinado sobre él. El doctor van Tacx estaba junto a los hierros
retorcidos del coche y tiraba con suavidad de algo.
—¿Puedo ayudar? —preguntó Jo, mientras él sacaba a una niña por la ventana.
—Llévala a la casa lo más rápido que puedas, examínala y después vuelve aquí.
La pequeña estaba consciente y cuando entraron en la casa abrió los ojos y dio
un alarido. La colocó sobre la mesa de la cocina y con cuidado revisó los brazos y las
piernas, después el cuerpo y la cabeza. Sólo encontró unos cuantos raspones, su
llanto era normal. El hombre estaba sentado en el sofá y tenía mejor color. Josephine
dejó a la niña sobre sus rodillas.
—Arrúllela, sólo está asustada, manténgala caliente y háblele.
Él asintió, todavía no se había recobrado por completo, pero era la única ayuda
que podía obtener. Cuando salió oyó que el doctor van Tacx decía con voz calmada.
—Ven.
—Aquí estoy.
Él le pasó a otra niña, pero ésta estaba silenciosa.
—Creo que tiene lastimada la cabeza. Sus padres aún están aquí, pero no podré
sacarlos sin una grúa —él estaba en el interior del coche y su voz sonaba calmada.
Ella miró a las dos personas que iluminaba con su linterna y se volvió para regresar a
la casa.
La niña era mayor que la primera, estaba inconsciente pero respiraba bien a
pesar de la herida que tenía en la cabeza. La colocó sobre la mesa, cogió agua, le
limpió la herida y se inclinó sobre el cuerpo, buscando otras heridas. Tenía un brazo
fracturado, rasguños en las dos piernas y un chichón en la cabeza, al otro lado de la
herida. Las reacciones de las pupilas eran normales y el color de la niña no estaba tan
mal. Josephine encontró una capa detrás de la puerta, envolvió a la criatura y le
preguntó al hombre:

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—¿Podría vigilarla también? Tiene una herida en la cabeza y un brazo roto.


¿Podrá cuidarla si la acuesto a su lado? Ya no tardaremos mucho.
El hombre asintió, ahora estaba más tranquilo. Le sirvió más té, le dio
golpecitos en el hombro y volvió a salir.
La policía ya había llegado y como no se podía hacer más por las tres personas
atrapadas e inconscientes, se esforzaban por despejar el camino para que cuando
llegara la ambulancia y los bomberos pudieran moverse con mayor libertad. La leche
esparcida en el camino llegaba hasta el tobillo y algunos de los muebles flotaban,
golpeándose uno con otro. El doctor Dowling entró para ver a las niñas mientras su
colega lanzaba sillas y mesas hacia el campo donde había dejado el coche. Cuando
llegaron los bomberos tenían libre el camino y Josephine, obedeciendo a su padre
regresó a la cocina, mientras él y el doctor van Tacx se acercaron al hombre atrapado
en la cabina.
Se mantuvo ocupada con las dos pequeñas. La mayor aún no recobraba el
conocimiento y la más chica se movía molesta, mientras el hombre dijo que se sentía
mal. Pasó media hora, con la pequeña en brazos, se acercó a la puerta para mirar
hacia afuera. I os hombres de la ambulancia llevaban en una camilla al chófer del
camión y otros esperaban para recibir a las dos personas del coche. Pronto los
sacaron y su padre no se separó de ellos. Uno de los policías se acercó a la cocina
para informarle que trasladaban al herido en su coche.
—Uno de los hombres de la ambulancia va a venir a por las niñas, el doctor
quiere examinarlas primero. Dos de nuestros hombres se quedarán aquí. ¿Hay
alguien que la lleve, señorita?
—Se irá conmigo —comunicó el doctor van Tacx desde la puerta—. El señor
Dowling me pidió que auscultara a las niñas antes de que se las lleven —miró a
Josephine—. ¿Hay algún síntoma alarmante?
—Ésta —miró a la pequeña que tenía en brazos—, sólo está asustada,
hambrienta y quiere a su mamá, la otra aún está inconsciente, pero su pulso es casi
normal y ha recuperado calor. Papá dijo que había que tratarla como si tuviera el
cráneo fracturado hasta que le hagan unas radiografías.
El doctor van Tacx asintió y se dirigió hacia donde estaba acostada la pequeña.
—La pueden mover. Sugiero que la lleven en mantas hasta la ambulancia.
¿Ustedes se encargarán de este hombre? Supongo que los llevarán a Salisbury. Si me
necesitan pueden localizarme a través del doctor Dowling o en St. Michael en
Londres.
Pronto los hombres de la ambulancia se llevaron a las niñas y el chófer del
camión de mudanzas fue escoltado por un policía. Jo y Julio se quedaron en la
cocina. El señor Burke y sus ayudantes aún estaban en el patio, ayudando a limpiar.
Por lo menos la leche ya no se esparcía y los muebles los apilaban a un lado del
camino. Los dos miraron por la puerta abierta.
—Ya han comenzado a retirar el árbol —dijo él—. Cuando esté libre el camino
la grúa podrá llevarse el camión —la miró, estaba cansada y tenía la cara sucia y el

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cabello despeinado. Ella también le miró y su aspecto no era muy diferente—.


Hacemos una buena pareja. No creo que nos necesiten más, te llevaré a casa. Tu
padre dijo que volvería en la ambulancia de Tisbury. ¿Puedo llamar al hospital para
averiguar cómo van las cosas?
—Sí, por supuesto. ¿Están graves el hombre y la mujer?
—Sí, pero no creo que sea fatal. Vamos a despedirnos del señor Burke.
Estuvieron unos minutos con el granjero, sintiéndose aliviados al ver que
habían llegado más hombres para ayudar.
—Pronto terminaremos y muchas gracias a los dos. No lo olvidaremos.
—¿Y su esposa e hijos? ¿Quiere qué se los traigan?
—Llamé y se quedarán en Tisbury —le dio la mano a Jo y después al doctor van
Tacx—. Un mal día, pero ya ha terminado todo. Por la mañana ya no estará el árbol
caído y esperemos que los heridos se encuentren mejor.
Julio la cogió del brazo para conducirla hasta el coche. La sentó en el asiento
delantero y se dirigió a abrir la reja. Sacó el coche y la volvió a cerrar.
Aún llovía, pero no muy fuerte. Josephine tenía sueño y le agradeció que no
hablara. Detuvo el coche junto a la casa y la señora Dowling abrió enseguida la
puerta.
—Pase Julio, tú también Jo. Tu padre acaba de telefonear desde Odstock —
cogió sus abrigos y les dio unas zapatillas cuando se quitaron las botas. Se dirigieron
a la cocina—. Hay sopa, Julio, ve a la sala, sírvete un whisky y trae un jerez para Jo.
Cuando estaban comiendo la sopa, la señora Dowling preguntó:
—¿Podrías ir a Salisbury, Julio y recoger a mi marido? Han llamado otra vez a
la ambulancia. ¿Serías tan amable de llamar al hospital cuando termines la sopa?
Mientras comía, Josephine pensó que no conocía esa faceta de él, accedía a
recoger a su padre, aunque quizás le estropearan sus planes para esa noche.
—¿Qué hora es? —preguntó Josephine de pronto.
—Las nueve.
—No puede ser. Estábamos tomando el té…
—Mucho ha sucedido desde entonces —dijo él.
—Arruinamos tu noche. ¿Tenías planeado algo?
Él le sonrió y en lugar de responderle, se dirigió a la señora Dowling, lo cual
enfadó a Jo.
—¿Ha llamado a los Forsyth? Sabían que estaba aquí…
—Oh, sí. Dijeron que no te preocuparas y que te reunieras con ellos cuando
pudieras; que si estabas muy cansado o era demasiado tarde, lo comprenderían. Debí
decírtelo, pero se me había olvidado por completo. Perdóname…

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—Por supuesto. Si me disculpan, iré a buscar al doctor Dowling. ¿Puedo


telefonear al hospital?
Cuando él se fue, Josephine ayudó a su madre a lavar los platos y a tener las
cosas preparadas por sí su padre quería comer mando regresara.
—Báñate y vete a la cama, cariño, creo que Julio dejará a tu padre y seguirá su
camino hacia la casa de los Forsyth. Por fortuna mañana es domingo y tu padre no
tiene que trabajar.
Josephine hizo lo que le aconsejó su madre. Estaba agotada y necesitaba lavarse
el pelo. Se bañó y con el pelo suelto bajó. Su padre traería noticias acerca de los
heridos, sobre todo de las niñas y sabía que no se podría dormir hasta saber si se iban
a recuperar.
La puerta de la cocina estaba cerrada, podía oír el murmullo pues su padre
había regresado. Abrió la puerta y entró.
El doctor van Tacx también estaba allí, sentado a la mesa con una taza de café
enfrente.
—Oh, no sabía que estabas aquí —se detuvo. Él se puso de pie.
—Tu madre ha tenido la amabilidad de ofrecerme un café —retiró una silla
para ella y Jo se sentó, pensando en su terrible aspecto.
Aceptó la taza de café sin darse cuenta de que el doctor van Tacx tenía la vista
fija en ella y que sus ojos brillaban.
Él se despidió de sus padres y le preguntó:
—¿Qué te parece si mañana por la tarde hacemos otra visita a Stourhead? —ella
estaba a punto de no aceptar cuando él añadió—: Será mi última oportunidad antes
de regresar a Holanda.
—Le extrañaremos —dijo la señora Dowling—, parece como si fuera de la
familia, Julio.
—No desearía nada mejor, es muy amable por decirlo. Por alguna razón, me
atrae Stourhead.
Josephine se olvidó del cabello mojado y de su viejo camisón.
—Muy bien, será preferible que llevemos botas.
—Te recogeré a las dos —colocó una mano sobre su hombro—. Buenas noches,
Josephine.
A ella le agradó el contacto de su mano. Se fue a la cama y durmió como un
lirón.
Por la mañana fueron a la iglesia, pero no sin que el doctor Dowling telefoneara
a Odstock para informarse acerca de las víctimas del accidente, las cuales habían
mejorado, según le dijeron.
Después de las buenas noticias, la mañana pareció más hermosa y en la iglesia
cantó los himnos con entusiasmo. Se había arreglado con esmero para borrar la

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impresión que causara la noche anterior y el doctor van Tacx no hacía otra cosa que
mirarla.
Él fue puntual y mientras Jo se ponía el abrigo y las botas, charló con el señor
Dowling. Aunque ya no llovía, el ambiente estaba húmedo, por lo que el interior del
coche estaba tibio. Cuando llegaron a Stourhead, el lago era como un espejo y en el
centro de la isla había muchos patos. El suelo seguía húmedo y lodoso, pero no les
importaba. Anduvieron, hablando de muchas cosas y Josephine se sintió a gusto en
su compañía.
No se detuvieron mucho, ya que estaba nublado y cuando el sol se metiera,
sería difícil encontrar el camino de regreso. Rodearon el lago, visitaron las grutas y
cruzaron la reja cuando el sol descendía.
—¿Visitamos la iglesia? —sugirió el doctor van Tacx, cogiéndola del brazo.
Anduvieron por el pasillo y entraron en la pequeña capilla situada a un lado de
la nave central. Después regresaron hasta la puerta, deteniéndose para volverse y
mirar el interior.
—Me gustaría casarme aquí —dijo de manera inesperada el doctor van Tacx y
como Josephine le miró sorprendida añadió—: contigo, Josephine.

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Capítulo 6
Josephine permaneció de pie en la puerta de la iglesia mirando a su compañero.
—¿Y ahora qué sigue? —preguntó ella—. ¡Qué cosas dices! —él levantó las cejas
y ella se ruborizó—. Discúlpame, no quise ser grosera, pero ha sido… tan inesperado.
Y yo no…
—Sueñas con enamorarte y recorrer el pasillo vestida de satén blanco.
—No me importaría no llevar vestido de novia, aunque sí considero importante
estar enamorada.
—¿Te importaba a ti y a Malcolm?
—Sí, pero no a ti ni a tu…
—Magda, lo que hace más fuerte mi argumento.
La cogió del brazo mientras paseaban por el sendero.
—Compatibilidad y atracción son ingredientes de un buen matrimonio. Se
puede prescindir del amor, pero no de la atracción. Se puede pasar de la atracción al
afecto, lo que duraría toda la vida.
—Has pensado en eso —se detuvo—, quiero decir que no estás hablando por
casualidad.
—He reflexionado en ello, Josephine y quiero que tú también lo hagas. Y por
amor de Dios, no tomes una decisión precipitada. Puedes tener todo el tiempo que
quieras.
Se dirigieron hacia el coche.
—¿En realidad lo quieres?
—Siempre digo lo que quiero y te aseguro que nunca diré algo que no quiera.
Por último, te pido que no peses ahora los pros y los contras. Espera a que me haya
ido.
—¿Vas a irte a Holanda? ¿Para siempre?
—Volveré —le abrió la puerta del coche y ella entró. Él se sentó a su lado y puso
el automóvil en marcha.
Durante el trayecto a casa hablaron de cosas triviales y tomando el té la
conversación fue general. Parecía que nadie había notado que Josephine estaba
demasiado callada. Él se puso de pie y su madre le preguntó cuándo le volverían a
ver.
—Me voy a Holanda, señora Dowling, pero espero verles pronto —le besó la
mejilla, le dio la mano al doctor Dowling y miró a Josephine que estaba al otro lado
del vestíbulo.
—Tot ziens, Josephine —dijo con suavidad y se dirigió a su automóvil.
Su padre le acompañó.

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—¿Qué querrá decir eso? —preguntó Josephine.


Su padre regresó y ella se dirigió a la cocina para lavar las tazas del té. Dijo que
le dolía la cabeza y se fue temprano a la cama. Por la mañana regresó a St. Michael.
Por supuesto, no había señales del doctor van Tacx. Dos días después, durante
su ronda, el doctor Bull hizo un comentario acerca de su colega.
—Es un tipo maravilloso, estoy contento porque volverá, es un cirujano
brillante.
—¿Regresará? —demandó Josephine.
—Claro que sí, dijo tot ziens.
—¿Qué significa eso?
—¡Santo Dios, muchacha! Significa hasta luego, te veré pronto… algo así.
—Creí que quería decir adiós.
—Vendrá este fin de semana.
Él pareció no notar su confusión y se inclinó sobre la paciente.
Jo pensó que no habría diferencia alguna si él iba ya que ella tendría que
trabajar. Durante el resto de la semana, nadie hubiera imaginado lo inquieta que
estaba. Llegó el sábado y se imaginó al doctor van Tacx conduciendo hasta casa de
los Forsyth para pasar el fin de semana. Tot ziens podría significar hasta luego, pero
no cubría un tiempo específico, podría ser una semana, un mes o un año. El domingo
le pareció interminable. Cuando sólo faltaban diez minutos para que terminara su
jornada, Josephine se encontraba en su oficina, revisando la lista de días libres de las
enfermeras de su sección, cuando la puerta se abrió y entró el doctor van Tacx.
Su saludo fue cortés y su mirada amistosa. Josephine se alegró al verle, aunque
trató de no demostrarlo.
—Quiero hablar contigo —dijo él—. Te esperaré a la entrada, no te molestes en
cambiarte, sólo ponte la capa —se fue y la dejó con la boca abierta, sin darle
oportunidad para hablar.
—No iré —murmuró Jo y continuó su trabajo.
Cuando terminó, tuvo tiempo suficiente para hacer el último recorrido, antes de
que llegara el personal del turno de noche. Después de recibirlos, cogió su bolso, se
colocó la capa sobre los hombros y salió.
Se había dicho que no se reuniría con Julio van Tacx, pero sus pies la
traicionaron y se dirigió a la entrada. Le encontró apoyado en la pared, con las manos
en los bolsillos, esperándola.
—Ni siquiera me he peinado —se excusó ella.
—Me gustas también con el pelo alborotado —la condujo hasta el Bentley.
—¿Adónde vamos y por qué?
—Tengo un pequeño apartamento y como te he dicho, necesitamos hablar.

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—¿Acerca de qué?
—De nosotros. Ahora, siéntate y relájate unos minutos. ¿Ya has cenado?
—No.
Conducía por las pocas transitadas calles y se dirigía hacia el oeste.
—Pensé que vivías en Holanda…
—Ese es mi hogar, pero compré aquí un apartamento, ya que vengo a menudo
y me resulta de gran utilidad.
No volvieron a hablar hasta que se detuvieron frente a una bonita puerta. La
luz de la calle iluminaba unas placas metálicas que había junto a ésta, y Josephine
pudo leer el nombre de él en una de ellas.
—Tienes habitaciones aquí…
—Sí, pero mi apartamento está en el último piso. Hay un ascensor —abrió la
puerta y entraron.
—Pensé que era algo pequeño.
—He comprado éste a un amigo, necesitaremos un hogar, ¿no es así? —ella se
quedó muda.
Se abrió el ascensor enfrente de una puerta. El doctor van Tacx la abrió y se hizo
a un lado para que ella entrara. Había puertas a cada lado y pasillos a la izquierda y
derecha. Él abrió una de las puertas y entraron en una habitación que daba a la calle.
Había un gran sofá, sillas y varias mesitas, con adornos de plata y porcelana. Le
pareció una habitación encantadora y así lo expresó.
—¿Te gusta? Lo he amueblado yo, pero por supuesto que puedes cambiar lo
que no te agrade.
—Mira, Julio, te… te fuiste a Holanda sin decir palabra y ahora regresas…
—Por supuesto que estoy aquí. ¿No te dije que lo haría? y que tendrías varios
días para tomar una decisión. ¿Ya lo has hecho?
—No sé nada acerca de ti. ¿Dónde vives? ¿Tienes una familia? ¿Estás seguro de
que quieres casarte conmigo? Quiero decir que con facilidad podrías enamorarte…
Le quitó la capa y le acercó una silla.
—Vivo en un pueblo pequeño cercano a Leiden, La Haya y Ámsterdam. Es una
casa bonita, vieja y con un jardín. Mi madre murió el año pasado y mi padre vive en
Leiden, es un cirujano retirado, aunque todavía da conferencias de vez en cuando.
Tengo tres hermanas casadas y dos hermanos, el mayor está en Edinburgh Royal
Infirmary, es cirujano, y el más pequeño estudia medicina en Leiden. Y estoy seguro
de que quiero casarme contigo, Josephine.
Ella le preguntó por qué y esperó ansiosa la respuesta.
—¿No fui claro? Los dos fracasamos en nuestro intento por casarnos por amor.
Aunque al principio no te agradaba ahora sé que me aprecias. Tenemos mucho en
común y disfrutamos estando juntos. Entiendes mi trabajo y no te enfadarás cuando

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llegue tarde a casa, incluso escucharás con paciencia cuando hable del hospital. Una
vez resultamos lastimados y no queremos que eso se repita. Nos casaremos para
conocernos poco a poco y cuando consideremos que podamos tratarnos como
marido y mujer lo haremos, pero sólo entonces. Tal vez suene un poco frío, pero no
será así, tendremos el calor de la amistad y del afecto, cuando éste llegue —se puso
de pie—. Traeré café y emparedados mientras piensas en ello.
—Yo lo haré.
—Preparo buen café, además tengo a un ama de llaves que habrá dejado todo
listo.
Él se fue y Jo podía oír cómo silbaba. Regresó con una bandeja conteniendo una
jarra de plata con café, tazas de fina porcelana y un plato que contenía emparedados.
Cuando terminaron él dijo:
—Voy a dar una serie de conferencias en Leeds Royal Infirmary dentro de tres
semanas; creo que podríamos casarnos antes y así vendrías conmigo. Nos
instalaremos en York para que yo pueda ir y venir. Estaré allí una semana y tú
permanecerías sola la mayor parte del día, sin embargo, York es interesante y muy
hermoso, hay buenas tiendas; creo que lo pasarías bien.
—Tengo que presentar mi renuncia.
—Yo me haré cargo de eso. Si consigo que puedas dejar el trabajo dentro de una
semana, ¿tendrías suficiente tiempo para prepararte para la boda?
—Dios mío, te apresuras demasiado —parpadeó—. Todavía no he aceptado.
—¿Quieres casarte conmigo, Josephine?
—Sí, aunque creo que me despertaré a media noche y me preguntaré si estoy
loca. Quiero decir que todo esto parece una locura.
—No tanto como si te hubieras casado con Malcolm, sabiendo que no le
amabas, o si yo lo hubiera hecho con Magda.
—Los franceses aún arreglan los matrimonios en ocasiones. Conocí una joven,
en el colegio que se casó con el hombre que sus padres le escogieron. Fui a visitarla y
la verdad era feliz. Haré todo lo posible por ser una buena esposa, Julio. Él se inclinó
y la cogió una mano.
—Sí, lo sé. Ignoro si seré un buen marido, pero me preocuparé por ti.
—¿Por qué no serías un buen marido?
—Algunas veces soy intolerable y tengo mal carácter, no soporto a los tontos y
soy impaciente.
—Olvidas que durante varios años traté al doctor Bull —sonrió.
—Hablaré con los directivos del hospital por la mañana. ¿Cuándo irás a tu casa?
—Este fin de semana.
—Yo te llevaré. Te acuerdas que te dije que me gustaría casarme en la iglesia de
Stourton, ¿estás de acuerdo?

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—Sí, por supuesto. ¿Será una ceremonia sencilla?


—Eso lo decides tú, Josephine —sonrió—. Me gustaría que asistieran mi padre,
hermanos, hermanas, por supuesto que vendrán sus maridos y también los Forsyth.
—Y Joan y Matt. Joan y Natalie serán mis madrinas y el doctor Bull… —
suspiró—. Me gustaría llevar satén blanco. ¿Te importa? Prometo que no habrá
demasiados invitados.
—A mí también me gustaría que llevaras vestido de novia. ¿Puedes arreglar
todo en tres semanas?
—Creo que sí. ¿No tenemos que esperar por las amonestaciones?
—Conseguiré una licencia especial. Si te vas del hospital dentro de una semana,
sólo tendrás quince días, ¿será suficiente?
—Si telefoneo a mi madre…
—Puedes hacerlo ahora, así ella tendrá una semana para comenzar con los
preparativos.
Llamó desde allí y sus padres no se encontraron sorprendidos. Julio la llevó de
regreso a St. Michael, se despidió de ella en la entrada, le dio un beso en la mejilla y
esperó que desapareciera por la puerta de las habitaciones de las enfermeras. Jo se
dio una ducha y se acostó con la determinación de pensar en todo lo que había
hablado esa noche. Tal vez estuviera cometiendo el mayor error de su vida, pero no
permaneció despierta el tiempo suficiente para averiguarlo. Por la mañana descubrió
que no tenía ninguna duda.
Durante el desayuno no les habló del asunto a sus amigas. Quizá Julio no fuera
a la administración o cambiara de opinión. Se concentró en su trabajo con la
determinación de no pensar en eso.
Durante la ronda Matt le dijo:
—El doctor van Tacx me dio la noticia esta mañana, Jo. Te deseo lo mejor, haréis
una espléndida pareja. ¿Cuándo es la boda?
—Dentro de tres semanas —se ruborizó—, antes de que Julio se vaya a Leeds.
¿Irás, Matt? Le pediré a Joan que sea mi madrina.
—¿Lo sabe ella?
—Todavía no. Se lo diré cuanto tengamos un minuto libre.
—Te irás, por supuesto.
—Sí. Sugeriré que Joan se quede en mi lugar, está capacitada.
—Hasta que se case —los dos sonrieron.
Poco después la llamaron de la administración. La encargada general de
enfermeras no aprobaba que Josephine dejara el trabajo sin avisar con más tiempo, y
se preguntaba qué métodos habría empleado Julio para que Josephine aceptara una
renuncia tan precipitada. Después de responder al interrogatorio de su superiora,

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regresó al pabellón, ahora ya podría decírselo a todos. Joan la escuchó con los ojos
muy abiertos y feliz.
—¡Oh, qué maravilloso! y también lo es ser madrina. ¿Qué llevaré puesto?
—Todavía no lo he pensado, mi hermana Natalie será la otra madrina. Es
noviembre, por lo que es probable que llueva. Creo que lo ideal sería un vestido de
terciopelo, quizás un color vino. Tendremos que buscar algo que ya esté hecho, pues
no hay tiempo…
—¿Y tú, irás de blanco?
—Oh, sí. Telefonearé a Natalie esta noche para saber lo que piensa, si a ella no
le importa, saldremos una tarde para tratar de encontrar algo que os quede bien a las
dos. Sólo tenemos una semana…
Se miraron, pensando en las muchas cosas que debían hacerse en esos pocos
días. Josephine, cuando quedó libre esa noche, hizo una lista, mientras sus amigas la
aconsejaban y discutían su futuro. Estuvo de acuerdo con ellas en que era bonito
casarse así, de prisa y pensó que si estuvieran enamorados, sería muy romántico.
Pero no hubo nada romántico en su encuentro con Julio a la mañana siguiente.
Él llegó para hacer la ronda, la saludó con frialdad, por lo que ella le respondió con
voz helada sin notar la diversión que había en sus ojos. La actitud de Jo durante el
recorrido fue ejemplar y si Joan esperaba alguna mirada de enamorados quedó
desilusionada. Al terminar, se dirigieron a su oficina, como era de costumbre.
—Matt —dijo el doctor van Tacx—, lleva a Joan a otro lado a tomar el café,
quiero hablar con Josephine.
Cogió la bandeja que había llevado la señora Cross y cerró la puerta.
—Ahora podremos ser nosotros. Debo decirte que me resulta difícil llamarte
enfermera Dowling. Nunca fue fácil y ahora me resulta casi imposible. Y tú, querida,
¿me vas a llamar doctor cuando estemos casados?
Josephine se sentó y sirvió el café.
—Por supuesto que no.
Él se inclinó y la besó con suavidad.
—¿Ya te han llamado de la administración?
—Sí, me iré el sábado después de la comida, para que Joan pueda coger sus días
libres y regresar para ocupar el puesto.
—Ya he solicitado la licencia y he avisado a mi familia —dejó la taza y se metió
una mano en el bolsillo—. Aquí está todo…
Le dio un pequeño estuche de piel y cuando ella lo abrió, se encontró con un
anillo de diamantes que tenía una montura bellísima.
—Era de mi madre, lo traje cuando fui a casa la otra semana. Ella quiso que mi
novia lo llevara puesto.
Julio sacó el anillo del estuche y se lo dio.

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—Es muy hermoso y siempre lo llevaré conmigo. ¿Quieres ponérmelo, Julio? —


le quedó a la perfección y movió la mano de un lado al otro, admirando el brillo de
las piedras—. Gracias, Julio, yo… —el teléfono la interrumpió. Alzó el auricular—. Es
para ti.
La conversación fue breve.
—Estaré en la sala de urgencias si me necesitas —dijo él—. Acaban de traer un
caso de aborto provocado.
Se fue sin acabarse el café y la dejó sentada, contemplando el anillo. Lo volvió a
meter en el estuche y éste en su bolsillo. Llevó la bandeja a la cocina y regresó al
pabellón para revisar las curas que hacía el estudiante de enfermería. Hizo esto con
su habilidad habitual y ni la enferma ni la enfermera, sospecharon la excitación que
había en su interior.
Terminó su trabajo del día sin volver a ver a Julio. Ella y Joan se pusieron de
acuerdo acerca de cuándo irían de compras. Decidió telefonear a su madre y a
Natalie para ponerse de acuerdo con lo que necesitaba comprar. La noche tomó otro
curso, ya que cuando cruzó el vestíbulo, se encontró con Julio.
—La señora Twigg ha dejado la cena lista —le dijo él sin preámbulos—.
Ultimamos los detalles y podrás hablar con tu madre todo el tiempo que quieras.
—Espérame diez minutos mientras me cambio —se apresuró a llegar a su
habitación, se dio una ducha y se puso un traje de lana. Casi todo el tiempo estuvo
rodeada por sus amigas y tardó más tiempo ya que quisieron admirar la sortija.
La señora Twigg era una espléndida cocinera y a juzgar por la resplandeciente
plata y cristalería que había en el comedor, no era ésta su única habilidad. Mientras
comían, discutieron los planes para la boda con un tono casi impersonal. Aún así,
esto le agradó más que los planes que hiciera con Malcolm, ya que él había tomado
las decisiones y ella sólo las aceptó. En cambio Julio, escuchó sus ideas y no había
tratado de que las cosas se hicieran a su modo. Con seguridad eso era un buen
augurio para la futura convivencia.
Habló con su madre, quien le expresó que no tenía dudas acerca del porvenir
maravilloso que la esperaba. Mientras discutió con su hermana acerca de los vestidos
de las madrinas, Julio se sentó a fumar una pipa, sin mostrar signos de impaciencia, a
pesar de que la conversación duró bastante. A pesar de todo, resultó una noche
satisfactoria. Jo se quedó dormida pensando que Julio la había besado con fervor,
pero como un viejo amigo.
La semana transcurrió con rapidez. Su prometido le había dicho que no la vería
hasta que fuera a buscarla para llevarla a su casa el sábado por la tarde. Jo no le
preguntó por qué, supuso que regresaría a Holanda. Ella y Joan se fueron una tarde a
comprar los vestidos para la ceremonia y eligieron unos de terciopelo color vino, algo
muy adecuado para un día de noviembre. Por suerte Natalie usaba la misma talla
que Joan. Josephine se compró varias blusas, así como un vestido azul marino con el
cuello y los puños en blanco. Consideró que era un buen comienzo, pero se dijo que
tendría que volver a Londres para comprarse más ropa.

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El sábado por la mañana recorrió el pabellón, despidiéndose de sus pacientes,


hizo una visita a la administración, donde le expresaron sus buenos deseos y durante
la comida, se despidió de sus amigas. A las dos ya estaba lista, tenía el equipaje en el
vestíbulo junto a una pila de regalos. Pensó que ella y Julio los abrirían cuando
estuvieran en casa. Varias de sus compañeras iban a asistir a la boda y como ella se
iba a ir con Julio, dejó su coche para que Mercy se lo llevara el día de la boda. Se miró
en el espejo, recorrió la habitación con la vista por última vez y se dirigió a la sala de
espera. Julio no le había dicho a qué hora la recogería y a ella se le había olvidado
preguntárselo.
No tuvo que esperar mucho, a los cinco minutos de estar sentada allí, apareció
el portero para decirla que la estaban esperando en la entrada principal. De pronto se
sintió tímida e insegura y recorrió los familiares pasillos preocupándose
innecesariamente por Joan, la sala y las pacientes. Mientras iba al encuentro de Julio
se preguntó si estaba cometiendo un grave error al darle la espalda a una exitosa
carrera. Se dijo que dejaba todo por un futuro incierto, con un hombre que, aunque la
apreciaba, no la amaba. Abrió la puerta y vio a Julio que hablaba con el portero y sin
entender la causa, desaparecieron sus dudas.
Para ser un hombre a punto de casarse, Julio parecía muy calmado. La saludó
con afecto y como su equipaje ya estaba en el maletero, sólo tuvo que despedirse del
portero y subirse al coche. Varias de sus amigas se asomaron por las ventanas para
decirle adiós, gritándole que la verían en la boda. Ella movió la mano en señal de
despedida y para su sorpresa, también lo hizo Julio.
—¿Vas a hospedarte con los Forsyth?
—Sólo por esta noche, ya que tengo que regresar a Leiden. Debo operar el lunes
por la mañana.
—¿Has venido sólo para llevarme?
—Sí —le contestó—. Tu madre ha preparado buñuelos para el té, voy a
quedarme a cenar también.
—¿Volverás antes de la boda?
—Si puedo, la semana próxima vendré una noche. Traeré a mi padre la víspera
de la ceremonia. El resto de la familia vendrá por su cuenta. He reservado
habitaciones en el Spread Eagle. Tu madre se ha ofrecido a hospedar a algunos de
mis familiares, pero estoy seguro de que tienes parientes que se quedarán allí. Creo
que tu madre lo está pasando bien.
—Estoy segura de que así es. Es bonito hacer todo de prisa. No hay tiempo
para… —se mordió el labio.
—Para arrepentirse —terminó la frase—. No, no lo hay. ¿Te has arrepentido,
Josephine?
—No. ¿Y tú?
—Por supuesto que no. ¿Vas a extrañar St. Michael?
—Es algo gracioso, pero creo que no.

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Hablaron acerca de la iglesia, las flores que ella quería y lo que tenía pensado
hacer su familia mientras se encontraran en Stourton. El viaje terminó pronto y
Josephine pensó que podría haber seguido hablando durante horas.
Natalie y Mike estaban en casa para pasar el fin de semana y la recibieron con
saludos y besos, acompañados por Cuthbert. Tomaron el té frente a la chimenea y
saborearon los buñuelos y pasteles de la señora Dowling. Después de la cena, Julio se
puso de pie para marcharse. Le dio la mano al doctor Dowling, una palmada a Mike
en el hombro, besó a la anfitriona y a Natalie y con una sonrisa, siguió a Josephine
hasta el vestíbulo. Allí, la abrazó y la besó con pasión.
—Sólo hago lo que se espera de mí —le dijo cuando se apartó.
Ella permaneció allí, hasta que el ruido del coche se perdió en la distancia. La
había gustado que la besara, aunque le desagradó su comentario. ¿En realidad sólo la
había besado porque eso era lo que se esperaba de él o también había disfrutado
haciéndolo?
Regresó a la sala y enseguida todos comenzaron a hablar acerca de la boda.
Estuvo de acuerdo con los planes de su madre para la recepción, discutió la
conveniencia de un tocado de terciopelo para su madre, en lugar de un sombrero, le
aseguró a su padre que la chaqueta de gala aún le quedaba muy bien.
Pasó los primeros tres días como siempre que estaba en su casa, ayudando a las
tareas domésticas, sacando a pasear a Cuthbert o, sentada frente a la chimenea. Al
cuarto día, le pidió a la señora Bagg que preparara la comida a su padre, quien llevó
a su hija y a su esposa a Tisbury para que allí cogieran el tren que iba a Londres.
El tocado de la señora Dowling era lo primero que querían comprar, ya que era
una parte vital de su atuendo y tenía que ser lo que ella deseaba con exactitud.
Tuvieron suerte de encontrarlo en media hora y después de eso todo resultó fácil.
Compraron un conjunto de dos piezas, de lana, que hacía juego con el tocado,
guantes, bolso, zapatos, todo en la misma tienda.
Como Josephine tenía dinero en el banco y su padre le había dado una generosa
suma, podía permitirse el placer de escoger.
Fueron de tienda en tienda hasta que encontró lo que quería. Un vestido de
satén color crema, con mangas ajustadas y escote alto y redondo. Le quedaba muy
bien. Escogió un velo que hacía juego y un pequeño tocado de flores de azhar. Pagó
el alto precio sin pensarlo y fue en busca de unas zapatillas de satén.
Se detuvieron para comer y como estaban cerca de Harrods, quiso buscar su
atuendo para el viaje. Casi en seguida lo encontró, un traje de lana color marrón y
una blusa de seda que hacía juego, así como un sombrero. Tomaron té y después el
tren para Tisbuy.
—Compraré los zapatos en Salisbury —dijo Josephine—, y veré si encuentro
unos vestidos también allí —se sorprendió cuando su madre rió.
—Sólo estaba pensando —explicó la señora—, en la madre de Malcolm. No
hubiera aprobado esto. ¿Ya no piensas en él, cariño? Sé que te vas a casar con Julio…

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—Hace semanas que no pienso en él. Estoy contenta de casarme con Julio,
mamá.
Él llegó el sábado con flores para Josephine, salieron a pasear en compañía de
Cuthbert, pero volvieron pronto para tomar el té con los padres de la novia. Julio
comentó que después del té irían a Stourton a hablar con el vicario.
—Sólo para comprobar que todo marcha bien —dijo él—. ¿Le ha molestado al
pastor de aquí que no te casaras en tu iglesia?
—No, él va a asistir.
—Espléndido, le veremos por la mañana.
—¿Tienes que regresar pronto? ¿No puedes quedarte uno o dos días?
—Tendré que irme por la noche, abordaré el transbordador nocturno.
—¿Y vendrás el próximo fin de semana?
—Me temo que es imposible que venga hasta la víspera de la boda, pero te
llamaré.
Tuvo que contentarse con eso y con el mensaje que le enviaba su familia, así
como una encantadora carta de su futuro suegro. Por la tarde fueron a Stourton y
estuvieron una hora con el vicario y visitaron la iglesia. Él la cogió la mano y se la
oprimió, era como una promesa de que todo saldría bien.
Cuando estaban en la iglesia, todos los miraban y sonreían, murmurando entre
sí. Varias de esas personas asistirían a la boda y se decían que era una lástima que
Josephine no se casara en su pueblo, pero hacían concesiones al novio, por ser
extranjero.
El resto del día transcurrió con rapidez. Muy pronto se encontraba en el
vestíbulo despidiéndose. Su madre había insistido en que llevara a su familia a cenar
la noche anterior a la boda y él dijo:
—¿No serán demasiados? Somos más de nueve…
—A mi madre le encantará, es una anfitriona maravillosa.
—¿Y tú, Josephine, serás una buena anfitriona en la boda?
—No soy como mamá, pero no te haré quedar mal. Creo que seremos felices
juntos.
Él le guiñó el ojo y la besó con ardor.

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Capítulo 7
Josephine se detuvo frente al espejo que había en la habitación de su madre y
estudió su vestido de satén color crema y su tocado de azhar. Decidió que no haría
quedar mal a Julio ni a su familia. De pronto se preguntó si la familia de Julio la
apreciaría a ella.
Se retiró del espejo y se sentó en la cama. Suponía que todas las novias tenían
un momento de duda y que en su caso ése era el momento. Con una mano se ajustó
el tocado, pensando que por lo menos no tenía una suegra que criticara su atuendo.
Sus pensamientos se interrumpieron cuando entraron las madrinas. Las dos estaban
preciosas y se felicitó por haber escogido los vestidos en color vino, ya que alegraban
el nublado día. Las dos se habían peinado de igual manera y el efecto era encantador.
A coro expresaron su admiración por la apariencia de Josephine y la besaron.
Enseguida bajaron hasta el coche que las esperaba, en el que ya estaba instalada la
señora Dowling, quien buscaba sus gafas.
—Las tienes colgadas en la cadena alrededor de tu cuello, mamá —dijo
Josephine—. Estás encantadora.
—Tú también, cariño. Te sienta bien ser la novia; Julio es un hombre con suerte,
ya se lo dije y estuvo de acuerdo.
Ella también besó a la novia. El coche se alejó con su madre y las madrinas.
Mike ya se había ido con Matt y sólo quedaban Josephine, su padre y la señora Bagg.
Se subió al automóvil con su padre.
—¿Nerviosa?
—Sí.
—Apostaría mi sueldo de un mes a que Julio se siente peor.
Josephine no había pensado en eso. Nunca le había pasado por la mente que
Julio no pudiera enfrentarse a la situación con calma. Se sintió mejor y cuando
llegaron a la iglesia se sentía tan capaz como él para afrontar el futuro.
La capilla estaba llena de gente, a pesar de la mañana nublada. Josephine cogió
el brazo de su padre y anduvo hacia la puerta, donde Natalie y Joan esperaban. Se
escuchaba la música del órgano y aunque había muchas personas, Josephine no tuvo
tiempo de mirar a su alrededor. Julio le daba la espalda y parecía más alto que
nunca. El padrino era uno de sus hermanos. Jo suspiró profundo, pellizcó el brazo de
su padre y comenzaron a andar por el pasillo. Entonces Julio se volvió y le sonrió, se
sintió reconfortada y las dudas que sintiera hacía poco, desaparecieron. Cuando llegó
a su lado, él la cogió la mano, le dio un apretón que le infundió seguridad y comenzó
la ceremonia.
Las horas que siguieron fueron placenteras. Regresaron a su casa sentados en el
asiento de atrás del automóvil nupcial y cogidos de la mano hablaron acerca de la
boda. Apenas tuvieron tiempo para entrar en el salón, cuando llegaron los primeros
familiares e invitados. El padre de Julio, que era casi idéntico a su hijo, la besó y le

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dijo muchas cosas agradables, antes de permitir que sus dos hijos tomaran su lugar.
Gelmer y Eduard se parecían bastante a Julio. La abrazaron y besaron como
hermanos y dijeron que era la cuñada que siempre desearon tener, después dejaron
el lugar a sus hermanas. Se acercó Lelia, alta, rubia y hermosa, en compañía de su
esposo, después Alodia, muy parecida a la otra chica, pero más joven y no tan rubia.
Su marido era alto y delgado, se llamaba Jon. Siguió Isa, la más pequeña de la
familia, tenía unos veinte años y estaba casada con un joven llamado Robert.
—Somos muchos —le explicó a Josephine—. Lelia y Alodia tienen hijos,
también hay tíos y tías. Creo que todos te apreciamos mucho, eres muy hermosa y
nos divertiremos cuando nos veamos —se empinó para besar a Julio—. Ahora que
estás casado ya no trabajarás tanto. Nosotros vendremos los fines de semana y
vosotros también podéis visitarnos —le sonrió a Josephine—. Ha permanecido
soltero mucho tiempo. Le rogábamos que se casara y decía: quizá, quizá. Ahora lo ha
hecho y me siento muy contenta.
Partieron el pastel y brindaron con champán. Cuando terminaron de hacerles
las fotos, Josephine subió a su habitación en compañía de Natalie y Joan para ponerse
su traje nuevo, bajó, se subió al coche, al lado de Julio y se alejaron con medio pueblo
despidiéndolos. Volverían dentro de una semana para recoger el resto del equipaje y
dirigirse a Holanda. Deseó haber pasado más tiempo con la familia de Julio pues le
habían agradado y creía que ellos pensaban igual. Vagamente recordaba que su
madre había dicho que pronto visitarían al padre de Julio, a Natalie y a Mike les
había invitado Lelia a su casa.
—¿En dónde vive Lelia?
—En la Haya. Alodia en Friesland e Isa en Groningen. Gelmer y Eduard aún
viven con mi padre en Leiden —la miró y sonrió—. ¿Qué te parecieron?
—Son simpáticos. También me ha agradado tu padre, es como tú, sólo que
mayor.
—Gracias, Josephine —dijo con suavidad y ella se sonrojó.
—Fue una boda bonita, ¿no crees?
—Maravillosa. Algo para recordar por el resto de nuestras vidas. ¿No estás
cansada?
—Por supuesto que no, pero todo fue extraño, no estoy segura de que no se
trata de un sueño.
—Si quieres decir que no estás segura de si estamos casados, sí lo estamos.
Fuiste una novia encantadora y hermosa, Josephine.
—Gracias. Tú no estuviste mal y no te he agradecido tu regalo de boda. Es muy
bonito —tocó las perlas que llevaba en el cuello—. Nunca había recibido algo tan
maravilloso.
—Me alegra que sea de tu agrado y que lo llevaras en la boda. Mi madre
también lo llevó y mi abuela antes que ella.
Cogieron otra carretera y él añadió:

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—Me dirijo a St. Albans. Nos detendremos a tomar el té y llegaremos a York a


tiempo para la cena. Mañana por la tarde tengo que dar una conferencia, aunque por
la mañana podremos ver los alrededores.
Ella creyó que le pediría que fuera con él a Leeds, pero parecía que no tenía esa
idea y eso sería lo último que Jo sugeriría. Ella hizo un comentario acerca de la
comodidad del coche.
—Sí, me lleva a todas partes. Por supuesto que tú tendrás uno para ti.
Le dio las gracias y pensó que no estarían juntos en muchas ocasiones, pero ella
ya lo sabía. Primero se conocerían uno al otro, sin violar la intimidad de cada uno.
Después de todo tenían toda la vida por delante y comenzaban con una base de
afecto mutuo y compatibilidad.
Hablaron poco y sus silencios fueron placenteros. Llegaron a St. Albans y allí se
detuvieron para tomar un té, llegaron a York al anochecer.
A Josephine le gustó mucho la ciudad. El camino que conducía a los muros de
la misma era espléndido y cuando vio Micklegate, emitió un sonido de satisfacción.
—Inesperado, ¿no es así? Nuestro hotel está cerca de Minster, creo que te
gustará.
Cuando cruzaron Micklegate, las angostas calles eran bulliciosas pero al llegar
al hotel, se encontraron con una quietud asombrosa. Había oscurecido, hacía frío y
Josephine agradeció entrar en el hotel y ser conducida a la habitación. Estaban en el
primer piso y desde las ventanas se podía ver Minster.
—No te molestes en cambiarte —le dijo Julio—. Vendré a buscarte dentro de
diez minutos. Cenaremos y si no estás muy cansada, te daré una idea del horario que
seguiré mientras estemos aquí.
Después, cuando se acostó, Josephine pensó que había sido un día extraño, si
bien había disfrutado mucho. Se suponía que el día de la boda de una joven era el
más maravilloso de su vida y estuvo de acuerdo. Pese a que ni ella ni Julio se
amaban, no podía negar el hecho de que disfrutaban de su mutua compañía.
Después de una excelente cena, pasearon por las calles cercanas a Minster, sin hablar
mucho. Cuando regresaron al hotel, él le dio las buenas noches y un beso suave.
Al día siguiente, después del desayuno salieron. La mañana era fría, pero a
ninguno de los dos le importó. Como Minster estaba muy cerca, lo visitaron primero.
El edificio tenía novecientos años, aunque en algunas zonas lo estaban reparando, y
en opinión de Josephine merecía varias horas de visita, pero lo recorrieron
pendientes del reloj, ya que Julio tenía que irse a Leiden después de comer y había
muchas cosas más que visitar.
Se detuvieron a tomar café en una de las angostas calles, donde había la clase de
tiendas que tientan a cualquier mujer; no pudo entrar en ellas, ya que él le dijo:
—Podrás venir cuando estés sola —metió una mano en el bolsillo—.
Necesitarás dinero.
—Tengo algo.

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—Lo sé, pero ahora eres mi esposa, recibirás una cantidad mensual cuando
lleguemos a Holanda, mientras tanto gasta lo que quieras —le quitó el bolso y metió
allí unos billetes. Pareció no notar su desconcierto, la cogió del brazo y comentó que
deberían buscar algo para su madre. Se detuvieron en una joyería y él señaló un
prendedor de perlas—. Algo así —sugirió.
Josephine miró la etiqueta.
—Vale mucho.
—No hemos hablado del precio, tengo más que suficiente, querida.
—¿Quieres decir que comprarías un prendedor como ése, igual que si fuera una
caja de chocolates?—él asintió—. Preferiría que no lo hicieras, encontraremos otra
cosa. Iremos a Shambles, allí hay varias tiendas pequeñas.
Recorrieron las calles sin que les importara el clima, mirando los escaparates,
después regresaron al hotel y comieron.
—¿Qué harás esta tarde? —preguntó Julio.
—Creo que volveré a salir. Tengo que encontrar algo para Natalie y Wendy, y
también para Mike, papá y mamá. Mañana tienes una conferencia, ¿no es así?
—Sí y me temo que tendré que quedarme a comer. Cuando regrese, saldremos
a tomar el té, quizá podamos visitar el museo del castillo —miró su reloj—. Debo
irme, regresaré alrededor de las seis.
La dejó sentada, terminando su café con una sensación de desamparo.
Tomó otra taza de café y se dirigió a su habitación para buscar el abrigo y los
guantes. Se dijo que había mucho que ver en York y que una tarde de compras sería
entretenida. Antes de salir del cuarto abrió su bolso. Los billetes estaban arrugados,
los estiró y contó. Los volvió a contar para asegurarse. Sin lugar a dudas Julio había
cometido un error, tenía en la mano dinero suficiente para comprar dos prendedores
de perlas. Separó una pequeña suma y salió sintiéndose rica.
Comenzaba a oscurecer, pero los escaparates estaban iluminados. Estuvo una
hora en una perfumería, oliendo jabones y lociones antes de escoger. Después entró
en una librería donde descubrió una novela de suspense recientemente publicada por
el autor favorito de su padre. Se dirigió a Liberty's para seguir con sus compras, pero
en el camino entró en otra perfumería de donde se llevó más jabones y perfumes.
Liberty's estaba llena de las cosas que siempre había admirado y que nunca adquirió
por falta de dinero y porque sabía que le serían de poca utilidad. Pero ahora se dio el
gusto, diciéndose que las cajas adornadas con dibujos, las muñequitas y los marcos
para fotografías, serían unos regalos ideales para sus amigas de St. Michael.
Sorprendida por la cantidad que había gastado, entró en un salón de té, allí bebió el
té en taza de porcelana y comió pastel de mantequilla; como todavía estaba
hambrienta, pidió un pastel de crema. Regresó al hotel y subió a su habitación para
tomar un baño y arreglarse las uñas. Dejó sus compras sobre la cama, llenó la bañera
y le puso sales. Disfrutó del baño, pensando en la noche que tenía por delante.
Estaba en bata, cepillándose el pelo cuando llamaron a la puerta y entró Julio.
Josephine dejó el cepillo.

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—Llegas temprano. ¡Qué bien! ¿Quieres tomar un té? ¿Fue un éxito tu


conferencia?
Apartó los paquetes de la cama y se sentó en ella.
—No me apetece tomar nada, gracias. La conferencia salió bien —le sonrió—.
Estás muy bien.
—Todavía no me he maquillado ni peinado —volvió a coger el cepillo—. He
pasado una tarde maravillosa —hizo una pausa al recordar—. Julio, seguramente no
te has dado cuenta de la cantidad de dinero que metiste en mi bolso. Solo he cogido
una parte y con eso he comprado muchas cosas. En el cierre interior de mi bolso está
el resto…
—Me he dado perfecta cuenta, Josephine, ese dinero es para que te lo gastes en
lo que desees —y cuando ella trató de protestar, añadió—. No digas más. ¿Qué has
comprado?
Se lo dijo, sintiéndose un poco resentida por su tono autoritario, pero si él lo
notó, no dijo nada y se fue a su habitación, diciendo que regresaría dentro de media
hora.
Cuando lo hizo, ella ya se había convencido de que se había enfadado sin
motivo alguno. Las cosas se resolverían cuando estuvieran en Holanda y además,
ella ya conocía su modo de vida.
Josephine se puso uno de sus vestidos nuevos. Se peinó el cabello en un moño,
se puso el collar de perlas y unos zapatos italianos que le habían costado mucho.
Cuando Julio entró, estaba guardando sus cosas en su bolso de noche.
—Es bonito —parecía un viejo amigo y Jo no supo por qué esto le molestaba
tanto.
Él también estaba muy bien con su traje gris oscuro, pero ella dudó en decírselo.
Murmuró las gracias y pasó junto a él para salir de la habitación. No pudo hacerlo,
ya que él la detuvo, la volvió hacia él y la besó.
—Eres una joven muy hermosa —esto la molestó.
Mientras cenaban, él le habló de la conferencia que había dado ese día.
—Mañana tengo que irme después del desayuno y me temo que tendrás que
comer sola —frunció la frente—. Me pregunto si no debería haber venido aquí antes
de que nos casáramos, parecía una buena idea, pero ahora…
—Y lo fue. No soy una persona que le importe estar sola —hizo una pausa—.
Extraño a Cuthbert…
—Tengo dos perros en casa —le sonrió comprensivo—, un perdiguero y un
Terrier. Espero que cubran la pérdida de tu mascota. Además, podrás ver a Cuthbert
cuando vayamos a St. Michael, no hay razón para que no vayas conmigo, puedes
quedarte con tus padres si lo deseas.
—¿Con qué frecuencia vienes?

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—Dos o tres veces al año, para dar conferencias y en ocasiones uno o dos días,
si me piden consejo o que opere —la miró a los ojos—. No te sentirás sola, Josephine,
te lo aseguro.
—Lo sé, sobre todo si algunas veces me dejas ir contigo.
—Podrás visitar a tus amigas en St. Michael —sonrió. Sugirió que dieran un
paseo después de la cena y le preguntó—: ¿Estás bien abrigada?
—Sí, también me he puesto los guantes —parecía una niña pequeña—. Las
tiendas están preciosas. Me gusta la Navidad.
—Este año te echarán de menos en tu casa.
—Sí, aunque nunca paso allí ese día, por tener que trabajar. ¿Toda tu familia se
reúne en Navidad?
—No, lo hacemos en el Año Nuevo. Para nosotros ése es un día muy
importante. Bebemos champán y comemos algo parecido a vuestros buñuelos… Tal
vez la Navidad te parezca demasiado tranquila.
—No, ya que tú estarás conmigo. ¿Pondremos un árbol de Navidad?
—Sí. Llegan visitas a brindar y llevar regalos. El año próximo estarás allí para
San Nicolás, hay más regalos, aunque en realidad son para los niños.
Paseaban por las iluminadas calles deteniéndose delante de los escaparates y a
pesar de que Jo los había visto seis horas antes, no se aburría.
—Mañana te llevaré al Castle Folk Museum, volveré después de las dos, pero
no queda lejos. Allí tomaremos el té, en ese sitio que tiene las sillas color de rosa y los
pasteles exquisitos.
—Eso suena maravilloso. Me gustaría volver a visitar Minster y también
Treasurer's House…
—Allí iremos pasado mañana y al día siguiente estamos invitados a una fiesta
por la tarde. Varias personas están ansiosas por conocerte. Ponte un bonito vestido,
estabas preciosa con tu atuendo de novia.
—¿Oh, sí? —se quedó sin aliento—. Me alegra que te haya gustado. Veré si
puedo encontrar algo. Supongo que será después de las seis. ¿Un vestido corto…? —
su imaginación voló—. ¿Verde? No, ya tengo el de crepé, uno palo de rosa.
—Te quedará muy bien. Entremos aquí a tomar un té.
A la mañana siguiente desayunaron juntos, a pesar de que él protestó porque Jo
se levantó temprano. Ella le aseguró que quería enviar unos postales a sus amigas y
familiares.
Escribió las postales en su habitación, después salió con la intención de
encontrar un vestido. Recorrió varias boutiques y almacenes grandes sin encontrar lo
que deseaba, por fin después de tomarse un café en una cafetería, tuvo éxito. Vio una
pequeña tienda que tenía todo lo que cualquier mujer pudiera soñar. Después de
algunos minutos encontró un vestido de color palo de rosa, con un escote adecuado
para lucir el collar de perlas. Era una prenda tan elegante que valía hasta el último

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centavo de su alto precio. Josephine lo pagó sin pensarlo y se dedicó a buscar unos
zapatos que hicieran juego. Mientras comía, se sintió culpable por haber gastado
tanto, pero se dijo que Julio le había dicho que así lo hiciera. Cuando regresaba al
hotel, compró varios pares de medias y una costosa crema de noche.
Cuando llegó al hotel, Julio estaba sentado en el vestíbulo leyendo The Times,
pensó indignada que no parecía un hombre que esperaba a su esposa.
Por supuesto que no se dio cuenta de que él estaba sentado enfrente de un
enorme espejo de pared que reflejaba las entradas y salidas de todos los que pasaban
por el vestíbulo y que llevaba sentado allí veinte minutos, por lo que se sorprendió
cuando él se puso de pie, dobló el periódico y se dirigió a su encuentro.
—¿Te he hecho esperar?
—No, cariño. He vuelto más temprano de lo que esperaba. ¿Ya has comido? —
miró los paquetes—. ¿Has ido de compras? ¿Quieres descansar un poco o salimos?
—Salimos —sonrió y se olvidó de su indignación—, voy a dejar esto en mi
habitación.
Él no respondió, sólo cogió los paquetes y se dirigió al mostrador de recepción,
para pedir al empleado que se encargara de ellos.
—¿Quieres maquillarte un poco? Te esperaré aquí.
Le hubiera gustado arreglarse la cara y el pelo con calma, pero sólo se aplicó
lápiz labial y un poco de maquillaje, él estaba acostumbrado a su apariencia después
de haber trabajado juntos en St. Michael.
Fueron hasta York Castle, se detuvieron a admirar el antiguo edificio y visitaron
el museo. Josephine contempló las réplicas de salas de la época victoriana, comedores
georgianos y humildes cabañas y se sintió cautiva. Cuando salieron ya había
oscurecido.
—¿Te has aburrido? —preguntó Jo—. No podía dejar de contemplar estas
maravillas.
—No me he aburrido —la cogió del brazo. Y eso era verdad ya que había estado
absorto observando sus reacciones; similares a las de una niña—. Vamos a tomar un
té.
—Hay un antiguo salón de té muy bonito —sugirió Jo—, está cercano al café…
—Entonces iremos allí —en el camino se detuvo delante de un escaparate en el
que había una silla forrada de brocado con un abrigo de piel encima—. Entraremos
primero aquí —informó y entraron—. Un abrigo de visón para mi esposa —le dijo a
la vendedora.
—¿Cuál es la talla de la señora?
Josephine se sonrojó, ya que la empleada y Julio la miraron especulativamente.
En cuanto le dijeron su talla, la vendedora se retiró y los dejó solos por un
momento.
Julio se inclinó y la besó en la mejilla.

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—Querida esposa, sólo recuerda esto, quiero que tu figura sea siempre así, no
menos. Parecería un loco con un palillo del brazo —sonrió—. ¿Por qué supones que
me casé contigo?
No tuvo tiempo para contestar, lo cual quizá fue bueno. Le mostraron varios
abrigos, se los probó y eligió uno marrón oscuro, la empleada sugirió un gorro de
piel. No se atrevió a preguntar el precio, ya que supuso que Julio se enfadaría si lo
hacía. Cuando salieron a la calle le dio las gracias.
—Es precioso —le aseguró Jo—, nunca he tenido algo así, me lo pondré a
menudo.
—Esa es la idea —sonrió—.Ahora, vamos a tomar el té.

Por la mañana tuvo otra conferencia y Jo se dedicó a ver escaparates un rato y


después paseó por las murallas. Era un día frío y había poca gente en la calle. Era una
gran experiencia y deseó que Julio estuviera con ella.
Recordando que él había llegado temprano el día anterior, tuvo cuidado de
volver al hotel antes de las dos, pero se encontró con que él llegó media hora
después.
—Lo siento, me han entretenido —explicó él.
Se dirigieron a Treasurer's House, que se encontraba detrás de Minster. En esa
época del año había pocos visitantes. Lo recorrieron con calma, estudiando las
pinturas, maravillándose de que una casa pudiera ser confortable trescientos años
antes. Las habitaciones eran amplias y las pinturas perfectas. Parecía como si en la
planta alta aún viviera alguien.
—Ne gustan las casas antiguas —dijo Jo cuando volvieron al vestíbulo—.
Aunque la nuestra es vieja, es pequeña… esto es diferente. ¡Qué maravilloso vivir en
un lugar así!
Pareció como si Julio fuera a decir algo y después cambiara de opinión.
—Es un bonito lugar.
—Debe costar mucho dinero mantenerlo así…
—Sí —sonrió, sin mirarla—. Me gusta el reloj de péndulo que cuelga del techo,
uno se imagina que es algo gigante, pero no es así.
Se dirigieron hacia la puerta, se detuvieron para hablar con la dama que se
sentaba detrás de una mesa y después salieron a la calle.
Mientras tomaban el té, él le dijo que se ausentaría la mayor parte del día
siguiente.
—Lo siento, te advertí que estaría trabajando.
—Por supuesto que lo hiciste —le miró con dulzura—. Aún tengo que comprar
más regalos —no quiso preguntarle a qué hora regresaría.

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—Regresaré alrededor de las cinco. La fiesta será a las seis y media y es mejor
que salgamos del hotel a esa hora. Tendré que darme una ducha y cambiarme, por lo
que sugiero que nos encontremos en el vestíbulo.
—Estoy de acuerdo.
Al otro día, mientras recorría las tiendas, Jo pensó que la noche anterior había
sido agradable. Pese haber ya comprado todo lo que necesitaba, no quiso que él se
enterara de que no tenía nada que hacer. Aún había varios museos que podía visitar,
pero no tenía interés en ruinas romanas y ferrocarriles, por lo que tomó café con
calma. Luego se dirigió a Marks & Spencer, miró los escaparates y recordó feliz que
le faltaba comprar algo para la señora Bagg. Le llevó media hora la búsqueda, al fin
se decidió por un suéter. Añadió una caja de jabones y después se fue a comer.
Regresó al hotel, tomó el té y subió a su habitación, contenta porque al fin
podría comenzar a arreglarse para la fiesta. Tenía tiempo suficiente y no se apresuró.
El resultado fue sorprendente, se miró por última vez en el espejo y como no había
señales de Julio, cogió su abrigo de visón y bajó al vestíbulo.
Su entrada hizo que muchas cabezas se volvieran, pero evitó las miradas y se
sentó junto a la ventana. Un hombre que estaba en el bar se le acercó.
Ella no aceptó su invitación de tomar una copa y después de un momento, se
alejó. Poco después llegó Julio. Aún no se había cambiado y llevaba un maletín. Jo
notó que no estaba de buen humor.
—Creí que estabas en tu habitación —le dijo él con frialdad—, no aquí
esperando que alguien te invite…
Jo se quedó sin aliento, deseó abofetearle, pero sólo se puso de pié, pasó junto a
él y se dirigió a su dormitorio. Sabía que él la seguía, pero cuando llegó a su
habitación, le cerró la puerta en la cara, le dio vuelta a la llave y también lo hizo con
la puerta del baño. Se dijo que no lloraría que no valía la pena hacerlo por él. ¿Cómo
se había atrevido a insultarla de ese modo?
Si esperaba que él tratara de derribar la puerta para hablar con ella, estaba en
un error. Oyó la ducha y diez minutos después, su voz.
—Abre la puerta, Josephine.
Hubiera sentido un gran placer al decirle que no lo haría pero como tenían que
ir a la fiesta obedeció.
—Lo siento. Te ofendí y ofrezco mis disculpas.
—¿Por qué lo hiciste?
—Oh, nada importante. ¿Estás lista? Espero que me perdones.
—Sí, por supuesto, supongo que estás cansado, pero la próxima vez te daré una
bofetada, Julio.
Él podría tener mal genio, pero Jo no tenía queja de sus modales. Mientras
conducía hacia Leeds, él habló con cortesía y cuando llegaron, se comportó como lo
haría un recién casado.

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Jo tuvo mucho éxito entre los presentes. La ira la había ; ruborizado, sus ojos
grises brillaban y el vestido color de rosa la hacía parecer aún más hermosa. Aceptó
los halagos, escuchó a varios caballeros, sonrió a los más jóvenes y conversó con las
esposas, mientras bebía un jerez y se preguntaba sobre la cena, ya que no había
señales de ésta y ella tenía hambre.
La gente comenzó a despedirse, haciéndoles invitaciones para el próximo viaje
que Julio hiciera a Inglaterra. Cuando al fin estuvieron en el coche, de regreso a York,
intercambiaron comentarios. Después fueron al bar y Josephine pensó que estaba
bebiendo más jerez del que soportaba antes de la cena.
Muchos de los asistentes vieron cómo se dirigían al restaurante, pensando que
hacían una buena pareja. Durante la cena, Julio le preguntó si le gustaría pasar una
noche en Londres cuando volvieran.
—Por supuesto que visitaremos a tus padres, llegaremos para la cena y nos
iremos temprano. Quiero ver al doctor Bull antes de regresar a Holanda.
El doctor Bull asistió a la boda, pero Jo comprendía que no tuvieron
oportunidad de charlar.
Partirían por la mañana, lo cual le dio un motivo para no prolongar la cena. Fue
una noche agradable, a pesar de que habían reñido. Pensó que una mujer casada sí
podía sentarse sola en el vestíbulo de un hotel, pero después cruzó por su mente la
idea de que antes no se le hubiera ocurrido hacerlo. Había deseado que Julio la viera
con el vestido rosa nuevo, en el momento en que entrara y él ni siquiera lo notó…
Cuando su marido le dio las buenas noches, añadió con cortesía:
—¿Amigos? —la cogió la mano —. Es una pérdida de tiempo tratarnos así. Es la
clase de comportamiento que se esperaría de unos jóvenes enamorados, odiarse y
después amarse más que antes…
—No te odio —le miró como si nunca le hubiera visto.
Muchos pensamientos pasaron por su mente, los cuales deseó aclarar con él,
pero antes de que pudiera pronunciar palabra, un botones se acercó para decirle que
le llamaban por teléfono. Él le dio las buenas noches y se excusó. Cruzó el vestíbulo y
se alejó.
Julio no se había casado por amor, por lo que no le agradaría si ella le decía que
aunque no le amaba cuando se casaron, ahora sí. Pensó que era positivo que pasara
varias horas sola para acostumbrarse. Era una situación que requería de una
profunda reflexión.

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Capítulo 8
Josephine se desnudó despacio, después se sentó en la cama y trató de pensar.
Cada vez que trataba de hacerlo se sentía frustrada porque era incapaz de alejar de
su mente a Julio. ¿Cuándo se había enamorado de él? ¿Por qué no lo había
descubierto hasta ese momento? ¡Qué maravilloso sería si él también la amara!
Enseguida se dijo que pensar en eso era absurdo e inútil.
Guardó su ropa en la maleta, se metió en la cama y apagó la luz. Se dijo que no
era bueno que sintiera lástima por ella misma. A pesar de todo, ocultó la cara en la
almohada y lloró.
Despertó de madrugada, una hora en que los problemas parecen mayores.
Cuando se volvió a dormir ya había amanecido y el ruido del tráfico de la calle se
empezaba a oír. Se durmió con la resolución de que Julio nunca debería enterarse de
sus sentimientos.
Esto fue imposible, ya que Julio sólo tuvo que mirarla durante el desayuno para
darse cuenta de que tenía los ojos hinchados y ojeras.
—¿Qué sucede, Josephine?
—Nada —detuvo el tenedor a mitad del camino hacia la boca—. No dormí muy
bien… la excitación por la fiesta, según creo.
—El pronóstico del tiempo no es bueno —aún estudiaba su cara—, sería
conveniente que nos fuéramos después del desayuno. Llegaremos a casa de tus
padres a la hora de la cena. ¿Llamo a tu madre? Podríamos cenar temprano y partir
alrededor de las ocho para llegar a la ciudad antes de la media noche.
Estuvo de acuerdo aunque le pareció un recorrido muy largo. Terminó el
desayuno y subió a su habitación para cerrar la maleta, después volvió a bajar y
esperó tranquilamente mientras Julio se encargaba de que les bajaran el equipaje y lo
metieran en el coche. Se sentó a su lado y le dijo que su madre estaría encantada de
verlos a la hora que llegaran y sin decir más, puso en marcha el vehículo.
Él había acertado acerca del tiempo. Josephine observó el cielo gris con la
esperanza de que lloviera, aunque le parecía poco probable que eso alterara los
planes de Julio.
No hablaron mucho y Josephine se dio por vencida. Era obvio que Julio no
deseaba hablar, tal vez tuviera algún problema de trabajo que quería discutir con el
doctor Bull antes de partir para Holanda.
Ya habían hecho muchos kilómetros cuando él preguntó:
—¿Quieres que nos detengamos para tomar café y un emparedado? Nevará
dentro de poco y me gustaría llegar a Ridge Giffard.
Jo se preguntó si él conocería su país tan bien como éste.

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—Sí, me gustaría detenerme unos minutos. No tengo hambre y estoy segura de


que mamá tenga una espléndida comida para nosotros, pero me tomaría algo
caliente. ¿Piensas ir a Londres esta noche aunque caiga una nevada?
Él detuvo el coche en una estación de servicio antes de responderle.
—Sí.
Se detuvieron cerca de diez minutos, tomaron café y charlaron, pero él
permaneció silencioso cuando estuvieron otra vez en el coche, rompiendo el silencio
de vez en cuando para preguntarle si estaba cómoda o comentar algo sobre el camino
o el tiempo. Jo se ensimismó en sus pensamientos y decidió ver con esperanza el
futuro. Él la apreciaba y estaba orgulloso de ella. No era vanidosa, pero sabía que era
bonita y que sería una buena esposa para él, comprendía las horas irregulares de su
trabajo, podía llevar una casa, cocinar y recibir a sus amistades; nunca se
avergonzaría de ella. Estaba tan absorta en sus pensamientos que se sorprendió
cuando él dijo:
—Ya no falta mucho, pero ha empezado a nevar.
Ella miró por la ventana.
—Así es, no me había dado cuenta.
—¿Estabas muy lejos?
—Sí, es un coche confortable. ¿No estás cansado?
—No, me gusta conducir, me da tiempo para pensar.
—Sobre tus pacientes —no le veía y no notó su sonrisa, sólo le oyó asentir.
Había poco tráfico, la luz del día casi había desaparecido y la nieve caía.
—Habrá nieve en Navidad —dijo Jo.
—Es muy probable, tal vez podamos patinar sobre el hielo.
—Sólo lo he hecho una o dos veces, no soy muy buena…
—Hay un pequeño estanque cerca de la casa, te enseñaré, es muy fácil una vez
que mantienes el equilibrio.
Cruzaron Warminster y cogieron un camino angosto, él condujo más despacio.
—Aquí es donde nos conocimos —dijo él de pronto—. Me reprendiste…
—No sé por qué, me pareció como si no soportaras verme.
—Estaba impresionado y esto hace que la gente se comporte de forma extraña.
Jo no tuvo tiempo de preguntarle a qué se refería, ya que estaban frente a la
puerta de su casa, y su madre la había abierto.
Josephine pensó que era maravilloso abrazar a sus padres, pero sentía pesar
porque el viaje terminara, ya que estar sentada al lado de Julio era muy agradable.
Natalie, Mike y su padre estaban en casa, así como Cuthbert que se metía entre
las piernas de todos. Entraron en la sala y se sentaron frente a la chimenea, bebiendo

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té, mientras hablaban a la vez. Josephine, sentada junto a su madre, le aseguró que
era feliz, que York era maravilloso y que anhelaba llegar a su nueva casa.
—Julio dijo que vendremos después de Año Nuevo.
La señora Dowling miró a su yerno que estaba sentado junto a su esposo.
—Será un marido estupendo, Jo.
—Tenemos algunos regalos en el maletero —dijo de pronto, no quería hablar de
las cualidades de Julio—. Le pediré que los baje. Tenemos que marcharnos como a las
ocho pues mañana temprano desea hablar con el doctor Bull.
—En ese caso iré a ver lo que está en el horno.
Llevaron los obsequios, dejando los que deberían abrirse en Navidad. Pasaron a
la mesa a saborear una exquisita comida: sopa de espinacas, cordero asado y como
no estarían presentes en Navidad, un trozo del pastel típico de la época. Pasaron
media hora frente a la chimenea tomando café hasta que llegó la hora de irse.
—Josephine, hay algo… —comenzó Julio pero fue interrumpido cuando la
familia los rodeó, pidiéndole que condujera con cuidado y que telefonearan cuando
llegaran, así como deseándoles una feliz Navidad.
Los acompañaron hasta la puerta y descubrieron que ya no nevaba.
Se alejaron, hablando, pero después permanecieron en silencio. Las carreteras
estaban vacías y la luna brillaba sobre el campo. Josephine no deseaba pensar, sólo
disfrutar la felicidad de estar sentada al lado de Julio. Se quedó dormida y no oyó
cuando él le dijo:
—Josephine, debo hablar contigo…
Se volvió y vio que estaba dormida. Ella no se despertó hasta que llegaron al
apartamento.
—Me he quedado dormida —dijo sin necesidad—. ¿Qué hora es?
—Casi las once. Te acompañaré, llevaré el equipaje y después guardaré el
coche. Con seguridad la señora Twigg ha dejado café y algo de comida. Tu
habitación es la tercera a la izquierda.
Subieron juntos y encontraron el apartamento iluminado. Julio le señaló la
cocina y le abrió la puerta de su habitación.
—Estás en casa, querida —sonrió—. ¿Cansada?
—No… sí, pero he disfrutado de cada minuto del día.
Cuando él se fue, Jo recorrió la habitación con la vista y se dirigió a la cocina.
Era pequeña, pero muy bien equipada y parecía haber sitio para todo lo que un ama
de casa pudiera necesitar. La cafetera la esperaba, así como una nota sobre la mesa
que decía que la comida estaba en el frigorífico.
Josephine se ocupó de ello y cuando regresó Julio, la sopa estaba caliente, así
como el café.
—¿Llevo las cosas al comedor? —preguntó Josephine.

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Betty Neels – Amar, a pesar de todo – 2º Un marido ideal

—No, yo arreglaré la mesa y traeré bebidas. ¿Qué quieres? ¿Un gin tonic suave?
Sé que no bebes eso normalmente, pero otra cosa podría mantenerte despierta.
Ella asintió feliz, movió la sopa y sonrió, pensando que Julio era un hombre
muy diferente en el hospital. Se preguntó qué sería lo que él le había querido decir en
su casa, pero fuera lo que fuese, no era tan importante, ya que podía habérselo dicho
durante el trayecto.
Bebieron y se sentaron a comer; cuando Jo quiso lavar los platos y limpiar la
mesa, él le dijo con firmeza que la señora Twigg lo haría por la mañana y qué se
fuera de inmediato a la cama. Él le dio un beso en la mejilla y Jo se dirigió a su
habitación. Julio había dejado encendida la lámpara de la mesilla; lo que le daba al
dormitorio un aspecto acogedor. Sacó lo que necesitaba de la maleta, abrió la llave de
la bañera, y cuando estuvo dentro pensó en el día que había pasado. Se dijo que en
veinticuatro horas habían sucedido muchas cosas; lo más importante, que había
descubierto es que estaba enamorada. Sintió las lágrimas agolpadas y salió de la
bañera, diciéndose que con seguridad Julio le había dado un gin tonic muy fuerte
para que se sintiera así.
Se metió en la cama convencida de que no podría dormir, pero cuando volvió a
abrir los ojos, se encontró a la señora Twigg de pie junto a la cama, con una bandeja
que contenía el té de la mañana. Había una nota de Julio diciéndole que regresaría a
la' hora del té. En la bandeja también había una llave, en caso de que quisiera salir
mientras él no estaba.
Bebió la infusión, se vistió y desayunó lo que le preparó la señora Twigg.
Después le dijo al ama de llaves que comería fuera, metió la llave en su bolso, se puso
un abrigo y un sombrero y salió.
Como la Navidad se aproximaba, las tiendas estaban llenas de gente así como
las calles. Anduvo un rato sin rumbo fijo y después se dirigió a Harrods. Allí pasó
mucho tiempo, comprando un lápiz labial, que en realidad no necesitaba, medias
porque siempre eran útiles y al final un regalo para Julio.
Esto no resultó fácil, ya que había descubierto que él tenía de todo. Se dedicó a
ver corbatas, a él le gustaba la seda en colores no fuertes y había mucho en donde
escoger. Al fin se decidió por dos, que costaban casi tanto como lo que hubiera
gastado en un vestido. Contenta con la compra, anduvo hasta que encontró otra cosa,
una agenda de bolsillo, forrada en piel y con sus iniciales en oro. El vendedor le
aseguró que la tendría grabadas en un par de horas. Se fue a tomar café y recorrió
otras tiendas. Le hubiera gustado ir a St. Michael, pero Julio podría pensar que le
estaba espiando…
Comió temprano, recogió la agenda y regresó al apartamento. Aún faltaban
varias horas para que Julio regresara. Recordó que él no le había dicho cuándo se
marcharían a Holanda y ella no se lo había preguntado. Buscó a la señora Twigg que
estaba en la cocina.
—Tendré el té preparado a las cuatro, si usted está de acuerdo. El doctor van
Tacx aseguró que regresaría a esa hora. Deje todo y yo lo recogeré por la mañana…

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Parecía como si se fueran a ir por la noche. Se sentó en la sala a leer un libro,


pero no pudo hacerlo, ya que tenía mucho en qué pensar. Por ello no oyó cuando se
abrió la puerta del apartamento, ni las voces, hasta que Julio entró en la habitación
acompañado por el doctor Bull.
Josephine saltó de la silla, sin haber regresado por completo a la realidad y
sintiéndose culpable, por suerte el doctor Bull no lo notó, fue hacia ella, le dio un
beso, diciéndole que estaba tan hermosa como una pintura y observó que le sentaba
bien el matrimonio.
—Eso no quiere decir que no la echemos de menos en el hospital, Joan es muy
eficiente, pero parece que muy pronto ella y Matt se casarán… entonces que el cielo
nos ayude.
—No sea pesimista —dijo Jo y rió—. ¿Se quedará a tomar el té? —le sonrió a
Julio—. ¿Has tenido un día muy ocupado?
—Sí, Josephine, ¿olvidé decirte que esta noche nos iremos a Holanda?
—Pues sí, de cualquier modo pensé que lo haríamos… estoy lista para irnos a la
hora que gustes —se rió—. ¿Tomamos primero el té?
Julio cruzó la habitación y le dio un beso en la mejilla, ella se sonrojó y el doctor
Bull empeoró las cosas cuando comentó:
—No os preocupéis por mí.
—Prepararé el té —Jo aprovechó la oportunidad para escapar.
Por supuesto que no tenía que preparar nada, ya que la señora Twigg lo había
hecho y sólo llevó hasta la mesa el té y los deliciosos emparedados y pastelillos.
El doctor Bull se fue, expresándoles sus mejores deseos para la Navidad y
recordándoles que vería a Julio el próximo año. Cuando se fue permanecieron en
silencio hasta que Julio lo rompió preguntándole lo que había hecho durante el día.
—Salí a pasear y compré regalos de última hora. La señora Twigg aún está aquí.
—No se irá hasta que nos vayamos —miró el reloj—. ¿Podrás estar lista en una
hora? Tomaremos el transbordador nocturno en Harwich. ¿Quieres telefonearle a tu
madre antes de partir?
La llamada se prolongó pues todos quisieron hablar con ella, después Julio le
quitó el auricular para hablar con su suegra.
—Iremos la primera semana de enero. Telefonearemos cuando estemos en casa.
Colgó el auricular y miró con fijeza a Josephine.
—Tenemos que hablar… —se detuvo pues llamaron a la puerta y entró la
señora Twigg para pedir instrucciones de lo que querían que hiciera en su ausencia,
saber cuándo regresarían y si la señora van Tacx podía ir a la cocina para decidir lo
que debería guardar en el congelador hasta su regreso.
Julio le respondió paciente y después Jo la acompañó. La lista la llevó más
tiempo de lo que esperaba, ya que la señora Twigg era un ama de llaves muy
meticulosa y le gustaba discutir todo. Cuando terminaron había transcurrido más de

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una hora y al regresar a la sala, Julio le informó que quería salir dentro de veinte
minutos.
—¿No ibas a decirme algo?
—No hay tiempo suficiente, ponte el abrigo, yo llevaré las maletas.
Camino al transbordador hablaron de cosas triviales. Josephine presentía que él
deseaba que así fuera. Cenaron a bordo y como llegarían por la mañana temprano, le
aconsejó que se acostara.
Jo deseaba ir a cubierta con Julio y mirar el mar. Tal vez allí sin gente que los
rodeara, hablaría con ella, pero él no sugirió nada. Bajó a su camarote, se tomó su
tiempo antes de acostarse y al fin lo hizo.
Aún estaba oscuro cuando desembarcaron, pero la aduana estaba tan iluminada
como el día y mucha gente se movía de un lado a otro. Jo miró con interés a su
alrededor, manteniéndose cerca de Julio mientras ellos y el coche pasaron por las
formalidades antes de salir a la calle.
—Desayunaremos en casa —dijo Julio cuando salieron del pueblo y llegaron a
la carretera—, estamos cerca.
—¿Está tu casa en Leiden?
—No en el mismo pueblo, sino en la periferia. Hay un lago cercano y bosques.
Es un pequeño poblado alejado de la carretera principal, pero está a diez minutos de
Leiden, en coche. Esta noche irá a cenar toda la familia, tendrás el resto del día para
dormir, si lo deseas. También irá un amigo mío… su esposa es inglesa y acaban de
tener su segundo hijo. Creo que te simpatizará ella. Viven cerca de Hilversum, no
lejos de nosotros.
Se aproximaban a Leiden y Julio abandonó la autopista y recorrió las angostas
calles del pueblo. Como aún era temprano había poca gente. Allí estaba Holanda, tal
como la había imaginado por las obras de Pieter de Hoog, Vermeer, y los demás
maestros.
—¡Oh, es espléndido! ¿El interior de las casas es como en las pinturas?
—Casi todas, aunque están restauradas.
Salieron del pueblo y cogieron un camino rural, la escarcha cubría los campos.
Julio tomó un sendero angosto con árboles a cada lado, bordeando un canal.
Josephine pudo ver casas, después de salir de una curva.
—El pueblo —explicó Julio y disminuyó la velocidad, para rodear la plaza
empedrada con la iglesia en el centro. Dio la vuelta en una esquina y a unos cien
metros entró por una reja grande. Había un sendero que desembocaba en la
construcción.
Josephine se quedó sin aliento por la sorpresa. Era más que una casa, una
mansión del siglo dieciocho, con ladrillo rojo ornamentado con yeso. Sus grandes
ventanas formaban una hilera sobre la fachada. Una escalera circular conducía a la
puerta principal. Julio detuvo el coche y la miró. Por fin ella preguntó:

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—¿Es ésta tu casa?


—Nuestra casa —la corrigió—. Entra, querida, eres bienvenida.
Se bajaron, la cogió del brazo y subieron juntos por la escalera. Un hombre
mayor, alto, delgado y calvo abrió la puerta. Julio le dio la mano y cogiéndola por el
hombro la presentó.
—Éste es Borren, lleva con la familia desde que recuerdo.
El señor le dio la mano y la sorprendió al hablar en inglés. Jo le sonrió. Entraron
en un vestíbulo y después en una antecámara.
Había varias personas allí, quienes saludaron a coro y Julio dijo algo que las
hizo reír, antes de volver a cogerla del brazo y presentarla.
—La esposa de Borren —explicó—, y el ama de llaves —una mujer pequeña le
sonrió y supo que le agradaría.
Después le presentó a dos jóvenes, Else y Anna y a una mujer de mediana edad
quien iba desde el pueblo todos los días para ayudar en la casa. Por último conoció a
un hombre mayor y a un adolescente, eran Wim el jardinero y su asistente Hans.
—Aquí estamos todos —observó Julio cuando saludó al último—. Bienvenida a
casa, querida —se inclinó, la besó y todos aplaudieron.
Josephine se ruborizó, preguntándose si la habría besado porque ésa era la
costumbre o porque lo deseaba. Esperaba que fuera lo último, ya que ella respondió
sin inhibiciones.
—Muy bien, lo haremos más a menudo.
No tuvo que responder, porque la señora Borren se adelantó para decirle algo a
él.
—El desayuno —dijo Julio—. ¿Deseas ir primero a tu habitación? —le sonrió—.
¿Diez minutos?
La señora Borren la condujo por la ancha escalera y por un pasillo. Se detuvo y
abrió una puerta doble que daba a una habitación grande. La primera impresión de
Josephine fue de luz, aun en esa mañana invernal, las ventanas grandes y el techo
alto le daban a la habitación una apariencia de luminosidad, que aumentaba con la
alfombra color crema, la cama, el tocador, las cortinas y colcha en una combinación
de crema y rosa. Un balcón ocupaba toda una pared y había un baño a un lado. En la
otra pared había dos puertas, la señora Borren las abrió, daban a un guardarropa y a
una habitación más pequeña. Josephine supuso que sería la de Julio.
El ama de llaves sonrió y se alejó. Josephine se lavó y observó la alcoba. Vio dos
sillones enfrente de una chimenea, un lujo que nunca esperó encontrar. También
había una escultura de caoba de un niño, contra la pared, flores sobre las mesitas de
noche, así como libros y revistas. Estaba acostumbrada a vivir con comodidad en la
casa de sus padres, pero eso era excesivo. Bajó, inspeccionando los retratos que
colgaban de las paredes. Julio había heredado las facciones de todos sus ancestros,
sólo la ropa había cambiado.

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Se detuvo en el último escalón, Julio se acercó.


—¿Hambrienta? Debes sentirte cansada. Después del desayuno tendré que ir a
Leiden, ¿por qué no duermes un rato? Regresaré por la tarde y podremos recorrer la
casa antes de que llegue la familia.
Jo asintió feliz y tomaron el té y panecillos que les sirvió la señora Borren.
Mientras tanto, Josephine observó el comedor. Tenía madera en las paredes, pintada
de blanco, el techo era color verde muy claro, decorado con yeso, una mesa circular y
una en un rincón de la habitación. Había flores por todas partes y las cortinas y
alfombras eran de color beige.
—¿Te gusta? —preguntó Julio.
—Mucho y mi alcoba es preciosa. ¿Debes ir a Leiden?
—Me temo que sí. No nos vemos mucho, ¿verdad, Josephine?
—No siempre será así. Quiero decir que vendrás a casa todos los días… vives
aquí.
—¿Te sentirás feliz?
—Oh, sí —por supuesto que sería feliz, sólo por estar en la misma casa que él—.
¿Tengo que vestirme para la cena?
—Creo que sí —se puso de pie, rodeó la mesa y la besó en la mejilla—. ¿No te
arrepientes, querida?
—No —le sonrió y él se fue.
Aún no era medio día y decidió seguir el consejo de Julio e irse a la cama. Buscó
a Borren, se lo dijo y fue a su habitación. En minutos se quedó dormida y no despertó
hasta que Mevrouw Borren entró en la habitación, llevando una bandeja con la
comida. Una comida deliciosa que saboreó somnolienta, después se acurrucó y se
durmió de nuevo.
Cuando Julio regresó ya estaba levantada y vestida. La encontró en el salón.
—¿Has dormido bien? ¿Te ha atendido Borren.
—Sí, gracias. Quise recorrer la casa sola, ¿no te importa?
—Querida mía, ésta es tu casa, por supuesto que no me importa. ¿Qué has
visto?
—La mitad de esta habitación. Hay mucho que admirar.
Así era, pues la habitación era muy grande, tenía ventanas altas en un extremo,
con cortinas de terciopelo color palo de rosa, las paredes pintadas de blanco, con
retratos y paisajes. El mobiliario era una mezcla de antiguo y moderno, sofás,
sillones, una vitrina que ocupaba casi toda una pared, donde había porcelanas y
objetos de plata. En la pared opuesta se encontraba la chimenea.
Cuando Julio entró en la habitación, la encontró de puntillas tratando de
examinar una pintura. Jo se sentó y le preguntó acerca de sus actividades.

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—No hice mucho —contestó él mientras se sentaba enfrente de ella—, sólo me


he hecho una idea del trabajo que me espera. Tendré que hacer lo más posible antes
de Navidad.
—Le pedí a Borren que trajera el té aquí, ¿está bien? —se sintió avergonzada—.
Hay un perro en alguna parte… todavía no lo he visto.
—Es Charlie. Borren lo ha traído mientras dormías. Creo que ha estado
esperando que yo viniera para presentártelo. No es peligroso, sólo muy grande.
Entró el mayordomo con la bandeja del té, seguido por un Gran Danés, que
cuando vio a Julio corrió hacia él para saludarle.
—Es bonito, espero que yo le agrade.
Parecía que así era, ya que le lamió la mano, después se acurrucó y la miró con
la lengua fuera. Luego fue hasta los pies de su amo, pero aún miraba a Jo.
—Dijiste que eran dos perros.
—Mi padre tiene el otro, lo traerá más tarde.
—Después de tomar el té recorrieron la casa juntos, acompañados por Charlie.
Hicieron una breve inspección del comedor donde las dos muchachas preparaban la
mesa para la cena, visitaron la biblioteca y salieron por una puerta que daba hacia
una terraza cubierta que ocupaba toda la parte posterior de la construcción. Entraron
en una habitación pequeña y Julio le dijo que tal vez sería su preferida. Acertó, pues
era de su gusto, con las cortinas de brocado oscuro y la acogedora chimenea. En la
pared opuesta había una puerta que daba a un pasillo con arcos con una puerta al
final.
—Mi estudio —informó Julio y abrió la puerta—. Visitaremos la cocina
después, ya que la señora Borren no nos querrá allí mientras trabaja.
Subieron y recorrieron toda las habitaciones, a cual más bonita con los techos
decorados, mullidas alfombras y mobiliario antiguo.
—¿Lleva viviendo tu familia aquí mucho tiempo?
—Doscientos treinta años —estaba apoyado en la puerta de un armario, con las
manos en los bolsillos, mirando cómo Jo recorría con la palma de la mano el tapiz de
una silla—. El van Tacx que la construyó hizo una gran fortuna en las Indias
Orientales. ¿Te he dicho que soy un hombre con dinero, Josephine?
—No, aunque intuía que tenías dinero… quiero decir, el Bentley, mi abrigo de
piel y esas perlas —se llevó la mano hasta el cuello para tocar el collar—. No eres
muy rico, ¿o sí?
—Sí, lo soy. ¿Te importa?
—Supongo que no —sonrió—. Aunque nada sería diferente si así fuera.
—No. Es mejor que nos cambiemos de ropa, mi familia llegará dentro de una
hora. Primero sacaré a Charlie. Baja cuando estés lista, te veré en el salón.
Pasó junto a él y comenzó a subir por la escalera.

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—Me encanta esta casa. ¿Julio puedo llamar a mi madre?


—Por supuesto, cuando quieras. Yo la he llamado esta mañana desde el
hospital, para que supiera que llegamos bien.
Le dio las gracias, charló brevemente con su madre y se fue a vestir. Sentía que
era una ocasión importante, por lo que escogió un vestido gris, con falda larga y
extravagantes mangas. Cuando miró su imagen en el espejo se sintió satisfecha, pues
hacía juego con sus ojos y hacía destacar su pelo. Se puso el collar de perlas, el anillo
de diamantes y bajó.
Julio ya estaba en el salón, de pie, con una copa en la mano. Jo pensó que si no
estuviera ya enamorada de él, lo haría en ese momento. Él dejó la copa y fue a su
encuentro.
—Muy bonita, realmente muy bonita —le cogió las manos, las extendió y la
estudió despacio—. Perfecto —le soltó las manos y sacó una cajita del bolsillo—. ¿Te
pondrás esto? Era de mi madre.
Eran unos pendientes con perlas que colgaban de un diamante.
—Son preciosos. Gracias, Julio —deseó abrazarle y besarle, pero pensó que tal
vez a él no le gustara eso. La acercó a un espejo y se los puso.
—Josephine —sonrió— he estado queriendo decirte algo pero siempre que lo he
intentado, o me han interrumpido o tú te has quedado dormida. Creo que debí
hacerlo hace mucho, pero quizá no es demasiado tarde, creo que no…
Se oyó un barullo en el vestíbulo y varias voces que hablaban a la vez.
Julio le dijo:
—Parece que me han interrumpido una vez más. Me siento identificado con el
famoso dramaturgo Robert Browning, quien dijo: «Nunca coincidieron la hora, el
lugar y mi amada».
Él ya estaba en la puerta cuando dijo esto último y Jo no estaba segura de
haberle oído bien.

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Capítulo 9
Julio y Josephine fueron rodeados por el padre, hermanos, hermanas, tíos y tías.
Todos iban muy elegantes y las damas, sobre todo las de mayor edad, llevaban unas
alhajas impresionantes.
Josephine agradecía la presencia de Julio a su lado. Diez minutos después,
llegaron los últimos invitados. Se pararon un momento en la puerta y Julio anunció:
—Los van Diederijks —la cogió del brazo y fueron a su encuentro—. Josephine,
ésta es Euphemia y él es Tane —besó a la mujer y estrechó la mano de su amigo.
—Sé todo acerca de ti —le confesó Euphemia—. Julio nos visitó hace unas
semanas y te describió hasta las pestañas. Espero que seamos amigas. ¿Te gustan los
niños?
—Oh, sí…
—Ya tenemos dos. El pequeño Tane de poco más de dos años y Marijke de tres
meses. Tienes que venir a casa a conocerlos.
Se reunieron con los demás invitados, bebieron jerez y después pasaron a la
mesa. Mientras se acomodaban, Jo estudió a Tane. Era mayor que Julio, pero sólo uno
o dos años, pelo rubio, ojos azules, era bien parecido y su voz agradable. Su esposa
era alta, de pelo oscuro.
La cena estuvo exquisita. Era obvio que la señora Borren era una excelente
cocinera. En la mesa brillaba la cristalería y la plata. Julio estaba sentado en la
cabecera, enfrente de ella, alzó la copa con champán y le sonrió en un brindis
silencioso. Al terminar la cena, Mijnheer van Tacx se puso de pie y brindó por su hijo
y su nuera, después Julio respondió con un pequeño discurso. Varios miembros de la
familia también se pusieron de pie y hablaron.
Cuando regresaron al salón para tomar el café, la noche estaba bastante
avanzada. Josephine se encontraba entre dos tías, quienes la observaron con
amabilidad y deseó no haber bebido tanto champán durante la cena. Se encontró con
la mirada de Julio y le sonrió con encanto. Él cruzó la habitación y se paró a su lado.
—Querida, Oom Huib quiere hablar contigo, si la tía Beatrix y la tía
Wilhelmenia te permiten unos minutos.
Oom Huib era un hombre mayor y hablaba inglés a la perfección. El padre de
Julio se reunió con ellos y Jo se sentó entre los dos. Las tías parecían imponentes pero
eran amables. Oyendo las conversaciones a su alrededor, decidió que lo primero que
tenía que hacer era aprender holandés.
Euphemia se acercó y los dos caballeros se retiraron para reunirse con otros
miembros de la familia.
—¿Te diviertes? —preguntó Euphemia—. Julio tiene una familia muy grande y
tú debes estar cansada del viaje.
—He dormido casi todo el día —sonrió.

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—Supongo que Julio trabajará hasta la Navidad. ¿Estarás aquí? —Jo asintió—.
Nosotros también, pero iremos a Inglaterra en Año Nuevo. Allí nos hospedaremos
con mis hermanos o con mi hermana y su familia. Julio tiene un apartamento en
Londres, ¿no es así? —sonrió—. Espero que seas muy feliz, sé que lo serás, no podría
ser de otra manera con alguien tan bueno como Julio —se puso de pie—. La gente
comienza a irse. ¿Puedo telefonearte un día para que nos veamos?
—Me gustaría mucho y también conocer a los niños.
Les llevó algún tiempo despedirse de todos, haciendo planes para verse en el
futuro. La casa parecía muy silenciosa cuando el último invitado se fue. Josephine
regresó al salón, mientras Borren cerraba las puertas y Julio le decía algo.
Cuando Julio entró, ella se volvió y dijo:
—Julio, quisiera darle las gracias a la señora Borren, ¿crees que puedo ir ahora a
la cocina? ¿Entienden inglés?
—No, iré contigo. Ha sido una noche maravillosa y me he sentido orgulloso de
ti —antes de que ella pudiera decir algo, continuó—. ¿Te ha agradado Euphemia?
Tane y yo nos conocemos desde hace muchos años. Fuimos a la facultad de medicina
juntos, estuvo a punto de casarse con una chica a quien no amaba. Euphemia llegó a
tiempo y son muy felices.
—Sí —se le hizo un nudo en la garganta por las lágrimas. Iba delante de él hacia
la cocina y tuvo que detenerse porque se encontró en un pasillo con puertas a cada
lado.
—Son las habitaciones del servicio —dijo Julio—. La cocina está más adelante.
Pasó junto a ella y abrió una puerta. La habitación parecía del siglo pasado.
Siempre había pensado que la cocina de su madre era antigua, pero ésta lo era aún
más. La señora Borren estaba allí con su vestido oscuro y almidonado delantal. En la
pared de enfrente había más puertas, Jo podía oír voces y el sonido de platos al ser
lavados. Fue hacia la mesa y se sintió feliz cuando Julio colocó el brazo sobre sus
hombros y le habló a la señora Borren, ya que ella no tenía idea de qué decir.
La charla fue breve, pero era obvio que agradó a la señora, ya que le sonrió e
inclinó la cabeza, después rió como una niña feliz.
—Le he dicho que querías darle las gracias y dice que ha disfrutado mucho y
espera que ahora que estás aquí, haya muchas fiestas.
Josephine, le sonrió a la señora y siguió a su marido por una de las puertas,
donde parecía que lavaban los platos. Allí él dijo lo mismo a Else, Anna y a la mujer
mayor que la saludó en el vestíbulo cuando llegaron.
Cuando regresaron, Borren ya había retirado las tazas de café y copas.
—Enseguida traeré café —dijo el mayordomo.
—Nunca se irán a la cama —observó Josephine.
—No les importa. He llevado una vida muy tranquila, querida, y han tenido
muy poco que hacer, tal vez estaban aburridos.

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Josephine se sentó cerca de la chimenea.


—¿No organizabas reuniones cuando estuviste comprometido con…?
—Magda prefería los restaurantes, esta casa le parecía lóbrega.
—¿Lóbrega? ¿Cómo es posible? Es maravillosa y todos en ella son felices,
Borren y su esposa, los demás y Charlie —miró al perro, quien se echó a los pies de su
amo.
—Y espero que tú.
—Sí, seré muy feliz aquí. Quiero aprender holandés, explorar los alrededores y
conocer a todos.
—Espero estar en la lista de las personas que deseas conocer mejor, Josephine.
—Sí, por supuesto —se inclinó para acariciar a Charlie—. Todo resulta un poco
extraño.
Borren entró con el café y Jo lo sirvió, contenta por poder hacer algo.
—¿Estás cansada? ¿Te gustaría ir a acostarte cuando termines el café? —Jo
pensó que tal vez quisiera quedarse solo, aunque fuera tarde, ya que recordó que a
su padre le gustaba sentarse frente a la chimenea cuando todos ya estaban acostados,
para leer revistas de medicina…
—Sí. Ha sido una fiesta espléndida, me agrada tu familia, todos han sido muy
amables.
—No había razón para que no fuera así —parecía impaciente. Jo bebió el café
con tanta rapidez que se quemó la lengua. Dejó la taza con un suspiro de alivio, que
Julio notó y levantó las cejas.
—Bueno, me iré a la cama.
Cuando se puso de pie, él también lo hizo, le dio un beso en la mejilla, le deseó
buenas noches y le abrió la puerta.

A la mañana siguiente, cuando ella bajó él ya no estaba. Borren y Charlie la


escoltaron hasta la pequeña habitación que tanto le gustaba, donde el desayuno la
aguardaba al igual que la chimenea encendida. En su plato había una nota que decía
que Julio regresaría a la hora del té.
Mientras se vestía se preguntó qué haría durante el día. Hizo otro recorrido por
la casa, esta vez acompañada de la señora Borren y su esposo, quien traducía. Más
tarde recorrió el jardín en compañía de Charlie. El jardín era muy extenso y pensó que
se parecía a Stoney Botton. El ama de llaves le preparó una exquisita comida y Borren
se aseguró de que se la comiera. Por la tarde se acurrucó en la pequeña habitación,
rodeada de varios libros y se durmió.
Cuando despertó, Julio estaba sentado enfrente de ella, leyendo el periódico. En
cuanto Jo se sentó, él lo bajó y le sonrió.

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—¿No te has aburrido mucho? —preguntó Julio—. Borren me ha dicho que


saliste con Charlie antes de la comida. Hoy tengo que regresar a Leiden, pero estaré
libre mañana, iremos al pueblo.
—Muy bien. Lamento haber estado dormida cuando llegaste. Pasé una mañana
deliciosa recorriendo otra vez la casa y saliendo con Charlie. Este terreno es enorme.
—Sí, el campo que rodea la casa nos pertenece, así como parte del pueblo —
estudió su cara—. Cuando te acostumbres a nosotros, te lo explicaré todo.
—Sólo conozco un lado tuyo. Cuando estabas en St. Michael eras un cirujano,
admito que no he pensado mucho en tus otras facetas.
—Ya tendrás tiempo suficiente para conocerme.
Más tarde tomaron el té frente a la chimenea y luego la cena, sentados ante la
enorme mesa. Pero esto no duró mucho, ya que Julio tuvo que irse después de las
ocho, pidiéndole que no le esperara despierta.
Jo se fue a la cama, pero no pudo quedarse dormida hasta la media noche
cuando oyó su coche. Ésta iba a ser su vida, pero ella ya lo sabía antes de casarse, las
esposas de los médicos tenían que aceptar eso y estaba preparada para hacerlo, sólo
que sería mucho más fácil si estuvieran enamorados.
Con la luz del día, Josephine recuperó el sentido común. Bajó a desayunar en
compañía de él y le preguntó acerca de su trabajo. Jo tenía puesta la falda de lana y el
suéter que su padre le diera como regalo de boda. Para salir, se anudó un pañuelo al
cuello y su cara brillaba anticipando el placer.
Visitaron al párroco, el cual les ofreció café y les habló acerca de las
responsabilidades del matrimonio. Se despidieron de él y cruzaron la plaza del
pueblo.
—¿Es amigo tuyo? —preguntó Josephine.
—Diferimos en muchas cosas, su opinión acerca del matrimonio me parece un
poco severa. Estamos juntos en varios comités y tú tendrás que presidir algunas
reuniones femeninas. Los domingos en la iglesia tendrás que escuchar un sermón
muy largo.
—Eso será bueno para mí holandés.
—Creo que sí. Cuando pase la Navidad y el Año Nuevo, el pueblo preparará
una recepción para nosotros, para entonces ya sabrás algunas palabras en nuestro
idioma.
En la tienda había muchos clientes. Rodearon a Julio y a Josephine,
saludándolos y cada persona habló cuando llegó su turno.
—No te preocupes, sólo dicen sus nombres.
Jo sonrió y permaneció quieta mientras varios de ellos hablaban y Julio les
respondía. No tenía idea de lo que decían, pero todos rieron y le volvieron a
estrechar la mano cuando se fueron.

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—Ya te conocen casi todos, dentro de unos días, la gente te llamará para
invitarte a tomar una copa y cenar. Ahora debemos ir a la escuela. Juffrouw Smit
querrá conocerte. A la fiesta de los niños voy todos los años, un rato, así que tenemos
que acordar la hora. De ser posible, iremos juntos.
Juffrouw Smit era una dama mayor, con voz ronca. Nada más había tres aulas
con treinta niños en total, la mayoría de las granjas cercanas. Miraron a Josephine
quien les sonrió y movió la mano en señal de saludo, algunos de los más atrevidos le
devolvieron el saludo.
La fiesta sería al día siguiente a las dos. Julio y Juffrouw Smit hicieron los
arreglos finales, después, los niños se despidieron a coro. Al salir él le preguntó:
—¿Quieres ver la iglesia antes de que regresemos? —la cogió del brazo y
anduvieron hacia la plaza.
—Sí, me gustaría. ¿Hay tiempo? Borren me anticipó que la comida estaría lista a
las doce…
—Tenemos tiempo suficiente, he… —hizo una pausa cuando un coche
deportivo se acercó a ellos, se detuvo y una joven sacó la cabeza por la ventanilla y
los saludó.
Josephine oyó su risa y voz excitada y deseó con todo el corazón poder
entender aunque fuera una palabra entre diez. Para empeorar las cosas, Julio le
respondió en holandés, antes de explicar:
—Aquí está Magda, querida —era difícil saber si estaba contento o no, pero no
mostró señales de molestia cuando Magda se bajó del coche, le rodeó el cuello con los
brazos y le besó.
—Tenía que ver a la novia en persona —su inglés era fluido.
—Me alegro de conocerte, Julio me ha hablado de ti.
—¿Lo hizo? —Magda rió—. ¿Y te arriesgaste a casarte con él? —se volvió hacia
Julio—. Yo no me he casado, querido. Supongo que lo haré con Frans, pero primero
quería volverte a ver.
—Ya lo has hecho y también a Josephine. Somos una pareja feliz.
—Entonces me invitarás a comer y lo juzgaré por mí misma.
—Por supuesto —dijo Jo—, pero tiene que ser temprano, ya que Julio debe ir a
Leiden. Íbamos de regreso, si quieres puedes conducir y adelantarte…
—Os veré dentro de unos minutos.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Julio cuando Magda se fue.
—No estoy segura, pero estás contento, ¿no es así? Después de todo, te ibas a
casar con ella.
—Así es.
Borren no aprobó la invitación, ya que la miró severamente al enterarse.
—¿No será un problema para la señora Borren? Lo siento, no lo pensé.

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Betty Neels – Amar, a pesar de todo – 2º Un marido ideal

—No hay problema, señora. No esperaba volver a ver a Joffrow van Tine.
Josephine ansió decirle que ella tampoco lo esperaba.
—Se irá después de comer —aseguró.
Y así sucedió, ya que Magda se fue al mismo tiempo que Julio, diciéndole que
conduciría detrás de él hasta Leiden.
—Tendremos tiempo para charlar si nos vamos ahora —dijo Magda.
—Eso será bueno para los dos —expresó Jo tensa—. Espero que haya algún sitio
en el hospital donde podáis hacerlo —sintió satisfacción al ver la mirada de furia que
le dirigió Julio—. ¿Vendrás a cenar?
—Sí, a menos que algo se presente, cariño —su voz cortés era peor que la
mirada.
—No cuentes con eso —dijo Magda con alegría—. Aún tengo algunos trucos
bajo la manga.
Josephine miró cómo se alejaban los dos coches. Estaba muy enfadada y temía
que Julio estuviera tan furioso que nunca la perdonara. Cogió un abrigo, llamó a
Charlie y salió de la casa, para andar varios kilómetros por angostos caminos. Cuando
regresó, Borren la esperaba y parecía preocupado.
—No es conveniente que salga sola, señora. No conoce el lugar y además puede
resfriarse.
—Debí avisarte que saldría a pasear, Borren. Estoy acostumbrada al campo y a
la soledad, además tenía a Charlie.
—Al doctor no le gustará, señora.
—No, Borren —él cogió el abrigo, diciéndole que le llevaría el té al salón
pequeño.
—El señor llegará pronto.
Julio no apareció. Jo había terminado el té y estaba sentada enfrente de la
chimenea sin hacer nada, cuando le informaron que la llamaban por teléfono.
—No llegaré a casa hasta dentro de unas horas —le dijo Julio.
—Lo suponía.
Cenó sola en la enorme mesa del comedor, atendida por un silencioso Borren.
Por alguna razón había decidido ponerse uno de sus vestidos más bonitos. Comió la
deliciosa comida que le pusieron enfrente. Al terminar, se dirigió al salón para tomar
el café, donde se sentó, con Charlie por compañía, sintiéndose más enfadada a cada
minuto que pasaba. Temía que Julio se volviera a enamorar de Magda y si esto
sucedía, ¿qué haría ella? Pensó en este problema durante mucho tiempo, hasta que la
cabeza le empezó a doler después se preguntó qué estaría haciendo él. No dudaba
que cenando en algún sitio discreto con esa abominable mujer.

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Cuando el reloj del vestíbulo marcó las once, se puso un abrigo y salió al jardín
con Charlie. Hacía mucho frío, pero no lo notó hasta que volvió y se calentó los dedos
congelados cerca de la chimenea.
—Moriré de neumonía —se dijo con satisfacción—, y él sentirá un gran
remordimiento.
Subió por la escalera y se dirigió a su habitación. El pasillo que conducía hasta
su dormitorio tenía una luz muy tenue, que iluminaba las viejas pinturas de las
paredes.
—Lo hechizaré —murmuró—, me pondré el camisón blanco con volantes.
Tardó mucho preparándose para irse a la cama y aún no había señales de Julio.
Oyó que Borren cerraba las puertas y después un absoluto silencio. Como no podía
dormir, abandonó la cama, se puso una bata de color rosa y las zapatillas que Natalie
y Mike le regalaran; entonces bajó.
En el vestíbulo había una luz tenue en la pared y la puerta del salón estaba
abierta. Podía ver a Charlie enfrente de la chimenea, esperando a su amo.
—También lo haré yo —decidió Jo.
Se acurrucó en uno de los sofás cercanos al fuego y se quedó dormida. Despertó
cuando Julio abrió la puerta de la casa y entró en el salón, ella ya estaba sentada,
dominada por la ira. Julio se detuvo en el umbral.
—¿Querida Josephine, por qué no estás en la cama?
—Ya era hora —dijo Jo, ignorando su pregunta—. Supongo que has pasado la
noche con Magda y ella te ha convencido del terrible error que has cometido al
casarte conmigo. Creo que tiene razón…
Julio se sentó en el sofá que estaba al otro lado de la chimenea. No parecía
sorprendido por su enfado, sino divertido.
—Te equivocas. ¿Estás celosa?
—¿Por qué iba a estarlo?
—Puedo pensar en varias razones —sonrió y Jo vio que estaba agotado.
—Me voy a la cama —se puso de pie—. Pareces cansado y no me sorprende.
Magda debe ser muy exigente.
Se dirigió a la puerta, pero se encontró que él también estaba allí.
—Eres una joven muy tonta —le dijo con calma—, tan ciega como un
murciélago y tienes la cabeza repleta de tonterías, por lo que no puedes pensar con
cordura. Hablaremos por la mañana.
Si le contestaba empezaría a llorar, por eso se dirigió a su habitación, cerró la
puerta y se acostó para derramar las lágrimas que no podía contener más.
Se metió debajo de las sábanas, se acurrucó y recordó lo sucedido en la última
media hora. Fue una boba al perder el control, él se había casado con ella porque era
adecuada como compañera, tranquila y serena; ahora demostraba lo contrario.

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Sabía que por la mañana tendría que disculparse y si él había descubierto que
aún amaba a Magda, se divorciaría. Quizá él creyó que Magda ya no significaba nada
para él y cuando la vio otra vez, se dio cuenta de su error. No era culpa de nadie, sólo
del destino. Cerró los ojos, tenía que dormirse. Se quedó dormida mientras trataba de
calcular el tiempo que tardarían en anular un matrimonio eclesiástico.
Por la mañana su cara estaba terrible. Hizo lo más que pudo para ocultarlo, se
puso un suéter grueso, una falda y bajó aparentando una calma que no sentía.
No vio a nadie en el comedor, pero cuando ella entró, Borren la siguió para
notificarle que el señor se había ido muy temprano al hospital y que ya había
desayunado una hora antes. Si se sorprendió porque ella no lo sabía, no hizo ningún
comentario. Al ver sus párpados hinchados y su nariz roja, le llevó café caliente y
galletas, huevos revueltos y queso. Se quedó allí, para asegurarse de que se comía
todo. Cuando terminó el café, le dio una nota de Julio. Era breve, le decía que quizá
estuviera ausente todo el día, que fuera a la escuela del pueblo para disculparse con
Juffrouw Smit y estuviera media hora en la fiesta de los niños.
Tenía que ir, sería imperdonable romper la tradición sólo porque ella y Julio
estaban enfadados. Confió en Borren y le preguntó si había algo especial que debiera
hacer.
—El señor siempre lleva una bolsa de dulces, por supuesto que cuando la
señora van Tacx vivía, ella iba, siempre vestida con algo que gustara a los niños.
—Haré lo mismo. ¿Voy andando hasta el pueblo, Borren?
—No, señora —parecía asustado—, yo la llevaré. Si lo desea, serviré la comida a
las doce y así tendrá tiempo suficiente.
Le dio las gracias, terminó el desayuno y salió a pasear con Charlie. El día estaba
triste, igual que ella, lo que la parecía muy mal, ya que la Navidad estaba próxima…
Tal vez, si Julio aceptaba, podría irse a casa unos días. Se tranquilizaría para después
hablar de una manera sensata. Recordó que él había mantenido la calma, mientras
que ella gritó y perdió el control. Eso era algo que casi nunca sucedía. En realidad no
quería ir a su casa, no soportaría, dejarle aunque él la ignorara o, aún peor, la tratara
con esa horrible cortesía.
Después, de comer fue a su habitación para revisar su guardarropa y encontrar
algo adecuado. Optó por el abrigo de piel, sombrero, el collar de perlas, el vestido
verde de crepé y zapatos de tacón alto, ya que no tendría que andar y hacían juego
con su bolso y guantes. Se miró en el espejo, parecía la esposa de un rico caballero.
Borren la esperaba en el vestíbulo con una bolsa de dulces debajo del brazo.
—¿Estoy bien, Borren?
—Oh, sí, señora. Le agradecería que entrara en la cocina para que la vieran la
señora Borren y las muchachas.
Ellas le expresaron su admiración, lo cual la animó. Al menos Julio no se
avergonzaría de ella. Se subió al Jaguar azul oscuro y partieron.

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Sintió temor cuando se bajó del coche, miró a Borren para que hablara y
estrechó la mano de Juffrouw Smit y de su asistente. Todos los niños estaban en el
aula más grande, en silencio. La miraron hasta que Juffrouw Smit les dijo:
—Kinderen.
—Dag, señora van Tacx —hablaron los niños a coro.
Josephine les dio los dulces y sonrió.
Los niños, se alejaron en un principio, pero después la rodearon. Se quitó el
abrigo y se lo dio a un niño y los guantes y bolso a una pequeña.
—¿Qué hacemos primero? —le preguntó a Juffrouw Smit.
—Hay juegos, señora. Si quiere sentarse y mirar…
—Tomaré parte… me gustan los juegos. ¿Comenzamos?
Los niños parecían tímidos, pero Josephine vio una caja con globos que
esperaban ser inflados y comenzó a hacerlo, pronto todos la imitaron, haciendo
mucho ruido. Jo observó la cara seria de Joffrouw Smit y se preguntó si debía haberse
quedado sentada. Los pequeños, una vez que perdieron la timidez, se divertían
mucho. Abrió una bolsa de dulces y los repartió, mientras recorría la habitación con
la vista, buscando inspiración. Enseguida la encontró, al ver un cassette sobre el
piano. Juffrouw Smit se acercó y le dijo:
—Uno de los niños lo ha traído, es de su padre, pensó que sería divertido…
—Oh, sí —declaró Josephine y miró las cintas que estaban junto al aparato—.
Podemos bailar un rato.
—Como la señora desee.
Le pidió que le dijera a los niños que se formaran detrás de ella y enseguida
recorrieron la habitación, gritando y riendo, durante la segunda vuelta, Josephine
tiró de Juffrouw Smit y de su asistente para que los acompañaran en el baile.
El ruido era terrible. Julio se detuvo en el pequeño vestíbulo para quitarse el
abrigo y miró a su esposa llevando la fila, seguida por los pequeños, estaba hermosa,
divirtiéndose como una colegiala. Miró con interés a las maestras que bailaban al
final de la fila. La asistente gozaba y Joffrouw Smit tenía una expresión resignada.
La fila se volvió, Josephine le vio y se detuvo a menos de un metro de él. Los
niños se amontonaron, saltando, esperando continuar, pero sabiendo que Julio van
Tacx, aunque era amable, no se les uniría.
Josephine se olvidó de los pequeños, miraba a Julio y el corazón le latía con
fuerza, ya que él la observaba de una manera que convertía al aula en el paraíso.
—¿Julio? —cuestionó con voz entrecortada.
—Querida, he terminado más pronto de lo que esperaba. Veo que logras que la
fiesta sea un éxito —le cogió la mano, le besó la mejilla y después saludó a las
maestras.
—¿Es hora del banquete? —preguntó él y saludó a los alumnos.

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Era obvio que en el pueblo él tenía la última palabra. Llevaron a los niños hasta
las mesas y los acomodaron. Julio sacó una botella de champán, la abrió, sirvió cuatro
copas y brindaron con las profesoras. Después recorrió las mesas para asegurarse de
que no les faltara nada a los pequeños. La comida era abundante y del gusto infantil.
No dudaba de que Julio había aportado gran parte de ésta.
Estaba de pie junto a Julio y miraba cómo Juffrouw Smit trataba de abrir el
paquete que él la había dado y también cómo su asistente trataba de hacer lo mismo
con el suyo, no deseando hacerlo antes que su superiora. Todos estaban en silencio,
sólo se escuchaba un murmullo, pronto los niños se irían a casa con el sobre que Julio
les diera a cada uno.
—Ya es hora de que nos vayamos —le dijo él—. Ha sido una tarde maravillosa,
el pueblo te querrá.
—¿No nos quedamos hasta el final? —preguntó Jo, temerosa de estar a solas
con él.
—No, iremos a casa y hablaremos… esta vez lo lograré.
Jo se volvió para mirarle, él tenía los ojos muy brillantes y sonreía.
—¿Qué lograrás?
—La hora y el lugar —cogió el abrigo de ella y la ayudó a ponérselo, se
despidieron de las maestras y niños, se subieron al Bentley. Él no habló durante el
corto trayecto.
Cuando llegaron la casa estaba iluminada y la chimenea encendida en el salón.
Entraron y Borren cerró la puerta y les preguntó cómo había estado la fiesta.
—Espléndida —contestó Julio—. La señora estuvo fantástica y será una persona
muy útil para el pueblo, adora a los niños.
La miró mientras hablaba y Jo se ruborizó sin saber la causa.
—Iré arriba —dijo ansiosa por alejarse.
—Después, cariño —colocó un brazo sobre sus hombros y la llevó hacia el
salón—. Borren, tomaremos el té dentro de media hora, por favor. No quiero que me
interrumpan. No me pases ninguna llamada a menos que sea muy urgente.
Entró en el salón, acompañado de Jo y cerró la puerta.
—Al fin el tiempo y el lugar, pero sólo tú puedes decirme si tengo a la persona
amada, Josephine, cariño.
Su corazón dio un vuelco.
—¿Y Magda? ¿Ella también es tu amada? —al pensar en la joven, apretó los
dientes.
—No y nunca lo ha sido —habló en voz muy baja.
—Os fuisteis juntos.
—Así fue… en coches separados y no la he visto desde entonces.

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—¿Por qué no viniste a casa?


—Tuve que operar a una mujer con una familia numerosa y un marido
preocupado, valía la pena tratar de salvarla —hizo una pausa—. Josephine, me
enamoré de ti desde el momento en que te vi, quería que fueras mi esposa, pero
temías ser lastimada otra vez, por eso te convencí para que te casaras conmigo, pues
sabía que tarde o temprano llegarías a amarme también. Una joven tonta y ciega
como un murciélago —añadió con suavidad—, pero la amo muchísimo.
Josephine le daba la espalda y se volvió despacio.
—No lo sabía, no al principio, después pensé… entonces apareció Magda.
No hablaba con la claridad acostumbrada y Julio sonrió.
—Lo dejaste muy claro, mi amor —por fin la cogió entre sus brazos.
Jo los sintió, suspiró y apoyó la cabeza sobre su pecho, pero él no le permitió
que la dejara allí. Colocó una mano en su barbilla, le volvió la cara hacia él y
comenzó a besarla.
Poco después ella se retiró un poco.
—Julio… querido Julio. Debemos sentarnos a hablar…
—¿Por qué, cariño? Estoy muy bien así y creo que tú también.
—Por supuesto —le besó para comprobar sus palabras—, pero hay tanto de lo
que tenemos que hablar…
—Todos son temas muy interesantes pero ninguno urgente —inclinó la
cabeza—. Esto sí lo es…
Josephine consideró que era cierto y que no tenía objeto discutir con él.

Fin

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