Educación para El Deseo

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DOCUMENTOS PARA LA DISCUSIÓN DE LOS POSTULADOS FEDICARIANOS SOBRE LA

DIDÁCTICA CRÍTICA.
Curso 2003-04.
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POSTULADOS PARA UNA DIDÁCTICA CRÍTICA: LA EDUCACIÓN DEL DESEO.

Javier Gurpegui Vidal.


Federación Icaria en Aragón.

Especialmente resbaladizo se le antoja al autor este postulado. Las razones, aparte de


una siempre posible incompetencia por su parte, habría que buscarlas en las
contradicciones del mismo intento: formular el mundo del deseo desde una perspectiva
teórica pretendidamente coherente. Domesticar la lógica del descubrimiento cotidiano
desde la lógica de la justificación. Y, realmente, si de eso se tratara, si ese fuera realmente
nuestro objetivo, no harían falta alforjas para ese viaje. Casi, casi, sería mejor ni siquiera
iniciarlo, piensa el que suscribe. Y sin embargo, si observamos el debate que en su
momento tuvo lugar en FEDICARIA-Aragón, sí que parece necesario partir de ese escenario
de confrontación entre distintas racionalidades: ¿es el deseo un impulso ciego, necesitado
de unos objetivos racionales, o por el contrario es la única instancia capaz de movilizar el
conocimiento, de impulsarle en una dirección? ¿cuál es el papel del deseo respecto a la
racionalidad sujeta a fines? (o, mejor dicho para el autor, ¿cuál es el papel de dicha
racionalidad respecto al deseo que siempre la preexiste?). ¿Es posible enseñar a desear, o
solo se puede aprender, o ninguna de las dos cosas, ya que ambos procesos están sujetos
a una racionalidad organizativa? Finalmente: ¿qué decir de todas aquellas
instrumentalizaciones postmodernas del deseo, que pretenden convertirlo en instrumento
de emancipación cuando en realidad lo domestican con fines terapéuticos?

Todo conocimiento está siempre impregnado de deseo, por mucho que lo disimule. Si
no hubiera habido otras personas antes interesadas por elaborarlo, no estaría allí, no lo
encontrarían nuestros alumnos cuando llegan al aula, o al mundo. Es verdad que estas
personas que lo elaboraban, hasta ahora solían ser hombres, occidentales, pertenecientes
a los estratos sociales con más capital cultural… y que estas circunstancias también han
impregnado el conocimiento.

¿Por qué disimula el conocimiento el deseo que tiene tras de sí? Todas las
comunidades científicas del mundo se mueven por un interés. Ese interés puede ser muy
diverso: encontrar la vacuna para una enfermedad, comercializarla, ocupar un puesto
ventajoso en una universidad, recibir una subvención, gasear judíos más rápidamente… El
interés puede ser emancipatorio, altruista, buscar la mejora de un colectivo humano… pero
nunca encontramos algo que podamos llamar “gratuidad”. Nadie estudia Física por amor a
la Física, o profundiza en la Lingüística con la finalidad de desarrollar una ciencia que se
llama Lingüística, o por “hacerse más culto”. Aunque así se lo parezca.

Los componentes de una comunidad científica producen conocimiento en unas


condiciones sociales determinadas, según un interés. A su vez, cuando llevan a cabo
indagaciones alcanzan unas certezas en un contexto determinado, que llamaremos
“contexto de descubrimiento”; este contexto, a la vez que las condiciones sociales que lo
constituyen, también queda disimulado cuando, siguiendo las correspondientes
convenciones académicas, es expuesto verbalmente, según una lógica distinta a la del
descubrimiento, la de la justificación.

Al igual que las mercancías ocultan tras su aspecto apetecible las relaciones de
producción de las que son el resultado, las producciones textuales de una comunidad
científica disimulan, esconden el lugar social en el que han sido producidas. Se consagran y
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legitiman socialmente, y presentan al alumnado como producto de la divulgación que
irradia el saber consagrado. Se presentan como una realidad evidente en sí misma, y se le
anima a que la adquiera, bien memorísticamente, bien reproduciendo “en laboratorio” las
condiciones académicas (casi nunca vitales) en las que se supone se construyó.

Como se presenta al alumnado como una realidad trabada en sí misma, pocas veces
la Escuela se plantea qué relaciones pueda establecer el alumnado con el conocimiento.
Sólo cabe un sentimiento, una emoción, la que lleva a adquirir el conocimiento consagrado.
Cuando ese movimiento no se produce, y como si fuera extraño que ello esta circunstancia,
estamos ante un problema de motivación, con lo cual recae en la responsabilidad individual
del alumno una cuestión que en realidad es estructural. El mismo desinterés que
falsamente se presupone a las comunidades científicas, se acaba suponiendo en el entorno
del aula.

Cuando decimos como algo negativo que una persona es muy “interesada”, en
realidad estamos diciendo que busca egoístamente su propio beneficio individual; cuando
decimos que alguien obra “desinteresadamente”, presuponemos un altruismo y
generosidad según los cuales lo angelical de las motivaciones descarta la búsqueda de
cualquier otro fin. Una comunidad científica según la época o condiciones sociales en las
que existe, suele recurrir a una ideología u otra para matizar este desinterés. La ideología
de la profesionalidad es recurrente a este respecto: se normalizan los mecanismos de
cualificación en un saber para garantizar un servicio abnegado a la sociedad, a cambio del
cual no se recibe un sueldo, como los trabajadores, sino un “honorario”, cantidad
económica con mayor carga simbólica y mucho más glamour.

En la línea de lo dicho hasta ahora, cualquier visión del deseo que nos lo presente
como una realidad meramente individual, que mueve interior e intransferiblemente a las
personas hacia unos fines, resultará reduccionista para nosotros. Antes bien, habrá que
considerarla en relación dialéctica con unas condiciones sociales que producen una forma
de subjetividad; y serán los sujetos, individuales y colectivos, los que tendrán un margen
de acción respecto a esas condiciones sociales.

Hasta aquí hemos hablado del deseo. ¿Qué debería ser la “educación del deseo”?
Encuentro muy pocos motivos para animar a mi alumnado a que ame la literatura como un
conjunto de textos independientes de unos usos sociales; y todavía menos motivos para
que incorpore las normas de ortografía como un conjunto de convenciones bueno en sí
mismo, independiente de unos intereses. Así pues, la educación del deseo en ningún caso
debería ser la domesticación del deseo; o sea, la canalización unilateral, por parte del
profesor, de los intereses del alumnado hacia unos productos intelectuales con una
brillantez a prueba de bomba, independiente de las circunstancias.

Entiendo que la educación del deseo debería implicar dos líneas de trabajo
complementarias:

Primero, una toma de conciencia crítica sobre el hecho de que todo sistema educativo
educa de alguna forma en el deseo, pero disciplinándolo a través de un proceso de
abstracción que desvitaliza el conocimiento, y el deseo que podamos tener por él.
Segundo, la toma de conciencia anterior es también la que nos hace caer en la cuenta
de que podemos establecer otro tipo de relación con el conocimiento, que podemos
establecer nuevas relaciones, menos desvitalizadas con el conocimiento en el seno de la
Escuela.
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A perfilar estas dos líneas, una inquisitiva y otra más propositiva, dedicaremos los dos
siguientes apartados.

¿Cómo deseamos?

Para algunas lecturas reduccionistas de El Banquete de Platón, el deseo es el impulso


que nos lleva desde una situación de carencia a otra de plenitud (Cía, 2002). Ello implica
que el ser humano detecta unas necesidades que se dan por evidentes y pone los
correspondientes medios para su satisfacción. Así, a cada carencia correspondería una
satisfacción posible: aquella que colmara el vacío detectado. Y el deseo es un impulso
accesorio, subordinado a una acción teleológicamente sujeta a la lógica medios-fines. El
sentimiento, como indicador anímico de tal movimiento se vería relegado al papel de mero
subproducto de la experiencia, el instrumento que llena un vacío, sin valor cognitivo alguno
(Cuesta, 2002).

Ni que decir tiene que este esquema de pensamiento se corresponde con lo que la
Escuela de Francfort llamó (por ejemplo, Horkheimer, 2002) racionalidad instrumental.
Implica, por lo pronto, una visión estática e idealizada del ser humano como
universalmente abstracto, dotado de necesidades fácilmente programables. Si el deseo
tiene como único papel llenar un vacío, y la forma de llenarlo es universal, dada de una vez
por todas, la realidad se constituye en un círculo infernal de reproducción de lo dado, de lo
que en cada momento existe. Surgen básicamente las mismas necesidades siempre, y se
trata de trabajar para que se cubran de la misma forma en todos los sujetos. Sólo queda
esperar a que los indicadores numéricos correspondientes nos señalen que hemos llegado
al punto óptimo, a la “excelencia”.

Sin embargo, las necesidades humanas no tienen techo, se pueden satisfacer de


distintas formas, y todas ellas, incluyendo el mismo concepto de necesidad, están
construidas socialmente. El mecanicismo de la anterior perspectiva deberá ser ahora
sustituido por un enfoque más inestable desde el punto de vista conceptual, pero que
refleje varias cosas: que la realidad es una construcción social, que el entramado de
conceptos que intenta explicarla no es en ningún modo independiente de los sujetos y sus
deseos, que los sujetos pueden intervenir sobre lo social para generar procesos de
emancipación, que la naturaleza de esta intervención no nos viene dada como algo
evidente y puede tener varias direcciones… Por todo ello, el deseo debe ir ligado al impulso
hacia la utopía (Cuesta, 2002), entendida éste como la permanente insatisfacción ante lo
que hay, como la capacidad para contemplar las cosas en función de sus potencialidades,
no en función de su quietud.

Así pues, un paso importante en nuestra toma de conciencia crítica de la situación,


será la adopción de una perspectiva filosófica que nos aporte una mirada alternativa sobre
el papel del deseo en la educación. Más que la idea, aparentemente innata, que
encontramos en nuestra cabeza y que nos impulsa a hacerla realidad, la experiencia
inmediata del ser humano es la visceralidad del asombro, el pasmo del ser que impulsa a la
búsqueda del sentido. Así pues, no existe una supuesta certeza previa a la existencia,
fundamentadora de posibles deseos políticamente correctos. En palabras de Eugenio Trías,
“gracias a que esa flor evoca en el alma del enamorado la imagen o idea del ser amado se
puede reparar en la flor; y a posteriori, por qué no, fijarse en ella, contemplarla, analizarla
incluso diseccionarla...” (1979: 36).
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Llamaremos educación desvitalizada a aquella que se presenta como independiente


del deseo, cosa imposible, porque ya hemos visto que no existe conocimiento ni relación
independiente de nuestro interés. En otras palabras, el deseo se debe concebir como
constitutivo del conocimiento, y no estableciendo una relación instrumental, de mero cauce
o vehículo, respecto a él (Sánchez Estop, 1988). El papel de la educación será tratar de
sacudir esa cultura que se amontona “en las espaldas de la humanidad” (recordemos que
todo documento de cultura lo es también de barbarie) para poder asirlo con los manos
(Benjamin, 1987: 102). En cierto modo, la educación es un ir y venir entre el saber
objetivado y los deseos e intereses (emancipatorios, de dominio, etc…) que lo han hecho
posible.

Esta perspectiva filosófica se corresponderá con una visión del aprendizaje y con una
metodología determinadas. La actual Ley Orgánica de la Calidad en la Educación, y el
discurso del PP, así como el de gran parte del profesorado y familias, presenta ante
nuestros ojos una serie de referentes como el esfuerzo personal o la memoria, como algo
valioso en sí mismo, desligado del mundo de intereses sociales e individuales en el que
vive el alumnado. De la misma forma, para gran parte de la psicopedagogía actual la
adquisición del pensamiento formal parece la base de la totalidad de los aprendizajes. Y sin
embargo, la memoria no existe sin una voluntad de recuerdo o de olvido por parte del
sujeto; y sin un ímpetu indagatorio que nos lleva, por medio del recuerdo, a organizar las
cosas de una forma u otra. Y el esfuerzo se pide al alumnado como un valor
incondicionado, es el mismo al que la gente adulta recurrimos siempre recurre de forma
condicionada, en función de nuestros valores y nuestras elecciones.

El pensamiento formal concebido por Piaget, y que algunos presentan como la etapa
final de toda evolución psicológica, es en realidad una cuestión compleja desde varios
puntos de vista (Corral, 1998). El adjetivo formal no es más que una simplificación de un
conjunto heterogéneo de fenómenos que se agrupan, por ejemplo, para generar hipótesis,
para imaginar posibilidades a partir de una realidad inmediata. Si se llama formal no es
porque se consiga un producto, un texto o un pensamiento específico que llamamos formal,
caracterizado por su abstracción, sino por la relación que esa conceptualización mantiene
con el contexto; no sólo se trata de unos contenidos con los que se opera, sino también de
una forma de establecer inferencias situadas en ese heterogéneo ámbito cotidiano que
llamamos sentido común, en el que se entremezclan imágenes visuales, afectos,
impresiones sensoriales... Sentido común, que a su vez se retroalimenta y enriquece de los
procesos del pensamiento conceptual.

Igual que la masa es una manifestación más de la energía, los conceptos son no son
aprioris de cualquier pensamiento, sino instrumentos moldeados en un contexto
determinado, en el que los sujetos piensan y dialogan en un entramado de relaciones
sociales concreto. Cualquier enunciado teórico, por muy neutro que pretenda ser, vendrá
dado a través de una determinada tonalidad afectiva y volitiva (Bajtín, 1997). Es decir,
tendrá lugar a través de un acto de enunciación, con una intención y unos afectos
determinados por parte del sujeto de la comunicación. Y esto sirve tanto para el acto
cognitivo como para el ético. De hecho, el imperativo que realmente me vincula a una
obligación no es su contenido, sino el momento de la firma. No el contenido de la firma,
sino el acto responsable de firmar.
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Lo que desde la educación debemos impulsar en estos procesos es un determinado
nivel de reflexividad, entendida ésta como las posibilidades que tiene un discurso de dar
cuenta de las condiciones de su uso, y por consiguiente, intervenir sobre ellas.

¿Cómo desear?

Plantearse la educación del deseo presupone varias cosas. Una de ellas, que el
fetichismo de la mercancía formulado por Karl Marx se ha interiorizado en los sujetos
(Zamora, 2001), de manera que ya no es suficiente seguir luchando contra la desigualdad
desde criterios de redistribución de los bienes materiales, sino que también es preciso
combatir la alienación de las subjetividades. Reconstruir y cuestionar todos esos
mecanismos de manipulación de las conciencias que encontramos en los medios de
comunicación actualmente. Dando a la expresión “medios de comunicación” el sentido más
amplio posible, y no solamente restringido a los medios de masas.

La Escuela compartimenta las distintas dimensiones de la existencia humana,


produciendo unas escisiones que se nos presentan oficialmente como meramente
organizativas: ahora es el momento de participar, ahora el de escuchar; ahora el del ocio,
ahora el del trabajo… Y así sucesivamente. Quizá una de las más importantes de estas
escisiones es la que escinde al individuo de la colectividad, o mejor dicho, del entramado
social en el que nos movemos y participamos. El deseo, igual que el conocimiento, no es
una planta que individualmente regamos en nuestra cabeza o en nuestro corazón, sino algo
que construimos en interacción con los demás. Muchas veces, la naturaleza de esta
interacción consiste en la reproducción en forma de deseo de los intereses sociales
hegemónicos. Otras veces, convengamos que existe un margen para construir una
subjetividad emancipadora. Y es allí donde tiene sentido una “educación del deseo”. Así
pues, nuestra subjetividad es una construcción social, y al mismo tiempo podemos
participar en esa construcción con un margen de cambio.

La educación del deseo debe aspirar al reencuentro dialéctico de todo aquello que ha
sido escindido por la razón instrumental del capitalismo. Ello supone un doble movimiento,
uno negativo que consiste en reconstruir el proceso histórico y social que ha favorecido la
alienación. El instrumento adoptado en cada momento puede variar, y llamarse anamnesis
o recuerdo (Theodor W. Adorno), genealogía (Foucault), deconstrucción (Derrida)… Aunque
introducir en el mismo saco todas estas perspectivas resulta confuso, conviene ser ecléctico
(dentro de la coherencia con nuestros fines) a la hora de elegir el método. En el caso de la
educación, se van dando pasos en este sentido, pero quizá demasiado aislados respecto al
segundo movimiento que proponemos.

El movimiento positivo se dirigirá, en consecuencia, a confrontar, relacionar crítica y


dialécticamente los ámbitos escindidos de conocimiento y deseo. Del mero conocimiento no
se deduce la praxis emancipadora, ya que no garantiza en sí mismo ni el impulso hacia la
implicación en la vida cívica. Una tarea importante será, pues, facilitar a los sujetos un
instrumental básico para cuestionar la alienación de las conciencias, que es la consecuencia
del lugar pasivo que los medios de comunicación otorgan a la ciudadanía. Al actuar como
auténticas “industrias del consenso”, convierten a los ciudadanos y ciudadanas en
“audiencias”, y reformulan lo que éstas deben desear. De esta forma, en nuestras
sociedades postindustriales y “democráticas”, ya no son necesarios los medios de coacción
física, al adquirir los flujos de la comunicación ese papel de coacción de las mentes y los
gustos.
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El escenario de esta lucha no será meramente individual, sino intersubjetivo, porque


es en la sociedad donde se crean estructuras cuyo margen de actuación rebasa a los
individuos pretendidamente aislados. En este sentido, la Educación en Valores que se suele
impulsar desde la Escuela acota unos valores, unos ámbitos de actuación, en los que se va
a permitir al individuo ser crítico, y otros en los que no. Así, la Educación para la Paz será
antes un contenido curricular o una actividad extraescolar o complementaria, que una
dimensión educativa que cuestione la organización de los tiempos y los espacios, y todavía
mucho menos una actitud que apunte a provocar cambios en el exterior del centro, en el
campo social o en el ámbito de la vida cotidiana de las personas.

Si la educación del deseo es un proceso intersubjetivo de desalienación de las


conciencias, no puede consistir en que el profesorado, unidireccionalmente, le convence al
alumnado de qué cosas es bueno desear. Antes bien, el profesorado, dotado de un
determinado saber sobre la enseñanza y favoreciendo las condiciones para un tipo de
aprendizaje, se implica con el alumnado y con el resto de la comunidad educativa en un
proceso de indagación sobre cuestiones socialmente significativas. Evidentemente, el papel
educativo y “profesional” de cada uno de ellos es diferente en esa búsqueda, pero todos,
alumnado, trabajadores de la enseñanza y padres/madres, tienen la experiencia cotidiana
de ser parte de la ciudadanía. Experiencia que, antes que ser benévola y gratificante, con
frecuenta resulta opresora o generadora de desigualdad.

Por ello es esa vida en una sociedad de las personas que se encuentran en el centro
educativo el a priori fundamental con el que contamos, tanto para cambiar las cosas como
para perpetuar las relaciones de dominación. Y es en ese a priori en el que se inserta el
conocimiento, que debe ser entendido como una referencia indiscutible y completamente
autónoma, sino un instrumento de cambio (o reproducción) ligado a un contexto.
Presentarlo al alumnado como una elaboración indiscutible, trabada por otros
profesionales, es romper las ligaduras que lo vinculan al mundo de sus intereses. Estos
intereses del alumnado, no deben ligarse, como tantas veces se ha dicho, al mundo de lo
agradable, o gratificante. Antes bien, el alumnado encuentra un conocimiento que tiene, o
no tiene, un sentido para él. Y en el mundo adulto, pocas personas son tan imbéciles como
para manejar un conocimiento que no tiene un sentido, aunque sea subjetivamente
adjudicado.

Si queremos que el conocimiento sea utilizado en beneficio de una praxis social


emancipadora, recordando las palabras de Benjamin, hemos de descargarlo de las
espaldas de la humanidad para asirlo con las manos, y de establecer con él una relación de
deseo, con la conciencia de que todo deseo es un deseo al mismo tiempo social e
intersubjetivo, exponente de procesos que superan al individuo, pero en los que el
individuo participa como agente. En esta certeza, que podría parecer excesivamente
general en su formulación, se fundamentan una serie de opciones, de perspectivas y de
métodos que han recibido distintos nombres (metodología activa, aprendizaje por
descubrimiento, etc…) que en el momento actual están entrando en una fase de franco
descrédito en el ámbito de la opinión pública.

En el momento de redactar este documento, una noticia interesante noticia salta a las
páginas de sociedad de El País (Martí, 2003): “Francia basa su reforma educativa en acabar
con el legado de Mayo del 68. El ministro Luc Ferry anuncia la vuelta a los valores de la
tradición, el mérito y el trabajo”. Para el ministro francés, el legado del 68 ha favorecido la
“crisis provocada por valorar la innovación en detrimento de la tradición, la autenticidad a
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despecho del mérito, la diversión contra el trabajo y la libertad ilimitada en lugar de la
libertad regulada por la ley. De una entrevista concedida a Le Monde se nos entresacan
algunas jugosas declaraciones, como por ejemplo: “Colocar al alumno en el centro del
sistema es demagógico”.

Al lado de posturas como ésta, cada vez más frecuentes últimamente y que dan a
entender que, paradójicamente, hubo una especie de “marea renovadora” en la educación
que arrambló con todo a lo largo de los últimos decenios, la izquierda se divide entre
militantes “duros”, partidarios de la acción política y sindical, siempre que no traspase los
límites del aula, ya que lo que tiene que hacer el alumnado es limitarse a estudiar, y
partidarios de la renovación pedagógica, que se pierden en pedagogismos y/o no acaban
–no acabamos- de vertebrar adecuadamente la praxis educativa y la sociopolítica. Pero la
improvisación, el espontaneísmo, las diversas ingenuidades en las que hayamos podido
incurrir los partidarios de la renovación pedagógica o de una didáctica crítica, en ninguna
forma justifican que se vuelvan a proponer como panacea referentes que en realidad tienen
un valor instrumental como el trabajo o el mérito.

Llevar a la práctica la antigua consigna, “enseñarle al deseo a desear, a desear mejor,


a desear más, y, sobre todo, a desear de un modo diferente” (citado en Cuesta, 1999: 72),
no es una apuesta por la diversión, un intento de captar la atención del alumnado por
medio del juego caprichoso y banal; es un intento de que todos y todas, el profesorado
también, nos enfrentemos al trazado de deseos e intenciones, algunas ocultas, algunas de
dominación, en el que navegan nuestras conciencias en su pugna contra la alienación. La
Cultura, la Ciencia, la Opinión Pública, la Constitución… toda una remesa de instituciones y
referencias, siempre escritas con mayúscula, y que se nos hacen presentes con su en
apariencia indiscutible poder, son susceptibles de cobijar las semillas de ese idealismo al
servicio del poder que es el Pensamiento Único.

REFERENCIAS.

Bajtin, Mijail M. (1997): Hacia una filosofía del acto ético. De los borradores y otros escritos,
Anthropos/Universidad de Puerto Rico, Rubi/San Juan.
Benjamin, Walter (1987): Discursos interrumpidos, I. Filosofía del arte y de la historia, Taurus,
Madrid.
Cía Lamana, Domingo (2002): “Lectura dionisíaca del diálogo del Banquete”, disponible en la
red: http://www.artnovela.com.ar/Nuke/html/modules.php?name=Content&pa=showpage&pid=42.
Corral Iñigo, Antonio (1998): De la lógica del adolescente a la lógica del adulto, Trotta, Madrid.
Cuesta, Raimundo (1999): “La educación histórica del deseo. La didáctica de la crítica y el
futuro del viaje a Fedicaria”, en Conciencia Social, nº 3, pp. 70-97.
Cuesta, Raimundo (2002): “La otra historia soñada y la educación del deseo”, en Agustín
Escolano y José María Hernández (Coords.), La memoria y el deseo. Cultura de la escuela y la
educación deseada, pp. 403-430
Horkheimer, Max (2002): Crítica de la razón instrumental, Trotta, Madrid.
Martí, Octavi (2003): “Francia basa su reforma educativa en acabar con el legado de Mayo de
68”, El País, Edición Nacional, Viernes 18 de Abril, p. 23.
Sánchez Estop, Juan D. (1988): “Deseo”, en Román Reyes, Terminología Científico-social.
Aproximación crítica, Anthropos, Rubi, pp. 271-274.
Trías, Eugenio (1979): Tratado de la pasión, Taurus, Madrid.
Zamora, José Antonio (2001): La cultura como industria de consumo. Su crítica en la Escuela
De Fráncfort, Cristianisme i Justicia, Barcelona. Disponible en la red: http:
//web.forodigital.es/usuarios/foro.i.ellacuria/JAZam-Texto14.htm

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