Educación para El Deseo
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Educación para El Deseo
DIDÁCTICA CRÍTICA.
Curso 2003-04.
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POSTULADOS PARA UNA DIDÁCTICA CRÍTICA: LA EDUCACIÓN DEL DESEO.
Todo conocimiento está siempre impregnado de deseo, por mucho que lo disimule. Si
no hubiera habido otras personas antes interesadas por elaborarlo, no estaría allí, no lo
encontrarían nuestros alumnos cuando llegan al aula, o al mundo. Es verdad que estas
personas que lo elaboraban, hasta ahora solían ser hombres, occidentales, pertenecientes
a los estratos sociales con más capital cultural… y que estas circunstancias también han
impregnado el conocimiento.
¿Por qué disimula el conocimiento el deseo que tiene tras de sí? Todas las
comunidades científicas del mundo se mueven por un interés. Ese interés puede ser muy
diverso: encontrar la vacuna para una enfermedad, comercializarla, ocupar un puesto
ventajoso en una universidad, recibir una subvención, gasear judíos más rápidamente… El
interés puede ser emancipatorio, altruista, buscar la mejora de un colectivo humano… pero
nunca encontramos algo que podamos llamar “gratuidad”. Nadie estudia Física por amor a
la Física, o profundiza en la Lingüística con la finalidad de desarrollar una ciencia que se
llama Lingüística, o por “hacerse más culto”. Aunque así se lo parezca.
Al igual que las mercancías ocultan tras su aspecto apetecible las relaciones de
producción de las que son el resultado, las producciones textuales de una comunidad
científica disimulan, esconden el lugar social en el que han sido producidas. Se consagran y
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legitiman socialmente, y presentan al alumnado como producto de la divulgación que
irradia el saber consagrado. Se presentan como una realidad evidente en sí misma, y se le
anima a que la adquiera, bien memorísticamente, bien reproduciendo “en laboratorio” las
condiciones académicas (casi nunca vitales) en las que se supone se construyó.
Como se presenta al alumnado como una realidad trabada en sí misma, pocas veces
la Escuela se plantea qué relaciones pueda establecer el alumnado con el conocimiento.
Sólo cabe un sentimiento, una emoción, la que lleva a adquirir el conocimiento consagrado.
Cuando ese movimiento no se produce, y como si fuera extraño que ello esta circunstancia,
estamos ante un problema de motivación, con lo cual recae en la responsabilidad individual
del alumno una cuestión que en realidad es estructural. El mismo desinterés que
falsamente se presupone a las comunidades científicas, se acaba suponiendo en el entorno
del aula.
Cuando decimos como algo negativo que una persona es muy “interesada”, en
realidad estamos diciendo que busca egoístamente su propio beneficio individual; cuando
decimos que alguien obra “desinteresadamente”, presuponemos un altruismo y
generosidad según los cuales lo angelical de las motivaciones descarta la búsqueda de
cualquier otro fin. Una comunidad científica según la época o condiciones sociales en las
que existe, suele recurrir a una ideología u otra para matizar este desinterés. La ideología
de la profesionalidad es recurrente a este respecto: se normalizan los mecanismos de
cualificación en un saber para garantizar un servicio abnegado a la sociedad, a cambio del
cual no se recibe un sueldo, como los trabajadores, sino un “honorario”, cantidad
económica con mayor carga simbólica y mucho más glamour.
En la línea de lo dicho hasta ahora, cualquier visión del deseo que nos lo presente
como una realidad meramente individual, que mueve interior e intransferiblemente a las
personas hacia unos fines, resultará reduccionista para nosotros. Antes bien, habrá que
considerarla en relación dialéctica con unas condiciones sociales que producen una forma
de subjetividad; y serán los sujetos, individuales y colectivos, los que tendrán un margen
de acción respecto a esas condiciones sociales.
Hasta aquí hemos hablado del deseo. ¿Qué debería ser la “educación del deseo”?
Encuentro muy pocos motivos para animar a mi alumnado a que ame la literatura como un
conjunto de textos independientes de unos usos sociales; y todavía menos motivos para
que incorpore las normas de ortografía como un conjunto de convenciones bueno en sí
mismo, independiente de unos intereses. Así pues, la educación del deseo en ningún caso
debería ser la domesticación del deseo; o sea, la canalización unilateral, por parte del
profesor, de los intereses del alumnado hacia unos productos intelectuales con una
brillantez a prueba de bomba, independiente de las circunstancias.
Entiendo que la educación del deseo debería implicar dos líneas de trabajo
complementarias:
Primero, una toma de conciencia crítica sobre el hecho de que todo sistema educativo
educa de alguna forma en el deseo, pero disciplinándolo a través de un proceso de
abstracción que desvitaliza el conocimiento, y el deseo que podamos tener por él.
Segundo, la toma de conciencia anterior es también la que nos hace caer en la cuenta
de que podemos establecer otro tipo de relación con el conocimiento, que podemos
establecer nuevas relaciones, menos desvitalizadas con el conocimiento en el seno de la
Escuela.
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A perfilar estas dos líneas, una inquisitiva y otra más propositiva, dedicaremos los dos
siguientes apartados.
¿Cómo deseamos?
Ni que decir tiene que este esquema de pensamiento se corresponde con lo que la
Escuela de Francfort llamó (por ejemplo, Horkheimer, 2002) racionalidad instrumental.
Implica, por lo pronto, una visión estática e idealizada del ser humano como
universalmente abstracto, dotado de necesidades fácilmente programables. Si el deseo
tiene como único papel llenar un vacío, y la forma de llenarlo es universal, dada de una vez
por todas, la realidad se constituye en un círculo infernal de reproducción de lo dado, de lo
que en cada momento existe. Surgen básicamente las mismas necesidades siempre, y se
trata de trabajar para que se cubran de la misma forma en todos los sujetos. Sólo queda
esperar a que los indicadores numéricos correspondientes nos señalen que hemos llegado
al punto óptimo, a la “excelencia”.
Esta perspectiva filosófica se corresponderá con una visión del aprendizaje y con una
metodología determinadas. La actual Ley Orgánica de la Calidad en la Educación, y el
discurso del PP, así como el de gran parte del profesorado y familias, presenta ante
nuestros ojos una serie de referentes como el esfuerzo personal o la memoria, como algo
valioso en sí mismo, desligado del mundo de intereses sociales e individuales en el que
vive el alumnado. De la misma forma, para gran parte de la psicopedagogía actual la
adquisición del pensamiento formal parece la base de la totalidad de los aprendizajes. Y sin
embargo, la memoria no existe sin una voluntad de recuerdo o de olvido por parte del
sujeto; y sin un ímpetu indagatorio que nos lleva, por medio del recuerdo, a organizar las
cosas de una forma u otra. Y el esfuerzo se pide al alumnado como un valor
incondicionado, es el mismo al que la gente adulta recurrimos siempre recurre de forma
condicionada, en función de nuestros valores y nuestras elecciones.
El pensamiento formal concebido por Piaget, y que algunos presentan como la etapa
final de toda evolución psicológica, es en realidad una cuestión compleja desde varios
puntos de vista (Corral, 1998). El adjetivo formal no es más que una simplificación de un
conjunto heterogéneo de fenómenos que se agrupan, por ejemplo, para generar hipótesis,
para imaginar posibilidades a partir de una realidad inmediata. Si se llama formal no es
porque se consiga un producto, un texto o un pensamiento específico que llamamos formal,
caracterizado por su abstracción, sino por la relación que esa conceptualización mantiene
con el contexto; no sólo se trata de unos contenidos con los que se opera, sino también de
una forma de establecer inferencias situadas en ese heterogéneo ámbito cotidiano que
llamamos sentido común, en el que se entremezclan imágenes visuales, afectos,
impresiones sensoriales... Sentido común, que a su vez se retroalimenta y enriquece de los
procesos del pensamiento conceptual.
Igual que la masa es una manifestación más de la energía, los conceptos son no son
aprioris de cualquier pensamiento, sino instrumentos moldeados en un contexto
determinado, en el que los sujetos piensan y dialogan en un entramado de relaciones
sociales concreto. Cualquier enunciado teórico, por muy neutro que pretenda ser, vendrá
dado a través de una determinada tonalidad afectiva y volitiva (Bajtín, 1997). Es decir,
tendrá lugar a través de un acto de enunciación, con una intención y unos afectos
determinados por parte del sujeto de la comunicación. Y esto sirve tanto para el acto
cognitivo como para el ético. De hecho, el imperativo que realmente me vincula a una
obligación no es su contenido, sino el momento de la firma. No el contenido de la firma,
sino el acto responsable de firmar.
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Lo que desde la educación debemos impulsar en estos procesos es un determinado
nivel de reflexividad, entendida ésta como las posibilidades que tiene un discurso de dar
cuenta de las condiciones de su uso, y por consiguiente, intervenir sobre ellas.
¿Cómo desear?
Plantearse la educación del deseo presupone varias cosas. Una de ellas, que el
fetichismo de la mercancía formulado por Karl Marx se ha interiorizado en los sujetos
(Zamora, 2001), de manera que ya no es suficiente seguir luchando contra la desigualdad
desde criterios de redistribución de los bienes materiales, sino que también es preciso
combatir la alienación de las subjetividades. Reconstruir y cuestionar todos esos
mecanismos de manipulación de las conciencias que encontramos en los medios de
comunicación actualmente. Dando a la expresión “medios de comunicación” el sentido más
amplio posible, y no solamente restringido a los medios de masas.
La educación del deseo debe aspirar al reencuentro dialéctico de todo aquello que ha
sido escindido por la razón instrumental del capitalismo. Ello supone un doble movimiento,
uno negativo que consiste en reconstruir el proceso histórico y social que ha favorecido la
alienación. El instrumento adoptado en cada momento puede variar, y llamarse anamnesis
o recuerdo (Theodor W. Adorno), genealogía (Foucault), deconstrucción (Derrida)… Aunque
introducir en el mismo saco todas estas perspectivas resulta confuso, conviene ser ecléctico
(dentro de la coherencia con nuestros fines) a la hora de elegir el método. En el caso de la
educación, se van dando pasos en este sentido, pero quizá demasiado aislados respecto al
segundo movimiento que proponemos.
Por ello es esa vida en una sociedad de las personas que se encuentran en el centro
educativo el a priori fundamental con el que contamos, tanto para cambiar las cosas como
para perpetuar las relaciones de dominación. Y es en ese a priori en el que se inserta el
conocimiento, que debe ser entendido como una referencia indiscutible y completamente
autónoma, sino un instrumento de cambio (o reproducción) ligado a un contexto.
Presentarlo al alumnado como una elaboración indiscutible, trabada por otros
profesionales, es romper las ligaduras que lo vinculan al mundo de sus intereses. Estos
intereses del alumnado, no deben ligarse, como tantas veces se ha dicho, al mundo de lo
agradable, o gratificante. Antes bien, el alumnado encuentra un conocimiento que tiene, o
no tiene, un sentido para él. Y en el mundo adulto, pocas personas son tan imbéciles como
para manejar un conocimiento que no tiene un sentido, aunque sea subjetivamente
adjudicado.
En el momento de redactar este documento, una noticia interesante noticia salta a las
páginas de sociedad de El País (Martí, 2003): “Francia basa su reforma educativa en acabar
con el legado de Mayo del 68. El ministro Luc Ferry anuncia la vuelta a los valores de la
tradición, el mérito y el trabajo”. Para el ministro francés, el legado del 68 ha favorecido la
“crisis provocada por valorar la innovación en detrimento de la tradición, la autenticidad a
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despecho del mérito, la diversión contra el trabajo y la libertad ilimitada en lugar de la
libertad regulada por la ley. De una entrevista concedida a Le Monde se nos entresacan
algunas jugosas declaraciones, como por ejemplo: “Colocar al alumno en el centro del
sistema es demagógico”.
Al lado de posturas como ésta, cada vez más frecuentes últimamente y que dan a
entender que, paradójicamente, hubo una especie de “marea renovadora” en la educación
que arrambló con todo a lo largo de los últimos decenios, la izquierda se divide entre
militantes “duros”, partidarios de la acción política y sindical, siempre que no traspase los
límites del aula, ya que lo que tiene que hacer el alumnado es limitarse a estudiar, y
partidarios de la renovación pedagógica, que se pierden en pedagogismos y/o no acaban
–no acabamos- de vertebrar adecuadamente la praxis educativa y la sociopolítica. Pero la
improvisación, el espontaneísmo, las diversas ingenuidades en las que hayamos podido
incurrir los partidarios de la renovación pedagógica o de una didáctica crítica, en ninguna
forma justifican que se vuelvan a proponer como panacea referentes que en realidad tienen
un valor instrumental como el trabajo o el mérito.
REFERENCIAS.
Bajtin, Mijail M. (1997): Hacia una filosofía del acto ético. De los borradores y otros escritos,
Anthropos/Universidad de Puerto Rico, Rubi/San Juan.
Benjamin, Walter (1987): Discursos interrumpidos, I. Filosofía del arte y de la historia, Taurus,
Madrid.
Cía Lamana, Domingo (2002): “Lectura dionisíaca del diálogo del Banquete”, disponible en la
red: http://www.artnovela.com.ar/Nuke/html/modules.php?name=Content&pa=showpage&pid=42.
Corral Iñigo, Antonio (1998): De la lógica del adolescente a la lógica del adulto, Trotta, Madrid.
Cuesta, Raimundo (1999): “La educación histórica del deseo. La didáctica de la crítica y el
futuro del viaje a Fedicaria”, en Conciencia Social, nº 3, pp. 70-97.
Cuesta, Raimundo (2002): “La otra historia soñada y la educación del deseo”, en Agustín
Escolano y José María Hernández (Coords.), La memoria y el deseo. Cultura de la escuela y la
educación deseada, pp. 403-430
Horkheimer, Max (2002): Crítica de la razón instrumental, Trotta, Madrid.
Martí, Octavi (2003): “Francia basa su reforma educativa en acabar con el legado de Mayo de
68”, El País, Edición Nacional, Viernes 18 de Abril, p. 23.
Sánchez Estop, Juan D. (1988): “Deseo”, en Román Reyes, Terminología Científico-social.
Aproximación crítica, Anthropos, Rubi, pp. 271-274.
Trías, Eugenio (1979): Tratado de la pasión, Taurus, Madrid.
Zamora, José Antonio (2001): La cultura como industria de consumo. Su crítica en la Escuela
De Fráncfort, Cristianisme i Justicia, Barcelona. Disponible en la red: http:
//web.forodigital.es/usuarios/foro.i.ellacuria/JAZam-Texto14.htm