Relatos Cientificos - Charles Howard Hinton
Relatos Cientificos - Charles Howard Hinton
Relatos Cientificos - Charles Howard Hinton
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Charles Howard Hinton
Relatos científicos
La Biblioteca de Babel - 25
ePub r1.1
Titivillus 11.01.15
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Títulos originales: A plane World
What is the fourth Dimension?
The Persian King
Charles Howard Hinton, 1904
Traducción: Juan Antonio Molina Foix
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Prólogo
Si no me engaño, Edith Sitwell es autora de un libro titulado The English Eccentrics.
Nadie con más derecho a figurar en sus hipotéticas páginas que Charles Howard
Hinton. Otros buscan y logran no pocas veces la nombradla; Hinton casi ha logrado
la tiniebla. No es menos misterioso que su obra. Los diccionarios biográficos lo
ignoran; no hemos hallado más que unas pocas referencias fugaces en el Tertium
Organum (1920) de Ouspensky y la Geometry of Four Dimensions (1928) de Henry
Parker Manning. Wells no lo menciona, pero el primer capítulo de su admirable
pesadilla, The Time Machine (1895), invenciblemente sugiere que no sólo lo conocía
sino que lo estudió para su deleite y el nuestro. Debemos hacer notar que A New Era
of Thought (1888) incluye una aclaración de los revisores del libro en la cual se
dice: «El manuscrito que es la base de este volumen nos fue entregado por su autor
(Hinton), en vísperas de su partida de Inglaterra hacia un remoto y desconocido
destino. Nos dejó total libertad para ampliar o modificar el texto pero hemos usado
ese privilegio lo menos posible.» Esta última frase insinúa un probable suicidio o —
lo que sería más verosímil— una evasión de nuestro fugitivo amigo hacia esa cuarta
dimensión que ya había logrado entrever, según él mismo afirma, mediante una
obstinada disciplina. Hinton creía que esta disciplina no exigía facultades
sobrenaturales. Daba una dirección en Londres donde el posible interesado podía
adquirir, mediante una suma irrisoria, varios juegos de pequeños poliedros de
madera. Con estas piezas había que construir pirámides, cilindros, prismas, cubos,
etcétera, respetando ciertas rígidas y prefijadas correspondencias de aristas, planos
y colores que llevaban nombres extraños. Aprendida de memoria cada heterogénea
estructura había que ejercitarse en la imaginación de los movimientos de sus
diversas piezas. Por ejemplo, el desplazamiento del cubo rosa-oscuro hacia arriba y
hacia la izquierda desencadenaba una compleja serie de movimientos de todo el
conjunto. A fuerza de semejantes ejercicios mentales, el devoto lograría intuir
paulatinamente la cuarta dimensión.
Solemos olvidar que los elementos de la geometría que se aprenden en la escuela
primaria parten de conceptos abstractos, que en nada corresponden a la llamada
«realidad». Esos conceptos son el punto, que no ocupa espacio alguno; la línea, que
cualquiera que sea su longitud, consta de un número infinito de líneas, una adherida
a la otra y el volumen, hecho de un número infinito de planos como una baraja
infinita. A tales conceptos, Hinton —anticipado por los llamados platonistas de
Cambridge, singularmente por Henry More, del siglo XVII— agregó otro: el del
hipervolumen formado por un número infinito de volúmenes y limitado por
volúmenes, no por planos. Creyó en la realidad objetiva de hipercubos, de
hiperprismas, de hiperpirámides, de hiperconos, de hiperconos truncados, de
hiperesferas, etcétera. No consideró que de todos los conceptos geométricos, el único
real es el volumen, ya que no hay cosa en el universo que carezca de profundidad.
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Para una lupa y más aun para un microscopio, la partícula más tenue abarca las tres
dimensiones. Hinton pensó que hay universos de dos, de cuatro, de cinco, de seis
dimensiones y así infinitamente hasta agotar la serie natural de los números. El
álgebra denomina 3 al cuadrado a 3 multiplicado por 3, 3 al cubo a 3 X 3 X 3; esta
progresión nos lleva a un número infinito de exponentes y, según las hipótesis de la
geometría pluridimensional, a un número infinito de dimensiones. Como se sabe, esa
geometría existe; lo que no sabemos ni concebimos es si hay en la realidad cuerpos
que corresponden a ella.
Para ilustrar su curiosa tesis, que fue refutada, entre otros, por Gustav Spiller (The
Mind of Man, Londres, 1902) publicó varios libros, uno de relatos fantásticos del que
se ofrecen dos en estas páginas.
Para ayudar a nuestra imaginación a aceptar un mundo de cuatro dimensiones,
Hinton, en el primer relato de este libro, propone un ámbito no menos ficticio, pero
de acceso más posible: un mundo de dos. Lo hace con una probidad tan minuciosa y
tan infatigable que seguirlo suele ser arduo, pese a los escrupulosos diagramas que
complementan la exposición. Hinton no es un cuentista, es un razonador solitario
que instintivamente se ampara en un orbe especulativo que nunca lo defrauda,
porque él es su creador y su fuente. Querría, como es natural, compartirlo; en forma
abstracta ya lo había intentado en A New Era of Thought, y en The Fourth
Dimensión; en estas páginas, que pertenecen a Scientific Romances (1888), buscó la
forma narrativa. A su secreta geometría se unía en él un grave sentido moral; éste se
deja traslucir en The Persian King, el tercer relato de este libro, que al principio
parece ser un juego a la manera de Las Mil y Una Noches y, al fin, es una parábola
del universo, no sin alguna inevitable incursión a las matemáticas.
Hinton tiene un lugar asegurado en la historia de la literatura. Sus Scientific
Romances son anteriores a las sombrías imaginaciones de Wells. El mismo título de
la serie prefigura de manera inequívoca el oleaje, al parecer inagotable, de obras de
science-fiction que han invadido nuestro siglo.
¿Por qué no suponer que la obra de Hinton fue tal vez un artificio para evadir un
destino desventurado? ¿Por qué no suponer lo mismo de todos los creadores?
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Un mundo plano
Introducción
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Siempre habría estado en contacto con ella y por lo tanto no podría suponer lo que
sería verse libre de ella. No tendría elementos de juicio para comprender su efecto
sobre él. Además, solo sabría de movimientos a lo largo del plano. Consideraría
imposible cualquier movimiento en otra dirección que no fuera la de avance o
retroceso sobre el plano. Es difícil suponer que un ser esté apoyado sobre un plano
por un lado y no esté en contacto con nada por el otro, ni siquiera con la atmósfera.
Sin embargo, si suponemos un ser de auténtica materia, libre de moverse sobre el
plano, la conclusión que debemos extraer es la siguiente. Si imaginamos a la moneda
de seis peniques como a un ser, sus impresiones las debe recibir a través de su borde.
El borde representa su piel.
Y si lo suponemos rodeado de aire para respirar, este aire no debe ser capaz de
elevarse sobre el plano, al igual que las partículas de materia sólida. El ser del plano
debemos concebirlo con un aire distinto del que conocemos. Las partículas de su aire,
aunque libres de moverse entre sí, no deben poder despegarse de la superficie del
plano, pues de lo contrario podrían pasar al interior del cuerpo sin atravesar la piel.
Cualquier camino que conduzca al interior del cuerpo debería terminar en una
abertura en el borde, de otro modo taponaría completamente la salida al exterior.
Es obvio que si golpeamos la mesa hasta que tiemble, este movimiento se transmitirá
a las monedas que yacen sobre ella. En ese caso, o las monedas se moverán
conjuntamente, o sus partículas se desordenarán.
Si suponemos de nuevo que existen partículas que se adhieren libremente unas a
otras, dispuestas sobre una tersa lámina de hierro, es evidente que el temblor y el
choque del hierro, al ser golpeado, surtirá efecto sobre las partículas, causando un
probable desmenuzamiento de las finas masas que forman al agruparse. De esta
forma, si el material que compone la lámina es más denso y rígido en comparación
con las sustancias que yacen sobre él, éstas pueden experimentar muchos cambios,
desmenuzamientos y recomposiciones, mientras la materia que las sustenta sólo se
mueve y vibra. Es evidente que, al verse afectadas por la vibración y la sacudida de la
lámina de metal sobre la que suponemos que están, las partículas podrían a su vez
influir en aquéllas, provocándole vibraciones y sacudidas. Estas sacudidas y
vibraciones se propagarían a partir de una partícula que las excitara en todas
direcciones a lo largo de la lámina. No se transmitirían al aire, más que
secundariamente y en muy pequeña medida. La sacudida se transmitiría a la lámina.
Y el efecto sobre las partículas vecinas sería grande, algo menor sobre las alejadas, y
casi imperceptible sobre las más distantes.
El siguiente esquema es un buen ejemplo para obtener una idea precisa de lo que
sería la existencia en un plano; nos permite verificar las condiciones capaces de
sentar las bases para posteriores conceptos.
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Que el lector coja una hoja de papel y la coloque frente a él de canto, de manera que
su ojo la vea como una simple línea. En esa disposición, esta línea debe descender
desde sus cejas a su boca, como muestra el diagrama I. Ahora, sobre un lado del
papel trazad, a partir del observador, una línea recta que lo atraviese. Imaginad que
por debajo de esa línea hay una delgada capa de partículas que, estrechamente unidas
entre sí, forman un sólido estrato en el que cada partícula está en contacto con el
papel. Para un ser en un mundo plano, ésta sería la tierra firme.
Supongamos que, por encima de esta línea, existe una capa de partículas que se
mueven libremente entre sí, pero no pueden despegarse de la superficie del papel.
Estas partículas forman el aire de semejante mundo. Trazad una línea vertical sobre la
superficie de la tierra. Esta línea representa a un hombre. Otra línea representará un
muro que el hombre no puede atravesar si no es pasando por encima de él.
Notaremos que los objetos sobre el papel parecen estar sujetos a la acción de la
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gravedad. Y se nos ocurrirá la pregunta: ¿por qué no resbala sobre el papel esta
delgada capa de partículas?
Ahora bien, el sentido de la gravedad no debe eliminarse, sino que debe asociarse a la
materia de la hoja de papel.
Suponed, entonces, que la hoja se hace cada vez más grande hasta cubrir todo el
mundo, cortando el globo en dos. Después, quitemos de en medio toda la tierra
excepto una delgada capa a un lado de esta enorme hoja de papel. Esta delgada capa
será la única porción de materia que queda. Y representará un mundo plano.
Supongamos que la fuerza de la gravedad permanece, pero proviene de un disco
grande y delgado. Para mantener esta delgada capa sobre el papel sería necesario que
alguna fuerza actuara lateralmente, a fin de adherir las partículas al papel.
Imaginemos que el mismo papel ejerce una fuerza semejante: tiene el espesor de
muchas partículas, mientras que la delgada capa de materia tiene solamente el espesor
de una partícula, manteniendo así en su sitio, gracias a su propia atracción, a la capa
de materia que lo cubre por un lado.
Supongamos que el papel ejerce una fuerza de atracción capaz de hacer que la
delgada capa de materia se adhiera a él. Esta fuerza de atracción no es sentida por los
seres conscientes que hay sobre el papel, ni influye en los movimientos de las
partículas de materia entre ellas mismas. Supongamos también otra fuerza de
atracción que actúe de partícula a partícula de materia sobre el plano. Afectaría a los
seres y produciría movimientos de materia.
Así pues, la concepción de un mundo plano implica necesariamente la de algo que
hay sobre él.
Un mundo plano
Donde los rayos del sol que rozan la tierra en enero desaparecen y convergen en la
oscuridad hay un mundo extraño.
Es una vasta burbuja hecha de una sustancia parecida al vidrio soplado, pero mucho
más dura y opaca.
Y así como una burbuja soplada por nosotros consta de una película dilatada, así esta
burbuja, incomparablemente vasta, consta de una película dilatada y adherente.
Sobre su superficie ha caído, con el paso del tiempo, una delgada capa de polvo
espacial, y es tan lisa esa superficie que el polvo resbala sobre ella de aquí para allá y
forma conglomerados y amontonamientos, según determinen sus propias atracciones
y movimientos.
El polvo permanece sobre la pulida superficie gracias a la atracción de la vasta
película; pero, aparte de esto, se mueve libremente en cualquier dirección.
Acá y allá se forman condensaciones donde se han reagrupado algunas de estas masas
fluctuantes, y el polvo condensado a lo largo de los siglos ha formado enormes
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discos.
Y estos discos despiden un ardiente brillo aunque no llega a nuestro universo ninguna
luz procedente de ellos.
Pues este mundo está más allá del éter; mucho más allá. Y por muy brillantes o
ardientes que sean las masas, si no existe el medio de transmitir las vibraciones de
calor, no actúa su influencia.
Así, el calor sólo puede propagarse sobre la película. De cada uno de estos discos
radiantes la inducción luminosa se propaga mediante las vibraciones de la película
que lo sostiene todo. El calor y la intensa agitación de estos discos resplandecientes
sacude y perturba a la burbuja, y la película, al igual que una pompa de jabón, tiembla
y vibra. Y es tan elástica y tan rígida que acarrea luz y calor a todas las zonas
circundantes. Sin embargo, tan vasta es la burbuja, y de tan desmesuradas
dimensiones, que la agitación de estos discos incandescentes se propaga casi en línea
recta, difundiéndose por todas partes hasta perderse en la oscuridad, de la misma
manera que las ondulaciones en el centro de un gran lago en calma se hacen
gradualmente indistinguibles.
En torno a estas céntricas esferas de fuego —porque eso son, aunque sólo transmitan
su fuego a lo largo de la película de la burbuja— pasan, en el debido orden y
sucesión, otros discos, que, fríos o calientes, carecen de esa energía luminosa y
calorífica que poseen aquéllas.
Estos discos, aunque grandes, son tan inmensurablemente pequeños en comparación
con la vasta superficie de la burbuja que lo sostiene todo, que sus movimientos
parecen situarse sobre una superficie plana.
La curvatura de la película sobre la que se encuentran estos discos es tan ligera
comparada con su magnitud, que éstos giran alrededor de sus fuegos centrales como
sobre una superficie perfectamente nivelada.
Y una de estas esferas está naturalmente preparada para ser la sede y el hogar de los
seres vivos. Pues no es ni tan ardiente como lo fuera durante largos siglos después de
que se condensara de la película de polvo de la que nacen todas las esferas, ni se ha
enfriado tanto como para hacer la vida insoportable.
Y además está llena de grietas y canales, porque en varios sitios su interior ha
formado, al enfriarse el fundido borde, extensas cavernas y galerías, no solamente en
una capa sino en varias.
Y sobre el borde y en esas galerías y cavernas viven los habitantes de los que hablo.
No se despegan de la superficie de la película, pero como toda la materia salvo una
partícula profunda está concentrada en la superficie, sus cuerpos hechos de materia
yacen, deberíamos decir, sobre esa tersa superficie.
Sin embargo, lo ignoran. Sostienen que están de pie y que caminan.
Pues esta esfera tiene una fuerza de atracción. Mediante el mismo impulso integrador
por el cual se congregan sus partículas sobre la burbuja fuera del polvo, mediante la
misma fuerza atrae hacia su centro todo lo que está cerca o por encima. Así pues,
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«arriba» es para estos habitantes un movimiento desde el centro del disco, sobre cuyo
borde viven, para alejarse de él. «Abajo» es un movimiento desde el borde hacia el
centro. La delgada capa que forma la masa del disco constituye una materia sólida.
No pueden escapar, ni aun en pensamientos, de la superficie de la burbuja, y
contemplan desde el espacio su modo de vida. Siempre pasan alternativamente sobre
una línea, sobre un borde; y no pueden caminar de dos en dos sino en fila india. Si
observamos el tosco dibujo, comprobaremos que los dos seres representados por
sendos triángulos no pueden adelantarse mutuamente, dado que son incapaces de
elevarse por sí mismos de la superficie del papel. La superficie de papel representa la
superficie de la burbuja, y, deslizando libremente por ella, aunque incapaces de
elevarse, hay unas figuras ingrávidas que son los habitantes, y esa delgada capa de
partículas que constituye su materia sólida.
Ahora bien, si no fuera por el hecho de que la esfera está horadada de aberturas y
pasadizos, el único movimiento que estos dos seres podrían efectuar sería continuar
girando sobre el borde de su mundo.
Muchas palabras de nuestro vocabulario no tendrían para ellos significado alguno.
Así, «derecha» e «izquierda» son términos desconocidos para ellos. Imaginad, en
efecto, sus caras vueltas en una dirección a lo largo del borde. Siguiendo esta
dirección avanzan, y retroceden si siguen la contraria. Si se alejan del centro, suben;
si se dirigen hacia él, bajan. Y en ningún caso pueden dar la vuelta, elevándose por sí
mismos de la superficie en donde están posados. Ni siquiera saben que tienen dos
lados; sus movimientos, sus pensamientos y sus fantasías están limitados por la
superficie sobre la que están. La llaman su espacio, su universo; y todo cuanto está
más allá, hacia el interior de la burbuja o lejos de ella, hacia el exterior, no entra
dentro de sus pensamientos, ni siquiera como fantástica hipótesis de existencia.
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Diagrama III. Una sección de la película de la burbuja que muestra un disco (BD)
sobre ella, y una criatura (AB) sobre el borde del disco. CE es una sección de la
película; BD es una sección del disco; AB es una sección de la criatura. El espesor ha
sido notablemente exagerado, así como la altura (AB) de la criatura en relación con el
diámetro (BD) del disco. La atracción experimentada por AB lo retiene contra BD; el
ser y el disco (AB y BD) deslizan libremente sobre la película CE, sin darse cuenta de
su existencia.
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muro, del cual depende enteramente su apoyo.
Así, en el diagrama Y, la casa está apoyada enteramente sobre el lado opuesto a la
puerta EF, que ahora está abierta. El techo se sostiene en el lado CD. Si se practicara
una abertura AB en la pared CD antes de cerrar la puerta EF, el techo se vendría
abajo. Para atravesar la casa, EF debe estar herméticamente cerrada antes de abrir
AB.
Las casas son siempre construidas en pasillos interiores, de modo que el borde del
disco quede libre para la circulación.
Y hay mucho que decir de los habitantes de este disco con respecto a su vida social y
política. Me parece superfluo insistir aquí en ello, pues cualquiera que usara el
método del historiador Buckle[1] y dedujera el carácter de un pueblo a partir de sus
influencias geográficas y su medio físico podría adivinar los principales rasgos de su
vida y de su historia.
Sin embargo pueden objetarse aquí una o dos observaciones. Lo primero de todo, se
caracterizan por lo que me atrevería a llamar un tipo rudimentario de polaridad.
En los moradores de nuestro mundo esta polaridad, que se manifiesta entre otras
cosas en la distinción de sexos, está atenuada y modificada.
En cada hombre hay algo de mujer, y en cualquier mujer hay alguna de las mejores
cualidades de un hombre.
Pero en el mundo del que hablamos no existe ninguna posibilidad física para
semejante fusión. En una existencia lineal no se tendría conciencia de la polaridad.
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Aparecería primero en el plano, y de una manera severa y precisa.
Es imposible no caer en la caricatura al escribir tan sucintamente sobre estos seres.
Aceptemos, pues, el argumento francamente, y mirémosles, sin escrúpulos, de la
manera más tolerante posible.
Si el lector recorta los triángulos de las esquinas en los diagramas VI y VII obtendrá
cuatro seres planos, dos hombres y dos mujeres.
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Las líneas a recortar están señaladas en negro. Recortados los dos hombres, a los que
llamaremos Homo y Vir, trazad una línea sobre un trozo de papel para representar el
borde del mundo sobre el que están, y, recordando que no pueden sobrepasarse
mutuamente, ponedlos en movimiento. Debe recordarse que las figuras no pueden
abandonar el plano en el que están. No pueden cambiar de posición. El único modo
que tienen de sobrepasarse el uno al otro es trepando por la cabeza del contrario.
Pueden ir hacia adelante y hacia atrás. Si analizamos estas figuras podremos reparar
en muchas cosas. Por supuesto, son solamente símbolos bastante toscos, pero en el
transcurso de sus vidas los hechos que revelan estas simples figuras están compuestos
y organizados en complicadas estructuras.
Es evidente que el ángulo agudo de un hombre tropieza con el borde sensible o
blando de otro hombre. Cada hombre teme siempre a los otros: no sólo existe un
temor recíproco, sino que sus bordes sensibles —que son receptivos de todas las
impresiones excepto las más borrosas— se repelen alternativamente.
Sobre el borde sensible están el rostro y todos los medios de expresión del
sentimiento. El otro borde está cubierto por una costra callosa de piel, que en el
ángulo agudo se hace más compacta y tan dura como el hierro. Girando las figuras
resultará evidente que, por supuesto, dos hombres nunca podrán encontrarse cara a
cara.
En este mundo no son posibles sentimientos tales como la amistad o el trato familiar
entre hombre y hombre. El mismo concepto es para ellos ridículo. Pues para que un
hombre pudiera volver su borde sensible hacia otro hombre, sería menester que uno
de los dos consintiera en soportar al otro sobre su cabeza. Los padres retienen de esta
forma a sus hijos varones cuando son pequeños, pero al primer síntoma de virilidad
se rebelan contra este tratamiento.
Ahora, si examinamos a dos mujeres, Mulier y Femina, veremos la misma relación
entre ellas. Están predispuestas a golpearse accidentalmente la una a la otra, y sus
lados impresionables están, por las mismas circunstancias de su ser, en
contraposición.
Si ahora colocamos juntos Homo y Mulier, se manifiesta una relación bien diferente.
No pueden golpearse mutuamente, cada uno de ellos está ideado para conversar
deliciosamente con el otro. Nada puede estar más protegido del mundo exterior que
una pareja de la misma altura más o menos; cada uno protege el borde sensible del
otro, y sus bordes acorazados y sus recursos ofensivos se enfrentan a cualquier recién
llegado en una u otra dirección. Pero si la pareja, por pura desavenencia, llega a
desajustarse y, con los pies sobre el borde, vuelven sus ángulos agudos el uno contra
el otro, están irremediablemente expuestos a los males y dardos del mundo.
Con todo, ni aun en ese caso podrían herirse mutuamente: una oportuna inmunidad.
En los anales de esta raza, que tengo frente a mí, he encontrado una curiosa historia
que, incomprensible para ellos durante siglos, tiene para nosotros una explicación
simple.
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Dice que dos seres, Vir y Mulier, los más idealmente perfectos, vivieron una vez en
un estado de felicidad perfecta, pero, a causa de ciertos abstrusos estudios de la
Mulier, ésta se transformó súbita e irremediablemente en un hombre con todos sus
atributos externos. Vir la reconoció como la verdadera Mulier. Pero ocupaba con
respecto a él la misma posición que ocuparía cualquier otro hombre. Solo podía
acercar su borde sensible al borde sensible de ella colocándose cabeza abajo. Ella se
negó a explicar cómo fue su cambio o a compartir su secreto con nadie, pero había
experimentado, dijo, un grave peligro. Mostró un extraño conocimiento de la
anatomía interna de la raza, y gran parte de los conocimientos médicos de esta gente
se deben a ella.
Pero ninguna persuasión pudo inducirla a revelar su secreto; toda la intimidad de la
vida, dijo, desaparecería si lo revelase. Se le atribuían dotes mágicas.
Esta posesión, sin embargo, no hacía feliz a ninguno de los dos, y un día ella le dijo
con miedo que si no recuperaba el aspecto externo de su sexo prefería morir.
Literalmente desapareció: aunque estaba rodeada de amigos se desvaneció del modo
más absoluto. Y si no hubiese sido porque algunos días después, perforando la sólida
roca en unos trabajos de excavación, encontraron casualmente una grieta, nunca la
habrían vuelto a ver con vida. Pues la hallaron en una cavidad en la roca viva,
hermosa y cálida: otra vez con su antigua naturaleza.
Su secreto murió con ella.
Desde nuestro punto de vista es fácil comprender lo que había sucedido. Si tomamos
la figura Mulier y la invertimos, comprobaremos fácilmente que, aunque todavía es
mujer, su configuración es la de un hombre. Virtualmente es un hombre. Se ha vuelto
incapaz de comportarse del modo natural en que suelen hacerlo hombres y mujeres en
esta tierra, y forzosamente la feliz unión entre ella y Vir se ha roto por completo. Si la
movemos a voluntad, manteniendo su figura invertida sobre el plano, nunca podrá ser
una compañera adecuada para su desgraciado Vir. Debía haber descubierto el secreto
de elevarse por sí misma de la superficie, y accidentalmente habría invertido su
posición. Posiblemente había utilizado esta nueva posición para estudiar anatomía —
pues para un observador así situado, el interior de cada cuerpo sería un libro abierto
— y al proseguir con sus estudios había perdido el equilibrio.
He mencionado esta anécdota, sin embargo, debido solamente a una curiosa
observación que se hizo entonces. Se descubrió que, en este estado alterado, estaba
completamente privada de atmósfera. Me explico: normalmente, con independencia
de lo que la Mulier dijera o hiciese, existía una especie de influencia procedente de
ella que hacía agradable su presencia a Vir. Al invertir su posición, perdió esta
cualidad. La explicación es obvia. Para esta gente la luz es la agitación de la
superficie de la burbuja; son transparentes aquellos objetos que en su recorrido no
dificultan esta agitación. Pero la mayor parte de los cuerpos y la estructura física de
sus habitantes no eran transparentes, sino que interrumpían y reflejaban estas
agitaciones de la película, emitiendo de esta forma, desde su borde exterior, aquellas
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vibraciones que excitaban la vista de sus compañeros. Junto a estas vibraciones de luz
había otras todavía más tenues que no habían sido amortiguadas o desviadas por el
borde exterior del cuerpo, sino que atravesaban la mayor parte de su estructura como
si ésta fuera transparente. Sin embargo, en el interior de sus organismos había ciertas
zonas que detenían estas vibraciones menos evidentes, y tenían la facultad (como un
rayo de luz) de apreciarlas. En relación con estas zonas había ciertas estructuras,
extremadamente minúsculas, que tenían la facultad contraria de agitar la película y
transmitir, a través de la periferia del cuerpo, estas mismas vibraciones mínimas.
Estos órganos no servían para nada pero formaban una especie de medio de
comunicación afectivo entre los habitantes, que, actuando de modo impreciso, a buen
seguro producía una sensación más bien vaga. Con la Mulier en posición invertida,
como se ha descrito, la relación de su estructura con la película de la burbuja se altera
y no es extraño que esta «atmósfera» desaparezca.
En muchos aspectos los habitantes de este mundo están mucho más avanzados que
nosotros: teniendo un problema más simple —cómo tratar la materia sobre un plano
— han alcanzado un conocimiento casi completo de sus propiedades. Con todo, por
grande que sea su conocimiento, su capacidad es más bien exigua. Si reflexionamos
sobre el particular, veremos lo limitados que están sus esfuerzos. No saben fijar el
centro de una rueda, de modo que ésta gire en torno a un eje. Considerad una rueda:
un pequeño disco apoyado sobre su mismo plano. El centro toca, por todas sus partes,
la superficie de la burbuja sobre la que todo desliza libremente. Para fijar este punto
tendrían que introducirse en la película, cosa que no pueden hacer, y menos aún
imaginar.
Si hacen una abertura en el disco, pueden llegar a su centro. Pero entonces el vástago
de materia que introducen impedirá que el disco gire.
La máxima aproximación que pueden obtener a una rueda con un centro fijo se
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muestra en el diagrama VIII: una porción de disco circular que oscila sobre la
extremidad lisa de una varilla confeccionada con la misma sustancia del disco
cortado.
Sus carros se muestran en la figura adjunta.
Son simples barras colocadas sobre rodillos: cuando la barra es empujada hacia
adelante, los rodillos giran y la barra desliza, como lo hace una barca cuando los
marineros se sirven de rodillos para sacarla a la playa. Tan pronto como los rodillos
ruedan bajo la barra, y ésta continúa avanzando, hay que asegurarlos, y después
elevarlos por encima del carro y apoyarlos delante.
Cada carro dispone, pues, de su propio juego de pequeños discos o rodillos, y, al
avanzar, estos rodillos deben ser levantados por encima del carro, de atrás hacia
adelante.
Es del todo imposible completar una acción continua. Cada rodillo debe ser colocado,
elevado y transportado uno a uno. Y para apoyarlos delante, es necesario desatar y
volver a atar la cuerda que tira del carro.
Observando el diagrama IX se verá que hay una depresión en el cuerpo del carro. En
la parte AB se sienta el conductor. En la depresión de B a C se pone la carga. Ésta no
puede, pues, deslizarse sobre las extremidades del carro. Nada existe en él que impida
su caída de los costados.
Pero el contenido, como el resto del carro, se adhiere a la lisa superficie de la burbuja,
y es sostenido por ella en el lado contrario al punto de vista del lector; además, la
fuerza de atracción ejercida por la película le impide elevarse por encima de esta
superficie.
Así, la superficie de la burbuja y su fuerza de atracción suplen a los otros dos lados
del carro.
Pero los seres desconocen estos dos lados y consideran perfectamente natural que
cargas de cualquier tipo, incluso fluidos, estén bien seguras en un carro con dos
extremidades.
El sistema para fijar la cuerda al carro es como sigue: C es el carro; R es la cuerda
que termina en un estribo de madera B; A es una pieza oblonga de madera. Cuando
queramos soltar la cuerda, debemos levantar A por su asa y entonces B deslizará
hacia atrás y saldrá del hueco en C, quedando la cuerda liberada del carro. Y de forma
similar la aseguraríamos otra vez.
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Diagrama X. Sistema de fijación de la cuerda al carro.
Una forma bastante común de transportar maquinaria con nosotros es mediante un eje
de transmisión. Una larga barra que gira, provista de ruedas en diferentes puntos de
su longitud. Pero estos habitantes no podían utilizar este sistema, porque para
impartir el movimiento rotatorio a la barra tendrían que salirse de la delgada capa
sobre la que estaban. Su sistema de transmisión del movimiento consistía en largas
barras, una sucesión de barras cortas, péndolas unidas entre sí, o ruedas que se
transmitían el movimiento unas a otras, sujetas por apropiados manguitos lisos
dispuestos en torno al borde, lo bastante lejos para estabilizarlas pero no tanto como
para impedir que se tocaran mutuamente.
Para hablar de su ciencia lo mejor es referirse brevemente a sus orígenes.
Descubrieron que estaban sobre un disco que giraba alrededor de un centro oculto, y
que recorría una trayectoria en torno a la fuente de luz y calor.
Se dieron cuenta de que una fuerza de atracción los mantenía en su trayectoria.
Pero no era una fuerza de atracción como la nuestra. Para nosotros, dado que el efecto
que cualquier partícula ejerce sobre las circundantes se propaga en nuestro espacio si
la distancia al centro de atracción se dobla, la fuerza se reduce a una cuarta parte de la
que correspondería a menor distancia. Para ellos, sin embargo, cuando la distancia se
dobla, la fuerza de atracción se reduce solamente a la mitad de lo que correspondería
a menor distancia. Pues la luz, o la atracción, o cualquier otro tipo de fuerza que
emane de una partícula, solamente se difunden a lo largo de la película y no salen al
espacio superior o inferior. Si estuvieran sobre una esfera densa en lugar de sobre una
burbuja, las leyes de atracción serían idénticas a las nuestras. Pero la burbuja sobre la
que estaban era de muy poco espesor en comparación con las líneas de transmisión de
las fuerzas radiantes. Y de esta manera, cada fuerza, manteniéndose sobre un mismo
plano, disminuye con la distancia al centro de su acción[2].
Otro gran problema que se les planteaba era la forma en que se propagaba la luz
desde el globo central. Sabían que su atmósfera se extendía muy poco por encima de
la superficie de su disco. Y además, era incapaz de transmitir vibraciones como las
lumínicas o caloríficas.
Estudiando la naturaleza de la luz llegaron a convencerse de que su transmisión sólo
era posible si existía un medio de extrema rigidez entre ellas y la gran fuente
lumínica.
Es fácil comprender que lo que consideraban un medio entre ellos y su sol era en
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realidad la superficie rígida sobre la que se hallaban. Esta película elástica vibraba en
dirección transversal al estrato que ellos llamaban materia, y arrastraba con ella
partículas de materia. Dado que para ellos la superficie sobre la que se hallaban
constituía todo el espacio, llegaron a pensar que el espacio estaría lleno de un medio
rígido. Descubrieron que las vibraciones del medio se transmitían
perpendicularmente a la dirección de propagación del rayo. Pero no imaginaron un
movimiento perpendicular a su plano; pensaron que debería estar en su mismo plano.
Era un enigma para ellos por qué deslizaba el disco a través de este medio con tan
poca fricción. Concluyeron que era muy raro. Todavía quedaron más perplejos
cuando tuvieron motivos para creer que se trataba de una sustancia opaca, pues era
inconcebible para ellos que pudiera ser cualquier otra cosa que un medio para llenar
su espacio. No consiguieron desembarazarse de él ni en el vacío, por perfecto que
éste fuera.
Fácilmente comprobamos que, produciendo un vacío, simplemente limpiaban la
superficie sobre la que estaban.
En cierto sentido hubiera sido mejor para ellos saberlo, porque, con la ley de
atracción que tenían, el movimiento alrededor de su sol no estaba destinado a durar
eternamente; sin embargo cada vez se acercaban más. Solamente con que lo hubieran
intentado, habrían conseguido apoderarse de alguna manera de la superficie sobre la
que estaban, y, utilizando, una quilla para surcarla, habrían conducido a su mundo y a
su gente en su trayectoria alrededor de su sol.
De hecho, es posible imaginarlos dueños de su propio destino en su navegación a
través de su universo: es decir, sobre la superficie de su burbuja.
Bajo otros aspectos fue una desgracia que no comprendieran cómo era en realidad la
superficie que los sostenía, porque la sensación de estar suspendidos en el espacio,
absolutamente aislados, era muy inquietante y solía provocarles una cierta carencia
de solidaridad con el resto del universo.
Hemos visto que sus leyes de la mecánica eran muy diferentes de las nuestras. Pero,
después de todo, tenían alguna experiencia sobre nuestros principios mecánicos,
aunque de un modo curioso. En todos los movimientos, cualquiera que fuese su
magnitud, los cuerpos móviles estaban confinados a la superficie del plano. Pero en
lo concerniente a las pequeñas partículas, había mayor libertad de movimiento. Las
pequeñas partículas tenían libertad de movimiento; aunque no podían alejarse más
que una corta distancia de la película sobre la que posaban, les era posible, sin
embargo, efectuar un movimiento perpendicular a aquélla. De esta manera, una larga
serie de partículas unidas podía girar como un todo manteniéndose en línea recta
como un alambre torcido, y, mediante varias filas de partículas entrelazadas, los
movimientos podían transmitirse de una forma absolutamente dispar de los
movimientos mecánicos que vimos en el caso de grandes masas.
Este movimiento de rotación alrededor de un eje apoyado en el plano era para ellos lo
que la electricidad es para nosotros: una verdadera fuerza misteriosa. Y
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extremadamente útil en sus aplicaciones. No pudiendo concebir una rotación que en
un movimiento se alejara de la superficie, no sabían explicarse los resultados de
semejantes movimientos.
Puede advertirse fácilmente la cantidad y variedad de fuerzas de que disponían. Por
un lado, el movimiento rotatorio de las pequeñas partículas sobre la superficie. Este
movimiento, del que ellas eran conscientes, aparecía en muchas ocasiones, pero no
era apropiado para la transmisión a grandes distancias, ya que cada partícula podía
ser obstaculizada en su rotación por su vecina.
A veces, sin embargo, cuando las condiciones eran favorables, muchas de estas
rotaciones eran armoniosas, y las ondas generadas en su materia se asemejaban a las
olas de nuestro océano.
Solamente había otros dos tipos de movimiento. Uno era la vibración vertical de la
película que llevaba consigo la materia; el otro era el entrelazamiento de filas de
partículas rígidamente unidas entre sí. El movimiento vertical de la película era para
ellos la luz. A las materias que no obstaculizaban este movimiento las llamaban
transparentes; a las que, estando sobre la película, impedían el movimiento o lo
repelían, las llamaban opacas.
El movimiento rotatorio en torno a un eje era para ellos lo que la electricidad para
nosotros. Y cuando este movimiento se transmitía, en una dirección u otra, a las
partículas de pequeñas masas que se movían libremente, se producían efectos muy
extraños, análogos a los movimientos de los cuerpos electrificados. Obviamente no
son posibles otros tipos de rotación o vibración; por consiguiente, en este mundo no
hay nada que se corresponda con el magnetismo. Su luz era simple y no podía
escindirse en dos tipos como ocurre con nuestra luz: dos tipos de luz polarizada.
¿No había, entonces, ningún signo que permitiera a los habitantes de este mundo
alcanzar el conocimiento de su propia limitación? Sí que lo había. Tenían ante ellos a
la vez un signo y su interpretación. Sabían que era posible la existencia de dos
triángulos exactamente iguales, los cuales, sin embargo, no podían intercambiarse
entre sí mediante ningún movimiento en el plano.
Para ellos era un enigma que dos cosas tan parecidas difirieran, sin embargo, de
alguna manera. Como ejemplo de tales triángulos podemos referirnos a los
empleados en el diagrama VI para representar al hombre y a la mujer. Aun
admitiendo que pueden ser exactamente iguales, los seres de un mundo plano no
pueden revolverse a fin de coincidir el uno con el otro.
Sin embargo, si hubieran considerado el caso de un ser inferior a ellos en la escala de
la vida en el espacio, habrían hallado la respuesta a su enigma. Supongamos un ser
obligado a estar sobre una línea:
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Pongamos que M sea el ser, que observa los tres puntos A, B y C. Se formará una
idea de ellos y de sus respectivas posiciones midiendo la distancia que debe recorrer
para pasar de uno a otro.
Supongamos que también advierte los tres puntos A’, B’ y C’, que forman una serie
análoga al otro lado de él.
Se podría objetar que el ser sobre la línea no sería capaz de concebir ningún otro
punto más allá de A; que su experiencia se limitaría a los puntos A y A’. Así ocurriría
si A y A’ fueran partículas materiales, pero podemos suponer que su posición sobre la
línea es un índice de frío y calor, o de algún otro término similar. Entonces un ser
podría concebir una serie de posiciones en su espacio tales como A, B y C, A’, B’ y
C’.
Si luego recuerda cada serie, y piensa en ellas, descubrirá que son similares en todos
los aspectos. Pero no puede hacerlas coincidir unas con otras. Pues si hace avanzar la
serie A, B, C a lo largo de la línea, cuando A B y A’ B’ se junten, C estaría justamente
donde no debiera estar. No en C’. Y si lleva C hasta C’, entonces A B se alejarían.
No podría ni hacerlos coincidir ni concebir su coincidencia.
No existiría ningún movimiento en el campo de su experiencia que pudiera hacerlos
coincidir.
Sin embargo, el morador de un mundo plano podría hacer coincidir fácilmente estas
series de puntos curvando toda la línea hasta que A se sobrepusiera a A’, B a B’, y C a
C’. No tendría ninguna dificultad en ese sentido. Y puede hacer esto en virtud de un
movimiento posible para él, pero no para el ser en la línea. Tiene una libertad de
movimiento desconocida a los seres lineales.
Y desde luego no debería razonar así: «Lo que es inconcebible para los seres lineales,
no lo es para mí. ¿No podría ocurrir, entonces, que cosas inconcebibles para mí
fueran, sin embargo, posibles? ¿Es posible que dos triángulos iguales entre sí, aunque
no coincidentes para mí, puedan llegar a coincidir?»
En el simple hecho de su incesante observación estaba en realidad la confirmación de
toda la materia, si él se hubiera limitado a contemplarla, la prueba de su limitación, la
promesa de su liberación mental, la clave para explicarse las minúsculas y misteriosas
acciones que le rodeaban, y acaso una ayuda para comprender una vida más elevada.
Apéndice
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Diagrama XI. Partículas en el espacio y en el plano en plena actividad.
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Tomemos la segunda figura. Supongamos que P es la partícula y que la influencia
generada por ella cae sobre la barra AB que está sobre el plano, e imaginemos que la
barra detiene las vibraciones al recibirlas y devolverlas, como un cuerpo hace con la
luz. Entonces la «sombra» de AB se difundirá lejos de P; y si se introdujera otra barra
EF a la distancia PE, doble de PA, debería tener el doble de longitud que AB para
poderse ajustar exactamente a la sombra; y las vibraciones que caen sobre AB caerían
exactamente sobre EF. Como la longitud de EF es el doble que la de AB, las
vibraciones que caen sobre cualquier punto de ella tendrán una intensidad mitad de la
que caería sobre una porción de materia de la misma longitud colocada sobre la barra
AB.
De este modo, en un plano la influencia o fuerza irradiada por cualquier partícula
disminuiría con la distancia. No sería «inversamente proporcional al cuadrado de la
distancia», sino «inversamente proporcional a la distancia».
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¿Qué es la cuarta dimensión?
En la actualidad nuestras acciones están condicionadas en buena medida por nuestras
teorías. Hemos abandonado el modo de vida simple y espontáneo de las antiguas
civilizaciones por otro regulado por los supuestos de la ciencia y completado con
todos los artificios del intelecto. En semejante situación es posible concebir que el
peligro surja, no ya de una carencia de conocimientos y de habilidades prácticas, sino
incluso de la misma presencia y posesión de ambos en un cierto sector cuando en los
restantes falta información. Si, por ejemplo, construyéramos casas con nuestros
actuales conocimientos de las leyes físicas y de las experiencias de la mecánica, sin
tener en cuenta las condiciones impuestas por la fisiología, probablemente —por
adaptar una aparente conveniencia— las haríamos perfectamente estancas, y las
mansiones mejor construidas estarían llenas de asfixiantes cámaras. El conocimiento
del organismo humano y de las condiciones necesarias a su salud nos preserva del
daño que sufriríamos a causa del desarrollo de nuestros poderes sobrenaturales.
Igualmente, el equilibrio mental está protegido de los peligros que acompañan a un
interés concentrado en argumentos que no tienen un contacto directo con la realidad.
Pero no por eso deberíamos abandonarlos.
El curso del conocimiento es como el flujo de un poderoso río que, atravesando las
fértiles tierras bajas, recoge en su seno la contribución de cada valle. En semejante río
es probable que desemboque un torrente de montaña, el cual, encontrando difícil su
paso entre las estériles tierras altas, se precipita por alguna escarpada pendiente en el
curso de agua más importante, exhibiendo en el momento de su confluencia el más
hermoso espectáculo de que es capaz un sistema fluvial. Y esta corriente es el
símbolo más idóneo de una línea de pensamiento matemático, que, atravesando
difíciles y recónditas regiones, sacrifica, por mor de su limpidez cristalina, la riqueza
que aportan estudios más concretos. Semejante curso puede resultar estéril si nunca
se incorpora al curso principal de las observaciones y experimentaciones. Pero, si
logra abrirse camino hasta la gran corriente del saber, en el momento de su
confluencia proporciona un espectáculo de sublime belleza intelectual, contribuyendo
así a revitalizar la corriente con un poco de impulso y de misteriosa habilidad.
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El rey de Persia
Capítulo primero
Érase una vez un rey en Persia. En una ocasión, durante una partida de caza, llegó a
la angosta entrada de un valle. Por todos los lados estaba encerrado entre vastas
colinas, que eran aparentemente los espolones de las lejanas montañas. Estos enormes
espolones se extendían por un amplio trecho de tierra. Cerca de la entrada donde el
rey se detuvo, se aproximaban mutuamente y terminaban en abruptos precipicios. Al
otro lado de la embocadura del valle se abría una profunda garganta. El rey, seguido
de sus cortesanos, avanzó al galope buscando un lugar donde la hendidura fuera
menos profunda, permitiéndole alcanzar el valle descendiendo por él y ascendiendo
por el lado opuesto.
Pero según descendía, la garganta se iba haciendo cada vez más oscura y profunda,
de precipicio en precipicio, cerrando todos los accesos al valle. Sólo un lugar ofrecía
posibilidades de paso: dos masas rocosas que asomaban de una y otra vertiente, como
los estribos de un puente natural, dando la impresión de unirse a media altura.
Cuando el rey espoleó su caballo en esa dirección, la masa rocosa tembló y se agitó, y
las piedras sueltas retumbaron de una pared a otra del abismo hasta perderse el eco de
su caída.
Antes de que su principal cortesano pudiera seguirle, uno de los grandes pilares o
estribos cedió y toda la masa se desplomó con gran estruendo. El rey quedó solo en el
valle.
—¡Oh, he aquí —gritó— que el rey de Persia se ve constreñido a este angosto lugar!
—y siguió adelante, sin preocuparse por el problema del retorno.
Pero cuando se hubo adentrado en el valle a lomos de su corcel, que podía superar las
diez leguas por hora, volvió a la entrada y no encontró indicios de vida humana en el
borde opuesto de la hendidura. Salvo unas pocas cañas inclinadas por el paso de la
columna a caballo, no quedaban huellas de la presencia de seres humanos en muchos
años.
La tarde llegó muy deprisa. Sin embargo nadie volvió. De nuevo se adentró el rey a
caballo en el valle. En su mayor parte estaba cubierto de altas hierbas, pero aquí y
allá una espesa y enmarañada masa de vegetación daba fe de la gran fertilidad del
suelo. La superficie estaba surcada por riachuelos de agua clara, que iban a perderse
finalmente en el oscuro desfiladero por encima del cual se había aventurado tan
temerariamente. Pero los escarpados riscos no ofrecían por ninguna parte la menor
esperanza de huida.
Cuando la noche llegó, el rey se tendió bajo uno de los escasos árboles no lejanos al
cañón, mientras el fiel caballo pacía tranquilamente a sus pies.
No se despertó hasta que la luna hubo salido. Entonces, súbitamente se puso en pie y,
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caminando por el borde de la hendidura, escudriñó la tierra de donde había venido.
Le parecía haber escuchado algún tipo de ruido que no era ni el susurro natural del
viento ni el correr del agua. Frente a él vio nítidamente a un anciano vestido con
harapos, apoyado sobre una roca, con un largo caramillo entre las manos por el que
emitía de vez en cuando unas pocas notas frenéticas.
—¡Ajá, villano! —gritó el rey—. Corre y dile al jefe de tu aldea que el rey le ordena
venir inmediatamente, trayendo consigo las cuerdas más largas y las lanzaderas más
robustas que tenga.
Pero el anciano no parecía prestarle atención. Entonces el rey gritó:
—Atiende, anciano, corre velozmente y dile a tu amo que el rey ha quedado aquí
encerrado y que le recompensará más allá de sus sueños si le libera rápidamente.
Entonces el anciano se levantó y acercándose al borde del cañón se detuvo frente al
rey y tocó a intervalos algunas notas con su largo caramillo. Y el rey exclamó:
—¿Puedes oírme? ¿Osas negarte a transmitir mis órdenes? Pues yo soy el rey de
Persia. ¿Quién eres tú?
Entonces el anciano respondió, dejando a un lado el caramillo.
—Yo soy aquel que aparece solamente cuando un hombre ha traspasado para siempre
el ámbito de las cosas perceptibles. Soy Demiurgo, el creador de los hombres.
Entonces el rey exclamó:
—No te mofes de mí, mas obedece mis órdenes.
El anciano respondió:
—No me mofo de ti, ¡oh, mi Señor! Tú has movido los títeres que yo he creado y
tanto los has obligado a bailar sobre la superficie de la tierra que yo te obedeceré
gustosamente. Pero no me está permitido pasar entre tú y el mundo de los hombres
que has conocido. Entonces el rey se calló.
Por fin dijo:
—Si eres realmente lo que dices, muéstrame lo que eres capaz de hacer: constrúyeme
un palacio.
El anciano alzó su caramillo con manos temblorosas y comenzó a soplar.
Era un instrumento extraño, pues no sólo producía los agudos sones del laúd y las
desgarradoras notas de la trompeta, sino que sonaba con el sepulcral estruendo de los
gigantescos tubos de órgano; y en medio de todo llegaba intermitentemente un
penetrante y sonoro chirrido como producido por algún instrumento metálico al ser
percutido. Y fue entonces cuando el rey pareció gozar de los placeres de la mente.
Pues en la mente, los tonos delicados y los matices impalpables son siempre fugaces.
Es como la armoniosa melodía de una orquesta invisible, pero atenuada por la lejanía,
que viene y va en cadencias imprevistas y te abruma con su belleza cuando todo
parece en silencio. Y he aquí que mientras suena la melodía —palpable y vasta como
el firmamento, o real como las más pequeñas cosas tangibles y materiales— afuera
permanece una existencia revelada, que debe conocerse y a la cual siempre se vuelve.
Así pues, al oír el rey esta música, intuyó que algo estaba surgiendo a sus espaldas. Y
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al volverse contempló la construcción, hilada tras hilada, de un gran edificio. En un
abrir y cerrar de ojos el palacio fue completado y acabado hasta el último relieve de
las ventanas y la tracería de los más elevados pináculos. Todo había ocurrido
mientras el anciano soplaba su caramillo, y cuando cesó todo era perfecto.
Y sin embargo la aparición era muy extraña, pues el edificio, acabado y
aparentemente habitable, surgía de un terreno yermo y bravío, salpicado de rocas y
estéril.
No había moradas para el servicio en las proximidades del palacio, ni ningún camino
que condujera hasta él.
—Debería haber casas alrededor y caminos —dijo el rey—. Hazlos, y crea campos
sembrados de maíz, y todo cuanto sea necesario a un estado.
Soplando en su caramillo metódicas cadencias completas, el anciano evocó un grupo
de casas, diseminadas a lo largo de los caminos, que se perdían en la distancia aunque
de vez en cuando eran perfectamente visibles cuando escalaban algún terreno
ascendente. Muy cerca podían distinguirse campos de grano y tierra de pasto.
Pero cuando el rey se dio la vuelta con la intención de caminar hacia el nuevo
escenario, el anciano rió.
—Todo es un sueño —exclamó—. Mucho es lo que puedo hacer, pero no a la vez—.
Y, soplando en su caramillo fragores de música, dijo:
—Podría ser, pero no todavía.
—¿Qué? —preguntó el rey—. ¿Es todo una ilusión?—. Y mientras hablaba la visión
se desvaneció. No había ni palacio, ni casas, ni campos; solamente el escarpado valle
encerrado entre precipicios por donde el rey había cabalgado, y el caballo acurrucado
a sus espaldas.
El rey exclamó entonces:
—Eres un lunático ermitaño que, solitario, llevas una vida de locura. Vete a la aldea
que tú sabes y tráeme ayuda.
Pero el anciano le respondió diciendo:
—Gran rey, estoy obligado a obedecerte y a tus pies pongo toda la fuerza creativa de
mi ser; y así, en medio de este valle, crearé para ti seres como los que antes produje.
Todo cuanto has visto es nada en comparación con lo que puedo hacer por ti. Los
abismos de los cielos estrellados no tienen límite, como tampoco lo tiene cuanto yo
puedo hacer por ti. ¿Has contemplado con detenimiento alguna vez en tu vida la
calma profunda del océano, y has extraviado tu vista en los insondables abismos?
Aun así no encontrarás límite alguno en lo que te daré. ¿Has penetrado alguna vez en
tu vida la profundidad de los ojos azules de tu amante, descubriendo en ellos un
mundo continuamente en expansión? En tal caso todo lo pongo a tus pies. Ahora que
toda la alegría del mundo te ha abandonado, tienes en mí al más devoto servidor que
jamás hayas tenido.
Y de nuevo tocó el caramillo y surgió una choza rodeada de una parcela de terreno
desmontado y próxima a un manantial.
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El rey dijo entonces:
—Aquí deseo morar, y si debo estar separado del resto del mundo, quiero llevar una
vida pacífica en este valle.
El sol estaba saliendo, los ruidos habían cesado, y el anciano había desaparecido.
Capítulo segundo
El rey se abrió paso lentamente por la parcela de terreno cultivado, golpeó la puerta
de la choza, y luego llamó a grandes voces.
Al no obtener respuesta el sonido de su voz, entró y vio un interior tosco y feo. Había
dos formas, a medias tendidas, a medias apoyadas en la pared, y a su alrededor
algunos utensilios domésticos. Pero cuando se dirigió a aquellos seres no obtuvo
respuesta, y al tocar sus brazos, cayeron al suelo impotentes y permanecieron inertes.
El rey fue presa de un terrible miedo a convertirse en uno de ellos. Se alejó de ellos y
buscó una posible salida, aunque infructuosamente. Y esa tarde buscó de nuevo al
anciano y se informó del tipo de criaturas que eran.
—Pues aunque exteriormente tienen forma de niños —dijo el rey— no hacen nada y
parecen incapaces de moverse. ¿Están dormidos por algún encantamiento?
El anciano se acercó entonces al borde de la hondonada y dijo con voz grave y
solemne:
—¡Oh rey!, todavía no conoces la naturaleza del lugar en el que te encuentras. Pues
estos niños son idénticos en forma y en sustancia a los que tú has conocido. He
trabajado con ellos hasta donde he podido. Pero en este valle rige una ley que los
obliga al letargo y a la impotencia. Pues aquí, en todo lo que se hace hay tanta pena
como placer. Si es agradable descender por una pendiente, igualmente penoso es
subirla. En todas las acciones hay una parte placentera y otra dolorosa, y al saborear
cada hierba estos seres sienten el sabor amargo y el dulce tan indistinguiblemente
unidos que el placer y el dolor están asimismo equilibrados. Y de la misma manera
que el hambre aumenta la sensación de sabor amargo, así nunca es más doloroso
comer que dejar de hacerlo. Nada en este lugar, desde los hechos más grandiosos al
más pequeño de los movimientos, proporciona más placer que dolor. Y los seres, tal
como yo los creé, persiguen el placer y evitan el dolor. Y si el placer y el dolor son
iguales, no se mueven ni en una ni en otra dirección.
—Eso es imposible —dijo el rey.
—Al contrario —replicó el anciano—. Te demostraré que es como te he dicho—. Y
explicó al rey el modo en que sería posible estimular activamente a los niños,
mostrándole cómo podía él despojar a cualquier acción de su parte de dolor,
volviéndola más placentera que penosa.
—Así, podrías mandar hacer cosas a los seres que yo te he dado, —dijo el anciano—
pero a condición de que asumieras la parte dolorosa que les ahorrarías a ellos—. Y
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ordenó al rey que cortara las cañas que crecen junto a la hondonada, y le informó de
que si las colocaba entre él y cualquier criatura podría asumir una parte de su dolor,
dejándoles todo el placer y disminuyéndoles el dolor en la misma proporción.
El rey cortó las cañas que crecían junto al cañón. Luego se dirigió con ellas en la
mano a la choza donde yacían estos seres, y colocó una de ellas entre el cuerpo de un
niño y él mismo. El niño se levantó y caminó, mientras él sintió un dolor en sus
miembros. Descubrió también que, asumiendo el dolor en cualquier parte de su
cuerpo, el niño podía ejercitar esa parte; si deseaba que el niño mirase cualquier cosa,
soportaba el dolor en sus ojos, y hacía la visión placentera para el muchacho, quien,
por consiguiente, posaba de buen grado su mirada sobre el objeto por él designado. Y
de nuevo, aceptando un sabor amargo en la boca, hizo que el niño sintiera placer al
comer y que recogiera frutos y se los comiera.
El rey, empleando las cañas, puso entonces en movimiento a dos niños, los cuales
fueron juntos dondequiera que él deseara. Sin embargo, no tenían ni la más remota
idea de la acción que el rey ejercía sobre ellos.
Se reconocían entre ellos y jugaban juntos. Veían al rey y sentían un cierto respeto
por él, pero no sabían nada de su influencia sobre ellos. El hecho de que el rey
soportara una parte de su dolor les devolvía la sensación placentera de esta o aquella
cosa. Sentían que la acción del rey les motivaba.
El rey estuvo todo el día con ellos, conduciéndolos a través del valle y haciéndose
cargo del dolor de cada uno de sus pasos a fin de que sólo sintieran placer al andar.
Pero a la caída de la noche los condujo de vuelta a la rústica morada donde los
encontró. A tal fin soportó el dolor de sus pasos en aquella dirección, rechazando
cualquier otro dolor procedente de pasos en otra dirección cualquiera.
Cuando entraron en la morada el rey apartó las cañas. Inmediatamente los seres
volvieron a caer en el estado de apatía en que los encontró y no se movieron más.
Y el rey, a la caída de la noche, buscó de nuevo el flanco del cañón. Mirando a través
de él, vio la arenosa extensión de tierra de donde había venido y las grandes piedras
diseminadas en torno que parecían pálidas y lúgubres a la luz de la luna. Y poco
después percibió la figura de un anciano en la sombra de una roca casi en el margen
opuesto.
Lo llamó a grandes voces y le ordenó acercarse. Cuando el anciano estuvo frente a él,
le suplicó que le dijera cómo podía hacer para poner en movimiento a las criaturas sin
tener que soportar demasiado dolor.
El anciano empuñó su bastón y se lo ofreció al rey, que estaba al borde del abismo.
—He aquí, oh rey, tu secreto —exclamó. Y con la otra mano arrojó el puntiagudo
bastón a las profundidades. El bastón se balanceó varias veces de una parte a otra y
finalmente se detuvo de nuevo.
Entonces el rey le suplicó que le explicara lo que quería decir.
—Has actuado —replicó el anciano— como aquel que, queriendo hacer balancear su
bastón, ejecuta cada movimiento por separado, levantándolo con la mano cada vez
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que cae. Pero mira, cuando yo lo pongo en movimiento se balancea varias veces por
sí mismo, hacia abajo y hacia arriba, hasta que se pierde el movimiento que yo le
impartí. Aun así debes hacer que estas criaturas padezcan a la vez placer y dolor,
cargando tú con la diferencia y no con todo el dolor.
—¿Debo entonces —preguntó el rey— conceder a estos seres una cierta dosis de
placer, soportando parte de su dolor, para luego dejarles actuar hasta agotar este
placer acumulado?
El anciano respondió:
—¿Puedo confiarte un secreto? Escucha, oh rey, y te diré lo que subyace bajo las
falsas apariencias del mundo. Cuanto te he mostrado es un signo externo y un
símbolo de lo que deberías hacer, pero adonde te conduciré está mucho más allá de
estas depresiones. En verdad podrías dar a estos seres una reserva de placer, y ellos
actuarían hasta que se les agotara; pero entonces serías como uno de ellos. Tendrías
que ejecutar la parte dolorosa de ciertas acciones, dejándoles a ellos la parte
placentera, y de esta manera estarías inmerso en la misma sucesión de acciones en
que ellos lo están. Observa, en efecto, mi bastón cuando comienza a oscilar. No soy
yo el autor del movimiento impartido; este movimiento está almacenado en mi brazo
y cuando golpeo el bastón con mi brazo es como si hubiera dejado caer otro bastón,
que en su caída transmitiera su movimiento al que yo tengo en la mano.
—¿Dónde va, entonces, el movimiento cuando el bastón deja de oscilar? —preguntó
el rey.
—Va a las partículas más finas del aire, y continúa transmitiéndose. Es una cadena
sin fin. Es como si hubiera innumerables bastones, grandes y pequeños, y cuando uno
cayera, o bien ascendiera por sí mismo o bien transmitiera su movimiento ascendente
a otro o a otros. Es una cadena sin fin de movimientos adelante y atrás, y cuando uno
cesa comienza el otro. Pero, oh rey, deseo llevarte más allá de esa vasta cadena y
colocarte, no donde puedas decir: quiero hacer esto o aquello, sino donde puedas
decir: esta sucesión de movimientos existe o no existe. Pues si observas este bastón
mientras oscila, verás que se mueve lo mismo hacia arriba que hacia abajo, lo mismo
a la derecha que a la izquierda. Si se simultanearan todos los movimientos, el bastón
estaría en reposo. Su movimiento no es más que inmovilidad separada en
movimientos iguales y opuestos. En lo que tú llamas reposo hay muchos
movimientos. Será competencia tuya, oh rey, romper la nada en pedazos y crear las
cosas. No, oh rey, no te he confiado estas criaturas del valle para que las muevas en
acciones externas, sino que te las he confiado porque tú puedes vencer su apatía y
hacerles vivir. Y has de saber, oh rey, que todas las cosas de este valle, hasta las más
pequeñas, son como estos seres que has encontrado. La más diminuta partícula que
hay en este valle, a menos que intervenga yo, está privada de movimiento. Cada
partícula tiene la facultad de sentir dolor y placer a la vez, pero según la ley del valle,
ambos se equilibran. Por consiguiente, ninguna partícula se mueve. Pero yo las hago
mover, y todas las cosas en el valle, tarde o temprano, vuelven al lugar de donde
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proceden. Las corrientes que se acumulan lejos en el valle las dirijo hasta el lugar en
que se precipitan al abismo que existe entre nosotros. Allí se rompen en minúsculos
fragmentos, y soy yo el que hace que cada fragmento vuelva a su lugar de origen. Y,
¡oh rey!, en todo este movimiento, puesto que termina donde comenzó, no hay más
placer que dolor. La apatía del letargo se ha roto en pedazos. Pero las partículas no
completarán el ciclo por sí mismas. Soy yo el que soporta el dolor para que ellas se
muevan, cada una según el giro que yo le asigne.
—¿Cómo puedes entonces —exclamó el rey, pensando en el dolor que había sentido
al dirigir los movimientos de los niños— soportar tú solo todo este dolor?
—No es mucho —respondió el anciano—. Aunque fuese mayor gustosamente lo
soportaría por ti. Piensa en una partícula que haya efectuado todo el giro del que te he
hablado: se moverá si, en conjunto, el placer supera, aunque mínimamente, al dolor; y
así, aunque asuma yo en cada momento el exceso de dolor de cada partícula en
movimiento, el dolor de cada partícula es tan pequeño que todos los movimientos
naturales en el valle gravan bien poco sobre mí. Y he aquí, oh rey, que todo está
dispuesto para ti. He hecho cuanto he podido. Puedo perfeccionar cualquier proceso
natural, cualquier tipo de terreno, cualquier planta y hierba que haya creado, hasta los
seres que has visto. Son mi último trabajo, los pongo en tus manos.
Y cuando hubo dicho esto, el anciano dejó caer su bastón, y, llevándose las manos al
pecho, pareció sacarse algo de dentro y arrojarlo al rey con ambas manos.
Momentáneamente el rey no pudo distinguir nada, pero pronto advirtió una
luminosidad en mitad de la hondonada. Algo débilmente brillante flotaba hacia él. Al
aproximarse la claridad vio que se trataba de un núcleo en donde convergían
innumerables rayos, difundiéndose en todas direcciones.
—Toma esto —exclamó el anciano—. Los rayos se proyectan sobre todas las cosas
del valle. Lo atraviesan de parte a parte. Por su mediación puedes tocar todo lo que
quieras.
El rey cogió los rayos y los puso sobre su pecho; desde allí se irradiaron y, a través de
ellos, tocó y conoció cada rincón del valle.
Y pensando en la choza donde yacían los niños, el rey percibió, mediante los rayos
hacia allí orientados, que las paredes se tambaleaban y amenazaban caerse sobre los
niños. Y siempre a través de los rayos comprendió que los niños se apercibían del
peligro de una manera más bien vaga; pero como en sus vidas no había más placer
que dolor, no sintieron mayor placer al levantarse y moverse que estando quietos y
enterrados.
Como antes había hecho con las cañas, el rey, por medio de los rayos, hizo suyo el
dolor correspondiente al movimiento, y los niños se levantaron y salieron de la choza;
y pronto se unieron al rey, corriendo y saltando como nunca habían hecho, extasiados
por la movilidad y con infinita exuberancia de espíritu. Pero según saltaban y corrían,
el rey sintió un creciente dolor en todos sus miembros. Como todavía quería verlos en
plena y gozosa actividad, y deseaba sacarlos de esa torpe apatía en que estaban
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sumidos, el rey vagó toda la noche en su compañía, pensando en las cosas más
descabelladas que podían hacer, y guiándoles a través del baile y el juego en
cualquier actividad que se le ocurriera.
Por fin el sol naciente comenzó a caldear el ambiente, y el rey, exhausto de dolor,
dejó de soportarlo por ellos.
Después de unos pocos movimientos lánguidos, los niños se dejaron caer sobre un
cómodo banco en un estado de absoluto letargo. El rey los miró. Parecía inconcebible
que pudieran ser los mismos niños que habían estado corriendo tan felizmente hacía
unos instantes. Hasta ahora no había sacado ningún provecho de los rayos que el
anciano le había dado, excepto el de poder estimular a los chicos más fácilmente.
El rey se volvió cansadamente y miró en torno. Su caballo estaba allí. Pero en lugar
de relinchar y brincar para festejarle, el fiel animal permanecía inmóvil, mirando a
través del cañón.
—Por ventura, sin mi carga y con la fuerza que estos rayos pueden impartir —pensó
el rey— es posible que intente el salto.
El caballo estaba parado frente a los restos del puente natural sobre el cual tan
temerariamente habían cruzado ambos el día anterior. El rey alcanzó al caballo con
sus rayos. El noble animal, como si repentinamente le hubieran hincado las espuelas,
embistió y saltó impetuosamente desde los restos del arco. Sus patas delanteras
ganaron el borde opuesto, y con un terrible esfuerzo el caballo fue a dar en tierra
firme.
Después se quedó quieto. Los restantes fragmentos del puente cayeron
estrepitosamente a la sima, dejando un amplio e ilimitado boquete. El caballo
permaneció mirando la hondonada. Pero aunque el rey le llamó por su nombre, la fiel
criatura, que solía acudir a él al más ligero susurro, no le prestó atención. En unos
instantes se alejó al galope por la senda que habían seguido los cortesanos.
Capítulo tercero
Al quedarse a solas con los niños, el rey se puso a pensar. Dirigió sus rayos hacia uno
de los chicos y lo hizo ponerse en pie; después, siguiendo el consejo del anciano,
pensó en una acción concreta. La acción concebida fue andar, y la descompuso en dos
fases: una para mover el pie derecho, la otra para mover el izquierdo. Y descompuso
la apatía que dominaba a los niños en sus dos componentes de placer y dolor: el
placer ligado a la acción de mover el pie derecho, y el dolor ligado a la acción de la
acción de mover el izquierdo. Inmediatamente, el niño adelantó su pie derecho, pero
el izquierdo permaneció inmóvil. El niño había aceptado el placer pero rechazaba el
dolor; o, podría decirse, que habiendo el rey ligado el placer y el dolor a dos acciones
distintas, el niño había ejecutado la acción placentera y había omitido la dolorosa.
Después de haber esperado algún tiempo para ver si el niño se movía, el rey asumió
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el dolor de mover el pie izquierdo; al instante el niño movió el suyo, y tan pronto
como tocó el suelo de nuevo, movió el derecho, es decir consumó la acción
placentera.
Después se detuvo. Y por muchos dolores que el rey asumiese en relación al pie
izquierdo, no fue capaz de hacer andar al niño normalmente. Tan pronto como el rey
cesaba de asumir el dolor de mover el pie izquierdo, el niño se detenía con el pie
derecho adelantado. Finalmente dejó de ocuparse del movimiento del niño, y éste se
sumió de nuevo en el letargo.
El resto del día lo pasó el rey reflexionando y haciendo experimentos con los niños.
Pero no obtuvo más éxito. Cualquier acción concebida para ellos, era únicamente
ejecutada en su porción placentera, omitiendo la parte dolorosa.
Cuando se hizo oscuro, el rey notó la tenue luminosidad de sus rayos: si no los
conociera, difícilmente los habría notado.
Ahora probó un nuevo experimento. Desprendiéndolo del resto, cogió uno de los
rayos y lo dirigió sobre el cuerpo de uno de los niños, de manera que saliera y entrara
en él, en un continuo fluir adelante y atrás.
El rey hizo entonces que se pusiera de pie, y de nuevo intentó hacerle caminar. Ésta
era su idea: el niño necesitaba una fuerza que soportara su propio dolor si quería
ejecutar un acto doloroso, y como los rayos le capacitaban para soportar su dolor, el
rayo procedente del niño, que después volvía a él, podía permitirle soportar su propio
dolor.
Como antes, descompuso la apatía en placer y dolor. El niño movió el pie derecho, y
cuando lo hubo movido vio que, efectivamente, comenzaba a mover el izquierdo.
Pero no llegó a dar un paso completo, y tras el último movimiento del pie derecho, el
izquierdo no se movió.
El rey probó a los niños una y otra vez, pero sus tentativas no llegaron a nada. Lo más
que pudo obtener de ellos fue un paso vacilante del pie izquierdo.
Pasaron varias horas. Súbitamente descubrió la causa de su fracaso.
—Por supuesto —se dijo a sí mismo— no se mueven porque me he olvidado de
asumir parte del dolor. Si continuaran moviendo sus pies izquierdos, no tendrían
equilibrado su placer.
Y probó de nuevo con uno de ellos. El niño movió el pie derecho, después empezó a
mover el izquierdo. El rey, por mediación de sus rayos, asumió ahora parte del dolor
del movimiento del pie izquierdo, y el niño dio el paso completo. Después, por
supuesto, movió el pie derecho, porque el acto era placentero, y otra vez el rey
asumió parte del dolor de mover el pie izquierdo, y el niño completó su segundo
paso. Andaba. La dificultad había sido superada. Pronto los dos niños estaban
moviéndose de aquí para allá como huidizas sombras en la noche, y el rey sintió un
leve dolor.
Los niños se le acercarían y hablarían con él, si el rey asumiera el exceso de dolor,
haciendo placentera la acción para ellos. Pero estos seres no tenían ni idea de la
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influencia del rey sobre ellos, pues, gracias a que éste había asumido el exceso de
dolor, encontraban la acción placentera, y estaban motivados a hacerla, cosa que no
ocurría en su último contacto con el extraño ser al cual hablaban. Le miraban como a
alguien más poderoso que ellos, y con sentimientos amistosos hacia ellos.
Tan pronto como se hubo asegurado del éxito práctico de sus planes, el rey dejó que
los niños recayeran en su apatía mientras él pensaba. Concibió el propósito de formar
con estos niños un estado como los que había conocido en la tierra; un estado con
todas las ocupaciones y negocios de un reino, similar al que él había regido
anteriormente. La visión del palacio que el anciano le había mostrado surgió ante él.
En su imaginación vio los campos fértiles, entrecruzados de caminos; contempló la
variada vida de un gran estado. Por consiguiente, desde aquel momento dirigió
continuamente sus existencias, desarrolló sus poderes y aprendió a guiarlos. Y lo
mismo que aprendiendo a leer se aprenden palabras completas que luego se
descomponen en letras, con cuyas combinaciones se forman otras palabras, así el rey
pensó al principio en acciones de naturaleza complicada, como andar, y asoció los
momentos de placer y dolor con los actos que componían estas acciones. Pero en
seguida se puso a considerar las acciones más simples mediante las cuales los seres
podían andar, y asoció placer y dolor a los actos separados de estas acciones simples.
Al principio los seres tenían conocimiento de estos actos simples y nada más; pero,
en previsión de acciones más complicadas, el rey desarrolló la vaga inteligencia que
había en ellos hasta hacerles tener conciencia de acciones más complicadas. Las
acciones más simples llegaron a ser instintivas para estos seres, que las ejecutaban sin
saber por qué. Pero si en cualquier momento el rey dejaba de asumir la diferencia de
dolor, estas acciones, aparentemente automáticas, se detenían.
A veces el rey encontraba sus planes molestos. De vez en cuando las criaturas caían
en un estado de letargo. Soportaban demasiado dolor para que les mereciera la pena
acometer acciones tan rutinarias. Pero cualquier complicación adicional u obstáculo
imprevisto por el rey era demasiado para ellos, y les ahogaba. Para remediarlo, el rey
asumía en cada acción una porción ligeramente superior de dolor que en la
precedente. Empleó así una cierta porción de fuerza suficiente para soportar el dolor,
para dar estabilidad a los movimientos de rutina. Y el excedente de placer sobre dolor
así añadido era sentido por las criaturas como una especie de placer generalizado, que
les hacía aferrarse a la vida.
Guiando a estos seres hacia el fin que se había propuesto, el rey tuvo que tratar con
seres vivientes y móviles, seres en constante transformación. Y eso le llevó a adoptar
como modelo de actividad para estos seres no una acción simple, sino una sucesión
de acciones del mismo género, una a continuación de la otra. Así, una criatura a la
que se había asignado una determinada actividad, seguía ejecutándola de manera
uniforme hasta que el rey deseara cambiarla.
Otra vez era importante reagrupar a los seres para impedir que se perdieran en las
zonas remotas del valle. En consecuencia, el rey, dejando el resto intacto, asumió una
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determinada cantidad del dolor incluido en el movimiento hacia el centro. De este
modo, los habitantes del valle estaban inclinados a dirigirse hacia el centro, porque
obrando así equilibraban su placer, y estando continuamente a la vista del rey no se
perdían.
Por supuesto, si por cualquier razón el rey quisiera alejarlos del centro, bastaría con
que dejara de soportar el dolor del movimiento en esa dirección, y entonces ellos
estarían únicamente bajo la influencia de otra tendencia, que él les impartiría gracias
al dolor aceptado en otra dirección. Y en todo lo que hizo el rey tuvo en
consideración las circunstancias que rodeaban a estos seres, y los objetivos que
pretendía lograr. No desperdició ni un ápice de su capacidad de asumir dolor,
simplemente para darles gusto, sino que siempre combinaba el placer que les
procuraba a ellos con alguna acción externa.
Con el paso del tiempo y el aumento del número de habitantes, el rey introdujo mayor
orden y regularidad en las innumerables actividades que había concebido para ellos.
Las actividades eran rutinas normales, condicionadas por el ambiente de cada ser y
las costumbres de aquellos que vivían con él. Una rutina no cesaba de pronto sin que
hubiera compensación; si el rey deseaba detenerla, dejaba que otra actividad ocupara
en seguida su lugar, evitando así el desbarajuste. Gradualmente los seres se hicieron
más inteligentes, de modo que podía confiárseles rutinas más complicadas, que
llevaban a cabo con éxito, siempre por supuesto que el rey asumiera el excedente de
dolor necesario para que les mereciera la pena ponerse en funcionamiento. E incluso
fueron capaces de llevar a cabo actividades simples a gran escala, que implicaban la
cooperación de simples actos mecánicos. Pues tenían un sentido de la analogía, y,
habiendo observado determinada actividad a la que el rey les había inducido a
pequeña escala, y en la que habían encontrado un equilibrio de placer, estaban
preparados para intentar otra similar a mayor escala.
De la inteligencia en aumento de los habitantes del valle se desprendía un rasgo
distintivo que vale la pena mencionar. Muchas de las posibles actividades que estos
seres podían acometer, en vez de una parte placentera primero y otra menos dolorosa
después, consistían en una parte dolorosa seguida de otra placentera. Esto ocurría así
debido a la particular disposición de las acciones que formaban la actividad
compuesta, acciones que tenían ya asignados sus momentos de dolor o de placer, y
solía ocurrir en tales disposiciones que la primera parte de la actividad era dolorosa y
la siguiente placentera.
Una vez desarrollada la inteligencia de los habitantes del valle, el rey, haciéndoles
pensar en una actividad determinada, podía inducirles a llevarla a cabo. Pues la idea
del placer que acompañaría a la segunda parte de la actividad aliviaría el dolor de la
primera. Y esto, unido a la porción de dolor que el rey soportaba, contrarrestaba casi
el dolor ligado a la primera parte de la actividad. Así era como las criaturas podían
superar la parte penosa de la actividad. Pero cuando llegaban a la segunda parte se
llevaban una gran decepción. Pues según la ley del valle, el placer y el dolor eran
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iguales (a excepción de la pequeña parte que soportaba el rey). La expectación había
sido tan grande que cuando le llegó su hora a las acciones normalmente asociadas en
sus mentes al placer, el previsto placer se había agotado en gran parte.
De estas circunstancias surgió un dicho entre los habitantes del valle, algo exagerado
pero con un fondo de verdad relacionado con lo que se ha descrito. El dicho era el
siguiente: «El placer que nos hace emprender un trabajo, desaparece en cuanto éste se
acaba, y no queda sino comenzar otro nuevo.» O dicho de otra forma: «El goce de
una cosa radica en su anticipación, no en su posesión.»
Todo esto que se ha descrito tan sucintamente había ocurrido en realidad en bastante
tiempo. Ahora se cultivaban los campos y se construían mejores casas. La población
del valle había aumentado considerablemente en número, y estaba dividida en tribus,
que habitaban diferentes zonas del valle. Pero el lugar preferido era el centro, y solía
haber disputas y luchas por su posesión. Allí era mayor la actividad de sostén del rey
y la vida estaba más desarrollada.
En las inmediaciones del valle moraba la gente más ruda y menos evolucionada, que
los más próximos al centro llamaban bárbaros y salvajes.
Capítulo cuarto
Cuando el rey advirtió que los habitantes del valle se parecían cada vez más a los
seres humanos que había conocido, comprendió que estaba solo y deseó tener
contacto con ellos. Pero cuando compareció ante ellos le reconocieron en seguida
como alguien más poderoso que ellos mismos, y tuvieron miedo de él. En su alarma
intentaron ponerle las manos encima. Entonces el rey, para impedir sus ataques, retiró
su continuo sostén del excedente de dolor de todas sus acciones, y los atacantes
cayeron en la apatía, convirtiéndose de nuevo en los niños que había encontrado al
principio. Un horrible rumor se esparció entre los habitantes del valle acerca de un
espantoso ser surgido entre ellos, que sumía en el letargo y la muerte a todo aquel que
le mirase. Por eso, el rey dejó de andar entre ellos. Sin embargo, había pasado tanto
tiempo desde que oyó por última vez el sonido de una voz, que deseaba compañía.
Buscó de nuevo al anciano, y, deteniéndose en el borde de la sima, le llamó.
El anciano apareció.
—¿Estás cansado, ¡oh rey!, de tu tarea? —dijo.
—No —replicó el rey—. Pero deseo darme a conocer a la población, a fin de hablar
con ellos y ellos conmigo.
El anciano le sugirió que entregara alguno de sus rayos a uno de estos seres, quien de
esta forma, y dada su capacidad para soportar dolor por cuenta ajena, sería como el
rey y le entendería.
El rey inspeccionó todo el valle y entre todos sus habitantes encontró uno física y
mentalmente más perfecto. Era hijo de un rey, destinado a su vez a reinar sobre una
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numerosa población. El rey le dio alguno de sus rayos, los cuales se transmitieron del
príncipe al resto.
Inmediatamente el príncipe se despertó, como si saliera de un sueño. Comprendió la
existencia y vio que en realidad el dolor y el placer estaban equilibrados. Constatado
esto, y conociendo el poder de los rayos, así como la facultad que tenía, si asumía
dolor, de hacer que los demás superaran el placer y el dolor, y despertaran de su
apatía, el príncipe exclamó:
—En el valle una cosa sucede a la otra; el dolor sigue al placer, y el placer al dolor.
Pero la causa de toda existencia radica en soportar dolor. Por tanto busquemos un
final a este espectáculo. Imploremos para ser liberados, pues, al cesar el dolor,
podremos finalmente pasar a la nada.
Así el príncipe, sabiendo que la causa de la existencia era el dolor, comprendió
vagamente que el rey lo soportaba; y, advirtiendo el arduo esfuerzo de usar los rayos
para debilitar la estructura de los habitantes, deseó ardientemente el fin de la
existencia.
Con todo, sus actos fueron siempre nobles, y pasó de tribu en tribu, soportando las
cargas y provocando la actividad de los durmientes.
Capítulo quinto
Es oportuno dar ahora un preciso informe acerca de las actividades del rey, y explicar
cómo mantuvo la multiforme vida del valle.
La mejor manera es tomar un ejemplo tópico y adoptar el método descriptivo árabe:
esto es, el que usan los árabes para describir cantidades numéricas. En el sistema de
numeración árabe, por ejemplo, si nos preguntan los días que tiene el año, primero
contestamos 300, que es una falsa respuesta, pero nos ofrece la mayor aproximación a
la centena; después decimos sesenta, lo cual es correcto; finalmente añadimos cinco,
obteniendo la respuesta correcta, a saber, 365. En este caso simple la descripción es
tan rápida que difícilmente nos damos cuenta de la naturaleza del sistema empleado.
Pero el mismo método, aplicado a temas más difíciles, presenta las siguientes
características. Primero, se hace una exposición del tema a describir, y se presenta al
lector como si fuera auténtica. Después, cuando ha sido comprendida, se hace otra
exposición, generalmente algo contradictoria, y la primera opinión formada debe
enmendarse. Sin embargo, ambas exposiciones, tomadas en conjunto, son presentadas
como auténticas. Cuando en la mente del lector ha tomado cuerpo esta idea, se
formula otra declaración que, asimismo, debemos aceptar como correcta, y así
sucesivamente, hasta que, con las sucesivas exposiciones y contradicciones, o
correcciones, la idea finalmente producida se corresponde con los hechos, tal y como
los conoce el descriptor.
Así pues, la actividad del rey será descrita mediante una serie de exposiciones, y
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obtendremos la verdad del conjunto de exposiciones y sucesivas correcciones por
ellas provocadas.
Cuando el rey quería que un ser comenzara una actividad, escindía su apatía en placer
y dolor. El placer lo ligaba a un acto que llamaremos A. El dolor lo asociaba con otro
acto que llamaremos B.
Estos dos «actos», A y B, que juntos forman lo que llamamos una «acción», eran de
tal naturaleza que el proceso de ejecutar primero A y luego B formaba parte del
método de organización de la vida en el valle.
El acto A podemos representarlo como el movimiento del pie derecho, y el B como el
del izquierdo. Entonces, AB será la acción de dar un paso completo. Ésta no es, sin
embargo, más que una ilustración superficial, pues los actos que representamos con A
y B son actos fundamentales, un gran número de los cuales aparece en cualquier
simple acto externo que podamos observar o describir.
Supongamos por el momento que hubiera una sola criatura en el valle. El rey
escindiría su apatía con vistas a la acción AB. Pongamos que escinde su apatía en
1.000 partes de placer y 1.000 de dolor. En cuanto al placer, permite que la criatura lo
experimente completo; del dolor asume una cantidad que representaremos por 2. El
ser tiene, pues, 1.000 partes de placer y 998 de dolor, y la acción se completa. Su
sensación se mide con el número 1.000 en el primer acto, y con 998 en el segundo.
Pero no era intención del rey provocar acciones fundamentales tan limitadas y
acabadas. Como modelo de actividad fundamental, eligió una acción y la hizo repetir
una y otra vez a la criatura. Primero el acto A, después el acto B. Guando se
completaba la acción AB, volvía de nuevo a un acto del tipo A, y después a un acto
del B. La criatura estaría, pues, ocupada en una práctica de este tipo AB, AB, AB, y
así sucesivamente.
Y aunque la criatura hubiera estado sola, y ésta fuera la única actividad que le
concerniese, el rey habría seguido soportando 2 partes de dolor por cada una de estas
acciones. Habría mantenido la práctica permanentemente, soportando la criatura
1.000 partes de placer en cada A, y 998 de dolor en cada B.
Al llegar a este punto podemos preguntarnos si no sería mejor proporcionar un
ejemplo de estas prácticas elementales que el rey puso en funcionamiento. Una
petición razonable en apariencia, pero en un cierto sentido demasiado perentoria.
Pues en nuestro mundo podemos conocer la naturaleza de los movimientos de los
átomos sin que seamos capaces de explicar exactamente cómo es el movimiento de
cada uno de ellos. En tales casos no hay más remedio que recurrir a un modelo.
Considerad de nuevo el ejemplo de un cristal. Sabemos que el cristal tiene una
determinada estructura morfológica, y, sin embargo, por mucho que lo dividamos, sus
partes presentan idéntica conformación. No podemos aislar los elementos cristalinos
primarios, pero suponemos que deben ser capaces de producir el cristal mediante su
combinación.
Por consiguiente, la vida en el valle, en sus principales aspectos, parecía el resultado
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de una combinación de rutinas como las que hemos explicado. Se registraban
cambios y repentinas transiciones, pero el esquema general de vida que predominaba
era una rutinaria alternancia de actos placenteros y dolorosos. Estaba elaborada a
partir de rutinas elementales, con las que el rey podía contar, y que, a no ser que
modificaran sus combinaciones, tendían a generar procesos rítmicos de mayor
importancia. Incluso los cambios y precipitaciones eran de naturaleza recurrente,
pues si repentinamente se alteraba cualquier rutina en el valle, se descubrían casos
parecidos de alteración de otras rutinas sujetas a condiciones similares. Así pues, el
tipo fundamental de acción que el rey instituyó fue una rutina del tipo AB, AB, como
se describió anteriormente. Pero hubo dos circunstancias que provocaron una
variación, por lo que la simple rutina fue modificada.
Primero: no había solamente un ser, sino varios.
Segundo: el rey quería librarse de vez en cuando de su capacidad de soportar dolor.
No quería tener que usarla continuamente a fin de mantener las rutinas que había
puesto en marcha al principio, y aquellas otras estrechamente ligadas a ellas.
Cuando comenzó a organizar la vida de estos seres, no se reservó conscientemente
parte de su capacidad de soportar dolor, sino que la proyectó enteramente en las
actividades que había iniciado. Sin embargo, de vez en cuando deseaba iniciar nuevas
actividades completamente desconectadas de las viejas, y por esta razón se reservaba
una parte de su capacidad de soportar dolor, como mostraremos luego.
Los seres eran muchos. El rey eligió que la actividad tipo de cada uno de ellos debía
ser una rutina. De esa manera podía contar con la actividad, y considerarla como un
proceso asentado en cuyo funcionamiento era posible confiar. Pero con el desarrollo
de las rutinas, los seres entraban en contacto entre sí, y, por su simple coexistencia,
hacían algo distinto de lo que era una práctica rutinaria. Se entremezclaban de
diversas maneras. Luego, a fin de beneficiarse de las combinaciones de estas rutinas,
o para modificarlas, fue necesario poner en marcha otras rutinas.
Para poder dar vida a estas rutinas relacionadas entre sí, el rey adoptó el siguiente
plan.
En la primera acción AB escindió la apatía de las criaturas en 1.000 partes de placer y
1.000 de dolor, asumiendo sobre sí mismo 2 partes de dolor. Así, la criatura se
quedaba con 1.000 partes de placer y 998 de dolor. En la siguiente acción AB no
escindió la apatía de los seres en otras tantas partes de placer y dolor, sino en 980 de
placer y 980 de dolor; es decir: cada instante la sensación experimentada era menor
en 20 unidades a la correspondiente a cada instante de la primera acción.
Es obvio, por tanto, que si, descargándole de 2 partes de dolor, a un ser le merece la
pena experimentar 1.000 partes de placer y 998 de dolor, asimismo si el rey soporta 1
parte de dolor, al ser le valdrá la pena experimentar 500 partes de placer y 499 de
dolor.
Y una relación similar se establecerá con las diferentes cantidades de placer y dolor.
Está claro que si el ser experimenta 980 partes de placer y otro tanto de dolor, el rey
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no debería soportar necesariamente lo mismo que cuando aquél experimentaba 1.000
de placer y la cantidad correspondiente de dolor.
Consecuentemente, si el rey dividiera la apatía de las criaturas en 980 partes de placer
y 980 de dolor, no sería necesario que asumiera 2 partes de dolor para convencer a los
seres a acometer alguna acción.
El rey no tendría que soportar las 2 partes de dolor, y así podría liberar una parte de
su capacidad de soportar dolor. Exactamente la cantidad necesaria para convencer a
un ser a emprender una acción con instantes de 20 partes de placer y 20 de dolor.
Y esto, con una corrección que más adelante veremos, es lo que hizo el rey. Empleó
la capacidad de soportar dolor así liberada en iniciar otras rutinas. Así, en la rutina
AB, AB, AB primero de todo estaba la acción AB. Después, junto a la segunda
acción AB, el rey (con la capacidad de soportar dolor liberada) iniciaba una acción
CD, comienzo de una nueva rutina CD, CD, CD. Así, mientras la primera rutina
proseguía y entraba en contacto con otras rutinas, brotaban nuevas rutinas
suplementarias que regulaban y se valían de las combinaciones de las viejas rutinas.
La cantidad de momentos de placer en la rutina CD era (con una ligera corrección
explicada a continuación) igual a 20, medida en sensación. Así pues, si el valor de
cada momento de placer en el primer A eran 1.000, el momento de placer en el
segundo A era 980, y 20 en el tercer C. Por tanto, la cantidad total de sensación en el
segundo A y en el acto C asociado, era en conjunto (pero con una pequeña
corrección) igual a la sensación en el primer A. Los tres elementos característicos de
los seres del valle son, pues, bastante obvios.
1. Existe como tipo fundamental la rutina AB, AB, AB, que implica una sensación
progresivamente disminuida.
2. Existen rutinas CD, CD, etc., conectadas con la AB, AB, en las cuales reaparece la
sensación desaparecida.
3. En la misma acción AB hay una desaparición de sensación. La sensación
correspondiente a A es 1.000, la correspondiente a B es 998. Por tanto, parece haber
desaparecido una porción de sensación equivalente a 2. Este 2 es, por supuesto, el
dolor que el rey soportaba, y era el medio mediante el cual la criatura era inducida a
proseguir con su acción. Pero, si lo consideramos bajo el punto de vista de la
sensación, parece equivaler a una disminución cuantitativa.
Debido a la corrección antes mencionada, esta disminución cuantitativa estaba
regularmente presente en toda la rutina.
A falta de la corrección final, la teoría de la actividad del rey está ahora completa.
Existen ciertas dificultades matemáticas que proporcionan una exhaustiva
explicación, algo oscura de expresión. Cuando realizamos un examen general de la
teoría nos basta con comprobar aproximadamente cómo se mantiene en pie; pero si
intentamos adoptarla, la exactitud de las relaciones numéricas se convierte en una
cuestión de vital importancia.
Debe añadirse que los números antes indicados han sido tomados únicamente con
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propósitos ilustrativos. En realidad, el dolor soportado por el rey era
proporcionalmente menor.
La exhaustiva explicación que sigue trata de pequeñas cantidades numéricas. Mejor
sería omitirla por el momento, y volver a ella más tarde como consulta.
Explicación exhaustiva
De momento nos atenemos a los números usados anteriormente. Cuando el rey hubo
liberado la suficiente capacidad de soportar dolor en la segunda acción de la rutina
AB, AB para iniciar otra rutina CD, de 20 partes de placer y 20 de dolor, no la
empleó toda. Sólo utilizó la suficiente para poner en marcha una rutina en la que los
momentos de placer y de dolor experimentaban una sensación de valor 16. La rutina
CD estaba compuesta de actos con 16 partes de placer y 16 de dolor.
La sensación en el primer A era 1.000, y en el primer B 998, con una disminución de
2 unidades. En el segundo A era 980, y en el C, iniciado paralelamente al segundo A,
no era 20, como podía esperarse, sino 16, con una pérdida de 4. El primer A excede
en 20 al segundo. Buscando estos 20, encontramos 16 en C. Pero ha habido una
desaparición de 4 unidades.
Examinando ahora los sucesivos actos de cada serie, tenemos en A una sensación de
valor 1.000, en B una sensación de 998, y en A y C juntos una sensación de 996. La
causa de la pérdida entre A y B ya ha sido explicada. Falta por considerar la que se
produce entre B y el segundo A.
Ya se ha dicho que el rey se había reservado una parte de su capacidad de soportar
dolor en la rutina AB y todas las relacionadas con ella, de manera que podía iniciar
otras actividades completamente desligadas de las que había creado; sin embargo,
antes de conducir a estos seres por el sendero de la vida, tuvo en cuenta su naturaleza
así como los frutos de su propia actividad. Y, como consecuencia de su reserva de
capacidad de soportar dolor, la cantidad de sensación en C no fue 20 sino menos. Esta
pérdida de 4 unidades de sensación en la criatura correspondía en el rey a la
liberación de cierta porción de su capacidad de soportar dolor. Y así, según avanzaba
el proceso, el rey siempre recuperaba alguna porción de su capacidad.
En el cuadro que se adjunta, la primera línea expresa la cantidad de sensación en las
acciones AB, AB. La segunda línea de cifras expresa la cantidad de sensación en las
acciones CD, CD. La tercera línea se refiere a otra rutina EF, EF, originada de forma
similar a CD. La cuarta línea representa la cantidad de dolor soportado por el rey, y la
quinta, su disponibilidad de capacidad de soportar dolor.
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Si sumamos la cantidad total de sensación que experimenta la criatura durante la
rutina original y las rutinas de las sucesivas fases tendremos:
y así sucesivamente.
Al final, la proporción de dolor soportado por el rey era tan pequeña comparada con
la sensación experimentada por la criatura que A y B aparentaban análoga sensación.
En el segundo A y en C, juntos, la sensación resulta aparentemente igual a la de B. Y
en lugar de una rápida disminución de sensación, como la mostrada anteriormente, el
ser sólo podía detectar de manera evidente alguna disminución de sensación si
previamente había emprendido la gran multiplicidad de actos de las rutinas primarias
y sus asociadas. Así, como antes expuse, había:
1. Una rutina de sensación constantemente decreciente.
2. Rutinas relacionadas, cuya sensación era aparentemente igual a la que perdió en A.
3. Una continua pérdida de sensación en la experiencia de los seres a cada paso de la
rutina. La sensación que podían experimentar disminuía con cada paso subsiguiente.
Capítulo sexto
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Es una tierra fértil y hermosa. En la mayor parte está cultivada. No hay guerras: aun
en los más extremos confines del valle reina la paz. Dejando atrás los remotos
confines donde todavía habita una raza bárbara, encontramos, según nos
aproximamos a la metrópoli, gente cada vez más cortés y refinada. En la misma
metrópoli, los edificios son numerosos y de gran tamaño. El palacio que el rey había
visto surgir al sonar la música del anciano está ahí, pero lo habita otro gobernante.
Cerca del palacio existen dos vastos edificios a ambos lados de un amplio patio
abierto. En las cercanías no existe ninguna otra construcción salvo un edificio de
ladrillo relativamente pequeño, en medio. Estos edificios albergan la sala de
reuniones de los dos consejos más importantes del valle. En uno de ellos, a la
izquierda del palacio, encontramos a los más distinguidos habitantes, a los cuales, por
especial inclinación o aptitud, se les confiaba la regulación del placer y el dolor de
todos los demás. Ellos redactaron las reglas según las cuales cada habitante debía
conformarse en su búsqueda de placer, y formularon las disposiciones necesarias para
que toda la población pudiera aumentar el placer y evitar el dolor.
En el edificio a la derecha del palacio encontramos a aquellos habitantes que habían
estudiado más profundamente la naturaleza de la sensación, y que, por temperamento
o por otros motivos, habían prestado atención, en el curso de sus estudios, no tanto a
los sentimientos, fueran estos dolorosos o placenteros, sino más bien a su cantidad y a
la regularidad de su recurrencia. Eran los pensadores, de los cuales la gente práctica
extraía sus normas de conducta. Era competencia suya procurar los medios y maneras
de ejecutar cuanto se decidía en la otra asamblea. No solían proponer verdaderas
leyes, pero siempre eran capaces de mostrar cómo poner en práctica las propuestas
del otro consejo.
Ahí radicaba su poder. El rey había asociado las sensaciones de placer y de dolor a
determinados actos, y había dado a cada ser una rutina. De la misma manera que el
rey había hecho uso de esta rutina y había combinado las rutinas de los diferentes
individuos para obtener los resultados deseados, así hicieron los soberanos del valle.
Las rutinas de los individuos fueron estudiadas y clasificadas, y cuando se requería
algún trabajo se seleccionaban a aquellos individuos cuyas rutinas fueran más
apropiadas, y se trasladaban al lugar requerido. A tal fin, era necesario un estudio
cuidadoso de las diferentes rutinas, y asimismo el conocimiento de la fase en la que
se encontraban. Pues de nada serviría transferir a un trabajo apenas comenzado a un
individuo cuya rutina estuviera casi finalizada. Por consiguiente, se idearon los más
delicados instrumentos y procedimientos para medir la cantidad de sensación,
placentera o dolorosa, experimentada por cualquier individuo, y se hizo una
cuidadosa clasificación de todas las rutinas.
Pero es mejor examinar ordenadamente la constitución del estado, y considerar las
cuestiones del placer y del dolor como las más importantes.
Las criaturas sabían buscar el placer y evitar el dolor, y el principal objetivo era
hacerles la vida más placentera. Dos fueron las medidas adoptadas: la eliminación de
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las causas del dolor, y la adquisición de causas de placer.
Causas de dolor y de placer eran para ellos aquellos objetos con los cuales había
asociado el rey las sensaciones de placer y de dolor en los momentos iguales y
opuestos en los que había escindido su letargo.
Pero en este aspecto estaban hasta cierto punto en un error, pues el rey había
escindido su apatía en placer y dolor, no tanto respecto a las cosas como respecto a
las acciones. Por ejemplo, en muchas zonas del valle se encontraba una peculiar
especie de concha, cubierta de extrañas e intrincadas líneas y marcas. Con respecto a
esta concha el rey había separado la apatía de los habitantes en dos momentos: uno de
dolor, relacionado con el trazado de las sinuosidades y entrelazamiento de colores
sobre la concha, y otro de placer, derivado de la contemplación de la concha una vez
descifrados los entrelazamientos y sinuosidades. Además, los habitantes tenían la
costumbre de considerar a la concha antes de ser descifrada como un objeto doloroso,
y como un objeto placentero después de su desciframiento. Y los que podían se
procuraban tantas conchas como les era posible, y experimentaban una oleada de
placer al mirarlas.
En épocas más remotas los que descifraban las conchas, o hacían trabajos similares,
se veían forzados a ello; eran una especie de esclavos dependientes de la voluntad de
sus amos, los cuales les privaban de todos los placeres de la vida. Pero en esas
remotas épocas surgió un grave problema, porque cuando los amos les arrebataron
todo el placer, grandes cantidades de esclavos se hundieron en el letargo y parecía
que el valle hubiese caído en la inercia.
Este hecho produjo un gran temor entre los habitantes del valle, los cuales finalmente
decidieron que nunca más deberían ser esclavos. Cuando un habitante trabajaba para
otro debía hacerlo porque le mereciera la pena.
De esta manera las cosas supuestamente placenteras veían sensiblemente disminuida
su capacidad de proporcionar placer. Pues si a cualquier hombre le hubiera merecido
la pena descifrar alguna de esas conchas, habría tenido que dedicarle una gran
cantidad de dolor, o casi todo, para compensar el placer que le había inducido a la
empresa.
Por consiguiente, una vez entregada la concha no quedaba mucho que gozar, dado
que según la ley del valle el placer y el dolor eran equivalentes, y el descifrador, no
habiendo padecido en general demasiado dolor, disponía asimismo de poco placer.
De hecho, en aquel tiempo la moda de los más poderosos habitantes de llenar sus
casas de objetos considerados placenteros estaba de algún modo sobrepasada, y se
había convertido en proverbio: «Es preferible descifrar las propias conchas.»
Podría parecer extraño el hecho de que algunos habitantes pudieran encargar a otros
que descifraran sus conchas por ellos, o, en todo caso, que las descifraran de forma
que quedara en ellas un resto de placer. Pero este poder por parte de algunos
habitantes estaba subordinado a la actuación ordinaria del rey. Pues, soportando la
diferencia de dolor en innumerables aspectos de la vida de cada uno de ellos, el rey
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les hacía la vida en conjunto placentera, y ellos se esforzaban en proteger su propia
vida que era fuente de placer. Algunos de los más poderosos habitantes tenían la
facultad de negar a los demás los medios de subsistencia, a menos que trabajaran para
ellos. De ahí la posibilidad para los más poderosos, en posesión de un margen de
placer, de obtener las cosas que querían.
Pero las autoridades, que habían estudiado la vida del valle en relación con el placer y
el dolor, intuyeron un peligro en esta relación entre los más poderosos y los menos
poderosos. Pues, con el incremento de la población, el poder crecía cada vez más
concentrado en pocas manos, y la tendencia general era a obligar cada vez más a los
habitantes a asumir la parte dolorosa de las acciones, dejando las partes placenteras
para los más poderosos. De vez en cuando, antes que el consejo de los sabios regulase
el asunto, grandes cantidades de habitantes se postraron en un estado letárgico. Así es
que crearon muchas leyes para frenar la acción de los más poderosos, los cuales, en
verdad, estaban tan dispuestos a formularlas como a cumplirlas, ya que no les
agradaba ver grupos de gente abandonándose a un estado letárgico.
Pero no sólo en este aspecto, sino en todos los demás, los sabios regulaban los
asuntos del valle para hacer la vida más placentera.
Tenían severas leyes contra quienes privasen a otros de placer sin su consentimiento,
con violencia o engaño. Hacían todo lo posible por evitar el estado de letargo. Pero en
un aspecto sobre todo fueron extremadamente cuidadosos y precavidos: en protegerse
de aquellas causas de turbación, ansiedad y dolor que pudieran derivarse de la
comunidad en su conjunto. Cualquier cosa tendente a bajar el nivel general de confort
fue cuidadosamente excluida. Las irregularidades se redujeron al mínimo; y en cierto
aspecto se dio un gran paso adelante.
En el consejo de los sabios encontró gran oposición, pero finalmente se convirtió en
ley.
Los nacidos en el valle que padecieran cualquier enfermedad incurable, o deformidad
evidente, o que por su aspecto delicado pareciera probable que fueran a causar más
dolor que placer, eran inmediatamente eliminados. La ventaja para los habitantes del
valle era, a sus ojos, inmensa: su visión no sería molestada con deformidades, y la
penosa obligación de atender a los enfermos experimentaría una considerable
disminución en cuanto el edicto se convirtiera en ley.
El importante deber de decidir sobre la eventual extinción sin dolor de cada recién
nacido estaba reservado a un grupo de inspectores, que permanecía breve tiempo en
cada una de las regiones del valle, por temor a que se dejaran influenciar al conocer
personalmente a los individuos cuyos hijos habían provocado su intervención.
Capítulo séptimo
Pasando al otro gran edificio, donde se reúnen los otros sabios, es conveniente
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describir lo que podría llamarse la evolución intelectual del valle, teniendo en cuenta
que su precedente era la evolución moral. El curso que habían tomado las opiniones
de los pensadores del valle era el siguiente.
Al principio no tenían ideas claras, sino todo tipo de opiniones simples y
suposiciones. Por fin comprendieron ciertas tendencias generales —como la que les
impulsaba hacia el centro del valle— y se explicaron muchas inclinaciones que antes
les habían confundido. Y estimulados por este gran descubrimiento, lo examinaron
cada vez más de cerca. Y descubrieron muchas tendencias especiales, como la que les
impulsaba hacia el centro del valle, que el rey había creado y hecho funcionar como
regla general, a menos que deseara lo contrario. Y casi consiguieron aislar las rutinas
más simples, de manera que en la práctica el sistema adoptado por el rey no
constituía un misterio para ellos.
Notaron que un acto A era seguido por otro B. Y, sin tener en cuenta que uno era
placentero y el otro doloroso, midieron la cantidad de sensación presente en ambos
actos.
Después tomaron la siguiente pareja de actos, es decir: A y B una vez más, y
midieron la cantidad de sensación presente en ellos, descubriendo que disminuía
gradualmente.
Al principio pensaron que la sensación acabaría por estancarse; pero después
advirtieron que se iniciaban otras acciones próximas a la rutina AB, a medida que
ésta última disminuía bajo el punto de vista de la sensación.
Naturalmente, estas otras acciones las inició el rey, quien, como se describió
anteriormente, había liberado su capacidad de soportar dolor en la rutina AB. Pero,
desconociendo por completo esta acción por parte del rey, o la misma persona del rey,
la conclusión a la que llegaron fue ésta: que la sensación se transmite. Si no se
conserva en la rutina AB, la parte no conservada pasa a las demás rutinas CD, EF, etc.
Entonces midieron con mucha atención y descubrieron, sobre la base de sus cálculos,
que las rutinas que brotaban al extinguirse la rutina AB tenían una sensación igual a
la que se había perdido en la rutina AB, AB.
Y de ahí concluyeron que la cantidad de sensación o sensibilidad era constante. La
llamaron fuerza viva y dijeron que debía transmitirse y que, dondequiera que
apareciese, sería igual a como era al principio. Pero, pasado un cierto tiempo,
mediante medidas más meticulosas y más paciente reflexión, descubrieron que una
parte de sensación permanecía todavía inexplicable.
Consideremos, por tanto, una rutina consistente en los actos A,B; A,B; A,B. Para que
los actos A,B merecieran la pena, el rey soportaba una cierta cantidad de dolor.
Refiriéndonos a los números citados precedentemente, si en A hay 1.000 partes de
placer, en B sólo habrá 998 partes de dolor. Por consiguiente, la sensación no era
igual en los dos actos A y B. Parte de las sensaciones había desaparecido, y la porción
ahora considerada —por la cual B era menor que A— no había iniciado aún nuevas
rutinas. Esta pérdida no podía ser explicada como ocurría con la diferencia de
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sensación, entre la primera acción AB y la segunda acción, consistente en los actos A
y B sucesivamente. Se había producido una pérdida de sensación contrarrestada por
el incremento de sensación en otras rutinas.
Pero además había una pérdida adicional. La porción de sensación que se perdía no
era recuperada en ninguna rutina conocida.
Fue precisamente el aguante por parte del rey lo qué produjo la aparición de una
pérdida de sensación tal que el acto B era inferior al acto A en cuanto al nivel de
sensación. Pero los habitantes del valle —al menos los sabios— estaban firmemente
convencidos de que la sensación no podía ser aniquilada o reducida. Así que
concluyeron que la sensación se convertía en una forma de la cual no se recuperaba
nunca, por lo que podía afectarles. Imaginaron que todavía existía, pero que había
desaparecido irremediablemente de la vida de los habitantes del valle.
Con los números que hemos elegido y los sencillos ejemplos que hemos puesto, este
razonamiento parece bastante claro. Pero en realidad era tan complicado el estado de
las cosas en el valle, y tan pequeña la proporción de dolor que el rey soportaba en
cada acción por separado, que haber llegado a este resultado implicaba una
investigación de no poco empeño.
Es interesante mencionar las palabras exactas que estos investigadores utilizaron en el
valle. Al ejecutar el acto placentero A, dijeron que los seres adquirían una mayor
animación. En el cumplimiento del acto doloroso B, dijeron que pasaban a una
posición más ventajosa. Utilizaron el término ventajosa porque, tras completar el acto
doloroso B, los seres estaban listos para comenzar una vez más la parte placentera de
la acción A. Y en esta parte manifestaron más vivacidad.
Pese a la alternativa sucesión de actos de mayor vivacidad y más ventajosos, y
aunque la nueva cantidad total de sensación era casi igual de un acto al siguiente, la
igualdad —tuvieron que reconocerlo— no era, sin embargo, completa. Una porción
de sensación se había escapado, ciertamente, de la esfera de sensibilidad de la
población. Nosotros sabemos que esta sensación desaparecida era en realidad la parte
de dolor soportada por el rey a lo largo de toda su vida.
Pero ellos no sabían nada de esto y llegaron a una conclusión bien diferente. Dijeron:
«Si parte de la sensación surge y desaparece continuamente de la vida de los
habitantes del valle, aunque la sensación no se destruya, está verdaderamente perdida
para nosotros.»
Y entonces pensaron: «Seguramente la cantidad de sensación debe ser siempre la
misma. Si una parte desaparece continuamente, de manera que no podemos sentirla,
la porción dejada atrás, y que sentimos, debe disminuir continuamente.»
Luego concluyeron que la sensación en el valle estaba en gradual disminución. Cada
vez se sentía menos. Pasado un tiempo, que ellos calcularon con cierta ostentación de
precisión, toda la sensibilidad abandonaría a los habitantes y desaparecería de alguna
irremediable manera. Todos los seres del valle caerían en un estado letárgico.
Así, cuando en el curso de sus investigaciones descubrieron la actuación del rey, que
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era causa incesante de todas las vidas, la interpretaron como la gradual aniquilación
de la vida.
Aún nos queda por mencionar el pequeño edificio entre las dos salas conciliares.
Cuando el rey hubo relacionado el placer y el dolor con los diferentes actos que los
habitantes del valle debían consumar, tuvo necesariamente que dejar que el acto
placentero tuviese prioridad de ejecución. Después, recurriendo a los rayos
curvilíneos, consiguió que los habitantes ejecutaran el acto doloroso después del
placentero, de manera que ambos formaran la acción completa ideada por el rey. Pero
este eslabonamiento no era muy seguro. La gente tenía tendencia a ejecutar el acto
placentero y omitir el doloroso.
Pero en las cosas que necesariamente concernían a sus vidas, el rey, asumiendo
repetidamente el dolor del acto doloroso, mantenía a los seres en continuo
movimiento.
Pues, una vez ejecutado el acto placentero, caían en un estado de letargo, hasta que el
dolor del acto doloroso fuera soportado por ellos o para ellos. Por tanto, si el acto del
que tomaban la parte placentera, descartando la dolorosa, aparecía ante sus vidas, el
rey, soportando el dolor, colocaba una y otra vez en posición ventajosa a los que
habían eludido la parte dolorosa, de manera que pudieran iniciar de nuevo la rutina
con otro acto placentero. Y a menudo, cuando volvía a empezar, los seres se
adaptaban a la rutina y soportaban el dolor del acto doloroso. A muchos, sin embargo,
tras una prolongada ayuda, el rey se vio obligado a dejar caer en el letargo, dado que
nunca ejecutaban la parte dolorosa de la acción.
El pequeño edificio era ahora la sala conciliar o cámara de investigación de los
buscadores de nuevos placeres. Y con nuevos placeres querían decir lo siguiente: con
los actos placentero y doloroso, que decidían las principales rutinas de sus vidas, no
era prudente tomar el placer y omitir el dolor, porque eso les llevaría gradualmente a
caer en el letargo. Pero eran muchas las rutinas que el rey había instituido además de
las principales. Y si aceptaran la parte placentera de las acciones que constituyen
estas rutinas secundarias, no se produciría ninguna tendencia al letargo en el curso
principal de sus vidas, sino que simplemente tendrían un placer mayor. Naturalmente
había que soportar el dolor del acto doloroso, pero como ellos lo rechazaban se lo
dejaban al rey.
Hace mucho, a través de uno de los habitantes del valle con el que se había
comunicado, el rey había enviado un mensaje a la población invitándola a no aceptar
la parte placentera de una acción sin haber aceptado antes la parte dolorosa. Pero en
la actualidad se había perdido el recurso de este mensaje, y el pequeño edificio lo
habían construido como sala conciliar o cámara de investigación para la búsqueda de
actos placenteros. En ella se discutían todas las posibles innovaciones. Y descritas las
partes placenteras de estas nuevas acciones, hasta qué punto y en qué grado eran
placenteras, la información se divulgaba por todo el territorio.
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Capítulo octavo
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aprendiéndose todo de memoria. Había olvidado su acostumbrada cautela y su
adquirido hábito de preguntar únicamente por cuestiones ya formuladas con
anterioridad, para refrescar su memoria con las respuestas oídas precedentemente.
El profesor desaprobó la estúpida pregunta.
—Mientras el hipotético ser —respondió— es atraído hacia la metrópoli de
conformidad con la ley general, podría sufrir sin embargo algún estímulo más fuerte a
alejarse de aquélla. El hecho de que se aleje demuestra, naturalmente, que su
provisional estímulo a alejarse es más fuerte que su permanente atracción hacia la
metrópoli.
El estudiante agradeció la explicación.
—Pero… —dijo.
—¿Qué? —respondió el profesor.
—La única razón para suponer que los seres son atraídos hacia la metrópoli radica en
el hecho de que se acerquen a ella. No comprendo por qué afirma usted que para ellos
es agradable acercarse a la metrópoli cuando en realidad no lo hacen.
—Pero lo sabemos —dijo el profesor.
—No —respondió el alumno—, solamente lo supone. Porque suceda en muchas
ocasiones no hay que suponer que ocurra siempre así. Parece usted un salvaje que
asaltase la casa de un hombre civilizado: si prueba por la ventana, encontrará en ella
al hombre civilizado; si prueba por la puerta, ocurrirá lo mismo; y si vuelve a la
ventana, se lo encontrará de nuevo. Por tanto, concluye que en la casa hay dos
hombres; y más adelante imagina que hay tantos hombres en la casa como lugares
por donde intenta penetrar.
El estudiante había hablado sin reflexionar. Pero la comparación con un salvaje,
aunque realizada deprisa y en buena medida como ilustración, molestó al profesor, el
cual dijo:
—¿No cree usted que la ley de atracción hacia la metrópoli es universal y afecta a
todos los habitantes?
—No puedo —replicó el estudiante.
—Entonces deberá ir a un lugar desde donde la sienta —dijo el profesor—. Mañana
irá a los confines extremos del valle y se detendrá allí hasta haber cambiado de
parecer.
Dijo esto con modales arrogantes aunque corteses. Ser desterrado de esta manera
constituía un terrible golpe a las expectativas de cualquier estudiante. Y sin embargo,
el profesor actuaba dentro de su estricto derecho legal, y el estudiante lo sabía. Había
evitado el peligro a lo largo del curso, y ahora se precipitaba sobre él como una
avalancha. Pues, así como hace mucho tiempo había habido en el valle opiniones
acerca del rey, y se había castigado a cualquiera que no las admitiera y fuera
descubierto, ahora, cuando todas las ideas acerca del rey habían sido refutadas, tenían
severas normas sobre la creencia en las leyes.
La clase docta era una secta de sacerdotes, y quienquiera que amenazase con crear
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confusión y trastorno negando alguna de las leyes conocidas, e incitase a la gente
ignorante a descuidarlas y negarlas, era sometido a severos castigos. En el caso de
este estudiante, el error no tenía tanta importancia, por cuanto había cometido su
ofensa en presencia de gente bien instruida, que todo lo más sonreiría ante su locura.
Pero el joven se había permitido insultar al director de la escuela, y su castigo fue
unánimemente considerado suave y justo. Y sin embargo no estaba del todo
equivocado. No era como en tiempos del rey, el cual (cuando quería que un ser se
alejase de la metrópoli) soportaba usualmente una porción de fatiga al ir allí; y, al
mismo tiempo, la contrapesaba cargando con una porción todavía mayor del dolor
implicado en su alejamiento de la metrópoli. De ningún modo. Cuando el rey quería
que un hombre se alejara de la metrópoli, le dejaba comenzar de nuevo, como si, de
acuerdo con las condiciones a que estaban sujetos los seres en el valle, fuera en igual
medida placentero y doloroso moverse en cualquier dirección; y asumía una porción
del dolor implicado en el alejamiento de la ciudad.
Por consiguiente, una vez expulsado, el estudiante trató de examinar seriamente el
motivo de su equivocación. El lugar de su exilio estaba en los confines del valle,
donde vivía una pacífica raza de salvajes, dedicados a la agricultura. En la tranquila y
monótona vida del lugar reexaminó el curso completo de su existencia, pero no pudo
obtener ningún sentimiento diferente. Y mientras estaba inmerso en profundos
pensamientos, le entraron ganas de mezclarse con los salvajes y hacer lo que ellos
hacían. Con gran sorpresa por su parte, cuando se disipó su preocupación, se encontró
extraordinariamente a gusto entre ellos. Sus gustos parecían concordar con los de él.
Y llegó a la conclusión de que en realidad era un salvaje, admitido por error en la
escuela. Con semejante convicción, abrazó sinceramente el tipo de vida que le
rodeaba. Con el tiempo se ganó la confianza de esa gente ruda e inculta, que le
hablaba sin ninguna reserva. Muchas curiosas tradiciones se transmitieron de
generación en generación. Algunas procedían del tiempo en que el rey paseaba por el
valle y hablaba con los niños cuya actividad había despertado. Otras procedían de la
época en que apareció entre ellos una persona a la que el rey había dado alguno de
sus rayos, por lo cual podía reducir el dolor en las acciones de los demás, incitándoles
así a moverse.
Todas estas tradiciones se las contaron al estudiante en el exilio.
Sus creencias eran las siguientes. Creían en un poder superior, en el cual reconocían
al rey; pero no sabían de qué forma este poder les estimulaba. No obstante, lo
relacionaban de alguna manera con el placer y el dolor. Pensaban que él sufría dolor
cuando ellos sentían placer, pero no en los términos exactos en que realmente
sucedía. Simplemente pensaban que el rey sufría al verles sentir placer. Temían, sin
embargo, que si le desagradaban demasiado podría quitarles todo el placer dejándoles
únicamente el dolor.
El estudiante vio ahora con claridad algunos de los errores y las contradicciones de
sus creencias. Por ejemplo, sabía que los seres únicamente perseguían el placer, y
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que, apenas éste se equilibraba con el dolor, caían en el letargo y después
gradualmente se desvanecían. Aceptado esto, no era necesario, como ellos pensaban,
comprender la actuación de este poder superior. Pero una de las cosas que dijeron le
impresionó: cuando obtenían placer, este poder sufría.
No podía aprobar los resultados de sus vidas que, en consecuencia, estaban
controladas muy lúgubremente, aunque con una buena dosis de alegría inconsciente.
Pero sabía a ciencia cierta que había una constante disminución de sensación. Y,
puesto que también le constaba que las criaturas del valle no hacían nada que no fuera
placentero, concluyó que, aunque tanto el placer como el dolor podían desaparecer, el
segundo debía hacerlo en mayor grado. Dado que la sensación no se anulaba sino que
escapaba a la percepción de los habitantes, se deducía que debía transmitirse a alguno
de ellos. No desaparecía como sensación, sino que se alejaba del estado emocional de
los seres. ¿Existe, pues, algún ser —se preguntaba el joven a sí mismo— de cuyo
poder hable esta sencilla gente, y el cual soporte el exceso de dolor, haciéndonos
placentera la existencia? ¿Es ése el significado de sus afirmaciones de que nuestro
placer le hace sufrir? Ésta es, la verdad vista retrospectivamente es decir, que,
mediante su asunción de dolor, obtenemos placer, el cual es manipulado por los seres
en beneficio propio: nuestro placer le hace sufrir.
Al llegar sus reflexiones a ese punto, el estudiante se acordó de cierto libro que
trataba de las antiguas creencias del valle. Resultó ser uno de los libros que había
traído con él a su exilio. Tomó nota mentalmente y por la tarde se dispuso a
consultarlo. Y en una nota a pie de página, hacia el final del libro, leyó:
«La existencia de un poder que modela el valle en beneficio de los seres que lo
habitan está tajantemente refutada. En primer lugar, por la cantidad de sufrimiento
que existe en el valle. En segundo lugar, por la escasez de modelos diferentes de vida
y la constante modificación de un solo plano que asegura diferentes resultados, los
cuales serían mucho mejores mediante el uso de modelos y recursos radicalmente
distintos. En tercer lugar, por la ausencia de cualquier indicación acerca de tal poder,
excepto en las tradiciones de las tribus primitivas.»
Al leer esto, el estudiante se levantó y comenzó a pasear por la estancia. Era evidente
para él que, si el poder del ser residía en soportar parte del dolor, el primero de estos
argumentos caería por tierra. La presencia de dolor en el valle probaría que este poder
asumía solamente una parte de él, no todo. En cuanto al segundo argumento,
sucedería que el ser que, soportando dolor, hubiera dado vida a otros habitantes,
actuaría con economía: preferiría alcanzar sus objetivos con el mínimo gasto posible
de medios.
El joven abandonó semejantes reflexiones.
Podría parecer sorprendente que el rey no se hubiera comunicado de alguna manera
con el estudiante, ya que por mediación de sus rayos conocía todo cuanto pasaba en
su mente. Pero el rey había constatado repetidas veces que, manifestándose a
cualquiera de los habitantes del valle, producía un efecto que, si de inmediato era
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benéfico, a la larga era sumamente desastroso. Pues los propósitos que se prefijaba y
hacia los cuales conducía a los habitantes, eran mucho más elevados de lo que
cualquiera de ellos pudiera comprender o concebir. Y los habitantes, tan pronto se
ponían en contacto con él, creían conocer su última voluntad. Además, tratándose de
gente con ideas fijas, una vez recibido el beneplácito por sus contactos con el rey,
precisarían arduos esfuerzos para erradicar aun las más absurdas ideas concebidas por
sus mentes.
Cuando el estudiante salió al aire libre no vio más que las estrellas, y no oyó más que
al viento. Sin embargo, conocía tan bien el camino que anduvo deprisa sin tropezar
en la oscuridad. No había ido muy lejos cuando vio una especie de luminosidad. «Es
la luna que empieza a salir», pensó. Pero advirtió que había sobrepasado la luz y la
estaba dejando atrás. No podía haber sobrepasado la luna de esa manera. Se dirigió
hacia la luz y cuando la alcanzó le pareció un tenue báculo luminoso. Lo tocó con las
manos, y aunque no sintió nada, pudo cogerlo y se alejó con el tenue destello.
No había ido muy lejos cuando tropezó con algo que yacía en el sendero.
Inclinándose, lo tocó con la mano y comprobó que era el cuerpo de una criatura como
él. «Está rendido por la fatiga. ¿Podría ayudarle?», pensó. Se levantó y miró en torno
suyo, dejando que el destello luminoso que llevaba en la mano tocara el postrado
cuerpo. «Me gustaría que pudiera levantarse por sí mismo», pensó. Tan pronto como
formuló este deseo, notó una sensación de dolor en sus miembros y la figura se
levantó.
—No podía moverme —dijo— hasta que viniste, pese a tener motivos para seguir
adelante. El dolor era igual al placer.
—¿Quién eres?
—Soy un errabundo y trato de encontrar el lugar en donde nací; allí me ayudarán.
Había ahora en el valle una cierta clase de gente llamada errabunda, que se había
mostrado incapaz para cualquier tipo de trabajo. Si eran inofensivos, se les permitía
vagar en torno, subsistiendo de la caridad.
El estudiante caminó junto a este errabundo, y a cada paso que éste daba
experimentaba una sensación de dolor en sus miembros. Pero ambos caminaron
deprisa hasta llegar a la morada que el estudiante acababa de abandonar, donde dejó
que el errabundo descansara en sus aposentos. Después salió de nuevo, llevando
consigo unas pocas cosas indispensables.
Capítulo noveno
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desventura del estudiante. Al abandonar su lugar de exilio, el estudiante se exponía a
un castigo y renunciaba a los medios de subsistencia que habían sido dispuestos para
él. Se veía obligado a vagar como un errabundo, confiando en la generosidad de los
que se cruzaran en su camino.
Por lo general fue recibido con hospitalidad. La región estaba muy alejada de la
metrópoli, los habitantes se alegraban de poder hablar con un forastero, y los
errabundos disponían, en general, de todo un surtido intercambiable de noticias y
comidillas. Pero no habló con ninguno de lo que se agitaba en su mente, salvo en una
ocasión.
Mientras caminaba por la mañana temprano fue saludado por un habitante que
parecía un granjero acaudalado. Algo en el aspecto del estudiante le había atraído,
pues, al saber que se dirigía a una ciudad lejana, le propuso que se detuviera y tomara
con él la primera comida del día. Este habitante había sido un empleado del consejo
del placer y el dolor. Pero la vida sedentaria había sido demasiado penosa para él, y
se había ido a vivir al campo, a una pequeña propiedad suya, hasta haber superado su
tensión nerviosa.
—¿No encontraba muy aburrida la región de donde procede?
—No; descubrí que la gente tenía muchas cosas interesantes que contarme.
—Tienen tradiciones muy peculiares. Recuerdo que en nuestro consejo se debatió si
eran perniciosas o inofensivas; se decidió que eran inofensivas y poco dadas a
propagarse.
—He hablado mucho con ellos desde que vivo en su compañía, y he llegado a la
conclusión de que en sus creencias hay gran parte de verdad.
—¿De veras? Sin duda no creerá que nuestro placer pueda desagradar a ningún ser
ajeno a nosotros.
—No; pero vuelvo al viejo concepto del que ya ha oído hablar: que existe un ser que
nos convoca a la vida y está sobre nosotros. Y creo que este ser sufre para hacernos la
vida placentera. Usted sabe que una parte de sensación desaparece, y que el dolor
desaparecido es mayor que el placer.
—¿Cómo puedo saberlo?
—Sabemos que el placer no excede en demasía al dolor. Por tanto, si en el transcurso
del tiempo pasado la sensación desaparecida fuera de placer, quedaría un exceso de
dolor y con el tiempo caeríamos todos en el letargo. Por consiguiente, o bien
desaparece una mezcla de placer y dolor, o solamente el dolor. Imagino que sólo el
dolor. Estas extrañas doctrinas son verdaderas, sólo que expresadas en forma
peregrina. El ser superior acepta continuamente el dolor, haciéndonos placentera la
existencia y dando lugar así a que nos movamos y actuemos. El dolor de nuestra vida
es, por tanto, lo que queda del dolor que él no ha asumido.
—Me parece una doctrina muy lúgubre. Puedo imaginar, cierta poesía en la idea de
un ser de poder infinito, fuerte y glorioso, pero no en la idea de un ser doliente.
—Cuando era usted un niño pensaba que su padre podía hacerlo todo. Pero al crecer
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y descubrir que él también tenía apuros, ¿ha disminuido su respeto por él, o su
agradecimiento por cuanto hizo por usted?
—No. Se refiere usted a que si bien no consideramos del mismo modo a este ser,
admitiendo su existencia, deberíamos, sin embargo, sentir gratitud hacia él.
—Ciertamente. Y, considerando la actitud que hemos tomado con respecto a él, este
sentimiento de gratitud actúa sobre nosotros como un revulsivo. Pero, aparte de la
gratitud, no veo por qué deberíamos perder cualquier otra sensación, como parece
usted echar de menos. ¿No se acuerda de que, en el transcurso de los estudios que
emprendimos, nos enseñaron que en el conocimiento hay dos partes —una que
corresponde a la realidad, y otra introducida por la acción de nuestras propias mentes
— y que, por tanto, determinadas características que al principio pensamos que eran
debidas a la naturaleza de las cosas en sí mismas, resultan ser, a través de la reflexión,
únicamente la percepción de nuestras propias acciones mentales?
—Sí. No percibimos completamente la realidad, la comprendemos en función de
como la percibe nuestra mente.
—Y, naturalmente, la forma de actuar de nuestra mente nos hace percibir ciertas
cualidades como parte de la existencia real, aunque no pertenezcan del todo a ella.
Estas cualidades proceden de nuestro propio proceso mental. En los viejos tiempos
las consideraban cualidades de la realidad no introducidas en ella. Y gran parte de la
solemnidad del concepto relativo a los seres de los que hablamos fue debida a mera
exaltación y prolongación de estas cualidades, las cuales no se corresponden para
nada con la realidad. Así, la solemnidad del concepto de estos seres se debió a la
exaltación de las cualidades que únicamente se originan en nuestra mente.
—Esto explica que el concepto se haya desvanecido. Pero dígame de una vez por
todas, con un ejemplo. Explíqueme lo que quiere decir, refiriéndose a alguna cualidad
en concreto.
—No puedo hacer eso, tengo ideas confusas en la mente; con todo, siempre es bueno
concretar. Algo así. Cuando observamos un objeto cualquiera siempre le atribuimos
un cierto poder. Todas las cosas tienen, de alguna manera, su propio poder de
oponerse, de moverse, de influir en nosotros. Así, todo lo que percibimos nos parece
poderoso. Y dado que esta cualidad de ser poderoso está presente en todas las cosas,
probablemente penetra por la mente, y es más bien una parte del proceso mental con
que nos hacemos una idea de la realidad que una cualidad propia de esa misma
realidad. Siendo así, cuando suponemos que un ser tiene la cualidad de la
«omnipotencia», no estamos haciendo ninguna suposición acerca de ese ser, sino que
únicamente extendemos una cualidad sin relación de ningún tipo con la verdadera
naturaleza de las cosas. Hemos dejado de hablar del ser, y ampliamos el concepto que
surge solamente de la única manera en que podemos percibir.
—Usted diría seguramente que este ser es poderoso.
—Por supuesto, si pensamos en él debemos suponerle poderoso; lo exige la
naturaleza de nuestro proceso mental. Pero es harto estéril hacer hincapié en el
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concepto de su poderío; el único esquema válido de pensamiento consistiría en
indagar el tipo de poder que tiene. Los que han meditado acerca de este ser, han
mostrado una tendencia a representar su grandeza en todos los aspectos. Pero no
siempre han sido juiciosos al hacerlo, porque, incapaces de separar sus verdaderas
cualidades de las que ellos le atribuyen en virtud de su particular modo de
percepción, han acabado por hacer hincapié en descripciones que, por un lado, no se
corresponden para nada con la realidad, y, por el otro, no logran conmover a quienes
se proponían impresionar. Se ha urdido una excusa. La naturaleza de este ser es
secreta. Ha sido relacionada con preguntas introspectivas acerca del origen de nuestro
modo de percepción. Todo esto debe desecharse. Este ser es la causa de toda nuestra
vida, y sin embargo necesita de su ayuda, tal y como usted entiende el concepto.
—Me gustaría acompañarle a ver a su amigo y oír lo que tenga que decir.
—Venga, con mucho gusto.
Así fueron juntos a la ciudad. En el camino, el empleado sintió una alegría de vivir
como no había gozado desde hacía tiempo. Hablaron entre ellos, intercambiando
confidencias. Finalmente, llegaron a las afueras de la ciudad en donde vivía el amigo
del estudiante. Allí se separaron: el empleado entró en la ciudad, y el estudiante fue a
casa de su amigo. El sendero que el estudiante siguió atravesaba un bosquecillo de
vegetación muy densa. Conforme avanzaba, notó que había perdido el sendero.
Cuando se detuvo a reflexionar acerca de la dirección que debía tomar, creyó oír un
ruido. Se repitió. Adentrándose en la parte más umbrosa del bosque, estuvo
explorando hasta que al final encontró —cuidadosamente oculto— un niño, todavía
bebé.
El niño casi había muerto por el abandono.
El estudiante lo recogió y lo calentó. Cuando el niño se recuperó un poco, se hizo
evidente el motivo por el que le habían escondido. Su respiración era angustiosa y
penosa. Padecía alguna afección pulmonar que le hacía sofocarse al respirar. Por lo
demás, el niño estaba bien desarrollado y parecía de constitución fuerte. Todo hacía
suponer que lo habían abandonado tan lejos para despreocuparse de rescatarlo. El
agotamiento causado por el abandono, añadido a las dificultades de su respiración,
era demasiado para el niño, que decaía ostensiblemente.
«Si pudiera asumir el dolor de su respiración», pensó el estudiante, «tal vez resistiera
hasta que le encontrara algún alimento».
Levantó la cabeza, pues le pareció como si alguien le golpease en el pecho. No había
nadie. El dolor continuó. Sin abandonar al niño, el estudiante prosiguió su camino a
casa de su amigo. Cuando llegó, advirtió una insólita calma en las casas circundantes.
Entró y fue recibido por la hermana de su amigo. Súbitamente comprendió que algo
debía haber sucedido. La mujer lo condujo a una estancia escasamente iluminada
donde vio a su amigo, que yacía inmóvil con el rostro completamente lívido.
—Hace tiempo que sufre grandes dolores —dijo—. Se pensaba que si era capaz de
soportar el dolor, las cosas seguirían su curso y él no se hundiría. Pero de nada sirvió
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todo lo que pudimos hacer.
La habitación estaba llena de todas las cosas consideradas placenteras, y la muchacha
miraba en derredor al hablar.
—No sirvió —y diciendo esto, cogió al niño de entre sus brazos y lo dejó junto al
cuerpo tendido de su hermano.
El estudiante se sentó a su lado, sintiendo todavía una extraña opresión en el pecho.
Después salió de la estancia y descubrió que el niño había revivido del todo. Todavía
parecía sofocarse al respirar, pero sus ojos estaban brillantes y reía.
—Muy pronto estará bien —dijo la hermana de su amigo.
—Dígame qué le ha ocurrido a su hermano.
Cuando se hubo enterado de su enfermedad volvió a la estancia. Después de algún
tiempo sentado a su lado, empezó a sentirse cada vez más apenado por la pérdida de
su amigo y la falta de sus consejos. Esta forma inerte e indecisa, esta masa sin vida,
era lo que él había venido a buscar, era el ser con quien tanto había deseado
conversar.
Se inclinó sobre él. «¿Podría devolverle la vida? ¿Podría tener con él un intercambio
de ideas al menos por una hora? Si hubiera estado a su lado, podría haber asumido
parte del dolor de su enfermedad antes de que le dominara.» Tocó sus manos
exánimes: estaban frías y húmedas. Contempló el rostro inexpresivo. Parecía sentir el
dolor de la lucha interior que su amigo había emprendido contra el mal. La quietud de
aquella silenciosa cámara había desaparecido para él; sentía en su propia persona los
tormentos de la lucha por la vida. Un velo pasó por sus ojos, mientras caía al suelo
aferrado a las manos de su amigo. De repente escuchó una voz. Se levantó y miró en
torno. El débil sonido procedía de los labios de su amigo.
—He estado muy enfermo —fueron las palabras que pudo entender—. Estoy tan
contento de que hayas venido; en mis peores momentos pensaba en ti. Has llegado
justo cuando comienzo a sentirme mejor.
Verdaderamente sus facciones recuperaban la expresión y sus manos estaban tibias.
Era otra vez su amigo, vivo como antes.
Pasadas unas horas se había recuperado lo suficiente para poder escuchar todo lo que
había ocurrido. Hablaron larga y seriamente. Su amigo se convenció.
—Vayamos con tu compañero —dijo.
Juntos fueron a la ciudad. Se enteraron de que el empleado había ido a la sala de los
magistrados, donde se celebraba un proceso.
Al principio no le vieron, por lo que atendieron al juicio. Comparecía una mujer que
había estado en prisión algunos días, acusadas de ocultar a su hijo. El cargo fue
claramente probado. La mujer recibió la sentencia con evidente apatía.
—No saldrá viva de la cárcel —dijo el amigo del estudiante, notando la expresión de
la mujer.
Pero el joven la llamó a grandes voces desde el sitio que ocupaba en la sala.
—No tenga miedo, su niño está a salvo.
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El rostro de la mujer se iluminó, siguiendo alegremente a sus carceleros.
El magistrado había notado quién era el que había hablado y se disponía a ordenar
que el alborotador fuera conducido a su presencia para ser castigado. Pero el
empleado, sentado cerca del magistrado, al que conocía, dijo:
—Ésta es la persona de la que le he hablado; le ruego que no le castigue.
El magistrado, por consiguiente, se limitó a amonestar al público en términos
generales.
Pero le dijo al empleado:
—Hay algo en él que me repugna, no me cuente nada más de él.
Los tres regresaron juntos, y juntos discutieron la mejor manera de hacer pública la
nueva teoría acerca del rey. Optaron por ir a la metrópoli y hablar con los más sabios
y cultos.
El estudiante preguntó por el niño. La hermana de su amigo llegó y le dijo que su
respiración no mejoraba, pero que el pequeño era fuerte y travieso.
—Pertenece a la mujer hoy procesada —dijo el estudiante— y debemos cuidarlo
hasta que ella salga de prisión.
Tras una breve deliberación, su amigo confió el niño a un fiel sirviente para que lo
llevara a la metrópoli, donde un enfermo podría pasar más fácilmente inadvertido.
—Y tú —dijo— podrás vigilarlo.
Cuando el estudiante y el empleado estaban a punto de partir para la metrópoli, el
amigo del primero se llevó a éste aparte.
—Mi hermana me ha dicho que cuando tú has llegado estaba sumido en el letargo.
—Sí.
—Y, ¿me has vuelto tú a la vida?
—Sí.
—¡No sé cómo agradecértelo! Si no hubiera sido por ti nunca habría vuelto a gozar
de la vida. Te estoy muy agradecido.
—No me lo agradezcas a mí, sino más bien a ese poder que te ayudará a lo largo de
toda tu vida como yo lo he hecho momentáneamente. E incluso en esta circunstancia,
no es a mí a quien debes gratitud, sino a él, porque si he sido capaz de librarte del
dolor ha sido solamente gracias a él.
Dicho esto se despidió de su amigo, y prosiguió su camino con el empleado.
No habían ido muy lejos cuando un séquito de sirvientes surgió detrás de ellos.
Permanecían a un lado del camino, pero de entre ellos se adelantó un joven.
—Me he enterado de lo que ha hecho usted y me he apresurado a alcanzarle.
—¿Qué desea?
—Quiero ir con usted. Sé que ha devuelto a su amigo a la vida, sacándolo del letargo
en que estaba sumido. No existe poder tan grande como ése. Soy extremadamente
rico, y todo lo que tengo lo pongo a su servicio; muéstreme su poder.
En el valle la riqueza es sinónimo de abundancia de cosas placenteras. En ese
momento el estudiante estaba soportando el continuo dolor de la respiración del niño,
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además del producido por la enfermedad de su amigo. Notó que antes de sentir placer
—es decir, antes de poseer cosas placenteras— sería necesario renunciar al poder que
estaba ejerciendo, por lo que le dijo al joven en tono brusco:
—No puede usted comparar la riqueza con lo que yo hago, ni cambiar la una por lo
otro. Primero renuncie a todas sus riquezas, después podrá empezar a enterarse de lo
que hago.
El joven retrocedió, pero una vez más habló:
—Renunciaré a una gran parte de mis riquezas si usted me instruye.
—Si quiere usted conservar algo, aunque sea una mínima porción, no podrá hacer lo
que yo hago.
Entonces el joven y todos sus sirvientes se alejaron.
Capítulo décimo
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—Cuéntemelo, se lo ruego.
—Simplemente es esto: cuando me doy cuenta, a través del pensamiento, de la
presencia del ser superior, no recibo de él ningún mensaje u orden. Pero descubro
que, cuando estoy cerca de algún ser doliente, puedo quitarle parte de su dolor,
soportándolo yo mismo. Por consiguiente, lo que hace con nosotros el ser del que
hablo en cada momento de nuestras vidas, lo hago yo ocasionalmente y en pequeña
escala.
—Pero, ¿qué placer obtiene para que le merezca la pena?
—Ningún placer. Me alegra ver al ser liberado del dolor y vivo en lugar de
aletargado.
—¿Quiere usted decir que no hay esperanza?
—Espero que llegará un tiempo en el que tendré un conocimiento más completo del
ser del que hablo.
El empleado estaba callado. Después se fue.
Estaba todavía meditando sobre la respuesta a sus preguntas cuando llegó un
mensajero del jefe de los consejeros del placer y el dolor, pidiendo entrevistarse con
él.
Cuando el empleado fue introducido en presencia del consejero jefe, y se quedó a
solas con él, éste último le dijo:
—Me gustaría charlar tranquilamente con usted a propósito de su compañero.
—Estaré encantado.
—Cuando abandonó su oficina y se retiró al campo, no habría previsto interesarse de
nuevo por los asuntos de estado, ¿no es cierto?
—Ciertamente no lo esperaba, y no comprendo lo que quiere usted decir con eso de
que estoy interesado en asuntos de estado.
—Muy simple. Las continuas deliberaciones, generación tras generación, de los
sabios que se reúnen en la cámara del consejo han sido la causa del continuo progreso
de los habitantes. Nada hacían de prisa o con violencia, pero las mejoras se sucedían
gradualmente. Aparte de esto, cada época ha tenido siempre sus desórdenes. Han
surgido ciertas doctrinas que, a veces, tienen buenas intenciones y merecen el aliento;
otras veces, no se conoce su importancia y deben ser estudiadas; o son contrarias a la
felicidad del estado, y entonces nos incumbe a nosotros la grave responsabilidad de
controlarlas. Ahora bien, en su posición, tiene usted más oportunidad que ningún otro
de saber la dirección y tendencia de las doctrinas de su compañero. Le he mandado
llamar para que comparta conmigo esa grave responsabilidad.
—Me temo no poder ayudarle. Estoy seguro de que no desea causar ningún mal.
¿Qué mal puede haber en sus doctrinas?
—No se trata tanto de sus doctrinas cuanto de otro asunto del que quiero hablarle. La
mayoría de los que han hablado con él están de acuerdo en atribuir a su persona una
singular opresión. La expresión fue utilizada incluso por un muy respetable amigo
mío: «Me hace sentir como un pelele.» ¿Qué derecho tiene, pues, a infligir semejante
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sensación a un individuo tan respetable? Quiero preguntarle si ha experimentado
usted personalmente esa misma sensación.
El empleado vaciló.
—Al menos, dígame ¿le ha resultado fácil influir en él?
—No. Me temo que no puedo influenciarlo de ninguna manera. Parece carecer de los
normales resortes del estímulo.
—¿Diría usted, entonces, que sería ventajoso para la comunidad que muchos de sus
miembros llegaran a ser como él? ¿No serían difíciles de gobernar?
—Ciertamente lo serían.
—¿Aumentaría el placer para el resto de los habitantes o para ellos mismos?
—Para ellos mismos no —dijo el empleado, recordando el dolor que soportaba su
compañero—. Pero puede ser bueno para el resto de la población.
—Sí —dijo el consejero jefe— ahí es donde radica su fuerza; es un médico muy hábil
o un impostor, y tiene a la gente de su parte gracias a las curaciones que ha efectuado.
¿Puede decirme algo acerca de su vida?
—He sabido por él mismo que era un estudiante y estaba exiliado. Y que en su exilio
había descubierto las nuevas doctrinas, y había abandonado la localidad en la que
estaba sentenciado a permanecer. Me uní a él mientras estaba en camino.
—Sabemos lo suficiente de él y podemos, sobre la base de los reglamentos, obligarlo
a volver, y castigarlo por haber abandonado la región a donde había sido desterrado.
—Si tiene usted ese poder, ¿por qué no lo manda volver, si piensa que su
desaparición sería mejor para el estado?
—Ah, mi buen amigo, usted ha oído muchas de nuestras deliberaciones públicas
desde su puesto en el consejo. Pero ahora que discutimos juntos, debo decirle que hay
secretos más profundos en el arte de gobernar que pronto comprenderá. Suponga
usted que arrestamos a este individuo y lo expulsamos; la gente no lo consideraría
justo. Ahora están de su parte, y dirían que los mecanismos legales habían sido
utilizados para deshacerse de él. Naturalmente, si sus partidarios se volvieran
violentos, algo por el estilo tendría que hacerse. Pero solamente un decreto podría
parecer justo a los ojos del pueblo, y podría cumplirse prudentemente, si fuese
necesario, sin atraer sobre él más atención que la que existe actualmente.
El empleado no dijo nada. El consejero jefe prosiguió:
—Siento que nuestra conversación haya avanzado tan poco. Esperaba poder
encontrar en usted un sucesor al asiento vacante en la cámara. Sé que posee usted
talento para ocuparlo dignamente. Pero antes de seguir adelante es menester alguna
prueba de la sabiduría del sucesor. Hasta ahora no ha tenido usted la oportunidad,
pero pensé que en este caso difícil, en el que dispone de mejores perspectivas de
observación de las que nadie tuvo jamás, podría haber mostrado su poder mental,
confirmando la opinión que de usted tengo. De cualquier modo, sin duda tendrá otra
oportunidad en alguna ocasión futura, cuando este asunto tan difícil sea olvidado.
El consejero jefe dio muestras de que la entrevista se estaba acabando, pero el
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empleado no se fue.
—Lo único que pretendemos —resumió el consejero jefe— es formarnos una
opinión, sobre la base de un conocimiento más profundo, acerca de si es probable que
este innovador cause más dolor o más placer si consigue que le escuchen. ¿Puede
usted aconsejarnos? Cualquier tipo de información sobre su vida interior es valioso,
independientemente de sus actividades públicas.
—Hay un hecho singular del que me gustaría hablarle, dado que ha constituido una
carga para mí.
El consejero jefe hizo una señal de asentimiento, y el empleado le habló del niño, y
de cómo había sido protegido.
—Y con este niño —dijo— pasamos, él y yo, nuestro tiempo libre después del trabajo
diario.
—Verdaderamente es una historia curiosa —dijo el consejero jefe—. Ha hecho usted
bien en contármela. Estaba seguro de que era usted una persona en cuya discreción se
podía confiar. Me ha proporcionado la mejor prueba que podía esperar. Los aspectos
de este asunto deben ser meditados detenidamente.
Esa tarde, cuando el empleado entró en la habitación que compartía con el estudiante,
éste estaba inclinado sobre el niño con fatigada expresión, pasándole una mano por la
espalda. El niño les miró y sonrió. Era completamente feliz, a pesar de los evidentes
esfuerzos que hacía para respirar. El estudiante miró a la cara a su compañero. En el
mismo momento su agotamiento desapareció, y una luz brillante y ardiente
relampagueó en sus ojos.
—Parece usted agobiado, amigo mío. Ya sé que lamenta la forma en que me miran
los sabios y demás gente importante que ha traído aquí, y que, por consiguiente, debe
apenarle un poco la parcial pérdida de estima que ellos le han mostrado. ¿Puedo
ayudarle a soportarlo?
En ese momento se abrió la puerta y entró un mensajero que entregó al empleado un
paquete sellado. Al abrirlo vio que era su nombramiento al puesto vacante en la
cámara del consejo. Pero su expresión no se avivó. Respondió a su compañero
tristemente, y así finalizó el día.
Capítulo undécimo
Al día siguiente el estudiante se levantó temprano y salió solo. No estuvo, como era
su costumbre, con la gente, sino que atravesó las calles en dirección al campo abierto.
En su camino fue detenido por una anciana, agobiada por la edad y sus muchos
achaques. No tenía sitio entre toda esa gente, y eran tantos sus dolores y tal la
pobreza de su vida, que cualquiera que hubiera pensado en ella se habría admirado de
que se mantuviera viva.
La mujer se detuvo y le dijo:
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—Maestro, tengo entendido que usted puede hacerse cargo de mi dolor. Ayúdeme.
Pero el joven, mirándola, le respondió:
—No, no puedo, pero tengo un mensaje para ti.
Y ella respondió:
—¿Un mensaje para mí? No conozco a nadie que pueda mandarme un mensaje.
Pero él replicó:
—No obstante, tengo un mensaje para ti de mi señor, el cual me ordena que te dé las
gracias.
La mujer respondió:
—No puede ser. Debe haberse equivocado usted.
Pero él dijo:
—No me he equivocado, mi señor le da las gracias.
No podía explicar a la anciana que, según las leyes del valle, el dolor que ella había
soportado se lo había ahorrado al rey. En lugar de decirle esto, le dio el mensaje y, de
un modo u otro, la anciana le creyó.
El resto del día lo pasó en el campo. Cuando volvió era casi el crepúsculo. En las
calles había una insólita animación. Al pasar por la plaza del mercado público vio una
multitud reunida; y cuando penetró en su interior descubrió tumbado en el suelo al
niño que durante tanto tiempo había cuidado. Lo habían abandonado allí,
exponiéndole a la intemperie durante varias horas; la falta de alimento, el miedo, y su
sofocante respiración le proporcionaban un lamentable aspecto. En seguida, el
estudiante se acercó a él y lo tomó en sus brazos.
—¿Es suyo ese niño? —preguntó uno de los presentes.
—No —contestó el estudiante— pero me cuido de él.
—Entonces es usted el que está trayendo el dolor a todos nosotros —gritaron varias
voces desde el fondo.
Y uno exclamó:
—Le conozco. Usted pretende quitar el dolor, y en realidad aporta mucho más,
secretamente.
Movida por un sentimiento de indignación hacia el que había provocado tan penoso
estado como el que presentaba el niño, la multitud rodeó al estudiante y le impidió
escapar. Pero no le pusieron las manos encima. Mientras permanecía junto al niño,
éste empezó a recuperar su compostura poco a poco. Pero la multitud, con un brusco
movimiento, le arrastró hasta la cámara del consejo. Y cuando llegaron, exigieron que
fuera castigado ese acto cruel y malvado de mantener vivo el dolor.
Casualmente se encontraron allí mismo varios magistrados jefes quienes,
obedeciendo los ruegos de la multitud, procedieron en seguida a reunirse. Nadie sabía
cómo había ido a parar el niño a las calles, pero el prisionero admitía que se mantenía
vivo gracias a él. Los médicos declararon por unanimidad que el niño debía haber
sido eliminado nada más nacer. Prácticamente no tenía defensa. Establecida la
acusación de subvertir las leyes, la gente reclamó la pena máxima. Los jueces
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dictaron sentencia contra el estudiante.
Debía morir antes del amanecer.
El estudiante se enfrentó a su destinó sin ningún pesar, incluso con alegría. Había
soportado durante bastante tiempo todo el dolor de que era capaz. Contrariamente al
príncipe de tiempos pasados, no consideraba que la nada fuera el anhelado fin de la
existencia. Sentía la presencia del ser que había percibido a través del pensamiento, y
esto le parecía más real que la vida o la muerte.
Al día siguiente, bien por reacción a la excitación de la tarde precedente, o por
cualquier otra causa, una insólita calma se extendió por las calles de la ciudad. No se
hablaba demasiado acerca de lo acontecido. El sentimiento dominante era la
extrañeza de que se hubiera creado tanta conmoción por un asunto tan poco
importante. Para la mayoría, antes del próximo atardecer, todas las circunstancias
estarían casi olvidadas. Y, sin embargo, por todas partes había personas que sentían
profundamente la pérdida de su amigo. La alegría de vivir, el manantial de la vida,
parecía desvanecerse. El pobre niño yacía pálido e inmóvil, salvo cuando, a cada
momento, boqueaba convulsivamente al respirar. Nadie más que el empleado sentía
el abatimiento. El interés y el valor de la vida parecían haber desaparecido. No le
importaban sus nuevos honores.
Ese día se esparció por la ciudad una inesperada noticia. El jefe del consejo de las
sensaciones había caído en un estado de letargo. Estaba en la flor de la vida. Algo de
lo más inesperado. La noticia asombró a todos, pero todavía les asombró más la casi
total indiferencia de la gente.
A esas noticias siguieron otras. Muchos de los habitantes de la metrópoli, cuyas vidas
eran de las más activas, sucumbieron de repente. El empleado había decidido ir al
campo. Pero llegaron noticias de que también los trabajadores más pobres, y los que
estaban expuestos a la fatiga de largos viajes o a la intemperie, caían en muchos casos
en el letargo. La ola de apatía parecía invadir todo el valle, no se limitaba a la
metrópoli. Las clases prósperas y desocupadas eran, comparativamente, las únicas
que no se veían afectadas. Se dedicaban a acumular cosas agradables para uso propio,
y así restituían la natural primavera de la vida, que amenazaba con abandonarles.
En los confines del valle, donde la hondonada había excavado gran abismo entre esta
tierra y aquélla, se extendía, vasta e infinita como el mar, la llanura de donde había
venido el rey. La luz de la luna le daba un tinte gris plateado, y gradualmente las
rocas, difícilmente distinguibles del terreno en el que brotaban, proyectaban oscuras
sombras sobre los bordes más próximos, mostrando sus agudos contornos.
En medio de aquel torbellino flotaban los débiles sones de un caramillo, que
arrebataban el alma con la dulzura de una melodía espectral, que era como el reclamo
de una tierra lejana e inalcanzable.
Y cuando la fuente de los sonidos apareció ante sus ojos, vio una vez más, solitario en
la despoblada inmensidad, al devoto amigo del rey, el mismo anciano que antes le
había aclamado. La música se fue apagando paulatinamente hasta que, al fin, se hizo
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el silencio más absoluto. Entonces apareció una figura en el borde del valle. Avanzó y
pareció contemplar el abismo, permaneciendo inmóvil y preocupado. Finalmente
habló:
—¿Has estado allí?
—Sí, oh rey, ¿qué quieres? ¿Estás cansado?
No hubo respuesta.
Entonces habló el anciano.
—Contempla los caminos que se extienden blancos y deslumbrantes bajo la luz de la
luna; contempla los campos, las aldeas; observa en lontananza los grandes muros del
palacio. ¿No han sido levantados por ti, oh rey?
El rey, entonces, contestó:
—Estoy cansado.
Súbitamente, el anciano sacó su caramillo y se lo llevó a los labios con las dos
manos. Resonaron oleadas de sonidos triunfantes. Pudieron oírse grandiosas armonías
de marchas nacionales, generosas notas de ilimitada alegría.
Entonces, atajando por un sendero desconocido, el anciano llegó junto al rey y se
detuvo a su lado. Al cabo de un rato, ambos se pusieron en movimiento y atravesaron
el valle por una senda secreta en dirección para mí desconocida.
Apenas el rey hubo abandonado el valle, los seres que lo habitaban comenzaron a
caer en el mismo estado letárgico en que estaban sumidos los que había encontrado al
principio. Los primeros en caer fueron aquellos cuyas vidas soportaban una mayor
tensión laboral o mental, pues ellos eran los primeros en sentir la falta de alguien que
desde fuera asumiera parte de su dolor, proporcionándoles un excedente de placer. Y
así, tan lentamente como se agotaba el goce acumulado, una helada muerte en vida se
deslizó por toda la tierra. Es inútil indagar acerca del destino de los habitantes, pues
cada uno de ellos fue víctima de la misma calamidad que se abatió sobre todos. Las
manos olvidaron su destreza. El bullicioso murmullo de la actividad en las calles fue
acallado. En el campo, los cuerpos que a duras penas se arrastraban, acabaron por
inmovilizarse. En todas partes reinaba un silencio ininterrumpido, como si todos los
habitantes se hubieran ido a una gran fiesta. Pero nadie recuperaba la vida. No había
ningún ojo vigilante, ni ninguna mano dispuesta a acabar con la sutil pero constante
acción de la ruina y el decaimiento. Los caminos se cubrieron de hierba, la tierra
invadió los edificios, hasta que, con el lento desgaste del correr del tiempo, todo
quedó enterrado: casas, campos y ciudades desaparecieron, sin dejar finalmente
ninguna huella de su paso.
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CHARLES HOWARD HINTON (1853-1907) fue un matemático británico, escritor
de ciencia ficción e interesado en la cuarta dimensión.
En sus especulaciones se remonta a Parménides, Platón y Aristóteles. De Platón
aprovecha su famoso mito (República, libro VII), que cuenta cómo unos hombres
encadenados en una caverna perciben sólo sus sombras y las de otros objetos
proyectadas sobre la pared a la que miran forzada y continuamente. Uno de ellos
logra salir de la cueva, contempla el mundo real y comprueba cuán distinto es de lo
que ha visto hasta entonces. Lo mismo hace el filósofo, elevándose al mundo de las
ideas, más grande y más real que el percibido por los sentidos; un mundo en el que
todo lo que nos afecta no es pasajero y transitorio, sino eterno.
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Notas
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[1] Henry Thomas Buckle (1821-62), historiador «filosófico», autor de la ambiciosa e
www.lectulandia.com - Página 72
[2] Véase el Apéndice. <<
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